Historia De La Iglesia En His Pa No America Borges

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HISTORIA DE LA IGLESIA HISPANOAMÉRICA Y FILIPINAS I OBRA DIRIGIDA POR

PEDRO

BORGES

BIBLIOTECA DE

AUTORES Declarada

CRISTIANOS

de

interés

HISTORIA DE LA IGLESIA EN HISPANOAMÉRICA Y FILIPINAS

nacional

37

(SIGLOS XV-XIX)

ESTA COLECCIÓN SE PUBLICA BAJO LOS AUSPICIOS Y ALTA DIRECCIÓN DE LA PONTIFICIA UNIVERSIDAD DE SALAMANCA LA COMISIÓN DE DICHA PONTIFICA UNIVERSIDAD ENCARGADA DE LA INMEDIATA RELACIÓN CON LA BAC ESTÁ INTEGRADA EN EL ANO 1992 POR LOS SEÑORES SIGUIENTES:

Volumen I: Aspectos

generales

OBRA DIRIGIDA POR

PEDRO

BORGES

PROFESOR DE HISTORIA DE AMERICA EN LA UNIVERSIDAD COMPLUTENSE DE MADRID

PRESIDENTE:

Excmo. y Rvdmo. Sr. D. FERNANDO SEBASTIÁN AGUILAR, Arzobispo coadjutor de Granada y Gran Canciller de la Universidad Pontificia. VICEPRESIDENTE:

Excmo. Sr. D. JOSÉ

MANUEL SÁNCHEZ CARO,

Rector Magnífico.

VOCALES: Dr. JOSÉ ROMÁN FLECHA ANDRÉS, Vicerrector Académico y Decano de la Facultad de Teología; Dr. JUAN LUIS ACEBAL LUJAN, Decano de la Facultad de Derecho Canónico; Dr. LUCIANO PEREÑA VICENTE, Decano de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología; Dr. ALFONSO PÉREZ DE LABORDA, Decano de la Facultad de Filosofía; Dr. JOSÉ OROZ RETA, Decano de la Facultad de Filología Bíblica Trilingüe; Dr. VICENTE FAUBELL ZAPATA, Decano de la Facultad de Pedagogía; Dra. M.a FRANCISCA MARTÍN TABERNERO, Decana de la Facultad de Psicología; Dra. M.a TERESA AUBACH Guíu, Decana de la Facultad de Ciencias de la Información; Dr. MARCELIANO ARRANZ RODRIGO, Secretario General de la Universidad Pontificia. SECRETARIO:

Director del Departamento de Publicaciones.*

B I B L I O T E C A DE A U T O R E S C R I S T I A N O S E S T U D I O T E O L Ó G I C O DE SAN I L D E F O N S O DE T O L E D O Q U I N T O C E N T E N A R I O (ESPAÑA) MADRID • MCMXCII

MADRID • MCMXCII

Esta obra ha sido editada con la participación de la COMISIÓN NACIONAL PARA EL QUINTO CENTENARIO DEL DESCUBRIMIENTO D$ AMÉRICA.

ÍNDICE

GENERAL

Págs. COLABORADORES DEL PRESENTE VOLUMEN

xv

PRÓLOGO

xvn

PARTE I

CUESTIONES

Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1992, Quinto CentenariojEspaña), Madrid 1992, y Estudio Teológico de San Ildefonso de Toledo, Toledo 1992. Depósito legal: M. 44.375-1991. ISBN: 84-7914-053-4. Obra completa. ISBN: 84-7914-054-2. Tomo I. Impreso en España. Printed in Spain.

GLOBALES

CAPÍTULO 1. La historia d e la I g l e s i a e n H i s p a n o a m é r i c a y Filipinas, p o r Pedro Borges I. Nociones II. Historiografía de la Iglesia en Hispanoamérica III. Sistematización d e la historia de la Iglesia en Hispanoamérica .. Nota bibliográfica

5 5 6 11 15

CAPÍTULO 2. La I g l e s i a y e l d e s c u b r i m i e n t o d e América, p o r Luis Arranz Márquez I. La Iglesia y los descubrimientos antes de Colón II. La religiosidad d e Colón y su proyecto descubridor III. Colón y los eclesiásticos Nota bibliográfica

19 19 22 29 32

CAPÍTULO 3. La d o n a c i ó n pontificia d e las Indias, por Antonio García y García I. Las bulas alejandrinas II. Antecedentes medievales III. Interpretaciones d e las bulas alejandrinas Nota bibliográfica

33 33 35 38 44

CAPÍTULO 4. La Santa S e d e y la I g l e s i a americana, por Pedro Borges I. Marginación directiva de la Santa Sede II. El problema del representante pontificio en Indias Nota bibliográfica

47 47 55 60

CAPÍTULO 5. El Patronato y e l Vicariato R e g i o e n Indias, por Alberto de la Hera I. Antecedentes del Patronato indiano II. Génesis del Patronato indiano III. Del Patronato al Vicariato indiano Nota bibliográfica

63 63 67 74 78

CAPITULO 6. El r e g a l i s m o i n d i a n o , por Alberto de la Hera I. Patronato-Vicariato-Regalías

81 82

índice general

VIII

índice general Págs.

II. El regalismo III. El regalismo en Indias IV. Conclusión Nota bibliográfica

85 88 95 96

CAPÍTULO 7. La e c o n o m í a d e la I g l e s i a americana, por Ronald Escobedo Mansilla 99 I. Los diezmos 99 II. El sínodo parroquial y los estipendios 113 III. Los ingresos de las Ordenes religiosas 114 IV. La financiación de las misiones 118 V. Los subsidios eclesiásticos 124 VI. La consolidación de los vales reales 124 VII. Mesadas, medias anatas y anualidades eclesiásticas 129 VIII. La Bula de la Santa Cruzada 130 Nota bibliográfica 133 PARTE II

LA IGLESIA

DIOCESANA

CAPÍTULO 8. Organización territorial d e la I g l e s i a , por Antonio García y García l^y I. Archidiócesis o sedes metropolitanas 139 II. Diócesis 14Ü III. Parroquias de españoles j^c IV. Doctrinas o parroquias de indios 1*^ Nota bibliográfica *5¿ CAPÍTULO 9. El e p i s c o p a d o , por Francisco Martín Hernández I. Implantación del episcopado en América II. Estructura episcopal III. Múltiple actuación de los obispos IV. Radiografía de u n episcopado V. Los obispos ante la emancipación americana Nota bibliográfica

155 155 157 J^l lj>5 1°° 1'^

CAPÍTULO 10. Las asambleas jerárquicas, por Antonio García y García 175 I. Juntas eclesiásticas | JJj II. Sínodos diocesanos j°¡? III. Concilios provinciales 1|5 Nota bibliográfica *8 CAPÍTULO 1 1 . El c l e r o d i o c e s a n o , p o r Federico R. Aznar Gil I. La constitución del clero secular II. El modelo'del clérigo diocesano III. Los curas de indios IV. Conclusión Nota bibliográfica

IX

Págs. CAPÍTULO 12. Las O r d e n e s r e l i g i o s a s , por Pedro Borges I. Observaciones generales II. Las Ordenes misioneras III. Las Ordenes n o misioneras IV. Las Ordenes y Congregaciones femeninas V. La vida religiosa n o institucionalizada Nota bibliográfica

209 209 212 226 230 233 234

CAPÍTULO 13. La e x p u l s i ó n d e la C o m p a ñ í a de J e s ú s , por Magnus Mórner 245 I. El decreto de expulsión 245 II. Ejecución del decreto 252 III. Reacciones ante la expulsión 254 IV. Consecuencias de la expulsión 255 V. Las «Temporalidades» 256 Nota bibliográfica 258 CAPÍTULO 14. El c l e r o i n d í g e n a , p o r Juan B. Olaechea Labayen I. Primeras experiencias en las Antillas II. Primeras experiencias en el continente III. El largo proceso de consolidación IV. El clero mestizo V. Episcopologio indígena Nota bibliográfica

261 261 263 268 275 277 279

CAPÍTULO 15. La c r i o l l i z a c i ó n d e l c l e r o , p o r Bernard Lavallé I. Los orígenes del criollismo II. Las Ordenes religiosas y el problema criollo III. Otros factores de la lucha IV. Criollismo eclesiástico e ideología Nota bibliográfica

281 281 285 292 295 296

CAPÍTULO 16. La Inquisición, por Elisa Luque Alcaide I. Orígenes y tipos de la Inquisición en América II. La Inquisición episcopal y monástica III. El Tribunal del Santo Oficio IV. El Provisorato p a r a indios Nota bibliográfica

299 301 302 305 315 317

CAPÍTULO 17. La I g l e s i a y l o s n e g r o s , por Ildefonso Gutiérrez Azopardo 321 I. La Iglesia y la trata negrera 322 II. Legislación religiosa sobre los negros 326 III. La evangelización 327 IV. Actuaciones especiales con los negros 331 V. Los negros y la Iglesia 334 VI. La otra cara de la moneda 335 Nota bibliográfica 337

l 9 3

|~!q 19-; 20á 207 208

CAPÍTULO 18. P a n o r a m a d e la I g l e s i a d i o c e s a n a , por Eduardo Cárdenas 339 I. El marco socio-religioso americano 339 II. Luces y sombras de la cristiandad americana 346 Nota bibliográfica 358

índice general X

índice general

XI Págs.

Págs. PARTE III

19. Las prácticas piadosas. Los sacramentos, por Eduardo Cárdenas I. La semana del cristiano y los días de fiesta II. Las devociones populares III. Los sacramentos IV. El año litúrgico V. La muerte cristiana Nota bibliográfica

CAPÍTULO

361 361 364 371 373 377 380

20. Hagiografía hispanoamericana, por Lorenzo Galmés .. 383 Protomártires indígenas de América (1498) 383 Beatos indígenas mexicanos (1527, 1529 y 1539) 385 Venerable Luis Cáncer (f 1549) 385 San Luis Bertrán (1542-1569) 386 Venerable Gregorio López (1542-1596) 387 Mártires mexicanos en Japón (1597, 1627 y 1632) 388 Beato Sebastián de Aparicio (1502-1600) 388 Santo Toribio de Mogrovejo (1538-1606) 389 San Francisco Solano (1549-1610) 390 Santa Rosa de Lima (1586-1617) 390 Venerable Vicente Bernedo (1562-1619) 391 Mártires jesuítas del Paraguay (1628) 392 San Martín de Porres (1579-1639) 393 San Juan Macías (1585-1645) 394 Santa Mariana de Jesús (1618-1645) 395 Venerable Francisco de Pamplona (1597-1651) 395 San Pedro Claver (1580-1654) 397 Venerable Pedro de Bethencourt (1626-1667) 397 Beata Ana de los Angeles Monteagudo (1602-1686) 398 Venerable José de Carabantes (1628-1694) 399 Venerable Antonio Margil de Jesús (1657-1726) 400 Beato Junípero Serra (1713-1784) 400 Nota bibliográfica 401

CAPÍTULO

21. Pensadores eclesiásticos americanos, por Isaac Vázquez 405 Bartolomé de las Casas (1484-1566) 405 Juan Focher (f 1572) 407 Diego Valadés (n. 1533) 409 Alonso de Veracruz (1507-1584) 409 Luis López (t 1596) 410 José de Acosta (1540-1600) 410 Miguel Agía (f d. de 1604) 412 Jerónimo Moreno (mediados del siglo xvn) 414 Juan Rodríguez de León (mediados del siglo xvn) 414 Alonso de Sandoval (1576-1651) 414 Juan de Alloza (1598-1666) 415 Pedro de Alva y Astorga (1601-1667) 415 Juan de Almoguera (f 1676) 416 Alonso deja Peña Montenegro (f 1687) 416 Diego de Avendaño (1594-1688) 417 Andrés Miguel Pérez de Velasco (siglo xvm) 418 Pedro José Parras (1728-1784) 418 Nota bibliográfica 419

CAPÍTULO

LA IGLESIA

MISIONAL

22. Estructura y características de la evangelización, por Pedro Borges 423 I. La Corona, eje de la evangelización 423 II. Organización misional 429 III. Características generales de la evangelización 432 Nota bibliográfica 435

CAPÍTULO

23. Los artífices de la evangelización, por Pedro Borges ... 437 Las Ordenes misioneras 437 Los obispos y el clero diocesano 449 Los españoles y criollos seglares 450 Los colaboradores indígenas 451 Nota bibliográfica 453

CAPÍTULO

I. II. III. IV.

24. Dificultades y facilidades para la evangelización, por Pedro Borges 457 I. Factores adversos 457 II. Factores favorables 462 III. Factores mixtos 463 IV. Apreciación de conjunto 468 Nota bibliográfica 469

CAPÍTULO

25. La expansión misional, por Pedro Borges I. Sistemas de despliegue misional II. Curso crono-geográfico de la expansión Nota bibliográfica

CAPÍTULO

471 471 474 494

26. La metodología misional americana, por Pedro Borges 495 I. Elaboración de la metodología misional 495 II. Principios metodológicos básicos 503 Nota bibliográfica 506

CAPÍTULO

27. Sistemas y lengua de la predicación, por Pedro Borges 509 I. Sistemas de predicación 509 II. El problema de la lengua 514 Nota bibliográfica 519

CAPÍTULO

28. Primero hombres, luego cristianos: la transculturación, por Pedro Borges 521 I. El principio de la dignificación del indígena 521 II. El esfuerzo misionero de dignificación 526 III. Apreciaciones sobre la promoción 533 Nota bibliográfica 534

CAPÍTULO

29. El sistema de reducciones, por Jaime González Rodríguez 535 I. Orígenes y-evolución del sistema 535 II. Doble proceso de reducción 540 III. El pensamiento misionero sobre el sistema de reducciones 544 Nota bibliográfica 547

CAPÍTULO

índice general XII

índice general

XIII

Págs. Págs.

CAPÍTULO 30. M é t o d o s d e catequización, por Josep-Ignasi Sarányana I. Las primeras experiencias pastorales americanas II. Las juntas eclesiásticas de México III. La «Instrucción» de Jerónimo de Loaysa IV. Los manuales para misioneros V. Las síntesis misionológicas del III límense y del III mexicano ... VI. Rasgos generales de la posterior catequesis americana Nota bibliográfica

549 550 551 554 557 561 563 569

CAPÍTULO 3 1 . M é t o d o s d e p e r s u a s i ó n , por Pedro Bprges I. La captación de la benevolencia II. Presentación atractiva del cristianismo III. La erradicación del paganismo IV. La «extirpación de la idolatría» V. La demostración directa del cristianismo VI. Métodos de autoridad VII. Métodos verticales VIII. Métodos capilares o de contacto IX. Métodos de educación Nota bibliográfica

573 573 574 575 578 586 587 589 589 590 591

CAPÍTULO 32. La nueva cristiandad indiana, p o r Pedro Borges I. La respuesta cristiana del indio II. El cultivo pastoral de los neoconversos III. La vivencia indígena del cristianismo Nota bibliográfica

593 593 599 604 611

CAPÍTULO 3 3 . G r a n d e s e v a n g e l i z a d o r e s a m e r i c a n o s , por Lorenzo 615 Galmés 6 Ramón Pane (1493) }5¡ Pedro de Córdoba y su Comunidad (1510-1521) 616 Los doce apóstoles franciscanos de México (1524) 617 J u a n de Zumárraga (1458-1548) 61S Domingo de Betanzos (1480-1549) 6iy Gregorio de Beteta (f 1562) 6¿U Pedro de Gante (t 1572) °*A Vasco de Quiroga (t 1578) %i Agustín de la Coruña (1508-1589) °£2 Gonzalo de Tapia (1561-1594) °/« Diego de Porres (siglo xvi) ^.j.. Diego de Torres Bollo (1551-1638) °~g Antonio Llinás de Jesús María (1635-1693) „7 Eusebio Francisco Kino (1645-1711) fi9¿ Francisco Palou (1723-1790) °29 Nota bibliográfica

PARTE IV

LA IRRADIACIÓN

DE LA

IGLESIA

CAPITULO 34. La a n e x i ó n d e A m é r i c a a l a luz d e la t e o l o g í a , por 6 3 3 Luciano Pereña 635 I. Protagonistas: Escuela de teólogos

II. Intervención: Etica de la conquista III. Resultados: Pastoral de los derechos humanos IV. Conclusión: Trascendencia histórica Nota bibliográfica

638 642 646 647

CAPÍTULO 35. La I g l e s i a a m e r i c a n a y l o s p r o b l e m a s d e l i n d i o , por Pedro Borges 649 I. Observaciones sobre la actuación de los eclesiásticos 649 II. La Iglesia ante los problemas antillanos 651 III. La Iglesia ante las conquistas 655 IV. La Iglesia ante los problemas laborales 659 V. La Iglesia ante el problema d e la racionalidad del indio 662 VI. La Iglesia ante la esclavitud 665 VII. La Iglesia y la imposición tributaria 667 Nota bibliográfica 667 CAPÍTULO 36. La I g l e s i a y l a s culturas p r e h i s p á n i c a s , por Pedro Borges 671 I. Supresión de las culturas indígenas 671 II. Conservación y transmisión de las culturas indígenas 676 Nota bibliográfica 682 CAPÍTULO 37. Los e c l e s i á s t i c o s y e l g o b i e r n o d e l a s I n d i a s , por Ismael Sánchez Bella 685 I. Colaboración en las tareas públicas 685 II. Eclesiásticos en cargos públicos 691 III. Conclusión 695 Nota bibliográfica 695 CAPÍTULO 38. La I g l e s i a y la e n s e ñ a n z a s u p e r i o r , por Jaime González Rodríguez 699 I. Las fuentes 699 II. Centros superiores n o universitarios 700 III. Las Universidades 706 Nota bibliográfica 711 CAPÍTULO 39. La I g l e s i a y la e n s e ñ a n z a e l e m e n t a l y secundaria, p o r Jaime González Rodríguez I. Observaciones generales II. La enseñanza elemental para hijos de caciques III. La enseñanza elemental para la mujer IV. La enseñanza elemental para niños V. La Iglesia y la enseñanza secundaria Nota bibliográfica

715 715 717 719 722 725 727

CAPÍTULO 40. Los e c l e s i á t i c o s y las c i e n c i a s profanas, por José Luis Abellán 73 j I. Derecho internacional 73^ II. La guerra: una ruptura del orden internacional '.'.'.'.'.'.'.'.'.'. 734 III. La economía política 735 IV. Antropología cultural , 737 V. Una hazaña botánica: la de Mutis 739 VI. El americanismo de los jesuítas expulsos '.'.'.'.'.'.'.'.'.'.'. 741 VIL Conclusión ' ~¿4 Nota bibliográfica y. .

xiv

índice general Págs.

CAPÍTULO 4 1 . Literatos e c l e s i á s t i c o s h i s p a n o a m e r i c a n o s , por Juana Martínez Gómez 747 I. Crónicas en verso 747 II. El teatro 747 III. La poesía 751 IV. La prosa 755 V. Sor J u a n a Inés d e la Cruz 758 Nota bibliográfica 760 CAPÍTULO 42. La I g l e s i a y l a b e n e f i c e n c i a , p o r Josefina Muriel I. Centros benéficos en las Antillas II. Centros benéficos e n Nueva España III. Centros benéficos en Guatemala IV. Centros benéficos en América del Sur Nota bibliográfica

761 762 763 772 772 778

CAPÍTULO 4 3 . La I g l e s i a y l o s d e s c u b r i m i e n t o s g e o g r á f i c o s , p o r Mariano Cuesta I. Primer período: 1492-1550 II. Segundo período: 1550-1824 Nota bibliográfica

781 782 784 796

CAPITULO 44. La I g l e s i a y l a Ilustración, p o r Jaime González Rodríguez. 799 I. El clero y el regalismo 800 II. El clero y las instituciones culturales 801 III. El clero y la enseñanza elemental y media 802 IV. El clero y la enseñanza superior 804 Nota bibliográfica 811

COLABORADORES DEL PRESENTE VOLUMEN

ABELLÁN, JOSÉ LUIS, Doctor en Filosofía, Universidad Complutense, Madrid. AKRANZ MÁRQUEZ, LUIS, Doctor en Historia de América, Escuela Universitaria Pablo Montesino, Madrid. AZNAR GIL, FEDERICO R., Doctor en Derecho Canónico, Universidad Pontificia, Salamanca. BORGES, PEDRO, Doctor e n Historia d e América, Universidad Complutense, Madrid. CÁRDENAS, EDUARDO, jesuíta, Doctor en Historia Eclesiástica, Universidad Gregoriana (Roma) y Universidad Javeriana (Bogotá). CUESTA, MARIANO, Doctor en Historia de América, Universidad Complutense, Madrid. ESCOBEDO MANSILLA, RONALD, Doctor e n Filosofía y Letras, Universidad del País Vasco, Vitoria. GALMÉS, LORENZO, dominico, Doctor en Teología, Centro Teológico de los Padres Dominicos, Barcelona. GARCÍA Y GARCÍA, ANTONIO, franciscano, Doctor en Derecho Canónico, Universidad Pontificia, Salamanca. GONZÁLEZ RODRÍGUEZ, JAIME, Doctor en Historia d e América, Universidad Complutense, Madrid. GUTIÉRREZ AZOPARDO, ILDEFONSO, Doctor en Antropología Americana, Universi-

815 815 818 822 828 830 832

dad de los Andes, Bogotá. HERA, ALBERTO DE LA, Doctor en Derecho, Universidad Complutense, Madrid. LAVALLE, BERNARD, Doctor en Historia, Universidad de Burdeos-III. LUQUE ALCAIDE, ELISA, Doctora e n Historia de América, Universidad de Navarra, Pamplona. LYNCH, JOHN, Doctor en Historia, Institute of Latín American Studies, Londres. MARTÍN BERRIO, RAÜL, Doctor en Historia d e América, Universidad Complutense, Madrid.

CAPÍTULO 46. Arte r e l i g i o s o h i s p a n o a m e r i c a n o , p o r Raúl Martín Berrio 835 1/ La arquitectura 835 II. La escultura 849 III. La pintura 853 Nota bibliográfica 854

Pontificia, Salamanca. MARTÍNEZ GÓMEZ, JUANA, Doctora en Filología Hispánica, Universidad Complutense, Madrid. MÓRNER, MAGNUS, Doctor en Historia, Universidad de Góteborg (Suecia). MURIEL, JOSEFINA, Doctora en Historia, Instituto de Investigaciones Históricas, México.

CAPÍTULO 4 5 . La I g l e s i a y l a i n d e p e n d e n c i a h i s p a n o a m e r i c a n a , p o r John Lynch • I. La crisis d e la Iglesia colonial II. Las raíces ideológicas de la independencia III. Respuesta de la Iglesia a la independencia IV. Los libertadores y la Iglesia V. La Iglesia poscolonial Nota bibliográfica

MARTÍN HERNÁNDEZ, FRANCISCO, Doctor en Historia Eclesiástica, Universidad

OLAECHEA LABAYEN, JUAN BAUTISTA, Doctor en Filosofía y Letras, C u e r p o Facul-

tativo de Archiveros y Bibliotecarios, Madrid. PEREÑA, LUCIANO, Doctor en Filosofía y Letras, Consejo Superior de Investigaciones Científicas (Madrid) y Universidad Pontificia de Salamanca (Madrid). SÁNCHEZ BELLA, ISMAEL, Doctor en Derecho, Universidad de Navarra, Pamplona. SARANYANA, JOSEP-IGNASI, presbítero, Doctor en Teología, Universidad de Navarra, Pamplona. VÁZQUEZ, ISAAC, franciscano, Doctor en Historia Eclesiástica, Pontificio Ateneo Antoniano, Roma.

PROLOGO

La presente Historia de la Iglesia aspira a plantear de una manera imparcial y clara los diversos y complejos aspectos que presenta esta institución en Hispanoamérica y Filipinas desde su descubrimiento hasta su independencia. En este primer volumen se abordan los aspectos generales o que se refieren a la Iglesia hispanoamericana y filipina en su conjunto. En el segundo se expondrán los aspectos territoriales, es decir, el curso de esa misma Iglesia en las diversas regiones que se estudiarán. Renunciando a una exhaustividad imposible, en ambos se ha procu- • rodo conjugar la concisión con una moderada amplitud en la exposición de los temas, a la que sigue una Nota Bibliográfica para que el interesado pueda profundizar en ellos. El tratamiento de cada tema se ha encomendado a un historiador plenamente acreditado en la materia que aborda como, en muchas ocasiones, lo evidencia la bibliografía de cada capítulo. En la selección de los autores se ha seguido el criterio de su especialización, no el de sus ideas ni el de su condición personal. Por ello, en la lista figuran españoles e hispanoamericanos junto con franceses, ingleses y suecos. De ellos, unos son religiosos o sacerdotes diocesanos; otros, seglares católicos; unos terceros, seglares, desde el punto de vista religioso indiferentes, y algunos, agnósticos. La diversidad de autores ha originado repeticiones y hasta divergencias de posturas en el enjuiciamiento de algunos hechos. Las primeras se han mantenido para dejar debidamente enmarcada la exposición del autor. Las segundas se han respetado porque la uniformidad de pensamiento se ha considerado menos importante que el incondicional respeto al Ubre criterio de cada cual. La obra no es la historia de la Iglesia de España en América. Es la exposición del proceso religioso, humano y cultural compartido durante una determinada y característica época por una comunidad de pueblos unidos por la sangre, la historia, la cultura, la lengua, la religión y el destino, pero actualmente demasiado disgregados aún en espíritu, en unas ocasiones, por la subsistencia de prejuicios y, en las más, por el desconocimiento o la incomprensión de nuestra común historia.

xvill

Prólogo

Quede aquí constancia de la gratitud a todos los autores por su generosa y valiosa colaboración, motivada principalmente por su deseo de aportar luz a un proceso histórico en el que todavía queda mucho que profundizar. Madrid, 12 de octubre de 1991. LA DIRECCIÓN

HISTORIA DE LA IGLESIA EN HISPANOAMÉRICA Y FILIPINAS I

PARTE

CUESTIONES

I

GLOBALES

CAPÍTULO 1

LA HISTORIA DE LA IGLESIA EN HISPANOAMÉRICA YFILIPINAS Por PEDRO BORGES

Antes de exponer la historia de la Iglesia en Hispanoamérica y Filipinas conviene aquilatar el sentido de los términos utilizados, proporcionar una visión de cómo se ha venido abordando esta historia o, lo que es lo mismo, analizar brevemente la historiografía eclesiástica americana, y razonar los criterios o enfoque adoptados en la presente obra.

I. A)

NOCIONES

Historia de la Iglesia

Por Historia de la Iglesia se entiende, en la presente obra, la narración de la actividad humana o temporal de esta institución, a sabiendas de que para el creyente esta actividad no es más que una parte de otro aspecto sobrenatural que el historiador no puede captar como tal y que lo da o no por supuesto, según que comparta o no la fe del creyente. Puesto que se trata de hacer historia, el propósito es narrar los hechos acontecidos, situarlos en el lugar y momento en que ocurrieron y tratar de explicarlos históricamente. El hecho de que esta historia sea la de una actividad humana quiere decir que su objetivo no es elaborar una historia del pueblo de Dios ni de la salvación, porque esto entraña una connotación sobrenatural. Tampoco consiste en trazar una teología de la historia, porque esto no le incumbe al historiador, sino al teólogo. Excluye, además, todo intento de hacer lo que hoy se denomina una historia comprometida, porque no se trata de defender ni de atacar nada, sino sólo de exponer lo ocurrido y tal como ocurrió. Desde el momento en que esta historia se enfoca bajo un prisma global, se tomará a la Iglesia con sentido de totalidad. Esto exige un esfuerzo de equilibrio que no deforme la visión insistiendo en unos aspectos más que en otros, como suele acontecer cuando, por ejemplo, se considera a la Iglesia bajo la óptica predominante de su cometido liberador.

6 B)

P.I.

Cuestiones globales

Hispanoamérica

Bajo el término de Hispanoamérica se engloban todos los territorios en los que desarrolló su actividad España desde 1492 hasta 1824, fecha esta última que se adopta, a pesar de su inexactitud, como el punto final del proceso de independencia o emancipación de las actuales naciones hispanoamericanas. Se trata, por lo mismo, de un concepto geográfico distinto de lo que inadecuadamente se suele denominar América latina o Latinoamérica, pues excluye a Brasil pero incluye también a California, todo el sur de los Estados Unidos y el sureste de esta misma nación. C)

Filipinas

Es sabido que durante los siglos XVI a x v m y gran parte del xix la historia de Filipinas, incluida la eclesiástica, es inseparable de la de Hispanoamérica, razón por la cual se ha optado por darle cabida también en la presente obra. Por tratarse de un aspecto territorial de la Iglesia, su estudio se insertará al final del segundo volumen, precedido del correspondiente análisis de la historiografía eclesiástica del archipiélago. Debe tenerse en cuenta, sin embargo, que en Filipinas rigieron los mismos principios generales que en Hispanoamérica (por ejemplo, el Real Patronato, el Vicariato Regio, el sistema de elección de los obispos, los criterios de división de las diócesis, la transformación de las misiones en doctrinas, etc.), por lo cual no se volverá a insistir en ellos al tratar de esas islas. Ahora bien, como de hecho tampoco se puede confundir con ella, respecto de este archipiélago se ha adoptado u n criterio de exposición de la historia que le es propio. II.

HISTORIOGRAFÍA DE LA IGLESIA EN HISPANOAMÉRICA

Tomando el término de historiografía en su sentido más amplio, la narración de la actividad humana de la Iglesia en Hispanoamérica arranca prácticamente desde el propio descubrimiento del Nuevo Mundo en 1492. Puede decirse, incluso, que este punto de partida aún hay que adelantarlo más, puesto que los eclesiásticos intervinieron también en la gestión del proyecto colombino y ya entonces se escribió sobre ello. Lo escrito desde ese momento sobre la historia de la Iglesia en Hispanoamérica puede clasificarse en cuatro grandes apartados: fuentes documentales, fuentes narrativas, estudios monográficos e historias globales, lo que en buena parte tiene aplicación también a Filipinas. A)

Fuentes documentales

Las fuentes documentales están constituidas por los documentos de toda índole relacionados con la actividad de la Iglesia y que consisten en escritos unitarios con uno o varios destinatarios concretos, generalmente breves, y que, salvo excepciones, n o estaban llamados a difundirse por medio de la imprenta.

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Historia de la Iglesia en Hispanoamérica y rmyn

La mayor parte de ellos permanecen todavía inéditos, pero desde finales del siglo XIX se vienen editando valiosísimas colecciones de los mismos, siguiendo normalmente u n criterio territorial. Dentro de su variadísima gama, estos documentos se pueden estructurar en cinco tipos fundamentales: 1. Documentos pontificios, que suelen referirse al nombramiento de obispos, erección de diócesis, concesión de privilegios y promulgación de indulgencias. Están constituidos por las bulas, breves y demás documentos de la Santa Sede expedidos para el Nuevo Mundo o relacionados con él. 2. Documentos legislativos, bien fueran de la Corona española o de las autoridades eclesiásticas, tanto americanas como españolas, los cuales tocan todos los aspectos de la Iglesia americana. Suelen corresponder a la información recibida del lugar de los hechos a los que se refieren, razón por la cual constituyen un reflejo de lo que sucedía en América y un indicador de cómo se tenía que proceder en adelante. De esta índole son las numerosísimas reales cédulas, reales órdenes o pragmáticas de la Corona referentes a asuntos eclesiásticos; las disposiciones de los obispos y de los superiores de las Ordenes religiosas; las normas de los concilios provinciales, de los sínodos diocesanos y de los capítulos o congregaciones de los religiosos. 3. Documentos informativos, consistentes en cartas, memoriales, informes, atestados, relaciones de las visitas pastorales y las descripciones de una situación o de un hecho concreto. Normalmente se elaboraban para conocimiento de las autoridades, sobre todo de la Corona, y sus autores actuaban unas veces oficialmente, mientras que otras lo hacían a título particular. Este tipo de documentos suman muchos millares, describen toda clase de acontecimientos, suelen descender incluso hasta lo personal y lo más corriente es que el autor exponga al destinatario su propia opinión sobre lo que estaba sucediendo o lo que convendría proveer. Por ello, constituyen una fuente de información de primerísima mano y de una riqueza prácticamente inagotable. 4. Documentos polémicos, destinados a mantener o ratificar una determinada postura o a socavar la contraria. Pueden revestir una forma cualquiera de las indicadas al hablar de los documentos informativos, pero se distinguen de ellos en que ofrecen el peligro de la falta de objetividad. Su número es también muy elevado, debido a las numerosas controversias mantenidas en América, y se refieren, sobre todo, a los problemas relacionados con las conquistas armadas, las encomiendas, la esclavitud de los indios, las diversas formas de predicar el Evangelio, las disputas mantenidas por los obispos y los religiosos a propósito de los privilegios de estos últimos o de la entrega de las parroquias de indios al clero diocesano, a las divergencias entre las autoridades civiles y las eclesiásticas, a las disensiones surgidas dentro de las Ordenes religiosas y a las diferencias entre los miembros de una misma Orden, sobre todo con motivo de la cuestión de la alternativa o alternancia de los cargos entre peninsulares y criollos. 5. Documentos propagandísticos, elaborados para resaltar los méritos

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Cuestiones globales

propios o los de la Orden a la que pertenece el autor, o bien con el fin de edificar a los lectores o de suscitar vocaciones misioneras. Las célebres Cartas Anuas de la Compañía de Jesús perseguían las dos últimas finalidades, mientras que las circulares que en el siglo XVIII distribuían por los conventos de España los reclutadores de voluntarios para las misiones representan sendos ejemplos de la última. El inconveniente de estos documentos no consiste en que falseen la verdad para conseguir su objetivo, cosa que no hacen, sino en que insisten o recogen casi exclusivamente lo que conviene para su objetivo, omitiendo todo lo demás. B)

Fuentes narrativas

Bajo esta denominación se incluyen las narraciones o exposiciones de la actividad de la Iglesia en Hispanoamérica elaboradas con fines de difusión por medio de la imprenta, aunque diversas circunstancias terminaran muchas veces por impedir la consecución de este objetivo. Estas fuentes narrativas están constituidas fundamentalmente por las Historias propiamente dichas (a veces denominadas Crónicas, sobre todo en el caso de franciscanos y agustinos), las Vidas o biografías de personajes eclesiásticos destacados y las Relaciones de una situación o de un hecho determinado y que no son más que una especie de historias en pequeño. Por su mismo objetivo, estas tres clases de fuentes entrañan diferencias intrínsecas, en el sentido de que una Historia o Crónica, por necesidad, abarca siempre un campo geográfico y cronológico más amplio que el de las otras dos, de las que las biografías se restringen, a su vez, a un solo personaje, mientras que las Relaciones pueden constituir una verdadera historia o ceñirse al simple relato de un acontecimiento. Tanto unas como otras, sobre todo las Historias o Crónicas, revisten las siguientes características: 1. En la mayoría de los casos son obra de autores que escribían en el Nuevo Mundo o que habían estado en él, aunque su impresión se efectuara fuera de América, y más concretamente en España. Además, en muchos casos, los autores son testigos personales de lo que relatan. 2. Salvo casos muy concretos, como el de Gil González Dávila, perteneciente al clero secular, los autores suelen ser religiosos y obedecer en la elaboración de la obra al encargo de sus superiores. 3. La narración de los hechos se basa en documentos auténticos o en el testimonio de quienes los presenciaron y hasta protagonizaron, razón por la cual constituyen una valiosísima fuente que sustituye a una documentación que no ha llegado hasta nosotros. 4. Tanto los superiores al encargar la obra como el autor al elaborarla persiguen dos fines fundamentales: el brillo de la propia Orden, implícita o explícitamente deducido de la actuación de sus miembros, y la ejemplaridad del lector, perseguida mediante el relato de lo edificante. Este doble propósito no excluye la veracidad de la historia, pues el autor siempre se propone narrar hechos ciertos, pero sí es corriente que la cercene, en el sentido de omitir lo que no contribuya a su propósito.

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5. Junto con esta sincera búsqueda de la verdad, al menos parcial, los autores sienten una tentación irresistible hacia lo maravilloso, lo que les conduce a insistir en el carácter mesiánico, providencialista y hasta milagroso de los acontecimientos, hasta la primera mitad del siglo XVII. Desde esta época en adelante, dicha tendencia cede el paso a la simple insistencia en lo extraordinario, pero ahora ya con más precauciones y menor insistencia en lo sobrenatural. El cambio obedeció al decreto promulgado por el papa Urbano VIII en 1625, y ratificado en 1634, por el que prohibió la impresión de obras que hablaran de milagros, revelaciones y dotes de santidad sin la previa aprobación de la autoridad eclesiástica o de la Sagrada Congregación de Ritos. 6. Característica de toda esta producción histórica es también la insistencia en las grandes dificultades que la propia Orden o el personaje biografiado tenían que vencer en la realización de su labor. Las dificultades fueron reales, pero lo que sorprende es el deseo de hacerlas resaltar y la frecuente omisión, sobre todo desde el siglo XVII en adelante, de las también ciertas facilidades de que gozaban los protagonistas. 7. En el contenido de estas obras predomina la narración del acontecer eclesiástico, pero es muy frecuente que se les dedique asimismo una mayor o menor atención a los sucesos civiles o profanos, entre los que destacan la previa conquista armada del territorio y, en el caso de las historias misionales, la descripción de la historia y costumbres indígenas. De aquí el valor etnográfico que suelen entrañar estos relatos. 8. Exceptuados también casos muy concretos, como el ya citado de Gil González Dávila (Teatro eclesiástico de la primitiva Iglesia de las Indias Occidentales, dos vols., Madrid, 1644-45), que se refiere a la jerarquía americana, su carácter de religiosos y los objetivos que persiguen inducen a estos autores a restringir la historia eclesiástica a la historia de la propia Orden religiosa. Lo más corriente es que esta restricción geográfica y temática se haga constar en el título de la obra. Pero a veces no se consigna, por lo que sucede que, en casos como los de los franciscanos Toribio Paredes de Benavente o Motolinia {Historia de los indios de Nueva España, hacia 1555), Jerónimo de Mendieta (Historia eclesiástica indiana, de finales del siglo XVI) o José Torrubia (Monarquía indiana, comienzos del siglo XVII), el título hace esperar un contenido eclesiástico más amplio del que se ofrece en realidad. El mismo González Dávila se restringe, en contrapartida, a la jerarquía eclesiástica cuando parece que su propósito es abarcar a toda la Iglesia. 9. Una obra como la de Francisco de Gonzaga (De origine Seraphicae Religionis Franciscanae, Roma, 1587), junto con la de González Dávila, que abarcan a toda América, constituyen, por lo mismo, una excepción en la tendencia general de este tipo de obras a restringirse a aquel o aquellos territorios concretos que fueron escenario de la actividad de la propia Orden. Por añadidura, esta limitación territorial no sigue un criterio geográfico, sino el del ámbito de la Provincia religiosa o Misión a la que pertenece el autor, de manera que la historia no es la de un territorio como tal, hi la del ocupado por una determinada Orden tomada en su conjunto, sino la del correspondiente a una determinada Provincia o Misión, circunstancia que

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suele figurar en el título de la obra. Esta es la razón de que, en conformidad con la extensión geográfica de la Provincia o Misión, a veces la narración se limite a un territorio muy concreto, por ejemplo, Michoacán, Florida o Chiloé; en determinados casos y lugares, se escojan unos territorios y se prescinda de otros, lo que acontece entre los franciscanos de Nueva España, en la que tuvieron varias Provincias; en ocasiones se amplía a un territorio muy extenso, por ejemplo, toda Nueva España o el Perú; en otras circunstancias se yuxtaponen territorios muy alejados entre sí, hecho muy frecuente entre los franciscanos y jesuítas, por la diversidad de escenarios en los que desarrollaron su actividad las Provincias y Colegios de Misiones. 10. La producción histórica de los jesuítas refleja una mentalidad más moderna que la perteneciente a las restantes Ordenes religiosas. Por otra parte, tanto una como otra evolucionaron con el transcurso del tiempo. En todas se observa, sin embargo, una clara tendencia cronologista, consistente en una excesiva servidumbre a la sucesión de los años, de manera que estas historias, en ocasiones, terminan convirtiéndose en verdaderos anales, mientras que en otras se ordenan en función de la sucesión cronológica de los Provinciales o de las Congregaciones de la respectiva Provincia. 11. Finalmente, en esta producción resalta también la importancia que se le concede a la fundación de conventos y a las biografías, hasta el punto de que alguna de estas obras, como, por ejemplo, la del dominico Alonso Franco (Segunda parte de la historia de la Provincia de Santiago de México, Orden de Predicadores de la Nueva España, México, 1645), más que una historia propiamente dicha es una especie de santoral no oficial, pues en la práctica se limita a trazar biografías. C)

Estudios monográficos

Ya en la época contemporánea, los estudios monográficos y, por lo mismo, de carácter restringido constituyen el modo actualmente más frecuente de abordar la historia de la Iglesia en la América española. En conjunto, estos estudios abordan los aspectos más dispares de la Iglesia, bien con fines simplemente de divulgación, bien con objetivos y bases científicos. Esta disparidad impide su clasificación en este lugar, la cual viene a coincidir, por otra parte, con las diversas facetas eclesiásticas en que está estructurada la presente obra. Desde el punto de vista de su forma y del ámbito de su contenido, una clasificación de los mismos puede ser la siguiente: 1. Artículos de revista, que constituyen el tipo más frecuente y cuyo contenido es también el más restringido, tanto temática como cronológicamente. Esta limitación se ve compensada por la concretez y exactitud de los datos y apreciaciones. 2. Monografías propiamente dichas, mediante las cuales se procura agotar el tema elegido. Suelen circunscribirse a los siguientes aspectos principales, delimitados además geográfica y cronológicamente: a) una institución, principalmente bajo la forma de Obispado, Orden o Provincia religiosa; b) un territorio, diocesano o misional; c) una idea o corriente ideológica, como la teocracia pontifical o el Real Patronato; d) un personaje eclesiástico,

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bajo la forma de biografía o del estudio de su pensamiento u obra escrita; e) el análisis y edición de una obra inédita o que se considera necesitada de una nueva edición o estudio. 3. Historias de la Iglesia en una nación determinada, de las que algunos países poseen varias, pero cuya calidad, salvo excepciones, como las de México, Colombia, Perú, Chile y Argentina, n o responde a las exigencias actuales y menos tratándose del período anterior a la independencia americana. D)

Historias globales de la Iglesia

Las historias globales de la Iglesia en Hispanoamérica, es decir, las obras que tratan de abordar todos sus aspectos, son seis, pertenecientes a los autores siguientes: 1. Antonio Ybot León, a quien le incumbe el mérito de haber sido el primer autor moderno (1954-1963) que ha abordado el tema con una visión global y científica, lo que hace que su obra aún siga teniendo valor a pesar de su antigüedad, si bien en algunos puntos ya ha quedado superada. 2. Leandro Tormo, quien en 1962 elaboró un breve resumen, difundido mecanográficamente, en el que predomina el criterio de la selección de temas, así como la claridad en la exposición. 3. León Lopetegui, Francisco Zubillaga y Antonio Egaña, cuya Historia, aparecida en 1965-1966, ofrece una visión satisfactoria de las cuestiones globales, aunque con excesiva mezcla de lo profano con lo religioso; en lo referente a Nueva España, hay temas que se tratan exhaustivamente, mientras que otros puntos, e incluso períodos, apenas se tocan; en lo referente al hemisferio meridional, su propio autor reconoce que trató de presentar «más un episcopologio que una historia eclesiástica» (II p.XXII). 4. Enrique D. Dussel, autor de tres obras y director de una cuarta, en las que desde 1967 viene ofreciendo una visión propia, en la que se esfuerza por trazar una teología de la historia, pero incurre en tópicos ya superados, generaliza situaciones exclusivas del siglo XVI y, cuando intenta hacer historia propiamente dicha, ofrece visiones generales a base de testimonios o situaciones concretos y unidireccionales. 5. Hans-Jürgen Prien, quien, en 1978 en alemán y en 1985 en castellano, ofrece una visión rica en datos concretos, pero carente de enfoque, dirigida a demostrar posturas previamente adoptadas y en gran parte anacrónicas, por desconocimiento de los avances realizados últimamente en este campo.

III.

SISTEMATIZACIÓN DE LA HISTORIA DE LA IGLESIA EN HISPANOAMÉRICA

Desde el momento en que se toma en todo su conjunto, aunque sólo sea durante una época determinada, la historia de la Iglesia en Hispanoamérica, debido precisamente a lo complejo de su actuación, plantea el difícil problema inicial de su sistematización.

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En este punto caben tres posibilidades: la sistematización geográfica, la sistematización cronológica y la sistematización temática, según que se adopte como criterio de estructuración la geografía, la cronología o los diversos aspectos de la actividad eclesiástica. A)

Sistematización geográfica

Es la adoptada por L. Lopetegui, F. Zubillaga y A. de Egaña, quienes parten de la diferenciación entre los dos hemisferios para, dentro de ellos, seguir utilizando el criterio geográfico al abordar los distintos temas, excepto los de carácter global. Esta sistematización ofrece el inconveniente de que, por una parte, no corresponde a la realidad evolutiva de la Iglesia, y por otra, obliga a incurrir en numerosas repeticiones, en ambos casos debido a la sustancial identidad de la actividad de la Iglesia en cada región geográfica en una misma época o momento. De hecho, y tomada en su conjunto, la Iglesia no evolucionó en Hispanoamérica en función de un hemisferio o de otro, y ni siquiera en función de los diversos territorios, sino que lo hizo practicando en todos una conducta que sólo se diferencia en detalles si se trata de una misma etapa. La evolución general se produce con el paso del tiempo, no con el cambio de región. A esto se añade la dificultad de delimitar los territorios geográficos, los cuales no coinciden tampoco con la evolución de la Iglesia. Tratándose de América, el criterio geográfico sólo es posible, e incluso necesario, en el caso de territorios determinados, hasta el punto de que incluso resulta de difícil aplicación cuando la historia de la Iglesia se estructura por naciones, debido a que éstas no se corresponden con las estructuras anteriores a 1824. A pesar de este inconveniente, y por razones que se consignarán más adelante, así se estructura el segundo volumen de la presente obra, como lo hace también Dussel desde el segundo volumen de su Historia General. B)

Sistematización cronológica

Egaña divide en 1966 la historia de la Iglesia en América del Sur en tres etapas, correspondientes a las tres dinastías que reinaron en España desde 1492 hasta 1824. Esta división ofrece el inconveniente de que el cambio de dinastía no supuso en la Iglesia el inicio de ninguna modificación suficientemente profunda, amplia y generalizada como para hacer coincidir con ese hecho el comienzo de una nueva etapa. Alberto Methol Ferré, al distinguir en 1968 una primera etapa de expansión y organización (1492-1620), a la que hace seguir una segunda, de dualismo entre Iglesia establecida y Misión (1620-1808), adopta una periodización que de hecho refleja una realidad, pero sólo parcialmente. La expansión de la Iglesia continuó con posterioridad a 1620, y el dualismo entre las dos Iglesias, además de que comenzó desde finales del siglo XVI, no parece criterio válido para establecer una nueva etapa, pues ese dualismo no dejó de ser un hecho externo, impuesto por las circunstancias, que no afectó a la vida de la Iglesia tomada en todo su conjunto.

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Dussel distingue cinco períodos cronológicos, a los que denomina: los primeros pasos (1492-1519); las misiones en Nueva España y Perú (1519-1551); la organización y afianzamiento de la Iglesia (1551-1620); los conflictos entre la Iglesia misionera y la civilización hispánica (1620-1700); la decadencia borbónica (1700-1808). La etapa comprendida entre 1492 y 1519 reviste, en efecto, caracteres propios que la distinguen de las demás. La que se hace arrancar de 1519 (inicio de la conquista de México por Hernán Cortés) es, indudablemente, de predominio misional, pero no se puede restringir a Nueva España y al Perú, ni clausurarse en 1551 (fecha de la celebración del primer concilio provincial de México), porque en ese momento la evangelización estaba en su plenitud en Nueva España, saliendo de sus graves dificultades iniciales en el Perú, sin acabar de asentarse en la Florida, comenzando en El Salvador, Nicaragua, Nueva Granada y Tucumán, afianzándose en Guatemala, Ecuador y Chile y sin haber penetrado todavía en el resto de América. En cuanto al período comprendido entre 1551 y 1620, resulta difícil comprender por qué esa organización comienza en 1552, cuando es muy anterior, y se cierra en 1620, cuando la Iglesia ya estaba definitivamente organizada y consolidada en la segunda parte del siglo XVI. Caracterizar al siglo XVII por los conflictos entre la Iglesia misionera y la civilización hispánica es cercenar la historia misional - q u e hizo mucho más que originar conflictos- y dar por inexistente a la Iglesia establecida. La etapa comprendida entre 1700 y 1808 es ciertamente borbónica, y en algunos aspectos decadente, pero en otros fue de renovada prosperidad. Prien establece en 1978 y 1985 tres períodos sucesivos, aunque haciendo la acertada advertencia previa de que la división no le satisface plenamente por la imposibilidad de hallar un principio que sirva de criterio indiscutible de periodización: el del choque entre la civilización ibérica y la amerindia; el del desarrollo del cristianismo latinoamericano bajo el signo del modelo de «Cristiandad», y el de la crisis de la «Cristiandad» latinoamericana en la época de la Ilustración y de la emancipación política. El hecho del choque o, si se prefiere, encuentro entre las dos civilizaciones no parece un criterio válido que se pueda aplicar a la historia de la Iglesia, y, por otra parte, en el terreno misional se dio siempre. El modelo de «Cristiandad», tal como entiende Prien este término, tampoco se circunscribe a un período determinado. Durante la etapa de emancipación sí se puede hablar de crisis, originada por las alteraciones políticas, pero el calificativo no cuadra a la época de la Ilustración, deficiente en unos aspectos, pero brillante en otros. Esta disparidad de enfoques en la sistematización cronológica de la historia de la Iglesia en Hispanoamérica ya es por sí misma un síntoma de que la periodización está muy lejos de ser fácil, porque -como observa atinadamente Prien- no se dispone de ninguna base clara para distinguir etapas cronológicas. Tomada en su conjunto, es decir, englobando bajo una misma perspectiva a la Iglesia establecida y a la Iglesia misionera o en vías de constitución, en la historia eclesiástica hispanoamericana solamente aparecen dos etapas

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claramente distintas de las demás: la de 1492-1523, que fue de experimentación o tanteos, y que ciertamente no se puede calificar de próspera, y la de 1808-1824, que fue de crisis, al verse sacudida la Iglesia por los acontecimientos políticos. Tal vez, incluso, pueda distinguirse una tercera etapa, comprendida entre 1523, fecha del paso definitivo de la evangelización al continente americano, y 1568, momento en el que ya se consideró definitivamente consolidada la Iglesia en el Nuevo Mundo y desde el cual comienza a distinguirse entre Iglesia establecida e Iglesia misionera, si bien la diferenciación definitiva no sobreviniera hasta finales de la centuria. Durante el resto del tiempo no cabe distinguir etapas suficientemente diferenciadas entre sí porque n o se produjo ninguna situación plenamente distinta o porque los grandes hechos que ocurrieron no afectaron a la Iglesia, tomada en su totalidad, hasta el punto de poder hablar de una nueva fase en ella. Esto no quiere decir que la Iglesia del siglo XVIII no se distinguiera de la de comienzos del siglo xvil o que hechos tan graves como la expulsión de la Compañía de Jesús en 1767 no afectaran profundamente a la Iglesia. Lo que se quiere significar es que desde 1568 hasta 1808 no intervino ningún elemento suficientemente decisivo como para considerar que toda la Iglesia hispanoamericana entró en una nueva etapa. Para proceder a una división cronológica suficientemente fundada durante este prolongado período de tiempo comprendido entre 1568 y 1808 hay que distinguir entre Iglesia diocesana, es decir, la ya constituida y consolidada definitivamente, e Iglesia misional o en vías de constitución, porque en este caso ya se pueden establecer fechas que indican el comienzo de nuevas fases, generalmente no simultáneas, en cada una de ellas. De hecho, en esta misma obra, al abordar el tema de la expansión de la evangelización se establecerá una división cronológica o periodización basada en el curso de la acción misionera, pero que no vale para la Iglesia constituida. Cabe advertir, sin embargo, que ni en la Iglesia diocesana ni en la Iglesia misional se dispone durante el período indicado de fechas divisorias tan decisivas o claras que excluyan la posibilidad de toda otra sistematización cronológica igualmente fundada. C)

Sistematización temática

El enfoque de la historia de la Iglesia en Hispanoamérica por temas es el utilizado por A. Ybot León, quien estructura su obra en cinco grandes apartados o aspectos eclesiásticos: la Iglesia y el descubrimiento; la Iglesia y los naturales; la Iglesia y el Estado; la Iglesia y la conquista española; la implantación de la jerarquía y la implantación de la fe, epígrafe este último bajo el cual aborda la acción de las Ordenes misioneras, sobre todo desde el punto de vista de la evangelización. Procediendo también por temas, L. Tormo distingue el de la evangelización y el de la Iglesia en la crisis de la independencia, cada uno de los cuales constituye el objeto de cada uno de los dos volúmenes de que consta su obra, a falta del segundo.

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Esta sistematización temática es, asimismo, la adoptada en Quito en 1973 por el Primer Encuentro de la Comisión de Estudios de Historia de la Iglesia en Latino-América (CEHILA), basado en la cual J. Villegas propone en 1975, como grandes temas de estructuración, la evangelización, la organización de la Iglesia y la «vida cotidiana» de la cristiandad americana. Cualquiera de estos criterios es válido. En la presente obra, sin embargo, se ha preferido partir del hecho incuestionable de que la Iglesia se desarrolló en Hispanoamérica desde el primer momento siguiendo dos vías simultáneamente, en gran parte paralelas: la de la Iglesia diocesana o plena y definitivamente constituida, y la de la evangelización o Iglesia en vías de constitución, que aquí denominaremos Iglesia misional. Además, se tiene también en cuenta que, tanto desde una vía como desde la otra, esta Iglesia desarrolló una actividad exterior o irradiación en cuya virtud influyó en mayor o menor grado, pero las más de las veces de una manera decisiva, en el mundo en que se desarrollaba, pero sin que esta actuación formara parte intrínseca de la propia Iglesia. Establecidos estos tres grandes campos de actividad eclesiástica, se analizan las principales manifestaciones o aspectos de la actuación de la Iglesia en cada uno de ellos, a sabiendas de que algunos de estos puntos se repiten, pero que lo hacen con un enfoque distinto según que se trate de la Iglesia diocesana o de la Iglesia misional. El posterior estudio de la Iglesia siguiendo una sistematización geográfica está concebido —según se indicó ya anteriormente— como un complemento de la visión global, es decir, para dejar constancia de cómo la Iglesia fue desarrollando en cada una de las unidades territoriales en las que se ha dividido Hispanoamérica (división, por otra parte, susceptible de otros muchos enfoques) una acción que, dentro de un mismo marco cronológico, fue fundamentalmente idéntica en todo el subcontinente.

NOTA

BIBLIOGRÁFICA

Bibliografías generales R. STREIT, continuado por J. DIDINGER, J. ROMMERSKIRCHEN y J. METZI.ER, Bibliotheca Missionum, 1 (Münsteri. W., 1916: obras de índole teórica), 2 (Aachen, 1924: obras de 1493 a 1699), 3 (Aachen, 1927: obras de 1700 a 1909), 24 (Roma-FriburgoViena, 1967: obras de 1910 a 1924), 25 (Roma-Friburgo-Viena, 1967: obras de 1925 a 1944), 26 (Roma, 1968: obras de 1945 a 1960); revista Bibliografía Missionaria, iniciada en 1933, de carácter anual y con una sección sobre Iberoamérica; F. ESTEVE BARBA, Historiografía indiana (Madrid, 1964); A. SANTOS, Bibliografía misional 1-2 (Santander, 1965). Abundante bibliografía en A. YBOT LEÓN, La Iglesia y los eclesiásticos españoles en la empresa de Indias 1-2 (Barcelona, 1954-1963). Selección de bibliografía moderna E. DUSSEL, «Introducción bibliográfica de la historia de la Iglesia en América», en Para una historia (véase más adelante), 41-45, e Historia general de la Iglesia en América Latina 1 (Salamanca, 1983), 88-93; P. BORGES, «Historiografía de la evangelización americana», en V. VÁZQUEZ DE PRADA e I. OLABARRI, Balance sobre la historiografía iberoamericana, 1945-1986 (Pamplona, 1989), 187-219.

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Fondos eclesiásticos americanos: Roma P. BORGES, «Documentación americana en el Archivo General de la Orden Franciscana en Roma»: Archivo Ibero-Americano 18 (Madrid, 1958), 151-206; E.J. BURRUS, «Historical Documents in the Central Jesuit Archives»: Manuscript 12 (St. Louis, 1968), 133-161; N. KOWALSKY, Inventario'del Archivio Storico de la S. C. de Propaganda Pide (Roma, 1961); N. KOWALSKY-J. METZLER, Inventor) of the historical Archives ofthe S. Congregation for the Evangelizaron of Peoples or «De Propaganda Fide» (Roma, 1983); L. PASTOR, Guida delle fontiper la storia dell'America Latina negli archivi ecclesiastici d'Italia (C. del Vaticano, 1970); J. SHMIDLIN, «Die áltesten Propaganda Materialen für Amerika mission (1622-1657)»: Zeitschrift für Missionswissenschafl 1 (Schóneck-Beckenried 1925), 183-196.

PARMIÑO, «Archivo arzobispal de Quito»: Boletín CEHILA 16-17 (1979), 15-17; 1. RESTREPO POSADA, «LOS archivos eclesiásticos colombianos»: Revista de la Academia Colombiana de Historia Eclesiástica 1-2 (Medellín, 1966), 169-173; O. ROMERO ARTETA, «índice del archivo de la antigua Provincia de Quito de la Compañía de Jesús»; Boletín del Archivo Nacional de Historia 9 (Quito, 1965), 180-191;J. SURIA, Catálogo general del archivo arquidiocesano de Caracas (Caracas, 1964); V. TRUJILLO MENA, «Archivo arzobispal de Lima»: Boletín CEHILA 16-17 (1979), 11-15.

Fondos eclesiásticos americanos: España L. GÓMEZ CAÑEDO, «El Archivo General de Indias y la historia de la Iglesia en América»: Archivo Hispalense 207-208 (Sevilla, 1985), 223-232; F. DE LEJARZA, «LOS archivos españoles y la misionología»: Missionalia Hispánica 4 (Madrid, 1947); 525-585; F. MATEOS, «La Colección Bravo de documentos jesuíticos sobre América»: Revista Chilena de Historia y Geografía 134 (Santiago, 1966), 197-269; R. MOTA, «Contenido franciscano de los Libros-Registro del Consejo de Indias de 1551-1600», en Actas del II Congreso Internacional sobre los franciscanos en el Nuevo Mundo (Madrid, 1988), 85-203; ID., «Contenido franciscano de los Libros-Registro del Archivo General de Indias, 1551 -1650», en Actas del II Congreso Internacional sobre los franciscanos en el Nuevo Mundo (Madrid, 1991), 1-322; C. VÁRELA, «Documentos franciscanos en el Archivo de Protocolos de Sevilla», en Actas del II Congreso sobre los franciscanos 473-484; H. ZAMORA, «Contenido franciscano de los Libros-Registro del Archivo de Indias de Sevilla hasta 1550», en Actas del II Congreso sobre los franciscanos 1-83; ID., «Contenido franciscano de los Libros-Registro del Archivo General de Indias, 1651-1700», en Actas del III Congreso sobre los franciscanos 183-322.

Documentos pontificios Véase el capítulo 4 del presente volumen.

Fondos eclesiásticos: América e n general L. GÓMEZ CAÑEDO, «Some Franciscan Sources in the Archives and Libraries of America»: The Americas 13 (Washington, 1956-7), 141-174; L. HANKE, «Archivos eclesiásticos de América Latina»: Boletín CEHILA 16-17 (1979), 8-10; R. R. HILL, «Ecclesiastical Archives in Latin America»: Archivum 4 (París, 1954), 135-144. Fondos eclesiásticos: América Septentrional y Central A. AlJBRY-A. INDA, El tesoro gráfico y documental del archivo histórico diocesano de San Cristóbal de las Casas (Chiapas, 1985); A. CHAVES, Archives of Archidiocesis of Santa Fe, 1678-1900 (Washington, 1957); M. GEIGER, Calendar of Documents in the Santa Barbara Mission Archives (Washington, 1947); L. GÓMEZ CAÑEDO. Archivos eclesiásticos de México (México, 1982); L. MEDINA ASCENSIO, Archivos y bibliotecas eclesiásticas (México, 1966); F. MORALES, Inventario del Fondo Franciscano del Museo de Antropología e Historia de México (Washington, 1978). H. POLANCO BRITO, «Archivos eclesiásticos de la República Dominicana»: Boletín CEHILA, 16-17 (1979), 26-29; I. DEL RÍO, «Documentos sobre las Californias que se encuentran en el Archivo Franciscano de la Biblioteca Nacional»: Boletín del Instituto de Investigaciones Bibliográficas 2 (México, 1971), 9-22; ID., Guía del Archivo Franciscano de la Biblioteca Nacional de México (México, 1975). Fondos eclesiásticos: América Meridional F. BARREDA, «Libros parroquiales de ciudades del Perú»: Revista del Instituto Peruano de Investigaciones Genealógicas 10 (Lima, 1957), 79-85; «El archivo de jesuítas en el Archivo Nacional de Chile»: Historia 13 (Santiago, 1976), 352-381; R. M. GABRIEL, Catálogo del archivo de Mojos y Chiquitos (La Paz, 1973); C. LÓPEZ-F. CAJÍAS, «Archivo de la catedral de Santa Cruz de la Sierra»: Boletín CEHILA 16-17 (1979), 17-28; R. MOLINA, Misiones argentinas en los archivos europeos (México, 1955); J. H.

Otras fuentes archivísticas En los índices o catálogos sobre archivos, fondos o colecciones documentales americanas en general.

Documentos sobre la Iglesia e n diversos territorios americanos Véase la bibliografía de cada capítulo del volumen segundo de esta obra. Documentos sobre las Ordenes religiosas Véase la nota bibliográfica del capítulo 12 del presente volumen. Documentos eclesiásticos varios En todas las colecciones documentales de índole general referentes a América o un determinado país. Fuentes narrativas P. BORGES, «Notas sobre la historia de los agustinos en América», en Agustinos en América y Filipinas. Actas del Congreso Internacional, 1 (Valladolid, 1990), 457-482; F. J. CAMPOS, «Lectura crítica de las crónicas agustinianas del Perú, siglos xvi-xvii»: Ibíd., 237-260; M. DE CASTRO, «Fuentes documentales para la historia franciscana en América.», en Actas del I Congreso sobre los franciscanos 111-171; J. L. MORA MÉRIDA, «Bibliografía e historiografía básicas de la Orden de Predicadores en América», en Los dominicos y el Nuevo Mundo. Actas del ICongreso Internacional (Madrid, 1988), 839-854. Historias globales de la Iglesia A. YBOT LEÓN, La Iglesia y los eclesiásticos españoles en la empresa de Indias 1-2 (Barcelona, 1954-1963); L. TORMO, Historia de la Iglesia en América Latina 1-3 (Friburgo-Madrid, 1962), mecanografiada; L. LÓPETEGUI-F. ZUBILIAGA-A. EGAÑA, Historia de

la Iglesia en la América Española, 1-2 (Madrid, 1965-1966); L. LOPETEGUI, La Iglesia española y la hispanoamericana de 1493 a 1810, en R. GARCÍA VlLLOSLADA, Historia de la Iglesia en España, 3/2 (Madrid, 1980), 363-441; E. D. DUSSEL y otros autores, Historia general de la Iglesia en América Latina, 1 (Salamanca, 1983: introducción general); 5 (Salamanca, 1984: México); 6 (Salamanca, 1985: América Central); 7 (Salamanca, 1981: Colombia y Venezuela); 8 (Salamanca, 1987: Perú, Bolivia y Ecuador); H. J. PRIEN, La historia del cristianismo en Latinoamérica, trad. (Salamanca, 1985). Sistematización de la historia d e la Iglesia E. D. DUSSEL, Hipótesis para una historia de la Iglesia en América Latina (Barcelona, 1967); ID., Historia general, I, 80-102, 299-329, 706-716; A. METHOL FERRÉ, «Las épocas. La Iglesia en la historia latinoamericana»: Víspera, 6 (Montevideo, 1968), 68-86; Para una historia de la Iglesia en América Latina (Barcelona, 1975), de la Comisión de Estudios de Historia de la Iglesia en Latinoamérica (CEHILA); J- VILLEGAS, «Criterios generales de una periodización de la historia de la Iglesia en América Latina»: Para una historia, 57-76; P. TRIGO, «Apuntes para una historia de la Iglesia en América Latina»: Sic 47 (1984).

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Cuestiones globales

Exposición de la historia L. GÓMEZ CAÑEDO, «La Iglesia en Hispanoamérica y su historiografía. Realidad, nacionalismo y política»: Tierra Nueva, 63 (1987), 87-96; R. M. TISNES, «La Iglesia hispanoamericana en los manuales de historia eclesiástica»: Híspanla Sacra, 39 (Madrid, 1987), 351-370; R. FORNET-BETANCOURT, «La metodología de Dussel y su lectura de la historia de la Iglesia en América Latina»: Tierra Nueva, 39 (1981), 5-17; L. F. MATEO-SECO, «Verdad e Historia. En torno a una Historia General de la Iglesia en América Latina», en J. I. SARANYANA y otros, Evangelizarían y Teología en América. Siglo xvi, 2 (Pamplona, 1990), 1207-1220; D. R. PICCARDO-J. A. VÁZQUEZ-J. I. SARANYANA, «A propósito de los proyectos editoriales de Enrique D. Dussel (1972-1988)»: Ibíd., 1253-1276.

CAPÍTULO 2

LA IGLESIA Y EL DESCUBRIMIENTO DE AMERICA Por Luis ARRANZ

MÁRQUEZ

La historia de la Iglesia en América comienza con el papel que desempeñó en la preparación del descubrimiento del Nuevo Mundo. Es sabido, sin embargo, que la Historia tiene poco que ver con los saltos en el vacío, y que cualquier acontecimiento, máxime si es trascendental, no suele ser fruto de la casualidad, de lo repentino e insospechado. Antes bien, suele ajustarse a procesos de lenta gestación, producto de muchas experiencias y saberes acumulados. En tal sentido, el hallazgo americano que culmina en 1492 hinca sus raíces en varias centurias atrás.

I.

LA IGLESIA Y LOS DESCUBRIMIENTOS ANTES DE COLON

Hasta el siglo XII, los geógrafos cristianos, totalmente condicionados por la fe, sometieron la geografía y la cosmografía a los dictados del dogma. Ni Ptolomeo ni el saber clásico en general podían contrarrestar el lenguaje literal de la Biblia; Jerusalén y los Santos Lugares se convirtieron así, de la mano de grandes y venerables Padres de la Iglesia, en el centro de cualquier representación cartográfica, a la vez que la distribución de aguas y tierras era dibujada de forma simétrica en los mapamundis de la época. Igualmente, cada uno de los parajes que aparecían en las Sagradas Escrituras, como el Paraíso Terrenal, los Jardines del Edén, Tarsis, Ofir, el reino de Sabá, las tierras de Gog y Magog, se convirtieron en objetivo a localizar por los geógrafos cristianos. Cada uno, a su modo, los situaba en lugares tan lejanos como imprecisos. Y para lejanía e imprecisión, nada como el Oriente Extremo, o el Norte, también extremo y frío. El despertar de la cristiandad comenzó allá por el siglo XI, auténtico jalón de una Edad Media conflictiva y guerrera, y se consolidó en el XIII. El hecho va muy de la mano de ese acontecimiento espiritual, caballeresco, económico y político, entre otras cosas más, que conocemos como las Cruzadas. Con ellas se inauguraba la primera gran toma de contacto de la cristiandad con Oriente, aunque fuera el próximo, el más cercano a Europa. Detrás de esos grandes desplazamientos de peregrinos a Tierra Santa, el impacto del Oriente asiático encandiló al instante a no pocos espíritus inquietos.

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A)

£1 relato de los grandes viajeros cristianos

Los auténticos precursores de los grandes viajes en dirección a los confines de Asia fueron hombres de Iglesia, cristianos de hábito pertenecientes a las Ordenes mendicantes, franciscanos y dominicos, que entre los siglos XIII y XIV pusieron a prueba su gran celo misional y no poco espíritu de aventura. Tres hechos, de enorme impacto para la cristiandad de entonces, enmarcan este acontecer viajero desbrozando caminos y rutas. En primer lugar, la formación del imperio mongol empezó a traspasar las tierras asiáticas y algunos grupos comenzaron a acercarse peligrosamente a la antesala de Europa por el lado de Hungría y Polonia. Una segunda realidad habla, al comenzar el siglo xm, de un nuevo resurgimiento del Islam por las tierras resecas del norte de África y cercano Oriente, con un balance de triunfo sobre los cristianos en Tierra Santa. Por último, y en correspondencia con lo anterior, el fracaso estrepitoso de ese gran empeño de la cristiandad, al que llamamos Cruzadas, que quiso ser más de lo que fue. En medio de este panorama político y religioso se enmarcaron diversos movimientos espirituales del Occidente cristiano prestos a divulgar el Evangelio entre los infieles. Los primeros en sentir esa Iglesia en marcha proyectándose sobre el Próximo Oriente y norte de África fueron los franciscanos y los dominicos. A partir del concilio de Lyon (1245), el papa Inocencio IV quiso sustituir la Cruzada por la misión, impulsando varias expediciones de religiosos mendicantes a tomar contacto con el mundo mongol. Aun cuando la primacía en el tiempo corresponde a los dominicos, han de ser las expediciones franciscanas, mejor conocidas y documentadas, las que más influyan en los viajes, navegaciones y descubrimientos posteriores. Fray Juan de Piancarpino pasa por ser uno de los primeros y más grandes expedicionarios. En 1245 emprendió viaje al imperio mongol en calidad de legado papal. Llevaba la misión secreta de obtener toda la información posible sobre el mundo tártaro. Sus impresiones quedaron reflejadas en una obra titulada Ystoria mongolorum, la primera de este género de literatura. Fue muy celebrada en su tiempo, al igual que las noticias sobre las tierras, climas, usos, costumbres y religión de los mongoles. Al hacerse eco del famoso Preste Juan, alimentó una de las leyendas más sugestivas del bajo Medievo. Siguió la ruta interior de Asia, la utilizada por las grandes invasiones asiáticas. Por las mismas fechas (1253), el fraile flamenco Guillermo de Rubruc, con el consentimiento del Papa y del rey de Francia, inicia otro viaje por ruta parecida a la de Piancarpino. A su regreso escribe una muy notable relación describiendo el trayecto seguido y aportando muchos datos geográficos, etnológicos y lingüísticos de los mongoles y de la comunidad de cristianos nestorianos que vivían entre los tártaros. Una vez en Europa, visita París, y allí relata sus conocimientos geográficos a Rogerio Bacon. Fue el primero que dijo que el Catay era la zona que los antiguos llamaban Seres. Metidos en el siglo XIV, los franciscanos en China y los dominicos en Persia pretendían dar continuidad a las misiones de Asia. En tal labor mere-

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ce destacarse el esfuerzo ejemplar desarrollado por fray Juan de Montecorvino, quien, haciendo gala de una paciencia verdaderamente franciscana y un positivo balance evangelizador, fue elevado a la dignidad de arzobispo de Cambalic (Pekín) en 1307. Su correspondencia, completada con la de otros frailes (fray Peregrino de Castello y fray Andrés de Perugia), causó gran impacto en la cristiandad y un deseo de avivar el flujo viajero hacia Oriente. Otra experiencia digna de reseñar fue la de fray Odorico de Pordenone, el cual, tras varios años recorriendo toda la China meridional, permaneció tres años (de 1325 a 1328) en Cambalic. En la relación de su viaje dejó constancia de muchos detalles pintorescos sobre islas, ciudades, hombres y leyendas que Marco Polo había silenciado. Podemos cerrar el ciclo de grandes frailes viajeros pertenecientes a los siglos XIII y XIV con la delegación papal que encabezó fray Juan de Marignolli en 1342. Tres años después, en vísperas de derrumbarse el imperio mongol, había recorrido Zaitón, Sumatra, Ceilán, Costa de Malabar, Golfo Pérsico, Ormuz y Tierra Santa. Su experiencia quedó reflejada en una crónica muy apreciada. Además de los misioneros, debieron de ser numerosos los mercaderes europeos que llegaron a China, aunque falten sus relatos al estilo del de Marco Polo, que residió en Catay (China) desde 1271 hasta 1295 y que nos legó su famoso Libro de las cosas maravillosas. Propiciaba este intercambio la excelente organización del imperio mongol, su receptividad y tolerancia para con los demás pueblos. Pero todo entra en crisis, y a mediados del siglo XIV sobreviene un paréntesis de más de un siglo en las ansias y necesidades europeas por descubrir, cuando a la desintegración del pueblo tártaro le sigue el cierre de fronteras de la dinastía Ming en China, el resurgir del islam por el sur de Asia y Próximo Oriente, la crisis religiosa de la Iglesia católica (cisma de Occidente, crisis de la Orden franciscana) y la caída social y económica de Europa ocasionada por la peste negra. B)

El saber académico de la Iglesia

La gran preocupación de los autores cristianos a partir del siglo x m será cómo armonizar la experiencia de lo que se va comprobando con lo que dicen los Libros Sagrados y el saber de los antiguos, que empieza a ser conocido. En suma, había que adaptar herencia clásica, tradición cristiana y experimentación, verdadero trípode en el que se apoyarán los grandes descubrimientos geográficos. Para ello resultó decisiva la labor difusora de árabes yjudíos a través de ese puente cultural que fue la Escuela de Traductores de Toledo. El mundo clásico había tenido en Ptolomeo el mejor compilador de la Antigüedad en materia de Geografía y Astronomía. Su penetración en el Occidente cristiano se hizo a través de traducciones y comentarios árabes que, a su vez, inspiraron y fundamentaron obras de destacados eclesiásticos y hombres de saber del mundo universitario europeo. El tratado de Astronomía de Ptolomeo, que pasa al árabe con el título de Almagesto, será conocido y ampliamente popularizado en la cristiandad

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gracias a un resumen hecho a mediados del siglo XIII por Sacrobosco en su obra De Sphaera Mundi. Rogerio Bacon, un franciscano nada ajeno a lo que sus hermanos de Orden escribían sobre sus viajes asiáticos, sugería en su obra Opus Maius la posibilidad de la existencia de otro continente, que tanto Asia como África podían extenderse más al sur, y que la zona tórrida era habitable. Sin embargo, el autor que sintetiza mejor el difícil equilibrio y la extraña mezcolanza que estaban conformando los escritos geográficos es el cardenal francés Pierre d'Ailly. Su obra Imago Mundi (1410), famosa por el gran uso que de ella hará Cristóbal Colón, era un compendio de erudición bíblica, clásica y árabe; algo parecido a una enciclopedia del saber de su época. No faltan en ella fábulas y leyendas de todo tipo (pigmeos, monóculos, acéfalos, amazonas, teoría sobre las aguas...), la ubicación de lugares bíblicos (Paraíso Terrenal, Tarsis, Ofir...), y las teorías de profetas o de pseudoprofetas como Esdras, que reducía el Océano a algo perfectamente navegable en pocos días si el viento era favorable. II. A)

LA RELIGIOSIDAD DE COLON Y SU PROYECTO DESCUBRIDOR

La religiosidad de Colón

Uno de los signos más destacados que caracterizan la personalidad de Cristóbal Colón -aunque a algunos les parezca extraño- es el de ser y sentirse, religiosa y culturalmente hablando, un hombre medieval, una persona con la imaginación, credulidad e ignorancia características del Medievo y, como tal, proclive a dar a sus actos, ideas y proyectos, sobre todo si eran tan inesperados como trascendentales, un sentido religioso profundo. Y a medida que avanza el tiempo y se confirma la importancia de lo descubierto, lejos de mitigarse ese sentimiento, se arraigará en él un mesianismo profético, una profunda convicción de ser el siervo elegido por la Providencia, el predestinado, el portador de Cristo (Cristo-ferens) o apóstol de los nuevos pueblos a través de cuya acción descubridora ha de extenderse el Evangelio. Los que le conocieron, como el padre Las Casas, cuentan que «en las cosas de religión cristiana sin duda era católico y de mucha devoción; cuasi en cosa que hacía y decía o quería comenzar a hacer, siempre anteponía: "En el nombre de la Santísima Trinidad haré esto..." Ayunaba los ayunos de la Iglesia observantísimamente; confesaba muchas veces y comulgaba; rezaba todas las horas canónicas como los eclesiásticos o religiosos; enemicísimo de blasfemias y juramentos; era devotísimo de Nuestra Señora y del seráfico padre San Francisco; pareció ser muy agradecido a Dios por los beneficios que de la divinal mano recibía, por lo cual, cuasi por proverbio, cada hora traía que le había hecho Dios grandes mercedes, como a David...». En 1501, el mismo Cristóbal Colón resumía en parte su trayectoria personal al expresarse así: «Hallé a Nuestro Señor muy propicio, y hube de El para ello espíritu de inteligencia. En la marinería me hizo abundoso; de astrología me dio lo que

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abastaba, y ansí de geometría y aritmética; y ingenio en el ánima y manos para dibujar esferas, y en ellas las ciudades, ríos y montañas, islas y puertos, todo en su propio sitio. En este tiempo he yo visto y puesto estudio en ver de todas escrituras, cosmografía, historias, crónicas yfilosofía,y de otras artes ansí que me abrió Nuestro Señor el entendimiento con mano palpable, a que era hacedero navegar de aquí a las Indias, y me abrió la voluntad para la ejecución dello; y con este fuego vine a Vuestras Altezas...» B)

El proyecto colombino

Este y otros pasajes de recuerdos parecidos nos trasladan al momento en que a Colón le sobreviene algo inesperado y crucial que le abre el entendimiento «con mano palpable»; y ese algo se refería a que era posible navegar a las Indias atravesando el Océano, y con tales signos se le presentó que él, «pecador gravísimo», no dudó en considerarlo un «milagro evidentísimo», con lo cual «me abrió la voluntad para la ejecución dello». A partir de esos momentos, «¿quién duda que esta lumbre no fuese del Espíritu Santo, así como de mí?», dirá; es un fuego lo que tiene dentro, unos deseos incontenibles por descubrir. Con la fe del elegido por la Divinidad, responderá aquello que dijo San Mateo: «Oh Señor, que quisiste tener secreto tantas cosas a los sabios y revelárselas a los inocentes». En tratándose de milagros y revelaciones, los sabios podían ser preteridos a los inocentes e ignorantes, como se sentía Colón. Así reza en los Libros Sagrados y así lo creía el futuro descubridor. Los partidarios del predescubrimiento interpretan estos pasajes a la luz de ese preconocimiento que tenía Colón de lo que quería descubrir a la otra orilla del Océano. Defienden que dicho conocimiento le había llegado al navegante a través de otras personas (un piloto cualquiera, por ejemplo, a quien el mar desplazó hasta allá y al regreso tuvo tiempo de informar a Colón antes de morir), y no de una experiencia personal. Por otra parte, al aceptar el predescubrimiento, la figura de Colón, además de su proyecto descubridor, ha tomado nuevos rumbos interpretativos. El navegante genial, intuitivo, soñador y tenaz, y su grandioso proyecto son de esta manera más comprensibles. Colón tiene un conocimiento muy aproximado de lo que va a buscar y trata de adaptar todo (signos, lecturas, testimonios bíblicos, opiniones de escritores y filósofos) a lo que sabe que existe a una distancia determinada que no es la que manejan los entendidos. Religioso como es, atribuye a esta información secreta, que le ha llegado de súbito, el carácter de signo providencial, por lo que un gran sentido religioso empapa todas sus acciones. Y con el convencimiento del predestinado rectifica a quien haya que rectificar y elabora teorías originales y grandiosas. El año de 1480, aproximadamente, pudo ser el punto de arranque para poner en marcha su proyecto descubridor. Sin embargo, por mucho secreto que tuviera a su alcance y aunque ardiera en deseos de descubrir, no podía •levar a cabo la empresa solo. Tenía que buscar apoyos, «convidar» a algún Principe que lo respaldara con dinero y hombres. Pero cualquier príncipe exigía un proyecto viable o al menos razonablemente defendible ante cualquier junta de expertos. A Colón sólo le queda el camino de la preparación y el estudio. Como

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navegante práctico puede defenderse, mas no así como teórico de saberes cosmográficos, astronómicos o matemáticos. En ese campo se va a entablar la contienda a la hora de aprobar o rechazar tan revolucionario proyecto. Y es precisamente ahí donde la distancia entre su saber y el de la ciencia del momento se hace insalvable. Por ello ninguna junta de expertos, ni en Portugal ni en Castilla, le será favorable. Aun así, lo sorprendente es que triunfó. 1. La biblioteca colombina. Es evidente que no todas las obras manejadas por el descubridor de América tienen el mismo valor. Con buen criterio, los historiadores conceden prioridad absoluta a las lecturas que hace antes de 1492, porque es en ellas donde se apoya para allanar el camino del triunfo. Metido con urgencia en un aprendizaje acelerado, allá por los años ochenta del siglo xv, Colón empieza a manejar algunas obras que eran como compendios o enciclopedias del saber de su tiempo. Huelga decir que la utilidad de su consulta para un aprendiz como Colón, e incluso para cualquier iniciado, era enorme, ya que en ella se podían encontrar referencias de todo tipo (clásicas, árabes, bíblicas) sin tener que acudir a las fuentes originales. A esta categoría pertenecen la Imago Mundi, del obispo Pierre d'Ailly o Pedro de Alliaco, y la Historia rerum ubique gestarum, de Eneas Silvio Piccolomini, más tarde papa Pío II. Fueron sus dos grandes libros de cabecera, como demuestran las cerca de 1.800 apostillas o anotaciones al margen pertenecientes a su pluma. En sus páginas encontró y subrayó distintas teorías sobre la reducción de las dimensiones del Océano (predominio de las tierras sobre las aguas), con el especial relieve dado a la particularísima teoría del pseudo Esdras, para el que, de las siete partes en que dividía la esfera terrestre, seis eran de tierras continentales y una sola de agua, por lo que el Océano era fácilmente navegable. Igualmente mereció su atención todo lo que esos autores -especialmente Ailly— contaban de los parajes bíblicos, como el Paraíso Terrenal, Tarsis, Ofir, reino de Sabá, etc.; o de mitos clásicos, como el de las amazonas; o de fábulas y leyendas de monstruos. También en esas obras encuentra y destaca referencias a cálculos y mediciones, a grados y millas. Por ejemplo, aun estando de acuerdo con Alfragano en que el grado terrestre tenía 56 millas y 2 / 3 , a la hora de traducir esto a medidas reales la discrepancia con respecto a las dimensiones de la esfera terrestre era más que ostensible: Alfragano asignaba a la circunferencia del ecuador unas medidas casi exactas (unos 40.000 kilómetros), mientras que Colón las reducía una cuarta parte (unos 30.000 kilómetros). La explicación era que cada uno manejaba una milla distinta: la milla árabe, de casi 2.000 metros, para aquél, y la itálica, de unos 1.500 metros, para Colón. La tercera fuente informativa manejada por Colón por estas fechas procedía de una carta y de un mapa que en 1474 envió el físico, astrónomo y matemático florentino Toscanelli al rey de Portugal a través de su amigo el canónigo lisboeta Fernando Martins. Ambos documentos condensaban el nuevo proyecto ofrecido a Portugal: llegar a las Indias atravesando el Atlán-

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tico en lugar de seguir la ruta africana. El proyecto se parecía al plan colombino, pero no era igual. Los portugueses, tras su estudio, lo archivaron. Toscanelli había elaborado su propuesta con abundante información proporcionada por los grandes viajeros de los siglos x m y xiv (misioneros y, especialmente, Marco Polo) y alguno del siglo XV. Calculaba para el océano Atlántico una distancia casi doble de la actual, pero creía que esta dificultad -poco menos que insalvable con los medios de la época- podía ser superada porque en el camino, a modo de escalas, situaba numerosas islas, como las de Antilla y el Cipango. Sobre la isla Antilla había demasiada fantasía y no era muy de creer. Sin embargo, la referencia al Cipango, una isla distante del continente asiático 1.500 millas o 375 leguas, a la que no pudo conquistar ni siquiera el Gran Can, como había declarado Marco Polo, entusiasmaba al futuro descubridor de América. Dicha isla pasaba por ser abundantísima en oro, perlas y piedras preciosas, hasta el punto de que los templos y casas reales se cubrían de oro puro. Descubrir el Cipango - n o se olvide- fue el objetivo principal del primer viaje colombino. Del sabio florentino al que inspira Marco Polo recoge también detalles referentes a la tierra firme continental, a las provincias o regiones del Catay, Mangi y Ciamba, que, según creían, formaba parte del imperio del Gran Can. Y digo según creían porque a finales del siglo xv Europa aceptaba todavía el mundo descrito por Marco Polo; es decir, la situación política de Asia tal como era a finales del x m y principios del XIV. Tal situación -como es sabido- no era ya ni parecida: el imperio mongol de Asia se había desintegrado cien años antes de que escribiera Toscanelli y de que Cristóbal Colón soñara con el Cipango y con las tierras del Gran Can. Otras obras de consulta directa, como la Geografía de Ptolomeo, el Libro de Marco Polo o la Historia Natural de Plinio, por citar ejemplos concretos, pueden ser consideradas de manejo más tardío o incluso secundario. 2. Las tierras que encontró. El principal objetivo del primer viaje fue descubrir el Cipango de Toscanelli y Marco Polo. Ahora bien, lo que para éstos era una isla lo redujo Colón a una simple región de la isla Española, que los indios llamaban Cibao, y en la que tiempo después se encontrarían ricas minas de oro. El anuncio de su descubrimiento fue sorprendente. Sucedió en el primer viaje. Había recorrido las Bahamas y llegado a Cuba, a la que identifica en principio con una provincia del Gran Can. Recorre parte de la costa y pasa a la isla Española (Haití). Y el 4 de enero de 1493, cuando apenas se entiende con los indios, divisa Monte Cristi, un monte muy singular que, según el historiador Juan Manzano, es el que le sirve para orientarse y encajar todas las noticias que tenía. En ese mismo momento dirá «que el Cipango estaba en aquella isla», y añadirá que de allí a las minas de oro del Cibao -su Cipango- «no había veinte leguas». El 9 de enero exclamaba que «había hallado lo que buscaba». Otra isla que parece tener perfectamente localizada era Yamaye o Jamaica. El 6 de enero de 1493, sin ni siquiera haberse aproximado a ella, la situaba con toda precisión detrás de la isla de Cuba por la banda del sur, y

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añadía que distaba de la tierra firme «diez jornadas de canoa, que podían ser sesenta o setenta leguas, y que era la gente vestida allí...» Esa zona continental a la que se refiere Colón parece ser la de Paria o costa norte de América del Sur. Además de islas, Colón situaba en su proyecto descubridor dos tierras firmes: una que suponía más lejana, la de «más allá», y que correspondería a los dominios asiáticos del Gran Can, siguiendo en este caso a Toscanelli. La tierra firme de «más acá», sin embargo, podría referirse a la más cercana a Europa; es decir, a la costa septentrional de América del Sur, desconocida por todos, excepto por él, y a la que llamará térra incógnita o Nuevo Mundo. En ambos casos pertenecería al ámbito asiático, bien como gran península continental (térra incógnita) o bien como tierra desgajada de Asia, formando así un mundo nuevo y también ignorado por todos. Mención especial merece la gran revelación hecha por Colón ese mismo 6 de enero de 1493 sobre la Isla de las Mujeres o Matininó y que amplía con detalles muy sugestivos en fechas siguientes, al igual que sobre la isla de Carib, caribes o caníbales. Cuando aún no había pisado ninguna de estas islas e incluso navegaba lejos de ellas asegura que ambas distaban entre sí diez o doce leguas; que la isla de Carib era «la segunda a la entrada de las Indias», mientras que Matininó «es la primera isla, partiendo de España para las Indias, que se halla». A la hora de interpretar algunos signos y explicar al mundo algún que otro secreto, ni el tiempo ni el espacio serán barreras suficientes para contener la fértil imaginación colombina, como se verá a continuación. 3. Tierras y lugares de fantasía en el proyecto colombino. A nadie debe extrañar que un hombre como Colón, plenamente convencido de ser instrumento divino y que respiraba medievalismo por los cuatro costados, se sienta autorizado -sobre todo después de su triunfo- a disputar con sabios y filósofos, a rectificar a geógrafos, astrónomos y astrólogos, a completar lo que han dicho santos doctores y sacros teólogos. A ese convencimiento se le unía otro: el orgullo del que no habla de oídas acerca de las tierras extremas del Oriente que cree recorrer, sino por vista de ojos y con la autoridad que> impone ser observador directo de tamaña experiencia. Con tales convencimientos y un curioso juego de coincidencias y relaciones, la mente siempre predispuesta del descubridor confeccionará stí propio mundo de fantasía y originalidad, un mundo realmente nuevo. Localizar los lugares que se citan en la Biblia se había convertido para todo buen cristiano en asunto de importancia durante la Edad Media. Si ese buen cristiano se llamaba Colón, tenía aficiones geográficas y cosmográficas y además andaba fuertemente tocado de providencialismo, ubicar cualquier paraje bíblico era no sólo importante, sino trascendental; era más aún: una obligación irrenunciable que él, como siervo elegido por Dios, tenía para con el resto de los mortales. De entre todos los lugares bíblicos, el Paraíso Terrenal importaba de manera especial. Durante siglos, muchos habían especulado sobre sus características y localizacipn. La cristiandad fue acuñando la idea de su lejanía no

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sólo en el tiempo, sino también en el espacio. Encajaba así en el impreciso Oriente, o sea, tanto como no decir nada. Personas muy sabias habían escrito que el Paraíso estaba en lugar prominente, entre montañas tan altas, tan altas que quedó a salvo del Diluvio, y que de su fuente manaban aguas abundantísimas que descendían en cuatro grandes ríos paradisiales -Nilo, Ganges, Tigris y Eufrates- regando el Jardín de las Delicias y distribuyendo el agua por la tierra, que esas aguas al caer provocaban un ruido ensordecedor y formaban un gran lago, que su clima era suave y estaba en un lugar lejano e impreciso del Oriente para unos, mientras que otros hablaban de zonas equinocciales o australes. A la vuelta del primer viaje, el Almirante de las Indias dirá en su Diario que la templanza del ambiente, los aires bonancibles y la quietud de las aguas y de los mares antillanos eran tales que «aquellas tierras que agora él había descubierto» pertenecían al fin del Oriente y, por tanto, estaban próximas al Paraíso Terrenal. El descubridor solía pasar con enorme facilidad de la creencia a la teoría y a la explicación del hecho que observaba o que quería observar. Llegado a ese punto, los signos externos cobran gran fuerza y se convierten en piezas de apoyo a la hora de elaborar su teoría cosmográfica de la Tierra. La forma de la Tierra que imagina Colón no es propiamente esférica, sino «que es de la forma de una pera que sea toda muy redonda, salvo allí donde tiene el pegón, que allí tiene más alto, o como quien tiene una pelota muy redonda, y en un lugar de ella fuese como una teta de mujer allí puesta, y que esta parte de este pecón sea la más alta e más propinca al cielo, y sea debajo de la línea equinoccial». Sostiene que la Tierra se compone de dos partes o hemisferios distintos: el occidental, que tenía forma semiesférica, y el hemisferio oriental, donde situaba las Indias, en forma de pera, con un vértice o pezón situado debajo de la línea equinoccial. Justo en esa zona prominente, la «más propinca al cielo», en esa elevación de la Tierra imaginada por Colón, éste situaba el Paraíso Terrenal. No se olvide que en sus lecturas previas había encontrado que el Paraíso estaba en lugar prominente. Si esto era así -y así lo creía-, al atravesar el Océano marchaba en pos del Paraíso. Por lo tanto, la Providencia a buen seguro le pondría en su camino signos evidentes de que ello era así y a él capacidad para interpretarlos. Esos aires temperantísimos, ese clima delicioso como en abril en el Andalucía, esas manadas de hierba muy verde y que parecía hierbas de ríos que era el mar del Sargazo, esa corriente de agua que atribuye a corriente fluvial y que le hace exclamar el 17 de septiembre de 1492, en contra de todo sentido común: «que el agua de la mar hallaba menos salada desde que salieron de las Canarias», eran signos evidentísimos de que navegaba al encuentro del Paraíso. Existe un punto o línea oceánica que en Colón se va reafirmando como una verdadera frontera de hemisferios, a partir de la cual se suceden los sl gnos citados: el meridiano que pasa a 100 leguas al oeste de las Azores. Fue allí donde observó por primera vez la variación de las agujas de la brújula, que nordesteaban. Y es tal la importancia que asigna a ese meridiano, que

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llegará a explicarlo así: «En pasando de allí al Poniente, ya van los navios aleándose hacia el cielo suavemente... como quien traspone una cuesta». Por fin, en 1498 (tercer viaje), cuando recorría el golfo de Paria, encuentra la clave para ilustración de sus lectores: «Grandes indicios son estos del Paraíso Terrenal, porque el sitio es conforme a la opinión de esos santos y sacros teólogos. Y asimismo las señales son muy conformes, que yo jamás leí ni oí que tanta cantidad de agua dulce fuese así dentro e vezina con la salada; y en ello ayuda asimismo la suavísima temperancia. Y si de allí del Paraíso no sale, parece aún mayor maravilla, porque no creo que se sepa en el mundo de río tan grande y tan hondo». La explicación que se forja don Cristóbal es la siguiente: el golfo de Paria, casi cerrado al mar, parecía un gran lago de agua dulce por la aportación de los caudalosos ríos continentales que desembocaban allí. Impresionó al Almirante cómo esa masa de agua dulce chocaba violentamente con la salada del mar, originándose continuos e intensos ruidos, algo similar a lo que Pierre d'Ailly había escrito del Paraíso. Y tan convencido estaba de esto que a una de las zonas cercanas a Paria la bautizó con el nombre de los Jardines, quizá pensando en los mismísimos Jardines del Edén. Con ser importantísimo para Colón localizar el Paraíso, los parajes bíblicos no se agotaban ahí. La siempre autorizada pluma del cardenal francés D'Ailly había escrito que en los confines del Oriente se encontraban el reino de Tarsis y la isla de Ofir, adonde el rey Salomón había enviado a buscar tesoros para levantar su famoso templo. Pues bien, tras llegar a la isla Española, descubrir el Cibao -su Cipango- y conocer que al sur de la citada isla había otras minas -las futuras de San Cristóbal, a orillas del Jaina-, declarará tajante: «Tarsis y Ofir estaban precisamente en esa zona de la Española». Y para demostrar más autoridad aún, se ve en la obligación de tener que rectificar a los imaginativos escritores medievales, que rodeaban estas regiones de monstruos y dragones, porque él, tras recorrer la zona, anuncia que no había encontrado ninguno y sí, en cambio, «gente de muy lindo acatamiento». Otra isla y reino envueltos en leyenda de riqueza y sabor bíblico será Saba. También parecía estar esperando el mundo que el «apóstol» Colón se la diera a conocer; hecho que sucedió durante el segundo viaje. Un testigo - C u n e o - nos cuenta que poco antes de llegar a la «isla grossa» -poco importa en este caso que sobre su localización no haya acuerdo entre los historiadores- el Almirante, entre misterioso y teatral, pero muy seguro, se dirigió a la tripulación con estas palabras: «Señores míos: os quiero llevar al lugar de donde salió uno de los tres reyes magos que vinieron a adorar a Cristo; el cual lugar se llama Saba. Y cuando hubimos llegado a aquel lugar (sigue diciendo Cuneo) preguntamos a los naturales su nombre y nos dijeron que se llamaba Sobo. Entonces el señor Almirante nos dijo que Saba y Sobo era la misma palabra, pero que no lo pronunciaban bien allí».

C.2. III. A)

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COLON Y LOS ECLESIÁSTICOS

El apoyo franciscano a Colón

Cualquier historiador, con muy buen criterio, acostumbra a asociar indefectiblemente la figura de Colón y el descubrimiento de América con el convento de Santa María de-la Rábida y la Orden franciscana, sobre todo entre 1485 y 1492. Durante esos siete •años que transcurren desde que nuestro navegante abandona Portugal -primavera de 1 4 8 5 - y culmina su gesta descubridora, pocos lugares resultan tan decisivos para el éxito de su empresa como ese recinto franciscano enclavado en la margen izquierda del río Tinto, en el cogollo de ese hervidero náutico que era la ría de Huelva. Sus frailes vivían la aventura del océano y las novedades en materia de descubrimientos y cosmografía o astrología no sólo por su directa vinculación con los pueblos marineros de la zona, sino también por la gran preocupación científica y misionera consustanciales con el mejor espíritu franciscano. Antes de que Colón llamara a sus puertas, frailes de La Rábida tenían en su haber ya acciones misionales tanto en Canarias como en el África occidental portuguesa. Cuentan que Cristóbal Colón salió a toda prisa de Portugal acompañado de su hijo de corta edad, Diego, y entró en Castilla por Palos de la Frontera. La meta parecía ser Huelva, donde vivían Miguel Muliarte y Violante Muñiz, cuñados de Cristóbal Colón, los cuales podrían hacerse cargo del pequeño Diego mientras él gestionaba su proyecto descubridor en la corte itinerante de los Reyes Católicos. Entre Palos y Huelva se erguía el convento franciscano de Santa María de la Rábida, un lugar cuyas puertas siempre se abrían, según mandaba la regla del santo de Asís, a todo peregrino, extranjero, menesteroso; a todo viajero cansado que pidiese algo de comer o alojamiento. Quizá por necesidad de los Colón, quizá por el prestigio de la propia comunidad franciscana en materia de descubrimientos y cosmografía, la visita a La Rábida ciertamente estaba justificada. Para la mayoría de los historiadores hubo dos visitas de Colón a tan famoso convento: la primera, en 1485, y la segunda, en 1491. En ambas recibió apoyos decisivos. Durante la visita y estancia de 1485, el futuro descubridor entró en contacto con un «frayle astrólogo», un estrellero, que también se decía en castellano; es decir, un experto en cosmografía. Su nombre ha quedado difuminado entre el anonimato y la confusión. No obstante, parece que nada tiene que ver este buen fraile con los muy conocidos nombres de fray Antonio de Marchena y de fray Juan Pérez. Tras su conversación y por medio de su influencia, Colón debió de entrar en contacto con algún experimentado marinero de Palos. Y también es posible que obtuviera carta de recomendación para algún franciscano de la corte, objetivo principal de Colón una vez que dejara en Huelva a su hijo Diego, en casa de sus cuñados. Sabemos poco acerca de dónde y cuándo se entabla amistad entre el futuro descubridor y fray Antonio de Marchena. Quizá en la corte durante los Primeros momentos. La primera entrevista del navegante con los Reyes

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Católicos - n o se olvide- data del 20 de enero de 1486. Pero que fray Antonio de Marchena fue un hombre decisivo en el triunfo colombino nadie lo puede discutir: «Nunca yo hallé ayuda de nadie, salvo de fray Antonio de Marchena, después de aquella de Dios eterno», recordará tiempo después el mismo Almirante. Reunía en su persona tres características de especial valor: era buen astrólogo y experto en cosmografía; tenía influencia en su Orden y ante los reyes, y demostró ser partidario incondicional del proyecto colombino. En una carta de los monarcas a Colón, fechada el 5 de septiembre de •1493, ante los preparativos del segundo viaje, se recomendaba al Almirante que llevase consigo a «fray Antonio de Marchena, porque es buen astrólogo, y siempre nos paresció que se conformaba con vuestro parescer». El cronista López de Gomara dice que Colón «en poridad descubrió su corazón» a Marchena, es decir, en secreto, que bien pudo ser de confesión, con lo que quedaba a cubierto de indiscreciones. En secreto pudo descubrir a este buen franciscano quién era él, de dónde venía, cuál había sido su actividad en Portugal y qué información tenía acerca de las tierras que quería hallar. El Almirante nos lo retratará como fraile constante. De la segunda visita y estancia de Colón en La Rábida -la de 1 4 9 1 - data su relación con otro personaje clave: fray Juan Pérez. Colón, tras casi siete años de fracasos, se disponía a dejar Castilla. Pero antes lo vemos merodear por la ría de Huelva en compañía de su hijo Diego. Y como queriendo rememorar sus primeros pasos, acabará llamando a la puerta del convento y pidiendo «que le diesen para aquel niñico, que era niño, pan y agua que bebiese». La escena, de tan repetida, se conoce a la perfección: le abre la puerta fray Juan Pérez, quien, al verle extranjero, se interesa por él y le pregunta quién era y de dónde venía. Conversan ambos y, «viendo el dicho fraile su razón», éste manda llamar a su amigo García Hernández, médico de Palos y entendido en astronomía, para que opinase sobre los razonamientos colombinos. Estos debieron de ser bastante convincentes, a juzgar por la actuación posterior: fray Juan Pérez, que en su mocedad había servido en la casa de la reina «en oficio de contadores», y como religioso le titulan confesor de la misma, hombre, por tanto, con prestigio en la corte, escribe a la reina en favor de Colón. Esta agradece el servicio y pide al fraile que se presente ante ella, dejando «al dicho Cristóbal Colón en seguridad de esperanza hasta que su alteza le escribiese». Fray Juan Pérez será el representante colombino a la hora de redactar las Capitulaciones de Santa Fe de 1492. Por último, el apoyo de los frailes de La Rábida fue crucial cuando llegó la hora de formar las tripulaciones que gobernarían la Pinta, la Niña y la Santa María. Es difícil pensar que sin el apoyo franciscano los Pinzones y cuantos los seguían allá donde éstos fueran se hubieran decidido a cruzar la Mar Tenebrosa mandados por un desconocido que se llamaba Cristóbal Colón. Y para remate de fechas y símbolos, el 2 de agosto de 1492, festividad de la Virgen de la Rábida, patrona de la comarca, en acabando los actos del día, el Almirante mandó embarcar a toda la gente, iniciando, al amanecer del día 3, el Gran Viaje descubridor.

C.2. B)

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Relaciones de Colón con otros eclesiásticos

Otro de los frailes constantes, aquel que «siempre desque yo vine a Castilla, me ha favorecido y deseado honra», se llamaba fray Diego de Deza. Pertenecía a la Orden dominica. Fue profesor de teología de la Universidad de Salamanca, maestro del príncipe d o n j u á n desde el verano de 1485 y también confesor del Rey Católico. Su influencia en la corte era evidente, como evidente fue asimismo el apoyo firme que prestó al proyecto colombino. El recuerdo de estos tiempos y su familiaridad quedan recogidos a la perfección en aquella confidencia hecha a su hijo Diego en una carta de 1505: «Si el señor obispo de Palencia (Deza) es venido o viene, dile cuánto me ha placido su prosperidad, y que si yo voy allá, que he de posar con su merced aunque el non quiera, y que habernos de volver al primero amor fraterno, y que non le poderá negar porque mi servicio le hará que sea así». Considera que «fue causa que sus Altezas oviesen las Indias, y que yo quedase en Castilla, que ya estaba camino para fuera». Sin lugar a dudas, el peso del dominico actuó decisivamente ante el Rey Católico. Como presidente de la Junta de expertos que estudió el proyecto colombino desde el principio, justo es señalar a fray Hernando de Talavera, quien además ayudó económicamente al descubridor. No obstante, el apoyo de este buen fraile Jerónimo, con fama de santo varón y confesor de la reina, no fue - q u e sepamos- ni mucho menos comparable al de Deza y Marchena. Eclesiástico también, aunque por vida y costumbres entra más en la categoría de alta nobleza, fue don Pedro González de Mendoza, arzobispo de Toledo y hombre de mucho prestigio y gran autoridad. Parece que a partir de 1489 se mostró muy complaciente con Colón. Por último, ya metido en horas bajas de crisis y desencanto, es decir, posteriores al gran triunfo de 1492, el Almirante relega un tanto a la Orden franciscana, alguno de cuyos miembros ayudaron a la caída del virrey Colón, para volcarse en adelante con el monasterio cartujo de las Cuevas de Sevilla, donde residía un fraile amigo y confidente: fray Gaspar Gorricio. La celda de este italiano de Novara y, por extensión, el recinto de la Cartuja toda sirvieron, en las horas amargas del declive colombino, no sólo de lugar de paso y estancia frecuentemente, sino también de centro seguro donde custodiar archivo y caudales de la familia Colón. El Libro de las Profecías es obra de ambos. Dios elige a los suyos -siente Colón- para llevar a cabo señaladas acciones, como la protagonizada por él al descubrir las Indias. Y con la certeza de quien ha recorrido parajes indianos próximos al Paraíso Terrenal proclama que «toda la cristiandad debe tomar alegría y facer grandes fiestas y dar gracias solemnes a la Santa Trinidad», porque lo que estaba oculto se desveló para «refrigerio y ganancia» de todos los cristianos. Esto sentía y así lo anunciaba al mundo entero en su famosa carta al regreso del primer viaje.

NOTA

BIBLIOGRÁFICA

Iglesia y descubrimientos antes de Colón A. VAN DEN WINGAERT, Sínica franciscana 1 (Quaracchi-Florencia, 1929), donde se recogen los escritos de los franciscanos que viajaron a Asia durante los siglos XIII y XIV; J. P. Roux, Les explorateurs au Moyen Age (París, 1967); M. MOLLAT, Les explorateurs du xiw et XIV siécle (París, 1984); L. PETECH, Ifrancescani nell Asia Céntrale e Oriéntale nel XIu e xiv secólo, en Espansione del francescanesimo tra Occidente e Oriente nel secólo xni (Assisi, 1979), 213-240; J. SÁNCHEZ HERRERO, «Precedentes franciscanos del descubrimiento de América», en Actas del I Congreso Internacional sobre los franciscanos en el Nuevo Mundo (Madrid, 1987), 15-75. Religiosidad de Colón A. MlLHOU, Colón y su mentalidad mesiánica en el ambiente franciscanista español (Valladolid, 1983). Colón y los franciscanos A. ORTEGA, La Rábida. Historia documental crítica, 1-4 (Sevilla, 1925-6); A. RUMEU DE ARMAS, La Rábida y el descubrimiento de América (Madrid, 1968); J. MANZANO, Fray Antonio de Marchena, principal depositario del gran secreto colombino, en Andalucía y América (Sevilla, 1984), 514 ss; J. GIL FERNÁNDEZ, «Los franciscanos y Colón», en Actas del I Congreso Internacional sobre los franciscanos en el Nuevo Mundo (Madrid, 1987), 97-110. Este tema se aborda además en todas las monografías referentes a Colón al tratar de la etapa comprendida entre 1485 y 1492, entre las que destacan: J. MANZANO y MANZANO, Cristóbal Colón. Siete años decisivos de su vida, 1485-1492 (Sevilla, 1964); L. ARRANZ MÁRQUEZ, Don Diego Colón, almirante, virrey y gobernador de las Indias 1 (Madrid, 1982), 33-72. Colón y otros eclesiásticos El tema aparece tratado en todas las biografías sobre Cristóbal Colón. Sobre los dominicos concretamente, véase: J. L. ESPINEL, «Cristóbal Colón y Salamanca», en J. L. ESPINEL y R. HERNÁNDEZ, Colón en Salamanca. Los dominicos (Salamanca, 1988), 18-49. Financiación del viaje descubridor M. ANDRÉS «Contribución dineraria de la diócesis de Badajoz al descubrimiento de América»: Archivo Ibero-Americano 47 (Madrid, 1987), 3-55; ID., Dinero, cultura y espiritualidad en torno al descubrimiento y a la evangelización de América (Bogotá, 1991).

CAPÍTULO

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LA DONACIÓN PONTIFICIA DÉLAS INDIAS Por A N T O N I O GARCÍA Y GARCÍA

P o r d o n a c i ó n pontificia d e las Indias se e n t i e n d e la e n t r e g a q u e el p a p a Alejandro VI hizo e n 1493 del N u e v o M u n d o a los reyes d e Castilla y L e ó n m e d i a n t e la p r o m u l g a c i ó n d e c u a t r o d o c u m e n t o s d e n o m i n a d o s vulgarmente bulas alejandrinas.

I.

LAS BULAS ALEJANDRINAS

Los d o c u m e n t o s pontificios e n cuestión son las bulas siguientes: 1. ínter coetera, del 3 d e mayo d e 1 4 9 3 , p o r la q u e el P a p a c o n c e d e a los reyes d e Castilla y L e ó n todas las islas y tierras firmes, descubiertas ya o q u e d e s c u b r i e r a n e n el f u t u r o , siempre q u e n o estuvieran ya sometidas a algún p r í n c i p e cristiano y bajo la condición d e q u e enviaran a ellas evangelizadores. Es la d e n o m i n a d a b u l a d e donación, a la q u e M a n u e l G i m é n e z F e r n á n dez señala la fecha del 17 d e mayo. 2. ínter coetera, del 4 d e mayo d e 1 4 9 3 , q u e r e c o g e m u c h o s pasajes d e la anterior, a la q u e amplía y concreta, c o n c e d i é n d o l e a esos mismos reyes «todas las islas y tierras firmes descubiertas y p o r descubrir, halladas y p o r hallar, hacia el occidente y mediodía, fabricando y c o n s t r u y e n d o u n a línea del Polo Ártico, q u e es el s e p t e n t r i ó n , hasta el Polo Antartico, q u e es el mediodía, ... la cual línea diste d e las islas q u e v u l g a r m e n t e llaman Azores y C a b o V e r d e cien leguas hacia o c c i d e n t e y mediodía, siempre q u e n o p e r t e neciesen ya a algún príncipe cristiano». A este d o c u m e n t o , al q u e Giménez F e r n á n d e z señala la fecha del 2 8 d e j u n i o , se le suele d e n o m i n a r b u l a de partición o d e demarcación. F u e modificad o p o r el T r a t a d o d e Tordesillas d e 1494, e n el sentido d e q u e esa línea q u e b r a d a señalada p o r el P a p a fuera sustituida p o r o t r a q u e c o r r i e r a d e n o r t e a sur a 3 7 0 leguas al oeste d e C a b o V e r d e , lo q u e equivalía al meridian o 46° 3 5 ' . 3. Eximiae devotionis, del 3 d e j u l i o d e 1 4 9 3 , r e p r o d u c c i ó n e n p a r t e d e las dos a n t e r i o r e s y q u e c o n c e d e a los reyes d e Castilla y L e ó n , p a r a las tierras q u e d e s c u b r i e r a n , los mismos privilegios o t o r g a d o s a n t e r i o r m e n t e a P o r t u g a l p a r a los territorios descubiertos p o r él e n África. 4. Dudum siquidem, del 2 5 d e s e p t i e m b r e d e 1 4 9 3 , m u y breve e n c o m p a r a c i ó n c o n las tres anteriores, p o r la q u e se amplía la d o n a c i ó n «a

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todas y cada una de las islas y tierras firmes halladas o por hallar, descubiertas o por descubrir, que estén, o fuesen, o apareciesen a los que navegan o marchan hacia el occidente y aun al mediodía, bien se hallen tanto en las regiones occidentales como en las orientales y existen en la India». Es la denominada bula de ampliación. Los cuatro documentos, sobre todo los tres primeros, contaban con los antecedentes de las bulas expedidas a favor de Portugal, entre las que destacan la Romanus Pontifex de Nicolás V, del 8 de enero de 1455; la ínter coetera de Calixto III, del 13 de marzo de 1456; y la Aeterni Regis de Sixto IV, del 21 de junio de 1481. La promulgación de estos documentos pontificios expedidos a favor de los reyes de Castilla y León estuvo sin duda motivada por el interés de los Reyes Católicos en mantener en exclusiva el dominio de los territorios recién descubiertos y por descubrir, cortando el paso a las pretensiones de otros monarcas europeos que quisiesen participar en los frutos del descubrimiento, como era de temer de inmediato, sobre todo por parte del rey portugués y del de Francia. Prescindiendo de otras cuestiones discutibles y discutidas que se agitan en torno a las bulas alejandrinas, emerge ante nosotros el principal problema para la finalidad del presente capítulo, a saber, el fundamento jurídico en que se basó Alejandro VI para donar a los Reyes Católicos tan extensos territorios. Es evidente que, por su extensión, este regalo pontificio es territorialmente muy superior a la donación constantiniana de los falsificadores pseudoisidorianos del siglo IX, y que, según algunos, constituye, como luego veremos, el fundamento jurídico que la donación de Indias tenía en la mente de Alejandro VI. Otra diferencia entre ambas donaciones radica en el hecho de que la pseudoisidoriana era falsa, mientras que la de Alejandro VI emerge de documentos cuya autenticidad está fuera de toda duda. Pero hay todavía otra diferencia que aquí nos interesa mucho subrayar. Al filo del siglo IX todo el mundo sabía cuáles eran los territorios del antiguo Imperio romano, que coincidían con los límites de la mayor parte del mundo entonces conocido, mientras que ni Colón, ni Alejandro VI, ni los Reyes Católicos, ni nadie en 1493 tenía la más remota idea de que se incluyera en la donación alejandrina lo que hoy llamamos América. Por el contrario, comenzando por Colón y acabando con todos los demás protagonistas de esta historia, se ignoraba la existencia de todo lo que media entre las costas orientales de Asia y las islas Azores, espacio que se suponía, erróneamente, mucho más pequeño de lo que es y además no se sospechaba la existencia de un continente como las Américas en dicha área, sino a lo sumo algunas islas o archipiélagos. De ahí el nombre de Indias con que se designó a las tierras recién descubiertas, por considerarlas prolongación natural y cercana de la India y demás tierras orientales de Asia. Veamos por separado los antecedentes medievales de este tipo de donaciones y las diversas interpretaciones que se han dado acerca de la naturaleza de la donación alejandrina de las Indias.

C.3.

La donación pontificia de las Indias

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II. ANTECEDENTES MEDIEVALES Para la comprensión del tema resulta imprescindible exponer primero, aunque sea muy sumariamente, cuál era el modelo de teoría política medieval, sobre todo por cuanto concierne a las relaciones entre el poder temporal, por un lado, y el espiritual, por otro, o, como entonces se decía, entre el sacerdocio, de una parte, y el imperio y los reinos, de otra. Las diferentes teorías sobre esta materia se elaboran sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo xil, y sus autores son principalmente los canonistas, los civilistas y los teólogos. Estos autores estaban de acuerdo en una sola cosa, dándose en lo demás un notable pluralismo de opiniones. Todos compartían la tesis de que todo poder, tanto espiritual como temporal, viene de Dios. Pero los pareceres se dividían al querer determinar a través de quién se transmitía este poder a los humanos. Desde este punto de vista cabe distinguir dos posiciones: la monista y la dualista. Los monistas defendían que el poder se transmitía de Dios a los hombres a través de una única persona. Para unos esta persona era el Papa, y para otros el Emperador o los reyes. En el primer caso tenemos el llamado monismo hierocrático. En el segundo, el monismo laico, que a su vez podía ser cesáreo o regio. Representantes bien conocidos del monismo hierocrático son, entre los antiguos, Alvaro Pelagio, Egidio Romano, Jacobo de Viterbo, Agustín de Ancona, Alejandro de Santo Elpidio, Guillermo de Cremona, etc. Entre los modernos se puede mencionar a A. Ybot León, J. Baumel, Barcia Trelles, P. Imbart de la Tour, M. Serrano Sanz, F. J. Montalbán y P. Castañeda. Manuel Giménez Fernández y Alfonso García Gallo suponen que el verdadero título fue el descubrimiento y ocupación, que las bulas no vinieron más que a reconocerlo, a petición de los reyes de Castilla, con el fin de evitar las apetencias de otros soberanos europeos sobre aquellos territorios. Obviamente, tanto el uno como el otro estudian otros varios aspectos de las bulas distintos del fundamento jurídico de la donación pontificia, sobre los que hacen muchas observaciones que pueden ser atinadas. Ninguno de los dos admite ningún monismo propiamente dicho, ni hierocrático ni regio o cesáreo. Como partidarios del monismo laico de tipo imperial es obligado recordar a Marsilio de Padua, Guillermo Ockham, etc. Para el monismo regio es típico el caso de los asesores jurídicos de Felipe el Hermoso, de Francia, en su lucha contra Bonifacio VIII. Es obvio que un episodio como la donación pontificia de las Indias encajaba perfectamente dentro de la teoría monista hierocrática, según la cual Dios había dado el dominio del mundo a Cristo hecho hombre. Cristo lo había dejado a San Pedro y sus sucesores con la condición de que lo evangelizaran. Uno de éstos, Alejandro VI, había a su vez donado una parte del mundo, como eran las Indias, a los reyes de Castilla, Fernando e Isabel, y a sus sucesores. Pero esta teoría, como veremos en seguida, era minoritaria entre los autores de la Edad Media. Los autores de la teoría cesárea atri-

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buían esto mismo al emperador, el cual, según ellos, era el dueño del mundo (dominus orbis) y ejercía su dominio, ya directamente, ya concediendo en feudo alguna parte del mismo a los reyes y otros mandatarios temporales. El monismo cesáreo fue defendido por un grupo de autores más minoritario todavía que el monismo hierocrático. La mayoría de los autores medievales no es partidaria del monismo, sino del dualismo. Según esta teoría, el poder viene de Dios a los hombres por dos vías, entre sí independientes, a saber: el poder secular, a través del príncipe temporal, y el poder espiritual, a través de los jerarcas de la Iglesia. Dentro del dualismo había, a su vez, dos matices importantes: unos creían que el poder espiritual se transmitía de Dios a la Iglesia sólo a través del Papa, y otros también a través de los obispos. Algo parecido ocurría en la esfera temporal, donde unos sostenían que el poder se transmitía sólo a través del emperador, mientras que otros afirmaban que también se transmitía a través de los demás príncipes temporales que ejercían un poder soberano, como era el caso de los reyes o de cualquier otro príncipe que fuese realmente independiente de otros poderes temporales. La denominación de teocracia para explicar la teoría política medieval creemos debe ser desechada, porque teocracia propiamente dicha es la teoría según la cual es Dios quien directamente gobierna el mundo, diciendo en cada caso a sus representantes lo que tienen que hacer. Tal fue el caso de Israel en tiempos del caudillaje de Moisés y durante las monarquías de Israel y de Judá, así como en el caso de algunos grupos exaltados muy minoritarios del catolicismo y más tarde del protestantismo, que no ejercieron especial influjo en la historia de la cuestión que aquí nos ocupa. Dentro de la posición dualista falta todavía explicar un punto muy importante, cual es el de las relaciones entre el poder espiritual y el temporal. Sobre esta materia todos estaban de acuerdo en tres principios doctrinales, aunque no siempre en su aplicación práctica. Según dichos tres principios, ambos poderes, espiritual y temporal, eran distintos entre sí, y en principio también independientes el uno del otro. Ambos poderes debían colaborar entre sí debido a su unidad de origen en Dios y al hecho de que eran unos mismos los subditos de entrambas potestades, salvo en el caso de los infieles, que en el Medievo eran considerados como enemigos comunes de entrambos poderes, espiritual y temporal, y por ello habitualmente se hallaban en guerra con los cristianos. Dicho sea de paso, infiel y mahometano era casi idéntico para el hombre medieval. Generalmente se admitía una cierta superioridad del poder espiritual sobre el temporal. Pero la puesta en práctica de este principio constituyó una fuente inagotable de problemas y litigios entre el poder espiritual y el temporal. Para unos esta superioridad del poder espiritual sobre el temporal facultaba al Papa o a los obispos, según los casos, para intervenir en la esfera del poder temporal, siempre que el gobierno del príncipe secular atrepellase, ajuicio de la Iglesia, algún valor ético o, como entonces se decía, ratione peccati, es decir, por razón del pecado implícito en la actuación del poder secular. Estas intervenciones eclesiásticas en lo temporal fueron mayores o menores según los diferentes pareceres, dependiendo en buena medida del

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poder fáctico de cada uno de los protagonistas eclesiásticos y seculares de cada episodio histórico. Por muy fácil que pueda parecer la distinción entre estas cuatro teorías (monismo hierocrático, monismo laico, dualismo eclesiástico y dualismo laico), hay que advertir que no eran en la práctica monolíticas e irreductibles. El paso de una a otra no era en la práctica tan brusco como pudiera parecer a primera vista. Un mismo asunto, como la suplencia de la justicia secular, la deposición de un príncipe temporal, etc., podía a veces justificarse tanto desde un punto de vista monístico hierocrático como desde el dualístico. Y, dentro del dualismo, había, obviamente, por lo menos dos modos de entenderlo y de aplicarlo, según que nos fijemos en los puntos de vista de los representantes del poder espiritual o de los del temporal. Es obvio que cada uno de estos dos poderes trataba de amplificar las atribuciones y de restringirlas a expensas del otro poder. Así, por ejemplo, la representación de la realeza castellana en las monedas medievales se realiza con un fuerte sentido dualista en favor del rey, y lo mismo ocurría con las coronaciones y unciones regias en Castilla, donde la intervención de la Iglesia es la excepción, mientras que su ausencia es lo normal. En la práctica resultaba con frecuencia imposible solucionar satisfactoriamente las relaciones entre ambos poderes a base de estas cuatro teorías. Y esto fue particularmente verdadero en el tránsito de la Edad Media a la Moderna. Por ello se recurrió a los concordatos o acuerdos especiales entre ambos poderes, al margen del derecho canónico medieval, en los que la Iglesia encontró la ayuda material de las monarquías absolutas de entonces, cediendo a éstas ciertos derechos que por el ordenamiento canónico común pertenecían a la Iglesia en exclusiva. En este contexto se sitúa el Patronato Regio de los reyes castellanos para Granada, Canarias y Puerto Real, primero, y para el Nuevo Mundo, después. La cristiandad medieval era una realidad más vivida que definida. En la práctica consistía en la agrupación de los reinos cristianos de Europa, bajo la dirección de los Papas, sobre todo con fines de cruzada contra el Islam o eventualmente contra otros enemigos de la cristiandad o del bien público. No se olvide que esta cristiandad medieval adquiere una configuración muy distinta según que se realice por una u otra de las cuatro teorías del poder político que acabamos de exponer en apretada síntesis. El síndrome del miedo al Islam estaba muy difundido en toda la cristiandad medieval, sobre todo a partir de la caída de Constantinopla en manos de los turcos, en 1453. Los príncipes cristianos, el pueblo y especialmente la Santa Sede, eran extremadamente sensibles a este problema. Los Papas fomentaron a lo largo de la Edad Media las cruzadas contra los mahometanos, particularmente en el Próximo Oriente, norte de África y en la Península Ibérica. Los romanos pontífices de la segunda mitad del siglo xv dirigieron unas 70 bulas a Portugal, de las que 47 abordan el tema de la cruzada contra el Islam. En el contexto de los descubrimientos portugueses en África y hacia Oriente, doblando el cabo de Buena Esperanza, se piensa en atacar a los mahometanos por la espalda, en una especie de operación tenaza. Para este efecto se creyó contar con la ayuda potencial del supuesto Preste Juan,

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que, según la leyenda, era un príncipe cristiano cuyo reino estaba situado en las costas del nordeste de África. En las bulas de cruzada dirigidas a los lusitanos se les facultaba para ocupar las tierras que descubrieran, porque se presumía que allí había mahometanos, cosa que en unos casos era cierta, pero que en otros, como en Canarias, era falsa. En todos estos casos no se impone a Portugal la obligación de evangelizar las tierras descubiertas y ocupadas, porque era cosa sabida que los mahometanos no se convertían al cristianismo. La propiedad de dichas tierras se les concede sólo cuando las hayan ocupado de hecho. Teniendo como telón de fondo el cuadro doctrinal que acabamos de describir, se produjeron a lo largo de la Edad Media varias donaciones pontificias de territorios, si bien de escaso valor y significado. Hay un documento apócrifo del siglo IX, llamado Constitutum Constantini, o donación constantiniana, elaborado por falsificadores anónimos, según el cual el emperador Constantino el Grande (306-337), al trasladar a Constantinopla la capital del Imperio romano, donó al papa Silvestre (314-335) los territorios del Imperio romano de Occidente. Dichas tierras fueron ocupadas por los diversos reinos germánicos que en ellas se establecieron. Pero quedaban una serie de islas mediterráneas, como Córcega, Cerdeña, Capri, Malta, Elba, Capraia, etc., que no constituían reino alguno y que se suponía pertenecían al patrimonio de San Pedro, o sea, a la Santa Sede, en virtud de la mencionada falsa donación de Constantino. De hecho, los papas medievales realizan a lo largo de la Edad Media varias donaciones a determinados reinos de estas islas mediterráneas e incluso atlánticas, como la investidura que otorga Clemente VI de las islas Canarias a Luis de la Cerda, en 1344. III.

INTERPRETACIONES DE LAS BULAS ALEJANDRINAS

Está claro que, puesto que las solicitaron y las acataron, los Reyes Católicos, así como los de Portugal, admitían la validez de la donación pontificia, de la misma manera que lo hicieron también muchos de sus sucesores. He aquí algunos ejemplos a este respecto. Isabel la Católica consignaba en 1504, en una de las cláusulas de su testamento: «ítem, porque al tiempo que nos fueron concedidas por la Santa Sede Apostólica las islas y tierra firme del mar Océano descubiertas y por descubrir...» El jurista Juan de Ovando, presidente del Consejo de Indias, elaboró en 1571 una obra titulada Gobernación espiritual de las Indias, cuerpo legislativo, destinado a ser oficial, aunque no lo llegó a ser, en cuya introducción pone en boca de Felipe II su agradecimiento a Dios por el hecho de que el Papa «les encargase y concediese a ellos y a sus sucesores los reyes de Castilla y León el reino, señorío y descubrimiento de aquel nuevo mundo incógnito». La Recopilación de leyes de los Reinos de las Indias de 1681 inicia su libro tercero dejando constancia de que, «por donación de la Sede Apostólica y otros justos y legítimos títulos, somos señores de las Indias Occidentales, islas y tierra firme del mar Qcéano descubiertas y por descubrir».

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En este pasaje la fundamentación del derecho a la posesión de las Indias en argumentos complementarios de la donación pontificia puede interpretarse como un síntoma del debilitamiento de valor de las bulas alejandrinas, de las que de hecho a lo largo del siglo xvn se fue prescindiendo cada vez más. En cuanto a los motivos y el alcance de la donación, las opiniones de los juristas fueron evolucionando con el tiempo. A)

Desde 1493 hasta Francisco de Vitoria (1539)

Durante este período la posición más común fue la monística hierocrática; es decir, que el Papa había recibido de Cristo el dominio del mundo, y Alejandro VI concedió las Indias, que son una parcela del mismo, a los reyes castellanos, exigiéndoles a cambio que enviaran misioneros a evangelizarlas. Así lo entendió también la Corona castellana. Veamos el parecer de algunos personajes de esta época sobre este particular. Fr. Alonso de Loaysa, provincial de los dominicos, afirma en 1512 que el dominio de las Indias por la Corona española se basa en la donación pontificia y se hizo efectivo iure belli, es decir, con la conquista. El también dominico Fr. Matías de Paz escribió en 1512 un tratado, De dominio regum Hispaniae super indos (Del dominio de los reyes de España sobre los indios), en el que considera todavía válida la falsa donación de Constantino del siglo IX. Conviene aclarar que la donación de Constantino fue entendida de dos maneras por los autores que creían en su autenticidad: unos sostenían que Constantino no había hecho otra cosa que devolver al Papa lo que era suyo ya en virtud de la donación del mundo por Cristo a sus sucesores; otros, en cambio, no relacionaban la pseudodonación constantiniana con el hecho de que el Papa fuese o dejase de ser señor del mundo por derecho divino. En realidad, la falsedad de la donación constantiniana había sido puesta en evidencia en 1440 por el humanista italiano Lorenzo Valla, a quien estos autores del siglo XVI parecen ignorar. Matías de Paz aduce, además, como algo distinto la donación del mundo por Cristo a sus sucesores los Papas. Añade todavía que los infieles pueden ser privados de su soberanía o autonomía política por el mero hecho de ser infieles y no querer convertirse. El consejero de la Corona por espacio de veinte años, Juan López de Palacios Rubios, escribió entre 1 5 1 2 y l 5 1 6 s u obra De insulis maris Oceani ouas vulgus Indias appellat (De las islas del mar Océano vulgarmente llamadas Indias). Es posible que interviniera también en el denominado Requerimiento que había que hacer a los indígenas, dándoles la opción de someterse a la Corona española de grado o por fuerza, aduciendo como argumento que el r ey de Castilla había recibido aquellas tierras del Papa y éste de Cristo. Por lo que a nuestro tema se refiere, sostiene las mismas ideas que Matías de Paz, es decir, el dominio directo del Papa sobre todo el mundo y en especial sobre !as tierras del antiguo Imperio romano en virtud de la doctrina monista hierocrática y de la pseudodonación constantiniana. Bernardo o Bernardino de Mesa, dominico, predicador del rey y obispo

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de Badajoz de 1521 a 1524, afirmaba, según una referencia de Bartolomé de las Casas, que el fundamento de la conquista y dominio de España en Indias era la donación de Alejandro VI. El licenciado Gregorio López (1496-1560) sostenía que la donación pontificia autorizaba a la Corona para hacer efectiva la soberanía sobre los indígenas en Indias, de las que ya era dueña en virtud de la donación de Alejandro VI. Idéntica doctrina encontramos también en Martín Fernández de Enciso, autor o coautor de las Leyes de Valladolid de 1513, quien en 1516 escribió un memorial en el que da por sentada la legitimidad de la donación pontificia de las Indias, de acuerdo con el poder directo o dominio que tiene el Papa en todo el mundo como vicario de Cristo. La misma doctrina sostienen otros personajes de la época, como Miguel de Salamanca, Barrios, Reginaldo de Morales, Vicente de Santamaría, etc. Fr. Miguel de Salamanca conecta la donación pontificia con la evangelización de los indígenas, aunque no se para a razonar este nuevo fundamento de la donación. En todo caso, preludia la posición de Francisco de Vitoria. Como contrapunto, no faltan en este período algunos autores que sostienen la teoría monística cesárea. Estos autores niegan al Papa todo poder sobre el mundo, y a su donación todo valor, porque, según ellos, el único dueño del mundo es el Emperador. Merecen recordarse en España, bajo este aspecto, al navarro Miguel de Ulcurrun y al valenciano Fernando de Loaces, quienes publican sus obras en 1525. Pero sostienen esta doctrina en términos generales, sin aludir para nada al caso concreto de la donación de las Indias por Alejandro VI a la Corona castellana. B)

De Francisco de Vitoria (1539) a Juan Solórzano Pereira (1629)

Esta etapa difiere de la anterior en que se pasa decididamente del monismo hierocrático al dualismo, es decir, que el Papa no tiene ningún dominio temporal sobre el mundo ni puede por este título hacer ninguna donación a nadie. Pero puede hacer todo aquello que sea preciso para cumplir con el derecho y el deber que tiene de anunciar el Evangelio y proveer al bien espiritual de las almas que le están encomendadas. He aquí el pasaje de Francisco de Vitoria más incisivo sobre esta materia: s «El Papa tiene potestad temporal en orden a las cosas espirituales, esto ea^ en cuanto sea necesario para administrar las cosas espirituales... La prueba cU? ello está en que el arte a la que corresponde un fin superior es imperativa y preceptiva de las artes que se ocupan de fines inferiores subordinados a ese fin superior, como se lee en Aristóteles. Ahora bien, el fin de la potestad espiritual es la felicidad última y, en cambio, el fin de la potestad civil es la felicidad política; luego la potestad temporal está subordinada a la espiritual... Y se confirma por el hecho de que aquel a quien se le encarga el cumplimiento de una misión se entiende que se le ha concedido todo lo que para su cumplimiento es necesario. Ahora bien, el Papa por mandato del mismo Cristo es pastor espiritual y esta misión no puede ser impedida por la potestad civil. Y como Dios y la naturaleza no pueden fallar en las cosas necesarias, indudablemente

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le fue concedida al Papa potestad temporal en todo aquello que sea necesario para la administración de las cosas espirituales. »Por esta razón puede el Papa invalidar las leyes civiles que fomentan el pecado, como derogó las leyes acerca de la prescripción de mala fe... Y por la misma razón cuando los príncipes están en discordia sobre los derechos de algún reino y están para llegar por ello a la guerra, puede el Papa ser juez y examinar el derecho de las partes y dar sentencias, que han de aceptar los príncipes con el fin de evitar los daños espirituales que necesariamente habrían de producirse al estallar la guerra entre principes cristianos. Y aun cuando el Papa nunca o casi nunca haga esto, no es porque no pueda, ... sino por miedo al escándalo: no sea que los príncipes crean que le mueve la ambición; o también para evitar la rebeldía de los príncipes contra la Sede Apostólica. Por la misma razón también puede deponer en ocasiones a los reyes y nombrar otros nuevos, como ya ha sucedido. Y ciertamente que ningún verdadero cristiano debería negar esta potestad al Papa...» (Relectio de indis, pars prima, cap. 2, núm. 7).

Es claro cómo Francisco de Vitoria desplaza toda esta cuestión del monismo hierocrático al dualismo o, dicho de otra manera, niega el poder directo del Papa en los asuntos temporales; pero sostiene que puede tomar decisiones sobre ellos con el poder indirecto que le confiere el derecho y el deber de mirar por el bien espiritual de las almas. Según esto, el papa Alejandro VI no podía donar las Indias a los reyes castellanos con un poder directo que no tenía, pero sí con el poder indirecto que dimanaba de la obligación y el derecho del Papa de mirar por el bien espiritual de aquellos infieles que habitaban el Nuevo Mundo. El pensamiento de Vitoria es el que informa a los autores que en lo sucesivo se ocuparon de esta materia. En la práctica, ni los monarcas europeos que establecieron su dominio en tierras americanas se sintieron limitados por los derechos de los reyes españoles, derivantes de la donación pontificia ni éstos la adujeron como título para excluir a los nuevos países colonizadores de tierras americanas, como es el caso de los franceses, ingleses y holandeses. Por ello los autores extranjeros como Hugo Grozio y su escuela citan reiteradamente las obras de Vitoria y otros autores de su escuela. C)

De Juan Solórzano Pereira (1629) hasta la actualidad

Juan Solórzano Pereira, en su obra De Indiarum ture sive de insta Indiarum Occidentalium gubernatione 1-2 (Madrid, 1629 y 1639) y en su otra obra de la Política indiana (Madrid, 1647), trata por todos los medios de demostrar, contra Jean Bodin, Marta y otros, que España no había recibido en feudo las tierras de Indias, sino como simple donación pontificia. En la primera de las obras citadas no explica si la donación pontificia se basa en un supuesto poder directo del Papa en lo temporal o en un poder indirecto. En la Política indiana, en cambio, sostiene el más rígido monismo hierocrático del poder directo del Papa sobre el mundo, en el que se basaría, según Solórzano, el papa Alejandro VI para donar las Indias a los monarcas hispanos. La diferencia de Solórzano con respecto al regalismo borbój; del siglo XVIII radica en que busca un fundamento de dere, poder temporal en una donación pontificia que supuestame

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dicho derecho. Para los regalistas del siglo xvill la Corona tenía el dominio temporal conferido directamente por Dios, sin intervención de donaciones pontificias. Por ello el control de la Iglesia del siglo XVIII por el poder temporal es mucho más duro que en los tiempos de Solórzano Pereira. A partir del final del antiguo régimen la cuestión de la donación pontificia deja de ser actualidad y comienza a ser historia. Las teorías para explicar el fundamento jurídico de la donación pontificia se reducen a cinco: monística hierocrática, arbitral, feudal, el título de la inventio o res nullius (hallazgo o cosa sin dueño) y la dualista. Veamos brevemente en qué consiste cada una de estas teorías y su posible verosimilitud. Según la teoría monística hierocrática, Dios habría otorgado el dominio del mundo a Cristo, Cristo al Papa y éste habría donado a los reyes de Castilla una parte tan importante del orbe como son las Indias. Así entendieron la donación alejandrina la Corona española y la generalidad de los autores con anterioridad al padre Francisco de Vitoria (1539). También hay historiadores, incluso actuales, que adoptan esta teoría para explicar la naturaleza de la donación alejandrina. La Corona, sin embargo, se muestra poco entusiasta de esta teoría a partir de Solórzano Pereira. En los documentos de la donación no hay nada que apoye ni que contradiga esta teoría. En todo caso, hay que distinguir entre el modo como entendieron este problema los autores posteriores a 1493 y la mente de Alejandro VI cuando expidió los documentos de la donación de las Indias a los reyes de Castilla. Alejandro VI no dice una sola palabra acerca del fundamento jurídico de su donación, por lo que las bulas alejandrinas son, en rigor, compatibles con cualquiera de las teorías que tratan de explicar dicho fundamento. La teoría arbitral supone que el Papa actuaba como arbitro entre los reyes castellanos y el portugués, y estos documentos vienen a resolver la cuestión de los límites entre los dominios de una y otra monarquía en su expansión hacia Occidente. En realidad, el lenguaje de la bula parece irreconciliable con esta teoría del arbitraje, ya que en ella se afirma: concedimus et donamus (concedemos y donamos) por la autoridad del Papa y no en virtud de los poderes conferidos por las partes a un arbitro. Esta teoría fue sostenida en tiempo de los Reyes Católicos por el italiano Pietro Martire di Anghiera (Pedro Mártir de Anglería) y por Hugo Grozio en el siglo XVII. En realidad, la donación alejandrina no fue un arbitraje técnicamente hablando, pero el Papa sí tuvo que pronunciarse por una de las dos opciones posibles al solicitarle los reyes castellanos que se pronunciara por el dominio exclusivo de éstos sobre aquellos territorios. Otros autores, como Jean Bodin, Josef Hóffner, Jacobo Antonio Marta, E. Stádler, Silvio A. Zavala, etc., explican este problema diciendo que el Papa concede enfeudo aquellas tierras a los reyes castellanos, por lo que el título de conquista y retención de las tierras del Nuevo Mundo se basaría en el hecho de que los reyes de Castilla poseían aquellos territorios como feudatarios de la Santa Sede. Como es obvio, esta teoría feudal presupone la aceptación de la teoría monística hierocrática, en virtud de la cual podría el Papa dar en feudo las tierras del Nuevo Mundo a los reyes de Castilla. Es,

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pues, una especificación ulterior de la teoría monística hierocrática. Solórzano Pereira dedicará en el siglo XVII no pocas páginas a la refutación de esta teoría. Otros, en fin, explican la donación de las Indias en virtud de una doctrina del derecho romano, que constituye todavía hoy un título originario del dominio de las cosas, a saber, el hallazgo de las mismas sin que pertenezcan a ningún dueño. Se conoce como la teoría de la inventio o de la res nullius (hallazgo o cosa sin dueño). Según esto, más que de una donación, se trataría de un reconocimiento por parte de la Santa Sede de que los reyes castellanos poseían legítimamente las Indias en virtud del título de haberlas descubierto y de que no tenían dueño o, lo que es lo mismo, no había allí reinos constituidos. Ciertamente que al filo de 1493 tal vez se podía pensar de buena fe que ésta era la situación. Posteriormente, con el descubrimiento de reinos como el de los aztecas de México y el de los incas del Perú, ya no se podía afirmar tal cosa. Pero, en todo caso, esta teoría parece contraria al texto de las bulas alejandrinas, ya que allí no se habla de ningún reconocimiento, sino de donación, puesto que se usan las palabras concedemos y donamos. A mi juicio, la donación alejandrina puede explicarse desde la teoría dualista, que más arriba quedó explicada, según la cual el Papa podía hacer todo lo necesario para cumplir la misión espiritual de la Iglesia en el mundo en su doble vertiente, la salvación de los cristianos y la evangelización de los que todavía eran infieles. Esta teoría del dualismo que Francisco de Vitoria aplicó al caso de la donación pontificia de las Indias había sido formulada mucho antes por los canonistas medievales, como queda ya indicado en este mismo capítulo al hablar de los antecedentes medievales. El mérito de Vitoria no está en la invención de esta doctrina, sino en su aplicación al problema de las bulas alejandrinas. Es obvio que la Iglesia carecía de medios para llevar el Evangelio a tan lejanas tierras como las recién descubiertas en el Nuevo Mundo. Por lo que pudo parecer lógico echar mano para ello de la ayuda de un príncipe cristiano, pactando con él las condiciones en que ambas partes iban a colaborar en este plan. Cuando estas bulas se expidieron aún no había noticias de que allí existiesen reinos u organizaciones políticas de alguna entidad, sino de unas sociedades en fase todavía tribal. En las bulas alejandrinas no se habla para nada del posible carácter de cruzada contra los musulmanes, si bien no se descarta que en la mente del Papa pudiera parecer conveniente para el interés del pueblo cristiano que los reyes castellanos ocupasen unas tierras que entonces se suponían mucho más cercanas de lo que realmente eran de las fronteras orientales del poderío musulmán. En todo caso, el elemento de juicio más seguro en toda esta cuestión es que nos hallamos ante unos documentos pontificios solicitados por los propios monarcas castellanos no porque abrigaran dudas sobre la legitimidad de su dominio en Indias, sino porque querían defenderlo contra los otros monarcas cristianos con un refrendo pontificio. En este sentido, la teoría dualística, con apoyos notorios en la de la inventio y res nullius, es la más verosímil.

NOTA BIBLIOGRÁFICA Fuentes F. J. HERNÁEZ, Colección de bulas, breves y otros documentos relativos a la Iglesia de América y Filipinas 1 (Bruselas, 1879) 12-14 (primera bula ínter coetera), 15-16 (bula Eximiaedevotionis), 17-18 (bula Dudum siquidem); F. MORALES PADRÓN, Teoría y leyes de la conquista (Madrid, 1979), 165-185, donde se omite la bula Eximiae devotionis. También reproducen los documentos M. Giménez Fernández y A. García Gallo, que se citarán más adelante. Antecedentes medievales F. PÉREZ EMBID, Los descubrimientos en el Atlántico y la rivalidad castellano-portuguesa hasta el Tratado de Tordesillas (Sevilla, 1948); D. MAFFDEI, La Donazione di Costantino nei giuristi medievali (Milán, 1964); F. MATEOS, «Bulas portuguesas y españolas sobre descubrimientos geográficos», en Actas del Congreso Internacional de historia de los descubrimientos 3 (Lisboa, 1961), 327-414, y Missionalia Hispánica 19 (Madrid, 1962), 5-34 y 129-168; F. MORALES PADRÓN, Teoría y leyes, 21-30; A. GARCÍA Y GARCÍA,

«Sacerdocio, Imperio y Reinos»: Cuadernos informativos de derecho histórico, procesal y de la navegación 2 (Barcelona, 1987), 499-552, con trece páginas de bibliografía sobre este tema; ID., «El derecho común medieval y los problemas del Nuevo Mundo»: Rivista Internationale di Diritto Comune 1 (Roma, 1990), 121-154; H. VAN DER LINDEN, Précédents médiévaux de la colonie en Amérique (México, 1954); CH. M. DE WITTE, «Les bulles pontificales et 1'expansión portugaise au xiv e siécle»: Revue d'Histoire Ecclésiastique 28 (Louvain, 1953), 683-718; 49 (1954), 438-461; 51 (1956), 413-453, 809-836; 53 (1958) 5-46, 443-471. Interpretaciones (selección por orden cronológico) H. VAN DER LINDEN, «Alexander VI and the Demarcation of the maritime and colonial Domains of Spain and Portugal, 1493-1494»: The Hispanic American Historical Review 22 (Durham, 1916), 1-20; V. BELTRÁN DE HEREDIA, «Un precursor del Maestro Vitoria: el P. Matías de Paz y su tratado "De dominio Regum Hispaniae super indos"»: La Ciencia Tomista 40 (Salamanca, 1929), 173-90; P. DE LETURIA, Relaciones entre la Santa Sede e Hispanoamérica 1 (Roma, 1959) 153-204 (Las grandes bulas misionales de Alejandro VI, 1493) y 511-519 (La bula alejandrina ínter coetera, del 4 de mayo de 1493); E. STÁDLER, «Die Urkunde Alexanders VI zur westindische Investitur der Krone Spanien von 1493»: Archiv fúr Urkundenforschung und Quellenkunde des Mittelalters 15 (1938), 145-58; ID., «Die Cruciata Martins V. von 4. April 1418»: Ibíd., 17 (1941), 304-18; ID., «Die "Donatio Alexandrina" und die "Divisio mundi" von 1493»: Archiv fúr katholisches Kirchenrecht 117 (1937), 363-402; ID., «Die westindischen Lehnedikte Alexanders VI, 1493»: Ibíd., 118 (1938); J. MANZANO Y MANZANO, «Los justos títulos de la dominación castellana de Indias»: Revista de Estudios Políticos 4 (Madrid, 1942), 267-309; ID., «El derecho de la Corona de Castilla al descubrimiento y conquista de las Indias del Poniente»: Revista de Indias 3 (Madrid, 1942), 397-427; ID., «Nueva hipótesis sobre la historia de las bulas de Alejandro VI referentes a las Indias», en Memoria del IV Congreso Internacional de Historia del Derecho Indiano (México, 1976), 327-59; M. GIMÉNEZ FERNÁNDEZ, Las bulas alejandrinas de 1493 referentes a las Indias. Nuevas consideraciones sobre la historia, sentido y valor de las bulas alejandrinas de 1493 referentes a las Indias (Sevilla, 1944), tirada aparte de Anuario de Estudios Americanos 1 (Sevilla, 1944), 107-168; L. WECKMAN, Las bulas alejandrinas de 1493 y la teoría política del papado medieval. Estudio de la supremacía papalsobre las islas, 1091-1493 (México, 1949); ID., «The Middle Ages in the Conquest of America»: Speculum 26 (1951); ID., «The Alexandrine Bulls of 1493: Pseudo-Asiatic Documents», en First Images of America. The Impact ofthe New World in the Oíd, ed. by F. Chiappelli, 1 (Los Angeles, 1976), 201-9; V. D. SIERRA, «Nueva hipótesis sobre la

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CAPÍTULO 4

LA SANTA SEDE Y LA IGLESIA AMERICANA Por PEDRO BORGES

El hecho de que la historia de la Iglesia en América necesite un apartado especial sobre las relaciones de la Santa Sede con esa misma Iglesia obedece a que el papel desempeñado en ella por el Pontificado no fue el que cabría esperar de su carácter de autoridad máxima y de director supremo de la institución. Este papel, cuyo conocimiento es imprescindible para comprender el sistema de dirección de la Iglesia americana, consistió fundamentalmente en que, por una serie de circunstancias, la Santa Sede permaneció en gran parte marginada de la dirección de la Iglesia americana, hasta el punto de que sólo intervino en aquellos asuntos en los que no podía ser sustituida por ninguna otra autoridad o en los que le solicitó su intervención la Corona española. A este planteamiento fundamental cabe añadir los infructuosos esfuerzos que tanto la Corona como el Pontificado hicieron en determinados momentos por incrementar su respectivo influjo en la Iglesia americana.

I. A)

MARGINACION DIRECTIVA DE LA SANTA SEDE

Proceso de marginación

El proceso de marginación de la Santa Sede respecto de la Iglesia americana arranca de las propias bulas ínter coetera, del 3 de mayo y 4 de mayo de 1493, por las que el papa Alejandro VI le concedió las Indias a la Corona de Castilla y trazó la línea de demarcación de las mismas. Ambos documentos les imponen a los reyes castellanos la obligación de enviar al Nuevo Mundo «varones probos y temerosos de Dios, instruidos y experimentados, para adoctrinar a los indígenas y habitantes dichos en la fe católica e imponerlos en las buenas costumbres, poniendo la debida diligencia en todo lo antedicho». Esta cláusula, que reviste la forma de precepto gravemente vinculante, entraña al mismo tiempo la concesión a los reyes de una facultad que en principio no les competía. En adelante, la Corona no sólo no renunció nunca a esta facultad de poder enviar misioneros a América, sino que la ejerció siempre bajo la doble forma de fomentar el viaje al Nuevo Mundo de

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los evangelizadores que consideraba necesarios y poseían la licencia del respectivo superior y la de negar el paso a los que no consideraba convenientes. La Santa Sede, por su parte, no sólo no revocó tampoco nunca esta facultad regia, sino que en determinados momentos, como en 1522, 1544 y 1554, exigió que los futuros misioneros contasen con la licencia de la Corona además de con la del propio superior para dirigirse a ultramar, mientras que en 1532 incluso autorizó al emperador Carlos V a enviar al Nuevo Mundo, aunque por esta sola vez, a 120 franciscanos, 70 dominicos y 10 Jerónimos sin necesitar para ello la licencia de sus superiores. A esta automarginación pontificia respecto del envío de misioneros la propia Santa Sede añadió en el mismo año de 1493, mediante la bula Piis fidelium, del 25 de junio, la concesión al benedictino fray Bernardo Boil o Buil, jefe de la primera expedición misionera que se dirigió a América, de una serie de facultades que en la práctica lo convirtieron en vicario pontificio para el Nuevo Mundo. La concesión no entrañó ulteriores consecuencias porque Alejandro VI, obrando con clarividencia, no accedió al deseo de los Reyes Católicos de que esas facultades recayesen automáticamente en la persona que ellos designaran, sino que las restringió a fray Bernardo Boil, quien renunció implícitamente a ellas al regresar a España a finales de 1494. La marginación definitiva de la Santa Sede sobrevendría, desde comienzos del mismo siglo XVI, como consecuencia de una serie de concesiones hechas por el Pontificado a la Corona española y de otra serie de facultades que los reyes castellanos se arrogaron por su cuenta, todo lo cual abocó en los sistemas denominados del Patronato Real, del Vicariato Regio y del Regalismo Borbónico (véanse los ce. 5 y 6). Entre las facultades que la Corona se arrogó en este punto cabe destacar la del pase regio, establecido en 1538 y consistente en que no se pudiera ejecutar en América ninguna bula ni breve pontificio que no hubieran sido examinados y aprobados previamente por el Consejo de Indias (Recopilación de leyes de los Reinos de las Indias, libro 1, título 9, ley 2). Esta prohibición, renovada y especificada en diversas ocasiones posteriores y que estuvo vigente hasta la independencia, se completó en el mismo año de 1538 con la disposición de que el embajador de España en Roma no impetrara de la Santa Sede documento pontificio ninguno cuya gestión no le fuera encomendada por el mismo Consejo de Indias (Recopilación, ley 9). Fuera del ordenamiento jurídico institucionalizado, uno de los síntomas más claros de esta política oficial de marginación de la Santa Sede lo representa la conducta de Carlos V con motivo de la celebración del concilio de Trento (1545-1563). Convocada la reunión, el obispo de Santo Domingo y presidente de la Audiencia de Nueva España, Sebastián Ramírez de Fuenleal, junto con los obispos de México, Juan de Zumárraga; de Tlaxcala, Julián Garcés; y de Oaxaca, Juan de Zarate, reunidos en asamblea en la capital novohispana, le expusieron al emperador en 1537 su deseo y su deber de asistir al concilio. Llegaron incluso a destacar a España representantes suyos con esa misión. La respuesta del Emperador fue que no era necesaria esa asistencia

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porque él se preocuparía de hacer llegar al conocimiento de los Padres conciliares los problemas de la naciente Iglesia novohispana. Fuera de Pío V desde 1568 y de la Congregación de Propaganda Fide a raíz de su fundación en 1622, a cuyas posturas se aludirá más adelante, la Santa Sede ofreció pocas muestras de discordancia con esta marginación practicada por la Corona española, consciente tal vez de su impotencia, si ya no de los inconvenientes que su oposición entrañaría. Entre estas pocas muestras figuran su deseo de estar representada en Indias por algún delegado pontificio, su oposición al proyecto de Patriarca indiano concebido por la Corona española y sus reticencias ante la especie de código del derecho público de la Iglesia en América representado por el Libro de la Gobernación Espiritual de las Indias o Código Ovandino, de 1571, que la propia Corona no se atrevió a promulgar por la más que previsible oposición de la Santa Sede. De este código solamente se promulgaría en 1574 la parte correspondiente al Real Patronato, la cual no dejó de originar varias protestas en la propia Iglesia americana, entre ellas la ya algún tanto tardía de Santo Toribio de Mogrovejo, arzobispo de Lima. B)

Intervención pontificia en América

Tres datos concretos, uno perteneciente a 1538, el segundo a 1571 y el tercero a finales del siglo xvi, son especialmente reveladores de la situación en que terminó encontrándose la Santa Sede respecto de la Iglesia americana. En 1538, el papa Paulo III tuvo que anular cierto breve anterior porque, según le había comunicado el emperador Carlos V, el documento había perturbado el estado próspero y el buen gobierno de las Indias. En 1571 se nos dice que Pío V se encontraba angustiado ante el dilema de considerarse obligado en conciencia a intervenir en América para reformar determinadas deficiencias, pero que al mismo tiempo temía disgustar a Felipe II si lo hacía. Hacia 1590, Gregorio XIV se muestra entusiasmado en dos ocasiones distintas ante el ejercicio que los reyes españoles hacían de sus derechos y ante el esfuerzo que, basados en esas facultades, realizaban para la propagación de la fe. Otra serie de hechos confirman lo que estos tres datos no hacen más que reflejar: que Roma poseía un mayor o menor conocimiento de lo que acontecía en América; que cuando intervino lo hizo sin tratar de alterar radicalmente la situación, si ya no es que, como Gregorio XIV, la aceptó incluso con entusiasmo, y que cuando intentó modificar por propia cuenta algún aspecto de esa situación se encontró con una grave dificultad para hacerlo debido a la oposición de los reyes españoles, como se verá más adelante. La Santa Sede dispuso de cuatro canales oficiales para saber lo que acontecía en ultramar, consistentes en la embajada de España en el Vaticano (de la que algún tiempo formó parte un agente especial para los asuntos de Indias), en su Nunciatura en Madrid, en las visitas ad limina, es decir, a la

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Santa Sede, de los obispos americanos, y en los informes de las Ordenes religiosas. Los informes de la embajada estuvieron necesariamente mediatizados por la Corona. Al nuncio de la Santa Sede en Madrid solían acudir, en cuanto les fuera posible, los eclesiásticos americanos que estaban descontentos de la situación indiana, pero la Corona siguió la táctica de mantenerlo lo más alejado posible de los asuntos americanos, conducta que renovó expresamente en fechas tan tardías como 1755 y 1788. La visita de los obispos americanos a la Santa Sede fue ordenada por el papa Sixto V en 1585 y programada para cada cinco años, posteriormente ampliados a diez. Pero quedó privada en gran parte de su valor desde el momento en el que la Corona preceptuó que no la realizaran los obispos personalmente, sino sus representantes o procuradores y que el informe sobre el estado de la respectiva diócesis no se remitiese directamente al Papa, sino al Consejo de Indias, el cual pondría en conocimiento del embajador lo que juzgara conveniente para que éste lo hiciera llegar al Papa. Los informes oficiales de las Ordenes religiosas también estuvieron sometidos al filtro del Consejo de Indias y en el caso de la franciscana, además, al del Comisario General residente en Madrid. Sin embargo, en este punto ya fue más difícil la mediatización del Consejo de Indias, porque los Procuradores que la Compañía de Jesús destacaba a Roma tras la celebración de sus Congregaciones Provinciales americanas o los delegados que las restantes Ordenes enviaban a sus respectivos Capítulos Generales, que se solían celebrar en la Ciudad Eterna, podían informar al Papa sobre lo que sucedía en ultramar a través de sus superiores generales si ya no es que lo hacían ellos mismos personalmente. Así pues, exceptuado el caso de estos últimos, la Santa Sede apenas podía recibir de América otra información oficial que la mediatizada por el Consejo de Indias. Extraoficialmente, la situación se planteó en otros términos desde el momento en que la Corona castellana nunca pudo impedir totalmente la filtración de noticias americanas al Pontificado. Sendos instrumentos de información lo constituyeron la publicación de obras referentes a América, la recepción de cartas y memoriales enviados desde ultramar sin pasar por el Consejo de Indias y hasta los informes confidenciales de eclesiásticos, sobre todo religiosos, que viajaban hasta la Ciudad Eterna, a veces incluso de una manera más o menos clandestina. Para comprender estos viajes hay que tener en cuenta que la Santa Sede siempre constituyó el último y supremo recurso de los eclesiásticos americanos, sobre todo de los que por algún motivo estuvieran descontentos de la situación oficial. En este sentido, Ismael Sánchez Bella ha recogido una abundante muestra de estos informes llegados a Roma entre 1567 y 1751 al margen de la estrecha vigilancia del Consejo de Indias. Según él mismo, «esta relación, no exhaustiva ni mucho menos, es una muestra de la importancia de la información llegada a Roma sobre la(,Iglesia en Indias» (Iglesia y Estado, 57-62).

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La afirmación corresponde plenamente a la verdad, pero cabe advertir que esa importante información es proporcionalmente exigua dadas la magnitud y la complejidad del Nuevo Mundo. Por lo que se refiere al aspecto concreto de la intervención pontificia, de ella se deduce que la marginación de la Santa Sede no debe entenderse en sentido absoluto, como si se encontrara totalmente desligada del mundo americano, sino en el de que no pudo o no quiso intervenir directamente en la dirección de aquella Iglesia, dejándola en manos de la Corona castellana, y en el de que su intervención activa y directa en esos asuntos solamente tuvo lugar en ocasiones y por motivos muy concretos. 1. Intervención pontificia mediatizada. Para conocer hasta qué punto y en qué asuntos intervino la Santa Sede en la Iglesia americana nada mejor que el análisis de los documentos pontificios promulgados al respecto. A falta de un bulario pontificio que recoja exhaustivamente esos documentos, el mejor instrumento de estudio lo constituye de momento el elaborado en forma de Compendio por Baltasar de Tobar en 1694, el cual ofrece la ventaja de haber sido confeccionado para facilitar precisamente las tareas gubernativas del Consejo de Indias y la de haber constituido una colección documental utilizada por ese organismo. De los 502 documentos pontificios que se extractan en este Compendio, promulgados entre 1493 y 1644, de los que 449 se refieren a América y 53 a Filipinas y Extremo Oriente, 203 versan sobre los privilegios de los religiosos (77) y sobre cuestiones internas de las Ordenes (126), como creación de Provincias, especificación de las facultades de los superiores o cuestión de la alternativa; 81 sobre la erección de iglesias catedrales o modificación de los límites de las diócesis; 51 sobre nombramientos de obispos; 38 sobre concesión de indulgencias; 16 sobre estudios y universidades; 10 sobre concesiones pontificias a los reyes españoles; 9 sobre los indios, referentes a su esclavitud, bautismo, impedimentos matrimoniales, días de ayuno o abstinencia, cumplimiento pascual y absolución de casos reservados; 8 sobre concilios y sínodos; 7 sobre los diezmos; 3 sobre hospitales, y 72 sobre asuntos varios, como causas criminales de los clérigos, cruzada, Inquisición, días de ayuno, precepto pascual o Inmaculada Concepción. De estos 502 documentos, 313 abordan asuntos relacionados con la potestad de Orden del Sumo Pontífice: erección de iglesias catedrales, facultades espirituales de los obispos, privilegios de tipo espiritual de los religiosos, concesión de indulgencias, prescripciones sobre los días festivos, de ayuno y abstinencia o de cumplimiento pascual, composición de bienes mal adquiridos, absolución de eclesiásticos, regulación de estos últimos en causas criminales, dispensas de impedimentos matrimoniales para los indígenas, normas sobre la administración de sacramentos, disposiciones sobre casos reservados, declaraciones sobre la entonces pía creencia en la Inmaculada Concepción y facultades de los superiores religiosos. Las restantes 47 disposiciones pontificias no atañen a la potestad de Orden, pero exigían la intervención del Papa precisamente para que pudieran ser tales, como los privilegios concedidos a los reyes, la fundación de hospitales, la validez académica

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de los estudios o la ratificación pontificia de los estatutos de las Ordenes religiosas. Así pues, solamente queda el 28,2 por 100 de disposiciones pontificias (un total de 142) que versan sobre asuntos de índole jurisdiccional, en su mayoría referentes a cuestiones internas de las Ordenes religiosas y sólo una pequeña parte a la celebración de concilios y sínodos, aranceles o asuntos de régimen eclesiástico. Añadiendo a estos documentos los referentes al nombramiento de los obispos, omitidos por Tobar, la primera conclusión que se deduce es que la intervención de la Santa Sede en América se produjo sobre todo para solucionar asuntos que entraban dentro de su irrenunciable e insustituible potestad de Orden y, por lo mismo, de tipo puramente espiritual, inalcanzables para la Corona. La segunda conclusión es que, como afirman muchos de esos mismos documentos o sabemos por otras fuentes, su promulgación no obedeció la mayoría de las veces a iniciativa personal del Papa de turno, sino a petición de la propia Corona española, fundándose en sus derechos o presionando para la defensa de sus intereses. La tercera conclusión consiste en que las relativamente pocas veces que intervino en asuntos ajenos a su potestad de Orden se restringió a temas que también la Corona consideraba de jurisdicción propia y en los cuales solicitó la intervención pontificia únicamente para reforzar o ratificar sus propios deseos o prescripciones. Si se tiene en cuenta la ya aludida práctica del placet regio o visto bueno de la Corona para todos los documentos relativos a América, pero ajenos a ella, es fácil de imaginar las pocas posibilidades que le quedaban a la Santa Sede para poner en práctica en el Nuevo Mundo iniciativas propias o no conformes con las directrices oficiales. 2. Intervención pontificia directa. Fuera de los casos ya aludidos o, dicho en otros términos, saliendo de la marginación y mediatización en que se encontraba, la intervención activa y directa de la Santa Sede en asuntos eclesiásticos indianos o relacionados de alguna manera con la Iglesia americana adquirió varias formas. a) Desde este punto de vista merece reseñarse en primer lugar la actuación del papa Paulo III al declarar mediante la bula Sublimis Deus, del 2 de junio de 1537, que los indios, al igual que los demás hombres, «no han de estar privados ni se han de privar de su libertad ni del dominio de sus cosas». Se trata de una de las pocas intervenciones pontificias que llegaron a adquirir verdadera trascendencia a pesar de haberse promulgado al margen de los círculos oficiales. La iniciativa de su promulgación partió del dominico Julián Garcés, obispo de Tlaxcala, y fue gestionada por el también dominico Bernardino de Minaya. Más directamente relacionada con el desarrollo de los asuntos americanos fue la creación en julio de 1568, por Pío V, de una comisión de cuatro cardenales que elaborasen una serie de normas destinadas a enderezar unas Indias a las que el Papa consideraba «malísimamente gobernadas». Concebida en un principio como un equipo permanente encargado de velar por «la conversión de los infieles en general, tanto orientales como occidentales», la comisión terminó restringiendo su objetivo a arbitrar los

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medios más adecuados para convertir al cristianismo a los indígenas americanos a fin de sugerírselos a la Corona española con motivo del nombramiento de Martín Enríquez de Almansa para virrey de Nueva España (16 de mayo) y de Francisco de Toledo para virrey del Perú (20 de mayo). Tras una serie de consultas con diversas personas informadas sobre las Indias, la comisión adoptó un conjunto de conclusiones que dieron lugar al envío por el Papa, a mediados de agosto, de seis Breves dirigidos a Felipe II y a otros cinco personajes de la corte en los que les invitaba a que se preocupasen por el bien de los nativos americanos. En noviembre de ese mismo año, el nuncio en Madrid entregó además a Felipe II una Instrucción en este mismo sentido. La respuesta del monarca fue que ya estaba todo debidamente encarrilado con las instrucciones entregadas a los nuevos virreyes. b) A las presiones ejercidas por la Santa Sede obedece también el hecho de que Felipe II ordenara en 1588 la visita y reforma del Consejo de Indias por don Pedro de Moya y Contreras, arzobispo de México. Con esta iniciativa, el monarca español puso término a las gestiones que la Santa Sede llevaba realizando infructuosamente desde 1566 para que se le permitiera el envío de un Nuncio a América. Lo que no está claro es si Felipe II arbitró esa medida para eludir las insistentes presiones pontificias o lo hizo personalmente convencido de que era necesario introducir reformas en la dirección de los asuntos americanos, como se le decía desde Roma. c) La creación en Roma de la Congregación de Propaganda Fide el 22 de junio de 1622, ratificada el 14 de diciembre de ése mismo año, dio lugar a toda una serie de intentos de intervención directa por parte del nuevo organismo en los asuntos indianos, de los que sólo llegaron a cristalizar algunos. La Congregación inició sus actividades integrada por 12 cardenales, cada uno de ellos encargado de una región misional. América o las Indias Occidentales se confiaron al cardenal español Gil de Albornoz, quien, junto con el secretario, Francesco Ingoli, concibió el plan inicial de establecer en Madrid un Consejo permanente para los asuntos de las Indias Occidentales y Orientales bajo la dirección de la propia Congregación. El proyecto no llegó a realizarse debido a la oposición de la Corona española. La petición por parte del propio organismo de informes sobre los diversos territorios misionales dio lugar a que de todos ellos llegaran memoriales a Roma, entre los que destacan, de entre los procedentes de ultramar, los enviados por los franciscanos Gregorio Bolívar y Diego Ibáñez, los agustinos Pedro Nieto y Agustín Zamudio y el dominico Diego Collado. A base de ellos redactó sendas memorias misionales Francesco Ingoli en 1625, 1628 y 1644, y estableció la Congregación su plan de actividades. Por lo que se refiere a América, además de estudiar el ya antiguo proyecto de una Nunciatura indiana, así como el envío de visitadores y de vicarios apostólicos, de los que se hablará en el apartado siguiente, la Congregación realizó una serie de intentos frustrados de intervenir en el Nuevo Mundo, al mismo tiempo que logró de hecho cierta influencia en él.

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Entre los primeros figuró el proyecto, acariciado en 1625, 1631 y 1632, de enviar misioneros extranjeros a América, sobre todo italianos, sin que consiguiera alterar la política seguida hasta entonces por la Corona española en este punto. El 11 de septiembre de 1626 envió una Instrucción, ignoramos a quién, en la que abogaba por la evangelización de los indios del Marañón, cuya capital, Borja, se había fundado en 1619 y la cual se convirtió desde 1638 en el punto de partida para el establecimiento de las célebres misiones jesuíticas de Mainas, del Marañón o del Amazonas. Al examinar la obra Advertencias para los confesores, publicada en 1633 por el franciscano mexicano Juan Bautista Viseu, la misma Congregación volvió a intervenir en los asuntos,americanos, aunque infructuosamente, al negar no el derecho del Patronato Real sobre la Iglesia indiana en el caso de los templos que fundaran los reyes, sino el carácter que estos últimos se atribuían de delegados o vicarios de la Santa Sede en América. Esta postura volvió a reiterarla en 1643 y 1644, fecha esta última en la que negó aún más explícitamente las facultades vicariales de los reyes españoles. La negación volvió a manifestarla de nuevo en 1684. En 1634 protestó, aunque de nuevo infructuosamente, por la real orden de que los religiosos que administraban Doctrinas o parroquias de indios quedaran en adelante sometidos a la jurisdicción de los obispos. En 1636 realizó otro intento de intervención directa en los asuntos de la Iglesia americana a la vista del memorial enviado a Roma por el agustino Pedro Nieto sobre las buenas perspectivas misionales apreciadas en California por los carmelitas descalzos. La Congregación estudió el asunto y, a sugerencia suya, el Papa ordenó al Nuncio en Madrid que le propusiera al Rey el envío a dicho territorio de misioneros agustinos y carmelitas. El Consejo de Indias, disgustado por el hecho de que los religiosos americanos acudieran directamente a Roma, le respondió al Nuncio que todos los asuntos indianos corrían a cargo de la Corona española y se desarrollaban satisfactoriamente. Finalmente, en 1669 negó el derecho de la Corona a imponer el pase regio o visto bueno del Consejo de Indias a todos los documentos procedentes de la Santa Sede para que se pudieran ejecutar en ultramar. La negación del derecho a imponer esta medida tampoco surtió efecto alguno. La intervención más directa y eficaz de la Congregación de Propaganda Fide en los asuntos americanos de las efectuadas hasta ahora tuvo lugar con motivo de la fundación de las misiones capuchinas. Como fruto de las gestiones realizadas por el capuchino Francisco de Pamplona, la Congregación decidió el 3 de agosto de 1646 confiar a la Provincia de Castilla la misión africana de Benin y la americana del Darién, de las que sólo se responsabilizó de esta última. La iniciativa de Propaganda suscitó graves recelos y la consiguiente oposición en el Consejo de Indias, vencidos los cuales Francisco de Pamplona estableció la misión a comienzos de 1647. Posteriormente, en 1648, la misma Congregación autorizó al P. Pamplona a regresar a Madrid para gestionar el envío de una segunda expedición al Darién, cuyo viaje fue aprobado por Propaganda el 20 de julio

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de 1649. Aunque abandonada en 1653, esta misión del Darién fue la única de toda América que durante su existencia dependió directamente de la Congregación, sin que por ello se independizase totalmente de la Corona española. El mismo Francisco de Pamplona obtuvo de Propaganda, el 20 y 29 de julio de 1649, la concesión a los capuchinos de la isla de Granada. Abandonada ésta debido a la ocupación francesa, la Congregación lo autorizó a fundar la ciudad venezolana de Concepción como base para una misión en la región de Nueva Barcelona o Píritu. Esta última no llegó a establecerse debido a la prohibición regia de 1651, motivada por la intervención de Propaganda. El P. Pamplona intentó anular esa prohibición recurriendo de nuevo a la institución romana, pero ahora ya sin efecto porque falleció el 31 de agosto de ese mismo año. Establecida la misión de Cumaná en 1657, los capuchinos siguieron relacionándose con la Congregación en el sentido de que ésta intervino durante algún tiempo en el nombramiento de los prefectos de la misión y en el de que éstos la informaban de sus vicisitudes, por lo menos hasta 1668. Posiblemente obedeciera también a iniciativa de Propaganda el memorial sobre la esclavitud de indios en Chile que a finales de 1674 entregó el nuncio al monarca español y que éste remitió al Consejo de Indias para que lo estudiara y le informara de lo que acontecía. Un nuevo caso de intervención de Propaganda en los asuntos indianos lo representan la autorización y los privilegios concedidos al franciscano Antonio Llinás para la fundación, en 1683, del Colegio de Misiones de Propaganda Fide de Querétaro (México). En 1685, la Corona concebiría sospechas sobre esta intervención, pero esto no fue óbice, debido a las gestiones del también franciscano Francisco Díaz de San Buenaventura, para que el organismo pontificio autorizara posteriormente la fundación de otros 16 Colegios de esta misma índole, resolviera las dudas sobre sus estatutos, les concediera determinados privilegios y recibiera de ellos detallados informes misionales. Estas relaciones entre los Colegios franciscanos de Misiones y la Congregación de Propaganda, que no excluían la actuación del Consejo de Indias, representan la intervención más duradera y permanente del instituto pontificio en la Iglesia americana, aunque sólo fuera sobre puntos que la Corona toleraba benévolamente. d) Como colofón de esta serie de intentos de intervenir en América por parte de Propaganda cabe citar su nombramiento para Prefecto de Guatemala del canónigo Juan Bautista Goggi, el cual resultó infructuoso debido a la oposición del Consejo de Indias.

II.

EL PROBLEMA DEL REPRESENTANTE PONTIFICIO EN INDIAS

Las ya aludidas delegación pontificia otorgada en 1493 a Fr. Bernardo Boil y la comisión cardenalicia instituida por Pío V en 1568 no son más que sendos reflejos de la persuasión de que la Iglesia americana necesitaba una

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autoridad eclesiástica que", en nombre de la Santa Sede, se preocupara sobre el terreno de los asuntos espirituales del Nuevo Mundo. La percepción de esta necesidad fue general, sólo que la Santa Sede trató de solucionarla a base de proyectos que intensificaran su presencia en América con mengua de la oficial, mientras que la Corona española excogitó un sistema que marginara aún más al Pontificado. El resultado fue que, ante este insalvable conflicto de intereses, el problema nunca llegó a solucionarse porque ese anhelado representante pontificio en Indias nunca llegó a existir. A)

Necesidad de una autoridad pontificia e n Indias

La persuasión de la Corona española y de la Santa Sede de que América necesitaba la presencia en ella de un representante pontificio la reflejarán los intentos realizados por ambas para el establecimiento de esa institución. En el campo extraoficial, y sin intentar agotar todos los testimonios al respecto, cabe destacar que esa necesidad la consignaron personajes tan diversos entre sí, por su profesión y por el lugar y momento en los que la hicieron constar, como los franciscanos de la Española en 1500, un dominico de esa misma isla en el segundo decenio del siglo XVI, Hernán Cortés en 1524, el franciscano Martín de Valencia en México ese mismo año, un anónimo mexicano en 1526, el franciscano Juan de Zumárraga en 1537, este mismo obispo mexicano junto con sus colegas de Nueva España también en 1537, el provisor de Lima Luis Morales en 1541, los dominicos Bartolomé de las Casas y Antonio de Valdivielso en Nicaragua en 1545, dos caciques colombianos en 1553, el seglar Pedro Gallo en México en 1569, el franciscano Diego Salado de Estremera en México en 1570, el arzobispo de Lima en 1613 y el agustino Pedro Nieto en 1636. A este representante pontificio por el que abogan lo designan unas veces con el nombre de nuncio, otras con el de delegado y unas terceras con el de legado a látere, delegado natural, legado nato, patriarca, juez o subdelegado, pero todos coinciden en reconocer la necesidad de que en el Nuevo Mundo hubiera una autoridad suprema con especiales facultades pontificias para solucionar los problemas que allí se planteaban. La razón que esgrimen para ello consiste en que la lejanía de Roma impedía la pronta solución de esos mismos problemas. Este mismo hecho lo reconocería el propio Felipe II en 1572 al afirmar que «si se hubiese de recurrir a Roma se dejarían de proveer o si se proveyesen vienen a tiempo que ya son partidas las flotas y navios y cuando llegan en otras ya son mudadas las cosas». B)

Proyectos pontificios de solución

El primero en percibir y tratar de solucionar esta necesidad fue el papa Alejandro VI; pero, tan pronto como en 1493 les propuso a los Reyes Católicos el envío de nuncios a las Antillas, los Reyes se opusieron al proyecto y lograron transformarlo en la especie de delegación pontificia concedida ese mismo año a Fr. Bernardo Boil y que en 1500 la desempeñaba un eclesiástico anónimo. >

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El segundo paso de la Santa Sede en este mismo sentido consistió en otorgar el carácter de legados suyos a los franciscanos Juan Glapion y Francisco de los Angeles Quiñones cuando en 1523 se disponían a viajar a Nueva España. Carlos V no estuvo de acuerdo con esta delegación, la cual tampoco surtió efecto porque los religiosos no llegaron a emprender el viaje. Aunque parezca extraño, porque no se conjuga bien con la tendencia monopolizadora de la Corona española, la Reina gobernadora de España se dirigió el 9 de octubre de 1549 al embajador español en Roma para comunicarle que había pedido al Papa que nombrara al arzobispo de México legado a látere de Su Santidad «con plenísimo poder apostólico para proveer muchas cosas que se ofrecen y declarar dudas que cada día ocurren y remediar otras que sólo Su Santidad o su Legado a látere pueden hacer» (E. LlSSON CHAVES, La Iglesia de España en el Perú, I, n.° 4, 161). Accediendo seguramente a esta petición oficial, el papa Paulo III designó en 1550 legado a látere de la Santa Sede a dicho arzobispo, sin que nos consten de momento más detalles sobre este hecho más bien insólito dentro de las relaciones entre la Santa Sede y la Corona española. Pío V pensó de nuevo en el problema al concebir en 1568 la idea de enviar a América a alguien que recogiera información veraz y completa sobre lo que sucedía en el Nuevo Mundo, proyecto que sustituyó poco después por el de destacar a él un nuncio pontificio. Este segundo proyecto desagradó a Felipe II, por lo que el Papa desistió de la idea y centró su atención en la ya aludida comisión cardenalicia creada ese mismo año. La ineficacia de los acuerdos adoptados por esta comisión le hizo recordar al Papa, en octubre de 1571, el proyecto de Nunciatura, al menos en el Perú, bien por creerlo más factible en esta región debido a la presencia del virrey don Francisco de Toledo o bien por considerar a ese territorio más necesitado que los demás de un representante pontificio, pero su muerte en 1572 le impidió seguir gestionando la idea. Con el ascenso al solio pontificio de Gregorio XIII, este proyecto de Nunciatura indiana adquiriría el carácter de un auténtico y prolongado forcejeo diplomático entre la Santa Sede y la Corona española, si bien el renovador del mismo fue el nuncio en Madrid, quien le propuso el proyecto al cardenal secretario de Estado en enero de 1579. Aceptada la propuesta por Roma, el nuncio lo gestionó primero de una manera extraoficial, hasta que en mayo se decidió a exponérselo a Felipe II. La ausencia de respuesta por parte de este último a lo largo de 1579, 1580 y 1581 aconsejó en marzo de 1582 cambiar de táctica y sustituir el proyecto del nuncio por el de destacar visitadores, a lo que en 1584 se añadió que estos visitadores fueran españoles. Gregorio XIII murió en abril de 1585 sin haber obtenido respuesta de Felipe II, aunque parece que éste estuvo a punto de adoptar una decisión al respecto a finales de 1582, puesto que el virrey del Perú le decía en carta del 15 de febrero de 1583 que «el Patriarca o Legado nato que se había de proveer en estas Provincias hasta ahora no ha venido recaudo para esto» (LISSON CHAVES, Ibíd., IV, 377). Con Sixto V, sucesor de Gregorio XIII desde el 24 de abril de 1585, se

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La aparición de una doctrina que justifícase tal situación fáctica no podía hacerse esperar. Confundiendo -era casi inevitable que así sucedieralo que Cristo ha dado a Pedro con lo que Pedro ha recibido de la historia, se buscó el modo de apoyar doctrinalmente la realidad efectivamente vivida; la teocracia vino a constituir así la tesis teológica y jurídica que trató de fundamentar en la voluntad divina el poder universal del Papa también en lo temporal. Y, pensemos lo que pensemos de la debilidad de sus argumentos -la teocracia hace siglos que aparece totalmente abandonada-, su efectiva aceptación durante el Medievo la convierte en un factor indeclinable para la comprensión de aquellos momentos históricos. Por otra parte, y presupuestos los datos de los que partía, el edificio doctrinal teocrático poseía una lógica interna. Su base es la convicción de que todos los hombres están llamados por Dios a la salvación, y la tarea de gobernarles ha de ser también tarea de facilitarles los medios y el camino de alcanzar aquélla. En consecuencia, y siendo Dios también el origen de todo poder - n o hay potestad que no provenga de Dios-, hay que concluir que solamente son legítimos los gobiernos temporales que cumplen la antedicha finalidad. Ello conlleva la exigencia de que todo príncipe legítimo ha de ser cristiano, puesto que los gobernantes infieles ni dirigirán a sus pueblos según la Ley divina ni les han de ayudar a obtener la salvación. En consecuencia, los príncipes infieles, no habiendo recibido de Dios su poder, no lo poseen legítimamente; y los príncipes cristianos que lo ejerzan para condenación y no para salvación de sus subditos, que no respeten en su acción de gobierno la Ley divina, pierden por ello el derecho que de modo legítimo adquirieron. De ello se deducen dos facultades para el Papa, Vicario de Dios en la tierra y que en su nombre posee la potestad de asegurar los medios para que todos los hombres puedan salvarse: la facultad de privar de su soberanía a los gobernantes cristianos que la ejercieren para el mal y no para el bien y la de conceder al príncipe cristiano que considere más adecuado para ello el derecho de conquistar cada tierra de infieles, con el deber inherente de cristianizarlas y procurar así la salvación eterna a sus habitantes. Los Papas ejercieron largamente ambos poderes a lo largo del Medievo, las más de las veces a solicitud de los propios pueblos sometidos a un monarca cristiano prevaricador y de los mismos príncipes cristianos dispuestos a la conquista y conversión de tierras paganas, de pueblos infieles. La intensa actividad descubridora portuguesa, sobre todo durante los siglos XIV y XV, se apoyó de forma constante en esta autoridad pontificia así reconocida, y no fue otro el caso de Castilla, cuando quiso asegurar la conversión de las tierras reconquistadas a los musulmanes en la Península Ibérica y cuando se lanzó también a las empresas descubridoras ultramarinas. Pero la conversión de los pueblos infieles -condición de legitimidad de la concesión de soberanía por parte del Romano Pontífice- llevaba consigo la exigencia de un sistema de misionalización, primero, y de atención luego a los nuevos cristianos. A priori hubiese sido natural que la labor evangelizadora correspondiese a misioneros enviados por la Jerarquía eclesiástica para

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que trabajasen en las tierras incorporadas a la soberanía de monarcas cristianos. Pero tal a priori hubiese sido una posibilidad abstracta, impensable o irrealizable entonces. La obligación de evangelizar correspondía a la adquisición del dominio, del que constituía la condición y la consecuencia. Una vez que existieron en Europa reinos cristianos constituidos y desarrollados más allá de los primitivos reinos altomedievales, el Pontificado, que había llevado la iniciativa del envío de misioneros a las tierras bárbaras o no romanizadas, cede esa tarea en manos del poder político, y surgen las instituciones que hacen posible el ejercicio de tal tarea por parte de los señores temporales. Una de esas instituciones, posiblemente la de mayor trascendencia histórica, fue el Derecho de Patronaato. En esencia, consiste en la presentación por parte del poder político de las personas que han de ser investidas de los cargos eclesiásticos -fundamentalmente se refiere a la estructura jerárquica de las diócesis: obispos, canónigos, párrocos-. Aunque se ha observado por la doctrina que no necesariamente han de confundirse presentación y patronato, ya que puede darse derecho de presentación sin derecho de patronato, y viceversa, lo cierto es que, después de los siglos de evolución de la figura, el Patronato se configura fundamentalmente como un derecho de presentación para cubrir cargos eclesiásticos; la presentación -es decir, la selección de candidatos- toca al poder político investido del derecho patronal, y la potestad pontificia se reserva el nombramiento. Es a lo que alude Felipe II cuando en la Ley 1, Título VI del Libro I de la Nueva Recopilación de 1565 afirma: «Por derecho y antigua costumbre y justos títulos y concesiones apostólicas, somos patronos de todas las iglesias catedrales destos reinos, y nos pertenece la presentación de los arzobispados y obispados y prelacias y abadías consistoriales...» B)

El Patronato en la Edad Media

En la Edad Media se había hecho frecuente el recurso al Patronato como forma de implicar al poder político en la empresa de expansión del cristianismo. El Derecho de Patronato no se concedía sin contraprestaciones: por lo común, se pedía a los príncipes el esfuerzo económico preciso para establecer la Iglesia en los nuevos territorios infieles que se habían de evangelizar. Surgen así los dos conceptos patronales de parte del Estado que suponen la prestación que éste hace a cambio del derecho de presentación que la Iglesia le reconoce: tales dos conceptos son la fundación y la dotación. El poder político, en los lugares de conquista adquiridos mediante concesión pontificia de la soberanía, adquiere el deber de establecer la Iglesia y ayudarla en su obra cristianizadora. A tal efecto, recaerá sobre las autoridades civiles la obligación de fundar iglesias y edificios de culto y de dotarlas adecuadamente para su mantenimiento y el de los clérigos que han de estar a su servicio; el derecho de presentación significará la contrapartida a este deber impuesto a los príncipes seculares. Debe notarse que la contrapartida al esfuerzo económico de los monarcas que envían a su costa misioneros, que les edifican iglesias y que les

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conceden rentas para su mantenimiento, es la propia concesión de la soberanía, que en ejercicio de la doctrina teocrática los Papas atribuyen a los príncipes sobre las tierras de infieles con el deber paralelo y correspondiente de cristianizarlas. El Patronato aparece como un más aún, como aparecerán en su momento las concesiones a los Reyes de las rentas de diezmos. Es decir, las Coronas ciertamente hicieron posible la extensión de la fe en Europa primero, y luego en América y, en parte también, en Asia, África y Oceanía, pero se hicieron pagar triplemente: con la concesión de los títulos de dominio, con el Patronato y con los diezmos a cuya percepción renuncia la Iglesia en favor del Estado. Muchas concesiones por parte de la Iglesia al poder político; pero sin ellas no habría habido cristianización, dado que sólo los recursos económicos estatales la hicieron posible en la mayor parte de los casos. No siempre, por supuesto, van todas estas instituciones unidas. El ejercicio de la potestad teocrática acompañó fundamentalmente -es el punto que aquí nos interesa- a Portugal y Castilla en el desarrollo de sus empresas ultramarinas, jalonadas de intervenciones pontificias que donaban a los reinos citados las tierras de infieles que descubriesen y conquistasen. Correspondientemente, en toda concesión papal va inserta la obligación cristianizadora que se impone a los Reyes. Pero no necesariamente -durante los siglos descubridores, hasta el descubrimiento de América- aparecerá el Derecho de Patronato en cada uno de los casos en que una nueva concesión papal somete a la soberanía de Portugal o Castilla un nuevo territorio. C)

Precedentes inmediatos del Patronato indiano

Así, conviene referirse, por constituir precedentes inmediatos del Patronato indiano, a los casos de la conquista y cristianización de las Canarias, de la costa de África y del reino de Granada. 1) Canarias. En el caso canario, aquellas islas fueron convertidas en un principado y donadas al infante don Luis de la Cerda para su conquista y cristianización por el papa Clemente VI, mediante la bula Tuae devotionis sinceritas, de 15 de noviembre de 1344. El así creado príncipe de la Fortuna; murió sin haber emprendido siquiera la empresa de conquista del archipiélago; pero lo que nos interesa resaltar es que en esa primera intervención, pontificia, en orden a la expansión atlántica del cristianismo en relación con, España -puesto que al menos se trataba de un infante español, aunque exiliado en Francia-, aparece la concesión de soberanía y la obligación di cristianizar, pero en ningún modo el Derecho patronal. 2) Portugal. Otro tanto hay que indicar en el caso de la expansión portuguesa en el Atlántico. La muy larga labor de descubrimiento y coloni zación llevada a cabo por Portugal -cuya reconquista peninsular concluy „ en fecha temprana, permitiéndole volcarse pronto en tareas ultramarinas-, contó siempre con el respaldo pontificio. Fue, pues, una muy singular, aplicación a una gran empresa descubridora de los principios de la teocracia; sin embargo, tampoco el Derecho de Patronato intervino en la labor cristianizadora encomendada por los Papas al Portugal medieval, cuyos tres grandes documentos -las bulas Romanus Pontifex, de Nicolás V; ínter coetera

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de Calixto III, y Aeterni Regis, de Sixto IV- regulan la donación a Portugal de las tierras africanas y el consiguiente deber de evangelizarlas, e incluso establecen un sistema de dirección espiritual de la cristianización fuera de los márgenes propios del Derecho patronal. Una de estas tres bulas merece la pena que le prestemos una momentánea atención: la ínter coetera de Calixto III, del 13 de marzo de 1456. Mediante la anterior bula Romanus Pontifex, del 8 de enero de 1455, Nicolás V había declarado que desde los cabos Boj ador y Num hasta toda la Guinea y más allá hasta donde se extendiera la playa meridional africana, todo pertenecería al Rey de Portugal y sus sucesores. En tales regiones, los monarcas portugueses tendrían derecho de conquista y comercio, y asimismo de fundar iglesias y enviar clérigos. Estamos, pues, ante una clásica concesión de soberanía y un plan evangelizador que la justifica. Pero, siendo necesario que tal plan se organice y desarrolle de forma que resulte eficaz, la subsiguiente bula ínter coetera, arriba citada, venía a conceder a la Orden de Cristo -una Orden religioso-militar cuyo Gran Maestre era el infante don Enrique el Navegante, y tras él lo fueron los Reyes portugueses- toda la jurisdicción y potestad en materia espiritual en las mismas tierras concedidas el año precedente mediante la bula Romanus Pontifex. 3) Canarias-Granada-Puerto Real. Tampoco, pues, se establece para Portugal, propiamente hablando, un Derecho de Patronato como sistema de intervención del poder político en la vida de la nueva cristiandad que se pretende que surja en las tierras infieles a conquistar o conquistadas. En cambio, sí que veremos aparecer el Patronato en un tercer momento, cuando la Corona de Castilla afronta la definitiva conquista de las islas Canarias y del reino de Granada. Efectivamente, la bula Orthodoxae Fidei, del papa Inocencio VIII, dada el 13 de diciembre de 1486, concedió a los Reyes Católicos el Patronato sobre todas las iglesias de Granada, las Canarias y Puerto Real, es decir, el derecho de presentación -como de forma expresa señala la bula- sobre las iglesias catedrales, monasterios, prioratos conventuales; un derecho de presentar a las personas idóneas ante la Sede Apostólica, a la que toca el nombramiento. Tardará aún siglos la concesión a los Reyes de España del Patronato universal sobre todos sus reinos, lo que no ocurrirá sino por obra del Concordato de 1753, estipulado entre Benedicto XIV y Fernando VI. Pero el Patronato universal para Granada y Canarias anticipará el deseo de los Reyes Católicos de poseer ese derecho, que será la forma establecida legalmente para instaurar la religión cristiana en dos importantes territorios infieles que la Corona de Castilla adquiere por conquista: Canarias y Granada. II.

GÉNESIS DEL PATRONATO INDIANO

Se ha dicho que «desde los primeros momentos, al presentarse la Iglesia n el suelo indiano, surgió en la mente de Fernando el Católico, maestro ya en e l arte de estructurar una sólida política religiosa, la idea de organizar la Iglesia ultramarina según el modelo de la Iglesia granadina, recientemente e

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establecida tras la conquista de aquel reducto del poder musulmán» (EGAÑA). Tal afirmación debe ser matizada, pues el sistema patronal granadino fue efectivamente modelo del aplicado en América, pero no inmediatamente, sino en fecha tardía: solamente en 1508 aparecerá el Derecho de Patronato indiano, después de una serie de intentos de organizar la naciente cristiandad americana según otros modelos. A)

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Actuaciones pre-patronales

Como es sabido, apenas tenida noticia del descubrimiento de América, va la Santa Sede a proceder a la donación de las nuevas tierras a Castilla, dentro del modelo teocrático que hasta aquí hemos dejado dibujado. Y, como ha demostrado García-Gallo, el modelo seguido a tales efectos fue el modelo portugués. Ya ha quedado indicado que Portugal recibió a lo largo del siglo XV tres bulas fundamentales, que establecen el régimen de sus conquistas africanas: por la Romanus Pontifex se le otorgó la soberanía sobre las tierras que conquistase; por la ínter coetera se concedió a la Orden de Cristo el gobierno espiritual de las tierras así donadas; por la Aeterni Regís se demarcaron las zonas de navegación y conquista entre Portugal y Castilla, dado que ésta tenía intereses en la zona a partir de su dominio sobre las Canarias. Castilla, en la primavera de 1493, obtuvo del papa Alejandro VI asimismo tres bulas, las famosas bulas alejandrinas, que han servido durante cuatro siglos para justificar y apoyar la incorporación de las Indias a la Corona castellana. Mucho se ha discutido sobre estas bulas. Lo único que a los efectos del estudio del Patronato indiano interesa resaltar aquí es cuanto sigue. Primero, que las tres bulas se corresponden en exacto paralelismo con las tres bulas portuguesas, a las que siguen muy de cerca, de modo que la bula; alejandrina ínter coetera de 3 de mayo de 1493 es una bula de donación de tierras y concesión de soberanía, la ínter coetera de 4 de mayo de 1493 lo es' de demarcación de zonas de navegación y conquista entre Portugal y Castilla y la Eximiae devotionis de 3 de mayo de 1493 lo es de privilegios en orden al gobierno espiritual de las nuevas tierras. Segundo, que las bulas ínter coetera, que conceden sobre las nuevas tierras un derecho de soberanía, lo hacen imponiendo la obligación de evangelizar, sin la cual el Papa no podría justificar su intervención donando tierras infieles a un príncipe cristiano. Tercero, que esa obligación de evangelizar impuesta a los monarcas de Castilla se contiene en las bulas ínter coetera de 1493 en forma expresa é* idéntica en ambos documentos, indicándoles a los Reyes que «deberán destinar» a la evangelización «varones probos y temerosos de Dios, doctos, peritos y expertos para instruir a los residentes y habitantes citados en la Fe católica e inculcarles buenas costumbres». Cuarto, que la bula Eximiae, como paralela de la ínter coetera portuguesa, es la suma de privilegios espirituales portugueses trasladados literalmente a Castilla. Quinto, que, a los efectos de convertir en efectivo ese deber de destinar misioneros que las bulas castellanas imponían, de nada sirve la Eximiae, pues el modelo portugués, basado en la atribución a la Orden de Cristo de una serie de facultades espirituales en tierras de conquesta, no es trasladable a Castilla, donde ni hay

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una Orden similar ni podría actuar la portuguesa. Sexto, que por ello la bula Eximiae del 3 de mayo de 1493 fue útil a los solos efectos de equiparar a Castilla con Portugal en cuanto al trato dado por la Santa Sede a ambas Coronas, pero careció de eficacia en lo que hace a servir para la organización de la Iglesia en Indias. Tanto era así que los Reyes Católicos obtuvieron una cuarta bula, la Piis fidelium, del 26 de junio del mismo año, nueva por completo y que rompe ya con los precedentes portugueses, innovando para Castilla un sistema evangelizador indiano: el de la aplicación del principio del «deberéis destinar» mediante la elección y destino por parte regia de un misionero; presentación de éste por los Reyes al Papa, y bula pontificia dirigida a tal misionero -Fr. Bernardo Boil, un fraile catalán de la Orden de los Mínimos que ya había servido en otros asuntos desde hacía años al rey don Fernando-, a él y no a los Reyes, en la que el Papa le informa de que los monarcas han «decretado destinarte a estas partes -las nuevas tierras descubiertas- para que en ellas por ti y por otros presbíteros seculares o religiosos idóneos para ello y designados por ti se predique y siembre la palabra de Dios». Y, a tales efectos, el Papa concede a Boil una relación de facultades de gobierno en sí propias de la Sede Apostólica, de manera que, aunque la palabra no se utilice expresamente, el fraile destinatario de la bula Piis se convierte en una especie de vicario papal para la puesta en marcha de la Iglesia en las Indias Occidentales. Ciertamente, el sistema de la bula Piis no es el sistema patronal. Tiene con él de común la presentación regia ante el Papa del candidato para cubrir un puesto eclesiástico, candidato que el Pontífice procede a designar para el puesto en cuestión; pero ni se trata de una provisión de beneficios eclesiásticos mediante la presentación, puesto que no se trata de proveer beneficios, sino de enviar una misión, ni la Corona asume el deber -esencial como contraprestación al Patronato- de fundar y dotar las iglesias. La misión Boil fracasó de modo absoluto. El vicario papal y el virrey Colón no se entendieron, chocaron en todos los terrenos, y aunque cupo a Boil el honor de celebrar la primera misa que se dijo en el Nuevo Continente, su labor se vio entorpecida por sus continuos enfrentamientos con el Almirante descubridor y se vio obligado a regresar a la Metrópoli en la primera ocasión en que ello fue posible. El fracaso de Boil apartó al Rey Católico de seguir el mismo sistema para en adelante. Limitarse a aplicar las bulas de 1493 significaba para la Corona poseer, sí, la facultad de seleccionar a los misioneros, pero nada más. Y una hipotética segunda bula Piis, que enviase a las Indias un nuevo vicario papal sucesor de Boil, podía conducir a resultados similares. Y ello sin tener en cuenta que la conquista había de continuar y multiplicarse, y el sistema del envío unipersonal del religioso o clérigo así seleccionado no Podía multiplicarse al infinito. B)

Concepción y gestión del Patronato

Debe de ser en ese momento cuando el Rey Católico concibe la idea y toma la decisión de recurrir en Indias al sistema patronal, ya puesto en

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marcha para Granada y las Canarias. Y no son claros los motivos por los que no obtuvo tal derecho durante el pontificado de Alejandro VI. Este Pontífice, que tan generoso se había mostrado con los reyes de Castilla en 1493, nunca les otorgó el Patronato indiano; sin embargo, ya cercano al fin de su vida, un año y medio antes de su muerte, otorgó a los Reyes Católicos el derecho de percibir los diezmos de las Iglesias de Indias. La bula Eximiae devotionis del 15 de noviembre de 1501, que contiene tal concesión, no puede pasarnos inadvertida. El Pontífice trató muy hábilmente, mediante la misma, de resolver el problema de la implantación de la Iglesia en Indias sin necesidad de recurrir a la concesión del Derecho de Patronato. Que el concurso de la Corona para fundar y desarrollar la nueva cristiandad ultramarina resultaba imprescindible, era patente a todas luces. La Santa Sede no podía por sí misma enviar misioneros a América, mantenerlos allí y construir para ellos los edificios de culto, vivienda y asistencia precisos, dotándolos además con la renta precisa para su mantenimiento. Esto podía decirse de diócesis, monasterios, parroquias, de la totalidad de la necesaria estructura de la Iglesia indiana, a comenzar por el propio viaje atlántico de los evangelizadores, imposible de todo punto fuera de los buques controlados por la Corona y costoso por encima de los recursos eclesiásticos. De modo que la intervención real a efectos de fundar y dotar resultaba, como hemos dicho, imprescindible. Y precisamente fundación y dotación son los dos conceptos patronales típicos, los que han estado presentes durante todo el Medievo a medida que el Patronato se desarrolla, y el derecho de presentación -el Patronato secular sobre los beneficios eclesiásticos- era la normal contrapartida de aquellos conceptos de fundación y dotación. Alejandro VI, en 1501, pide a los reyes que funden y doten; es decir, que hagan la fuerte inversión inicial de carácter económico, necesaria cada vez y en cada lugar, para instaurar la Iglesia en Indias y garantizar su funcionamiento. Y, en contrapartida, en lugar del Patronato, concede a los reyes los diezmos. Son éstos los tributos económicos que los fieles habían de pagar anualmente a la Iglesia para contribuir a su mantenimiento; el Papa obtiene de la Corona en cada caso una especie de crédito, y lo devuelve con intereses a lo largo de los años futuros, permitiendo a los reyes hacer suyos los diezmos que tocaría cobrar a la Iglesia. Los Reyes Católicos habían solicitado los diezmos, y la concesión de Alejandro VI responde a sus expectativas; pero para los monarcas se trataba en aquellos momentos de un derecho menor, a largo plazo -tardaría tiempo en resultar rentable-, y no susceptible de ocupar el lugar del Patronato. De modo que la adquisición de este Derecho continúa siendo un interés primordial de la Monarquía después de obtenida la donación decimal, y ya durante el pontificado del nuevo papa Julio II. Con este Pontífice preparó el rey Fernando la instauración en Indias de las primeras sedes diocesanas. La creación de diócesis y el nombramiento de obispos suponía ya la realidad de una Iglesia organizada en los territorios indianos, y a la vez daba pie al juego del Derecho patronal de haberse éste concedido, pues precisamente el punto clave y central de todo ( Patronato regio sobre un reino es la presenta-

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ción por parte de los monarcas de las personas destinadas al episcopado. Cuando Fernando el Católico solicita del Papa la erección de las primeras diócesis americanas, desea también que se le confirmen los diezmos y que se le otorgue el Patronato, sin el cual las nuevas sedes quedarían ocupadas por prelados no elegidos por él. Pero Julio II no satisfizo esta parte de las pretensiones regias. Mediante la bula Illius fulcüi prcesidio, del 15 de noviembre de 1504, el Papa erigió las tres primeras diócesis indianas: la metropolitana de Yaguata y las sufragáneas de Magua y Baynúa, las tres en la isla Española -actual Santo Domingo-, pero sin mencionar en absoluto ni el Patronato ni los diezmos; es decir, accediendo al deseo regio de que se creen las diócesis, pero sin atribuir algún tipo de derechos en ellas a la Corona. La fecha de la bulla Illius coincide con la muerte de Isabel la Católica. La Corona de Castilla fue entonces a parar a su heredera, doña Juana, casada con el archiduque de Austria don Felipe el Hermoso. Ausentes ambos cónyuges de España al morir doña Isabel, el Rey Católico ocupará interinamente la Regencia en nombre de su hija ausente. Y durante ese período en que don Fernando gobierna Castilla por doña Juana, a la espera de la llegada de ésta, el monarca rechazará la creación de las tres diócesis precisamente por venir hecha sin concesión patronal. Y enviará a su embajador en Roma, Francisco de Rojas, las instrucciones necesarias para que la cuestión se resuelva definitivamente, mediante la concesión del Derecho de Patronato y la confirmación definitiva de los diezmos. El proceso se interrumpe como consecuencia de la nueva situación política castellana. La llegada de la reina doña Juana supuso la toma del poder por su marido, el archiduque Felipe, y la práctica expulsión de don Fernando de tierras de Castilla, de modo que tuvo que retirarse a sus estados de Aragón, de donde él era el rey y donde doña Juana no sería reina mientras él viviese. La unidad española corrió así serio peligro de romperse, y la obra toda de los Reyes Católicos se había venido a tierra. Doña Juana y don Felipe no tenían aún treinta años, y poseían además un heredero, el futuro emperador Carlos, por lo que, pese a la locura de la reina, hubiesen podido reinar en Castilla largo tiempo, quedando el poder en manos del rey consorte. Don Fernando, consciente de esa realidad y que no esperaba ver -dada su edad- el final del reinado de su hija y de su yerno en Castilla, buscó un heredero varón para sus reinos aragoneses, tratando así de evitar que un día don Felipe llegase a reinar también en Aragón. Ese plan de don Fernando, nacido de su falta total de entendimiento con su yerno y de la locura de su hija, hubiese en efecto - d e salir según los deseos del monarca- supuesto la exclusión de doña Juana de la herencia aragonesa, que habría ido a parar al hijo varón de don Fernando, que éste buscó mediante su segundo matrimonio, el celebrado con doña Germana de Foix. Sin embargo, las cosas siguieron otro camino del todo diferente, pues ni doña Germana dio a don Fernando el deseado varón ni don Felipe reinó en Castilla más de pocos meses. En el mismo año en que llegaron a Castilla los nuevos monarcas en primavera, falleció en otoño don Felipe; doña Juana quedó viuda y absolutamente privada de razón, y Castilla tuvo que llamar de nuevo a don Fernando, que ocupó la regencia hasta su propia muerte, que

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coincidió prácticamente con la mayoría de edad de Carlos V y su llegada al trono de Castilla y al de Aragón, es decir, de España. Baste este breve paréntesis para ambientar el momento en que don Fernando vuelve a hacerse cargo del gobierno de Castilla, cuya reina, doña \ Juana, está impedida por la locura. Apenas tornado al viejo reino, el Rey j Católico reanuda su política atlántica, que su yerno había abandonado. Y el j papa Julio II verá llegar de nuevo al embajador del terco rey, que solicita de 1 nuevo el Derecho de Patronato para las Indias Occidentales. Ya desde 1505, al rechazar la bula Ulitis, viene don Fernando apremian-1 do al embajador en Roma para que el Patronato sea por fin concedido. En] la real cédula de Segovia de 13 de septiembre de aquel año, el rey advertía j a Rojas: «Yo mandé ver las bulas que se expidieron para la creación e ' provisión del arzobispado e obispado de la Española -se refiere a la bula: Illius fulciti- en las cuales no se nos concede el patronazgo de los dichos i arzobispado e obispados, ni de las dignidades e canonjías, raciones e benefi-! cios con cura o sin cura que en la dicha Isla Española se han de erigir.» Y} adelantaba «el rey sus pretensiones, en tono casi de exigencia», afirma Bruno I en su obra El Derecho Público de la Iglesia en Indias. «El Papa -continúa este I autor- debía concederle el patronato ("es menester", decía) sobre los arzobispos y obispos de las Indias, y esto perpetuamente a mí e a los reyes que en ] estos Reinos de Castilla e de León sucedieren.» Y en relación, en la misma ] línea, con otros beneficios eclesiásticos, insistía el monarca a su embajador:; «Es menester que en la dicha bula del patronazgo -la que el Rey quiere I conseguir- mande el Papa que no puedan ser erigidas las dichas dignidades \ e canonjías e otros beneficios sino de mi consentimiento, como patrón.» «A este privilegio -añade Bruno- debía acompañar el derecho de presentación | real en la provisión canónica de sus titulares.» Y aún era más amplia la.j solicitud real: «Es menester que Su Santidad mande que yo e la persona oj personas a quien yo se lo cometiere, faga la dicha división e apartamiento, e | el dicho arzobispado e cada uno de los dichos obispados hayan de gozar de \ ámbito e territorio que así les fuere señalado.» C)

Concesión pontificia del Patronato

Tres, pues, eran las pretensiones del rey, cuyo contenido iba más allá del; mero Derecho patronal: la presentación -justamente el contenido esencial • del Patronato-, los diezmos y el derecho de fijar los límites de las diócesis. En todas ellas se ratifica apenas regresa a Castilla después de la muerte de] Felipe el Hermoso. El 3 de julio de 1508, un nuevo embajador, Fernandoi Tello, volverá a insistir ante Julio II, y el 28 de ese mes y año otorgará el' Pontífice la bula Universalis Ecclesiae, documento capital de la historia eclesiástica indiana y española: indiana, porque en ella se concede finalmente el Derecho de Patronato, base y fundamento de toda la ordenación jurídica castellana acerca de la Iglesia en Indias; española, porque, aparte de que las Indias eran parte de la Corona de España, el Patronato indiano será mencionado como un precedente a la hora de conceder el Patronato universal sobre los reinos de España -los territorios europeos de la Corona-, lo que sucede en 1753 en el Concordato entonces firmado entre Fernando VI y

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Benedicto XIV. Hecho éste singular, porque supone que el Derecho de Indias va a servir de modelo para el de Castilla, después de siglos en que el Derecho castellano se utilizó como modelo para crear el Derecho indiano. La bula Universalis Ecclesiae concede efectivamente el Patronato, pero sin mención alguna ni de los diezmos ni de los límites diocesanos; los primeros habían sido concedidos en 1501 por Alejandro VI, pero Fernando el Católico pretendía una nueva concesión ligada al Derecho patronal; el derecho de fijar los límites de las diócesis nunca había sido reconocido a los reyes, y continuaba sin concederse después de no aparecer mencionado en la bula patronal. Consecuencia inmediata de la concesión patronal fue entonces la revocación de la anterior erección de las sedes de Yaguata, Magua y Baynúa, que no había agradado al rey. Se pensó ahora que no convenía situar en la Española las tres nuevas diócesis y que tampoco era deseable constituir con las tres una provincia eclesiástica con un metropolitano (recuérdese que Yaguata tendría ese carácter) al frente. Como resultado de estas nuevas propuestas regias, en el Consistorio del 6 al 13 de agosto de 1511 Julio II erigió las que de hecho fueron por fin las tres primeras diócesis americanas, tres obispados sujetos al metropolitano de Sevilla: Santo Domingo y Concepción, en la Española, y San Juan de Puerto Rico. Ligado al nombramiento de los tres primeros obispos - q u e lo fueron Fr. García de Padilla, don Pedro Suárez de Deza y don Alonso Manso, respectivamente para las tres diócesis indicadas- está el tema de la definitiva concesión de los diezmos. Don Fernando sabía poseerlos desde 1501, y así lo dice al embajador Rojas en su ya citada cédula de Segovia de 1505: «Ya sabéis como yo e la serenísima Reina mi mujer, que haya santa gloria, teníamos por donación apostólica todos los diezmos y primicias de las Indias e tierra firme del mar océano, al tiempo que acordamos de facer en la dicha isla Española los dichos arzobispado e obispados -se refiere a los erigidos en 1504-.» Y añade el Rey: teníamos intención «así mesmo de facer donación a los dichos arzobispo, y obispos, e iglesias, y beneficiados, de los dichos diezmos e primicias, reserbando para Nos los dichos diezmos que en estos Reinos se dicen tercias...». Es evidente que el plan de don Fernando sobre los diezmos, que finalmente pondrá en práctica después de obtenido el Patronato, venía también de antiguo. Ahora, cuando ya la bula Universalis le ha hecho Patronato de las iglesias de Indias, aún obtendrá el Rey del Pontífice una nueva bula sobre diezmos, la Eximiae devotionis, del 8 de abril de 1510, por la cual Julio II otorgaba a los reyes don Fernando y doña Juana, su hija, y a sus sucesores, el privilegio decimal a cambio de la construcción de iglesias y de su dotación. Un año más tarde, el 8 de mayo de 1512, el rey concedía a los tres primeros obispos, arriba ya citados, en la Concordia de Burgos, esos mismos diezmos que acababa de obtener del Papa. Y así los diezmos donados a la Corona, y redonados por ésta a la Iglesia, se convirtieron en una fuente de alivio para la Real Hacienda, que los utilizó para las atenciones a la propia Iglesia, cubriendo sus necesidades con los propios diezmos redonados; en un alivio segundo para el mismo erario real, que se reservó siempre una parte de los

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mismos, y en una ayuda, en fin, para la Iglesia, que tuvo en los diezmos cobrados y percibidos cada año la garantía de unos medios económicos que le resultaban imprescindibles para su acción pastoral. El otro objetivo, el derecho de fijar los límites de las diócesis, aunque asimismo deseado y solicitado por don Fernando, nunca fue concedido por la Santa Sede de modo general, pero sí que en cada caso particular pudo la Corona obtener satisfacción; el desconocimiento de la geografía americana obligó a la Santa Sede a confiar muchas veces a los reyes la determinación de tales límites, pero en todo caso se trataba de mercedes aisladas, contenidas ocasionalmente en las propias bulas que iban erigiendo las diócesis, y dependió de cada momento y del punto de vista de cada Pontífice el que tales concesiones fuesen más amplias o más restringidas, más raras o más frecuentes. III.

DEL PATRONATO AL VICARIATO INDIANO

Lo esencial del Patronato, sin embargo, no está ni en los diezmos ni en los límites diocesanos, sino en las concesiones efectivamente contenidas en la bula Universalis Ecclesiae, de 1508. A su tenor, nadie podrá, sin consentimiento real, construir o erigir iglesias, y el rey poseerá el derecho de presentación en toda clase de beneficios. De hecho, es el ejercicio habitual del Derecho de Presentación la base fundamental de la influencia del poder real en la Iglesia de Indias. Pero no se limitó a ello la interpretación y la utilización que la Corona hizo del Patronato. Sostenida por sus juristas, la Monarquía española fue paulatinamente ampliando la esfera de sus competencias en materia eclesiástica, hasta conseguir un abanico amplísimo de facultades, que figuraron en la legislación y en la doctrina como propias del rey en virtud del Patronato, pero que iban mucho más allá de los más amplios límites de interpretación del mismo, según aparece en la bula que lo concediera. Convendrá, pues, fijar la atención en dos hechos: primero, cuáles fueron esas competencias que extralimitan el Patronato y dónde quedaron fijadas y cómo quedaron establecidas, y, segundo, si los derechos así establecidos constituían o podían seguir siendo llamados Derechos de Patronato y, en caso negativo, cómo pueden ser calificados. A)

Prácticas superpatronales

Para determinar cuáles fueron las competencias que bajo el nombre de patronales llegó a ejercer la Corona, la doctrina suele fijarse en la real cédula de Felipe II dada en Madrid el 4 de julio de 1574, considerada la Cédula magna del Patronato regio. En ella, el Rey comienza asentando los títulos de dicho Patronato: título de descubrimiento, adquisición, edificación y dotación de las tierras y de los edificios eclesiásticos en ellas erigidos; en segundo término, derecho por concesión apostólica. Sobre estos dos títulos, uno de Derecho de gentes y el otro de Derecho canónico, declara el Monarca fundarse la forma jurídica del Patronato; forma imprescindible totalmente,

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e inherente no a la persona, sino a la misma Corona, y ello privativamente. Seguidamente se expone el ámbito de aplicación del Derecho patronal: 1) Provisión de todos los beneficios eclesiásticos de las Indias, incluso «cualquier oficio eclesiástico o religioso»; 2) Derecho de erección, del que no queda excluida «iglesia catedral, ni parroquial, monasterio, hospital, iglesia votiva, ni otro lugar pío ni religioso». De este cuerpo jurídico, por el principio de que quien concede el fin concede los medios necesarios para tal fin, resultaba que el rey estaba capacitado para dar el pase a los misioneros y a sus superiores, presentar al obispo los párrocos y doctrineros, y entender en su remoción, control y punición. Igualmente, caía bajo el examen regio toda la documentación eclesiástica referente a las Indias, de cualquier procedencia, bulas papales, edictos conciliares y episcopales. A estos derechos correspondía la obligación regia de sostener todo el complejo de la obra misionera indiana, con lo cual el Patronato obtenía la forma jurídica de contrato oneroso. Este carácter precisamente, según Solórzano Pereira, hace que el Patronato indiano «sea inmune de la disciplina tridentina derogatoria de los derechos patronales en general» (EGAÑA). De este texto, que refleja bien la realidad patronal, podemos deducir unas consecuencias que se derivan igualmente del análisis del concepto que del Patronato tuvo, junto a la Corona, la doctrina oficial de los siglos del dominio español en Indias: 1.a) El Patronato no procede exclusivamente de la concesión papal, sino que es propio de los reyes por haber incorporado las nuevas tierras al mundo cristiano. 2.a) Como un Patronato entendido tan ampliamente no puede ser el mucho más estrecho contenido en la bula Universalis de 1508 - q u e tiene un tenor bastante preciso-, la concesión papal se pone en relación sobre todo con las bulas alejandrinas de 1493, mucho más genéricas y que por decir menos podían entender como diciendo mucho más, es decir, que por ser muy generales podían ser entendidas muy ampliamente y hacer residir en ellas para en adelante la base del poder eclesiástico de los reyes en América. 3.a) Dado que los derechos que tocan a los reyes en virtud del patronato conllevan para los mismos reyes el deber de erigir las iglesias y dotarlas, y los monarcas han cumplido con esta obligación, ya no pueden ser privados nunca del Patronato, que así se ha hecho irreversible y escapa al propio poder papal, que ya no tiene facultad para privar de él a la Corona. 4.a) Este Patronato ya no suprimible, debido a los reyes en cuanto que éstos han cumplido con su contraprestación, no es ya el restringido patronato de la bula Universalis -la presentación de candidatos para los oficios eclesiásticos-, sino el amplísimo Patronato que arranca de la Real Cédula de 1574, y que se trasladará a las Leyes de Indias recopiladas en 1680. 5.a) Este Derecho patronal confiere a los reyes, sustancialmente: a) el derecho de presentación a todos los beneficios de Indias; b) el pase regio o control de todos los documentos eclesiásticos destinados a las Indias; c) la exigencia a los obispos de un juramento de fidelidad a la Corona; d) determinadas limitaciones a los privilegios del fuero eclesiástico; e) los recursos de

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fuerza, o apelación de los tribunales de la Iglesia a los del Estado; f) la supresión de las visitas ad limina de los obispos de Indias; g) el envío al Consejo de Indias y no a Roma de los informes episcopales sobre el estado de las diócesis; h) el control de los traslados de clérigos y religiosos a Indias; i) el control de las actividades de las órdenes religiosas, mediante informes que los superiores habían de dar periódicamente sobre las mismas; j) la intervención real en los Concilios y Sínodos; k) el gobierno de las diócesis por los presentados por el rey para las mismas, antes de que llegasen las bulas papales de nombramiento; l) la disposición regia sobre los bienes de expolios y vacantes y en general sobre los diezmos; m) los límites al derecho de asilo. Probablemente, esta relación no es exhaustiva, pero está tomada de reales cédulas dictadas a lo largo de siglos y en especial de la Recopilación, y ayuda a hacerse una idea de en qué se convirtió el Derecho de Patronato con el paso de los años, a partir del mero derecho de presentación concedido en la bula de 1508. B)

Del Patronato al Vicariato

Esta misma relación de facultades que la Corona llega a poseer y ejercitar nos obliga a plantearnos lo que anunciábamos como un segundo interrogante: ¿puede este conjunto de poderes regios seguir denominándose -y se ejercían ya en la época de Felipe II, si no todos, sí la mayor parte- Derecho de Patronato? La doctrina ha solido distinguir tres épocas en la historia del Regio Patronato indiano: la época propiamente patronal, que coincidiría con el siglo XVI; la época del Vicariato, a identificar con el siglo xvil; y la época del Regalismo, es decir, el siglo XVIII. A la exactitud de esta división y su coincidencia con los tres siglos de dominio español en Indias ayuda el hecho de que cada uno de tales siglos posee una personalidad y una historia propia: Felipe II murió en 1598 y Carlos II en 1700, con lo que el siglo xvi es exactamente el de los Austrias mayores, el xvil es el siglo de los Austrias menores, y la Casa de Borbón llega a España precisamente en el inicio del xvill. Cada siglo, una historia; cada siglo, una etapa en las formas que adopta el Patronato Regio. El período propiamente patronal va desde 1508 -concesión del Patron a t o - hasta 1574 -Real Cédula sobre el Patronato-. Con ésta quedan señaladas y establecidas unas facultades regias que sobrepasan ya el estricto ámbito del Derecho de Patronato. Pero aún no se trata de unas facultades nuevas extrañas al Patronato, sino nada más de una interpretación amplia del mismo, y Felipe II se mantuvo durante todo su reinado relativamente dentro de esos márgenes en el ejercicio de sus poderes patronales sobre las iglesias de Indias. Por tanto, bien puede aceptarse la tesis que identifica el siglo XVI con la etapa del Patronato. El Regio Vicariato indiano resulta ser la doctrina que los juristas áulicos del XVII defendieron como la propia del derecho que tocaba a los reyes en sus posesiones atlánticas. Tiene su principal representante en Juan de Solórzano Pereira, autor de una obra monumental, De Indiarum Iure (1629-1639),

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de la que él mismo publicó una versión reducida en lengua española bajo el título de Política indiana (1647). El De Indiarum Iure fue a parar al índice de Libros Prohibidos y suscitó una polémica cuya otra parte fue el fiscal general de la Cámara Apostólica, Antonio Laelio. En resumen, se trata de lo siguiente: el desarrollo de las funciones que los monarcas se autoatribuían - o que los juristas les atribuían y los reyes aceptaban y ejercían- había alcanzado tales cotas, las facultades reales eran ya tantas en cuanto a la dirección de la Iglesia indiana, que ni podían ampararse ya bajo el nombre de Derecho de Patronato ni podían suponerse concedidas en la bula patronal de 1508. Se arbitró entonces una fórmula nueva: la verdadera fuente de la concesión pontificia de facultades espirituales a los reyes no es ya la bula Universalis de Julio II, sino las mucho más genéricas bulas alejandrinas, sobre cuya inconcreción cabía basar cualquier supuesto. Y el supuesto que en ellas se basó fue el del carácter de vicario papal en Indias que el Pontífice habría concedido al rey de Castilla. Los monarcas castellanos, pues, resultaban así ser vicarios pontificios -así se afirmó- para el gobierno espiritual de las Indias, y por tanto no poseían unas facultades limitadas y tasadas, sino cuantas fuesen necesarias para dirigir a la Iglesia en Indias. De ahí la denominación de Vicariato que se da a tal doctrina. Dado que este capítulo está dedicado al estudio del Patronato, dejaremos un mayor detalle sobre la evolución que convierte al Vicariato en Regalía para el capítulo dedicado al estudio del Regalismo. Baste ahora decir que el Vicariato -evolución amplificadora del Patronato propia del siglo xvil- deja a su vez paso en el xvín a la nueva tesis de las regalías mayestáticas, en cuya virtud se pasará a afirmar que las facultades que posee el rey en Indias en materia espiritual no le vienen de una concesión pontificia -como se decía que provenía el Vicariato-, sino de la propia esencia de la soberanía. Las facultades regias eran inherentes a la Corona, a la Majestad: eran regalías o derechos reales, y la doctrina que así lo sostuvo recibe el nombre de Regalismo. Dejando para otro capítulo, pues, el estudio del Regalismo, diremos ahora sobre el Vicariato que coincide con el Patronato en que se trata de una concesión papal -real o pretendida-, y coincide con las regalías en que las facultades regias son tan amplias cuanto pueda ser preciso para el gobierno de la Iglesia indiana en todas sus facetas. Como ha expresado Leturia, los creadores originarios de la tesis vicarial no fueron los juristas de corte, sino los religiosos, y en particular los franciscanos. En efecto, las Ordenes religiosas habían sido las primeras en evangelizar América, y para facilitarles tal labor dictó Adriano VI, en 1522, la famosa bula Omnímoda, que concedía amplias facultades cuasi-episcopales a los superiores de las Ordenes. Cuando luego se fue creando la jerarquía ordinaria diocesana, los obispos juzgaron que los privilegios excepcionales otorgados por la Omnímoda a los religiosos habían dejado de tener razón de ser, y pretendieron suprimirlos, apoyados en el concilio de Trento, que trató de robustecer precisamente la autoridad episcopal. La larga lucha entre obispos y Ordenes que siguió y que dura hasta mediado el siglo XVIII, llevó

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a los religiosos a buscar una y otra vez el apoyo real en favor de sus derechos, y para fortalecer la autoridad regia en la que se amparaban construyeron la tesis vicarial, según la cual los reyes están instituidos como «delegados de la Silla Apostólica y sus Vicarios generales, constituidos por la bula alejandrina del año de 1493 y sus referentes que los elevaron y sublimaron a esta dignidad» (ALVAREZ DE ABREU). La base doctrinal la sentó el franciscano Fr. Juan Focher en su Itinerarium catholicum proficiscentium ad infideles convertendos (publicada en 1574), y la desarrollaron otra serie de autores religiosos. Solórzano la recibe y le da su definitiva formulación técnica, y la Corte defendió siempre al autor contra las protestas y condenas procedentes de Roma, donde la Santa Sede se negaba - y se negó siempre- a aceptar la afirmación de que los Papas hubiesen nunca delegado en los reyes sus facultades de gobierno para las Indias, constituyéndoles sus vicarios en ellas. Y no sólo la corte: un escritor tan insigne como el obispo Fr. Gaspar de Villarroel, que ignoraba la condenación del libro de Solórzano cuando escribió en 1656 su Gobierno eclesiástico pacífico, aceptará de plano la tesis vicarial y dará como razón para aceptarla precisamente el dato de que era defendida por Solórzano Pereira. Las palabras de Villarroel no dejan lugar a dudas sobre su pensamiento: «Aunque el patronazgo no da por su naturaleza jurisdicción en las cosas eclesiásticas, no sucede así en el patronazgo de nuestros Reyes Católicos, porque este patronazgo tiene gran suma de privilegios, en virtud de los cuales unos doctores llaman al rey vicario general, otros (y muchas veces) legado a látere, porque el papa puede, aunque no sea eclesiástico el rey, darle jurisdicción en lo civil y en lo criminal.» Otros muchos autores del mismo siglo defendieron la tesis vicarial, tales como Frasso, Salgado, etc. Son confirmadores del pensamiento de Solórzano y precedentes de la aún más avanzada tesis regalista, que se insinúa durante la segunda parte del XVII y se consolida definitivamente en el nuevo ambiente del XVIII, traído a España y a las Indias por las ideas ilustradas y la Monarquía borbónica.

NOTA

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P. RODRÍGUEZ DE CAMPOMANES, Colección de alegaciones fiscales (Madrid, 1841-1843); F. SALGADO DE SOMOZA, Tractatus de Regia Protectione (Lugduni, 1646); J. DE SOLÓR-

ZANO PEREIRA, De Indiarum lure (Lugduni, 1672); G. DE VILLARROEL, Gobierno Eclesiástico Pacífico (Madrid, 1738). Estudios modernos F. J. AYALA DELGADO, «Iglesia y Estado en las leyes de Indias»: Estudios Americanos 3 (Sevilla, 1949), 417-460; C. BRUNO, El derecho público de la Iglesia en Indias (Salamanca, 1967); F. CANTELAR RODRÍGUEZ, «Patronato y Vicariato Regio españoles en Indias», en Derecho canónico y pastoral en los descubrimientos luso-españoles y perspectivas actuales (Salamanca, 1989), 57-102, y Theologia 21 (Braga, 1986), 57-102; P. CASTAÑEDA DELGADO, La teocracia pontificia! y la conquista de América (Vitoria, 1968); ID., «Los franciscanos y el Regio Vicariato», en Actas del II Congreso Internacional sobre los franciscanos en el Nuevo Mundo (Madrid, 1988), 317-368; A. DE EGAÑA, La teoría del Regio Vicariato español en Indias (Roma, 1958); A. GARCÍA-GALLO, «Las bulas de Alejandro VI y el ordenamiento jurídico de la expansión portuguesa y castellana en África e Indias»: Anuario de Historia del Derecho Español 27-28 (Madrid, 1957-1958), 461-829; J. GARCÍA GUTIÉRREZ, Apuntes para la historia del origeny desenvolvimiento del Regio Patronato Indiano hasta 1857 (México, 1941); R. GÓMEZ HOYOS, La Iglesia de América en las leyes de Indias (Madrid, 1961); M. GÓMEZ ZAMORA, Regio Patronato español e indiano (Madrid, 1897); M. GUTIÉRREZ DE ARCE, «Regio Patronato Indiano»: Anuario de Estudios Americanos 11 (Sevilla, 1954), 107-168; A. DE LA HERA, «El Patronato indiano en la historiografía eclesiástica»: Hispania Sacra 32 (Madrid, 1980), 229-264; ID., «El Regio Patronato de Granada y las Canarias»: Anuario de Historia del Derecho Español 27-28 (Madrid, 1957-8), 1-12; ID., «El Regio Patronato español de Indias en las bulas de 1493»: Ibíd. 29 (Madrid, 1959), 317-349; ID., «El Regio Patronato español en la historiografía eclesiástica», en Studi in memoria di Mario Condorelli 1 (Milano, 1988), 481-519; ID., «La legislación del siglo XVIII sobre el Patronato indiano»: Anuario de Historia del Derecho Español 40 (Madrid, 1970), 287-311; A. DE LA HERA-R. M. MARTÍNEZ DE CODES, «La Iglesia en el ordenamiento jurídico de las

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BIBLIOGRÁFICA

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CAPÍTULO 6

EL REGALISMO INDIANO Por ALBERTO DE LA HERA

Durante los siglos XVI y XVII la Iglesia de Indias fue dirigida mediante un sistema mixto, en el que concurrían las competencias tanto de la Santa Sede como de la Monarquía española. Aquélla había concedido a ésta, al producirse el Descubrimiento, la soberanía sobre los nuevos territorios descubiertos y por descubrir; lo había hecho en virtud de las facultades que la teocracia —doctrina predominante durante el Medievo para explicar las mutuas relaciones entre el poder eclesiástico y el civil- reconocía al Sumo Pontífice como señor del orbe, al que correspondía el derecho de conceder a los príncipes cristianos las tierras de infieles a efectos de que las cristianizasen. La soberanía así adquirida, pues, entrañaba el deber de evangelizar, que recaía, en consecuencia, sobre los nuevos soberanos establecidos por el Papa sobre los pueblos paganos. De faltar aquéllos a esta obligación, la base de la concesión de soberanía dejaría de estar presente y la concesión misma quedaría invalidada. Pero, en contrapartida, si la cristianización se llevaba a cabo por los príncipes, al haber quedado cumplida su parte en el pacto con la Santa Sede, la soberanía otorgada por ésta se transformaba en irrevocable, transmitiéndose a los sucesores de los primeros príncipes de manera perpetua. De hecho, este sistema condujo al gobierno de la Iglesia indiana -dado que en las Indias españolas se produjeron todos los acontecimientos que conducían a una tal situación- por parte del poder político. Sobre la base de la concesión efectuada a los Reyes Católicos por Alejandro VI en 1493, los monarcas castellanos acometieron la empresa evangelizadora. Y una vez acometida obtuvo don Fernando del papa Julio II, en 1507, el Derecho de Patronato sobre todas las iglesias de Indias. Tal privilegio reafirmaba el deber de cristianizar de los reyes, convirtiendo defacto a España en lo que se ha llamado un Estado misionero; la conciencia de encontrarse ante un deber ineludible, impuesto a España como requisito y fundamento de su propio dominio sobre América, se convierte en la Monarquía hispana en una auténtica concepción religiosa de su obra política, «y es precisamente esa conciencia religiosa la que, al fusionarse con la vocación imperial, va a posibilitar la formulación de una nueva concepción teológico-religiosa del Estado, plasmada en la idea del Estado-misión» (DE LA HERA-MARTÍNEZ DE CODES).

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El Estado cargó así con la total responsabilidad, pero también con la total competencia, sobre la dirección de la labor evangelizadora y, una vez nacida allí y establecida definitivamente la Iglesia, sobre esta misma. El Derecho patronal solamente autorizaba a la Corona a proponer al Papa las personas que habían de ser investidas de los cargos eclesiásticos; no es todo, pero es mucho, puesto que ninguna dignidad ni ningún oficio, desde el arzobispado de Lima a la última parroquia, se confirió nunca a otro candidato que al propuesto por la autoridad civil. E incluso sobre los superiores de las Ordenes religiosas, aun no produciéndose su nombramiento a propuesta del monarca, existió en virtud del propio Patronato un estrecho control, intensificado a partir de la real cédula de Felipe II de 1574 y del intento por este rey de creación del cargo de comisario de Indias, que solamente llegó a existir en la Orden franciscana. I.

PATRONATO-VICARIATO-REGALIAS

El Derecho de Patronato fue entendido progresivamente de manera cada vez más favorable a la Corona. Algunas instituciones en especial intensificaron de manera muy notable la competencia civil sobre la vida eclesiástica indiana: a) el hecho de que los obispos hubiesen de prestar, al tomar posesión de sus cargos, un juramento de fidelidad a la Santa Sede quedaba muy condicionado por la cláusula que se añadía al mismo, en cuya virtud los obispos juraban tal fidelidad sin perjuicio de la debida al rey; b) la obligación de los obispos de enviar periódicamente un informe a la Santa Sede sobre el estado de sus diócesis la cumplían enviando dicho informe al Consej o de Indias, que no la hacía luego seguir hasta Roma; c) los obispos indianos no efectuaban, bajo el pretexto de la distancia y consiguiente duración del viaje, la visita ad limina, y aunque tal medida tomada por la Corona pareció ciertamente justificada por la razón antedicha, no hay duda de que limitaba de modo excepcional el conocimiento e intervención de la Santa Sede sobre la Iglesia indiana; d) los documentos papales atinentes a las Indias habían de pasar por el control del Consejo, sin cuyo pase no se tramitaban ni surtían efectos en América; e) los obispos y demás autoridades de la Iglesia americana, en medio de este ambiente y a tenor de estas normas - q u e sustancialmente la Santa Sede toleró sin proponer otras ni protestar las existentes-, vivieron siempre en la convicción de que obedeciendo al rey cumplían con su deber y su conciencia. Es decir, consideraban a la Corona como la que reunía de hecho la efectiva competencia para el gobierno de la Iglesia indiana. Todo ello nos conduce, efectivamente, a la conclusión de que el poder de la Santa Sede sobre la Iglesia en América fue genérico, mientras recayó específicamente sobre la Corona. La única verdadera intervención -nunca dejada en otras manos- de la Santa Sede fue el nombramiento de los obispos y la creación de las diócesis. La evangelización fue llevada a cabo por los misioneros, y el gobierno de la Iglesia ya establecida por las autoridades eclesiásticas, bajo el control y dirección inmediata del poder civil. Lo cual convirtió de hecho a los reyes en delegados de la Santa Sede

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para el gobierno eclesiástico de las Indias, es decir, en vicarios del Sumo Pontífice. Es la tesis vicarial, nacida en América por obra de algunos frailes interesados en la protección real para sus privilegios y desarrollada luego por los juristas áulicos del siglo xvil, en particular por Juan de Solórzano. La aceptaron los sucesivos cultivadores del Derecho eclesiástico indiano; la aceptó la Corona y con ella el Consejo de Indias y los restantes organismos de gobierno metropolitano y colonial, y la aceptaron los propios obispos y eclesiásticos, en buena medida en virtud de la tolerancia de facto que la Santa Sede le otorgó, pese a haber salvado siempre los principios, como lo prueba el que, de un lado, nunca se interrumpiera la designación de prelados y demás actuaciones ordinarias del Papado en relación con América, y de otro, el que la obra de Solórzano fuese incluida y mantenida a ultranza en el índice de Libros Prohibidos, si bien este dato lo desconocieron en América los prelados, que mantuvieron durante tres siglos su dependencia de la Corona, bajo la cual, efectivamente, el Nuevo Continente fue cristianizado y se asentó en él una floreciente cristiandad (EGAÑA, BRUNO). El Vicariato es, pues, un desarrollo abusivo del Patronato, pero que tiene de común con él su condición de concesión de la Santa Sede a la Corona, es decir, su origen eclesiástico. Cierto que nunca lo concedió la Santa Sede, pero como concedido por ella se presenta por la doctrina oficial española, y Roma, si niega esa concesión, permite su aplicación en la práctica. Comparando Patronato con Vicariato, escribe Giménez Fernández que «en su origen, el Real Patronato Indiano fue durante el siglo XVI, bajo el influjo de Soto y Vitoria, y según la genial concepción de Juan de Ovando (1570), una institución jurídico-eclesiástica por la que las autoridades de la Iglesia universal confían a los reyes de Castilla la jurisdicción disciplinar en materias canónicas mixtas de erecciones, provisiones, diezmos y misiones, con obligación de cristianizar y civilizar a los indígenas; la que, bajo el criterio centralizador de la política de Felipe II a partir de 1580, transformaron los legistas del Consejo de Indias, especialmente Araciel, Solórzano y Frasso en el Regio Vicariato indiano, institución jurídica eclesiástica y civil por la que los reyes de España ejercitan en Indias la plena potestad canónica disciplinar con implícita anuencia del Pontífice, actuando dentro del ámbito fijado en las concesiones de los Pontífices y en la legislación conciliar de Indias». Las bases del Vicariato Regio son, pues, estas dos: que se trata de un poder disciplinar sobre la Iglesia indiana que abarca la totalidad de las materias atinentes a su gobierno, en cuanto tal poder sea encomendable a seglares -es decir, en cuanto su ejercicio no requiera la potestad de orden ni se refiera a lo dogmático-, y que los reyes lo poseen por delegación de la Santa Sede -delegación otorgada expresamente por los Papas en las bulas alejandrinas o implícitamente aceptada por los Pontífices ante su ejercicio de hecho-, lo cual, precisamente, les permite llamarse vicarios papales para las Indias. De manera clara encontramos expuesta esta doctrina también en los juristas del siglo XVIII:

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«Son nuestros Reyes -escribía Rivadeneyra- Delegados de la Santa Sede Apostólica por la Bula de Alexandro VI que comienza ínter coetera, y como tales Delegados y Vicarios Generales les compete el exercicio de la autoridad, jurisdicción y gobierno Eclesiástico y Espiritual en todas las materias tocantes a lo Religioso y Eclesiástico de aquellos Reynos, con plena y absoluta potestad para disponer a su arbitrio todo lo que les pareciera más conveniente al espiritual gobierno, ampliación y extensión de la Religión cathólica, culto Eclesiástico, conversión de los Infieles y progresos espirituales de los Fieles, como consta expresamente en la misma Bula: es corriente entre todos nuestros Regnícolas: supuesto y assentado inconcusamente en muchas Cédulas y Leyes citadas por ellos».

La objeción de que no pueda encomendarse tal jurisdicción a seglares no les resulta desconocida a aquellos autores, pero, y ello puede dar muestra de la seguridad con que se pronuncian, en lugar de intentar probar que tal delegación de poderes pontificios en quienes no pertenecen a la jerarquía eclesiástica es en sí misma posible, para justificar a partir de ahí que se hiciera la concesión del Vicariato a los reyes -como pretenden que ocurrió-, siguen los juristas áulicos el camino inverso y prueban que la delegación de funciones eclesiásticas en personas civiles es posible porque los reyes de España la poseen. Así, por ejemplo, expresa esta idea Alvarez de Abreu: «La confirmación de todo lo referido en orden a que no repugna el que en un Príncipe temporal recaigan derechos Eclesiásticos y espirituales por merced Apostólica la podemos tomar de nuestros propios derechos, pues en virtud de especiales concesiones, indultos y privilegios apostólicos están cometidas y encargadas a nuestros Reyes en las Indias, sin limitación alguna (y no obstante que un Romano Escritor intentó oscurecerlo —la referencia es obvio que alude a Lelio y su refutación del pensamiento de Solórzano-) todas las veces, y autoridad de Su Santidad, y como Delegados de la Silla Apostólica, y sus Vicarios Generales, constituidos por la Bula Alexandrina del año 1493 y sus referentes, exercen la Eclesiástica y espiritual gobernación de aquellos Reynos, así entre Seculares como entre Regulares, con plenaria potestad para disponer de todo aquello que les pareciere más conforme y seguro en el espiritual gobierno, en orden a conferir, ampliar, establecer y promover la Religión Católica y el aumento espiritual de los fieles y conversión de los infieles que habitan en ellos».

Pero cuando Rivadeneyra y Abreu escriben, ya en el siglo xvm, se ha dado un nuevo paso en la atribución de poderes a los monarcas en el gobierno de la Iglesia. Ha aparecido, en efecto, una nueva figura, la Regalía, y una nueva doctrina, el Regalismo, que serán las propias y específicas de la tercera etapa de la acción cristianizadora de las Indias por parte de la Corona española. Giménez Fernández la ha caracterizado en la misma línea que acabamos de ver que sigue para su descripción del Patronato y el Vicariato. Refiriéndose a este último, escribe: «Pero ni aun esta amplísima jurisdicción bastó a los Borbones españoles, imbuidos del absolutismo nacionalista de Luis XIV; y a partir de Fernando VI, por sus legistas (Olmedo, Rivadeneyra, Campomanes, Ayala) se inicia la evolución doctrinal que culmina en la reforma de la Iglesia Indiana intentada por Campomanes y demás ministros de Carlos III, apoyándose, frente al Pontifica-

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do y contra la autonomía disciplinar del Episcopado y de las Ordenes Religiosas, en la llamada Regalía Soberana Patronal, institución jurídica meramente civil por la que los Reyes españoles borbónicos se arrogan la plena jurisdicción canónica en Indias como atributo inseparable de su absoluto poder real, fundamentándolo en las doctrinas antipontificias del absolutismo, el hispanismo y el naturalismo». II.

A)

EL REGALISMO

Concepto

La Regalía no es, por supuesto, una creación ni del siglo XVIII ni tampoco -como de la alusión a Luis XIV pudiera desprenderse- de finales del xvn. En sí misma, la Regalía no es sino un derecho de la Corona, un derecho regio, algo que corresponde al rey por el hecho de serlo. El uso fue a lo largo del tiempo reservando la palabra, si no de modo exclusivo, sí acercándose a ello, para los derechos de los monarcas en el terreno eclesiástico. Tanto que hoy llamamos Regalismo a la doctrina que consideró a los príncipes como detentadores de un poder de gobierno sobre las materias eclesiásticas, no en virtud de concesiones pontificias, sino en base a su propia condición de soberanos. Por tal razón, Giménez Fernández, que ha denominado al Patronato institución eclesiástica y al Vicariato institución eclesiástica y civil -queriendo reflejar que en aquélla la concesión es pontificia, y la misma procedencia tiene su contenido, y que en ésta la concesión se supone pontificia y su contenido es una ampliación civil de lo que los reyes realmente poseían por privilegios otorgados por los Papas-, llama a la Regalía institución meramente civil: ni su contenido procede de concesiones papales ni su origen tampoco; los reyes dicen poseer los derechos correspondientes por su propia condición de soberanos, y tales derechos son fijados por la misma doctrina áulica que crea la teoría. Pero no se trata ni de una doctrina ni de unos derechos que nazcan en los siglos xvii-XVHl ni que en ellos se ejerciten por vez primera. En otro lugar he sostenido que el Regalismo estaba ya presente en la acción regia en las Indias desde el momento mismo de la primera conquista y que para limitarlo, en el caso de España, al siglo x v m hay que añadirle el calificativo de borbónico. Quise con ello expresar que cabe, y existe, un concepto amplio de regalismo, que en tal sentido sería aplicable a las relaciones Iglesia-Estado y al correspondiente reparto de competencias desde los orígenes mismos de la cristiandad. En efecto, la Iglesia y el Estado -y no sólo en el ámbito del cristianismo, sino que se trata de un fenómeno común a todos los Estados y religioneshan competido siempre por el ejercicio del poder social. Diferentes doctrinas han ido con el pasar del tiempo proponiendo soluciones a la doble competencia de ambas instituciones sobre unos mismos fenómenos de relaciones humanas. Y por muchas variantes que tales relaciones hayan podido presentar y que las doctrinas hayan podido ofrecer, cabe hacer una síntesis que las reduciría a tres: hierocratismo o teocracia -predominio de la Iglesia sobre el Estado-, regalismo o cesaropapismo -predominio del Estado sobre la Iglesia- y separación entre ambos poderes, con índices mayores o meno-

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res de colaboración entre ambos. Siempre en líneas muy generales, el cesaropapismo fue típico del Imperio romano cristiano; la teocracia predominó durante la Edad Media, el regalismo caracteriza la Edad Moderna, y la separación es lo propio de la Edad Contemporánea. Varias razones explican el predominio del pensamiento regalista durante los siglos xvi a xvni, en un ritmo de intensidad que aumenta progresivamente desde el principio al fin de esa Edad, en tal medida que el siglo x v m resulta ser, efectivamente, el siglo regalista por antonomasia: de un lado, la decadencia del Papado, que había alcanzado el fin de su inmenso prestigio medieval con ocasión del cisma de Occidente, y que ya nunca vuelve a tener el poder que poseyera antes del cautiverio de Aviñón; de otro, el fortalecimiento del Estado a partir del desarrollo de las nacionalidades en el paso del siglo xv al xvi, y, en fin, como última causa, la Reforma protestante. B)

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Cuestiones globales

Origen

Que la decadencia del Papado y el fortalecimiento de los nuevos Estados diesen pie a la sustitución de la teocracia por el regalismo es tan lógico que no precisa explicación alguna. Conviene, en cambio, detenerse un momento en la influencia sobre el Regalismo de la Reforma luterana. Martín Lutero confió el supremo poder en las iglesias reformadas al poder civil; en los países en que el protestantismo se impuso, los monarcas se convirtieron en auténticas cabezas de las correspondientes iglesias. La cantidad de poder que este fenómeno acumuló en las monarquías protestantes se comprende bien si se piensa en la importancia que conservaba la vida eclesiástica en la sociedad europea de aquel tiempo. Sobre esta base es fácil comprender que las monarquías católicas, que manteniéndose fieles al Papado no podían disponer de poderes comparables a los que Lutero había puesto en manos de los monarcas de la Reforma, añorasen la posesión de facultades de gobierno tan amplias como las disfrutadas por las coronas protestantes. Aunque tal hecho pudiese no ser consciente, motivó sin duda un movimiento de acercamiento de las monarquías católicas a las tesis regalistas, en cuya virtud los príncipes poseerían poderes amplísimos en el campo eclesiástico. El Regalismo se nos presenta así como una herejía administrativa; la herejía en la que caen los países católicos en un terreno que, al no afectar a lo dogmático y al no provocar tampoco el cisma, pues la sumisión al Papa como cabeza suprema de la Iglesia no se altera en lo esencial, permitió la conservación de la unidad religiosa en contraste con su ruptura en el mundo de la herejía doctrinal, es decir, en el ámbito dominado por el protestantismo. Naturalmente, la primera aparición del pensamiento regalista bajo la forma de una doctrina que reivindica poderes eclesiásticos para el monarca, en cuanto que supone un acercamiento a las tesis protestantes, había de rondar verdaderamente la herejía no sólo administrativa -ya se comprende que utilizamos aquella palabra de un modo elástico-, sino también dogmática. Tal fue el caso de la Asamblea del Clero francés, que patrocinó Luis XIV en 1682, y que dictó los Cuatro Artículos Galicanos: 1) ni los Papas ni la Iglesia tienen poder alguno sobre los príncipes temporales en cuanto tales;

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2) el Concilio general ha de ser considerado superior al Papa; 3) el primado papal ha de ejercerse respetando los derechos de las iglesias locales; 4) los decretos papales, en cuestiones de fe, no son irreformables mientras no reciban la conformidad de toda la Iglesia. Roma reaccionó contra esta doctrina, que traspasa los límites de lo administrativo, para negar principios dogmáticos, y Luis XIV hubo de dar marcha atrás. Pero de ahí arranca un fuerte Regalismo que en Francia recibe el nombre de Galicanismo, que tenía raíces muy antiguas en aquel reino y que proclamará para todo el siglo x v m la competencia del príncipe en cuestiones temporales de la Iglesia - p o r las que se entendió todo lo no relacionado con la fe y aun se llegaba a rozar el control de las declaraciones papales en tal terreno- en base, sobre todo, a dos argumentos: uno, que así ha sido querido por Dios al dividir los poderes entre el Papa y el Monarca por derecho divino, y dos, que tales son las antiguas libertades de la Iglesia galicana —entendiendo por tales los derechos de gobierno de las instituciones eclesiásticas galas en momentos del Medievo, en que el Papado aún no ha comenzado a ejercer sus facultades en la forma centralizada e inmediata sobre toda la Iglesia en que lo hizo posteriormente-, libertades que los pontífices no pueden ni desconocer ni disminuir. C)

Difusión

Bajo diferentes formas el fenómeno regalista se extendió por toda la Europa católica y adoptó diferentes nombres según los varios países. En Francia ya sabemos que se denominó Galicanismo. En Alemania, Febronianismo, denominación tomada de Justino Febronio, el seudónimo utilizado por Nicolás von Hontheim para publicar su libro De statu Ecclesiae, verdadero compendio de ideas cesaropapistas que seguían una tradición que contaba con nombres tan ilustres como Marsilio de Padua, el teorizante del poder imperial en las luchas contra el Pontificado en la Edad Media, y Van Espen, el profesor de Lovaina creador de la orientación regalista del Derecho canónico moderno. En Austria se utilizó el nombre de Josefinismo, tomado del emperador José II, el Rey Sacristán -según el despectivo apelativo que le aplicara Federico el Grande-, que regulaba hasta el número de velas que habían de lucir durante las funciones sagradas. En Italia, con el nombre de Jurisdiccionalismo, presidió la política de los Borbones en Ñapóles y Parma, y de los Habsburgo-Lorena, en Toscana. En Portugal bajo el marqués de Pombal, primer ministro de José I, y en España bajo los reyes de la Casa de Borbón, instaurada a partir del comienzo del siglo x v m en virtud del testamento de Carlos II y de la Guerra de Sucesión, el Regalismo -con esta denominación- inspiró toda la obra de gobierno de la Ilustración y marcó profundamente las relaciones entre las dos Coronas peninsulares y la Santa Sede. No deja de ser un interesante testimonio del modo en que el Regalismo de la corte, y el de los autores que en torno a la misma giran era recibido por buena parte de la opinión nacional el hecho de que, en Portugal, se atribuya la locura de la reina doña María I, entre otras causas, a su convicción de que su padre, José I, se había condenado sin duda como consecuencia de su

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política regalista, y en España se considerase por muchos a los Borbones como una dinastía antiespañola, contraria a nuestras tradiciones, y fomentadora de una descristianización ilustrada de la nación, en contraste con la muy católica Casa de Austria, idea de la que se hará tardío pero significativo eco Menéndez Pelayo. El Regalismo se impone en España, en efecto, a todo lo largo del siglo XVIII, y perduran muchos de sus principios en la centuria siguiente. Había tenido precedentes, y no es conforme a la exactitud de los hechos atribuirlo en exclusiva a la Casa de Borbón. Bajo Felipe IV, el Memorial de Chumacero y Pimentel ya recogía una importante serie de reivindicaciones de la Corona frente a la Sede Apostólica que pueden muy bien calificarse de regalistas. Pero es importante subrayar que el Regalismo borbónico, o dieciochesco, no aumenta tanto - e n comparación con tiempos anteriores- las intromisiones reales en la disciplina eclesiástica cuanto modifica los fundamentos de tales intromisiones. Como se ha dicho anteriormente, en relación con el caso indiano, el Patronato y el Vicariato se asemejan en que ambos son considerados como concesiones pontificias, y se diferencian en que el segundo tiene un contenido mucho más amplio que el primero. Pues bien, el Vicariato y la Regalía tienen prácticamente un mismo contenido, apenas aumentan las intromisiones regias en el campo de lo eclesiástico al pasarse de aquél a ésta; la diferencia esencial está en que el Vicariato lo poseen los príncipes -según afirman- por haberles sido otorgado por los Papas, y la Regalía es un derecho nato de la Corona que la Santa Sede tiene el deber de respetar. Por eso, el Memorial de Chumacero y Pimentel, que constituye un lugar común cuando se quiere recurrir a los precedentes austrias del Regalismo borbónico, lo es en cuanto representa una reclamación real a Roma para que se reconozcan a los reyes más amplios derechos y competencias, pero en lo que hace a los fundamentos doctrinales que lo sustentan no obedece aún a la idea típicamente regalista del derecho divino de los reyes para ejercer el control y gobierno de la disciplina eclesiástica. Esta doctrina aparece ya en el reinado de Felipe V, de la mano de los escritos de Macanaz y Alvarez de Abreu; inspirará las relaciones con Roma de Fernando VI y sus ministros, defendida por Mayáns y Sisear; será la propia de los autores que escriben bajo Carlos III - u n Rivadeneyra, por ejemplo, un Campomanes, igualmente- y de los ministros que con este monarca gobernaron. Y, como es lógico, se aplicó a las Indias de manera decidida y aun atrevida, tratando de avanzar allí actitudes que luego se querría trasladar a la metrópoli. III.

EL REGALISMO EN INDIAS

Un estudio del Regalismo en Indias, pues, no es tanto una aportación de intromisiones regias en la vida eclesiástica cuanto un análisis del pensamiento y la doctrina. Si en el capítulo sobre el Patronato los temas fundamentales eran su concesión a los reyes de Castilla para todos sus territorios de América, al tratar del Regalismo son pocos los nuevos puntos de inciden-

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cia del poder real en las Indias que no se hubiesen manifestado con anterioridad y,' por supuesto, en vano intentaríamos buscar una huella de la concesión pontificia de privilegios regalistas. Por ello, nuestra atención se ha de verter sobre los siguientes puntos: la política económica de Felipe V en Indias, en la que sí aparece alguna interesante novedad de éstas que no existieron con anterioridad y resultan, por tanto, ser frutos del pensamiento regalista; la política conciliar de Carlos III, que constituye el principal ejemplo de aplicación del Regalismo en Indias; algunas actuaciones aisladas de Carlos IV en Indias, que son consecuencia de actitudes suyas de gobierno en relación con la metrópoli; y el pensamiento que está detrás de todos estos actos, los justifica y los apoya, dando lugar a un intento de revisión general de la obra legislativa indiana, hasta pensarse en una nueva Recopilación que sustituyese a la de Carlos II y que obedecería en materias eclesiásticas a los principios informadores de la doctrina regalista. A)

Política económica de Felipe V

Cuando Felipe V ocupa definitivamente el trono de España no alienta el propósito de alterar sustancialmente la política religiosa de sus predecesores en los territorios ultramarinos. Sin embargo, imbuido él y sus ministros del galicanismo de su abuelo Luis XIV, sí que comienza en la metrópoli una nueva era en lo que hace a las relaciones entre la Santa Sede y el poder civil. Es sabido que Clemente XI se vio obligado en un momento dado a reconocer al archiduque Carlos como rey de España durante la Guerra de Sucesión; ello dio motivo a varios cierres de la Nunciatura en Madrid, y la política religiosa del primer Borbón, conducida en diferentes épocas por el obispo de Málaga, don Gaspar de Molina, y por el abate Alberoni, llevará a no pocos enfrentamientos con Roma, que fueron dejando su huella en las mutuas actitudes entre la Corona española y el Papado. Pero, para las Indias, los reflejos de tales hechos fueron más bien escasos. Las reivindicaciones anteriores de la época de Felipe IV, y las nuevas que Macanaz y otros autores ponen ahora en marcha, se referían a la península; las Indias poseían desde mucho atrás el Patronato universal, que se convierte, en cambio, en la metrópoli en la meta de todos los esfuerzos regalistas, hasta lograr su reconocimiento en el Concordato de 1753. Todo lo cual, para las Indias, carece de particular interés. El problema regalista indiano aparece por vez primera, de manera digna de especial atención, a raíz del planteamiento del problema de la atribución de las rentas vacantes. «Con nombre de vacantes entendemos en este Discurso -escribía Alvarez de Abreu- únicamente aquellos frutos, especies o rentas que por razón solamente del derecho decimal, concedido a los señores Reyes Católicos, se adeudan y causan en la Metrópoli, o Diócesis Vacante, durante su orfandad: los mismos que en Sede plena habían de percibir y gozar el Prelado Metropolitano, o Diocesano, y las Dignidades, Prebendados y demás Ministros de las Iglesias de Indias, por razón de estipendio, o congrua sustentación, en virtud de las erecciones y estatutos de las tales Iglesias, y órdenes de Su Majestad». Fue precisamente Abreu quien convirtió este tema en una cuestión

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candente, que para él mismo concluyó con la concesión de un título de nobleza, el marquesado de la Regalía -pocas veces un título reflejará con mayor precisión el motivo por el que fue otorgado-; para la Corona, en lo que se afirmó que significaba el descubrimiento de unas nuevas Indias -tal fue el importe de las nuevas rentas que pasó a percibir-; para las relaciones entre la Iglesia y el Estado, en la consagración primera de los principios regalistas de nuevo cuño en los albores del siglo de la Ilustración. La cuestión en sí no parecía justificar la trascendencia que llegó a revestir. Las rentas vacantes mayores, que correspondían a los arzobispados y obispados, se habían atribuido siempre en las Indias a la Corona, a los solos efectos de su distribución en fines píos; se reservaban a los futuros ocupantes del cargo las rentas vacantes menores, como las de canonjías y prebendas. Así se mantuvo el tema durante dos siglos, no sin discusiones que trataban de llevar tales rentas a poder real, pero sin que ese cambio se operase nunca. Alvarez de Abreu estudió detenidamente el tema y llegó a la conclusión de que las rentas de vacantes eran libre propiedad de la Corona, que podía darles el uso que estimase oportuno. Dada la extremada duración de las vacantes indianas, como consecuencia del complicado sistema de provisión patronal de los cargos eclesiásticos, los productos de las vacantes tenían un montante altísimo. Cuando Abreu logró convencer a los medios oficiales y al rey, a través de un complejo proceso de estudios, Juntas y exámenes de la temática, la Corona vio aumentados en enorme medida sus ingresos provenientes de América, y si bien normalmente destinó tales rentas a atender necesidades de la propia Iglesia y de los pobres, ello le descargó del deber de atender estas obligaciones con otros fondos de la Real Hacienda. El resultado económico para la hacienda pública resultó, en todo caso, muy brillante, y Abreu debe buena parte de su fama a tal logro. Lo importante en toda esta cuestión es que Alvarez de Abreu provocó con sus actuaciones una decisión real sobre un tema de administración eclesiástica en que se deja de lado cualquier entendimiento con la Santa Sede para tomarse una decisión innovadora en materia de primer orden por la sola autoridad de la Corona. Este es el Regalismo. Sin mediar ni privilegio ni negociación, en materia en que durante dos siglos -bajo Patronato y Vicariato- la norma había sido otra y la Santa Sede la había defacto aceptado, el rey actúa por su propia autoridad e innova radicalmente el tratamiento jurídico de la cuestión. Y ello en base a un razonamiento de corte doctrinal regalista. Este es el punto que hay que subrayar, porque por vez primera el Regalismo incide sobre el gobierno eclesiástico de las Indias con todos los perfiles que le son propios. B)

Política conciliar de Carlos III

Bajo Carlos III se programa una reestructuración general del gobierno de las Indias. «Los políticos de la dinastía borbónica comprobaron, una vez más, que era imposible seguir gobernando las posesiones ultramarinas con los anticuados e inapropiados órganos disponibles de la administración. En todos los sectores había surgido una inédita problemática que desbordaba a los virreyes, carentes, por otrp lado, de colaboradores. Había que realizar

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reformas» (MORALES PADRÓN). Y entre tales reformas estaban las que se hacían precisas en la Iglesia. Era necesario crear nuevas diócesis y llegar hasta confines hasta entonces inatendidos; dotar al clero de una formación coherente con las nuevas corrientes filosóficas y científicas; someter más estrechamente a las Ordenes religiosas - d e por sí autónomas frente a la Corona, como dependientes de órganos propios de poder situados en Roma, lejos del influjo real- a la vigilancia de los obispos. Los jesuítas controlaban en Indias los principales centros educativos y una de las zonas de mayor interés por el éxito de los métodos de evangelización y desarrollo aplicados: las Reducciones. La orientación de los centros educativos a los que acudía la clase dirigente había de adecuarse a las nuevas corrientes, y era la Iglesia la que dirigía tales centros. Se hacía, pues, necesaria una profunda reforma del sistema precedente, muy particularmente en este terreno. Pero reformar la Iglesia resultaba tarea imposible para la Corona, aun recurriendo a las prácticas regalistas. Para reformar la Iglesia resultaba imprescindible contar con ella. Y la política de Carlos III buscó precisamente eso: la aceptación por la propia Iglesia del sistema regalista, de modo que la propia autoridad eclesiástica impusiese las reformas que la Corona deseaba. El rey pudo dar un golpe de fuerza: la expulsión de los jesuítas. Así arruinó las Reducciones, pero privó a la Compañía de Jesús de su gran resorte de poder, prestigio y recursos, hasta lograr luego su extinción por decisión -arrancada por las Cortes católicas de Europa- de Clemente XIV. Privó así también a la clase dirigente de las orientaciones educativas que los jesuítas imponían. Eso ya era mucho. Pero el Regalismo no podía contentarse con eliminar a la Compañía; esto supuso remover el principal obstáculo a la política de reformas - d a d o que los jesuítas, desde sus enfrentamientos con el galicanismo, significaban un importante bastión de defensa contra los derechos de las Coronas frente al Papado-, pero seguía siendo preciso llegar a la reforma completa, en sentido ilustrado, del pensamiento, la enseñanza y las estructuras y actuación de la Iglesia en Indias. A lograrlo tendieron las subsiguientes medidas de Carlos III, concretadas sobre todo en la puesta en marcha de la celebración de concilios provinciales en todos los territorios de América. La idea Carolina de confiar a los concilios americanos la reforma de la administración de la Iglesia en sentido regalista resulta sumamente inteligente. Si se conseguía que fuesen los propios prelados de Indias quienes aprobasen las nuevas normas por las que debía regirse la Iglesia americana, la Corona quedaría de un lado exculpada de haber promovido ella misma la adopción de los principios regalistas, y de otro apoyada en su nueva política, al consistir ésta en cuidar de la aplicación de lo que los propios prelados, a través de los sínodos, hubiesen establecido. A tal efecto, la real cédula de 21 de agosto de 1769, habitualmente denominada el Tomo Regio, procurará la puesta en marcha de la reunión de una serie de concilios en todos los territorios indianos. En sí misma, la iniciativa no podía merecer el menor reproche. Intensa durante el siglo XVI, la celebración de sínodos en Indias había disminuido notablemente durante el XVII. «El concilio de Trento —recuerda Bruno— había ordenado la celebra-

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ción de los concilios provinciales cada tres años. Por las distancias y dificultades de viajes obtuvo Felipe II el breve de San Pío V, de 12 de enero de 1570, que prorrogaba en Indias a cinco años el plazo de los concilios; plazo que Gregorio XIII alargó a los siete años el 12 de julio de 1584 por pedido de Santo Toribio de Mogrovejo. Finalmente, Paulo V, el 7 de diciembre de 1610, amplió esta facultad al permitir la celebración de concilios de doce en doce años». De hecho, los plazos no se cumplieron, y si bien hubo más numerosos sínodos diocesanos y escasos provinciales, la vida conciliar indiana pivotó sobre dos series de concilios, que se agrupan en un estrecho margen de tiempo a fines del siglo xvi: los tres concilios mexicanos y los cinco limeños, celebrados aquéllos en 1555, 1565 y 1585, y éstos en 1552, 1567, 1583, 1591 y 1601. Con posterioridad no había vuelto a reunirse un concilio provincial en ninguna de las dos grandes sedes antes del Tomo Regio de Carlos III. Fueron el concilio III de México y el III de Lima, presididos, respectivamente, por los arzobispos don Pedro Moya y Contreras y Santo Toribio de Mogrovejo, los que marcaron para siempre la legislación conciliar de Indias. En ambos virreinatos la vida eclesiástica se rigió en adelante por las normas emanadas de ambos concilios, en cuyas actas se reúne una extensa regulación de cuantos puntos eran de interés para la administración espiritual y temporal de la Iglesia; los concilios posteriores, hasta Carlos III, siguen en todos los territorios americanos muy de cerca el camino trazado por los dos concilios mencionados. Carlos III y sus ministros encontraron, pues, fácil el camino para potenciar una política favorable a la celebración de nuevos concilios provinciales; el resultado de su acción fueron los concilios IV mexicano y VI de Lima, de 1771 y 1772, y más tarde, en 1774-78, el de Charcas y algunos otros de menor trascendencia en relación a los de las dos capitales virreinales. La preparación del Tomo Regio había sido objeto de una cuidadosa labor, en la que tuvieron mano los principales asesores de Carlos III, y muy en particular Campomanes. Giménez Fernández ha descrito con abundantes detalles el proceso en su monografía sobre el tema (vid. en la bibliografía). La real cédula o Tomo Regio de 1769 indicaba a sus destinatarios, de parte del monarca, «la obligación que me incumbe, en consecuencia de lo dispuesto por las leyes de mis Reinos, de los derechos de mi patronazgo real, de la protección que debo a los cánones y de la regalía aneja a la corona desde los principios de esta monarquía, a promover la congregación y celebración de concilios nacionales o provinciales, indicando los puntos que se han de tratar en ellos» (publica el texto del Tomo Regio Tejada y Ramiro, al frente de las actas del IV Concilio Límense, en su Colección de Cánones de la Iglesia de España y de América). Es cierto que ninguno de los concilios promovidos por Carlos III llegó a tener validez canónica; «una vez más, la invasión del poder civil impedía el libre desenvolvimiento de la Iglesia» (GÓMEZ HOYOS). Pero ése es un punto a analizar más adelante. Valga ahora subrayar las últimas palabras del texto del Tomo Regio que ha quedado insertado líneas arriba: el rey marcará los puntos a tratar en los concilios. Con esta medida se trataba precisamente de

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llevar de la mano a la jerarquía eclesiástica americana hacia el terreno en que la Corona tenía interés en promover una nueva normativa de sentido regalista; el Tomo señala que los concilios previstos tienen como objeto «exterminar las doctrinas relajadas y nuevas», es decir, el probabilismo jesuítico, «restableciendo también la exactitud de la disciplina eclesiástica y el fervor de la predicación». Se establecía que los sínodos debían examinar «los excesos que cometan en la exacción de derechos los subalternos de sus tribunales eclesiásticos; formar «un catecismo abreviado» y revisar los catecismos «puestos en las lenguas naturales de los indios», siempre para liberar la enseñanza de la fe de las doctrinas de los jesuítas, que son la bestia negra de esta política de reforma. En la misma línea se dispuso en el Tomo Regio que los concilios prescribieran que «no se enseñe en las cátedras por autores de la Compañía proscritos». Igualmente se ordenaba poner límites «en las fundaciones de capellanías» y que no se permitiese «perpetuar los bienes de patrimonio», para no «enajenar de las familias estas raíces ni sacarles del patrimonio de los seculares», primeros pasos, como se puede advertir, de la futura política desamortizadora. El rey debía señalar el momento más oportuno para la celebración, y a ésta debían acudir y estar siempre presentes los representantes de la Corona de Indias para «proteger al concilio y velar en que no se ofendan las regalías, jurisdicción, patronazgos y preeminencia real». «Más centralización -comenta Bruno- de la obra conciliar en manos del rey no era concebible sino en los Estados divididos del común tronco romano». Tiene interés esta cita del historiador argentino, ya que conecta con algo que más arriba hemos dejado indicado: hay en el regalismo una especie de sueño de los monarcas católicos por disponer sobre la Iglesia de jurisdicción semejante a la que en virtud de la Reforma adquirieron los monarcas protestantes, y las prácticas regalistas, si bien se operan en un contexto general de mantenimiento de la fe católica y de sumisión al Romano Pontífice, tienden sin duda a independizar a las iglesias nacionales de la directa dependencia de Roma, sometiendo al episcopado en todo lo posible a la alta dirección de sus actuaciones que provenía de la Corona. La celebración de los dos importantes concilios IV mexicano y VI de Lima tuvo lugar bajo estas coordenadas. En el caso de México, el arzobispo Lorenzana se sometió en un todo a las indicaciones de la real cédula de 1 769; las decisiones del concilio constituyen el más importante documento legalista de origen eclesiástico que se produjo en orden al gobierno de la Iglesia indiana, y, de haberse llegado a aplicar, la orientación del Regalismo hubiese sido un hecho consumado en la historia eclesiástica de América. Sin embargo, nunca logró la Corona que la Santa Sede aprobase ese concilio; incluso ni llegó a intentarlo seriamente. Y sin la aprobación de sus actas, su inmediata aplicación en Indias sin contar para nada con el Romano Pontífice hubiese significado un cisma, situación a la que Carlos III ciertamente no pretendía llegar. Algo se caminó en esa dirección bajo Carlos IV, cuando el ministro Urquijo, durante la vacante de la Sede Apostólica a la muerte de Pío VI,

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pretendió trasladar a la jurisdicción civil la competencia sobre multitud de cuestiones eclesiásticas; pero el hecho no dejó huella en nuestra historia, y no pasa de constituir una curiosa anécdota. Por lo que hace al Concilio VI de Lima, los prelados del virreinato peruano resultaron mucho más prudentes que los del de Nueva España; aceptaron las directrices regias para la celebración de la asamblea, y el programa que fijaba su contenido y orientación, de forma muy matizada, y las actas consiguientes ni siguen la línea regalista del concilio mexicano, ni agradaron a la Corte, ni llegaron tampoco nunca a ponerse en práctica. Hasta el momento de la independencia, la América española continuó rigiéndose sustancialmente en este campo por las líneas maestras señaladas y establecidas en los concilios paralelos, ambos con el ordinal III, de México y Lima de finales del siglo XVI. C)

Actuaciones aisladas de Carlos IV

Ya hemos apuntado que Carlos IV exacerbó la actitud regalista de su padre, pero lo hizo más en relación con la metrópoli que con los reinos de ultramar, a raíz del real decreto de 5 de septiembre de 1799, tildado de heterodoxo por Menéndez Pelayo y de cismático por Giménez Fernández, y que éste atribuye sobre todo al ministro Marqués de Cavallero -«de quien no se sabe decir si fue más infame que necio o más necio que infame»- y aquél a don Mariano Luis de Urquijo, el futuro colaborador de José Bonaparte, que como ministro de Carlos IV alentaba «sueños jansenistas de una Iglesia pura y nacional» (COMELLAS). En relación con América, el regalismo de Carlos IV se concretó fundamentalmente en el intento de puesta en práctica inmediata de nuevas leyes, que limitaban notablemente el fuero eclesiástico, tanto personal como real. El hecho fue consecuencia del complicado sistema de dotar a las Indias de una nueva Recopilación que sustituyese a la de 1680, la cual por una parte se había quedado evidentemente anticuada -aunque sólo fuese por la multitud de nuevas normas legales emanadas por la Corona a lo largo de veinte años del siglo XVII y la primera mitad del XVIII-, y por otra estaba agotadísima y resultaba prácticamente inencontrable, y no se quería reimprimir dado precisamente el anterior factor de quedar ya muy anticuada. Para sustituirla, y tras varios esfuerzos infructuosos anteriores, formó Carlos III una Junta, encargada de elaborar lo que vino en denominarse Nuevo Código de las Leyes de Indias. Fue nombrada por real cédula de 9 de mayo de 1776 y desarrollada a partir del 7 de septiembre de 1780, como continuación de trabajos precedentes que han estudiado particularmente Manzano Manzano y Muro Orejón. La labor de la Junta - q u e por otra parte existía todavía, y con igual cometido, que nunca concluyó, en el reinado de Fernando V I I - durante el reinado de Carlos III y Carlos IV se redujo a elaborar un nuevo Libro I de la Recopilación, precisamente el de las Leyes eclesiásticas. La doctrina ha estudiado este Proyecto de nuevo Libro I (Muro Orejón, De la Hera), para concluir que se trata del más desarrollado de todos los intentos de aplicar el Regalismo al gobierno de la Iglesia indiana. La Junta discutió a fondo tanto los principios doctrinales del Patronato, el Vicariato y el Regalismo, como sus aplicaciones prácticas en Indias; repasó cuidadosamente tanto toda la

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literatura al respecto como la totalidad de la legislación recopilada y no recopilada. Sus actas son, pues, el mejor documento que poseemos -continúan inéditas en el Archivo de Indias de Sevilla, habiendo publicado Muro la mayor parte de su Proyecto de nuevo Libro I del Código indiano- para conocer el sentido de la política regalista y su reflejo en la legislación indiana, y, por tanto, en la administración de la Iglesia en América. Si bien todo ello —al no haber entrado nunca en vigor la proyectada segunda Recopilación- no es sino documentación doctrinal, no vida real del influjo del poder civil en la Iglesia indiana. Cuando la Junta entregó, en 1790, a Carlos IV el Proyecto de nuevo Libro I, el monarca no lo puso en vigor. Sin embargo, en una real cédula de 25 de marzo de 1792 estableció que se fueran «poniendo sucesivamente en uso y práctica las decisiones comprendidas en dicho nuevo Código en todos los casos que ocurrieren, librando las cédulas y provisiones que resulten conforme a su tenor, al que deberán acomodar también su respuesta los fiscales y promover su observancia». Curiosa forma de proceder con un texto que ni se imprimió ni se dio a conocer, y al que deberían atenerse los fiscales, que no tenían acceso a él. Curiosa manera de hacer entrar en vigor un texto, no directamente, sino a través de futuras disposiciones, que cuando fueren necesarias sobre puntos concretos deberían dictarse a su tenor. La realidad es que nunca se dictó disposición alguna a tenor de ese Proyecto de cuerpo legal ni es de creer que fiscal alguno lo tuviera nunca en cuenta; en cambio, el propio monarca sí que ordenó formalmente que algunas, muy pocas, de las nuevas normas del Proyecto tuviesen vigencia y se aplicasen. Muro las ha reseñado, y ha de recordarse que su incidencia sobre la vida indiana resultó totalmente negativa. Se trataba -como antes se ha indicado- de leyes que limitaban el privilegio del fuero, y la inmediata consecuencia de sus aislados intentos de aplicación resultó ser una alteración grave de la estabilidad de las relaciones de la Iglesia y el Estado en Indias, dándose lugar incluso a alteraciones del orden público, a la vista del celo inusitado con que las justicias reales se dieron a liberar presos y abrir cárceles eclesiásticas, y provocándose varias cartas de protesta al rey, hasta caer en el olvido casi inmediato las nuevas medidas, que constituían el único y desafortunado intento de aplicar a las Indias un sistema de gobierno en lo eclesiástico de carácter estrictamente regalista. IV.

CONCLUSIÓN

Todo ello viene a probar que el regalismo, en la práctica, no llegó a modificar la competencia de la Corona sobre la Iglesia indiana. Las pocas veces que lo intentó seriamente -proyecto de nuevas leyes, concilios, supresión del Fuero-, a nada efectivo se llegó. Se trata, pues, ante todo, de un movimiento doctrinal, de una nueva forma de entender y explicar la autoridad real sobre las materias eclesiásticas. Hijo del jansenismo (Miguélez), estrechamente emparentado con el galicanismo y luego con el Racionalismo y el pensamiento de la Ilustración, el regalismo indiano no alcanzó nunca los niveles prácticos que en la teoría propugnaron sus defensores y expósito-

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res. Rivadeneyra analizó con brillantez su naturaleza en u n famoso libro, su Manual Compendio de el Regio Patronato Indiano, p e r o c u a n d o quiso pasar d e la teoría a la práctica, c o m o asistente real en el IV Concilio Mexicano, solamente logró c o l a b o r a r en u n a o b r a inútil y sin futuro. Y C a m p o m a n e s sobresalió, en su Tratado de la Regalía de Amortización o e n su Juicio imparcial sobre el Monitorio de Parma, c o m o formidable teórico de las nuevas opiniones, p e r o su contribución a la redacción del Tomo Regio n o logró c o n d u c i r a b u e n p u e r t o el p r o y e c t o de involucrar a la Iglesia indiana en su p r o p i a r e f o r m a de u n a m a n e r a suficientemente eficaz. Los reyes vigilaron siempre con e x t r a o r d i n a r i o celo q u e se respetasen sus d e r e c h o s patronales; el 14 d e j u l i o d e 1765 Carlos I I I se a u t o p r o c l a m ó «vicario y delegado de la Silla Apostólica», a s e g u r a n d o q u e «compete a mi real potestad intervenir en t o d o lo c o n c e r n i e n t e al g o b i e r n o espiritual d e las Indias, con tanta amplitud, q u e n o sólo m e está concedida p o r la Santa Sede sus veces en lo e c o n ó m i c o de las d e p e n d e n c i a s y cosas eclesiásticas, sino también en lo jurisdiccional y contencioso, reservándose sólo la potestad d e o r d e n , d e q u e n o son capaces los seculares». Un texto precioso, p e r o vicarial y n o regalista, c o m o su p r o p i a lectura evidencia. Y si bien las regalías a p a r e c e r á n con frecuencia n o m b r a d a s j u n t o al p a t r o n a t o y el vicariato en textos legales d e la época, lo h a r á n f o r m a n d o u n t o d o las tres instituciones, y sin u n a v e r d a d e r a voluntad real d e i n t e r r u m pir la jurisdicción pontificia e i m p e d i r su proyección e n Indias.

NOTA

BIBLIOGRÁFICA

La bibliografía que sigue completa la ofrecida en el capítulo sobre el Patronato Regio, añadiendo algunos títulos específicos sobre el Regalismo, así como las obras de consulta citadas en el texto. Obras clásicas A. DE CASTEJÓN, voz «Regalía», en Alphabetum iuridicum (Madrid, 1678); J. FEBRONIUS, De statu Ecclesiae (Bullioni, 1768); MARSILIO DE PADUA, Defensorpacis, ed. Scholz (Hannover, 1932-1933); F. DE RÁBAGO, Correspondencia reservada e inédita, ed. Pérez Bustamante (Madrid, s. f.); Z. B. VAN ESPEN, IUS ecclesiasticum universum (Madrid, 1791). Estudios modernos Q. ALDEA, Iglesia y Estado en la España del siglo xvn (Comillas, 1961); S. ALONSO, • El pensamiento regalista de Francisco Salgado de Somoza (Salamanca, 1973); J. L. COMELLAS, Historia de España Moderna y Contemporánea (Madrid, 1974); A. DOMÍNGUEZ ORTIZ, La sociedad española en el siglo xvui (Madrid, 1956); M. GIMÉNEZ FERNÁNDEZ, El Concilio IV Provincial Mexicano (Sevilla, 1939); ID., «Las Regalías Mayestáticas en el derecho canónico indiano»: Anuario de Estudios Americanos 6 (Sevilla, 1949), 799-812; A. J. GONZÁLEZ DE ZUMÁRRAGA, Problemas del Patronato indiano a través del «Gobierno Eclesiástico» de fray Gaspar de Villarroel (Vitoria, 1961). A. DE LA HERA, «Evolución de las doctrinas sobre las relaciones entre la Iglesia y el poder temporal», en Derecho Canónico (Pamplona, 1975); ID., «La Junta para la corrección de las Leyes de Indias»: Anuario de Historia del Derecho Español 32 (Madrid,

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El regalismo indiano

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1962), 567-580; ID., «Notas para el estudio del regalismo español en el siglo XVIII»: Anuario de Estudios Americanos 31 (Sevilla, 1974), 409-444; ID., «LOS precedentes del regalismo borbónico según Menéndez Pelayo»: Estudios Americanos 14 (Sevilla, 1957), 33-39; ID., «Reforma de la inmunidad personal del clero en Indias bajo Carlos IV»: Anuario de Historia del Derecho Español 30 (Madrid, 1960), 553-616; ID., voz «Regalismo»: Diccionario de Historia Eclesiástica de España 3 (Madrid, 1973); ID., El regalismo borbónico en su proyección indiana (Madrid, 1963); J. MANZANO, «El Nuevo Código de las Leyes de Indias (Proyecto de Juan Crisóstomo de Ansótegui)»: Revista de Ciencias lurídicasy Sociales 73-4 (Madrid, 1936), 5-82; J. LÓPEZ ORTIZ, El regalismo indiano en el Gobierno Eclesiástico-Pacífico de don fray Gaspar de Villarroel (Madrid, 1947); I. MARTÍN MARTÍNEZ, Figura y pensamiento del cardenal Belluga a través de su -Memorial antirregalista a Felipe V» (Murcia, 1960); ID., Fundamentos doctrinales e históricos de la posición antirregalista del cardenal Belluga (Murcia, 1960); M. MENÉNDEZ PEÍ AYO, Historia de los heterodoxos españoles 5 (Santander, 1947); M. MIGUÉI.EZ, Jansenismo y regalismo en España (Valladolid, 1985);F. MORALES PADRÓN, Historia de España, 14: América Hispana hasta la creación de las nuevas naciones (Madrid, 1986); A. MURO OREJÓN, «Leyes del Nuevo Código vigentes en América»: Revista de Indias 1 (Madrid, 1944), 443-472; ID., «El Nuevo Código de las Leyes de Indias»: Revista de Ciencias Jurídicas y Sociales 12-16 (Madrid, 1929-1935); V. RODRÍGUEZ CASADO, «Iglesia y Estado en el reinado de Carlos III»: Estudios Americanos 1 (Sevilla, 1948), 5-57; J. SARRAILH, La trise religieuse en Espagne á la fin du XVlll' siecle (Oxford, 1951); ID., L'Espagne éclairée de la seconde moitié du XVIII' siecle (París, 1954).

CAPÍTULO 7

LA ECONOMÍA DE LA IGLESIA

AMERICANA

P o r RONALD ESCOBEDO MANSILLA

La Iglesia, por su origen, naturaleza y fines, es una institución sobrenatural, pero, por estar compuesta de hombres y dirigida a los hombres, necesita de medios materiales para su sostenimiento y el cumplimiento de sus fines. Historiográficamente constituye así un interesante objeto de estudio, pero mucho más cuando, como ocurre con la Iglesia en Indias, la labor misional incorpora todo un continente a la Cristiandad y casi todas las tareas educativas y asistenciales están en sus manos, asumiendo así la responsabilidad que compete en primer lugar a la sociedad y después, por el principio de subsidiariedad, al Estado. El objeto de estudio cobra mayor interés por las especiales relaciones de la Corona con la Iglesia en América, derivadas del Real Patronato y de la donación pontificia de los diezmos. Mientras se mantuvo una perfecta sintonía en la consecución de los fines espirituales, estas relaciones, pese a la pérdida de autonomía de las autoridades eclesiásticas, fueron benéficas para la Iglesia, el Estado y la sociedad, pero posteriormente, sobre todo a partir del siglo xvni, las virtualidades regalistas de tales relaciones fueron utilizadas por la monarquía para, es justo decirlo, sin olvidar del todo sus compromisos con la Iglesia, intentar una instrumentalización y buscar afanosamente mayores beneficios económicos.

I. A)

LOS DIEZMOS

La concesión

El 16 de noviembre de 1501, por la bula Eximiae devotionis sinceritas del papa Alejandro VI, se concedió a los Reyes Católicos la percepción de los diezmos de todas las islas y provincias indianas. Es oportuno destacar que este hecho coincide con el momento en que comienza a declinar la figura del descubridor y virrey de las Indias, don Cristóbal Colón, quien, con su personalidad y las amplísimas prerrogativas de las capitulaciones de Santa Fe, había dominado los primeros años de la colonización, y con el momento en que la Corona decide tomar directamente las riendas políticas de aquellos nuevos y todavía misteriosos territorios, para instaurar definitivamente el

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aparato estatal castellano en Indias, como efectivamente se hizo con la llegada del primer gobernador, Nicolás de Ovando, a la isla de la Española. La cesión decimal del papa Alejandro VI se hacía, como se expresa en la bula, en consideración a la fidelidad católica de los reyes y a su decidido empeño de extender la fe entre los nuevos gentiles. La contrapartida fundamental de la cesión era que los monarcas españoles se comprometían a dotar con bienes del Estado las iglesias que se erigiesen y a mantener dignamente a los prelados y demás pastores, lo mismo que el culto divino. Es interesante anotar, aunque sin ánimo de introducirnos en una discusión jurídica, que la bula de concesión diezmal es anterior a la Universalis Ecclesiae, del 28 de julio de 1508, por la que se otorgó a los monarcas . castellanos el Patronato indiano. En consecuencia, el origen de la cesión de los diezmos no arranca de los derechos patronales, pero también es cierto que, en la práctica, uno y otro derecho forman una unidad y se confunden. En 1504, a petición de los reyes, el papa Julio II creó las tres primeras diócesis americanas, con una iglesia metropolitana y dos sufragáneas, a la vez que se nombraban los respectivos titulares. La erección efectiva de las iglesias americanas tardaría, sin embargo, una década más. Al rey Fernando -acababa de morir Isabel- no le agradaron en absoluto los términos de la bula, en primer lugar porque la creación diocesana no se basaba en el derecho patronal, que aspiraba a conseguir para las Indias, y por el tratamiento de la cuestión diezmal. Mientras sus embajadores trabajaban activamente para conseguir una y otra cosa, no se hicieron efectivos los nombramientos episcopales y el rey siguió legislando y disponiendo de los diezmos, construyendo iglesias y sosteniendo al clero. Superadas en lo fundamental las dos cuestiones principales, se decidió proceder a la erección de las iglesias, pero antes, a petición del rey y de los obispos electos, se efectuó una reforma de la nonnata organización eclesiástica. Las tres primeras diócesis se asentaban en la isla de la Española; ahora, para dar respuesta a la expansión de la colonización y a su dotación económica, se creaban sedes en las otras islas y se suprimía la archidiócesis para pasar a depender de la de Sevilla. En efecto, una de las razones principales para proceder a esta reestructuración era la dotación diezmal, exigua en sí, dadas las condiciones económicas de las islas, y más aún después de que la Corona consiguiera exonerar definitivamente de los diezmos a la producción de metales preciosos y a las perlas. Las principales características que tendrían en adelante los diezmos en Indias se definen de alguna manera en la llamada Concordia de Burgos, pactada entre los reyes, los obispos electos y el poderoso administrador de los asuntos indianos, el obispo de Palencia Juan Rodríguez de Fonseca. En el documento, firmado por Fernando y su hija Juana el 8 de mayo de 1512, se realiza la redonación de los diezmos - q u e la Santa Sede había concedido a los monarcas- a los nuevos obispos y se determina de forma expresa el destino de los fondos: «Los cuales diezmos es voluntad de sus altezas que se partan por los dichos obispos, iglesias, clerecía, fábricas y hospitales y otras cosas que adelante irán especificadas». Es conveniente señalar que éste no era, sin embargo, un compromiso

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universal, sino un acuerdo marco, como se diría ahora, un modelo que tenía que actualizarse siempre y en cada caso en la erección de nuevas diócesis. El acuerdo sobre la división de los diezmos que se estableció con la erección de la diócesis de México se constituyó en el modelo y en el punto de referencia obligado. La Recopilación de 1681, que recoge esta fórmula, consagra legalmente una práctica generalizada. B)

La distribución decimal

La división que se estableció -salvo algunas particularidades locales, en la mayor parte de los casos sin mayor relevancia- fue la siguiente. Se dividió la masa decimal en dos mitades; de la primera correspondía la mitad al ordinario y la otra al cabildo catedralicio. De la segunda mitad se hacía una nueva división en nueve partes, que se distribuían de la siguiente forma: dos novenos para el rey -para la Real Hacienda—, cuatro novenos para los párrocos -beneficíales- y uno y medio, respectivamente, para hospitales y fábricas de iglesias. Esta complicada, aunque no difícil, distribución de los fondos ha llevado a algún error de bulto. Quizá se pueda visualizar mejor si trasladamos la distribución a sus valores porcentuales. % Obispos Cabildo Rey Beneficíales Fábrica de iglesias Hospitales

25 25 11,11 22,22 8,33 8,33

Este es, insisto, el reparto habitual, pero en los documentos de creación de las diócesis podían pactarse algunas variantes, como las que recoge Dubrowsky, en algunos casos sumamente peculiares; por ejemplo, el de Córdoba de Tucumán, en el que la Corona se reserva sólo dos veintisieteavos del total -alrededor del 7,40 por 100-, o el de Buenos Aires, en el que la Corona se asigna dos tercios de las primicias -relativamente importantes en la zona por su producción ganadera- y nada de los diezmos, que, dicho sea de paso, como señala el propio Dubrowsky, fueron escasos durante los siglos XVI y xvii por la pobreza de la región y la resistencia de sus habitantes. Sobre estas cargas, sin romper la división porcentual, se impusieron nuevas obligaciones sobre la recaudación decimal, muy parecidas a los situados que gravaban otros ingresos fiscales. Por ejemplo, sostenimiento de seminarios y universidades, cuotas para el Patriarcado de Indias y los cardenales romanos, etc. En algún caso concreto, como en las diócesis de Guamanga o Trujillo, en el Perú, antes de proceder al reparto decimal se separaban doscientos cincuenta pesos para el mayordomo, administrador de los diezmos en las respectivas diócesis. La modificación más importante de carácter general en la distribución decimal se dio al final del período español, dentro de un ambiente de crisis fiscal generalizada y consecuente avidez recaudatoria de la Monarquía, que estudiaremos más adelante. Me refiero a la práctica duplicación de la partici-

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pación real en el producto de los diezmos. En efecto, en 1804, amparándose en un breve del papa Pío VII, que le concedía algunas gracias sobre las rentas eclesiásticas, en consideración de las circunstancias bélicas y fiscales, y «... usando de la suprema autoridad que me corresponde en los diezmos de las Iglesias de aquellos Dominios, mando que, sin alterar en nada el método que, conforme a las leyes, está establecido para su cobranza y distribución, se deduzca en cada Obispado un noveno de todo el valor de su gruesa antes de tocar en ella para la deducción de la casa excusada y demás divisiones y aplicaciones que se harán después en el sobrante que resulte, y debiendo dicho noveno entrar en la Caja de Consolidación». El nuevo noveno decimal se establecía, pues, sobre toda la recaudación, y no como los dos novenos tradicionales, que eran sobre la mitad. La participación de la Hacienda Real, en consecuencia, se duplicaba, y teniendo en cuenta además que era sobre la masa bruta, antes de cualquier descuento, la participación del rey, a partir de este momento, debió de afectar a no menos de la cuarta parte de los ingresos decimales. C)

Qué debía diezmar

Los diezmos, de raigambre bíblica, comienzan a adquirir formas jurídicas en el derecho positivo de la Iglesia desde el siglo vi como un impuesto o tributo que obliga a todos los fieles cristianos a contribuir al sostenimiento del culto y de sus ministros con una décima parte de los frutos o ganancias lícitamente adquiridos. Los usos y costumbres imperantes en Castilla a finales del siglo XV y comienzos del XVI son los que determinan la implantación y desarrollo inicial de los diezmos en Indias. Los diezmos podían ser de dos clases: prediales -los procedentes de los frutos de la tierra- y personales -los que se originaban en las rentas laborales-. En el momento de su introducción a Indias los diezmos personales habían caído ya en desuso: el gravamen no supo adaptarse a las nuevas formas económicas, producto del desarrollo capitalista; de tal forma que los sectores más rentables quedaron exceptuados, en contra de los tradicionales, que habían perdido su importancia económica anterior. En efecto, diezmos personales y rediezmos quedaron expresamente prohibidos. Esta última prohibición, la de los rediezmos, pretendía confirmar el principio de que un mismo producto no debía tributar dos veces o, dicho de otra manera, se dejaban excluidos los productos industriales o manufacturados. Sin embargo, la costumbre medieval estaba todavía muy cercana, de tal forma que el obispo Valverde -«el frayle de Cajamarca»- intentó cobrar diezmos personales a sus feligreses, quienes protestaron enérgicamente ante el rey, que reiteró la orden de que no se cobrara este tipo de tributo eclesiástico. Desde los primeros momentos también quedaron excluidos de los diezmos los productos de las minas y de las pesquerías de perlas - q u e podían considerarse frutos de la tierra-. Esta pretensión real fue concedida expresamente por la Santa Sede en 1510 y estipulada definitivamente en la Concordia de Burgos. No cabe duda de que con ello se quitaba a la Iglesia en América el rubro más sustancioso y el sector en el que la Corona tenía puestas sus esperanzas económicas y fiscales, y eso que todavía se estaba

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lejos de sospechar las enormes posibilidades de la minería argentífera del continente. Otras exclusiones de menor entidad son las que gozaban los materiales de construcción como la cal, ladrillos y tejas, o el producto de la caza y de la pesca. En definitiva, el diezmo en Indias quedó reducido a la producción agropecuaria, que, en principio y como se desprende del nombre, afecta a una décima parte de la producción, a la que habría que añadir las primicias, es decir, los primeros frutos de la tierra o de los ganados. Pero este porcentaje es sólo orientativo, pues en cada diócesis se establecen tablas reguladoras para los diferentes productos, que se aproximan a esa proporción, aunque generalmente no la sobrepasan. Los pagos debían hacerse en especies y no en dinero. Disposición taxativa que impidió encontrar una solución sencilla para la contribución de algunos productos difíciles, como la caña de azúcar. En Canarias ya se había planteado el problema y en Indias se le dio la misma solución: los productores debían contribuir en azúcar refinado y no en su materia prima, como pretendían los agricultores. D)

Quiénes debían diezmar

Partiendo de los mismos principios que establecíamos en el epígrafe anterior, los sujetos de la contribución son todos los bautizados que se dediquen a las actividades afectadas por el impuesto. Aunque no afecte directamente a Indias, es interesante anotar el concepto de diezmo real, es decir, el que se establece en función de la cosa y no de la persona, por el que en Castilla se obligaba a tributar a los judíos. En América no existió teóricamente este problema, pero sí el de que muchos sectores sociales intentaron escabullirse de esta obligación, como los encomenderos y los miembros de las Ordenes militares. Los controvertidos y polémicos casos de los indios y de las Ordenes religiosas merecen que les dediquemos, poco más adelante, un tratamiento más detenido. Las pretensiones de los caballeros de las Ordenes militares han sido estudiadas por Guillermo Lohmann. El caso más sonado y el que de alguna forma inicia la polémica es el del primer virrey novohispano, don Antonio de Mendoza, quien se negó a pagar diezmos con la excusa de su condición de caballero de Santiago. La reacción de la Corona fue inmediata. En 1554 le ordenó no sólo contribuir normalmente como cualquier otro subdito, sino además abonar los diezmos atrasados. La excusa del virrey tenía, sin embargo, una base cierta: desde 1175 la Orden estaba autorizada a recibir los diezmos de sus miembros. Estos consiguieron en 1551 una provisión real por la que los caballeros residentes en Indias diezmaran a favor del convento de Santiago de la Espada, en Sevilla. La ambigüedad de la disposición podía interpretarse, y así lo hicieron los caballeros indianos, como dispensa de hacerlo en sus respectivas diócesis. Desde ambos virreinatos las autoridades eclesiásticas protestaron. En Nueva España, además, como una determinación colectiva de los obispos reunidos en el primer concilio mexicano. La respuesta del rey - e n 1558 para Nueva España y al año siguiente para el P e r ú - fue inequívoca: recordando el precedente de don Antonio de Mendoza, se reiteraba la

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orden de que los caballeros de las Ordenes militares diezmaran en Indias. Pese a que la voluntad real había quedado suficientemente clara, los pleitos entre los caballeros y las autoridades diocesanas continuaron por mucho tiempo, obligando a reiterar frecuentemente la orden de que vestir los hábitos de tales Ordenes -Santiago, Alcántara, Calatrava, Montesa- no les daba ningún privilegio en este terreno. E)

El indio y el diezmo

Los indios americanos, en general, fueron exceptuados de la obligación de diezmar. Una afirmación tajante y cierta, pero que necesita de muchas precisiones y matizaciones para comprender o intentar aproximarse a su verdadero alcance. La cuestión fue ampliamente debatida en la época. Por una parte estaban los religiosos, quienes se mostraron siempre reacios a que los indios diezmaran, basando principalmente su argumentación en que los naturales eran nuevos en la fe y en que ya pagaban otras cargas al Estado, como los tributos, de los que estaban exonerados en Indias todos los españoles, y, sobre todo, en que los indígenas no debían entender, ni remotamente, que su condición de cristianos comportaba una nueva carga económica. En el otro lado estaban los obispos y el clero secular -apoyados muchas veces por las autoridades locales-, quienes opinaban que los indios, como los demás cristianos, estaban obligados a pagar los diezmos para no hacer acepción de personas, sobre todo cuando, con el tiempo, iban dejando de ser nuevos en la fe; el que contribuyeran -decían- permitiría establecer un ordenamiento diocesano más funcional y eficaz, como en cualquier otro país católico. La argumentación de unos y otros es abundante, con razones pastorales, jurídicas, históricas, económicas, y el lector de tales informes se siente confuso, como debieron de sentirse las autoridades que tuvieron que tomar una decisión. Unos y otros tienen razón desde sus respectivos puntos de vista. Esta confusión es la que, creo, explica la acción vacilante de la Corona en los primeros momentos, para tomar después una actitud más decidida a favor de exonerar a los indios de la renta decimal, aunque adoptando una serie de medidas correctoras. «Al principio los indios no diezmaban -nos dice Castañeda, que es quien mejor ha estudiado la cuestión inicial en la Nueva España-. Así lo reglamentaba una Real Cédula fechada en Monzón el 2-VIII-1533; los indios no pagarían diezmos por ser nuevos en la fe, pero permitía a cambio tomar la cuarta parte de los tributos que pagaban al Rey o al encomendero. Sólo unos meses más tarde otra Real Cédula exponía abiertamente la conveniencia de que pagaran los diezmos como en Castilla, a no ser que los inconvenientes fueran muy graves. En las instrucciones al Virrey Mendoza se insiste en la necesidad de hallar el medio adecuado para que los naturales paguen los diezmos eclesiásticos "que según la ley divina y humana son obligados a pagar". Poco después, el Obispo de Tlaxcala pidió los diezmos del pastel, azafrán y seda, y el virrey informó que lo debía "tomar por sí y un capítulo de la Instrucción". Una clara obligación, aunque limitada por el tiempo, se les impuso en 1538 [por dos años, los diezmos del pan y semillas] y aunque la Junta reunida con Tello de

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Sandoval acordó lo contrario, la Corona estaba decidida a una clara imposición: la Real Cédula de 1544 mandaba pagar el diezmo de ganados, trigo y seda, con tal de que para cobrarlos se pongan arrendadores». Por una cédula de 1555, ante las airadas protestas de las Ordenes religiosas, el rey desautorizó el intento del episcopado novohispano de extender la cobranza del diezmo a los naturales. Dos años después se reiteró la orden de exoneración y en el mismo sentido se escribió a la Audiencia de Lima. Todo esto no significa, por supuesto, que la polémica remita, pero poco a poco las iglesias diocesanas se dan cuenta de que tienen la batalla perdida. En el segundo concilio mexicano, por ejemplo, en 1565, se admite ya la exclusión de los indios del régimen decimal «excepto de las tres cosas que están mandadas pagar por la Ejecutoria Real», es decir, el ganado, el trigo y la seda, en consideración de que son productos de Castilla. Aquí nos encontramos precisamente ante una de esas matizaciones importantes a las que antes nos referíamos. La disposición se dictó por primera vez a la Audiencia de México en 1543 y se reiteró un año después en la Ejecutoria citada por Castañeda y que menciona el concilio. Entre octubre de 1549 y junio de 1557, como dice Dubrowsky, se hizo extensiva a los restantes territorios indianos. Aunque no tengo la referencia legal exacta, en algunas regiones novohispanas debió de introducirse bastante pronto el llamado diezmo de conmutación, es decir, el pago de cuatro reales y medio por cabeza, que liberaba a los indios de cualquier otra carga en esta materia. De esta forma, cuando a comienzos del siglo xix se intentó cobrar a los indios del obispado de Oaxaca diezmos por los productos de las tierras alquiladas a españoles, por cédula de 1808 se recordó que, por «costumbre inmemorial», con el diezmo de conmutación se eximía a los naturales de cualquier otra contribución decimal. En el virreinato peruano la polémica fue igualmente dura. Pero las soluciones -quizá por contarse con la experiencia novohispana- fueron más claras y lineales. Ya en los primeros títulos de encomienda entregados por el gobernador don Francisco Pizarro se especificaban con claridad las obligaciones del encomendero para con el doctrinero, al tasarse los salarios y alimentos que debía recibir, «... en tanto que no hay diezmos de que el dicho clérigo o religioso se pueda sustentar». Los obispos reunidos en el segundo concilio límense (1567) reconocen su derrota en el intento de introducir a los indios en el régimen decimal y aceptan esta fórmula para el sostenimiento de los doctrineros; sólo piden que se les pague antes que a los encomenderos. En la Tasa General del virrey Toledo - q u e reglamentó definitivamente en Perú la cuestión tributaria- se separó una parte de los tributos -ya fueran de encomenderos o del rey- para la paga de corregidores, protectores de indios, curacas... y, lo que ahora interesa destacar, de los doctrineros. En algunas tasas, como la del repartimiento de Papres, en la provincia de Huamanga, se especifica el reparto: para el encomendero, 529 pesos, 110 piezas de ropa, 90 fanegas de maíz y 72 de papas; para los justicias, 100 pesos; para los caciques, 100 pesos; para el sínodo del doctrinero, 435 pesos,

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y 30 más para la fábrica de la iglesia. Esta última aportación, unida a las de las cofradías que se formaban en estas parroquias indígenas, sirvió para, como dice Lorenzo Huertas, dar realce a los templos de las zonas rurales y no solamente a los de las ciudades. En este relato es importante no perder de vista una de las cuestiones claves: que lo que s"e ventila es el sostenimiento económico de una buena parte, si no de la mayoría, de sacerdotes con cura de almas, las de indios cristianizados, que stricto sensu no puede considerarse ya labor misional y que componen la mayor parte de la población americana. De esta manera, en el núcleo de la polémica sobre la incorporación de los indios al régimen general de los diezmos - q u e continuó con la misma fuerza, aunque más espaciadamente, en las dos siguientes centurias- nos encontramos siempre dos grandes cuestiones de fondo. Una, estrictamente económica: la insuficiencia de la recaudación decimal para mantener la administración diocesana, hasta tal punto que es uno de los frenos para la creación de nuevas diócesis. La de Arequipa, por ejemplo, creada por primera vez en 1577, tuvo que esperar hasta 1609 para su definitiva erección por la oposición del obispado del Cuzco, del que se desmembraba. La otra cuestión es la pugna entre los dos cleros, en este caso por la ocupación de las doctrinas de los indios. La paulatina incorporación de los curatos al clero secular -la conocida como secularización de doctrinas-, que se acelera en el siglo XVIII, no comportó, sin embargo, ningún cambio resaltable en orden a la incorporación del indio a la administración general del diezmo. La única vez, que sepa yo, que se trató de modificar seriamente el régimen decimal fue en la famosa Junta Magna de 1568, reforma que se incluyó en las instrucciones secretas entregadas al virrey Toledo para que si, llegado el caso, lo viera posible y conveniente, lo introdujera en el Perú. En efecto, se sugería la conveniencia de introducir a los indios en el régimen general para solucionar los problemas económicos de las iglesias diocesanas, pero esta reforma comportaba una nueva distribución decimal que mirara a la asistencia económica de los doctrineros. La masa decimal se dividía en tres partes: la primera, para el sustento del obispo, del cabildo y demás beneficiados; la segunda, para «las iglesias, curas y beneficiados»; la tercera, de la que se pagaría la fábrica de iglesias y los dos novenos a la Corona, pero ahora no de la mitad, sino del total de la masa; es decir, la Real Hacienda percibiría el doble, pero con compromiso de «socorrer a las obras pías de que hubiere necesidad, con tanto que quede congrua sustentación a las iglesias y a sus ministros». El proyecto, es ocioso advertirlo, no se llevó a la práctica, pero nos muestra cuál era el pensamiento de los consejeros y su temor a las protestas de los religiosos, expresado en el mismo documento, que les lleva a adoptar la actitud de secreto y a recomendar al virrey que actúe con cautela. El Código Ovandino recogía poco más tarde muchas de las conclusiones de la Junta Magna. También en el arzobispado de Lima los indios consiguieron un régimen tan excepcional como el diezmo de conmutación novohispano. En efecto, desde finales del siglo XVI habían suscitado un contencioso que, aunque

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fallado favorablemente en 1597 por la Audiencia de los Reyes, no-logró la confirmación del Consejo de Indias hasta 1655. En adelante los indios debían pagar un «diezmo» en razón de veinte a uno -la mitad del general, un 5 por 100- de todos los frutos que recogieren, pero en compensación se les liberaba de todas las otras contribuciones anejas; es decir, por una parte, debía descontárseles de la tasa del tributo lo correspondiente al doctrinero, el tomín del hospital y el medio para la fábrica de la iglesia, y, por otra, del diezmo de los frutos de Castilla, cuya recaudación debió de dar lugar a equívocos y maltratos por parte de los diezmeros. La resolución del Consejo no se puso en práctica hasta una década después. Los oidores de la Audiencia, en funciones de gobierno por la muerte del virrey conde de Santisteban, que ejecutaron la medida, expresan sus dudas: «Sobre si esto ha de ceder en utilidad de los indios o engaño suyo, hay diferentes dictámenes; lo mostrará el tiempo». F)

El diezmo y las Ordenes religiosas

Poco más adelante trataremos del sostenimiento económico de las Ordenes religiosas y de sus obras apostólicas, pero ahora al tratar de los diezmos es necesario adelantar ya algunos conceptos. «Las Ordenes religiosas en América -nos dice Castañeda- al principio no tuvieron propiedades, "se fundaron en toda pobreza y así perseveraron por mucho tiempo". Pero, "de poco tiempo a esta parte", los dominicos y agustinos comenzaron a adquirir bienes raíces e introdujeron diversas granjerias. Así escribía Su Majestad a la Audiencia del Perú. Era un hecho. Las constituciones tridentinas permitieron poseer en común a todos los religiosos —excepto a los franciscanos- y, al aumentar el número de conventos y sus obligaciones apostólicas, comenzaron a aceptar mandas y herencias y a tener bienes propios y otras granjerias. Una legislación abiertamente protectora los amparaba y el fuerte sentimiento religioso de aquellas comunidades cristianas contribuía a que fuese realidad». Las Ordenes tradicionales habían adquirido desde los siglos medievales privilegios pontificios que las exoneraban de los diezmos. La Compañía de Jesús consiguió en el transcurso del siglo XVI los mismos derechos, expresados aún con más fuerza y claridad. Tal derecho parecía, pues, incontrovertible. Las autoridades diocesanas reaccionaron de inmediato ante esta práctica que atacaba directamente la economía de las iglesias locales, y mucho más a partir de las últimas décadas del siglo XVI, en que las adquisiciones, por una u otra vía, comienzan a aumentar de forma vertiginosa, detrayendo muchas veces propiedades de españoles que hasta ese momento habían contribuido con regularidad al sostenimiento de las iglesias diocesanas. Las protestas de los obispos ante el Consejo de Indias y la Santa Sede, amparadas en argumentos históricos y jurídicos que se remontaban a las Siete Partidas, se alargan en juicios interminables, sin conseguir resultados positivos. La actitud de los consejeros hasta 1624 es dubitativa. Parece estar en su ánimo el peso de los privilegios pontificios, pero ese año la actitud oficial cambia radicalmente, para hacer causa común con los obispos y las iglesias diocesanas. Se había encontrado, por fin, un argumento jurídico tan

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poderoso como el que esgrimían los religiosos, es decir, considerar los diezmos más como una regalía que como un impuesto eclesiástico, basándose precisamente en la Eximiae devotionis, que cedió los diezmos a la monarquía con la obligación de mantener a la Iglesia y a sus ministros. Las consecuencias de este cambio de orientación eran, pues, elementales: por una parte, los privilegios pontificios perdían su peso argumentativo y, por otra, resultaba injusto con el Fisco Real retraerle los medios para cumplir con sus deberes económicos. La sentencia, aunque tardó todavía algunos años -se dictó el 20 de febrero de 1655-, no podía ser de otra manera: las Ordenes religiosas fueron condenadas a pagar «todos los diezmos que se adeudasen de sus haciendas y bienes diezmables y los adeudados desde la contestación de la demanda». Ante el recurso de las religiones, dos años después, el 16 de junio de 1657, se modificó la sentencia en su parte más drástica, la que les obligaba a pagar los retrasos. En adelante estarían obligados a pagar los diezmos desde la fecha de la sentencia de revista. Todas las Ordenes religiosas se avinieron al cumplimiento de la disposición judicial menos la Compañía de Jesús, que el 3 de julio de ese mismo año interpuso recurso de segunda suplicación, que le fue admitido. El juicio, removido ocasionalmente, se aletargó en el Consejo de Indias cerca de un siglo, durante el cual los bienes raíces de la Compañía continuaron, en general, sin pagar los diezmos. En 1748 el Procurador General de la Compañía en Indias presentó ante el rey Fernando VI la propuesta de una solución pactada, transaccional, para solucionar «los gravísimos inconvenientes que ocasionaba la litis pendencia en el dilatado tiempo de casi un siglo que había pasado sin terminarse el recurso de segunda suplicación». La transacción, consultada a una Junta particular formada por cuatro miembros del Consejo de Castilla y aprobada por el Real Decreto de 9 de enero de 1750, consistía en que el rey, como «dueño absoluto y único de los diezmos», daba por concluido definitivamente el pleito y la Compañía de Jesús quedaba obligada a pagar este derecho «de todos los frutos diezmables de las haciendas y bienes que entonces poseía y en lo futuro adquiriese, aunque fuesen novales», pero en la proporción de treinta a uno, en lugar del diez a uno general que pagaban los particulares y las Ordenes religiosas. El privilegio real incluía, además, la posibilidad de que los administradores de las propiedades jesuíticas hicieran el pago con una simple declaración jurada. Pese al «silencio perpetuo» que el Real Decreto imponía a todas las partes, «las Santas Iglesias de Nueva España y algunas del Perú» protestaron inmediata y enérgicamente por el privilegio concedido. Con el ascenso al trono de Carlos III los recursos de los apoderados eclesiásticos americanos comenzaron a ser escuchados en la corte, donde las simpatías anteriores habían cambiado muy desfavorablemente para los hijos de San Ignacio. El 4 de diciembre de 1766 se despachó una cédula por la que se declaraba írrita y sin ningún valor la concesión de Fernando VI. Los argumentos utilizados para esta retractación son verdaderamente fuertes. Se acusa, por una parte, a la Compañía de haber sorprendido la

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buena fe del rey. No pudo estar, dice Carlos III, en el «ánimo del Rey mi hermano conceder una gracia o privilegio tan exorbitante en perjuicio no sólo del Real Patrimonio, sino también de las Iglesias, Hospitales y Casas piadosas, y demás partícipes de los Diezmos». Por otra, el peligro del agravio comparativo para las demás Ordenes religiosas que con toda razón y méritos, se dice, querrán gozar de los mismos privilegios. En adelante, aunque prácticamente no hubo tiempo para ello al decretarse poco después la expulsión, la Compañía debía pagar los diezmos por el régimen general del diez a uno. G)

La administración decimal

En la administración de los diezmos se puede establecer un principio general que, como ocurre con muchos otros aspectos de la cuestión diezmal, admite todo tipo de excepciones y matizaciones: cuando la recaudación de los diezmos cubre las necesidades de una iglesia diocesana, éstos son administrados por los propios eclesiásticos; en caso contrario, cuando el fisco tiene que cubrir, por insuficiencia de la recaudación, los salarios de los clérigos y obispos y las otras necesidades eclesiales, se administran por los oficiales reales. La norma general que recoge la Recopilación de 1681 para establecer una u otra administración es la dotación suficiente de la catedral, aunque sin fijar una cantidad. Pero tenemos, por otra parte, un criterio - q u e se repite frecuentemente en la legislación- que nos puede servir para este objetivo: la congrua sustentación del obispo, que, se dice, no debe bajar de los quinientos mil maravedís, es decir, los 1.835 pesos de a ocho, lo que -haciendo una extrapolación aproximativa- supondría que la recaudación total debía rondar los 7.340 pesos para que los diezmos fueran directamente administrados por la autoridad eclesiástica. Lo normal en los primeros momentos fue la administración de los oficiales reales, pero poco a poco la gran mayoría de las diócesis indianas adquirieron una relativa solvencia y, por lo tanto, su autonomía administrativa. La mayor parte de las diócesis debieron de alcanzar relativamente pronto esa mayoría de edad, como se puede ver, por ejemplo, en esta relación de las iglesias peruanas correspondiente a los primeros años del siglo xvil: Diócesis Trujillo Quito Guamanga Cuzco Arequipa La Paz La Plata Santa Cruz Tucumán Paraguay

Diezmos

Dos novenos

39.392 30.500 14.256 44.352 24.744 20.292 45.094 14.820 8.712 1.140

4.376 3.338 1.584 4.928 2.749 2.257 7.898 1.649 968 160

Castañeda, de quien tomamos estos datos cuantitativos, nos ofrece un cuadro más completo de la iglesia metropolitana de Los Reyes. En 1620, los

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diezmos rindieron 170.160 pesos de a ocho, de los que, deducidos los 1.714 de gastos generales -mayordomo, contador, solicitador de pleitos, abogados, escribanos, etc.—, los 314 de la casa excusada y los 5.059 del 3 por 100 que correspondía al Seminario, quedaron 163.582 pesos, sobre los que hubo que efectuar la división prevista en la legislación. Al Arzobispo y al Cabildo les correspondieron, respectivamente, 40.895 pesos. De esta última, la cuarta capitular, se pagaron: Al deán A cada una de las cuatro dignidades A cada uno de los diez canónigos A cada uno de los seis racioneros A cada uno de los seis medio racioneros

2.371 2.055 1.580 1.106 553

Eran cantidades con las que no debían sentirse muy satisfechos. La gruesa ciertamente era mucho mayor que en otras diócesis, pero también había que repartirla entre un número mayor de beneficiados. En 1763 consiguieron éstos una cédula por la que se ordenaba «que de las vacantes menores se completen al deán 3.200 pesos; a las dignidades, 2.600; a los canónigos, 2.200; a los racioneros, 1.500, y a los medio racioneros, 800». Los novenos y medio de fábricas de iglesias y hospitales sumaron 13.632 pesos, respectivamente. De los cuatro novenos beneficiales, que suman 36.351 pesos, cobraron sus haberes los párrocos, capellanes, sacristanes, organistas, pertigueros, canicularios, etc. En las diócesis de administración autónoma, generalmente nos encontramos con un núcleo directivo formado por el mayordomo y dos jueces hacedores, nombrados respectivamente por el Prelado y el Cabildo eclesiástico, que debían estar, entre otras cosas, presentes en los remates y distribución de los productos. La recaudación por menor se realizaba por personal subalterno, los diezmeros, pero muchas veces se arrendaba a particulares, sistema habitual en la época con otro tipo de rentas, pero aquí el problema radicaba en que muchos beneficiarios eran clérigos, lo que provocó la protesta de los contribuyentes y de los oficiales reales. Esta costumbre se abandonó por disposiciones reales y por la propia condena de los concilios americanos, en cuanto que se oponía a los cánones que prohibían a los eclesiásticos todo tipo de negocios. En este sentido, y aunque ahora nos refiramos a un aspecto absolutamente legal, una de las mayores dificultades, tanto para los contribuyentes como para los funcionarios reales, era la firmeza e incluso dureza de los administradores eclesiásticos, quienes estaban tentados de utilizar con excesiva frecuencia las excomuniones reservadas al obispo. Para evitar estos problemas, aunque con escasos resultados, se ordenó que los mayordomos fueran seglares. El Estado trató de mantener siempre bajo su control la recaudación y distribución de los diezmos, incluso cuando la administración corría a cargo de los propios eclesiásticos, lo que, como fácilmente se puede deducir, provocó multitud de roces y enfrentamientos. Este interés se explica, por lo menos, por dos razones. En primer lugar, porque se trataba de reafirmar el carácter realengo de la renta, y después porque la Corona tenía intereses

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económicos directos en la recaudación, comenzando por los dos novenos y otros beneficios que veremos más adelante. Aunque muchas veces, por la cortedad de los ingresos, la Corona hacía cesión temporal de la parte de los diezmos que les correspondía a las propias iglesias o la gastaba en obras piadosas, mantenía el criterio de que esta parte debía primero ingresar en las arcas reales. Por lo tanto, fue norma habitual que a los remates asistieran los representantes del rey (funcionarios reales y oidores) en las capitales audienciales y los corregidores en las provinciales, para controlar los intereses reales. La reunión de tan heterogéneos personajes fue también otra fuente de litigios, ahora por cuestiones protocolarias, que sólo se resolverán en la segunda mitad del siglo XVIII, en consonancia con los principios que inspiran la política de entonces, es decir, el reforzamiento del regalismo y el control más eficaz de los recursos fiscales. En 1770 se ordenó, por ejemplo, a los virreyes de Lima y Santa Fe que el orden en los remates debía ser el siguiente: primero, el corregidor, seguido por el juez eclesiástico, y por último los oficiales reales. En caso de ausencia, el corregidor debía ser sustituido en la presidencia por un funcionario real. En efecto, a lo largo del siglo x v m se incrementaron los intentos de intervención real en la administración decimal y, como dice Carmen Purroy, durante el reinado de Carlos III se multiplicaron las medidas legislativas al respecto: «Se darán disposiciones que afectarán al nombramiento de los contadores de diezmos y a la administración, arriendo y distribución de los diezmos. Se intentará cortar todos los abusos que se dieran, señalar el interés de la Corona en los dos reales novenos, excusado, noveno y medio de fábricas y hospitales, cuatro novenos beneficiales, etc., y, finalmente, controlar a todos aquellos que pudieran actuar en contra de sus intereses». En 1772, por una cédula circular dirigida a todas las altas autoridades indianas, se ordenó la formación de juntas especiales, compuestas en las capitales audienciales por el prelado, como presidente, un oidor y un fiscal de la Audiencia, y en las sedes provinciales por el prelado, el gobernador y su asesor, con el exclusivo fin de averiguar los diezmos, obvenciones y otras rentas que recibían los curas, en orden a regular los sínodos que percibían de las cajas reales. En este mismo sentido se ordenó la convocatoria de sínodos diocesanos, que pusieran «pronto remedio en los excesos y desórdenes» en este terreno. En 1772 se crearon en las capitales virreinales contadurías generales de diezmos con el fin de controlar mejor todos los intereses reales en la administración de los diezmos. En Lima, por ejemplo, se nombró como contador a José Sánchez y se le asignó como colaboradores a dos oficiales amanuenses. El virrey Amat expresa en su Relación de Gobierno su satisfacción por la medida, que permitió - d i c e - poner orden en las cuentas y reactivar la renta en muchas diócesis, cobrándose los derechos reales en «los tiempos y plazos prevenidos».

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Dos años después, en 1774, en esta misma línea de actuación, se dio una orden más trascendente y controvertida, al disponerse que en adelante los contadores de diezmos de las respectivas diócesis serían nombrados por la Corona y no por los cabildos eclesiásticos. Sus atribuciones y salarios no sufrirían variación, aunque se ordenaba su asistencia obligatoria a los arrendamientos y distribución de los diezmos. La medida fue muy mal recibida por los eclesiásticos indianos, muy especialmente por la Iglesia Metropolitana de México. Y no era para menos, pues de alguna manera recortaba la autonomía administrativa que se había concedido a las diócesis con suficientes recursos y suponía, por otra parte, una intromisión en los asuntos internos de los obispados. Entre los muchos argumentos de oposición cabe destacar el de que dichos contadores no se ocupaban exclusivamente de asuntos relacionados con la administración decimal, sino de otras muchas y complejas cuestiones de la economía diocesana. Esta cédula de 1774 es importante también por una declaración expresa de principios que intenta justificar medidas de esta naturaleza contra el estamento eclesiástico: los diezmos eran un bien patrimonial de la Corona, al que ésta no había renunciado y que, por lo tanto, podía disponer libremente de ellos, con la sola condición de mantener a las iglesias. En diciembre de 1776 se ordenó que a los remates de los diezmos asistiera un contador del Tribunal de Cuentas y el fiscal de la Real Hacienda, cargo de novísima creación, y cuatro meses después, en abril de 1777, se culminaba de alguna manera esta paulatina pero decidida intromisión del Estado en la administración decimal con la creación de una Junta de Diezmos en cada obispado, compuesta por ministros reales y jueces hacedores, que debía controlar todos los pasos de la administración decimal según el reglamento que acompañaba a la cédula, reglamento que regulaba minuciosamente la recaudación y distribución y que fue continuado en los años sucesivos con una abundante legislación que descendía a los más mínimos detalles. H)

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Beneficios de la Real Hacienda sobre los diezmos

La redonación de los diezmos a las iglesias diocesanas redujo la participación directa del Estado, como ya hemos visto, a los dos novenos. Y, como también ya se ha dicho, durante mucho tiempo la mayor parte de estos ingresos revirtieron de una u otra manera a las iglesias. En el siglo XVIII la Corona comenzó a engrosar con estas rentas las arcas reales, legislando, por ejemplo, que debían separarse de la masa decimal antes de cualquier carga o descuento que se hiciera sobre la recaudación total de los diezmos. Esta política fiscal tiene su culminación con la duplicación de los novenos reales. Desde 1617 comenzó a discutirse sobre la titularidad de las rentas de los prelados en sede vacante, es decir, desde el momento de la muerte o traslado de un arzobispo u obispo hasta que el nuevo tomaba posesión del cargo o al menos hasta que fuera confirmado con el fiat pontificio. Tiempo que en Indias generalmente, dadas la lejanía del poder central y las enormes distancias de sus territorios, tendía a dilatarse por largos períodos. En 1626, por una real cédula que fue recogida después por la Recopilación de 1681, se

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decretó que tales rentas, las vacantes mayores, correspondían a la Corona, en virtud de la concesión pontificia de los diezmos. En 1737 se ordenó lo mismo para las vacantes menores, es decir, para las que se producían a la muerte, traslado o renuncia de las dignidades, canónigos y demás beneficiarios del cabildo catedralicio. Ambas rentas eran recaudadas por los funcionarios reales y llevadas en cuentas aparte como ramos separados de la Real Hacienda. Al menos teóricamente, el producto de estos rubros debía emplearse en fines religiosos, como costear los gastos que suponía el envío de misioneros desde la Península a América. Además de las pensiones de limosnas y obras pías, desde 1796 se ordenó que se separara una tercera parte de la renta de ambas vacantes para el Montepío Militar y después mil pesos para el Montepío de Ministerios, aunque esta última carga la compartía con el fondo de la Pensión de la Orden de Carlos III, para cuyo sustento se gravaron las rentas de los obispos y prebendados del Cabildo. Al obispado de Caracas le correspondían, por ejemplo, 2.100 pesos, distribuidos de la siguiente manera: al obispo, 900 pesos; al deán, 140; a las dignidades, 100; a los canónigos, 440 en total; a los racioneros y medio racioneros, 120 y 100 pesos respectivamente, también en conjunto. En compensación de estos beneficios, el Estado español se mostró siempre generoso con la Iglesia indiana, asumiendo con responsabilidad los compromisos que había adquirido con la Santa Sede de evangelizar a los naturales y de sostener las necesidades de la Iglesia y sus ministros. Sin poder hacer un balance exacto, se puede afirmar sin temor a equivocarse que en los dos primeros siglos el sostenimiento de la Iglesia corrió no sólo a cargo de los productos decimales, sino también de otros fondos fiscales, pero esta afirmación creo que no se puede mantener a partir del siglo XVIII, cuando la avidez recaudatoria del Estado, como hemos visto y tendremos oportunidad de volver sobre ello, apuntó directamente a la Iglesia y al estamento eclesiástico. II.

EL SÍNODO PARROQUIAL Y LOS ESTIPENDIOS

Además de la parte correspondiente de los diezmos, la Iglesia americana dispuso de otras dos fuentes de ingresos, que fueron el sínodo y los estipendios. El sínodo, en cuanto subvención parroquial (para distinguirlo del sínodo misional), era la cantidad que la Corona española asignaba a los párrocos de indios o doctrineros, fueran sacerdotes seculares o religiosos, «de los tributos que dan los indios», porcentaje que Antonio Acosta calcula para el Perú del siglo XVII entre el 20 y el 25 por 100 de esos tributos. Esta asignación parece haberse establecido a mediados del siglo xvi, pero no fue nunca uniforme. Ante la imposibilidad de trazar su proceso de evolución, he aquí dos ejemplos de la misma. En el arzobispado de Lima había en 1599 ún total de 237 doctrinas o parroquias de indios, 118 de ellas a cargo de clérigos seculares y 122 al

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cuidado de religiosos. Los primeros percibían por término medio 400 pesos ensayados por doctrina, mientras que la cantidad asignada a los segundos era de unos 350 pesos. En 1598, la Corona entregaba las siguientes cantidades en los distritos que se consignan a continuación: Lima Trujillo Huánuco Chachapoyas

15.290 8.852 4.871 2.677

pesos y 3 tomines pesos y 1 tomín pesos y 1 tomín pesos

De estas cantidades se detraía el 3 por 100 para el seminario. En total, 950 pesos y 4 tomines. Por lo que se refiere a los estipendios, los concilios segundo y tercero de México (1567 y 1585), así como el primero, segundo y tercero de Lima (1552,1567 y 1582-83), prohibieron a los párrocos de indios que recibieran donativo alguno por parte de los nativos por la administración de los sacramentos. A pesar de ello, Antonio Acosta calcula para el Perú del siglo XVII que cada indígena adulto entregaba medio real de ofrenda en misas y festividades, así como un peso por derechos de matrimonio, bautismo y entierros, con lo que la cantidad anual percibida por cada doctrinero se podría calcular en 3.848 pesos. III.

LOS INGRESOS DE LAS ORDENES RELIGIOSAS

La labor misional, la incorporación al cristianismo del nuevo continente, fue una tarea casi exclusiva de las Ordenes religiosas, y la atención de los criollos recayó también en gran medida sobre los religiosos. Esta presencia de los religiosos se prolonga además con otras muchas iniciativas educativas y asistenciales. Una tarea, en definitiva, de grandes proporciones que, como toda labor humana, requirió el sostén material de los recursos económicos. Las iglesias diocesanas contaban, como hemos visto, con unos importantes, aunque limitados, recursos, procedentes de los diezmos, para realizar más o menos parecidos fines. Las Ordenes religiosas, además de algunas ayudas concretas por parte del Estado que veremos poco más adelante, tenían como principal sustento lo que la generosidad de los fieles podía ofrecerles. En los primeros momentos, las limosnas y las pequeñas ayudas del Fisco fueron relativamente suficientes para sostener los reducidos núcleos de misioneros, pero a medida que los conventos crecen y se multiplica el número de vocaciones criollas, que se da respuesta a las necesidades culturales y asistenciales que plantea la sociedad indiana, que se construyen templos - q u e hoy son una parte importante del patrimonio artístico y monumental, del que los países iberoamericanos se sienten orgullosos-, y, por último, a medida que las misiones se extienden a los pueblos indígenas de la América marginal, las Ordenes religiosas tuvieron que aceptar no solamente las limosnas en dinero o especie, sino bienes permanentes -propiedades urbanas y rurales- que aseguraran rentas estables. La eficacia del sistema

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hizo que los religiosos abandonaran los escrúpulos iniciales de aceptar sólo las donaciones o los bienes patrimoniales, para comprar e invertir en estos bienes. A)

La limosna de vino y aceite

Uno de los rubros más interesantes y permanentes de la ayuda de la Corona a la Iglesia fue la llamada limosna del vino y del aceite, que comprendía además las velas y medicinas, y de la que se beneficiaron no sólo las parroquias, sino también las Ordenes religiosas. Castañeda nos proporciona nuevamente los datos cuantitativos de lo que percibían por este concepto los conventos de las diferentes Ordenes religiosas en el virreinato peruano: Dominicos Franciscanos

Lima Guamanga Cuzco Arequipa La Paz Potosí Huánuco Trujillo Loja Guayaquil Chile Chachapoyas Piura Buenos Aires TOTAI

Agustinos

Mercedaríos

Jesuítas

Total

5.397 528 988 620 305 1.049 250 325 200 150 397 -

5.230 522 2.010 750 459 1.825 250 755 200 150 175 220 100

3.518 1.074 228 603 1.230 250 676 200 150 -

3.446 1.016 718 313 1.778 250 254 669 150 100

2.049 228 650 246 270 1.016 150 162 100

19.642 1.278 5.738 2.562 1.949 6.899 1.000 2.010 600 600 1.403 220 150 300

10.209

12.646

7.929

8.694

4.871

44.351

La limosna se pagó durante algún tiempo del fondo de tributos vacos, en cumplimiento de órdenes reales, a la espera de que se situaran repartimientos para ellos y, en todo caso, debía pagarse de la masa común. Según una relación del Tribunal de Cuentas, en 1630, de los tributos vacos se pagaron a los conventos como limosna del vino y del aceite 30.180 pesos. B)

Los bienes de las Ordenes religiosas

Exceptuadas las Ordenes mendicantes (franciscanos, dominicos, agustinos y capuchinos), todas las demás estaban legalmente capacitadas para poseer bienes propios, ya que el voto de pobreza las obligaba individual, pero no colectivamente. Sin embargo, el Concilio de Trento (1545-1563) autorizó también a los dominicos y agustinos a poseer bienes comunitarios, con lo que sólo los franciscanos y los capuchinos permanecieron obligados a la pobreza individual y comunitaria. Por ello, las limosnas de los particulares a los pobres de San Francisco fueron siempre más generosas. No la posesión de estos bienes, sino la cuantía, que en algunos momentos y lugares se juzgó excesiva, dio lugar a desavenencias. Las primeras reacciones contra la situación proceden de los prelados diocesanos, en cuanto que suponía una merma de sus ingresos decimales. La

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C. 7. La economía de la Iglesia americana

Corona durante mucho tiempo mantuvo una actitud indiferente al respecto, pese a que en una fecha tan temprana como 1535 prohibiera a los particulares, bajo graves penas, vender tierras a las iglesias, monasterios o cualquier persona eclesiástica, disposición que nunca se derogó y que pasó de forma textual a la Recopilación de 1681, pero que igualmente no tuvo tampoco nunca ningún efecto práctico y objetivo. La acumulación de bienes raíces en manos de los religiosos llegó a i convertirse en un serio problema para la sociedad indiana y para el Estado. Los privilegios de las Ordenes religiosas las exoneró, como ya se ha dicho, de los diezmos hasta mediados del siglo XVII, y, en diferente medida y con dudosa legalidad, de otros impuestos civiles, como alcabalas y almojarifazgos. Este hecho era considerado por los restantes productores, y no sin razón, como una injusta competencia. Pero la mayor competencia provenía de la excelente administración de los fundos agropecuarios, especialmente de los que estaban bajo la dirección de los jesuítas. Estos factores, pero sobre todo la inmovilidad de la propiedad en manos de los religiosos, comenzaron a preocupar al Estado. Desde el siglo XVII son cada vez más numerosas las voces que denuncian las «enormes» propiedades y rentas de las Ordenes, que -se dice con hiperbólica alarma, que habría que contrastarla con estudios sobre la propiedad, que todavía no existen- acaparan la cuarta, la tercera parte, de las propiedades inmobiliarias y que en definitiva amenazan con apoderarse de todo. La rica información del expediente promovido en los primeros decenios del siglo por los ordinarios indianos, y de forma especial por los peruanos, contra las Ordenes religiosas, que se guarda en el Archivo de Indias, ha permitido al profesor Castañeda sistematizar muchos de los datos económicos que se recogen en él y del que ahora presentamos un breve resumen. En el virreinato peruano, alrededor de 1612, las propiedades agropecuarias de las diferentes Ordenes religiosas sumaban un total de «48 haciendas, 12 molinos, 37 estancias de ganado, nueve trapiches, cinco estancias de muías, cuatro huertas, una estancia de vacas, dos tejares, 23 viñas y dos estancias de panales: repartidas en las zonas agrícolamente más importantes. Así, el 50 por 100 de las haciendas están situadas en torno a Lima, Cuzco, Trujillo, Quito, Arequipa y Potosí. Concretamente, en Lima están más del' 20 por 100. De igual modo, el 50 por 100 de los ganados se localiza e n : Cuzco, Trujillo, Quito, Santiago de Chile y Guamanga. Y en cuanto a las . viñas, casi el 70 por 100 se concentra en lea, Nazca, Guamanga y Mendoza. Los molinos y trapiches están cerca de Lima, Quito y otras ciudades importantes». Según la misma documentación, las rentas que los religiosos obtenían j anualmente en todo el virreinato peruano, excepto en la Presidencia de] Santa Fe, por alquileres, censos o capellanías eran las siguientes: Dominicos Agustinos Mercedarios Jesuítas

75.575 75.100 49.600 79.160

Castañeda suma estas rentas a las procedentes de los sínodos -el salario

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que reciben los religiosos del Erario por sus funciones en las doctrinas de indios- y las limosnas del vino y del aceite que reciben las Ordenes, para compararlas con el número de conventos y el número de religiosos. Del resultado se pueden obtener muchas e interesantes conclusiones: Conventos Santo Domingo .. San Francisco San Agustín La Merced C. de Jesús TOTAL

48 71 44 50 23

Capital por cada uno 2.657,8 523,5 2.248,8 1.754,8 4.214,3

236

1.900,3

Rcli_iosos

694 789 549 541 412 2.985

Capital por cada uno 183,8 47,1 180,2 153,1 235,2 150,2

Sánchez Bella recoge, por su parte, las quejas de las autoridades civiles y eclesiásticas en el siglo xvni, entre las que cabe destacar la carta de la Audiencia de México del 16 de mayo de 1735, en la que informa del crecido número de propiedades que adquieren los regulares, especialmente los jesuítas: «Que dicha Religión de la Compañía era dueña de 80 haciendas de ganados, labores e ingenios de azúcar en aquel distrito, que le producían sus frutos y esquilmos regularmente en cada año 400.000 pesos, de los cuales le correspondía pagar diezmos a S. M. y al Arzobispo, 40.000, y sólo había pagado en el año antecedente de 1734 poco más de 7.000 pesos, con cuyos 400.000 pesos refiere que se mantiene hasta 155 religiosos que tienen los Colegios de aquella Provincia y que les sobran caudales para comprar más haciendas. Que los Colegios que dicha Religión tenía en el Obispado de la Puebla, en el de Michoacán, en el de Guadalajara y en el de Yucatán, se alimentaban de las rentas y frutos de las haciendas de que eran dueños en dichos Obispados, y lo mismo sucedía con los demás Colegios que tenían en las Gobernaciones y distritos de las Audiencias de Guatemala y Santo Domingo. Que a los 120 jesuítas misioneros que se mantenían en las Provincias de la Nueva Vizcaya se les pagaba de las Reales Cajas anualmente 39.705 pesos, 7 tomines y 11 granos». Las innumerables quejas y recursos llegaron a preocupar seriamente a las autoridades centrales, y desde comienzos del siglo XVII se estudia el asunto concienzudamente en los consejos y en juntas especiales, aunque sin llegar nunca a un principio de solución. El anciano y experimentado jurista Juan de Solórzano decía en 1647 al respecto que «había cerca de un siglo que se había movido esta controversia y que estaba tan en los principios que todavía no se había contestado». El asunto era realmente difícil. La famosa ley de Carlos V, recogida en la Recopilación de 1681, no se había cumplido nunca. Intentar hacerla cumplir después de tantos años de práctica contraria era una tarea casi imposible. ¿Cómo se podían distinguir los bienes que se habían adquirido por patrimonio, herencia, donación, etc., de los comprados a los laicos por los eclesiásticos, que era en definitiva lo único que prohibía la disposición de 1535? Dictar una ley general prohibitoria se enfrentaba directamente con los privilegios concedidos por la Corona y la Santa Sede a los religiosos y con los

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derechos e inmunidad eclesiásticos y, lo que no se dice en la documentación, socialmente muy costosa, por las protestas que generaría en los subditos indianos cualquier medida violenta contra los regulares. Las opiniones, sin embargo, están divididas. La mayor parte opina que en materias de regulación de la propiedad e impuestos fiscales el príncipe tiene plenas facultades sobre los privilegios e inmunidades eclesiásticas, pero otros se inclinan a pensar que la situación no es tan grave como denuncian los prelados seculares y algunas autoridades civiles indianas, porque son necesarios para mantener a las Ordenes y sus obras y que incluso en la exención de tasas fiscales lo no pagado no es tan perjudicial para el Fisco, porque el grueso de los impuestos al comercio se recauda con los productos ultramarinos y no con la producción de la tierra, y que lo dejado de percibir se compensa con las ventajas de la producción de los fundos en manos eclesiásticas. Pero ni unos ni otros se atreven a tomar una resolución en «materia tan escrupulosa» y coinciden en la solución: consultar con la Santa Sede. El tiempo y la costumbre parecían jugar a favor de los religiosos. Amparados en esta confianza, no repararon en lo peligroso de la actitud de actuar bajo un régimen de excepción, de privilegios que ofendían a parte de la sociedad civil. Y el Estado no supo distinguir dos elementos claros: el derecho de todos los subditos -laicos o religiosos- a la propiedad, por una parte, y, por otra, la regulación de la misma o de los derechos tributarios que de ella se derivaban. De estas actitudes se originarán graves consecuencias para las Ordenes religiosas y otros eclesiásticos. Durante el período español, las propiedades directamente administradas por los religiosos no fueron afectadas -salvo la brutal desamortización que comportó la expulsión de los jesuítas-, pero a partir de la segunda mitad del siglo XVIII el regalismo borbónico - e n el que actúan algunos políticos, todavía soterradamente, laicistas y anticlericales- y la avidez recaudatoria de la Monarquía, abocada a una grave crisis financiera, vuelven sus ojos sobre los bienes de la Iglesia y de los eclesiásticos para iniciar una política gradualmente expoliatoria. IV.

LA FINANCIACIÓN DE LAS MISIONES

Las concesiones de la Santa Sede a la Corona española, muy especialmente la del Real Patronato, se hicieron con la condición de que los reyes se responsabilizaran de la evangelización de los aborígenes de las Indias. Esta responsabilidad la cumplieron con gran celo desde los primeros momentos hasta la independencia de las repúblicas americanas, sobre todo en lo que respecta al envío de misioneros, hasta el punto de tomar la iniciativa cuando los superiores de las Ordenes religiosas ponían trabas o se olvidaban de sus deberes en este terreno. A)

C. 7. La economía de la Iglesia americana

Cuestiones globales

Financiación de las expediciones misioneras

El envío de misioneros es un tema bien estudiado, primero, por los artículos de Castro Seoane en la revista Missionalia Hispánica y, después, en

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una amplia y magnífica monografía, por Pedro Borges, libro en el que se dedican dos capítulos a los aspectos económicos, que ahora resumimos con las propias palabras del autor: «Si se ha observado, casi todos los aspectos económicos de las expediciones misioneras eran sufragados por la Real Hacienda». «Expresado este mismo pensamiento de una manera exacta, habría que decir que el erario regio se hizo cargo de cuantos gastos llevaba consigo la preparación de las expediciones misioneras, con la vista puesta en el pago oficial de todo lo estrictamente necesario para el viaje (matalotaje, vestuario, ajuar de dormir, pasaje, cámara, fletes y equipaje), a veces obrando incluso con generosidad (adquisición ocasional de libros, utillaje y enseres varios), pero procurando evitar siempre lo superfluo». «En el deseo de los monarcas españoles, el religioso que se dispusiese a ir a América en calidad de misionero no debería verse obligado a solicitar ayuda económica de nadie, ni siquiera de sus superiores, para realizar el viaje. Iba a "descargar la conciencia regia" en lo referente a la obligación misionera de la Corona y, por lo mismo, fue ésta la que corrió con los gastos anejos al desplazamiento». La subvención regia en algunos casos fue más que suficiente, permitiendo a los expedicionarios, como lo atestiguan algunos testimonios, invertir en libros, pero en otros muchos no cubría todas las necesidades, planteando a los religiosos verdaderas dificultades económicas y estrecheces en los viajes, ya de por sí largos y penosos. Desde «finales del siglo XVI hasta 1680 se dio una clara desproporción entre lo aportado por la Corona y el coste real de los efectos». En 1607 se hizo un baremo de precios que, aparte de estar ya bajo su valor real, no se subieron, pese a la lenta devaluación monetaria, hasta 1680, diferencias que en raras ocasiones eran subsanadas con aportaciones extraordinarias. «Parece que con el aumento del presupuesto establecido por la Recopilación de 1681 se aminoró la diferencia existente». Esta financiación de las expediciones misioneras no terminaba con la llegada de los evangelizadores al primer puerto americano. En este punto comenzaba un nuevo proceso de financiación, similar al anterior, pero en el que las cantidades se cargaban a la Caja de la Real Hacienda del territorio al que iban destinadas las expediciones. B)

El sínodo misional

Hasta bien entrado el siglo XVII, en la documentación fiscal no nos encontramos ordinariamente con partidas específicas para sustentar las obras misionales, si exceptuamos las esporádicas ayudas ordenadas por los virreyes y gobernadores. Al llegar a este punto se hacen necesarias algunas precisiones. Por misiones ha de entenderse, como se hace en nuestros días, la labor religiosa entre indios infieles o muy recientemente convertidos. La primera evangelización, que coincide con el núcleo de la colonización, la recibieron los indígenas de la América nuclear, la de las altas culturas precolombinas, que pronto se constituyeron en poblados o reducciones, pero que como nuevos en la fe, según se decía en la época, necesitaban de una especial asistencia espiritual a cargo de doctrineros, subvencionados por los subsidios, como ya

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P.I.

Cuestiones globales

se ha visto en epígrafes anteriores; forman, así, una porción de la Iglesia que comparte muchas de las formas eclesiales de la que, para entendernos, podemos llamar Iglesia criolla, producto natural del trasplante de la Iglesia peninsular a América y que fundamentalmente se centra en las ciudades de españoles. Así pues, habría que distinguir esos tres niveles eclesiales: el de la que hemos llamado Iglesia criolla, en pueblos y ciudades de españoles; el de los curatos o doctrinas, y el misional propiamente dicho, en tierras de expansión de la frontera. De estas nuevas misiones se hicieron cargo, como ya era norma desde los primeros momentos de la cristianización de América, las Ordenes religiosas. Recibían el personal misionero enviado por la Corona española para que obligatoriamente, al menos durante diez años, se dedicaran a las misiones vivas, pero no los medios económicos suficientes para mantenerlas, por lo que, en consecuencia, tuvieron que ser sostenidas por las mismas Ordenes religiosas con sus propios ingresos, las limosnas de los fieles o con parte del producto de sus propiedades, a las que dedicaremos posteriormente un estudio aparte. Desde finales del siglo XVII, pero sobre todo a lo largo del XVIII, la actividad misional se incrementa de forma sorprendente; se presta cada vez más interés, por ejemplo, a los indígenas de las selvas suramericanas o a los que habitan las semidesérticas regiones del norte de la Nueva España. Este nuevo impulso misionero coincide con dos hechos fundamentales: la creación desde 1683 de los Colegios franciscanos de Propaganda Fide -Querétaro, San Fernando, Ocopa, Moquegua, hasta un total de diecisiete- y la expansión de las fronteras del Imperio español en América, que intenta dar respuesta a la inquietante presencia de potencias extranjeras en el nuevo continente, aunque sería injusto atribuir el apoyo económico del Estado, del que vamos a hablar a continuación, a sólo un interés coyuntural o instrumental. En efecto, es alrededor de estas fechas cuando en las cajas reales comienzan a aparecer de forma regular subvenciones a los misioneros, aunque al obispo de Caracas, según nos dice el contador Limonta, le pareciera que esto era un hecho que contribuía a disminuir el celo y la eficacia de los religiosos «por haber enseñado la experiencia que en los años precedentes se habían mantenido los operarios antecesores con mayores progresos en las reducciones y edificación, sin el sufragio de la mencionada limosna; [...] se había seguido, desde entonces, no pequeño perjuicio, e inquietudes a las misiones, e igual atraso en la edificación y progresos; siendo cierto que sin la referida limosna se mantuvieron los religiosos con más crédito, tenían ornamentadas sus iglesias, y hechas para la reducción de los indios entradas muy costosas». Pero lo que no se nos dice es de dónde provenía el dinero necesario para realizar esta labor. Esta limosna a la que se refiere el obispo, denominada sínodo misional, es la que se ordenó desde 1721 para los misioneros capuchinos de la provincia de Andalucía en Venezuela, consistente en cincuenta pesos para la compra de hábitos, cera, pan y vino. Progresivamente se fue extendiendo el sínodo y aumentando la asignación. De esta manera, a fines del siglo x v m y comien-

ce. 7. La economía de la Iglesia americana

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zos del XIX, a los veinticuatro capuchinos de Barinas se les pagaban ciento cincuenta pesos a los sacerdotes y cien a los legos. Trece dominicos de la misma provincia recibían doscientos pesos. En Cumaná, a los treinta y un misioneros capuchinos se les asistía con ciento once pesos a cada uno. «En Barcelona existe la misión de los religiosos observantes de Piritú, o del colegio de propaganda, con hospicio en la misma ciudad; mantienen empleados dieciocho religiosos en veintidós pueblos y gozan del estipendio de ciento cincuenta pesos anuales». En una cédula de 1717 se hace mención a otra de 1714 en la que se ordenaba que «a los doctrineros de las seis doctrinas establecidas en Piritú se les pagase el mismo estipendio que a los misioneros, por la imposibilidad de contribuir los indios cosa alguna; de que se deduce que en aquel tiempo debían llevar muchos años de conversión». Los capuchinos de Guayana cobraban una asignación anual de doscientos pesos. Los de la provincia de Navarra y Cantabria en Maracaibo cobraban un sínodo de ciento cincuenta pesos, pero «gozan además veinticinco pesos de oblata asignados por juntas de Real Hacienda». Limonta termina su informe con estas no menos interesantes palabras: «la Real Hacienda costea a los misioneros en los términos que va expresado, y aunque en algunas soberanas disposiciones se consignaron sus gastos sobre ramos determinados, hoy se hacen de la masa común, tanto en lo que corresponde a sus transportes como en lo que respecta a las pensiones, sínodos o limosnas anuales». Lo mismo que en Venezuela sucede en otras regiones en donde se realiza esta labor misionera. C)

La Compañía de Jesús. El fondo piadoso

Decíamos anteriormente que en gran medida el coste de la labor misional en Indias corrió a cargo de las Ordenes religiosas y que el sostenimiento de muchos centros misionales se hizo con el fruto de las denostadas propiedades de esas mismas Ordenes. El caso de la Compañía de Jesús, muy activa en una y otra faceta, en la misional y en la administración de propiedades para el sostenimiento de sus labores, nos puede ilustrar perfectamente la comprensión de esta materia, mucho más cuando se cuenta con la abundante documentación de la Orden y la que generó su expulsión de los territorios de la Monarquía. En efecto, muchas de sus propiedades, después de la expulsión, o fueron malbaratadas o mal administradas, dedicándose sus fondos a las necesidades del Erario -entre las que también está el mantenimiento de los expulsos-, pero buena parte de ellas fueron respetadas, bien por su innegable vinculación con la atención espiritual o por sostener obras piadosas o culturales, cosa que en la Compañía no era difícil delimitar, porque generalmente había procurado la autonomía financiera de sus labores, asignándoles una fuente de ingresos concreta. En Chile, por ejemplo, y desde la vertiente misional que ahora nos interesa, el presidente Balmaceda decidió que «se debía costear de Bucalemu, dos para Colchagua y dos para Maule; de Ligueimo, dos para Rancagua; dos de San Pablo para Colina, Chacabuco, Ligua, Purutún y Petorca». Las

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P.I.

C. 7. La economía de la Iglesia americana

Cuestiones globales

misiones del Arauco encargadas a los jesuitas, como dice Bravo Acevedo, se financiaban con dinero procedente del Erario; por lo tanto, aquí el problema era sólo designar a los religiosos que debían sustituirlos. En Venezuela se dispuso algo por el estilo, asignando algunas tierras para que los dominicos continuaran las misiones de los jesuitas expulsados. Pero el caso más ilustrativo es el de la Nueva España, para el que contamos con un documento de excepción, el informe general sobre las misiones del virrey conde de Revillagigedo, del 30 de diciembre de 1793. En el virreinato septentrional las labores misionales de la Compañía habían alcanzado una gran expansión, muy especialmente en el norte y, consecuentemente, siguiendo la línea argumentativa anterior, también eran de consideración los bienes que servían para financiar esta vasta labor. Con la expulsión de los jesuitas, nos dice el virrey, «éstos dejaron más de 800.000 pesos en dinero, efectos, cantidades impuestas a réditos y fincas rústicas que forman el fondo piadoso con que se sostienen y establecen las antiguas y nuevas misiones». Revillagigedo aprovecha la ocasión de ofrecer estos datos para arremeter contra el descuido de los administradores de los fondos, que amenaza con destruirlos: «En los tiempos presentes podrá llegar el caso de que el Erario del Rey se constituya en nuevos y no cortos gravámenes para que se continúen los progresos de la conquista espiritual de los indios californios, porque las fincas del fondo piadoso continúan con precipitación a su decadencia, y porque no hay quien se dedique a la solicitud de otros bienhechores que [...] establecieron el fondo con sus gruesas limosnas, siendo ellos por consecuencia los verdaderos agentes de la propagación de la fe en la península de California y de la extensión de los reales Dominios de Su Majestad, impidiendo que sean ocupadas por potencias extranjeras». Entre las antiguas misiones de las que nos habla el virrey hay unas que mantienen una buena administración espiritual y material y otras en las que la decadencia es evidente. Entre las primeras destacan las de la Baja California, que habían estado casi exclusivamente en manos jesuitas, y que pasaron a franciscanos y dominicos, quienes comenzaron a percibir un sínodo de trescientos cincuenta pesos anuales sobre el fondo piadoso, sin recibir nada de los españoles, soldados, indios y castas de los presidios. Los edificios de las iglesias se mantenían en buen estado -especialmente las de las diez primeras misiones-, «bien provistas de ornamentos, vasos sagrados y plata labrada». Igualmente se mantenía el sistema de reducción y trabajo de los indios: «los propios, rentas o fondos de cada pueblo de misión se reducen a la labranza del campo y cría de ganados, cuyas cosechas y esquilmos disfrutan los indios en comunidad, bajo la administración de sus misioneros, quienes hacen verdaderamente de padres espirituales y temporales, de suerte que el indio trabaja cuando se lo mandan, y el producto de sus afanes se invierte en el sobrio sustento y humilde vestuario de ellos y de sus familias, aplicándose lo que sobra al culto divino y fomento de los mismos pueblos». De todas formas, para Revillagigedo, que no puede ocultar su admiración por los «regulares extinguidos», la comparación es favorable a las etapas anteriores, «pero esto se atribuye a que podían sostenerlas y fomentarlas con

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las cuantiosas limosnas que agenciaban, a la máxima prudencia de no mantener en las misiones a religioso alguno que no fuere muy a propósito»; a que posteriormente se habían incrementado las enfermedades venéreas y, por último, a que al ejecutarse la expulsión no fueron reemplazados con la misma premura «y se entregaron las temporalidades a individuos ineptos y codiciosos que las disiparon notablemente». En muchas otras misiones las consecuencias fueron peores, más aún cuando se suman otros factores y, entre ellos, la secularización de algunas doctrinas, a cuyos nuevos curas no se les asignó un sínodo suficiente. La decadencia se hizo ostensible no sólo en el retroceso de los logros espirituales, sino también de los materiales, de tal manera que no es difícil elegir un ejemplo entre los muchos casos que consigna el virrey: «pues es cierto que en las Misiones de la Pimería Baja han ido cada día a su mayor decadencia, como lo acreditan las ruinas de sus iglesias, casas, trojes y almacenes, el despojo de sus bienes de campo (bien que se atribuye a las hostilidades de los bárbaros), la miseria en que viven los indios reducidos, sus faltas de subordinación y asistencia al trabajo y a las doctrinas...». Entre las nuevas misiones que se crearon después de la expulsión de la Compañía destacan de forma ostensible las de la Alta California, gracias al esfuerzo de los fernandinos o franciscanos procedentes del Colegio de San Fernando de México, que recibían del fondo piadoso cuatrocientos pesos de sínodo, más una ayuda de mil pesos para cuando se iniciaba una nueva misión. «Con este auxilio y con los que también facilitan en lo posible las misiones radicadas, con los que proporciona el afán o cuidado apostólico de los padres ministros y con el trabajo personal de los indios, se fabrican las iglesias y casas de pueblo, los trojes y almacenes, se compran y habilitan los ornamentos y vasos sagrados, los utensilios y aperos de labranza y finalmente las semillas para sembrar y el corto pie de ganados para la procreación de ellos». Revillagigedo nos traslada con evidente satisfacción los datos cuantitativos que avalan sus palabras: son ya 8.431 los indios que viven en los pueblos, y sus fincas producen: 24.640 26.286 4.040 402 3.338 15.197 2.497 7.625 1.719

cabezas cabezas cabezas cabezas cabezas fanegas fanegas fanegas fanegas

de de de de de de de de de

ganado vacuno ganado lanar ganado caprino ganado porcino ganado equino trigo cebada maíz fréjoles, garbanzos, lentejas y habas.

Pero lo más importante es que los «religiosos fernandinos y dominicos desempeñan completamente las obligaciones de su sagrado instituto» y los indios se convierten y avanzan en el conocimiento de la fe cristiana.

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P.I. V.

Cuestiones globales

LOS SUBSIDIOS ECLESIÁSTICOS

Como antes se dijo, las largas discusiones sobre las propiedades eclesiásticas no habían llegado a ninguna conclusión práctica, pero evidentemente todo ello conducía a reforzar la opinión subjetiva sobre el poder económico del estamento eclesiástico y, unido a la multisecular tradición de acudir a los particulares con préstamos y servicios graciosos, en el siglo XVIII dio como resultado que las autoridades centrales, en sus siempre insatisfechas necesidades económicas, vieran aquí una posibilidad de obtener pingües ganancias. En España, el clero comenzó a contribuir a las necesidades fiscales con el llamado subsidio eclesiástico desde 1563, concedido por Pío IV a Felipe II en un Breve del 2 de marzo de 1560; pero, como dice el contador de Caracas José de Limonta, «quedaron exentas por el mismo Breve las iglesias de Indias y no hay memoria de que antes de 1700 se extendiese a estos dominios la propia gracia». La «gracia» concedida por el Papa en los mismos comienzos del siglo se extendió a América, concediendo un millón de ducados «por una vez sobre las rentas del Estado eclesiástico de ambas Américas, a fin de sustentar la guerra contra los infieles, que habían intentado poblar el Darién, y otros cualesquiera que intentasen ocupar y hostilizar sus provincias». La imposición, encargada a los propios obispos indianos, debía cobrarse en partes proporcionales a lo largo de diez años, pero no hay constancia de que surtiera el menor efecto. VI.

UNA CUASI DESAMORTIZACIÓN: LA CONSOLIDACIÓN DE LOS VALES REALES

Las medidas regalistas en contra de la Iglesia se acentúan a partir del reinado de Carlos IV, que además coincide con el inicio de una de las etapas más agitadas de la vida de España, en la que su fiscalidad -siempre precariaroza con la bancarrota, situación propiciada sobre todo por el enorme esfuerzo bélico que tiene que soportar con sus exiguos recursos. Liehr, en un excelente artículo, plantea con relativa amplitud esta cuestión, y Sánchez Bella resume todas las medidas exactorias contra la Iglesia y el estamento clerical. La medida general que se adoptó para solucionar la grave situación fiscal fue la creación de los llamados vales reales, antecedente de alguna manera del actual papel moneda, cuyo origen, de esta forma, se podría fijar en 1780. En un principio no tuvo otro valor que el de letras de cambio, con un interés del 4 por 100 -inferior al crédito ordinario- y amortizable en veinte años, que endosados podían ser negociados en las cajas reales y el comercio al por mayor. Este recurso comenzó a ser usado cada vez con más asiduidad, hasta convertirse en el medio más fácil de endeudamiento fiscal, pero las consecuencias fueron también inmediatas: la desconfianza del público y la inflación. Ante ello, la Corona, a partir de 1799, se vio obligada a restringir las

C. 7. La economía de la Iglesia americana

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nuevas emisiones e incluso a retirar los billetes en circulación. Pero lógicamente esta operación tenía un coste elevado. En 1798 se creó en Madrid una Caja de Amortización. «A esta Caja -nos dice Liehr- le transfirió una serie de impuestos propios, sin embargo insuficientes. Similar a Francia, la España tradicional y católica sólo podía impedir la bancarrota amenazante a causa del excesivo endeudamiento estatal mediante la confiscación de bienes de la Iglesia. En el año de 1798 comenzaron las autoridades de la Corona a ofrecer en pública subasta al mejor postor, o bien a cancelar, los bienes raíces y censos de las cofradías, obras pías, memorias y patronatos de legos; a partir de 1805, también los de las casas de la misericordia, los hospitales y hospicios, así como los de las casas de reclusión y de expósitos, y desde 1807 incluso los de capellanías y otras instituciones eclesiásticas». En compensación de tales ventas los acreedores eclesiásticos recibieron el 3 por 100 de intereses anuales. Según los cálculos de Richard Herr, los 1.600 millones de reales de vellón que ingresaron por este concepto en la Caja de Consolidación suponían una sexta parte de los bienes eclesiásticos en España. Pero lo curioso de todo esto es que tan cuantiosos fondos no se dedicaron al fin anunciado, a la amortización de los vales reales, que, dicho sea de paso, entraron en una pendiente constante de devaluación, hasta llegar a valer sólo un 10 por 100 de su valor nominal. El producto de la Caja de Amortización fue considerado como un ingreso fiscal más, que se dedicó especialmente a los gastos militares. Hasta 1804 esta política hacendística se restringió a la Península, pero, ante la continuidad de la crisis fiscal agravada por la guerra contra Inglaterra, se extendió a las posesiones ultramarinas, con las mismas o muy parecidas características que se han visto para la metrópoli. La diferencia más importante está en el tipo de interés de los vales, el 5 por 100, que era el habitual en Indias. A imitación también de España, en América se crearon en las principales capitales las llamadas Juntas Superiores de Consolidación, y en las capitales de provincia, sedes de diócesis, las Juntas subalternas, todas dependientes de un nuevo organismo central, la Comisión Gubernativa de Consolidación. Pero ni la ejecución práctica ni las consecuencias de estas medidas radicales fueron las mismas que en Europa. A diferencia de España, en los territorios americanos los bienes eclesiásticos -sobre todo los afectados por la desamortización- no consistían básica y directamente en bienes raíces, sino en censos sobre éstos. La propiedad estaba en manos de particulares, pero en general, por necesidades de capitalización, gravados con los censos eclesiásticos. En consecuencia, los afectados no fueron sólo los organismos eclesiásticos, sino los pequeños y medianos propietarios, que no pudieron hacer frente a los créditos pendientes. Tales medidas, que venían a romper uno de los principales circuitos financieros y crediticios, junto con el hundimiento de muchos pequeños y medianos propietarios y productores, causaron tal malestar en la población indiana que muchos autores opinan que hay que incluirlas dentro de las causas de la Independencia americana. En enero de 1809 la Junta Suprema Central Gubernativa de España e Indias dio

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P.I.

Cuestiones globales

C. 7. La economía de la Iglesia americana

marcha atrás derogando la Real Orden de 1804, con enorme satisfacción y alivio de los subditos americanos. Entre esos cinco años -sigo los cálculos de Liehr-, en las posesiones españolas de ultramar debieron de recaudarse por este concepto y por otro de mucha menor entidad -los excedentes de las cajas de censos de los indios- más de quince millones de pesos, según la siguiente distribución: Virreinato de la Nueva España Virreinato del Perú Virreinato de Nueva Granada Virreinato del Río de la Plata Capitanía General de Chile Capitanía General de Caracas Capitanía General de Cuba Capitanía General de Guatemala Capitanía General de Filipinas TOTAL (APROXIMADO)

10.320.000 1.500.000 450.000 367.000 164.000 350.000 350.000 1.500.000 353.000 15.400.000

De estos ingresos, descontados los gastos de administración, llegaron a Madrid unos catorce millones de pesos de a ocho, que, como en el caso de la desamortización española, no se dedicaron al fin aparentemente previsto, la convalidación o amortización de los vales, sino a cubrir los enormes huecos fiscales, especialmente los gastos de guerra y el pago del llamado subsidio de neutralidad a Francia, que en realidad desde el principio había sido la intención cuando se extendió esta controvertida medida a los territorios ultramarinos. El bien informado Contador sigue narrando cómo en 1717 el papa Clemente XI había concedido un segundo subsidio de millón y medio de ducados, pero que no debió de tener tampoco ningún resultado, porque el 8 de marzo de 1721 concedió el tercero, tomando ahora como disculpa la prosecución del éxito de las armas españolas contra los moros en su asedio contra la ciudad de Ceuta; la cuota subía ahora a dos millones de ducados, cobrables del 6 por 100 de las rentas eclesiásticas. La nueva «gracia» corrió la misma suerte que las primeras, es decir, la más completa indiferencia. En 1740 Fernando VI obtuvo un nuevo subsidio de dos millones de ducados, también sobre el 6 por 100 de las rentas eclesiásticas, que no anulaba el anterior, pero que al año siguiente, «atendiendo al estado eclesiástico de sus dominios de la América, se dignó perdonarle la mitad del importe de los dos subsidios con tal que por los Prelados y Cabildos se aprontase la otra mitad», es decir, se les condonaba la mitad con la condición de que efectivamente se cobrasen los dos millones de ducados. Esta disposición no fue suficiente para vencer las reticencias de los eclesiásticos, pese al recuerdo reiterado de las órdenes reales. En 1783 sólo se habían cobrado 272.210 ducados. Ese año se expidió una orden a todos los gobernantes indianos para apremiar a los prelados a la confección de relaciones de las rentas de los cleros regular y secular, de las que sobre el 6 por 100 debían cobrarse los subsidios, bajo pena de cargo grave en sus respectivas residencias. En 1790 se reiteró la misma orden. En el entretanto habían cumplido con confeccionar las relaciones de

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rentas veintinueve diócesis de las cuarenta y dos existentes; se habían recaudado aproximadamente quinientos mil ducados de los dos millones de los subsidios, y dos archidiócesis -México y Guatemala- y tres obispados -Cuba, La Habana y Oaxaca- habían recaudado ya su parte correspondiente. A partir de este momento ya no hay ningún otro documento desde el gobierno central que inste al cumplimiento de los subsidios, y, por lo tanto, es imposible saber hasta qué punto tuvo efectividad, si no es de forma fraccionada. En la Caja de Caracas existe constancia, por ejemplo, de que hasta el año 1804 se recaudaron un total de 84.653 pesos, de los que se remitió poco más de la mitad. Es difícil saber, insisto, si se recaudó la cantidad total. Lo más probable es que se siguieran cobrando algunas cantidades, pero que nunca se llegara a cubrir el cupo de los dos millones de ducados. En España, por concesión de Benedicto XIV, la percepción del subsidio se hizo perpetua en espera de la única contribución. La reforma fiscal, con el establecimiento de un impuesto personal y progresivo, se adelantaba así exclusivamente con el estamento clerical. Con la tendencia a unificar la legislación indiana con la americana, no hubiera sido raro que también se hubiera hecho en América si los acontecimientos de uno y otro lado del Atlántico no lo hubieran impedido, pero, por la vía de los hechos, el subsidio era ya una contribución permanente. En 1795, por presión de los ministros de Carlos IV, el papa Pío VI concedió un nuevo subsidio de treinta millones de reales distribuidos entre los dos cleros de Ultramar, para sostener, dice la bula, «la muy cruel y peligrosa guerra que está haciendo contra los impíos enemigos de la religión y de la potestad de los Reyes». El 7 de diciembre de 1799 se ordenó la cobranza de la mitad del subsidio, es decir, de quince millones de reales. Se encargó de la administración a las oficinas de la Santa Cruzada, en cuanto que tenía jurisdicción estatal y no eclesiástica. Se otorgaba un plazo de seis meses para las diócesis que todavía no hubieran entregado una relación de rentas eclesiásticas. Y se declaraban los ingresos mínimos que debían quedar exentos de la contribución, que, por otra parte, son los mismos que habían regido en los anteriores subsidios: tres mil ducados en las iglesias catedrales, cien en los curatos y veinticuatro ducados de oro en los beneficios simples. La Contaduría General hizo el reparto de los quince millones de reales, que recoge Sánchez Bella de un documento de la sección Contaduría del Archivo de Indias, interesante para el propósito que ahora nos ocupa, pero sobre todo para hacernos cargo, al menos en la versión de las autoridades centrales, de las posibilidades económicas -incluye todo tipo de rentas de ambos cleros- de las diferentes circunscripciones eclesiásticas americanas. (Las cantidades se ofrecen en pesos fuertes, que tiene cada uno veinte reales:) Principal Caracas Cuba La Habana Luisiana

207.000 189.461 563.714 3.000

Subsidio 15.510 14.196 42.239 226

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P.I.

Puerto Rico Guayana México Puebla de los Angeles Michoacán Oaxaca Guadalajara Yucatán Durango Nuevo León Sonora Manila Nueva Segovia Nueva Cáceres Cebú Guatemala Comayagua Nicaragua Chiapas Lima Arequipa : Trujillo Quito Cuzco Guamanga Panamá Chile Concepción Cuenca Charcas La Paz Tucumán Santa Cruz de la Sierra Paraguay Buenos Aires Santa Fe Popayán Cartagena Santa Marta Maracaibo TOTAL

Cuestiones globales

C. 7.

Principal

Subsidio

15.000 50.093 1.170.746 866.666 946.197 472.574 447.091 170.839 204.295 104.986 39.900 110.830 43.289 7.023 5.500 481.988 65.068 43.481 93.653 996.474 370.867 249.746 153.000 349.819 266.849 37.500 208.468 62.443 115.677 180.000 56.000 66.612 69.352 25.907 32.000 135.997 37.500 124.717 15.300 49.852

1.123 3.753 87.723 64.940 71.123 35.410 33.500 12.806 15.308 7.866 2.990 8.304 3.243 526 412 36.116 4.874 10.750 7.015 74.664 27.790 18.713 11.468 26.210 19.994 2.809 15.641 4.677 8.667 13.847 4.196 4.989 5.197 1.941 2.397 10.191 2.810 9.346 1.146 3.736

10.006.474

750.000

Las dificultades p a r a hacer efectivo este n u e v o subsidio d e b i e r o n d e ser muy parecidas a las q u e obstaculizaron la c o b r a n z a d e los anteriores. «En 1807 -nos dice Sánchez Bella- la Contaduría General informa sobre la falta de noticias para poder ejecutarse el repartimiento de los 60 millones de los subsidios concedidos sobre las rentas del estado eclesiástico de Indias por breves de 1795 y 1799, ni tampoco el prorroteo general del antiguo subsidio de dos millones de ducados de plata. Faltan todavía los informes de Buenos Aires, La Paz, Quito, Popayán, Panamá, Caracas, Puerto Rico y Cebú. Cabe pensar que lo mismo que, al parecer, ocurrió con el viejo subsidio, tampoco debió poder cobrarse en Indias más que una pequeña parte del nuevo».

VII.

La economía de la Iglesia americana

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MESADAS, MEDIAS ANATAS Y ANUALIDADES ECLESIÁSTICAS

Desde 1 6 2 5 , p o r concesión del p a p a U r b a n o V I I I , t o d o s los cargos eclesiásticos d e provisión real, lo mismo q u e lo venían h a c i e n d o d e s d e antig u o los civiles, d e b í a n p a g a r al E r a r i o u n a mesada, es decir, u n a dozava p a r t e del salario anual. Pocos a ñ o s después, e n 1 6 3 1 , c u a n d o esta c o n t r i b u c i ó n se multiplicó p o r seis p a r a los cargos seculares, convirtiéndose e n media anata, los eclesiásticos siguieron a b o n a n d o exclusivamente la mesada. Esta situación se m a n t u v o hasta 1 7 5 4 , a ñ o e n q u e F e r n a n d o VI o b t u v o u n a b u l a p a r a c o b r a r la m e d i a a n a t a a t o d o s los eclesiásticos provistos p o r el rey e n cualquier beneficio, pensión u oficio eclesiástico, c u a n d o la r e n t a a n u a l superase los trescientos d u c a d o s o su equivalente e n otras m o n e d a s . Sin e m b a r g o , n o p a r e c e q u e tal disposición se llevara a la práctica e n América. E n 1 7 7 5 , Carlos I I I r e i t e r ó c o n más fuerza la o r d e n y c o n la misma p e r e n t o r i e d a d se recogió e n el artículo 2 0 9 d e la Instrucción d e I n t e n d e n t e s d e N u e v a España, p r o m u l g a d a al a ñ o siguiente. De este n u e v o i m p u e s t o se e x c e p t u ó a los p á r r o c o s , quienes, i n d e p e n d i e n t e m e n t e d e sus ingresos, seguirían a b o n a n d o la mesada d e la f o r m a a c o s t u m b r a d a . U n o y o t r o gravamen c o n t i n u a r í a n p a g a n d o c o m o siempre u n 18 p o r 100 más, p a r a costear su r e m e s a a la Península. Las exacciones sobre la provisión d e cargos y beneficios eclesiásticos n o p a r a r o n ahí. E n 1 7 9 5 se había c o n c e d i d o a la C o r o n a t o d o el p r o d u c t o d e las vacantes eclesiásticas p a r a la amortización d e los vales reales, pese al peligro q u e r e p r e s e n t a b a q u e estos cargos n o se proveyesen, b u s c a n d o el beneficio e c o n ó m i c o del Erario. E n c o m p e n s a c i ó n d e q u e el m o n a r c a n o hiciera uso de este privilegio, Pío V I I concedió c o n el mismo fin - l a amortización d e los v a l e s - u n a anualidad d e «todos los beneficios eclesiásticos - e x c e p t u a n d o n u e v a m e n t e a los curas p á r r o c o s y d o c t r i n e r o s - , seculares y regulares d e cualquier g é n e r o o d e n o m i n a c i ó n q u e sean, c o m o dignidades mayores y m e n o r e s , canonicatos, p r e b e n d a s , capellanías colativas, p r e s t a m e r a s , beneficios y oficios, bien sean d e los reservados a Su Santidad o d e p r e s e n t a c i ó n real u o r d i n a r i a , o d e p a t r o n a t o activo o pasivo, laical o eclesiástico, secular o regular, q u e vacaren e n España, Indias e islas adyacentes». La presión c o n t r a el e s t a m e n t o eclesiástico e r a tan g r a n d e q u e c u a n d o , e n 1810, se pensó c o b r a r u n a nueva exacción p a r a ayudar la financiación d e la g u e r r a c o n t r a los franceses, el C o n t a d o r d e la C o n t a d u r í a del Consejo d e Indias dirigió al g o b i e r n o u n escrito, q u e recoge Sánchez Bella, q u e es e n este sentido muy ilustrativo: «Los prebendados de que se trata, además de las cargas de anualidades, subsidios y medio-annatas, tienen la del noveno, la de satisfacer en vida, conforme al estatuto o práctica general adoptada en los cabildos, el gasto funeral, que es de bastante consideración, sin los otros que son sabidos, de modo que los de primera entrada indistintamente no pueden contar en tres años cuando menos con renta alguna. Estos enormes gravámenes y otros de que más adelante se hará mérito, los ha sufrido el estado eclesiástico con un celo heroico, aun sin concurrir la causa santa que en el día-defiende la Nación, y aunque se suponga como debe, en honor de aquél, que su espíritu se halle dispuesto a continuarlo, el agregar o imponerle en el día un descuento como el de la mitad de la renta, es lo mismo que reducir a los prebendados a un estado de pobreza, indecoroso a su elevado carácter».

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LA BULA DE LA SANTA CRUZADA

La bula de la Santa Cruzada es un ingreso de la Real Hacienda que en poco o nada benefició económicamente a la Iglesia indiana, pero se justifica que la tratemos ahora en cuanto que su cobranza se hizo por concesiones pontificias y por aparentes razones religiosas o espirituales. Esta limosna, que por su obligatoriedad tiene casi las características de un impuesto, hunde sus raíces, como los diezmos, en las costumbres y legislación de la Castilla bajomedieval. Nació de las concesiones pontificias a los reyes de las limosnas o donativos que hacían los fieles para sostener la lucha de los cristianos contra la ocupación musulmana de la península Ibérica. Con la caída del último bastión islámico, perdió su secular justificación, pero no desapareció, sino que, como dice Carande, cambió exclusivamente su destino porque la reconquista de Granada es el «término de una lucha de siglos, pero es a la vez introito de una nueva era». La Monarquía española, en efecto, se vio comprometida a partir de entonces en un doble frente: en la lucha contra el turco más allá de sus fronteras y en la defensa de la ortodoxia católica más cerca de ellas. La persistencia de ambos problemas le dio a la concesión un carácter permanente, aunque teóricamente tuviera que renovarse cada tres años. La bula de la Santa Cruzada en esta nueva etapa fue concedida por primera vez para Castilla por el papa Julio II en 1509 y extendida a las Indias por breve de Clemente VII del 24 de agosto de 1529. Sin embargo, la introducción en los territorios americanos, como ocurre con otros impuestos, se hizo gradualmente y de una forma que hace difícil precisar fechas y circunstancias. López de Caravantes da a entender que, aunque antes se cobrara en las Indias, sólo a partir de la bula de Gregorio XIII de 1573 adquirió plena vigencia y universalidad. Por esta bula y otros documentos pontificios, que consideraban su lejanía de la metrópoli y las grandes distancias internas, se determinó que las predicaciones se hicieran cada dos años. Las concesiones de la Santa Sede se hacían para largos períodos. Así, por ejemplo, el papa Gregorio VII concedió a Felipe II en 1578 seis predicaciones, pero antes de que se cumpliera el tiempo, en 1585, Sixto V otorgó otras seis predicaciones y así sucesivamente otros pontífices, de tal manera que López de Caravantes calculaba en 1614 que las predicaciones concedidas llegaban hasta 1660. Las tasas de las limosnas, siguiendo las directrices de la bula de 1573, fueron fijadas por el Comisario General de la siguiente manera: a) Virreyes y sus mujeres, 10 p. ensayados. b) Arzobispos, obispos, inquisidores, abades, priores, dignidades y canónigos. Caballeros de las Ordenes militares. Presidentes, oidores, alcaldes, fiscales, alguaciles mayores, secretarios y relatores de las audiencias. Gobernadores, corregidores, alcaldes y regidores. Encomenderos y pensionistas del Erario. Capitanes generales, alcaides de castillos y fortalezas. Abogados. Hombres con bienes superiores a los diez mil pesos. Y, en general, las mujeres de los mencionados, 2 p. ensayados. c) Todas las demás personas, excepto indios y negros, 1 p. ensayado. d) Frailes, monjas y otros españoles pobres, 2 tomines.

e) f) g) h) i)

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Mendicantes y mujeres de servicio, 2 tomines. Caciques, 1 p. ensayado. Los demás indios, negros y mulatos (hombres y mujeres), 2 tomines. Bulas de difuntos, 1 p. ensayado. Bulas de difuntos (tasas inferiores), 2 tomines.

En el cuadro precedente las cantidades se consignan en pesos ensayados (doce reales). Solórzano, Limonta y otros autores registran las mismas clases de tasas, aunque añadiendo una nueva: la de tercera clase, con el valor de un peso y que afectaba a los que tenían unas rentas sobre los seis mil pesos, pero la diferencia fundamental está en que las tasas se registran en pesos de a ocho, lo que significaría en la práctica una disminución del valor de la bula. En los primeros años del siglo xix -con el mismo motivo que encontramos en el aumento o creación de nuevos gravámenes, es decir, la convalidación de vales reales- la limosna se aumentó en un 50 por 100. Además de estas clases de bulas existía otra llamada de composición, que tenían que pagar las personas con presuntas ganancias malhabidas, los transgresores de normas eclesiásticas, los obligados por la concesión de algunas dispensas eclesiásticas y algunos otros casos relacionados con el Derecho Canónico. Caravantes nos ofrece un cuadro del número y distribución de las bulas en el virreinato peruano, interesante desde muchos puntos de vista, demográfico, sociológico y, desde el que ahora nos interesa, económico: VIVOS

DIFUNTOS 2 tomines

De composición

1.951 1.163

3.242 2.741

1.233 548

10.153 110.862 1.393 6.924 4.215 28.570 1.556 6.370

2.360 178 467 227

2.300 282 759 629

1.325 60 429 119

34.593 510.897

6.346

9.953

3.714

10 pesos

2 pesos

1 peso

2 tomines

Lima Cuzco Charcas, Tucumán, La Paz y La Barranca Chile Quito Tierra Firme ..

2

1.674 596

11.776 183.283 5.500 174.888

1.416 404 715 204

TOTAI.ES

2

5.009

1 peso

La predicación bianual debía producir, por tanto, 184.903 pesos ensayados. Después de descontar los gastos propios de la administración -20.339 de las comisiones de los tesoreros (un 11 por 100 de la recaudación) y 9.000 pesos de salarios de los ministros del Tribunal- quedaban, o debían quedar, aproximadamente unos 155.000 pesos para la Hacienda. La primera consecuencia que se saca de la tasa de la bula es su universalidad, sin excepciones, sin distinción de razas, sexo ni estado civil: desde el virrey hasta el último negro pobre o fraile desvalido. Tan universal que incluso alcanza a los difuntos que no hubieran regularizado en vida su contribución y cuyos parientes quisieran ganarles las indulgencias concedidas. La segunda consecuencia es que, contrariamente al sistema impositivo

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vigente, el valor d e la limosna es relativamente p r o p o r c i o n a l , g r a v a n d o más a los más p u d i e n t e s . C o m o es lógico s u p o n e r , u n a c o n t r i b u c i ó n q u e afectaba a t o d a la población tenía q u e r e n d i r m u y b u e n o s beneficios al Estado, tal c o m o se c o m p r u e ba p o r las cifras q u e h e m o s a n o t a d o . La importancia económica y la consec u e n t e complejidad administrativa aconsejaron la creación d e tribunales d e la Santa C r u z a d a e n cada u n a d e las sedes d e los distritos audienciales. La cédula q u e así lo dispuso - 1 6 d e abril d e 1 6 0 9 - c o n c r e t ó también su c o m p o sición: u n comisario subdelegado, n o m b r a d o p o r el Comisario General, residente en España; u n asesor, q u e debía ser el o i d o r más antiguo, y u n c o n t a d o r , c a r g o q u e debía d e s e m p e ñ a r l o el funcionario real más a n t i g u o d e la respectiva Caja, a u n q u e p o c o después, e n algunas sedes, d a d o el volumen d e la r e c a u d a c i ó n y d e q u e su c o m e t i d o principal e r a c o n t r o l a r estos ingresos, se creó u n cargo específico, el d e c o n t a d o r d e la Santa Cruzada, q u e llegó a t e n e r g r a n relevancia en la administración indiana. La administración d e la renta, c o m o e n otros m u c h o s casos, se llevó d e dos formas, bien p o r administración directa, es decir, e n m a n o s d e los oficiales reales, q u e recibían el fruto final r e c a u d a d o p o r tesoreros especiales, o bien p o r administradores particulares, c o n quienes se firmaba u n asiento, forma esta última a la q u e se d i o preferencia. Los dos p r i m e r o s asientos tuvieron u n carácter general p a r a casi t o d o s los territorios indianos, con u n o s beneficios d e la q u i n t a y sexta p a r t e d e la recaudación, respectivam e n t e . El fracaso del s e g u n d o c o n t r a t o aconsejó q u e e n adelante los asientos se firmaran, p a r t i c u l a r m e n t e , e n cada obispado. Pese a lo q u e h e m o s afirmado sobre q u e la limosna d e la bula d e la Santa C r u z a d a n o benefició e c o n ó m i c a m e n t e a la Iglesia, ya q u e el p r o d u c t o se dedicaba casi e n su totalidad a los fines p r o p i o s del Estado, hasta la s e g u n d a mitad del siglo x v m se m a n t u v o u n a cierta a u t o n o m í a - l a r e n t a n o se incluía en la masa común d e la Real H a c i e n d a - y su administración se regía p o r formas cuasieclesiásticas. P e r o incluso esta ficción a u t o n ó m i c a debió resultar molesta p a r a el regalismo b o r b ó n i c o . E n m a r z o d e 1 7 5 0 se consiguió u n breve del p a p a Benedicto X I V q u e p e r m i t i ó la total secularización d e la renta, q u e pasó a ser considerada u n r a m o más d e la H a c i e n d a , y su administración, incluido el T r i b u n a l privativo, fue reorganizada p a r a p o n e r l a direct a m e n t e e n m a n o s d e los funcionarios fiscales. L a O r d e n a n z a d e I n t e n d e n tes d e B u e n o s Aires es e n este sentido s u m a m e n t e expresiva: « C o r r e s p o n d e a mi s u p r e m a regalía la plena facultad d e administrar, r e c a u d a r y distribuir, con i n d e p e n d e n c i a absoluta del Comisario General d e C r u z a d a y d e m á s Apostólicos, t o d o el p r o d u c t o d e la Santa Bula». Desde finales del siglo XVin se c r e ó u n a nueva bula p a r a América, la del indulto de las carnes saludables, p o r la q u e los beneficiarios p o d í a n c o m e r carnes, huevos y lacticinios e n C u a r e s m a y otros días d e abstinencia, c o n excepción del Miércoles d e Ceniza, d e los viernes d e Cuaresma, d e miércoles a sábado d e la S e m a n a Santa y d e las vigilias d e las g r a n d e s fiestas litúrgicas. La concesión pontificia corría en E s p a ñ a desde 1779, p e r o Carlos I V consiguió e x t e n d e r l a a Indias desde el bienio 94-95. El valor d e las bulas se tasó siguiendo el m o d e l o d e la Santa C r u z a d a y e n su administración también se

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m a n d ó e x p r e s a m e n t e seguir este m o d e l o . La disculpa inicial p a r a establecer la bula del indulto fue la d e s o c o r r e r a los p o b r e s , p e r o muy p r o n t o , e n 1798, se aplicó a la amortización d e vales reales.

NOTA

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PARTE

LA IGLESIA

II

DIOCESANA

CAPÍTULO 8

ORGANIZACIÓN TERRITORIAL DE LA IGLESIA Por ANTONIO GARCIA Y GARCÍA

Desde el punto de vista territorial, la Iglesia se estructuró en América de dos distintas formas. Una de ellas, que podría denominarse Iglesia de estructura tradicional, estaba integrada por los españoles, los criollos y, según las circunstancias, por los mestizos, y mantuvo siempre la organización territorial de la vieja cristiandad europea: archidiócesis o sedes metropolitanas, diócesis y parroquias. La razón que explica la identidad de estructura de esta Iglesia americana con la europea radica en el hecho de que se trata de una Iglesia constituida, desde el primer momento, a imagen y semejanza de la que existía contemporáneamente en la Europa cristiana. Se da, en cambio, prácticamente desde los primeros momentos en América una Iglesia en vías de formación mediante la actividad evangelizadora, integrada por los indígenas que se iban incorporando al cristianismo. Esa Iglesia presentó dos formas o estructuras cronológicamente consecutivas en cada territorio: la propiamente misional o en proceso de constitución y la posmisional o Iglesia definitivamente constituida, la cual, salvo algunos detalles, en su estructura no se diferencia de la Iglesia tradicional o hispanocriolla, a la que en principio debía terminar integrándose. La estructura de la Iglesia misional se aborda en la presente obra al hablar de la evangelización. El presente capítulo se refiere únicamente a las estructuras territoriales de la Iglesia constituida, tanto a la de carácter tradicional o hispano-criolla como a la de carácter posmisional o integrada por los indígenas desde el momento en el que, según los diversos territorios y tiempos, se le consideró ya suficientemente evolucionada. Las estructuras territoriales concretas a las que este capítulo se refiere son las archidiócesis o sedes metropolitanas, las diócesis, las parroquias de españoles y las doctrinas o parroquias de indios. I.

ARCHIDIÓCESIS O SEDES METROPOLITANAS

Hasta el año 1546, todas las diócesis americanas dependieron de la archidiócesis de Sevilla (España). La enorme distancia que separaba a Sevilla de América creaba situaciones insostenibles. Por ello, en 1533, 1536 y 1544 se pensó en fundar en América sedes arzobispales independientes. El plan formulado en 1544 fue cursado a Roma en 1545. En él se pedían tres arzobispados para el Nuevo Mundo, petición que encontró favorable acogi-

140

P.II.

La Iglesia diocesana

da en 1546. Las tres sedes elevadas a la dignidad metropolitana fueron México, Santo Domingo y Lima. Siguiendo el mismo proceso por el que se rigió la subdivisión de las diócesis o la creación de nuevos obispados, en 1564 se creó la sede metropolitana de Santa Fe de Bogotá y la de La Plata (Chuquisaca o Sucre) en 1609, elevando a la categoría de sedes metropolitanas los dos obispados correspondientes. En el cuadro que sigue a continuación se recogen en la primera columna las sedes metropolitanas, con la fecha de elevación a tal categoría, y en las columnas siguientes las diócesis asignadas a cada arzobispado desde 1504 a 1591, de 1592 a 1667, de 1668 a 1799 y desde 1800 hasta la independencia americana. La fecha de fundación de cada una de estas diócesis puede verse en el cuadro que dedicamos a los obispados en el apartado siguiente. ARZOBISPADO

1504-1591

1592-1667

1668-1799

1800...

MÉXICO 1546

Antequera Chiapas Guadalajara Michoacán Tlaxcala Vera Paz Yucatán

Durango Guatemala Nicaragua Comayagua

Linares Sonora

California Chilapa

STO. DOMINGO 1546

Puerto Rico Cuba Florida Venezuela Santa Marta

Santiago de Cuba Venezuela

Nueva Orleans S. Cristóbal de la Habana Guayana

Arequipa Cuzco Charcas (La Plata) Río de la Plata Tucumán Popayán

Concepción Quito Guamanga Santiago de Chile Panamá Trujillo

Cuenca

Cartagena Popayán Quito

Santa Marta

Mérida Antioquia

LIMA 1546

SANTA FE DE BOGOTÁ 1564

LA PLATA 1609

Asunción Sta. Cruz de la Sierra La Paz Buenos Aires Tucumán

II.

Cochabamba Guayaquil Maynas

Córdoba

DIÓCESIS

Veamos sucesivamente la difusión de la institución diocesana en América, límites, proceso fundacional, características o tipología.

C. 8. A)

Organización territorial de la Iglesia

1^1

Difusión

Llama la atención el hecho de que en los territorios hispanos de América se crearon muy pronto y con gran rapidez los obispados, hasta cubrir enteramente aquellos inmensos territorios. Fue también rápida y efectiva la subdivisión de una diócesis en varias, según lo fueron exigiendo las circunstancias demográficas, el número de neoconversos y la excesiva extensión del territorio. He aquí el cuadro de todas las diócesis fundadas en América, incluyendo también las que se suprimieron y las que fueron trasladadas a otra sede diferente de la fundacional. La presentación en letra cursiva de los nombres de algunos obispados significa que éstos fueron proyectados, pero no llegaron a fundarse o desaparecieron bajo esa denominación, ya por haber sido suprimidos, ya por haberse trasladado a otras ciudades de las que deriva su nuevo nombre. En una primera columna damos el nombre de la diócesis; en la segunda, la fecha de la real cédula cuando se conoce; en la tercera, la del consistorio en que la Santa Sede aprobó la fundación de cada nueva diócesis; en la cuarta, la fecha de erección, y en la quinta, las traslaciones (la abreviatura tr. significa trasladada), supresiones y otras circunstancias: Erección

Diócesis

Real Cédula

Consistorio

Arequipa

1576

?- 3-1620

Antequera (Oaxaca) Asunción de Baracoa (Cuba) Asunción (Paraguay) Baynúa (Isla Española) Bogotá: ver Santa Fe Buenos Aires Caracas Carolense (México) Cartagena Concepción de la Vega (Isla Española) Concepción de Chile Córdoba (Argentina) Ciudad Real (Chiapas) Comayagua Composiela (Nueva Galicia)

1534

15- 4-1577 20- 7-1609 2 1 - 6-1535

1546

11- 2-1517 1- 7-1547 15-11-1504

28- 9-1522 10- 1-1548

1617

6- 3-1620

1518 1533

24- 1-1519 24- 4-1534

26- 6-1622 7- 3-1638 1-12-1526 28- 6-1538

Traslado o s u p r e s i ó n

tr. 1522

tr. a Tlaxcala

8 y 13-11-1511 8-12-1763 1699 26- 2-1538 6- 9-1531 18- 7-1548

Coro (Venezuela)

2 1 - 6-1531

Cozumel (Yucatán) Cuenca (Ecuador) Cuzco Durango (Nueva Vizcaya) Florida Guamanga (hoy Ayacucho, Perú) Guadalajara Honduras Huamanga: ver Guamanga

24- 1-1519 1786 . 8- 1-1537

5-10-1535

1-12-1526 4- 9-1537

11-10-1620 5-12-1520

1- 9-1623

20- 7-1609

2- 1-1615

10- 5-1560 1609

tr. a Guadalajara en 1560 tr. a Caracas en 7-3-1638 tr. a Mérida en 1561

desaparece hacia 1527

142

P.II.

Erección

Real Cédula

Consistorio

Jamaica (abadía) La Habana La Paz La Imperial (Chile)

1556

15- 3-1520 1787 4- 7-1605 22- 3-1563

La Plata (Charcas)

1551

27- 6-1552

23- 2-1553

León (Nicaragua) Lima

26- 2-1531 7- 9-1543

3-11-1534

3 1 - 5-1541

Diócesis

Maynas (hoy Chachapoyas, Perú) Mérida (Yucatán) México Michoacán Nicaragua Nuevo León (México) Oaxaca: ver Antequera Panamá: ver Santa María del Darién Pátzcuaro Penco (Chile) Popayán Puebla de los Angeles Puerto Rico: ver San Juan Quito Salta San J u a n de Puerto Rico Santa Cruz de la Sierra Sania Cruz de la Vega Santa Fe de Bogotá Santa María la Antigua del Darién Santa Marta 1 Santa Marta II Santiago de Cuba Santiago de Chile Santiago del Estero Santiago de Guatemala Santo Domingo

9- 7-1560 1527

Túmbez (Perú) Valladolid (Honduras) Valladolid (Michoacán)

desaparece la ciudad en 1599 y tr. a Penco arzobispado desde 1609

5- 9-1530

arzobispado 1546

desde

18- 8-1536 26- 2-1531 1777

Diócesis Tucumán: ver Santiago del Estero Tzintzuntzán (Michoacán) Veragua Vera Paz Yaguata (Isla Española) Yucatán

1540

hacia 1524 8- 7-1550 7- 2-1603 27- 8-1546 3-10-1539

3 1 - 5-1540

8- 1-1546

8 y 13-11-1511 4- 7-1605 8 y 13-11-1511 22- 2-1549

9- 9-1531 7-11-1574 20- 6-1637 1556 1532 8 y 13-11-1511

suprimida en 1626 1534 tr. a Concepción 1763 8- 2-1547

27-

9-1579 1806

16- 9-1512 integrada en Santo Domingo arzobispado desde 1564

11- 9-1562

9- 9-1513 10- 1-1534 15- 4-1577 7- 3-1638 27- 6-1561 10- 5-1570 18-12-1534 12- 5-1512

1-12-1521

tr. a Córdoba en 1699 arzobispado 1546

14-10-1616 28-12-1571

desde

tr. a la Puebla de los A n g e l e s en 3-10-1539 tr. en 1571

6- 9-1531 15- 4-1577 20- 7-1609

23-10-1529 1571

tr. a Panamá hacia 1524 tr. a Santa Fe en 1539

20-10-1537

1790 1779 13-10-1525

1576

en

suprimida

Organización territorial de la Iglesia

R e a l Cédula

Consistorio

13-11-1534

18-8-1536

1534

143

Erección

Traslado o s u p r e s i ó n

1527

tr. en 1538 a Pátzcuaro tr. a Panamá

27- 6-1561 11- 5-1504 19-11-1561

La temprana y rápida fundación de las diócesis en la América hispana, así como su ulterior desdoblamiento de una diócesis en varias, contrasta con la praxis seguida en el caso de los territorios de colonización portuguesa, donde este fenómeno se verifica más tardía y lentamente. Por ello, tampoco la actividad conciliar y sinodal tiene en los territorios de expresión lusitana la relevancia que adquirió en la América de habla española. B)

Santo Tomás de la Guayana (hoy Ciudad Bolívar, Venezuela) Sonora (Hermosillo) Tlaxcala

Trujillo (Honduras) Trujillo (Perú)

1805 19-11-1561 2- 9-1530

Traslado o s u p r e s i ó n

arzobispado desde 1546 integrada en la diócesis de Concepción de la Vega

15-11-1504

Magua (Isla Española)

C.8.

La Iglesia diocesana

Delimitación de las diócesis

Las demarcaciones que constituían la geografía eclesiástica americana se parecen a muchas de la primitiva Iglesia y de la Alta Edad Media, en que sus límites no son prevalentemente geográficos, sino demográficos. En Indias, esta fluidez de límites es mayor al principio que en épocas más tardías del siglo XVII-XVIII. También es mayor en zonas muy extensas y poco pobladas que en las de mayor densidad demográfica. La delimitación estaba bien definida en el caso de obispados únicos insulares como, por ejemplo, Santo Domingo, Cuba o Puerto Rico, mientras hubo en cada una de estas islas obispado único. Aunque con menos exactitud, la delimitación tampoco ofrecía problemas mayores cuando se trataba de alguna diócesis única en todo un territorio, ya que entonces el obispado coincidía con la zona donde se daba la presencia española. A veces también se situaba la frontera en algún accidente geográfico como, por ejemplo, el río Orinoco como frontera meridional de la provincia eclesiástica de Santo Domingo, hasta que las sucesivas fundaciones de nuevas sedes episcopales vinieron a modificar la geografía eclesiástica en este punto. Debido a la fluidez de fronteras diocesanas, en el mapa de las diócesis y archidiócesis sólo aparecen los nombres de las sedes, sin fijar unos límites concretos, que generalmente no tenían, al menos en el sentido actual de esta palabra. Un sistema bastante corriente, pero impreciso, de fijar los límites entre las diócesis consistía en asignar a una 15 millas en dirección a la otra diócesis limítrofe, y viceversa, partiendo por su mitad la distancia que quedaba en medio de estas dos franjas de 15 millas. Por lo dicho se explica perfectamente el número, relativamente elevado, de conflictos de competencias entre los obispados limítrofes cuando se trataba de cobrar los diezmos, realizar la visita canónica, asistencia del clero a los sínodos diocesanos y otros actos semejantes.

144 C)

P.ll.

La Iglesia diocesana

Fundación de las diócesis

Por derecho común de la Iglesia, la única autoridad que desde el siglo XI podía fijar y modificar los límites de las diócesis y archidiócesis era la Santa Sede. Pero en América, en virtud del Real Patronato, la Corona consiguió de la Santa Sede el derecho de proponer los límites de cada nueva diócesis o la modificación de los ya existentes. La Corona intentó varias veces obtener la facultad de establecer los límites, y no sólo la de proponerlos a la Santa Sede. Así, por ejemplo, Fernando el Católico solicitó dicha facultad al Papa el 13 de septiembre de 1509, cuando se planeaba la fundación de las tres primeras diócesis de la isla Española (Santo Domingo), sin que obtuviera respuesta alguna. El 26 de junio de 1513 reitera la misma propuesta, con el mismo resultado. Dada la dificultad real de fijar desde Roma, con el más absoluto desconocimiento de la geografía americana, la delimitación de las nuevas diócesis, en la práctica Roma no tuvo más remedio que aceptar las propuestas que sobre esto hacía la Corona al proponer, en virtud del derecho patronal de presentación, el primer obispo electo a la Santa Sede. En todo caso, ésta se reservaba el derecho de oponer cualquier objeción si había fundamento para ello. La facultad de cambiar los límites no se dio de modo general, sino para casos concretos, como ocurrió, por ejemplo, el 2 de junio de 1544 para el traslado de la sede episcopal de Tlaxcala a Puebla de los Angeles, o el 13 de julio de 1548 para la fundación del obispado de Guadalajara. La localización de las diócesis, lo mismo que la de los centros del poder civil en el Nuevo Mundo, se realizó, en gran parte, en estrecha dependencia de la expansión de la presencia hispana en América. Así se explica la fundación de varias diócesis en la Española, que luego se integran en una sola, y la de la capital y principales núcleos de población en ambos virreinatos de México y de Perú. En épocas más tardías se fundan también algunas diócesis siguiendo la penetración de los misioneros y el ritmo de las conversiones. D)

Características de las diócesis americanas

Aparte de algunos aspectos especiales ya expuestos de las diócesis americanas en relación con las del resto de la cristiandad, hay que subrayar aquí el carácter misional que se da en los comienzos de la mayoría de ellas. Recuérdese que la obligación impuesta a los monarcas españoles desde las bulas alejandrinas de 1493 era la evangelización de las tierras descubiertas y por descubrir. La Corona y la Iglesia española, especialmente las Ordenes religiosas, hicieron honor a esta finalidad. Pero el derecho entonces vigente en toda la cristiandad se adaptaba mal a la situación americana. Por ello, la Santa Sede concede grandes privilegios a los protagonistas de la evangelización, que fueron los religiosos principalmente. Concedió asimismo a la Corona un protagonismo grande en esta tarea, recogido en el Patronato Regio, que la Corona trató todavía de ampliar a base del Vicariato Regio. Gracias a estas concesiones fue posible la evangelización, pero también debido a ellas surgieron no pocos conflictos entre la Santa Sede y la Corona, por una parte, y entre el clero secular y los religiosos, por otra. Por ello, un

C.8.

Organización territorial de la Iglesia

145

obispo en América no era ante todo un administrador como en Europa, sino un pastor que tenía que ocuparse no sólo de los pocos o muchos españoles que hubiese en su diócesis, sino también de los naturales convertidos al cristianismo y colocados bajo su jurisdicción. Debido a la larga distancia para recurrir a Roma, pero también a esta finalidad misional, se otorgan a los obispos de América importantes facultades que en la vieja cristiandad estaban reservadas a la Santa Sede. Tal era el caso de los pecados y penas reservadas a la Sede Apostólica, incluso contenidos en una famosa bula que se daba cada año el día de Jueves Santo y que por ello es conocida como la bula In coena Domini; la dispensa de los grados de consanguinidad y afinidad, que sólo podía otorgar la Santa Sede, etc. Por las mismas causas, la administración de la justicia en las diócesis de América era diferente que en Europa, ya que las apelaciones en primera instancia iban dirigidas al metropolitano o arzobispo, y en segunda instancia al obispo más próximo. Si las dos sentencias eran concordes, la decisión pasaba a cosa juzgada, sin necesidad del recurso a la Santa Sede. Si no eran concordes, se recurría a otro obispo cercano, quien zanjaba definitiva e inapelablemente la cuestión debatida. Esta experiencia misional americana fue el precedente más notable del derecho canónico misional moderno, que se inspira ampliamente en el caso americano, sobre todo en cuanto a la concesión a los misioneros y obispos de numerosas facultades que el derecho común reservaba a la Santa Sede. Otras estaban reservadas por derecho común a los obispos, y la Santa Sede las extiende a los misioneros, que generalmente eran religiosos. El hecho de que la evangelización de América haya corrido en su mayor parte a cargo de los religiosos hizo que se planteara varias veces la cuestión de que las diócesis americanas fueran regulares y no seculares, es decir, que estuviesen encomendadas a los religiosos y no a los clérigos seculares. Los obispos de las diócesis de América fueron escogidos de ambos cleros, secular y regular, con predominio del segundo sobre el primero hasta 1660, fecha en la que se invierte la relación. Hernán Cortés estaba convencido de que las personas indicadas para la evangelización no eran los clérigos seculares, sino los religiosos. Por ello llega a proponer el cambio de la jerarquía tradicional de la vieja cristiandad por la formada de miembros de las Ordenes mendicantes, entre cuyos miembros habría que escoger los obispos. Sugería asimismo la supresión de los canónigos y otras estructuras diocesanas, que en la Nueva España resultaban gravosas y de escasa eficacia. Carlos V desestimó la sugerencia de Cortés. Pero Felipe II, años más tarde, la consideró acertada y se la propuso al Papa, que la rechazó. En realidad se conservó la jerarquía tradicional de la Iglesia, pero aun esto quedó mitigado por el hecho de que la mayoría de los obispos de América fueron captados entre los miembros de las principales familias religiosas hasta mediados del siglo XVII. La Junta Magna de 1568 coincidía con la opinión de Felipe II en esta materia. En 1572, el monarca propuso al Papa que los canónigos fuesen regulares, es decir, miembros de las Ordenes religiosas, basándose en el mejor ejemplo de los religiosos y en el menor costo de su manutención.

P.H.

146

En realidad no se llegó a adoptar, como criterio general, esta propuesta de 1572, pero en la práctica se nombró con frecuencia a obispos de la Orden religiosa mayoritaria en la diócesis, que es justamente el criterio que siguió y sigue todavía la Congregación de Propaganda Fide en los territorios de misión. La subdivisión de la diócesis en arciprestazgos, tomada del derecho común, se puso en práctica también en América. Pero la decisión la tomó frecuentemente el rey, oído el parecer de la autoridad eclesiástica.

III.

PARROQUIAS DE ESPAÑOLES

Como ya indicamos más arriba, las parroquias de régimen tradicional estaban integradas por españoles, criollos y a veces mestizos. Frecuentemente se las denomina «parroquias de españoles». Solían estar al cargo de un cura secular y se regían por el derecho común de la Iglesia universal, aunque dentro de su territorio hubiera también indígenas ya convertidos al cristianismo. Omitimos aquí una descripción pormenorizada de su régimen, ya que éste es un tema que, según indicamos al principio, cae fuera de este capítulo. IV. A)

C. 8.

La Iglesia diocesana

DOCTRINAS O PARROQUIAS DE INDIOS

Concepto

Eran las parroquias formadas por indígenas, las cuales adquirían su condición jurídica de tales al perder su carácter inicial de «misión» a cargo de los evangelizadores. Las misiones o centros misionales solían convertirse en Doctrinas o Parroquias de indios después de diez o veinte años, según las diferentes épocas y zonas, de iniciada la evangelización de un territorio. En las fuentes contemporáneas se advierte con frecuencia una cierta vacilación a la hora de identificar las doctrinas con las parroquias de indios. La vacilación está justificada, ya que por un lado los indígenas convertidos reciben en las doctrinas los mismos cuidados pastorales que los demás fieles en las parroquias de tipo tradicional. Pero jurídicamente se dio con frecuencia el caso de que los doctrineros o párrocos de indios no poseían el cargo a perpetuidad o, como se decía en términos más técnicos, no tenían un beneficio parroquial perpetuo. Por derecho canónico común de la Iglesia universal, era éste un elemento esencial en el concepto de párroco y de parroquia. Transformadas en una nueva unidad o institución jurídica, estas Doctrinas o Parroquias de indios a veces se entregaban al clero secular, a veces seguían al cargo de los misioneros, convertidos jurídicamente en doctrineros o párrocos de indios. Con el tiempo, y a veces tras largas discusiones y controversias, los religiosos terminaban entregándolas al clero secular, excepto los jesuítas, que no acostumbraban a hacerlo. Las razones alegadas por los obispos para que pasaran al clero secular

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las doctrinas, los argumentos de los religiosos en sentido contrario, así como el punto de vista de la Corona, están bien recogidos en la Relación que el licenciado D. Juan Velázquez hizo ante el Consejo de Indias el 1 de octubre de 1632, que citamos en la bibliografía al final de este capítulo. Entre otras cosas, transcribe y comenta las reales cédulas de Felipe II, Felipe III y Felipe IV, en las cuales unas veces se manda que las doctrinas de los religiosos pasen a los seculares, mientras que en otros casos se ordena que sigan en manos de los religiosos. La posición cambiante de la Corona depende, entre otras cosas, de los argumentos de una y otra parte y de la legislación de la Iglesia contenida en el concilio de Trento y en las bulas pontificias, especialmente en la Exponi nobis de Pío V, del 24 de marzo de 1567, y en la Quantum animarum cura de Gregorio XIV, del 16 de septiembre de 1591. En el título 13 de la Recopilación de Leyes de los Reinos de las Indias del año 1681 se recoge la legislación que regirá en lo sucesivo sobre los doctrineros seculares, aunque en parte afecta también a los doctrineros religiosos. A estos últimos se refiere especialmente el título 15 de la misma Recopilación. Y estas normas son las que, en principio, rigen en lo sucesivo para ambos tipos de doctrinas de seculares y de religiosos. Fueran clérigos seculares o religiosos, estos doctrineros o párrocos de indios estaban sujetos al obispo del territorio, a diferencia de los misioneros, que no lo estaban. Los doctrineros seculares estaban sujetos al obispo en todo, los religiosos sólo en cuanto a la cura pastoral. En la presentación de los clérigos seculares para doctrineros intervenía el obispo. En la de los religiosos lo hacía el superior religioso. En ambos casos se solía exigir, entre otros requisitos, el de conocer la lengua de los indígenas de quienes iban a ser párrocos o doctrineros. Los conceptos o categorías territoriales eclesiásticas que acabamos de describir tienen sus términos civiles correlativos. Pero conviene distinguir perfectamente las instituciones eclesiásticas de las civiles. A la misión, llamada también a veces conversión, solía corresponder en lo civil una reducción o agrupación de los indígenas en poblados. A la doctrina corresponde en lo civil un pueblo o municipio. Otro aspecto en que aparece nítida la distinción entre misión y doctrina radica en las diferentes normas por las que ambas instituciones se regían. Así, por ejemplo, el misionero no cobró sínodo a estipendio de parte de la Corona hasta finales del siglo XVII, mientras que el doctrinero lo hizo desde la segunda parte del XVI. Correlativamente, los indígenas no pagaban tributos en las misiones, mientras que sí estaban obligados a pagarlos una vez integrados en las doctrinas. B)

Evolución histórica

Veamos ahora el largo camino recorrido por las doctrinas a través de un prolongado proceso, en el que cabe distinguir cuatro etapas: 1) Las doctrinas bajo los encomenderos o la autoridad regia (1524-52). En las Ordenanzas de buen gobierno, dictadas por Hernán Cortés el 20 de marzo de 1524, las encomiendas y las doctrinas adquieren una configuración muy

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precisa. Entre otras cosas, dispone Hernán Cortés que los encomenderos en posesión de más de un millar de indígenas estuvieran obligados a pagar un sacerdote que los instruyera en la fe católica. La provisión de los misioneros para evangelizar o atender pastoralmente a los indígenas de cada encomienda pertenecía al respectivo encomendero. En los territorios o indígenas directamente dependientes de la Corona tocaba a ésta proveer de misioneros que se encargasen del cuidado espiritual de los naturales. La duración del cargo del misionero en la doctrina era temporal y dependía de la autoridad del encomendero o de la autoridad regia, según que se tratara de indígenas que estaban encomendados a algún español o que dependían directamente del rey. El salario o estipendio era pactado por ambas partes, es decir, por los doctrineros y la autoridad que los contrataba. En esta primera etapa es claro que no es lo mismo doctrina que parroquia, ya que esta última era un beneficio o cargo perpetuo, mientras que la doctrina era temporal. 2) Las doctrinas bajo los obispos (1552-67). Por una Real Cédula del 23 de septiembre de 1552 se ordena que en adelante los obispos nombraran a los clérigos encargados de las encomiendas, retirándoseles a los encomenderos tal atribución, sistema que defienden los concilios americanos que a partir de Trento se celebran en aquellos territorios. Pero en las doctrinas de los religiosos, que eran la inmensa mayoría, esta norma no se observa, basándose los religiosos en sus privilegios, según los cuales les bastaba con tener la autorización de los superiores de la respectiva Orden para el nombramiento y remoción de los religiosos que trabajaban en las doctrinas. La duración en el cargo era temporal en esta segunda etapa, como lo era en la anterior. El estipendio o salario seguía a cargo de los encomenderos. El concilio de Trento ordenó que la actividad pastoral se encuadrara en todas partes en territorios bien delimitados, otorgando a sus titulares carácter perpetuo e inamovible en el cargo. Correspondía a los obispos el examen previo, el nombramiento, la visita y corrección, así como la remoción de los doctrineros, tanto si eran religiosos como si eran seculares. San Pío V derogó esta norma, en cuanto afectaba a la labor de los religiosos en América, los cuales podían seguir ateniéndose a sus antiguos privilegios, como antes del concilio de Trento. Las disposiciones reales mantienen el derecho de visita del obispo a las doctrinas, que los religiosos rechazan, sobre todo en Nueva España, por ser contrarias a sus privilegios. En conclusión, las doctrinas atendidas por el clero secular, que eran las menos, dependían directamente del obispo, mientras que las de los religiosos seguían rigiéndose por su derecho privilegiado de exención con respecto al obispo en cuanto al nombramiento, examen previo, visita canónica, remoción, etcétera. El breve de San Pío V fue revocado por Gregorio XIII, quien urge la disciplina del concilio de Trento en esta materia. Gregorio XIV, por su

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parte, permite a los religiosos atenerse a la norma de San Pío V. En 1622, Gregorio XV vuelve a urgir las disposiciones del concilio tridentino, aunque esta orden encontró fuerte oposición en América. Todas estas disposiciones, en buena parte contrarias entre sí, se explican, al menos en parte, por la insuficiencia del clero secular para hacerse cargo de un elevado número de doctrinas desparramadas en zonas muy extensas, circunstancia que dificultaba también el control episcopal tal como lo concebía el concilio tridentino. 3) Las doctrinas bajo el Real Patronato (1567-74). Por una Cédula Real del 3 de septiembre de 1567 se impone la presentación regia para el cargo de los clérigos doctrineros o encargados de las doctrinas de indígenas. Los obispos y superiores religiosos realizaban la colación o institución canónica en el cargo en favor del candidato presentado, según que se tratara de clérigos seculares o religiosos. En caso de urgencia podían los obispos y superiores indicados proveer en el cargo a los misioneros, pero con la promesa previa de recurrir antes de dos años al Consejo de Indias en demanda de la presentación regia. El estipendio de los doctrineros corre a cargo de los encomenderos, con lo que sigue produciéndose una excesiva dependencia de los clérigos doctrineros con respecto a los encomenderos mencionados. Para evitarlo, el arzobispo de Lima, Jerónimo de Loaysa, manda que el salario de los doctrineros se pusiese aparte, al ser depositados los tributos recaudados, quienes lo recibirían de los depositarios de los tributos y no directamente de los encomenderos. Al introducirse el cargo de corregidor se encargó a éste de pagar a los doctrineros, liberándoles de la dependencia demasiado directa de los encomenderos. Esto ocurría en la década de los años setenta del siglo XVI, y tardó por lo menos unos diez años en imponerse a escala general. La excesiva intervención de la Corona en esta etapa se basa en la pretendida e interesada identificación de las doctrinas con los beneficios eclesiásticos perpetuos, ya que estos últimos eran de presentación regia, por establecerlo así la bula de Julio II, por la que se crea el Real Patronato en favor de los reyes de España. Los obispos se opusieron, aunque sin resultado positivo, a estas normas de la Corona. Es innecesario decir que, en teoría, los obispos tenían razón. Pero en la práctica no les fue reconocida por las autoridades temporales. 4) Las doctrinas bajo la reorganización del Real Patronato (1574 en adelante). La Junta Magna del Consejo de Indias de 1568 se planteó, con una seriedad como nunca se había hecho hasta entonces, el problema de las doctrinas al cargo de los regulares, debido a las desavenencias sobre el nombramiento y la dependencia de los párrocos de indios surgidas entre los obispos y las Ordenes religiosas, en este caso los franciscanos, dominicos, agustinos y mercedarios. A pesar de las amenazas de los religiosos de abandonar incluso América si se les sometía a la jurisdicción episcopal, la Junta reconoció las facultades de los obispos en este punto. Al mismo tiempo, sin embargo, concibió el proyecto de que «las iglesias catedrales que de aquí adelante se erigieren sean regulares». Dicho en otros términos, que los obispos de América fueran

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escogidos en adelante de entre las Ordenes misioneras, con la esperanza de que los religiosos doctrineros no tendrían inconveniente en someterse a los obispos. Esta última idea no llegó a cuajar, pero aun así la siguió defendiendo en los años inmediatamente posteriores el franciscano Jerónimo de Mendieta, quien incluso le hizo recapacitar de nuevo sobre ella a Juan de Ovando, presidente del Consejo de Indias, cuando éste proyectaba el Libro de la Gobernación Espiritual de las Indias. La solución de la Junta Magna a este problema consistió en insistir en ía necesidad de la presentación regia para ejercer el cargo de párroco de indios, observando los siguientes trámites: 1) Examen previo de los candidatos por el obispo, requisito que ya había exigido el concilio de T r e n t e 2) El obispo diocesano escogía a los opositores más aptos, pasando los nombres a la autoridad secular. 3) La autoridad secular elegía a uno de la lista y lo presentaba de nuevo al obispo. 4) El obispo daba la colación canónica e institución del cargo al presentado. La Real Cédula del Patronato de 1574 insiste en que esto se hace no sólo para los beneficios propiamente dichos, sino también para los repartimientos de indígenas y para aquellos lugares en donde no hubiese beneficios perpetuos constituidos. La colación de unos y otros debía hacerse de forma que los curas pudieran ser removidos del cargo según la voluntad del superior eclesiástico. Pero el rey se reservaba el derecho de presentar por su cuenta, sin mediar los dos primeros requisitos o trámites que acabamos de indicar, a los que él creyese conveniente, pudiendo en este caso otorgárseles el cargo de forma perpetua e inamovible. Los virreyes y autoridades inferiores sólo podían otorgarlos con carácter temporal. Los obispos protestaron por este sistema, según el cual su cometido se limitaba a una simple mediación entre las autoridades civiles y los candidatos elegidos por la Corona, con la única intervención de dar a éstos la colación canónica e informar sobre sus cualidades personales. Pero la única modificación o correctivo de estas normas fue la inobservancia por parte de algunos obispos. Por otra parte, se concedió a las autoridades civiles inferiores al rey el otorgar también estos cargos con carácter perpetuo. Más afortunados fueron los religiosos, quienes siguieron usando la vieja fórmula, en la que la intervención del patrono era casi teórica, ya que se limitaba a confirmar a aquellos religiosos que los superiores designaban previamente. Pero en 1624 se unifica el sistema de ambos tipos de doctrinas, es decir, de las del clero secular y de las de los religiosos. A partir de dicha fecha, los religiosos elaboran una terna, y de ésta la autoridad civil presenta uno de los tres. La colación correspondía al superior religioso. A partir del siglo xvni, con la desaparición de las encomiendas, las doctrinas se denominan parroquias. El nombre de parroquias también se les da a veces con anterioridad a esta fecha, pero se simultanea con el de

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doctrinas, creando una cierta confusión en los lectores actuales y en no pocos estudiosos de estas materias. Al lado de las parroquias de españoles, las antiguas doctrinas se llaman ahora parroquias de indios. En todo caso, el criterio para distinguir una doctrina de una parroquia consiste en ver si la doctrina estaba constituida o no en beneficio perpetuo, en cuyo caso es sinónimo de parroquia. Si no era perpetuo, entonces tal doctrina es algo jurídicamente diferente de la parroquia, aunque su finalidad y servicios pastorales fueran idénticos. C)

Régimen

La legislación civil y eclesiástica sobre las parroquias es aplicable en gran parte a las doctrinas, debido a la interrelación que existe entre ambas instituciones. 1) Legislación civil. Según diferentes reales cédulas de varios monarcas que van desde Carlos V hasta Felipe IV, recogidas en la Recopilación de leyes de los Reynos de Indias (lib. 1, tít. 2), la Corona puso gran empeño en proveer, en la parte que le tocaba, a la erección de los templos de las doctrinas y parroquias de América. En la ley 1 de dicho título se manda que los virreyes, presidentes y gobernadores informen al rey sobre las iglesias fundadas y las que conviniere fundar para la doctrina y conversión de los naturales. En la ley 6 se especifica y se añade cuanto sigue: «Mandamos a nuestros virreyes, presidentes y gobernadores que, guardando la forma que se les da por la ley primera de este título, tengan mucho cuidado de que en las cabeceras de todos los pueblos de indios, así los que están incorporados a nuestra Real Corona como encomendados a otras cualesquier personas, se edifiquen iglesias donde sean doctrinados y se les administren los santos sacramentos, y para esto se aparte de los tributos que los indios hubiesen de dar a nos y a sus encomenderos cada año lo que fuere necesario, hasta que las iglesias estén acabadas, con que no exceda de la cuarta parte de los dichos tributos. Y esta cantidad se entregue a personas legas, nombradas por los obispos, para que la gasten en hacer las iglesias a vista y parecer y con licencia de los dichos prelados y nuestros virreyes, presidentes y gobernadores tomen las cuentas de lo que se gastare y de las iglesias que se hicieren y nos envíen relación de todo». La ley 7 añade todavía: «Mandamos a los oficiales de nuestra Real Hacienda que, con parecer del gobierno y prelado de la provincia, de cualesquier maravedís nuestros que sean a su cargo, provean a cada una de las iglesias que se hicieren en pueblos de indios, puestos en nuestra Real Corona, y encomendados a personas particulares, de un ornamento, un cáliz con patena para celebrar el santo sacrificio de la misa, y una campana, por una vez, al tiempo que la iglesia se fundare». En las parroquias que se hicieron en pueblos de españoles, donde había indígenas que les estaban encomendados, se manda en la ley 3 que un tercio del costo fuera a cargo de la Real Hacienda; otro, de los vecinos encomenderos de naturales, y otro, a cargo de los propios indígenas. En la ley 19 se ordena que los indígenas edifiquen las casas de los

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clérigos que están a sü cargo y que dichas casas queden anejas a las respectivas iglesias, donde prestan su servicio dichos clérigos. El resto de las leyes de este título y otras concordantes con éstas tratan de controlar que se cumplan las normas establecidas sobre la erección de las iglesias, su financiación, sus ornamentos, la administración de los bienes, etcétera. 2) Legislación eclesiástica. Las normas emanadas de los obispos, ya en los concilios provinciales, ya en los sínodos diocesanos y visitas episcopales, así como en otros decretos de cada obispo diocesano, tratan preferentemente de las cualidades y deberes personales de los doctrineros y párrocos, así como del buen funcionamiento y eficacia de la labor evangelizadora y pastoral de los mismos. En el capítulo 10 de esta misma obra se indican los principales temas tratados por los concilios y sínodos en relación con el presente argumento de las doctrinas y parroquias. Destacan, entre otras normas, las que se refieren a la obligación de conocer las lenguas indígenas por parte de los doctrineros y párrocos, el buen ejemplo que debían dar a los nativos, su dedicación a la predicación, a la instrucción de los mismos y al culto, j u n t o con otras normas de conducta y de la metodología a seguir en el trato con los indígenas. Como valoración de conjunto, se puede afirmar que la rápida difusión e implantación de las misiones, de las doctrinas y parroquias de indios constituyeron una sabia readaptación del derecho canónico común a las especiales condiciones del Nuevo Mundo. Su eficacia fue grande, pese a las dificultades y controversias derivadas de la multiplicidad y complejidad de las cinco autoridades que, según los casos, podían intervenir en la regulación de la tarea evangelizadora y pastoral sobre los indígenas. Como queda ya indicado, estas autoridades eran la Santa Sede, la Corona, los obispos, los superiores religiosos y los encomenderos. El resultado obtenido, que en líneas generales es altamente positivo, se debe sobre todo al elevado espíritu de sacrificio y abnegación de la mayor parte de los evangelizadores, que les permitió afrontar y superar las inmensas dificultades y obstáculos que se oponían a su labor, como eran las grandes extensiones, con frecuencia poco pobladas, las distancias enormes que tenían que recorrer, sin contar con las difíciles comunicaciones, y el complejo sistema vigente, en el que intervenían numerosas autoridades, cuyas atribuciones no eran siempre fáciles de compaginar.

NOTA

BIBLIOGRÁFICA

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Indias (Madrid, 1681), libro 1, título 2 (iglesias catedrales y parroquiales), título 7 (arzobispos, obispos y visitadores apostólicos), título 13 (curas y doctrineros), título 15 (religiosos doctrineros); libro 6, título 9 (encomenderos). Véase el apartado Archidiócesis y diócesis. Visiones globales F. DE ARMAS MEDINA, Cristianización del Perú, 1532-1600 (Sevilla, 1953); E. D. DUSSEL y otros, Historia general de la Iglesia en América Latina 1 (Salamanca, 1983): Introducción general; 6 (Salamanca, 1985): América Central; 7 (Salamanca, 1981): Colombia y Venezuela; A. DE EGAÑA, Historia de la Iglesia en la América Española desde el descubrimiento hasta comienzos del siglo XIX. Hemisferio sur (Madrid, 1966); A. GARRIDO, La organización de la Iglesia en el reino de Granada y su proyección en Indias. Siglo xvi (Sevilla, 1979); R. RlCARD, La conquista espiritual de México (México, 1947); V. TRUJII.I.O, La legislación eclesiástica en el virreinato del Perú durante el siglo XVI con especial aplicación a la jerarquía y a la organización diocesana (Lima, 1981); E. VÁZQUEZ VÁZQUEZ, Distribución geográfica y organización de las Ordenes religiosas en Nueva España. Siglo xvi (México, 1965); A. YBOT LEÓN, La Iglesia y los eclesiásticos españoles en la empresa de Indias 2 (Barcelona-Madrid, 1962). Archidiócesis y diócesis Creación y división: J. M. GARCÍA GUTIÉRREZ, Bulario de la Iglesia en México (México, 1958); F. J. HERNÁEZ, Colección de bulas, breves y otros documentos relativos a la Iglesia en América y Eilipinas 2 (Bruselas, 1879), 5-346; B. DE TOBAR, Compendio bulario índico (1962) 1-2 (Sevilla, 1954-1966). Estudios: E. D. DUSSEI., Les évéques hispanoaméricains, défenseurs et évangélisateurs de l'indien, 1504-1620 (Wiesbaden, 1970); G. VAN GULIK y otros, Hierarchia catholica medii et recentioris aevi 3-7 (Münster-Patavii, 1922-1968); A. R. SlLVA, Documentos para la historia de la diócesis de Mérida 1-5 (Caracas, 1927). Parroquias y doctrinas F. DE ARMAS MEDINA, «Evolución histórica de las doctrinas de indios»: Anuario de estudios americanos 9 (Sevilla, 1952), 101-129; Cartas de Indias 1-3, en Biblioteca de Autores Españoles, vol. 264-266 (Madrid, 1974): frecuentes alusiones al tema, por ejemplo, cartas n. 8-10, 12, 19, 35, 53, 73 y 79; J. FRIEDE, «Los franciscanos y el clero en Nueva Granada en el siglo XVI»: Missionalia Hispánica 14 (Madrid, 1957), 271-309; A. GARCÍA Y GARCÍA, «LOS privilegios de los franciscanos en América», en Actas del II

Congreso Internacional sobre los franciscanos en el Nuevo Mundo (Madrid, 1988), 205-289; ID., «Los privilegios de los religiosos en Indias. El Breve «Exponi nobis», de Adriano VI», en Proceedings of the 8th international Congress of Medieval Canon Law (Cittá del Vaticano, en prensa); J. GARCÍA ICAZBALCETA, Cartas de religiosos (México, 1941), 53-63, 163-178; L. GÓMEZ CAÑEDO, El reformismo misional en Nuevo México (1760-1768). Ilusiones secularizadoras del obispo Tamarón (Guadalajara, México, 1981). A. LÓPEZ, «Fray Esteban de Asensio y las doctrinas en el Nuevo Reino de Granada (Colombia)»: Archivo Iberoamericano 21 (Madrid, 1924), 28-63; ID., «Misiones o doctrinas de Michocán y Jalisco (Méjico) en el siglo xvi, 1525-1585»: Ibíd., 18 (Madrid, 1922), 341-435; 19 (1923), 235-279; F. MORAI.ES, «Pueblos y doctrinas en México, 1623»: Ibíd., 42 (1982), 941-964; P. J. DE PARRAS, Gobierno de los Regulares de la América, ajustado religiosamente a la voluntad del rey 1-2 (Madrid, 1783); V. PlHO, «La secularización de las parroquias y la economía eclesiástica en la Nueva España»: Journal de la Société des Américanistes 64 (París, 1977), 81-88; F. SCHOLES, Moderación de doctrinas de la real Corona administradas por las Ordenes Mendicantes, 1623 (1959); A. TIBESAR, «Doctrina vérsus Mission»: The Americas 14 (Washington, 1957), 115-124; B. VELASCO, «Conflicto entre el obispo del Cuzco y el Provincial de los agustinos sobre la visita de doctrinas en el siglo xvill»: Missionalia Hispánica 19 (Madrid, 1962), 229-237.

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Aspectos concretos Junta de 1568: P. DE LETURIA, Relaciones entre la Santa Sede e Hispanoamérica 1 (Roma-Caracas, 1959), 59-100; D. RAMOS, «La crisis indiana y la Junta Magna de 1568»: Jahrbuch für Geschichte von Staat, wirtschaft und gesellschaft Lateinamerikas 23 (Kóln-Wien, 1986) 1-61; principalmente, 17-20. Diócesis regulares: A. GARCÍA Y GARCÍA, «Orígenes franciscanos de praxis e instituciones indianas», en Actas del I Congreso Internacional sobre los franciscanos en el Nuevo Mundo (Madrid, 1988), 303-306.

CAPÍTULO

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EL EPISCOPADO Por FRANCISCO MARTÍN HERNÁNDEZ

La iniciativa de que se implantase el episcopado en América pertenece a los franciscanos de la Española (actuales República Dominicana y Haití). El 12 de octubre de 1500 le decía fray Juan de la Deule al cardenal Cisneros, arzobispo de Toledo y confesor de Isabel la Católica, que en la isla se necesitaban religiosos y clérigos «y sobre todo alguna persona buena para prelado, pues hay tantos sobrados (en España) y la tierra de aquí es grande y la gente de ella son tantas que son muy necesarios». En otro documento de esa misma fecha, tanto fray Juan de la Deule como sus compañeros fray Juan Robles y fray Juan de Trasierra dan por supuesto, y se muestran favorables a ello, que la Corona enviaría a no tardar a la isla «alguna persona idónea como conviene para plantar en esta tierra la Iglesia para que, siendo tal, tenga cuidado de proveer todas las cosas necesarias a su plantación». Compartiendo esta misma idea, Nicolás de Ovando, gobernador de la Española, le pedía también a la Corona, en 1504, que enviase a ella no sólo sacerdotes, sino también obispos.

I.

IMPLANTACIÓN DEL EPISCOPADO EN AMERICA

El 27 de diciembre de 1504 le respondía Fernando el Católico a Nicolás de Ovando en los siguientes términos: «A lo que decís que hay necesidad de un prelado, ya está proveído como conviene y, placiendo a Dios, presto irán prelados». Igualmente estaba interesado fray Diego de Deza, obispo entonces de Palencia, que tanto influía en el ánimo del monarca. Así se deja decir el mismo Cristóbal Colón en carta que poco antes manda a su hijo Diego, desde Sevilla, el 1 de diciembre: «Acá se dice que se ordena de enviar tres o cuatro obispos de las Indias, y que al señor obispo de Palencia está remitido esto». A)

Los primeros pasos

No andaba desacertado el Almirante, ya que a petición, sin duda, del monarca, el 20 de noviembre del citado año había dado el papa Julio II la bula Illius fulciti praesidio, por la que creaba las primeras diócesis americanas, asignando «perpetuamente toda la Isla Española como Provincia Metro-

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politana de la Iglesia de Hyaguata, con un Arzobispo allí, mientras exista, y las diócesis de Magua y Bainoa», y nombrando a sus respectivos obispos: Fr. García de Padilla, Pedro Suárez de Deza y Alonso Manso. De este modo quedaba proyectada la primera provincia eclesiástica de América. Surge entonces el problema del Patronato Real y el rey Fernando no permite que se publique la bula mientras no se le reconozca su prerrogativa del Patronato, por el que el rey tendría en sus manos el derecho de presentar los candidatos al episcopado, reservando al Papa la institución canónica, y el nombramiento de todos los puestos de la Iglesia americana, además del manejo de los diezmos, pero con la obligación de proveer las necesidades económicas eclesiásticas. «Es menester que Su Santidad conceda el dicho Patronazgo de todo ello, perpetuamente, a mí o a los Reyes que en estos reinos de Castilla o de León subcedieren...», comunica el rey a su embajador en Roma, Francisco de Rojas, el 13 de septiembre de 1505. Venció el firme propósito de Fernando y el 28 de julio de 1508 el mismo papa Julio II concedía el derecho de Patronato y de presentación de los obispos de las iglesias del Nuevo Mundo a los soberanos españoles por la bula Universalis Ecclesiae. Tampoco se dio curso a esta nueva bula, pues el primer proyecto había quedado anticuado y convenía tener presente, además, a la isla de Puerto Rico, que había sido incorporada recientemente a la Corona. Tampoco interesaba constituir ya una provincia eclesiástica, sino que las tres diócesis propuestas quedaron como sufragáneas de Sevilla. Se resuelve el problema por medio de la bula Romanus Pontifex, que el 8 de agosto de 1511 da también Julio II, por la que quedaban erigidas las diócesis de Santo Domingo y de Concepción de la Vega, en la Española, y la de San Juan, en la isla de Puerto Rico. Los presentados para obispos seguían siendo los mismos. B)

C.9.

La Iglesia diocesana

«El primer obispo que a Indias pasó»

Alvaro Huerga ha reivindicado para Puerto Rico el carácter de primera iglesia particular del Nuevo Mundo, ya que su obispo Alonso Manso fue el primero que pasó y pastoreó personalmente su diócesis (La implantación de la Iglesia, 50). El P. Las Casas, que como testigo de vista estaba bien informado, lo afirmó ya con toda claridad: «El primer obispo que... vino consagrado fue el licenciado D. Alonso Manso». Los tres que habían sido propuestos fueron consagrados en Sevilla y D. Alonso llegó a Puerto Rico el 25 de diciembre de 1512. La fecha constituye la primera piedra miliar de la eclesialización formal de América. García de Padilla murió en Getafe, en 1515, sin llegar a ocupar su sede. Suárez de Deza se retrasó un año o poco más. Es seguro que a principios de 1514 ya estaba allí. A Padilla le sucede en la diócesis de Santo Domingo el italiano Alejandro Geraldini: llega en 1516 y muere en 1524. Le sucede el Jerónimo Luis de Figueroa, que no llegó a consagrarse. Ya entonces se pensaba en fundir los dos obispados - d e Concepción de la Vega y de Santo Domingo- en uno solo, lo que se realizaría pocos años más tarde. También Suárez de Deza, ante las

El episcopado

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dificultades que se le presentaron, volvería pronto a España para no regresar más a las Indias. II.

ESTRUCTURA EPISCOPAL

El «presto irán prelados» a América de Fernando el Católico, primer proyecto, como indicábamos, de su eclesialización, se fue cumpliendo en rápidas y sucesivas etapas. A)

Paulatino incremento de los obispos

A las diócesis de Puerto Rico y de la Española le sigue la de Santa María la Antigua del Darién en 1513 (trasladada más tarde a Panamá) y la abadía de Jamaica. Para el Darién fue nombrado fray Juan de Quevedo, franciscano, quien acepta el nombramiento «movido con muy buen celo y deseo del servicio de nuestro Señor y acrecentamiento de su santa fe», para procurar «la conversión y salvación de las ánimas de los indios». Cuando llega, lo encuentra todo desproveído. Vuelve a España y muere en Barcelona en 1519. Dos años antes se había fundado el obispado de Asunción de Baracoa (trasladado después a Santiago de Cuba); después (1519), la diócesis Carolense, sin límites fijos (en Yucatán), y al año siguiente la de Tierra Florida, también en Tierra Firme. Para la Carolense se nombra al dominico Julián Garcés, quien pasará más tarde a México, pero ya como obispo de Tlaxcala. Desde 1524 es el Consejo de Indias el que se encargará de los problemas del episcopado hasta finales de la época colonial. A él se debe, en 1526, el nombramiento de Garcés para Tlaxcala, sede que será trasladada más tarde, en 1539, a Puebla de los Angeles. En 1527, a instancias del Emperador, propone a fray Juan de Zumárraga para la nueva diócesis de México. Viene éste a Nueva España antes de ser consagrado y tiene serias diferencias con la primera Audiencia. De vuelta a España, muestra ante el Consejo la importancia de la institución episcopal en América, por lo que en adelante tomará éste en mayor consideración el juicio de los obispos, sobre todo como protectores de indios. Zumárraga es consagrado en 1534. El historiador Ernest Scháfer indica como una de las causas de la aceleración en la fundación de los obispados un motivo propiamente misional: «Casi al mismo tiempo o poco más tarde que en México, en el continente se fundaron también los obispados de Nicaragua, Guatemala, Honduras y Santa Marta, y no creemos equivocarnos suponiendo que esta labor fervorosa esté en relación con las leyes de protección de los indios, salidas en 1526. Pues la defensa y conversión de los indios es declarada en los nombramientos de los nuevos prelados como una de sus más importantes tareas y juega un papel resaltante en las propuestas de personas hechas por el Consejo de Indias» (El Consejo real y supremo de las Indias II, 191). El Consejo era partidario de duplicar los cargos. Así, en el caso de Juan de Talavera, prior del Prado de Valladolid, monje Jerónimo, a quien se nombra obispo y gobernador de Honduras (Comayagua) en 1531. También

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Tomás de Berlanga fue presentado como obispo y gobernador de Panamá, y lo mismo sucede en otros casos. De este modo se ahorraba nuevos problemas en la selección y nombramiento de un gobernador en tan difíciles territorios. Las diócesis van aumentando según iban aumentándose las necesidades y la extensión territorial. Catorce diócesis existían ya en 1536, y el Consejo había provisto a casi todas ellas siendo todavía sufragáneas de Sevilla, lo que alargaba inmensamente los trámites judiciales. De nueva creación eran las diócesis de León de Nicaragua, Oaxaca, Michoacán (para la que fue propuesto el oidor de la segunda Audiencia de México y gran protector de los indios D. Vasco de Quiroga), Coro, Cartagena y Santa Marta, en Venezuela. Ante las nuevas exigencias de administración el Consej o pensaba, desde 1533 y reiterado el 26 de enero de 1536 en la consulta respectiva, que México debía ser constituida en metropolitana americana. Sin embargo, la Corona aplazó dicha fundación. El cabildo municipal de México realizó en 1544 una instancia ante el Consejo y éste se dirigió al Emperador el 8 de septiembre para pedirle la elevación de México como metropolitana de Nueva España. En esto influyó mucho el licenciado Ramírez de Fuenleal, obispo de Cuenca, ex obispo de Santo Domingo y segundo presidente de la Audiencia de México, pero proponiendo más bien el aplazamiento de la cuestión. Había de tenerse en cuenta, sin embargo, «porque consideraba incongruente que la Iglesia del Nuevo Mundo careciese del orden reinante en toda la cristiandad». El 20 de junio de 1545 se pide a la Santa Sede la erección de tres arzobispados ultramarinos, y al año siguiente, en el consistorio de 11 de febrero, eran creadas las tres primeras archidiócesis americanas: la de Santo Domingo, con jurisdicción sobre las Antillas, la costa caribe y de Venezuela y Colombia (diócesis de San Juan de Puerto Rico, Santiago de Cuba, Coro, Santa Marta, Cartagena y Honduras); la de México, sobre los territorios del Norte, desde Guatemala hasta el Mississippi (diócesis de Michoacán, Guatemala, Chiapas, fundada en 1539, y Guadalajara, de 1548), y la de Lima, diócesis erigida en 1541, y cuya archidiócesis iba a comprender todo el sur americano, desde Nicaragua y Panamá, en el istmo, hasta la Tierra del Fuego (diócesis de Cuzco, de 1537, Panamá, Nicaragua, Popayán y Quito, de 1546). Si en 1536 existían 14 obispados, treinta años después eran 26. «Este número extraordinariamente alto muy probablemente, por lo menos en la mayoría de los casos, está relacionado con el fomento de los indios, especialmente vivo en las leyes en 1542-1543, pero, de otro lado, también con el gran desarrollo de las colonias» (E. SCHÁFER, o. c , 207). En los cincuenta años siguientes la situación se estabiliza. En 1570 se crea Tucumán y en 1577 Santa Marta (II). En la primera mitad del siglo xvn (de 1603 a 1620) es cuando el Consejo de Indias realiza su último esfuerzo organizativo creando las diócesis que fijan definitivamente el panorama jerárquico de América hispana hasta el siglo xix. Se divide Charcas, creando La Paz y Santa Cruz; entre Quito y Lima se crea Trujillo; se separa del Cuzco la diócesis de Arequipa y Guamanga (Ayacucho); se eleva a metropolitana la de Charcas; se crea el

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obispado de Buenos Aires... En 1620 existían en Hispanoamérica 34 arzobispados y obispados. Algunas habían sido suprimidas y otras no pasaron de mero proyecto. También hubo traslados de sede (v. gr., los de Tlaxcala, Michoacán o Chiapas), buscando núcleos de población de más importancia geográfica, cultural y económica. B)

Trayectoria socio-política y religiosa

También observamos correlaciones entre la situación de la colonización y de la misión y la fundación de los obispados, pues en ésta intervenían los intereses financieros de las coronas ibéricas que, como titulares patronales, eran responsables de aquélla. Esto explica -extendiéndonos a todo el ámbito hispanoamericano- que el primer obispado de Brasil no llegue a fundarse hasta 1551 (el de San Salvador de Bahía), cuando ya eran tan numerosos en los dominios hispanos. La historia de la Iglesia brasileña se caracteriza por la lenta conformación de las estructuras eclesiásticas a través del influjo perturbador del regalismo. No llegará a contar más que con un arzobispado, seis obispados y dos prelaturas hasta bien entrado el siglo xix. En ello influyeron las condiciones sociales y políticas que se iban presentando. Lo mismo ocurre en Hispanoamérica, aunque con significado contrario. Siguiendo la huella de conquistadores, misioneros y colonizadores, se fundan los primeros obispados en las Antillas Mayores y después en Tierra Firme. Pronto se pasa al golfo del Darién, a México y más tarde a Lima, en el corazón de América del Sur. De aquí parte una línea expansiva hacia el norte -obispados de Quito, Popayán y Santa Marta- y hacia el sudeste, al espacio rioplatense, con los obispados de La Plata en Chuquisaca, Río de la Plata, en Asunción del Paraguay, y Tucumán, en Santiago del Estero. Una tercera línea se dirige por el sur hacia Chile, donde en 1559 se funda el obispado de Santiago de Chile. Es el camino que siguieron los misioneros, que siguieron los obispos y, aun cronológicamente, la fundación de los obispados. De forma parecida, la fundación y subdivisión de los arzobispados responden a la creación de centros políticos, económicos y misioneros de cada momento. En el caso de Santo Domingo puede decirse que prima un criterio marítimo: todas las sedes eran ciudades-puertos que daban sobre el Caribe, por lo que también pertenecía a su arzobispado Trujillo de Honduras. En el caso de Lima se daba la primacía al Pacífico, y por ello Panamá y León de Nicaragua eran sus sufragáneas. A México, jurisdicción territorial, se le daba por límites los del imperio azteca y las culturas mayas. En 1564 se funda el arzobispado de Santa Fe de Bogotá, que recibe de Santo Domingo las diócesis de Cartagena y Santa Marta, dada la menor importancia socio-política y económica que iba teniendo aquélla. Lo contrario ocurre en América Central, en la que por la importancia creciente que iba teniendo se favorece la elevación de Guatemala al rango arzobispal (1743). Chile sigue vinculado a Lima dadas las fáciles comunicaciones marítimas existentes entre ellos; pero en 1609, cuando se funda la archidiócesis de

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La Plata, se separó de la de Lima la jurisdicción de la diócesis platense por el auge económico de Charcas, así como la de Paraguay y Tucumán, otorgándosele igualmente las recientes diócesis de La Paz y Santa Cruz, y tiempo después la de Buenos Aires. Tales cambios de dependencia, además de un progreso en la organización de la naciente Iglesia, indican la línea humana y de civilización que se iba desarrollando al par de su otra organización política y económica. En resumen, puede observarse que en toda Hispanoamérica hubo en el siglo XVI solamente cuatro archidiócesis (Santo Domingo, México, Lima y Santa Fe de Bogotá); se agrega una en el XVII (La Plata, en la actual Bolivia), y en el xvin llegan hasta diez (las de Guatemala, Quito y La Habana; se une la de Caracas, que en realidad se funda en 1803). Durante el siglo XIX llegarán a 16 los arzobispados. C)

Sistema y criterios de selección

Ya se dijo en su lugar que una de las facultades de que gozaban los reyes castellanos en virtud del Reaj Patronato era la de presentar candidatos para el desempeño de las dignidades y beneficios eclesiásticos, el más importante de los cuales era el episcopado. Así, pues, desde 1508, el nombramiento de obispos para América por parte del Papa estuvo siempre precedido de la presentación de la correspondiente terna de candidatos adelantada por la Corona a través de su embajador ante la Santa Sede. Sobre los requisitos que debían reunir los candidatos ofrece datos muy específicos el Libro de la Gobernación Espiritual de las Indias, obra principalmente del jurista Juan de Ovando, firmada y presentada a Felipe II en 1571 por siete miembros del Consejo de Indias para que se convirtiera en el código oficial indiano, aunque no lo consiguió. A pesar de ello, su texto es muy importante porque refleja lo acostumbrado hasta entonces y porque en ella se inspira la denominada Real Cédula del Patronazgo expedida en San Lorenzo del Escorial el 1 de junio de 1571. En ambos documentos se especifica como primer requisito para el episcopado que los candidatos fueran «los más beneméritos», criterio de selección que, en el caso de los residentes en América, se basa en una destacada labor espiritual entre los indígenas. Por supuesto, se tiene también en cuenta la conducta personal y, además, la limpieza de sangre, comprobada mediante una información que abarcara a los padres y cuatro abuelos del candidato. Fue tal la importancia que en la segunda parte del siglo XVI se le dio a la selección de los futuros obispos y a la erradicación en la Iglesia americana de todo posible litigio entre un clero y otro, que la Junta del Consejo de Indias de 1568 y Juan de Ovando, personalmente, en 1571 e inspirándose en el franciscano Jerónimo de Mendieta, concibieron el proyecto de que los obispos americanos se escogieran exclusivamente de entre las Ordenes religiosas, para la formación en el Nuevo Mundo de una Iglesia integrada por diócesis y parroquias de Regulares, es decir, de religiosos. La mayor parte de los obispos que gobernaron diócesis americanas

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fueron de origen peninsular. A pesar de ello, tanto el Código Ovandino como la Real Cédula del Patronazgo consignan normas muy concretas sobre el modo como los Virreyes, Audiencias, Obispos y Superiores religiosos debían proceder para seleccionar a los posibles obispos y proponerlos a la Corona como candidatos al episcopado a fin de que ésta los presentara como tales a la Santa Sede. La Recopilación de leyes de los Reinos de las Indias, recogiendo sendas reales cédulas de 1629, 1663 y 1667, ordenó en 1681 que se siguiera practicando la «antigua costumbre» de que, antes de entregarle los documentos necesarios para su ordenación episcopal, el nombrado prestara juramento de que se comprometía formalmente a reconocer y respetar los derechos del Real Patronato de la Corona sobre la Iglesia americana (libro 1, título 7, ley 1). Entre otras normas sobre los obispos contenidas en la legislación oficial americana figuran la de trasladarse a su diócesis lo antes posible, la de residir en ella, la necesidad de la previa licencia oficial para viajar a España, la de llevar una serie de libros de gobierno y la de visitar personalmente su circunscripción, sobre cuyos resultados y necesidades debería informar pormenorizadamente al Consejo de Indias. III. A)

MÚLTIPLE ACTUACIÓN DE LOS OBISPOS

Relaciones interjurisdiccionales

Las relaciones interjurisdiccionales de los obispos fueron de diversa índole. A veces son ellos quienes colaboran también con la administración colonial. Son conocidas, por ejemplo, las actuaciones del arzobispo Juan de Zumárraga en México; las de Jerónimo de Loaysa, primer metropolitano limeño, en la formación del Perú colonial por encima de las discordias y partidismos de almagristas y pizarristas; las de Santo Toribio de Mogrovejo, quien desde 1580 a 1606 dirige realmente la historia peruana, a pesar de tener junto a él un virrey tan virtuoso como era don Francisco de Toledo. Otras veces ocurre que los obispos son quienes tienen que oponerse a los excesos y arbitrariedades de los conquistadores e incluso de los mismos gobernadores. El primer obispo-arzobispo de México, fray Juan de Zumárraga, significará la única oposición con autoridad ante la primera Audiencia, con personajes como Guzmán y Delgadillo. Durante los caóticos años de 1528-1532 salió enaltecido el episcopado, no sólo por la acción que él mismo lleva a cabo, sino igualmente por la del obispo de Santo Domingo, Sebastián Ramírez de Fuenleal, que como presidente de la segunda Audiencia mexicana puso los fundamentos del nuevo orden colonial. Los obispos mexicanos siguen quejándose del autoritarismo que ejerce el Patronato sobre la administración de la Iglesia y sobre ellos mismos. Así, el arzobispo Moya de Contreras o Juan Medina y Rincón, obispo de Michoacán. Los de la zona maya se enfrentan a veces con situaciones más delicadas.

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Un ejemplo típico de las relaciones con el poder civil fue el de fray Antonio de Valdivieso, de Nicaragua, el cual, como deja ver en sus cartas, tiene conciencia del peligro que corre ante el gobernador Contreras, sus hijos y partidarios, aunque continúa inflexible en mantener su jurisdicción y defender a sus indios. Fue asesinado, como es bien sabido, en 1550. Andando los años, en 1591, el obispo de Cuzco, fray Gregorio de Montalvo, llegará a calificar de «luteranismo» la opresión de la Iglesia en nombre del Patronato Real. También fray Gaspar de Andrada, obispo de Guatemala, fue apresado por el gobernador en 1611. El de Nicaragua, fray Juan Ramírez (1601-1609), se opone igualmente a la Audiencia por las mismas causas y muestra cómo los españoles producen escándalo en la conciencia de los neófitos y perjudican profundamente la evangelización. En el Yucatán fueron más graves aún los problemas, sobre todo durante el gobierno de fray Diego de Landa (1573-1579), que contó con la sistemática enemistad de los gobernadores. Fray Tomás Castilla (1552-1567) se queja, en carta al rey, del cautiverio en que vive la Iglesia de Chiapas, «muy afligida y apocada» -le dice— por las intromisiones del poder civil. Algo parecido ocurre en el Nuevo Reino de Granada, donde las relaciones entre prelados y gobernadores comenzaron mal desde sus mismos orígenes. El protector de los indios Tomás Ortiz, nombrado en 1528, debió regresar en 1532 porque su situación era insostenible; fray Sebastián de Ocampo fue desterrado y Lobo Guerrero tuvo que enfrentarse al presidente Sande en Santa Fe. Dramático fue también el caso de Juan del Valle, primer obispo de Popayán. De indomable coraje, pudo mantener incólume la jurisdicción eclesiástica ante el teniente del gobernador Cepero, en 1552, ante el capitán Pedro de Cuéllar, ante el oidor licenciado Briceño, contra Luis de Guzmán y Falcón en 1556. Pide a la Audiencia de Santa Fe que le haga justicia, pero no le hacen caso. Viene a España para hablar con los del Consejo y le ocurre lo mismo. Se propone ir a Roma para presentar sus quejas al Papa, y muere en el camino, en un lugar desconocido de Francia. En Panamá, al primer obispo, fray Juan de Quevedo, le toca enfrentarse con Pedrarias, apoyando, quizá con demasiado celo, la política de Vasco Núñez de Balboa. Si de momento se mostró partidario de que se «herrasen y se vendieran públicamente los indios como esclavos», luego se opone a ello con toda su fuerza. Contra la venta de esclavos y el «herrar los indios» clama enérgicamente Vasco de Quiroga en México, quien antes de ser nombrado obispo había ya escrito y dirigido a los del Consejo su célebre Información en Derecho, repleta de argumentos. En el Perú se suceden los casos. Fray Vicente Valverde sufre persecución de parte de autoridades y encomenderos. Santo Toribio de Mogrovejo -el más célebre de todos- ha de defenderse contra la imposición absolutista del Patronato, exponiéndose a repetidas y graves acusaciones. Llega a mandarse desde España que sea reprendido por la Audiencia y por el virrey. El caso se repetirá más tarde -aunque distintas fueran las circunstancias- con el obispo de Puebla, en México, Juan Palafox y Mendoza. Punto de fricciones fue también el espinoso caso de la delimitación de

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diócesis. El rey, según concesión pontificia como parte del Patronato, no tenía derecho a constituir los límites diocesanos, sino solamente a proponerlos y cambiarlos. Pero en la práctica, Roma, que no tenía conocimientos locales exactos, seguía las proposiciones de Madrid, a pesar de que la cuestión de límites era delicada, pues estaba ligada al problema de los diezmos, que los obispos tenían que colectar de sus diversas colectividades humanas. Tocando a zonas fronterizas se entablan cuestiones o pleitos de límites, ya que uno u otro obispado cobraban o querían cobrar los diezmos; no sólo el obispo se interesaba, sino igualmente el cabildo y a veces hasta las autoridades civiles, porque (no siempre) los límites eclesiásticos eran los límites jurisdiccionales civiles. El 20 de febrero de 1534 el Consejo propuso por Cédula Real una solución general al problema de los límites, que por tan ambigua casi resultó inútil y no pudo evitar sucesivos pleitos. Cuando ya se instalan las instituciones que regirán las Indias durante tres siglos -audiencias, virreinatos y gobernadores-, seguirán a veces los enfrentamientos entre el poder civil, partidario en general de la clase encomendera, y la Iglesia, que, por medio de sus obispos, religiosos y doctrineros, seguirá tomando la defensa del indio. El episcopado conserva todavía mucho de su poder espiritual, aunque a veces tenga que rendirse a la evidencia de que sigue siendo una institución más del engranaje de la Corona regalista española. B)

Acción conjunta de los obispos

Si en un principio, concretamente en el Caribe, se acusan arbitrariedades en el trato que se da a los indios: compra y venta de esclavos, el pago exagerado de tributos, los trabajos forzados, etc., que suscitan las protestas, entre otros, de un Montesinos o un P. Las Casas, al instituirse la administración episcopal, ésta trata de oponerse con las fuerzas de que dispone. En Puerto Rico, el obispo Alonso Manso tiene serios problemas con ocasión de los diezmos, hasta el punto de que tuvo que dejar por algún tiempo su gobierno. Pedro Suárez de Deza, en la Española, conoció también el desaire y la incomprensión. Los casos se repetirán después en Tierra Firme. Según avanza el misionero, allí está presente, a su vez, la actividad del episcopado. Por eso no puede hablarse con exactitud, como a veces se ha pretendido, de diferencias y aun de conflictos que pudieran haber existido entre la Iglesia misionera y la que pudiéramos llamar la Iglesia colonial, de la jerarquía. El mismo Dussel (El episcopado latinoamericano, 254) ha demostrado que el lugar común, según el cual los obispos son los exponentes de la Iglesia colonial y las Ordenes religiosas los de la Iglesia misionera, no coincide con el resultado de la investigación histórica, por lo menos no en forma generalizada, y más en este período en el que se aprecia en muchos obispos hispanoamericanos una profunda preocupación por la defensa de los indios. Se desprende, además, de las actuaciones particulares de cada uno, de las Juntas apostólicas o eclesiásticas que se tuvieron (la primera en la que participó un obispo se celebró en México en 1532) y de los concilios y

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sínodos, donde queda bien clara su preocupación misionera y la labor conjunta del episcopado en esta y en otras materias. Veamos alguna de sus características. La máxima significación corresponde a los concilios provinciales de México y del Perú, ya que estas circunscripciones eclesiásticas eran los centros más importantes de la organización eclesiástica de la América hispana. En los primeros (1551 Perú y 1555 México) se nota como una ruptura entre la primera gran época misionera y la fase organizadora de la Iglesia, que empieza con los sínodos. En los segundos (1567 y 1565, respectivamente) se recoge la doctrina y los artículos de reforma del concilio de Trento, que había sido clausurado en 1563. No fue fácil conseguir su celebración, y no sólo por problemas de comunicación y de transporte. Las constituciones del peruano de 1567 no fueron aceptadas por el Consejo de Indias y tampoco obtuvieron el refrendo del Rey ni del Papa, aunque sus declaraciones se adaptaban plenamente al espíritu del Tridentino, pero hablaban también de derechos e internas autonomías. Serían aceptadas y revalidadas por los padres del Concilio III, y así las aprobaciones pontificia y real, que canonizaron todo el conjunto de este concilio, canonizaron también las constituciones del II. El III de Lima se celebra bajo la presidencia, previa convocatoria, de su arzobispo Santo Toribio de Mogrovejo en 1582. Es considerado como el «Concilio Tridentino de América» y por la importancia de sus constituciones supera incluso al III mexicano, celebrado tres años más tarde. El santo arzobispo deseaba con urgencia un concilio que estableciera entre frailes y clérigos la uniformidad en la forma de catequizar a los indios, en el catecismo, en la administración de los sacramentos, en el rito de la misa, y en las formas que habrían de adoptarse ante la nueva situación misionera. Lo cumplió con creces el concilio. Igualmente, sirvió para que los obispos hispanoamericanos crecieran en la autoconciencia del papel relevante que habían de seguir ejerciendo en aquella nueva Iglesia. Fuera de estas asambleas conciliares o sinodales, la obra conjunta de los obispos se extiende a otros aspectos de su labor pastoral. Ellos cuidan de la reforma del clero y se encargan de erigir parroquias. A finales del siglo XVI, por ejemplo, había en el arzobispado de México 470 parroquias, que llegan a 844 en 1755. En el de Lima llegaban a 161 en 1799, regentadas por 660 sacerdotes. En cuanto a éstos, por poner otro caso, en la diócesis de Durango había 257 en 1765, mientras que en 1960 sólo llegaban a 101. Igualmente, estos obispos se cuidaban de fundar colegios, de favorecer la creación de universidades (las de Lima y México, por citar algunas), ayudaban a los religiosos en la implantación de doctrinas o catequesis y en las tierras de misión, erigían colegiatas y catedrales y atendían a la formación del clero, tema este de no pocos concilios provinciales. Ya Ramírez de Fuenleal trata de establecer un preseminario en la Española. Zumárraga está presente en la fundación del colegio de Santa Cruz en Santiago de Tlatelolco, donde se atiende también a la formación sacerdotal y que luego llevarán los franciscanos. Vasco de Quiroga funda una especie de seminario en Pátzcuaro de Michoacán. El P. Juan de la Plaza, jesuita, presenta al conci-

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lio III mexicano un memorial, Sobre el Seminario, que fue acogido por los padres conciliares. Otros obispos intentan establecerlos en sus diócesis, pero sólo en el siglo xvm, sobre todo en la región mexicana, se fundan seminarios conciliares propiamente dichos, como el de Puebla de los Angeles, en 1641. Desde 1538 a 1809 son 50 los seminarios o centros de formación sacerdotal que pueden contarse en la América hispana. También Brasil, desde 1690 a 1760, cuenta con ocho de ellos. Es la magnífica labor de un episcopado comprometido desde el primer momento en la formación de sus propias Iglesias. IV.

RADIOGRAFÍA DE UN EPISCOPADO

Para una panorámica general, sin que queramos pormenorizar la vida y la actuación pastoral de cada uno de los obispos, presentamos estos datos, que entresacamos de los estudios que sobre el tema vienen realizando Paulino Castañeda Delgado y Juan Marchena Fernández. A)

Número

Entre los años 1500 a 1800 fueron 681 los obispos que ocuparon las diócesis americanas. Casi una cuarta parte del total (el 23,6 por 100) ocupa el espacio de 1500 a 1620, y esto nos indica el lento proceso de formación de la Iglesia diocesana de América, si lo comparamos con los más de 300 prelados que ocuparon sus sedes sólo en el siglo xvill. Pero si tenemos en cuenta que sólo también en cincuenta años (1511-1560) se erigieron 27 diócesis y se nombraron 44 obispos, el esfuerzo parece importante y los logros conseguidos de verdadero interés en lo institucional. Hubo sedes vacantes durante algunos años, pero en general el número de obispos que permanecen en sus diócesis es bastante elevado, a pesar de las dificultades que se les presentaban desde que eran nombrados en España hasta el momento de llegar a América. Iban hacia una Iglesia todavía en formación, sin medios suficientes para levantar su propia catedral, parroquias, seminario, etc. En ocasiones ni siquiera tenían señalados los límites de la diócesis que iban a regentar; buena parte de la feligresía que se les asignaba estaba todavía por convertir; el clero era reducido; la oposición a veces de parte de encomenderos y aun de gobernadores era manifiesta, y adversas las condiciones mismas de la climatología. Ellos habían dejado en España cargos y puestos acomodados -canonjías, cátedras de universidad, prioratos o provincialatos-, para lanzarse a la aventura de América. Eran como los demás misioneros u otros sacerdotes seculares que se enrolaban para la conquista espiritual de aquellas tierras. B)

Procedencia

Los prelados del siglo xvi proceden en su mayoría de la Península. Pero es significativo que también en este siglo haya algún obispo americano, lo que indica un proceso de criollización, que irá acentuándose a lo largo del

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siglo xvii: de los diecinueve prelados criollos, cuatro corresponden a este siglo y quince son nombrados en el siguiente. El 70 por 100 de los peninsulares procede de Castilla, Extremadura y Andalucía, tradicionalmente más relacionadas con el mundo americano. Notable es la aportación de las Ordenes religiosas y de los centros culturales y universitarios, como pueden ser los de Salamanca y Valladolid. También en América se mueven en torno a los centros máximos de población y de cultura: México y Perú. C)

Origen social No son muchos -apuntan los referidos autores- los datos que ofrece la documentación. Es común a todos las exigencias que se aplicaban a cualquiera que en aquel tiempo quería acceder al estamento clerical, bien fueran religiosos o sacerdotes seculares. Es decir, la limpieza de sangre, legitimidad, buenas costumbres, probanzas de hidalguía y nobleza, etc. Estas se presuponían, por lo que no suelen constar en las ejecutorias que se realizan para su elevación al episcopado. Sí aparecen otras que avalan sus méritos o condiciones particulares: si son doctores, licenciados, catedráticos, canónigos, priores, provinciales, misioneros, sin que se hagan alusiones a su origen familiar humilde o plebeyo. Se ignoran, o simplemente se callan. No pocos procedían de la nobleza, en su acepción más genérica («calidad noble»), y aun del estamento militar, lo que también nos indica la relación que existía en un principio entre la élite política y administrativa y la Iglesia americana. De parte de allá se observa una tendencia a reafirmar su clase criolla, bien pertenezcan al clero secular o regular. Tienen a gala presentarse como descendientes de los conquistadores o de los primeros pobladores, de solar conocido y de rancia nobleza castellana, o de las familias más ilustres de Indias. De este modo se ponían en pie de igualdad respecto a los que llevaban el gobierno de aquellas tierras. D)

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Procedencia clerical

Hasta 1660, la mayor parte de los prelados americanos pertenecen al clero regular. Tal vez porque, fuera de los centros de población o de las regiones marítimas, los extensos territorios que se asignaban a las diócesis seguían siendo campos de misión, en los que trabajaban generalmente los religiosos. Abundan, por tanto, los obispos que son dominicos, franciscanos, mercedarios, agustinos, Jerónimos, benedictinos, de San Francisco de Paula, carmelitas, cartujos y jesuítas: unos 111 sobre los 161 de este período. Sobresalen, entre ellos, los mendicantes: casi el 50 por 100 del total de las prelaturas recayeron, por ejemplo, en los dominicos. Lo mismo ocurre con los obispos criollos, pues 13 de los 19 pertenecen asimismo al clero regular. Sin embargo, vemos por otra parte que durante el reinado de Carlos I y parte del de Felipe II se hacen esfuerzos por mantener prelados del clero secular y de señalada importancia. Recordemos a Alonso Manso, canónigo de Salamanca y que fue rector de su Universidad; a Vasco de Quiroga, oidor de la segunda Audiencia de México y excelente humanista; a Juan F. Fernan-

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dez de Ángulo, letrado de los Consejos e insigne predicador en la corte; a Sebastián Ramírez de Fuenleal, consejero de los monarcas; a Alonso de Fuenmayor, presidente del Consejo de Navarra y catedrático en Salamanca; a Diego de Covarrubias, conocido canonista; a Santo Toribio de Mogrovejo, de excelente carrera universitaria en Salamanca. En este primer período doblan en número al total de los demás obispos. Más tarde predominan los seculares: los franciscanos en tiempo de Felipe II, en el que se mantienen también los Jerónimos; los agustinos en el de su sucesor, Felipe III, y los dominicos en todo tiempo. A finales de siglo tienen éstos 26 obispos en América, cifra no alcanzada por los seculares hasta bien avanzado el siglo XVII. Pero si al principio es mayor el número de religiosos, con el siglo XVIII aumenta el número de obispos que proceden del clero secular. E)

Formación académica

Puede decirse, siguiendo a los dos autores citados, que el episcopado americano poseyó en general un alto grado de formación académica y cultural. Hasta 1620 abundan los licenciados, luego son los doctores y maestros. Han seguido los cursos de Teología, también los de Derecho y algo menos los de Escritura. En el segundo período decrecen los de Derecho, desaparecen los licenciados en Escritura y se incrementan los doctores en Teología, de un 40 a un 80 por 100. Hay también doctores y licenciados en Derecho Canónico, en ambos Derechos, en Artes, en Filosofía, etc. Como puede verse, más importan los conocedores de la teología y prácticas pastorales que los eminentes juristas. Por las Universidades de Salamanca y de Valladolid pasan un 50 por 100 de los obispos que marchan a América. Y los que, de jóvenes, llegan todavía en período de formación, buena parte de ellos hace estudios en las Universidades de México y de Lima, prefiriéndose, además, a los que muestran más experiencia americana. A esta formación académica se une el que pudiéramos llamar «cursus honorum» de los elegidos. El mayor número lo ofrecen los cargos desempeñados en las Ordenes religiosas. En cuanto al clero secular, predominan los que pertenecen a los cabildos catedralicios, eran capellanes y confesores en la corte, o se dedicaban a la carrera docente. No son muchos los que proceden de parroquias o de campos de misión, quizá por exigírseles una mayor experiencia para la administración diocesana. Encontramos asimismo algunos obispos auxiliares, que son nombrados después prelados ordinarios. El caso se repite entre los criollos. Los del clero secular eran chantres, deanes o arcedianos de sedes importantes; el resto, priores, comisarios generales, etc. Solamente uno fue catedrático en Lima. Puede decirse, haciendo una última valoración, que el episcopado americano está a la par del episcopado que queda en la Península. De sedes españolas van algunos a América, y de sedes americanas son igualmente trasladados a España. Nunca se pensó en una Iglesia de América y en otra de la Península. Unos y otros pertenecen a una misma Iglesia, diríamos nació-

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P.II.

nal. Son elegidos en condiciones igualitarias, de formación intelectual y de apostolado. Esto explica el rápido afianzamiento y crecimiento de la Iglesia americana, caso poco frecuente en la historia de las misiones y en tan extensos e inexplorados territorios como eran aquéllos. A finales del siglo xvi estaba ya organizada la Iglesia en América. Sigue consolidándose después, pero siempre con sentido de permanencia estable cual había sido y seguía siendo la de España. Figuras eminentes del episcopado pasan por ella, santos algunos de ellos, excelentes organizadores, buenos pastores y reformadores, defensores siempre de la causa de los indios. Algunos padecieron y hasta murieron por ella. No es caso de hacer ahora el recuento de ellos ni de seguir cada uno de sus pasos, pues excede los límites de este estudio. Sólo recordar alguno de los nombres principales: Alonso Manso, Ramírez de Fuenleal, Juan de Quevedo, Juan de Zumárraga, Vasco de Quiroga, P. Las Casas, Julián Garcés, Juan del Valle, Antonio Valdivieso, Francisco Marroquín, Alonso de Montúfar, Vicente Valverde, Toribio de Mogrovejo, Bartolomé de Ledesma, Bernardo de Alburquerque, Domingo de Santo Tomás, Agustín de la Coruña, Pedro de la Peña, Pablo de Torres, Diego de Medellín, Juan Palafox y Mendoza... Así fue aflorando este episcopado, hasta que le llegan los años difíciles de la emancipación americana. Algo tuvieron que ver con ella y por eso ofrecemos algunas referencias como capítulo final del presente estudio. V.

LOS OBISPOS EN LA EMANCIPACIÓN AMERICANA

Los obispos americanos, como ocurre de ordinario con los de España, se habían mostrado siempre fieles a la Corona, pues, en definitiva, por razón del Patronato y por medio del Consejo de Indias, a ella le debían su asignación al episcopado y la ayuda que se les prestaba. A)

ta 9.

La Iglesia diocesana

Durante la preindependencia

Los primeros movimientos insurreccionales iban a poner a prueba su lealtad a la Corona por una parte y por otra la fidelidad a sus diocesanos y a la causa de emancipación que se fue extendiendo por la América hispana. La Iglesia de las Indias iba quedando decapitada con ocasión de tales movimientos. Lo peor era que los gobernantes de la Península, en cuyas manos estaba el nombramiento de los obispos, estaban inficionados de ideas regalistas y antirromanas, de modo que trataban de obtener el nombramiento de prelados sumisos al poder regio, aunque no fueran ni muy apostólicos ni muy ejemplares. El episcopado de las Indias era dócil instrumento de los funcionarios reales para mantener en obediencia al monarca sus extensos dominios. Al comenzar el siglo, no eran muchos los habitantes inquietos de las novedades políticas. Aquella obediencia hubiera quedado inalterada, al menos por una larga serie de años, de no haber ocurrido en España la invasión napoleónica. Pero desde que se propaló por América la noticia de la abdicación de los Borbones y de la usurpación del trono por Napoleón, la inquie-

El episcopado

169

tud cundió por doquiera. Hasta entonces se había considerado al rey como representante de Dios. Como aquél había abdicado, ¿quién tenía ahora la legítima autoridad? La oposición a las autoridades intrusas fue general. Pero quedó también sembrada la semilla del desconcierto. Aunque se ha repetido que el episcopado se opuso a la independencia, es falso. Lo que sí es cierto es que, en las circunstancias tan confusas que se produjeron, tampoco en América hubo una autoridad reconocida por todos. La actitud de los pueblos va a ser varia, como también la de sus directores, tanto políticos como eclesiásticos. B)

De 1808 a 1814

En una primera fase, la que va de 1808 a 1814, la situación es caótica; la invasión napoleónica de España no tiene aceptación ninguna en América, pero sigue aumentando la duda: ¿cuál es la autoridad legítima? Algunos reconocen a la Junta Central de Cádiz, pero otros protestan contra esta resolución, sobre todo cuando tienen noticia de la Constitución que allí se había jurado, a todas luces, según ellos, antirreligiosa y anticlerical. El cura Hidalgo encabeza la rebelión armada contra «el mal gobierno» y al grito de «Viva la Virgen de Guadalupe». Se establecen Juntas en Quito, Buenos Aires y Caracas, que desconocen a las españolas, llegando algunas hasta a proclamar su independencia. Cuando torna Fernando VII, las aguas parecen volver a su curso, pero de nuevo se levanta la protesta -segunda fase- cuando éste se ve obligado a jurar una Constitución que suprime las Ordenes religiosas y lastima los sentimientos de los católicos fervientes. El movimiento armado contra España se generaliza: Itúrbide en México, San Martín en Argentina y Chile, Bolívar en Venezuela, Colombia y Perú. De poco sirve que poco antes, el 30 de enero de 1816, el papa Pío VII hubiera exhortado, por medio de la encíclica Etsi longissimo, a los pueblos de América a sujetarse de nuevo a la autoridad del monarca español. La actitud de los obispos, como la del clero y el pueblo fiel, no pudo ser uniforme en aquellas condiciones tan diversas. En un primer momento, hasta 1814, el desconcierto es general y refleja el caos de la Península. Por ello mismo, no puede hablarse de actitud cerrada del episcopado. Así tenemos que si, por ejemplo, los arzobispos de Charcas y de Caracas aceptan la independencia, o el obispo de Quito, para evitar la discordia, encabeza la Junta independiente, no todos obran así. Encontramos, citando un caso contrario, a un arzobispo de México y a los obispos de Puebla y Oaxaca, los cuales reiteran la excomunión en que el gobernador de la mitra de Michoacán ha declarado incursos al cura Hidalgo y a todos sus seguidores. C)

De 1814 a 1824

Más uniformidad puede hallarse en la segunda fase, pues ni los obispos ni el clero desconocen abiertamente la autoridad del rey que ha sido restablecido en el trono. Mientras la lucha independentista sigue su curso, buena parte del episcopado continúa adicta a la Corona. En Venezuela, donde se combate ferozmente, el gobierno español obliga al arzobispo de Caracas a

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La Iglesia diocesana

regresar a la Península. Hubiera hecho lo mismo con el obispo de Quito, que muere en Lima desterrado de su diócesis. Fernando VII hace nombrar en estos años 28 obispos para las sedes que habían ido vacando, y es natural que designara sujetos fieles a la Corona, aunque fueran criollos. El desconcierto se hace todavía más general cuando el monarca tiene que jurar la Constitución de Cádiz. Los mismos católicos y no pocos eclesiásticos empiezan entonces a dudar. Por otra parte, acostumbrado como estaba el clero a recibir todo de España, ve que ahora se encuentra desamparado. Además, los obispos, de acuerdo con la tradición plurisecular de la iglesia patronal, estaban obligados a prestar un juramento de fidelidad personal al rey como cabeza del Patronato. Con frecuencia los obispos también creyeron ver en los rebeldes masones o liberales a unos enemigos de la Iglesia, a pesar de que los jefes locales trataron con todas sus fuerzas de asegurarse la simpatía de la Iglesia oficial. También hay que tener en cuenta que la jerarquía, por el nombramiento de los 28 obispos de las 42 diócesis hispanoamericanas, de absoluta fidelidad realista, ya no presentaba la misma composición. Como muestra de este desconcierto puede citarse el caso del referido arzobispo de Caracas, Narcís Coll y Prat. A diferencia de otros prelados, que cuando se inicia la revolución se limitan a retirarse de su cargo, él quiso permanecer con su rebaño. Fracasada la segunda república de Venezuela, y como se preocupara de consolidar nuevamente las estructuras eclesiásticas, después de que el clero durante años se hubiera dividido entre patriotas y realistas, en 1816 fue separado de su sede y llamado a la Península. Según una tradición no garantizada, habría respondido al reproche del monarca por no haber manifestado una actitud íntegramente fiel al rey: «Que él no había ido a Venezuela a ser capitán general, sino a guiar su rebaño como arzobispo». Aquí se refleja el dilema de la jerarquía: tanto los realistas como los rebeldes patriotas exigían de ella una postura clara y definida, a la que no podían arriesgarse habida cuenta de los cambios que continuamente se sucedían y que despojarían a la Iglesia de su dirección. Coll y Prat había aceptado antes la independencia como hecho consumado, declarando en el acto solemne: «Si Venezuela se gloría de haber entrado al círculo de naciones, mi iglesia venezolana también puede gloriarse de ocupar su sitio entre las iglesias católicas nacionales...» (1811). No le faltaron diferencias con el insurrecto Miranda ni con el propio Bolívar, pero, abierta o solapadamente, siguió al lado de los patriotas, llegando incluso a llamar a todos los cristianos «a profesar la independencia y a someterse a la obediencia del gobierno libre». Simultáneamente había declarado disuelto el Patronato, sometiendo su iglesia directamente al Papa, medida que no fue aceptada ni por los propios patriotas. Otros obispos se mostraron, sin embargo, realistas inflexibles. Así, fray Custodio Díaz Carrillo, de Cartagena, quien, frente a la mayoría de su cabildo eclesiástico, no quiso prestar el juramento a la junta local en 1810, lo que le supondría la expatriación y una vacancia de cuatro años. Su sucesor, instalado bajo el signo de la restauración monárquica en 1817, el basiliano Gregorio José Rodríguez, demostró ser un realista verdaderamen-

C. 9.

El episcopado

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te fanático; exigía a los fieles que gritasen «viva el rey» al entrar y salir de la catedral y llegó a calificar a los patriotas en una carta pastoral de «enemigos de Dios y del rey». Tuvo que escapar de Cartagena, como lo hizo su colega Jiménez Enciso, de Popayán, el cual llegó a forzar a muchos que le siguieran y unirse a las tropas reales en su retirada. Tachó de «hijo del diablo» al provisor Manuel María Urrutia, nombrado sin su consentimiento. Se reconcilió después con Bolívar y los patriotas y volvió a ocupar la sede, prometiendo fidelidad al nuevo gobierno constituido. En 1823 escribía a Pío VII que creía «no haber ningún movimiento revolucionario en el mundo que hubiera perjudicado menos a la religión que el de Nueva Granada». Es verdad que en 1821 había todavía muchos obispos que residían en sus diócesis, pero se daban también algunas vacantes. Además, algunos obispos, desconcertados ante la revolución, habían regresado a España o los habían obligado a irse. Notable fue el caso del arzobispo de México, Pedro Fonte, que creyó contra su conciencia coronar a Itúrbide emperador y se salió de la capital, so pretexto de visitar la archidiócesis; apenas llegó a un puerto del golfo, se embarcó para España, en donde ya vivían varios de la América del Sur, algunos trasladados a diócesis de la Península. En la etapa final de la independencia, las cosas variaron también en México: allí había sido desencadenada por el levantamiento liberal de España (1820). A causa de los decretos, al parecer antieclesiásticos, de las Cortes españolas, muchos miembros de la jerarquía mexicana y del clero creían deber apoyar el movimiento de independencia para defensa de la religión, para salvar a México del influjo de los liberales. Y esto ayudó a aumentar más el desconcierto. En las sedes en donde seguía residiendo el obispo legítimo se mantenía la vida cristiana en sus cauces, pero en donde la sede no estaba ocupada, o por muerte o por ausencia del prelado, no siempre se mantuvo la debida disciplina, y o había dudas sobre la legitimidad del vicario, o el gobierno se entremetía para nombrar gobernador de la mitra. Algún caso se presentó entre los pocos obispos criollos. Uno de ellos, Rafael Lasso de la Vega, de Panamá, fue presentado por Fernando VII, como ferviente realista, para la sede de Mérida de Maracaibo, donde hizo un llamamiento a la fidelidad al rey y hasta 1820 defendió tenazmente la causa de España. Luego de una entrevista con Bolívar, se convirtió en íntimo colaborador para la reconstrucción de la jerarquía eclesiástica en la antigua Nueva Granada. El 31 de julio de 1823 suplicaba a Roma, de acuerdo con Bolívar, la preconización de nuevos obispos de Guayana, Santa Marta, Cartagena, Antioquia, Quito y Cuenca, dos arzobispos para Bogotá y Caracas, un auxiliar para sí mismo, más la erección de una nueva sede en Guayaquil. Todo ello a espaldas del Regio Patronato, indicando los nombres aceptos al gobierno republicano. Naturalmente, Fernando VII reaccionó con tonos violentos en 1827. En cambio, el ya mencionado obispo de Quito, Cuero y Caicedo, también criollo, se dejó persuadir en 1810 por el cabildo para aceptar la presidencia siquiera honorífica de la segunda junta revolucionaria; en 1812 movilizó todos los medios disponibles eclesiásticos en defensa de la revolución y tras los primeros triunfos de las tropas realistas tuvo que abandonar

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P-ll.

La Iglesia diocesana

Quito. Siguió un enfrentamiento jurisdiccional entre el provisor capitular nombrado por el obispo y el nombrado anticanónicamente por las autoridades españolas y el cabildo. No pudo ocupar su sede y fue expulsado en 1815; se confiscaron sus rentas, muriendo en 1816 en Lima en una completa miseria. D)

Durante la posindependencia

A punto de consumarse la independencia, y a instancias de algunos obispos y de otros eclesiásticos que llegaron a Roma, tratóse desde aquí de solucionar de alguna manera la situación. Pío VII decidió entablar relaciones con los obispos de Colombia y enviar a Chile al obispo Muzi como vicario apostólico, acompañado por dos monseñores, Mastai Ferreti, que llegaría a ser el papa Pío IX, y Sallusti. La embajada de Muzi fracasó y el Papa siguiente, León XII, constreñido por el embajador español, firma el breve Etsi iam diu, en el que deploraba los grandes males que aquejaban a la Iglesia en América y exhortaba a los obispos a enaltecer los méritos de Fernando VIL La indignación que el breve provocó en las repúblicas americanas fue incontenible. Ello hizo que el Papa se decidiera, al fin, a nombrar dos arzobispos y cinco obispos para la Gran Colombia, lo que motivó la expulsión del nuncio de Madrid. Desde España se hizo lo posible para que no siguieran nuevos nombramientos. El Papa siguiente, Pío VIII, tampoco se atrevió a romper con España y se limitó a nombrar algunos vicarios apostólicos, aunque sí envió a Río de Janeiro un nuncio, Pietro Ostini, con facultades para toda América; pero el regalismo imperante en el nuevo Imperio, aun entre el clero, hizo fracasar al prelado. Desde México había llegado también a Roma un enviado oficial del nuevo gobierno, el canónigo Vázquez. El 26 de abril de 1829 muere el último obispo residente en la República, el de Puebla, y el enviado trata de conseguir el nombramiento de nuevos obispos. Gregorio XVI nombra a seis de los candidatos que proponía el gobierno mexicano para las sedes vacantes. No tardó en hacer lo mismo con otras de América del Sur, de modo que para 1836 sólo había ocho sedes vacantes en las nuevas repúblicas. Quedaban algunos prelados desterrados, cuya renuncia el Papa acabó por obtener (como la de los de México y Antequera). A la muerte de Fernando VII, el mismo Papa decidió entrar en tratos con los gobiernos independientes: reconoció primero al de Nueva Granada (1833), a México y al Ecuador (1836) y a Chile (1840). Fuera de las islas de Cuba y de Puerto Rico, cuna de la Iglesia americana, había dejado de existir oficialmente la dominación española en América.

NOTA

BIBLIOGRÁFICA

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La Iglesia diocesana

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CAPÍTULO

10

LAS ASAMBLEAS JERÁRQUICAS Por A N T O N I O GARCÍA Y G A R C Í A

Las asambleas jerárquicas de que se trata en este capítulo son, por orden cronológico de su aparición en la Iglesia hispanoamericana, las juntas eclesiásticas, los sínodos diocesanos y los concilios provinciales. Las juntas eclesiásticas carecen de las formalidades jurídicas de los concilios y sínodos, tales c o m o convocatoria oficial, personas con derecho y obligación de asistir, normas que afectan al desarrollo de tales asambleas conciliares y sinodales, etc. Por ello, estas juntas son de menor rango jurídico que los concilios y sínodos, aunque n o necesariamente menos eficaces para el gobierno y reforma de la Iglesia. El más antiguo ejemplo que se conoce de estas juntas es el llamado concilio de Jerusalén, celebrado hacia el año 52, que en realidad n o fue un concilio, sino una asamblea del mismo género que las juntas eclesiásticas. El sínodo diocesano es la asamblea del obispo con el clero de su diócesis que ejerce la cura de almas, los representantes de los monjes y de los religiosos y, eventualmente, con la presencia de algunos seglares. Su celebración anual es obligatoria desde el concilio IV Lateranense de 1215. Prescindiendo de otras clases de concilios particulares, nos interesan aquí los provinciales, en los que se reúne el arzobispo metropolitano con los obispos sufragáneos de su provincia eclesiástica, praxis que se realiza en la Iglesia desde la segunda mitad del siglo II. Estas asambleas conciliares debían celebrarse semestralmente desde el siglo IV, anualmente desde el siglo x m y cada tres años a partir del concilio de Trento (1545-1563). Los concilios provinciales cobran especial importancia en la nueva cristiandad americana, mientras su frecuencia e interés decae en Europa.

I.

JUNTAS ECLESIÁSTICAS

Aunque los misioneros trataron de aplicar en América el derecho canónico entonces vigente en toda la cristiandad, pronto se percataron de que el derecho común de la Vieja Europa era impracticable, bajo más de un aspecto, en el Nuevo Mundo. Así, por ejemplo, era imposible celebrar sínodos ni concilios provinciales en América, donde no existía provincia eclesiástica alguna con anterioridad a 1546, sino que desde 1512 pertenecían a la archidiócesis de Sevilla todas las iglesias y posibles diócesis americanas. En algunos territorios tampoco había obispos diocesanos, con lo cual tampoco podía tener lugar la celebración de los sínodos.

C. 10. 176

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La Iglesia diocesana

Este desfase entre la disciplina de la Iglesia prevista para Europa y las realidades del Nuevo Mundo trató de obviarse concediendo a los misioneros facultades especiales, como las contenidas en el breve Exponi nobis de Adriano VI, del 10 de mayo de 1522, por el que se autoriza a los misioneros de las órdenes mendicantes para realizar todo lo necesario donde no hubiese obispos o distasen más de dos dietas (unos cuarenta kilómetros), excepto para aquellos actos que requerían carácter episcopal. Pero los problemas emergentes de la predicación de la fe a los indígenas y de la administración de los sacramentos a los recién convertidos eran tantos y tales, que los religiosos optaron por reunirse en las juntas eclesiásticas que tuvieron lugar entre 1524 y 1546. Estas asambleas se conocen comúnmente como juntas eclesiásticas, salvo la primera, que se denomina también junta apostólica, debido al papel preponderante que jugaron en ella los franciscanos llamados los Doce apóstoles de México. A)

Junta Apostólica de México, 1524

Esta junta tuvo lugar en la Iglesia de San José de la capital azteca en el verano de 1524. Como los antiguos concilios y sínodos, dio comienzo con la celebración de la santa misa y con la profesión de fe. Presidió la reunión el superior de los franciscanos, fray Martín de Valencia. Los restantes miembros de la asamblea eran Hernán Cortés, otros trece o catorce franciscanos, cinco sacerdotes seculares y tres o cuatro laicos. No había ningún obispo entre los participantes. El primer obispo de México fue el franciscano fray Juan de Zumárraga, electo en 1528, consagrado en 1533 y elevado al rango de arzobispo en 1548. No se conservan actas de esta primera asamblea. Hay, en cambio, un resumen que permite hacerse una idea bastante cabal de sus decisiones. Se obligaba a los gobernadores de los poblados a enviar a los indígenas a la iglesia para asistir a las funciones sagradas y oír la instrucción religiosa. Se ordenó impartir a los niños una instrucción religiosa acomodada a su capacidad y se les enseñaba, además, a cantar. Algunos sacramentos presentaban especiales dificultades, por lo que merecieron especial atención por parte de la junta. Así, se planteó el problema del grado de instrucción religiosa necesario antes del bautismo, tanto para los niños como para los adultos. En relación también con el bautismo, se comprobó la imposibilidad de ungir al bautizado con los santos óleos debido a que no había olivos en aquellas tierras que suministrasen el aceite para confeccionar el crisma. El desconocimiento de las lenguas indígenas hacía prácticamente imposible la confesión de los nativos en aquellos comienzos de la evangelización de Nueva España. La junta se mostró más bien restrictiva en conceder la Eucaristía a los indígenas, decidiendo administrársela sólo a los más instruidos. El matrimonio planteaba muchos problemas. El principal era, sin duda, el de la validez de los matrimonios que los indígenas habían contraído anteriormente a la conversión, asunto realmente difícil, porque la realidad americana no encajaba dentro de los supuestos de la teología y de la disciplina matrimonial que entonces estaban en vigor en Europa. Prudentemente, la junta no adoptó acuerdo alguno sobre esta materia.

Las asambleas jerárquicas

177

La confirmación no planteaba problemas desde el momento en que podían administrarla los religiosos en virtud de los privilegios contenidos en el breve de Adriano VI antes aludido. B)

Juntas de México de 1532

Según las recientes y nuevas conclusiones de Fernando Gil, en 1532 se celebraron en México cinco juntas eclesiásticas, cuatro más de las conocidas hasta ahora. A la primera, convocada por el presidente de la Audiencia, Sebastián Ramírez de Fuenleal, para comienzos de 1532, asistieron los superiores de los franciscanos y dominicos para estudiar las dudas surgidas en la evangelización, así como las quejas que algunos españoles tenían de los religiosos. En la segunda, celebrada a comienzos de abril, participaron los obispos de México, Juan de Zumárraga, y de Tlaxcala, Julián Garcés, más una representación de los religiosos. En ella se trató de la moderación de los támemes o tributos indígenas. El día 1 de mayo inició sus sesiones una tercera junta, en la que participaron Ramírez de Fuenleal, Zumárraga, varias autoridades seculares, cuatro franciscanos y cuatro dominicos. Se conservan las actas de esta junta en el Archivo General de Indias de Sevilla. El motivo para esta reunión de las autoridades civiles y eclesiásticas fue una carta del emperador Carlos V, en la que les pedía un censo de los habitantes de Nueva España, junto con otros detalles sobre los indígenas, en orden a un mejor gobierno de aquellas tierras. Lo más interesante de la respuesta de la junta, por cuanto concierne al presente argumento, es la impresión positiva que sus miembros reflejan respecto de los naturales, tanto en lo referente a su capacidad para la vida civil como para la cristiana: Todos dixeron que no hay dubda de aver capacidad y suficiencia en los naturales, y que aman mucho la doctrina de la fe, y se ha hecho y se hace mucho fruto, y las mugeres son honestas y amigas de las cosas de la fe y trabajadoras (LLAGUNO, La personalidad, 13). Es sintomática la observación que formulan los miembros de la junta acerca de que los indígenas debían ser evangelizados únicamente por los religiosos, sin la intervención de los otros españoles, tema que vuelve a aparecer repetidas veces en los años subsiguientes. El 23 de mayo tuvo lugar una nueva junta, ahora con la presencia de Hernán Cortés y de representantes del cabildo secular, para revisar las conclusiones de la celebrada a comienzos de abril, las cuales habían sembrado descontento entre los colonos. En esta del 23 de mayo y en la de comienzos de abril se inspiró la real cédula del 13 de septiembre de 1533 sobre los tributos de los indios. Finalmente, el 27 de mayo, Zumárraga, la Audiencia y el cabildo eclesiástico celebraron otra junta para tratar de los diezmos y de la designación de los dignatarios eclesiásticos.

178 C)

P.II.

Junta de México de 1535

El mismo historiador Fernando Gil opina que a finales de noviembre de 1535 se celebró en México una junta, retrasada por otros hasta el mismo mes del año siguiente. El virrey de Nueva España, don Antonio de Mendoza, convocó a ella a Sebastián Ramírez de Fuenleal y a los obispos Zumárraga y Garcés «para poner concordia y armonía entre los religiosos de las Ordenes mendicantes» sobre los ritos que debían observarse en la administración del bautismo. D)

Juntas de México de 1536

Siempre según las nuevas conclusiones de Fernando Gil, en 1536 se celebraron en México dos nuevas juntas, ambas por indicación de la Corona y convocadas por el virrey. En la primera, celebrada en abril, se estudió una «minuta» elaborada por el Consejo de Indias para que, a base de ella, la Audiencia, los prelados y los religiosos redactasen una «memoria de las cosas que les pareciesen de que los naturales de aquella tierra debían ser avisados y apercibidos así en las idolatrías y sacrificios que solían hacer como en los otros malos ritos y costumbres». Sus conclusiones se recogieron en una real cédula del 10 de junio de 1539. En la segunda, celebrada a comienzos del verano, se volvió a abordar el tema de los tributos de los indios, ya tratado en 1532. E)

Junta de México de 1537

Se reunieron Ramírez de Fuenleal, Zumárraga, Garcés y el obispo de Oaxaca, Juan de Zarate. Los tres, en carta dirigida al Emperador, le insisten en el deber y el derecho que los obispos de Nueva España tenían de asistir al concilio de Mantua; en la conveniencia de congregar a los indígenas en poblados para su mejor promoción humana y religiosa; en la necesidad de aumentar el número de los religiosos y de reducir el de clérigos seculares debido a la mayor dificultad existente para proveer a la congrua sustentación de los segundos; en la conveniencia de no exigir diezmos completos a los indios, y en el traído y llevado tema de la reincidencia de los indígenas en la idolatría. La cuestión de la asistencia de los obispos de Nueva España al concilio de Mantua (que no se llegó a celebrar) fue respondida negativamente por el Emperador, alegando que él haría llegar a dicho concilio los problemas americanos. Las demás cuestiones siguieron todavía recorriendo un largo camino en ulteriores reuniones, concilios, sínodos, pragmáticas reales, etcétera. F)

C. 10.

La Iglesia diocesana

Juntas de México de 1539-1540

La junta de 1539, denominada por algunos primer concilio mexicano, se celebró por orden del Emperador, influyendo también en ella una bula de Paulo III que obligaba a una revisión de la praxis bautismal, tratando de dirimir la controversia planteada ya en la junta de 1535.

Las asambleas jerárquicas

179

En la de 1539 tomaron parte Zumárraga, Zarate y el obispo de Guatemala, Francisco Marroquín, varios franciscanos, el provincial de los agustinos y otros peritos. A comienzos de 1540, reunidos en nueva junta, los tres obispos escribieron al Emperador para informarle de los acuerdos adoptados en 1539. G)

Junta de México de 1541

La celebró el obispo Zumárraga en su propia casa con los representantes de los franciscanos, dominicos y agustinos a raíz de lo que el mismo Zumárraga denomina Unión Santa o asociación de estas tres órdenes para, en reuniones periódicas, «conformarse en todas sus acciones» contra el proyecto de organizar el territorio en parroquias al cargo del clero secular. Los reunidos llegaron a la conclusión de que debían preferirse los religiosos a los clérigos seculares en la administración de las parroquias de indios y en la atención espiritual a los indígenas de las encomiendas. H)

Juntas de México de 1544

En 1542 las denominadas Leyes Nuevas reformaron las encomiendas de indígenas que se hacían a favor de los colonos españoles, medida que alborotó a estos últimos. Para estudiar la cuestión, primero por propia iniciativa y luego convocados por Francisco Tello de Sandoval, llegado a Nueva España en calidad de visitador para promulgar dichas leyes, se reunieron en 1544 los obispos Zumárraga y Zarate, además del deán de Oaxaca y de los representantes de los franciscanos, dominicos y agustinos. Una Relación sumaria, emanada de esta junta y enviada a la corte, constituye una reafirmación tajante de la conveniencia de que se mantuvieran las encomiendas. Sin ellas, los miembros de la asamblea no veían forma de llevar a cabo la colonización de aquellas tierras ni la evangelización de los indios. I)

Junta de Gracias a Dios (Honduras) de 1544-1545

En esta junta se reunieron Francisco Marroquín, Bartolomé de las Casas y Antonio de Valdivielso, obispos de Guatemala, Chiapas y Nicaragua, respectivamente. Se desconoce a qué conclusiones llegaron. J)

Junta de México de 1546

El visitador Tello de Sandoval reunió esta junta, a la que acudieron los obispos Zumárraga, Marroquín, López de Zarate, Vasco de Quiroga y Bartolomé de las Casas, que representaban a las diócesis de México, Guatemala, Oaxaca, Michoacán y Chiapas, respectivamente. No se conservan sus actas, pero los resultados aparecen reflejados en los cronistas de la época. Entre sus conclusiones destacan las siguientes: la legitimidad del poder político de los reinos indígenas y, por consiguiente, la obligación de mantener en sus puestos a los jefes nativos; ilegitimidad de las guerras contra los indios; legitimidad de la evangelización, la que sólo podía y debía hacerse por medios pacíficos; obligación de los reyes de Castilla de sostener económica-

180

P.II.

La Iglesia diocesana

mente la evangelización americana; obligación de restituir por parte de todos los que no habían observado estos principios, como era el caso de los conquistadores, encomenderos y cuantos con ellos habían colaborado en conculcar estos principios. Este contexto se recoge bien en el Catecismo de Bartolomé de las Casas, publicado en el mismo año de 1546. Se acordó también redactar catecismos o doctrinas para los indígenas, a los que ya se había adelantado, entre otros, el propio Juan de Zumárraga. Esta conjunción de catecismos y doctrinas tiene claros precedentes en sínodos medievales de la península Ibérica y de otras partes, y será el logro mayor del Concilio III de Lima de 1582-83. K)

¿Junta de Lima, 1545?

Suelen hablar los autores de una supuesta junta celebrada por el arzobispo de Lima, fray Jerónimo de Loaysa. Pero más bien parece tratarse de un escrito de dicho prelado titulado Instrucción de la orden que se ha de tener en la doctrina de los naturales, que no consta suficientemente haber sido aprobado por junta alguna.

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II. A)

SÍNODOS DIOCESANOS

Distribución geográfica y cronológica

Tanto la celebración de sínodos diocesanos como la de concilios se divide en América en dos grandes períodos: uno que corre des'de finales de la primera mitad del siglo xvi hasta las mismas fechas del siglo XVII; y otro que cubre el resto hasta más allá del final de la época colonial. En el primer período se crea todo un cuerpo de normas de Derecho canónico en el que se integra la disciplina común de la Iglesia y la específica de las Iglesias americanas. Este conjunto constituye el capítulo más importante del Derecho canónico indiano, en el sentido de que es también el más cercano a la vida cotidiana de la población. He aquí un cuadro en el que se indican las ciudades donde se celebraron los sínodos americanos desde mediados del siglo XVI hasta mediados del XVII, así como las fechas y la frecuencia en cada una de las sedes episcopales:

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P-H- La Iglesia diocesana

El segundo período de los sínodos americanos vive de las rentas de un cuerpo de disciplina ya creado y en el que se introducen pocas innovaciones. A esta serie pertenecen los siguientes, cuya existencia no está suficientemente comprobada en todos los casos. El siguiente cuadro sintetiza los datos esenciales sobre estos sínodos: SÍNODOS AMERICANOS ENTRE MEDIADOS DEL SIGLO XVII Y MEDIADOS DEL XVIII NUMERO DE ORDEN Y FECHAS DE CELEBRACIÓN CIUDADES I

San Juan de Puerto Rico .. 1645 Santiago de Chile 1663 Guamanga (Perú) 1672 Santiago de Cuba 1681 Santo Domingo 1683 Arequipa 1684 Santiago de León-Caracas 1687 Tucumán 1700 Córdoba 1700 Popayán 1717 Yucatán 1723 La Paz 1738 Lima 1739 Concepción (Chile) 1744 La Plata o Charcas (Sucre) 1773 Santiago de Cuba 1778 Cartagena de Indias 1782 ó 1789 B)

II

III

1647 1697 1668 1673 1725

IV

V

VI

VII

1688

1763

1764

1771

1685 1702 1725 1739

Normas sobre los sínodos

Aparte de las normas eclesiásticas por las que se regía la celebración de los sínodos, diversas disposiciones recogidas en la Recopilación de leyes de los Reinos de las Indias, de 1681 (libro 1, título 8), se ocupan también de este tema. La ley tercera de ese título, basada en sendas reales cédulas de 1570, 1591 y 1621, ordenaba que en los arzobispados y obispados de América se celebraran cada año sínodos diocesanos, y que los virreyes, presidentes, Audiencias y gobernadores escribieran todos los años a los prelados de sus distritos recordándoles esta obligación. Justo es constatar que el legislador secular tampoco consiguió que se cumpliera la sin duda excesiva frecuencia anual en la celebración de estas asambleas. En América, además, las distancias eran mucho mayores que en Europa, donde tampoco se cumplía la norma de celebrarlos cada año. Llama la atención la ausencia casi total de sínodos en Nueva España, debida aparentemente al hecho de que los concilios provinciales de México llenaron este vacío gracias a unas mejores comunicaciones. En la ley 6 de esa misma Recopilación, extractada de dos reales cédulas de 1560 y 1590, se manda que las constituciones de los sínodos diocesanos sean examinadas por los virreyes, presidentes y oidores del respectivo distri-

Las asambleas jerárquicas

183

to antes de su publicación. En efecto, hay indicaciones en varios de los sínodos editados según las cuales la autoridad civil pone en entredicho las normas sinodales que creía atentaban contra los derechos de la Corona inherentes al Regio Patronato. Otros sínodos no llegaron a publicarse porque no consiguieron esta aprobación de las autoridades civiles. A la celebración de cada sínodo solía preceder una visita del obispo a toda la diócesis para informarse de los problemas existentes y someterlos a discusión y decisión del sínodo. El siguiente paso consistía en la convocatoria de la reunión dirigida por el obispo a todo el clero con cura de almas y a los superiores de las órdenes religiosas que allí ejercían su apostolado. El obispo nombraba también un equipo de consultores y otros oficiales del sínodo, designando el lugar y la fecha en que debía celebrarse. C)

Celebración

La celebración de los sínodos estaba rodeada de grandes solemnidades religiosas que, con ligeras variantes, se ajustaban al siguiente esquema. El día de la inauguración salía el obispo de su palacio procesionalmente, acompañado de los sinodales convocados, de las autoridades civiles y de gran concurso del pueblo. Llegados a la catedral, se celebraba la misa del Espíritu Santo. Durante la misa o después de ella predicaba el obispo, tomando como lema algún pasaje del Evangelio más adaptado a esta circunstancia, como aquel que comienza con las palabras Yo soy el buen pastor (Jn 10,11-14). En este sermón se explicaba la razón de ser y los objetivos que se proponía el sínodo. El tañido de campanas, los fuegos artificiales y el ambiente festivo que se producía subrayaban la importancia y las expectativas que se abrigaban en relación con la asamblea. Después de la profesión de fe de los sinodales y de otras formalidades comenzaban las sesiones técnicas del sínodo, que solían tener lugar en el palacio episcopal, durante las cuales se discutían los temas que se habían seleccionado para tal efecto. Finalmente se ultimaba el texto de las constituciones, para cuyo efecto el obispo, normalmente, llevaba ya un borrador susceptible de recibir modificaciones. La sesión de clausura revestía la misma solemnidad que la de apertura. En ella se proclamaban las constituciones del sínodo. El paso siguiente era la presentación del texto de las constituciones a las autoridades seculares competentes, pidiendo la autorización para publicarlas, la cual, como dijimos más arriba, a veces no se dio o se otorgó con restricciones. Era obligatorio, para todos los convocados al sínodo, tener copia de sus constituciones, de las que eran examinados para cerciorarse de que estaban en condiciones de comunicar al pueblo su contenido. Para este efecto estaba previsto que el contenido de las constituciones sinodales se expusiera a los fieles en la medida en que les afectaba, particularmente durante la Cuaresma.

184 D)

P.II.

La Iglesia diocesana

Originalidad y contenido

Los sínodos diocesanos de América no son especialmente novedosos en lo referente a la disciplina que afectaba a los seglares españoles, a los clérigos seculares y a los religiosos. En este campo reflejan, salvo raras excepciones, el tradicionalismo, la meticulosidad y el rigor tridentinos, que en definitiva eran herencia medieval, ya que Trento no modifica la óptica del Medievo en cuanto a disciplina eclesiástica se refiere. Por lo mismo son relativamente pocas las normas relativas a las cualidades positivas de las personas, mientras que son innumerables las que se refieren a asuntos tan nimios e incluso pintorescos como la indumentaria, el arreglo personal, el uso del tabaco, etc. Desde este punto de vista los sínodos americanos no difieren sustancialmente de los que contemporáneamente se celebraban en Europa. Aun así, no es raro encontrar en ellos alguna que otra información sobre aspectos locales que resultan de gran utilidad para el estudio de los más diversos aspectos de la sociedad hispano-criolla de la época colonial. Estos mismos sínodos presentan, en cambio, una gran originalidad en todo lo relacionado con los indígenas, su educación y su evangelización, así como otros problemas con ellos relacionados. Ahora bien, su originalidad en esta materia sólo es relativa, ya que la comparten con las autoridades civiles. Disposiciones civiles y eclesiásticas se influyen mutuamente, siendo a veces difícil esclarecer de quién parte la primera iniciativa de unas normas que después comparten ambas autoridades. Al consultar estos sínodos, el lector puede sacar una impresión demasiado negativa y deprimente de cuanto ocurría en América. Ello se debe a que la finalidad de los sínodos no era canonizar ninguna conducta, sino corregir los abusos. Y esto lo cumplieron con gran valentía, llegando incluso a enfrentamientos con las autoridades civiles por este motivo. Para su información deberá el historiador contrastarla con las demás fuentes de la época, para conocer los aspectos positivos, que también los había. El mérito y la limitación de los sínodos consiste precisamente en que no intentan nunca tejer un elogio de nadie ni de nada, sino poner de relieve lo que es digno de corrección, mientras que no pocas de las restantes fuentes encierran el propósito de dar buena imagen de la propia persona o institución. Por las páginas de los sínodos suelen desfilar las más variadas situaciones humanas: la religiosidad y la picaresca, las creencias y las supersticiones, la pobreza y la opulencia, la caridad o la justicia y la explotación, el trabajo y las finanzas, el amor y el odio, junto con los momentos estelares de la vida humana, tales como el bautismo, la primera comunión, el casamiento, las fiestas, las exequias, etc. Todas y cada una de las disciplinas históricas pueden beneficiarse ampliamente de este filón documental de los sínodos, donde se encuentran interesantes aportaciones a la historia de la religiosidad, de la economía, de la sociología, de la demografía, de la geografía, de la historia eclesiástica y profana, del Derecho canónico, de la liturgia, del folklore y, en suma, de la cultura. Los sínodos trataron de aplicar en cada área de América, a escala diocesana, lo que disponían los concilios provinciales, de los que nos ocupamos en el siguiente apartado de este capítulo. Pero la aplicación de las

C. 10.

185

Las asambleas jerárquicas

disposiciones de los concilios provinciales no fue puramente mecánica, sino que supuso en muchos casos la promulgación de nuevas normas no contenidas en los concilios, requeridas para la promoción espiritual y material de los indígenas y, por supuesto, de los españoles y criollos que allí se encontraban. Como los concilios, los sínodos exigen más de los hispano-criollos que de los indios. También se ocupan de los esclavos negros, a los que generalmente les aplican las mismas normas que a los indios, salvo en algunos casos aislados, en que dictan medidas especiales para ellos. III. A)

CONCILIOS PROVINCIALES

Distribución geográfica y cronológica

La norma de celebrar concilios provinciales cada tres años fue mal cumplida en todas partes. Los celebrados en América dan una media muy superior a la de Castilla, donde durante más de trescientos años sólo hubo, después de Trento, un concilio por cada provincia eclesiástica, pese a que la norma trianual del concilio tridentino estaba reforzada por una orden expresa de Felipe II. La edad de oro de los concilios provinciales americanos se sitúa entre 1550 y 1630, tal como se refleja en el siguiente cuadro: CONCILIOS AMERICANOS DE LOS SIGLOS XVI Y XVII NUMERO DE ORDEN Y FECHAS DE CELEBRACIÓN CIUDADES Lima México Santo Domingo Santa Fe de Bogotá La Plata o Charcas (Sucre)

I

II

III

IV

1551-52 1555 1622-23 1625 1629

1567-68 1565

1582-83 1585

1591-1601

De todos estos concilios sólo recibieron la doble aprobación regia y pontificia el I y el III de México, y el III límense, en el que implícitamente se aprueba el II de Lima. Durante el reinado de Carlos III (1759-1788) tuvo lugar otra serie de concilios provinciales cuya principal característica es el ambiente de presión regalista en que se celebraron. Pese a esta actitud regalista de las autoridades civiles españolas, en el II de Charcas consiguieron los padres conciliares hacer oír su voz. Prescindiendo de algunos intentos frustrados de celebración de concilios, éste es el cuadro de los celebrados en la década de los años setenta del siglo xvm:

186

P.IL

CIO.

La Iglesia diocesana

CONCILIOS AMERICANOS DEL SIGLO XVIII NUMERO DE ORDEN Y FECHAS DE CELEBRACIÓN CIUDADES

n México Lima La Plata o Charcas (Sucre) Santa Fe de Bogotá

iv

vi

1771 1772 1774 1774

Fue nula, o por lo menos de escaso relieve, la influencia de estos concilios del siglo XVIII en la vida y disciplina eclesiástica hispanoamericana, si se exceptúa la del II de Charcas, del año 1774. B)

Concilios limenses

1. Concilio I de Lima, 1551-52. El prelado convocante de este concilio fue el arzobispo de Lima, Jerónimo de Loaysa. En 1545 escribió una Instrucción de la orden que se ha de tener en la doctrina de los naturales, en buena parte recogida literalmente en los capítulos 38-40 de las constituciones para los naturales de este primer concilio limense, el cual dedica una serie de 40 constituciones a los indígenas y otra de 132 a los españoles. En estas últimas se insiste a su vez en las relaciones de estos últimos con los primeros. Los temas centrales de este concilio son la unidad de la doctrina, la uniformidad de su presentación a los indígenas y la mejor distribución y dedicación de los misioneros y demás clérigos a la obra de la evangelización de los naturales. En sucesivas constituciones se trata de conseguir estos fines insistiendo en la organización de las doctrinas; en la catequesis de los indígenas, para lo que se preceptúa el uso de una Cartilla; en la construcción de iglesias donde antes había huacas del antiguo culto pagano; en el uso de las lenguas nativas por parte de los misioneros, así como en el modo de recibir a los nuevos conversos a los sacramentos y en la forma de administrárselos. 2. Concilio II de Lima, 1567-68. Convocado y presidido por el mismo Jerónimo de Loaysa, este concilio tuvo lugar en un momento histórico en que estaba en pleno auge el clima conciliar creado por las exigencias del concilio de Trento, entre las cuales se mandaba celebrar concilios provinciales cada tres años, aunque para América hubo sucesivas ampliaciones de este plazo de tiempo. Sus constituciones, escritas en latín, y no en castellano como las del primero, se dividen en dos series: una de 132 para los españoles y otra de 122 para los indígenas. Aparte de la incorporación de normas tridentinas, en este segundo concilio se ponen al día y se perfilan mejor aspectos ya tocados en el primero limense, aparte de otros nuevos relativos a la evangelización y cura pastoral de los nativos. Este concilio II de Lima es superior al III desde el punto de vista de su elaboración teológica, aunque es sensiblemente inferior desde el punto de vista práctico de las normas concretas contenidas en uno y otro. El impacto de los dos primeros concilios limenses es muy inferior al del tercero

Las asambleas jerárquicas

187

debido a que sólo este último obtuvo la doble aprobación regia y pontificia. Un Sumario de este II concilio de Lima, en castellano, fue impuesto como obligatorio por el concilio III limense. 3. Concilio III de Lima, 1582-83. Este concilio, convocado por el arzobispo de Lima, Santo Toribio de Mogrovejo, representa el punto cenital de la actividad conciliar en el virreinato del Perú. Los problemas de aquel virreinato eran tantos y tales a fines de la década de los años setenta del siglo XVI, que estaban necesitando un concilio como el presente. La provincia eclesiástica limense comprendía entonces todos los territorios ocupados por los españoles desde la actual Nicaragua hasta la Tierra del Fuego. La inmensa labor realizada por este concilio fue posible gracias al coraje del arzobispo convocante, a la ayuda de un numerosísimo cuadro de clérigos y religiosos, entre ellos muchos teólogos, canonistas y otros expertos. Entre ellos destaca la labor del lingüista franciscano Luis Jerónimo de Oré, así como la del jesuíta José de Acosta, que no sólo fue el principal coordinador de la ardua tarea de redactar los textos conciliares, sino también el agente capaz de conseguir la doble aprobación regia y pontificia mediante una difícil gestión diplomática llevada a cabo en la corte de España y ante la Santa Sede. Por añadidura, su obra titulada De promulgatione Evangelii apud barbaros, seu de procuranda Indorum salute reforzó mucho la aceptación y cumplimiento de este concilio. Para evaluar debidamente las reformas de este concilio es preciso tener en cuenta el objeto de estas reformas y el modo como las realizó, así como los resultados de las mismas. El concilio trató, ante todo, no sólo de reformar los abusos existentes, sino también de suprimir las causas de los mismos. Aparte de una reorganización general de la disciplina eclesiástica tendente a reformar las conductas inaceptables de clérigos y fieles, procuró aprovechar mejor los recursos de personas y de medios para la evangelización y para la cura pastoral de los ya cristianos. Para conseguir esto promulgó un gran cuerpo de constituciones, dispuestas en cinco sesiones, y mandó componer toda una larga serie de instrumentos de carácter pastoral, entre los que destacan la Doctrina christiana, el Catecismo Mayor, el Confessionario para los curas de indios, la Instrucción contra la idolatría, la Exhortación... para bien morir y el Tercero Catecismo. Estos textos están redactados en castellano, aymará y quechua, ordenando que se tradujeran a otras lenguas locales donde no estuvieran en vigor el quechua y el aymará, como así se hizo. Los resultados de las reformas de este concilio III de Lima fueron importantes. Debido a su doble aprobación permaneció vigente en América hasta la Independencia, tanto como ley de la Iglesia como por la aprobación civil que se le da en la Recopilación de 1680 (lib. 1 tít. 8 ley 7), la cual recoge las aprobaciones del concilio III de Lima y del III de México, dadas anteriormente en 1591, 1593 y 1628. Los sínodos diocesanos, por su parte, trataron de poner en práctica el espíritu y la letra de este concilio limense hasta finales del siglo XIX. Este influjo fue más intenso en la provincia eclesiástica de Lima, pero también fue aceptado por algunos sínodos de otras latitudes.

C.10. 188

P.II.

La Iglesia diocesana

En conclusión, pocos concilios particulares, si es que hubo alguno en la historia moderna de la Iglesia, ejerció un influjo tan extenso en el tiempo y en el espacio. No seríamos justos silenciando lo mucho que este límense tercero toma de los dos primeros que le antecedieron, de la experiencia novohispana e incluso ibérica y tridentina. El concilio asume, cataliza y rebasa con creces los citados influjos recibidos. Los demás concilios limenses revisten un interés mucho menor que el de los tres aquí reseñados. C)

Concilios nuexicanos

1. Concilio I de México, 1555. Convocado por el arzobispo de México, Alonso de Montúfar, este concilio da prioridad en sus 93 constituciones al tema misional. Subraya la necesidad de usar las lenguas indígenas en la evangelización, la suficiente instrucción que se debe dar a los indígenas antes de bautizarlos, la pastoral a seguir ante los rebrotes de la idolatría, las reducciones o congregación de los naturales en poblados, la administración de los sacramentos a los neoconversos, etc. Este concilio obtuvo la doble aprobación pontificia (1563) y regia (1564). 2. Concilio II de México, 1565. Fue el mismo arzobispo Montúfar quien convocó y presidió este concilio. Aparte de insistir, como el anterior, en temas comunes sobre la reforma de las costumbres del clero y del pueblo, a lo largo de sus 28 constituciones comparte también su misma preocupación misional, aunque insiste todavía más en el estudio de las lenguas indígenas. En un escrito enviado al rey, los obispos piden más clérigos y religiosos que con su doctrina y con su ejemplo les ayudaran a convertir a los naturales. 3. Concilio III de México, 1585. Este concilio, convocado por el arzobispo de México, Pedro de Moya y Contreras, presenta una fisonomía en parte coincidente y en parte diversa de la del tercero límense. La principal diferencia radica en la abundante serie de memoriales que presentaron oficialmente al concilio muchos de los participantes en él, cosa que no se dio en los precedentes concilios de América. Los autores de los memoriales representaban a los principales estamentos interesados en la obra del concilio: Ordenes religiosas, clero secular e incluso personas privadas. En general, no afloran nuevos problemas en dichos dictámenes, aunque sí a veces una mayor inmediatez del conocimiento de primera mano que muestran poseer algunos autores de estos informes en torno a los problemas que tocan. Las prohibiciones y normas concretas de este concilio se refieren siempre a los clérigos y religiosos, mientras que a las autoridades seculares y a los laicos se dirigen sólo normas generales y exhortaciones, como ocurre en el caso típico de los repartimientos, pidiendo al rey que dé una solución práctica a este enojoso y grave asunto. Los decretos contienen disposiciones muy enjundiosas para los ministros de la evangelización y de la cura de almas, para los obispos, para los visitadores, insistiendo particularmente en la predicación y la enseñanza, en la preparación de los indígenas para recibir los sacramentos y en la administración de los miamos, así como sobre diver-

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sos aspectos del culto divino. Los mismos temas misionales de los dos primeros concilios mexicanos vuelven a estar presentes en este tercero. Se consiguió la doble aprobación de este concilio por parte de la Santa Sede (1589) y de la Corona, que autorizó la impresión de sus constituciones en 1621. Este concilio III mexicano es, sin duda, tan importante como el III de Lima en muchos de sus aspectos. Fue menos afortunado en cuanto a la rapidez de la doble aprobación civil y eclesiástica. Tampoco contó con un Acosta que acertara a inspirar y coordinar la redacción, aprobación y edición de los textos. Pero aventaja al límense por su mayor impacto en otros concilios posteriores de dentro y fuera de México. 4. Concilio IV de México, 1771. Este concilio sólo ha pasado a la historia por su carácter regalista y no por el resto de su legislación, reiterativa de la de anteriores concilios. Fue convocado por el rey Carlos III y no por la legítima autoridad eclesiástica. Al frente de los obispos aparece el cardenal y arzobispo de México, Francisco Antonio de Lorenzana. A lo largo de 126 reuniones, los representantes regios consiguieron que la jerarquía eclesiástica aprobara la secularización de la Compañía de Jesús y otras medidas tendentes a una mayor sumisión de la Iglesia al poder secular. Por más esfuerzos que hizo la Corona, Roma nunca aprobó los 623 cánones de este concilio, 101 de los cuales recibieron modificaciones de carácter regalista por parte de la corte de Carlos III. NOTA

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La Iglesia diocesana

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LA CONSTITUCIÓN DEL CLERO SECULAR

La primera evangelización fue llevada a cabo por religiosos, con algunas intervenciones aisladas de clérigos diocesanos. Una vez erigidas las diócesis y dotadas de un obispo, cabe hablar como tal del clero diocesano, que en la América española tuvo dos orígenes principales: español y criollo, dejando aparte el indígena, objeto de otro capítulo y en el que se enmarca tanto el clero secular como el regular. A)

Clero español

El paso de sacerdotes diocesanos españoles a Hispanoamérica desde el siglo XVI es un hecho cierto, si bien ni de forma tan organizada ni tan numerosa como el envío de misioneros religiosos. Aunque sobre ellos no disponemos de una información tan amplia como sobre los religiosos, recientes investigaciones sobre archivos, protocolos notariales, etc., ofrecen nuevos datos, aunque parciales, sobre el particular.

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Las autoridades eclesiásticas y seculares intentaron desde el primer momento controlar a los clérigos que pasaban a América para evitar, como se dice en una real cédula del 15 de junio de 1510, que marcharan religiosos sin la habilidad necesaria «para administrar los santos sacramentos ni para las otras cosas que son necesarias». O, como se afirma en otra real cédula del 26 de enero de 1538, para evitar que pasaran «algunos clérigos que han sido frayles, que no son de buena vida ni exemplo, como se requiere para la conversión de los naturales dessas partes a nuestra santa fe católica» o «sin nuestra licencia ni de su perlado». De aquí que se exigieran ambas licencias, del prelado y del rey, para que el clérigo pudiera pasar al Nuevo Mundo, pidiéndose a los obispos americanos que a los clérigos y religiosos que fueran sin estas licencias no les permitieran decir misa, ni administrar los sacramentos, ni adoctrinar a los indígenas; por contra, los debían embarcar y devolver a España. Los que pasaban con las licencias citadas debían presentarlas ante los jueces de la Casa de Contratación de Sevilla, notando en ella «como el clérigo o religioso que la lleva es el contenido» (Recopilación de leyes de los Reinos de Indias, 1681, lib. 1 tít. 8). Estos textos son suficientemente claros y expresivos sobre el alcance de las citadas licencias. Control que no sólo se estableció en el punto de partida, sino también en el de llegada. Los concilios provinciales y sínodos diocesanos recordarán continuamente que «el título y principal fin para que todos, en especial los eclesiásticos, venimos a estas partes es la doctrina e conversión de los naturales dellas a nuestra santa fee católica y administración de los sacramentos y servicios de las iglesias», por lo que se estableció otro control, para ver si efectivamente habían cumplido esta misión, en los siguientes términos: cuando alguno quisiera salir de su diócesis, se debía examinar en qué se había ocupado. Y si no hubiere servido en una iglesia o en un pueblo de los naturales en su doctrina y conversión, debían tomarle la mitad de los bienes que tuviere. Sin todo lo anteriormente dicho no se debía dar licencia a nadie para que pudiera venirse a América, exigiendo además que hubiera servido al menos cuatro años en la diócesis. Se advertía, incluso, que se avisaría al Real Consejo de Indias para que detuviesen en Sevilla a los clérigos que no llevasen testimonio de cómo habían servido en una diócesis americana. Que tales avisos no eran huecos, lo vemos confirmado en la misma Recopilación, cuando establece que ningún clérigo secular ni religioso podía regresar a la Península sin las siguientes licencias o permisos: a) licencia de sus prelados, que no la debían dar si no les constaba que, al menos, habían residido durante diez años en la diócesis, y b) licencia del virrey o gobernador en cuyo distrito hubieran estado (Recopilación, lib. 2 tít. 16). La finalidad de estas normas era obvia: evitar que pasaran clérigos indignos que serían un obstáculo para la evangelización y, al mismo tiempo, controlar que el clérigo había cumplido la misión para la que se le dio la licencia. Especial énfasis se puso en intentar evitar que los clérigos religiosos que habían abandonado su orden y pasado sin licencia sirvieran en oficios eclesiásticos: debían ser expulsados y reenviados a la Península. Normas que

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se completaban con otra muy semejante: todos los clérigos que llegasen a las diócesis debían presentarse en el plazo de tres o cuatro días al ordinario respectivo. Las obligaciones de este clero coincidían con las establecidas de forma general, como veremos a continuación. B)

Clero criollo

1) Requisitos. Para la ordenación de los clérigos residentes o nacidos en la propia América, los concilios y sínodos americanos recuerdan los requisitos ya establecidos en la legislación canónica general, con cierta insistencia en algunos de ellos. Se determina cuidadosamente, por ejemplo, cuál era el mínimo de ciencia requerido en los ordenandos según la diferente escala de las órdenes: grados (órdenes menores), epístola (subdiácono), evangelio (diácono), misa (presbítero), cantar misa, curas (párroco) y ordenados por Roma. De una forma menos concreta que la anterior, el sínodo de Quito de 1570 dirá que «los que han de recibir órdenes han de ser por lo menos buenos gramáticos, e han de saber cantar, e han de entender el cómputo...» Otro requisito frecuentemente recordado es la dignidad de vida del ordenando: no debía haber sido infamado, ni descender -decía el primer concilio provincial de México- de «padres o abuelos quemados o reconciliados o de linaje de moros» (un sínodo especificará que no debían ser ascendidos a las sagradas órdenes «los hijos de los que fueren castigados por el Santo Oficio, siendo descendiente en primero y segundo grado respecto del padre, y en primero respecto de la madre») por la indecencia que de ello resultaba al estado eclesiástico, escándalo y otros inconvenientes que se habían seguido en las Indias por haber ordenado a semejantes personas; debía haber vivido limpiamente y haber estado apartado del pecado carnal; no tenía que haber sido jugador de juegos ilícitos y prohibidos; tenía que tener costumbre de confesarse y comulgar; no debía estar acostumbrado a blasfemar; debía ser de legítimo matrimonio; no tenía que haber cometido delito por el que mereciera pena de sangre; no tenía que padecer algún defecto natural. El sínodo de Santiago de Cuba de 1681 recapitulaba así las diligencias que debían hacer los que quisieran ser promovidos a las órdenes: fe de bautismo; información de su buena vida y costumbres, y ser hijos legítimos de padres cristianos viejos, limpios de toda mala raza, de judíos, herejes, moros o recién convertidos a la fe católica; suficiencia de doctrina; hábito eclesiástico, y estar confirmados. La edad exigida era la general canónica: para la primera tonsura, siete años cumplidos; para los tres primeros grados, doce años, y para el último, catorce (si bien algunos sínodos exigirán tener catorce años para la recepción de la tonsura); veintiún años cumplidos, y entrado en los veintidós, para subdiácono; veintidós años cumplidos, y entrado en los veintitrés, para diácono; veinticuatro años cumplidos, y entrado en los veinticinco, para sacerdote. Otro de los requisitos exigidos para la ordenación era que el ordenando tuviera algún beneficio o suficiente patrimonio para poder vivir honestamente. Condición que también en América se exige, intentando garantizar de diferentes maneras que el título de beneficio o patrimonio presentado

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por el candidato fuera verdadero y suficiente, es decir, que cubriera realmente las necesidades o conveniencias del sacerdote. Y se recuerdan en este sentido las penas establecidas por el concilio Tridentino contra los que se ordenaban con un título falso o de forma simoníaca. Hasta qué punto se cumplía esto, no lo sabemos con certeza; es, sin embargo, bastante significativo que el sínodo de Arequipa, celebrado en 1684, estableciera que la congrua resultante del título presentado para la ordenación debía ser, por lo menos, de doscientos pesos de a ocho reales y prohibiera unas capellanías temporales, que en realidad eran falsas y no garantizaban el sustento económico del sacerdote. El juicio del citado sínodo es el siguiente: «Ha sido mayor el arrojo y facilidad con que hemos reconocido que en esta diócesis se ha obrado en esta materia, sin atender a las graves penas de suspensión perpetua», explicando los males de aquí derivados, tales como «por cuyo medio se facilita y abre camino para que en estas partes aya muchos más clérigos de los que conviene y son necesarios. Y a la mayor parte de los clérigos de esta ciudad hemos hallado ordenados de esta forma y sin congrua alguna para su sustento. Y aviéndonos certificado de la verdad de lo que en esto pasa, hemos procurado negar las órdenes a semejantes títulos». Conjuntamente con lo anterior, se admitió como suficiente el denominado titulum indorum, equivalente al título de servicio a la diócesis, puesto que éste tenía garantizada una base patrimonial suficiente. Otra precaución en los trámites previos a la ordenación se tomaba cuando el ordenando no era diocesano propio, sino que procedía de otra diócesis: se reforzaban, en este caso, las medidas previsoras sobre su vida y costumbres a través de las pertinentes letras o cartas dimisorias. «Sobre todo -dirá el tercer concilio provincial de Lima— con aquellos que vienen de Europa y con cualesquiera otros que no son suficientemente conocidos. Ninguno sea promovido (a las órdenes) por un obispo ajeno a no ser que presente cartas testimoniales de su ordinario sobre todas las cosas dichas». Diferentes concilios y sínodos penalizarán muy severamente la práctica de conferir órdenes a aquellos que sólo tenían domicilio jurado en la diócesis. Tal práctica era, en realidad, un fraude y consistía en que personas que no tenían legítimo domicilio en la diócesis juraban que se iban a quedar allí, siendo por eso mismo admitidos a las órdenes sin las dimisorias de su legítimo ordinario. Fácilmente pueden comprenderse los riesgos de esta actuación, tolerada en algunos casos por la escasez de sacerdotes: ordenación de personas indignas, abandono de la diócesis donde juraron permanecer para irse a otra, etc. Medidas que se tornaban aún más exigentes y especiales cuando se trataba de ordenandos que habían pertenecido a una orden religiosa: para evitar los «muchos y muy graves inconvenientes a causa de la peregrinación de los regulares, que vagan durante años y pasan de una en otra diócesis con el título de recibir órdenes, con perjuicio para sus religiones y para sí mismos» (concilio provincial de Santo Domingo, 1622-1623), se recuerda a los superiores religiosos que extiendan las dimisorias según la forma establecida por la legislación general de la Iglesia.

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En algún caso, finalmente, se establecen precauciones para evitar los excesos de los simples clérigos coronados o tonsurados que tantos problemas causaron en Europa durante los siglos xiv y xv. Sabido es que el clérigo, por ser tal, gozaba en esta época de la inmunidad eclesiástica, que, básicamente, consistía en que los clérigos y sus posesiones estaban libres de las cargas laicales y que sólo podían ser juzgados por un tribunal eclesiástico. Como en el orden clerical se ingresaba por la recepción de la tonsura, sin necesidad de recibir las restantes órdenes, era relativamente frecuente el caso de laicos que recibían la citada tonsura para quedar exentos de la jurisdicción secular. En América, lógicamente, existía este mismo peligro, por lo que ya el primer concilio provincial de México, en 1555, estableció la siguiente medida para evitar estos peligros: «Porque tenemos muy entendido que muchos se ordenan de primera corona, mas con intento de aprovecharse de el privilegio clerical para sus delitos, si los hicieren, que para ser de el número de los que sirven en la Iglesia y suerte de el Señor [...] mandamos [...] que ninguno de hoy más se ordene de prima tonsura, ni de grados, si no fuere de edad de catorce años cumplidos y sin que primero, assí ellos como sus padres o las personas que los tienen debajo de su administración, juren en forma que quieren con verdad y con efecto ser de la Iglesia y que los presentan para que sean de el número y suerte de los ministros de ella». No tenemos la suficiente información como para conocer la existencia, alcance y actuación de estos simples tonsurados en América, pero casi un siglo después, en 1622-1623, el concilio provincial de Santo Domingo repetía idénticas disposiciones al determinar que «los que desearen recibir la primera tonsura tengan cumplidos catorce años [...] a no ser aquellos que, usando sotana y roquete, se hayan dedicado, por espacio de dos años, al servicio de la iglesia catedral o parroquial. Y hagan previamente, sus padres o tutores y los mismos ordenandos, el juramento de querer continuar en el servicio de la Iglesia». Tal era, en líneas generales, el conjunto de los requisitos exigidos para garantizar la idoneidad canónica de los ordenandos. Coinciden en su globalidad con los establecidos de forma general por la Iglesia en aquella época, si bien se acentúan algunos de ellos, los que hemos señalado, por la especial incidencia o problemática que podían causar en el Nuevo Mundo. 2) Formación. El concilio de Trento (1545-1563) decretó la fundación de seminarios para la formación de los aspirantes al sacerdocio. En América, aunque su efectiva constitución tuvo lugar más tarde (por ejemplo, el seminario conciliar de Lima comenzó en 1590, el de Quito en 1594, etc.), ya el segundo concilio provincial de Lima, celebrado durante los años 1567 a 1568, exhortó y requirió a los obispos de la provincia para que erigieran seminarios y colegios de niños, según lo establecido por el concilio de Trento, lo más pronto que pudieran.

CAÍ.

LOS SEMINARIOS DIOCESANOS FUNDADOS EN AMERICA FUERON LOS SIGUIENTES: Fundación 1562 1573 1573 1584 1585 1586 1586 1588 1589 1589 1590 1594 1596 1601 1609 1616 1618 1621

Ubicación Oaxaca México Bogotá Guadalajara Santiago La Plata Paraguay Quito La Imperial Tucumán Lima Santo Domingo Guatemala Cuzco Caracas Arequipa Mérida Trujillo

Fundación 1622 1625 1639 1644 1665 1670 1676 1680 1702 1716 1718 1752 1770 1772 1773 1775 1794 1809

Ubicación Buenos Aires Comayagua Popayán Puebla Huamanga León de Nicaragua Asunción Comayagua Durango Córdoba Concepción Chiapas Valladolid La Habana Buenos Aires Cartagena Monterrey Santa Marta

Para su mantenimiento económico, al no haber diezmos ni beneficios, que eran la base de lo fijado en Trento, se determinó que una parte tenue de los estipendios que los encomenderos de indios daban a los sacerdotes se asignara para este fin. Mucho más seria y decididamente, el tercer concilio provincial de Lima, de 1582-1583, estableció unas bases económicas para financiar los seminarios diocesanos: se debía aplicar para ellos un 3 por 100 de todas las rentas eclesiásticas (diezmos, beneficios, capellanías, hospitales, cofradías, etc.), fueran éstas episcopales, capitulares o beneficíales, e incluyendo también las doctrinas de los indígenas, aunque estuvieran en manos de religiosos. El cumplimiento de este impuesto o cuota, impugnado por el Cabildo de Lima y religiosos ante el rey y la Sede Apostólica, fue recordado en sucesivos concilios y sínodos celebrados en la provincia eclesiástica de Lima: sínodo diocesano de Lima de 1594; sínodo diocesano de Tucumán de 1597, que mandó fundar el seminario en la villa de Nueva Madrid de las Juntas, dotándolo con el citado 3 por 100 y estableciendo «que los que quisieren poner sus hijos en el dicho seminario les provean del sustento necesario para que puedan sustentarse, hasta que haya alguna más abundancia en los frutos y rentas de esta tierra...»; concilio provincial de Charcas de 1629; sínodo diocesano de Caracas de 1687, etc. Otro tanto hizo el concilio provincial de Santo Domingo de 1622-1623: manda que se creen y funden seminarios en cada diócesis, pero, a diferencia de la provincia limense, recurre a la generosidad del rey para su financiación. Conjuntamente con la constitución de esta base económica, se establecieron reglamentos que regulaban ios diferentes aspectos de su régimen.

II.

El clero diocesano

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EL MODELO DE CLÉRIGO DIOCESANO

La actuación del clero diocesano en Hispanoamérica, en general poco conocida por no haber sido aún suficientemente estudiada y analizada, es de muy difícil valoración por su amplitud y por su acción evangelizadora aislada, a diferencia de los religiosos. Igual sucede cuando se trata de hacer una valoración de sus personas: por lo común, nos encontramos con juicios genéricos que son equívocos y no completamente ciertos. Así, por ejemplo, se dice que el clero secular tuvo tres problemas principales: la pobreza económica extrema, con algunas pocas excepciones; la escasa formación intelectual, y la moral sexual. Juicios globalizados que, por ser tan generales, realmente poco dicen. Hubo, ciertamente, clérigos seculares que acompañaban a las expediciones militares, clérigos que fueron asesores de señores y príncipes seculares o que desempeñaron funciones de mayordomos, curassoldados, etc. Pero no parece que fuera ésa la tónica general. Nosotros vamos a describir el modelo de clérigo diocesano a grandes rasgos propugnado por los concilios y sínodos americanos y teniendo en cuenta que dichos textos, por lo general, son más negativos que positivos; es decir, tienden más a la reforma que a la alabanza, sin indicar la amplitud del mal denunciado. Obvio es decir que esta imagen debe ser contrastada con los informes, relaciones ad limina, visitas pastorales, procesos, etc., que nos muestran el grado de cumplimiento de las normas fijadas. A)

Vida y honestidad

La tradición eclesiástica anterior al siglo XVI incluía en los textos dedicados al clero un apartado titulado sobre la vida y honestidad de los clérigos, bajo cuyo epígrafe se comprendían toda una serie de actividades prohibidas porque se consideraban incompatibles con el estado clerical. Otro tanto sucede en la América española: se recuerda que los clérigos deben mantener una «gravedad y seriedad» en sus charlas y conversaciones; que deben llevar el traje talar clerical («mantos e ropas largas al menos hasta el empeine del pie»), evitando las sedas, los paños de colores, los panuflos de calzas, los jubones, los pantuflos, los collares de camisas labradas, etc., así como las becas magisteriales si no tenían derecho a ellas; que no debían participar en danzas, bailes o cantares deshonestos ni «en juntas de gente ni en otro regocijo ni negocio público», ni ir a las corridas de toros; que no debían andar de noche después del toque de queda de la campana, ni llevar armas ofensivas o defensivas de cualquier condición que fueran, aunque en algún sínodo se permite «que yendo de camino, habiendo causa justa, las lleven, como no sean de las prohibidas, y no las lleven con publicidad y nota», etcétera. Prohibiciones que, como decimos, ya se encontraban en la legislación eclesiástica general. Y prohibiciones que, en algún caso, parecían absurdas en esas nuevas tierras: pensemos, por ejemplo, en la exigencia del traje talar. Ya el primer concilio provincial de México (1555) se vio obligado, «teniendo consideración a la calidad de esta tierra», a dispensar para que los clérigos pudieran

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usar ropas de tafetán y chamelote de color negro y leonado o morado oscuro. Sínodos limenses posteriores permitirán el uso, en algunas circunstancias, de un traje más corto. Hay, sin embargo, una insistencia sobre algunas prohibiciones especiales, que parecen indicar que causaron, o al menos podían, más problemas en la acción evangelizadora. 1) El trato con las mujeres. Ya desde el primer momento, siguiendo la tradición canónica, se determinó que los sacerdotes debían evitar el trato con las mujeres sospechosas, definiendo como tales a las que no fueran su madre o sus hermanas o, como se dice más concretamente en el sínodo de Puerto Rico de 1645, «la que no fuere madre o hermana o prima hermana que estuviere dentro del segundo grado de parentesco inclusive, y éstas siendo ellas de buena vida y fama, que no lo siendo también son sospechosas; o las que por su edad o virtud u otras circunstancias no lo son (sospechosas)». Se prohibe, lógicamente, que las tuvieran en su casa para su servicio. Prohibición que en los pueblos de indígenas se hacía más radical: no podían tener en su casa a mujeres indígenas, aunque estuvieran casadas, si bien posteriormente se permitió que, cuando no pudiera encontrarse otra forma, pudieran tomar para su servicio a mujeres negras o indígenas ancianas, carentes de toda sospecha y unidas en matrimonio a ser posible. Prohibición, incluso, que comprende el acompañar de paseo a las mujeres, el llevarlas de la mano o en las ancas del caballo. Algún concilio provincial establecerá incluso una norma similar a la fijada para los españoles que llegaban al Nuevo Mundo acompañados de alguna mujer: los clérigos que venían de España y traían mujeres bajo título de parientas suyas debían mostrar testimonio fehaciente de que, efectivamente, lo eran. O también se prohibirá que las muchachas de la doctrina sirvieran a los propios sacerdotes. En este contexto se recordarán las consabidas penas canónicas contra los clérigos concubinarios y contra los hijos de los clérigos: no podían suceder a su padre en la iglesia, ni éste podía dejar nada de los bienes eclesiásticos a su concubina y a sus hijos, siendo nulo ese legado si así lo hacía, ni podía tenerlos en su casa, etcétera. 2) Los oficios prohibidos. El clérigo estaba destinado a la propagación de la fe católica; por consiguiente, como se dice en los concilios provinciales, «emplearse los eclesiásticos en otros tratos y aprovechamientos, demás de serles prohibido y de mal ejemplo y escándalo, es contra el fin para que así vienen y porque Su Majestad da licencia y manda que pasen». De aquí, en consecuencia, que se enumere toda una serie de actividades y oficios que se consideran incompatibles con el estado clerical. De forma especial se prohiben todas las actividades comerciales: no debían ser mercaderes, ni negociadores de ninguna mercancía, ni tener negocios de minas, ni ser arrendadores o fiadores o prestamistas de dinero para esas actividades, ni ser ecónomos o administradores de personas no eclesiásticas, ni comprar esclavos para alquilarlos a otros por un salario, ni ser los encargados de cuidar sus fincas de labranzas o de crías de ganado, no debían ejercer de abogados si no era en los casos permitidos en derecho (es

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decir, para defender a la Iglesia y a los pobres), etc. Prohibiciones que también eran recogidas por la legislación secular: el clérigo no podía ser alcalde, abogado, escribano, factor, contratista, ni podía tener canoas en las granjerias de perlas, ni beneficiarse de las minas, etc. 3) Los juegos prohibidos. También se prohibe, igualmente, que los clérigos jueguen a naipes, dados o cualquier otro. El concilio provincial de México de 1555 hace esta gráfica descripción de los juegos prohibidos a los clérigos: «no jueguen público ni secreto juegos prohibidos de derecho, especialmente las tablas, dados y naipes al parar, ni primera, ni dobladilla, ni torillo, ni otros juegos, dinero, ni joyas, ni preseas, ni presten dineros a otros para jugar, ni asistan para atenerse a algunos que juegan o jueguen por ellos, ni tengan tablajería de tales juegos deshonestos y prohibidos en sus casas, ni vayan a ver jugar a las casas donde obiere las tablajerías». Únicamente se permite un mero juego de pasatiempo o entretenimiento con otros clérigos o con laicos honestos y que no fueran públicos jugadores. Para evitar posibles violaciones de esta norma se llega a determinar qué es lo que se permite jugar: algunas cosas de comer y de beber hasta una determinada cantidad, v. g., dos pesos corrientes de a nueve reales, para colación y comida, «los cuales dichos dos pesos se entienda en todo un día y noche una vez ganando o perdiendo...» (sínodo diocesano de Lima, 1585; tercer concilio provincial de México, 1585; concilio provincial de Charcas, 1629). Prohibición que también se recogía en las leyes seculares y que es una constante en posteriores siglos. Todavía en el sínodo diocesano de La Paz de 1638 se recordaba que los clérigos no debían tener tablajes de juegos de naipes, o de dados o de otros prohibidos, así como tampoco podían entrar en ninguna casa de juegos. Únicamente se les permitía algún juego honesto para pasar el rato con tal de que no se jugase más allá de los dos consabidos pesos: «por el mal ejemplo que dan con ello, y el tiempo que pierden, quando todo el que es posible se a de ocupar en vacar a Dios Nuestro Señor, sin tener por entretenimiento la asistencia que allí hacen, no diferenciándose de los demás del pueblo y sin advertir lo que el profeta Isaías dice de la desventura que ay en la República quando llega a tanto mal que los sacerdotes son como la gente popular». 4) Los descubrimientos y las expediciones. Ya hemos dicho anteriormente que se prohibía que los clérigos llevasen cualquier clase de armas. Otra prohibición más específica, en este mismo sentido, fue la de que pudieran participar en descubrimientos y expediciones. El primer concilio provincial de Lima (1552-1553) prohibió tajantemente, bajo pena de excomunión mayor latae sententiae y la pérdida de la mitad de sus bienes, «que ningún clérigo vaya a ningún descubrimiento o castigo de indios sin licencia in scriptis de su perlado», determinando que los clérigos a quienes dieren licencia debían ser personas de confianza y celosas de la conservación y conversión de los indios. También el sínodo de Santa Fe de Bogotá del año 1556 aplicó esta prohibición y, nuevamente, el tercer concilio provincial de Lima (1582-1583) repitió esta norma: ningún clérigo debía ir a estas expediciones sin licencia expresa de su obispo. Todavía en 1629, el concilio provincial de Charcas reiteraba idéntica prohibición.

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Se buscaba, en suma, que el clérigo, por su forma de vida, no fuera un obstáculo a la evangelización, sino todo lo contrario: para ello se repiten las disposiciones eclesiásticas generales, subrayando algunos aspectos que podían tener una mayor incidencia en las tierras americanas. B)

CU.

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£1 oficio eclesiástico

Diversas tareas, como es lógico, ocupaban el quehacer diario del sacerdote: la catequesis y la predicación, la administración de los sacramentos, etcétera. Cuestiones todas ellas que, como hemos dicho al inicio, tienen una entidad propia y específica. Aquí nos fijamos únicamente en algunos temas de manera más directa relacionados con el mismo oficio eclesiástico desempeñado y que son recordados en sucesivas ocasiones. 1) La encomienda de un oficio. El sacerdote diocesano, fuera español o criollo, debía dedicarse a su ministerio específico: de aquí que, además de las anteriores prohibiciones, no se permita el servicio eclesiástico como tal a particulares, salvo en los casos del virrey, presidente o gobernador; se determina que todos los clérigos que vinieran de fuera de la diócesis se debían presentar en el plazo de tres o cuatro días ante el prelado correspondiente para que, una vez examinadas sus cartas dimisorias, se les asignara una tarea específica y se evitara así la proliferación de los sacerdotes «vagos» o «acéfalos» o «peregrinos»; prohibición específica para no admitir a los clérigos peregrinos que no portasen las adecuadas letras testimoniales. Todas estas medidas, dirigidas principalmente a evitar la proliferación de sacerdotes sin ningún superior, se concretaron en la exigencia de encomendar a cada clérigo un oficio eclesiástico, de forma que incluso se determinó que no se ordenase a nadie «que no fuera útil o necesario para alguna iglesia o lugar pío». Hasta qué punto se cumplió esto, no lo sabemos con certeza, pero resulta por lo menos chocante que una real cédula dada por Felipe IV en Madrid el 7 de febrero de 1636 dijera a los prelados que evitasen ordenar a tantos clérigos como ordenaban. 2) La permanencia en el oficio. Normas igualmente rígidas se dieron para evitar otro fraude: que el sacerdote, abandonando el oficio que se le había encomendado, se fuera a otro mejor, vagando de distrito en distrito como un «sacerdote furtivo». Para evitar este problema, además de determinar que no se les dejara ejercer en diócesis ajena, el segundo concilio provincial de Lima, 1567-1568, estableció que el que fuera ordenado ad titulum indorum debía residir y permanecer en dicho oficio por lo menos seis años continuos. Norma que se repitió en sínodos posteriores, especialmente para las parroquias de indígenas, regulándose incluso sus ausencias. Ya hemos indicado, por otra parte, cómo uno de los requisitos exigidos para poder regresar a España era el permiso escrito dado por el obispo de la diócesis donde se había cumplido la misión correspondiente, señalando las Leyes de Indias que los prelados no dieran fácilmente dicha licencia a los clérigos para regresar a España. 3) La cultura y lenguas indígenas. Ya se ha señalado anteriormente que entre las exigencias para ser promovido a las órdenes se enumera el

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tener unos conocimientos intelectuales básicos. Esta preocupación se mantiene, al menos teóricamente, una vez recibido el orden sacerdotal: varios concilios y sínodos recuerdan al sacerdote la obligación del estudio, e incluso el segundo concilio provincial de México de 1565 determinará «que todos los curas tengan biblias y algunas sumas de casos de conciencia en latín o en romance, assí como la Suma de Navarro o Defecerunt de San Antonino, o Silvestrina, o Angélica, y algún libro sacramental». Insistencia especial se hace en que los sacerdotes aprendan las lenguas indígenas, determinando incluso el segundo concilio provincial de Lima que los sacerdotes de pueblos de españoles que tuviesen aneja la cura pastoral de indígenas, debían evangelizarlos en su misma lengua materna. Y si no supieren dicha lengua, el obispo le encargará esta tarea a otra persona a expensas del estipendio del citado sacerdote. Norma que será repetida en sucesivas ocasiones: los indígenas debían ser evangelizados en su propia lengua, y para ello el sacerdote la debía conocer. Requisito, por otra parte, que las Leyes de Indias también asumían: los clérigos y religiosos no debían ser admitidos a las doctrinas sin saber al menos la lengua general de los indígenas que habían de evangelizar.

III. A)

LOS CURAS DE INDIOS

Obligaciones

Amén de los anteriores requisitos exigidos para todos los sacerdotes diocesanos, se establecen unas normas más específicas para regular la vida y actuación de los sacerdotes que tenían encomendada la cura de almas de indígenas. Se era consciente de la influencia que tenía la figura del sacerdote entre los propios indígenas para su adecuada evangelización. Como se decía en el sínodo de Quito de 1570, «de parte de los ministros tres cosas son necesarias: que sean sacerdotes doctos, que den buen ejemplo con vida y costumbres y que sepan la lengua de los incas que es general en este nuestro obispado». A conseguir este ideal parece encaminarse el siguiente conjunto de normas específicas establecido sobre estos sacerdotes. Debían saber, como es obvio, la lengua nativa de los indígenas, así como enseñar la doctrina y el catecismo, predicar, etc., en la misma. Requisito exigido bajo diferentes sanciones: si el sacerdote no la sabía, debía pagar a sus expensas a un sacerdote suplente que la supiera; debían ser examinados sobre la suficiencia de la misma antes de la colación de los beneficios, no pudiendo ser admitidos al cargo parroquial quienes la ignorasen, etcétera. La razón de ello viene gráficamente descrita así en el concilio provincial de Charcas de 1629: «El fin principal de la instrucción o del catecismo es la percepción de la fe, pues creemos con corazón para la justicia lo que confesamos con la boca para la salvación. Por lo que cada uno debe ser instruido de forma que lo entienda: el español, en español; el indígena, en indígena... Por tanto, en adelante, ninguno de los indígenas sea obligado a aprender las oraciones o la catequesis en latín, cuando es sobradamente suficiente pro-

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nunciarlas en su idioma. O, si algunos de ellos quisieran, pueden también añadir el español, que ya usan muchos, a lo cual les animen los curas. Además de esta lengua, exigir otra a los indígenas es superfluo». Requisito exigido en toda la América española. Su sustento económico, a tenor de una Real Instrucción dada en Granada el 27 de noviembre de 1526, debía ser sufragado por los encomenderos de indios. La cantidad concreta, como es lógico, variaba según las circunstancias de cada lugar y debía ser establecida por cada prelado. El primer concilio provincial de Lima (1552-1553) estableció, por ejemplo, que además de lo tasado se les debía dar «ornamento con que digan misa y cada un año tres arrobas de vino y una arroba de cera». El sínodo de Santa Fe de Bogotá del año 1556 determinó «que ningún sacerdote lleve más de doscientos pesos de oro por su salario y los alimentos que están tasados por los Señores Presidente y Oydores de esta Real Audiencia». Y el sínodo de Tucumán de 1597 fijó en un peso o peso y medio por cada indio, según los lugares, el estipendio que debía pagar el encomendero al sacerdote. Para los religiosos que estaban en las doctrinas de los indígenas bajo la dependencia del obispo diocesano, dado que, por una parte, no podían tener propiedades ni recibir salario por la profesión del voto de pobreza, y por otra, era justo y necesario que recibieran una congrua sustentación por su trabajo, ya que sin ella -se dice- no se puede pasar la vida humana ni celebrar las cosas sagradas ni administrar los sacramentos, 'se establece que los encomenderos les deben dar el sustento en especie: «vestuario, vino, vinagre, azeyte y conservas y todo lo demás necessario [...] hasta en cantidad de los dichos doscientos pesos de buen oro que mandamos dar a los otros sacerdotes». El segundo concilio provincial de Lima concretará esta aportación en los siguientes términos: el encomendero le debía dar al religioso doctrinero ornamentos íntegros y decentes; dos libros (uno de bautizados y otro de casados); los animales necesarios para su transporte, bien entendido que dichos animales no pertenecían a los religiosos, sino a la parroquia, así como veinticuatro herraduras anuales por cada animal; el paño necesario para confeccionar el hábito del religioso y quince brazos de lino; para la celebración de las misas, seis ánforas o arrobas de vino español y una de candelas de cera, así como diversos alimentos. En cualquier caso, hay una continua llamada a que los sacerdotes se contenten con el estipendio o sustento fijado, a que no exijan nada a los indígenas por la administración de los sacramentos, a que no acepten regalos, etcétera. El clérigo al que se le había encargado la cura pastoral de una doctrina indígena debía residir en ella y no podía dejarla sin licencia de su obispo. Tal norma, establecida para evitar fraudes y desamparo cristiano a los indígenas, contemplaba en algunos casos incluso el tiempo que podía estar el clérigo fuera de ella para realizar diferentes gestiones, por ejemplo, confesarse: «Algunas veces -se dice en el sínodo de Tucumán de 1597— tendrán los curas de indios que acudir a algún pueblo de los españoles, para lo cual les damos licencia que en diversas veces del año, cuando se les ofreciere alguna ocasión

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forzosa, puedan hacer ausencia de un mes. Y todos los demás días, que por su culpa faltaren de su doctrina, se les descuente pro rata del estipendio que se les debía». Prohibición de abandonar la parroquia sin licencia del prelado que, en algún caso, se conmina bajo la amenaza de excomunión. Para mayor garantía de su cumplimiento se suele establecer el tiempo que, como mínimo, debían estar en la doctrina: por ejemplo, seis años continuos, según ya hemos visto. Particular atención se pone en recalcar el cuidadoso trato que debía tener el sacerdote con las mujeres, especialmente con las indígenas: aplicando la normativa general eclesiástica, se prohibe que el sacerdote tenga en su compañía a ninguna mujer, indígena o no, ni siquiera para su servicio. El primer concilio provincial de Lima establecerá tajantemente que «le guisen de comer indios, y si alguna india tuviere para esto, sea casada y que esté con su marido apartada de donde estuviere el dicho sacerdote». Otro sínodo recordará que el sacerdote no debía emplear para su servicio a las muchachas que iban a la doctrina. Otro, mucho más riguroso, mandará «que ningún sacerdote se sirva de indias mozas, casadas ni solteras, ni entren a barrer ni regar sus casas, ni a traerles agua, ni a cosas semejantes». Se llegará, incluso, a prohibir que los sacerdotes tuvieran bajo su custodia a mujeres indígenas en su propia casa. Se quería evitar, en suma, cualquier asomo de sospecha o abuso en esta delicada materia. B)

Prohibiciones

Ya hemos visto anteriormente la insistencia en que los sacerdotes no se vieran mezclados en negocios seculares, que consistían, en general, en pequeñas industrias, algún trabajo de minas, explotaciones agrícolas y ganaderas, con el consiguiente comercio de los productos. La mano de obra era indígena las más de las veces y el comercio de los productos se hacía indiferentemente con indígenas y españoles. Lo lamentable no era sólo el entregarse a ocupaciones ajenas al ministerio eclesiástico, sino que se realizaba la explotación y el comercio con los mismos fieles indígenas. También sobre esta materia hay prohibiciones muy estrictas para que los sacerdotes no tuvieran con los indígenas granjerias, rescates, tierras o cualquier otro negocio de los ya citados. Se llega, incluso, a limitar el ganado que podían tener: una o dos yeguas y hasta quince o veinte cabras, o no más de doce carneros y doce cabras y dos puercos. Se prohibe, asimismo, que sean los recolectores de los tributos de los encomenderos o de cualquier otra persona, que ejerzan la tarea de ecónomo para personas seculares o de intermediarios económicos entre los indígenas y los negociantes, puesto que «ellos son predicadores del santo evangelio y no mediadores o contratistas para realizar negocios», etc. Se prohibe también que los sacerdotes puedan vender o conmutar lo que recibieran de los indígenas o de los encomenderos en concepto de estipendio. El tercer concilio provincial de Lima (1582-1583), culminando todo lo anterior, prohibirá bajo pena de excomunión que los párrocos de indios realizaran actividades mercantiles de cualquier clase que fueran, porque «quienes asumieron el ministerio de evangelizar no pueden servir al mismo tiempo a Dios y a Mamón».

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Estas prohibiciones de mezclarse en negocios seculares, que fueron mucho más estrictas y penalizadas que en el caso de los curas de españoles, puesto que se consideraba que perjudicaban mucho a la evangelización de los indígenas, se prolongaron durante mucho tiempo. Así, por ejemplo, el concilio provincial de Santo Domingo (1622-1623) penalizará con la excomunión mayor latae sententiae al párroco de indios que por sí o por persona interpuesta ejerciera el comercio con alguno de los indígenas o que vendiera, comprara, cambiara o intentase cualquier cosa semejante, o que cultivase los campos, o que tuviera caballos o muías de alquiler de las que los indígenas fueran sus cuidadores. Se quería, evidentemente, no sólo evitar que los sacerdotes se dedicasen a menesteres que no parecían muy compatibles con el ministerio sacerdotal, sino, además, evitar fáciles abusos con los indígenas, amén de que no perjudicaran a la general tarea de la evangelización. Varios textos recuerdan otra prohibición para los curas o párrocos de indios: no debían admitir huéspedes permanentes, sino, como mucho, temporales. Uno o dos días, dice el segundo concilio provincial límense, y sólo si eran sus padres o sus hermanos. Todo lo más, se les permitía que acogieran a alguna persona pobre y le dieran una comida. La razón de esta norma un tanto sorprendente nos viene descrita así en el concilio provincial de Santo Domingo (1622-1623): «Los párrocos no hospeden hombres vagos, jugadores y otros de sospechosa o mala fama, para que así gocen de la tranquilidad sacerdotal y se eviten los pecados en que las mujeres, por su gran fragilidad, fácilmente resbalan. Y no reciban huéspedes seglares más allá de tres días en sus casas, ni parientas suyas fuera de la madre y hermanas para que los neoconversos no sufran escándalo desconociendo el parentesco». La razón de fondo de esta norma, por consiguiente, parece estar en el intento de evitar personas extrañas en los pueblos de indígenas. Conjuntamente con todo lo anterior, se recuerdan las restantes prohibiciones clericales que intentaban modelar al sacerdote diocesano: los curas de indígenas no debían ser cazadores, siempre tenían que llevar el decente hábito talar, no debían portar en público ciertas clases de armas - e n contraposición con la prohibición general establecida-, no podían jugar a los naipes, a los dados, etc., cosa alguna -también en contraposición con lo, permitido de forma general-, y posteriormente, en el sínodo diocesano de, Lima de 1586, se determinó que no podían jugar a ningún juego prohibido, no podían castigar con sus propias manos a los indígenas, y todavía algún concilio provincial determinó que se debían evitar aun los encarcelamientos y demás castigos físicos, etcétera. C)

Otras normas

El número de indígenas que debía haber por cada parroquia debía ser. de unos cuatrocientos, según lo estableció el segundo concilio provincial límense. De esta manera, se pensaba, el sacerdote podría cumplir su labor. Se trataba, en suma, de ir configurando a través de estas normas un modelo de sacerdote diocesano según estas hermosas palabras del sínodo de Quito de 1570: «Encargamos a los curas de los indios que sean muy ejemplares y que no se descuiden, porque el demonio con las malas obras de los ministros

CAÍ.

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de la ley de Dios arguye el contrario a la doctrina cristiana. Trayan siempre su hábito y vestido decente y no laical, abierta la corona y barba cortada, recen sus horas y digan misa ordinariamente, ocupen el tiempo en obras virtuosas con frecuente predicación, consolando a los tristes, dando remedio a los pobres y amparando a los huérfanos, administrando los santos sacramentos con mucha diligencia y cuidado, enseñando los niños en la escuela y doctrina. Consideren el alto oficio de su sacerdocio y a lo que están obligados en el beneficio de esta viña de Dios». Estas normas específicas para los curas de indios siguieron recordándose durante los siglos siguientes: el sínodo diocesano de Huamanga de 1629 insistirá en que los curas de indígenas no debían desamparar sus doctrinas sin licencia del prelado bajo pena de cuatro pesos por cada día de los que faltaren. El de La Paz de 1638 denunciará el siguiente abuso: que cuando se hacía el reparto de los indígenas de mita para las minas de Potosí concurrían a esos lugares los curas de los dichos indígenas bajo título de que eran feligreses suyos y les tenían que administrar los sacramentos necesarios. Se ordena bajo severísimas penas que los sacerdotes se queden en sus doctrinas y no las abandonen por este motivo. Otros sínodos recordarán otros defectos, aunque progresivamente se fueron unificando las disposiciones para los sacerdotes diocesanos en general y para los sacerdotes de indígenas.

IV.

CONCLUSIÓN

Se ha dicho muy acertadamente que la ausencia de estudios referentes al clero diocesano de Hispanoamérica dificulta el análisis más o menos riguroso de su actuación: a diferencia de lo sucedido con los religiosos, donde existe una amplia bibliografía, el clero diocesano no ha tenido tanta fortuna, por lo que no se pueden hacer grandes afirmaciones con un mínimo de seriedad intelectual. La figura o modelo de clérigo diocesano que hemos ido presentando, según viene delineada principalmente por las decisiones conciliares y sinodales americanas de la época, no tiene en principio grandes novedades en relación con la del resto de la Iglesia. Coincide, en líneas generales, con la fijada en la legislación general eclesiástica: se quiere conseguir, en definitiva, un clero ejemplar dedicado a su misión evangelizadora. Dada, por otra parte, la importancia que su figura tenía en la conversión de los indígenas, es natural que se recuerden y refuercen las prohibiciones sobre todo aquello que se consideraba que podía ser un obstáculo para la misma. Llama la atención en este contexto la insistencia en algunos temas; por ejemplo, el evitar todas las actividades y negocios seculares, la vida y conducta en general del clérigo, la severa normativa sobre la residencia en la cura de almas, el férreo control establecido para evitar clérigos vagos o peregrinos, la tajante prohibición de los juegos, etc., mientras que otras cuestiones, por ejemplo, el trato con las mujeres, los diferentes aspectos de la moral sexual de los clérigos, la preocupación por la cultura, etc., no merecen un especial tratamiento.

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P.II.

La Iglesia diocesana

Cabe p r e g u n t a r s e , lógicamente, hasta q u é p u n t o se cumplió este m o d e lo clerical o si dichas n o r m a s están i n d i c a n d o los principales vicios o defectos d e los sacerdotes diocesanos. N o lo sabemos. A simple vista son n o r m a s q u e i n t e n t a n c o n t r o l a r y perfilar p o c o a p o c o a los clérigos p r o p i o s , c o n las lógicas dificultades derivadas d e e n c o n t r a r s e c o n clérigos llegados d e diócesis ajenas y c o n clérigos nativos, p o c o más q u e neófitos e n la fe cristiana. Las pocas investigaciones realizadas hasta a h o r a p r e s e n t a n u n c u a d r o claroscuro d o n d e coexisten clérigos dedicados a su o s c u r a l a b o r diaria c o n o t r o s cuya vida dejaba m u c h o q u e desear. Algunos a u t o r e s h a n a p u n t a d o q u e el clero diocesano d e la América española tenía p r i n c i p a l m e n t e d o s taras: u n alto g r a d o d e incultura y u n a s serias deficiencias morales (incontinencia, dados al j u e g o y a la ociosidad, codicia...). Es posible q u e así fuera. P e r o , c o m o ya h e indicado a n t e r i o r m e n t e , hay q u e analizar más informes, visitas pastorales, relaciones ad limina, etc., p a r a sacar conclusiones más seguras. En cualquier caso, c r e o q u e n o se p u e d e n e g a r el i n t e n t o realizado p o r formar p r o g r e s i v a m e n t e u n clero h o n e s t o y d e d i c a d o a la evangelización, tal c o m o también manifiestan los manuales de párrocos q u e muy p r o n t o c o m e n z a r o n a a p a r e c e r e n América, destinados p r e c i s a m e n t e al clero secular diocesano.

CAPÍTULO

LAS ORDENES RELIGIOSAS Por PEDRO BORGES

En H i s p a n o a m é r i c a , lo mismo q u e en el resto d e la cristiandad, las O r d e n e s religiosas constituyeron, y siguen constituyendo, u n m u n d o variop i n t o y muy complejo, difícil d e sintetizar p o r su e n o r m e variedad y p o r h a b e r seguido cada institución u n c u r s o i n t e r n o , cronológico y geográfico, distinto del d e las demás.

I. NOTA

BIBLIOGRÁFICA

Fuentes A. MARTÍN GONZÁLEZ, Gobernación espiritual de Indias. Código Ovandino (Guatemala, 1977), 201 -207 y 321; A. DE LA PEÑA MONTENEGRO, Itinerario para párrocos de indios (Madrid, 1668); Recopilación de leyes de los Reinos de las Indias, lib. 1 títs. 12, 13 y 23; sobre la legislación de los concilios y sínodos, véase el capítulo 10. Estudios A. ACOSTA, «Los curas doctrineros en la economía colonial (Lima, 1600-1630)»: Allpanchis 16 (Lima, 1982), 117-150; C. BAYLE, «El campo propio del clero secular en la evangelización de América»: Missionalia Hispánica 3 (Madrid, 1946), 469-510; ID., «Los clérigos y la extirpación de la idolatría entre los neófitos americanos»: Ibtd., 3 (1946), 53-98; ID., «Planes antiguos de seminarios de misiones y de reclutar clero secular para la evangelización de América»: Ibtd., 6 (Madrid, 1949), 379-388; ID., El clero secular y la evangelización de América (Madrid, 1950), donde se reproducen los artículos anteriores; M. C. BRAVO GUERREIRA, «El clero secular en las doctrinas de indios del virreinato del Perú», e n j . I. SARANYANA y otros, Evangelización y teología en América (siglo XVI) 1 (Pamplona, 1990), 627-642; F. G. FERNÁNDEZ SERRANO, «Aportación del clero diocesano y de las Ordenes Militares de Extremadura a la evangelización de América», en Extremadura en la evangelización del Nuevo Mundo. Actas y estudios (Madrid, 1990), 413-440. M. P. PÉREZ ALVAREZ, «Las Ordenes religiosas y el clero secular en la evangelización del Perú. Proyección de su labor misionera», en SARANYANA, Evangelización I, 699-711; S. POOLE, «The Third Mexican Council of 1585 and the Reform of the diocesan Clergy», en J. A. COLÉ (ed.), The Church and Society in Latin America (New Orleans, 1984); G. PORRAS MUÑOZ, El clero secular y la evangelización de Nueva España (México, 1987); V. RODRÍGUEZ VALENCIA, «El clero secular de Suramérica en tiempos de Santo Toribio de Mogrovejo»: Anthologica Annua 5 (Roma, 1957), 313-415; B. VELASCO, «LOS clérigos en la conquista de América»: Missionalia Hispánica 20 (Madrid, 1963), 5-28.

12

A)

OBSERVACIONES GENERALES

Ordenes españolas y Ordenes americanas

C o m o sucede c o n otras m u c h a s instituciones civiles, la n o r m a general es q u e e n la América española t e n d i e r o n a establecerse las mismas O r d e n e s o Congregaciones religiosas ya existentes e n España y q u e las q u e lo hicieron llegaron a ella p r o c e d e n t e s d e la Península. Las excepciones a esta n o r m a son tres. La p r i m e r a es q u e h u b o O r d e nes, muy pocas, q u e n o se sintieron atraídas p o r América, p o r ejemplo, los cistercienses, los trapenses, los p r e m o n s t r a t e n s e s y los camaldulenses. La s e g u n d a consiste e n q u e , d e n t r o d e las O r d e n e s establecidas e n América, la de las ursulinas fue la única q u e n o p r o c e d i ó de E s p a ñ a p o r h a b e r s e dirigido a u n t e r r i t o r i o colonizado p o r Francia (Luisiana) y q u e sólo p e r t e n e c i ó a España desde 1762 hasta 1 8 0 1 . La t e r c e r a estuvo constituida p o r el h e c h o d e q u e h u b o c u a t r o O r d e n e s q u e n o viajaron d e España a América, sino q u e n a c i e r o n e n este último c o n t i n e n t e y q u e incluso algunas d e ellas se trasladar o n desde él a España, e n r i q u e c i e n d o a ú n más ese m u n d o d e los institutos religiosos, ya d e p o r sí muy n u m e r o s o y variado. Estas O r d e n e s religiosas nacidas e n la p r o p i a América fueron las d e la Caridad d e San Hipólito, la Betlemítica d e varones y d e mujeres y el Instituto d e Terciarias Carmelitas Descalzas d e Santa Teresa d e J e s ú s . En cierto sentido también fueron O r d e n religiosa americana los Recoletos d e San Agustín, p u e s nacieron en 1604 en Colombia, p e r o lo hicieron a imitación d e los Recoletos españoles, existentes desde 1 5 5 8 . E x c e p t u a d a la r a m a femenina d e la C o n g r e g a c i ó n Betlemítica, d e origen criollo, las tres instituciones restantes fueron fundadas p o r españoles asentados e n suelo a m e r i c a n o .

210 B)

P.II.

La Iglesia diocesana

Identificación y clasificación

T é c n i c a m e n t e , es decir, d e s d e el p u n t o d e vista c a n ó n i c o , la p r i m e r a distinción q u e se i m p o n e e n el m u n d o d e los institutos religiosos es su clasificación e n O r d e n e s y e n Congregaciones, según q u e los votos emitidos en la profesión fueran solemnes y p e r p e t u o s o simples y temporales. A esta distinción inicial h a b r í a q u e a ñ a d i r la d e institutos clericales e institutos laicales, la d e institutos exentos y n o exentos, la d e O r d e n e s monásticas, m e n d i c a n t e s y d e clérigos regulares, y la d e O r d e n e s d e vida contemplativa, mixta o activa. P o r razones d e claridad, y a t e n d i e n d o sobre t o d o al c o m e t i d o d e s e m p e ñ a d o d e n t r o d e la sociedad, aquí se prescindirá d e las distinciones canónicas p a r a c o m e n z a r clasificando a estas instituciones e n institutos d e varones e institutos d e mujeres, ya q u e la f o r m a d e vida y la actividad desplegada f u e r o n totalmente distintas según el sexo. A u n q u e n o sean institutos religiosos p r o p i a m e n t e dichos, a ellos se a ñ a d i r á n , p o r simples razones d e similitud, las formas d e vida religiosa n o institucionalizada. Los institutos femeninos g u a r d a r o n g r a n semejanza e n t r e sí. Los masculinos, e n cambio, p r e s e n t a n u n a g r a n diversidad. Estos últimos se p u e d e n clasificar en O r d e n e s misioneras, O r d e n e s pastorales, O r d e n e s asistenciales y O r d e n e s monásticas. En América, p o r Ordenes misioneras se e n t i e n d e n siempre los institutos religiosos cuyos m i e m b r o s se d e d i c a r o n a la evangelización o conversión d e los indios al cristianismo, bien c o m o p a r t e d e u n a actividad más amplia, q u e es el caso de la mayoría, bien c o m o objetivo p r á c t i c a m e n t e exclusivo, c o m o lo hicieron los capuchinos. Bajo el n o m b r e d e Ordenes pastorales se engloba a las O r d e n e s religiosas d e varones q u e n o se d e d i c a r o n a la conversión d e los indígenas ni a o t r a actividad característica suya, sino a la atención espiritual d e la población ya cristiana bajo las diversas formas del ministerio pastoral, consistente sobre t o d o en la administración d e los sacramentos y en la predicación p o p u l a r , a u n q u e a veces d e s e m p e ñ a r o n también u n a labor educacional. Ordenes asistenciales fueron las q u e se d e d i c a r o n , d e u n a m a n e r a u otra, al c u i d a d o d e los e n f e r m o s y necesitados. P o r Ordenes monásticas se e n t i e n d e n las O r d e n e s religiosas cuyos miembros, los monjes, se d e d i c a r o n sobre t o d o a la vida contemplativa, al m a r g e n d e toda actividad misionera o asistencial y con r e d u c i d a labor pastoral. A g r u p a d a s e n estos diversos tipos, h e aquí la d e n o m i n a c i ó n d e las O r d e n e s y C o n g r e g a c i o n e s religiosas q u e llegaron a existir en la América española, con la indicación del a ñ o d e su a s e n t a m i e n t o y el p r i m e r lugar e n el q u e lo hicieron:

C.12.

Las Ordenes religiosas

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Denominación

Año

Ordenes misioneras Franciscanos (O. de Frailes Menores: OFM) Mercedarios (O. N. S. de la Merced: OdeM) Dominicos (Orden de Predicadores: OP) Agustinos (Orden de San Agustín: OSA) Jesuítas (Compañía de Jesús: SJ) Agustinos Recoletos (OAR) Capuchinos (O. de Fr. Menores Capuchinos: OFMCap)

1493 1493 1510 1533 1566 1604

Española Española Española México Florida Colombia

1647

Darién

Lugar

Ordenes pastorales Carmelitas Calzados (OCarm) Trinitarios (O. Sma. Trinidad: OSST) Carmelitas Descalzos (OCD) Paúles o Congregación de la Misión Mínimos de San Francisco de Paula Oratorianos, Filipenses o d e San Felipe Neri Padres del Salvador Servitas o Siervos de María

1527 1534 1585 1625 1646 s. xvn s. xvm s. xvm

Española Española México La Habana Lima México Chile México

Ordenes asistenciales Caridad de San Hipólito Hermanos de San J u a n de Dios (Juaninos) Betlemitas Camilos o Cruciferos Canónigos de San Antonio Abad

1567 1602 1667 1707 s. xvm

México La Habana Guatemala Perú México

Ordenes monásticas masculinas Jerónimos (Orden de San Jerónimo: OSH) Cartujos (Orden de San Bruno) Benedictinos (Orden de San Benito: OSB)

1535 1558 1601

R. de la Plata Paraguay Lima

1540 1551 1571 1576 1579 1598 1604 1666 1668 1744 1754

México Santo Domingo Osorno Oaxaca Guatemala México Puebla México Guatemala México México Luisiana Córdoba

Ordenes y Congregaciones femeninas Concepcionistas Clarisas Cistercienses Dominicas Jerónimas Agustinas Carmelitas Descalzas Capuchinas Betlemitas O r d e n de Santa Brígida Compañía de María Ursulinas Terciarias Carmelitas Descalzas Vida religiosa no institucionalizada Beateríos (femeninos) Recogimientos (femeninos) Eremitismo (masculino)

1784

P.II.

212 II. A)

La Iglesia diocesana

LAS ORDENES MISIONERAS

Características comunes

Las siete Ordenes calificadas de misioneras fueron todas de carácter clerical, en el doble sentido de que entre sus miembros predominaron los religiosos sacerdotes sobre los que no lo eran y en el de que los primeros eran los verdaderos promotores de la actividad propia de la respectiva Orden, dentro de la cual los segundos realizaban tareas de servicio. El término de misioneras con el que se designa a estas Ordenes entraña carácter de exclusividad en relación con todas las demás, pero no respecto de la labor realizada por ellas mismas. Estas Ordenes supieron compatibilizar la evangelización o conversión de los indígenas americanos al cristianismo con otras tres actividades simultáneas: la atención a esos mismos indígenas ya cristianos mediante la administración de las doctrinas o parroquias de indios; el ejercicio del ministerio pastoral entre la población hispano-criolla en igual grado que las Ordenes pastorales, y la atención a los enfermos, aunque en menor medida que las Ordenes asistenciales. Practicaron incluso la vida contemplativa a semejanza de los monjes y de la mayor parte de las Ordenes religiosas femeninas, pero compartiéndola con la vida activa o actividad exterior. Además se dedicaron a la enseñanza en todas sus formas, aunque esta modalidad de apostolado no la ejercieron los recoletos ni los capuchinos. En cuanto misioneras, estas Ordenes representaron la vanguardia de la Iglesia americana. Esta última fue avanzando entre los indígenas conforme lo hacían esas Ordenes hasta el punto de que, durante la etapa misional de cada territorio, es decir, durante los primeros diez o quince años siguientes a la penetración de cada Orden en una determinada región, la historia de la Iglesia se confunde con la historia de la Orden evangelizadora. En el caso de la población hispano-criolla y de la indígena ya cristiana, estas Ordenes misioneras desempeñaron, junto con el clero secular, una función de retaguardia y su historia no es más que parte de la historia global de la Iglesia. Desde el punto de vista de su composición interna, y exceptuados otra vez los recoletos, estas Ordenes estuvieron integradas por cifras de personal muy superiores a las de las restantes Ordenes de varones. Esta es la circunstancia que les permitió (salvo en el caso de los recoletos y de los capuchinos) su gran difusión por casi todo el continente americano, así como su dedicación a todas las formas de apostolado. Entre este personal, en las misiones o territorios de vanguardia predominó el de origen europeo, sobre todo el procedente de España. En la retaguardia, desde comienzos del siglo XVII, comenzaron a predominar los religiosos criollos. La abundancia de estos últimos hizo concebir en varias ocasiones a partir de la década de 1570 la posibilidad (que no se llegó a poner en práctica) de atender a las misiones desde la propia América, prescindiendo de la aportación de religiosos procedentes de España. También dio lugar a que, fuera de los jesuitas, de los recoletos y de los capuchinos, los religiosos peninsulares tuvieran que compartir el gobierno de la propia Orden con los

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Las Ordenes religiosas

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criollos, mediante el sistema de la alternativa en el desempeño de los oficios internos de la institución (véase el capítulo 15). El elevado número de los franciscanos, mercedarios, dominicos y agustinos, considerado ya excesivo a finales del siglo XVI, indujo a la Corona española a reiterar en 1593 que no fundaran más conventos sin licencia regia, a solicitar del papa Paulo V que en 1615 ordenara la supresión de los conventos habitados por menos de ocho religiosos, a prohibir en 1704, 1705 y 1717 la fundación de nuevos conventos y a intentar de nuevo en 1771 que ningún convento tuviera menos de ocho religiosos. Esta misma abundancia de personal, más la prosperidad económica, indujo asimismo a la Corona española a excogitar en. 1768 una VisitaReforma de los religiosos encaminada a restablecer entre ellos la vida común y una mayor observancia de los votos, aunque Ismael Sánchez Bella admite también la posibilidad de que el proyecto aspirara al mismo tiempo a evitar «una posible insubordinación de los subditos americanos». Según este mismo autor, los franciscanos consiguieron eludir hábilmente la Visita-Reforma, mientras que los restantes religiosos impidieron que surtiera todos los efectos que con ella se perseguían. Dadas su dedicación a todas las formas de apostolado y su íntima conexión con todos los sectores poblacionales, los miembros de esas Ordenes fueron también los característicos eclesiásticos que se distinguieron por su intervención en todos los problemas planteados en América. Es a ellos, en efecto, a quienes pertenecen la más destacada actuación y la mayor parte de los informes referentes a la situación del mundo americano, tanto del hispano-criollo como del indígena y lo mismo en el aspecto religioso que en el profano. Para la realización de su múltiple labor, los religiosos de estas Ordenes estuvieron exentos de la jurisdicción de los obispos y gozaron de determinados privilegios. La exención, normal en lo que se refiere al régimen interior de la respectiva Orden, en la América española revistió el tinte característico de casi permanente conflictividad con los obispos por el ya aludido problema de las doctrinas, planteado bajo el doble aspecto de los religiosos doctrineros y de la administración de las mismas. Este último dio lugar a las poco ejemplares desavenencias con los obispos y el clero secular por la posesión de unas parroquias que, además de campos de apostolado, constituían una fuente de ingresos económicos. Planteada desde la segunda parte del siglo xvi y tras diversos altibajos en lo sucesivo, la controversia se fue extinguiendo poco a poco desde que en 1751 el Papa y en 1753 la Corona española ordenaron la secularización general de las doctrinas, es decir, su paulatina entrega al clero secular. Los privilegios, de origen medieval como la exención, representaron algo muy importante para las Ordenes misioneras. Prescindiendo de los referentes a sus asuntos internos, los más importantes en el caso de América fueron los recogidos y ampliados en la bula Exponi nobis, de Adriano VI (denominada Bula Omnímoda por la amplitud de las concesiones), del 9 de mayo de 1522, confirmada y ampliada por otros

214

P.H.

La Iglesia diocesana

nuevos documentos pontificios hasta 1565. La bula posibilitaba el viaje a América de los religiosos que lo deseaban, regulaba las relaciones entre los subditos y los superiores, ratificaba a los evangelizadores todos los privilegios de que disfrutaran anteriormente y, sobre todo, les otorgaba facultad omnímoda en ambos fueros para realizar cuanto creyeran necesario o conveniente para la conversión de los indios, para el cuidado pastoral de los indígenas que se fueran convirtiendo y para la atención espiritual de los colonos cristianos. Esta facultad omnímoda quedaba limitada por cuatro circunstancias. Los misioneros no la podrían ejercer sino a juicio de sus superiores, donde hubiera obispos a menos de dos dietas (unos 42 kilómetros) de distancia, en los casos que dicho ejercicio requiriese la consagración episcopal y si la Santa Sede dispusiera otra cosa. El concilio de Trento (1545-1563), que suprimió los privilegios de los religiosos en lo referente a la cura de almas y la administración de los sacramentos, dio lugar a un auténtico forcejeo entre las Ordenes misioneras, por un lado, favorecidas hasta cierto punto por la Corona española, y la Santa Sede y los obispos, por otro. Oficialmente, la cuestión la sustanció de una manera definitiva en contra de las Ordenes misioneras el papa Gregorio XV en 1615 y 1623. A pesar de ello, como observa Antonio García y García, «en la práctica los religiosos siguieron usando sus privilegios, en mayor o menor medida, hasta la bula Inescrutabili, de Benedicto XV, del 26 de noviembre de 1751, por la que se secularizan las doctrinas de los religiosos». Cabe anotar, finalmente, que todas las Ordenes misioneras, excepto los mercedarios y los jesuítas, fueron Ordenes mendicantes, es decir, comprometidas a vivir de las limosnas de los fieles por no poder poseer nada ni personal ni colectivamente. Los franciscanos y los capuchinos mantuvieron siempre este su carácter fundacional. En cambio, los dominicos y los agustinos, facultados por el concilio de Trento, terminaron asimilándose a los mercedarios y a los jesuítas en el disfrute de las propiedades (casas, sembrados, granjas, molinos, trapiches o fábricas) que en diversos momentos llegaron a alarmar a los propios gobernantes, no obstante la licitud de su posesión (lo que se puso en tela de juicio no fue la licitud, sino la abundancia) y su necesidad para atender a las misiones y a las numerosas obras de beneficencia que practicaban. B)

Los franciscanos

En América, los franciscanos estuvieron organizados en Descalzos (poco numerosos) y Observantes. Estos últimos, que constituyeron el grueso de la Orden, contaron con un ulterior sector, de vida más rígida, integrado por los Recoletos. Por tratarse de una estructura puramente interna y actualmente desaparecida, aquí se prescindirá de ella, englobando a todos bajo la única denominación de franciscanos. 1) Expansión. Los franciscanos llegaron a América en 1493. En 1513 ampliaron su presencia a Panamá y de 1516 a 1522 lo intentaron

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hacer, ahora junto con los dominicos, en la región septentrional venezolana de Cumaná. Desde 1523 y sobre todo desde 1524 iniciaron la evangelización de Nueva España. Posteriormente se fueron estableciendo en Perú (1531), Chile (1533), Ecuador (1533), Río de la Plata (1536), Guatemala (1540) y Colombia (1550), terminando por establecerse prácticamente en toda Hispanoamérica mediante un proceso expansivo permanente. Este amplio despliegue se lo permitió la elevada cifra de personal con que contó siempre la Orden, reflejada en el siguiente cuadro: Año

Conventos

Franciscanos

1586 1635 1680 1700 1780

282 más de 700 445 599

1.720 más de 5.000 5.104 5.329 800

2) Organización. Las casas franciscanas (conventos, vicarías y misiones) estaban gobernadas por un superior local denominado guardián o presidente, según que se tratara de conventos o de vicarías y misiones. El conjunto de casas de una región solía comenzar constituyendo una Custodia, la que con el tiempo normalmente evolucionaba hasta convertirse en una Provincia autónoma bajo el mando del respectivo Ministro Provincial. Sin embargo, hubo Custodias que nunca llegaron a transformarse en Provincias y que incluso funcionaron como estas últimas. Tanto estas Custodias autónomas como las Provincias celebraban periódicamente sus respectivos Capítulos custodíales o provinciales para proceder al nombramiento de los cargos directivos y a la adopción de las medidas necesarias para el régimen de la circunscripción. Autónomas entre sí, las Custodias y las Provincias estuvieron agrupadas en la Comisaría General de Nueva España (1547-1769) y en la del Perú (1548-1769), cada una de ellas bajo el mando del respectivo Comisario General, residente en México y Lima, respectivamente. También existieron durante algún tiempo la Comisaría General de Indias de la Española (1505-1547) y la del Nuevo Reino de Granada (1587-1614). Desde 1683, a las circunscripciones territoriales de las Custodias y de las Provincias se añadieron las unidades locales de los Colegios de Misiones de Propaganda Fide, autónomos entre sí como las Provincias, con funciones idénticas a ellas y dependientes del Comisario General de la respectiva región. Por su parte, los territorios misionales solían formar circunscripciones dependientes de una determinada Provincia, Custodia o Colegio, aunque en ocasiones gozaron asimismo de autonomía propia o se identificaron con alguna Custodia. Desde 1569, el superior general inmediato de todos los franciscanos de la América española fue el Comisario general de Indias (1569-1831), residente en Madrid, quien a su vez (aunque con gran autonomía en su actuación) estaba sujeto al Ministro General de la Orden, residente en Roma.

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La Iglesia diocesana

C.12.

Llegado el momento, las Provincias participaban por medio de sus representantes en los Capítulos Generales de toda la Orden. Prescindiendo de las misiones, cuyos cambios fueron constantes, los franciscanos de América estuvieron organizados en las Provincias, Custodias autónomas y Colegios de Misiones que se indican en el siguiente cuadro, en el que, cuando se consignan dos fechas, en el caso de las Provincias, la primera señala el año de institución de la Custodia y la segunda el de su transformación en Provincia: Provincias Sta. Cruz de la Española Santo Evangelio de México Doce Apóstoles del Perú San José de Yucatán San Antonio de los Charcas Sta. Fe del Nuevo Reino de Granada Santísima Trinidad de Chile San Pedro y San Pablo de Michoacán San Francisco de Quito Smo. Nombre de Jesús de Guatemala San Jorge de Nicaragua Santa Cruz de Caracas San Diego de México (Descalzos) San Francisco de Zacatecas Santiago de Jalisco Asunción del Río de la Plata Santa Elena de Florida

1505 1524-1535 1535-1553 1539-1564 1540-1565 1554-1565 1553-1565 1535-1565 1533-1565 1548-1565 1548-1565 1565-1587 1593-1599 1603 1535-1606 1538-1612 1588-1609

Custodias misioneras San Carlos de Campeche San José de Tucumán San Salvador de Tampico Panuco Santa Catalina de Rioverde Conversión de San Pablo de Nuevo México San Antonio del Parral Concepción de Nuevo México San Carlos de Sonora San Gabriel de California San Antonio de Nueva Vizcaya Chiloé y Valdivia

1549 1565-1567 1569 1580 1621-1645 1616 1714 1783 1783-1791 1783 1783 1784

Colegios de Misiones Santa Cruz de Querétaro (México) Cristo Crucificado de Guatemala Ntra. Sra. de Guadalupe de Zacatecas San Fernando de México San Francisco de Pachuca (Descalzos, Méx.) Ntra. Sra. de las Gracias de Popayán Ntra. Sra. de los Angeles de Tarija San Joaquín de Cali San Ildefonso de Chillan (Chile) Santa Rosa de Ocopa (Perú)

1683 1702 1707 1724 1732 1755 1755 1756 1756 1758

Las Ordenes religiosas

San Carlos de San Lorenzo (Argentina) San Francisco de Panamá Purísima Concepción de Píritu (Venezuela) Ntra. Sra. del Mayor Dolor de Moquegua (Perú) .. San José de Tárata (Bolivia) San José de la Gracia de Orizaba (México) Ntra. Sra. de Zapopán (México)

217 1784 1785 1787 1795 1796 1799 1813

3) Características. La primera característica de los franciscanos en América es la posesión en exclusiva de tres notas que ninguna otra Orden religiosa reúne simultáneamente: la de su presencia permanente en el Nuevo Mundo desde el comienzo de la evangelización en 1493 hasta la independencia de las actuales naciones hispanoamericanas en 1824; la de que esta presencia se produjo de una manera estable e intensa en prácticamente todas las regiones de la América española, y la del mantenimiento de un gran impulso evangelizador en todas las regiones y en todos los tiempos. Esta última nota la comparten parcialmente con la Compañía de Jesús, de la que se diferencian en que ésta no desarrolló su impulso misional hasta en una segunda etapa tras su establecimiento definitivo en América y en que tuvo que renunciar a él ante su expulsión del continente en 1767. También es característica de los franciscanos su compleja organización. Sus Provincias constituyen una estructura normal entre las Ordenes religiosas, pero no así las Custodias ni los Colegios de Misiones, como tampoco las Comisarías Generales de Nueva España y del Perú, si bien los Colegios y las Comisarías no dejan de encontrar similitudes en otras Ordenes. Por su parte, la Comisaría General de Indias la compartieron con los capuchinos, aunque con matices diferenciadores. Puesto que la constitución de Provincias estaba en relación con el número de conventos y de religiosos asentados en una región determinada, las Provincias, las Custodias y los Colegios son un índice claro de la prosperidad de la Orden, la cual, de hecho, contó siempre con una cifra muy elevada de religiosos, ya indicada anteriormente. Su principal campo de acción lo constituyó Nueva España, cuyo potencial numérico, superior al 60 por 100 del resto de la Orden en América a finales del siglo xvi, osciló entre el 35 y el 45 por 100 en siglos posteriores. A Nueva España le siguieron Perú, Nueva Granada y Bolivia. Los campos de menor expansión de la Orden fueron Chile, Florida y las Antillas. En conformidad con el espíritu y la tradición de su Orden, los franciscanos centraron primordialmente su actividad en el apostolado popular bajo sus dos facetas de evangelizar a los infieles y de ejercer el ministerio pastoral entre la población hispano-criolla y los indígenas ya convertidos al cristianismo. No dejaron tampoco de cultivar la enseñanza, incluso la universitaria, pero esta faceta es de segundo orden entre ellos. Una ulterior característica de esta Orden en América fue su espíritu innovador y de riesgo. Este último se refleja en el cultivo misional de territorios especialmente difíciles. Del primero es un índice su influencia en la legislación oficial de la Corona española, la cual hasta utiliza términos propios de esta Orden.

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La Iglesia diocesana

Los dominicos

1) Expansión. La Orden de Santo Domingo o de Predicadores se estableció en América, y más concretamente en la ciudad de Santo Domingo, en 1510. De 1516 a 1521 intentó evangelizar Cumaná, junto con los franciscanos, en 1526 se estableció en México, en 1529 en Guatemala y en 1530 en Perú. Desde aquí se fue extendiendo paulatinamente al resto de América del Sur: Nueva Granada (1539), Quito (1541) y Chile (1553). El potencial numérico de la Orden se calcula en 40 casas y 210 religiosos en Nueva España en 1540, en unos 900 religiosos en toda América en 1601 y en dos millares en 1650, drásticamente reducidos en la segunda mitad del siglo XVIII. 2) Organización. Los conventos dominicos, gobernados por un prior, dependieron de un delegado o vicario del Provincial de la Provincia de España hasta 1518, fecha en la que pasaron a depender de un Vicario Provincial delegado de la Provincia Bética. En 1530 comenzaron a organizarse en Provincias autónomas entre sí y gobernadas por el respectivo Prior Provincial. Estas Provincias, agrupadas durante algún tiempo bajo la autoridad de un Vicario General residente en España, dependieron durante la mayor parte del tiempo del Maestro General de Orden residente en Roma, ya que Felipe II y Felipe III no consiguieron introducir en esta Orden la figura de la Comisaría General de Indias que estuvo vigente entre los franciscanos y los capuchinos. Sus Provincias americanas fueron: Constitución

Denominación

1530 1532 1539 1551 1551 1584 1588 1592 1656 1724

Santa Cruz de las Antillas Santiago de México San J u a n Bautista del Perú San Vicente de Chiapa y Guatemala San Antonino del Nuevo Reino de Granada Santa Catalina Mártir de Quito San Lorenzo Mártir de Chile, Tucumán y Río de la Plata San Hipólito Mártir de Oaxaca (México) San Miguel y Santos Angeles de Puebla San Agustín del Río de la Plata

3) Características. Segundos en establecerse definitivamente en América, los dominicos alimentaron un ferviente espíritu misionero hasta finales del siglo XVI. A partir de esta época decayeron en su labor evangelizadora, aunque sin abandonarla nunca totalmente, y se dedicaron primordialmente a la actividad pastoral entre la población hispano-criolla y entre la indígena evangelizada por ellos mismos durante la etapa anterior. En esta labor, similar a la de las restantes Ordenes religiosas, sobresale su faceta de dedicación especial a la enseñanza universitaria. Sus principales campos de actividad, tanto misionera como pastoral, lo constituyeron Nueva España y Guatemala, con la doble característica de que en la primera centraron sus esfuerzos en el nordeste y en el sureste de la capital y de que a ellos les pertenece casi en exclusiva la evangelización del

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Estado mexicano de Oaxaca. En cambio fue muy reducida su presencia en América Central, fuera de Guatemala, así como en la América marginal. Ante el deslumbramiento de dominicos tan célebres como Antonio Montesinos, Bartolomé de las Casas y algunos discípulos del también dominico Francisco de Vitoria, catedrático de la Universidad de Salamanca, es corriente distorsionar involuntariamente la imagen de esta Orden restringiéndola a su oposición al sistema de colonización española de América y más concretamente a las conquistas armadas y a las encomiendas. La realidad es que, divididos en estos puntos de manera similar a los miembros de las restantes Ordenes religiosas, los dominicos no le fueron en zaga a ninguno en su múltiple y eficaz labor religiosa en todos los lugares en los que se establecieron. D)

Los mercedarios

1) Expansión. Aunque los primeros mercedarios llegaron a América en 1493, la Orden de Nuestra Señora de la Merced no se asentó definitivamente en el Nuevo Mundo hasta 1514, fecha de la fundación de su convento de Santo Domingo. A diferencia de las restantes Ordenes misioneras, las cuales colocaron a México en uno de sus primeros puntos de mira, los mercedarios no se establecieron en la capital novohispana hasta 1594. Tras su asentamiento en la Española, en 1527 fundaron el convento de León de Nicaragua y en 1536 el de Guatemala, con lo que iniciaron su expansión por el sur de Nueva España y por el resto de América Central. En Perú se asentaron definitivamente en 1535 con la fundación del convento de Piura, al que siguieron los de Lima y Cuzco en 1536. Desde el Perú ampliaron su expansión a Quito (1535), Bogotá (1550), La Paz (1550), Santiago del Estero (Argentina, 1557) y Chile (1566). El número de mercedarios existentes en Hispanoamérica se calcula en unos 250 en 1601, en unos 700 en 1650 y en aproximadamente un millar a mediados del siglo xvm. Aunque una real orden de 1789 anuló otra anterior de 1771, esta última asestó un duro golpe a la Orden de la Merced porque había prohibido que hubiera en ella ningún convento de menos de ocho religiosos. 2) Organización. Los conventos mercedarios americanos, gobernados por el respectivo comendador, se independizaron en 1564 de la Provincia española de Castilla. Desde esa fecha en adelante llegaron a constituir las siguientes Provincias: Constitución 1564 1564 1564 1566 1593 1604 1615 1616

Denominación Presentación de Guatemala Los Reyes o Lima Cuzco Chile Santa Bárbara del Tucumán y Río de la Plata San Lorenzo Mártir de las Antillas y Venezuela Quito Visitación de México

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La Provincia de Quito incluía también a Colombia, mientras que en la del Cuzco estuvieron integradas la parte meridional del Perú y toda Bolivia, y en la de Chile la región argentina de Mendoza. Hasta 1574, las Provincias mercedarias dependieron directamente de un Vicario del Maestro General de la Orden para Indias, cargo que desempeñaba el Provincial de Castilla. Desde 1587 y hasta 1790 este cargo estuvo desdoblado en Vicario General de Nueva España y Vicario General del Perú, similares a los Comisarios Generales franciscanos del mismo nombre. 3) Características. Desde 1543 hasta 1575 los mercedarios (caso único entre las Ordenes misioneras) mantuvieron unas difíciles relaciones con la Corona española, hasta el punto de que estuvieron amenazados de extinción en América. En 1575, mediante la reforma de la Orden, consiguieron superar esta etapa de crisis y lograron ser considerados oficialmente como Orden misionera, lo que no quiere decir que hasta entonces no se hubieran dedicado a la evangelización. Una segunda característica propia de estos religiosos es su frecuente participación en la conquista armada de un territorio, hasta el punto de que en la mayoría de los casos los primeros mercedarios que llegaron a las diversas regiones lo hicieron en compañía de los conquistadores y fueron premiados con tierras y solares a semejanza de ellos, ya que no era Orden mendicante. Su principal campo de actividad lo constituyeron las actuales Repúblicas centroamericanas de Guatemala, El Salvador, Honduras y Nicaragua, en las que llegaron a fundar 29 conventos. A ellas siguieron las de Ecuador, con 13; México, con 22; Perú, con 26; Colombia, con 11; Chile, con 16; Argentina, con 13; Bolivia, con 8; la Española, con 6, y Venezuela, con 1. En todos estos lugares realizaron la labor, exclusiva de ellos, de recolectar donativos para enviarlos a España con destino a la redención de cautivos, por constituir esta actividad uno de los objetivos esenciales de la Orden. Simultáneamente se dedicaron también al apostolado entre la población ya cristiana, lo mismo que casi todas las demás Ordenes religiosas, así como a la evangelización de los infieles, actividad que durante el siglo XVI fue muy reducida en las Antillas y Venezuela, intensa en América Central, similar a la de las restantes Ordenes en América del Sur, excepto en Chile y Río de la Plata, donde fue más bien reducida. Desde comienzos del siglo XVII su labor evangelizadora se limitó, como en el caso de los dominicos y de los agustinos, a territorios geográficamente reducidos y no cultivados con asiduidad, restringiendo su labor primordialmente a la población ya cristiana, tanto hispano-criolla como indígena. E)

Los agustinos

1) Expansión. Los agustinos, entendiendo por tales a los denominados hasta 1959 Ermitaños de San Agustín, fueron la cuarta Orden misionera que se estableció en América, donde comenzó por México en 1533. Posteriormente lo hizo en Perú (1551), desde donde se extendió por el norte hacia Quito (1573) y Bogotá (1575), y por el sur en dirección a Bolivia (La

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Paz, 1562) y Santiago de Chile (1595), lugar este último desde el que penetró en Argentina, más concretamente en San Juan de Cuyo (1642). Estos religiosos estuvieron ausentes de Paraguay y Uruguay, muy poco presentes en las Antillas y en Centroamérica, donde sólo contaron con los conventos de La Habana desde 1608, de Guatemala desde 1610 y de Cartago (Costa Rica) desde 1645 hasta 1678. Además, su presencia en Argentina fue también muy reducida, puesto que se limitó a la fundación de únicamente cuatro conventos, en fechas ya muy tardías y sólo en la región de Mendoza y en Buenos Aires. Desde el punto de vista de la cifra personal, los agustinos ocuparon un lugar intermedio dentro de las Ordenes misioneras. En Nueva España, donde llegaron a contar con 108 fundaciones, ascendían en 1569 a 212, y a mediados del siglo XVII a unos 800, cifra esta última que mermó notablemente a raíz de que en 1754 les ordenara la Corona cerrar los noviciados durante diez años para evitar el exceso de personal. En Perú y Bolivia, donde llegaron a tener hasta un total de 59 casas, ascendían en 1651 a 850, distribuidos en 36 conventos y 40 doctrinas, mientras que en 1701 sumaban la cifra de unos 1.400. En Chile, cuyas casas alcanzaron el número total de 19, los 67 religiosos existentes en 1610 habían ascendido a 152 en 1790. 2) Organización. Las unidades locales agustinas recibían el nombre de prioratos en el caso de los conventos formalmente constituidos, y de conventillos, vicarías o vicariatos, hasta 1775, en el caso de las residencias de personal reducido. Estos mismos conventos pequeños recibían el nombre de prioratos de anillo o prioratos de indios cuando estaban situados entre población exclusivamente indígena. Algunas casas, especialmente rígidas en su sistema de vida, recibían (como en la Orden franciscana) el nombre de conventos de Recolección, conventos de Descalzos o Recoletas, los cuales no se distinguían de los restantes de la Provincia a la que pertenecían más que en la observancia más estricta de la común Regla de San Agustín. Todos los conventos estaban gobernados por el respectivo prior. Las Provincias o conjunto de conventos de una determinada región, a cuyo frente se encontraba el Prior Provincial, celebraban Capítulo cada tres o cuatro años (según las épocas) para la elección de los distintos superiores de la circunscripción y dependían directamente del Prior General, residente en Roma. Entre este último y los Provinciales no existió más autoridad intermedia que los Visitadores Generales destacados circunstancialmente a alguna Provincia por el Prior General. Las Provincias agustinas en América fueron: Constitución

Denominación

1543 1551 1579 1602 1603 1611

Santísimo Nombre de Jesús de México San Agustín del Perú San Miguel de Quito San Nicolás de Tolentino de Michoacán Nuestra Señora de Gracia del Nuevo Reino de Granada San Agustín de Chile

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3) Características. La primera nota característica de los agustinos en América fue la ya aludida limitación de su expansión o difusión geográfica. Dentro de los espacios en los que se establecieron cabe distinguir dos tipos: el de Nueva España y el del resto de Hispanoamérica. En Nueva España, la fecha todavía temprana (1533) en la que llegaron les permitió dedicarse plenamente a la evangelización de los indios, aunque con la circunstancia de que su labor se restringió al corazón del virreinato, es decir, a un círculo en derredor de la capital novohispana, con una pronunciada prolongación hacia el oeste de la misma, esto es, hacia Michoacán y Jalisco, donde llegaron a establecer una Provincia. En el resto de Hispanoamérica, por haber llegado en fechas ya muy tardías, su labor misional no adquirió la intensidad alcanzada por la de los franciscanos, dominicos y, en parte, los mercedarios. A ello hay que añadir, por esa misma razón, que muchas veces es imposible distinguir con toda claridad si su labor fue propiamente misional o consistió en el ministerio pastoral entre indígenas ya convertidos al cristianismo. Al igual que los dominicos y los mercedarios, hasta finales del siglo XVI los agustinos conjugaron la actividad pastoral entre los hispano-criollos con la labor evangelizadora entre los indígenas, pero a partir de entonces esta última la restringieron a puntos y a momentos muy concretos. También como en el caso de los dominicos, dentro del apostolado entre la población hispano-criolla le prestaron una importancia especial a la enseñanza universitaria. Es asimismo característico de esta Orden la grandiosidad y la suntuosidad de sus conventos, sobre todo en Nueva España. F)

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Los jesuítas

1) Expansión. Tras una tenaz resistencia, el Consejo de Indias accedió en 1565 a la incorporación de la Compañía de Jesús a la evangelización americana, hasta entonces reservada a los franciscanos, dominicos, mercedarios y agustinos. En virtud de ello, los jesuítas iniciaron esa evangelización en Florida en 1566, donde permanecieron hasta 1572, fecha en la que abandonaron voluntariamente el territorio ante las dificultades que presentaba. En 1567, la propia Compañía de Jesús fletó un barco en el que viajaron los primeros jesuítas al Perú, cuya estancia y su posterior establecimiento en América fue definitivamente autorizado por la Corona española en 1568 con el carácter de Orden misionera. Sucesivamente la Compañía fue estableciéndose en México (1572) y en toda la América del Sur a partir de 1586, dejando en un segundo lugar a América Central y a las Antillas, donde su presencia fue escasa. El potencial numérico de los jesuítas ascendía a medio millar de religiosos en 1601, a 1.263 en 1653, a 1.933 en 1710, a 2.050 en 1749 y a 2.617 en 1767, cifras que la convierten en la segunda Orden misionera de América, después de los franciscanos, desde el punto de vista del personal. En 1767 los jesuítas americanos recibieron, lo mismo que los españoles, la orden de expulsión decretada por Carlos III.

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2) Organización. A diferencia de lo que sucedió entre las demás Ordenes misioneras, las residencias de los jesuítas ubicadas en un territorio determinado constituyeron desde el primer momento una entidad autónoma denominada también Provincia o Vice-Provincia, gobernada en el primer caso por un Prepósito Provincial dependiente directamente del Prepósito General, residente en Roma, y en el segundo por un Vice-Provincial dependiente de la Provincia matriz. Las Provincias celebraban periódicamente sus Congregaciones Provinciales, cuyas conclusiones se ponían en conocimiento del Prepósito General por medio del envío a Roma del respectivo Procurador. A la vista de ellas, el Prepósito General adoptaba las medidas que consideraba más apropiadas y designaba personalmente a los superiores. Las circunscripciones territoriales o Provincias en que estuvo organizada la Compañía de Jesús en América fueron las siguientes: Constitución 1568 1572 1606 1606 1624 1696 1696

Denominación Perú México Vice-Provincia de Quito y del Nuevo Reino Paraguay Vice-Provincia de Chile Provincia de Quito Provincia del Nuevo Reino de Granada

3) Características. Lo primero que llama la atención en la Compañía de Jesús es su tardía incorporación a América, debida simultáneamente a que en un primer momento prefirió dirigirse al Oriente z ciático, a que inicialmente mantuvo relaciones frías con la Corona española y a que durante la primera parte del siglo XVI América fue un campo prácticamente reservado para las Ordenes mendicantes más los mercedarios. También sorprende en ella que, prescindiendo de Nueva España y del Perú, iniciara su presencia con la Florida, que esta presencia fuera tan breve y que la llegada al Perú resulte totalmente anómala. Su proceso de expansión, lento a lo largo de la segunda mitad del siglo XVI y prácticamente restringido a lugares de población predominantemente hispano-criolla, a finales de esta centuria comenzó a ampliarse también a regiones de población exclusivamente indígena. Además, desde comienzos del siglo XVII la inicial lentitud se transformó en rapidez. Caracteriza también a la Compañía de Jesús su acentuado centralismo, reflejado en su reducido número de Provincias y en su directa y total dependencia del Prepósito General, residente en Roma, lo que contrasta con la descentralización y el espíritu democrático de las restantes Ordenes misioneras. Su principal campo de actividad lo constituyó Nueva España, tanto desde el punto de vista de su labor entre los hispano-criollos como del de su trabajo de evangelización de los indios. A Nueva España siguieron Perú, Río de la Plata, Bolivia, Chile, Ecuador y Nueva Granada, aunque el territorio más célebre sean sus reducciones del Paraguay.

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La Compañía de Jesús comparte con la Orden franciscana su presencia en la mayor parte de los territorios americanos y su dedicación simultánea (con las salvedades cronológicas aludidas anteriormente) al ministerio pastoral entre la población ya cristiana y a la evangelización de los infieles. Entre la población hispano-criolla, los jesuitas le prestaron una atención especial a la educación, tanto a la secundaria como a la superior. Desde el punto de vista misional son características de la Compañía de Jesús la facultad de contar con misioneros extranjeros y la práctica de mantenerse en la mayor parte de los territorios evangelizados por ella hasta el momento de su expulsión del continente. Esto le permitió organizarlos y atenderlos con una autonomía no lograda por las restantes Ordenes misioneras, las cuales tuvieron que desprenderse con mucha mayor frecuencia de sus doctrinas o parroquias de indios ya evangelizados en beneficio del clero secular. G)

Los agustinos recoletos

Lo mismo que entre los franciscanos, también entre los agustinos se dio un sector de religiosos, denominados recoletos, que practicaron una vida de mayor recogimiento y austeridad. Este sector en unos casos no llegó a separarse del resto de la Provincia a la que pertenecían, mientras que en otros llegó a constituir Provincias propias en pie de igualdad con las restantes de la Orden. Este último es el caso de los agustinos recoletos, quienes hasta 1912 • constituyeron Provincias propias dentro de la misma Orden que los agustinos ermitaños, pero que desde esa fecha se erigieron en Orden distinta, razón por la cual aquí se les da un tratamiento aparte. En la América española, los agustinos recoletos nacieron en 1604 al ingresar en la Orden agustiniana los ermitaños que en ese momento vivían en el paraje denominado Desierto de la Candelaria (Colombia), del que se deriva el nombre de Candelarios con el que se les suele conocer. Tras un atormentado proceso, estos recoletos consiguieron separarse de la Provincia matriz de Nuestra Señora de Gracia de Colombia y constituirse en Provincia propia, denominada de Nuestra Señora de Gracia de la Candelaria, en 1640 y definitivamente en 1648. Esta Provincia no llegó a contar nunca con un número de conventos superior a la decena y su cifra total de religiosos osciló en derredor del centenar. Su expansión se restringió prácticamente a la actual Colombia, donde, además de practicar una vida más rigurosa que la de los agustinos ermitaños, se dedicaron también al apostolado entre los fieles y a evangelizar algunos territorios de indígenas, razón esta última por la que pertenecen al sector de las llamadas Ordenes misioneras americanas. H)

Los capuchinos

1) Expansión. Los capuchinos iniciaron su presencia en Hispanoamérica, estableciéndose, primero, en la región de Urabá-Darién, en 1647, y luego en Venezuela, en 1657. Posteriormente intentaron establecerse de nuevo en

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Darién, pero su expansión terminó centrándose sobre todo en Venezuela. Fuera de ella lo hicieron también en la isla Trinidad (1682-1714), en Colombia (1696) y en Luisiana (1772). 2) Organización. A diferencia de todas las demás Ordenes misioneras, los capuchinos apenas tuvieron conventos. Solamente se pueden considerar tales, y aun eso parcialmente, los siete «hospicios» u hospederías fundados en Venezuela, las residencias colombianas de Bogotá (1778) y del Socorro (1787) y el Colegio de Misiones de La Habana (1783). Los lugares normales de vida de los capuchinos en América fueron las misiones o residencias misionales, habitadas por uno o dos religiosos y cuyo superior se denominaba Presidente. El conjunto de misiones o residencias locales ubicadas en determinado distrito formaban no una Provincia, sino una Misión o circunscripción territorial con entidad propia, autónoma respecto a las demás y gobernada por el respectivo Prefecto, quien a su vez dependía de la correspondiente Provincia española. El superior general de todas las misiones era el Comisario General de Indias (del que se hablará en el capítulo 22), quien a su vez dependía, aunque con gran autonomía, del Ministro General de la Orden, residente en Roma. Las Misiones o circunscripciones territoriales de los capuchinos en América fueron las siguientes: Constitución

Denominación

1647-1672 Urabá-Darién-Chocó 1657 Cumaná (Venezuela) 1658 Llanos de Caracas (Venezuela) 1682 Trinidad (1682-1714) y Guayana 1694-1749 Santa Marta-Riohacha-Maracaibo 1749 Maracaibo-Mérida-La Grita (Venezuela) 1749 Santa Marta-La Goajira-Riohacha 1763-1772 Alto Orinoco-Río Negro (Venezuela) 1772 Luisiana (EE. UU.) 3) Características. Además del carácter limitado de su expansión y de un tipo de organización exclusivo de ellos, los capuchinos ofrecen la nota propia, no compartida tampoco por ninguna otra Orden misionera, de que no llegaron a América procedentes directamente de España, sino de África, y además sin la preceptiva licencia previa del Consejo de Indias. Es asimismo exclusiva de ellos la dependencia especial que en un principio mantuvieron con la Congregación de Propaganda Fide, la cual no dejó de crearles problemas con la Corona española. También es característico de ellos.que cada Misión o territorio misional dependiera de una Provincia española, que era la que la surtía de personal, lo que a su vez dio lugar, puesto que no disponían de Provincias americanas, a que los misioneros capuchinos fueran exclusivamente españoles. Su número, reducido en términos absolutos si se compara con el de las restantes Ordenes misioneras, fue relativamente muy elevado si se tiene en cuenta el estrecho marco de su actuación, pues los capuchinos llegados de España rondaron la cifra de 800.

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Su labor, a diferencia asimismo de las restantes Ordenes misioneras, se desarrolló de una manera casi exclusiva entre los indios, la mayor parte del tiempo como misioneros y en determinados momentos como doctrineros, en este último caso entre indígenas previamente evangelizados por ellos mismos. Las excepciones a esta norma la constituyen la Misión de Luisiana y la labor pastoral entre hispano-criollos e indígenas realizada desde algunos de los «hospicios» y desde los conventos aludidos anteriormente. En virtud de ello puede decirse que la actividad de los capuchinos en América fue casi exclusivamente misional. Sus misiones venezolanas fueron célebres por los hatos de ganado vacuno y caballar establecidos en Cumaná, Llanos de Caracas y Guayana como medio de subsistencia propia y de los indígenas, los cuales fueron el origen de la prosperidad económica de las tres regiones. III. A)

LAS ORDENES NO MISIONERAS

Ordenes pastorales

1) Carmelitas calzados. Fueron autorizados a trasladarse a América por el papa Adriano VI en 1522, pero la Corona española les prohibió el paso en fecha indeterminada anterior a 1584 y luego en 1586, 1588 y 1604. Consta de la presencia en América de varios carmelitas aislados en diferentes momentos y lugares e incluso de la fundación de algunos conventos, como el ecuatoriano de Tacunga (1684-1704) y el colombiano de Popayán (1689-1704). También debieron fundar alguno en Nueva España, toda vez que en 1633 ordenó la Corona que se destruyeran los existentes en el virreinato, y en 1640 preceptuó el embarque para España de los carmelitas calzados que se habían instalado sin licencia en Guadalajara y en Zacatecas. 2) Carmelitas descalzos. La del Carmen Descalzo, fundada por Santa Teresa, fue la más numerosa de las Ordenes pastorales asentadas en Hispanoamérica. Estos religiosos llegaron a México, a iniciativa de Felipe II, en 1585. En? 1588 pasaron a depender de la Provincia de San Felipe de Portugal, pero en¡ 1590 erigieron su propia Provincia bajo la denominación de San Alberto d e México, la cual pasó a depender, desde 1593, del Superior General de la Descalcez. El virreinato mexicano fue el único territorio americano en el que, . llegaron a establecerse los carmelitas descalzos, quienes en 1597 sumaban ya 81 religiosos; en 1601, 150; en 1664, 228; en 1775, 609, y en 1822, 243, en su mayoría criollos, a pesar de las cortapisas impuestas al ingreso de estos últimos en la Orden en 1597, 1604 y 1701. Su actividad se restringió a la población blanca y a los indígenas residentes en las ciudades hispano-criollas. A pesar de que su transplante a Hispanoamérica lo hicieron con objetivos evangelizadores, en realidad nunca llegaron a dedicarse a la conversión de indios infieles, de la misma manera que tampoco administraron más

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doctrinas o parroquias de indios que la de San Sebastián de la capital novohispana desde 1586 hasta 1611. Una ulterior característica suya es la existencia entre ellos de los denominados Desiertos, o lugares en los que los religiosos vivían en chozas aisladas al estilo de los ermitaños. Estos Desiertos fueron el de los Leones, situado en Santa Fe, en las proximidades de la capital novohispana (1606-1796), y el de Tenancingo (1796). 3) Mínimos de San Francisco de Paula. De esta Orden, a la que perteneció fray Bernardo Boil o Buil, quien en 1493-94 ejerció en la Española la función de delegado pontificio, se sabe que contó en América con un convento en Lima (1646) habitado en 1764 por 24 religiosos, más otro en Huamanga o Ayacucho y un tercero en Puebla (México). Consta asimismo la presencia aislada de estos religiosos en otros lugares y que en el siglo xvni la Orden regentaba en la Universidad limeña de San Marcos una cátedra de Teología no remunerada. 4) Oratorianos o filipenses. Se establecieron en México, Guatemala (desde 1644), Panamá, Colombia y Lima, ciudad esta última en la que en 1683 se hicieron cargo del hospital del Espíritu Santo. Su principal fundación fue la de San Miguel el Grande (México) en 1712, en la que en 1753 inauguraron el célebre Colegio de San Francisco de Sales, cuyos estudios estaban reconocidos por la Universidad de México. 5) De los Padres del Salvador solamente se sabe que a finales del siglo xvm había algunos en Santiago de Chile. 6) Paúles. Los paúles, lazaristas o miembros de la Congregación de la Misión se establecieron en 1625 en las Antillas y fundaron una casa en la ciudad de México a finales del siglo xvm. 7) Servitas o Siervos de María. Estos religiosos poseyeron desde 1791 un convento en la capital novohispana. 8) Trinitarios. La Orden de la Santísima Trinidad tuvo religiosos destacados personal y circunstancialmente en América, pero no llegó a disponer de más conventos que el fundado en el Cuzco en 1532 y que desapareció en 1538. Oficialmente se les prohibió la fundación de conventos en 1560 y 1584. B)

Ordenes asistenciales

De entre los cinco institutos religiosos dedicados al cuidado o asistencia de los enfermos, cuatro desarrollaron su labor en los hospitales (Hermanos de la Caridad de San Hipólito, Hermanos de San Juan de Dios, betlemitas y canónigos regulares de San Antonio Abad), mientras que el quinto (los Camilos) lo hizo fuera de las casas de salud. Los cuatro primeros gozaron en América de una difusión mucho mayor que el quinto. Este último fue de carácter clerical, mientras que los restantes fueron institutos predominantemente laicales. Fuera de los betlemitas, ninguno contó con su correspondiente rama femenina. Estos mismos betlemitas compatibilizaron el cuidado de los enfermos

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con la enseñanza elemental impartida en las escuelas fundadas junto a los hospitales y fueron, junto con los Hermanos de la Caridad de San Hipólito, una de las cuatro Ordenes o Congregaciones religiosas nacidas en la propia América. 1) Hermanos de la Caridad de San Hipólito. Fueron fundados en México por el español Bernardino Alvarez en 1567, primero como instituto religioso de votos simples, convertido en Orden propiamente dicha por el papa Clemente VIII. Fuera de un hospital en La Habana, fundado en 1567, y del Hospital Real de, Guatemala, del que se hizo cargo en el siglo xvn, la Orden restringió su presencia al virreinato de Nueva España, en el que llegó a atender trece hospitales. Según Josefina Muriel, la Orden atendió de 1756 a 1766 a un total de 1.067 mujeres enfermas, de las que sanaron 777 y fallecieron 272. 2) Los Hermanos de San Juan de Dios, ojuaninos, que tienen el honor de contar con un apartado especial en la Recopilación de leyes de los reinos de las Indias de 1681 (libro 1, título 4), tras una breve oposición por parte de la Corona española lograron establecerse en América en 1602. En esta fecha se hicieron cargo del hospital de San Felipe y Santiago de La Habana, al que posteriormente añadieron otros dos en la misma isla de Cuba. En México, tras su llegarla a Guadalajara en 1608, lograron administrar 24 hospitales a lo largo de los siglos XVII y XVIII. En América Central administraron, a partir de 1624, dos en Guatemala, otros dos en Nicaragua, uno en El Salvador y otro en Honduras. En Panamá, adonde llegaron en 1621, poseyeron dos, frente a los 18 administrados en Colombia desde 1610 en adelante. En Perú se hicieron cargo de siete desde 1608; en Bolivia, de otros siete desde 1613; en Chile, de diez desde 1616, y en Argentina, de cinco desde su llegada a Córdoba en 1618. No poseyeron ninguno en Costa Rica, Venezuela, Ecuador, Paraguay y Uruguay, como tampoco en las Antillas, fuera de Cuba. Cada hospital suponía la existencia junto a él de una residencia para los religiosos que lo atendían. Además de estas residencias, la Orden dispuso de seis casas o conventos sin carácter hospitalario, destinadas a las necesidades de la propia Orden. Estas casas estuvieron ubicadas en México, Panamá, Lima, Santa Fe de Bogotá, Potosí y Santiago de Chile. Las tres primeras fueron sede, hasta 1805, del respectivo Comisario o Vicario General, que hacía las veces del Prepósito General de la Orden. Esta última no podía contar entre sus miembros más que uno o dos sacerdotes por hospital. 3) Los Betlemitas, fundados en la ciudad de Guatemala por el canario Pedro de San José Bethencourt o Betancur (1626-1667), comenzaron en 1663 siendo una simple confraternidad de espíritu franciscano, hasta que en 1667 se transformaron en instituto religioso y en 1710 en Orden de votos solemnes y exenta del obispo local. En 1717 añadieron a su cometido hasta entonces exclusivamente hospi--

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talario el de la educación de la infancia y en 1728 fueron autorizados a poseer dos religiosos sacerdotes, como máximo, en cada hospital. La Orden, restaurada recientemente, fue suprimida en 1820. Para su régimen interno, los betlemitas estuvieron organizados en dos Provincias: la de Nueva España y la del Perú, y dispusieron de sendos conventos en México, Quito y Cuzco para la formación de sus religiosos. El número total de hospitales que llegaron a atender fue de 29: dos en La Habana, ocho en Nueva España, dos en Guatemala, tres en Ecuador, once en Perú, uno en Bolivia y dos en Argentina. 4) Los Camilos, denominados también Agonizantes, Padres de la Buena Muerte, Hermanos del Bello Morir y Cruciferos, se establecieron en México en 1735, casa a la que en 1740 añadieron una segunda. El número de conventos debió de ir aumentando paulatinamente, toda vez que los religiosos novohispanos formaron una Provincia propia en la segunda mitad del siglo xvin. También poseyeron un convento en Popayán (Colombia) desde 1766 hasta 1821, dos en Lima en 1764, uno en Arequipa y otro en Huamanga o Ayacucho. Estos conventos no eran hospitalarios, sino centros de la Orden desde los que sus religiosos atendían a los enfermos en sus respectivas casas o en los hospitales de la ciudad. 5) De los Canónigos regulares de San Antonio Abad, o Antoninos, solamente se sabe que administraban un hospital en México en 1787, fecha en la que el papa Pío VI suprimió la Orden en España y América. C)

Ordenes monásticas masculinas

A pesar de que entre 1493 y 1824 se realizaron diez intentos como mínimo para la fundación de monasterios de monjes en América, en realidad no llegó a haber en ella más que dos pequeños centros benedictinos, uno en Lima desde 1601 y otro en México desde 1602, ambos dependientes del monasterio español de Montserrat e imposibilitados, por prohibición oficial, para recibir novicios. Esta ausencia de monasterios de monjes en Hispanoamérica se ha atribuido a la carencia de tradición misional entre los monjes españoles o a la política antimonástica de la Corona de Castilla. Esta última la practicaron de hecho Felipe II en 1563 y 1576 y Felipe III en 1601, quienes prohibieron la fundación de monasterios, aunque el segundo toleró la fundación de los de Lima y México, por no ser partidarios del establecimiento en América de más Ordenes religiosas que las misioneras. En cambio, Carlos V intentó en 1532 que los Jerónimos se asociaran a la evangelización americana, y en 1535, 1539 y 1558 permitió el paso de algunos monjes a ultramar. La carencia de tradición misionera también es cierta, pero su valor como argumento se extingue una vez superados los primeros tiempos de la evangelización del Nuevo Mundo. La verdadera razón de esta penuria monacal en la América española parece haber estribado, en parte, en los dos motivos acabados de aludir, pero sobre todo y fundamentalmente en la persuasión de las propias Orde-

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nes monásticas españolas d e q u e su sistema d e vida n o era a p t o p a r a u n m u n d o c o m o el a m e r i c a n o , en el q u e la evangelización d e los indígenas e r a difícil d e compatibilizar con la vida d e oración y e n el q u e la distribución d e los recursos difícilmente les h u b i e r a p e r m i t i d o m a n t e n e r su p r o p i o y tradicional sistema e c o n ó m i c o d e vida, b a s a d o e n las g r a n d e s posesiones rurales. De h e c h o , los esfuerzos d e las p r o p i a s O r d e n e s monásticas p o r establecerse e n América f u e r o n p r á c t i c a m e n t e nulos, salvo casos d e monjes particulares. Sin e m b a r g o , la presencia d e los monjes e n América n o se limitó a los dos monasterios d e Lima y México. En 1493 viajó a La Española el e r m i t a ñ o d e San J e r ó n i m o R a m ó n P a n e , quien, además d e dedicarse a la evangelización d e los indígenas, e l a b o r ó e n 1496 su Relación acerca de las antigüedades de los indios, p r i m e r t r a t a d o d e a n t r o p o l o g í a cultural r e d a c t a d o en el N u e v o M u n d o . El cardenal Cisneros, e n t o n c e s r e g e n t e del reino, se valió e n 1516 d e tres religiosos J e r ó n i m o s p a r a i n t e n t a r llevar a c a b o su p r o y e c t o d e r e f o r m a d e la situación antillana. En 1 5 3 5 viajaron c u a t r o monjes J e r ó n i m o s al Río d e la Plata, e n 1539 lo hicieron seis a Nicaragua y e n 1558 se dirigieron dos cartujos al Paraguay. En o t r o o r d e n d e cosas, fue frecuente el caso d e monjes q u e viajaron p o r H i s p a n o a m é r i c a p a r a la colectación d e fondos con destino a m o n a s t e rios españoles, objetivo p a r a el q u e los J e r ó n i m o s d e El Escorial establecier o n sendas sucursales o p r o c u r a s en México, Lima y Cuzco. T e n i e n d o e n c u e n t a la casi inexistencia d e monasterios americanos, n o deja d e s o r p r e n d e r q u e e n t r e los obispos d e Indias figuren, c o m o mínimo, q u i n c e monjes benedictinos, diez J e r ó n i m o s , cinco basilios, o t r o s cinco cistercienses y u n cartujo.

IV.

LAS ORDENES Y CONGREGACIONES FEMENINAS

El trasplante d e O r d e n e s religiosas d e mujeres a América fue p r o p u g n a d o p o r el franciscano J u a n d e Z u m á r r a g a , obispo d e México, desde 1530. La C o r o n a española se o p u s o inicialmente a la p r o p u e s t a , p e r o al fin termin ó a c c e d i e n d o a ella, e n virtud d e lo cual e n 1540 p u d o establecerse e n México la p r i m e r a institución d e esta índole, q u e fue la d e las concepcionistas. 1) Expansión. El n ú m e r o total d e conventos q u e cada O r d e n y C o n gregación femenina llegó a t e n e r e n la América española, cuya suma total asciende a 130, fue el siguiente: Agustinas 12 Concepcionistas 21 Betlemitas 1 Dominicas 13 Capuchinas 11 Jerónimas 6 Carmelitas descalzas 21 Santa Brígida J Cistercienses 2 Terciarias carmelitas 1 Clarisas 34 Ursulinas 1 Compañía de María 6 La distribución geográfica d e estos 130 conventos fue muy irregular, c o m o se d e s p r e n d e del siguiente c u a d r o :

C.12. Lugar Antillas Sto. Domingo La Habana Puerto Rico Luisiana Nueva Orleans México México Puebla Guadalajara Oaxaca Querétaro Morelia Salvatierra Lagos (Jalisco) Irapuato Agúascalientes Atlixco Pátzcuaro S. Miguel el Grande C. Real de Chiapa Guatemala Guatemala Panamá Panamá Venezuela Caracas Mérida

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Número 1 3 1 1 22 12 6 5 5 2 2 1 1 1 1 1 1 1 7 1 1 1

Colombia Bogotá Cartagena Tunja Pamplona Popayán Ecuador Quito Riobamba Perú Lima Cuzco Huamanga (Ayacucho) Trujillo Arequipa Bolivia Chuquisaca (Sucre) Cochabamba Potosí Chile Santiago Osorno La Imperial Paraguay Villarma Argentina Buenos Aires Córdoba Mendoza Corrientes

Número 4 2 2 1 1 5 1 9 3 2 1 1 3 1, 2 4 1 1 1 3 3 1 1

La irregularidad d e esta distribución resalta más a ú n si se tiene e n c u e n t a q u e , d e los 22 conventos existentes e n la ciudad d e México, siete e r a n de concepcionistas, c u a t r o d e clarisas, tres d e agustinas, dos d e capuchinas, de carmelitas descalzas y d e j e r ó n i m a s ; d e los 12 d e Puebla, tres e r a n d e clarisas y dos d e agustinas, d e carmelitas y d e concepcionistas; d e los nueve d e Lima, tres e r a n d e agustinas y dos d e concepcionistas. 2) Características. Las p r i m e r a s religiosas f u n d a d o r a s d e la p r o p i a O r d e n e n América p r o c e d i e r o n siempre d e España, e x c e p t u a d o s los casos de las betlemitas y d e las terciarias carmelitas descalzas, institutos religiosos q u e n a c i e r o n e n G u a t e m a l a e n 1688 y e n C ó r d o b a (Argentina) e n 1784, respectivamente, así c o m o el d e las ursulinas, q u e e r a n religiosas francesas y canadienses. D u r a n t e el siglo XVI, e n la fundación d e los m o n a s t e r i o s femeninos p r e d o m i n ó la finalidad d e d a r acogida a las hijas y nietas d e c o n q u i s t a d o r e s q u e p e r m a n e c í a n célibes. C o m o es lógico, este objetivo fue difuminándose con el t i e m p o , d e m a n e r a q u e e n t r e las religiosas t e r m i n a r o n p r e d o m i n a n d o las criollas. Las excepciones a esta n o r m a están r e p r e s e n t a d a s , a d e m á s d e p o r las

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ursulinas, por los tres únicos monasterios destinados para indias nobles, los tres ubicados en Nueva España y pertenecientes a la Orden de Santa Clara: el del Corpus Christi de México, fundado en 1724 por religiosas criollas procedentes del monasterio de San Juan de la Penitencia de esa misma ciudad; el de Nuestra Señora de Cosamaloapan, fundado en Valladolid (Morelia) en 1737, y el de Nuestra Señora de los Ángel es de Oaxaca o Antequera, fundado en 1782. El número de religiosas moradoras en cada monasterio fue muy variable, pues solía oscilar entre 25 y uno o dos centenares, cifra que en algún caso llegaba a tres. Dos normas esenciales de todo monasterio femenino fueron la vida de oración y la clausura, en cuyo mayor o menor rigor influyeron las características de cada Orden y la dedicación o no a otros menesteres. Entre estos últimos son de destacar las casi universales labores manuales (que no influían ni en la vida de oración ni en la clausura) y los propios de los objetivos específicos de cada Orden, como fueron la beneficencia entre las betlemitas y las ursulinas, así como la enseñanza entre estas últimas, entre las religiosas de la Compañía de María y entre las terciarias carmelitas descalzas de Santa Teresa. Aunque ajeno al objetivo fundacional de la Orden, en América fue muy corriente que los monasterios (excepción hecha de los de indias nobles, betlemitas, carmelitas descalzas y religiosas de Santa Brígida) se dedicaran también a la enseñanza de las niñas que con este fin moraban con las religiosas. Fue también muy corriente que en los monasterios vivieran un mayor o menor número de criadas para el servicio de las religiosas y de las niñas que se educaban en ellos. Ambas prácticas fueron prohibidas por la Corona española en 1774, aunque en 1796 se volvió a levantar la prohibición en lo referente a la enseñanza. La suma de religiosas, educandas y criadas residentes en un mismo monasterio originaba casos como el de la Encarnación de las agustinas de Lima en 1631, en el que ascendía a más de 800 el número de mujeres que vivían en un mismo recinto. El sostenimiento económico de los monasterios se basó, en todos los casos, en los fondos legados por los fundadores y en las labores realizadas por las religiosas (ornamentos sagrados, dulces, bebidas). A este doble fondo de ingresos se añadían en casi todos los casos el de las dotes aportadas por las aspirantes a la vida religiosa, cuya cantidad era variable, y en muchos las posesiones legadas a los monasterios o adquiridas por las propias religiosas, como fincas rústicas, trapiches (fábricas), talleres, viñas o inmuebles urbanos, propiedades que las religiosas solían explotar en alquiler. Aunque pertenecieran a una misma Orden religiosa, cada monasterio constituía una unidad autónoma encerrada en sí misma, sin más relaciones con otro que las derivadas de la observancia de una misma Regla o las nacidas de la circunstancia de que determinado monasterio fuera fundado por religiosas procedentes de otro fundado con anterioridad.

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Esta autonomía impidió que incluso los monasterios de una misma Orden formaran (como sucedía entre las Ordenes de varones) un cuerpo u organismo unificado dirigido por una autoridad común y organizado en circunscripciones o Provincias. Por esta razón, la historia de cada Orden femenina tiene que limitarse a la historia de cada monasterio. Las excepciones las constituyen la Compañía de María y las terciarias carmelitas descalzas de Santa Teresa. Con anterioridad al concilio de Trento (1545-1563) fue frecuente que los monasterios femeninos de una Orden religiosa que tenía correspondencia con otra de varones (clarisas, concepcionistas, agustinas y dominicas) mantuvieran cierta dependencia de los superiores provinciales o locales de la Orden masculina. Sin embargo, lo más corriente fue, sobre todo con posterioridad a dicho concilio, que los monasterios femeninos dependieran del obispo local, quien no solía intervenir en ellos más que en los casos de relajación de la vida monástica o de conflictos entre las religiosas. A pesar de la vida de clausura que rigió en la inmensa mayoría de los monasterios, las religiosas ejercieron una gran influencia en la sociedad local debido a sus lazos de parentesco con las familias mejor situadas de la ciudad, a la enseñanza que impartían a las niñas o futuras matronas, a las frecuentes y a veces nutridas visitas que recibían y a sus relaciones con las autoridades. Sobre este último punto es sintomático que la Recopilación de leyes de los reinos de las Indias de 1681, recogiendo una real cédula de 1634, ordene «que los presidentes, oidores, ministros ni sus mujeres no entren en los monasterios de monjas ni vayan a ellos en ninguna hora extraordinaria» (libro 2, título 16, ley 91). V.

LA VIDA RELIGIOSA NO INSTITUCIONALIZADA

Además de los religiosos y religiosas propiamente dichos, en Hispanoamérica, lo mismo que en el resto de la cristiandad, se dieron tres formas de vida religiosa no institucionalizada. Sus integrantes no se consagraban a Dios de una manera oficial por medio de la profesión religiosa, sino que lo hacían de una manera privada. Estas tres formas estuvieron constituidas por los beateríos, los recogimientos y el eremitismo. A)

Los beateríos

Los beateríos eran grupos aislados y más o menos numerosos de doncellas o matronas que vivían comunitariamente en un lugar adaptado a este fin o en una casa particular, normalmente en la de la fundadora, bajo el sistema de clausura y en conformidad, generalmente, con la Regla de San Agustín. Lo más corriente fue que un beaterío viviera y muriera encerrado en sí mismo. Sin embargo, son también frecuentes los casos en los que las beatas se dedicaron a la formación de las jóvenes o a la beneficencia, así como aquellos otros en los que terminaron convirtiéndose en monasterios de monjas e incluso en Orden religiosa, como sucedió con la Compañía Betlemítica de mujeres y con las Terciarias Carmelitas Descalzas de Santa Teresa.

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El p r i m e r b e a t e r í o del q u e se tiene noticia e n América es el f u n d a d o e n T e x c o c o (México) p o r doncellas indígenas con a n t e r i o r i d a d a 1529. C o n p o s t e r i o r i d a d a esta fecha los h u b o e n t o d o el c o n t i n e n t e , e n u n a cifra q u e a ú n está p o r calcular. De ellos, u n o s estuvieron i n t e g r a d o s p o r indias exclusivamente, o t r o s p o r indias y p o r criollas c o n j u n t a m e n t e (al parecer, p o c o n u m e r o s o s ) y u n o s t e r c e r o s p o r hispano-criollas, q u e p a r e c e n h a b e r sido los q u e más a b u n daron. B)

Los recogimientos

Los recogimientos fueron también c e n t r o s femeninos d e vida c o m u n i taria q u e revistieron tres formas distintas según q u e se d e s t i n a r a n p a r a mujeres honestas, p a r a mujeres a r r e p e n t i d a s o p a r a j ó v e n e s con fines d e educación. En los p r i m e r o s «se recogían» doncellas o m a t r o n a s q u e , p o r su orfand a d , viudedad, la p r o l o n g a d a ausencia del m a r i d o o los trámites d e separación matrimonial, o p t a b a n p o r este sistema d e vida p a r a dedicarse a la piedad. Los s e g u n d o s e r a n u n a especie d e r e f o r m a t o r i o . Los d e j ó v e n e s (españolas, criollas, indígenas o mestizas) equivalían e n la práctica a colegios q u e m u c h a s veces estuvieron r e g e n t a d o s p o r beatas. C o n s t a d e la existencia d e estas tres modalidades d e recogimientos d e s d e el mismo siglo XVI, p e r o n o se tiene noticia más q u e d e u n r e d u c i d o n ú m e r o d e los mismos. C)

El e r e m i t i s m o

La vida eremítica o e n lugares desérticos (eremos) fue u n a forma d e servir a Dios exclusiva d e varones y q u e revistió dos modalidades: la estrictam e n t e individual y la (en cierto m o d o ) comunitaria, en el sentido d e q u e los e r m i t a ñ o s d e u n d e t e r m i n a d o lugar se relacionaban d e u n a m a n e r a u o t r a e n t r e sí. La p r i m e r a m o d a l i d a d fue la practicada, p o r ejemplo, p o r el célebre G r e g o r i o López (1542-1596) e n N u e v a España. A la s e g u n d a p e r t e n e c e n los d e n o m i n a d o s beatos d e C h o c a m á n , movim i e n t o eremítico f u n d a d o e n Cholula (México) p o r el indio Baltasar, así c o m o los e r m i t a ñ o s del Desierto d e la Candelaria (Colombia), q u i e n e s e n 1604 a d o p t a r o n la Regla d e San Agustín y d i e r o n origen a los agustinos recoletos o candelarios colombianos. T a m p o c o se p o s e e n datos acerca d e la difusión d e este sistema d e vida religiosa e n América, elogiado p o r H u a m á n P o m a d e Ayala e n P e r ú a comienzos del siglo XVII. NOTA

BIBLIOGRÁFICA

Nota. Salvo excepciones, en la bibliografía que sigue solamente se citarán monografías. De entre estas últimas, únicamente se recogerán las referentes a la historia interna de las Ordenes religiosas.

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CAPÍTULO 13

LA EXPULSIÓN DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS Por MAGNUS MÓRNER

I.

EL DECRETO DE EXPULSIÓN

Al expulsar a los jesuítas d e t o d o s sus reinos m e d i a n t e la Pragmática del 2 d e abril d e 1767, Carlos I I I sólo dio u n a explicación muy vaga y envuelta en misterio d e aquella m e d i d a e x t r a o r d i n a r i a . Dijo q u e había sido «estimulad o d e gravísimas causas relativas a la obligación e n q u e m e hallo constituido de m a n t e n e r e n s u b o r d i n a c i ó n , tranquilidad y justicia mis p u e b l o s , y otras u r g e n t e s , j u s t a s y necesarias q u e reservé e n mi real ánimo», n a c i e n d o u s o d e la «suprema a u t o r i d a d e c o n ó m i c a q u e el T o d o p o d e r o s o h a d e p o s i t a d o e n mis manos». Se i m p u s o e n seguida u n estricto silencio oficial al r e s p e c t o , el cual hasta h a c e p o c o más d e u n a d é c a d a logró desafiar los esfuerzos de los historiadores p o r esclarecer los p r o b l e m a s e n t o r n o a la expulsión. El hallazgo del d i c t a m e n del fiscal del Consejo d e Castilla, P e d r o R o d r í g u e z d e C a m p o m a n e s , del 31 d e diciembre d e 1 7 6 6 , e n el q u e r e c o m i e n d a la expulsión, y o t r a d o c u m e n t a c i ó n nueva p e r t i n e n t e n o s p e r m i t e n a h o r a discutir el a s u n t o c o n m u c h a más precisión.

A)

El m o t í n d e E s q u i l a d l e

Siempre se h a d i c h o q u e el llamado m o t í n d e E s q u i l a d l e , o c u r r i d o e n Madrid a fines d e m a r z o d e 1 7 6 6 , fue lo q u e p r o v o c ó d i r e c t a m e n t e la expulsión. Investigaciones recientes h a n i n c r e m e n t a d o m u c h o n u e s t r o con o c i m i e n t o al r e s p e c t o , p o r lo cual hoy sabemos q u e ese m o t í n f o r m ó p a r t e de u n total d e c i n c u e n t a c o n m o c i o n e s p o p u l a r e s q u e s a c u d i e r o n E s p a ñ a e n la p r i m a v e r a d e 1 7 6 6 , «típicas d e los movimientos d e crisis d e subsistencias», e n afirmación del h i s t o r i a d o r economista G o n z a l o Anes. T a m b i é n es cierto, sin e m b a r g o , q u e ese motín fue el más i m p o r t a n t e y q u e p r e s e n t a rasgos peculiares. Las d e m a n d a s d e los a m o t i n a d o s m a d r i l e ñ o s , e n el o r d e n e n q u e f u e r o n p r e s e n t a d a s al t e m e r o s o m o n a r c a , c o m p r e n d í a n : 1) el d e s t i e r r o del ministro siciliano Squillace (Esquilache), q u i e n se había h e c h o m u y i m p o p u lar; 2) q u e e n a d e l a n t e t o d o s los ministros del rey fueran españoles; 3) la extinción d e la G u a r d i a W a l o n a del m o n a r c a , o d i a d a e n particular d e s p u é s d e u n suceso q u e había c o s t a d o varias vidas; 4) la supresión d e u n a J u n t a d e Abastos establecida p a r a resolver el p r o b l e m a d e la carestía, p e r o considera-

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da contraproducente; 5) la rebaja de los precios de los comestibles; 6) el mantenimiento de la capa larga y del sombrero redondo, traje tradicional abolido por Squillace en su afán modernizador. Fue esta última demanda la que en un principio encendió a las masas. Con respecto al papel de la carestía, parece que el factor económico no fue «básico» en el caso de Madrid, donde había abasto mejor que en las ciudades de provincia. En cambio, los muchos pasquines y sátiras que fueron puestos en circulación clandestina presuponían autores cultos. Al decir del embajador de Francia, observador perspicaz, en un despacho redactado cuatro días después del motín, se trataba del «pueblo más bajo, pero verosímilmente fomentado y sostenido por los sacerdotes, por los frailes y por gente de una especie más considerable que el bajo pueblo o simples artesanos» (FERRER BENIMELI, El motín, 195). Para la alta aristocracia, Squillace era un arribista vulgar y peligroso. Otro grupo hostil sería el eclesiástico, y entre ellos los jesuítas. Como primer historiador, el padre Teófanes Egido pudo usar parte de la documentación producida por la llamada «Pesquisa secreta», efectuada a cargo de Campomanes, a la cual se refiere a menudo en su Dictamen del 31 de diciembre de 1766. Aunque, como se podría esperar, la encuentra muy tendenciosa en la selección de testigos y en el carácter chismoso de los testimonios, Egido no la rechaza como fuente, sin más. Le parece sugerir que los jesuítas «se habían tornado los portavoces, quizá inconscientes (!), de antirreformismos». B)

El Dictamen de Campomanes

El pánico del rey y de la corte ante el motín, que dio lugar a la caída de Squillace, se debía sin duda a que sospechaban que había fuerzas más peligrosas detrás del mero populacho madrileño. Al fiscal del Consejo de Castilla, Campomanes, se le encargó el 21 de abril de 1766 que llevara a cabo la pesquisa secreta referida. Aunque los indicios que presenta en su Dictamen , como tales apenas pueden convencer a un lector de hoy de su culpabilidad, el fiscal, cuya oposición ideológica a la Compañía era sin duda sincera, supo construir el caso contra los jesuítas con gran habilidad y aparente lógica impecable. Observa que los precios del pan eran más bajos en Madrid que en otras ciudades, de lo que deduce que si fue precisamente allí donde se organizó la primera revuelta importante, ello obedeció a instigación de los jesuítas, quienes querrían reemplazar a Squillace por el marqués de la Ensenada, el cual, antes de perder su puesto de ministro en 1754, les había favorecido y protegido en alto grado. Cayó Squillace, pero hubo otro reemplazo, no obstante las intrigas de los padres. ¿Cómo explicar semejante conducta horrorosa y traidora por parte de los jesuítas? Campomanes se apoya en la analogía que, según él, había con la actuación de los jesuítas portugueses en favor de la revolución de los Braganza y la sucesión de España en 1640. Alude incluso a la aplicación de la «doctrina jesuíta» (mejor dicho, del padre Juan de Mariana) en defensa del tiranicidio. Con mucho tino, Campomanes admite que, «en justicia, el delito de un particular no podía atribuirse a toda la Compañía, pero que si lo hace

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en este y otros lugares del Dictamen era por el principio de la obediencia ciega que se propaga a toda esta Orden religiosa y a su organización estrictamente jerárquica, con el padre general en Roma como cabeza y último arbitro». Resulta evidente que el rey se dejaba convencer por los argumentos del fiscal y que el motín de Madrid le había asustado profundamente. Vio en él la justificación primordial de la expulsión. En abril de 1767, según un despacho del embajador francés en Madrid, Carlos III le había dicho en gran confidencia que detrás de los motines de 1766 el «fondo del proyecto» por parte de la Compañía «era exterminar a los Borbones de España». Si el mismo rey «tenía algún reproche que hacerse... era el de no haber tratado» a los reos «según el rigor de la justicia», comenta el francés. En su Dictamen, Campomanes deduce una conclusión, en su opinión fundamental (Dictamen, 84): «el jesuíta, ni la Compañía, no se mira como vasallo; es enemigo de la soberanía, depende de un gobierno despótico residente en el extranjero; allí remite sus riquezas, de allí recibe sus instrucciones...» Luego pasa a examinar los demás «vicios» de la Compañía, lo que parece reflejar su convicción de que el caso contra los jesuitas no debía basarse en su complicidad en una conspiración política contra el régimen, sin más, sino que debía ubicarse incluso dentro de un marco ideológico y político-histórico más amplio. Primero, el fiscal pone de relieve la codicia y acumulación de riquezas por parte de los jesuitas, lo que de inmediato le lleva a examinar su comportamiento en Hispanoamérica y Filipinas. Un elemento importante del Real Patronato indiano era la cesión de los diezmos a favor de la Corona. Las Ordenes religiosas habían pretendido que sus exenciones pontificias les librasen del pago de diezmos sobre su propia producción agrícola e industrial. Dueños de vastas propiedades que solían manejar directamente sin dejarlas en arrendamiento, como solían hacerlo las demás Ordenes, los jesuitas se resistieron con gran energía al tratar las autoridades de hacerles pagar diezmos por su producción. A partir de 1624 se entabló un gran pleito al respecto. Por fin, en 1750, la Corona aceptó un compromiso según el cual los jesuitas sólo tendrían que pagar en «diezmo» un treintavo sobre su producción. Campomanes destaca la importancia del asunto haciendo recaer la culpa del compromiso sobre el confesor del rey Fernando VI, el jesuíta Francisco Rábago, mientras, por supuesto, celebra la cédula real del 4 de diciembre de 1766, que obligaba a los jesuitas indianos a pagar el diezmo entero. Basado en su estudio de esta documentación copiosa, Campomanes caracteriza con cierta perspicacia las tácticas de los padres: cómo buscan asociados, cómo saben fatigar a sus oponentes, cómo usan ofertas de compromisos para prolongar un litigio y cómo ocultan expedientes adversos. No obstante, al historiador le sorprende que el fiscal no se haya detenido más en su Dictamen en el hecho del latifundismo jesuíta y en sus extensas

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actividades comerciales y crediticias en Indias a mediados del siglo XVIII. Al parecer, no estaba muy familiarizado con las condiciones de ultramar. Cierto que se refiere repetidamente al famoso opositor de los jesuítas de la Nueva España del siglo xvn, Juan de Palafox, obispo de Puebla. Es que la beatificación de este prelado era asunto pendiente en los años 1760. El afán del gobierno español de promover la causa de Palafox había encontrado una resistencia inquebrantable por parte de la Compañía y sus aliados en el \ Vaticano. Campomanes también se refiere al personaje análogo y contemporáneo de Palafox en el Paraguay, el obispo franciscano fray Bernardino de I Cárdenas. También menciona brevemente el conflicto entre jesuítas y comuneros en el Paraguay en la primera mitad del siglo XVIII. No falta tampoco, claro está, una referencia al asunto más dramático de la historia jesuíta en ¡ América, o sea, la resistencia de los jesuítas del Río de la Plata contra la j ejecución del Tratado hispano-portugués de Límites de 1750, seguida por la j rebelión abierta de sus indios contra las tropas luso-españolas. Las misiones (o más exactamente, «doctrinas») entre los guaraníes, por j varias razones, habían sido controvertidas desde la época de Cárdenas y aun antes. No obstante, en un momento para ellos oportuno, en 1743, los jesuítas \ habían logrado obtener del Consejo de Indias una cédula real que confirmaba los diversos privilegios y particularidades de este distrito misionero. Así, I sólo debían pagar los indios una tasa muy baja de tributo a cambio de laj obligación de constituir siempre una milicia a las órdenes de las autoridades | reales Luego, podían retener su sistema económico-social peculiar las comunidades guaraníes (aunque no tan excepcional como suele ser presentado! en la literatura). Además, se mantendría la forma muy suave con que funcio-| naba el Patronato Real en este distrito misionero. El historiador podrá] preguntarse cómo habría utilizado Campomanes los documentos que prue-f ban haberse efectuado transferencias de fondos considerables por los jesui-j tas rioplatenses ilegalmente vía Lisboa y Londres en esta conexión y \os\ pagos de sobornos a los funcionarios encargados de la preparación de la I «Cédula Grande» de 1743. Pero de esto el fiscal no sabía nada. El Tratado de Límites de 1750 significó un cambio dramático en la situación del próspero distrito guaraní. Estipuló que todo el territorio espa-» ñol al sur del río Uruguay, con siete doctrinas populosas de indios, debía ser trocado por la Colonia del Sacramento, baluarte portugués en las orillas del Río de la Plata. El tratado fue una sorpresa muy desagradable para los jesuítas de la Provincia «Paracuaria» de la Orden, correspondiente aproximadamente a las repúblicas de Argentina y Paraguay de hoy, y protestaron contra la cesión, pero en vano. No pudieron evitar la llegada de una comisión hispano-portuguesa que iba a efectuar lo estipulado. Entonces, los guaraníes de los siete pueblos cedidos se levantaron en armas, oponiéndose a la evacuación estipulada. Resultaron necesarias dos expediciones militares hispano-portuguesas en gran escala, en 1754 y 1756, para sofocar la rebelión. Estos eventos produjeron un nubarrón de rumores por todo el Occidente. ¿Había sido instigada la rebelión por los mismos jesuítas? ¿Formaba

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parte de un plan para erigir un imperio o reino en el corazón de Sudamérica? ¿Hubo hasta un rey indio, llamado Nicolás, de este flamante Estado? La investigación histórica posterior ha comprobado que, de hecho, un visitador enviado a este fin por el padre general y los jesuítas en puestos de mayor responsabilidad hicieron cuanto estuvo de su parte para calmar a los indios sublevados. Ciertas dudas persisten, no obstante, con respecto a algunos curas jesuítas de las doctrinas afectadas, quienes en su desesperación podrían haber mostrado su simpatía para con la rebelión y aun contribuido a la misma. La caída del poder del marqués de la Ensenada, primero, y del padre Rábago, después, debe ser situada en el contexto de su oposición al Tratado. El papa Benedicto XIV escribió a un amigo epistolar: «Este jesuíta y el Marqués de la Ensenada eran casi una misma persona, y no es de extrañar que la caída del uno haya producido la del otro» (PÉREZ BUSTAMANTE, Correspondencia, 195). Por otra parte, dentro de pocos años, el gobierno español iba a arrepentirse de la política que le había llevado al Tratado y hasta inició una breve campaña militar contra los portugueses en el Río de la Plata en 1761. Cuando se trata de toda esta serie de acontecimientos dramáticos, controvertidos y violentos, Campomanes se refiere a las dos fuentes favoritas de los estudiosos antijesuitas; es decir, al diario de Tadeo Henis, jesuíta misionero nacido en Bohemia, y a la colección de documentos y testimonios más tarde reunidos en forma de libro, El Reino jesuítico del Paraguay (1770), del ex jesuíta Bernardo Ibáñez de Echévarri. En su relato sorprendentemente breve al respecto, el fiscal, sin embargo, hace mayor uso de un par de documentos escritos en latín por un jesuíta anónimo en 1765. Podemos conjeturar que estas autocríticas procedían o del nuevo visitador del padre general, Nicolás Contucci, o del nuevo provincial «reformista», Pedro Juan Andreu. En cualquier caso, debe tratarse de documentos interceptados mediante la censura del correo jesuíta recién establecido. No deja de ser significativo, sea como sea, que el número de párrafos dedicados a los jesuítas de América y de Filipinas sólo asciende al 30 por 100 del número total del Dictamen de Campomanes, mientras estos jesuítas eran tan numerosos como los de España. En la última parte del Dictamen, Campomanes analiza con más detención las «perniciosas doctrinas» jesuitas del probabilismo y del tiranicidio. Subraya además el uso frecuente de la sátira y de pasquines anónimos de los jesuitas para combatir al gobierno español y a sus enemigos de entre los cleros regular y secular. Apenas sorprende la conclusión final que deduce el fiscal: será «indispensablemente necesario para la seguridad de la sagrada persona de S. M. y del reino entero» que el monarca haga uso de su «potestad económica» (poder ejecutivo) para proclamar el extrañamiento del reino de los jesuitas y la expropiación de sus bienes. En resumen, la Compañía de Jesús fue juzgada y condenada sobre la base de constituir una monolítica, centralizada y ciega milicia papal en defensa de los intereses del Vaticano. Si la realidad histórica no siempre se había conformado con esta imagen, los enemigos de la Orden dejarían de reconocerlo.

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Explicaciones de la expulsión

La nueva documentación comprueba lo equívoco de algunas explicaciones tradicionales de la expulsión. No se trataba de una conjura masónica de «volterianos» españoles de acuerdo con los deseos del gobierno británico. Tampoco aparece el conde de Aranda, el personaje más relacionado con los círculos «ilustrados» de Francia, como protagonista principal, pese a ser presidente del Real Consejo Supremo de Castilla desde 1766. Los más activos eran figuras de origen más modesto, quienes años más tarde se encontrarían en franca oposición contra este aristócrata aragonés; es decir, además de Campomanes, José Moñino y, sobre todo, Manuel de Roda y Arrieta, secretario de Gracia y Justicia. La expulsión de los jesuítas no fue una lucha entre «la religión» o el «oscurantismo», por un lado, y la «impiedad», el «jansenismo» o la «Ilustración», por otro, como antes afirmaban de común acuerdo los historiadores conservadores y sus colegas liberales, aunque haciendo uso de vocabularios distintos. Tampoco -y es necesario insistir en ello en un manual de historia eclesiástica hispanoamericana- nos parece que lo sucedido en Indias tuviera importancia fundamental para la expulsión. Esta fue ante todo dictada por circunstancias españolas en un clima político-intelectual europeo. La «Guerra guaranítica» tuvo al parecer mayor impacto directo sobre la expulsión de los jesuítas del reino lusitano que en el caso español. En éste, la importancia de los sucesos ocurridos en el Río de la Plata fue ante todo de índole indirecta, al provocar la caída del poder de Ensenada y de Rábago. Pero no desapareció tampoco la influencia de los jesuítas en la corte de súbito a raíz de este hecho. La reina madre, Isabel de Farnesio, conocida por ser muy amiga de los jesuítas, no fallecería sino el 11 de julio de 1766. Fue en el curso de los años 1760, sin embargo, cuando actores decididos a acabar con la Compañía lograrían, uno tras otro, alcanzar posiciones claves. Campomanes obtuvo su puesto en 1762, Roda el suyo en 1765 y Aranda su presidencia en abril de 1766. El Confesonario Real, puesto de importancia quizá aún mayor en el asunto, fue ocupado en 1761 por el franciscano fray Joaquín de Eleta (más tarde obispo de Osma), acérrimo enemigo de la Compañía. D)

£1 regalismo, base de la expulsión

Está claro que la base ideológico-política de la crucial decisión de 1767 fue el regalismo. Al ser definido como la afirmación de los derechos del soberano en asuntos eclesiásticos a expensas del Papa, desde hacía ya siglos, la política de los reyes de España había estado imbuida de regalismo tanto en la península como en las posesiones ultramarinas. A partir de 1508 la condición de la Iglesia fue más sumisa a la Corona en Hispanoamérica que en España. Se debió a la suspicacia regalista y nacionalista del rey Felipe II ante el carácter internacionalista de la Compañía de Jesús el que sus miembros no fueran admitidos en las Indias sino a fines de los años 1560. Una vez admitidos, no tardaron en demostrar su calidad excepcionalmente alta en educación y en actividades misioneras. Ellos, más que las restantes Ordenes religiosas, solían reclutar parte de sus misioneros fuera de España, por

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ejemplo, en otros dominios de la Corona en Italia y Flandes. Pero en 1654 esto fue estrictamente prohibido por el rey. Los jesuítas, sin embargo, por diversas maniobras, pronto lograron obtener licencia para reclutar hasta una tercera parte de su personal fuera de España, entre ellos algunos de los más famosos en el campo misionero. No obstante, al correr del tiempo, este privilegio exclusivo de los jesuítas se convirtió en blanco de ataques y calumnias. Al ocupar las tropas lusoespañolas las siete doctrinas rebeldes del Uruguay en 1756 encontraron que había varios extranjeros entre los curas jesuítas, lo que parecía alarmante. Apenas sorprende que la Corona revocara en 1760 la licencia en cuestión. Como Hispanoamérica era región en principio (aunque menos en la práctica) cerrada para todo extranjero, el abuso sospechado de los jesuítas parecía muy grave desde el criterio regalista español. Comenta Campomanes en su Dictamen: «El amor nacional en tales misioneros es ninguno y el interés de la Compañía es el único estímulo en sus acciones» (Dictamen, 130). En total, la expulsión de los jesuítas de Hispanoamérica resultó para la Corona un medio de fortalecer y extender su control, muy amplio ya, de la Iglesia ultramarina y de este modo vigilar aún más la sociedad americana entera. El regalismo español se nutría de los privilegios extraordinarios que la Corona ya poseía en América. En 1755, el famoso jurisconsulto Joaquín Antonio de Ribadeneyra, en su Manual compendio de el Regio Patronato Indiano, concluyó que éste no dependía de ia concesión papal, sino que era un poder implícito en la soberanía temporal. Por eso, tal doctrina se podía aplicar incluso en la península. Por otra parte, el regalismo dieciochesco en España estuvo asimismo inspirado por fuentes nuevas y ajenas, el galicanismo francés y las obras antipapales de, por ejemplo, Johann Nicolaus von Hontheim (Febronius). Su mensaje en De statu Ecclesiae, publicado en 1763 y puesto en el índice romano un año después, era que la pureza de la Iglesia primitiva debía ser restaurada con el apoyo directo de los príncipes temporales. Aunque el febronianismo y otras ideas radicales no alcanzarían mayor difusión en España sino por las décadas de 1770 y 1780, podrían haber penetrado en las mentes de algunos personajes ya antes de 1767. No obstante, la mayoría de los regalistas españoles tenían miras mucho más moderadas. Por su parte, la actitud de los mismos jesuitas -importa destacarlo- no fue nada monolítica al respecto. En efecto, parece probable que la mayoría de los intelectuales jesuitas del siglo xvm en España fueron más o menos regalistas en su opinión sobre la relación entre la Iglesia y el Estado. Se sabe, por cierto, que algunos de los confesores jesuitas de los reyes eran regalistas convencidos. Incluso entre los jesuitas expulsados de Hispanoamérica hubo algunos destacados, como el padre Domingo Muriel, de «Paracuaria». Sucedió a veces que los jesuitas españoles hasta optaron por actuar claramente en contra de los deseos de la Santa Sede. Los opositores y enemigos de los jesuitas quedaron un poco desconcertados ante casos de semejante desobediencia jesuíta al Papa. Campomanes y Moñino tenían que admitir en su informe del 26 de noviembre de 1767 que «el voto especial de obediencia de los jesuitas al Romano Pontífice no parece que versa en las materias de fe y de religión, porque en eso le desprecian

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cuando les acomoda, y sólo se entiende para las questiones de Inmunidad y Jurisdicción Eclesiástica, para engrandecerla en perjuicio de los Soberanos...» (DANVILA Y COLLADO, Reinado, 653). Por lo tanto, aunque los «jesuítas regalistas» no dejaron de confundir al regalismo antijesuita, éste se concentró entonces, como tan bien se desprende del Dictamen de Campomanes, en lo pernicioso de la misma organización de la Compañía, su principio de obediencia interna y su fuerte centralización, que dejaba tanto poder al padre general en Roma. El programa reformista concebido por los dirigentes del gobierno español iba a afectar más tarde de manera sensible a todo el clero regular. En efecto, la expulsión de los jesuitas se podía interpretar como una advertencia dirigida al clero regular de no oponerse a la voluntad real, mientras que armonizaba con los esfuerzos de la Corona por enaltecer la posición del episcopado nacional, a saber, un episcopado sumiso y disciplinado. Así, por lo menos, se podrían entender los términos empleados en la consulta del Consejo Extraordinario del 30 de abril de 1767 al recibirse un mensaje papal lamentando la expulsión: «El admitir un Orden regular, mantenerlo en el reino o expelerlo de él es un acto providencial y meramente de gobierno, porque ningún Orden regular es indispensablemente necesario a la Iglesia, al modo que lo es el clero secular de obispos y párrocos, pues si lo fuere lo habría establecido Jesucristo...» (DANVILA Y COLLADO, Reinado, 631).

Una vez derrotada la Orden más eficiente y de mayor calidad intelectual, sin ella sería más fácil imponer el programa de reforma eclesiástica. Con lógica implacable, el gobierno de Carlos III no tardaría en aliarse a los de Portugal y de Francia, que ya habían efectuado la misma medida de expulsión en 1759 y 1765, respectivamente, para arrancar al Papa el breve Dominus ac Redemptor, del 27 de julio de 1773. En consecuencia, la Compañía de Jesús quedó suprimida y extinguida hasta su restauración por Pío VII en 1814. II.

EJECUCIÓN DEL DECRETO

La «operación sorpresa» había sido aprobada por una junta especial el 20 de febrero de 1767 y luego por el rey, quien el día 27 encargó al conde de Aranda, presidente del Consejo, que llevase a cabo la ejecución con el mayor secreto. Se verificó, primero, el 31 de marzo por la noche en Madrid y el día 2 de abril en otras ciudades de España. Luego, de acuerdo con un plan pormenorizado, en las diversas provincias americanas. Sin embargo, la medida no se verificaría sino en julio de 1767 en las famosas doctrinas guaraníes de las orillas de los ríos Alto Paraná y Uruguay, o sea, el llamado «Estado jesuítico del Paraguay». En total fueron afectados por la expulsión unos 2.630 jesuitas residentes en América, entre peninsulares, criollos o de otros países europeos. Para tomar un caso concreto, fue a las tres de la mañana del 12 de julio de 1767 cuando un oficial militar de nombre Fernando Fabro, enviado

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desde Buenos Aires por el gobernador Francisco Bucareli con una tropa de 80 soldados, tocó, de súbito, la campanilla de la portería del colegio Máximo de Córdoba, centro principal de los jesuitas en la vasta región del Río de La Plata. Uno de los padres tan bruscamente despertados, José Peramás, nos cuenta que al abrirse la puerta Fabro le puso dos pistolas al pecho del portero. «¿Para qué fue esta precipitación y aparato de armas?», se pregunta retóricamente Peramás antes de contar cómo Fabro y sus soldados, con bayoneta calada, reunirían, uno tras otro, a los 133 jesuitas del colegio, profesos, coadjutores y novicios, en una sala para escuchar la dura y enigmática Pragmática del rey que ordenaba la expulsión de todos los jesuitas y la expropiación de todas sus propiedades. Luego, pasarían diez días encarcelados en el comedor, sin ni siquiera permitirles salir «ad necessaria quidem naturae». Una vez inventariados los cuantiosos bienes, Fabro, decepcionado por no encontrar sino 5.900 pesos en efectivo, se dedicó a presionar al padre rector para que revelase dónde había más. Repuso éste con firmeza: «Señor comandante, mire que soy religioso, que por ningún caso echaré una mentira» (FURLONG,/. M. Peramás, 92-99). El 23 de julio todos los jesuitas cordobeses, metidos en carretas, fueron despachados al puerto de Buenos Aires, en donde, j u n t o con jesuitas de otras partes de la región, fueron embarcados el 19 de agosto a bordo de una fragata que les llevaría a España. La travesía fue larga. Por fin, llegados al Puerto de Santa María el 6 de enero de 1768, tendrían que permanecer allí durante medio año, en incertidumbre y amargura, junto con otros jesuitas expulsados de colegios y de misiones entre los indios de todas partes de Hispanoamérica. Tras otro viaje marítimo prolongado, en septiembre llegaron finalmente a la costa italiana. El Papa, a regañadientes, había sido obligado a recibir a unos 5.000 jesuitas de España y de Hispanoamérica, en gran parte criollos, subvencionados con cien pesos anuales por la Corona de España, quienes iban a dividir su tiempo entre oraciones, estudios y la preparación de trabajos basados en sus experiencias de América. Esta última tarea, desafortunadamente, se hizo más difícil por no habérseles permitido a los padres llevar consigo desde el Nuevo Mundo manuscritos o apunte alguno. Mientras tanto, para regresar al Río de La Plata, el gobernador Bucareli, que temía una repetición de la guerra guaranítica, sólo procedió a ejecutar la expulsión en las famosas doctrinas de los guaraníes después de haber reunido un verdadero ejército para el propósito. Otra causa, tal vez la principal, del atraso fue la dificultad de encontrar a otros sacerdotes para reemplazar a los jesuitas. Este reemplazo y la introducción de un nuevo grupo de administradores seculares se hicieron sin incidente alguno. Sabemos que no siguió ninguna destrucción inmediata a la expulsión, tal como los escritores projesuitas suelen afirmar. Sí hubo un proceso lento de decadencia y de desintegración, acelerado bajo el impacto de las guerras fronterizas de comienzos del siglo XIX. De esta manera fueron detenidos y expulsados los jesuitas de todos los colegios, estancias y misiones de la Compañía en cualquier rincón de Hispanoamérica en fechas predeterminadas desde Madrid y por las autoridades virreinales encargadas de la ejecución de la Real Pragmática.

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REACCIONES ANTE LA EXPULSIÓN

La «operación sorpresa» fue, sin duda, la medida administrativa mejor preparada y coordinada en toda la historia del Antiguo Régimen español. En términos generales, no hubo resistencia significativa por parte de los partidarios y neófitos de los jesuítas. Los motines, que sí hubo en algunos centros mineros del norte de Nueva España -sobre todo en San Luis de Potosí-, fueron suprimidos con severidad y eficacia -y con toda probabilidad la expulsión de los jesuítas no había sido sino una de varias causas-. En cualquier caso, costó la vida de un centenar y otros muchos amotinados fueron encarcelados o desterrados. Fue el visitador José de Gálvez quien, con 500 hombres «de buena tropa», restableció el orden en menos de cinco meses. En otras partes no hubo sino a lo más una que otra expresión de pesar y de duelo. Por lo tanto, la movilización auténticamente masiva de fuerzas de seguridad y todo lo secreto de la medida podría parecer exagerado. «¿Para qué fue esta precipitación y aparato de armas?», podemos volver a preguntarnos con el padre Peramás. Evidentemente, las autoridades, engañadas por los rumores en boga, habían calculado una resistencia mucho mayor por parte de los partidarios de los «regulares extrañados». En efecto, lo que resalta, al sobrevenir el extrañamiento, es el aislamiento de los jesuítas, no obstante la gratitud y amistad de tantos ex alumnos. Se trata, en primer lugar, de la actitud del episcopado. La Compañía había sido siempre en Indias campeona de las exenciones regulares y ya hemos aludido a su tenacidad y vigorosa oposición al pago de diezmos a lo largo de 150 años. Además, perduraban otros muchos puntos conflictivos desde la época lejana de Palafox. Mientras la distinción y oposición, diríamos «institucional», era la que mediaba entre el clero secular y el regular, los jesuítas también se encontraban muy aislados dentro del clero regular. El «odio teológico» derivado de muchas polémicas sofisticadas y amargas les había distanciado, ante todo, de los dominicos y agustinos. Rivalidades dentro del campo educativo contribuían a lo mismo. Su poderío impresionante en Indias resultó difícil de tolerar, especialmente por parte de los franciscanos, quienes a veces formaban un verdadero proletariado eclesiástico, pero que a la vez eran una Orden de la cual se reclutaban numerosos obispos americanos. No pocos gobernadores y otros altos funcionarios indianos tenían relaciones muy amistosas con los jesuítas. En 1766, el gobernador Pedro de Cevallos, quizá el más destacado de ellos, regresó a España, pero las esperanzas de los jesuítas de que iba a tener un puesto de ministro resultaron vanas. En lo que se refiere a los grandes comerciantes peninsulares, quizá veían en los jesuítas más bien a competidores que a maestros de sus hijos. De entre los grandes terratenientes criollos, los padres seguramente tenían muchos admiradores y amigos por razones tanto espirituales como de índole material. Sin embargo, en ese momento dado no podían oponerse a la actitud firme del monarca. Con respecto a los indios de las misiones, los jesuítas mismos, al parecer, ayudaron a calmarlos. De lo contrario, la situación de los mismos jesuitas se hubiera empeorado todavía más.

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CONSECUENCIAS DE LA EXPULSIÓN

¿Cuáles fueron las consecuencias de la expulsión en Hispanoamérica? Tradicionalmente, la evaluación por parte de los historiadores, no sólo conservadores sino aún liberales, se ha dibujado con colores muy sombríos. Salvador de Madariaga, por ejemplo, destaca su importancia funesta para España y aún más para Hispanoamérica, en paralelo con las expulsiones anteriores de los judíos y de los moriscos. Según algunos cálculos (EGIDO, La expulsión, 756), los jesuitas españoles residentes en las provincias de ultramar en octubre de 1766 sumaban un total de 2.630, distribuidos de la siguiente manera: México Paraguay Santa Fe Quito Perú Chile Filipinas

778 490 193 269 400 348 152 2.630

Como misioneros, tenían que dejar un número de neófitos impresionante. Según un cálculo, se trataba de un total de 478.000 individuos en Hispanoamérica y Filipinas, de ellos el 26 por 100 en Nueva España, el 24 por 100 en «Paracuaria» y el 35 por 100 en el lejano archipiélago asiático. Calificar la expulsión como desastrosa para las misiones podrá derivarse de dos actitudes opuestas. O se considera al misionero jesuíta como insustituible, o se subraya el carácter artificial de su actuación. Ambas tendencias podrán ser ejemplificadas en la literatura. Investigaciones más recientes tienden a favorecer interpretaciones más moderadas. En el caso de las famosas doctrinas guaraníes, su declive a partir de 1768 fue muy gradual y sólo acelerado desde 1801 debido a las guerras. Al mismo tiempo, el mayor grado de integración de esta zona en los territorios adyacentes fue con toda probabilidad provechosa para el desarrollo regional. En California, los franciscanos iban a continuar con el mismo o mayor empuje la ofensiva misionera iniciada por los jesuitas. En otros distritos misioneros, ante todo en la selva, en cambio, la salida de los misioneros jesuitas puso de veras fin a un proceso de contacto y a una integración pacífica de los nativos. En el curso de las investigaciones sobre la Ilustración en la América española durante las últimas décadas, la evaluación de la pérdida de los jesuitas también resultó más compleja de lo que pareciera. Es obvio que no pocos jesuitas del siglo XVIII, algunos de ellos desterrados, eran agentes de las nuevas ideas, de lo que Mario Góngora llama la Ilustración Católica. Profesores jesuitas en Quito y en Buenos Aires enseñaban las ideas de Leibniz y de Descartes. En México, Francisco Xavier Clavijero iba aún más lejos. Por otra parte, las reformas educativas que de veras abrieron las puertas para los nuevos pensamientos sólo se verificarían después de la

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salida de los jesuítas. Fue entonces cuando se establecieron las nuevas cátedras de historia eclesiástica, de literatura patrística y de otras disciplinas «modernas», es decir, la derrota del escolasticismo y del aristotelismo. Vista desde esta perspectiva, la expulsión hasta parece inevitable para la «modernización» de la enseñanza universitaria. Más difíciles todavía de evaluar son las consecuencias políticas de la expulsión. Algunos historiadores han subrayado el impacto psicológico negativo sufrido por los muchos amigos y partidarios que tenía la Compañía, sobre todo entre la capa acomodada criolla. Al decir de Madariaga, con la expulsión el rey cortó con su propia mano el lazo más sólido que unía a la Corona con sus subditos allende el mar. Sin embargo, los casos concretos para ilustrar semejante interpretación resultan muy escasos. El ex jesuíta y procer intelectual peruano abate Juan Pablo Vizcardo, autor de la famosa Lettre aux Espagnols-Américains (1799), es un caso excepcional. Tampoco resulta fácil vincular la enseñanza neotomista, con sus expresiones populistas, de los jesuítas con anterioridad a 1767 con la conciencia revolucionaria de la generación militante de 1810, como lo hace, por ejemplo, el historiador jesuíta Guillermo Furlong. Quizá los cambios económicos producidos por la expulsión han sido, a la larga, de mayor relevancia política al fortalecer la base de la aristocracia terrateniente criolla. Al terminar esta breve discusión de un tema muy difícil cabe hacer una aclaración obligada. En virtud de la excelente selección y entrenamiento de sus miembros, su organización, sumamente eficiente, y el empuje e inteligencia del jesuíta medio, la Compañía de Jesús dejó una huella de veras importante en la historia de Hispanoamérica. Pero no hay que olvidar tampoco que los dominicos ocupaban aproximadamente el mismo nivel intelectual y que la labor misionera de los franciscanos, tanto antes como después de 1767, era aún más extensa. Además, dos instituciones fundamentales de la Iglesia indiana, el Episcopado y la Inquisición, funcionaban sin jesuíta alguno.

V. LAS «TEMPORALIDADES» La Instrucción de lo que debían ejecutar los comisionados para el extrañamiento y ocupación de bienes y haciendas de los jesuítas..., enviada en el pliego secretísimo destinado a todas las autoridades encargadas junto con la Pragmática del 2 de abril, era muy detallada. Se harían en seguida inventarios de todos los bienes de la Compañía y de sus miembros. Al comienzo, sin embargo, la administración de los bienes tuvo un carácter provisional. Luego, de acuerdo con la real cédula del 27 de marzo de 1769, fueron creadas Juntas provinciales y municipales de Temporalidades para encargarse de su administración. Los arrendamientos iniciales de las haciendas fueron reemplazados por ventas en subasta pública. Sin embargo, la enajenación fue un proceso muy lento y no concluido aún al ser suprimida la administración especial hacia 1789. No existe, por extraño que parezca, un trabajo de conjunto sobre este tema importante, sino sólo algunos estudios parciales.

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Ante todo, tenemos muy pocos datos todavía sobre quiénes compraban las antiguas haciendas de la Compañía, entre ellas algunas de las más productivas y rentables de América, a las Juntas de Temporalidades. Parece, sin embargo, que salieron favorecidas las capas de terratenientes y empresarios criollos que tenían poca relación con la metrópoli. En la Audiencia de Quito, el marqués de Selva Alegre compró una hacienda de la Compañía en Chillos. Ahí mismo, a finales de 1808, convocó a un grupo de criollos conjurados que iban a capitanear uno de los primeros movimientos de liberación en Hispanoamérica. El historiador Guillermo Bravo Acevedo ha efectuado recientemente el siguiente cálculo sobre el valor de las Temporalidades en Chile, incluyendo los réditos (Los bienes temporales, 43): Pesos 1. 2. 3. 4. 5.

Dinero en efectivo 11.732 Mercaderías, créditos activos y efectos diversos .. 65.094 220.170 Valor calculado de 1.190 esclavos 265.635 Ganado mayor, menor y otros animales 1.398.515 Valor final real de los inmuebles 1.961.148

Reales 5 7 4 3 19

Como se ve, se trata de un caudal impresionante. Según Bravo, el presupuesto anual de la Capitanía General de Chile sólo alcanzaba la cuarta parte en esta época. Del valor de los bienes muebles destacan las cantidades referentes a ganados y esclavos. Merece mencionarse que sólo se trataba de una sexta parte de todos los esclavos negros de los colegios jesuítas en América. El valor total de los esclavos sería, por lo tanto, de entre un millón y millón y medio de pesos. Sin embargo, no hay que exagerar tampoco la importancia de las Temporalidades dentro de un contexto regional. En el sur peruano, los inmuebles de los colegios de Arequipa y de Moquegua tenían un valor de alrededor de 600.000 pesos. No obstante, Kendall W. Brown acaba de calcular que las propiedades jesuítas solamente representaban el 2,2 por 100 de la producción de vino de Moquegua, y en Arequipa el 2 por 100 de la del trigo y el 0,7 por 100 de la del maíz. Con respecto al Cuzco, las haciendas jesuítas eran pocas, pero de entre las más valiosas y grandes de la diócesis. Ante la inexistencia de una obra de conjunto, resulta aún imposible evaluar la magnitud, naturaleza y consecuencias de la enajenación de los imponentes bienes de la Orden religiosa más rica y terrateniente principal de Hispanoamérica. Cierto que las rentas e ingresos de las ventas de tierras, esclavos y bienes materiales eran enormes. Deberían, al mismo tiempo, usarse para financiar el traslado de unos 2.630 jesuítas a Europa, dando además a cada uno de ellos una pensión anual de 100 pesos hasta el fin de sus días. Además, es muy probable que la burocracia fuera poco eficiente en su tarea. De acuerdo con el historiador jesuíta Nicholas Cushner, su ineficacia y no la escasez de efectivo para adquirir las propiedades ex jesuitas fue la causa principal de la lentitud de las ventas. Sin embargo, en el caso de la Nueva España, una investigación detallada de Hermes Tovar, sorprendente-

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m e n t e , d e m u e s t r a mejores resultados económicos d u r a n t e el p r i m e r quinq u e n i o d e la administración estatal q u e d u r a n t e el q u i n q u e n i o a n t e r i o r a 1767, al p a r e c e r u n p e r í o d o d e dificultades económicas. Además, m e p a r e c e q u e el h e c h o d e h a c e r s e el p a g o d e los bienes p u e s t o s a la venta a n t e t o d o e n censos redimibles sugiere la i m p o r t a n c i a d e la escasez d e efectivo. E n 1 8 0 8 / 0 9 , el total d e inmuebles d e las T e m p o r a l i d a d e s en América sin alienar a ú n a r r o j a b a n u n valor total d e 5 3 2 . 5 2 4 pesos. Casi diez veces más constituía la d e u d a d e los c o m p r a d o r e s a n t e r i o r e s q u e los h a b í a n c o m p r a d o a plazo o a censo.

NOTA

BIBLIOGRÁFICA

Documentos Colección general de las providencias tomadas por el gobierno sobre el extrañamiento y ocupación de las temporalidades de los regulares de la Compañía de Jesús, 1-5 (Madrid, 1967-1984); Instrucción del Virrey Marqués de Croix que deja a su sucesor Antonio M. Bucareli, ed. N. F. Martín (México, 1960); V. Rico GONZÁLEZ, Documentos sobre la expulsión de los jesuitas y ocupación de sus temporalidades en Nueva España, 1772-1783 (México, 1949). Estudios globales M. MÓRNER, The Expulsión of the Jesuits from Latin America (Nueva York, 1965); véanse también el número especial con motivo del centenario de la expulsión de la Revista Chilena de Historia y Geografía 135 (Santiago, 1967)y los resúmenes del estado de la investigación de M. BATLLORI en Archivum Historicum Societatis lesu 37 (Roma, 1968), 201-231, y 49 (1980), 449-479. Estudios regionales N. M. FARRISS, Crown and Clergy in colonial México, 1759-1821. The Crisis of ecclesiastical Privilege (Londres, 1968);J. C. GONZÁLEZ, «Notas para una historia de los treinta pueblos de Misiones»: Anuario de Historia argentina 1-2 (Buenos Aires, 1943-1947); P. HERNÁNDEZ, El extrañamiento de los jesuitas del Río de la Plata (Madrid, 1908); H. I. PRIESTLEY, José de Gálvez, Visitor General of New Spain, 1765-1767 1 (Berkeley, 1916). Motín de Esquiladle G. ANES, «Antecedentes próximos del motín contra Esquiladle»: Moneda y Crédito 129 (Madrid, 1974), 219-224; ID., El Antiguo Régimen: los Borbones (Madrid, 1978); M. BUSTOS RODRÍGUEZ, «Del motín de Esquiladle a la inculpación de los jesuitas: Visión e información portuguesa de la revuelta»; Hispania Sacra 39 (Madrid, 1987), 211 -238; T. EGIDO, «La expulsión de los jesuitas», en Historia de la Iglesia en España 4 (Madrid, 1979), 756; ID., «Motines de España y proceso contra los jesuitas. La "pesquisa reservada" de 1766»: Estudio Agustino (Madrid, 1976), 219-260; J. A. FERRER BENIMELI, «El motín de Esquilache y sus consecuencias según la correspondencia diplomática francesa»: Archivum Historicum Societatis lesu 53 (Roma, 1984); L. RODRÍGUEZ, «El motín de Madrid de 1766»: Revista de Occidente 37 (Madrid, 1973), 24-49; P. VlLAR, «El motín de Esquilache y las crisis del Antiguo Régimen»: Revista de Occidente 36 (Madrid, 1974), 199-249. Dictamen de Campomanes P. RODRÍGUEZ CAMPOMANES, Dictamen fiscal de la expulsión de los jesuítas de España (1766-1767), ed. J. Cejudo y T. Egido (Madrid, 1977).

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La Iglesia diocesana

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CAPÍTULO

EL CLERO

Jesuítas en el exilio Numerosos trabajos de M. BATLLORI reseñados en Archivum Historicum Societatis lesu 53 (Roma, 1984), 7-26; N. P. CUSHNER, Phüippine Jesuits in Exile. Thejoumals of Francisco Puig, S.J., 1768-1770 (Roma, 1964); G. FURLONG, José M. Peramás y su Diario del destierro (1768) (Buenos Aires, 1952); ID., Los jesuítas y la escisión del Reino de Indias (Buenos Aires, 1958).

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INDÍGENA

Por JUAN B. OLAECHEA LABAYEN

El término de clero indígena debe entenderse aquí en su sentido estricto, es decir, en lo concerniente a la participación del sacramento del orden por los amerindios y, en todo caso, cuando se señala expresamente, por los mestizos o hijos de padre europeo y de madre india, o al revés. La ordenación sacerdotal de los originarios europeos perteneció a la rutina de la vida normal de la Iglesia indiana y no fue en ningún caso un problema eclesiástico, sino, a lo sumo, un obstáculo para la promoción clerical indígena por su suficiencia numérica para cubrir las necesidades pastorales de las extensas diócesis americanas.

I.

PRIMERAS EXPERIENCIAS EN LAS ANTILLAS

Existen razonables indicios para conjeturar que la Iglesia indiana pensó desde el primer momento de su establecimiento en las tierras recién descubiertas en la formación sacerdotal de los. aborígenes. De todas formas, cualquier realización en este sentido tuvo que ser posterior al año 1510, pues Bartolomé de las Casas, recordando su primera misa celebrada en ese año, dice que «fue la primera que se cantó nueva en todas estas islas». Las fuentes históricas dan a conocer que en el año 1513 funcionaban en Concepción de la Vega y en Santo Domingo, es decir, en las dos poblaciones dominicanas en las que el año anterior se habían erigido obispados, sendos internados de hijos de caciques, en el último de los cuales, al menos, se enseñaba la gramática latina. No cabe duda de que dichos internados no podían albergar nada más que un número muy reducido de alumnos, pero el dato de su existencia merece ser tenido en consideración en cuanto a la enseñanza de la lengua latina y en cuanto que sientan un precedente de los futuros colegios de hijos de caciques que tendrían un influjo considerable en la selección de vocaciones sacerdotales indígenas. La presunta intencionalidad de formar sacerdotes indígenas con la enseñanza de la gramática latina parece confirmarse con la petición que hacía el obispo don Pedro Suárez de Deza de poner estudio en su diócesis de Concepción de la Vega, como lo tenía la de Santo Domingo, y con la respuesta que le dirige el monarca español que acerca de educar muchachos indios para eclesiásticos se ordenaron los maestrescuelas y que, además, estaba el bachiller Suárez.

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La Iglesia diocesana

La actitud de los franciscanos

El citado bachiller, Hernán Xuárez, o Suárez en grafía moderna, figura también en sendas cédulas reales del repetido año de 1513, la primera dirigida a los jueces de apelación de la Española, en la que se dice que dicho clérigo llevaba mucho tiempo en dicha isla, y se recomienda a los jueces tutelar su labor de instrucción en la gramática y en otras cosas de ciencia y se les encarga otorgarle un sueldo anual de 200 pesos de oro. La segunda cédula estaba dirigida a los franciscanos que regían el referido internado, encomendándoles la máxima diligencia en su labor. Las repetidas referencias a la cuestión se justifican quizá por el tema y por destacar la figura del citado clérigo, primer titular de una cátedra regentada en el Nuevo Mundo. No hay constancia de que ningún nativo de la isla dominicana hubiese llegado a ordenarse sacerdote, pero sí consta que el año en cuestión de 1513 residía en la casa provincial de los franciscanos de la Española un fraile indio de Tierra Firme, cuyo envío a su lugar natal de las actuales tierras venezolanas sugiere el rey Fernando el Católico, agregado a otros religiosos que debían ir con una expedición española de asentamiento en aquellos parajes. Por otra parte, la rápida extinción de los aborígenes no facilitó mucho la empresa, aunque unas décadas más tarde se presenta ya el problema de los clérigos mestizos, como en la advertencia que en 1548 realiza el doctor Montano, con motivo de erigirse en metropolitana la catedral de Santo Domingo, sobre el cuidado que se debía tener en la colación de beneficios y prebendas a quienes, conforme a los estatutos de erección, estaban excluidos por no ser de limpia generación. Así, unos años más tarde, Felipe II se dirigía al arzobispo del lugar para pedir aclaración sobre la colación de un beneficio a un mestizo o indio que, además, estaba en irregularidad canónica. Otra posibilidad que se dio en los albores de la evangelización americana para la formación del clero indígena se cifra en la llegada de un número considerable de niños indios, preferentemente hijos de principales, a España para ser educados en monasterios y conventos, y que a su regreso aprovecharan a los naturales en beneficio de sus ánimas. El primero de quien consta que vino a Europa con esa finalidad es el hijo de un cacique de la Española que, enviado por Ovando, llegó a Sevilla a primeros del año 1505. Pero en 1526 se despachó una provisión real a fin de que en cada uno de los territorios americanos se seleccionase cierto número de niños indios para ser enviados a la península. A Cuba se asignaron doce niños, veinte a México, y así sucesivamente. Aunque los veinte mexicanos no fueron enviados -el colegio de Santiago de Tlatelolco fue la causa-, unos cincuenta niños llegaron a Sevilla a consecuencia de la mencionada provisión.

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La actitud de los dominicos

Sin embargo, no parece que se intentó formar a estos niños para el sacerdocio, pero sí tuvieron dicha intención los dominicos unos años antes con motivo de la fundación en Sevilla de una casa para formar misioneros para América. El provincial de la Española, fray Pedro de Córdoba, y el durísimo denunciante de los abusos de los españoles contra los indios, fray Antonio de Montesinos, concibieron la idea de que en dicha casa se formasen, en turnos sucesivos, quince indios aspirantes al ingreso en la Orden, con cuya convivencia, además, los aspirantes españoles aprenderían lenguas. El monarca dio su consentimiento al proyecto y el arzobispo hispalense, fray Diego de Deza, se comprometió a sufragar los gastos de estancia de los quince amerindios. El programa se realizó ciertamente, aunque no sabemos en qué medida. Como prueba de que en los primeros tiempos de la evangelización americana hubo cierta propensión a admitir a los indios al hábito religioso, el cronista dominico Juan de la Cruz y Moya transcribe un breve de Su Santidad Pablo III, diligenciado por fray Bernardino de Minaya en 1537, en el que se conceden determinados beneficios espirituales a las personas que concurrieran con alguna limosna al rescate de un religioso indio, cautivo en poder de los turcos. El breve explica que Juan y Jorge, profesos ambos en la Orden de los Predicadores, fueron, acompañados de una hermana suya, Margarita de Tineda, a visitar los Santos Lugares, y al regreso fueron apresados y conducidos a Constantinopla. Se expresa que, a pesar de que se les hizo violencia para que renegasen, ellos se mantuvieron fieles a la fe. Juan fue rescatado por Andrea Doria mediante el pago de 40 ducados de oro, pero no Jorge y Margarita, por cuyo rescate se pedían 50 ducados. Los dos mencionados religiosos se mantuvieron fieles a la fe, pero algo extraño debió de ocurrir con otros indios admitidos al hábito cuando al crearse en 1532 la provincia dominicana de México, desmembrada de la de la Santa Cruz de la Española, se determinó en capítulo no admitir a los estudios de la Orden ni a la profesión religiosa a los indios y a los mestizos. La razón aludida para esta exclusión, que fue ratificada por el Papa, se cifraba en que se había dado el hábito a algunos indios principales y mestizos, pero la experiencia mostró que no eran aún aptos para el estado religioso. II.

PRIMERAS EXPERIENCIAS EN EL CONTINENTE

La decepción de los dominicos no llegó a desbaratar totalmente las actitudes favorables a la constitución del clero amerindio, pero es más que presumible que contribuyó a aumentar recelos y desconfianzas. Por fortuna, la situación cultural y las formas de vida y organización social de los nativos de la Nueva España no eran comparables con las de los antillanos, sino muy superiores, y esto pudo amortiguar los efectos de la mencionada decepción en determinados sectores de la nueva población europea, tanto eclesiástica como civil, que se estableció en las tierras conquistadas por Hernán Cortés.

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A los diez años de la conquista, es decir, en 1531, el panorama pastoral de lo que entonces se llamó la Nueva España se cifraba en un inmenso campo de mies, por usar la imagen bíblica, consistente en cinco o seis millones de indios, y muy pocos segadores, cien sacerdotes, según escribían los jueces de apelación de dicho lugar al monarca. En esa situación eran muchos los que naturalmente pensaban en la conveniencia de reclutar segadores entre los mismos indígenas, y en ese sentido se podrían recoger algunas manifestaciones de personas conspicuas de la nueva sociedad mexicana exaltando la necesidad de poner estudios y facultades a fin de orientar y preparar a los naturales para el ejercicio de la labor pastoral. En los conventos principales de las Ordenes religiosas existían dichos estudios para preparar a los aspirantes a sus respectivas comunidades. En ellos eran admitidos también algunos alumnos externos que no iban orientados a dicha finalidad, entre los cuales consta que se encontraban algunos indios, aunque es prácticamente seguro que ninguno de esta raza se ordenó de sacerdote, ni siquiera don Pablo Caltzontzin, nieto del último rey tarasco, a pesar de afirmarlo así historiadores serios, como Cuevas. A)

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Franciscanos indios en México

Lo que realizaron los dominicos en la isla que lleva el nombre de su fundador lo repitieron casi literalmente los franciscanos en México. El año 1527 los frailes menores admitieron al noviciado a dos o tres indios, pero antes de terminar este período anual se percataron de que ellos no eran para el estado religioso, por probarlos antes de tiempo, según prudente aseveración de Motolinia. A pesar de ello, los franciscanos quizá no se opusieron en un principio a la admisión de algún natural más en las filas de la Orden, pues el mismo cronista citado escribe que tres intérpretes que tuvo para predicar fray Martín de Valencia vinieron a ser frailes y salieron muy buenos religiosos. La incógnita que a este respecto cabe plantear es la de si dichos tres intérpretes eran realmente indios puros, como parece más probable, pues de ser mestizos serían realmente muy niños. Pero pronto seguirían a los dominicos por las sendas restrictivas, puesto que también en las constituciones de la provincia religiosa mexicana del Santo Evangelio se vetó la admisión de indios o mestizos en la Orden. Más o menos, las demás Ordenes religiosas establecidas en América adoptaron las mismas disposiciones. Concretamente, los agustinos, quienes en un principio parece que trajeron a Europa algunos indios para prepararlos a recibir el hábito, y los jesuítas. Pero, sin duda, el veto a la admisión de los naturales a la vida religiosa debía de parecer a los frailes una medida muy dura y que sería de evidente desconsuelo para muchos de aquellos neófitos que mostraban tan buena voluntad e incluso tan buena disposición, aunque no suficiente al parecer. Por eso trataron de buscar una especie de sustitutivo en la institución de los donados. Esta consistía en la admisión de sujetos voluntarios en la vida comunitaria del convento, con un hábito similar o idéntico, según los casos, pero sin el rigor de compromisos de los profesos, y generalmente con la obligación de realizar labores comunes. Se trataba, sin duda, de un sucedáneo más bien pobre, pero este recurso proporcionó a los

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naturales la posibilidad de demostrar con el tiempo su capacidad y aptitud para la vida religiosa, ya que los cronistas de las diversas instituciones regulares se hacen eco de los méritos y ejemplaridad de vida de algunos de esos donados, bien fuesen indios, bien mestizos o de cualquier otra casta. B)

El colegio de Santiago de Tlatelolco

El colegio de Santiago de Tlatelolco, o Tlaltelolco, quizá más correctamente, es una de las instituciones docentes americanas primitivas que han sido objeto de mayor atención por parte de los estudiosos. No obstante, existen todavía puntos oscuros en su historia, como concretamente la finalidad por la que fue erigido por sus fundadores. La inauguración del colegio, con la más solemne pompa y la asistencia de todas las máximas autoridades del virreinato, se efectuó el 6 de enero de 1536, es decir, en una época en la que todavía el número de sacerdotes y misioneros era claramente insuficiente para la ingente labor de evangelización de la población nativa. El colegio no surgió por generación espontánea, sino por una evolución, con salto hasta cierto punto cualitativo, del colegio de San José, que habían implantado los franciscanos en su convento del citado lugar, situado en los arrabales de la capital, y en el que con el favor expreso del presidente de la Audiencia, el obispo Ramírez de Fuenleal, se inició la enseñanza de la gramática romanzada en lengua mexicana, es decir, del latín, utilizando el soporte de la lengua náhuatl. El comienzo del salto cualitativo se cifra en el paso de este procedimiento de enseñanza al del método utilizado a nivel de la facultad de gramática con el mínimo apoyo en la lengua vulgar y se prosigue con la implantación de los estudios de filosofía e incluso de la teología. El enfoque en cuanto a la amplitud de las disciplinas del programa docente no estaba exento de ambición. Tampoco de envergadura en cuanto al número de estudiantes, pues el colegio se inauguró con 60 alumnos, seleccionados por su capacidad en las escuelas anexas a los conventos de los hijos de San Francisco de la región, aunque al año siguiente dicho número, seguramente por un proceso lógico de selección, había bajado a 50. Se les asignó un uniforme, especie de sotana llamada hopa, y, naturalmente, se les impuso la beca de color azul, cuyo cruce sobre el pecho y las volandas de la espalda proclamaban el fervor concepcionista. El régimen de vida, de estricto internado, se hallaba inspirado en las casas de formación de las Ordenes mendicantes, con los correspondientes ejercicios de austera piedad y las horas de estudio y clases. Tanto el régimen de vida como, sobre todo, el programa de estudios del colegio inducen a pensar que en dicho centro se pretendía que aquellos alumnos, hijos de caciques, recibieran una formación que les capacitara para recibir el sacerdocio. Por un informe de los frailes sabemos que se les enseñó la gramática, las artes y aun parte de la teología escolástica. La enseñanza sólo parcial de esta última disciplina parece sugerir una interrupción de la misma, la cual debió de suceder en el año 1540 cuando precisamente el arzobispo fray Juan de Zumárraga comunica al Emperador su decepción e incertidumbre sobre el futuro del colegio por el hecho de que los estudiantes, los mejores gramáticos, se mostraban más inclinados al matrimonio que

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a la continencia. En dicho año, en efecto, aquellos niños que en 1533 comenzaron a estudiar los rudimentos de latín con fray Arnaldo de Bassaccio bien pudieron haber pasado por la gramática y las artes e iniciar el estudio de la teología, coincidiendo con el fin de la pubertad y el paso a la edad nubil. Mientras el colegio de Santiago de Tlatelolco seguía un proceso satisfactorio para muchas personas, entre las cuales se debían contar las autoridades religiosas y civiles, sin excluir entre estas últimas al virrey Mendoza, que legó a la institución varias fincas de su propiedad, no faltaban otras personas que lo miraban con verdadero recelo y advertían por palabra y por escrito de lo peligroso que podía resultar poner en conocimiento de unos neófitos sin reciedumbre y solera cristiana los misterios de la fe. Pero esta actitud se hizo más peligrosa y adquirió mayores vuelos con el fracaso de los proyectos iniciales del colegio de Tlatelolco, a lo que se unió el proceso de herejía del cacique de Texcoco don Carlos, instruido precisamente en este mismo colegio, lo cual trascendía de la pura anécdota en aquellos momentos en los que en Europa se habían originado las luchas religiosas con el nacimiento de la Reforma protestante. Si los indios no habían de ser sacerdotes y si, por añadidura, podían caer en la herejía, ¿a qué venía enseñarles, no ya la teología, sino ni siquiera las ciencias? Semejante razonamiento se propagó con tanta fuerza y las voces de alarma llegaron tan repetidamente a la cámara regia, que los consejeros de Indias consideraron necesario evacuar una consulta a los teólogos y jurisperitos más destacados del momento, lo cual dio lugar a una respuesta escrita en latín en forma de tratado breve redactado por el franciscano Alfonso de Castro, considerado como el creador del derecho penal, cuya doctrina refrendan al final otros autores insignes, como el propio Francisco de Vitoria. La tesis de fray Alfonso parte de la vocación cristiana de los indios que debe ser plena, sin medias tintas, por lo que no cabe ocultarles los misterios de la fe. Precisamente, cuanto mejor los conozcan perseverarán más fielmente en sus principios. Por supuesto, además de las ciencias religiosas, hay que mostrarles también las artes liberales, que son como la sierva de aquéllas y constituyen, en frase de San Agustín, el oro y la plata de los egipcios con los que se confeccionó el tabernáculo. El mencionado tratado tuvo la virtud de contrarrestar los argumentos de los detractores de la enseñanza superior de los indios, pues el mismo año en que fue refrendado, 1543, el Rey otorgó un subsidio económico a la institución y encargó velar por ella al visitador que en dicha fecha era enviado a inspeccionar los asuntos públicos de México. Pero no cabe duda de que la decepción en los pronósticos iniciales del colegio minó los cimientos del mismo y que a partir de ahora comenzará a advertirse una progresiva languidez que se manifiesta en la supresión de los estudios teológicos, que fueron sustituidos por una formación de tipo más general, incluyendo algunos temas que facultaban para el ejercicio de la medicina. Tanto en el desarrollo del colegio de Santiago de Tlatelolco como de la empresa de la formación del clero nativo en general se advierte la falta de

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unos propósitos firmes y tenaces de conseguir los objetivos propuestos. La historia comparada enseñará más tarde las dificultades que envuelve la tarea de conducir al estado del sacerdocio católico a quienes se acaban de erguir del peso de la idolatría; pero entonces no existían todavía precedentes en los que apoyarse para realizar una política tenaz en la idea de que la aceptación responsable de las exigencias del sacerdocio, especialmente del celibato en la Iglesia latina, requería la mentalización previa de los aspirantes. La decepción sufrida en los propósitos iniciales del colegio de Santiago de Tlatelolco retrasó, sin duda, el ascenso de los naturales de América a las filas del clero. C)

La disciplina conciliar

La disciplina conciliar de la Iglesia indiana, manifestada principalmente en los concilios provinciales de ambas provincias eclesiásticas o archidiócesis de México y Lima, respecto al tema de este epígrafe no es más que un reflejo de la realidad circundante. La atípica Junta Eclesiástica reunida en México en 1539 corroboró la posibilidad de conferir el orden sagrado a los miembros de la raza americana: «pues se les fía el bautismo, que no es menos que el sacerdocio». Esta frase de profundo contenido teológico se estampó en un momento en el que existían unas expectativas reales con el colegio de Tlatelolco, pero al cabo de pocos años se adoptará un giro diferente. 1. El primer concilio provincial de México (1555). Entre las muchas cuestiones que tuvieron que estudiar en el primer concilio provincial, celebrado en 1555, los obispos de la archidiócesis mexicana para hacer frente a los peculiares problemas de una Iglesia nueva, figura la de la selección de los aspirantes al sacerdocio. En esta cuestión se advierte un cambio de situación respecto a las décadas anteriores en lo relativo al número de sacerdotes, de cuya insuficiencia no existen quejas, sino, al contrario, se ajustan los requisitos para la admisión de los aspirantes con los impedimentos de derecho común y especial, excluyendo a los que tuvieran infamia, a los descendientes de padres o abuelos quemados o reconciliados o de linaje de moros, así como a los mestizos, indios o mulatos. La parte final de este canon conciliar no supone una novedad en cuanto a la exclusión por motivos raciales, pues existía ya anteriormente en lo relativo a los moros, sino en cuanto a la extensión de la misma no solamente a los indios, sino también a otras castas originadas en el solar americano y que contribuyeron a otorgar a la epidermis social del Nuevo Continente una fisonomía abigarrada. 2. El segundo concilio de Lima (1567). Doce años más tarde se oía en la América del Sur el eco de esta prohibición al establecer el segundo concilio provincial de Lima que los nuevos conversos a la fe no debían ser por ese tiempo iniciados en ninguna Orden sagrada, aunque permite que se vistan con la sobrepelliz para ayudar en misa o en las procesiones, pero no con los ornamentos para cantar la epístola. Seguidamente exhorta a los sacerdotes para que persuadan a los padres a que entreguen a sus hijos a servir a Dios y se les enseñe a leer, escribir y canto. El retraso con que la Iglesia limense legisla a este respecto sobre el mexicano tiene una explicación obvia: la ausencia de una formación acadé-

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mica adecuada de los naturales, que no empieza a conformarse hasta la fundación franciscana del colegio de San Andrés en Quito, hacia el año 1560, y con ciertas posibilidades de que los naturales estudiaran en otros centros comunes y en la nueva Universidad de San Marcos. D)

Por qué no se ordenan los indios

A la mentalidad moderna no deja de extrañar la expuesta disciplina, e incluso no vacilaría en condenarla con todo vigor. Sin embargo, la historia debe ser interpretada o, por lo menos, comprendida con la mentalidad de la época. Existen numerosos testimonios de por qué se aleja a los indios de las órdenes sagradas, pero el más autorizado es seguramente el del arzobispo Montúfar, que presidió el mencionado concilio mexicano y que a continuación escribe al rey de España cifrando las razones de la prohibición en la flaqueza de la carne, el poco temor de Dios y la poca fíabilidad de su constancia en la fe. La única experiencia contemporánea comparable con la americana es la de la India. Es curioso comprobar que las razones aludidas en la península indostánica para alejar a los naturales del sacerdocio, según el estudio de Meló, son prácticamente un calco de las esgrimidas por la Iglesia americana. III.

EL LARGO PROCESO DE CONSOLIDACIÓN

Si las primeras experiencias de formación de clero indígena en la América hispana se cierran tristemente con unos cánones conciliares, otros cánones iniciarán una apertura, quizá un tanto tímida todavía, hacia la formación del mismo, y otros más tarde ratificarán clara y decididamente su necesidad. A)

Los concilios de la apertura

Los concilios que comienzan a entornar la puerta son los terceros provinciales de Lima y México, que se celebran, respectivamente, en los años 1582 y 1585. 1. El tercer concilio de Lima. En ninguno de los cánones establecidos en Lima en 1582 se hace mención a lo relativo a las órdenes sagradas ni de indios, ni de europeos, ni de las demás castas que poblaban el Perú, sino que se limita a establecer al respecto las normas de derecho común. En todo caso se favorece la posibilidad de la ordenación de los nativos al admitir hacerlo a título de indios siempre que se tenga conocimiento de su lengua. Pero aún hay más. Por documentos existentes en el Archivo de Indias se sabe que los obispos de la archidiócesis límense quisieron derogar las cláusulas prohibitivas del concilio de 1562 atendiendo una reclamación presentada por los mestizos del Perú. La misma conclusión se puede extraer de la conducta subsiguiente de los obispos que participaron en dicho concilio, principalmente en lo concerniente a la fundación de colegios de hijos de caciques, recomendada ya en los textos conciliares. La intencionalidad de la erección de dichos colegios está puesta de

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manifiesto en una carta colectiva que escriben al monarca el arzobispo Santo Toribio de Mogrovejo y los obispos de La Imperial, Santiago de Chile, Cuzco, Tucumán, La Plata y Río de la Plata expresando su esperanza de que por este medio los naturales llegarán a ser buenos cristianos, se harán aptos y suficientes para estudiar y aun para ser ministros de la palabra de Dios en su nación. Pero no hay que confundir estos colegios con los seminarios de formación clerical ordenados por el concilio de Trento, aunque dicho mandato es invocado en alguna de estas fundaciones. En ellas no se pretende la formación homogénea de los hijos de caciques para el sacerdocio, sino su educación especial con un carácter selectivo de los más capacitados. El agustino Luis López de Solís, obispo de Quito, no firma la mencionada carta, pero fue el primero en organizar uno de estos colegios como anexo al seminario de españoles y regidos ambos por los jesuítas. No hay pruebas documentales, pero se cree que de él salió algún sacerdote indio. También los demás obispos, al regresar a sus sedes, pusieron manos a la obra en este aspecto y, en consecuencia, se crearon numerosas instituciones de la expresada naturaleza, pero de desigual fortuna, sobre alguna de las cuales deberemos volver más tarde. El obispo de Cuzco, Sebastián de Lartaun, piensa incluso en escuelas universitarias. 2. El mexicano III. El texto impreso por el arzobispo Lorenzana del concilio de 1585 prohibe que sean admitidos a las órdenes los descendientes de los condenados por la Inquisición en primer grado por línea materna o en segundo por línea paterna. Tampoco deben ser admitidos sino con mucha cautela los mestizos tanto de indio como de moro, así como los descendientes en primer grado de un padre o madre etíope (negro). Está claro que este texto supone cierto progreso sobre la disciplina conciliar anterior, pero seguramente estuvo motivado por una imposición de la Santa Sede, pues el manuscrito enviado a Roma para su aprobación habla simplemente de prohibir dicha ordenación y la Sagrada Congregación del Concilio seguramente añadió la cláusula de la admisión a la misma, aunque recomendando cautela. La mitigación de la disposición original por la curia romana debió estar motivada por la alegación de los mestizos peruanos contra la real cédula que prohibía ordenarlos, pues contra ella presentaron recurso tanto en Madrid como en Roma, e incluso esta última advirtió al monarca que el tema de los sacramentos no era de su competencia. En cualquier caso, después del referido concilio los obispos podían proceder más libremente a ordenar a los naturales y a las mezclas en primer grado y absolutamente libres para ordenar a las mezclas en todos los sucesivos grados. De hecho, a partir de ese momento la ordenación sacerdotal de los indios comenzó a no ser tan rara, y así vemos todavía en el siglo XVI a Pedro Ponce, salido del colegio de Tlatelolco, como párroco de Tzompahuacán, famoso por sus conocimientos de los dioses y ritos de la gentilidad. El cronista Basalanque testifica también que en su tiempo de estudiante (lo era en 1590) tuvo compañeros indios en México y luego conoció a otros en Michoacán, de los que afirma haberse ordenado algunos de sacerdote y ser muy capaces, pero se lamenta de que se den excesivamente al vino.

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Los colegios de caciques En el reclutamiento sacerdotal indígena se deben considerar dos instrumentos, aunque uno a plazo más largo que el otro, recomendados por los mencionados concilios provinciales, haciéndose eco de las disposiciones tridentinas. Se refieren a la constitución de los seminarios conciliares o tridentinos que se debía realizar en cada diócesis para la formación del clero y a una institución peculiar americana que se conforma como reflejo del mandato tridentino, es decir, los colegios de hijos de caciques. No tendría demasiado objeto hacer una relación de los colegios de hijos de caciques que se fueron creando a lo largo de la geografía americana porque, entre otras razones, ellos fueron de una importancia muy desigual y la mayor parte de los mismos no tuvieron mucho que ver con nuestra cuestión. Pero sí hubo algunos colegios de hijos de caciques que en diversa medida proporcionaron vocaciones sacerdotales, incluso situados en ambientes geográficos y sociales bastante extraños. 1. Colegios chilenos. Tales ambientes podrían ser, por ejemplo, los territorios araucanos de Chile, donde se instruyeron algunos hijos de caciques de los de guerra, de los que a fines del siglo xvil por lo menos dos se habían ordenado de sacerdotes. Quizá motivado en ello, el gobierno español mandó a la Audiencia de Chile crear un colegio-seminario para educar a unos veinte niños araucanos y circunvecinos en el año 1697, donde, además de la instrucción primaria, se enseñaría la gramática y la teología moral. Pero no se conocen datos posteriores sobre esta institución y no es verosímil que se la pueda relacionar con el colegio propuesto por el virrey Amat en el que, como un recurso de pacificación, se educaría a los hijos de los indómitos araucanos aplicando a algunos de ellos al estado eclesiástico y a otros a diferentes empleos políticos. El colegio se puso en marcha en 1777 en Santiago, regido por el clero secular, pero poco después fue trasladado a Chillan, por cuyo nombre es conocido, quedando a cargo de los franciscanos de Propaganda Fide establecidos en dicho lugar. Las constituciones del colegio de Chillan, aprobadas por don Ambrosio O'Higgins, establecían que si los alumnos aprendían a leer, escribir y contar después de los dieciocho años se les induciría a tomar oficio; si antes de los dieciséis, se les pondría en la gramática sin consultar su deseo de salir del seminario, y si entre los dieciséis y los dieciocho, quedaría a su elección el seguir estudios o tomar oficio. Parece que se cumplió, con mayor o menor fidelidad, el programa propuesto, pues por una representación hecha al rey de España el año 1816 consta que, para dicha fecha, de este centro salieron maestros de escuela, militares con plazas de distinguidos, algún abogado, un par de médicos y de sacerdotes seculares, un dominico sacerdote y dos franciscanos. Uno de estos dos últimos fue destinado por su prelado para profesor de gramática en Mendoza y se hallaba de capellán de la guarnición de un fuerte construido a la otra banda de la cordillera para resguardo de los indios pehuenches a fin de que los aconsejase como hermanos. Más tarde se supo que tales consejos fueron nocivos para el dominio español, pues este fraile, Francisco

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Inalicán, fue intermediario entre dichos indios y el general San Martín cuando éste se disponía a cruzar la sierra. 2. Otros colegios sur americanos. Con fines de formación genérica de los naturales se establecieron otros colegios en América del Sur. Algunos eran fundados por la autoridad del vicepatrono con la pertinente aprobación regia; otros, por los religiosos, como ocurría con los franciscanos que regentaban el de San Andrés en Quito, el que disponían para sus doctrinas de la provincia de Caracas, cuya cátedra de gramática estaba subvencionada por el rey en el año 1600, y el de San Francisco de Asís en Bogotá para los niños de la nobleza india. Tampoco faltó a este respecto la iniciativa privada con sus legados específicos. En el primer y tercer caso, las preferencias para regir estas fundaciones se dirigían a los jesuítas, como ocurrió en los dos ejemplos argentinos de la Administración de Misiones y de San Miguel de Tucumán. Dichas preferencias se repetían en el colegio de San Antonio Abad, del Cuzco, donde estudió Juan de Espinosa Medrano, «El Lunarejo», cuyo humilde origen de labriegos indígenas no impidió que alcanzara un relumbre literario a la zaga sólo del inca Garcilaso en el antiguo Perú ni tampoco la canonjía magistral y la de tesorero y chantre en la catedral de Cuzco, pero sí la de Arcediano, cuya propuesta consiguieron hacer fracasar quienes veían una remora en su sangre. 3. El colegio del Príncipe. Mención especial merece el colegio que fundó el año 1619 en Lima el príncipe de Esquilache y es conocido por el título del fundador. Como cualquier institución humana, este colegio, destinado a la educación de la nobleza incaica, conoció momentos de mayor o menor esplendor en su larga historia, pero en líneas generales se consolidó con el transcurso del tiempo hasta obtener el fruto de numerosas vocaciones sacerdotales y religiosas, amén de abogados, a cuyo estado y profesión se inclinaban los gustos de los alumnos al decir del viajero inglés Stevenson, que, a principios del siglo Xix, testifica que de dicho colegio salieron muchos indios que han brillado en el pulpito y el foro. En efecto, por lo menos en la segunda parte del siglo xvm, un importante número de estudiantes indios coronaban sus estudios humanísticos para proseguir los estudios superiores. Conocemos el programa de fin de curso y exámenes, editado en latín, correspondiente al año 1787, los cuales eran presididos por el rector de la Universidad. En dicho programa constan con sus nombres y apellidos dieciocho alumnos que se tenían que examinar para poder pasar a los estudios universitarios y seis más que habían demorado el examen por hallarse enfermos. Figuran, además, otros cinco nombres que, por su edad más avanzada, pasan sin examen a los estudios mayores y cuatro que habían ingresado en religión, seguramente en alguna Orden mendicante por la expresión latina: cucullum induerunt, vistieron la capucha. 4. Colegios novohispanos. Los franciscanos y, sobre todo, los jesuítas pusieron también en marcha en las tierras del hemisferio norte cierto número de instituciones docentes consagradas a la formación de la juventud india. El colegio de San Gregorio, fundado en la capital azteca por los jesuítas, quedó reservado a partir de 1582 a los indígenas y se constituyó en una

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especie de prototipo para otras fundaciones de igual fin. No se impartía en él la enseñanza superior, pero su marcado carácter selectivo condujo a que cierto número de alumnos aventajados pudieran cursar en facultades. Una importancia paralela a su modelo alcanzó en Puebla el colegio de San Francisco Javier, el cual fue fundado por el jesuíta Antonio de Herdoñana mediante la liberalidad de su madre y continuó en manos de la Compañía hasta su expulsión. Cabe conjeturar con bastante fundamento que estos dos colegios tuvieron bastante que ver con el grupo de caciques adornados con títulos universitarios cuya constancia existe en el Archivo General de la Nación en papeles de fines del siglo xvn y primeras décadas del XVIII. Haciendo caso omiso de otras fundaciones, resulta curioso resaltar la que promovieron el año 1783 en Pótam los franciscanos. Las constituciones de este colegio fueron redactadas de orden del rey por el obispo de Sonora, y el carácter selectivo de las mismas permitió que pronto se ordenaran de sacerdotes dos de sus alumnos pertenecientes al laborioso y todavía poco cultivado grupo yaqui. 5. Tlatelolco, otra vez. Con una vida más bien precaria, el colegio de Tlatelolco siguió funcionando como escuela primaria hasta aproximadamente el año 1622. A partir de esa fecha cayó en la ruina y sólo se salvó como recuerdo de su grandeza pasada un lienzo de pared que precisamente albergaba el escudo de Carlos V. Un siglo después los franciscanos pretenden abrirlo de nuevo. En 1728 un magistrado de la Audiencia mexicana giró una visita de inspección y encontró un crecido número de alumnos indios de ¡ primera enseñanza y se inició un movido expediente para otorgarle el antiguo rango perdido. Impacientes, los frailes promueven con limosnas diez] becas que conmovieron a la juventud india. Las becas eran por nueve años, al objeto de asistir a las clases del convento de San Buenaventura, donde se ¡ albergarían provisionalmente, y luego de la universidad. Con la pretensión de restaurar este colegio coinciden las gestiones del ; bachiller Julián Cirilo de Castilla, presbítero, cacique principal de Tlaxcala, en la corte madrileña, a fin de establecer en Guadalupe una comunidad de sacerdotes indios. Don Julián chocó con una burocracia lentísima y detallista que le retuvo en Madrid durante varias décadas con la necesidad de tener j que ser auxiliado económicamente por la Corona. Los informes solicitados ] a las autoridades mexicanas sobre la pretensión inicial del presbítero cacique! fueron negativos, porque se consideraba que había pocos sacerdotes indios] para dicha fundación. Entonces desvió sus pretensiones hacia la restaura* ción del colegio de Tlatelolco, lo cual dio origen a un largo y minuciosoij expediente sobre los bienes raíces del mismo y de la posibilidad de su'í recuperación. Este cacique murió en Madrid sin haber alcanzado ningunaí de sus pretensiones. C)

Seminarios diocesanos

Aunque los seminarios tridentinos no tenían todavía un carácter vinculante para las ordenaciones sacerdotales, su importancia para dotar a las diócesis de un clero bien capacitado era indudable. El seminario implicaba el

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internado de los estudiantes y suponía también la creación de cierto número de becas que hasta la segunda parte del siglo XVIII no podían en la legislación española disfrutar los hijos de oficiales mecánicos. Esto hacía que la erección de estos centros fuese una labor dificultosa desde varios puntos de vista, incluyendo el económico. Aunque el Patrono Regio había dispuesto una especie de impuesto del tres por ciento sobre la congrua de los doctrineros, los religiosos afectados se resistían a su pago por considerarlo ajeno a sus obligaciones, con lo que quedaba viciada en muchas diócesis una de las fuentes económicas más importantes para la fundación de dichas instituciones. Se considera como un acto grandemente meritorio la fundación de seminarios que unos pocos prelados realizaron antes del concilio de Trento. Uno de ellos fue el obispo de Michoacán, don Vasco de Quiroga, que fundó en Pátzcuaro el colegio de San Nicolás en los años 1540-41 con el fin de formar, como dice el venerable obispo en su testamento, los sacerdotes de su diócesis. Pablo IV facultó a los obispos de aquella sede a ordenar a los alumnos de todas las órdenes sagradas sin reverencias ni dimisorias de otros prelados. Aunque el legendario obispo, conocido por Tata Vasco, dispuso que los indios tuviesen acceso a todos los estudios de este colegio, ya que fueron ellos los que construyeron el edificio, no parece que pensara todavía en ordenarlos. Otra cosa podía ocurrir con los titulares de las diez becas que se les otorgaron más adelante y que no siempre se llegaban a cubrir por no poder los indios sufragar la vestimenta reglamentaria, pues el colegio ha perdurado hasta la época presente. Alumnos ilustres de este colegio fueron don Pedro y don Pablo Caltzontzin, nieto y hermano del último rey tarasco, cuya ordenación sacerdotal y adscripción formal a la Compañía de Jesús, respectivamente, deben ser rechazadas según los últimos datos históricos disponibles, que incluso dudan de la existencia real del primero. Tampoco debió de situar la mente en los indígenas el obispo de Guadalajara, don Domingo de Alzóla, al comunicar al rey en 1584 la erección del seminario de su diócesis de tan brillante historial futuro, igual que unos años más tarde Santo Toribio de Mogrovejo al erigir el no menos glorioso de Lima. Ello se debía en buena parte a que se consideraba perjudicial para los indios la convivencia con los alumnos de origen europeo, que se mofaban de ellos e impedían el desarrollo pleno de su capacidad. Precisamente, cuando se comenzaba a tratar de crear el seminario de México llegó al Consejo de Indias una representación del obispo de Nicaragua defendiendo que indios y españoles debían formarse juntos en su seminario recién creado y no en edificio anejo, como quería la Corona. Este aviso llegó justamente en el momento en que los consejeros del Patrono Regio estudiaban la forma en que el seminario mexicano pudiera preparar también a los naturales para el sacerdocio. Fue así cómo al aprobar Carlos II en 1691 la fundación del seminario de la capital azteca dispuso que tanto en él como en todos los que se fundaren en el futuro se reservase para los indios la cuarta parte de las

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becas, cuyo número en el caso concreto fue de dieciséis, de las que efectivamente a ellos se reservaron cuatro. D)

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£1 panorama vocacional indígena

Esta disposición en favor de los naturales con motivo de la erección del seminario mexicano, que, en expresión de los jesuitas expulsos, produjo unos eclesiásticos que eran los capuchinos del clero, comparados especialmente con los de Italia, fue de gran trascendencia porque rompe los prejuicios de formar por separado a españoles e indios y porque constituye el exordio de una serie de medidas regias que culminan con la «Cédula de Honores» y el «Tomo Regio», documento este último que motivó los concilios provinciales de Lima y México de la época de la Ilustración que, en medio de su acendrado regalismo, alcanzan una altura rayana con la perfección en lo relativo a la promoción del clero indígena. Y documento el anterior que equiparaba, en cuanto al derecho a preeminencias y honores, a la clase de los caciques con los hijosdalgo y a los indios de la clase llana con los limpios de sangre de Castilla. Con unas y otras medidas se llegó a formar un grupo considerable de sacerdotes indígenas, sobre cuyo número se pueden realizar algunas consideraciones. Hay que recordar en primer lugar el testimonjo de Clavigero, quien, en su historia de México escrita hacia el año 1780, habla de la existencia de millares de sacerdotes indios desde que comenzaron a ordenarse a fines del siglo XVI. Una cifra tan imprecisa y abultada ha sembrado el escepticismo en algunos autores modernos en el sentido de interpretar dicha cifra como si se refiriese a sacerdotes criollos; pero el jesuita expulso habla ciertamente de indios en sentido estricto, pues dice que el concilio de 1585 permitió su ordenación e incluso existió un obispo de la misma condición. Se podrían citar otros testimonios similares, como el del obispo de Tegucigalpa, Alonso de Vargas, que ya en 1683 escribe al rey en favor de admitir en su seminario a indios aspirantes al sacerdocio, ya que en aquellas provincias de la Nueva España había muchos indios que habían salido doctos y buenos eclesiásticos. En este mismo sentido se manifiestan algunos otros historiadores contemporáneos, como Gumilla, todo lo cual deja entrever dos cosas: la primera, que es posible admitir la existencia de millares de sacerdotes indios, siempre que este plural no se exagere, pues al informar en 1755 desfavorablemente sobre las pretensiones del bachiller Castilla de crear una comunidad de sacerdotes indios en Guadalupe, el arzobispo Rubio y Salinas dice apenas contar con una cincuentena de ellos, cifra que quizá se podría multiplicar por diez para la misma época con los demás obispados, y el resultado por cuatro o cinco por otras tantas generaciones. La segunda observación es que la provincia eclesiástica mexicana, que incluía la América Central, debió de contar, según sólidos indicios, con mayor número de sacerdotes indios que la América Austral.

IV.

El clero indígena

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EL CLERO MESTIZO

A causa de la tendencia y resultados demográficos, la pauta del clero indígena en Hispanoamérica debería quedar cifrada más bien en el mestizaje. El mestizo fue fruto de una unión espontánea y las más de las veces ocasional entre miembros de dos razas distintas. A pesar de que generalmente se distinguía por su origen ilegítimo, las primeras generaciones mestizas integradas en la sociedad blanca, casi siempre paterna, produjeron individuos que desempeñaron importantes funciones en esferas civiles, militares y eclesiásticas. En estas últimas, además, aventajaban a los españoles por conocer mejor las lenguas indígenas; por todo lo cual, los obispos mexicanos pidieron en 1540 a Roma la facultad de otorgar la dispensa de la ilegitimidad, lo cual les fue concedido por Gregorio XIII. A)

Las primeras generaciones

La historia ha conservado los nombres de algunos mestizos distinguidos de la primera época en las filas del clero tanto secular como regular. El procurador del colegio mexicano de San Juan de Letrán, dedicado a los mestizos, por ejemplo, informaba en 1552 al Consejo de que de allí habían salido más de veinte mozos para frailes. En el campo de las letras se puede citar a Cristóbal de Molina, colaborador del virrey Toledo; al jesuita Blas Valera y a Diego Lobato, hijo de una de las mujeres de Atahualpa, distinguido, además, por su modélica actividad pastoral en Quito. Cabe mencionar también al chileno Juan Blas, a quien su obispo, fray Diego de Medellín, presentaba como su mejor eclesiástico y digno de cualquier merced de Su Majestad. Pero a medida que aumentaba su número se fue al mismo tiempo consolidando una casta biológicamente intermedia entre españoles e indios, pero jurídica y socialmente marginada al no haberse previsto para ellos los correspondientes estatutos y abocada a utilizar con frecuencia discutibles recursos para sobrevivir, a lo que se unía el estigma del origen ilegítimo. De este modo, se forjó de los mestizos una corriente de opinión peyorativa que indujo a tomar medidas restrictivas que se manifiestan en los concilios provinciales mencionados al hablar de los indios, pero estallan con motivo de la intervención real. B)

El yeto regio

La primera real cédula circular de Felipe II prohibiendo a los obispos indianos la ordenación sacerdotal de los mestizos es del 2 de diciembre de 1578. Aunque la medida se decía temporal y se refería a ilegítimos, produjo una vivísima reacción, sobre todo en el Perú. Destacados grupos de mestizos de Lima y de otros lugares del Perú, con apellidos y filiación de conocidos conquistadores, instrumentaron varias probanzas y poderes para reclamar contra dicha disposición con recurso previo al concilio provincial de 1582 que se acababa de inaugurar. Las razones alegadas por los mestizos se ajustaban plenamente a derecho recordando su condición de cristianos, su naturaleza derivada de los antiguos dueños de la tierra y de los conquistado-

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res, la probidad de los clérigos mestizos existentes según testigos y el privilegio gregoriano de que los obispos americanos dispensasen del impedimento canónico de la ilegitimidad. Los prelados reunidos en concilio se conformaron con las pretensiones de los mestizos y extendieron el correspondiente certificado, que éstos presentaron no sólo en la corte castellana, sino también en la romana, recabando de la primera la derogación del veto y una manifestación favorable de la segunda. C)

Una política

fluctuante

Pero no con ello se puede decir que desaparecen todos los obstáculos y para siempre en la cuestión de la ordenación de los mestizos. Más bien se establece como un clima de libertad en el que cada pastor diocesano pueda obrar según su propio sentir, pero sin que se destierren todavía los prejuicios manifestados a menudo en denuncias por ordenar a mestizos e ilegítimos, lo cual da motivo a que el Patrono Regio y no pocos obispos sigan durante bastante tiempo una política fluctuante y hasta contradictoria. D)

Las diligencias del mestizo Núñez Vela

El año 1691 el presbítero Juan Núñez Vela, que se presentó como hijo de conquistador y descendiente de los incas, obtuvo del monarca un beneficio de ración en la catedral de Arequipa. Quiso entonces que en el nombramiento figurase su condición de «mestizo, descendiente de gentiles», a lo que se avino el Consejo de Indias porque resultó en consulta que nada se oponía a ello. Pero el beneficiado mestizo continuó en la corte con otras diligencias. Una de ellas tan peregrina como que los sacerdotes descendientes de indios pudiesen tomar la bula de laticinio o de la cruzada, de lo que a la Real Hacienda resultaría un beneficio de más de doscientos pesos al año. La bula era un privilegio que eximía de ciertas obligaciones penitenciales y confería algunas gracias, pero sólo se había aplicado a los europeos y a los indios mediante el pago de una limosna, mas no a los mestizos, constituyendo el tema una laguna más de su estatuto jurídico. La tasa de la bula estaba regulada en aquellos momentos en el Perú en tres reales de plata para los europeos, y el peso tenía ocho reales. Entonces, una simple operación nos da la cifra de sacerdotes descendientes de indios que calculaba Núñez Vela: 533, aproximadamente un sacerdote por cada mil mestizos. Estas cifras hay que interpretarlas en un sentido más bien estricto, pues en general a la tercera generación de descendencia india se salía de la condición de mestizo para entrar en la de español con todas las consecuencias. Incluso en algunas regiones de escasa presencia española como el Paraguay, la masa social se componía de sujetos de gran porcentaje de sangre indígena que ocupaban los oficios eclesiásticos y civiles más comunes. El segundo negocio, mucho más trascendental, del racionero mestizo fue la declaración de equivalencia sociojurídica de los indios y mestizos

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El clero indígena

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legítimos de ascendencia caciquil con los hijosdalgo de Castilla y de los indios y mestizos de la clase llana con los viejos castellanos limpios de sangre. Esta disposición, conocida como la Cédula de los Honores, evoca en alguna medida el decreto de Caracalla extendiendo la ciudadanía romana a todos los habitantes del Imperio. Su efecto no fue universal ni inmediato, pero contribuyó a eliminar asperezas raciales y a forjar el actual clima de convivencia humana. El clero indio y el clero mestizo se desenvolvían en los estratos y oficios eclesiásticos más bajos, pero en adelante a sus miembros más capacitados y mejor preparados se les presentará la opción de escalar, como declara el documento, a las prebendas y dignidades eclesiásticas hasta la del obispado.

V.

EPISCOPOLOGIO INDÍGENA

En su manuscrito compuesto en México en 1782 con el título de Memorias Piadosas de la Nación Indiana, el franciscano andaluz Díaz de la Vega afirma la existencia de cuatro indios que habían alcanzado la dignidad episcopal y que se podía contemplar el retrato de tres de ellos en el colegio de indias de Nuestra Señora de Guadalupe de aquella capital. En el prólogo de la segunda edición de 1775 del libro de las Constituciones de la Universidad de México se lee, a su vez, que ésta dio 84 arzobispos y obispos, de los que tres fueron indios. A)

Obispos indios

La doble afirmación demuestra que había un clima propicio a aceptar la existencia de tales obispos indios, pero la crítica histórica se ve precisada a ponderar bien los datos. En sendos medallones o tarjetas de los mencionados retratos se leían, según la citada fuente, los correspondientes datos biográficos. Unos correspondían a Francisco de Siles, colegial que fue de Todos los Santos, canónigo de la Iglesia mexicana y catedrático de la Universidad. El franciscano gaditano agrega en su manuscrito que Siles fue consagrado como arzobispo de Manila, aunque murió antes de tomar posesión. A este respecto hay que decir que no llegó a recibir la consagración episcopal, pues murió antes de que le llegara la real cédula de presentación, y que no existen otros datos que ratifiquen la creencia de su condición india, pues no basta que estudiase en el colegio de Todos los Santos y que fuese notoriamente tan pobre que la Universidad accediera a la colación sin pompa de su grado de doctor en teología. Otro de los presuntos obispos indígenas es Nicolás del Puerto, de quien el manuscrito en cuestión dice que tuvo que salir a pie de su valle de Oaxaca porque le negaron las órdenes y a él volvió años más tarde como obispo de Antequera. Pero hoy se sabe que dicho prelado, que arrastraba una amplia leyenda de su condición zapoteca, era hijo de un hidalgo vizcaíno y de la heredera de un rico minero de Oaxaca. Finalmente estaba el retrato de Juan de Merlo, obispo de Honduras, cuya naturaleza india está avalada por Clavigero y también en viejos papeles

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provenientes del Real Consejo de Indias, organismo que tenía que presentar a los candidatos episcopales. Merlo fue catedrático de la Universidad Mexicana y vicario general de Puebla con Palafox y Mendoza, quien, tan bien inclinado hacia los indios, pudo tener parte en el nombramiento. Cabe considerar a Merlo como el segundo obispo de color de la era moderna después del brahmán Castro Meló, que le precedió unos años, y le siguió pronto el chino Gregorio Lo, castellanizado López durante sus estudios en Manila con los dominicos. B)

Obispos mestizos

A partir del siglo xvn, más de la mitad de los obispos indianos eran nacidos en América. Sus genealogías estarían, sin duda, entroncadas en algunos casos con generaciones indígenas, aunque ni ellos ni nadie podían tener interés en airear tal circunstancia a no ser que les ennobleciera, como en el caso de Lucas Fernández de Piedrahíta, descendiente de una princesa inca, que ocupó las sedes de Santa Marta y Panamá, o de José de Moctezuma, lejano sucesor de Bartolomé de las Casas en la sede de Chiapas, cuyo apellido ofrece luz inequívoca de su ascendencia imperial azteca como sexto nieto en línea recta. Para cambiar del matiz de la epidermis hay que recordar a Francisco Xavier de Luna Victoria, que en 1751 ocupó la sede de su ciudad natal de Panamá y murió siendo obispo de Trujillo. Un tanto extraña resulta la literatura que discute su naturaleza negra o mulata e incluso blanca. Pero cualquiera de las hipótesis es perfectamente admisible, siendo más probable la segunda, pues en Panamá y en otros lugares de América había en la época personajes distinguidos de ascendencia africana, y en lo que respecta al episcopado está Pedro Agustín Morel de Santa Cruz. Era el menor de cuatro hermanos nacidos en la isla dominicana a fines del siglo xvn, hijos de un militar español y de una mulata de madre negra y que constituyen una de las familias pardas más distinguidas de la América virreinal. Al hacer la presentación de sujetos beneméritos en 1735, el arzobispo de Santo Domingo refería que entre los sacristanes mayores ninguno había proporcionado para la Iglesia a excepción de don Joseph Morel de Santa Cruz, cuyo óbice de pardo no había embarazado ni a él ni a ninguno de sus hermanos para obtener los primeros cargos de la república. Se refería a dos hermanos con alta graduación militar y a nuestro personaje, deán a la sazón de Santiago de Cuba, donde también fue provisor y vicario general, hasta que en 1749 fue presentado para obispo de Nicaragua y en 1753 para la sede de Cuba, la que gobernó fecunda y ejemplarmente durante quince años.

NOTA

BIBLIOGRÁFICA

Visiones de conjunto J. ALVAREZ MEJÍA, «La cuestión del clero indígena en la época colonial»: Revista Javenana 44 (Bogotá, 1955), 225-233; 45 (1956), 57-65, 208-219; C. BAYLE, «España y el clero indígena en América»: RazónyFe 94 (Madrid, 1931), 213-225, 521-535; M. CUEVAS, Historia de la Iglesia en México 1-5 (El Paso, 1928); G. FlGUERA, La formación del clero indígena en la historia eclesiástica de América, 1500-1810 (Caracas, 1945); R. KONETZKE, Colección de documentos para la historia social de Hispanoamérica 1-3 (Madrid, 1958-1962); F. MORALES, Ethnic and Social Background of the Franciscan Friars in Seventeenth Century México (Washington, 1973); C. SANTI, II problema del clero indígeno nell'America Spagnola del secólo XVI (Asissi, 1962); J. SPECKER, «Der einheimische Klerus in Spanisch-Amerika im 16. Jahrhundert», en Der einheimische Klerus in Geschichte und Gegenwart (Schóneck-Beckenried, 1950), 37-97. Aspectos concretos F. R. AZNAR GIL, «La capacidad e idoneidad canónica de los indios para recibir los sacramentos en las fuentes canónicas del siglo XVI», en D. BOROBIO y otros, Evangelización en América (Salamanca, 1988), 227-236; A. LEE LÓPEZ, «Clero indígena en el arzobispado de Santa Fe en el siglo XVI»: Boletín de Historia y Antigüedades 50 (Bogotá, 1963), 3-86; C. M. MELÓ, The Recruitment and Formation ofnative Clergy in India (16th-19th Century) (Lisboa, 1955); J. B. OIAECHEA, «Cómo abordaron la cuestión del clero indígena los primeros misioneros de México»: Missionalia Hispánica 25 (Madrid, 1968), 95-124; ID., «Experiencias cristianas con el indio antillano»: Anuario de Estudios Americanos 26 (Sevilla, 1969), 65-114; ID., «LOS Concilios Provinciales de América y la ordenación sacerdotal de los indios»: Revista Española de Derecho Canónico 24 (Salamanca, 1968), 489-514; ID., «LOS indios en las Ordenes religiosas»: Missionalia Hispanica 29 (Madrid, 1972), 241-256; ID., «Las Universidades hispanas de América y el indio»: Anuario de Estudios Americanos 33 (Sevilla, 1976), 855-874; ID., «Promoción indígena en el siglo xvm mexicano»: Revista Internacional de Sociología 25 (Madrid, 1978), 51-89; ID., «Sacerdotes indios en América del Sur en el siglo XVIII»: Revista de Indias 29 (Madrid, 1969), 370-391; H. POLANCO BRITO, «El concilio provincial de Santo Domingo y la ordenación de los negros e indios»: Revista Española de Derecho Canónico 25 (Salamanca, 1969), 697-705; F. ZUBILLAGA, «Intento de clero indígena en Nueva España en el siglo XVI y los jesuítas»: Anuario de Estudios Americanos 29 (Sevilla, 1969), 427-691; Sobre el colegio de Tlatelolco y los colegios para hijos de caciques, véase el capítulo 39. Episcopologio indígena J. B. OLAECHEA LABAYEN, «Obispos indios en la América hispana»: Boletín de la Real Academia de la Historia 168 (Madrid, 1971), 421-439. Clero mestizo L. LOPETEGUI, «El papa Gregorio XIII y la ordenación de mestizos hispanoamericanos»: Miscellanea Historiae Pontificiae 7 (Roma, 1943), 179-203; J. OLAECHEA LABAYEN, «El binomio Roma-Madrid y la dispensa de la ilegitimidad de los mestizos»: Anuario de Historia del Derecho Español (Madrid, 1975), 239-272; ID., «La Ilustración y el clero mestizo en América»: Missionalia Hispánica 33 (Madrid, 1976), 165-180; ID., «La primera generación mestiza de América en el clero»: Boletín de la Real Academia de la Historia 172 (Madrid, 1975), 647-683; ID., «Un recurso al rey de la primera generación mestiza del Perú. Ordenaciones sacerdotales»: Anuario de Estudios Americanos 32 (Sevilla, 1975), 155-186.

CAPÍTULO

15

LA CRIOLLIZACION DEL CLERO Por BERNARD LAVALLÉ

Desde hace mucho tiempo, las diversas facetas y manifestaciones del criollismo se han considerado como un fenómeno sin lugar a dudas fundamental para entender el devenir de las sociedades hispanoamericanas durante la época colonial y aún gran parte del siglo XIX. Sin embargo, este proceso ha tardado mucho en suscitar estudios de envergadura y análisis detenidos que fueran más allá de las manifestaciones inmediatas del consabido antagonismo entre peninsulares y americanos, así como de afirmaciones más perentorias política e históricamente valederas en cuanto a su papel real en las turbulencias por las que atravesó el imperio español en su período final. En lo tocante a los aspectos eclesiásticos de dicho criollismo, prácticamente los estudios han tenido que esperar al decenio de 1970-1980 para disponer de trabajos que no se contentaran con repetir, sin demasiado criterio, los testimonios no siempre fiables de los cronistas de convento del siglo XVII, los reiterados altercados de tal o cual obispo peninsular con su cabildo criollo después de largos años de sede vacante o los episodios de lo que el peruano Ricardo Palma llamó las batallas de frailes. Estas gustaron por sus anécdotas de color subido, pero, desgraciadamente, recibieron a menudo un tratamiento que, si bien las enriqueció mucho desde una perspectiva literaria, en lo histórico distorsionó su sentido y redujo su alcance.

I. A)

LOS ORÍGENES DEL CRIOLLISMO

Del espíritu colonial a la reivindicación criolla

No es éste el lugar de exponer en detalle los orígenes y albores del criollismo como fenómeno global. Existe hoy al respecto una bibliografía a la que remitimos. En pocas palabras, las reivindicaciones criollas que con mucho precedieron a la afirmación de una verdadera aunque contradictoria identidad americana procedieron directamente -y en nada se diferenciaron en un principio— de los resabios, frustraciones y desengaños de la primera generación de españoles que se establecieron en América: los conquistadores y pobladores. Estos advirtieron pronto, en gran parte acertadamente, que para afianzar su propio poderío la Corona y sus representantes restaban en lo posible las ventajas que la conquista había podido deparar a aquellos que la habían

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llevado a cabo. Piénsese, por ejemplo, en las disposiciones de las Leyes Nuevas de 1542 y en el debate, tan largo como virulento y a veces sangriento, que surgió a propósito del porvenir de las encomiendas. Con el transcurso de los años, los antiguos en la tierra, como significativamente solían llamarse, tuvieron sobradas pruebas de que tanto el favor real como el de los funcionarios coloniales tendían a postergarlos y beneficiaban más bien a aquellos recién llegados cuyo único mérito y hoja de servicios consistía en tratar a tal o cual virrey, en ser allegados de tal o cual oidor. Sinceramente dolidos, los antiguos en la tierra y sus hijos, los primeros criollos, no vacilaron en poner la voz en grito. Aquéllos adujeron sus hazañas pasadas, hicieron hincapié en todo lo que habían padecido sin provecho mayor. Estos se encontraban a menudo empobrecidos, socialmente en peligro de verse desplazados por nuevos sectores emergentes, en particular mercantiles, y angustiados en cuanto al porvenir, ya que seguía sin novedad la cuestión de la tan ansiada perpetuidad de las encomiendas. En nombre de los méritos reales o soñados de sus padres, y por esto se autodenominaban beneméritos, con términos y tono cada vez más apremiantes y clamorosos, los criollos se pusieron a pedir, y luego a exigir, lo que consideraban como su merecido en cuanto a beneficios, plazas y honores con que obsequiaba la ya bien vertebrada sociedad colonial. En Nueva España, y poco después en el virreinato peruano, la reivindicación criolla siguió, pues, naturalmente los caminos ya abiertos en lo tocante a la atribución de los corregimientos, encomiendas y repartimientos, de las plazas de gentileshombres y lanzas de la guarda del reino y, por supuesto, cuando se trató de proveer los curatos y doctrinas de indios, de constituir los cabildos eclesiásticos de las flamantes catedrales. A propósito de estas últimas, como bien lo recuerda Juan de Solórzano Pereira en su Política indiana (lib. IV, cap. 19), cuando se erigió el primer obispado, el de la isla Española, la Corona, fiel a la antigua tradición castellana de privilegiar en tales casos a los hijos patrimoniales, decidió que los beneficios que vacasen o se proveyeran se diesen a los hijos nacidos de los castellanos en las Indias, con tal de que fuesen de reconocida virtud y saber y fuesen examinados por oposición como en el obispado de Palencia. En adelante, esta preferencia o prelación figuró en las constituciones de todos los obispos americanos en virtud de un texto real que lo estipuló terminantemente. Reiterado en diversas ocasiones ya desde finales del siglo XVI y comienzos del XVII, el principio de la prelación se fue extendiendo paulatinamente fuera de lo eclesiástico, y una real cédula del 12 de diciembre de 1619, dirigida a todos los funcionarios del imperio, la impuso para todos los oficios, provisiones y encomiendas, obligación que, ya se sabe, tanto los funcionarios como la propia Corona se cuidaron poco en realidad de respetar escrupulosamente.

B)

La criollización del clero

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Primeras manifestaciones del criollismo eclesiástico

De modo muy natural, los primeros criollos que se destinaron al estado eclesiástico adujeron esa prelación que les privilegiaba específicamente. La argüyeron para exigir curatos y doctrinas, vitales para ellos, tanto más cuanto que en muchas regiones de América hubo una impresionante inflación vocacional y, por lo tanto, una verdadera y a veces dramática escasez de beneficios curados. Dado el momento en que se planteó, esta primera reivindicación del criollismo eclesiástico tomó un cariz muy particular y, en realidad, por haberse insinuado en una problemática más amplia y de índole en gran parte diferente, como tal ha pasado inadvertida a los estudiosos durante mucho tiempo. En efecto, en esos decenios de 1570-1590, al igual que estaba pasando en la sociedad en general, los criollos no constituían todavía en la Iglesia un grupo suficientemente individualizado y numeroso, respaldado por un contexto ideológico sólido y un basamento sociológico concienciado por largas luchas, como sucedería en el siglo siguiente. Ya existente, pero, por incipiente, incapaz de autonomía, el naciente criollismo eclesiástico tuvo que colarse en la oportunidad que ofrecían las circunstancias: la reactivación en América de la secular competencia entre clero secular y regular. Bien se sabe, en efecto, que, gracias a su organización interna, éste fue el primero en instalarse en Indias y, por las mismas razones, ocupó desde los inicios, a veces a manera casi de monopolio, el terreno de la evangelización de las masas indígenas. Ahora bien, si tanto los seminarios diocesanos como los noviciados conventuales atrajeron rápidamente a muchos criollos, la estructura jerárquica y en gran parte gerontocrática de las Ordenes hizo que, de momento, la minoría criolla que abrigaban se viese mantenida a raya y, por entonces, siguiese sin encontrar posibilidades de manifestarse. Al contrario, en el clero secular, cuya organización es diferente, cuya jerarquía estaba sin duda más vinculada con la sociedad laica y, por tanto, más asequible a sus presiones, los nuevos sacerdotes americanos pudieron expresarse con mayor facilidad y, sobre todo, encontraron mejor acogida en sus superiores, tanto más cuanto que no pocos de éstos veían con alarma el papel excesivo de los frailes en territorios de su jurisdicción. Empujados por sus clérigos criollos, quizá para congraciárselos, no faltaron obispos que, secundados por algunos prebendados y los propios sacerdotes criollos que no quedaron a la zaga con sus memoriales, pidieron con vigor que las Ordenes abandonasen las doctrinas que estaban sirviendo desde los orígenes y que, casi siempre, estaban encargadas a frailes procedentes de España. En tal contexto se empezaron a esgrimir razones que iban a constituir el meollo de la argumentación criolla a lo largo de los siglos posteriores: vínculo visceral de los hijos de la tierra con su patria; idoneidad y eficacia, pues sabían los idiomas indígenas y conocían perfectamente el país; necesidad de recompensar a los hijos patrimoniales para no dejar frustrados los esfuerzos y la virtud; cumplimiento de la prelación, etc.

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Se abrió así un debate en el que tuvo que mediar la Corona. Esta ordeno en algunos casos a los frailes que abandonasen sus doctrinas y se recogiesen a sus claustros, lo cual no hicieron sino parcialmente y, por supuesto, sólo después de utilizar todos los recursos posibles. En los últimos decenios del XVI el virreinato de Lima manifiesta estas tensiones en casi todos los obispados entonces existentes, en los que los prelados tenían muchos problemas para colocar a los numerosísimos sacerdotes, entre ellos la mayoría criollos, que se ordenaban a veces con demasiada facilidad. En Nueva España, aun antes de la época arriba indicada, se puede observar el mismo fenómeno. Allí, esta lucha por las doctrinas entre seculares y regulares se vio agudizada por el hecho de que parece haber existido desde mucho tiempo atrás una alianza de hecho entre frailes y funcionarios contra los colonos, dada la actitud asumida por las Ordenes en lo tocante a la defensa de los indígenas. C)

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La Iglesia diocesana

Aparición del criollismo conventual

Esto no significa, sin embargo, que las propias Ordenes mientras tanto estuvieran libres de problemas de este tipo, ni mucho menos. Ya desde mediados del decenio 1580-1590, varios informantes de Nueva España, el cronista agustino fray Juan de Grijalva y el comisario general franciscano, fray Alonso Ponce, atestiguan notables tensiones entre frailes gachupines y novohispanos. Quizá con menos nitidez, en las provincias sudamericanas surgieron aquí y allá síntomas inequívocos de lo mismo. Por ejemplo, a raíz de los acontecimientos que suscitó en Quito la imposición de la alcabala en 1592, el problema criollo en los conventos fue rápidamente señalado como uno de los elementos que más contribuyeron a exacerbar la situación. Sin que trascendiesen abiertamente sus preocupaciones, algunas Ordenes intentaron solapadamente tomar medidas encaminadas a restringir y dificultar el ingreso de los criollos, cuyo número muchos informantes penin.. sulares juzgaban ya excesivo en los conventos americanos. Sin duda, aleccio, nada por lo que vio al llegar a América, la Compañía de Jesús, con algunas vacilaciones, trató de exigir de sus novicios criollos más edad y requisitos de los que solía pedir en Europa. Con el mismo fin, no declarado, los capítulos generales franciscanos de 1583 y 1587 prohibieron admitir a los votos ^ criollos menores de veintidós años, esperando así tener vocaciones más acendradas y desanimar a los demás. Una carta de Felipe II a su embajador ante la Santa Sede, fechada el 2o de febrero de 1595, plantea muy a las claras el problema en sus diversa^ facetas y, sobre todo, revela bien la preocupación de las esferas más elevadas del Estado en aquella época ante una situación que sus delegados en ej Imperio la dibujaban ya con trazos alarmantes: «En las Indias, comenzaron muy floridamente las religiones en sus princü pios y duró aquello algunos años resultando mucho servicio y gloria a Nuestr^ Señor, por el fervor y espíritu con que se disponían muchos religiosos a ij. destos reinos a la conversión y doctrina de los infieles. Mas después que lo s hijos de los españoles que nacieron en las Indias comenzaron a profesar en la$ religiones y se han apoderado de los oficios y gobierno della», por esta caus^

La criollización del clero

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han dejado de ir de aquí tantos religiosos como solian, enseñados en los conventos de España a la observancia de las reglas de su orden, y como la tierra de allá es libre y viciosa y no están hechos a la aspereza y rigor de acá, han dado muy gran caída según la relación que se tiene de los virreyes, obispos y religiosos de las mismas Ordenes que con mucho celo y sentimiento representan el peligroso estado que tiene todo y el gran daño que se puede temer resultará si no se remedia con brevedad».

¿Reacción amplificada de los medios madrileños a raíz de informaciones procedentes de América y no exentas de exageraciones malintencionadas? ¿Expresión de un problema real cuya magnitud ya no podía dejar de preocupar a un gobierno responsable y siempre receloso de todo lo que podía cuestionar sus prerrogativas y la tranquilidad de las provincias ultramarinas? Ambas explicaciones entrañan, sin duda, una parte de verdad. De todas formas, hay un hecho insoslayable. Desde comienzos del XVII, el lugar privilegiado de las luchas criollas en América fue el mundo conventual. La afirmación cada vez más atrevida de la identidad y de las reivindicaciones criollas constituyó obviamente uno de los hechos más notables de,la evolución hispanoamericana a lo largo del siglo XVII. Se trató de un vasto, profundo y polifacético movimiento de toma de conciencia. No hubo región donde, de una manera u otra, no apareciera. El criollismo concernió e implicó a todas las capas de la población de origen europeo. Prácticamente ningún aspecto de la vida social escapó de sus cuestionamientos, de las tiranteces y rivalidades que suscitó directamente o que, por caminos a veces muy sutiles e inesperados, surgieron a causa de él. Si sus constantes saltan a la vista, un análisis pormenorizado y regionalizado revela, sin embargo, matices o diferencias, pero éstas se deben más a las circunstancias y a los ritmos locales que a su naturaleza profunda. Aunque ningún sector social pudo mantenerse alejado de la problemática que cristalizó alrededor del fenómeno criollo, cada uno, evidentemente, reaccionó y participó en el debate según diversas variables: su importancia en la sociedad, las características de su posición y las peculiaridades de su estructura y de sus intereses. Para determinar el papel desempeñado por las Ordenes religiosas en ese gran proceso y señalar hasta qué punto fue decisivo, es necesario recordar, aunque sólo sea brevemente, cuáles fueron el peso social, la inserción y las funciones de los frailes en el mundo colonial.

II. A)

LAS ORDENES RELIGIOSAS Y EL PROBLEMA CRIOLLO

La inserción social de las Ordenes

Es sabido que en la España de la época los regulares conocieron un auge extraordinario: creación de Ordenes, fuerte aumento de la población conventual y del número de conventos, intervención cada vez mayor de los religiosos en las maneras de expresar la fe y en todos los aspectos de la vida social, todo lo cual, comparado con otros países europeos, había de dar al catolicismo español algunas de sus características.

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Los diversos motivos de tal evolución, tempranamente denunciada por arbitristas y políticos, se han analizado de manera bastante satisfactoria, aunque se siguen debatiendo todavía algunos puntos, como la relación entre el pauperismo de la sociedad y la inflación galopante de las vocaciones regulares. En los virreinatos americanos, esas características no podían sino manifestarse de múltiples maneras. Allí, el movimiento incluso se amplificó. Ya desde la conquista, la evangelización indígena y la asistencia religiosa de los españoles exigieron muchos más sacerdotes de los que el clero secular, entonces casi inexistente en América, podía ofrecer. Además, por su organización y sus tradiciones, las Ordenes se prestaban para este tipo de empresa misionera. Con el transcurso del tiempo, la creación de obispados y la estructuración del clero secular redujeron el papel de los frailes a proporciones más razonables; pero éste, no obstante, siguió siendo importante y mayor de lo que era en la metrópoli. La tarea evangelizadora explica por qué en América el número de frailes fue, proporcionalmente a la población blanca, mayor que en España, aunque durante mucho tiempo muy pocas Ordenes masculinas pudieran instalarse allí. Ya desde finales del XVI las capitales virreinales abrigaban una cantidad de frailes comparable con la de las mayores ciudades españolas, a pesar de que estas últimas eran mucho más populosas. Guardando las proporciones, lo mismo pasaba en las capitales regionales o en los pueblos, cuyos ediles, a pesar de la carga que representaban esos frailes, se opusieron enérgicamente a las tímidas tentativas de la Corona destinadas a cerrar los conventos demasiado pequeños o aislados, en los que era difícil cumplir la regla y la disciplina. Durante el siglo XVII, el aumento de los efectivos conventuales fue constante en toda América y sólo a finales de la centuria empezó a decrecer el número de los regulares en las poblaciones secundarias, mientras seguía el aumento en los grandes centros. El apego de los vecinos a sus frailes no carecía dé fundamento. En una época en que la religión acompasaba, solemnizaba y daba sentido a la vida individual y colectiva, no podía ser de otra manera. Además, muchas formas de piedad de la época parecen haber encontrado en los conventos una acogida más adecuada. Se añadían a esto las obras caritativas, la enseñanza y, a veces, la atención médica, servicios que estrechaban aún más los vínculos con la población y que el clero secular no ofrecía o, por lo menos, no del mismo modo. Finalmente, no hay que olvidar que las funciones religiosas y sociales de los conventos se apoyaban en una potencia material a menudo considerable que las hacía posibles. Por estos motivos, más recordados aquí sintéticamente por imprescindibles que verdaderamente analizados, las Ordenes ejercían una poderosa atracción sobre todos los sectores sociales. Los conventos reproducían por lo tanto, de manera bastante fiel, todo el espectro social laico, desde las familias más nobles hasta las más humildes. Aquéllas encontraban para sus hijos la casi seguridad de una posición conforme con su rango. Estas los metían en los claustros para que mejoraran con el estudio y la virtud una

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suerte que por nacimiento había sido desfavorable. Otras, en fin, veían en las Ordenes, sencillamente, una garantía material para sus hijos. Este atractivo hacia las Ordenes se manifestaba en un número muy elevado de vocaciones de sentido muy diverso y se concretaba además en el fortísimo interés de los laicos por todo aquello que se refiriese a la vida conventual. Todo el mundo tenía en este o en aquel convento un hermano, un tío, un hijo, y en tal Orden unos amigos, deudos cercanos o lejanos, pero siempre muy íntimamente vinculados con su entorno familiar, ya que la inserción social de los religiosos era entonces mucho más fuerte y distaba mucho de lo que el transcurso del tiempo y otras mentalidades habían de imponer más tarde. Si añadimos a esto la emotividad social de la época, tan dispuesta a enardecerse y a tomar partido en el ámbito reducido de la colonia, entenderemos mucho mejor por qué nada de lo que pasaba en los conventos dejaba indiferentes a los laicos, y menos aún cuando se trataba de los debates suscitados por el antagonismo hispano-criollo, ante el cual estaban ya todos, fuera cual fuera su bando, agudísimamente sensibilizados por las experiencias de la vida cotidiana. B)

De las luchas por el poder al antagonismo hispano-criollo

Todas estas razones, por muy importantes que sean, no bastan sin embargo para explicar el papel relevante de las Ordenes en la contienda criollista. Hubo otras, con sus caracteres propios, vinculadas con lo específico de su organización. En efecto, si exceptuamos a la Compañía de Jesús, organizada según un modelo muy jerarquizado, las comunidades regulares gozaban, desde su creación en el Medievo, de una estructura relativamente descentralizada y, por lo tanto, de cierta autonomía gracias a su organización en provincias. Cada tres años, los representantes elegidos de los diversos conventos de cada una de esas provincias se reunían en capítulos provinciales y escogían a quienes las iban a dirigir durante el siguiente trienio. Por supuesto, en América estas votaciones tenían que ser ratificadas por las autoridades coloniales, virreyes o presidentes de audiencias, quienes además velaban por el buen desarrollo de dichos capítulos. No obstante, éstos no eran modelos de democracia. Sólo votaban, directamente o por delegación, los frailes sacerdotes, lo cual excluía a novicios y legos. Además, el mundo conventual funcionaba según principios gerontocráticos muy marcados. Finalmente, dada la naturaleza humana, esas elecciones suscitaban a menudo rivalidades y maniobras. Por lo mismo, ya antes de que surgiese el problema criollo las autoridades habían tenido que recordar a los frailes los deberes de la confraternidad y de la Regla. La organización conventual y este sistema electivo presentaban, sin embargo, en el mundo colonial una originalidad fundamental que iba a revelarse de excepcional importancia en el antagonismo hispano-criollo. En América, fuera de las funciones municipales, muy limitadas y estrechamente vigiladas por el aparato administrativo, las responsabilidades conventuales eran las únicas que se confiaban después de debates y elecciones. Todos los demás

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cargos oficiales de alguna importancia, en la administración o en el clero secular, se proveían al contrario en un contexto fuertemente centralizado, emanando todos los nombramientos de la metrópoli, de Lima o de México, donde dependían del virrey, representante del poder central. Preparados durante meses, los capítulos conventuales eran grandes acontecimientos sociales. El virrey o el presidente de la Audiencia presenciaba la proclamación de los resultados. Las comunidades celebraban la elección con grandes procesiones y festejos. Numerosos parientes y amigos de los religiosos esperaban con ansiedad e interés los resultados y que algún familiar o amigo suyo accediese a altos cargos que los honrarían y de los cuales, quizá, ellos mismos pudiesen sacar provecho. En un principio, los criollos sólo constituyeron en las Ordenes una minoría de jóvenes a quienes su poca edad, su falta de estudios y su inexperiencia apartaban de las responsabilidades asumidas desde los comienzos por los padres de España. Con el transcurso del tiempo, esos frailes americanos, cada vez más numerosos y mejor formados, fueron adquiriendo aptitud para ocupar cualquier cargo en su provincia, meta que desearon ardientemente y por muchas razones. Este anhelo criollo en las Ordenes correspondió cronológicamente con el momento en que tomaban cuerpo los prejuicios y prevenciones en contra de los nacidos en América, así como el cuestionamiento nada benévolo de sus aptitudes. Por supuesto, esto ño ocultaba sino la voluntad del grupo metropolitano, tanto en los conventos como en la sociedad laica, de mantenerse en el poder y en lo posible de no compartirlo. Ya se entiende, por lo mismo, lo que no podía faltar. Los capítulos se convirtieron en el lugar predilecto, prácticamente el único en el que se podían expresar, de las rivalidades entre peninsulares y criollos. Se esforzaban aquéllos en conservar su posición dominante, tratando éstos de suplantarlos con un éxito, primero, muy desigual e inestable, pero cada trienio más decisivo conforme aumentaba el número de las vocaciones criollas y, por lo tanto, el de sus votos, en las comunidades y los capítulos. En todo el imperio, incluyendo Filipinas, llegó a haber varias decenas de provincias religiosas, lo cual significa que, andando el tiempo, se celebraron centenares de capítulos. No todos suscitaron tensiones o enfrentamientos, pero no es exagerado afirmar que desde comienzos del XVII hubo constantemente en uno u otro virreinato un capítulo de tal o cual Orden en el que el antagonismo hispano-criollo estuvo a la orden del día y había provocado, provocaba o iba a provocar dificultades. Dichos capítulos se convirtieron por ello en una especie de barómetro ultrasensible de las relaciones entre peninsulares y americanos. Por las repetidas controversias, las reflexiones y los textos teóricos que suscitaron, se transformaron en el foro predilecto, y privilegiado, del criollismo y del anticriollismo más militantes y hasta virulentos. Hicieron así las veces de espita para esas rivalidades y rencillas que en la sociedad laica no tenían ocasión de manifestarse abiertamente, sino de manera muy epidérmica. Los capítulos concretaron para todos los hispanoamericanos, fuesen frailes o no, la voluntad metropolitana de mantenerlos a raya y vigilarlos. En

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los dos bandos dieron lugar a infinitos excesos verbales y, a veces, físicos. Las relaciones personales y colectivas se agriaron, juzgándose cada uno víctima de injusticias y maniobras. Sobre todo, dada la inserción social de los frailes y su lugar en el siglo, esos problemas no tardaron en desbordarse del mero marco conventual para implicar también a toda la población laica, que seguía apasionadamente los combates de sus frailes. C)

El problema de la «alternativa»

Rápidamente, el punto clave de la contienda lo representó la cuestión de la alternativa; esto es, la atribución del poder provincial cada trienio, alternativamente, a uno u otro grupo, según normas previamente establecidas. No era ninguna innovación. En casi todos los países de Europa, las Ordenes habían recurrido a ese sistema para suavizar o suprimir rivalidades en las provincias donde coexistían grupos nacionales o regionales bien individualizados. El sistema era viable y estaba justificado cuando esos grupos tenían un peso equilibrado. Así se evitaban discusiones tan vanas como inacabables, ya que la alternativa daba a cada uno una parte más o menos equivalente de poder y, sobre todo, preveía de antemano cómo y cuándo se había de efectuar el reparto. Ahora bien, en América, las cosas no se presentaron así. La inflación de las vocaciones criollas, las dificultades cada vez mayores de una España exhausta para seguir mandando a las provincias religiosos de calidad y suficientemente numerosos, el envejecimiento y la disminución del grupo español que de ello resultó, hicieron que ya desde fecha bastante temprana, esto es, desde comienzos del siglo XVII, en muchísimas provincias, aunque en proporciones variables, los criollos fueran ya los más numerosos, y con mucho. Por el mero juego electivo, a corto plazo, los frailes españoles no podían sino terminar desplazados. Para evitarlo pidieron a su protector natural, el poder político que ejercía el Patronato Real, que se impusiera una alternativa. Este era, según pensaban, el único medio de garantizar sus intereses, esto es, su presencia, uno de cada dos trienios, a la cabeza de las provincias. Por consiguiente, un asunto en principio estrictamente conventual se transformó rápidamente en una cuestión política. El rey, el Consejo de Indias, el embajador ante la Santa Sede, intervinieron repetida e insistentemente ante el Papa y los superiores generales de las Ordenes para que se concediesen esas alternativas que las insistentes peticiones de los padres españoles no habían podido conseguir en las provincias americanas, dada la negativa obstinada de los criollos. Los representantes del poder colonial, virreyes, presidentes y obispos, también tuvieron que mediar en la contienda y presionar con toda su autoridad para que las decisiones romanas se hiciesen realidad y no quedasen en letra muerta. El criollismo conventual americano, polarizado alrededor de la alternativa, se transformó así en un enfrentamiento de carácter periódico entre el poder político metropolitano y los hispanoamericanos, lo cual, indudablemente, contribuyó a concienciar más a estos últimos, a exacerbar las oposiciones y a modificar notablemente el sentido de éstas.

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La imposición de la alternativa llegó a originar tal exasperación que, a causa de ella, varias ciudades estuvieron a punto de protagonizar gravísimos disturbios: Cuzco, en 1678, cuando el obispo trató de obligar a los franciscanos de la provincia de Charcas y salió malparado mientras la población de la capital incaica se arremolinaba; Lima, dos años más tarde, cuando el virrey cercó el convento de San Francisco durante varios días con compañías de soldados hasta que se produjo lo irreparable, esto es, la muerte por un balazo de un estudiante, cuyo entierro fue motivo de una sentida manifestación multitudinaria e hizo temer una explosión popular de imprevisibles consecuencias; Quito, en 1685, cuando la Audiencia colocó un cañón frente a la puerta del convento de San Agustín para que cediesen los frailes, atrincherados y armados. D)

¿Alternativa o alternativas?

El fenómeno de la alternativa viene llamando la atención desde hace ya mucho tiempo, por lo menos en sus manifestaciones y consecuencias más visibles. Sin embargo, no se puede estudiar así, fuera del contexto y del desarrollo generales del antagonismo hispano-criollo en el conjunto del imperio e incluso en España, donde se gestaban y alimentaban los prejuicios antiamericanos. Sólo una perspectiva global le da su sentido cabal y su alcance verdadero. Por no haberlo hecho así, a veces se han trazado imágenes simplistas y por lo tanto erróneas que han desembocado más bien en una especie de folclore conventual teatralizado y más literario que real. Además, la alternativa no fue, ni mucho menos, un proceso uniforme. Aunque en conjunto siguió el esquema arriba indicado, conoció también variantes notables. Su contenido, las circunstancias de su imposición y sus consecuencias difirieron de manera bastante notable según las Ordenes, las provincias, la relación de fuerzas a menudo fluctuante en las comunidades regulares, la voluntad y la obstinación de grupos o personalidades, la flexibilidad de ciertas situaciones locales, las vacilaciones o, a veces, las inconsecuencias del poder español. Por ejemplo, entre los dominicos del Perú, como ya desde finales del siglo xvi los criollos dominaban por completo la provincia, prácticamente nunca se habló allí de implantar la alternativa, mientras que los franciscanos españoles de esa misma región tuvieron que luchar mucho tiempo para que por fin, en 1680, se impusiese el reparto alternativo de los provincialatos. En Quito, ese sistema electivo fue impuesto en 1624-1626 a la provincia dominicana, no sin muchos esfuerzos de un visitador y de la Audiencia para proteger los intereses de la minoría peninsular. Por esas mismas fechas, un precepto con semejante fin destinado a los agustinos quiteños fue retenido por el Consejo de Indias y resurgió cuarenta años más tarde, suscitando entonces muchas y largas dificultades. Hasta hubo casos, como el de la provincia agustina de Nueva Granada, en los que, olvidada de todos, la alternativa se convirtió en un verdadero problema a fines del siglo xvii con los trámites reiterados y obstinados de un solo fraile español que, durante varios decenios, parece haber empleado toda su energía en lograr que se impusiera. Cuando por fin lo consiguió,

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apenas se pudo aplicar parcialmente, ya que los padres de España no eran siquiera bastantes para ocupar los puestos que la alternativa les reservaba. Tampoco se ha de olvidar que si en el ambiente exacerbado del antagonismo hispano-criollo la alternativa se convirtió en el punto clave que hemos dicho, no era fundamentalmente sino una manera de resolver un problema de reparto de poder en las comunidades. Así, ya antes de que apareciese el problema criollo, hubo casos de alternativas en ciertas provincias religiosas de América, como en la de los dominicos de Lima, entre los frailes que habían tomado el hábito en el Perú y los que habían llegado ya ordenados de la península. Entre los dominicos de Nueva Granada, a comienzos del siglo XVII, un visitador llegó a idear una alternativa entre padres castellanos y andaluces, quienes desde hacía algunos años competían por el control de la provincia. De todos modos, la actitud de los grupos que intervinieron en este asunto de la alternativa parece haber estado dictada más por consideraciones de intereses inmediatos que por posiciones de principio firmemente nacional. Partidarios acérrimos de la alternativa, los frailes españoles se la negaron obstinadamente a los hispanoamericanos en todos los casos en que éstos se encontraban en una posición minoritaria. Tal fue el caso de Filipinas, donde los criollos, casi todos oriundos de Nueva España, la pidieron en vano repetidas veces. En Guatemala, donde las Ordenes habían practicado una selección al parecer bastante más rígida en cuanto a la admisión de los criollos, fueron precisamente éstos, tanto entre los franciscanos como entre los dominicos, quienes tuvieron que pedir la alternativa, tardando los españoles en concederla más de treinta años en el primer caso y más de quince en el segundo. Se dio incluso la circunstancia de que los bandos peninsular e hispanoamericano cambiaran varias veces de parecer sobre la urgente necesidad de implantar la alternativa según las variaciones del equilibrio de fuerzas en la provincia. Tal fue el caso de los mercedarios de Quito en la segunda mitad del siglo XVII, época en la que tanto los españoles como los criollos cambiaron tres veces de posición dado el inestable equilibrio de la provincia, que favorecía a unos u otros según las circunstancias. Finalmente, no se puede silenciar el hecho de que llegó a haber alternativas que, al margen del antagonismo hispano-criollo, tuvieron sencillamente por objeto atajar las rivalidades entre diferentes componentes de tal o cual provincia. Así sucedió entre los dominicos de Nueva España, donde estaban en pugna los conventos de México y Puebla, hasta el punto de que se tuvo que dividir la provincia; o entre los también dominicos de Nueva Granada, para los cuales, en los años 50 del siglo XVII, se decidió una alternativa entre los frailes de Cartagena y Santa Marta, llamados hijos de la costa, y los hijos del reino, esto es, de las regiones de Santa Fe y Tunja, agregándose autoritariamente los españoles llegados en misión a los primeros por ser los menos numerosos, mientras que los peninsulares que tomaron el hábito en el Nuevo Reino pertenecerían al grupo con el cual habían efectuado su noviciado.

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A)

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OTRAS FACETAS DE LA LUCHA

Alistamiento misionero y vocaciones locales

Aunque la alternativa fue la manifestación más visible de las rivalidades entre frailes criollos y peninsulares, distó mucho de ser la única. Lo prueba el que las provincias americanas de la Compañía de Jesús, las cuales no tenían capítulos ni elecciones, sino sencillamente congregaciones cuyo poder se reducía a hacer propuestas, experimentaron también dificultades en cuanto a la coexistencia de las dos naciones, como entonces se decía. Estos roces nunca trascendieron abiertamente al público debido a la tradicional cohesión de la Compañía, pero no dejaron de preocupar a los responsables, quienes circunstancialmente tuvieron que intervenir, a veces de una manera muy enérgica, en Nueva España, Perú, Nueva Granada o Chile para sofocar todo aquello que significase rivalidad o animadversión e hiciese peligrar la confraternidad y la disciplina. Dada la importancia que en esos enfrentamientos entre criollos y peninsulares tuvieron el número y las fuerzas respectivas de cada bando, los aspectos del ingreso en las Ordenes y de la llegada de misioneros desde España se convirtieron en puntos claves. Arguyendo que los criollos no servían para la dura labor de las misiones situadas en zonas marginales o difíciles, los padres españoles reclamaban constantemente que se les enviasen misioneros de la metrópoli. Según los criollos, ésos en realidad no iban a servir en las misiones. El objetivo era utilizarlos para aumentar el grupo español, mantenerlo artificialmente a cierto nivel numérico y asegurar así el funcionamiento o la supervivencia de la alternativa que, sin ellos, habría caído en desuso por falta de padres de España. Durante todo el siglo XVII menudearon esas quejas de los religiosos americanos, quienes, además, subrayaban cómo el valor de esos misioneros distaba mucho de lo que cabía esperar. Estas acusaciones están confirmadas por fuentes peninsulares, ya que, andando el tiempo, el hecho de ir a misiones parece haber presentado cada vez menos atractivo en los conventos de España. No pocos comisarios de misiones se quejaban de que las comunidades peninsulares les escondían los mejores candidatos. Además, la coyuntura española de la época, y más concretamente la depresión demográfica y la crisis económica del Estado, que normalmente sufragaba los gastos de las misiones, no era nada favorable y contribuyó a dificultar el paso continuo de misioneros a América. A la larga, desde comienzos del siglo XVIII en adelante, esto había de llevar a que en muchas provincias la alternativa prácticamente no pudiese funcionar ya de manera normal. En bastantes casos cayó en desuso o se redujo a un sistema puramente formal en el que, si bien se elegía cada dos trienios a un provincial y definidores de España, éstos en realidad no representaban sino a tal o cual grupo predominantemente criollo. Así sucedía, por ejemplo, entre los agustinos del Perú. Todo ello contribuyó a convencer más aún a los criollos de que la necesidad de mantener, aunque fuese artificialmente, un grupo de padres españoles para que siguiese funcionando la alternativa no era sino una

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perversión más del sistema. La calidad, a veces dudosa, de los misioneros llegados de España y sus ascensos demasiado rápidos, al amparo de la alternativa, perjudicaban gravemente la paz, unión y labor de las Ordenes, demostrando a los americanos la injusticia del sistema, siempre encaminado a beneficiar a los peninsulares. Estos contestaban que tampoco los criollos estaban exentos de culpa. En todas las largas controversias que sustentaron para conseguir la alternativa, los frailes europeos insistían en el hecho de que los padres americanos aprovechaban sus provincialatos para aumentar sus filas. Aceptaban para novicio a cualquier candidato con tal de que hubiera nacido en América, aunque no tuviera la edad requerida, presentara fallos morales o no correspondiese a los requisitos raciales que las provincias imponían para impedir el ingreso en sus filas de mulatos y mestizos. Por lo mismo, los defensores españoles de la alternativa afirmaban que sólo con la presencia de peninsulares a la cabeza de las provincias, un trienio de cada dos, se podría impedir la colonización de dichas provincias por las castas, acusación exagerada, pero que se relaciona probablemente con el hecho de que los criollos, no forzosamente por cálculo, sino por relaciones de familia o amistad, pudieron ser menos estrictos en cuanto a la admisión de candidatos que tenían sangre de casta. B)

Visitadores, comisarios y vicarios generales

La intervención exterior de la metrópoli en los conventos se ejercía también de otra manera. Ya se sabe que las Ordenes enviaban a las provincias, para inspeccionarlas, representantes directos de los superiores generales. En el caso de América, este sistema llegó a cobrar mucha importancia. Esos inspectores tenían el título de visitadores entre los dominicos, jesuítas y agustinos, y de vicarios generales entre los mercedarios. En cierto sentido también se puede considerar como tales a los comisarios generales franciscanos de Nueva España y del Perú. En las tres primeras Ordenes solamente se enviaban visitadores a América cuando algún problema grave o difícil de resolver se señalaba a las autoridades superiores, pero mientras los jesuítas siguieron practicando el sistema regularmente, andando el tiempo los dominicos y los agustinos recurrieron cada vez menos a él, hasta el punto de que llegó a ser, inclusive, excepcional en el siglo XVII. En el caso de los franciscanos y de los mercedarios, el envío de comisarios y vicarios generales a las provincias ultramarinas fue continuo. Además, como bien lo indica su título, comisarios y vicarios generales iban con amplísimos poderes, prácticamente los del propio general. El papel de esos comisarios y vicarios generales consistió en velar por el buen funcionamiento de las provincias ultramarinas en todo lo referente a la vida conventual, así como vigilar para que se cumpliesen las órdenes del poder político metropolitano, del que, al fin y al cabo, eran en alguna forma los representantes, dado el sistema del Real Patronato. Ya desde fecha muy temprana, antes de que surgiese el problema criollo, las provincias americanas se quejaron de manera insistente de los poderes excesivos de los comisarios y vicarios generales. Al parecer, esto los

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llevaba a veces a intervenir abiertamente en los capítulos, unas veces presionando para que se eligiesen frailes de su devoción o que les habían sido recomendados, otras veces anulando las votaciones de capítulos ya celebrados y cuyos resultados no correspondían a lo que ellos esperaban. Provocaron así, dentro de las comunidades, graves crisis y perturbaciones, a veces duraderas, que en alguna que otra ocasión llegaron a preocupar al propio poder político. Siendo los capítulos el lugar donde se manejaba el poder provincial y, por tanto, los intereses materiales, la mayor parte de las quejas los acusaban de manejar, fuera de todo control, cantidades enormes que salían de las provincias no tanto en provecho personal de los vicarios y comisarios generales, sino más bien para las provincias de que provenían en España. Era frecuente escuchar que vicarios y comisarios generales «sangraban» a las provincias de Indias, y a veces hubo tales excesos en esto que los propios virreyes se vieron obligados a intervenir para moderarlos. Por supuesto, en conventos rápidamente polarizados alrededor del antagonismo entre españoles y criollos los abusos manifiestos de los vicarios y comisarios generales, su connivencia con el poder colonial y sus compatriotas oriundos de la metrópoli no podían sino aumentar la animadversión para con ellos y deteriorar más aún las relaciones, ya bien tirantes y difíciles, entre los grupos peninsular y criollo. Además, los comisarios y los vicarios generales estaban encargados de velar por la aplicación estricta de la alternativa en las provincias donde ésta existía para defender a la minoría española, lo cual siempre suscitaba dificultades y renovaba rencores. Fieles a la lógica de la política peninsular al respecto, trataron en lo posible de impedir que dicha alternativa se implantase cuando no les parecía necesaria a los frailes chapetones. Tal fue el caso de las provincias franciscanas de Lima y Charcas. Durante la mayor parte del siglo xvn no se habló allí de alternativa, dado que la presencia permanente en el Perú de un comisario general permitía salvaguardar los intereses de los peninsulares mediante presiones y, a veces, verdaderos golpes de Estado internos. Cuando, ya bien entrada la segunda mitad del siglo, la desproporción entre los dos bandos fue tal que en adelante sólo la alternativa en la perspectiva peninsular podía arreglar definitivamente el problema, los comisarios generales se transformaron en los abanderados y portavoces más activos de este sistema, que no se impuso sino después de grandes conmociones internas. Lo mismo pasaba en la Merced. A mediados del siglo XVII, un general de la Orden llegó a escribir oficialmente, para defender la función de vicario general, que el objetivo de ésta era precisamente mantener a raya a los criollos y que, estando en una provincia americana un vicario general, poco importaba que hubiera o no alternativa, dado que la realidad del poder la detentaba él, y no el provincial, con su definitorio.

IV.

A)

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CRIOLLISMO ECLESIÁSTICO E IDEOLOGÍA

La afirmación protocolonial

Seria muy injusto, y por tanto inexacto, reducir el proceso de criollización a interminables roces y renci'las, a enfrentamientos por el poder. Todo esto, si bien existió, no constituyó sino la parte más visible de un gran cuestionamiento cuya amplitud, fuerza y atrevimiento iban aumentando cada día y que, conforme se desarrollaba, fue generando toda una serie de construcciones ideológicas. Estas al mismo tiempo lo justificaban y le daban nuevos alientos en esa inacabable contienda. Por estar, digámoslo así, en primera línea y por desempeñar un papel relevante tanto en la producción como en la difusión del saber y de la cultura, los eclesiásticos contribuyeron también de manera decisiva a la elaboración teórica de ese vasto sistema de justificación del empeño criollo. Además de los argumentos que, tanto en memoriales como en prédicas y disputas, esgrimieron los portavoces del bando criollo en los innumerables encuentros que tuvieron con sus contrincantes peninsulares ya desde la primera mitad del siglo XVII, las crónicas de convento se transformaron también en verdaderos manifiestos del criollismo militante. Pormenorizadamente dejaron constancia de la larga y enrevesada historia de los problemas suscitados por la alternativa, pero, además y sobre todo, sus autores supieron transformar sus áridas y reiterativas cronologías en vigorosos y vibrantes alegatos de su causa. No vacilaron en abandonar durante uno o varios capítulos el hilo de los hechos para demostrar los fundamentos irrefutables de una identidad americana verdadera, aunque, ya lo vemos, en algunos aspectos ambigua. Combatieron con sobrados argumentos los hirientes prejuicios europeos para con el mundo tropical. En fin, exaltaron la patria del criollo, sus bellezas naturales y las excelencias de su civilización, signos indudables para ellos de que esa patria estaba señalada por la mano de Dios y, por tanto, llamada con sus habitantes a un destino extraordinario. A manera de ejemplos basta con pensar, para América del Sur, en los franciscanos limeños Buenaventura de Salinas y Córdoba y Diego de Córdoba Salinas; en el dominico, también limeño, Juan Meléndez; en el agustino altoperuano Antonio de la Calancha; en el jesuíta chileno Antonio de Ovalie; en el dominico neogranadino Alonso de Zamora. En cuanto a Nueva España, desde fechas muy tempranas, los frailes, y en menor medida los clérigos, contribuyeron notablemente a insertar a la Virgen de Guadalupe y al dios prehispánico Quetzalcoatl en grandes mitos criollos que a lo largo de toda la época colonial, y con más intensidad en los tiempos de la Independencia, iban a servir de hilo conductor en el largo proceso de afirmación de la nacionalidad mexicana. B)

Criollismo y preindependencia

Durante el siglo XVII y comienzos del siguiente el problema criollista no tuvo en el clero secular, por las razones ya dichas, ese carácter a la vez reiterativo, complejo y, sobre todo, espectacular que hemos encontrado en

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las Ordenes. Se redujo en él a las repercusiones del ambiente general del antagonismo entre criollos y peninsulares, y sólo surgió abiertamente, o disfrazado por otras rivalidades, cuando se plantearon, por ejemplo, conflictos de poder o interés, sea entre obispos y cabildos eclesiásticos, sea entre curas y autoridades episcopales. Con el siglo x v m , sin embargo, los rasgos y lugares de expresión del criollismo eclesiástico cambiaron de manera sustancial. Las Ordenes atravesaron entonces un período de decadencia relativa cuya consecuencia fue reactivar en ellas el enfrentamiento entre criollos y españoles. En efecto, para tratar de ir en contra de la corriente, las autoridades españolas volvieron a utilizar a los visitadores, cuya labor en muchos casos no sirvió sino para exacerbar a las provincias en contra de ellos. Incluso en algunos casos, con todas las consecuencias que se pueden imaginar, intentaron reactivar o instaurar la alternativa en provincias en las que este sistema hacía ya mucho tiempo que había caído en desuso o nunca se había implantado. Pero, por otra parte, desde mediados del siglo, la sociedad colonial sufrió cambios notables. Su dinámica propia, las tensiones y contradicciones que de ella surgieron, los nuevos rumbos y las nuevas exigencias de la política borbónica, las condiciones también renovadas de la vida económica, las influencias e ideas exteriores, crearon, como es bien sabido, un contexto en el que todos los elementos contribuyeron a reforzar y renovar tanto los motivos de descontento de los criollos como las manifestaciones de su toma de conciencia cada vez más atrevida y cuestionadora en todos los sectores de la sociedad. Intimamente vinculados con su siglo, implicados en el gran movimiento de renovación intelectual de signo muy variado que conocieron estos decenios, los miembros del clero secular estuvieron prácticamente presentes en todos los grandes debates y en todas las conmociones que agitaron el imperio a partir de la mitad de siglo. El criollismo siguió teniendo abogados brillantes entre las Ordenes. Basta con pensar en los jesuítas expulsados, el mexicano Clavigero, el peruano Viscardo y Guzmán, el cuyano Godoy, o en la interesantísima figura del dominico mexicano Servando de Teresa y Mier. Sin embargo, las Ordenes habían dejado ya de ser el lugar privilegiado de la contienda, y el criollismo, tanto el laico como el eclesiástico, se fundió en el gran movimiento de reconsideración de la relación con España que desembocó más tarde en el proceso independentista, en el que el clero secular desempeñó, en algunos países como México, un papel decisivo.

NOTA

BIBLIOGRÁFICA

Orígenes del criollismo M. BATAILLON, «Origines intellectuelles et religieuses du sentiment américain en Amérique latine»: Cahiers des Amériques latines 6 (París, 1964), 49-55; J. FRIEDE, Los gérmenes de la emancipación americana en el siglo XVI (Bogotá, 1960); J. I. ISRAEL, Razas, clases sociales y vida política en el México colonial, 1610-1670 (México, 1980); B. LAVALLÉ, «Del espíritu colonial a la reivindicación criolla, o los albores del criollismo peruano»: Histórica 2 (Lima, 1978), 39-61; ID., «Las "Doctrinas" de frailes como

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La criollización del clero

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reveladoras del incipiente criollismo sudamericano»: Anuario de Estudios Americanos 26 (Sevilla, 1979), 447-465. Las Ordenes religiosas y el criollismo A. ARCE, «Orígenes de la alternativa de oficios en las Provincias franciscanas del Perú (año 1676)»: Archivo Ibero-Americano 16 (Madrid, 1921), 145-162; J. GONZÁLEZ ECHENIQUE, «Notas sobre la "Alternativa" en las Provincias religiosas del Chile indiano»: Revista Histórica 2 (Santiago, 1962-3), 178-196; R. JARAMILLO, «Los agustinos criollos en México, 1575-1650»: Congreso Internacional «Agustinos en América y Filipinas» (Valladolid, 1990), 117-160; J. LAFAYE, «La regle de l'alternance dans la province dominicaine de Nouvelle Espagne au XVIIe siécle»: Cahiers des Amériques latines 6 (París, 1964), 101-106; B. LAVALLÉ, «Créolisme et alternance: les Augustins de Quito au xvn<- siécle»: Bulletin Hispanique 81 (Burdeos, 1979), 223-264; ID., Recherches sur l'apparition de la consciente creóle dans la vice-royauté du Pérou: l'antagonisme hispano-créole dans les ordres religieux (xvi'-xvw sueles) (Lille, 1982); ID., «Un chapitre oublié du créolisme conventuel: la Province dominicaine de Nouvelle Granade (1620-1640)», en Hommage des hispanistes francais a Noel Salomón (París, 1978), 487-497; I D , «Antecedentes e inicios de la rivalidad hispano-criolla en las Provincias franciscanas del Perú», en Actas del II Congreso Internacional sobre los franciscanos en el Nuevo Mundo (Madrid, 1988), 729-70; L. C. MANTILLA, Los franciscanos en Colombia 2 (Bogotá, 1987), 27-61; I D , «La criollización de la Orden franciscana en el Nuevo Reino de Granada», en Actas del II Congreso Internacional sobre los franciscanos en el Nuevo Mundo (Madrid, 1988), 685-727; F. MORALES, Ethnic and Social Background of the Franciscan Friars in seventeenth Century México (Washington, 1973); I D , «Sociodemografía de la Orden franciscana en América», en Actas del I Congreso Internacional sobre los franciscanos en el Nuevo Mundo (Madrid, 1987), 473-510; lD„ «Criollización de la Orden franciscana en Nueva España. Siglo xvi», en Actas del II Congreso Internacional (véase L. C. Mantilla), 661-684; A. TIBESAR, «The Alternativa: A Study in Spanish-Creole Relations in seventeenth-Century Perú»: The Americas 11 (Washington, 1955), 229-284. Otras facetas del criollismo L. ARROYO, Comisarios generales del Perú (Madrid, 1950); M. MERINO, «El alistamiento misionero en el siglo XVII o avisos para los comisarios reclutadores»: Missionalia Hispánica 2 (Madrid, 1945), 291-364; A. SAINT LU, Condition coloniale et conscience creóle au Guatemala (París, 1970). Criollismo eclesiástico e ideología D. A. BRADING, Los orígenes del nacionalismo mexicano (México, 1973); J. LAFAYE, Quetzalcóatl y Guadalupe: la formación de la conciencia nacional en México (Madrid, 1977); B. LAVALLÉ, «El espacio en la reivindicación criolla del Perú colonial»: Cuadernos Hispanoamericanos, nro. 399 (Madrid, sept. 1983), 20-39; I D , «Planteamientos lascasianos y reivindicación criolla en el siglo xvm (el borrador de Fr. Raimundo Hurtado)»: Histórica 4 (Lima, 1980), 197-220; I D , Recherches sur l'apparition de la conscience creóle dan la vice-royauté du Pérou (Lille, 1982); J. PÉREZ, Los movimientos precursores de la emancipación en Hispanoamérica (Madrid, 1977).

CAPÍTULO

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LA INQUISICIÓN Por ELISA LUQUE ALCAIDE

Desde el siglo XIII se denominó con el término inquisición, que significa literalmente «investigación», a los tribunales encargados de detectar la herejía, entendida como desestabüizadora de un orden social apoyado sobre una ley civil coherente con la ley cristiana. Su origen se remonta al 20 de abril de 1232, en que el papa Gregorio IX la erigió accediendo a las instancias de los reyes de Francia e Inglaterra para poner remedio a la difusión del catarismo albigense y a las revueltas sociales que ocasionaba. El Papa otorgó mandato al provincial de los dominicos del Languedoc para designar a los religiosos encargados de la investigación de la herejía; una vez probada la herejía, entregarían a los confesos de ella al poder civil, que aplicaría las penas. Desde 1235, el mismo Gregorio IX asoció a esta tarea también a los franciscanos. El acta por la que se encargaba a estas dos Ordenes, de reciente fundación, de la «causa de la fe», les confiaba a la vez una «predicación general» contra la herejía, que al llevarse a cabo por la región francesa del Languedoc vuelve a muchos a la fe de la Iglesia; va acompañada de una gran difusión de la práctica de la confesión de los fieles que testimonia la «institución del confesonario», iniciada entonces. Desde Francia la Inquisición se difunde por Bohemia, Hungría, Flandes, Aragón, el Milanesado, Sicilia, Florencia; el edicto de Rávena de 1232 la extiende a toda Europa, excepto a Inglaterra, donde el Parlamento vota su implantación en 1401. Aparece en ella la figura del inquisidor, legado pontificio y juez extraordinario de la fe, con jurisdicción independiente de la de los obispos. Los primeros legados suelen ser dominicos y franciscanos; por una razón jurídica: gozando estas Ordenes de independencia o exención de los obispos, se convertían en instrumentos apropiados de una administración de justicia autónoma; también por la formación doctrinal alcanzada por su instituto y por su finalidad fueron vistos como expertos eficaces para dictaminar en puntos relacionados con la doctrina de la fe. Los histoi íadores de la Inquisición medieval están de acuerdo, hasta la fecha, en sostener que no se introdujo en Castilla la institución inquisitorial que hasta aquí venimos examinando por darse la convivencia de las tres religiones monoteístas en muchos momentos de la vida medieval castellana,

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de la que la Escuela de Traductores de Toledo es ya proverbial ejemplo. Influyó también el que, desde Fernando III el Santo hasta Juan II, cuando hubo represión de la herejía entre los cristianos se llevó a cabo por los príncipes seculares, y la legisló la normativa secular -los Fueros, las Partidasen contraste con lo que ocurría en el resto de Europa y en Aragón. El 1 de noviembre de 1478 Sixto IV, por la bula Exigit sincerae devotionis, erige la Inquisición española. Solicitada por Enrique IV en torno a 1460, la novedad de la institución hispana con respecto a la Inquisición medieval es la de someter el nombramiento pontificio de los inquisidores a la presentación regia. Funciona esta moderna Inquisición española desde 1480 y estaba constituida por: 1) un Consejo de la Suprema Inquisición, también llamado la Suprema, con un presidente y un inquisidor general -cargos que con el tiempo se identifican-, nombrados por el Rey y confirmados por el Papa, y unos consejeros, designados por la Corona y presentados por el inquisidor general; 2) unos Tribunales, compuestos por los inquisidores y ministros, nombrados por el inquisidor general. Los inquisidores tenían facultad de nombrar a los funcionarios, que debían a su vez ser confirmados por el inquisidor general como ministros del Santo Oficio. La organización inquisitorial se debe a los primeros inquisidores generales, que elaboraron las Instrucciones antiguas, iniciadas por Torquemada en 1484 y completadas por Deza, y las Instrucciones nuevas, que comenzó Manrique y completó Fernando Valdés en 1561; fueron recopiladas todas ellas por Arguello en 1630. En el contexto cultural en que surge la Inquisición española se sigue viendo al hereje -criptojudío en este caso- como un elemento de perturbación social; contra él, en diversas ocasiones e injustamente, se desencadena la ira popular; es visible en los desmanes cometidos en Toledo en julio de 1467, que ocasionaron numerosos muertos, quema de casas y desafueros sin cuento; a éstos se suceden los de Sepúlveda en 1468, Córdoba y Jaén en 1473, y Segovia en 1474. En 1477 la anarquía reinaba en Sevilla debido a las luchas entre los bandos del duque de Medina-Sidonia y del marqués de Cádiz. También jugaban un papel principal en la difusión del crimen los falsos conversos: no había una herejía, era una apostasía muy generalizada. Los Reyes Católicos, que llegan a la ciudad en la segunda mitad del año, deciden poner remedio; someten a la nobleza levantisca y, para acabar con el problema de orden religioso, acuden a la solución incoada por Enrique IV. Se configura así la idea de una Inquisición que, impulsada por la Corona, contribuya a la unidad del reino, concebida en torno a la religión católica. Es una medida institucional que se sitúa en línea con la reforma eclesiástica emprendida por los reyes para lograr la elevación espiritual y doctrinal del clero secular y regular. Asistimos a los orígenes hispanos de la Monarquía centralizada que el Renacimiento está gestando en la Europa occidental. Al estudiar los hechos religiosos que en ella se sucedieron nos vemos precisados a hacerlo analizando la labor emprendida por la Monarquía. Es un dato significativo del doble I

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principio que rige en los precedentes inmediatos al descubrimiento del Nuevo Mundo: a) el olvido de la esencial diferenciación del poder espiritual y del poder secular -y, por ello, el peligro de la herejía y las implicaciones desestabilizadoras que implicaba- impulsaron el recurso al brazo secular para extirparla, y b) se desdibuja que el único camino para conducir a los espíritus a la fe es la predicación que respeta la libertad de las conciencias en su búsqueda de la verdad. Este doble planteamiento hizo que se aceptasen los criterios seculares de penalización para el hereje; derivaba, como hemos señalado, de verlo como perturbador del orden social y como un elemento peligroso para el bien común del reino; sólo así se explica - n o se justifica- la admisión de la pena de muerte para el hereje que se confiesa como tal.

I.

ORÍGENES Y TIPOS DE LA INQUISICIÓN EN AMERICA

En 1509 el Rey Católico ordenaba a Diego Colón, gobernador de La Española, que para la conservación de los indios en la fe católica no consintiese que fuesen a poblar aquellas tierras «moros, ni herejes, ni judíos, ni reconciliados, ni personas nuevamente convertidas a nuestra santa fe». En años sucesivos insistió la Corona en disposiciones semejantes de modo que, entre los requisitos para obtener la autorización para pasar a las Indias, se encontraba la prueba de ser cristiano «viejo». Análogamente, en la prohibición a los extranjeros de pasar al Nuevo Mundo -entre otras razonespesaba también el hecho de evitar la contaminación de las nuevas herejías protestantes. En 1516, cinco años después de la erección de los tres primeros obispados antillanos otorgada por Julio II en agosto de 1511, solicitaba Bartolomé de las Casas en su Memorial de remedios para las Indias al cardenal Cisneros: «Y asimismo suplico a Vuestra Reverendísima Señoría... que mande enviar a aquellas islas de Indias la Santa Inquisición, de la cual creo yo que hay muy gran necesidad, porque donde nuevamente se ha de plantar la fe, como en aquellas tierras, no haya quizá quien siembre alguna pésima cizaña de herejía». Fruto de esta petición lascasiana en sintonía con la convicta adhesión de Cisneros a la Inquisición, legada por los Reyes Católicos, fue el decreto del 21 de julio de 1517 dirigido a los tres obispos americanos del momento (Santa María del Darién, en Panamá; Santo Domingo y Concepción de la Vega, en la Española) por el que los instituye «inquisidores apostólicos», dándoles facultad para proceder judicialmente contra los presuntos herejes. El 8 de noviembre del mismo año fallecía el Cardenal y el decreto quedó paralizado hasta la revisión conjunta de la política indiana que haría el nuevo gobierno. Mientras fueron nombrados los primeros inquisidores apostólicos en tierras americanas - e n 1519, por el inquisidor general de los reinos de España, cardenal Adriano de Utrecht-, las funciones de velar por la ortodoxia de la fe y denunciar la herejía corrieron a cargo de los provinciales de las Ordenes religiosas y, después, de los obispos tan pronto se erigieron y formalizaron

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las primeras diócesis americanas. Surgen así los dos primeros tipos de Inquisición americana: la episcopal y la monástica, que funcionaron hasta la implantación del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición en 1569, que sería la tercera modalidad. A estos tres tipos se añade un cuarto de cuño típicamente americano: el Provisorato del Tribunal del Santo Oficio para los indios. Las cuatro instituciones se proponían velar por la conservación de la doctrina cristiana en las nuevas cristiandades americanas. Para ello debían cortar cualquier brote de doctrina heterodoxa y también asegurar una buena práctica moral de los «cristianos viejos». Es un panorama en cierto modo diverso del peninsular. También en este campo las características propias de la empresa americana impregnan de un estilo peculiar las instituciones que surgen en el Nuevo Mundo.

II.

LA INQUISICIÓN EPISCOPAL Y MONÁSTICA

La jurisdicción ordinaria de los obispos incluía la función de ser guardianes o custodios de la fe. En tierras americanas antes de la erección de diócesis episcopales llegaron los religiosos misioneros. Por la bula Exponi nobis, de 1522, conocida en el mundo hispano como la Omnímoda, Adriano VI autorizó a los prelados de las Ordenes religiosas asentadas en tierras americanas para realizar las funciones episcopales, excepto la ordenación sacerdotal. Entre estas funciones se encontraba la de vigilar por la doctrina de la fe o cometido inquisitorial. Se conservan datos que manifiestan que los prelados de las Ordenes religiosas actuaron como inquisidores en los años anteriores a la erección de los obispados; también se conocen casos del ejercicio inquisitorial por los religiosos en tierras distantes de las sedes episcopales ya erigidas. En concreto, en México los religiosos ejercieron los primeros años esta función, que se sumó a la que el poder civil había hecho y hacía en el campo de la protección de la fe y las costumbres. En 1520, Hernán Cortés había iniciado una campaña contra los blasfemos con una severa ordenanza en la que advertía que se aplicarían los castigos que la legislación española prescribía, y los culpables serían multados con quince castellanos de oro. La multa se repartiría a partes iguales entre la Cofradía de Nuestra Señora, el tesoro real y el juez encargado del juicio. Dos edictos de 1523 contra los herejes, dirigidos a los judíos y contra la gente que de dicho o hecho hiciese cosas «que parezcan pecado», parecen redactados por la Iglesia y el Estado conjuntamente para frenar en el segundo caso las blasfemias. Se tienen noticias del primer juicio inquisitorial llevado a cabo por los religiosos a un indio, Marcos de Acolhuacán, acusado de concubinato en 1522, aunque hasta ahora no se ha podido localizar el proceso; también se conservan referencias sobre procesos realizados por el franciscano Martín de Valencia a indios idólatras en 1526 y contra un español en 1527. Mientras la Inquisición en Nueva España corría por estos derroteros,

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en el área antillana, avanzada de la colonización, se había iniciado una nueva fase institucional. A principios de 1519 la Corona y el inquisidor general de España, cardenal Adriano de Utrecht, nombraron dos inquisidores «apostólicos», es decir, vinculados de algún modo con la jurisdicción pontificia que respaldaba al Tribunal de la Inquisición peninsular y, por tanto, exentos de la episcopal. Son Alonso Manso, obispo de San Juan (Puerto Rico) y fray Pedro de Córdoba, provincial de la Orden de Santo Domingo, quienes reciben poderes inquisitoriales sobre todo el territorio de las Indias conocido en el momento: las Antillas, Castilla del Oro (Panamá) y las costas de Venezuela. La temprana muerte de fray Pedro de Córdoba, el 4 de mayo de 1521, hizo que la responsabilidad inquisitorial cayese sobre Manso. Este obispo ejerció como inquisidor en la zona antillana hasta su muerte, el 21 de septiembre de 1539. Entre los procesos que abrió figuran el de Blas de Villasante, acusado de judaizante, y el del llamado maestre Juan, flamenco y luterano, que sería el primero hecho en tierras americanas a un protestante, aunque al no haberse encontrado aún las actas no se conoce el «iter» del juicio. Alvaro Huerga destaca la actuación benigna de Manso para con el que se desviaba de la doctrina de la fe, pero enzarzada en temas menores de competencias jurisdiccionales. En 1532 fray Juan de Zumárraga se hizo cargo del obispado de México y a la vez recibió el título de inquisidor apostólico. Entre sus actuaciones inquisitoriales se cuenta el conocido proceso por idolatría al cacique don Carlos de Texcoco, quien fue relajado al brazo secular y acabó en la hoguera en 1539. La severidad de la condena mereció la reprobación de la Corona al obispo mexicano e influyó después en la determinación del gobierno peninsular de excluir del Tribunal de la Inquisición a los indios recién convertidos, exclusión que quedará reflejada en la Recopilación de leyes de los Reynos de Indias de 1681 (libro 6, tít. 1, ley 35). En 1543, el nuevo inquisidor general de España, Juan Tavera, nombra dos inquisidores apostólicos para las Indias: Alonso López de Cerrato, para las Antillas y costas de Venezuela, y Francisco Tello de Sandoval, para México, donde sucederá en esta función a Zumárraga (Perú, empeñada en ese momento en las luchas entre los conquistadores, no se vio desde la Corte en condiciones para recibir un inquisidor). Los nuevos inquisidores apostólicos reciben unas instrucciones muy limitadas para el ejercicio de sus funciones; sus competencias se ceñían prácticamente a lo administrativo -revisar las cuentas de lo realizado hasta la fechay rectificar los casos en que las sentencias anteriores habían sido excesivas, como es el caso de la devolución de los bienes confiscados a Francisco Sánchez, dictaminada por Manso. De hecho, la labor de vigilancia sobre la doctrina y la moral corrió a cargo de los obispos de las diócesis. Así la ejercen fray Juan de Zumárraga y fray Alonso de Montúfar en la archidiócesis mexicana; fray Juan de Quevedo en el Darién; fray Vicente de Valverde como primer obispo del Perú, y fray Domingo de Santo Tomás en la diócesis de Charcas (Bolivia). Se caracteriza, pues, esta primera etapa de la Inquisición en Indias Historia dg la Ifflesia

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(1519-1570), denominada por algunos preinquisitorial, por la discontinuidad institucional en el ejercicio de la función inquisidora; se alternan e incluso actúan simultáneamente la inquisición monástica, la episcopal y, en algunos períodos, los inquisidores apostólicos. Los procesos localizados contemplan los siguientes delitos: a) El mayor número corresponde a infracciones de la moralidad pública: son los celebrados a blasfemos y a bigamos y a los hallados en concubinato. Entrarían en la actividad inquisitorial encaminada a la protección de la cristiandad naciente en las Indias. b) Se señalan también un cierto número de procesos a indios convertidos al cristianismo que recaen en los cultos y prácticas idolátricas; el más conocido es el realizado por Zumárraga al cacique de Texcoco, que acabaría en el auto de fe de 1539. En 1562, fray Diego de Landa, provincial franciscano de Yucatán, procesa por idolatría a varios indios caciques, actuación que dio lugar a un debate eclesiástico sobre si aún estaban en vigor las facultades otorgadas por la Omnímoda a los superiores religiosos en materia inquisitorial. El debate acabó con un dictamen a favor del derecho del prelado franciscano a celebrar estos procesos. Son los primeros contactos con la llamada religión yuxtapuesta que será objeto de los afanes misionales durante toda la época colonial. c) Por último, se tienen datos de pi ocesos celebrados por herejía: los que se hacen a criptojudíos, más numerosos en las primeras décadas, y los formalizados a los luteranos, que se intensifican en el último decenio anterior al establecimiento del Tribunal de la Inquisición en las Indias. Entre los primeros destaca el auto de fe celebrado en México en 1528, sobre el que tenemos noticia de que murieron en la hoguera dos judaizantes: Hernando Alonso y Gonzalo de Morales. Los celebrados por adherirse a doctrinas protestantes se dirigen generalmente a extranjeros: es el caso del proceso hecho por Manso al maestre Juan, flamenco. Carlos V, por una real cédula del 15 de julio de 1559, advertía a los obispos de Indias del peligro protestante en el Nuevo Mundo. A partir de esta fecha se intensifica la investigación y esto dio lugar a varios procesos, como el celebrado en 1560 por el obispo de México, Montúfar, al inglés Robert Thompson; el llevado a cabo el mismo año por el obispo de Yucatán, Francisco Navarro, a un inglés y a diez franceses, y el que se celebra en 1569 en Guadalajara (México) a un holandés «por cosas de Lutero contra el poder del Papa». Como conclusión, y en palabras de Alvaro Huerga, «el balance de procesos y castigos de la pre-inquisición hispanoamericana no arroja números sensacionales. En el arco cronológico de 1512 a 1568, el Santo Oficio, superada la crisis, tocó el vértice de su plenitud dinámica en la metrópoli; en cambio, mantuvo volitivamente una marcha lenta en Indias» (La pre-inquisición, 699).

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EL TRIBUNAL DEL SANTO OFICIO

Trasplante a América

La alarma despertada por el peligro de la difusión en el Nuevo Mundo de la herejía protestante y la necesidad de sanear la moralidad pública en aquellos reinos fueron determinantes en la decisión de la Corona de solicitar la erección en Indias del Tribunal del Santo Oficio con características similares al existente en la península. Para Bartolomé Escandell prevalece el primer motivo -la defensa frente al peligro de contagio exterior de la herejía- en la implantación del Tribunal inquisitorial americano. Lo deduce de la misma real cédula de erección otorgada por Felipe II el 25 de enero de 1569: «y porque los que están fuera de la obediencia y devoción de la Santa Iglesia Católica romana, obstinados en sus errores y herejías, siempre procuran pervertir y apartar de nuestra sancta fe cathólica a los fieles y devotos cristianos... el verdadero remedio consiste en desviar y excluir del todo la comunicación con los herejes y sospechosos, castigando y extirpando sus errores, por evitar y estorbar que pase tan gran ofensa de la santa fe y religión católica a aquellas partes y que los naturales dellas sean pervertidos con nuevas, falsas y reprobadas doctrinas...» (Recopilación, libro 1, tít. 19, ley 1). La decisión estuvo precedida por el estudio de la situación de las Indias encomendado por el rey a una comisión de Estado, la llamada/unto Magna, presidida por el cardenal Espinosa, en la que'intervinieron miembros del Consejo de Indias, del Consejo de Estado, del de Ordenes, de la Cámara de Castilla, de Hacienda, el entonces Visitador del Consejo de Indias, Juan de Ovando, varios miembros de Ordenes religiosas y el recién nombrado virrey del Perú, Francisco de Toledo. La Junta celebró sus sesiones entre agosto y diciembre de 1568 y sus deliberaciones son complementarias de la acción reformadora del Consejo de Indias llevada a cabo por el Visitador Juan de Ovando. Se trataba de proteger el Nuevo Mundo de la difusión de doctrinas heréticas. Se tenían noticias del establecimiento de hugonotes en la Florida y se pretendía cortar toda contaminación evitando la entrada de personas pasadas a la herejía, y también de libros que la contuvieran. Esto explicará el asentamiento burocrático del Tribunal, que se caracteriza por una cuidada cobertura del litoral. La implantación del Tribunal de la Inquisición en América se realizó el 29 de enero de 1570, en Lima, por el Inquisidor Servan de Cerezuela, y el 4 de noviembre de 1571, en México, por Pedro Moya de Contreras, que sería el tercer arzobispo mexicano. Ante la dificultad de atender el enorme distrito que abarcaban, una real cédula del 8 de mayo de 1610 erige un tercer tribunal con sede en Cartagena de Indias, que cubriría las Antillas, Venezuela y Colombia; éste inicia sus tareas el 30 de noviembre del mismo año con Juan de Mañozca y Pedro Mateo de Salcedo como inquisidores. Los tres tribunales perdurarían hasta la independencia.

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Organización y funcionamiento

1) Características generales. El aparato inquisitorial en Indias se adapta a la estructura de la administración civil y eclesiástica. Se erigen dos tribunales, que abarcarían los territorios de los dos virreinatos existentes en el Nuevo Mundo -Nueva España y P e r ú - y que tendrían su sede en las capitales respectivas, México y Lima. Aparece ya aquí una primera característica de la Inquisición americana: la amplitud territorial, que contrasta con la peninsular (dos millones de kilómetros cuadrados para la mexicana y casi tres millones para la límense, frente a los noventa mil kilómetros cuadrados de la de Valladolid, que era la más extensa en los reinos peninsulares). La cobertura de ese inmenso territorio se haría mediante los funcionarios ya existentes en la península: comisarios y familiares. Los primeros se situarían en las capitales de las Audiencias, en las sedes episcopales y en los puertos de mar; los segundos cubrirían los pueblos de españoles. Se establece así una red que es exigua comparada con la peninsular (250 comisarios y familiares para el distrito limeño, frente a los 1.215 del distrito de Zaragoza; 12 familiares en Lima, frente a 78 en Córdoba o 57 en Valencia). Es significativo el hecho de que los comisarios de puertos de mar habían de ser «religiosos» y «letrados», esto es, personas con preparación doctrinal para poder realizar la «visita de navios», es decir, el control de la importación de libros. El Consejo de la Suprema Inquisición o Consejo de la Suprema, esto es, el órgano inquisitorial superior de los reinos peninsulares, elabora las Instrucciones del 15 de febrero de 1569 para el ejercicio inquisitorial en Indias, en las que aparecen las características propias de la institución americana: a) control de la penetración ideológica y de lá infiltración extranjera, reflejado en el asentamiento de los puntos inquisitoriales cubiertos por los comisarios; b) exclusión de los indios de la jurisdicción inquisitorial; por ser neófitos en la fe «se os advierte -señalaban las Instrucciones- que no habéis de proceder contra los indios... es nuestra voluntad que sólo uséis de ello contra los cristianos viejos y sus descendientes, y las otras personas contra quien en estos reinos se suele proceder...»; c) carácter urbano del aparato administrativo, derivado de centrar su función de vigilancia sobre los españoles, residentes en los «pueblos de españoles», ciudades principalmente comerciales y marítimas; d) mayor autonomía de los tribunales territoriales respecto de la Suprema. En la península, si no se da un acuerdo^entre los inquisidores y el ordinario en el dictamen de las causas, han de remitir al citado Consejo el expediente del proceso para que decida. La lejanía territorial hizo que, para evitar el retraso en las causas, se indicase que en Indias sólo se le remitirían los juicios con discordia en los votos y que tuviesen un dictamen de «relajación al brazo secular». Este veredicto, que implicaba la pena de muerte, debía ser decidido, en caso dudoso, por el Consejo de la Suprema, máxima garantía procesal. 2) Organigrama judicial. Un cuerpo de expertos en la ciencia teológica

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y en el derecho se ocupaba de juzgar los casos relacionados con la doctrina de la fe. Este cuerpo estuvo integrado por los Inquisidores, el Fiscal, los Secretarios (cargos remunerados), los Consultores, los Calificadores, los Comisarios, los Familiares y las denominadas Personas honestas (cargos no remunerados). Los Inquisidores eran los responsables directos de la labor del Tribunal. Al iniciarse la Inquisición medieval predominaron los inquisidores teólogos de las Ordenes mendicantes. Con el paso del tiempo se acentuó la necesidad de buenos juristas; siendo el Santo Oficio un Tribunal, necesitaba de especialistas en leyes para llevar a cabo su labor; las Instrucciones de 1498, elaboradas por Torquemada, establecían que de los dos inquisidores previstos para cada tribunal uno fuese teólogo y otro jurista, o ambos juristas. De hecho, la balanza se inclinó hacia los juristas. Kamen aduce el testimonio de Diego de Simancas, quien afirmaba que «es más útil elegir inquisidores juristas que teólogos», y lo confirma exponiendo el caso del tribunal de Toledo, que de los 57 inquisidores que tuvo entre 1482 y 1598, todos, excepto dos, eran licenciados o doctores en leyes. Paulino Castañeda y Pilar Hernández afirman que la totalidad de los inquisidores limeños del período que estudian (1570-1635) eran juristas. Las Instrucciones de Torquemada de 1498 preveían dos inquisidores en cada tribunal; si faltaba uno de ellos se nombraba un Asesor o Asociado que asistiese en la labor del inquisidor. Tenían bajo su jurisdicción un determinado territorio y el personal adscrito al Tribunal. Les competía promulgar la inquisición en la zona que les estaba asignada, recoger los testimonios, estudiarlos, convocar a los que reconociesen culpables o sospechosos y abrir los procesos según las normas previstas. En las decisiones claves del proceso los inquisidores debían contar con el voto del obispo del lugar, a quien, por su jurisdicción ordinaria, correspondía intervenir en las cuestiones relacionadas con la doctrina de la fe. Uno de los dos inquisidores, el decano, presidía la labor del tribunal, pero en la mayoría de las fases de la causa, así como de la información o en caso de recurso a la Suprema, habían de actuar conjuntamente. Kamen afirma de los inquisidores que, al menos en los siglos XVI y XVII, fueron «una élite burocrática» que se formaba en las mismas instituciones que preparaban al personal de los consejos de Estado, los corregimientos y las audiencias, es decir, en las Universidades, y muchos de ellos en los Colegios Mayores, de tanto peso en la vida intelectual española de la Edad Moderna. El Fiscal era el primero de los oficiales del Tribunal. Promovía la incoación y el proseguimiento del proceso hasta su conclusión y elaboraba los informes de la causa, pero no intervenía en las deliberaciones ni tenía voto en la sentencia. Afirman Castañeda y Hernández que, por disposición de Felipe II, desde 1595 y 1608 habían de ser juristas y sacerdotes, ya que con frecuencia eran promovidos a inquisidores. Señalan también estos autores que, con el paso del tiempo, gozaron de diversas preeminencias hasta que una real cédula de 1660 les otorgó la misma categoría y honores de los inquisidores y se les denominó Inquisidor-fiscal.

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Los Secretarios o Notarios del Secreto solían ser tres en cada Tribunal. Participaban en todas las actuaciones de los inquisidores y del fiscal para levantar acta de los actos oficiales del Tribunal. Les estaba prohibido examinar a los testigos por sí solos sin la presencia de un inquisidor. Los Consultores eran letrados que intervenían en las causas de fe con derecho a voto, tanto en las distintas etapas del proceso como en la sentencia definitiva. Se les pedía su parecer en caso de conflicto de competencias jurisdiccionales. En 1596 y 1598 se especificó que de los seis que había de contar cada Tribunal al menos dos fuesen teólogos y los demás juristas. Los Calificadores eran los expertos teólogos a los que acudía el Tribunal para que juzgasen de las proposiciones de los acusados y de las doctrinas contenidas en libros y documentos sospechosos de herejía. Generalmente eran miembros de Ordenes religiosas. Las Ordenanzas de Valdés, de 1561, establecían que fueran teólogos, y en 1607 se recomienda que fuesen «las más eminentes personas de edad, virtud y prudencia», como recogen Castañeda y Hernández. Debían tener cuarenta y cinco años cumplidos, aunque en Lima -afirman estos autores- no se tuvo en cuenta este requisito. Fue un cargo de prestigio, y a los que lo ejercían se les expedía una certificación personal que constaba entre los méritos de su titular. En 1607 la Suprema ordenó que sólo se extendiese este documento a los que lo hubieran ejercido al menos durante cuatro años. Los Comisarios eran los representantes del Santo Oficio en las ciudades y villas del distrito inquisitorial. Debían ser clérigos virtuosos. En las Indias, por la escasez de clero secular preparado, con frecuencia fueron regulares y se establecieron en las ciudades y villas del interior y en los puertos donde controlaban las cargas que traían los navios, asegurando especialmente que los libros que entraban no contuvieran herejías. Los Familiares, figura conocida, según Kamen, de la Inquisición medieval que pasó al Tribunal español, eran esencialmente servidores laicos del Santo Oficio, dispuestos en todo momento a cumplir con sus deberes al servicio del Tribunal. A cambio se les permitía llevar armas y disfrutaban de diversos privilegios comunes a los otros funcionarios, como el quedar sujetos al fuero institucional y exentos de la jurisdicción civil. Por considerarlo un alto honor, en las primeras décadas de la historia de la Inquisición se contó con una alta proporción de nobles entre los familiares. A principios del XVI los familiares constituyeron una hermandad o cofradía bajo la advocación de San Pedro Mártir, inquisidor que sufrió martirio en 1252. A mitad del siglo XVI se determinó que fueran casados, de más de veinticinco años de edad y de ascendencia cristiana probada. Colaboraron también con el Tribunal las llamadas personas honestas, a las que se recurría, por ejemplo, para presenciar las ratificaciones de los testigos. 3) Organigrama administrativo. Podemos considerar dos grupos de funcionarios administrativos del Santo Oficio: los que gestionaban la economía del Tribunal y los que atendían los demás servicios. El Tribunal español se sostuvo desde sus principios con los fondos que le proporcionaron sus propias actividades. Para Kamen, el que nunca reci-

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biese para subsistir ningún ingreso regular es el aspecto más sorprendente de la administración del Santo Oficio. Este mismo autor añade que lo ordinario era que los tribunales españoles se encontraran en situación deficitaria. Castañeda y Hernández sostienen que el Tribunal de Lima, durante el período que estudian (1570-1635), fue una institución pobre. Las fuentes de ingresos eran las confiscaciones de bienes de los reos, las penas pecuniarias que se imponían y los censos. Así proyectó el Inquisidor general Manrique el inicio preinquisitorial antillano en un decreto de 1524. Como afirma Huerga, el sistema no dio resultados, y aduce el testimonio del Inquisidor apostólico Manso, que no llegó a cobrar un solo real. Tras esta experiencia, la Corona, por la real cédula de 1569 de erección del Tribunal de Indias, asumió una parte de los gastos del Santo Oficio en el Nuevo Mundo. A estos ingresos se sumaron, en ocasiones, donaciones como la del obispo de Quito, fray Pedro de la Peña, que permitió la compra e instalación de las casas para el Tribunal de Lima. A partir de 1629 se añade también el fruto de una canonjía de las iglesias americanas con más de cinco prebendados, concedido por un Breve de 1628, que hizo extensiva a las Indias la concesión de las rentas de la primera canonjía y la primera prebenda que quedaran vacantes en todas las iglesias metropolitanas otorgada a la Inquisición española por Paulo IV en 1559. Los funcionarios inquisitoriales que llevaron la gestión y administración de los bienes fueron los siguientes. El Receptor, responsable de la administración de los bienes inquisitoriales. Anotaba en el Libro de receptoría las operaciones económicas del Tribunal: los gastos -sueldos de funcionarios, reparaciones de las casas, compra de edificios, mantenimiento de los presos, consignaciones a la Suprema, etcétera- y los ingresos. Rendía anualmente cuentas de la gestión, las cuales, revisadas por el contador y el fiscal, pasaban a la aprobación de los inquisidores y a la Suprema. El Contador, al que correspondía revisar las cuentas del receptor y dictaminar sobre ellas. El Notario de secuestros, encargado de presenciar el embargo de bienes de los reos, hacer una relación pormenorizada de los mismos; asistir a la venta de los bienes confiscados y dar cuenta de los gastos del mantenimiento de los presos, que se descontaba de la hacienda del reo, si la tenía, o corría a cargo del Tribunal en caso contrario. A la salida del reo de la prisión el notario le devolvía los bienes secuestrados, menos los gastos de su sustentación. Además del Alguacil mayor, que llevaba a cabo la captura de los reos y asistía al secuestro de sus bienes, el Tribunal contó con otros varios funcionarios: nuncio, portero, alcaide, despensero, médico, cirujano, boticario y barbero para el servicio de los presos. C)

El proceso inquisitorial

Los procesos inquisitoriales en Indias siguieron en todo la praxis peninsular. La única característica americana que se señala es el volumen de procesos no concluidos, por la dificultad que las distancias suponían para recoger las testificaciones y decidir en los asuntos. En las Instrucciones de

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Valdés de 1561 había quedado fijada para la Inquisición española la estructura procesal. Como afirma González Novalín, Valdés hizo unas ordenanzas procesales muy minuciosas impregnadas de originalidad y experiencia. Este fue el modelo que se vivió en América y que seguía las siguientes etapas: 1) Acusación. Al recaer la sospecha de herejía sobre una persona, los inquisidores habían de contar con el dictamen de los teólogos calificadores sobre los cargos al imputado. Sobre ese dictamen el fiscal, actuando de oficio, presentaba la denuncia que daba pie a la prisión del reo. Decidida la prisión del imputado por los inquisidores y consultores del tribunal, se procedía a la misma y al secuestro de los bienes que estuvieran en su poder para costear los gastos del prisionero. Ya en la cárcel del Santo Oficio, los inquisidores le examinaban sobre su genealogía, estilo de vida y formación religiosa. Si el reo no confesaba, el fiscal procedía a la denuncia formal de la supuesta herejía y le conminaba a exponer la verdad de los hechos. 2) Desarrollo del proceso. Según González Novalín, por ser la finalidad del Tribunal más bien medicinal que vindicativa, su acción se encaminaba a que el reo reconociera y se retractara de su error. Por ello se procedía a un careo entre el tribunal y el imputado a discreción de los inquisidores, que gozaban de un fuerte poder decisorio: admitir o rechazar a los testigos, dictaminar de la suficiencia de las pruebas y de la posible aplicación de la tortura. Entre los medios de que disponía el Tribunal para llegar a la confesión del reo figuraba el de la tortura, recurso que se tiende a considerar como específico de la Inquisición sin tener en cuenta que hasta época muy reciente ha sido una práctica generalizada de la humanidad, de la que aún hoy mismo no ha sido totalmente desterrada. Kamen afirma, citando las Instrucciones de 1561 que venimos considerando, que su aplicación debía estar de acuerdo con «la conciencia y arbitrio de los jueces, regulados según derecho, razón y buena conciencia. Deben los Inquisidores mirar mucho que la sentencia del tormento sea justificada y precediendo legítimos indicios». El mismo Kamen llega a la conclusión de que, teniendo en cuenta la praxis procesal de la época, la Inquisición española siguió una política de benignidad y circunspección que la deja en lugar favorable si se la compara con cualquier otra institución. A este respecto proporciona algunos datos sobre la misma. Por ejemplo, el de que en Granada, de 1573 a 1577, se aplicó a un siete por ciento de acusados y en Sevilla, de 1606 a 1612, a un once por ciento. En Lima, durante el siglo XVIII, sólo se aplicó en el dos por ciento de los casos. El acusado tenía medios para su defensa. Podía manifestar qué personas consideraba enemigos suyos que, por serlo, no podrían ser convocados como testigos; podía servirse de un abogado defensor de oficio, que representa una innovación de la Inquisición española respecto de la medieval; a la vista de las actas de la acusación que se le entregaban, el reo preparaba su defensa asesorado por su abogado; podía llamar a testigos que probasen su inocencia; también tenía la posibilidad de recusar a los jueces, aunque se

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hizo en pocos casos, uno de los cuales fue en el célebre proceso al arzobispo Carranza, quien logró que sus jueces fueran sustituidos. 3) La sentencia. Examinada la defensa del acusado, se procedía a la votación del caso. En ella intervenían, además de los inquisidores, los consultores y el obispo del lugar. El veredicto debía atenerse a lo previsto en las Instrucciones, las cuales dividían a los reos en tres clases: confitentes, que eran admitidos a reconciliación y a los que se imponían algunas penas; pertinaces, que eran relajados al brazo secular, lo que implicaba la pena de muerte, y semiplenamente convictos, que debían abjurar o retractarse de vehementi, cuando eran gravemente sospechosos de herejía, o de levi, cuando sólo lo eran levemente. El reo tenía la posibilidad de suplicar de la sentencia, lo que implicaba la revisión por parte del tribunal. También podía apelar a la Suprema. Estas últimas apelaciones, aunque limitadas, se dieron en algunos casos. Las sentencias se pronunciaban en el denominado Auto de Fe, que, según la solemnidad con que se celebrara y el número de reos implicados, era general, particular y singular. El principal era el primero. En él se leían públicamente las sentencias, tras lo cual se entregaba al brazo secular a los «relajados», se conducía a la cárcel a los condenados a prisión, se imponía el sambenito a los sentenciados a esta pena o se conminaba a los demás el cumplimiento de la propia. Las sentencias condenatorias, aunque de índole personal para el reo, se convertían en lo sucesivo, para él y para sus descendientes, en una infamia que los imposibilitaba para el ejercicio de cuanto exigiese limpieza de sangre. D)

Delitos, procesos j sanciones

1) Delitos. Los delitos perseguidos por la Inquisición hispanoamericana fueron muy numerosos y se pueden clasificar de muy diversas maneras. Unos eran de índole doctrinal, como la herejía (protestantes o luteranos), la reincidencia en el judaismo de los neoconversos (criptojudíos o judaizantes), la práctica del islamismo (moriscos) y la defensa de tesis (proposiciones) contrarias a la doctrina de la Iglesia en materia de dogma o de moral, delito este último que muchos asimilan al de blasfemia. Otros eran contrarios a la moral cristiana, entre los que figuraban la bigamia, el concubinato, la blasfemia y la usura. Unos terceros guardaban relación con el orden sacerdotal (delitos del clero), como las propuestas deshonestas por parte del sacerdote en el marco de la confesión (solicitación), la celebración de la misa por personas carentes del sacerdocio, el matrimonio de los eclesiásticos o el abandono no autorizado del estado eclesiástico. Finalmente, y ya en el capítulo de varios, figuraban delitos como el de las manifestaciones de un exaltado y sospechoso misticismo (alumbrados), la magia, la superstición, los sortilegios, la brujería, la astrología, el pacto con el demonio, la actuación contra el propio Santo Oficio (difamación de la institución, compra o coacción de los testigos, declaraciones falsas, incum-

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P.ll.

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plimiento de las sentencias) y, desde la segunda parte del siglo XVIII, la masonería. Además de sancionar los delitos, la Inquisición ejerció también el control sobre la difusión de libros que consideraba inconvenientes desde el punto de vista doctrinal-religioso. Respecto de esta variada gama de delitos merece observarse que los protestantes, judaizantes y moriscos tenían prohibido, en principio, viajar a América. Diego de Encinas (Cedulario, I, 455) recoge sendas reales cédulas de 1501 y 1552 en las que se ordenaba que no se permitiese el paso a Indias de «moros, judíos, ni herejes, ni reconciliados, ni personas nuevamente convertidas a nuestra fe». Otra real cédula de 1559 (Ibt'd., 454-5) advertía a los obispos americanos del peligro de que se estableciesen en el Nuevo Mundo «algunos luteranos, moros o judíos y que tengan algunas herejías», a los que las autoridades civiles debían remitir a la península para que fueran juzgados por la Inquisición. Por su parte, la Recopilación de leyes de los Reinos de las Indias, que recoge una real cédula de 1543, ordenó en 1681 a las autoridades civiles americanas que averiguasen qué «nuevamente convertidos de moros e hijos de judíos residen en las Indias y echen de ellas a los que hallaren enviándolos a estos reinos en los primeros navios que vengan» (libro 7, título 5, ley 29). La presencia de los judaizantes y moriscos se intensificó en América a partir de 1580, tras la unión de las Coronas castellana y portuguesa. Esta misma presencia recibió un nuevo impulso a raíz de que la Corona suprimiese en 1601 la prohibición de su paso a Indias y de que el papa Clemente VIII facultase en 1606 al Santo Oficio para indultar a los judaizantes (en su mayoría portugueses) residentes en el Nuevo Mundo. Su elevado número dio lugar al sobresalto originado en 1636 por la denominada Gran Complicidad, que se sustanció con el auto de fe celebrado en Lima en 1639, en el que se juzgó a 69 conversos portugueses, de los que 11 fueron relajados o entregados al brazo secular para que juzgase de su posible condena a muerte. Por lo que se refiere a los protestantes o luteranos, la Corona, tras un pacto suscrito con Inglaterra y Holanda, comunicó en 1605 al Tribunal de la Inquisición de México que en las capitulaciones firmadas con Inglaterra y Escocia se había estipulado que los subditos ingleses «no fuesen molestados por motivos religiosos en los dominios del rey de España; éste proveerá para que puedan ir, comerciar y volver sin tacha y sin miedo». 2) Procesos. Para los siglos XVI y XVII se dispone ya de datos concretos, aunque no todos coincidentes entre sí, sobre los procesos sustanciados por la Inquisición hispanoamericana, gracias a los estudios de A. Huerga, J. Contreras y S. Alberro sobre el Tribunal de México, de M. Tejado Fernández y T. Escribano Vidal sobre el de Cartagena y de B. Escandell y P. Pérez Cantó sobre el de Lima. Combinadas las cifras suministradas por estos autores, la Inquisición hispanoamericana sustanció los siguientes procesos durante los siglos XVI y XVII:

C.16. Delitos

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México

Cartagena

Protestantes Judaizantes Bigamia Proposiciones/blasfemias Delitos del clero Brujería, hechicería, etc Varios

97 158 198 233 76 74 114

70 59 56 97 19 169 90

TOTAL

950

560

Lima

Total

62 215 252 396 98 136 200

229 432 506 726 193 379 404

1.359

2.869

Los datos referentes al siglo XVIII, suministrados por L. A. Tambs en el caso de México, J. L. Molina Moreno en el de Cartagena y P. Pérez Cantó en el de Lima, son menos completos. He aquí algunos, con la advertencia de que los referentes a Cartagena solamente cubren el período de 1701 a 1793:

Delitos

México

Cartagena

Protestantes 23 Judaizantes — Bigamia 228 (hasta 1789) Proposiciones/blasfemias . . 5 9 Delitos del clero Brujería, hechicería, etc. ... Varios 77 TOTAL

367

Lima

36 -17 77 20 90 26 184

266

Obsérvese que el Tribunal de Lima fue mucho más activo que el de México y éste más que el de Cartagena, fundado bastante más tarde que el mexicano y el límense, aunque esta inferior actividad suya subsiste en el siglo XVIII. Merece observarse también que en los procesos de los siglos XVI y XVII el delito más frecuente fue el de las proposiciones y blasfemias, tan abundantes en el castellano, seguido del de bigamia, que se veía favorecido por las circunstancias sociológicas del mundo hispanoamericano. Entre los delitos de índole doctrinal, llama la atención el elevado número de los judaizantes procesados, cifra que, por otra parte, es lógico que doble prácticamente a la de protestantes. Los procesos sustanciados, lo mismo que el número de delitos juzgados, atravesaron distintas etapas según los tiempos y los tribunales. En conjunto, el siglo XVI, especialmente sensibilizado por el espíritu de contrarreforma suscitado por el Concilio de Trento (1545-1563), fue más activo que el XVII y éste más que el XVIII. Por lo que se refiere a los procesados, las primeras víctimas de la Inquisición fueron numéricamente los españoles y los criollos. He aquí dos cuadros referentes al Tribunal de Lima durante la etapa 1570-1599 y al de Cartagena durante la de 1610-1700:

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Etnia Españoles y criollos Extranjeros Negros y mezclas raciales

Lima

Cartagena

Total

391 86 21

288 110 131

679 196 152

Entre los extranjeros predominaron los portugueses, así como los delitos de índole doctrinal. Los negros y las mezclas raciales (mestizos, mulatos, zambos) aparecen especialmente involucrados en supersticiones, brujerías y hechicerías. Entre los españoles y criollos descuellan los delitos de proposiciones/blasfemias y bigamia. Dentro de este último sector, los delitos del clero abundaron más entre los criollos que entre los peninsulares. Las mujeres representan un porcentaje reducidísimo respecto de los hombres y aparecen implicadas, sobre todo, en casos de brujería, hechicería y sortilegios. 3) Sanciones. Las penas impuestas a los reos eran muy variadas y dependían de la gravedad del delito. Entre ellas cabe enumerar la relajación o entrega al brazo secular, que solía llevar consigo la pena de muerte, normalmente en la hoguera; la cárcel, con posibilidad de redención; la confiscación de los bienes o las multas; la deportación o destierro á otro lugar; el servicio de galeras o condena «al remo»; la imposición del sambenito o escapulario de color amarillo con una cruz roja en el pecho y en la espalda; la vergüenza pública o recorrido por las calles, entre azotes, a lomo de un asno, el torso cubierto por una camisa, con dogal al cuello y con mordaza; cierto número de ayunos; asistencia a determinados actos religiosos (misas, sermones, etc.), o la reclusión en un convento en el caso de clérigos. Pilar Pérez Cantó cifra las sentencias del Tribunal de Lima durante los años 1600 a 1700 en 28 relajaciones, 359 abjuraciones, 124 reconciliaciones, 34 absoluciones y 54 causas suspendidas. Puesto que esta misma autora asigna a dicho tribunal durante la etapa indicada la celebración de 650 procesos, las 511 condenas representan el 85 por 100 de las sentencias, mientras que las absoluciones y los sobreseimientos representan el 13,35 por 100. El elevado número de las relajaciones obedece a las 11 decretadas en la Gran Complicidad de 1639. Más concretamente, refiriéndose a este mismo Tribunal limeño, Paulino Castañeda y Pilar Hernández ofrecen el siguiente cuadro de penitenciados durante la etapa 1570-1635: Delitos Bigamia Hechicería Delitos del clero .... Proposiciones Blasfemias Luteranismo Judaismo Varios TOTAL

1570-1602

Porcentaje

1603-1635

Porcentaje

49 42 61 134 97 41 31 112

8,64 7,40 10,75 23,63 17,10 7,23 5,46 19,75

54 21 14 43 29 4 53 5

24,41 9,41 6,27 19,28 13,00 1,79 23,76 2,24

567

223

La Inquisición

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De entre las diversas sanciones merece un comentario especial la relajación, por llevar aparejada consigo la pena de muerte. Respecto de ella, Alvaro Huerga calcula su número en toda Hispanoamérica en 25 ó 30 penitenciados. La cifra parece algo corta, aunque probablemente tampoco pueda llegar a doblarse. Su reducida proporción justifica el juicio que Salvador de Madariaga emite acerca de este castigo, que tanto ha contribuido a criticar a la Inquisición: «¿Qué historiador con sentido común perderá el sentido de la proporción hasta negarse a reconocer que en último término resulta la Inquisición de las Indias una de las aberraciones humanas que menos muertes lleva a su cargo en la historia de los hombres? Sólo en Inglaterra, bajo la dinastía de los Tudor, las víctimas de la persecución religiosa, ya de católicos, ya de reformados, exceden de quinientas» (El auge del imperio español en América, Buenos Aires, 207-208). IV.

EL PROVISORATO PARA INDIOS

Tras los procesos a indios en la primera etapa inquisitorial, algunos de los cuales se sustanciaron con la aplicación de la pena capital -es el caso del proceso seguido por Zumárraga contra el cacique de Tezcoco-, la Corona ordena que se trate con benignidad a los indígenas recién convertidos; Felipe II por real cédula del 22 de noviembre de 1540 prohibía que se impusiese la pena de muerte a los indios, ya que eran «plantas verdes en la fe». En esta misma línea, al erigirse el Tribunal del Santo Oficio por la real cédula de 1569, ya citada, se excluyó a los indígenas de su jurisdicción. Influyó también en esta medida la petición de diversas autoridades indianas. El mismo Zumárraga solicitó insistentemente a la Corona en 1537 que pusiera a los indios bajo la supervisión menos severa de los obispos. Después de 1571 el control real sobre la ortodoxia de los indios volvió a las oficinas del obispado o del arzobispado y fue confiado al provisor o vicario general de la diócesis. Para desempeñar esta función el provisor se fue rodeando de algunos ayudantes de oficio, que formaron un organismo diocesano, y que tuvieron legados y comisarios en las provincias. Este organismo recibió numerosas denominaciones: Provisorato de Naturales, Vicariato de Indios, Juzgado de Naturales, Tribunal de la Fe de los Indios, Inquisición ordinaria, y funcionó hasta finalizar la colonia. Se investigó sobre los delitos contra la fe de los indios hasta la segunda decena del siglo XIX. Además de los casos instruidos por concubinato y por no respetar los grados de consanguinidad en el sacramento del matrimonio, el mayor interés y número de investigaciones fueron sobre idolatría, supersticiones y hechicerías reiteradas. Entre 1620 y 1700 se centró la atención sobre la evaluación de la actividad misional contra las continuas prácticas paganas y el sincretismo religioso o religión yuxtapuesta. Se encargaron informes a religiosos de diversas Ordenes, que reflejan bien -según expresa Greenleaf- el temor de los inquisidores y de los ordinarios en cuanto a la extensión del paganismo.

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La Iglesia diocesana

Algunos d e estos informes se h a n publicado; es c o n o c i d o el clásico memorial d e Gonzalo d e Basalobre: Relación auténtica de las idolatrías, supersticiones, vanas observaciones de los indios del obispado de Oaxaca, p u b l i c a d o e n México en 1656. En la práctica, el m o d o d e p r o c e d e r del Provisorato d e indios siguió la praxis del Santo Oficio: se c e l e b r a r o n procesos y se i m p u s i e r o n p e n a s , c o n exclusión de la capital, se tuvieron a u t o s públicos d e fe. El paralelismo d e funciones y p r o c e d i m i e n t o d i o lugar a n u m e r o s o s conflictos jurisdiccionales e n t r e a m b o s tribunales. D e h e c h o , la Inquisición indagó a veces e n a s u n t o s indígenas; es el caso, p o r ejemplo, d e la información p e d i d a p o r el S a n t o Oficio m e x i c a n o e n 1 6 0 7 s o b r e la idolatría d e los indios d e Yucatán, y q u e recogió el comisario d e la Inquisición d e C a m p e che, fray F e r n a n d o d e Nava, religioso franciscano. T a m b i é n se tienen d a t o s d e q u e el T r i b u n a l d e la Inquisición e n el siglo XVII j u z g ó algunos casos d e indígenas: así, e n 1 6 2 5 e n Chiautla, e n la región d e Villa Alta d e Oaxaca, fray F e r n a n d o de P o r r a s , agustino, comisario del Santo Oficio, j u z g ó y c o n d e n ó a u n indio zapoteca p o r el u s o d e alucinógenos. T a m b i é n se tienen datos d e relaciones c o m p l e m e n t a r i a s e n t r e los dos tribunales. E n el Archivo General d e la Nación d e México se conservan d o c u m e n t o s remitidos p o r el Provisorato m e x i c a n o al tribunal del S a n t o Oficio sobre casos d e herejía c o n c e r n i e n t e s a los indígenas. D u r a n t e la p r i m e r a mitad del siglo XVIII el provisor c o n t i n ú a c e l e b r a n d o causas a indios q u e caen e n la idolatría. El más c o n o c i d o es el q u e relata J o s e p h A n t o n i o d e ViUaseñor e n su Teatro Americano, Descripción General de los Reynos y Provincias de la Nueva España, año de 1748. N a r r a el a u t o d e fe organizado p o r el provisor d e indios al cacique d e Nayarit, T o n a t i ú h , e n el c o n v e n t o d e San Francisco y e n la plaza d e San Diego, d o n d e se q u e m a r o n los h u e s o s del bisabuelo del cacique y los ídolos e i n s t r u m e n t o s d e sacrificios e n c o n t r a d o s j u n t o a los restos del cacique e n u n a cueva d e Nayarit. En 1766 Carlos I I I excluyó los delitos d e bigamia y poligamia d e los indígenas d e la jurisdicción del Provisorato y los sometió al S a n t o Oficio. E n esas fechas tuvo lugar u n e n f r e n t a m i e n t o considerable e n t r e ambos t r i b u n a les, q u e fue llevado a la C o r o n a . El Provisorato h a a d o p t a d o la d e n o m i n a ción d e Provisorato del Santo Oficio de la Inquisición Ordinaria de los Indios y Chinos de este Arzobispado (se e n t e n d í a c o n el t é r m i n o chino n o al p r o c e d e n t e d e China, ni al hijo d e morisco y española, d e n o m i n a c i ó n usual mexicana, sino al filipino d e p u r a sangre e n q u e n o se había d a d o mestizaje c o n español). El T r i b u n a l del Santo Oficio c o n s i d e r ó u n a intromisión en su á m b i t o el e m p l e o p o r el Provisorato del t é r m i n o Inquisición. Greenleaf p r o p o r c i o n a el d a t o del último p r o c e s o e f e c t u a d o a u n indio e n el México colonial, e n 1 8 1 8 . E n este caso se manifiestan las relaciones d e colaboración e n t r e los d o s tribunales. Se t r a t a b a d e u n indio o p a t a acusado d e brujería. Iniciado p o r el Santo Oficio, al p o n e r s e d e manifiesto la p r o c e dencia indígena p u r a del r e o , el tribunal pasó el caso al Provisorato. El estudio d e la d o c u m e n t a c i ó n del Provisorato e n las distintas zonas americanas, q u e está a ú n sin completar, d a r á luz p a r a investigar e n m u c h o s aspectos las culturas indígenas y e n r i q u e c e r á la historia americanista.

NOTA

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Inquisición española, 479-501.

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Otras obras citadas e n el texto B. BENNASSAR, Inquisición española. Poder político y control social (Barcelona, 1981); J. CONTRERAS, «Las causas de la fe en la Inquisición española (1540-1700). Análisis de una estadística», en Simposio interdisciplinario de la Inquisición medieval y moderna (Copenhague, 1978); D. DE ENCINAS, Cedulario indiano / 1 5 9 6 / 1 (Madrid, 1945);]. L. GONZÁLEZ NOVALÍN, «La Inquisición española», en R. GARCÍA-VILLOSLADA, Historia de la

Iglesia en España 111/ü (Madrid, 1980), 1U7-269; H. KAMEN, La Inquisición española (Madrid, 1983).

CAPÍTULO 17

LA IGLESIA Y LOS NEGROS Por ILDEFONSO GUTIÉRREZ AZOPARDO

La presencia de los negros en el mundo hispanoamericano estuvo ligada a su existencia en Europa, y más concretamente en España. El dato documental más antiguo encontrado hasta la fecha sobre la presencia del negro en España data del año 1415; pero la existencia de los negros en la península bien podría remontarse a la época de las invasiones almorávides, cuyos ejércitos arrastraron consigo a negros de etnias subsaharianas. Durante todo el siglo XV, la piratería del Mediterráneo depositó en los puertos del Levante a negros cautivos; a éstos habría que añadir los esclavos conseguidos por las navegaciones portuguesas y por mercaderes sevillanos, comprados o rescatados a los reyezuelos de las costas africanas. Hacia el año 1475, su número e importancia fue tal, que los Reyes Católicos nombraron un juez especial para su gobierno. Cien años más tarde se calculaban en España no menos de 50.000 negros. Fueron negros ladinos los primeros que pasaron al Nuevo Mundo al servicio de sus amos y como auxiliares de conquista. Cuando cedió la conquista y el objetivo se puso en el beneficio de las minas y en la explotación de los recursos naturales, dada la escasez de mano de obra y la prohibición de esclavizar a los indios, se echó mano de los negros y se continuó en América el comercio de esclavos iniciado en las islas de Madeira, Santo Tomé y Canarias, pero incrementando en grandes proporciones la trata al ser mayor la demanda. La Corona española, viendo en el tráfico negrero una fuente de ingresos, y para mantener el control sobre él, adoptó diversos sistemas para organizarlo a lo largo del período hispánico, cuyas etapas han sido denominadas así: etapa de las licencias, de 1493 a 1595; etapa de los asientos, de 1595 a 1789; y etapa del libre comercio, de 1789 a 1812. Como puertos de entrada de este tráfico fueron fijados, entre otros, los de Cartagena de Indias, Portobelo, Veracruz y Buenos Aires. En cuanto al número, y de acuerdo con diversos autores, se pueden calcular en cerca de un millón los esclavos negros introducidos en Hispanoamérica durante todo el período.

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P.II. I.

La Iglesia diocesana

LA IGLESIA Y LA TRATA NEGRERA

Todos los autores que investigan sobre la Iglesia y los negros en Hispanoamérica se centran indefectiblemente en esta pregunta: ¿Cuál fue la actitud de la Iglesia ante la trata negrera? Para contestarla parece lo más adecuado analizar primero los documentos de la Santa Sede sobre la esclavitud, exponer después la doctrina de los teólogos y finalizar con una visión sucinta de lo que fue una corriente libertadora de algunos estamentos eclesiales en pro de los negros. A)

Los Papas

Los documentos pontificios que trataron sobre la esclavitud desde el siglo XV al XIX son los siguientes: Nicolás V, en su breve Divino amare communiti, del 16 de junio de 1454, dirigido al rey Alfonso de Portugal, en el preludio de la trata negrera, autoriza a los portugueses a reducir a esclavitud a «los sarracenos, paganos, infieles y enemigos de Cristo». Pío II, en sus letras del 7 de octubre de 1462 dirigidas al obispo de Rubicón de las Canarias, que se dirigía a Guinea, condena el tráfico negrero como un gran crimen y fulmina censuras eclesiásticas contra los cristianos que se atrevían a esclavizar a los neófitos negros. Paulo III, en sus letras del 29 de mayo de 1537 al cardenal Tabera, arzobispo de Toledo, ordena que los indios no sean reducidos a esclavitud. En su bula Ventas ipsa, del 7 de octubre de 1537, dice textualmente así: «Declaramos que los dichos indios y todas las demás gentes que de aquí en adelante vinieren a noticia de los cristianos, aunque estén fuera de la fe de Cristo, no están privadas ni deben serlo de su libertad». Urbano VIII, en la bula Cómmissum nobis, del 22 de abril de 1639, dirigida al colector general de la Cámara Apostólica de Portugal, renueva las letras de sus antecesores sobre la esclavitud y defiende la libertad de los indios de Brasil, Paraguay y Río de la Plata. Benedicto XIV, en la constitución apostólica Inmensa Pastorum, del 20 de diciembre de 1741, dirigida a los obispos de Brasil y al rey de Portugal, defiende de nuevo la libertad de los indios de Brasil, Paraguay y Río de la Plata. Pío VII dice así en su carta del 20 de septiembre de 1814 al rey de Francia: «Y nosotros prohibimos a cualquier eclesiástico o laico el atreverse a afirmar como lícito, bajo cualquier pretexto, este comercio de negros». Gregorio XVI, en su bula In supremo apostolatus fastigio, del 3 de diciembre de 1837, prohibe el comercio de africanos e indios, y cita nuevamente las letras de sus predecesores sobre la esclavitud. La postura del papa Nicolás V tiene su explicación, dentro del intento de este Papa de levantar una cruzada tras la pérdida de Constantinopla y del contexto de la piratería, en la que de una y otra parte se tomaban cautivos para después exigir rescate o realizar intercambio. Las letras de Pío II, surgidas a raíz del clamor de los misioneros de las costas de Guinea, aunque terminantes, se refieren expresamente a los negros recién convertidos.

C.17.

La Iglesia y los negros

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La bula de Paulo III manifiesta cierta intencionalidad cuando habla de «las demás gentes». Pero ni ésta ni la de Pío II fueron utilizadas, quizá por desconocidas, por los misioneros y teólogos que propugnaron la libertad de los esclavos. Las bulas de Urbano VIII y de Benedicto XIV están claramente dirigidas a los indios de América, aunque la de este último Papa fue aplicada también a la esclavitud negra y enviada como tal al prefecto de los capuchinos del Congo en el año 1758. Es evidente que hasta los papas Pío VII y Gregorio XVI no se condena en ningún documento papal el tráfico negrero. Sin embargo, existieron otros documentos de dicasterios romanos en los que, de una u otra forma, se condenó negocio tan infame: las letras del cardenal Cybo, secretario de la Congregación de Propaganda Fide, a los capuchinos de Angola, en 1683; la comunicación del Santo Oficio del 20 de marzo de 1686, y la instrucción de Propaganda Fide a los nuncios de Lisboa y Madrid en 1707. ¿Prudencia y cautela ante asunto tan espinoso? ¿Injerencia del Estado español sobre la Iglesia mediante el patronato y el placel regio? ¿Participación de la mentalidad entonces más generalizada en el mundo, tanto en el occidental como fuera de él? Las tres son explicaciones que tienen su valor, pero para muchos historiadores el silencio de dos siglos sin una condena tajante de la trata negrera parece desdecir de un papado que tiene el deber de levantar su voz de denuncia profética cada vez que en la sociedad está en causa el derecho a la libertad y a la integridad de las personas, aunque también es cierto que la apreciación de este derecho no ha sido siempre la misma (y ni siquiere hoy lo sigue siendo) en todos los tiempos y lugares. B)

Los juristas y teólogos

La cruda realidad de la trata negrera inquietó la conciencia de muchos cristianos de la península y de América, quienes buscaron en los juristas y teólogos la luz que clarificara su situación. Para alguno de éstos seguía teniendo vigencia la doctrina aristotélica de la esclavitud, como lo sostuvo Juan Ginés de Sepúlveda, para quien los indios y los negros eran esclavos por naturaleza. Otros llegaron a ver en la esclavitud de los negros un hecho providencial para la protección de los indígenas americanos. Los más, como Domingo de Soto y Vitoria, basados en el derecho de gentes, admitían la esclavitud causada por la venta de sí mismo, por la guerra justa, como castigo de ciertos delitos, por conmutación de la pena de muerte y por la venta de hijos realizada por los padres en casos de extrema necesidad. La condenaban si el individuo había sido hecho esclavo mediante el fraude o el engaño. Fray Tomás de Mercado, dominico, tras su experiencia americana, abordó en el capítulo XV de su obra Suma de tratos y contratos, del año 1587, destinada especialmente a los mercaderes de Sevilla, el estudio del comercio de esclavos. Admitía la trata según el derecho de gentes, pero llegó a la conclusión, por la evidencia de los hechos, de que tal comercio era ilícito, aunque fuera permitido por las leyes. Más allá fue fray Bartolomé de Albornoz, profesor de la Universidad de México y después de la de Talavera, quien en 1573 publicaba en Valencia su

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libro Arte de contratos. «Esto es cosa clara - d i c e - que es contra conciencia, porque es guerra injusta y robo manifiesto», y añadía que la guerra que se hacía contra los negros ni, según Aristóteles, era justa, y mucho menos según Jesucristo, que trata diferente filosofía que los otros. A quienes justificaban la trata para hacer cristianos a los negros les propuso que se metieran mejor entre aquellos bárbaros a enseñarles la ley de Jesucristo, porque no cree que la libertad del ánima se haya de pagar con la servidumbre del cuerpo. El libro de Albornoz fue incluido en el índice y su lectura y reimpresión prohibidas por el Santo Oficio. Entre los jesuítas que terciaron en el asunto encontramos a Fernáo Rebello, Tomás Sánchez y Luis de Molina. Este último, profesor de la Universidad de Evora, en Portugal (1568-1583), después de riguroso examen e información de primera mano sobre el comercio negrero de los portugueses, deja tranquila la conciencia de los dueños mientras no hubiera pruebas de la injusticia en la reducción de los esclavos. Aunque con muchas reservas admite la esclavitud, esto no obsta para que considere mejor fundado que este comercio es injusto e impío y que todos los que intervienen en él pecan gravemente. Sus conclusiones fueron determinantes para el padre Sandoval y para su obra. Apoyado en ellas, no se atrevió a condenar, como quizá pensaba en su interior, la trata negrera. Es importante escuchar a otro jesuíta, el padre Francisco Javier Alegre, mexicano de mediados del siglo XVIII, quien resumiendo la anterior doctrina atacaba a quienes, dejados llevar del celo en favor de los indios, impusieron a las naciones de África el durísimo yugo de la esclavitud. C)

Voces de protesta y corriente libertadora

En medio del consenso silencioso de la sociedad hispano-criolla, surgieron voces de protesta que, aunque ahogadas por intereses personales y económicos, fueron una constante manifestación del espíritu de justicia que animaba a más de un eclesiástico. Fray Bartolomé de las Casas, que había sugerido en 1516 la traída de esclavos a las Antillas, hacia 1560 rectificó afirmando que el cautiverio de los negros era tan injusto como el de los indios. Ese mismo parecer mantuvo el obispo Vasco de Quiroga, y años más tarde el arzobispo de México fray Alonso de Montúfar, quien en carta al Rey decía así: «No sabemos qué causa haya para que los negros sean más cautivos que los indios, pues de buena voluntad reciben el santo Evangelio y no hacen guerra a los cristianos». El proceder del clero y religiosos de Cartagena de Indias durante el siglo XVII es muy significativo en este sentido. En 1614, predicando el padre Luis de Frías en el distrito minero de Zaragoza, lanzó esta afirmación desde el pulpito: «Es mayor pecado dar un bofetón a un moreno que a un Cristo (señalando con la mano el crucifijo que estaba en el altar), porque dar un bofetón a un moreno es darlo a una imagen viva de Dios, y dárselo a un Cristo de madera es dárselo a una imagen muerta». Semejante afirmación causó tal revuelo, que, denunciado ante la Inquisición, se envió su proceso a España, donde fue calificado cual nuevo Lutero.

C.17.

La Iglesia y los negros

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No menos duras fueron las denuncias de Alonso de Sandoval y Pedro Claver. En la línea de la libertad, el obispo Benavides defendió a toda costa, contra las autoridades, la libertad de los hijos de los negros leprosos. La misma libertad pidieron también para los esclavos prófugos el doctrinero Miguel del Toro y el canónigo Baltasar de la Fuente, objetivo que fue conseguido por el obispo Cassiani, protector del palenque de negros de San Basilio, que decía: «No alcanzo razón por qué los negros han de ser esclavos». Esta corriente libertadora bien pudo tener conexión con las actividades y escritos de los capuchinos Francisco José de Jaca y Epifanio de Moirans, considerados en estos momentos como los primeros y más avanzados abolicionistas. Español el uno y francés el otro, se encontraron en La Habana en 1681, y allí redactaron sendos alegatos, hallados en el año 1960 en el Archivo de Indias. Destinados a las misiones de Venezuela, fray Francisco residió en Cartagena algún tiempo en espera de pasar al Darién. En Cartagena es muy probable que hiciera contactos con los jesuítas, nunca con San Pedro Claver ni Alonso de Sandoval, que ya habían muerto, y con los eclesiásticos que propugnaban la libertad de los esclavos. Camino de España, pasaron a La Habana, en espera de la flota, y aprovecharon el tiempo para redactar sus memoriales, titulado el de fray Francisco Resolución sobre la libertad de los negros y sus originarios, en el estado de paganos y después ya cristianos, y el de fray Epifanio Siervos libres o la justa defensa de la libertad natural de los esclavos. Estos escritos estuvieron acompañados de una febril actividad, predicando desde los pulpitos que los esclavos eran libres y los amos los tenían contra derecho. La doctrina abolicionista de estos dos capuchinos, fundamentada en la más clásica escolástica tomista, se resumía así: 1) La esclavitud africana es injusta; 2) los esclavos son libres; 3) es de rigor y justicia restituirles; 4) no se puede dar la absolución a los amos que no permitan liberar a sus esclavos. Esto les valió ser detenidos y enviados a España. Allí, entre procesos y prisiones, lograron que sus escritos llegaran al Consejo de Indias y a Propaganda Fide. El Consejo dictaminó que se corría un grave peligro para el Estado si se daba libertad a los negros, prohibió a los dos padres volver a América y ratificó de nuevo el tráfico negrero. La Santa Sede, en cambio, motivada seguramente por estas denuncias, emitió los documentos de Propaganda Fide de 1683 y del Santo Oficio de 1686 contra la trata antes enunciados. Hasta ahí llegaron los esfuerzos de estos dos audaces misioneros. Fray Francisco murió en Daroca (España) no antes de 1688, y fray Epifanio en Tours (Francia) en 1689. Con ellos se cerró una hermosa página de la vida de la Iglesia americana y siguió abierta otra: la de la injusticia, que mantuvo explotados, durante otro siglo y medio más, a millones de hombres negros.

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P-U- La Iglesia diocesana II.

A)

LEGISLACIÓN RELIGIOSA SOBRE LOS NEGROS

Legislación de la Corona española

Como consecuencia de las obligaciones contraídas con los papas en el descubrimiento de América, los reyes de España asumieron el gobierno espiritual de las Indias y legislaron también sobre la evangelización de los negros. Las primeras disposiciones reales en esta materia las encontramos en las instrucciones dadas a Ovando y a Diego Colón como medidas preventivas, prohibiendo la entrada de negros criados entre moros y sólo permitiendo la de los que hubieran nacido en poder de cristianos. En su calidad de regente del reino, el cardenal Cisneros adoptó en 1516 y 1517 diversas medidas contra el tráfico negrero. Abundan las reales cédulas durante el período hispánico, dirigidas tanto a las autoridades civiles (gobernadores, virreyes y cabildos) como a las eclesiásticas, y en ellas se reflejan las preocupaciones de los reyes sobre asuntos como la instrucción religiosa de los negros, la administración de los sacramentos, el precepto y descanso dominical, regulación del matrimonio y de las órdenes sagradas, organización de parroquias e incluso normas sobre el comportamiento moral y costumbres. Estas reales cédulas, que estuvieron orientadas a la solución de casos particulares, fueron incluidas en la Recopilación de Leyes de los Reinos de las Indias (1681) como normas y principios de contenido universal. Además de título V del libro VII de la Recopilación, que trata expresamente de los mulatos y de los negros, otras leyes contemplaron también la atención espiritual a éstos. Así, las leyes XII, XIII y XVII del título I del libro I sobre la santa fe católica. Finalizando el siglo XVIII, toda esta extensa legislación de cédulas y leyes vino a resumirse en el llamado Código Carolino Negro, dado a conocer por la real cédula del 31 de mayo de 1789, de Carlos IV. De sus catorce capítulos, el primero es el que trata sobre la vida religiosa de los negros e impone a los dueños de esclavos la obligación de instruirlos y facilitarles el cumplimiento de sus deberes cristianos. Los sacerdotes encargados de asistirlos debían ser sostenidos por los amos. Pero este Código, alabado por muchos, ni siquiera fue promulgado en América ante la oposición de los dueños de esclavos. B)

Los concilios provinciales y los sínodos

1) Concilios y sínodos que tratan sobre los negros. Destacan durante la segunda mitad del siglo XVI los tres primeros concilios provinciales de Lima (1551-1552, 1567-1568 y 1582-1583) y México (1555, 1565 y 1585). Los limenses mencionan al negro expresamente en ocho de sus capítulos, mientras que los mexicanos lo hacen en once de sus constituciones. Uno de los sínodos más tempranos, el de Santo Domingo, anterior a 1540, ya se planteaba seriamente los problemas pastorales que presentaban los negros. De ellos volvieron a hacer mención el concilio celebrado en la misma ciudad en 1576 y los sínodos de 1583 y 1585. Hasta el lejano Tucumán, en su sínodo de 1597, se hacía eco de estas preocupaciones.

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Durante el siglo XVII hablan sobre los negros, entre otros, los sínodos santafereño de 1606, el de Lima de 1613, el de Puerto Rico de 1645, el de Santiago de Cuba de 1680, el tercero de Caracas de 1687 y el de Santiago de Chile de 1688. Lógicamente, los que les dedican más atención son los de las regiones, v.gr., del Caribe, donde aquéllos constituían la mayoría de la población. Todavía en el siglo XVIII vuelven sobre el asunto los sínodos de Concepción y Santiago de Chile y el concilio VI de Lima. 2) Cuestiones más importantes. En cuanto al bautismo, insisten en que los esclavos sean bautizados cuanto antes en los mismos puertos de desembarque, pero sobre todo muestran especial interés en que la preparación para este sacramento sea lo más completa posible. No quieren de ninguna manera que se les haga cristianos sin su consentimiento manifiesto. En el tema de la instrucción religiosa y del precepto dominical, los concilios y sínodos son reiterativos e insistentes. La catequesis al menos semanal y el rezo diario de las oraciones más comunes son considerados como los puntos neurálgicos del trabajo pastoral con los negros. La asistencia a la misa queda supeditada a las distancias, pero se exige que se cumpla con el descanso dominical. La libertad para contraer matrimonio la defienden apasionadamente, lo mismo que la consecuente convivencia marital, oponiéndose a que sean separados los esposos esclavos. Se conmina con penas canónicas a quienes atenten contra esta libertad. Sin embargo, ningún concilio ni sínodo se atrevió a poner en tela de juicio la licitud de la trata de negros. III.

LA EVANGELIZACIÓN

La tarea misionera en la América hispana giró principalmente en torno a la conversión de los indígenas y a su integración en el seno de la Iglesia católica. Se impidió a toda costa que su fe peligrara ante la presencia de otras religiones, como el islamismo y el judaismo, y ante las doctrinas heréticas de la Reforma. Por esto, la Corona puso especial cuidado en que no pasaran a las Indias personas que pudieran transmitir tales ideas; de ahí que se exigiera de los primeros negros que llegaron a América que fueran cristianos y criados entre cristianos, prohibiéndose la presencia de moriscos. Cuando las necesidades económico-sociales exigieron el aporte de negros esclavos no cristianos, la Iglesia y la Corona, unidas en su proyecto de nueva cristiandad, iniciaron también la tarea de evangelizar a esos negros. A)

Períodos de la evangelización

1) Período inicial: 1493-1551. Se caracteriza porque las normas y disposiciones sobre la evangelización de los negros emanan de las cédulas reales. Al final hacen su aparición los primeros sínodos, con constituciones sobre el adoctrinamiento de los negros. En los primeros años, el elemento negro, por su número y escasa expansión geográfica (islas y costas del Caribe), apenas constituyó un problema; incluso cuando se difundió por otras áreas del continente fue fácil su incorporación a la Iglesia. A medida

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que el número de esclavos fue creciendo, se vio la necesidad de organizar mejor el trabajo de su conversión. 2) Segundo período: 1551-1608. En esta segunda mitad del siglo XVI es la Iglesia la que afronta la tarea de evangelización de los negros y son los sínodos los que la organizan y regulan a través de sus cánones y constituciones. 3) Tercer período: 1608-1683. Con el proyecto de la misión de Guinea, los jesuitas intensifican su trabajo con los negros. Cartagena y Lima fueron los centros donde se planificó la evangelización. Durante estos años se generó entre los eclesiásticos una corriente crítica en contra de la trata y en defensa de la dignidad del negro, que se atrevió, al final del período, a pedir abiertamente la libertad para los esclavos. 4) Cuarto período. De 1683 hasta la abolición total de la esclavitud. Propaganda Fide y el Santo Oficio se hicieron eco de los alegatos de los padres Francisco de Jaca y Epifanio de Moirans por la libertad de los esclavos, aunque la Corona ratificó su postura ante la trata negrera. El entusiasmo del período anterior disminuyó, pero el crecimiento demográfico de los negros siguió preocupando a la Iglesia. Los papas, al final, condenaron la esclavitud de los negros. B)

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La catequesis

Los negros, al igual que los indios, fueron considerados por la Iglesia como gentiles e infieles, almas redimidas por la sangre de Cristo a las que era necesario convertir y procurar la salvación. Los concilios y sínodos instaban a que desde el momento de su llegada se les adoctrinara en las verdades de la fe, para que pudieran recibir el bautismo. Las constituciones sinodales especificaban qué era lo que tenían que saber y conocer: el credo, los artículos de la fe, el padrenuestro, los mandamientos de la ley de Dios y de la Iglesia y los sacramentos. La experiencia adquirida en la catequización de los indígenas fue también aplicada en el adoctrinamiento de los negros. Se dio suma importancia a la enseñanza religiosa procurando que fuera lo más firme y profunda posible de acuerdo con las circunstancias de tiempo, lugar y personas. La práctica catequética se basaba en la repetición de las respuestas del catecismo adecuada al entendimiento de los negros, utilizando una doble vía: la memorística, hasta que se lo aprendieran y fueran capaces de repetirlo de memoria, y la explicación del sacerdote sobre lo aprendido. Se emplearon dos compendios o catecismos: uno breve, para los casos urgentes de enfermedad o cuando se disponía de poco tiempo, y otro más extenso, para la catequesis ordinaria. En la catequesis se echó mano de todos los recursos pedagógicos: la música, los cantos, las láminas, las imágenes, las procesiones y toda una liturgia que impresionaba fuertemente el alma del catecúmeno. Otra cosa fue el grado de conocimiento que se les había de exigir, pues, al ser considerados como gente ruda y de poco entendimiento, se pensaba que con un conocimiento elemental de las verdades de la fe era suficiente. Otros, en cambio, exigían una instrucción lo más completa posible, para que pudieran acceder al bautismo y a los demás sacramentos. Como tiempo

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promedio para una buena preparación se estableció el de un mes. Pero la catequesis continuaba de por vida. A ella debían asistir negros y mulatos los domingos y días de fiesta, como ordenaban las constituciones sinodales y las reales cédulas, durante una hora. Los demás días rezarían las oraciones antes de dirigirse al trabajo por la mañana y al atardecer, acompañadas generalmente a esta hora del rezo del rosario. Los lugares de la catequesis fueron, en la ciudad, las iglesias y conventos, y en las zonas rurales, las capillas y ermitas de las plantaciones, haciendas y minas. También en las casas de los dueños, tanto en la ciudad como en el campo. Incluso en los palenques, los negros huidos y en libertad siguieron rezando sus oraciones. Otra fue la catequesis popular, que se celebraba en las plazas públicas, mercados y lugares de concurrencia de los negros. A ésta dieron mucha importancia los jesuitas. La diversidad de lenguas de los diferentes grupos étnicos africanos obligó al uso de intérpretes para la enseñanza de la doctrina. Pero la llamada lengua de Angola, interlingua utilizada por muchos grupos africanos, fue aprendida por curas y religiosos, llegando incluso a editarse en ella catecismos y libros de oraciones. La responsabilidad de este trabajo recayó sobre los párrocos, fueran éstos clérigos o religiosos. En las ciudades donde existía un colegio de jesuitas, éstos fueron los que se encargaron de esta tarea. En donde no existiera clero, los dueños de esclavos quedaban obligados por los sínodos a impartir la catequesis a sus siervos. No faltó en este quehacer el aporte de los seglares negros como colaboradores y auxiliares en la catequización de sus hermanos, tanto a nivel personal como formando parte de las asociaciones piadosas establecidas para dar continuidad y ambiente propicio a la vida cristiana. C)

Los sacramentos

Al negro nunca se le negó el atributo de la racionalidad y fue reconocida su capacidad para recibir los sacramentos. 1) El bautismo. Se les administró sin ningún tipo de distinción, siempre que reunieran las condiciones establecidas por la Iglesia. Se hicieron excepciones en cuanto a la preparación en el caso de los esclavos recién importados y en el de los niños, que podían ser bautizados aun en contra de la voluntad de sus padres infieles. Ante la prohibición de introducir negros que no fueran cristianos, éstos debían ser bautizados en los puertos de embarque africanos. Con el tiempo se advirtió que muchos llegaban sin el bautismo o con un bautismo recibido en condiciones de clara nulidad o, cuando menos, planteando serias dudas. Se iniciaron las investigaciones a uno y otro lado del Atlántico, comprobándose mediante testimonios e interrogatorios que era cierta la sospecha. Para remediar la situación, el arzobispo de Sevilla don Pedro de Castro y Quiñones dictó, en febrero de 1614, una instrucción para su diócesis, que fue presto adoptada también en otras ciudades de América. La forma extraordinaria de administrar el bautismo utilizada por los jesuitas, de acuerdo con sus privilegios como misioneros, planteó un enfren-

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tamiento con el clero secular que se resolvió favorablemente para los primeros, dadas las circunstancias de extrema urgencia y necesidad en que llegaban los negros esclavos. 2) La eucaristía. En cuanto a este sacramento, quedó bien clara la actitud de la Iglesia, reflejada en el primer sínodo provincial mexicano de 1555, que dispuso que los curas podían administrar a indios y negros, en quienes conocieran tener la suficiente preparación y dieran señales de devoción y deseo de recibirla. El tercero mexicano añadió más: que no se podía aprobar el celo imprudente de quienes querían impedir que los negros recibieran este sacramento, ya que, como niños en la fe cristiana, necesitaban de tan saludable alimento. Esta doctrina se extendió a la recepción del viático y a la comunión pascual. 3) La penitencia, confirmación y extremaunción. La penitencia, generalmente como previa a otros sacramentos, formó parte de la pastoral de los negros, especificándose pormenorizadamente su administración en la instrucción del arzobispo de Sevilla y en los capítulos 18 y 19 del libro tercero de la obra del padre Sandoval, autorizándose incluso la utilización de intérpretes. La confirmación y extremaunción, según consta en numerosos documentos, fueron administradas a los negros en su debido tiempo. 4) El matrimonio. El derecho a este sacramento fue siempre mantenido por la Iglesia hispanoamericana, que defendió denodadamente la libertad del negro, libre o esclavo, contra quienes le coaccionaban o impedían recibirlo, amenazando con penas de excomunión a los amos que procedían de esa forma. Buscó con la pastoral matrimonial eliminar el concubinato entre los negros, oponiéndose a la vez a comportamientos culturales como el llamado matrimonio de fuga o la unión consensual, hoy todavía existentes en la América hispana. Aplicó también a los negros el privilegio paulino, permitiendo contraer nuevas nupcias con la esposa cristiana. Aunque la Iglesia aprobó, en ocasiones, las disposiciones de la Corona que se oponían al matrimonio del negro con blancas e indias, bendijo las uniones mixtas que solucionaban situaciones no legales, como el matrimonio de blancos con sus concubinas negras. También propugnó la cohabitación de los esclavos casados, prohibiendo la separación de los esposos, esfuerzo este que no siempre se vio cumplido ante los intereses económicos de los dueños. 5) El sacerdocio. Las órdenes sagradas estuvieron vedadas a negros, mulatos y descendientes inmediatos de éstos hasta finales del período hispánico, en que se permitió su ingreso en universidades y seminarios y la obtención de títulos universitarios. Hubo, sin embargo, algunas excepciones. Los prejuicios de la época, como el ser descendiente de infieles o esclavos y el ser considerados los mulatos como hijos ilegítimos, fueron los motivos esgrimidos para alejar a los negros del sacerdocio. D)

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Libros de registro de los sacramentos

A la hora de dejar constancia de la recepción de los sacramentos, los negros y sus castas fueron marginados, pues fue norma común inscribirlos en libros aparte de los hispanos y criollos. Libros que a veces compartían con los indios, y otros fueron exclusivamente para ellos bajo el título de Libros de

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negros esclavos o de pardos y morenos, en especial los que servían para asentar las partidas de bautismo. E)

Dificultades para la evangelización

Múltiples fueron las dificultades que surgieron para llevar a cabo la evangelización. El tiempo disponible para el adoctrinamiento durante los primeros días fue muy breve y se redujo al de la estancia de los esclavos en los barracones mientras duraba el mercado en que fueran vendidos. Las lenguas constituyeron un muro casi infranqueable para la comunicación, tanto por su diversidad como por el número de hablantes, a veces reducido, por lo que en una misma armazón podían llegar grupos de diez lenguas distintas. La dispersión representó otro nuevo obstáculo. Una vez vendido el esclavo, se dispersaba en sus lugares de trabajo por regiones extensas y apartadas, distantes de los centros urbanos, perdiendo todo contacto con los agentes de la pastoral. Los amos, por su parte, impedían toda relación con la Iglesia, pues el negro bautizado y con instrucción religiosa era considerado ladino, perdien- • do precio y valor. Con el afán de obtener del esclavo el máximo rendimiento, lo apartaban de toda actividad que pudiera alejarlo del trabajo. Asimismo, el total desprecio que sentían por los esclavos les hacía considerar como tiempo perdido toda enseñanza que éstos recibieran. El clero, unas veces no estaba motivado y otras carecía de preparación necesaria para un apostolado que exigía entrega y sacrificio. El sistema retributivo de aranceles hacía apreciar como poco apetecible el trabajo con los pobres negros. Los propios negros, aunque en los primeros momentos aceptaban de buena gana a los sacerdotes, por ser los únicos de quienes recibían alguna muestra de afecto, con el tiempo perdían ese interés, y hasta ocultaban la carencia del bautismo por no ser menos que sus compañeros. Cansados del trabajo, o necesitados de lo que no tenían o no les proporcionaban los dueños, dedicaban el tiempo libre a cultivar sus parcelas o a sus pequeños negocios, cuando no a sus fiestas, bailes y reuniones. IV. A)

ACTUACIONES ESPECIALES CON LOS NEGROS

Los obispos y el clero

Los obispos y el clero fueron los ejecutores tanto de las constituciones de los sínodos como de las leyes y cédulas reales. Sin intención de generalizar, encontramos suficientes ejemplos de que tales disposiciones no cayeron en tierra estéril. Entre otros prelados encontramos al arzobispo Carvajal (1519), a don Francisco de la Cueva (1661) y a don Fernando Portillo (1784), en Santo Domingo; a fray Alonso de Montúfar (1551), en México; a fray Andrés Navas (1649), en Nicaragua; a fray Diego Torres (1618), a don Diego Ramírez (1627), a don Miguel A. Benavides (1638) y a fray Ignacio

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Urbina (1690), en Colombia; a don Santiago Hernández (1802), en Venezuela; a don Hernando Arias (1628) y a don Francisco Godoy (1652), en Perú, y a d o n Julián de Cortázar (1618), en Argentina, quienes dedicaron su actividad apostólica al servicio de los negros, llamando la atención sobre la situación en que se encontraban y poniendo los remedios oportunos. Uno de éstos fue la creación de parroquias y pueblos exclusivos de los negros. Se crearon así algunas parroquias en Perú, Colombia, Santo Domingo y Cuba, y se elevaron a ese rango las capillas de los ingenios y de las haciendas para poder atender espiritualmente a negros libres y esclavos. Los pueblos, en ocasiones, se fundaron para acoger a los negros cimarrones que, tras pactos con las autoridades reales, iniciaron su vida de hombres libres bajo los auspicios de la Iglesia. Al frente de las parroquias se colocó a un cura sustentado con el aporte de los amos de esclavos y con los aranceles y diezmos de los negros libres. Estas parroquias de negros fueron también atendidas por los prelados en las visitas pastorales. En cuanto a la labor pastoral con los negros, el bajo clero adoptó una actitud ambigua, sin descuidar por completo a la población de color, especialmente cuando reportaba claras ventajas económicas. Las Ordenes religiosas, a excepción de los jesuitas, no sobresalieron por su dedicación a los negros. Hubo, sin embargo, casos dignos de mención, como el de fray Mariano Freiré, dominico, abnegado apóstol de los negros del valle del Chota, en Ecuador; el de los agustinos del distrito de Triana, en Lima; el del padre Caicedo y Velasco, otro agustino bogotano entregado por completo a los negros de Barinas, y el de los capuchinos Salvador de Cádiz y Tomás de Pons, en Venezuela. B)

Los jesuitas

El apostolado de las Ordenes religiosas establecidas en un principio se dirigió preferentemente hacia los indígenas. Los negros no constituyeron su objetivo primordial. Fue necesario que aumentara su número, a partir de la segunda mitad del siglo XVI, para que llamase la atención de la Iglesia. En este momento hicieron su aparición los jesuitas. El impacto que causó en ellos la presencia de tantos negros y sus miserables condiciones de vida y abandono espiritual hizo que decidieran entregarse a ellos con especial dedicación. Salieron los jesuitas al encuentro de los negros allí donde se encontraban: los navios recién llegados, los depósitos de los negreros, las plazas públicas, los obrajes e incluso las mismas casas donde servían. Después los atrajeron hacia sus iglesias, dirigiendo sus esfuerzos hacia tres aspectos importantes: la administración del bautismo a los recién llegados que no lo hubieran recibido, la catequesis como preparación a la recepción de los sacramentos y el afianzamiento de la vida cristiana mediante la pertenencia a alguna asociación o congregación piadosa. Esto se hizo en todos los lugares donde se fundó un colegio o una residencia de la Compañía, e incluso donde el paso de los jesuitas fue sólo accidental o por un tiempo limitado. El padre López lo inició en Lima; el padre Rogel, en La Habana; el padre Guillen, en Veracruz; el padre Gabriel de la Vega, en Santiago de Chile; el padre

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Sandoval, en Cartagena, y el padre Villarroel, de paso por la Española, sólo por citar algunos casos. 1) El proyecto de la «Misión de Guinea». A fin de dar una forma estable al trabajo que venían realizando las residencias de los jesuitas, el padre Martín de Funes, procurador de la viceprovincia del Nuevo Reino de Granada, propuso en el año 1608, en un memorial entregado al padre Aquaviva, general de la Compañía, un proyecto denominado «Misión de Guinea», que contemplaba los siguientes puntos: 1) creación de doctrinas para los negros, tal y como lo habían sugerido algunas cédulas reales, pero atendidas por miembros de la Compañía de Jesús; 2) nombramiento de un padre superior para toda la América, que tendría autoridad sobre todos los superiores de las residencias y rectores de los colegios en lo referente a la evangelización de los negros; 3) asignación en cada residencia de la Compañía de un sacerdote y un hermano coadjutor para que recorrieran los campos adoctrinando a los negros, y de un sacerdote en la ciudad con la misma función para ir creando la parroquia para los negros. El proyecto, que debía ser sometido a la aprobación del papa y del rey, fue bien acogido por el padre Aquaviva, menos en lo del superior continental para la misión de los negros. Se pidió a la Corte que instara a los prelados para ponerlo en marcha, cosa que hicieron muchos obispos. 2) Los colegios de San Pablo de Lima y de Cartagena de Indias. Como modelos de este proyecto se distinguieron los colegios de la Compañía en Lima y Cartagena de Indias. En Lima, entre otros jesuitas dedicados a este ministerio, encontramos a los padres López, Pinas, Portillo y González, y en Cartagena, a los padres Sandoval, Claver, Mayoral, Agustín, Fariña, Felices, Vergara y los hermanos González y Bomparte, y ya en el siglo XVIII, al padre Rodrigo de Celada. Su primer paso fue la utilización de la lengua «angola» como medio de comunicación. Muchos jesuitas llegaron a dominarla, y en ella se compusieron y editaron en Lima manuales de catequesis, libros de oraciones y hasta una gramática, de la que se tiraron 1.440 ejemplares en 1636. Para el acceso a otros grupos lingüísticos se oficializó el uso de intérpretes, destinados exclusivamente a este servicio, de los cuales el colegio de Cartagena llegó a tener 21, con dominio, alguno de ellos, de once lenguas y dialectos africanos. Se aplicó para la catequesis la pedagogía más avanzada y hasta se crearon grupos de músicos negros para la liturgia. En ambos centros se establecieron congregaciones piadosas, tanto para hombres como para mujeres, en las que se inculcaba la devoción al Santísimo Sacramento y a la Virgen María. Esta pastoral incluyó también la visita regular a las cárceles, hospitales, leproserías y calabozos de la Inquisición. Para la asistencia material, medicinas y ropas, contaban principalmente con la ayuda económica proveniente de los presupuestos del colegio y de los bienhechores de la Compañía. En todas las actividades colaboraron con los jesuitas auxiliares negros de ambos sexos. 3) El padre Sandoval y su obra «De instauranda aethiopum salute». Nacido en Sevilla y criado en Lima, el padre Alonso de Sandoval llegó a Cartagena en 1605. Salvo un espacio de dos años, en que fue a Lima, permaneció en Cartagena hasta su muerte, en 1642.

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Más que por su labor misionera se distingue el padre Sandoval por haber escrito una obra, única en ese tiempo, sobre los negros africanos traídos como esclavos a Hispanoamérica. En ella volcó todas sus vivencias y experiencias, que no fueron pocas, en Lima y Cartagena, y el fruto de sus estudios e investigaciones realizadas a uno y otro lado del Atlántico. La obra lleva por título Naturaleza, policía sagrada y profana, costumbres y ritos, disciplina y catecismo evangélico de todos los etíopes (así llamados entonces los negros). No obstante esta portada, el autor pensó desde un principio titularla De instaurando aethiopum salute, inspirándose evidentemente en la obra del padre José de Acosta sobre los indios. Redactada en Lima en los años de 1 6 1 7 a l 6 1 9 , fue editada en Sevilla en 1627, con la aprobación y parabienes de los superiores de la Compañía de Jesús. Comprende cuatro libros, que son como un compendio de etnología y pastoral del mundo negro entonces conocido. No conforme con este estudio, publicó una segunda edición en Madrid en 1647. De ésta sólo se conserva el primer tomo, tan ampliado y corregido que más bien constituye una nueva versión de la obra. 4) San Pedro Claver. El esclavo de los esclavos. Pedro Claver, discípulo y compañero del padre Sandoval, nació en Verdú (España) en 1580. Ya clérigo, ingresó en el noviciado de la Compañía en Tarragona, llegando a Cartagena de Indias en 1610. Pasó a Bogotá y Tunja a terminar sus estudios, y volvió a Cartagena en 1615, donde fue ordenado sacerdote. Allí comenzó su apostolado con los negros. Al pronunciar sus votos en 1622 firmó: Pedro Claver, esclavo de los negros para siempre. Y lo cumplió. Cuarenta años de catequesis y administración de sacramentos, de idas y venidas al puerto, a los depósitos de esclavos, a la leprosería de San Lázaro y adondequiera lo reclamara un negro enfermo, necesitado o moribundo. Siempre rodeado de negros. Aun enfermo se hacía llevar en silla de manos para seguir su ministerio. Moría en Cartagena el 8 de septiembre de 1654. En 1888 era canonizado por el papa León XIII.

V. A)

LOS NEGROS Y LA IGLESIA

Religiosidad y cofradías

Al ser trasladados a América encontraron los negros en la religión católica un espacio que encajaba con sus más fundamentales valores. No fue difícil que se incorporaran a la Iglesia, y más cuando en este espacio descubrieron porciones de la libertad que les negaba la esclavitud y a través de él podían conservar su espíritu de comunidad. Las relaciones con la Iglesia fueron, por supuesto, más fuertes en las ciudades que en el campo. Pero su práctica religiosa se orientó hacia aquellos aspectos, como las devociones, procesiones, fiestas, cofradías, etc., que estaban más en consonancia con su cultura. En estas últimas fue donde el negro se sintió más a sus anchas. Siguiendo la tradición de España, donde habían existido cofradías de negros, éstas fueron estructuradas según líneas tribales (las llamadas naciones), sociales (negros libres y esclavos) o de color (mulatos, pardos, etc.),

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multiplicándose por las principales ciudades hispanoamericanas al abrigo de las parroquias y de las iglesias de las Ordenes religiosas. Sólo en Lima, en 1619, existían 19 de estas cofradías. Bajo la advocación de un santo o de un misterio de la fe, sirvieron también para cohesionar la conciencia colectiva de pertenencia al grupo. Pero también, so color de las devociones cristianas, mantuvieron los negros los rasgos culturales de sus religiones ancestrales, dando origen a cultos y religiones sincréticas todavía hoy existentes. B)

Un santo negro: San Martín de Porres

Martín de Porres y Velázquez nació en 1579, en Lima, hijo natural de Ana Velázquez, negra libre, y de donjuán de Porres, caballero español de la Orden de Alcántara. A los quince años ingresó en el convento de los dominicos como donado, sin voz ni voto. A petición de su padre fue admitido como lego y, por sus conocimientos de barbero, encargado de la enfermería, pronunciando sus votos en 1603. Su oficio lo llevó a la entrega total en favor de los pobres y necesitados, negros y blancos, añadiendo a su vida el gesto franciscano del amor a los animales. Muerto en 1639, fue beatificado por Gregorio XVI y canonizado por Juan XXIII. Si los santos son el fruto maduro de la Iglesia, San Martín es la síntesis y mejor colofón del camino de luces y sombras de la historia de la Iglesia y los negros en la América hispana.

VI. A)

LA OTRA CARA DE LA MONEDA

Insuficiente atención espiritual

Contrastando con la legislación y el trabajo pastoral, hallamos a cada paso las denuncias de las autoridades reales y de los prelados, que nos permiten afirmar que a cada intento de adoctrinamiento corresponde un anterior estado de abandono espiritual. En el siglo XVI, la Corona manifestaba al arzobispo de Lima su preocupación por lo que consideraba un escandaloso descuido de la cristianización de los negros. Parecida denuncia elevaba desde Santo Domingo el oidor Echagoian. En el siglo siguiente, los obispos de la Española, Carvajal y de la Cueva, decían de los negros que vivían tan bárbaramente en lo espiritual como en lo temporal. Otras dos veces intervino el rey en Perú solicitando a los virreyes Chinchón y Monterrey informes sobre las frecuentes denuncias de la descristianización de los negros. Las descripciones de los padres Funes y Sandoval sobre los negros de la actual Colombia eran en verdad patéticas: tan ignorantes estaban los que habían sido bautizados como los que estaban sin bautizar. Y así decenas de casos, con los que se podría demostrar que en muchas ocasiones las leyes y disposiciones sinodales fueron letra muerta. B)

Los esclavos de los eclesiásticos y de las Ordenes religiosas

Fueron el clero y las Ordenes religiosas quienes poseyeron mayor número de esclavos en la América hispana. Los conventos de los religiosos y aun los de las monjas de clausura tenían esclavos a su servicio, viviendo, en

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ocasiones, gracias a los ingresos que éstos les proporcionaban. La Compañía de Jesús, en casi todas sus provincias americanas, dependió, en gran parte, de una economía que se sustentaba de las haciendas trabajadas por los esclavos. Cuando los obispos pasaban a Indias llevaban consigo esclavos como criados. De un obispo de Cartagena se dijo que era tan pobre que sólo poseía dos. Harto frecuentes son los testamentos de los clérigos que dejan esclavos por herencia. C)

La Inquisición

A pesar de que el negro fue considerado como neófito, no por esto quedó exento de la jurisdicción del tribunal de la Inquisición, como lo fueron los indios en virtud de su reciente cristianismo. En una ojeada a los procesos de los tribunales de México, Lima y Cartagena de Indias hemos encontrado suficientes casos para poder apreciar cuáles fueron las desviaciones más frecuentes respecto a la fe y moral católicas entre los negros de Hispanoamérica. No bien se hubo instalado el tribunal de la Inquisición en Cartagena, en 1610, cuando los obispos de Cuba y Panamá pedían que se acabara con la plaga de brujería practicada por los negros en sus diócesis. De los 767 reos que, según José Toribio Medina, fueron sentenciados por el tribunal de Cartagena, 76 eran negros vecinos de la misma ciudad; de ellos, 41 hombres y 35 mujeres. Parecidas proporciones encontramos en Lima, donde entre los años 1570 y 1779 fueron procesados más de 100 negros. En México, desde el establecimiento del tribunal hasta el siglo xvm, fueron enjuiciados unos 80 negros. Los delitos más comunes que se les imputaron fueron los de brujería, hechicería, sortilegios, supersticiones, blasfemias hereticales, reniegos, pactos con el demonio, bigamia y doctrinas perniciosas sobre el sexto mandamiento. Los que fueron convictos y confesos sufrieron las mismas penas que los demás reos culpables de los mismos delitos: azotes, destierro, confiscación de bienes y galeras. Pero gozaron también de las mismas garantías: proceso legal, testigos y defensor. Aunque, cuando se sospechaba que ocultaban la verdad, también se les aplicaron las torturas y tormentos para que confesaran. Los procesos más sonados tuvieron lugar en Cartagena, y estuvieron relacionados con grupos de brujas, blancas y negras, cuyos aquelarres dicen que se celebraban en el cerro de la Popa, cercano a la ciudad, y en las minas de Zaragoza y en la villa de Tolú. En Lima hubo otro muy célebre en 1736 contra 23 brujos, la mayoría negros y mulatos. La introducción de esclavos, a finales del siglo XVII, procedentes de Jamaica y Curacao, influidos por doctrinas protestantes, indujo a la Inquisición a proponer el establecimiento de un tribunal especial a cargo de los jesuítas. Esta propuesta no se llevó a cabo.

NOTA

BIBLIOGRÁFICA

Los negros e n Hispanoamérica (selección) P. D. CURTIN, The Atlantic Slave Trade. A Census (Madison, 1970); H. S. KLEIN, La esclavitud africana en América Latina y el Caribe, tr. por G. Sánchez Albornoz (Madrid, 1986); D. P. MANIX-M. COWLEY, Historia de la trata de negros (Madrid, 1962); R. MELLAFÉ, Breve historia de la esclavitud en América Latina (México, 1973); J. A. RAWLEY, The transatlantic Slave Trade. A History (Londres, 1981); E. VlLA VlLAR, Hispanoamérica y el comercio de esclavos (Sevilla, 1977). La Iglesia y la trata de negros L. CONTI, «La Iglesia y la trata negrera», en La trata negrera del siglo XV al xix (París. 1981), 311-320; F. CERECEDA, «Un asiento de esclavos para América del año 1553 y parecer de varios teólogos sobre su licitud»: Missionalia Hispánica 3 (Madrid, 1946), 580-597; P. CASTAÑEDA, Don Vasco de Quiroga y su «Información en derecho» (Madrid, 1974); I. GUTIÉRREZ AZOPARDO, «Los franciscanos y los negros en el siglo xvn», en Actas del III Congreso Internacional sobre los franciscanos en el Nuevo Mundo (Madrid, 1991), 593-620; J. T. LÓPEZ GARCÍA, DOS defensores de los esclavos negros en el siglo xvil: Francisco José de Jaca, OFM Cap, y Epifanio de Moirans, OFM Cap (Caracas, 1982); T. MERCADO, Tratos y contratos de mercaderes (Salamanca, 1569); E. OTTE, «Los Jerónimos y el tráfico humano en el Caribe: una rectificación»: Anuario de Estudios Americanos 32 (Sevilla, 1975), 187-204. Catecismos para negros N. DUQUE DE ESTRADA, Explicación de la doctrina cristiana acomodada a la capacidad de los negros bozales (La Habana, 1797; ed. J. Laviña, Barcelona, 1989). Legislación religiosa sobre los negros Recopilación de leyes de los Reinos de las Indias, 1681, título V, libro VII, y título VII, libro I, leyes 12-17; R. KONETZKE, Colección de documentos para la historia de la formación social de Hispanoamérica 1-3 (Madrid, 1958-1962). Sobre la legislación de los concilios y sínodos, véase el capítulo de esta obra referente a los mismos. Actuación de los jesuítas J. M. PACHECO, Los jesuítas en Colombia 1-2 (Bogotá, 1959); A. VALTIERRA, San Pedro Claver 1-2 (Bogotá, 1980); A. LOSADA, «Diego de Avendaño, S. I., moralista y jurista, defensor de la dignidad humana de indios y negros en América»: Missionalia Hispánica 39 (Madrid, 1982) 1-18; A. DE SANDOVAL, Un tratado sobre la esclavitud, ed. E. Vila Vilar (Madrid, 1987).

CAPÍTULO

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PANORAMA DE LA IGLESIA DIOCESANA Por EDUARDO CÁRDENAS

El objeto de nuestro estudio es la sociedad eclesial ya constituida e integrada por los hispano-criollos y por los indígenas ya definitivamente cristianizados. Quedan excluidos de él los indios en proceso de evangelización, así como los negros, por tratarse de sectores sociales a los que en esta misma obra se les dedica el correspondiente análisis especial. Como norma general, el estudio versa primordialmente sobre la situación imperante durante los siglos XVII y XVIII, con un preludio inmediatamente anterior marcado por los concilios de Lima y México en la década de 1580 y con el epílogo de los quince o veinte primeros años del siglo xix. I. A)

EL MARCO SOCIO-RELIGIOSO AMERICANO

La población

A mediados del siglo XVII y en la segunda mitaddel XVIH, según los datos proporcionados por los historiadores Guillermo Céspedes del Castillo y Mario Hernández Sánchez-Barba, respectivamente, el cuadro aproximativo de la población americana era el siguiente: Siglo xvu Indios Blancos Negros Mestizos Mulatos TOTAL

8.405.000 655.000 715.000 358.000 236.000 10.369.000

% 80,9 6,4 6,9 3,5 2,3

Siglo xvni

%

6.925.000 3.057.193 1.189.000 4.087.290

46 20 8 26

15.258.483

Hay que tener en cuenta la composición étnica para apreciar el comportamiento religioso de la población. Dentro de su autenticidad, el indio y el negro tuvieron, sin duda, una peculiar experiencia de la religión cristiana. También se deben tener presentes algunas nociones sobre demografía urbana y campesina. Contamos con el estudio de C. Esteva Fabregat referente al siglo XVIII. Lo empleamos aquí porque sus estadísticas no difieren mucho de las presentadas por M. Hernández Sánchez-Barba, exceptoten lo

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concerniente a los mestizos. Aunque tales datos pertenecen a un período determinado, ayudan a orientarnos acerca de la situación anterior. En la segunda mitad del siglo XVIII se contaban en América española 8.478 localidades, distribuidas así: 8.004 pueblos, 229 villas y 245 ciudades. La media de la población de los pueblos era de 740 habitantes; la de las villas, de unos 6.000, y la de las ciudades, de casi 11.000. Asimilando como localidades de cultura urbana las ciudades, las villas y 120 centros mineros, resultarían 594 concentraciones urbanas y 7.884 campesinas. El porcentaje de .población urbana sería de un 33 por 100 y el de campesina de 67. Si atendemos a la América española continental tendríamos que en las localidades urbanas vivían 4.000.000 de habitantes, y en las campesinas un poco más de 8.000.000. El 75 por 100 de la población campesina estaba formada por indios. En las Antillas españolas, la población urbana llegaba a 612.000 habitantes, y la campesina, a 1.888.000. Un 54 por 100 de la población campesina era negra. En el estudio de la acción pastoral de la Iglesia, de la religiosidad popular y de la práctica sacramental, se ha de tener presente la coexistencia de las «dos repúblicas», india y blanca, con el tercer componente que fue el mundo negro. Se verificó un proceso de mestización de las culturas, y aunque prevaleció la hispánica, ésta no se conservó en forma pura; se llegó a un sincretismo cultural. Hay divergencia de cálculos sobre el volumen de inmigración española. Probablemente pasaron a Indias 250.000 ó 300.000 personas de España el siglo xvi, 200.000 el xvn y 50.000 el xvm. Encontramos mayor diferencia en la estimación de la inmigración negra. No puede hablarse de millones de africanos transportados al Nuevo Mundo. Debió de llegar a los dominios españoles medio millón entre los años 1500 y 1650, y como mucho unos 490.000 entre 1700 y 1810. A fines del x v m la raza negra constituía el 7 por 100 de la población, altamente concentrada en el área del mar Caribe. Intermedia entre las «dos repúblicas» surgió poco a poco la clase o etnia de los mestizos, que de un 3,5 por 100 demográfico a mitad del siglo XVII pasó al 26 por 100 a fines del xvm. «Etnia culturalmente confusa, oscilante en sus lealtades entre la indígena y la española», hubo de soportar la fama de sus orígenes ilegítimos. B)

La geografía

La geografía se alzaba interminable y colosal, y las Indias estaban, por lo demás, despobladas. Aprisionadas dentro de la anarquía geográfica, las poblaciones distaban días y semanas unas de otras. La inexistencia de buenos caminos y la dispersión de los habitantes significaban un formidable obstáculo para la acción pastoral de obispos y de párrocos. Decir que en Indias existían casi 8.000 poblaciones campesinas no significa que ellas concentraran orgánicamente a los habitantes. «Los caminos de la tierra -escribe el P.José de Acosta a finales del siglo XVI— son más bien para gamos y cabras que para hombres». Los de Guate-

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mala le parecían a un intrépido viajero, Antonio José Irisarri, a principios del XIX, «escalas de Jacob», donde las muías debían ser «como ardillas y osos colmeneros» y los viajes se hacían «nadando en pozos de fango». De los caminos de la Nueva Granada (Colombia) escriben unos religiosos betlemitas hacia 1770 que los habían recorrido por la cordillera de los Andes y que frente a ellos «los celebrados Alpes parecerían amenas alamedas». Los caminos de Indias eran, pues, cornisas disimuladas sobre los precipicios, trochas que se colmaban de maraña, barrizales enormes y cuestas agotadoras. Los adjetivos reservados a las comunicaciones coloniales por los obispos en sus relaciones de visita pastoral coinciden en designarlas como fragosas, horrorosas, intransitables, asperísimas. Se interponían centenares de ríos y no había puentes. En el Alto Perú, por ejemplo, había un solo puente colgante sobre el río Pilcomayo. Las visitas pastorales requerían años de imponderable fatiga. A principios del siglo xvn, los arzobispos de Santa Fe de Bogotá, Lobo Guerrero y Arias de Ugarte, emplearon entre cuatro y cinco años cada uno en recorrer el territorio diocesano. Cinco años gastó también Santo Toribio en su última visita a la arquidiócesis límense. Trasladado el arzobispo Arias de Ugarte de Bogotá a Lima, gasta un año, de agosto de 1625 a julio de 1626, hasta llegar a su sede. Dos obispos de Popayán (Colombia) del siglo XVII hablan de 500 o de 600 leguas «de peregrinaciones de visita». Los obispos de Santiago habían de trasmontar los Andes para visitar la región de Mendoza. Notabilísima es la visita pastoral de la diócesis de Caracas emprendida por el obispo Mariano Martí, que le llevó trece años (1771-1784). C)

El problema pastoral de la dispersión

La dispersión de los campesinos fue causa de infinitas quejas de párrocos y obispos. El sínodo de Santiago de 1626 lamenta que gran parte de los españoles vivía «vida licenciosa» por su lejanía. El obispo de Nicaragua, fray Alonso Briceño, escribe en 1649 que ni las excomuniones eran parte para atraer a los campesinos a poblado. Un obispo de Chile informa al rey en 1746 de la dispersión de los feligreses «entre aquellos desiertos y lugares donde se crían entre la barbarie». En Guatemala el arzobispo Cortés y Larraz propone, en 1768, apelar a la excomunión para reducir a poblado a los habitantes, pues dice que «las haciendas, pajuides y rancherías son asilo de ladrones, matadores y amancebados (...), no hay quien gobierne y cada uno vive a su arbitrio. Las haciendas, trapiches, valles, pajuides, salinas son • unas fortalezas del demonio». El arzobispo de Trujillo, Martínez Compañón, registra en un auto de visita de 1781 «el abismo de ignorancia, de libertinaje y de brutalidad que son como inseparables de una vida solitaria y silvestre desde la primera edad». Por la misma época el misionero capuchino itinerante Joaquín Finestrad, visitando una parte relativamente cultivada y habitada de GrfCBU^NW afirmaba que había visto «una confusa masa de cristianismo y gea^lismoLt.TÍW^ ¿Qué puede ofrecer la vida solitaria en unas criaturas ignorant/^pene-frapajj, w de un condenable idiotismo, que viven en los montes y sus hon^raf»WStán- m

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tes de sus respectivas parroquias, quiénes a un día entero de camino, quiénes a medio día?» D)

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Nicaragua en 1780 refiere que en Costa Rica 12.000 feligreses de su curato no asistían a misa a causa de las inmensas distancias, la pobreza extrema y la necesidad de quedarse en sus estancias por motivos de seguridad.

El problema pastoral de las estructuras eclesiásticas

La Iglesia, al terminar el período español, contaba siete archidiócesis y 36 diócesis sufragáneas. Siete de ellas fueron creadas después de 1700. En todo el período los obispos peninsulares fueron 706 y los criollos 105. La inmensidad geográfica de las diócesis, muchas de ellas «grandes como un reino», volvía bastante anónima la acción pastoral de los obispos. La mayor parte de la población tenía sentido de pertenencia a la Iglesia solamente a través de la parroquia. A falta de estadísticas completas sobre el número de parroquias indianas, aducimos un muestreo aproximativo de algunas regiones correspondiente a fechas diversas que pueden ser controladas: N.'de

N.'de

Región

Año

parroquias

habitantes

México Guatemala (y Centro América) ... Venezuela Colombia Ecuador Perú Bolivia Chile

ca. 1750 1760 1784 1800 1669 1776 1776 ca. 1690

844 123 178 576 205 527 236 44

5.000.000 850.000 345.000 800.000 580.000 1.300.000 800.000 550.000

Pero los pueblos campesinos o villas con párroco eran mucho menos que el número de poblaciones. Por esto, una real cédula de 1764 pidió que se proveyera de sacerdotes seculares o regulares a los lugares que, a mayor distancia de cuatro leguas de la cabecera, carecieran de sacerdote. Creemos que nunca se llegó a cumplir este deseo, y no por escasez de clero. Ya antes, el tercer concilio de Lima, en 1583, el de Charcas, en 1629, y un sínodo de Tucumán, en 1607, por ejemplo, determinaban que hubiera un sacerdote por cada 300 ó 500 indios doctrineros. No tocamos aquí el problema del traspaso de las doctrinas y curatos de religiosos al clero diocesano. Por citar un caso, en 1623 el arzobispado de Lima tenía 165 parroquias y doctrinas, de las que 55 eran de religiosos. En la archidiócesis de México en 1772, 149 parroquias o doctrinas estaban en manos del clero regular. El historiador de la Iglesia no puede olvidar que el sentimiento religioso de amplias regiones de Hispanoamérica debió de quedar marcado por la espiritualidad propia de cada una de las tres Ordenes, franciscanos, dominicos y agustinos, que durante un largo período tuvieron a su cargo ese ministerio parroquial. La cuestión quedó definitivamente resuelta hacia 1753, con la determinación pontificia y real de la secularización de las doctrinas o parroquias de indios. Nada se ha dicho aduciendo estadísticas con números de parroquias si no se tiene en cuenta la dramática situación de la dispersión desesperante de los fieles. El obispo de Tucumán informa al rey en 1620 que las doctrinas tenían 30, 40, 50 leguas. En el Cuzco había en 1790 parroquias con lugares anejos que distaban entre 8 y 20 leguas de la cabecera, y el obispo de

E)

Los problemas de la «república de los indios»

1) Circunstancias negativas en su experiencia religiosa. Durante los tres siglos del período español, el mayor volumen de la población estuvo formado por los indios. Desde la segunda mitad del siglo XVII, superada la crisis del retorno a la idolatría, la masa indígena podía llamarse cristiana, es cierto, pero en el estudio de la religiosidad del pueblo indohispanoamericano no ha de perderse de vista la identidad de la «república de los indios». El indio socialmente permaneció sumido en un complejo de inferioridad, y es verosímil que también religiosamente viviera una experiencia semejante. Quizá se sintió a menudo como cristiano de segunda clase. El concepto de indio no sólo designó una etnia, sino también una situación psicosocial peyorativa. El arzobispo de México, Pérez de Lanziego (1711-1728), escribía al rey de España que si los naturales seguían tratados como estaba ocurriendo, «los indios serán siempre indios». En los siglos xvn y XVIII continuaron las tiranías sobre los indios. El obispo de Santiago, Francisco Salcedo, en 1626; el de Popayán, Diego del Corro, en 1755, y el de Guatemala, Cortés y Larraz, en 1770, hablan de una aversión («odio grande», dice el de Popayán) a la religión cristiana entre algunos grupos indígenas por la opresión a que se les continuaba sometiendo. A fines del XVI se interrogaba Pedro Quiroga en sus Coloquios de la verdad cómo podían amar los indios la religión de tales opresores. Y el P. Acosta se pregunta: «Porque si a pesar de tanta maldad de nuestros hombres los indios creen en Dios, ¿qué sucedería si hubiesen visto los pies hermosos de los que anuncian el evangelio de la paz?» El autor del Lazarillo de ciegos caminantes (1775-1776) dice que «los indios miran a los españoles como a unos tiranos y única causa de sus miserias». Comparar la suerte de los indios con la de los cristianos esclavizados por los mahometanos parece que se hizo lugar común entre los defensores de los indios. Así se expresan, por ejemplo, en 1600 el P. Francisco Morales, franciscano; en 1606, el sínodo de Santa Fe de Bogotá; en 1626, el obispo de Cartagena; a mitad del XVII, el de Popayán, y a finales del mismo, un párroco del obispado de Quito, don Francisco Rodríguez Fernández, en vehemente requisitoria de corte lascasiano a los cabildos de aquella ciudad. Paralelamente a este candente testimonio no faltan las denuncias de personas de Iglesia que, sobre todo en el siglo XVII, manifiestan su protesta frente a la tiranía de los blancos. El sínodo de Asunción en 1603 hace explícita su convicción de que los blancos más parecen demonios, «siendo causa de que el nombre de Dios sea blasfemado entre los indios». En 1618 el jesuíta Alvarez de Paz no descarta una sublevación de los indios. En 1624 el obispo de Huamanga (Perú) describe los horrores que la mita llevaba consigo. El obispo de Santiago habla de los trabajos de los indios guarpes en Chile, que «pagan los miserables con su sangre y sudor». El concilio de

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Charcas de 1629 registra la violencia de los opresores blancos, es decir, de los hispano-criollos. A mitad del siglo xvn, el obispo de Santiago, Diego Huamanzoro, clama contra la crueldad ejercida sobre los indios. El obispo de Concepción se rebela por el mismo motivo. Más patética es, a fines del xvn, la invectiva, ya mencionada, del párroco quiteño don Francisco Rodríguez Fernández: «Los indios gimen atareados sin dejarlos resollar. Sepultados impíamente en aquellos minerales y aherrojados a la cruel mazmorra de un obraje. Ultrajados, aperreados impía, cruel y continuamente de nosotros [...] a infamias, a golpes, a puntillazos, a sangre. ¡Faraones! ¿Qué pecado tan enorme cometieron estos pobres en reducirse a la fe, que a tantas miserias los condujo?» Tenemos asimismo el testimonio, que no debe rechazarse globalmente, de las Noticias secretas de América, en las que aparecen también doctrineros sin ninguna conciencia pastoral, que explotaban para su provecho al indio acobardado. Nuestra pregunta es ésta: ¿hasta qué punto siguió obrando en la conciencia de muchos indios o de muchas comunidades indígenas una soterrada actitud de rechazo o de poco entusiasmo por el cristianismo, cuando ya estaba descartado un retorno a las antiguas religiones? Identificando lo hispano-criollo con lo cristiano, pero sin renegar de la fe cristiana, unos indios de Barquisimeto, cuando se suprimieron las encomiendas en 1686, dejaron de asistir a misa. Los reprende el párroco y le responden: «Padre, ¿a qué hemos de ir a misa si ya somos libres?» En su acentuado pesimismo sobre el cristianismo de muchos indios de Guatemala, el arzobispo Cortés señala como la causa principal un error fundamental: se bautizó sin evangelizar. Los párrocos sacaban una conclusión amarga y realista: será que debe de haber otro Evangelio para los indios. Cuando más adelante nos refiramos a los testimonios positivos sobre la autenticidad del cristianismo de los indios, la conclusión será que la realidad cristiana de aquellos pueblos indígenas presenta dos aspectos contrapuestos: en unos, el cristianismo tuvo el carácter de algo que poco o nunca fue asimilado; en otros alcanzó la categoría genuina de novedad bíblica que se vivió con entusiasmo. 2) La proverbial pobreza de los indios. La pobreza de los indios se hizo proverbial. Don Francisco Rodríguez Fernández dice en 1696 que «el indio más descansado» apenas posee «cuatro o seis ovejuelas, uno o dos cerdos», y lo llama «Macario de estos yermos, cubierto de una burda camiseta, apenas mantenido de legumbres». Oigamos algunos juicios de la segunda mitad del siglo xvill. El padre Bernardo Recio conoció bien a los indios de la Audiencia de Quito y recoge conmovido la impresión de resignación que le causaba su pobreza. El célebre Concolorcorvo, que recorrió la región que va de Buenos Aires al Cuzco, escribe en 1776 que «todos los muebles de una familia indígena no valen cuatro pesos», y que su casa es «una choza cubierta de paja, con una puerta que con dificultad se entra por ella». De los indios de su diócesis de Trujillo dice en 1786 el obispo Martínez Compañón que son «gente miserable sobre todo encarecimiento, en sus almas y en sus cuerpos, en sus honras y en sus

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fortunas». De los indios de la altiplanicie central de Colombia afirma el oidor Moreno y Escandrón que «no puede imaginarse mayor postración y miseria». Contemporáneamente, el arzobispo de Guatemala, Cortés y Larraz, no duda en creer que «los indios forman el pueblo más miserable y desgraciado de la tierra». Pero al mismo tiempo algunos de estos observadores anotaban que tal estado de pobreza colocaba a los indios en una favorable predisposición para vivir el Evangelio. 3) El juicio positivo sobre las capacidades de los indios. Aunque existieran dos repúblicas jurídicamente separadas, una larga convivencia llevó a la realimentación de las culturas. Se ha hablado hasta de «una indianización del culto católico». Esta mutua aculturación se verificó sobre todo en las regiones donde florecieron grandes civilizaciones precolombinas. Otro sería el caso de los grupos sociales cristianos que vivían en excepción por la inmediata vecindad de indios irreductibles. Tal era la condición en Costa Rica con los indios talamancas, o la de Santa Marta (Colombia) con los goajiros y chimilas, y especialmente la de Concepción, en Chile, con los araucanos. En esta ciudad, aun a fines del siglo xvm, indios araucanos convivían con los cristianos, y, sin embargo, se prohibía bautizar a sus hijos porque regresaban al paganismo. Pero no toda la apreciación sobre el indio fue pesimista. Existen muchos testimonios acerca de sus capacidades y de sus realizaciones. No podían ser menos que los europeos los aztecas, los mayas o los incas. El obispo de Huamanga escribe a Felipe IV en 1676 ponderando las disposiciones y logros artísticos de los indios. Veinticinco años más tarde, el P. Bernabé Cobo, acucioso observador, los llama «aventajados artífices», y exalta sus magníficas cualidades para las artes plásticas y musicales. A mitad del siglo xvm, el P. Recio manifiesta su admiración por las disposiciones que demuestran en el campo del arte y «de la mecánica». Un deán de la catedral de Guatemala, a fines del mismo siglo, niega que los indios del sur de México o los de Guatemala hubieran dejado de trabajar por perezosos. Ocurrió que no pudieron competir con el comercio del cacao de México y Venezuela. A principios del siglo XIX, el autor de El cristiano errante, Antonio José Irisarri, describe a los de la misma región como «laboriosos, inteligentes, ágiles, despiertos, bien formados, aplicados a la agricultura, al comercio y a las artes». Don Antonio Villacorta asegura que había indios ricos, con casas cómodas y amuebladas, con pueblos de aguas abundantes y limpias. Se encuentran afirmaciones parecidas sobre indios y mestizos del Ecuador y del Perú, que incluso llegaron a poseer buenas fortunas. Con todo, la apreciación general que resulta de tanto juicio emitido sobre la población indígena es más bien sombría y pesimista, lo que no quiere decir que sea siempre objetiva. 4) La demonomanía. Coexistiendo ya como cristianas las dos repúblicas, debió de pesar sobre la de los indios una amarga afirmación que luego alcanzó también a los criollos: que las civilizaciones indígenas y que las tierras de Indias habían sido durante siglos posesión del demonio. El dominico fray Servando de Santa Teresa Mier, en su Disertación sobre la predicación

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en América antes de la Conquista (Londres, 1813), protesta contra semejante creencia: «Los españoles y los misioneros, empeñados en no ver sino al diablo aun en las cruces, todo lo endiablaron sin escrúpulo». Aquella persuasión se halla en grandes evangelizadores, como Sahagún, Las Casas, Mendieta, Arriaga, o en historiadores religiosos como Calancha, Ocaña, Cobo. En 1607 escribía fray Gregorio García, refiriéndose a México, que «el demonio, por tener tan buen entendimiento, sabía por conjeturas que la Ley evangélica había de ser predicada en aquellos reinos» y que por esto había producido la Babel lingüística de América. Esta demonomanía se acentúa en la campaña antiidolátrica del siglo XVII: el retorno al paganismo es un esfuerzo del diablo para recuperar sus dominios. Sus agentes son los «hechiceros y dogmatizadores», a quienes, según el P. Arriaga, se les aparece continuamente en el Perú. Hace otro tanto, de preferencia en las borracheras, en la Nueva Granada, de acuerdo con lo que asegura el P. Alonso de Medrano, jesuíta, en su Descripción del Nuevo Reino. En curiosa carta al P. Arriaga, otro jesuíta le transmite el informe de un párroco: «Treinta y tres demonios me dijo que había en un pueblo, con nombres conocidos». Corrió el rumor en Trujillo, hacia 1678, de que algunas monjas de Santa Clara estaban endemoniadas: el comisario franciscano dice que «de ochenta religiosas, sesenta están espiritadas». El obispo, en cambio, creía que no lo estaban, pero que lo parecían a causa de su relajamiento. Fray Antonio Caulín, que conoció bien vastas regiones de América, ofrece diez remedios para librarse de las asechanzas diabólicas: los sacramentos, la comunión, el agua bendita, los exorcismos, las reliquias, el cirio bendito, la cruz, la oración, etc. El buen franciscano procedía dentro de la tradición ortodoxa de la Iglesia. La leyenda de que un apóstol había evangelizado a América fue asumida, sobre todo por los criollos, como respuesta a las teorías diabolizantes acerca de Indias. Pudo haber sido o Santo Tomás o San Bartolomé. Fundan su creencia, primero, en la Escritura, que habla de la universalidad de la predicación del Evangelio; luego, en las tradiciones indígenas sobre Zumé, Vira-Cocha, Bochica, Quetzalcóatl, Cuculcán y, finalmente, en su patriotismo autóctono. Les parece una iniquidad de los peninsulares que le nieguen a medio mundo la presencia de un apóstol, mientras la pequeña España pretende haber contado con la visita de Santiago y de San Pablo. El tema ha sido estudiado brillantemente por J. Lafaye. Así queda más serenada la conciencia india y criolla: pertenecen a una cristiandad de origen apostólico.

II. A)

LUCES Y SOMBRAS DE LA CRISTIANDAD AMERICANA

Aspectos negativos

1) La inmoralidad de las costumbres. Si nos atenemos a los juicios de los responsables de la vida social y religiosa de la sociedad americana, la moralidad de las costumbres parecería ofrecer un cuadro désolador. No

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olvidemos que los sínodos, los obispos y los párrocos propendían al tremendismo, predispuestos a pulsar demasiado las debilidades humanas. Las lacras mayormente denunciadas son la vagancia, la embriaguez, el juego, el adulterio y el concubinato. De los indios escribe un jesuíta de Quito, a mediados del siglo xvm, que aprendieron de los españoles no sólo «las buenas devociones, sino también sus vicios, abusos y desórdenes. Ojalá -concluye- se hubieran quedado hundidos en el mar». El arzobispo de Guatemala, por los mismos años, cuenta que encontró sus vastísimas diócesis «sin Dios, sin rey y sin ley». A principios del siglo XVII, el arzobispo de Bogotá, Lobo Guerrero, la describe como «la tierra más estragada en costumbres y en todo género de vicios de cuantas tiene su Majestad», y doscientos años más tarde otro arzobispo, en denuncia a la Real Audiencia, dice que se ve «no sólo sumergido, sino perdido pie en el cieno más asqueroso» que inunda el territorio diocesano. Una relación de mitad del siglo XVII presenta a Buenos Aires como una ciudad de libertinos y holgazanes, y un siglo después el obispo Manuel de la Torre habla de que «el obispado está en condiciones que es preciso hacerlo todo de nuevo desde el per signum crucis». Sobre el estado moral de las ciudades basten estas tres referencias. Fray Juan de Torquemada describe a México, a principios del siglo XVII, como una «Babilonia llena de mestizos, negros y mulatos, demás de las multitudes de españoles derramados». Sobre Guatemala informa al rey el presidente Troncoso, en 1794, que está construyendo un coliseo «a fin de suavizar las feroces costumbres de la plebe de esta capital, sanguinaria hasta no más y propensa a la embriaguez», donde son frecuentes las muertes y heridas. El gobernador de Costa Rica escribía en 1738 sobre la ciudad de Cartago que era población llena de vagabundos y de ociosos. La vagancia y ociosidad es dato que aparece forzosamente en multitud de documentos civiles y eclesiásticos. Las Relaciones de Mando hablan de «población vaga y volante», y es frecuente oír hablar de tantas gentes «holgazanas, ociosas, vagas y mal entretenidas». Mario Hernández calcula en el 16 por 100 la población de desocupados en la América española a fines del siglo xvili, y Humboldt estimaba entre 20.000 y 30.000 personas sin trabajo para la capital de México, entonces con unos 100.000 a 110.000 habitantes. Sobre los juegos de azar llovieron infinidad de disposiciones. Están prohibidos -recuerda el sínodo de Cuba de 1 6 8 1 - «por derecho canónico y por leyes de estos reinos, por los muchos pecados, perjurios y blasfemias que de ellos se ocasionan [...] en que se pierde no sólo la hacienda, sino el alma». «Juegan las haciendas y la honestidad», se escribe de El Salvador un siglo después. La referencia a los estragos del juego es quizá la más frecuente en la visita del obispo de Caracas, que duró, como se indicó anteriormente, de 1771 a 1783. A mitad del siglo xvm había en Potosí 36 casas de juego, y se dice que se jugaban diariamente entre 50.000 y 80.000 pesos. La masa popular, sobre todo, se refugiaba en la bebida. No hubo poder humano para controlarla. En México se fabricaba «el maldito pulque», y ni la dureza de los castigos impuestos por la autoridad ni las censuras eclesiásticas, como las adoptadas en 1635, tuvieron efecto duradero. Más o menos en

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el mismo año se pidió al arzobispo de Santa Fe de Bogotá la excomunión para fabricantes y propagadores del aguardiente y de la chicha. Hubo muchas censuras eclesiásticas a lo largo del período colonial, pero, como comenta un historiador colombiano, las pobres gentes preferían beberse media docena de excomuniones a dejar su licor. En el Ecuador se celebraron en diversas ocasiones reuniones de «canónigos, religiosos y personas graves» para reprimir la embriaguez, y el obispo de Quito, Luis de Solís, además de la consabida excomunión, propuso trasquilar a los borrachos, medida muy afrentosa entre los indios. Por algunos estudios parciales realizados sobre parroquias del norte de Chile, concernientes al período de 1690-1720, resulta un 25 por 100 de hijos ilegítimos, que sube al 40 por 100 entre 1740-1749. De una investigación que hicimos sobre diversas poblaciones colombianas referente al período de 1780 a 1810-1820, poblaciones por otra parte con fama de mucha cristiandad, como Pasto, Popayán, Cali, Tunja, Medellín, dedujimos que, a excepción de Medellín, una tercera parte, a veces casi la mitad de los niños bautizados, habían nacido fuera de matrimonio. Tampoco «los justicias» y visitadores salen bien librados. Refiriéndose a los de los Andes del Ecuador, un párroco de fines del XVII los presenta como «ladrones de la miserable hacienda de los indios». Serían bien recibidos, dice, si fueran «un San Luis Bertrán o un San Francisco de Borja». En la Nueva Granada aparecen, a veces, como venales e incompetentes, y de los alcaldes, en general, se ha escrito modernamente que era «el más corrupto de cuantos cargos burocráticos existían en Indias». En algunas regiones americanas, como en México, se registra con alarma la llegada de soldados mercenarios en la segunda mitad del xvm. Entre ellos venían luteranos, renegados, sicilianos y napolitanos con jefes descreídos. En 1761 cuatro obispos denuncian ante el rey la presencia de soldados abusivos, exactores y blasfemos. En Colombia y Venezuela hay quejas de la inmoralidad de destacamentos militares formados por soldadesca relajada a partir de las insurrecciones de «los comuneros» en 1780. Para esta época ya aparecen en México los «léperos», que provenían de mestizos y mulatos. Se encarnizaban en las imágenes sagradas. Ellos formarán el siglo siguiente las bandas al servicio de los anticlericales agresivos en tiempo de Juárez. Permanece, finalmente, el hecho de una sociedad escindida. Su fundamento, en último término, es el color de la piel, pero al mismo tiempo se da el fenómeno de una endémica agresividad de los negros y mestizos contra los indios, hasta el punto de que éstos solían llamar a sus perros con el reclamo de «mestizos». 2) Otras deficiencias. El siglo x v m se presenta, en opinión de algún historiador (Vargas Ugarte), como siglo en camino de degradación paulatina. Otros, como Rómula Carbia para Argentina, o González Suárez para el Ecuador, critican la incoherencia entre las expresiones externas de religiosidad y la conducta moral. Querríamos señalar aquí algunas patologías de la cristiandad indiana. La más grave es quizá la ignorancia religiosa, fustigada en las visitas pastorales de los obispos y en los sínodos diocesanos. El afinamiento religioso o la relajación e indiferencia dependieron de diversos

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factores, pero, sobre todo, del mayor o menor cultivo espiritual y celo de los párrocos. El maravillosismo y milagrería, por demás explicables en el contexto americano, contribuyeron al desprestigio de la religión, palpable en los primeros decenios del siglo XIX. Contábase en Costa Rica, al finalizar el siglo XVII, que el santo fraile Antonio Margil había obligado a servirle de cabalgadura a un tigre que mató a su muía. Pero no sólo el pueblo rústico, sino gente ilustrada, caía en parecidas ocurrencias. Un oidor de Quito de principios del XVIII, Cristóbal de Ceballos, creyó ver en la servilleta de su empanada una imagen de la Virgen. Al punto se gritó «¡milagro!» y hasta se celebró una misa «a Nuestra Señora de la Empanada». Tanto relato, multiplicado en número y exageración, tenía que producir más tarde una actitud de escepticismo. Hacia 1800, el periodista guatemalteco Simón Bergain y Villegas decía a una señora, su amiga, a quien había encontrado leyendo el Flos Sanctorum, «que aquello eran pendejadas y que bastaba para ser cristiano guardar los mandamientos de la ley de Dios». Naturalmente, fue denunciado. Por el mismo tiempo hacía burla de esta inflación milagrera en Bogotá el procer de la independencia Antonio Nariño. Abundaron las supersticiones en América. Los sínodos diocesanos las condenan severamente. El de Santiago, en 1626, fulmina excomunión contra los que consultan a magos y hechiceros. El de Concepción, en 1744, hace un elenco de supersticiones y las declara pecado reservado. El obispo Martí, de Caracas, redacta otra lista de curiosas fórmulas, como la de la «Oración del juez», la «del Santo Sepulcro», y prácticas como las «Luces al alma de Curavigua», al «Hermano penitente» y al «Diablo al revés». Pero lo que principalmente agotó, y sin éxito, la paciencia de sínodos, obispos y párrocos fueron los excesos cometidos en las fiestas patronales. Después de la misa y procesión llegaban el toreo, el licor, la francachela, el baile y la velada. Nuestras pobres gentes de América, dentro de su dura existencia, honraban con sinceridad a su patrono celestial, pero no desaprovechaban la ocasión para un muchas veces desaforado esparcimiento. No permite el espacio de estas páginas montar el retablo de las más graciosas y curiosas costumbres y del duelo trabado entre la severa disciplina eclesiástica y la imaginación y terquedad popular para burlarla. El escamoteo en el pago de los diezmos y el apremio, incluso con la excomunión, para cumplirlo pueden interpretarse como escasa solidaridad con las necesidades de la Iglesia. «Su omisión y dolo -amonesta el sínodo de Concepción, en 1744- es el origen y fontana de todas las penurias, pobrezas y miserias que se padecen en las haciendas y labranzas». Herejía, masonería, impiedad, no pueden figurar en el cuadro generalizado de la sociedad indiana. Su hora será el siglo XIX. B)

Aspectos positivos

No obstante los aspectos negativos, la sociedad americana dio a su vida un sentido profundamente religioso. Todo lo vivió y lo juzgó con criterio trascendente y con una persuasión connatural de la presencia intrahumana de Dios.

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1) Testimoniosfavorables. El P. Calancha habla de «una hidropesía espiritual» refiriéndose al Perú del siglo xvn. La archidiócesis de Santa Fe (Bogotá) era llamada «la recoleta de todas las Indias» y de su capital se escribía en 1800: «Santa Fe ha sido un lugar tan devoto, tan piadoso y tan religioso, que bien se puede decir que ha sido la Tebaida de América». Fray Agustín de Vetancurt exalta en 1690 «la devoción a lo divino» que había en la ciudad de México, cuyo arzobispo informa en 1752 al rey acerca de la fe maciza y de la magnificencia que los mexicanos desplegaban en todo lo referente a Dios. El Jueves Santo de 1810, la población de Caracas permaneció arrodillada y orando en las calles para que se le abrieran las iglesias, que, por razones políticas, había mandado cerrar la Junta Suprema Revolucionaria. Cuando, en 1649, cuatro ladroncillos profanaron el sagrario de las clarisas de Quito, la conmoción fue general en todo el obispado y la ciudad vistió de luto por varios meses. Una reacción parecida se registró en Lima en 1711. A mitad del siglo XVII, el P. Cobo pondera la mucha piedad y religión de los limeños, entre los que «muchos seglares, hombres y mujeres [...] pueden ser maestros de vida espiritual y perfecta». Presenta como ejemplos auténticos de ese fervor social «la piedad y misericordia con los prójimos», especialmente con los enfermos, los pobres y los desamparados. El obispo de Arequipa, en su relación ad limina, enviada al Papa en 1759, alaba «la piedad y religión del pueblo alto y bajo». También abundan los ejemplos de fervor cristiano en las pequeñas poblaciones. Algunos párrocos de Guatemala requeridos por el arzobispo en 1768 ponderan la docilidad y devoción de muchos feligreses. De mucho interés son los detallados informes que fue dejando de cada lugarejo de su diócesis de Caracas, a lo largo de su visita, el obispo Mariano Martí. De la población blanca, mestiza, mulata y negra de Tinaquillo dice que es «gente devota, muchos de misa diaria, y que frecuenta los sacramentos». De los de Ocumare escribe: «Me dice este cura que estas gentes son de un genio tal, que si las convidan para un baile, todas acuden a él; y si los convidan para un ejercicio piadoso en la iglesia, acuden igualmente todos». De los vecinos del pueblecillo de Parapara observa que son «dóciles, de buen genio y que frecuentan los sacramentos». Y de esta suerte sigue mencionando otras poblaciones. Otro tanto puede afirmarse de numerosas parroquias rurales de Colombia, sobre las que un sacerdote de la actual región de Santander escribía que eran «el regocijo de Sión». Una de las mayores preocupaciones del mundo rural fue no carecer de sacerdotes y mantener en sus pobres iglesias el sacramento eucarístico. En las ciudades y en las haciendas, numerosas familias tenían oratorios; muchos, de singular riqueza. Doscientos menciona el P. Cobo para Lima en 1651. En Santiago de Chile había 136, y en La Serena, 13, sobre lo cual legisla el sínodo de 1763. Tenemos referencias de la existencia de ermitaños, a quienes les dedica una de sus plumillas Guarnan Poma de Ayala. La ermita levantada a la imagen de la Virgen de la Caridad en Cuba en 1597 quedó a cargo de un ermitaño, Matías Olivera. En Quito fue célebre el soldado asturiano Juan Gavilanes, verdadero evangelizador en la región de Quijos, muerto en 1615. xirmít.

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Por el mismo tiempo vivió otro en Arequipa que exhortó mucho a la conversión en los desastres volcánicos de 1600. Se echa de menos un sentimiento más intenso de vinculación con el Papa, aunque el P. Leturia afirme lo contrario. No se olvide que la Iglesia de América encontraba la barrera del Patronato en su comunicación con Roma. Sin embargo, fue grande la aflicción de los mexicanos cuando, en 1605, el arzobispo denunció en un edicto la falta de obediencia al Papa, recordando que «así se había perdido la fe en Inglaterra y otros reinos». Una manifestación elocuente de la impregnación cristiana de la vida personal y social se advierte en la connotación religiosa que se da al delito. En los documentos de juicios criminales aparece siempre la referencia de «la grave ofensa que se ha causado a Dios Nuestro Señor». 2) Los buenos españoles. No ha de admitirse que de parte de los criollos y españoles todo haya sido explotación y tiranía. Fueron muchísimos los buenos y cristianos peninsulares y criollos que hicieron honor a su fe y a su patria. Valgan algunos testimonios como reflejo de un cuadro admirable y positivo. El «gran milagro de Indias -escribía el P. Calancha- es la conversión de tantos infieles». Los buenos españoles se distinguieron, sobre todo, por su vida edificante, su devoción al culto divino y caridad con los pobres. De ellos poco se ocupa cierta historiografía religiosa. En México y en el Perú, los dos grandes virreinatos indianos, fue en donde singularmente floreció esta manifestación de cristiandad. Hombres como Manuel Fernández Fíallo, Andrés Tapia Carvajal, Francisco Echeveste, Pedro Terreros, en México, dejaron ingentes sumas de dinero para la construcción y adorno de las iglesias y para obras de caridad: para huérfanos, hospitales, niños pobres, dotación de muchachas pobres y obras de enseñanza. Y tales ejemplos no sólo brillaron en la capital, sino también en ciudades como Guadalajara y Puebla. Un compasivo sacerdote que quiso construir un refugio para mujeres recogidas dice que encontró «entre la mucha piedad de esta ciudad (México) diferentes personas que con sus limosnas les ayudaron al natural sustento con tanta largueza que lo pasan cómodamente». El P. Cobo, hablando de Lima, menciona, «entre innumerables bienhechores de los pobres», a tres vecinos de Lima que dejaron cuantiosísimas donaciones «que se expenden todos los años en socorrer necesidades de pobres». La Hermandad de la Caridad y de la Misericordia, creada en Lima a causa de la peste de 1559, continuó su trabajo en el siglo XVII. Fundó un hospital con la advocación de los Santos Cosme y Damián para enfermos españoles y mestizos. Pedía limosna para huérfanas, pobres vergonzantes y para sepultar los cadáveres de los indios y de los ajusticiados. Extendió su apostolado a las cárceles, obra que también hacía la Cofradía del Niño Jesús cada domingo o los congregantes de las Congregaciones Marianas de los jesuitas, yendo a servir cada domingo a los pobres y enfermos de los hospitales. Una señora «rica y virtuosa» fundó con su fortuna un hospital de caridad en Caracas en 1723. En la ciudad colombiana de Popayán, un criollo, Cristóbal de Mosquera, dejó en 1732 una herencia en favor de los indios paeces y, según dice, «los había amado como hijos». La Hermandad de la

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Caridad, de Buenos Aires, constituida a raíz de la epidemia de 1727, además de encargarse de la sepultura de los pobres, fundó más tarde un asilo de huérfanas y un hospital para mujeres. Otras personas adineradas se preocuparon por el cultivo espiritual de la sociedad y, a lo largo del siglo XVIII, fundaron casas de ejercicios espirituales en Buenos Aires, Córdoba, Lima, Arequipa, Santiago, Quito y Bogotá. Tuvieron mucha aceptación las «Escuelas de Cristo», cuyo establecimiento se debe al jesuita Francisco del Castillo, en 1660, en Lima. Sus socios no sólo atendieron al propio bien espiritual, sino que desplegaron una vasta acción de beneficencia. Se extendieron a muchas ciudades de la América española. Terminamos este incompleto recorrido refiriendo tres casos ejemplares. En 1625, un joven español sobreviviente de un naufragio cayó en poder de los indios del Darién, en las costas colombianas. Les ganó la voluntad, aprendió su lengua, los catequizó y logró que se redujeran a tres pueblos. La «conquista espiritual» de los indios de la región de San Cristóbal, en Venezuela, se debió -según informa el P. Caulín- a un soldado llamado Francisco Rodríguez Leite. Viendo las consecuencias de las tropelías de antiguos conquistadores, escribió en 1625 al obispo de Puerto Rico para pedirle ocho franciscanos, ofreciéndose a enseñarles la lengua indígena. Se logró realizar su petición. Causa, finalmente, agradable sorpresa leer la amplia relación de visita pastoral de don Mariano Martí en Venezuela por la multitud de noticias que aporta acerca del trabajo callado y humilde de los laicos en los más apartados pueblecillos. Cuenta, por citar un ejemplo, que en Valencia la hermana del párroco había instituido una especie de escuela de oración mental, a la que diariamente acudía un grupo de personas. C)

El problema del cristianismo indígena

1) Apreciaciones contrapuestas. Para juzgar la vida cristiana de la población indígena durante la etapa posterior a la evangelización, es decir, desde el momento cronológicamente indefinible en el que ya se la consideró plenamente insertada en el cristianismo, hay que proceder con cautela frente al optimismo que respiran muchos documentos. Se encuentra además, sobre todo a finales del siglo xvi y comienzos del XVII, el hecho que causó pánico, desaliento y agresividad pastoral: el retorno a la idolatría de grandes masas indígenas. El historiador queda un poco desorientado leyendo apreciaciones relativamente cercanas en tiempo y en espacio sobre la conducta religiosa de los indios. El padre Acosta dice que en Perú, fuera de la lujuria y embriaguez, ellos no tenían otras causas de reproche. En cambio, el padre Arriaga, abanderado de la extirpación de la idolatría, reprueba su ignorancia «y la poca o ninguna estima que tienen de las ceremonias eclesiásticas del culto divino y de los sufragios de la Iglesia». En la segunda mitad del XVIII, el virrey Amat del Perú o el obispo de Trujillo encarecen la miseria espiritual de los indios, mientras el jesuita padre Arteta, refutando a Raynal, habla de «aquella buena nación indiana

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que toda es cristiana de corazón», y no por miedo, como aseveraba Raynal. En Guatemala se halla fuerte divergencia de opiniones entre los párrocos y el arzobispo acerca de los indios en el decenio de 1770. Por esto se han de distinguir situaciones, regiones, épocas, y se han de tener en cuenta las condiciones de los informantes. También de los historiadores modernos: es muy diversa la conclusión a que llegan escritores hostiles al catolicismo, como los peruanos José Carlos Mariátegui y Emilio Romero, que niegan la autenticidad del cristianismo de los indios peruanos, y la que deducen otros, como Fernando de Armas Medina, favorables a él. No nos corresponde hablar aquí del fenómeno del retorno a las antiguas religiones registrado en el mismo siglo XVI, a raíz de la conversión de los indígenas, es decir, durante la etapa simultánea e inmediatamente posterior a la primera evangelización de un determinado territorio (etapa misional). Este punto lo han tratado últimamente con mucha competencia Pierre Duviols y el jesuita Manuel Marzal para el Perú, el jesuita Carmelo Sáez de Santa María y José María García Añoveros para Guatemala, el claretiano Carlos Mesa para Colombia y, en general, Pedro Borges, en su sólida investigación sobre los métodos misionales. Aquí vamos a referirnos únicamente a la etapa posterior o parroquial, correspondiente al momento durante el cual el cristianismo indígena ya se debe suponer definitivamente consolidado. Con la advertencia ulterior de que los testimonios que se recogerán solamente se refieren a la América nuclear o de las altas culturas, es decir, a los territorios evangelizados durante el siglo XVI, en los que se dio el fenómeno de las conversiones masivas, no a los enormes espacios geográficos de la América marginal, evangelizados desde comienzos del siglo XVII en adelante. En el decenio de 1680 el obispo de Oaxaca (México) encontró aún vestigios de idolatría y en una sola población reconcilió a 124 idólatras. Pertenece a la mitad del siglo xvn el Manual de ministros de indios, de don Jacinto de la Serna, para alertar en México sobre el renacimiento de la idolatría. A principios del x v m el célebre franciscano Antonio Margil habla, entre otros casos, de «dos malditos papas» en un territorio de Guatemala, asistidos por 600 «obispos» que practicaban una curiosa reinterpretación del cristianismo. Setenta años más tarde el arzobispo Cortés y Larraz estaba convencido de una actitud idolátrica casi generalizada entre los indios. En la actual Colombia se dio el mismo caso, aunque menos clamoroso, tal vez porque la civilización chibcha fue débil para crear resistencia comunitaria. Ya en 1600 el arzobispo de Bogotá, Lobo Guerrero, escribía que «los indios estaban tan gentiles e idólatras como antes que vinieran los españoles». Veinte años después otro arzobispo, Arias de Ugarte, visitando un centenar de poblaciones las encontró muy idolatrantes, pero a escondidas. En la audiencia de Quito, de acuerdo con la observación del acucioso obispo De la Peña y Montenegro (1653-1687), después de ciento treinta años de cristianismo no se había podido borrar la idolatría del corazón de los indios. En el Perú, siguiendo el estudio de Duviols, oímos al visitador Francisco de Avila que en 1609 no encontraba un indio de la región de Huarochirí que fuera realmente católico. En Jauja, en 1615, de 35.000 indios ninguno

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estaba exento de idolatría. En 1624 el arzobispo límense Gonzalo de Campo aseguraba que, tras noventa años de conquista, la idolatría se conservaba como en sus primeros tiempos. Y todavía en 1804 el presbítero José Ignacio Moreno afirmaba haber descubierto «el mal que tantos tiempos ha estado oculto». El concilio de Charcas de 1629 señaló síntomas concretos y generalizados de idolatría en el Alto Perú. Sin embargo, puede admitirse que hacia 1660 las religiones autóctonas concluían, en general, su ciclo de supervivencia. 2) Interpretaciones benévolas. Valgan las referencias anteriores para entender que no toda la población indígena fue homogéneamente cristiana. Ahora sólo pretendemos hablar de las comunidades de indios que aparecen, según el testimonio de quienes las conocieron y juzgaron, como efectivamente cristianas. No faltaron mentalidades abiertas frente a las contaminaciones del cristianismo de los indios. Se suele citar el juicio de Baltasar Ramírez en el siglo XVI: los indios «no son tan idólatras como solían ser, ni son cristianos como deseamos, y así, cojeando con entrambos pies, acuden a lo uno y a lo otro». En la Monarquía Indiana Torquemada escribía a principios del xvil que lo de los indios «no es más asqueroso que [lo que] son otros muchos en nuestro Hispanismo, en el cual conocemos hechiceros y brujos, los cuales son castigados a cada paso por el Santo Oficio». A propósito del Manual de ministros de indios, citado anteriormente, Carmelo Sáenz de Santa María encontró en uno de sus ejemplares esta nota tardía de un lector: «Si este señor hubiera nacido en España y experimentado sus pueblos, viera a los ensalmadores, que son como estos curanderos que él refiere, después de mil setecientos sesenta y ocho años, más o menos, que son cristianos»; y cuando a mitad del siglo xvil se admiraban algunos de que aún hubiera idolatrías, el arzobispo de Lima don Pedro de Villagómez decía en su Carta pastoral de instrucción y exhortación contra idolatrías que éstas en España habían sobrevivido tres siglos después de su evangelización, citando además el caso de los judíos y moriscos falsamente convertidos. 3) Optimismo sobre las capacidades religiosas del indio. Frente a la opinión pesimista y de remotos orígenes de las capacidades religiosas de los indios, responde en México todavía en el siglo xvil el arzobispo Pérez de Lanziego en carta al rey negando que los indios sean cerrados para comprender la fe. Ha faltado celo en los sacerdotes, pero asegura que «con la frecuencia y trato de los ministros de la religión se domesticarán y con su doctrina y ejemplo serán racionales y aun santos, porque no considero - a ñ a d e - en el mundo nación alguna más dócil, más humilde, más obsequiosa e inclinada a la adoración, menos codiciosa y avarienta, y así me dicen en mis visitas los hombres de juicio que los indios serán como nosotros quisiéremos». Los indios de la sabana de Bogotá y sus vecinos los panches, cien años después de la fundación de Santa Fe, estaban aún excluidos de la comunión. Bastó que hacia 1636 el arzobispo Cristóbal de Torres se empeñara en la abolición de semejante práctica para ver acudir millares de indios al sacramento eucarístico. Es notabilísimo un auto de visita pastoral del obispo de

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Caracas, Mariano Martí, en su entrada hasta los indios achaguas en 1780. Ordena tratarlos con afecto, no comenzar reprendiéndoles sus vicios, no suprimir de tajo su poligamia, pues los indios no lo entenderían y se seguiría el escándalo. Había que hacerles apreciar el ideal cristiano del matrimonio y luego abandonarían la poligamia. Escribía en 1657 el padre Francisco de la Cruz al virrey del Perú que él conocía bien el virreinato y que, efectivamente, los indios habían sido mal adoctrinados, pero que «instruidos en la verdad la abrazaban con demostraciones de gusto y devoción, llegando a besar la tierra que pisa el que doctrina». Ya en 1626 el obispo de Huamanga, fray Francisco Verdugo, negaba la incapacidad de los indios para aceptar la fe cristiana. Treinta años más tarde un sucesor suyo, Francisco de Godoy, reconoce su terrible ignorancia religiosa, pero pasa a ponderar la maleabilidad y disponibilidad que tienen para la fe. Hablando de los indios de Chile de principios del siglo xvil, el cronista González de Nájera dice que «es llevarlos como por los cabellos a que se junten a rezar la doctrina y las oraciones, y van de tan mala gana que los demonios no huyan más de las cruces que ellos de las que en tal ejercicio les obligan a llevar». En cambio, los jesuítas recién llegados a Chile lograron resultados excelentes, pues se dieron cuenta de que el indio no era ni rudo ni hostil, sino que el problema de sus reacciones residía en los métodos que se habían empleado. Fueron, pues, muchos los indios que recibieron y vivieron el cristianismo con sinceridad y entusiasmo a lo largo del período español. Los aspectos que resaltan principalmente en su manera de vivir la fe son los siguientes: gran devoción a todas las cosas de la Iglesia, festiva participación en las solemnidades litúrgicas, especial devoción al Santísimo Sacramento y a Nuestra Señora, veneración y respeto por los sacerdotes, una gran capacidad de sacrificio en su vida cotidiana, deseo y gusto de participar en las cofradías. La frecuencia de los sacramentos está condicionada por multitud de circunstancias. 4) Los indios, cristianos admirables. Empecemos citando un juicio generalizado del padre Antonio de Velasco, que conoció bien gran parte de la región y escribe para los primeros decenios del siglo xvil: «En todos los pueblos de Indias, así de Nueva España, Honduras, Nicaragua, Nuevo Reino y Perú, aunque sean pequeños, tienen señalados cantores y maestros de capilla que con gran solemnidad y devoción ofician la misa, cantan sus vísperas a canto de órgano y celebran sus fiestas mucho mejor que los españoles. Todos los días acuden con mucho cuidado, como si fueran religiosos y canónigos, a rezar en su coro en la iglesia el oficio de Nuestra Señora, que inviolablemente se reza todos los días con mucho cuidado y devoción. Son muy curiosos en adornar una iglesia, dejándonos muy atrás con su buen ejemplo, y tienen mucha caridad con los necesitados, y en particular con los sacerdotes, que los respetan y reverencian como ministros de Cristo». Los indios cristianos de México supieron conservar en los siglos XVII y XVIII la bella fama que se granjearon en el XVI. Al terminar este siglo, el

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padre Jerónimo de Mendieta encarecía la mucha cristiandad de la comunidad indígena: su generosidad con el culto divino hasta extremos que no se veían entre los españoles, la afición a la liturgia y a cuanto concernía a la Iglesia, el esplendor de sus celebraciones, sobre todo del Corpus Christi, y el fenómeno de enteras comunidades poblacionales que se entregaron a vivir como anacoretas de la Tebaida. Fray Juan de Torquemada escribe en 1615 que, no obstante ser la ciudad de México «una Babilonia», «se hallan centenares de indias y, aunque viejas, doncellas, que en tanto número de años la gracia divinal ha conservado en su pureza y limpieza (...), y otras mozas que con no poder evitar de salir a los mercados a comprar su menester están tan enteras en la guarda de su virginidad como las muy encerradas hijas de españoles metidas detrás de veinte paredes». Todas éstas andan preocupadas por el ornato de las iglesias, guían las cofradías, enseñan la doctrina, ayudan a los moribundos y preparan para la comunión. También son aficionados a tener oratorios en sus casas, observación que más tarde harán el obispo Palafox y, en el siglo siguiente, el padre Francisco Javier Alegre. A Torquemada le parece que no ha habido pueblos tan dispuestos a recibir el Evangelio como los de la Nueva España, y elogia su propensión a la pobreza como una disposición fundamental cristiana. Mendieta y Torquemada observaron la devoción de los indios por los sacramentales de la Iglesia y en especial por el agua que se bendecía en las vigilias de Pascua y de Pentecostés. El obispo de Puebla, Juan de Palafox, escribiendo a mitad del siglo XVII, describe la belleza de sus oratorios que los indios llaman «Santo Cali», lugar de oración después de haber comulgado. La víspera de la comunión ayunan, sobre todo las indias; van a comulgar con ropa limpia y por respeto entran descalzos a la iglesia. A finales del seiscientos, fray Agustín de Vetancurt, que fue párroco de indios durante cuarenta años, habla de las numerosísimas cofradías y fiestas religiosas de los indios: «En cualquiera procesión de Letanías y Corpus - d i c e - tardan en pasar dos horas las imágenes y estandartes de los indios» en la ciudad de México. Describe la plasticidad con que celebran la Semana Santa con sus procesiones de crucifijos o de trompetas el día de Resurrección. En la relación de su diócesis enviada a Roma en 1688, el obispo de Oaxaca pondera la piedad de sus feligreses indios y la costumbre de disciplinarse en las procesiones, «llevando algunas [indias] debajo del brazo izquierdo a los hijuelos de pecho, cosa que edifica y enternece». Apunta que tal piedad es herencia que dejaron los grandes misioneros de los orígenes, cultivada por el celo de sus actuales párrocos. Un siglo más tarde el arzobispo de México, Manuel Rubio, también en una relación enviada a la Santa Sede, exalta la piedad de los indios, «que siempre se encargan del culto de la Iglesia, administrando y acrecentando con toda fidelidad sus ornamentos, que tienen muy limpios, y vasos sagrados preciosos que saben conservar muy bien». Sobre los indios de la diócesis de Yucatán, su obispo, el agustino Ignacio Padilla, teje un elogio en la relación de 1759: es «la pobrecita y neófita nación de los indios mayas sin que haya un solo pueblo, lugar ni aldea donde

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no se cumpla exactísimamente el precepto de la confesión y comunión pascual». Son devotísimos de la Virgen María y de asistir a las celebraciones del Santísimo. El arzobispo de Bogotá, Francisco de Cossío (1706-1714), según refiere el jesuíta padre José Gumilla, buen conocedor de la situación, estaba convencido de que la dura vida de los indios llevada con tan cristiana fortaleza era el mejor y ordinario camino para su salvación. Quienes necesitaban de caminos extraordinarios eran los europeos. Gumilla comenta: «Los hurtos de los indios no pasan de una niñería. Hurtan cuatro mazorcas de maíz, un racimo de plátanos, dos pinas y otras cosas semejantes». De los indios del Ecuador tuvo esta impresión y formuló este juicio el padre Bernardo Recio a mitad del siglo xvni: «Caras funestas que parecen infernales y son verdaderamente tan felices por su inocencia y costumbres [como] templos del Espíritu Santo. Pálidos, mal parecidos, mas muy bien hallados con su estado humilde, con gran paz en el interior y con una alegría tan sólida por lo recto de sus obras». Extiende tal juicio a los negros, mestizos y mulatos. Le impresionó verlos madrugar para llenar las iglesias, adonde iban cantando el rosario. «Son muy dados - d i c e - a obsequiar a sus santos, gustan mucho de fiestas de iglesia, su recreo es incensar en las procesiones y en todo se entregan al mayor culto divino en todas las funciones que ejercen». El tercer concilio de Lima (1783) había recomendado el esplendor de las celebraciones litúrgicas porque respondían adecuadamente a la psicología de los indios. Su respuesta se halla en las exuberantes manifestaciones del culto, sobre todo eucarístico y mariano. El padre Acosta escribía que escuchaba con mayor tranquilidad «las confesiones mal urdidas de los pobres indios» que «las muy pulidas y con mucha significación de dolor de los españoles». Después de recorrer centenares de leguas desde Buenos Aires hasta Lima, el curioso viajero Concolorcorvo (pseudónimo del español Carrió de la Vandera) encontró a los indios muy sensibles a la piedad «con sus lágrimas y sollozos» y se admiró de su seriedad y compostura en los templos. Hablando del pueblo de Lambayeque, en la diócesis de Trujillo, su párroco y otros buenos eclesiásticos ponderan la asombrosa frecuencia de sacramentos, la asistencia generalizada a la misa semanal y la profunda devoción a Nuestra Señora. Existieron numerosas cofradías de indios en el Perú, de modo que casi no había iglesia ni capilla que no las tuviera. Las cofradías, en observación de M. Marzal, vinieron a cumplir el papel de los ayllus. En Lima, a mitad del siglo XVII, funcionaban 18 cofradías de indios. Uno de los jesuítas llegados a Chile al empezar el seiscientos, en carta al general de la Compañía de Jesús, cuenta sobre una misión en la isla de Santa María, y comenta: «Certifico a V. R. que en mi vida he confesado a tan buenos cristianos como éstos, que parecen son de aquellos de la primitiva Iglesia y en muchos de ellos no se hallaba materia de absolución de pecados mortales, y de lo que quedé espantado fue de la fidelidad que se guardan los casados con tener antes muchas mujeres». Otros testimonios ponderan la habilidad de los indios chilenos para el canto y su asidua asistencia a las

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ceremonias d e la Iglesia. «Era hermosoj—escribe el j e s u i t a Diego d e R o s a l e s oírlos e n sus casas y c a m p o s e n t o n a r las oraciones y los c a n t a r e s q u e los eclesiásticos les enseñaban». NOTA

BIBLIOGRÁFICA

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CAPÍTULO 19

LAS PRACTICAS PIADOSAS. LOS

SACRAMENTOS

Por EDUARDO CÁRDENAS

I. A)

LA SEMANA DEL CRISTIANO Y LOS DÍAS DE FIESTA

La semana

No es difícil reconstruir con la imaginación el transcurso de una semana cristiana en América. Existe, por lo demás, una sorprendente homogeneidad de criterios y actitudes en la sociedad indiana prácticamente conservada hasta el advenimiento de la independencia. Al amanecer resonaban «los clamores» o repiques de las campanas, cuyo sonido marcaba el ritmo de vida del día y de la semana. Las campanas de muchas catedrales eran, magníficas, como La Doña María y La Ronca de México, La Cantabria de Lima, La María Angola del Cuzco. Para los fieles, el sonido de sus campanas tenía el carácter de exorcismo contra las tempestades, como se expresaba un obispo de Santa Marta (Colombia) en 1716, «porque en las tempestades andan los espíritus malignos que se alejan con su repique aunque no estén benditas». Era obispo cisterciense y se llamaba Antonio Monroy y Meneses. Ciudades como Quito vibraban durante toda la mañana y aun por la noche con su tañido. El padre Recio escribe que «hay comunidades que usan tocar a maitines de noche, que mueve mucho». Las campanas acompañaban las vicisitudes lugareñas, convocaban para apagar incendios y en las aldeas sonaba una para anunciar «la queda» nocturna. Cuenta el mismo padre Recio que estando La Habana en poder de los ingleses en 1762, «cuando en las fiestas redoblaban las campanas, se asustaba el gobernador inglés». En las aldeas eran pequeñas y chillonas, pero «estar a son de campana» significaba vivir en confianza social. En el siglo XVIII hubo diversas intervenciones oficiales y eclesiásticas para reprimir el exceso de tanto repique. Tres veces al día resonaban las campanas para el rezo del Ángelus, acompañado de muchas indulgencias. La práctica de rezar el Ángelus se observó puntualmente en América española. Un arzobispo de Santo Domingo, don Francisco de la Cueva, anotaba en 1662 que al escucharse la campana del mediodía todo el mundo se hincaba de rodillas y la ciudad quedaba en silencio. A las nueve de la noche se escuchaba nuevamente su tañido «para pedir por los agonizantes y los que estén en pecado mortal». Todos los días repicaba la campana mayor en el momento de la consagración de la misa

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capitular de las catedrales para que, como aconseja el sínodo de Santiago de Cuba en 1681, las gentes interrumpieran su trabajo y adoraran el misterio eucarístico. B)

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Días de fiesta y precepto dominical

Además de los domingos, las fiestas de guardar eran demasiado numerosas. Urbano VIII en 1642 las redujo a 33, y Benedicto XIV en 1750 suprimió otras. Aun así quedaron 70 días de fiesta, incluidos los domingos. A los indios y negros sólo les obligaban 12 días de fiesta más los domingos, y se multiplicaron los apremios y sanciones contra los blancos que los forzaran a trabajar en días de fiesta que no obligaban a la población india o negra. El cumplimiento del precepto dominical era muy alto en las villas y ciudades, pero acerca de los pueblos los testimonios son divergentes. Habría que tener en cuenta las épocas y las regiones. El provincial de los jesuítas de Chile, padre Diego de Rosales, describe el modo masivo y coreográfico con que asistía la población india y blanca a la misa en Concepción a principios del siglo XVII. Un provincial dominico del Perú, en 1726, se muestra muy pesimista sobre los pueblos indígenas, y, en cambio, Concolorcorvo afirma que los indios eran muy puntuales. En una suerte de encuesta hecha entre 97 párrocos y doctrineros de Guatemala en 1768, 57 respondieron que en general se cumplía con la obligación dominical. En las doctrinas de indios se apelaba a un argumento eficaz: seis u ocho azotes a los renuentes, aplicados o por el corregidor o por los fiscales. Hubo escaramuzas graciosas entre fieles y párrocos si éstos se desmandaban, como cuando los indios del pueblo de Soacha, cercano a Bogotá, «capitularon al cura por haber azotado a unos indios en el bautisterio y a calzón quitado». En los pueblos se tomaba lista de los asistentes y además intervenía la rústica autoridad del lugar. «Más temen al bastón del juez que al cayado del pastor», decía un doctrinero de Guatemala, pero aun así, se advertía en la región una renuencia generalizada. «Sólo por miedo al cuero vienen a la misa», escribe otro doctrinero. La coacción física como medio para obligar al cumplimiento de la misa dominical o del precepto pascual subleva el espíritu de un prelado «ilustrado», el muy conocido arzobispo Cortés y Larraz, que juzga en tales casos inválidas y aun sacrilegas muchas confesiones o comuniones. Obstáculo casi insalvable para asistir el domingo al templo fueron las distancias. No hay necesidad de ponderar la circunstancia ni el heroísmo y fidelidad de muchos campesinos. Diversos sínodos o edictos episcopales determinaron las condiciones para sentirse dispensados del cumplimiento del precepto: cuántas leguas de distancia del centro parroquial podían atenuar su obligación, cuántas veces, por lo menos, sí se debía frecuentar la iglesia. Otra causa o pretexto para excusarse se encontró en la suma pobreza de las gentes de cierta distinción, avergonzadas de presentarse con un miserable vestido. El motivo debía de estar generalizado, ya que existen testimonios del mismo en regiones tan distanciadas como Costa Rica, Colombia, Venezuela, el Perú y Santo Domingo. A lo largo de los siglos XVII y XVIII y de la vasta geografía de Indias

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encontramos una severa y detallada legislación de obispos y de sínodos diocesanos contra aquellos procedimientos de la gente que llevaban a transgredir la santificación del domingo. Eran los mercados, las tiendas y pulperías, los viajes y carretas, los juegos y el toreo. El domingo se prestaba mucho a borracheras y riñas, por lo que la autoridad eclesiástica se mostraba implacable con sanciones y excomuniones para apremiar a la santificación de los días festivos. C)

El canto y la música

En las catedrales y en las iglesias de religiosos existieron magníficas capillas musicales. Se elogia la música de la catedral de Guatemala, superior «a la cítara de Apolo y al acento dulcísimo de Atlante». El padre Recio pondera la profusión musical y armonía en muchas iglesias que conoció en la audiencia de Quito. Lo más notable le pareció el uso del arpa, que no perdonaban los indios, y anota que en los pueblos podían faltar sastres, zapateros, pan, carne y vino, pero no el arpa, empleada en la misa, los bautizos, la salve y el vía crucis. En la catedral de Lima cantaba un bello coro de niños acompañados de indios músicos del barrio del Cercado. El padre Calancha refiere que algunas iglesias de los agustinos del Perú y Bolivia se distinguían por la música, «la primera de Indias y bien celebrada aun en Europa». Un edicto del arzobispo de Lima en 1669 y el sínodo de Concepción en 1744 alertan contra el abuso de arias y melodías profanas en las celebraciones litúrgicas. En Quito existió una fábrica bien floreciente de órganos, y llama la atención lo que registra el obispo Mariano Martí sobre el pueblecillo de Guanare, en Venezuela: por una parte, su iglesia estaba plagada de murciélagos, y por otra, «tenía el mayor órgano que hayamos visto en esta provincia, fuera de Caracas». D)

La misa del domingo y la misa entre semana

La misa dominical seguía un ritmo marcado por la legislación litúrgica y civil. El párroco salía a la puerta a dar agua bendita a las autoridades, celosísimas, por otra parte, de esta prerrogativa. Se hacía el asperges al pueblo y se recitaban los actos de fe, esperanza y caridad. En muchas parroquias rurales se entonaba después de la consagración un canto eucarístico. La hora de la celebración debía tener en cuenta la distancia de los feligreses. Entre semana la misa se celebraba a una hora que estuviera de acuerdo con el clima. El domingo solía alargarse mucho, sobre todo en determinados tiempos en que se habían de leer edictos, amonestaciones para matrimonios, listas de bautizados y reprimendas, muchas veces nominales, a los que habitualmente no concurrían. La impresión que emerge es la de una piadosa rutina, pacientemente vivida por párrocos y feligreses. Los lunes, la cofradía de ánimas cuidaba de la misa por los difuntos, los jueves solía celebrarse misa del Santísimo y los sábados la de la Virgen. La devoción a la misa es característica de la sociedad americana. Donde había saturación de clero, como en México, Puebla, Guadalajara, Bogotá, Quito,

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Lima y otras ciudades, el número de misas que pedían los fíeles subía a millares durante el año, sobre todo en las iglesias de religiosos. Era común el ejercicio del vía crucis los viernes y estaba ordenado el canto de la Salve al atardecer del sábado.

II. LAS DEVOCIONES POPULARES A)

Las devociones cristológicas

La veneración de la Cruz acompaña la historia de Hispanoamérica desde el desembarco de los españoles. En 1564 el licenciado Echagayan informaba a Felipe II sobre la famosa Cruz de Concepción de la Vega en Santo Domingo, cuyos orígenes atribuye a Colón. En torno de ella fue creciendo una frondosa leyenda y a esa Cruz atribuyeron las generaciones posteriores la implantación de la fe en las Antillas. Otra Cruz, asimismo legendaria, fue la de Tarabuco, que, decían, había sido plantada cerca del lago Titicaca por el apóstol San Bartolomé. Mendieta y Torquemada encarecen la mucha devoción de los indios mexicanos a la Cruz. Las levantaban en las encrucijadas de los caminos, las colocaban frente a sus casas, peregrinaban con ellas, y también tuvo México en Tizatlán su Cruz de misteriosos orígenes. En el actual Ecuador, y esto en el siglo xvm, se dieron casos como robarse los pueblos mutuamente sus cruces para atraerse sus bendiciones, llegando a veces a refriegas locales. El padre Recio, tan favorable a los indios, no está de acuerdo con estos piadosos desmanes. Entre las devociones cristológicas, la que venera la Pasión de Cristo fue sin duda la más popular y la más hondamente sentida en la América española colonial. Hubo una explosión iconográfica relacionada con la Pasión y Muerte del Señor, que ha llevado a algunos historiadores y antropólogos a crear teorías que deberían cribarse más. En México, el culto a la Pasión queda acreditado por la enorme producción de imágenes trabajadas por indios y por blancos. En una sola iglesia - d e acuerdo con un estudio moderno-, en la de San Andrés Ocotlán (estado de México), se encuentran hasta 17 esculturas relacionadas con la Pasión, y en una procesión de Semana Santa se veían desfilar millares de indios llevando cada cual su crucifijo. Otro historiador relativamente moderno, el canónigo Luis Hernández, ha recogido más de cien nombres topográficos o advocacionales para venerar al Crucificado: Santo Cristo de Chalma, de Tiripetío, de Matehuala, etc. Entre las advocaciones aducimos éstas: El Señor de la Preciosa Sangre, del Perdón, de la Salud, del Socorro, de la Misericordia, de la Expiración, del Veneno, del Buen Despacho, de los Milagros, de la Piedad, de la Clemencia, de las Maravillas, de los Desamparados. El nombre «de la Misericordia» aparece doce veces. Este solo elenco habla del sentimiento popular y de la ternura religiosa de los pueblos de América y descalifica las afirmaciones generalizadas de que nuestros mayores sólo habían oído hablar de un Dios tonante y vengativo. «El Santo Cristo del Veneno» se refiere al caso de un pastelero en Michoacán que, decían las gentes, había tomado veneno. Fue a hacer su visita diaria al

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Santo Cristo, y mientras oraba, la imagen se volvió negra, porque absorbió el veneno que había comido el pastelero. Recordemos que la imagen del Santo Cristo de Esquipulas es casi un símbolo nacional de Guatemala. En Quito y en Lima se veneró al Santo Cristo de Burgos, con un historial legendario colmado de maravillas, cuyo original español «había pertenecido a Nicodemus». El Señor de los Milagros de Lima fue y sigue siendo una devoción nacional, y atribuyen su origen a una cofradía de negros y a un humilde pintor mulato. Su historia colonial está igualmente nimbada de lo maravilloso. Fueron y siguen siendo célebres las imágenes del Señor de Huaman en Trujillo, de la Soledad en Huaraz, de los Temblores en el Cuzco, de Luren en lea, el de Locumba en el extremo sur del Perú. B)

£1 culto del Santísimo

Desborda toda ponderación la devoción que profesó la sociedad americana al Sacramento Eucarístico. La fiesta de Corpus Christi es llamada «la reina de las fiestas». Sus vísperas, la procesión el día de la fiesta y en la octava, se convertían en un alarde de fe y de imaginación. Como en las vísperas de «La Purísima», así también en la de Corpus la noche se convertía en una constelación de fogatas, luminarias y faroles en todos los lugares de América española. Para la gran procesión las calles se embellecían de flores y yerbas olorosas, desfilaban los gigantones y la tarasca, asombro de los muchachos, de modo que «en todos los pueblos de España e Indias se celebraba esta fiesta con seriedad jocosa», escribe Concolorcorvo. Venían en las procesiones grupos de indios que danzaban, seguían los gremios y cofradías con ricos estandartes, los religiosos con las imágenes de sus fundadores, las parroquias «con sus cruces y mucha farolería», el clero, el cabildo, las universidades, el virrey o el gobernador de provincia, la Real Audiencia y el Santísimo Sacramento bajo palio. Todo iba acompañado de «mucha música de trompetas y atabales, campanas, chirimías y otros instrumentos que se tañían encima de las bóvedas o azoteas de las iglesias», como refiere Torquemada sobre México. Vázquez de Espinosa a principios del siglo XVII y Concolorcorvo a fines del XVIII no pueden reprimir su admiración por todo aquel suntuoso aparato coreográfico desplegado en Lima o en el Cuzco. En Lima y en otras ciudades doctas disfrutaba además el pueblo de la representación de los más bellos Autos sacramentales de Calderón o de Lope. Hagamos una fugaz alusión a las custodias hispanoamericanas. No hubo población, por pequeña que fuese, que no se hubiese esmerado en fabricar un trono para el Santísimo Sacramento. En 1773 se estrenó una en la catedral de México hecha toda «de oro amarillo macizo, cuajada de diamantes del Brasil». La de la catedral de Bogotá tenía casi dos mil diamantes, 1.295 esmeraldas y 59 amatistas. La de la iglesia de San Ignacio de esa ciudad es todavía más rica. La de la Compañía en Quito «pesaba catorce marcos de oro y quince de plata, más las esmeraldas y pedrería». La de la catedral de Lima pesaba «cuarenta y cuatro marcos de plata y sesenta y ocho libras de oro» y su sol poseía 7.200 piedras y topacios.

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Otras funciones eucarísticas se escalonaban a lo largo de los meses. El tercer domingo de cada mes, llamado «de Minerva» por su relación con la devoción y culto introducido en Roma en la iglesia de Santa María sopra Minerva, se tenía una procesión por el interior de las parroquias para celebrar la renovación de la Hostia que había de servir en el culto del mes siguiente. La solemnísima conducción del Viático o del Sacramento a las cárceles y a los enfermos, acompañada de mucho pueblo, luces y campanas, merecería para aquella sociedad creyente el apelativo, no exagerado, de «una sociedad en estado de adoración». C)

La presencia de Nuestra Señora

La vida social de la colonia y los años de la primera república se desarrollaron también bajo el signo de la presencia de Nuestra Señora. Es éste uno de los aspectos más emotivos e intensos de la vida litúrgica y popular: la sociedad americana vivió compenetrada del sentimiento profundo de que la Virgen se hacía presente en todas las vicisitudes de la existencia personal y social. Lejos de abstracciones, los fíeles hacen objetivo tal sentimiento a través de advocaciones, imágenes, santuarios, devociones, en que se mezclan la piedad ortodoxa y la fantasía popular. La presencia de Nuestra Señora en el Nuevo Mundo tuvo una interpretación original y patriótica en un famoso sermón del dominico fray Servando de Santa Teresa Mier, quien en 1794 negó la autenticidad de las apariciones de Guadalupe. ¿Pero por qué? Precisamente porque, según el fraile dominico, la tilma de Juan Diego no era tal, sino la capa del apóstol Santo Tomás, agraciado en tierra azteca con la aparición de María, como lo había sido Santiago en Zaragoza. Para finales del siglo XVI y plenamente en el XVII, españoles, criollos e indios tuvieron por cierta la leyenda de una intervención de la Virgen en defensa de los blancos sitiados por Manco Capac en el Cuzco. También en México, cuando en 1541 se rebelaron los indios en Zapopán, se contaba que habían visto a Nuestra Señora en la parte de los españoles rodeada de resplandores. Razones de más para que los indios la fueran viendo como algo propio, porque no tuvo intervenciones militares, sino evangélicas. Garcilaso hace un recuento de los poéticos títulos con que sus compatriotas empezaron a honrar a la Virgen María. Es bien notable que la mayor parte de los relatos aparicionistas tengan como protagonista a un indio o a un negro. Así, en Guadalupe, en Ocotlán, en el valle de Tlaxcala, en Guadalajara, son indios e indias los favorecidos. En las líricas leyendas mariofánicas, como la de Nuestra Señora de los Angeles en Costa Rica, de Chiquinquirá en Colombia, de Coromoto en Venezuela, del Quinche en el Ecuador, de la Caridad en Cuba, actúa un indio, una india, un negro, o un esclavito que empieza a cuidar de la ermita de Lujan. Muchas de estas Vírgenes son morenas. El andariego fraile Jerónimo Diego de Ocaña, no obstante haber pintado una Virgen española o «chapetona», en palabras del mismo, que en la jerga de entonces se aplicaba a los peninsulares, cuenta que los indios de Potosí le cobraron gran devoción y le llamaban La Linda, «porque -dice el fraile- la pinté un poquito morena y los

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indios lo son». La misma circunstancia rodeaba la devoción a Nuestra Señora de Copacabana. Evangelizada por religiosos la América española, cada una de las grandes Ordenes trajo consigo su advocación mañana y propagó su devoción. La propia Corona española, con Felipe IV en 1643 y con Carlos II en 1679, proclamó a la Virgen María Patrona de todos sus dominios. La geografía hispanoamericana está constelada de advocaciones marianas. Un estudio presentado en 1921 al Congreso de Geografía de México enumera 1.756 lugares embellecidos en ese país con el nombre de la Virgen: Santa María, 221 lugares; La Soledad, 154; Concepción y la Purísima, 229; Dolores, 109; Jesús-María, 7; Natividad, 54; Candelaria, 46. Hay 526 Guadalupes, 136 Refugios, 155 del Carmen, 120 del Rosario. Durante las guerras de independencia, realistas y patriotas se disputaron el patrocinio de Nuestra Señora. La de las Mercedes se tuvo como abogada de los bravos combatientes realistas de Pasto, en Colombia, pero también de los ejércitos patriotas de Bolivia y de Chile. También fue muy popular en los ejércitos chilenos Nuestra Señora del Carmen, mientras Belgrano y San Martín consagraron sus tropas a la Virgen de Lujan. Las advocaciones de la Virgen María en América española son plásticas y emotivas. Detrás de cada una hay una primorosa leyenda: Nuestra Señora de la Aurora, de la Pobreza, del Rayo, de la Bala (por haber librado a una mujer de las iras de su esposo), del Buen Suceso, del Buen Viaje, de la Consolación, del Consuelo, de los Desamparados, del Incendio (cuando Salta se libró en 1735 de una agresión de indios), de las Lágrimas, de la Misericordia, del Terremoto. Curiosa la advocación de «La Borradora», porque en Quito habría borrado las firmas de los jueces que condenaban a muerte a un inocente. La sociedad americana fue muy devota de la práctica del rosario, que se rezaba en las iglesias, en las casas y en las calles. Es práctica ordenada y vigilada por los sínodos y los edictos episcopales. Pronto la iniciativa popular la desplazó a las calles, rezándolo y cantándolo procesionalmente. Los indios le eran muy aficionados, «usando mientras caminaban de muchas adoraciones y genuflexiones al nombrar a María y a Jesús», refiere el P. Recio, quien dice de sí mismo que «se movía a ternura escuchando en devoto barbarismo a los pobres indios las palabras del Ave María». En Lima adquirieron resonancia, y «los Rosarios» salían a la madrugada y a la noche, a veces de 15 iglesias diversas, con música y disparos de cohetes, que provocaron muchas competencias y emulaciones entre los feligreses y hubieron de ser encauzadas por la autoridad eclesiástica. En Trujillo llegaron a durar hasta las once de la noche. La costumbre de llevar el rosario al cuello fue muy generalizada. Un párroco de Guatemala dice en 1770 que los indios en la confesión «besan y cogen el santísimo rosario que tienen en el cuello». En el Perú, más de un español hacía negocio llevando multitud de rosarios para irlos vendiendo conforme iba transcurriendo la visita pastoral. Su ausencia se tenía como contraseña de poca cristiandad. Un pobre montaraz del pueblecillo de Pacho, cerca de Bogotá, atribuía su crimen al diablo, que lo había tentado por

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no llevar esa insignia sagrada, y otro cronista bogotano, para demostrar que ciertos jefes del ejército patriota eran masones, dice que entró la tropa en la capital «hato de rangálidos y cosa particular se vido: que ninguno traía rosario». La devoción mariana más popular fue la de la Inmaculada Concepción, originada por el movimiento concepcionista iniciado en Sevilla en 1615. Todas las poblaciones vibraron de entusiasmo cuando se fue conociendo el decreto de Paulo V que, a petición de Felipe III, prohibía enseñar en público la sentencia contraria a la concepción inmaculada de María. A lo largo del siglo xvil las audiencias, cabildos, universidades, hicieron el voto de defenderla. Cuando llegaban nuevas noticias en torno a esta sentencia teológica, había luminarias, repiques, procesiones, como en Bogotá en 1616, o en México en 1652, al hacer el voto concepcionista la Real Universidad, lo que se celebró «con altares, sermones, panegíricos, certámenes, poesías, jeroglíficos, comedias, máscaras y torneos». Muchas veces, quienes salieron pagando su exagerado tomismo fueron los Padres Dominicos, que se mostraban reticentes frente a esta creencia. En Bogotá, Tunja y Cartagena hubo verdaderas refriegas, y en Lima, en 1662, protesta y manifestación general porque algún fraile, al empezar el sermón, había omitido la segunda parte de la invocación con que empezaban los sermones y que decía así: «Alabado sea el Santísimo Sacramento y la Pura y Limpia Concepción de la Virgen Nuestra Señora concebida sin mancha de pecado original». La fiesta de la Inmaculada, declarada de precepto para España en 1644, fue extendida como tal a todos los dominios españoles en .1679 por Inocencio XI. Es explicable el maravillosismo mariano de nuestra cristiandad americana. Temerario sería querer reducir a síntesis la explosión taumatúrgica vivida por las gentes a lo largo de estos dos siglos bajo los auspicios de la Virgen. Por citar un ejemplo, en la Crónica moralizada del agustino fray Antonio de la Calancha, publicada en 1653, se dedican 618 páginas a referir los milagros realizados en el santuario de Copacabana (citamos la edición de 1974-1982): se curaban las pestes, la lepra, los tullidos, resucitaban muertos y «la cinta o medida de la Madre de Dios», o sea, cintas de tela que se aplicaban a la imagen para llevarlas consigo, desvirtuaban rayos, picaduras de víboras, curaban hidropesías, disenterías, posesiones diabólicas. Hubo un forcejeo entre el diablo y Nuestra Señora frente a los intentos de un indio suicida. No murió porque «tenía esta medida de su imagen de Copacabana». Claro está que tanta ingenuidad e inflación no podía contribuir a una evangelización auténtica, pero eran otros tiempos. En Lujan también se hicieron populares «las medidas de la Virgen», consistentes en una cinta blanca y azul que recibían los fieles, y las llevaban como escapularios. Incluso los dudantes se las ataban a las muñecas. La presencia de la Virgen se hacía más incisiva a través de sus más de 200 santuarios insignes repartidos en todo el continente indohispánico. La semana se cerraba siempre con el canto de la Salve, según indicamos anteriormente, ordenado para su jurisdicción por el tercer concilio de Lima y

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extendido rápidamente a toda la América del Sur. México y Guatemala seguían órdenes semejantes de los concilios mexicanos. D)

La devoción a los santos

La sociedad colonial orientó también su actividad religiosa al culto de los santos, con quienes vino a establecer una familiar convivencia a través de la iconografía, las novenas, las fiestas y el anhelo de su protección. Gran parte del santoral está formado por nombres anteriores al concilio de Trento y a la Reforma, lo que indica que vinieron con los conquistadores y primeros misioneros. Las Ordenes religiosas trajeron consigo sus glorias familiares, pero no creemos que exista el «santo hispanoamericano» cuya figura hubiese descollado precisamente por responder a una aspiración típica de la cristiandad nacida en los dominios españoles de ultramar. El dominico Antonio de Remesal, en su Historia General de las Indias, admira cómo la geografía se fue poblando de advocaciones cristianas de modo que, recorriendo los territorios, dice que «más parecen templos o conventos fundados por religiosos que ciudades o lugares nombrados por gente seglar y de guerra». El catecismo trilingüe del Perú de 1584 no menciona, por pedagogía, a los santos, aunque sí aparecen en los sermones explicativos del concilio editados en 1585. Observa M. Marzal que ante los indios los santos formaban parte del panteón cristiano. Todavía subsistía esta creencia en la Guatemala del siglo XVIII. La popularidad de algunos santos puede inferirse, como lo ha hecho Gabriel Guarda para Chile, a través de las advocaciones de las iglesias. De 322 templos, sobre 574, hay 61 con la advocación de San José, 43 de San Antonio, 27 de San Francisco, 23 de San Miguel, 19 de San Pedro, 18 de San Carlos, 17 de Santa Rosa, y por debajo de los 15 están San Felipe, San Juan Bautista, San Nicolás, San Agustín, San Francisco Javier, San Vicente Ferrer, Santiago, San Diego, Santa Ana y Santo Domingo. En su relación de la visita pastoral a la diócesis de Caracas, el obispo Martí recorre por lo menos 80 pueblos con nombres de santos, entre los que abundan sobre todo las advocaciones de San Antonio, San Francisco, San José, San Juan Bautista, San Miguel, San Pedro, Santa Ana, Santa Bárbara y Santa Isabel. Por su parte, otro obispo de Caracas, don Antonio Diez Madroñera, estableció un mapa religioso de la ciudad en el que calles y cuadras aparecen denominadas con misterios crísticos y marianos y las casas se van poniendo bajo la protección de algún santo. Hay fundamento para ver mucho de utilitarismo en la devoción a los santos de la sociedad indiana. Sin embargo, un investigador moderno del Perú, el jesuita Sánchez Arjona, que ha examinado un centenar de novenas en la biblioteca Vargas-Ugarte, pone de relieve su orientación pastoral. Se invita, en efecto, a tomar al santo como protector y modelo, exhortando a los devotos a la frecuencia de sacramentos, al ayuno, a las obras de misericordia con los pobres, encarcelados y hambrientos, a la enseñanza de la doctrina y a la oración por los pecadores. En México se decía que habían sido los ángeles quienes se aparecieron

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al obispo para elegir el lugar de fundación de Puebla, y fray Agustín de Vetancurt cuenta cómo en México algunos miembros de una cofradía franciscana no se cubrían la cabeza por respeto a los ángeles de la guarda. En una iglesia de Caracas había altares dedicados a San Miguel, San Rafael «y a los nueve coros de los ángeles». La figura de San Miguel fue muy popular en México, Guatemala y Bolivia. Aquí en tal forma que su imagen no faltaba en ninguna casa y se colocaba detrás de la puerta principal. La devoción a San José se cultivó intensamente. En 1679 fue nombrado patrono «de todos los dominios del rey católico» y se concedió a numerosas catedrales e iglesias la misa y el oficio propios en los días 19 de cada mes. Pío VI elevó, a petición de muchos obispos de España y América, el patrocinio del santo a fiesta de primera clase. El españolísimo Santiago entró con los españoles en América. Corrieron muchas leyendas sobre sus milagrosas intervenciones en México y en el Perú a favor de los conquistadores, así como en las guerras de independencia unas veces lo hacen aparecer a favor de los americanos, como en México, otras de los patriotas, como en el sur de Colombia. Comenta Guarnan Poma: «Y se debe guardar esta dicha fiesta del Señor Sanctiago como Pascua en este reino». No falta su imagen en ninguna iglesia de Nicaragua o del Perú. En México hay más de 150 ciudades y pueblos que llevan su nombre. De Santiago de Cuba, pasando por Santiago de Tunja y Santiago de Cali, se llega a Santiago de Chile. Las gentes coloniales poseían sus estereotipos para designar a los santos, aunque todos eran gloriosísimos y milagrosos. Tenemos así «al gran Padre San Agustín», a «nuestro seráfico Padre San Francisco», «al glorioso Padre Santo Domingo». La imaginación popular debió de ser cultivada y exaltada en donde proliferó el teatro español, como en Lima, de acuerdo con el eruditísimo estudio de Guillermo Lohmann Villena. Así podían entender a San Isidro como «El Lucero de Madrid», a San Pascual Baylón como «El ángel, lego y pastor» y a San Martín de Porres, aún no beatificado, como «el Pardo de Mejor Amo». A propósito de un milagro atribuido en Lima al joven novicio jesuíta San Estanislao de Kotska, una relación empieza así: «Milagro es que los Santos no hagan milagros». La sociedad americana, impotente ante las calamidades naturales de pestes, terremotos, tempestades, sequías, langostas y otras plagas, acudía con seriedad a sus patronos celestiales. Lo que hoy se toma superficialmente como folclor tenía significado para los cristianos coloniales. Al ocurrir alguna de estas desventuras de terribles consecuencias sociales, los vecinos, o los cabildos, o las autoridades se reunían para lograr un intercesor ante Dios. Solía hacerse sacando por suerte el nombre de algún santo. Así entendemos por qué inesperadamente se encuentra San Agustín como abogado contra la langosta en un lugar o San Marcelo en otro. O San Jerónimo contra los temblores y San Valerio contra los ratones. En toda América española aparecen advocaciones constantes que ya pertenecían a la religiosidad popular católica: San José, patrono de los carpinteros; San Eloy, de los plateros; Santa Ana, de los sederos; San Homobono, de los sastres; los Santos Crispín y Crispiniano, de los zapateros; los

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Santos Cosme y Damián o San Rafael, de los médicos. Tiene también interés histórico y religioso conocer los que Gabriel Le Bras llama «los santos profilácticos». En México escribió una amplia obra de medicina el hermano jesuíta Juan de Esteynheffer (Steinhóffer), que había nacido en Moravia en 1664 y vivió muchos años en Nueva España. Su título es Florilegio medicinal de todas las enfermedades para bien de los pobres y de los que tienen falta de médicos. Además de innumerables recetas, trae la lista de 152 santos abogados en determinadas enfermedades. Las beatificaciones y canonizaciones de los santos que tuvieron que ver con América española se celebraban en forma esplendorosa. Así ocurrió en las de San Ignacio y San Francisco Javier, de San Luis Bertrán, de Santa Rosa de Lima, de Santo Toribio de Mogrovejo. III. A)

LOS SACRAMENTOS

El bautismo

Más que una teología elaborada del bautismo es la actitud de los fieles la que refleja el aprecio que se tuvo del sacramento. Quizá obraron también motivaciones nada correctas para pedirlo, pero es legítimo pensar que en la sociedad americana, compuesta en altísima proporción por pueblos recién llegados a la fe cristiana, las razones teológicas pesaron mucho. «A los niños de pocos años -reza el concilio de Charcas (1629)- no se les ha dejado otra forma de salvación si no se les administra el bautismo, de modo que si no renacen para Dios por la gracia del bautismo son procreados por sus padres para una miseria y perdición eterna». La legislación conciliar y sinodal ordenaba celebrar el bautismo lo más pronto posible, a más tardar dentro de quince días después de nacidos «so pena de excomunión», dice el sínodo de Santiago de Cuba en 1681. Debía celebrarse en la iglesia parroquial, o en las capillas públicas o viceparroquias en los campos. Se sabe de algunos grupos indígenas cristianizados que incluso a fines del siglo XVIII diferían por algunos años el bautismo. Así ocurría en Guatemala hacia 1770. Todavía en los primeros decenios del siglo XVII los padrinos de indios se escogían entre los españoles, o sólo entre «indios virtuosos y ancianos», y se insistía en que se dieran nombres cristianos a los niños. De todos modos, el bautismo fue el sacramento cuya recepción nadie omitió. Hay frecuentes indicaciones sobre la llamada «agua de socorro», o bautismo administrado por seglares o parteras en caso de necesidad. La alta mortalidad infantil y las distancias imponían acudir a esta solución. Los sínodos piden gente bien instruida para administrarlo. En 1782, visitando su diócesis de Trujillo, el obispo Martínez Compañón exige que se le vayan presentando los fiscales y parteras autorizados para bautizar a los niños en peligro de muerte, pues quería examinarlos. El obispo de Caracas, pasando por Coro en visita pastoral (1774), castiga con excomunión a los laicos que bautizaran fuera de extrema necesidad, pues dice que «se origina duda de su validez por la rusticidad de los bautizantes». Y en ocasiones era tanta que el culto y festivo párroco de Bucaramanga, en

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la archidiócesis de Bogotá, don Eloy Valenzuela, anota en el libro bautismal de 1819: «Fue bautizado el niño Valentín Ríos en una estancia sin agua». B)

La confirmación

Sobre el sacramento de la confirmación se han de tener en cuenta estas observaciones: solamente los fieles de ciudades diocesanas o cercanos a ellas tenían posibilidad de recibirlo normalmente, y los demás únicamente al paso de la visita pastoral. En los siglos XVII-XVIII no se concedió a los sacerdotes el poder administrarla. El obispo de Concepción, Salvador Bermúdez (1731-1742), pidió a Clemente XII la extensión de este privilegio para algunos sacerdotes de la isla de Chiloé. El Papa remitió el asunto al Rey, pero la Cámara de Indias prefirió que se nombrara un obispo auxiliar. Por falta de visita pastoral, con veinte, treinta, sesenta años sin ver obispo, en innumerables parroquias campesinas el único confirmado era el párroco. Ocurrió a veces que muchos clérigos recibieran en un mismo día la confirmación, las órdenes menores y el subdiaconado. También entre algunos grupos indígenas de América Central se dio el caso de atribuir a la confirmación efectos nocivos, y por eso la rehuían, o, al contrario, procuraban pedirla varias veces para crear lazos de compadrazgo. El paso de un obispo provocaba desplazamientos multitudinarios para recibir el sacramento, y aunque no pocas veces la visita pastoral iba precedida de misiones preparatorias, es difícil pensar que los fieles se acercaran con una adecuada preparación. En algunas relaciones se habla de centenares de confirmaciones administradas en pequeñas y miserables iglesias campestres y se pondera la fatiga que esto suponía para el obispo además del desorden con que se verificaba el rito. Ofrecemos un cuadro, incompleto pero orientador, de esta actividad episcopal. Lo presentamos desplazándonos de norte a sur y nos atenemos a los datos suministrados por los obispos: Diócesis

Obispo

México Feo. Aguiar México A. Núñez de Haro Michoacán Feo. Rivera Antequera Feo. Calderón Chiapas Mnl. García Guatemala Andrés Navas Bogotá Feo. del Rincón Bogotá J. B. Sacristán Caracas Mariano Martí Lima Sto. Toribio Lima Gonz. del Campo Trujillo P. Díaz Cienfuegos Trujillo J. Martínez Compañón Arequipa P. Villagómez Arequipa Ant. de León Santiago Chile .. Bdo. Carrasco Santiago Chile .. Mnl. Alday Santiago ChUe .. José Marán Concepción Salv. Bermúdez

C)

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La frecuencia de la confesión y comunión

El año litúrgico, tal como se vivía en Indias, fue poco cristocéntrico. Fuera de la Semana Santa y de la Navidad, su ritmo fue marcado más bien por el santoral, que por sí mismo ya invitaba a una alta participación sacramental. Valga la siguiente cita tomada del obispo de Santiago de Chile, don Gaspar de Villarroel (1638-1653), que puede aplicarse tranquilamente a muchos otros lugares. «No pondero que comulgan a menudo, porque acá no causa asombro. De personas que comulgan a menudo hay un admirable número en esta tierra. Yo tengo devoción de comulgar a mi pueblo y cada vez traigo propósito de no repetir esta mi devoción porque vuelvo a mi casa con el corazón en prensa, viendo unos caballeros tan galanes y tantas mujeres hermosísimas derramando arroyos de lágrimas, tantos niños y niñas, tantos indios e indias, y tanto número de negros y negras acusando mi devoción tibia». Los criterios pastorales de la época no permitían la comunión diaria. Si no diaria, era frecuente. Recuerda su práctica el arzobispo de Bogotá, Francisco Cossío, en 1709. Ochenta años más tarde, los visitadores de religiosos que pasaron por la actual Colombia alaban la participación sacramental en sus iglesias, así como de las poblaciones del Ecuador, y sobre todo de Quito lo afirma el P. Recio. Un párroco de Medellín escribe a fines del siglo XVIII: «Tomar agua bendita, ir a misa los días de trabajo, rezar el Ave María, se acostumbra aquí desde que la villa es villa». De pequeñas poblaciones de su diócesis caraqueña observa el obispo Martí que registran algunas decenas de comuniones y confesiones cada domingo. Es, por lo demás, lugar común de todos los cronistas ponderar el voluminoso número de confesiones en tiempo de jubileos, misiones y especialmente en calamidades naturales, como los terremotos. D)

El sacramento del matrimonio

Año o años N.° de confirmados 1684 1802-1815 1654 1732 1770 1690 1718 1810 1772-1783 1581-1599 1626 1700 1779-1782 1633 1677 1681 1754 1800 1735

100.000 Dos millones (sic) 54.000 120.000 14.000 119.000 107.000 11.000 294.264 600.000 22.000 25.000 162.000 20.000 20.000 20.000 35.000 24.000 «Muchos millares»

Sobre el sacramento del matrimonio difícilmente se encontrará una elaboración teológica, mientras que la atención recaía en sus aspectos jurídicos. Eran éstos las amonestaciones, la defensa de la libertad de los indios, negros o esclavos para contraerlo, los tiempos litúrgicos para su celebración, los problemas concernientes a la consanguinidad o afinidad y «las velaciones», a las que se daba mucha importancia, como que estaban prescritas por las rúbricas. Se dio, por tanto, una gran pobreza pastoral.

IV. A)

EL AÑO LITÚRGICO

El tiempo de Navidad

Las festividades de Navidad despertaban en los fieles un sentimiento de religiosa alegría. Se iniciaban con la novena de Aguinaldo, que la autoridad eclesiástica trataba de reglamentar. El tiempo de Adviento parece más popular que teológico. Las diversiones, bailes y reuniones en torno de los pese-

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bres domésticos merecieron agrias censuras y aun excomuniones, como la impuesta por el sínodo de Santiago de Cuba en 1681. Los indios arreglaban sus pesebres y celebraban la Navidad con singular esmero. Hablando de México dice Mendieta que las luminarias convertían la noche en un cielo estrellado y que se colmaban las iglesias para la Misa del Gallo. Fue famoso el pesebre del barrio de El Cercado, en Lima, habitado por indios y gentes pobres de todo color. La incontrolable imaginación popular introdujo extraños abusos en la novena natalicia y en la misa de media noche: villancicos burlescos, lectura de amonestaciones para inverosímiles matrimonios, sonidos destemplados de flautas. Muy generalizada y terca debió de ser tal costumbre como se infiere de prohibiciones tajantes en Santa Marta en 1716, en Concepción en 1744, en Santiago en 1763, en Popayán en 1793. B)

La cuaresma y la Pascua

1) El precepto pascual, contraseña de cristiandad. El tiempo de cuaresma y de Pascua tenía como centro de actividad de sacerdotes y feligreses el cumplimiento del precepto pascual; o sea, que los mayores, de jóvenes para arriba, debían confesarse y comulgar con ocasión de la Pascua de Resurrección. Los decretos sinodales o episcopales se remiten a los concilios IV de Letrán, de Trento, y los dos terceros de México y de Lima. El P. Pablo José de Arriaga, S. J., en su tratado sobre La extirpación de la idolatría, cuenta lo que oyó de propia boca del papa Clemente VIII a principios del siglo XVII: «Los indios no serán verdaderos cristianos mientras no comulguen por Pascua». El cumplimiento de este precepto fue en toda la cristiandad una tessera orthodoxiae, contraseña de fidelidad cristiana. Empezaba la cuaresma con el «Miércoles de ceniza», que en América tuvo tal veneración al decir de Torquemada sobre México que no se consideraba cristiano quien no la hubiera recibido, y el P. Alonso de Zamora, O. P., a principios del xvm, anota que nunca los pueblos de la Nueva Granada vieron tanto indio reunido como ese día. Al empezar la cuaresma, los párrocos formaban el padrón o censo de todos sus feligreses. A cada uno de los que se confesaban se les entregaba una «cédula de confesión» y otro tanto se hacía cuando comulgaban. Tal cédula era una garantía para presumírseles buenos cristianos. Hemos encontrado casos de pobres gentes fallecidas sin el auxilio del sacerdote, o de suicidas, a quienes se dio por muertos en paz de la Iglesia o cuyo accidente se atribuyó a demencia, precisamente porque se les encontró la cédula de confesión. El tiempo de cumplimiento del precepto pascual fue muy amplio para los indios, negros y las que llamaban «castas»: desde la Epifanía hasta la fiesta de Corpus. Los sínodos y documentos eclesiásticos apelan a menudo a la pena de excomunión contra los indolentes. Sus nombres debían ser colocados «en tablilla a la puerta de las iglesias parroquiales», y ya desde la octava de la Pascua se daba lectura desde el pulpito a los nombres de los recalcitrantes. Se buscaba además el apoyo «del brazo secular», corregidores y justicias, para obligarlos a cumplir. Esto no quiere decir que tal coacción respondiera siempre a una indiferencia generalizada o a voluntaria negligencia. Existían

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circunstancias muy concretas de dispersión, de distancia y de nomadismo que sólo podían superarse aplicando la autoridad, y nadie le negaba autoridad a la Iglesia. Se tomaban en serio de parte de sus responsables los compromisos sociales que imponía ser católicos. Tales procedimientos no parecerán hoy modelos ni ideales de acción pastoral, pero sólo así en tantos casos podía crearse un cierto espíritu de corporación. Consta además que muchos fieles cumplían gustosos con este mandamiento eclesiástico. De 109 párrocos interrogados en Guatemala hacia 1770, 106 respondieron afirmativamente, aunque algunos lo atribuyeron también a la presión de la autoridad. En 1772 hubo en Caracas 13.109 comuniones, cuando la ciudad contaba 18.669 feligreses. Hemos visto constancias de parroquias de la diócesis de Popayán con una masiva participación de sacramentos sin que aparezcan temores al rigor. El obispo de Yucatán, fray Ignacio Padilla, escribe a mitad del siglo x v m que sus indios son cristianísimos y que «no hay pueblo ni lugar ni aldea donde no se cumpla exactísimamente con el precepto». Por otra parte, la sociedad indiana tenía gran aprecio de estos sacramentos, y así, el franciscano P. Miguel Pallares, viajando de Veracruz a México en el tardío 1820, cuenta que los indios y pobladores «hambrientos de doctrina cristiana, sin tener pastor que los hubiera alimentado», lo asediaban a todo lo largo del camino para pedirle confesión, de que habían estado privados durante años a causa de las vicisitudes bélicas. 2) El ayuno y la abstinencia. Fueron observados por nuestros mayores del tiempo colonial con ejemplar fidelidad. De acuerdo con el tercer concilio límense, se anunciaban en las misas y se fijaban sus días en las puertas de las iglesias. A los indios y a los negros bozales, «como que eran verdaderos neófitos», solamente les obligaba el ayuno los viernes de cuaresma, el sábado santo y la vigilia de Navidad. A los españoles y criollos les correspondían en el año unos 70 días de ayuno, cuyas normas estaban cuidadosamente fijadas por los moralistas. Carecemos de noticias sobre la motivación teológica y pastoral que se hiciera de esta antiquísima práctica de la Iglesia. C)

La semana santa

El Domingo de Ramos, iglesias, calles y plazas semejaban un bosque de palmas. Según Torquemada, el júbilo del triunfo del Señor volvía los lugares «como el valle de Josafat acabado el juicio y despedidos y echados al infierno los dañados». Entonces toda la cristiandad indiana entraba en trance -de procesión. Cada región, cada enclave de América española, cuenta con uno o muchos cronistas que, a lo largo de tres siglos coloniales, fueron consignando esmeradamente los detalles de aquellas movilizaciones multitudinarias que recorrían piadosamente las calles, henchían las plazas e inundaban los templos, del lunes al viernes santo, para celebrar los misterios de la Redención. Veinte mil indios y tres mil penitentes se contaron en México al empezar el siglo xvn. En Lima, del miércoles al viernes se movían simultáneamente cinco procesiones con sus emotivos nombres: los Nazarenos, la Veracruz, el Santo Cristo de Burgos, la Soledad de Nuestra Señora. Memorables fueron en las villas y ciudades las «procesiones de sangre», o cruentas

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La Iglesia diocesana

o de penitentes que se disciplinaban. Hasta 7.000 desfilaban en México y varios miles en Lima, pero aun en pequeñas poblaciones de América Central no faltaban estas procesiones penitenciales que casi nunca pudo ni controlar ni suprimir la autoridad. En la procesión tomaba parte toda la sociedad indiana. Continuamente aluden los documentos a las cofradías de negros o morenos, de indios, de mulatos, con sus imágenes y con sus insignias. Solían empezar cuando anochecía, pero mientras en Santiago de Chile la procesión de sangre de la Veracruz partía hacia la medianoche entre el jueves y el viernes santo, en Cuba se prohibieron desde 1681 las procesiones nocturnas. El jueves santo se celebraba la misa In Coena Domini. Solemnísima en las catedrales y en los grandes templos de religiosos, sin embargo en todas las iglesias había esmero por su celebración especialmente suntuosa, cuanto lo permitieran las posibilidades. El jueves santo y el Corpus Christi se hacían competencia, sobre todo por la procesión del Santísimo al monumento y el gasto grande que se hacía en cera, el mejor termómetro para medir la popularidad y rango de una fiesta. A toda la gente de América se puede aplicar el juicio del P. Mendieta sobre México: «En el hacer el monumento parece claro que no son como los moriscos de Granada, sino verdaderos cristianos». La misma terminología para referirse al sacramento eucarístico descubre el grado de veneración y de fe de nuestros mayores: Nuestro Amo, Nuestro Amo Sacramentado, Su Divina Majestad, Su Majestad, el Divinísimo, Todo un Señor Sacramentado. En la procesión llevaba el guión del Santísimo o el virrey, o el gobernador, o el pobre alcalde de pueblo. Cuando se cerraba el sagrario hubo costumbre de entregar su llave a la que era en el lugar máxima autoridad civil, lo que originó curiosas perplejidades teológicas y a veces ruidosas desavenencias. También el jueves santo se tenía la ceremonia de El Mandato o lavatorio de los pies a 12 pobres. Muchas veces lo hicieron los virreyes en su palacio. Con esta ocasión se hacían buenas limosnas a los pobres. El viernes santo se observaba en todas partes un religioso silencio, aunque en las calles se escuchaba el murmullo de las oraciones que por grupos iban recitando las gentes, cristiana práctica que llamó la atención de algunos viajeros no españoles que pasaron por América en el siglo x v m y a principios del XIX. El pueblo era convocado a los oficios litúrgicos por el sonido de la «matraca», ya que las campanas habían dejado de repicar desde el Gloria del jueves santo. La adoración de la Cruz y la ceremonia del «Descendimiento», con la procesión del «Santo Sepulcro» que luego le seguía, era la celebración popular que llenaba la tarde y parte de la noche. Se trataba de una dramatización del relato evangélico, en que tomaba parte el pueblo y acompañaba al Señor hasta el sepulcro. Todavía está en vigor esta costumbre. En muchas iglesias se predicaba, entre las doce y las tres de la tarde, el «Sermón de las Agonías» o de «Las siete Palabras», cuyo origen se atribuye al P. Francisco del Castillo, S. J., en Lima, hacia 1660. Sin cansancio por toda la actividad precedente, el Domingo de Resurrección tenía lugar una nueva procesión de carácter jubiloso. Existen dis-

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Las prácticas piadosas. Los sacramentos

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posiciones eclesiásticas y autos de buen gobierno recordando a las gentes que habían de salir con sus mejores vestidos, y, efectivamente, no pocas cofradías desfilaban con túnicas blancas. En muchas partes de América española, sea el sábado santo o el día de Resurrección, el pueblo asistía bullicioso a «La quema de Judas». V. A)

LA MUERTE CRISTIANA

El viático y la «extremaunción»

El cuidado pastoral con los enfermos y moribundos empezaba con el apremio hecho a los médicos, a quienes la legislación eclesiástica indiana recuerda frecuentemente, de acuerdo con lo prescrito por Pío V, que avisaran al enfermo sobre su gravedad y lo indujeran a pedir el confesor. Sorprende con desagrado que persistiera por más de un siglo desde los principios de la evangelización del continente la mentalidad generalizada en muchos clérigos de negar la comunión a los indios aun administrada por viático. Y esto, a pesar de las disposiciones de los dos primeros concilios de Lima de 1551 y 1567: El sínodo de Asunción de 1603 prescribe lo siguiente: «No debemos negar a los indios lo que Jesu Cristo, Nuestro Bien, instituyó también para ellos con inmenso amor». A los encomenderos y pobleros les recuerda que los indios «por el poco regalo que tienen en pequeña enfermedad se mueren. Tengan cuidado dellos en sus enfermedades como hijos de Dios y hermanos suyos». El concilio de Charcas (1629) y el sínodo de Santiago de Cuba (1681), entre otros, vuelven sobre lo mismo. Pero sin duda exageraba el arzobispo Cortés, de Guatemala, cuando aseguraba que verosímilmente en toda América, aun en la segunda mitad del siglo xvm, estaba ocurriendo lo mismo: la sistemática negación de la comunión por viático a los indios. La Iglesia se mostró muy solícita en la administración del viático y de la extremaunción, hoy llamada unción de los enfermos. Su mayor dificultad provenía de las imponderables distancias en que se hallaban los feligreses. Diversas disposiciones hablaron de trasladar a los enfermos a lugares cercanos o capillas construidas para este efecto en los contornos de las ciudades. Ironiza un poco un deán de Guadalajara cuando comenta: «Resultan de ello más muertos que de enfermedades y pestilencias». El sínodo de Santiago de Cuba recomienda la administración de la unción «a los negros bozales por ser los que más la necesitan». En ocasiones, las pobres gentes, sobre todo los indios, mal instruidos, apenas entendían el significado de estos sacramentos. «En doliéndoles un dedo ya piden el santo óleo», escribe el siempre pesimista arzobispo Cortés, «o porque lo consideran antídoto especial contra todo género de enfermedad». Sobre un episodio con sus montaraces feligreses indígenas cuenta un párroco de la diócesis de Popayán: «Si por buena suerte llaman al cura para un moribundo, encuentra un miserable hombre que sale de esta vida sin saber adonde va, ni tampoco por qué han llamado al cura». En la conducción del viático y en las exequias, la sociedad americana

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La Iglesia diocesana

demostró un amplio sentido de solidaridad. Funcionaron en muchos lugares cofradías de caridad o Esclavitudes del Santísimo para acompañar al sacerdote que portaba el viático. En todas partes se hacía el desfile con estudiada solemnidad. Para ello se habían dispuesto coches tirados por muías o caballos ricamente enjaezados, sillas de mano, abundancia de luces y de instrumentos musicales. El sínodo de Santiago de Cuba elogiaba la piedad de los habaneros y les exhortaba a que realizaran tales demostraciones «para honor de Nuestro Señor y confusión de los herejes». Hablando de Lima anota Vázquez de Espinosa que «en pocas partes de la cristiandad sale el Santísimo tan acompañado». Las leyes de España y de Indias ordenaban que toda autoridad y persona, del rey para abajo, que se encontrase con el sacerdote que llevaba el viático se arrodillase donde estuviese y luego continuara acompañando al Santísimo. Como ejemplo aducimos lo ocurrido en Bogotá en 1809 cuando, saliendo de la catedral el virrey Amat con los tribunales, encontró al sacerdote que iba a administrar a una pobre enferma. El con los tribunales y la tropa que se encontraba en la plaza mayor lo acompañó hasta la casa de la humilde mujer. También con aparato se llevaba el viático a los que iban a ser ajusticiados. Pero cuando los enfermos residían a más de cuatro leguas de camino, la legislación prevenía no llevar hasta tales distancias el sacramento eucarístico. B)

La oración y la misa por los difuntos

La Iglesia educó a la sociedad hispanoamericana en un sentido de viva fraternidad por los que morían. En las catedrales y parroquias se tañía la campana cuando uno de los fieles entraba en agonía. Las gentes fueron muy devotas de mandar celebrar misas por los difuntos. En las constituciones de las catedrales o en las ejecutoriales de creación de diócesis se ordenaba la celebración de una misa por las almas de los difuntos los primeros lunes de cada mes. Vázquez de Espinosa, a principios del siglo XVII, y el P. Cobo, a mediados del mismo, hablan de 10.000 ó 16.000 misas celebradas en algunos años en la sola catedral, lo que equivale a más o menos 40 misas diarias, cifra no increíble dado el crecido número de sacerdotes que la servían. El ejemplo lo daban los reyes: Carlos II encargó 100.000 misas en el Perú por su esposa, María Luisa de Orleáns, a costa del erario real, y Carlos III pidió en su testamento 30.000 en sufragio por su alma. C)

«Las Benditas Almas»

La forma generalizada con que los fieles designaban a los difuntos refleja el sentido sagrado que siempre tuvieron de la muerte: «Las Benditas Almas». En las puertas de las iglesias se solía colocar una tablilla con la indicación siguiente: tal día «se saca ánima», hábito que también entró a los almanaques cuando empezaron a editarse. De acuerdo con el pensamiento de la época y con una concepción del purgatorio excesivamente materializada, con tal fórmula se querían señalar los días que por disposición de la Iglesia tenían especial virtud para interceder por los muertos. Nuestros

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antepasados no hablaban de escatología, pero sí oraban mucho por los difuntos. El respeto por ellos estuvo mezclado de sentimiento cristiano y de visos de superstición. Se dieron contradicciones rigurosas como la de descuartizar los cadáveres de algunos ajusticiados y exponerlos en las vías públicas para escarmiento de los habitantes. A la actitud de respeto obedece la premura por la abundancia de cera en las exequias, la conducción solemne de los difuntos a la iglesia y al cementerio, donde lo había; el despliegue funeral, que a veces se excedía tanto que ha sido designado hoy como «pompas barrocas». Ya a principios del siglo xvil el sínodo de Asunción recomendaba atender «más al bien de las almas que al humo mundanal», y el de Santiago de Cuba, al finalizar el mismo siglo, prevenía contra alaridos y plañideras que «no eran dignas de cristianos y causaban, al enterrar a los difuntos, mucha confusión». Un edicto del obispo de La Habana, que se hizo extensivo por real orden a toda Hispanoamérica, reza así: «Repugna al carácter de cristiano que al que para conseguirlo por el bautismo renunció expresamente a la pompa y vanidad del mundo, en su muerte lo presenten al templo con aparato soberbio a tiempo que los herederos deben implorar la misericordia de Dios». Siendo la americana una sociedad escindida y clasista, las diferencias sociales también se hicieron presentes en la muerte. Por una parte, la solemnidad de las exequias respondía a la posibilidad económica para pagar los aranceles; por otra, había disposiciones demasiado cuadriculadas sobre el lugar de sepultura asignado en las iglesias a blancos, a indios, a negros. Los pobres de solemnidad debían ser sepultados gratuitamente y se fundaron diversas hermandades y cofradías para la atención de estos casos. El ejemplar obispo de Santiago de Chile, fray Bernardo Carrasco y Saavedra, O. P. (1679-1694), asistía con el capítulo catedral a los funerales de los pobres. El tercer sínodo de Tucumán (1607) exhorta a los encomenderos y pobleros mandar celebrar misas por sus indios, «por la reverencia del Señor que dio la vida por ellos». Es interesante anotar que, en muchas parroquias, de las tres cofradías que funcionaban obligatoriamente, la del Santísimo, de Nuestra Señora y de Animas, era esta última la más rica y la de mayor actividad. La velación de los difuntos se prestó a no pocos abusos condenados repetidamente por la autoridad eclesiástica. Se convertía en reuniones de gente que pasaba toda la noche «con música, comida y bebida abundantes», leemos de Guatemala, o con «niños que reemplazaban el canto litúrgico, con clarines y trompetas marciales con muchos faroles», se escribe de Buenos Aires. Ambos son testimonios del decenio de 1760. Nunca se pudo extirpar la costumbre de los «velorios de angelitos», o sea, de niños muertos antes de los siete años. La reprueban numerosos documentos eclesiásticos de Chile, Ecuador, Colombia, Venezuela, Costa Rica, Santo Domingo, aunque recientemente se ha hecho notar que aún a principios del siglo XX tenía vigencia en algunas aldeas de Valencia y Extremadura (M. Marzal). A lo largo de la época colonial, y siguiendo las costumbres de España, los cristianos encontraban el descanso de sus despojos mortales en el templo

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parroquial y, a veces, en las iglesias de los religiosos que fueran de especial devoción del difunto. Habiendo vivido dentro de la Iglesia, los fieles querían ser sepultados en sus templos. De acuerdo con una Memoria de Gaspar de Jovellanos escrita en 1781, la costumbre estaba justificada por las Leyes de Partida, «porque los diablos no se puedan acercar a los cuerpos que descansan en los cementerios». Apenas podemos imaginar la repugnancia que se producía en tales ambientes. Por eso, entre otros, el obispo Martí, de Venezuela, prohibió continuar sepultando en las iglesias, «por haber llegado la tierra a una total corrupción», y otro tanto hizo el obispo Espada en Cuba. Carlos III, en 1789, publicó una real cédula para incitar a la construcción de cementerios fuera de las poblaciones, y en Santa Fe de Bogotá el arzobispo Martínez Compañón desplegó mucha energía para convencer a sus habitantes de las bondades de tal ordenación. Sin embargo, de tan diversos lugares como Buenos Aires, en 1690, o Santo Domingo, cien años más tarde, sabemos que contaban con cementerios separados del recinto parroquial. Los fieles cristianos sabían que a su muerte no serían olvidados, mientras el dogma del purgatorio se solía presentar en la iconografía y en la literatura oficial y piadosa en forma impresionante. La motivación para adquirir la llamada Bula de difuntos sonaba, en su inicio, así: «Tantas son y tan rigorosas las penas del Purgatorio, que, en sentir del Angélico Doctor Santo Tomás, exceden a las que Cristo Nuestro Señor padeció en la Cruz, habiendo sido éstas más que cuanto sufrieron los Santos Mártires». Nuestros antepasados nunca debieron de sentirse menos solos que al abandonar su mundo de contornos terrestres tan limitados y tan crueles como emergían en las vastas y despobladas Indias, pero tan abiertos a la esperanza cristiana. Al partir de la tierra cuyo espacio se había mostrado avaro y duro con ellos, sabían que la comunidad de los creyentes quedaba orando por ellos. Sabían que cada lunes del año se ofrecería una misa en sufragio de sus almas, y que el último reclamo que todas las noches transmitía la Iglesia desde los campanarios sería precisamente para que se elevase a Dios una plegaria por ellos.

NOTA

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BIBLIOGRÁFICA

Visiones de conjunto Véase la bibliografía del capítulo anterior. Prácticas piadosas C. BAYLE, El culto del Santísimo en Indias (Madrid, 1951); ID., Santa María en Indias. La devoción a Nuestra Señora y los descubridores, conquistadores y pobladores de América (Madrid, 1928); J. DE ESTEYNHEFFER (Steinhóffer), Florilegio medicinal de todas las enfermedades para bien de los pobres y de los que tienen falta de médicos (1712) 1-2 (México, 1978); G. LOHMANN VILLENA, El arte dramático en Lima durante el virreinato (Madrid, 1945); M. RODRÍGUEZ PAZOS, «El apóstol Santiago en las misiones franciscanas de México»: Archivo Ibero-Americano 14 (Madrid, 1954), 5-31; ID., «La Asunción de

Nuestra Señora en las misiones franciscanas de México»: Ibíd., 13 (Madrid, 1953), 329-352; V. M. SuÁREZ, «La Asunción en la antigua Provincia franciscana de San José, en el hoy Estado de Yucatán, México»: Ibíd., 14 (Madrid, 1954), 101-118; A. ALVAREZ, «El culto a Santa María de Guadalupe en Indias y los franciscanos», en Congreso Franciscanos extremeñas en el Nuevo Mundo (Guadalupe, 1986), 209-233; R. VARGAS UGARTE, Historia del culto de María en Hispanoamérica 1-2 (Madrid, 1958). Sacramentos C. BAYI.E, «La comunión entre los indios americanos»: Missionalia Hispánica 1 (Madrid, 1944), 13-72, y Revista de Indias 4 (Madrid, 1943), 197-254; C. MESA, «La administración de los sacramentos en el Nuevo Reino de Granada»: Missionalia Hispanica 30 (Madrid, 1973), 5-48; ID., «La administración de los sacramentos en el período colonial»: Revista de la Academia Colombiana de Historia Eclesiástica 21-22 (Medellín, 1971), 72-106; J. B. OLAECHEA LABAYEN, «Progresiva apertura de los amerindios a la comunión»: Revista de Espiritualidad 27 (Madrid, 1968), 57-74; A. YBOT LEÓN, La Iglesia y los eclesiásticos españoles en la empresa de Indias 1 (Barcelona, 1954). Otros aspectos E. TROCONIS DE VERACOECHEA, Las obras pías en la Iglesia colonial venezolana (Caracas, 1971).

CAPÍTULO 20

HAGIOGRAFÍA

HISPANOAMERICANA

Por LORENZO GALMÉS

De entre los siervos de Dios que nacieron o vivieron en la América española, la Iglesia tiene reconocidas oficialmente las virtudes de doce santos y nueve beatos. Otros siervos de Dios tienen incoado el proceso de beatificación. Unos terceros gozaron en su vida y siguen gozando aún de fama de santidad. Las páginas que siguen aspiran a trazar la semblanza de los santos y beatos reconocidos oficialmente. A ellos se añadirá una selección de los que en el campo de la hagiografía se denominan venerables. Antes de todo ello se hablará, aunque no pertenezcan a ninguna de esas categorías, de los que se pueden considerar piadosamente como los protomártires indígenas de América, por su especialísimo significado dentro de la Iglesia hispanoamericana. Protomártires indígenas de América (1498) La Iglesia católica comenzó en Hispanoamérica, como lo ha hecho desde su fundación en otros tantos lugares, viendo derramar la sangre de sus primeros fieles. Luego aludiremos a otros tres casos. Aquí nos referiremos únicamente al primero de estos derramamientos, acaecido al norte de la actual República Dominicana ya en el año 1498. Lo relata Ramón Pane, uno de los primeros evangelizadores del Nuevo Mundo, quien vivió los hechos personalmente muy de cerca. La reproducción literal de sus pasajes evitará toda interpretación subjetiva. Pane comienza presentando una síntesis de lo ocurrido: «Plugo a Dios iluminar con la santa fe católica toda una casa de la gente principal de la sobredicha provincia de la Magdalena, cuya provincia se llamaba ya Macorís, y el señor de ella se llamaba Guanáoboconel, que quiere decir Guanáobocon. En dicha casa estaban sus servidores y favoritos, que son llamados naborías, y eran en total dieciséis personas, todos parientes, entre los cuales había cinco hermanos varones. De éstos murió uno y los otros cuatro recibieron el agua del santo bautismo, y creo que murieron mártires, por lo que en su muerte y constancia se vio. »E1 primero que recibió la muerte y el agua del santo bautismo fue un indio llamado Guatícaba, que después tuvo el nombre de Juan. Este fue el primer cristiano que padeció muerte cruel, y tengo por cierto que tuvo

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muerte de mártir. Porque he sabido por algunos que estuvieron presentes a su muerte que decía: Dios naboría daca, que quiere decir: Yo soy siervo de Dios. Y así murió su hermano Antón, y con él otro diciendo lo mismo» (Relación, c. 24). Sobre el bautismo de Juan especifica más adelante: «El primero que recibió el santo bautismo en la isla Española fue Juan Mateo, el cual se bautizó el día del evangelista San Mateo [24 de septiembre] el año 1496, y después toda su casa, en la que hubo muchos cristianos» (Relación, c. 26). Trasladado de la provincia de Macorís a la del cacique Guarionex y de la de éste a la del cacique Mabiatué, Ramón Pane afirma que en la de Guarionex dejó construida una ermita con imágenes al cargo de «la madre, los hermanos y los parientes del mencionado Juan Mateo, el primer cristiano, a los que se juntaron otros siete [...], de modo que toda la referida familia quedaba para guardar dicho adoratorio» o ermita. Ante el intento de un grupo de hombres de Guarionex de apoderarse y destruir las imágenes de la ermita, «los seis criados que fueron allí encontraron a los seis muchachos que custodiaban el oratorio, temiendo lo que después sucedió. Y los muchachos, así doctrinados, dijeron que no querían que entrasen; mas ellos entraron a la fuerza y tomaron las imágenes y se las llevaron» (Relación, c. 25 bis). Pane había dicho anteriormente que Guarionex estuvo en un principio bien dispuesto a hacerse cristiano, pero que posteriormente «se enojó y abandonó su buen propósito por culpa de otros principales de aquella tierra, los cuales le reprendían porque deseaba obedecer la ley de los cristianos, siendo así que los cristianos eran malvados y se habían apoderado de sus tierras por la fuerza. Por eso le aconsejaban que no se ocupara más de las cosas de los cristianos, sino que se concertasen y conjurasen para matarlos» (Relación, c. 25). Pane concluye el relato diciendo que, no obstante el descubrimiento de una conjura en este sentido y los consiguientes apresamientos, Guarionex y sus vasallos «perseveraron en su perverso propósito y, poniéndolo por obra, mataron a cuatro hombres y a Juan Mateo, primer cristiano, y a su hermano Antón, que había recibido el santo bautismo. Y corriendo a donde habían escondido las santas imágenes, las hicieron pedazos» (Relación, c. 26). Del relato de Pane se deduce que los jóvenes arrostraron la muerte por razones religiosas, motivación que induce a Pane a considerarlos mártires. Bartolomé de las Casas, que recoge este relato de Pane, niega a los jóvenes ese carácter porque -según é l - los vasallos de Guarionex no los mataron por razones de fe, «sino porque vivían con los españoles, o les loaban o defendían a quienes todos tanto desamaban o porque quizá les hacían aquellos indios, por mandado de los españoles, algún daño» (Apologética historia sumaria, c. 167).

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Beatos indígenas mexicanos (1527,1529 y 1539) El papa Juan Pablo II, durante sus recientes viajes a México, beatificó a los indígenas Cristóbal, Antonio y Juan en calidad de mártires, así como al también indígena Juan Diego. 1) Mártires Cristóbal, Antonio y Juan. Cristóbal, joven «muy bonito y bien acondicionado y hábil», en afirmación de Motolinia, era hijo del cacique Axcotécatl y se educaba con los franciscanos. Basada en que Cristóbal afeaba a su padre el desarreglo de conducta y le destruía los ídolos, una de sus sesenta concubinas indujo a Axcotécatl a que lo matara. Cristóbal murió en 1527, invocando a Dios, a consecuencia de los golpes y de las quemaduras de que fue víctima por parte de su padre. Antonio, hijo también de un cacique de Tlaxcala y educado asimismo con los franciscanos, acompañó al dominico Bernardino Minaya a la vecina región de Tepeaca, junto con su amigo Diego y su criado Juan. Antonio y Juan murieron en 1529, en el poblado de Quautinchan, apaleados por dos indios principales por haber destruido los ídolos que encontraban. 2) Juan Diego. Indígena azteca que recibió la gracia de que se le apareciera la Virgen María el 9 de diciembre de 1539, en el cerro del Tepeyac, al noroeste de la ciudad de México, para comunicarle el deseo de que se le erigiera un santuario en ese lugar. Juan Diego visitó con este fin al obispo de México, Juan de Zumárraga, quien le exigió una prueba de la veracidad de su relato. Tras una nueva aparición, acaecida el día 11 de diciembre, Juan Diego visitó de nuevo a Zumárraga y al abrir su manto, tima o ayate, apareció dibujada en él una imagen de la Virgen, y se desprendieron del mismo valias rosas. Ante ello, sumado a la curación de una grave enfermedad de Juan Bernardino, pariente de Juan Diego, Zumárraga colocó una imagen de Nuestra Señora en su oratorio. En 1553 se erigió una capilla en el lugar de las apariciones, convertida en santuario en 1695, sustituido por la actual basílica en 1709. Pío X declaró a la Virgen de Guadalupe en 1910 Patrona de toda Hispanoamérica. Venerable Luis Cáncer (f 1549) Figura poco estudiada, no obstante ser una de las más completas y fascinantes de aquellas décadas. A él se debe en gran parte el éxito conseguido en la experiencia de evangelización pacífica en tierras de Tezulutlán, hoy Verapaz (Guatemala), y en la definitiva organización de la predicación del Evangelio en la Florida. Heroico misionero aragonés, de la distinguida familia de los Cáncer, oriunda de Barbastro. Dotado de grandes cualidades, recibió también una excelente preparación humana. Profesó como fraile dominico en su tierra natal. Se trasladó a Indias pocos años después de la llegada de los primeros dominicos. En 1521 pasó a Puerto Rico, de cuyo convento es considerado fundador y primer superior. Al comprobar las escasas posibilidades de acción misionera de la agreste isla de Borinquen, comparadas con las inmensas que se daban en otras partes de las Indias, pensó como tantos otros en la posibilidad de una mayor actividad misionera.

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El encuentro con Bartolomé de las Casas le abrió el camino. Después de un malogrado intento en Nicaragua, ambos fueron a Guatemala en 1535, donde prepararon la evangelización de Tezulutlán sin más medios que la palabra y el ejemplo. Fray Luis hizo un viaje a España para reclutar nuevos misioneros. En 1541 estaba de regreso en Nueva España con un grupo de franciscanos. Bajo la experimentada orientación de Las Casas, asumió la evangelización pacífica de Tezulutlán. Con la preparación previa, creando un ambiente favorable, y la intervención de Cáncer, buen conocedor de las lenguas nativas, ayudado por una catequesis musicalizada a la que los indios eran muy sensibles, se consiguieron resultados altamente positivos. Fueron unos ocho años de gran repercusión, pues sirvieron para demostrar que la evangelización pacífica, a pesar de sus indiscutibles riesgos, era posible. Intervino con Las Casas en la Junta de obispos de México de 1546. Se comentaba entonces lo peligrosa que resultaba la evangelización de la Florida. La experiencia verapacense animó a Cáncer a aplicarla allí. Una cédula real autorizó la expedición en 1547. Fray Luis, al frente de cuatro dominicos más, pusieron rumbo a la Florida, adonde llegaron a fines de mayo de 1549. Aunque no consiguió Cáncer que le llevasen la nave al lugar propuesto, se decidió a desembarcar a pesar del peligro. Solo y con la cruz en la mano, fue sacrificado por los indios sobre las doradas arenas de una playa a la vista de marineros y frailes protegidos en la nave. Se le considera mártir y venerable. San Luis Bertrán (1562-1569) Dominico valenciano, vigoroso y entusiasta predicador popular en su tierra natal y al mismo tiempo eficiente formador de jóvenes para la vida religiosa, quien misteriosamente sintió la llamada de la necesitada Iglesia de Indias y quiso secundarla. Siete años de misionero en el Nuevo Reino de Granada parece poco tiempo. Su intensa dedicación y los poderes taumatúrgicos que Dios le dio compensaron con creces lo que el tiempo pudo escamotear. Después de una breve estancia en Cartagena de Indias, penetró tierra adentro, evangelizando la zona de Tubará, donde llegó a bautizar a todos los indígenas. Después lo enviaron a Santa Marta. En vista de sus óptimos resultados fue destinado a Tenerife, puerto del Magdalena, centro de comunicaciones y residencia de numerosos colonizadores. Las dificultades que había encontrado en Santa Marta y Tubará, que le habían afectado mucho, arreciaron en Tenerife, planteándole un grave problema de conciencia. Favorecido con el don de lenguas, era entendido por los nativos sin necesidad de intérpretes. Sus intervenciones milagrosas y la dureza de sus penitencias reafirmaron su fama de santo. La admiración de unos se transformó en envidia en otros. No faltó quien intentase asesinarlo. Le levantaron denigrantes calumnias. Con todo, su ejemplaridad se imponía y fray Luis llegó a ser objeto de veneración popular. Pudo con todo, menos con la injusticia para con los indios. Agobiado por escrúpulos de conciencia, acudió a Las Casas. Fray Bartolomé le aconsejó que mirase bien cómo absolvía a quienes tenían indios esclavos. Desolado por la ineficacia de su gestión para liberar a los indios y

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falto de salud, no se sintió capaz de mantener la lucha bravia de otros misioneros. A pesar de haber conseguido miles de conversiones pidió que se le autorizase para retirarse a Valencia para bien morir. Se le concedió, y su recuerdo se ha mantenido firme durante siglos. Colombia le venera como patrono. Fue canonizado por Clemente X en 1671. Venerable Gregorio López (1542-1596) Carismático personaje, nacido en Madrid en 1542, y de cuya infancia y juventud se sabe poco, pues nunca quiso hablar de sí ni de su familia. Su vida en Indias tiene, en cambio, el sello de una deslumbrante originalidad. Siendo el menor de varios hermanos, su padre lo colocó de paje en la Corte de Valladolid a raíz de una experiencia eremítica, adolescente, en Navarra, bajo la dirección de un ermitaño. La vocación de eremita se impuso en una visita a la Virgen del Sagrario, de Toledo, y al llegar peregrinando a Guadalupe tomó la decisión de secundarla. Se trasladó a Nueva España en 1562 y después de un breve tiempo al servicio de un escribano y del secretario Turcios, puso por obra su ideal. Contaba veintiún años. Pasó a Zacatecas, donde encontró el lugar adecuado en el valle de Amayae, entre los chichimecas. Se despojó de sus ricas vestiduras, tomó un sayal con un cordón y descalzo se presentó al capitán Pedro Carrillo, del que dependía el lugar. Impresionado por la juventud y porte distinguido del ermitaño en ciernes, Carrillo le hizo muchas preguntas y acabó admirando su decisión, por lo que le facilitó construir su ermita. Allí se retiró para pasar inadvertido, pero no lo consiguió. Enseñaba las primeras letras a los hijos del capitán. Y mientras algunos le veneraban, otros le tildaban de hereje y luterano, pues por la distancia no podía ir a misa los domingos. Padeció, además, agravios de soldados españoles que rondaban por aquellos lugares para cautivar indios. Tres años estuvo en aquel eremitorio. Para evitar el mal ejemplo que significaba para muchos el que no fuera a misa trasladó su residencia a los pueblos de Alonso de Avalos, donde estuvo dos años, y después a las estancias de Pedro Mexía. Predicaba por sus contornos el dominico fray Domingo de Salazar con gran predicamento. Hicieron una buena amistad y fray Domingo le ofreció un puesto entre los dominicos. Se dirigió a Santo Domingo de México. Salazar estaba fuera y se le hizo ver que para ocupar un puesto entre los frailes tendría que profesar y ofreciéronle recibirle con los brazos abiertos. Se impuso el carisma estrictamente personal y Gregorio volvió a su ermita. Incomprendido por cierto sector, fue perseguido por algunos y otros le acusaron ante el arzobispo. Don Pedro Moya de Contreras encargó el examen del acusado al jesuíta P. Alonso Sánchez, quien quedó admirado de la profundidad espiritual de Gregorio. Después de una estancia en el hospital de Guastepex, regresa a México aquejado de una grave enfermedad. El 22 de mayo de 1589 se retiró a Santa Fe, donde le cedieron una casa apartada del pueblo, en la que continuó su vida de penitencia y de soledad.

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En mayo de 1596 enfermó gravemente. Al mes siguiente le dieron los últimos sacramentos, muriendo santamente el 20 de julio de 1596. Tras la luminosa estela dejada por su fama de santo iba una serie de hechos extraordinarios, que permitieron iniciar su causa de beatificación. Dejó también algunos escritos, un devoto comentario de orientación cristológica, del Apocalipsis, y unos estudios sobre las propiedades curativas de ciertas hierbas. Mártires mexicanos e n Japón (1597,1627 y 1632) 1) San Felipe de Jesús o de las Casas (1597). Nació en la ciudad de México en 1572. Su primer intento de hacerse franciscano en Puebla no tardó en abandonarlo para de nuevo hacerse franciscano, en Filipinas, en 1596. Al regresar a México para recibir el orden sacerdotal, el galeón fue llevado por las tempestades al Japón. Aquí, en la ciudad de Nagasaki, fue crucificado con otros varios religiosos durante la persecución desatada por el emperador Taicosama en 1597. Fue canonizado por Pío IX en 1862. 2) Beato Bartolomé Laruel (1627). Nació en El Puerto de Santa María (España) y, tras haber emigrado con sus padres a México, ingresó en la Orden franciscana, en Morelia, en 1616, precedido de la fama de buen cirujano. En 1618 se trasladó a Filipinas y en 1623 al Japón. Murió quemado vivo en Nagasaki, en 1627, y fue beatificado por Pío IX en 1867. 3) Beato Bartolomé' Gutiérrez (1632). Junto con el anterior fue beatificado también el agustino Bartolomé Gutiérrez, mexicano, que había viajado a Manila en 1606 y al Japón en 1612, donde murió en la hoguera en 1632. Beato Sebastián de Aparicio (1502-1600) Humilde figura de emigrante que, como tal, cumplió una notable función social en México. Se le conoce como el «santo carretero». De joven había trabajado el campo en su Galicia natal. Después de trabajar tierras de otros en Salamanca y Zafra decidió emigrar a Indias. En 1535 llegó a Nueva España. Demostró especial habilidad en la técnica de domar novillos. Después estableció una flota de carros entre Veracruz, México y Puebla. No sabía leer ni escribir, pero en 1552 era considerado un hombre rico. Traspasó el negocio y volvió al cultivo de tierras propias. Sus bienes le permitieron hacer numerosas obras de caridad. Ya mayor, se casó dos veces, pero enviudó pronto. En 1566, una enfermedad le puso a las puertas de la muerte. La venció y, agradecido a Dios, hizo donación de sus bienes a las clarisas de México y él se quedó como criado. A los setenta años vistió el hábito franciscano en México mismo. Destinado a Puebla, le dedicaron al antiguo menester de domar toros salvajes y al oficio de carretero. Sin brillo de ninguna clase, llegó a realizar un bien social inmenso. A su muerte se percataron de que aquella humilde apariencia había escondido un santo. Pío VI lo beatificó en 1789.

Santo Toribio de Mogrovejo (1538-1606) El Concilio plenario latinoamericano de Roma calificó en 1900 a Toribio de Mogrovejo como la mayor luz de todo el obispado americano. Para sus contemporáneos fue el obispo más adecuado que en aquellos tiempos se pudo enviar a Indias. Nació en Mayorga de Campos (León), en el seno de una noble y antigua familia, de prosapia cantábrica, de prestigio siempre mantenido y de una ininterrumpida tradición de juristas. El joven Toribio Alfonso siguió la tradición familiar, y después de estudiar en Valladolid, Salamanca, Coimbra y Santiago, se convirtió en un verdadero experto en ambos derechos. Siendo colegial mayor de Oviedo, en 1573, fue inesperadamente llamado a Granada para el cargo de inquisidor. Era entonces oidor de la Cancillería de Granada don Diego de Zúñiga, que había sido colegial de Oviedo y conocía las cualidades de Toribio. Su influencia consiguió el traslado. Nada, empero, hacía presagiar una vocación indiana en el letrado Toribio de Mogrovejo. En 1575 murió el arzobispo de Lima fray Jerónimo de Loaysa. Dejaba una gran obra legislativa escrita, pero había que completarla y aplicarla. La diócesis era inmensa y, en gran parte, desconocida. El mundo incaico pedía un pastor de almas capaz de escalar aquella tierra de águilas. De nuevo intervino el señor De Zúñiga y Toribio fue propuesto para arzobispo de Lima, a pesar de no ser más que clérigo de primera tonsura. Gregorio XIII aceptó la propuesta y en 1579 lo preconizó arzobispo de Lima, dispensándole los plazos establecidos para recibir todas las órdenes cuanto antes. En agosto de 1580 fue consagrado obispo en Sevilla. Le esperaba la diócesis de Lima, que de hecho se había convertido en norma de conducta para las otras diócesis. Asumía, pues, una gran responsabilidad. El 11 de mayo de 1581 entraba solemnemente en la capital de su diócesis. Toribio de Mogrovejo se encontró con una diócesis cuyo territorio tenía mil kilómetros de largo, trescientos de anchura y unos tres mil de perímetro. La espina dorsal separaba la zona costera del resto, formado por una combinación de sierras, valles y llanos, de variadas altitudes, con diferencias climáticas tan acusadas que los habitantes de uno no podían aclimatarse bien a otro. Los habitantes se distribuían en cinco ciudades principales, diversas villas y pueblos de españoles, unas doscientas reducciones de indios y un incontable número de tribus situadas en los grandes contrafuertes y macizos montañosos, cuyos habitantes rehuían cualquier comunicación con la religión y la cultura. Sin embargo, todos constituían la grey del arzobispo Toribio. A unos los tendría que mantener y confirmar en la fe recibida. A otros tendría que atraerlos a la fe que anunciaba. Su labor pastoral tuvo dos vertientes fundamentales: la celebración de concilios provinciales y las visitas pastorales. Afianzó el movimiento de legislación adecuada iniciado por su antecesor. Con ello señaló pautas. Con las visitas llegó a todos, pues fueron su gran instrumento. Se calcula que recorrió unos cuarenta mil kilómetros. Siempre a pie o a lo más en muía. Nunca quiso utilizar la litera. Varón de heroicas virtudes, destacó también por su equilibrio humano.

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Las críticas que se le hicieron son debidas a las ausencias que le imponían las visitas pastorales, pues no podían ser cortas ni fáciles. Superó toda clase de climas, escaló montes, tuvo que vadear ríos, a menudo con peligro de su vida. Nunca desfalleció. Su muerte ocurrió en 1606 durante una visita pastoral, en un Jueves Santo, y en la humilde vivienda de un párroco de indios. Fue canonizado por Benedicto XIII en 1726. San Francisco Solano (1549-1610) A Francisco Solano hay que colocarlo entre los grandes misioneros itinerantes y forjadores de comunidades cristianas. Natural de Montilla (Córdoba), vivió la inquietud por el apostolado entre musulmanes y por los destellos cada vez más luminosos de las misiones en Indias. Estudió con los jesuítas y en 1569 ingresó en los franciscanos. En 1576 fue ordenado sacerdote. Ejemplo de virtudes religiosas desde joven, resultó un excelente maestro de novicios. Su talante misionero le llevó a predicar entre la gente sencilla, con gran aceptación popular. El, en cambio, suspiraba por la gloria del martirio. Maduro de experiencia misionera entre fieles, se pensó en él para la experiencia misionera entre infieles. En 1589 fue incluido en el grupo de franciscanos destinados a las misiones del Perú. En la nave donde viajaban coincidieron con un grupo de esclavos negros. Durante la travesía, Solano se desvivió por ellos, prodigándoles toda clase de cuidados. A causa de un temporal tuvieron que estar más de dos meses en una isla. Francisco fue el ángel tutelar de aquellos negros, hasta que todos fueron reembarcados. Al llegar a Lima en 1598, todos los negros se habían convertido a la fe cristiana. Anhelando evangelizar a indios, fue enviado como doctrinero a los de Soconusco. La acción militar y colonizadora se orientaba entonces hacia Buenos Aires y abrazaba la amplia región del Tucumán, ocupada por diversas tribus indias. Zona mal atendida religiosamente por falta de misioneros, en ella desarrolló Francisco Solano una desbordante actividad evangelizadora que duró unos quince años. En poco tiempo dominó el idioma de los nativos. Como en otros lugares, aprovechó el instinto musical de los nativos para llevar a cabo una catequesis de alto rendimiento. Con la elocuencia de su ejemplo, el ímpetu del celo apostólico, el vigor de su palabra y el don de hacer milagros con que le regaló el Señor, dio cima a una obra admirable por muchos conceptos. En Argentina, Paraguay y Perú es conocido como el taumaturgo del Nuevo Mundo. Los últimos años de su vida los pasó en Lima con cargos de responsabilidad dentro de la Orden franciscana. Murió santamente mientras asistía a la misa conventual de sus frailes. Benedicto XIII lo canonizó en 1726. Santa Rosa de Lima (1586-1617) Para la familia era Isabel Flores de Oliva. Sus padres eran de noble ascendencia, pero de fortuna escasa. Por su singular belleza y porque al nacer lo hizo como las rosas, sin causar dolor, la llamaron Rosa. Por el amor que siempre tuvo a la Virgen quiso ella ser llamada de Santa María. Vida no

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muy larga, pero excepcionalmente intensa y fecunda. A los once años recibió el bautismo de manos de Santo Toribio. Era aún una niña cuando ya hizo voto de virginidad. Aunque su temperamento era delicado y frágil, resultó de fuerza sobrehumana para el sufrimiento físico o moral. Con la misma gracia con que rasgueaba la guitarra se entregaba después a las más duras penitencias. Consagrada a Dios, renunció a diversas y tentadoras propuestas del más legítimo amor humano. La atraía la vida contemplativa, pero, subyugada por la personalidad de Santa Catalina de Siena, profesó en la Orden seglar dominicana a los veinticuatro años. La angustiaba el problema de los indios, en especial el referente a su conversión. Por ellos ofreció a Dios su vida. Aseguraba que nada más agradable a Dios que la actividad de los misioneros. En una curiosa intuición de nuevos tiempos lamentaba que por ser mujer no se le permitiese dedicarse a las misiones. Admiradora de la predicación de San Francisco Solano, le acompañaba con sus oraciones y penitencias. Las cartas dirigidas a misioneros, sobre todo de la Orden dominicana, son el mejor exponente de su temple apostólico. Su vida contemplativa y su método de oración no pasaron inadvertidos. Sus consejos rezumaban sabiduría que no había aprendido en libros. Sus escritos tocaban, a veces, cuestiones delicadas. Todo fue sometido a un riguroso examen inquisitorial. Había que aquilatar el contenido de las expresiones que tocaban a la teología mística. Nada se encontró merecedor de reprensión o condena. Entusiasta propagadora de la devoción del Rosario, decía que había que rezarlo con la palabra y tenerlo grabado en el corazón. Al morir, todos se dieron cuenta de que había vivido entre ellos una verdadera santa, la primera de América. Clemente XII la canonizó en 1671. Venerable Vicente Bernedo (1562-1619) Misionero dominico nacido en Puente la Reina (Navarra), desarrolló su apostolado en el Alto Perú, en la Audiencia de Charcas, y más concretamente en la Villa Imperial de la Plata y en Potosí. En su vida se dieron dos etapas. Una, en la España de Felipe II y sus altos ideales, y otra, en Indias, que le ocupó los últimos veintiún años de su vida. En ella se dibujan tres líneas: una, caracterizada por su actitud de búsqueda y peregrinación; otra, en el convento de Santo Domingo de Potosí preparándose para un apostolado de frontera, y la tercera, la más larga, de plena entrega a la actividad apostólica y que justifica con creces su presencia en las Indias, en cuya historia ocupa un puesto de honor. Concluidos los años de estudio y formación en Navarra, Alcalá y Salamanca, y ordenado sacerdote, se dedicó al ministerio de la predicación en tierras navarras y logroñesas. Estando en Atocha se inscribió para una expedición misionera al Perú, hacia donde viajó en 1596-1597. Después de una corta estancia en Cartagena de Indias, pasó a Santa Fe de Bogotá a hacerse cargo de una cátedra en la Universidad. En 1600 emprendió un viaje-peregrinación asignado al convento de Lima. De Lima pasó al Cuzco, donde los dominicos tenían un centro misionero para penetrar en las inmensas regiones del este. Al oleaje de aquel movimiento

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misional, a fray Vicente le tocó el convento de Santo Domingo de Potosí. Siguió un tiempo de conventual, en el que se distinguió por su santa vida, sus penitencias y su amor a los pobres, siendo llamado «padre de los pobres». Como doctrinero en la parroquia de San Pedro, que atendían los dominicos, ejercitó cierta actividad pastoral y pudo profundizar en su vida de estudio y contemplación. La presencia de gracias extraordinarias en su vida, como levitación y curaciones instantáneas, ratificaron su fama de hombre santo. Colmó su medida apostólica al ser enviado como predicador itinerante en el amplio mundo andino. Tuvo que recorrer la cordillera y el altiplano, atravesar inhóspitos valles y zonas subandinas, sufriendo las inclemencias de climas extremos y opuestos. Topó también con las dificultades de los colonizadores, sobre todo las de la «mita del Potosí», para extraer la plata, que tantos sufrimientos y sacrificio de vidas humanas llevaba consigo. Las leyes favorecían a los indios, pero a veces el trato no correspondía a lo legislado. Bernedo salió en defensa de los nativos. Al ver la ineficacia de su denuncia, pensó regresar a España para hacer valer los derechos de los indios o marcharse a misionar entre otros infieles. La muerte le sorprendió antes de poder realizarlo. Una gran muchedumbre acudió a honrar los restos mortales del «padre santo de Santo Domingo». Tiene introducida la causa de canonización. Mártires jesuítas del Paraguay (1628) Roque González recapitula el aspecto martirial de la gesta de las reducciones jesuítas del Paraguay. El criollo paraguayo Roque González (1576-1628) contaba quince años de edad cuando se sintió atraído por la espiritualidad del desierto. Más tarde oyó la voz angustiosa del indio, que le pedía ayuda. Ordenado sacerdote en 1599, se consagró con todas sus energías al servicio del indígena oprimido por la encomienda. Ante el buen resultado de su gestión, el obispo quiso nombrarle párroco y vicario general. Otra decisión había madurado en el espíritu de González. Renunciando a todo, ingresó en la Compañía de Jesús en 1609. Con ello entraba a formar parte de la obra social de los jesuítas en el Paraguay. En 1609 fue enviado a Guaycurú, cuyos belicosos indios tenían atemorizada la región. No tuvo éxito, pues se negaban a abandonar sus costumbres ancestrales. Dos años después le mandaron a San Ignacio Guazú, donde realizó una gran labor social, enseñando a los nativos a construir casas, trabajar la madera y cultivar la tierra. Se sirvió del temperamento y facilidad del indio guaraní para la música como medio de catequesis y de cultura humana. Cuatro años fecundos que le estimularon a nuevas y más comprometidas fundaciones. Con sentido profético remontó las orillas del Paraná en busca de la numerosa grey que no conocía al buen pastor. Durante cinco años fue un misionero-explorador que, a pesar de la angustiosa falta de medios, fue organizando nuevas reducciones como Itapua, Santa Ana y Yaguapoa. Las increíbles privaciones y sufrimientos que la empresa llevaba consigo no pudieron hacerle desistir de su proyecto misionero y humanista.

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Los últimos nueve años los dedicó a recorrer las márgenes del Uruguay. El trato hábil mantenido con los caciques le facilitó llevar a cabo nuevas fundaciones. Fundó Concepción y, a finales de 1628, Asunción, al norte del río Grande Iyuí. Zona peligrosísima por estar bajo la influencia del hechicero Nezú, considerado semidiós. Por instigación del hechicero y su grupo se organizó una verdadera persecución de los misioneros, en la que varios recibieron la corona del martirio. Roque González de Santa Cruz murió a golpes de hachas de piedra. Los mártires jesuítas del Paraguay forman un grupo. Juan Pablo II canonizó solemnemente en 1988, en concreto, a Roque González de Santa Cruz y a sus compañeros Pedro Alonso Rodríguez y Juan del Castillo. San Martin de Porres (1579-1639) Tuvo el mayor inconveniente que podía tener un hombre en su tiempo: ser mulato. La escala social hispanoamericana se dividía en blancos en la cúspide, indios en medio, negros abajo y, lo más despreciado, los mulatos. Martín perteneció toda su vida al estrato inferior, y no le importaba autodefinirse como «perro mulato». Muchas puertas le estaban cerradas, y los más nobles caminos, vedados. Incluso el de las órdenes sagradas o el de la vida religiosa en plenitud de derechos, Es triste, pero así era. Como Dios no mira el color de la piel, tuvo Martín la gracia divina a raudales, y se le abrieron de par en par las puertas de la santidad. En el camino de hacer bien a todos, tuvo paso franco. No podía abrazar la carrera de las armas, pero luchó denodadamente para imponer la ley del amor a Dios y a los hombres. Su padre era un burgalés de muy buena familia, emigrado a Indias en busca de riquezas y honores. Su madre era de color, por lo que no podía unirse en santo matrimonio con el progenitor de Martín y de su hermana. El padre tuvo la honradez de reconocerlos, pero no accedió a legitimarlos. Martín tuvo que resignarse a ser un hijo ilegítimo y además mulato. Estando con su padre en Guayaquil, y desde pequeño, saboreó la amargura del que tenía la tez morena. No dejó que su condición social le afectase, y se aplicó a la profesión de barbero-cirujano-boticario, extraña mezcla de actividades en aquella época. Con su habilidad manual y la bondad de su carácter, dispuesto siempre a hacer todo el bien posible, Martín de Porres hizo maravillas. A los quince años llamó a las puertas del convento de Santo Domingo de Lima, con la aspiración de ser admitido como terciario conventual. Era lo más a que podía aspirar y se conformaba con ello. La vida acaba imponiéndose, y Martín se impuso por su vida. Nueve años después fray Martín era aceptado a la profesión solemne, como excepción. Era su gran ideal. Su actividad en favor de pobres y marginados era no sólo proverbial y popular, sino que rozaba lo taumatúrgico. Su celda conventual se había convertido en un dispensario en el que no todas las curaciones eran obra de manos humanas. De ella salió un orfanato y una cocina para pobres. Desde la misma celda se llegaba hasta pobres de solemnidad que no podían parecerlo. Tan amplio era el radio de acción de fray Martín, que hay que pensar en el fenómeno de la bilocación. Fray Martín, con el pan del cuerpo, daba

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también el pan de la palabra. Dotado de un saber que no lo explicaban los estudios hechos, se convirtió en consejero de muchos, incluidas grandes personalidades. Y así toda su vida. Renunció a irse con su padre a Panamá al ser nombrado gobernador. La humildad y la penitencia fueron su santo y seña, hasta llegar a límites heroicos. Aquejado por la grave enfermedad del tifus, se durmió en el Señor en medio de la consternación popular. Juan XXIII lo canonizó en 1962. San Juan Macias (1585-1645) Al emigrante Juan Macias le hizo hombre recio Extremadura. América lo hizo santo. Por esto lo contamos entre las figuras de la Iglesia en América. Ni conquistador ni colonizador. Sencillamente, santo al servicio de los más pobres. Es uno de los casos de quienes no fueron a Indias a medrar. Tampoco fue como misionero, pues no era sacerdote y carecía de estudios. Fue a servir en la humildad y sencillez. Huérfano a los cuatro años de edad, pasó a depender de un tío suyo, que a causa de su pobreza no pudo darle instrucción humana. Tuvo que ejercer el oficio de pastor. El campo le endureció, pero afianzó su piedad personal. El vago recuerdo que le quedaba de sus padres consistía en un rosario de la madre y en la idea de haberlo rezado en familia. De sus años de pastor le quedó otro recuerdo, un tanto descarnado: el de un niño misterioso que le habló de reinos superiores a lo que veía. Extremadura ha dado muchos emigrantes, y por muy diversos motivos Juan es uno de ellos. No le movía el deseo de glorias ni el de aventuras. Sentíase invitado a cambiar de vida por motivos superiores. Sabía que su inquietud venía de un mundo superior. Estaba seguro de que era la voluntad de Dios y decidió secundarla. Tenía veinticinco años. Emprendió una larga peregrinación por campos y ciudades. Buena ocasión para reflexionar. Durante el camino, su oración libró a un animalito de morir ahogado en un pozo por auxiliar a su dueño. Llegó a Sevilla, la esplendorosa ciudad cuya frivolidad pudo costarle caro, por atentar contra su virtud. Su ingenuidad no le permitía ver las asechanzas del mal. Dios le libró. En Jerez trabajó de pastor, pero no era Andalucía su destino definitivo. Las naves que ponían proa hacia las Indias Occidentales le ayudaron a ver. Un mercader que le ofreció un puesto de ayudante le dio la ocasión. Al constatar la falta de cultura del joven, el mercader, en cuanto llegaron a Cartagena de Indias, se desentendió de él. Juan tuvo que emprender otra peregrinación, en extrema pobreza, para buscar el puesto que Dios le había asignado en la vida. Después de cuatro meses y medio de inesperadas peripecias y grandes sufrimientos, llegó a Lima. Era el mes de febrero de 1620. Buscando la preciosa margarita de la parábola evangélica, la encontró en la portería del convento de Santo Domingo: era fray Martín de Porres. Conoció a los dominicos, y aquel encuentro resultó definitivo. El 23 de enero de 1622 ingresaba en la Orden en calidad de hermano cooperador. Lo demás resultó muy sencillo. Caridad inagotable para con todos, sobre todo para con los pobres, a los que socorría a base de milagros incluso. Humildad sin alardes y ejemplaridad a ultranza. Día a día, hora a hora, hasta

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que Dios le llamó a la eternidad. Hubo que esperar a su muerte para poder calibrar lo que había sido su vida. Juan XXIII lo canonizó en 1960. Santa Mariana de Jesús (1618-1645) La criolla Mariana de Paredes, más conocida como la «azucena de Quito», es una muestra de la santidad en el mundo secular hispanoamericano. Rosa desde Lima y Mariana desde Quito parecen querer abrazar todo el mundo andino y atraer a la gran América al mundo de la fe cristiana por el camino del sacrificio. Los padres de Mariana procedían de la alta sociedad española. Vivieron en Quito en tiempos duros. Muchos miraban sólo a la fortuna posible. Por suerte, no faltaban quienes iban movidos por ideales humanitarios y que en todo querían servir a Dios desde la secularidad. La familia de Mariana pertenecía a estos últimos. Huérfana a los seis años de edad, quedó bajo el cuidado de su hermana mayor, ya casada. Recibió una educación esmerada propia de familia de alto rango. Aprendió a leer y a escribir bien, así como las labores propias de su estado, sin que le faltase una oportuna educación musical, pues tocaba la guitarra con soltura. Desde muy joven intuyó la importancia de la evangelización, especialmente entre los indígenas. Hasta llegó a pensar en huir de casa para dedicarse a la catequización de los indios Main. Viendo su hermana que la pequeña Mariana daba muestras de llevar una vida de piedad muy intensa, la llevó al P. Camacho, jesuíta, para que recibiese la orientación oportuna. Mariana hizo unos votos particulares y privados, llamándose a partir de entonces Mariana de Jesús. Desde su casa fue una excelente apóstol. Catequista para los niños, colaboradora en obras de caridad social y en diálogo constante con toda clase de personas. Su ideal evangelizador se convirtió en una realidad. Sus penitencias impresionaban, y era consciente de que el sacrificio es fecundo para la santidad. De su sangre inocente y virginal brotó una azucena que ha quedado como un símbolo. En 1645 un fuerte terremoto destruyó Riobamba. Quito se libró, pero tuvo que hacer frente al estrago de la peste. Oyendo un sermón que pedía una conversión sincera, ofreció en público su vida para salvar la de sus paisanos. Acto seguido se apoderó de ella una extraña enfermedad, en forma de aguda hidropesía, que superó durante semanas sin probar el agua. Después de dolorosos sufrimientos, llevados con especial alegría, edificó a todos con una muerte santa. Pío XII la canonizó en 1950. Venerable Francisco de Pamplona (1597-1651) Muestra de cómo un talante aventurero y luchador, puesto al servicio del ideal misionero, puede dar excelentes resultados. Tiburcio Redín y Cruzat, barón de Bigüeda, nació en Pamplona, en agosto de 1597. Fue el menor de cuatro hermanos, que ocuparon elevados puestos en la sociedad de su tiempo: Juan fue abad, Martín llegó a gran maestre de la Orden de Malta, Miguel consiguió un almirantazgo y Tiburcio, después de conseguir alta graduación en la vida militar, cambió la escala de

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valores y profesó en la Orden capuchina. Debió de influir en ellos la educación espartana que les había dado su madre, mujer de mucho carácter y viuda prematuramente, que se propuso hacer de sus hijos hombres útiles y de ejemplo para la sociedad. Tiburcio, con decidida «inclinación a las armas», abrazó la carrera militar a los catorce años y marchó a Italia. A los veinticuatro era ya capitán. Sirvió en la Armada de Indias, llegando a ser general de galeones. Sus aventuras (no siempre encomiables) y hechos de armas (de bravura incontrolada) le granjearon aduladores por una parte y enemigos por otra. Una pedrada en la sien, durante una reyerta en calles madrileñas, le puso a las puertas de la muerte. Oró a la Virgen y la enfermedad fue vencida. Con la curación triunfó la gracia y el que se había lucido haciendo filigranas con la espada iba a hacer maravillas como organizador y conductor de misioneros. A los cuarenta años vistió el hábito capuchino y adoptó el nombre de Francisco. Embebido en humildad franciscana quiso ser de los más humildes y se quedó en hermano lego. Después de hacer el noviciado en Tarazona, profesó en 1638, siendo destinado a Tudela, primero, y después a Zaragoza. En 1642 se enteró de que a unos capuchinos italianos, que iban de misioneros al Congo, se les había negado el paso en Lisboa. Fray Francisco, fiado en su amistad personal con Felipe IV, se comprometió a conseguir la autorización necesaria si se le incluía en la lista. La estratagema dio buen resultado. El grupo misionero, en compañía de fray Francisco, recalaba en la desembocadura del Congo en junio de 1645. La misión congoleña dio un buen resultado y pronto necesitaron refuerzos. Fray Francisco fue enviado a España para hacer las gestiones oportunas. Después de un accidentado viaje, que le llevó a Roma a través de Inglaterra y Francia, pudo comprobar que la misión del Congo había suscitado muchas vocaciones misioneras entre los capuchinos. La Congregación de Propaganda Fide preparaba nuevas fundaciones misioneras para su Orden y aprovechó la influencia de fray Francisco ante el rey de España para enviar la primera expedición de capuchinos a América. En octubre de 1647 embarcaba con ellos rumbo a Darién. Dos años después volvía a Europa para reclutar más misioneros. En Roma formalizó la fundación de una misión en la isla de Granada, región por la que sentía especial predilección, pues allí le habían ayudado durante su carrera militar. Aspiraba a que fuera su campo de trabajo apostólico, pero estaba ocupada por los franceses. Pasaron a Cumaná, y en el valle venezolano del Píritu estableció una misión que dio excelente resultado. Ante la falta de misioneros decidieron enviar de nuevo a fray Francisco a Europa en búsqueda de religiosos. Pero el santo varón había dado su medida, y a pesar de no contar más de cincuenta y seis años de edad murió santamente en el puerto de La Guaira, en 1651. Llevaba veintiséis años de capuchino y los hechos extraordinarios acaecidos alrededor de su tumba confirmaron su fama de santidad.

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San Pedro Claver (1580-1654) Jesuíta leridano, gran apóstol entre los esclavos negros en Cartagena de Indias. Junto a los grandes defensores de los derechos de los indios brilla con luminosidad propia Pedro Claver en la defensa de los derechos de los hombres de color, con el mérito de haberlo hecho cuando la Iglesia no había tomado aún una actitud enérgica. Poco se sabe de sus primeros años. De familia humilde, fue novicio jesuíta en Tarragona. En 1605 fue enviado a Palma de Mallorca a estudiar filosofía. En Montesión se encontraron dos santos: Alonso Rodríguez, de setenta y tres años, que se hallaba ya en la recta final, y Pedro Claver, de veinticinco, que iniciaba la carrera. Muchas cosas buenas enseñó Alonso a Pedro, pero, sobre todo, sembró en él la vocación americanista. Bastó una frase: «Cuántos que están ociosos en Europa podrían ser apóstoles en América». Y lo calificó de «gran cosa». En 1610 se embarcó para Cartagena de Indias, desde donde pasó a Bogotá con la idea de ser hermano coadjutor, como Alonso en la isla de Mallorca. Los superiores, en cambio, decidieron que continuase los estudios. Dos años después volvió a Cartagena, siendo allí designado como ayudante del P. Sandoval, el cual se distinguía por su actividad en favor de los esclavos negros. Pedro le acompañaba en su visita a los barracones, siendo testigo de la miseria de aquellos desgraciados y de la injusticia que con ellos se cometía. La cruda realidad abrió los ojos de Claver y descubrió la razón de ser de su vida apostólica. En 1616 fue ordenado sacerdote. Cuando el P. Sandoval fue trasladado al Perú, Pedro Claver quedó encargado de continuar su obra. Estaba preparado, bien informado y dispuesto. Había asimilado bien las ideas y la táctica del gran iniciador del movimiento en favor de los esclavos negros. Para Pedro se convirtieron en la carne y sangre de su actividad apostólica. En 1622, la Compañía de Jesús le concedió la gracia de hacer la profesión solemne. Era el reconocimiento de sus indiscutibles méritos personales. Su labor consistía siempre en lo mismo: visitar las naves recién llegadas y, con ayuda de intérprete, prestar atención material y espiritual a los pobres negros, hacinados en condiciones infrahumanas. El derroche de caridad y humanitarismo de Pedro Claver escapa a todo control. Pudo afirmar que había bautizado a unos trescientos mil negros. Simultáneamente llevaba la dirección espiritual de los hospitales de San Juan de Dios y de San Lázaro. En 1650 se le declaró una enfermedad que le iba reduciendo la posibilidad de moverse y que coincidió con la terrible peste de 1651 en Cartagena. Los últimos cuatro años de su vida fueron un calvario, que abrazó con generosidad sin límites. Paralítico y medio desconocido vio el final de sus días. La talla gigantesca de la figura del padre de los negros se impuso con toda la grandeza a raíz de su muerte. León XIII lo canonizó en 1888. Venerable Pedro de Bethencourt (1626-1667) Siervo de Dios, fundador de los betlemitas. Natural de Tenerife e hijo de hidalgos y cristianos viejos. Aconsejado por una tía suya, abandonó la

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casa paterna para seguir la divina voluntad, embarcó para América y en 1651 estaba en Guatemala trabajando como hilandero en la fábrica de Almeral, al mismo tiempo que estudiaba en los jesuítas. Por su torpeza en gramática aprovechó poco en los estudios, por lo que el P. Lobo le aconsejó que dejase de estudiar y que se consagrase a obras de caridad, en las que podría hacer mucho bien. El estudio no le había deparado más que burlas de sus compañeros. Gracias a su esfuerzo personal consiguió reconstruir el Calvario de la ciudad. Al lado del mismo construyó una casita, a la que se retiró para entregarse a la oración y a la penitencia. No le faltaron discípulos y aquel centro espiritual se convirtió en iglesia y en hospital, del que nacieron los betlemitas. Fue una obra que llegó a tener un gran ascendiente en América, donde pervive en la rama femenina. Posteriormente amplió su actividad a recoger niños expósitos. Además fundó las ermitas de Animas en las entradas de los pueblos, devoción que llegó a tener un gran arraigo popular. Una vida más bien corta, salpicada de actos heroicos, que desentonarían ante la mentalidad actual, pero que en su medio ambiente le dieron fama de ser un santo varón. Vivió pobrísimamente, muriendo como pobre y en cama prestada de un hospital de pobres. Tiene incoado el proceso de canonización. Beata Ana de los Angeles Monteagudo (1602-1686) Su vida constituye un ejemplo elocuente de carisma dominicano y de monja contemplativa en Hispanoamérica en el siglo XVII. Hija del español Sebastián de Monteagudo y de la arequipeña Francisca Ponce de León, el retrato que de ella tenemos nos permite vislumbrar cierto trasfondo incaico en su mirada. Toda su vida transcurrió en su ciudad natal, Arequipa. A los tres años fue internada en el monasterio de dominicas de Santa Catalina de Arequipa para su formación humana y cristiana. Asimiló bien el ambiente religioso, su disciplina y su austeridad. A los catorce años sus padres la sacaron en orden a un ventajoso matrimonio. Pudo más la piedad y la soledad del monasterio que la brillante propuesta de sus padres. La adolescente huyó de su casa y pidió ser aceptada como monja en el monasterio dominicano. Sus progenitores se opusieron tajantemente. Algunas monjas lo consideraban prematuro. Todo eran dificultades. Ana, empero, se mantuvo firme y acabó triunfando. En 1619 se consagraba definitivamente a Dios mediante la profesión religiosa en la Orden de Santo Domingo. Llevada de su espíritu de abnegación, buscó los oficios más humildes del convento. Se distinguió por su esmero en el cuidado del culto a Dios y del Oficio Divino. Fue también una excelente maestra de novicias. Elegida superiora del monasterio, se aplicó con energía a imponer el espíritu de observancia regular y reforma en su país, hermanó con rara perfección la vida contemplativa con la inquietud de los misioneros y muchos de ellos aseguraban haber recibido su beneficiosa influencia. Una terrible enfermedad, que la dejó ciega durante los últimos diez años de su vida, colmó sus ansias de penitencia. Abrazada a su cruz murió ya

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octogenaria. De corazón y con toda generosidad había asumido y mantenido su papel de víctima. Reconocida la heroicidad de sus virtudes, Juan Pablo II la beatificó en 1985 en la misma ciudad de Arequipa. Venerable José de Carabantes (1628-1694) Figura estelar entre los misioneros capuchinos de América. Su nombre era José Velázquez Fresneda. Nació en Carabantes (Soria), el 27 de junio de 1628. Ingresó en la Orden de los franciscanos capuchinos en 1645, siendo ordenado sacerdote en 1652. Misionero de cuerpo entero, por vocación y convicción, se entregó con todas sus fuerzas al ministerio al que se consideró llamado desde el momento de su ordenación sacerdotal. Unos cuarenta años de su vida no conocieron otro quehacer. Sentíase atraído por la misión entre infieles. Dudaba, empero, de su capacidad y de sus fuerzas. Consultó con la Venerable Madre Agreda, la cual le aconsejó que no dudase de su espíritu misionero, pero que el lugar y el modo lo dejase a la obediencia religiosa, consejo al que se mantuvo fiel durante toda su vida. Pocos años llevaba entregado a las misiones populares en España cuando sonó la llamada de América. Dos misioneros capuchinos de Cumaná habían venido a España para defender a su misión ante la Corona. Brilló la verdad y la Corte no sólo aceptó aquella misión, sino que quiso potenciarla con más misioneros capuchinos. Fue la hora del P. José de Carabantes. En otoño de 1657 desembarcó con otro compañero en la isla Margarita, donde tuvieron que esperar la llegada de los otros misioneros. Aprovechó la ocasión para predicar en sendas misiones populares en los núcleos urbanos de Cumaná y Caracas. Los frutos de conversión fueron sensacionales. El ardor de su palabra se vio robustecido con el de su caridad, que brilló con motivo de una peste que asoló aquellas regiones. Finalmente, al Venerable Padre se le dio la oportunidad de dedicarse a la evangelización de los caribes, cuya ferocidad era proverbial. A punto estuvo de que lo sacrificaran, pero circunstancias providenciales hicieron ver a los indígenas que tenían delante a un gran hombre. El siervo de Dios se consagró de lleno a su cristianización. Comenzó aprendiendo su lengua, que a pesar de su dificultad consiguió dominar hasta poder escribir una gramática para otros misioneros. Años tensos dedicados a evangelizar, fundar ciudades y penetrar tierra adentro, convirtiendo a cinco caciques. Su predicación iba acompañada de extraordinaria ejemplaridad y de hechos taumatúrgicos, como el de haber liberado a sus neófitos de una plaga de langosta. Cosa de nueve años llevaba entregado a su arriesgada misión apostólica cuando tuvo que regresar a España para defender a sus misioneros, falsamente calumniados. No dudó un momento, a pesar de ser el peor tiempo para navegar. Tanto ante la Corona como ante la corte pontificia defendió la verdad y el honor de sus misioneros. Se le agasajó y le dieron toda clase de regalos para estos últimos. A punto estaba de regresar cuando la obediencia religiosa dispuso que se quedase a misionar en España, precepto que obedeció con la generosidad de siempre. En 1668 inició la tercera y última etapa de su vida, sin dejar de ser lo I-Iicifvri/i A* ln Talexia.

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que fue su santo y seña: misionar. Y misionando le llegó la hora de Dios, en Monforte de Lemos, el 11 de abril de 1694. Tiene introducida la causa de canonización. Dejó escritos varios opúsculos pastorales que adquirieron una notoria popularidad, entre ellos un Tratado sobre el ejercicio de las misiones, y una serie de pláticas doctrinales para la formación de los fieles. Venerable Antonio Margil de Jesús (1657-1726) La excepcional gesta evangelizadora del franciscano fray Antonio Margil de Jesús nos ubica en los ricos, policromos y variados países centroamericanos. Toma forma de vigoroso misionero, infatigable difusor de la fe cristiana, con talante de incansable peregrino, siempre a pie, sin más armas ni defensa que su palabra evangélica. En alas de un amor y celo apostólico por la salvación de las almas tanto para con los indios paganos como para los cristianos desorientados, recorrió incontables caminos entre parajes de exultante belleza o triste soledad, ángel portador de paz y bien, teniendo que vencer todo género de dificultades. Fray Antonio llegó a personificar constancia y energía en grado heroico. Nació en Valencia, en 1657, e ingresó en la Orden franciscana en 1673, siendo ordenado sacerdote en 1682. Al año siguiente embarcó hacia México. Querétaro fue el primer centro de su actividad, pero ya en 1683 dio comienzo a su fabulosa etapa de más de diez años de duración, que, partiendo de México, le llevó a recorrer Guatemala, Honduras, Nicaragua y Costa Rica. Fueron especialmente intensas las campañas en la Verapaz de Guatemala y en Talamanca de Costa Rica. Su entrada entre los indios costarricenses térrabas causó sensación entre los contemporáneos. En 1696 fue nombrado superior del colegio de Querétaro y recibió el encargo de fundar el colegio misionero de Zacatecas de México. Providencial disposición que le permitió demostrar sus cualidades de superior modelo y ejemplar. En 1703 organizó una especial expedición en las regiones nicaragüenses de Segapo y Matagalpa con el objetivo de atacar los centros fuertes de magia, brujería e idolatría. No sin riesgo, acompañó su predicación con la destrucción de lugares e ídolos más representativos. En 1711 inició otra etapa de expansión misionera en nuevos territorios, como Nayarit, Cohauila, Nueva León y Texas. Otros diez años de misionar sin cansancio, aunque el tiempo no pasaba en balde y fray Antonio experimentó sus consecuencias. Los últimos años de su vida los pasó en los colegios de Querétaro y Zacatecas. El 6 de agosto de 1726 murió santamente en la enfermería de México, después de una vida de santidad en la que no faltaron hechos que fueron considerados milagrosos. Se dice que había convertido unos ochenta mil indios. Tiene introducido el proceso de beatificación. Beato Junípero Serra (1713-1784) Franciscano mallorquín que con una cruz en la mano como signo, una campana como pregón y su palabra entusiasta emuló en el siglo xvm, en

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tierras de California, la gesta de los mejores evangelizadores del Nuevo Mundo del siglo xvi. Natural de Petra, profesó en la Orden de San Francisco en 1731. Cursó los estudios eclesiásticos, siendo ordenado sacerdote en 1737. Lector de i filosofía y catedrático de teología en la Universidad Luliana de Palma de Mallorca, se distinguió tanto por su dedicación al estudio y a la enseñanza como a la predicación popular y misionera, para la que demostró tener grandes cualidades. Sin embargo, un cambio decisivo se iba a fraguar en el fondo de su espíritu, dando un giro notable a su vocación apostólica. Los superiores esperaban de él que fuese un gran maestro. Fray Junípero aspiraba a misionero y a santo. Vencidas muchas dificultades, pudo embarcar rumbo a Nueva España en 1749. Entre 1750 y 1758 estuvo entre los indios pame, a los que siguieron siete años más dedicado a la evangelización de los apaches. Contaba ya más de cincuenta años cuando, en 1767, fue enviado, en calidad de presidente, a hacerse cargo de las misiones de la península de California, que los jesuítas tuvieron que dejar a raíz de la extinción de la Compañía. En 1769 inició la evangelización de Alta California y en ella dejó lo mejor de su vida. Fueron quince años de entrega absoluta a una labor imponente, en la que fue misionero, explorador, descubridor, escritor y hasta peón de albañil. Por encima de todo, se le recordará como fundador de centros misioneros que se han convertido en urbes de primera magnitud, como San Francisco de California y Los Angeles. Unía a su robustecida santidad personal un extraordinario carisma misionero, un cálido sentido de humanidad, grandes dotes de gobierno, impresionante capacidad de trabajo y una gran dosis de sentido práctico de la vida. Organizador y calculador, supo superar abusos y deficiencias propios de la colonización de primera hora, aunque no pudiese llegar a todos. Fray Junípero Serra representa a finales de la edad moderna la encarnación del espíritu tradicional misionero, de molde hispánico, actualizado y en pleno vigor. Tenía como centro la defensa del indio en cuanto hombre; como fin, su conversión a la fe en Cristo, y como medios, una inagotable paciencia por su parte y la promoción humana para con el indígena. Firme en su decisión de no mirar atrás, siguió impertérrito la trayectoria misionera que la obediencia religiosa le había señalado y a la que había consagrado su vida. Nunca más volvió a su patria. Murió en 1784 rodeado de sus indios, amado por sus frailes y admirado por los españoles que lo trataron. Juan Pablo II lo proclamó beato en 1988.

NOTA

BIBLIOGRÁFICA

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CAPÍTULO

PENSADORES

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ECLESIÁSTICOS

AMERICANOS

Por ISAAC VÁZQUEZ

Aunque últimamente se está avanzando mucho en este punto, la historia de la teología en América todavía está por hacer. Por lo mismo, las páginas que siguen no aspiran a proporcionar una visión de conjunto de esa historia. Lo único que se proponen es presentar una muestra de los pensadores de la Iglesia americana más caracterizados, sin pretender tampoco una exhaustividad imposible y siguiendo un criterio de selección necesariamente subjetivo y susceptible de no ser compartido por todos. Se han seleccionado solamente diecisiete autores, con un único denominador común: que nacieron o vivieron en América y que escribieron de asuntos eclesiásticos. Son muchos más los que poseen idénticos títulos para figurar en la lista, pero la alusión a los mismos en otros capítulos de esta misma obra o la necesidad de selección han obligado a prescindir de ellos. No todos los pensadores incluidos aquí son de primera fila, pero quizá no ocupen tampoco el último lugar. Por lo demás, se sabe que el interés de unas ideas no depende muchas veces de quien las formula sino de las razones en que se apoyan. El carro de la historia, así en el terreno de los hechos como en el de las ideas, no siempre va conducido por héroes de primera magnitud. Bartolomé de las Casas (1484-1566) Nació en Sevilla en 1484. En 1502 viajó a América, donde fue encomendero, conquistador y sacerdote, esto último desde 1507 y sin por ello dejar de ser ambas cosas. En 1514 se convenció de la ilicitud de las encomiendas y renunció a la suya encontrándose en Cuba. Acto seguido regresó a España para luchar contra el sistema de las encomiendas, d e l 5 1 6 a l 5 1 7 participó en el intento de reforma de las Indias patrocinado por el cardenal Cisneros, y de 1518 a 1522 trató de implantar en el Nuevo Mundo un sistema de colonización por medio de labradores, empeño en el que fracasó. Tras su ingreso en 1522 en la Orden de Predicadores, en 1531 reanudó sus gestiones para cambiar el signo de la colonización española de América; en 1542 intervino en la elaboración de las denominadas Leyes Nuevas, originadoras, entre otras alteraciones, de la cuarta guerra civil del Perú; de 1544 a 1546 ejerció el episcopado en la región mexicana de Chiapas, al que renunció en 1551;yde 1550a 1556 participó en Madrid en las controversias

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que se mantenían entonces sobre las conquistas y las encomiendas. Murió en Madrid en 1566. El especialista en temas lascasianos padre Isacio Pérez, dominico, calcula en un mínimo de 22.442 leguas las recorridas por Bartolomé de las Casas en la gestión de sus proyectos y en 369 los libros, memoriales y cartas que escribió. Entre los primeros destacan el De único vocationis modo omnium gentium ad veram religionem, iniciado en 1522; la Historia de las Indias, iniciada también en 1522, pero no concluida hasta 1559; la Brevísima relación de la destruición de las Indias, elaborada en 1542 y completada y editada por él mismo diez arlos más tarde, y la Apologética historia sumaria, compuesta entre 1555 y 1559. Aparte de concebir al indio como genus angelicum, o como lo que en el siglo XVIII se comenzó a denominar el buen salvaje, el pensamiento lascasiano, tal como lo sintetiza Pedro Borges, es el siguiente: En 1514 comenzó a defender la ilicitud de las encomiendas, postura que mantuvo hasta su muerte, a la que desde 1518 añadió la ilicitud también de las conquistas armadas, por lo que desde este mismo año, y sobre todo desde 1522, defendió la necesidad de sustituir la anexión de territorios por medio de las armas por el sistema de la evangelización de los mismos sin ellas, del que se seguiría la cristianización y la anexión pacíficas. En ese mismo año de 1518 ideó su plan de colonización del Nuevo Mundo por medio de labradores, de cuya posibilidad se desengañó al fracasar en los proyectos de esta índole en 1522. También fue en 1518, aunque la elaboración definitiva del sistema no la efectuó hasta 1531, cuando concibió su tesis de la misión salvífica del imperio, consistente en considerar la presencia española en América y su labor colonizadora como encaminadas primordialmente a la cristianización de los indígenas con miras a su salvación eterna. De sus tesis sobre la ilicitud de las encomiendas y de las conquistas, concebidas e n l 5 1 4 y l 5 1 8 , respectivamente, dedujo desde 1531 la conclusión de que los colonos españoles estaban obligados a restituir a los indios lo que hubieran adquirido en el curso de la práctica de los dos sistemas antedichos. Hasta 1534, en que cambió definitivamente de postura en este punto, admitió la licitud de la esclavización de los indígenas. A su actitud sobre la anexión política del Nuevo Mundo añadió en 1543 la tesis de que la Corona de Castilla no podía ejercer el dominio sobre ningún territorio americano sin el previo consenso de sus habitantes, así como la de que eran lícitas las guerras de los indios contra los españoles. Profundizando cada vez más en este mismo tema, en 1548 comenzó a defender la postura de que la Corona de Castilla no podía ejercer en Indias más dominio que el etéreo del «imperio soberano y universal», lo que en 1555 lo llevó a propugnar la necesidad de que no quedaran en Indias más españoles (fuera de los misioneros) que los estrictamente necesarios para representar simbólicamente el aludido imperio.

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La esclavitud de los negros, admitida y hasta aconsejada por él en 1516, 1518, 1519 y 1539, no comenzó a considerarla ilícita hasta 1552. En afirmación del mismo Pedro Borges, «enfocado desde el ángulo de su pensamiento, Bartolomé de las Casas tiene el incuestionable mérito de haber reflexionado y escrito sobre los más acuciantes y trascendentales problemas de la América de su tiempo y de haberlo hecho con exhaustividad. Es, sin embargo, poco original y difícil de comprender por las características de su estilo» (Quién era B. de las Casas, 291). Juan Focher (f 1572) Franciscano de origen francés: a esto se reduce todo lo que sabemos de la primera parte de su vida. Sin embargo, visto que más adelante demostrará haber adquirido una sólida formación teológico-jurídica, se puede conjeturar que realizó estudios superiores, probablemente en el antiguo y famoso Studium franciscano de París, que continuaba concediendo títulos académicos. A pesar de su origen, Focher logró inscribirse entre los misioneros de Nueva España, donde ya se encontraba en 1540. Fue profesor en el colegio de Tlatelolco y debió pasar toda su vida de misionero o la mayor parte de ella en la ciudad de México. Aquí murió en 1572. Obras: 1) Itinerarium catholicum proficiscentium ad infideles convertendos (Sevilla, 1574), edición postuma, preparada por fray Diego Valadés, quien añadió, suprimió y cambió varias cosas y puso los índices; 2) Declaratio duorunt indultorum Pauli Papae IV; 3) Declaratio summaria tussu Novae Hispaniae Proregis D. Ludovici de Velasco... privilegiorum quae Fratribus Ordinum Mendicantium in Florida abeuntibus concessa sunt tribus bullís authenticis Leonis X, Adriani VIet Pii V (Manila, 1630); 4) Enchiridion baptismi adultorum et matrimonii baptizandorum (escrito en 1544); 5) Tractatus de baptismo et matrimonio noviter conversorum adfidem (compuesto en 1546). De todas las obras de Focher la que más nos interesa es su Itinerario, no sólo por su volumen, sino porque parece constituir, él solo, el punto de convergencia o la suma de todos los tratados anteriores que el editor Valadés trató de reducir a unidad. Trátase de una guía que explica todo lo que el misionero debe saber y practicar para convertir al indio americano y poder convivir con él hecho ya cristiano. El primer mérito de una obra semejante es el de su primado cronológico: «Hasta el presente -advierte el editor Valadés en el prólogo- no ha habido quien se haya propuesto ex professo darnos normas sobre el particular». «En este libro -continúa hablando el editor-, quien tan sólo lo recorriere una vez encontrará expuesto con claridad meridiana, en lenguaje bello y preciso, cuanto, con un orden confuso, acumularon los doctores escolásticos y jurisconsultos sobre la conversión de los infieles». Según el criterio del editor, la obra se presenta dividida en tres partes. La primera parte, subdividida a su vez en trece capítulos, constituye el planteamiento de los principios fundamentales, o sea, de aquellos problemas misionológicos de orden general cuyo conocimiento tenía directa aplicación en Indias. Se abre el Itinerario con el abordamiento del primer requi-

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sito del misionero: la vocación (c.1-2). Pero lo que aquí se propone ilustrar Focher no es tanto la vocación que debe poseer el misionero cuanto el hecho innegable de la vocación o de la llamada a la salvación que todos los infieles han recibido de Dios; es decir, para nuestro autor la conversión de infieles forma parte de la voluntad salvífica de Dios. Establecida esta base, quedaba justificada toda la obra misional. En efecto, de la llamada de Cristo a la salvación por medio del Evangelio se sigue para la Iglesia un derecho-deber de evangelizar y para los infieles un derecho-deber de ser evangelizados. En ambos casos, trátase de un derecho-deber prioritario, dado que el objetivo que se desea obtener, que no es otro que la salvación, debe anteponerse a cualquier otro objetivo. Puesta bien en claro la esencia misionera de la Iglesia y de cada uno de sus miembros, Focher pasa a tratar en el capítulo tercero de la idoneidad del misionero. Presupuestas las tres virtudes de fe, esperanza y caridad, exige otras tres cualidades para que al misionero se le pueda considerar idóneo: santidad de vida, ciencia y espíritu paternal; dentro de la santidad de vida, las circunstancias de Indias hacían especialmente recomendable la castidad. Sentados los dos requisitos más esenciales, el de la vocación y el de la idoneidad, el autor expone a continuación (c.4-6) los diversos modos de evangelizar, proponiendo como principio fundamental la norma evangélica de Cristo y de los apostóles; presta especial atención a los problemas que creaba en Indias la administración del bautismo (c.7-8); concluye la primera parte con el análisis de las cuestiones sobre el sustento (c.8-10) y el envío de los misioneros ( e l 1-13). En la segunda parte, y a lo largo de diecisiete capítulos, Focher estudia la incardinación de los indios en el cristianismo. Esto le lleva a desarrollar tres temas: a) el del bautismo, sacramento de la incardinación (c.1-6); b) problemas relativos al sacramento del matrimonio, tanto antes como después del bautismo (c.7-16); c) los nuevos cristianos (el6-17). El autor se muestra en los dos primeros apartados un buen canonista y moralista, mientras que en el tercero da consejos pastorales sobre cómo había que continuar cultivando la fe en los nuevos cristianos. Como se ha podido observar, Focher se ha limitado hasta aquí a tratar problemas de carácter puramente religioso o espiritual; estando dirigido, por otra parte, el Itinerario a servir de manual a los misioneros en la obra de la evangelización, el autor hubiera podido concluir su obra con el último capítulo de la segunda parte. Sin embargo, la tercera parte no está de sobra. A lo largo de siete capítulos, Focher aborda en ella los problemas de índole mixta que surgían en los comienzos de la cristiandad indiana: la guerra a los indios (c.1-3), el uso de sus bienes temporales (c.4-5), las reducciones (c.6) y la administración de los sacramentos (c.7). Focher no sólo admite que la guerra a los indios, en ciertas condiciones, no sólo puede ser justa, sino también necesaria: en cuanto a las reducciones, las ve también legítimas en orden a una mejor cristianización de los indígenas. Puede ser que Focher, en su amplia aceptación de la guerra justa, se sintiese fuertemente influido por el caso de los chichimecas. No hay que

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olvidar, sin embargo, que en todo momento él se considera más canonista y teólogo que profeta. Tal vez sea ése su mérito. Por haber resuelto los problemas americanos a la luz de la ciencia teológica, Mendieta lo calificó como «luz de aquella nueva iglesia». Diego Valadés (n. 1533) Nació en 1533. Se le venía haciendo natural de Tlaxcala e hijo ilegítimo de un español y de una india; según los indicios que he recogido en mi estudio que cito en la bibliografía, creo que no hay motivo para dudar de su origen español. En temprana edad pasó a México, donde permaneció hasta 1571-1572, en que regresó definitivamente a España; nombrado procurador general en la Curia Romana en 1575, hubo de renunciar poco tiempo después. En 1583 continuaba residiendo en Roma como miembro de la Congregación romana antimagdebúrgica. Valadés interesa a la literatura teológica de América por haber editado el Itinerarium de J. Focher y por ser autor de la Rhetorica christiana (Perusa 1579), uno de los primeros monumentos del humanismo mexicano. Alonso de Veracruz (1507-1584) Alonso Gutiérrez y Gutiérrez, que así se apellidaba, nació en 1507 en Caspueñas, provincia de Guadalajara. Estudió humanidades en Alcalá y teología en Salamanca con F. de Vitoria. En 1535, ordenado ya sacerdote, decidió irse de misionero a América; se embarcó en compañía de doce religiosos agustinos y llegó a Veracruz el 22 de junio de 1536; aquí vistió el hábito de los agustinos y cambió sus apellidos por el nombre de Veracruz. El 2 de julio de 1536 entraba en la ciudad de México, que iba a ser teatro de sus múltiples y prolongadas actividades. En 1540 inicia sus tareas de profesor y de escritor; es autor de los primeros tratados filosóficos escritos y publicados en México; en 1542 estuvo al frente del gobierno de la diócesis de Michoacán, en ausencia de su obispo, Vasco de Quiroga; desde 1548, y por cuatro veces consecutivas, ejerció el cargo de ministro provincial de los agustinos. Desde 1553, en que comenzó a funcionar la Universidad de México, fray Alonso de Veracruz fue profesor de Sagrada Escritura y tuvo en propiedad la cátedra de teología de Santo Tomás. Dejó la enseñanza universitaria en 1557. Por asuntos de la Orden y en fuerza de su cargo realizó varios viajes a España; en 1573 volvió por tercera y última vez a la Nueva España. Murió en 1584. Obras principales: 1) Recognitio Summularum (México 1554 y tres eds. más en Salamanca); 2) Dialéctica resolutio cum textu Aristotelis (México 1554 y cuatro eds. más en Salamanca y Madrid); 3) Speculum coniugiorum (México 1556 y tres eds. más en Salamanca, Alcalá y Milán); 4) Physica speculatio (México 1557 y tres eds. más en Salamanca); 5) De dominio infidelium et iusto bello, compuesta hacia 1542-1545 y publicada más tarde; 6) De decimis, compuesta hacia 1555-1557 y publicada más tarde. Fray Alonso de Veracruz es un auténtico pionero de las ciencias filosófico-teológicas en México; justamente se le considera como «el padre de la filosofía mexicana»; en la enseñanza de la lógica fue partidario de la reforma

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que estaban llevando a cabo en Europa renacentistas, gramáticos y retóricos. En las restantes obras abordó casi todos los problemas que la acción misional iba planteando en su tiempo. Adelantándose a J. Focher, resolvió muchas cuestiones relativas al matrimonio poligámico de los indios; escribió sobre el regio vicariato indiano, si bien sus ideas sobre este tema fueron publicadas con posterioridad a las de Focher; defendió enérgicamente los privilegios de los religiosos frente a las reclamaciones de los obispos; contra las exigencias de éstos sostuvo también que los indios estaban exentos de pagar los diezmos eclesiásticos. La defensa de muchas de estas ideas le acarrearon no pocos sinsabores. A él le corresponde indudablemente un protagonismo de primera fila en la historia eclesiástica mexicana de la segunda mitad del siglo XVI. Luis López (f 1596) Nació en Madrid e ingresó en la Orden de dominicos en el convento de Atocha. Como miembro de la provincia de España, debió de haber seguido sus estudios en Salamanca. Siendo ya bachiller en Teología, partió misionero para América, residiendo en Chiapas y en Guatemala. No se sabe el tiempo que pasó en las Indias ni el motivo que le movió a regresar a España, en donde ocurrió su muerte el 27 de septiembre de 1596. Obras: 1) Instructorium conscientiae (Salamanca 1585, 1592 y 1594, Lyon 1587); 2) Instructorium negotiantium duobus contentis libris... Ubi de contractibus et negotiationibus quaestiones earumque resolutiones perutiles quidem atque necessariae praeponuntur, accurateque discutiuntur et traduntur, praessiusque tam modernorum quam antiquorum opinionibus libratis atque perpensis statuitur ventas... (Salamanca 1589), y bajo el título de Tractatus de contratibus et negotiationibus (Salamanca 1592, Lyon 1594, Brescia 1596). La segunda obra interesa más de cerca para nuestro tema. El autor trata en ella de todos los problemas que puede plantear el derecho de los contratos; su conocimiento de la situación indiana le lleva también a ocuparse, en concreto, de los problemas que surgían en aquellas tierras del hecho mismo de las relaciones entre españoles e indígenas. Dedica los capítulos cuarto y quinto del libro primero a los negros («aethiopes»), pero no en cuanto posibles negociantes, sino en cuanto eran considerados como mercancía o materia de contrato. Comienza por preguntarse «si una persona libre puede ser objeto de venta»; más adelante trata de los varios títulos que pueden justificar la esclavitud y termina sentenciando que pecan gravemente los que con fraude y engaño embarcan a los negros y los venden. Los autores posteriores señalan en fray Luis López una inclinación al laxismo, como advierte B. Alonso Rodríguez. José de Acosta (1540-1600) Procedente de una familia de conversos, nació en Medina del Campo (Valladolid) en 1540. Entró en la Compañía de Jesús en Salamanca en 1552 y dos años después emitió los primeros votos en su ciudad natal, en donde

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enseñó humanidades. A continuación residió también en Plasencia, Lisboa, Coimbra, Valladolid y Segovia; estudió Artes y Teología en Alcalá, siendo ordenado sacerdote en 1566. Enseñó Teología en Ocaña y Plasencia (1567-1571). En este último año fue enviado al Perú; su nueva actividad se desenvolvió especialmente en Lima, en donde enseñó Teología en la Universidad y en el colegio de jesuítas, del que llegó a ser rector. Fue provincial desde 1576 a 1581; en 1582 asistió al tercer concilio limense, siendo su teólogo más insigne: fue él, en efecto, quien redactó las actas y razonó los cánones que después votaron los Padres; compuso asimismo el texto castellano de los tres catecismos y tuvo parte principal en la redacción del confesionario y los sermones. En 1587 regresó a España. Se concluía así su estancia en América, pero no su actividad americanista, que continuará hasta su muerte, sea con la pluma o con sus gestiones ante Felipe II y ante el papa Clemente VIH. Estaba ejerciendo el cargo de rector del colegio de Salamanca cuando le sorprendió la muerte el 15 de febrero de 1600. Además de su intervención en los tres catecismos, el confesionario y el sermonario publicados por orden del tercer concilio de Lima, Acosta publicó las siguientes obras de interés americanista: 1) De natura novi orbis (Salamanca 1588 y 1589, Colonia 1596, Lyon 1670); 2) Depromulgatione Evangelii apud barbaros, seu de procuranda Indorum salute, publicada junto con la anterior (Salamanca 1588 y en otras); 3) Historia natural y moral de las Indias, traducción del De natura novi orbis (Sevilla 1590, Barcelona 1591, Madrid 1608, 1792, 1954, México 1962); 4) De temporibus novissimis libri quatuor, junto con el De Christo reveíalo (Lyon 1592). Esta última obra, aunque por el título no lo parece, está relacionada con la actividad americana de Acosta; en efecto, el autor combate ciertas ideas que el P. Lope Delgado iba esparciendo en sus predicaciones limeñas de sabor un poco milenaristas. José de Acosta no sólo es el primer escritor jesuíta de cosas de América, sino que ocupa también un puesto de primer plano entre los misionólogos de todos los tiempos. Dos obras le aseguran este puesto. La primera es su Historia natural y moral de las Indias. Esta obra interesa desde un doble punto de vista: científico y misional. Bajo el primer aspecto, la Historia de Acosta no cabe duda que abre la serie de obras científicas sobre el nuevo mundo por los innumerables datos de toda índole que va recogiendo relativos a las Antillas, a Perú y a México, lugares visitados personalmente por Acosta. Bajo el aspecto misionológico, la Historia no resulta menos interesante. El mismo Acosta confiesa que quiso ofrecer en ella una especie de introducción o propedéutica a la labor evangelizadora, poniendo «lo natural a los pies del evangelio». La otra obra, De procuranda Indorum salute, es la que mejor revela a Acosta como teólogo, como moralista y como misionero. Es, por consiguiente, la que más nos interesa destacar aquí. Comprende seis libros, cuyos epígrafes nos pueden dar ya una idea de su contenido: libro 1.", «La predica-

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ción del evangelio a los indios, aunque difícil, es necesaria y rica de fruto»; libro 2.°, «De la ida y entrada a las naciones bárbaras para predicarles la fe»; libro 3.°, «Del gobierno y administración de los indios en lo político y civil»; libro 4.°, «Cuáles deben ser los ministros del evangelio que predican la fe, y de qué medios podrán ayudarse»; libro 5.°, «De la doctrina cristiana y enseñanza de los indios en la fe y mandamientos»; libro 6.°, «De la administración de los sacramentos a los indios». El objetivo primordial que Acosta se propone es indudablemente la conversión a la fe católica de los indígenas de América; obviamente se enfrenta con los problemas generales de toda evangelización, pero sus observaciones y apreciaciones no se quedan en meras abstracciones, sino que se centran en los problemas más candentes que surgían en América ante el hecho de la conquista por parte de los españoles. Precisamente, la composición de este libro entre 1575 y 1576 coincide con el período en que se pone sobre el tapete la «duda indiana», o sea, la cuestión de la licitud de la presencia española en Indias. Acosta interviene activamente en la polémica. Se muestra optimista y esperanzado en el futuro de la evangelización, pero sin embargo denuncia con descarnada franqueza los abusos y atropellos que los españoles venían cometiendo en América. • Con ímpetu profético clama contra la esclavitud, contra los tributos injustos, contra los métodos de represión y explotación, el desenfreno y el salvajismo de los conquistadores, contra las guerras de conquista, contra la avaricia y la rapiña y, en fin, contra el escándalo y el mal ejemplo de los clérigos y religiosos. No se vaya a pensar, sin embargo, que Acosta es un simple profeta de calamidades. Junto a lo malo sabe también descubrir lo bueno, y con la denuncia negativa sabe proporcionar también la propuesta o sugerencia positiva. En este libro, los problemas encuentran su solución «casi siempre definitiva», opina F. Mateos (ed. 1954, p.XXXVII), «por lo cual se convirtió desde su aparición en guía segura y autoridad indiscutible en materia de Indias». Miguel Agía (f después de 1604) El mismo se dice natural de Valencia. En 1563 pasó a Nueva España. Fue miembro de la provincia franciscana del Santísimo Nombre de Jesús, en donde enseñó Teología y fue, repetidas veces, guardián y definidor. Hacia finales de 1594 viajó a España por asuntos de la Orden; en 1600 se encontraba todavía en Madrid; probablemente seguía allí el 17 de mayo de 1601, fecha en que presentaba al rey y al Consejo de Indias un parecer sobre el servicio personal de los indios. A partir de esta última fecha debió de emprender el viaje de regreso a las Indias, en compañía del nuevo comisario general del Perú, fray Juan Venido, del que fue secretario. El mismo refiere (Tratado, p.l) que ambos visitaron «las provincias y custodias de los Reynos del Perú y Tierra firme, desde que salimos de la ciudad de Cartagena para esta ciudad de Lima por los distritos de las reales audiencias del Nuevo Reyno de Granada y de Sant Francisco del Quito, que son cerca de mil leguas de tierra hasta llegar a esta

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ciudad». Aquí fijó su nueva residencia en 1604, última fecha que conocemos de su vida y en la que era profesor de Teología en San Francisco de Lima. Obras: 1) De exhibendis auxiliis sive de invocatione utriusque brachii tractatus (Madrid 1600); 2) Tratado que contiene tres pareceres graves en derecho que ha compuesto el Padre... Sobre la verdadera inteligencia, declaración y justificación de una Cédula Real de su Magestad... (Lima 1604). La primera obra es un tratado sobre las relaciones entre la Iglesia y el Estado. El autor se sitúa obviamente en la línea teocrática tradicional proclamando la superioridad del poder espiritual sobre el temporal aun en los casos mixtos; desde ese punto de vista expone con claridad y precisión la competencia de ambos poderes. El segundo libro se ocupa del espinoso problema de los servicios personales de los indios concretamente en la explotación de las minas. Sobre eso mismo Agía había presentado el parecer del 17 de mayo de 1601, con cuyas conclusiones de entonces confiesa no estar ahora de acuerdo y las desmiente con el presente Tratado. La ocasión para escribirlo se la ofreció la real cédula de Felipe III del 24 de noviembre de 1601, «que trata del servicio personal y repartimientos de indios». El Tratado comprende tres pareceres o apartados: los dos primeros se refieren a la real cédula en sí misma, el tercero contempla su aplicación concreta. Agía justifica plenamente la real cédula, en cuanto que ve en ella una medida eficaz para desterrar toda injusticia en el trabajo de los nativos. Otra cosa era su aplicación, la cual, en gran parte, se dejaba al arbitrio de los virreyes y otros gobernadores de Indias. Y precisamente sobre esto fue invitado Agía a pronunciarse. Comienza por distinguir los servicios personales de los indios de los repartimientos o encomiendas de los nativos. El se ocupa solamente de los servicios personales. Con un grande bagaje doctrinal por delante, admite la licitud de las servidumbres personales, siempre y cuando no vayan contra el derecho natural, la caridad cristiana y el bien común de la sociedad. El juzgar cómo se cumplen en los diversos casos estas condiciones, es ya cuestión no de doctrina, sino de experiencia. Hemos dicho ya cómo Agía se preparó para dar este parecer recorriendo «cerca de mil leguas de tierra». Cargado de ciencia y experiencia, Agía termina su tercer parecer formulando con implacable firmeza el cierre inmediato de las minas o «socabón grande» de Guancavelica: «entré en el dicho socabón grande... y vi por vista de ojos la lavor... y el modo como travajan los indios y considerado el lugar y su gran profundidad y la malicia y viscosidad de los metales... Digo... que tiene obligación el Rey nuestro señor, y el señor virrey en su nombre, de mandar cerrar el dicho socabón..., para desta manera evitar tan gran destrozo y daño de muertes... Y siento en Dios y en mi conciencia». El Tratado puede ofrecer todavía hoy notable interés para los turistas y sociólogos de las cosas de Indias.

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Jerónimo Moreno (mediados del siglo XVII) Dominico. Editó: Reglas ciertas y precisamente necesarias para jueces y ministros de justicia de las Indias y para sus confesores (México, 1637). El opúsculo reúne los principios fundamentales del derecho civil y canónico que estaban en vigor en América. Hoy constituye una fuente útil para el estudio del derecho misional de la época. Juan Rodríguez de León (mediados del siglo XVH) Canónigo de la iglesia de Tlaxcala. Es autor de la siguiente obra: El Predicador de las gentes San Pablo. Ciencia, preceptos, avisos y obligaciones de los predicadores evangélicos con doctrina del Apóstol (Madrid, 1638). El interés de esta obrita está en el hecho de proponer al Apóstol como modelo para los predicadores del tiempo. Contiene, además, normas específicas sobre la predicación a los indígenas de América; de hecho, el capítulo 10 del libro III se intitula: «Modo de predicar a los gentiles de las Indias, mereciendo las gracias de la Sede Apostólica y dilatando la fe de la ley christiana». Alonso de Sandoval (1576-1651) Nació en 1576 en Sevilla, aunque de origen toledano; por eso en la portada de su obra él mismo se considera «natural de Toledo»; sobrino del conocido escritor asceta Diego Alvarez de Paz, S. J. Estudió en el seminario de San Martín de Lima y entró en la Compañía de Jesús en 1593. En 1605 fue destinado al colegio de Cartagena de Indias, donde estuvo hasta 1617; el trienio siguiente lo pasó en Lima; desde 1619 residió en Cartagena hasta 1651, año en que murió; en 1627 desempeñó el cargo de rector del colegio de dicha ciudad. Obra: De instauranda Aethiopum salute. Naturaleza, policía sagrada y profana, costumbres, ritos, disciplina y catechismo evangélico de todos Etíopes (Sevilla, 1627, y Madrid, 1647). Alonso de Sandoval es un precursor de San Pedro Claver en el apostolado de los negros africanos transportados a América. Desde que llegó a Cartagena salió por la ciudad en busca de negros; d e l 6 0 7 a l 6 1 0 desembarcaban en Cartagena de doce a catorce navios negreros registrados. A estos pobres esclavos dedicó, pues, Alonso de Sandoval su vida apostólica y también su actividad científica. La obra comprende cuatro libros. El primero trata «de las principales naciones de Etíopes, que se conocen en el mundo»: una mezcla de geografía, historia y leyenda de los pueblos negros del África. El segundo contiene una descripción «de los males que padecen estos negros», especialmente a causa de la esclavitud. El tercero se ocupa «del modo de ayudar a la salvación de estos negros»: una verdadera metodología misional sacada de la propia experiencia; métodos de bautismos y catecismo; uso de ficheros e intérpretes; los problemas de los rebautismos y confesiones por intérpretes; este libro, como afirma Valtierra, debió ser, sin duda alguna, el vademécum de todos los que trabajaban con negros en su época. El libro cuarto es una apología de su obra.

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Juan de Alloza (1598-1666) Nació en Lima, en mayo de 1598; entró en la Compañía de Jesús en 1618; enseñó primero humanidades y luego durante muchos años teología moral; fue superior del seminario de Lima y vicerrector del noviciado; murió el 6 de noviembre de 1666. Entre otras obras, publicó: Flores Summarum seu Alphabetum morale omnium fere casuum qui confessoribus contingere possunt, ex selectioribus doctoribus praecipue Societatis Iesu, ex utroque iure ac manuscriptis peruanis (Lyon, 1665; Liége, 1665; Lyon, 1666; Colonia, 1669 y 1677; Milán, 1677, y Colonia, 1705 y 1715). Trátase de una de las clásicas Sumas de moral casuística de la época postridentina; sus muchas ediciones indican claramente la aceptación que encontró. Su difusión coincide precisamente con el momento en que el prepósito general Tirso González trata de imponer enconadamente el sistema del probabiliorismo en el seno de la Compañía. El Alphabetum morale de Alloza sigue tal vez una tendencia menos rigorista, como parece desprenderse de la advertencia que figura en el frontispicio de su cuarta edición (Colonia, 1669), en la que se dice que todos los casos de moral, «quantum licet, benigne digeruntur». En la «Disputatio III» se da cabida a varios casos tomados de los «indios peruanos». Pedro de Alva y Astorga (1601-1667) Nació hacia 1601-1602 en Carbajales (Zamora). De edad de unos ocho años fue llevado al Perú y naturalizado en el Cuzco, lo que explica que muchos autores posteriores considerasen esta ciudad como lugar de su nacimiento. Frecuentó el colegio de San Antón, que era el seminario del obispado del Cuzco. Hacia 1621, mientras seguía los estudios teológicos en el colegio de San Martín, en Lima, ingresó en la provincia franciscana de los Doce Apóstoles del Perú. Ordenado sacerdote, ejerce simultáneamente la enseñanza, la predicación y diversos cargos de gobierno. En 1641 era ya profesor jubilado. Por esa fecha o un poco antes vino a España como procurador de su provincia; concluía así su estancia en las Indias. Como custodio de su provincia participó de vocal en el capítulo general de Toledo en 1645 y en la congregación general celebrada en la misma ciudad en 1648. En 1650 pasó a Roma como procurador de la Causa de beatificación del misionero americano Francisco Solano; en 1654 fue nombrado procurador general de la Orden; a los pocos meses, renunció a este cargo y regresó a España; hacia 1661 ó 1662 se trasladó a los Países Bajos y montó una imprenta en Lovaina para editar sus propias obras; ésta dejó de crujir sólo cuando fray Pedro dejó de existir en 1667. Este franciscano zamorano fue un portento de actividad. Su nombre quedó unido a la acalorada controversia sobre la Inmaculada Concepción, a la que van dedicadas muchas de sus obras. He aquí algunas: 1) Bibliotheca Virginalis, 2 vols. (Madrid, 1648); 2) Armamentarium Seraphicum et Regestum universale pro tuendo titulo Immaculatae Conceptionis (Madrid, 1649); 3) 5o/

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Veritatis (Madrid, 1650); 4) Militia Immaculatae Conceptionis (Lovaina, 1663); 5) Monumenta antiqua Immaculatae Conceptionis (Lovaina, 1664); 6) Monumenta antiqua seraphica pro Immaculata Conceptione (Lovaina, 1665). Juan de Almoguera (f 1676) Religioso trinitario, fue obispo de Arequipa desde 1659 hasta 1673, y arzobispo de Lima, desde este año hasta el de 1676, en que murió. Publicó la siguiente obra: Instrucción de sacerdotes con aplicación individuada a curas y eclesiásticos de las Indias, donde se escrive... Dirigida al Rey Nuestro Señor... (Madrid, 1671). Obra importante para la formación del sacerdote en general y del sacerdote misionero en América. Comprende cuatro tratados: 1) la sublimidad del estado sacerdotal; 2) el mal ejemplo de los sacerdotes es pésimo en la Iglesia universal, pero especialmente en tierra de misiones; 3) pecados que ocasionan los litigios y avaricia de los eclesiásticos, especialmente de los párrocos, en Indias y, sobre todo, en el Perú; 4) la ciencia necesaria que deben poseer los eclesiásticos. Alonso de la Peña Montenegro (f 1687) El mismo autor nos ofrece en la portada de su obra los datos esenciales de su ficha biográfica. Primeramente fue colegial en el colegio de la Universidad de Santiago, y en 1632 entró en el Colegio Viejo de San Bartolomé de Salamanca. Canónigo magistral, sucesivamente, de la iglesia colegiata de Iria Flavia (Coruña), de la catedral de Mondoñedo y de la catedral metropolitana de Santiago de Composfela. Aquí ocupó también la cátedra de Escritura en la Universidad. A partir de 1653 le espera nuevo destino y también nuevo mundo. En efecto, el 18 de agosto de ese año fue nombrado para regir el obispado de Quito, en el que permaneció hasta su muerte, en 1687. Es autor de la siguiente obra: Itinerario para parochos de indios. En que se tratan las materias más particulares, tocantes a ellos, para su buena administración (Madrid, 1668; Lyon, 1679; Amberes, 1698, 1726 y 1754; Madrid, 1771). Esta obra recuerda por el título el Itinerarium de fray Juan Focher, del que nos hemos ocupado más arriba, pero es muy superior a éste, por extensión de páginas y amplitud temática, y tuvo también mayor aceptación ante el público a lo largo de todo un siglo, como lo ponen de manifiesto las seis ediciones que alcanzó. El voluminoso in-folio comprende cinco libros, con un total de 562 páginas de texto, más 72 de preámbulos e índices. A su vez, el libro primero se subdivide en trece tratados; el segundo, en doce; el tercero, en diez; el cuarto, en seis; y finalmente, el quinto, en cuatro. La obra reviste un carácter eminentemente práctico y está destinada a resolverle al doctrinero o párroco de indios, basándose en los principios del derecho canónico y de la moral, cuantos problemas se le plantearan en el ejercicio de su ministerio. Esos problemas se pueden englobar bajo tres epígrafes fundamentales: obligaciones del doctrinero, obligaciones y privilegios de los indios, y com-

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portamiento del doctrinero ante las diversas situaciones generadas por los indígenas. El enfoque eminentemente práctico de la obra añade a su valor canónico-moral el ulterior de que permite deducir de los problemas que plantea el conocimiento de la situación religioso-social de los indios ya cristianos. Desde este punto de vista es especialmente rico el libro segundo, en el que se habla de los tributos, de los contratos, de la idolatría, de los hechiceros, de los caciques, de los encomenderos, de los corregidores y de la embriaguez, a la que, por ejemplo, describe como un hecho tan generalizado entre los nativos, que el autor no considera calumnia llamarle borracho a un indio, porque, según él, se embriagaban prácticamente todos. Como puntos más concretos dignos de especial mención merecen resaltarse la insistencia, en un momento ya tan tardío como 1668, y refiriéndose a los doctrineros, en proponer a los Apóstoles como modelos de párrocos (libro 1, tratado 10, sesión 1), la afirmación de que «es engaño muy grande dezir y entender que no es menester para entre los indios theología» (ibid., sesión 17) y el juicio moral que formula sobre los agravios hechos a indios: «Tengo por cosa llana que es mayor pecado agraviar a los indios que a los españoles» (libro 1, tratado 1, sesión 6). Respecto del escritor, se puede buenamente pensar que Peña Montenegro formaba parte del círculo de aquellos obispos de indios de los que él mismo dice que «están obligados a ser tutores y defensores de los indios y otros pobres» (libro 2, sesión 8). Las frases que hemos transcrito y otras muchas que esmaltan el Itinerario de Peña Montenegro hubieran podido caer de la boca o de la pluma de un San Carlos Borromeo o de cualquier otro obispo ideal de la reforma católica postridentina. Diego de Avendaño (1594-1688) Nació en Segovia, en 1594. Estudió gramática latina en su ciudad natal y, a continuación, cursó filosofía en Sevilla, en el colegio de Maese Rodrigo. En esta ciudad conoció al que sería su futuro mentor, Juan Solórzano Pereira, célebre autor de la Política indiana, con el que se embarcó para América en 1610. Ya en Lima, y apoyado por el propio Solórzano, ingresó en el colegio de los jesuítas de San Martín. Aquí se sintió llamado a la Compañía de Jesús y en 1612 emitía los primeros votos. Terminados sus estudios de filosofía y teología, recibió la ordenación sacerdotal en 1619. Inicia entonces una brillante carrera de predicador, de profesor, de gobernante y de escritor. Fue director del colegio de Cuzco, rector del colegio y Universidad de Charcas, rector de la Universidad de Chuquisaca, en la que ocupó la cátedra de Prima de Teología por dos veces. De aquí pasó a Lima, de cuyo Colegio Máximo de San Pablo fue profesor y rector. De 1661 a 1669 gobernó la provincia jesuítica del Perú. Cúpole a él reunir la decimoquinta Congregación provincial en 1665. Fue también rector del noviciado de la Compañía en Lima y consultor de la Inquisición. En el

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colegio de San Pablo de esta ciudad entregó su alma a Dios en 1688, a los noventa y cuatro años de edad. Obras: 1) Thesaurus Indicus seu generalis instructor pro regimine conscientiae in iis quae ad Indias spectant, 2 vols. (Amberes, 1668); 2) Auctarium Indicum (Amberes, 1675); 3) Auctarii Indici tomus secundas (Amberes, 1676); 4) Auctarii Indici tomus tertius (Amberes, 1678); 5) Auctarii Indici tomus quartus (Amberes, 1686); 6) Cursus consummatus sive recognitiones theologicae... utilia multa et specialia continentes generaliter et pro Indiis circa earum Thesaurum (Amberes, 1686). Avendaño fue un decidido defensor de los derechos tanto de los indios americanos como de los negros africanos. Sus ideas, sin embargo, tienen poco de originales. Están recopiladas de autores anteriores, como Focher, Acosta, Agía y Sandoval. Andrés Miguel Pérez de Velasco (siglo x v m ) El mismo se profesa en la portada de sus obras «Colegial que fue de oposición en el Real de San Ignacio de la Puebla, cura beneficiado, vicario y juez eclesiástico de la parrochia de Santo Domingo Ytzocan, comisario del Santo Oficio de la Inquisición y su revisor». Escribió las dos obras siguientes: El pretendiente de curatos instruido para si lograre su pretensión y desengañado para que, si no es únicamente la honra de Dios y el bien de las almas quien le mueve, desista de pretender, y no sea cura (Puebla de los Angeles, 1765); El ayudante de cura instruido en el porte a que le obliga su dignidad en los deberes a que le estrecha su empleo y en la fructuosa práctica de su ministerio (Puebla de los Angeles, 1766). La segunda obra es continuación de la primera. Ambas forman un precioso manual de pastoral parroquial, en el que el autor ha sabido volcar su larga experiencia apostólica de más de cuarenta años. Pedro José Parras (1728-1784) Franciscano de la provincia de Aragón, cursó sus estudios sacerdotales en el convento de San Francisco de Zaragoza. Se encontraba en La Almunia de Doña Godina (Zaragoza) cuando el 2 de agosto de 1748 recibió la invitación para formar parte de una expedición misionera para el Río de la Plata. Superadas las dudas iniciales, aceptó, y el día 5 de diciembre de 1748 se hallaba ya en Cádiz, donde se embarcó en febrero de 1749 en compañía de otros seis franciscanos. Después de veinte años de misionero en América regresó a España definitivamente. En 1768 fue vocal del capítulo general de la Orden celebrado en Valencia; durante algún tiempo, secretario del comisario general de Indias en Madrid y, finalmente, guardián del convento de Zaragoza. Murió en 1784. Obras: 1) Diario y derrotero de sus viajes, 1749-1753: España, Río de la Plata, Paraguay (Buenos Aires, 1943); 2) Gobierno de los regulares de la América ajustado religiosamente a la voluntad del rey, dos vols. (Madrid, 1783). Parras es un hombre típico de la Ilustración. Aquí, sin embargo, vamos a limitarnos a destacar dos conceptos suyos eminentemente misionales.

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El primero se refiere a la prioridad que se debe dar a la evangelización. No se va a América sólo para ser fraile y vivir encerrado dentro de un convento; se debe ir sobre todo para convertir infieles: «Vuelvan otra vez las Provincias a reconocer el ejercicio de las misiones por el fin más principal de su establecimiento en las provincias de América» (Gobierno 2, 58). El segundo concepto versa sobre la necesidad y rigor del examen de idoneidad de los candidatos (Ibíd., p. 108-136). A este propósito escribe Pedro Borges {El envío, 274): «Creo no equivocarme si afirmo que es el franciscano Pedro José Parras, ... el que con más lucidez ha desarrollado una teoría sobre la idoneidad requerida en el aspirante a las misiones». Traza sobre ello toda una teología misional. Se inspira en San Buenaventura, en San Juan de Capistrano y en los Capítulos de la Orden. Pero por la perfecta coincidencia temática se diría que Parras parece estar copiando, sin citarlo, a uno de los primeros teóricos de la evangelización, Juan Focher, ya mencionado. NOTA

BIBLIOGRÁFICA

Historia de la teología Ámbito general: E. D. DüSSEL, «Hipótesis para una historia de la teología en América latina», en Para una historia de la evangelización en América latina (Barcelona, 1987), 271-319; F. MATEOS, «Ensayo sobre la espiritualidad en América del Sur (1510-1580)»: Missionalia Hispánica 15 (Madrid, 1958), 85-118; J. MESEGUER, «Pensamiento franciscano en América», en Actas del I Congreso Internacional sobre los franciscanos en el Nuevo Mundo (Madrid, 1987), 405-441; P. RICARD (ed.), Materiales para una historia de la teología en América latina (San José, 1981); ID., Raíces de la teología latinoamericana. Nuevos materiales para la historia de la teología (San José, 1985). Aspectos concretos: M. ANDRÉS: «Espiritualidad agustiniana en Nueva España (siglos xvi y XVII)», en Congreso Internacional Agustinos en América y Filipinas (Valladolid, 1990), 161-188; M. G. CRESPO PONCE, Estudio histérico-teológico de la "Doctrina cristiana para instrucción e información de los indios por manera de historia» de fray Pedro de Córdoba, O. P. (f 1521) (Pamplona, 1988); G. S. FERNÁNDEZ DE RECAS, Grados de licenciados, maestros y doctores en Artes, Leyes, Teología y todas las Facultades de la Real y Pontificia Universidad de México (México, 1963); J. A. SALAZAR, Los estudios eclesiásticos superiores en el Nuevo Reino de Granada (Madrid, 1946); J. I. SARANYANA y otros, Evangelización y teología en América (siglo XVI) 1-2 (Pamplona, 1990), donde se insertan numerosos estudios relacionados con la historia de la teología en América; A. DE ZABALLA, Transculturación y misión en Nueva España. Estudio histórico-doctrinal del libro de los «Coloquios» de Bernardino de Sahagún (Pamplona, 1990). Escritores eclesiásticos hispanoamericanos: Además de las bibliografías de índole general, E. B. ADAMS, A Bio-Bibliography of Franciscan Authors in colonial Central America (Washington, 1953); J. DEL REY FAJARDO, Bibliografía de los jesuítas en la Venezuela colonial (Caracas, 1974); F. ZAMBRANO, Diccionario bibliográfico de la Compañía de Jesús en México 1-3 (México, 1961-1963). Bartolomé de las Casas P. BORGES, Quién era Bartolomé de las Casas (Madrid, 1990); L. GAI.MÉS, Bartolomé de las Casas, defensor de los derechos humanos (Madrid, 1982); M. GIMÉNEZ FERNÁNDEZ, Bartolomé de las Casas 1-2 (Sevilla, 1984), que abarca de 1516 a 1523; L. HANKE y M. GIMÉNEZ FERNÁNDEZ, Bartolomé de las Casas, 1474-1566. Bibliografía crítica (Santiago de Chile, 1954); A. LOSADA, Bartolomé de las Casas a la luz de la moderna crítica (Madrid, 1970); I. PÉREZ, Inventario documentado de los escritos de fray Bartolomé de las Casas

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(Bayamón, P. Rico, 1981); ID., Cronología documentada de los viajes, estancias y actuaciones de fray Bartolomé de las Casas (Bayamón, 1984). Actualmente se está publicando en Sevilla una edición crítica de las obras de Las Casas. Juan Focher y Diego Valadés J. FOCHER, Itinerario del misionero en América, ed. A. Eguíluz, bilingüe (Madrid, 1960); ID., Declaratio duorum indultorum Pauli Papae IV, en J. GARCÍA ICAZBALCETA, Códice franciscano (México, 1889), 115-126, en latín (México, 1941), 103-114, en castellano; A. EGUÍLUZ, «El "Enchiridion" y el "Tractatus de baptismo et matrimonio" de Fr. Juan Focher, O. F. M.»: Missionalia Hispánica 19 (Madrid, 1962), 331-370. L. OLIGUER, «De vita et scriptis Didaci Valadés»: Archivum Franciscanum Historicum 36 (Quaracchi, 1943), 32-53; E. J. PALOMERA, Fray Diego Valadés, O. F. Ai., evangelizador y humanista de la Nueva España. Su obra (México, 1962); ID., Fray Diego Valadés... El hombre y su época (México, 1963); I. VÁZQUEZ, «Fray Diego Valadés. Nueva aproximación a su biografía», en Actas del II Congreso Internacional sobre los franciscanos en el Nuevo Mundo (Madrid, 1988), 843-871. A. de Veracruz y José de Acosta P. O'CAI.LAGHAN, «Estudio soteriológico de los sermones cuaresmales de fray Alonso de Veracruz, O. S. A.», en SARANYANA, Evangelización, 1221-1235; P. CEREZO DE DIEGO, Alonso de Veracruz y el derecho de gentes (México, 1985), donde se recoge la abundante bibliografía sobre Veracruz aparecida hasta ese momento; M. OLIMÓN NOLASCO, «Teología y predicación de fray Alonso de Veracruz (México, 1555)», en SARANYANA, Evangelización, 1237-1251; E. TEJERO, «La primera valoración doctrinal del matrimonio de indios en Nueva España (A. de Veracruz)», en SARANYANA: Ibíd., 1293-1308. J. DE ACOSTA, Obras, ed. F. Mateos, Biblioteca de Autores Españoles, vol. 73 (Madrid, 1954); ID., Deprocuranda indorum salute, ed. L. Pereña y otros, 1-2 (Madrid, 1984-1987); C. BACIERO, «Acosta y el Catecismo límense: una nueva pedagogía», en L. PEREÑA y otros, Inculturación del indio (Madrid, 1988), 201-262; L. LOPETEGUI, El P. fosé de Acosta, S. I., y las misiones (Madrid, 1942); J. M. PANIAGUA, La evangelización de América en las obras del P. fosé de Acosta (Pamplona, 1989). Pensadores restantes M. AGÍA, Servidumbres personales de indios, ed. F. J. Ayala (Sevilla, 1946). A. DE SANDOVAL, De instauranda Aethiopum salute. El mundo de la esclavitud negra en América, ed. A. Valtierra (Bogotá, 1956); ID., Un tratado sobre la esclavitud, ed. E. Vila Vilar (Madrid, 1987); J. P. TARDIEU, «DU bon usage de la monstruosité. La visión de l'Afrique chez Alfonso de Sandoval (1627)»: Bulletin Hispanique 86 (Toulouse, 1984), 164-178. L. CEYSSENS, «Pedro de Alva y Astorga, O. F. M., y su imprenta de la Inmaculada Concepción de Lovaina (1663-1666)»: Archivo Ibero-Americano 11 (Madrid, 1951), 5-35; A. EGUÍLUZ, «Fr. Pedro de Alva y Astorga, O. F. M., en las controversias inmaculistas»: Verdad y Vida 12 (Madrid, 1954), 247-272; ID., «E1P. Alva y Astorga y sus escritos inmaculistas»: Archivo Ibero-Americano 15 (Madrid, 1955), 497-594. A. LOSADA, «Diego de Avendaño, S. J., moralista y jurista, defensor de la dignidad humana de indios y negros en América»: Missionalia Hispánica 39 (Madrid, 1982), 1-18.

PARTE

LA IGLESIA

III

MISIONAL

CAPÍTULO

22

ESTRUCTURA Y CARACTERÍSTICAS DE LA EVANGELIZARON AMERICANA Por PEDRO BORGES

La evangelización americana, al igual que la filipina, ofrece una estructura y unas características generales que les son propias dentro del marco histórico de las misiones católicas. Ambas facetas se derivan de tres factores fundamentales, consistentes en el especialísimo papel que la Corona española desempeñó en el proceso evangelizador, en las también especialísimas circunstancias en las que se desarrolló ese mismo proceso y en las particularidades que ofreció el mundo americano, sobre todo el de las sociedades indígenas prehispánicas.

I.

LA CORONA, EJE DE LA EVANGELIZACIÓN

Es indudable que, una vez descubierta en 1492, América se hubiera terminado por convertir, probablemente desde el primer momento, en un campo misional para las Ordenes religiosas, las cuales se hubieran desplazado al Nuevo Mundo por propia iniciativa para evangelizar a los nativos americanos. De hecho, sin embargo, las primeras alusiones al Nuevo Mundo como campo misional son las que se consignan en el Diario del primer viaje de Cristóbal Colón y en la controvertida Carta anunciadora del descubrimiento (1493), tras lo cual la iniciativa evangelizadora pasó a la Corona española, que terminó convirtiéndose en impulsora y directora de toda la acción misional americana. A)

Derecho y deber misional de la Corona

Las relaciones de la Corona española con la evangelización del Nuevo Mundo arrancan de la bula ínter coetera del 3 de mayo de 1493, por la que el papa Alejandro VI, tras recoger el deseo y la promesa expresados por los Reyes Católicos en este sentido, les impone la obligación de enviar a las islas y tierras nuevas descubiertas «varones probos, temerosos de Dios, doctos, instruidos y experimentados», para que convirtieran al cristianismo a los indígenas recién descubiertos. Ya se ha dicho (capítulos 3 y 5) que este precepto evangelizador impuesto a los reyes españoles era un requisito conforme a la tradición bajomedie-

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val reflejada en los casos de las Canarias y de las exploraciones portuguesas en el litoral occidental africano. Entraña, en cambio, la novedad de que confía expresamente a la Corona española el derecho y la obligación de enviar misioneros a América, a diferencia de los documentos pontificios anteriores, en los que no se especifica cómo se debería realizar la cristianización de las tierras que se descubrieren u ocuparen. A esta inicial obligación, restringida al envío de un personal misionero que en principio no era incumbencia de la Corona, se le fueron añadiendo paulatinamente el derecho y las obligaciones anejos a los sistemas de Patronato Real, del Vicariato Regio y del Regalismo Borbónico (capítulos 5 y 6) para que la Corona terminara asumiendo prácticamente todas las facultades y deberes exigidos por la propagación del Evangelio, incluso con una premeditada y sistemática marginación de la Santa Sede, que era la llamada a dirigir ese proceso (capítulo 4). Los documentos oficiales dan por supuesto ese estado de cosas, conocido por todos y admitido casi por unanimidad, y no suelen aludir a las facultades de la Corona en este punto, sino en casos especiales o controvertidos. En cambio, insisten hasta la saciedad en lo referente a los deseos evangelizadores de los reyes, así como en la obligación misional que creían incumbirles. Este sentimiento de deber lo hacen derivar unas veces (mientras se consideró válida la donación pontificia de las nuevas tierras a España) del precepto de Alejandro VI de 1493, mientras que en la mayor parte de los casos lo fundamentan en el sentimiento de gratitud a Dios por los beneficios recibidos de El, entre los que destacan el descubrimiento y la posesión de la propia América. A la verdadera razón, que consistía en que la evangelización del Nuevo Mundo representaba una de las contrapartidas de los derechos del Real Patronato, no suelen aludir. Los testimonios a este respecto se cuentan por millares. Como muestras más representativas valgan estas tres. Recogiendo el contenido de sendas reales cédulas de 1542, 1571 y 1636, la Recopilación de leyes de los Reinos de las Indias inserta el siguiente texto en 1681: «Considerando los grandes beneficios y mercedes que de la benignidad soberana hemos recibido y cada día recibimos con el acrecentamiento y ampliación de los reinos y señoríos de nuestras Indias, y entendiendo bien la obligación y cargo que con ellos se nos impone, procuramos de nuestra parte (después del favor divino) poner medios convenientes para que tan grandes reinos y señoríos sean regidos y gobernados como conviene» (libro 1, título 2, ley 1). En otro pasaje, ahora basándose en las Ordenanzas del Consejo de Indias y en una real cédula de 1636, la misma Recopilación afirma: «Según la obligación y cargo con que somos Señor de las Indias, ninguna cosa deseamos más que la publicación y ampliación de la ley evangélica y la conversión de los indios a nuestra santa fe católica. Y porque a esto, como al principal intento que tenemos, enderezamos nuestros pensamientos y cuidado, mandamos, y cuanto podemos encargamos a los del nuestro Consejo de las

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Indias que, pospuesto todo otro respeto de aprovechamiento e interés nuestro, tengan por principal cuidado las cosas de la conversión y doctrina y, sobre todo, se desvelen y ocupen, con todas sus fuerzas y entendimiento, en proveer y poner ministros suficientes para ello y todos los otros medios necesarios y convenientes para que los indios y naturales se conviertan y conserven en el conocimiento de Dios, honra y alabanza de su santo nombre, de forma que, cumpliendo nos con esta parte que tanto nos obliga, y a que tanto deseamos satisfacer, los del nuestro Consejo descarguen sus conciencias, pues con ellos descargamos la nuestra» (libro 2, título ^ ley 8). Este mismo código, ahora sin aludir a documentos oficiales anteriores, sino consignando un pensamiento del promulgador, Carlos II, arranca con las siguientes palabras: «Dios nuestro Señor, por su infinita misericordia y bondad, se ha servido de darnos, sin merecimientos nuestros, tan grande parte en el señorío de este mundo... Y teniéndonos por más obligado que otro ningún príncipe del mundo a procurar su servicio y la gloria de su santo nombre y emplear todas las fuerzas y poder que nos ha dado en trabajar que sea conocido y adorado en todo el mundo por verdadero Dios..., felizmente hemos conseguido traer al gremio de la santa Iglesia católica romana las innumerables gentes y naciones que habitan las Indias Occidentales» (libro 1, título 1, ley 1). En 1787, Carlos III afirmaba que «la primera de mis obligaciones y de todos los sucesores de mi Corona es la de proteger la religión católica en todos los dominios de esta vasta monarquía». Por su parte, Carlos IV les advertía a los intendentes en 1803 que «la primera acción de estas visitas ha de ser informarse si los indios son bien doctrinados y tienen toda la asistencia espiritual que se requiere». Todo parece indicar que los reyes españoles, desde el siglo XV hasta el xix, eran sinceros cuando manifestaban este su deseo y deber evangelizadores, lo que no quiere decir (ellos tampoco lo dicen nunca) que persiguieran única y exclusivamente la evangelización ni que renunciaran o ignoraran los beneficios de índole política y económica que esa misma evangelización les reportaba. Lo primero, además de ingenuo, sería distorsionar el cometido propio de la Corona. Lo segundo equivaldría a suponer en ellos una hipocresía, celosísimamente guardada siglo tras siglo, que no llegó a atisbar ninguno de sus contemporáneos, porque todos creyeron en la sinceridad de los propósitos evangelizadores de los monarcas, ignorar la indiscutible religiosidad imperante en todos los estratos sociales de la época y aplicarles a ellos nuestra mentalidad actual recurriendo a una acronía inadmisible. Lo que habría que demostrar en este punto no es que la Corona española se preocupara sinceramente de la evangelización, sino que, yendo contra corriente, se desentendiera de ella o sólo se preocupara de la misma por apetencias políticas. Con la misma claridad que la propia Corona percibieron este derecho y, sobre todo, esta obligación misional de los reyes cuantos se interesaron por la evangelización, especialmente los propios misioneros. Las continuas solicitudes dirigidas a los monarcas para que enviaran más religiosos a América, las tan frecuentes peticiones de ayuda económica a la

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t a r e a misional o las sugerencias d e q u e p r e c e p t u a s e n algo q u e favorecía a la evangelización o d e q u e p r o h i b i e r a n aquello o t r o q u e la perjudicaba, son o t r o s tantos signos d e esta convicción ambiental, las más d e las veces consign a d a e x p r e s a m e n t e , las m e n o s sólo d e u n a m a n e r a implícita, p e r o n u n c a i m p u g n a d a p o r nadie, ni eclesiásticos ni seglares, p o r q u e la c o m p a r t í a n todos. A esta ausencia d e impugnaciones d e algo q u e se consideraba incuestionable se adiciona la circunstancia d e q u e , p o r esa misma razón, nadie t r a t ó t a m p o c o d e d e m o s t r a r l o con largos r a z o n a m i e n t o s . Se p a r t i ó siempre d e u n h e c h o admitido p o r t o d o s y cuya raíz se dio también p o r sabida, d e m a n e r a q u e o n o necesitaba d e u n a exhaustiva a r g u m e n t a c i ó n o bastaba con aludir a sus f u n d a m e n t o s . Estos se h a c e n consistir o bien en el p r e c e p t o pontificio d e 1 4 9 3 , o bien e n las obligaciones anejas a los d e r e c h o s del Real P a t r o n a t o , o bien e n el d e b e r d e justicia y caridad q u e la C o r o n a tenía c o n t r a í d o p a r a c o n los indios. En último t é r m i n o , e n q u e p o r u n a r a z ó n u otra, o p o r todas simultáneam e n t e , la presencia d e España e n América estaba indisolublemente u n i d a a su evangelización, y esta última era incumbencia ineludible d e la C o r o n a española. Las afirmaciones e n este sentido constituyen u n a u t é n t i c o estribillo e n la d o c u m e n t a c i ó n americana, cuya repetición sería enojosa. C o m o ejemplo d e inusual a r g u m e n t a c i ó n del d e b e r misional d e la C o r o n a valga el siguiente pasaje del franciscano J e r ó n i m o d e Mendieta, consignad o e n Nueva E s p a ñ a en 1587: La Corona tenía «obligación de mirar por el bien así espiritual como temporal de los indios con más cuidado, advertencia y vigilancia que por el de los otros vasallos. Lo primero, por estar particularmente los indios para este fin encomendados por la Silla Apostólica a S. M. y a los demás reyes de Castilla en la concesión que se les hizo de estos reinos. Lo segundo, porque los Reyes Católicos, en su nombre y en el de todos sus sucesores, se profirieron y obligaron a este cuidado cuando pidieron la dicha concesión a la Silla Apostólica. Lo tercero, por ley natural y divina, que obliga al que rige y gobierna a mirar más por el pobre que por el rico, por el débil y flaco que por el poderoso, por el ignorante que por el que sabe, por el descuidado que por el cuidadoso» (GARCÍA ICAZBALCETA, Nueva colección, V, 7).

C o m o m u e s t r a d e simple r e c u e r d o d e u n d e b e r q u e se d a b a p o r consab i d o , h e aquí u n pasaje d e la Consulta celebrada p o r el Consejo d e Indias el 14 d e mayo d e 1 6 4 8 : «Pondera siempre el Consejo a V. M. la gran obligación en que V. M. se halla de enviar ministros del Evangelio a las Indias y el procurar ensanchar en aquellos reinos tan remotos nuestra sagrada religión, pues es ésta la primera y más sagrada obligación con que V. M. posee aquel tan dilatado imperio... quedando el Consejo, como queda, con particular cuidado de proponer a V. M. y ejecutar lo que tuviere por más conveniente a la conversión de aquellas almas, consuelo de los vasallos de V. M. y descargo de su real conciencia» (CARROCERA, Misión en los Llanos, I, 268). De la p e r c e p c i ó n generalizada d e este d e b e r oficial fue d e d o n d e nació la persuasión d e aquellos q u e hicieron d e p e n d e r el d e r e c h o a la posesión d e

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las Indias del c u m p l i m i e n t o p o r los reyes d e su obligación evangelizadora, la de quienes s u p e d i t a r o n el f u t u r o del N u e v o M u n d o (la p r o s p e r i d a d o la destrucción) a la realización e n él de los planes misionales d e Dios y la d e quienes o p i n a r o n q u e los m o n a r c a s n o cumplían con su d e b e r si descuidab a n la l a b o r misional. Las dos p r i m e r a s p o s t u r a s fueron m a n t e n i d a s p r e d o m i n a n t e m e n t e p o r los eclesiásticos, incluso hasta finales del siglo XVIII, mientras q u e la t e r c e r a fue sostenida p o r eclesiásticos y seglares. B)

Ejercicio de los derechos y deberes oficiales

Los reyes ejercieron su c o m e t i d o d e directores s u p r e m o s d e la actividad misionera interviniendo, o reservándose el d e r e c h o a intervenir, e n t o d o s los aspectos d e índole disciplinar d e la misma m a n e r a q u e lo h u b i e r a p o d i d o hacer la Santa Sede. Solamente se c o n s i d e r a r o n incapacitados p a r a intervenir en los asuntos relativos al d o g m a y en aquellos o t r o s p a r a cuya solución se r e q u e r í a la posesión del o r d e n sacerdotal, c o m o consagración d e obispos, erección canónica d e iglesias y diócesis, o r d e n a c i ó n d e clérigos, administración de sacramentos o concesión d e indulgencias. R e s u m i e n d o b r e v e m e n t e las principales facetas d e su intervención, ésta la practicaron enviando a América p e r s o n a l evangelizador, legislando copiosamente sobre las misiones, sosteniéndolas e c o n ó m i c a m e n t e , p r o t e g i é n d o las d e posibles enemigos y r e m o v i e n d o los obstáculos q u e se o p o n í a n a la difusión del Evangelio. Los misioneros q u e viajaron a América lo hicieron m u c h a s veces a solicitud d e la p r o p i a C o r o n a , siempre tras la previa selección y a p r o b a c i ó n d e la misma, e n el n ú m e r o q u e ésta d e t e r m i n a b a y con el destino q u e les señalaba. La legislación oficial d e carácter misional, cuyos d o c u m e n t o s se c u e n t a n p o r millares, abarca t o d o s los aspectos d e la evangelización, desde la distribución geográfica d e los misioneros hasta la m a n e r a c o m o debían ejercer su ministerio; desde el r e c u e r d o y exigencia del c u m p l i m i e n t o d e sus obligaciones hasta la indicación d e c ó m o debían relacionarse con los nativos; desde el m o d o d e c o n g r e g a r a los indígenas e n p o b l a d o s p a r a facilitar su evangelización hasta la m a n e r a c o m o debían solucionar los misioneros sus diferencias; desde la señalización del t i e m p o mínimo d u r a n t e el cual d e b í a n p e r m a n e c e r en las misiones hasta la indicación d e las causas y m o d o p o r las q u e se debía expulsar del territorio a los relajados; desde la especificación d e q u é O r d e nes religiosas p o d í a n dedicarse a la evangelización hasta la permisión o prohibición d e a c o m e t e r la cristianización d e u n n u e v o territorio. Desde el p u n t o d e vista e c o n ó m i c o , a d e m á s d e sufragar los n u m e r o s o s c o n c e p t o s d e gastos d e cada expedición misionera (desde el viaje hasta los víveres y la r o p a interior), la C o r o n a solía a c u d i r e n ayuda d e las misiones p r o p o r c i o n á n d o l e s la d e n o m i n a d a limosna d e vino y aceite p a r a los actos litúrgicos, los o r n a m e n t o s y utensilios necesarios p a r a el culto y los artículos imprescindibles p a r a la n u e v a vida d e los convertidos, c o m o hachas, azadones, m a c h e t e s y anzuelos. A ello adicionó desde el siglo XVII la e n t r e g a del

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denominado sínodo misional o subvención oficial para el sustento de cada misionero durante los primeros diez o veinte años (según la época) de la evangelización de cada territorio. Como ejemplos de esta ayuda valgan los siguientes. En 1606 abonaba 8.250 maravedises por cada misionero, sólo en concepto de avituallamiento para la travesía marítima e independientemente del coste del viaje desde el respectivo convento hasta el punto de embarque, del transporte del equipaje, de la estancia en el puerto, del pasaje marítimo y del flete del equipaje, conceptos que se volvían a repetir desde el puerto de desembarco en América hasta el punto final de destino. En 1715, el sínodo de los jesuítas que misionaban en Venezuela se aumentó de 180 a 200 pesos anuales por misionero, mientras que a los del Amazonas en 1656 se les entregaban 400 pesos ensayados. A los capuchinos de Cumaná (Venezuela) se les abonaron 50 pesos por misionero y año desde 1696, 111 desde 1754 y algo más de 183 desde 1761. La protección oficial de las misiones consistió en el destacamento en las mismas, para defenderlas de los ataques indígenas, de unidades militares sostenidas asimismo a costa del erario real. La remoción de los obstáculos que impedían la evangelización se puso en práctica ordenando la retirada del campo misional de los misioneros no aptos para el desempeño de su cometido, preceptuando a las autoridades locales que colaboraran en la destrucción de la idolatría y en la anulación de los hechiceros, prohibiendo las expediciones armadas para no dificultar la evangelización y eximiendo de tributo a los indios durante diez o veinte años (según la época) a fin de que este gravamen no los disuadiera de ingresar en el cristianismo. La Corona ejerció esta variadísima colaboración misional a través del Consejo de Indias, que fue durante la mayor parte del tiempo el encargado de proponer al rey y de transmitir a América las reales cédulas o reales órdenes dirigidas directamente a los misioneros o a las autoridades civiles y eclesiásticas. Como principio, estas directrices partían directamente de la Corona y solían obedecer a sugerencias procedentes de la propia América, de ahí que a veces incurran en contradicciones. Sin embargo, hubo también casos en los que se conjugó esta intervención oficial directa con la obtención de la Santa Sede (en raras ocasiones) o de los superiores de las Ordenes misioneras en España (hecho frecuente entre los franciscanos) de los documentos que consideraba necesarios para el progreso de la evangelización. En el plano de los principios, esta actuación de la Corona española resulta extraña para nuestra mentalidad actual. En el terreno de los hechos, y salvo excepciones particulares, la Santa Sede transigió por ella, los teólogos y canonistas de la época la dieron en su mayoría por buena y los misioneros no sólo la agradecieron, sino que hasta la exigieron como un deber. Si Hispanoamérica es el único continente totalmente cristianizado de los evangelizados desde el siglo XV, ello se debe, en gran parte, a que la Corona, poseedora de medios de los que no disponía la Iglesia, posibilitó esa evangelización.

Estructura y características de la evangelización americana II.

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ORGANIZACIÓN MISIONAL

En la estructura concreta de la evangelización americana hay que distinguir entre la organización jurídica y la organización territorial. A)

Organización jurídica

En conformidad con lo expuesto en el apartado anterior, la evangelización americana dependió jurídicamente de la Corona, la cual, en el orden lógico del proceso misional, comenzó ejerciendo sus facultades en este punto limitando el número de Ordenes misioneras a los franciscanos, mercedarios, dominicos, agustinos, jesuítas y capuchinos, así como restringiendo el paso a América de los miembros no españoles de esas mismas Ordenes religiosas (véase el capítulo 23). Desde el punto de vista de su dependencia de la Corona, la actividad misionera no se diferenció en nada de las restantes actuaciones de la Orden religiosa que la realizaba. Así pues, los jesuítas gozaron en este punto de mayor independencia que los restantes religiosos en el sentido de que mantuvieron mayor relación con el prepósito general de la Compañía, residente en Roma. Los franciscanos y capuchinos dependieron de un comisario general de Indias, residente en Madrid y en Sevilla, respectivamente, que transmitía directamente las directrices recibidas de los organismos oficiales. Las Ordenes religiosas restantes representaron un término medio entre los jesuítas, por una parte, y los franciscanos y capuchinos, por otra. Por lo que se refiere al régimen jurídico interno de estas Ordenes misioneras, durante la mayor parte del siglo XVI tanto los evangelizadores como el territorio evangelizado formaron parte de la respectiva Provincia religiosa a la que pertenecían y dependían del superior provincial de la misma manera que los religiosos y los conventos que no se dedicaran exclusivamente a la evangelización. La única diferencia entre unos y otros estribaba en que los religiosos dedicados a la tarea misional practicaban por necesidad una vida de párrocos sensiblemente distinta de la conventual. Desde finales del siglo XVI y hasta la independencia de las actuales naciones hispanoamericanas, con el alejamiento de la actividad misional de los territorios ocupados por las Provincias religiosas fundadas a lo largo de esa centuria, los territorios en vías de evangelización se transformaron en entidades más o menos autónomas, según las diversas Ordenes religiosas. Entre los dominicos y agustinos, esos territorios siempre dependieron de la Provincia religiosa que los había fundado y surtía de personal. Gozaban, sin embargo, de cierta autonomía en el sentido de que disponían de superior propio, el cual a su vez estaba sujeto al respectivo provincial. Entre los franciscanos se dieron nada menos que cinco situaciones jurídicas distintas. La más frecuente consistió en que los territorios misionales dependieran de la Provincia o del Colegio de Misiones que los había fundado, en cuyos capítulos o congregaciones trienales se elegía al presidente y consejeros de la Misión, con dependencia siempre de la Provincia o Colegio matriz. Un segundo caso fue el de las Custodias misioneras (véase el capítulo 12)

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o circunscripciones en vías de evangelización, jurídicamente intermedias entre la Misión propiamente dicha y la Provincia. Estas Custodias estaban bajo el mando de un custodio, que en unas ocasiones dependió del superior de la Provincia que había fundado y que surtía de personal a la Custodia, y que en otras estaba sujeto directamente al comisario general de Indias residente en Madrid, en las mismas condiciones que la Provincia de la que se había originado. Además se dieron los dos casos, excepcionales dentro de la Orden, de las misiones de la Florida y de Píritu (Venezuela). La primera comenzó en 1573, bajo la forma jurídica de Comisaría, con su comisario y consejeros (definidores) propios, pero dependiendo del comisario general de Indias, residente en Madrid, no del comisario general de Nueva España, que hubiera sido lo lógico. En esa misma situación perduró durante su etapa de Custodia (1588-1609) y de Provincia (1609-1764), fecha esta última en la que desapareció. La misión de Píritu comenzó también como Comisaría en 1656 y se mantuvo bajo esta forma hasta 1787, fecha en la que, con la fundación del Colegio de Misiones de Nueva Barcelona, pasó a depender de éste en lugar de seguir dependiendo del comisario general de Indias. Desde su sujeción al Colegio de Nueva Barcelona, esta misma misión de Píritu estuvo dividida en varios distritos, gobernados por el respectivo presidente, el cual dependía del guardián o superior del Colegio. En los territorios evangelizados por la Compañía de Jesús se dieron tres casos distintos. La Misión de la Florida (1566-1572) dependió directamente del prepósito general, residente en Roma, quien tuvo destacado en ella a un superior. La de los guaraníes comenzó en 1610, bajo la forma de Provincia del Paraguay, fundada en 1607 precisamente para este fin, de la que con el tiempo dependieron otros territorios misionales (esta Provincia del Paraguay representa el único caso dentro de la Compañía de Jesús en el que una Misión se convierte en Provincia). Fuera de estos dos casos, todas las misiones jesuíticas restantes constituyeron unidades geográficas dependientes de la Provincia que las había fundado y que les proporcionaba misioneros. El representante en ellas de esa Provincia era el superior de la Misión, del que a su vez dependían los vicesuperiores (en Mainas) o rectores (en el noroeste mexicano), encargados de los varios distritos en los que estuviera subdividido el territorio. Las misiones jesuíticas del noroeste de México se erigieron en 1725 en una especie de seis Provincias en total al cargo del respectivo visitador o viceprovincial, que ejercía las veces de delegado del provincial de México. En las de Mainas (Amazonas), el superior del territorio nunca dejó de depender del provincial de Quito, pero durante algún tiempo fue elegido directamente por el prepósito general de la Compañía. Las misiones capuchinas, de las que ya hemos dicho que ninguna llegó a erigirse en Provincia autónoma ni a depender de ninguna Provincia americana, porque no hubo Provincias capuchinas en América, estuvieron estructuradas en unidades geográficas gobernadas durante tres años por el respectivo prefecto, asistido por consejeros denominados conjueces o asistentes.

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Estructura y características de la evangelización americana

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Este prefecto lo nombró la Congregación de Propaganda Fide desde 1657 hasta 1667; el comisario general de Indias, residente en Sevilla, desde 1667 hasta 1676; los propios misioneros, desde 1676 hasta 1689; de nuevo el comisario general de Indias, desde 1689 hasta 1692, y finalmente, los misioneros del territorio, desde esta última fecha en adelante. El prefecto dependió a su vez del comisario general de Indias, residente en Sevilla, desde 1662 hasta 1749, año en el que cada territorio pasó a depender de un comisario, que era el provincial de la Provincia española que surtía de personal a cada misión: los Llanos de Caracas y Alto Orinoco, del de Andalucía; Cumaná, del de Aragón; Maracaibo, del de Navarra; Santa Marta-Río Hacha, del de Valencia; Guayana, del de Cataluña. B)

Organización territorial

1) Misiones nucleares (1493-1573). Ya hemos dicho que los territorios de la América nuclear o de las Altas Culturas prehispánicas, evangelizados desde 1493 hasta, aproximadamente, 1573, denominados hoy misiones nucleares, no obedecían en su delimitación a razones geográficas, sino que abarcaban lo que la propia Provincia religiosa que los había fundado y que los atendía espiritualmente. Como tales territorios, nunca recibieron tampoco el nombre de misión, porque este concepto territorial apareció más tarde. En estas mismas regiones, y durante esta misma época, las Ordenes misioneras convivían en los núcleos urbanos más importantes, pero fuera de ellos, y, siempre salvo excepciones, cada Orden terminó por cultivar un territorio que le era propio, distinto del de las demás y, en la práctica, vetado a ellas. Incluso cada Provincia cultivaba su propio predio dentro de la propia Orden religiosa a la que pertenecía. En algunos casos, como Nueva España, es factible diferenciar, al menos a grandes líneas, los territorios cultivados por cada Orden misionera. Sin embargo, en la mayor parte de esta América nuclear, esa diferenciación resulta imposible, porque la división geográfica no se hizo por regiones, sino por simples comarcas e incluso por valles o sierras y hasta por aldeas. 2) Misiones radiales o periféricas (1573-1824). Desde 15 73 en adelante, aunque la fecha solamente es aproximada, predominó una organización misional ya claramente territorial, en el sentido de que cada Orden o cada Provincia religiosa se responsabilizó, con carácter exclusivo, de un área geográfica determinada, distinta de las cultivadas por otras Ordenes o Provincias y con límites más o menos bien definidos. A estos territorios se les denomina hoy misiones radiales, porque la expansión misional se hizo en forma de radio, partiendo del centro, representado por la América nuclear. El nombre de periféricas alude al mismo carácter de centro o núcleo atribuido a las regiones de las Altas Culturas. A diferencia de la etapa anterior, en la presente ya se habla de misiones con el significado de áreas geográficas en vías de evangelización, término que con el tiempo se enriquecerá con otros sinónimos. 3) Doctrina, cabecera, misión, aledaño, anejo, visita, estancia. Tanto las misiones nucleares como las radiales o periféricas constaron de unidades

P.III.

432

La Iglesia misional

más pequeñas, consistentes en una población principal, lugar de residencia habitual del o de los misioneros, desde la que se atendía periódicamente a otras varias aldeas del contorno. Esa especie de comarca o conjunto de poblados recibe desde finales del siglo XVI la denominación de doctrina, al poblado principal se le denomina cabecera, y a los dependientes de él se les llama indistintamente aledaños, anejos, visitas, estancias o misión, término este último que en el presente caso siempre entraña una acepción puramente local. Cabe advertir, sin embargo, que el sustantivo doctrina llegó a convertirse con el tiempo en un término técnico con el que se designó ya no un punto misional cualquiera, sino al poblado o poblados cuyos habitantes ya llevaban algunos años insertados en el cristianismo y que de la jurisdicción de los religiosos evangelizadores pasaban a la del obispo, quedando a cargo de un sacerdote diocesano o de los mismos religiosos que los habían evangelizado. Llegado ese momento, el poblado o poblados dejaban de ser misión y se convertían en doctrina o parroquia de indios (véase el capítulo 8). 4) Misiones, conversiones, reducciones. Durante la prolongada etapa de las misiones radiales o periféricas, además de los términos acabados de consignar, se utilizaron también en el lenguaje misional los de misión, conversión y reducción. El término misión, usado en singular, nunca perdió su significado inicial de carácter local, pero desde el siglo XVII se utilizó también para designar un territorio determinado en vías de evangelización, en cuyo caso se suele utilizar más bien la forma plural de misiones y, con el tiempo, la de misiones vivas. Sinónimo de misión, en cuanto espacio geográfico más o menos amplio, es el de conversión o conversiones, utilizado predominantemente en plural, pero nunca con acepción puramente local. Con el término de reducción, que técnicamente no es religioso, sino profano, se designa siempre a un poblado misional o en vías de evangelización, por lo que equivale a misión en sentido local y religioso. Por su parte, el de reducciones abarca siempre un conjunto de poblados o misiones locales. En el campo de lo jurídico, al pasar la misión a doctrina, la reducción pasaba a pueblo o municipio, con sus autoridades y tributos normales, aunque también es cierto que estas distinciones lingüísticas no se tuvieron siempre en cuenta, ni siquiera en el lenguaje oficial.

III.

CARACTERÍSTICAS GENERALES DE LA EVANGELIZACIÓN

Como consecuencia principalmente de la dirección casi única y eminentemente centralizadora de la Corona española, y como fruto al mismo tiempo de una concepción ambiental sustancialmente uniforme del Nuevo Mundo, la evangelización americana reunió una serie de características propias que la configuran como un conjunto unitario en sí mismo, y que la diferencian meridianamente de cuantos procesos se han dado hasta ahora, y que probablemente es irrepetible en la historia de las misiones católicas.

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Estructura y características de la evangelización americana

433

Lo sorprendente del hecho es que ese conjunto de notas características se diera a pesar de la diversidad de las Ordenes misioneras, y no obstante la complejidad geográfica, étnica y cultural de un espacio tan amplio como Hispanoamérica. Lo primero que resalta en esta evangelización es su doble objetivo. Como misioneros, los evangelizadores americanos se proponían ante todo difundir el Evangelio, pero también eran conscientes, y, salvo excepciones, nunca renunciaron a ello, de que la evangelización entrañaba la anexión política a España del territorio evangelizado, aunque esta incardinación no la hicieran más que de un modo implícito. Esta duplicidad de objetivos la alimentó también la Corona al dirigir y proteger la evangelización, sin por ello renunciar a la anexión política de lo evangelizado y, por supuesto, con el propósito de que un proceso arrastrara al otro. Este doble objetivo, actualmente inconcebible, ha generado la acusación de que la Iglesia utilizó a la Corona para sus fines religiosos y de que la Corona se valió de la Iglesia para sus proyectos políticos. La manera exacta de expresar este hecho es que ambas instituciones colaboraron entre sí para conseguir ambos fines: la Iglesia, persiguiendo directamente la evangelización e indirectamente la anexión política; la Corona, con miras a ambos objetivos simultánea y directamente. En realidad, ninguna utilizó a la otra, porque, en la mentalidad de la época, ambas tenían obligación de proceder de esa manera. Es decir, una y otra se limitaron a cumplir con su cometido. Dada la íntima relación existente entre ellas, la Iglesia, además de evangelizar, se consideraba en la obligación de colaborar con la Corona, aparte de que no tenía por qué renunciar a algo, como la anexión política, que juzgaba beneficioso para la misma evangelización. La Corona, obligada a fomentar la evangelización como contrapartida de los derechos del Real Patronato, actuaba, lógicamente, persiguiendo la anexión política, propósito al que no tenía por qué renunciar ante el hecho de que esta incardinación se derivase de la propia evangelización. La segunda característica del proceso evangelizador americano consiste en la amplitud geográfica, que contrasta con su brevedad cronológica. Ambos aspectos se reflejan en el hecho de que a lo largo de sólo los trescientos treinta y un años que corrieron desde 1493 hasta 1824 se evangelizaron unos catorce millones y medio de kilómetros cuadrados, equivalentes a veintinueve veces España, y en el de que la evangelización propiamente dicha de un territorio se cifraba en sólo diez o veinte años, transcurridos los cuales se consideraba ya definitivamente insertado en el cristianismo. Se trata, por lo mismo, de un proceso único, por su amplitud y rapidez, en la acción misional de la Iglesia, no igualado ni siquiera por el de la cristianización del imperio romano, que es con el que guarda mayor similitud. A esta característica hay que añadir la de que esa evangelización fue realizada por sólo unos veinte mil misioneros, como máximo, cifra sorprendentemente reducida si se tienen en cuenta las dimensiones espaciales del campo misional. A la posibilidad de evangelizar un espacio geográfico tan extenso, en

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La Iglesia misional

tan poco tiempo y con tan reducido número de personal, colaboraron simultáneamente los siguientes factores: - el decidido apoyo prestado a la evangelización por la Corona; - la calidad humana y el fervor religioso de los misioneros seleccionados para realizar ese cometido; - el acierto en los métodos puestos en práctica para atraer a los indígenas al cristianismo, entre los que destacan la acomodación a su idiosincrasia, la táctica de comenzar por los caciques y la educación cristiana de la infancia y juventud; - la inexistencia de oposición por parte de los nativos (hablando en general) a la nueva religión; - el sistema de congregar en poblados (reducción) a una población cuya dispersión hubiera imposibilitado abordarla misionalmente; - el previo sometimiento político de los territorios evangelizados hasta 1573; - la escasez numérica de la población indígena fuera de las áreas de las Altas Culturas; - el apoyo que supuso la existencia de una retaguardia hispanocriolla. Otro aspecto característico fue la unidad sustancial del proceso a lo largo de las diferentes etapas por las que atravesó. Esta faceta se refleja en: - la unidad de dirección suprema y centralizada practicada por la Corona, cuyas directrices llegaban a América partiendo de un solo foco y a través de canales perfectamente jerarquizados, como fueron las autoridades civiles y los superiores religiosos; - la unidad instrumental o de medios, consistente en las normas comunes sobre la selección de los evangelizadores, su despliegue en América y su modo de proceder; - la unidad general de organización aludida en el apartado anterior; - la unidad sustancial de la metodología misional, tanto en los métodos de difusión como en los de catequización, de persuasión y de cura pastoral; - la unidad de resultados, consistente en un ingreso de los indios en el cristianismo general desde el punto de vista demográfico y rápido desde el punto de vista cronológico, hecho que se dio en todas partes, aunque no siempre con idéntica celeridad. Esta unidad sustancial no excluye la existencia de una diversidad circunstancial impuesta por la cronología, la geografía, la mentalidad de los evangelizadores y las particularidades de las Ordenes misioneras, pero que no rompe el conjunto unitario. La cronología y la geografía darán lugar, por ejemplo, a una diversidad en cuanto a los sistemas de expansión, diversidad que encuentra un punto común según el momento y lugar en que se practicaran. Las diferentes mentalidades generaron posturas contrapuestas en la apreciación de las conquistas armadas y en la opción por los diferentes sistemas de predicación, cuestiones ambas que se plantearon precisamente para solucionar el problema unitario de que el Evangelio había que predicarlo evangélicamente. Las particularidades de las Ordenes misioneras se reflejan, por ejemplo,

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Estructura y características de la evangelización americana

435

en la variedad de la organización jurídica de los respectivos territorios misionales, en los que, por otra parte, se acaba de observar una pauta fundamentalmente común. Estas mismas Ordenes actuarán siempre con el espíritu propio de cada una de ellas, pero se trata de una simple modalidad de forma. Es, asimismo, característico de la evangelización americana el que se llevara a cabo acompañándola siempre y en todas partes de la simultánea promoción, civilización o transculturación del indígena como medio de prepararlo para el cristianismo. También la caracteriza el recurso a la congregación en poblados (reducción) de la población nativa para posibilitar su cristianización y civilización. Es propio, asimismo, de ella la ya aludida colaboración de la Corona, así como el doble hecho de que durante algún tiempo estuviera precedida por unas conquistas armadas y siempre acompañada de un orden político y social que en unos aspectos la favorecieron y en otros la perjudicaron. También cabe destacar en ella la circunstancia de que no estuviera abierta a todas las Ordenes religiosas que tal vez hubieran querido colaborar en la cristianización de los indígenas, sino únicamente a las seis permitidas por la Corona. Merece resaltarse, asimismo, la oposición de los evangelizadores a las normas oficiales que consideraban desacertadas o a las conductas que juzgaban reprobables en los españoles, criollos y mestizos. Finalmente, y aunque no sea exclusiva de América, destaca también en su evangelización la defensa sistemática que los misioneros hicieron siempre y en todas partes de los indígenas, conducta que contrasta con el menor interés demostrado por los negros, punto en el que, salvo excepciones que nadaron contra corriente, ni siquiera la Iglesia supo sobreponerse al ambiente general, sino que toleró y hasta practicó una lacra socialmente admitida, como ya lo había hecho en los primeros tiempos del cristianismo. NOTA

BIBLIOGRÁFICA

Obligación y colaboración misional de la Corona F. DE ARMAS MEDINA, «Iglesia y Estado en las misiones americanas»: Estudios Americanos 4 (Sevilla, 1950), 197-218; F. J. AYALA, «Iglesia y Estado en las leyes de Indias»: Estudios Americanos 3 (Sevilla, 1949), 417-460; C. BAYLE, «Ideales misioneros de los Reyes Católicos»: Missionalia Hispánica 9 (Madrid, 1952), 233-275; ID., «Sentido misional de la conquista de América»: Razón y Fe 139 (Madrid, 1949), 170-174; G. FIGUERA, La Iglesia y su doctrina en el descubrimiento de América (Caracas, 1960); R. GÓMEZ HOYOS, La Iglesia de América en las leyes de Indias (Madrid, 1961); A. M. HEINRICHS, La cooperación del poder civil en la evangelización de Hispanoamérica y de la islas Filipinas (Montreal, 1971); A. DE LA HERA- R. M. MARTÍNEZ DE CODES, «La Iglesia en el ordenamiento jurídico de las leyes de Indias», en Recopilación de leyes de los Reinos de las Indias. Estudios histórico-jurídicos (México, 1987), 101-140; J. A. MARAVALL, «Sentido misional de la empresa de Indias»: Revista de Estudios Políticos 1 (Madrid, 1941), 102-120; V. D. SIERRA, El sentido misional de la conquista de América (Buenos Aires, 1942); R. G.-VILLOSLADA, «El sentido de la conquista y evangelización de América según las bulas de Alejandro VI (1493)»: Anthologica Annua 24-25 (Roma, 1977-1978), 381-452.

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La Iglesia misional

El futuro de América, dependiente de la actuación de la Corona P. BORGES, «El sentido trascendente del descubrimiento y conversión de Indias»: Missionalia Hispánica 13 (Madrid, 1956), 141-177; A. MiLHOU, «De la destmction de l'Espagne á la destruction des Indes: histoire sacrée et combats idéologiques», en Études sur l'impact culturel du Nouveau Monde 1 (París, 1981), 25-74; 3 (París, 1983), 11 -54; ID., «Destrucción de España y destrucción de las Indias»: Communio 18 (Sevilla, 1985), 31-58; ID., «El concepto de "destrucción" en el evangelismo milenario franciscano», en Actas del II Congreso Internacional sobre los franciscanos en el Nuevo Mundo (Madrid, 1988), 297-315; J. L. PHELAN, El reino milenario de los franciscanos en Nueva España, tr. (México, 1972). Los aspectos restantes o carecen de bibliografía especializada o se abordan en los respectivos capítulos de la presente obra.

CAPÍTULO

LOS ARTÍFICES

DE LA

23

EVANGELIZARON

Por PEDRO BORGES

Dejando aparte la ya aludida participación de la Corona española, la evangelización americana, en cuanto labor directamente encaminada a la difusión del Evangelio entre los indígenas que lo desconocían (labor distinta de la de carácter pastoral entre los nativos ya cristianos de las doctrinas o parroquias de indios), fue obra principalmente de las denominadas Ordenes misioneras de América, las cuales la llevaron a cabo con un total aproximado de 20.000 evangelizadores. Junto con ellas colaboraron también en esta actividad, en menor grado y cada cual a su manera, los obispos y el clero secular, los españoles y criollos seglares y los indígenas ya cristianizados.

I. A)

LAS ORDENES MISIONERAS

Observaciones generales

Ya se dijo al hablar de las Ordenes religiosas que, tratándose de la América española, con el nombre de Ordenes misioneras se designa a aquellas instituciones religiosas de varones que se dedicaron a la evangelización o conversión al cristianismo de los indígenas, bien de una manera casi exclusiva, como los capuchinos, bien como parte (principal o complementaria) de su labor espiritual en el Nuevo Mundo, que fue lo que hicieron las demás. Estas Ordenes fueron la de San Francisco (franciscanos), de Santo Domingo o de Predicadores (dominicos), de la Merced (mercedarios), de San Agustín (agustinos calzados o ermitaños y agustinos descalzos o recoletos), la Compañía de Jesús (jesuítas) y la de los capuchinos. De entre las Ordenes religiosas restantes, algunos Jerónimos pasaron a Nicaragua en calidad de misioneros en 1539, mientras que en 1582, 1595, 1597 y 1673 lo hicieron también algunos carmelitas descalzos a Nueva España, aunque al final no llegaron a dedicarse a la evangelización de los nativos. Los franciscanos evangelizaron en América desde 1493 hasta la independencia de las naciones hispanoamericanas, comenzando por las Antillas. En el hemisferio norte, tras haberse asentado en el Darién y en Panamá en 1513, desde 1523, año en que llegaron a México, evangelizaron gran

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La Iglesia misional

parte de la Nueva España comprendida entre los alrededores de la capital y el Trópico de Cáncer, junto con Yucatán, y desde 1573 en Florida, desde donde continuaron avanzando hasta los actuales Estados norteamericanos de Alabama y Georgia del Sur. A lo largo del siglo XVII cultivaron misionalmente los Estados mexicanos de Durango, Chihuahua y Coahuila, más el norteamericano de Nuevo México, mientras que a lo largo del XVIII trabajaron en el mexicano de Tamaulipas y en los norteamericanos de Luisiana, Arizona y Texas. En 1768 sustituyeron además a los jesuítas, junto con el clero secular, en sus misiones de los Estados mexicanos de Nayarit, Sinaloa, Sonora, Chihuahua, Durango, Coahuila y, temporalmente, Baja California, así como en las del Estado norteamericano de Arizona. En 1769 iniciaron la evangelización de la actual California norteamericana. En América Central, desde mediados del siglo XVI evangelizaron Guatemala, Honduras, El Salvador y Nicaragua; desde finales del XVII, parte de Costa Rica, y en el xvm, Panamá, en cuya región del Darién ya habían intentado establecerse en 1513. En América del Sur, tras el intento de evangelizar Cumaná (Venezuela) de 1516 a 1522, desde mediados del siglo XVI misionaron en numerosos puntos de Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia, norte argentino y Chile. Desde mediados del siglo xvn y a lo largo de todo el x v m lo hicieron en Venezuela, Llanos colombianos de San Juan, costa occidental colombiana, selvas ecuatoriana, peruana y boliviana y centro del Paraguay. En el x v m penetraron además entre los araucanos de Chile y descendieron hasta el archipiélago de Chiloé, territorios a los que, tras la expulsión de la Compañía de Jesús en 1767, añadieron el tramo medio del Orinoco y la misión de los Moxos bolivianos junto con la Amazonia ecuatoriano-peruana a comienzos del siglo xix. Los mercedarios, tras llegar circunstancialmente a las Antillas en 1493, permanecieron ausentes de América hasta 1514, fecha en la que se asentaron en Santo Domingo. Desde el punto de vista misional y durante el siglo XVI, su labor fue prácticamente nula en las Antillas, muy reducida en Nueva España, intensa en América Central (excepción hecha de Costa Rica) y comedida en el resto de América del Sur, salvo en Chile y en los países del Plata, donde más bien resultó escasa en su conjunto. A lo largo de los siglos XVII y x v m evangelizaron diversos territorios aislados en Yucatán, Guatemala, Nicaragua, Panamá, Colombia y Ecuador, todos ellos geográficamente reducidos y durante breve tiempo, excepto el ecuatoriano de Esmeraldas, en el que permanecieron desde 1589 hasta mediados del siglo XVIII. Los dominicos, que trabajaron en las Antillas desde 1510, intentaron evangelizar Cumaná, junto con los franciscanos, de 1516 a 1520. En 1526 iniciaron la evangelización de Nueva España, avanzando desde la capital en dirección sur-occidental hasta el istmo de Tehuantepec. En la década de 1530 iniciaron la evangelización del extremo meridional de Nueva España y

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Los artífices de la evangelización

439

de América Central, aunque apenas lo hicieron en Nicaragua y Costa Rica. En América del Sur misionaron en todas las regiones anexionadas políticamente a la Corona de Castilla. A comienzos del siglo XVII redujeron drásticamente su labor evangelizadora, la cual se circunscribió a la región mexicana de Sierra Gorda (1686), a la panameña de Veragua (1622-1642), a las venezolanas de Barinas y Apure (1614 y 1710-1738), a la colombiana de Guavio (desde 1662) y algunos otros enclaves, como el de los Lacandones de Guatemala (1627), el ecuatoriano de Baeza (1597) y el boliviano de Urubamba (1760). Tras la expulsión de la Compañía de Jesús en 1767 sustituyeron a los jesuítas en las doctrinas de la región colombiana del Casanare y desde 1773 en las de la Baja California. Los agustinos ermitaños o calzados, ausentes prácticamente de las Antillas y de América Central, evangelizaron intensamente en el corazón de Nueva España desde 1533, con la capital como centro de irradiación, desde donde ampliaron su labor en una acentuada prolongación hacia el oeste del virreinato. En el resto de América, y a lo largo de la segunda parte del siglo XVI, realizaron una labor mitad misional, mitad pastoral, muy difícil de clasificar. Desde comienzos del siglo XVII su labor misional se restringió de una manera temporal a los territorios bolivianos de Moxos y Apolobamba, y de manera más permanente a los Llanos colombianos de San Martín desde 1662, así como a diversos puntos de Venezuela y Colombia, entre los que sobresalen las Misiones de los Tunebos (1729-1818), de Neiva-Timaná (1704-1718) y de Valledupar (1705-1761). Los jesuítas, tras una breve estancia en Florida, de 1566 a 1572, cultivaron dos tipos de campos misionales totalmente distintos. Desde 1576 hasta mediados del siglo xvil evangelizaron una numerosa serie de territorios geográficamente reducidos en Ecuador, Perú, Bolivia y Chile. Junto con ellos, y hasta su expulsión de América en 1767, cultivaron también, desde 1591, los grandes espacios representados por los Estados mexicanos de Nayarit, Sinaloa, Sonora, Baja California y parte del Estado norteamericano de Arizona. En 1609 iniciaron las célebres reducciones del Paraguay. En 1613 descendieron hasta el archipiélago de Chiloé, mientras que en 1638 dieron comienzo a su expansión por la amplísima cuenca del Amazonas, denominada por ellos Misiones del Marañón o de Mainas. Desde finales del siglo xvil y a lo largo del xvm evangelizaron también puntos aislados del Darién, Panamá y Bolivia, así como los grandes espacios geográficos de las cuencas de los ríos Casanare, Meta y Orinoco Medio, más los territorios de los Moxos y Chiquitos bolivianos y el Chaco y Pampa argentinos. Los agustinos recoletos no iniciaron su labor misional hasta comienzos del siglo XVII y la centraron, las más de las veces con carácter discontinuo, en Darién, Urabá y Chocó durante la primera mitad de esa centuria, en los Llanos colombianos de Santiago desde 1662 y en las regiones colombianas de los ríos Cuiloto y Meta desde finales del siglo xvm. Los capuchinos, tras varios intentos de evangelizar Darién y Urabá desde

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La Iglesia misional

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1647 hasta 1653, reanudados en 1665 y 1681, en 1650 intentaron también evangelizar la isla Trinidad y la región venezolana de Píritu. Su labor evangelizadora comenzó definitivamente en 1657 con su asentamiento en Cumaná, región desde la que en 1658 ampliaron su labor a los Llanos de Caracas. Posteriormente evangelizaron también la isla Trinidad (1682-1714), desde donde intentaron asentarse en Guayana, lo que no consiguieron hasta 1724. A estos tres amplios territorios de Cumaná, Llanos de Caracas y Guayana añadieron, de 1725 a 1807, los de la región venezolana de Maracaibo y de la colombiana de Riohacha, Santa Marta o La Goajira. Además, en 1766 se instalaron en la Luisiana, recientemente cedida por Francia a España; desde 1763 hasta 1772 misionaron en el Alto Orinoco y Rionegro, y desde 1789 hasta 1795 evangelizaron la cuenca del río colombiano Cuiloto. B)

El misionero español

Estos evangelizadores de América fueron en su mayoría españoles. Durante los siglos XVI y xvii salieron para el Nuevo Mundo procedentes sobre todo de los diversos reinos que entonces integraban la Corona de Castilla. Desde finales del siglo XVII, y principalmente a lo largo del XVIII, se unieron también a ellos, en cuantía ya apreciable, los pertenecientes a los reinos de Aragón, Valencia, Cataluña y Baleares. La razón de este predominio de los misioneros españoles estribó (como veremos más adelante) en que los religiosos criollos prefirieron dedicarse a la labor pastoral en la Iglesia de retaguardia, y en que los religiosos portugueses y centroeuropeos encontraron trabas oficiales para viajar a América, si bien la Compañía de Jesús logró superarlas hasta cierto punto. El número de estos religiosos españoles dedicados a la evangelización de los nativos aún no está definitivamente cuantificado. En estos momentos se conoce la cifra de 14.894, distribuidos de la siguiente manera (las siglas utilizadas a c o n t i n u a c i ó n significan: Cap = C a p u c h i n o s ; OdeM = Mercedarios; OCD = Carmelitas; OFM = Franciscanos; OP = Dominicos; OSA = Agustinos; SJ = Jesuítas): Orden OFM SJ OP Cap OSA OdeM OCD Varios TOTAL .

S.xv

S.xvi

S.xvn

S.xvni

S.xix

Total

2 3 2

2.713 332 2.061 530 327 28 18

2.201 943 138 205 31 73 12 -

2.736 1.065 116 581 1 -

711 4 41 -

8.363 2.340 2.259 827 562 400 40 20

7

6.039

3.603

4.499

756

14.894

Porcent. 56,92 15,92 15,16 5,62 3,77 2,68 0,27 0,13

Como se trata de una cifra mínima, es decir, de los que en estos momentos consta que viajaron de España a América sufragados por la Corona española con fines oficialmente misionales, es evidente que la cifra real es

Los artífices de la evangelización

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superior a la señalada. Lo más probable parece ser que esa cifra real oscilara entre 15.000 y 15.500 religiosos españoles como máximo. En el reclutamiento para las misiones americanas de estos miles de religiosos se siguieron dos sistemas fundamentales. El más general consistió en que un religioso designado al efecto, residente en España o llegado de América (razón por la que a veces era criollo) con este objetivo específico o con otro cualquiera, recorriese los conventos españoles solicitando voluntarios para viajar al Nuevo Mundo en calidad de evangelizadores. Sin desdeñar este sistema, entre los jesuítas y capuchinos se estiló también que los que espontáneamente se decidieran a viajar a América (indípetas, entre los jesuítas) comunicasen su deseo al general de la Orden o al respectivo ministro provincial, quien daba a conocer el nombí e de estos peticionarios al procurador que cada Provincia jesuítica de América enviaba periódicamente a Roma a dar cuenta de la Congregación acabada de celebrar, o, entre los capuchinos, a su comisario general de Indias o al encargado de dirigir la expedición misionera de cada momento. El alistamiento distaba mucho de ser improvisado. En él influyeron factores favorables, como la labor de persuasión de los reclutadores por medio del contacto personal o del envío de circulares, la propaganda ejercida por otros religiosos, las exhortaciones al alistamiento procedentes de América o de los superiores de las Ordenes religiosas, las relaciones histórico-descriptivas de las misiones americanas, las cartas privadas de los misioneros de ultramar, las célebres «Cartas Anuas» entre los jesuítas y la existencia de colegios de misiones en España entre los franciscanos y los capuchinos. En contra del alistamiento operaban factores como la labor disuasora de otros religiosos, las relaciones y conceptos adversos a las misiones, la resistencia de algunos superiores a desprenderse de subordinados, la falta de personal de las Provincias religiosas españolas y un cierto ambiente de entibiamiento misional surgido durante la segunda parte del siglo XVIH. Una vez confeccionada la lista de voluntarios, el reclutador, denominado oficialmente procurador entre los jesuítas y comisario entre las restantes Ordenes religiosas, presentaba los nombres a la aprobación de la Corona, la cual se basaba para otorgarla o denegarla en los datos personales del voluntario. Otorgada la aprobación oficial, los expedicionarios iniciaban el viaje al puerto de embarque (normalmente Sevilla hasta 1720 y Cádiz desde esa fecha), donde los funcionarios de la Casa de la Contratación comprobaban la identidad de cada religioso aprobado antes de permitirle subir al barco. Con los gastos sufragados por la Real Hacienda (véase el capítulo 22), los alistados se hacían a la mar en forma de grupos o expediciones (misiones, en el lenguaje de la época) bajo el mando de un superior, que solía ser el propio comisario o procurador al que habían dado su nombre para evangelizar un territorio concreto, al que tenían que dirigirse una vez llegados a América, excepto en el caso de los franciscanos, que se alistaban para un determinado colegio de misiones, y también entre los jesuítas, los cuales QJ^WÍíSWiH,. a disposición de la respectiva Provincia americana. Las notas características de este misionero español son la ^ p i ó r u

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ca, la voluntariedad, la selección, la obligatoriedad de destino y el propósito de perpetuidad. 1) La misión canónica consistió en la autorización de los propios superiores para dirigirse a las misiones americanas, autorización que, según algunos autores, podía suplirla la Corona en virtud de la delegación pontificia de que gozaba en opinión también de ellos. 2) La voluntariedad fue un requisito que siempre estuvo vigente y del que no se dieron excepciones, debido a que, por una parte, no se podía obligar a nadie a emprender un viaje como el desplazamiento a América, que siempre se consideró una acción heroica y al que no se extendía el voto de obediencia, y por otra, el propio carácter de la labor misional desaconsejaba enviar a ella a religiosos contra su voluntad. Esta voluntariedad dejaba de ser norma obligada desde el momento en que el religioso emprendía el viaje desde su convento con destino al puerto de embarque, porque, a partir de ese momento, debido a los gastos que le ocasionaba a la Corona, tanto ésta como las Ordenes religiosas le prohibían la vuelta atrás e incluso sancionaban a los que se arrepintiesen. Los arrepentimientos no dejaban de darse con alguna frecuencia, y solían obedecer a que el religioso en cuestión terminaba vencido por los sufrimientos del viaje hasta el puerto de embarque, por las incomodidades del alojamiento a la espera (a veces de meses enteros) de hacerse a la mar, por la pérdida del fervor inicial al sumirse en otro ambiente durante ese mismo lapso de espera, e incluso por el terror que se apoderaba de él al ver por primera vez el mar. 3) La selección consistió en no permitir el alistamiento para las misiones sino sólo a quienes reuniesen los requisitos necesarios, cometido que corría a cargo del comisario o procurador que organizaba cada expedición, así como del Consejo de Indias. A este respecto son frecuentes las quejas de que algunos superiores procuraban que se ofreciesen para viajar a América religiosos de los que ellos se querían desprender. También se conocen nombres concretos de voluntarios que no se deberían haber alistado. Ambas son excepciones a una tónica general en cuyo mantenimiento estaban interesados tanto la Corona como los organizadores de las expediciones, por el sentido de la responsabilidad y porque ni a la primera ni a los segundos les interesaba que evangelizasen entre indios religiosos relajados o díscolos que pusieran en peligro una empresa tan delicada. Este hecho, más la circunstancia de que tanto la Corona como los comisarios o procuradores de las expediciones eran conscientes de esta posibilidad (son ellos mismos quienes alertan sobre ella), el simple alistamiento y la consiguiente aprobación para viajar a América, hay que considerarlos por principio como un signo de selección. Tanto más cuanto que el hecho de que posteriormente algún alistado dejara que desear no obedecía necesariamente a falta de selección previa, sino que podía radicar en la pérdida de su espíritu inicial. Además de la ya aludida voluntariedad, un requisito que también se exigió siempre, sin excepción alguna, fue el de la ejemplaridad de vida,

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Los artífices de la evangelizarían

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consistente en el cumplimiento de los deberes propios del estado religioso. En virtud de esta exigencia, el misionero español en América fue, por principio y salvo siempre las excepciones de rigor, un religioso moralmente normal dentro de su estado, ya de por sí selecto. Si además se tiene en cuenta que los reclutadores insistían en la necesidad de que sólo se alistaran quienes se sintieran llamados por Dios y estuvieran dispuestos a arrostrar mil privaciones y sacrificios, así como que los alistados sabían que la vida en Indias sería más difícil que la de España, cabe deducir que los candidatos a misiones fueron de un nivel espiritual superior al del medio ambiente, considerados en relación con los demás religiosos de su misma Orden o convento. Fuera, asimismo, de casos muy concretos, no se acostumbró a exigir a los candidatos ninguna preparación intelectual especial, por haberse considerado que bastaba con la exigida para la ordenación sacerdotal, si bien desde 1603 se preceptuó a los reclutadores de expediciones que no admitieran a nadie en la suya sin tener primero noticia «de su vida y doctrina». La razón de que, hablando en general, no se le prestara una atención específica a la preparación intelectual de los misioneros estribó en la persuasión de que en América, a diferencia de lo que sucedía en Extremo Oriente, los indígenas no presentaban dificultades de orden ideológico al cristianismo. Las ocasiones en las que se insiste en que los candidatos poseyeran una preparación intelectual especial pertenecen en su mayoría al siglo xvi, y la exigencia se basa no tanto en la necesidad de contar con misioneros que pudieran dialogar teológicamente con los nativos cuanto en la urgencia de solucionar los numerosos y gravísimos problemas que se derivaban de las conquistas armadas, de las encomiendas, de la metodología misional o de la administración de los sacramentos; es decir, para solucionarles problemas morales a los propios cristianos y a los mismos religiosos ya residentes en el Nuevo Mundo. Por esta razón, una vez superada la etapa de incertidumbre del siglo XVI y que en la propia América se dispuso de teólogos y moralistas suficientemente preparados, esta exigencia perdió la relativa intensidad que había entrañado hasta entonces. En el terreno de los hechos, entre los misioneros americanos procedentes de la península Ibérica no faltan, pero tampoco abundan, grandes lumbreras teológicas o canonistas, ni siquiera religiosos más o menos destacados por su preparación intelectual en relación con el medio ambiente. Desde este punto de vista, el misionero americano parece haber sido un religioso de tipo medio, es decir, inferior al sector de los que podríamos denominar intelectuales, pero superior al de quienes solamente poseían la preparación estrictamente necesaria para el ejercicio del sacerdocio. Incluso se le puede situar en una media alta en el caso de los franciscanos y capuchinos del siglo xvni, entre los que predominan los poseedores de títulos conventuales, como el de predicador, el de confesor y el de predicador y confesor al mismo tiempo, los cuales son signos de cierta cualificación intelectual. En este mismo campo de la selección se parte siempre de que el candidato es sacerdote, a menos que se especifique lo contrario. Las excepciones a este respecto las constituyen los estudiantes y los hermanos legos o coadjutores.

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La cifra de estos últimos se puede situar en unos 800 aproximadamente, lo que representa el 5,37 por 100 del total de misioneros españoles, pero con la circunstancia de que, excepto unos 40 capuchinos, los restantes se reparten en proporción muy similar entre los franciscanos y los jesuítas, pues las demás Ordenes apenas si recurrieron a ellos. Aún más, hasta 1639 estuvo en vigor la política oficial de que los expedicionarios fueran acompañados por criados que los atendieran en sus necesidades, y no por hermanos legos o coadjutores, quienes, por lo mismo, no comienzan a predominar hasta esa fecha aproximadamente, si bien en este punto nunca se observó dicho precepto literalmente. Como se deduce de esa misma orden oficial de 1639, estos religiosos no sacerdotes siempre tuvieron el carácter de auxiliares domésticos de los misioneros, hecho en el que se basa el que se prefiriera para este menester a los criados seglares. Sin embargo, fue también frecuente, sobre todo entre los jesuítas, que estos hermanos legos o coadjutores ejercieran en las misiones el cometido de catequistas. Los estudiantes ascendieron a unos 1.240, por lo que representan el 8,32 por 100 de los expedicionarios, y abundan sobre todo entre los jesuítas, seguidos a cierta distancia por los franciscanos y, ya muy de lejos, por los dominicos y capuchinos. Su objetivo era terminar ascendiendo al sacerdocio, y su viaje al Nuevo Mundo estuvo en relación con las posibilidades que cada Orden religiosa tuviera para que concluyeran su formación en la propia América. Por ello, entre los jesuítas comienzan a abundar desde finales del siglo xvi, mientras que entre los franciscanos solamente lo hacen a partir del XVIII, debido a que para entonces dicha Orden ya disponía de los denominados colegios de misiones, los cuales ejercían desde este punto de vista el cometido de seminarios. Al igual que sobre la preparación intelectual, tampoco hubo legislado nada acerca de la edad de los candidatos a misiones. En la práctica, fuera del caso de los estudiantes, no convenía a nadie que los alistados fueran demasiado jóvenes o demasiado viejos. Lo primero, porque la inexperiencia podía constituir un factor adverso, y lo segundo, porque a una edad determinada o no se estaba en condiciones de soportar las dificultades de la evangelización o se imponía la necesidad de suplir al poco tiempo a los impedidos a causa de la edad por medio de nuevos religiosos, con los consiguientes y elevadísimos gastos que originaba cada expedición. De ahí que predominaran los religiosos comprendidos entre los veinticuatro y los cuarenta años, con claro predominio, al menos entre los franciscanos, de los comprendidos entre los veintitrés y los treinta y dos, que suman el 64,4 por 100 de sus expedicionarios, lo que representa un elevado número de religiosos poseedores de una juventud ya madura. Esta circunstancia de que los expedicionarios se encontraran en la máxima plenitud de sus fuerzas físicas y morales, pero que al mismo tiempo hubieran superado ya la etapa de la inexperiencia juvenil, es uno de los factores fundamentales que hay que tener en cuenta para poderse explicar

Los artífices de la evangelización

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el indiscutible empuje que siempre acompañó a la evangelización americana. 4) La obligatoriedad de destino fue un requisito impuesto por la Corona, en cuya virtud el alistado no podía dirigirse a otro. Sin embargo, se dio la circunstancia de que este destino no tenía que ser necesariamente misional en el caso de los jesuítas, pero sí en el de las restantes Ordenes misioneras. 5) El propósito de perpetuidad debe interpretarse en el sentido de que, por principio, el religioso se alistaba para las misiones americanas para toda su vida o, por lo menos, por tiempo indefinido. Hasta 1563 se dio por sentado que ese alistamiento era vitalicio, salvo que una enfermedad u otra razón muy poderosa obligase al evangelizador a abandonar el campo misional. En 1563, 1589, 1626 y 1681 se exigió el cumplimiento de diez años como mínimo de labor evangelizadora (ley del decenio) para que los superiores autorizasen a un religioso a abandonar las misiones. Desde 1686 en adelante, esta exigencia del decenio misional se transformó, de requisito que impedía el abandono de la evangelización, en facultad para poder hacerlo, al menos entre los franciscanos y capuchinos. Entre los jesuitas no parece haber estado en vigor esta exigencia o esta posibilidad, sino que el tiempo de permanencia en las misiones dependió de la voluntad de los superiores. Entre los mismos franciscanos y capuchinos subsistió una corriente contraria a esta ley, es decir, defensora del alistamiento a perpetuidad o por lo menos indefinido. Parece, incluso, que los misioneros no hicieron uso sistemático de esta posibilidad de abandonar la evangelización, hasta el punto, por ejemplo, de que durante el período comprendido entre 1783 y 1787 se incardinaron en las misiones americanas un total de 562 franciscanos y capuchinos, y sólo las abandonaron veinte, es decir, un 3,55 por 100, entre los que además figuran algunos enfermos. C)

£1 misionero europeo

Con el calificativo de europeos designamos a los misioneros americanos procedentes de Europa, pero de fuera de España. En su reclutamiento no se distinguieron esencialmente de los españoles, como tampoco en sus características. Sí se diferencian, en cambio, en cuanto a sus posibilidades de trasladarse al Nuevo Mundo, las cuales fueron muy inferiores a las de los españoles por razones políticas, por el deseo oficial de evitar posibles infiltraciones de herejes e incluso para ahorrar los mayores gastos que suponía el desplazamiento desde fuera de España. La primera vez que en el caso de los religiosos se exige el requisito de la nacionalidad española para poder viajar a América es en 1519, exigencia que se vuelve a repetir en 1530 y que se incluyó en la Recopilación de leyes de los Reinos de las Indias de 1681. Tal vez por esta prohibición, que siempre estuvo oficialmente vigente, los mercedarios, dominicos, agustinos y capuchinos apenas si cuentan con extranjeros entre sus misioneros americanos, aunque tampoco hay que olvidar que se trata de Ordenes religiosas que poseyeron una organización eminentemente nacional y que no experimentaron la necesidad acuciante de acudir en este punto a religiosos de fuera de España por las dimensiones

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relativamente reducidas de sus respectivos campos de evangelización. Esa misma prohibición fue indudablemente la que influyó en que la presencia de extranjeros en las expediciones franciscanas no sea tan numerosa como cabría esperar de una Orden eminentemente supranacional y en la que el fervor misional americano se despertó desde el momento mismo del descubrimiento del Nuevo Mundo. Ahora bien, como también es cierto que hasta mediados del siglo XVI dicho requisito no se exigió con excesivo rigor, a pesar de lo cual, desde 1530 en adelante, escasean los extranjeros en las expediciones franciscanas, cabe suponer con toda probabilidad que a la existencia de la prohibición se unió el hecho de la abundancia de religiosos en España para prescindir de los de fuera de ella. A diferencia de estas cinco Ordenes religiosas, la Compañía de Jesús, de espíritu aún más supranacionalista, fuertemente centralizada, especialísimamente sensible a los deseos de la Santa Sede y con insuficiente número de personal para las necesidades a que tenía que atender en España, experimentó siempre la imperiosa necesidad de recurrir a religiosos no españoles para la realización de su labor misional en el Nuevo Mundo. Esto dio lugar al mantenimiento por la Compañía de un permanente forcejeo con la Corona española para que le permitiera la participación de extranjeros en sus expediciones misioneras. Tras unas dificultades iniciales impuestas en 1603, la prohibición del paso a América de jesuítas extranjeros se convirtió en tajante en 1609, se suavizó de nuevo en 1616 y volvió a endurecerse en 1645 y 1654. Tras una nueva suavización en 1674 y en 1707, en 1760 volvió a exigírsele con nuevo rigor la observancia de la prohibición. El número y la nacionalidad de los misioneros europeos no españoles que viajaron a América los especifica el siguiente cuadro, basado en los datos que proporciona Lázaro de Aspurz f restringidos únicamente a los franciscanos (OFM) y jesuítas (SJ), únicas Ordenes en las que es apreciable el número de misioneros extranjeros: OFM: 82

SJ: 849 Siglos

XVI

XVII

XVI

Portugal Francia Francia-Flandes Bélgica Alemania Austria Bohemia Dacia Suiza Italia Inglaterra Escocia Irlanda Nac. desconocida TOTAL

76

6

19

TOTAL XVII

XVIII

14 3417 12 34

5 18 228 61 72

85 1 1 1 6

185

205

56 625

5 42 19 55 248 74 106 1 1 308 1 1 2 63 926

Los artífices de la evangelización

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Como se ve, el número de misioneros europeos no españoles que viajaron a América solamente representa el 6,21 por 100 de cuantos religiosos emprendieron el viaje con este fin. Respecto de los franciscanos, es llamativa la presencia de franceses, a los que siguen, aunque a larga distancia, los italianos. De esos 76 extranjeros, 57 realizaron el viaje entre 1493 y 1533, fecha esta última a partir de la cual los extranjeros ya no participan en las expediciones misioneras sino de una manera esporádica, cuando antes lo habían hecho en grupos de hasta 16 en 1516, de siete en 1531 y de 12 en 1533. Este dato hace pensar en la probabilidad de que la prohibición de 1530 surtió verdadero efecto. Por lo que se refiere a los jesuítas, merece observarse la preponderancia de los italianos, con la característica de que entre ellos predominan los procedentes de los Estados pontificios, Ñapóles y Sicilia, seguidos de los del Milanesado, es decir, de los pertenecientes a circunscripciones políticamente no sospechosas, factor al que hay que atribuir también la destacada abundancia de alemanes y bohemios, cuyo descenso numérico en relación con los italianos obedeció, indudablemente, a la menor población católica de esos territorios. Desde el punto de vista cronológico, la permisividad practicada por la Corona hasta 1609 dio lugar al paso de 38 jesuítas extranjeros desde 1574 hasta esa fecha, mientras que la tajante prohibición de dicho año originó que solamente viajara uno entre 1609 y 1615. A partir de 1616 vuelven a abundar los extranjeros entre los expedicionarios de la Compañía hasta 1643, mientras que casi vuelven a desaparecer desde esa fecha hasta 1675. La nueva política de permisividad obtenida por la Compañía en 1674 y ratificada en 1707 dio lugar a una auténtica avalancha de jesuítas extranjeros a partir de 1678, hasta el punto de que el número de los que se embarcaron desde ese año hasta 1760 asciende nada menos que a 833. La última y definitiva prohibición de 1760 sólo permitió el paso de tres nuevos extranjeros hasta 1765, fecha de la última expedición jesuítica. D)

El misionero americano

Hasta finales del siglo XVI no cabe pensar que los religiosos americanos o criollos pudieran sustituir en la evangelización a los misioneros extraamericanos, porque su número, relativamente escaso, no se lo hubiera permitido aunque hubiera sido ése su propósito. La situación comenzó a cambiar a finales de esa centuria, como se deduce del triple hecho de que por esa época abundan las afirmaciones sobre el gran número de religiosos existentes en América (1593, 1608, 1633); aunque parte de ellos eran peninsulares, se concibe incluso la posibilidad de que la evangelización corriera a cargo de esos religiosos, hasta el punto de que se prescindiera de las costosísimas expediciones misioneras (1570, 1574, 1624), y durante la primera mitad del siglo XVII se estableció entre las Ordenes misioneras americanas el sistema de alternancia (alternativa) en los puestos de gobierno debido al gran número de criollos que poblaban los conventos. En realidad, todavía carecemos de cifras concretas sobre los religiosos

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criollos que se dedicaron a la evangelización, pero las que se poseen indican que su número fue escaso en proporción con el de los que trabajaban en retaguardia y de los que llegaron a las misiones procedentes de fuera del Nuevo Mundo. Como simples muestras, valgan las siguientes. De los catorce misioneros jesuítas que en 1767 había en Casanare (Colombia), eran criollos siete; de los ocho destinados en el Orinoco medio, uno; de los veintiuno que misionaban en la Amazonia (Mainas), cuatro. Entre los franciscanos, desde 1702 hasta 1790, sólo profesaron en el colegio de misiones de Cristo Crucificado, de Guatemala, noventa y ocho, de los que cuarenta y seis fueron hermanos legos; en el colegio de San Fernando, de México, sólo tomaron el hábito ciento trece entre 1738 y 1810. Entre estos mismos franciscanos, desde 1698 hasta 1800, solamente ingresaron en el colegio de Querétaro (México) un total de cincuenta y dos, procedentes de las Provincias normales, y cincuenta y tres en el de San Fernando de México de 1731 a 1810. En el caso de los capuchinos, la inexistencia de misioneros criollos fue prácticamente total y obedeció al hecho de que estos religiosos no contaron con vocaciones americanas debido a que su labor fue casi exclusivamente misional y no dispusieron de seminarios de formación. Por lo que se refiere a las restantes Ordenes misioneras, en el caso de los mercedarios, dominicos y agustinos, la criollización sobrevino cuando estos religiosos ya habían desistido prácticamente de su labor propiamente evangelizadora, mientras que los jesuítas contaron con el filón de los religiosos extranjeros o centroeuropeos, cuyo menor dominio del castellano (aunque tenían obligación de aprenderlo) los convertía en más adecuados para misionar entre los indígenas que para trabajar entre los hispanocriollos, con lo que la colaboración de estos últimos en la evangelización se hacía menos necesaria. Por otra parte, además de estas motivaciones concretas, concurrieron otros dos factores de índole general para generar la, al parecer, escasa participación de los criollos en la evangelización. Exceptuados los capuchinos, todas las Ordenes restantes fueron víctimas, por una parte, de su propia prosperidad, y por otra, del ambiente americano. Lo primero, porque sus numerosos compromisos pastorales para con la población hispanocriolla y los indígenas ya nacidos dentro del cristianismo les exigían mucho personal. Lo segundo, porque en la propia América, además de que nunca se tuvo en gran estima al indígena y, por lo mismo, nunca se apreció tampoco debidamente la labor entre ellos, los religiosos criollos tampoco se sintieron especialmente llamados a evangelizarlos. El comisario general franciscano de Nueva España afirmaba a este respecto en 1624, refiriéndose a las misiones de Tampico y Nuevo México: «Como es tierra tan trabajosa de tantas conversiones y tan apostólicas que no se diferencian de la Florida, huyen todos el cuerpo a las dificultades... ninguno quiere dejar esta tierra donde para lo espiritual hay tantas conversiones y para lo corporal los mejores lugares y temples de la Nueva España». Eljesuita Sebastián Izquierdo, asistente general de la Compañía de Jesús

Los artífices de la evangelización

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en Roma, aseveraba en 1673: «Los jesuítas europeos que van a Indias... son mucho más a propósito para las misiones de Indias que no los indianos, en cuanto los europeos que van a Indias todos llevan vocación especial para ellas, la cual tienen los menos de las Provincias indianas». Según el virrey de Santa Fe, en 1768 eran «pocos los de las Indias que se dedican a este tan santo como penoso instituto», cual era el cometido del colegio franciscano de misiones de Popayán. II.

LOS OBISPOS Y EL CLERO DIOCESANO

La intervención de los obispos en la actividad misional americana fue directa hasta 1570, aproximadamente, fecha desde la cual su labor pastoral perdió el carácter de evangelización propiamente dicha. En cuanto artífices de la evangelización, los obispos no se dedicaron, ni se pudieron dedicar, a la conversión de infieles. Su carácter de tales radica en la legislación de índole misional promulgada de una manera personal, en esta misma legislación emanada colectivamente de las juntas eclesiásticas, de los concilios provinciales y de los sínodos diocesanos celebrados durante esa época, en la colaboración que les prestaron a los misioneros propiamente dichos y en los informes que sobre la evangelización elevaban a las autoridades virreinales o a la propia Corona. Desde 1570, aproximadamente, debido a la paulatina delimitación entre territorios misionales y no misionales, así como al derecho de exención de los religiosos, esos concilios y sínodos perdieron, en general, su carácter misional (el de Lima de 1582-3 y el de México de 1585, al tratar de los indígenas, lo hacen más bien en plan pastoral que en plan misional, pues se trata de una población nativa ya cristiana). A consecuencia de ello, los obispos ya no intervinieron en esos territorios sino desde el momento en que las misiones (a los diez o veinte años de iniciadas) se convertían en doctrinas o parroquias de indios y pasaban a la jurisdicción episcopal, pero que por eso mismo perdían también su carácter evangelizador. Como prolongaciones de la situación anterior a la fecha aproximada de 1570 deben considerarse aquellos territorios que, como Tucumán, Paraguay y Chile, siguieron manteniendo su carácter misional hasta comienzos del siglo xvil, razón por la cual los obispos intervinieron también en la evangelización propiamente dicha de idéntica manera a como lo habían hecho hasta entonces, y que se refleja, por ejemplo, en los sínodos y concilios celebrados en esas regiones, los cuales conservan un carácter misional ya no acostumbrado en el resto de América. El clero diocesano no constituyó un sector eclesiástico propiamente evangelizador, sino que acostumbró a ejercer su labor entre indígenas ya insertados en el cristianismo por los misioneros bajo la forma de doctrineros o párrocos de indios. No obstante, durante el siglo xvi, además de excepciones personales a esta norma, se dan casos frecuentes en los que entre la población encomendada a sacerdotes diocesanos aún había indígenas que seguían siendo paganos.

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LOS ESPAÑOLES Y CRIOLLOS SEGLARES

Tratándose de la evangelización de América, es corriente querer ver en los conquistadores de los años centrales del siglo XVI (fuera de esa época, esta figura no existió) a una especie de evangelizadores laicos que inducían a los indígenas a que recibieran el bautismo, a veces incluso con fines no honestos. Estos últimos casos, resabios de una tradición deformada no exclusiva de América, representan simples anécdotas o prácticas ajenas totalmente al campo de la evangelización. En cambio, el deseo sincero de que los nativos abrazaran el cristianismo es lógico suponerlo en hombres profundamente religiosos, quienes probablemente sí influyeron con sus admoniciones y con su prestigio en que los indígenas se cristianizaran, como de hecho nos consta que lo hicieron en numerosas ocasiones. Además de con esta labor directamente misional, los conquistadores facilitaron la evangelización con el previo sometimiento político de los indios, persiguieran o no este objetivo. Estos mismos conquistadores, junto con los pobladores españoles y los criollos, representaron durante el siglo XVI, con su simple presencia, un factor de disuasión ante posibles levantamientos armados de los nativos y la consiguiente destrucción de la labor misional, de la que por lo mismo se convirtieron en salvaguardia, y así los vieron muchos misioneros. La labor de proselitismo que ejercieran con su palabra o con su ejemplo se prestó, en cambio, a diversas interpretaciones. Durante los siglos XVI, XVII y XVIII, esos mismos pobladores españoles y criollos colaboraron en numerosas ocasiones con los misioneros en la congregación de los indios en poblados (reducción), a veces los sustituyeron en la catequesis y desde finales del siglo XVI los protegieron en cuanto miembros de la «escolta» o de los «presidios» (destacamentos militares) emplazados en buen número de misiones. Por su parte, los encomenderos estaban obligados por ley a mantener a costa propia a algún clérigo o religioso que atendiese espiritualmente a los indios de su encomienda. Carácter defensivo de la evangelización entrañaron asimismo las aldeas fundadas para proteger la labor misional. En este sistema destacaron los capuchinos de Venezuela, con la organización a finales del siglo XVII de expediciones de seglares para que desde España se fueran a establecer en sus misiones y con la fundación de las villas españolas de San Carlos (1671), Cojedes (1694), Araure (1694), Calabozo (1724), El Pao (1727), San Felipe (1728), Cachicamo (1752), San Jaime (1752), San Carlos Zulia (1778) y San Fernando (1788). Económicamente colaboraron en la evangelización las asociaciones piadosas de seglares fundadas con este fin en las principales ciudades americanas y que, al parecer, fueron fomentadas sobre todo por los jesuítas en los siglos xvn y xvili. La labor directa y exclusivamente evangélica no fue, ni pudo serlo, cometido específico de los españoles o de los criollos seglares, lo que tampoco excluye que cristianos especialmente piadosos fomentaran una preocupa-

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Los artífices de la evangelización

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ción especial y personal por la evangelización, como lo hicieron Pedro de Rentería en la Española a comienzos del siglo xvi, Julián Gutiérrez en Colombia-Panamá hacia 1532 o Francisco Rodríguez Leite en Píritu (Venezuela) a mediados del siglo xvn. IV.

LOS COLABORADORES INDÍGENAS

No hay duda alguna de que los indígenas que más colaboraron en la evangelización americana fueron los niños y adolescentes, hasta el punto de que el franciscano Jerónimo de Mendieta afirmara a finales del siglo xvi que Dios quiso «que se hiciese la conversión de este Nuevo Mundo... no por otro instrumento sino [el] de los niños». Los niños y jóvenes aparecen en todas partes y en todos los momentos de la evangelización americana, sin excepción alguna, sirviendo de maestros y de intérpretes a los misioneros, colaborando en la destrucción de la idolatría pública y en el descubrimiento de la oculta, haciendo de evangelizadores en sus propias casas (cometido que también desempeñaban las niñas), ejerciendo a veces de auténticos evangelizadores de extraños, sustituyendo en la catequesis al misionero e integrando la escolanía que solemnizaba el culto en todos los poblados misionales. A ese respecto son célebres la muerte de un niño en Tlaxcala por su propio padre en 1527, debido a que le recriminaba la idolatría, y la de otros dos en Tepeaca, en 1530, así como la de un sacerdote pagano en Tlaxcala por los niños ya cristianos hacia esas mismas fechas. Entre estos niños y adolescentes, activos colaboradores en la evangelización, gozaron de una especial preparación para ello los educados en el colegio franciscano de enseñanza media de Tlatelolco, fundado en 1536; los niños nobles educados en España en virtud de sendas reales cédulas de 1503-4, 1508-1510 y 1528, con el fin precisamente de que a su regreso a América sirvieran de evangelizadores; los alumnos de los numerosos colegios para hijos de caciques fundados a lo largo de todo el siglo xvi y los alumnos de los internados comarcales e interclasistas (masculinos y femeninos) erigidos durante los siglos xvil y x v m en las misiones periféricas, principalmente por los jesuítas. En un segundo lugar, aunque fueron más numerosos, se encuentran los alumnos de las escuelas elementales, existentes en prácticamente todos los conventos del siglo XVI y en los poblados misionales de los siglos XVII y xvm. También hay que considerar como evangelizadores a aquellos oblatos o donados indígenas que, sin ser religiosos, vivían en los conventos en número todavía sin cuantificar y de los que nos consta que a veces se dedicaron a la evangelización con gran éxito. Los adultos indígenas ya cristianos sustituyeron a veces a los misioneros en la tarea de congregar en poblados a los nativos todavía diseminados, como en 1622 se les aconsejaba que lo hicieran a los jesuítas del noroeste de México, y como lo practicaron, con diversos resultados, los capuchinos de Venezuela en 1724 y 1743, los jesuítas del Chaco argentino en 1760 y, por las mismas fechas, los del Amazonas. Lo más corriente era, sin embargo, que

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esos indios cristianos acompañaran en !a labor reduccionística a los misioneros, a veces en cantidades de hasta 200 y 300, como hicieron los franciscanos de la selva peruana en 1661 y 1761, respectivamente. El cometido de estos colaboradores en la reducción era defender al misionero, servirle de intérprete y persuadir a las tribus abordadas de que se congregaran en poblados. Adultos de entre cincuenta y sesenta años, según la Recopilación de Leyes de los Reinos de las Indias de 1681, pero en ocasiones jóvenes, eran también los indígenas denominados fiscales, que colaboraban con el misionero en cada una de las reducciones o poblados misionales. Su número era variable, en conformidad con los habitantes de la aldea. Así, mientras la Recopilación señala uno por cada cien habitantes, los jesuitas del Amazonas disponían en el siglo XVIII (por elección anual) de tres en la mayoría de los casos, y frecuentemente de cinco, y los franciscanos de Chiloé contaban con 61 en el total de 67 poblados que atendían en 1791. El cometido de estos indios fiscales era hacer de sacristanes para todo lo referente al culto, pero al mismo tiempo sustituían al misionero en la catcquesis durante su ausencia, vigilaban la asistencia a la catequesis y a los actos litúrgicos, se preocupaban por la administración de los sacramentos a los enfermos y advertían al misionero de cuanto anormal o defectuoso aconteciese en la aldea. Finalmente, los indígenas colaboraban también en la evangelización convirtiéndose en una especie de levadura entre nativos todavía paganos mediante su traslado desde la propia comarca a territorios todavía sin evangelizar o en vías de cristianización, constituyendo lo que alguien ha denominado grupos apostólicos de seglares. A la primera modalidad pertenecen, por ejemplo, los indios educados por los franciscanos de México, que en 1541 se trasladaron con los dominicos a Guatemala para, con su dominio de la música, atraer al cristianismo a los difíciles lacandones. Entre la segunda cabe enumerar a las familias cristianas que, también voluntariamente, se establecían en otras aldeas e incluso se trasladaban a territorios alejados por indicación de los misioneros. El sistema de traslado a poblaciones vecinas fue recurso general de los franciscanos de Píritu (Venezuela) desde mediados del siglo XVII en adelante, quienes denominaban «madrinas» a esas familias. Al traslado de una región a otra recurrían los jesuitas del noroeste de México en el siglo XVII, los franciscanos de Sierra Gorda (México) a mediados del XVIII y los franciscanos de California en la segunda parte de este mismo siglo. Quienes más se distinguieron en esta forma de apostolado fueron los tlaxcaltecas, de los que se valieron los franciscanos para evangelizar a los chichimecas a finales del siglo XVI, y los franciscanos y jesuitas para que colaboraran con ellos en Coahuila (1598, 1645, 1690, 1694), Nuevo León (1675), Nuevo México (1680), Nueva Vizcaya (1687, 1715, 1730-1) y Río Grande (1698). Émulos suyos, aunque en grado menor, fueron los ópatas del noroeste de México, los cuales colaboraban con los jesuitas a comienzos del siglo XVII y que, sustituidos los jesuitas por los franciscanos en 1767, aún seguían colaborando con estos últimos en 1793.

NOTA

BIBLIOGRÁFICA

Actividad misionera de las Ordenes religiosas Cada Orden misionera dispone de sus propias monografías sobre la labor realizada por sus miembros en las distintas naciones e incluso regiones hispanoamericanas, de la que forma parte su actividad evangelizadora (véanse los ce. 12 y 25). Visiones de conjunto sobre los evangelizadores P. BORGES, «Características sociológicas de las Ordenes misioneras americanas», en J. I. SARANYANA y otros, Evangelización y teología en América (siglo xvi) 1 (Pamplona, 1990), 619-625; A. HUERGA, «Las Ordenes religiosas, el clero secular y los laicos en la evangelización americana»: Ibíd., 569-602; M. B. PÉREZ ALVAREZ, «Las Ordenes religiosas y el clero secular en la evangelización del Perú»: Ibíd., 699-711. Aportación de misioneros (general) L. DE ASPURZ, «Magnitud del esfuerzo misionero de España»: Missionalia Hispánica 3 (Madrid, 1946), 99-73; P. BORGES, El envío de misioneros a América durante la época española (Salamanca, 1977); ID., «La emigración de eclesiásticos a América en el siglo xvi. Criterios para su estudio», en América y la España del siglo xvi, II (Madrid, 1983), 47-62; ID., «Primeras expediciones misioneras a América»: Archivo Ibero-Americano 27 (1967), 121-133; ID., «Trámites para la organización de las expediciones misioneras a América (1780)»: Ibíd., 26 (Madrid, 1966), 405-472; J. CASTRO SEOANE, «Aviamiento y catálogo de las misiones que en el siglo xvi pasaron de España a Indias y Filipinas según los libros de la Contratación,» serie de artículos aparecidos en Missionalia Hispánica desde 1956 hasta 1988, los últimos a cargo de R. Sanies; F. DE LEJARZA, «Las levas misioneras en el siglo xix»: Missionalia Hispánica 13 (Madrid, 1966), 179-190; J. M. VARGAS, Misioneros españoles que pasaron a América en el siglo XVI (Quito, 1980). Aportación de misioneros (Ordenes religiosas) J. R. Al.VAREZ, «La Orden de la Merced. Su aportación a la evangelización americana», en J. I. SARANYANA y otros, Evangelización y teología en América (siglo XVI) 1 (Pamplona, 1990), 713-743; I. ARENAS, «Expediciones franciscanas a Indias, 1625-1650», en Actas del III Congreso Internacional sobre los franciscanos en el Nuevo Mundo (Madrid, 1991), 823-857; A. E. ARIZA, Misioneros dominicos de España en América y Filipinas en el siglo XVI (Bogotá, 1971); L. DE ASPURZ, «Despertar misionero en la Orden franciscana en la época de los descubrimientos (1493-1530)»: Estudios franciscanos 50 (Barcelona, 1949), 415-438; ID., «La vocación misionera entre los capuchinos españoles en la segunda mitad del siglo xvm»: Miscelánea Melchor de Pobladura 2 (Roma, 1948), 427-454; P. BORGES, «Análisis sociológico de las expediciones de misioneros franciscanos a América», en Actas del I Congreso Internacional sobre los franciscanos en el Nuevo Mundo (Madrid, 1987), 443-471; C. CEBRIÁN, «Expediciones franciscanas en el siglo xvn (1650-1675)», en Actas III Congreso sobre los franciscanos, 859-884; A. GALAN, «Expediciones franciscanas a Indias, 1600-1626»: Ibíd., 813-822; O. GÓMEZ PÁRENTE, «Misioneros franciscanos a Indias y Extremo Oriente despachados por la Casa de Contratación»: Archivo Ibero-Americano 37 (Madrid, 1977), 439-490; B. HACKETT, «The Irish augustinians presence in the Americas and the Philippines in the seventeenth century»: Agustinos en América y Filipinas. Actas del Congreso Internacional (Valladolid, 1990), 1051-1078; M. E. MARTÍN ACOSTA, «Intervención del Consejo de Hacienda en el arribo de los agustinos a América y Filipinas»: Ibíd., 955-960; M. C. MARTÍNEZ MARTÍNEZ, «Participación de los agustinos en la evangelización de América y Filipinas según los libros de Pasajeros de la Casa de la

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La Iglesia misional

Contratación (1600-1650)»: Ibíd., 961-984; F. MATEOS, «Misioneros jesuítas españoles en el Perú durante el siglo xvi.: Missionalia Hispánica 1 (Madrid, 1944), 559-571; ID., «Primera expedición de misioneros jesuítas al Perú (1565-1568)»: Ibíd., 2 (Madrid, 1945), 41-108; P. N. PÉREZ, Religiosos déla Merced que han pasado a la América Española (Sevilla, 1924); M. DE POBLADURA, «Génesis del movimiento misional en las Provincias capuchinas de España (1618-1650)»: Estudios Franciscanos 50 (Barcelona, 1948), 209-230 y 353-385. Aportación de misioneros (regiones) P. BORGES, «Expediciones misioneras al colegio de Querétaro (Méjico), 1683-1822»: Archivo Ibero-Americano 42 (Madrid, 1982), 809-858; ID., «Franciscanos extremeños en los virreinatos sudamericanos», en Congreso Franciscanos Extremeños en el Nuevo Mundo (Guadalupe, 1986), 625-659; ID., «Perfil sociológico de los misioneros extremeños en América», en Extremadura en la evangelización del Nuevo Mundo. Actas y estudios (Madrid, 1990), 179-210; B. DE CARROCERA, «Expediciones de capuchinos de la Provincia de Cataluña a la misión de Guayana»: Missionalia Hispánica 37 (Madrid, 1980), 211-262; M. DE CASTRO, «Misioneros de la Provincia de Castilla en América, siglos xvi y XVII»: Archivo Ibero-Americano 47 (Madrid, 1987), 219-259; T. FERNÁNDEZ SÁNCHEZ, «Franciscanos extremeños en Nueva España», en Congreso Franciscanos Extremeños, 625-659; B. GARCÉS FERRÁ, «Relación de jesuítas de la Provincia de Aragón enviados a Indias en los siglos xvn y XVIII»: Revista de Indias 8 (Madrid, 1947), 521-537; M. GEIGER, «The Mallorcan contribution to the Franciscan California»: The Americas 3 (Washington, 1947-1948), 98-176; ID., Franciscan Missionaries in Hispanic California, 1769-1818. A Biographical Dictionary (San Marino, California, 1969); J. HERAS, Libro de incorporaciones del Colegio de Propaganda Fide de Ocopa (1752-1907) (Lima, 1970); F. DE LEJARZA, «Notas para la historia misionera de la Provincia de la Concepción»: Archivo Ibero-Americano, 8 (Madrid, 1948), 9-103; H. STORMI, Catálogo de la Provincia del Paraguay (Cuenca del Plata), 1585-1769 (Roma, 1980); H. ZAMORA, «Presencia de los franciscanos extremeños en Nueva España», en Congreso Franciscanos Extremeños, 435-466. Aportación extranjera L. DE ASPURZ, La aportación extranjera a las misiones españolas del Patronato Regio (Madrid, 1946); P. DELATTRE-E. LAMALLE, «Jésuites wallons, flamands, francais, missionaires au Paraguay, 1668-1767»: Archivum Historicum Societatis Iesu 16 (Roma, 1947), 98-176; Z. KALISTA, «Los misioneros de los países checos que en los siglos xvi y xvn actuaban en América Latina»: Ibero-Americana Pragensia 2 (Praga, 1968), 117-160; F. MATEOS, «Sobre misioneros extranjeros en ultramar»: Missionalia Hispanica 15 (Madrid, 1958), 245-251; V. D. SIERRA, Los jesuítas germanos en la conquista espiritual de Hispanoamérica. Siglos XVIy XVII (Buenos Aires, 1944). Misioneros criollos J. DEL REY FAJARDO, «Jesuítas criollos que trabajaron en las misiones llaneras»: Boletín de la Academia Nacional de la Historia 54 (Caracas, 1971), 458-488. Obispos y clero diocesano C. BAYLE, El clero secular y la evangelización de América (Madrid, 1950); D. DRESSENDORFER, «Hacia una reconsideración del papel del clero en la «conquista espiritual» de América»: Jahrbuch fiir Geschichte von Staat, Wirtschaft und Gesellschaft Lateinamerikas 22 (Kóln-Wien 1985), 23-38; E. D. DUSSEL, El episcopado latinoamericano y la evangelización de los pobres, 1504-1620 (México, 1979); G. PORRAS MuÑOZ, El clero secular y la evangelización de Nueva España (México, 1987). Participación de los seglares L. DIAZ-TRECHUELO, «La contribución de los seglares a la evangelización de América», en J. I. SARANYANA y otros, Evangelización y teología en América (siglo xvi) 1

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Los artífices de la evangelización

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(Pamplona, 643-656); G. GUARDA, LOS laicos en la cristianización de América. Siglos xva xix (Santiago, 1987); M. HERNÁNDEZ SÁNCHEZ-BARBA, «Los seglares y la evangelización de América», e n j . I. SARANYANA y otros, Evangelización y teología, 673-677; C. E. MESA, «LOS laicos en la edificación de la Iglesia novogranadina»: Missionalia Hispánica, 35-36 (Madrid, 1978-1979), 53-89; L. TORMO, «Los pecadores en la evangelización de Indias»: Ibíd., 25 (Madrid, 1968), 245-256. Participación de los indígenas C. BAYLE, «Los niños indígenas en la cristianización de América»: Razón y Fe 130 (Madrid, 1944); G. GUARDA, «El apostolado seglar en la cristianización de América: la institución de los fiscales»: Historia 7 (Santiago, 1968), 205-225; M. MATTHEI, «Los núcleos comunitarios indígenas en la cristianización de Hispanoamérica»: Anales de la Facultadde Teología 17-18 (Santiago, 1966), 41-68; J. B. OLAECHEA, «Participación de los indios en la tarea evangélica»: Missionalia Hispánica 26 (Madrid, 1969), 241-256.

CAPÍTULO

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DIFICULTADES Y FACILIDADES PARA LA EVANGELIZARON Por PEDRO BORGES

El hecho de que sólo en trescientos treinta y dos años se evangelizara todo un mundo extendido a lo largo y ancho de unos catorce millones y medio de kilómetros cuadrados, y con una orografía y climas hostiles para los europeos, puede producir la falsa impresión de que la evangelización americana no encontró obstáculos de importancia. La apreciación no sería nueva. El jesuita José de Acosta ya advierte, en 1589, que quienes observaban de lejos la evangelización del Nuevo Mundo la consideraban tarea fácil, pero que para quienes lo hacían de cerca o estaban consagrados a ella resultaba tan difícil «que a punto están de caer en desesperación» (Deprocurando,, 1.1, e l ) . En idéntico sentido, el historiador agustino Juan de Grijalva rechazaba en 1624, en México, la opinión de quienes creían que bastaba con decirles algo a los indígenas para que aceptaran el cristianismo, sin necesidad de mayores esfuerzos (Crónica, f.41v). La realidad fue que esta evangelización tuvo que afrontar diversas dificultades, al mismo tiempo que contó con determinadas ventajas, unas y otras de índole e intensidad muy diversas, cronológica y geográficamente variables, no susceptibles de comparación entre sí, algunas comunes a todas las misiones católicas y otras específicamente americanas, pero que todas contribuyeron, cada una a su manera y en su respectivo grado, a obstaculizar o favorecer la difusión y aceptación del mensaje cristiano por los indígenas. Estas dificultades y facilidades se pueden agrupar en factores adversos, factores favorables y factores mixtos. I. A)

FACTORES ADVERSOS

Obstáculos de la naturaleza

Los obstáculos ofrecidos por la naturaleza son fáciles de imaginar, tanto más cuanto que hoy mismo aún no se han podido superar totalmente. Entre ellos cabe destacar tres tipos. 1. Geográficos, entre los que figuran montañas como los Andes o la Sierra Madre; selvas como las de la Orinoquía o de la Amazonia; desiertos como el de Atacama; ciénagas como las del Darién o Venezuela, y ríos como el Orinoco, el Amazonas o el Paraguay.

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2. Climáticos, tanto más sensibles cuanto que la mayoría de los evangelizadores procedían de climas templados, y que oscilaban entre el calor y la humedad de los trópicos y el frío de las punas sudamericanas. 3. Biológicos, como las fieras, las serpientes y los mosquitos. B)

La dispersión demográfica

La ubicación de los poblados indígenas dificultó la evangelización, en el sentido de que en la América marginal se practicó una auténtica dispersión demográfica y en el de que la mayor concentración poblacional de la América nuclear representaba de hecho una auténtica dispersión para los evangelizadores, debido a su número proporcionalmente escaso. Esta fue precisamente una de las razones por las que en todas partes se practicó el sistema de reducciones o congregación de los nativos en poblados, menos numerosos pero de mayor número de habitantes que los prehispánicos (véase el capítulo 29 de esta obra). Técnicamente dispersas o no, las aldeas indígenas presentaban además la dificultad de las comunicaciones entre sí o la de una total incomunicación, así como la de que -como dice el franciscano Motolinia- «los unos pueblos están en lo alto de los montes, otros están en lo profundo de los valles, y por esto es menester que los frailes suban a las nubes [...] y otras tienen de bajar a los abismos [...] no pueden los pobres frailes hacer estos caminos sin padecer en ellos grandes trabajos y fatigas (Historia, trat.3, c.10). El sistema de reducciones procuró solucionar esta dificultad, pero nunca pudo resolver el problema del alejamiento y de la falta de comunicaciones. C)

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La Iglesia misional

Estado rudimentario de la población indígena

Teniendo en cuenta que los evangelizadores eran hombres cultos, que vivían en conventos generalmente amplios, que estaban habituados a un sistema de vida más o menos pobre, pero decoroso, y que procedían de ambientes para entonces evolucionados, es fácil de comprender lo duro que les resultaría tener que habitar en viviendas que muchas veces no eran más que chozas, en ocasiones dormir al aire libre y hasta con una boa como almohada, y tenerse que mantener a base de alimentos para ellos totalmente extraños y vitamínicamente insuficientes. En casos ya más extremos, como el de los lacandones de Guatemala, todos podían decir como el dominico Tomás de la Torre en el siglo XVI: «En todo ponía grima y espanto: desnudos, pintados con tinta negra, y las mujeres hediondas con no sé qué almagre... Cuando acabábamos el sermón quedaba todo regado de orines; las uñas como águilas; el cabello, encrespado, que era espanto verlos. Digo verdad, para concluir, que ellos eran bestias en figuras de hombres» (XIMÉNEZ, Historia, 1.2, c.49).

D)

Dificultades y facilidades para la evangelización

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Oposición sistemática de los hechiceros

Los hechiceros o dogmatizadores constituyeron siempre y en todas partes un sector activamente combativo contra el cristianismo, al que atacaban desprestigiando al misionero, a veces hasta con comparaciones obscenas, organizando conjuras contra él hasta el punto de que muchas rebeliones indígenas fueron instigadas por ellos, disuadiendo a los nativos de que se convirtieran, amenazándoles o pronosticándoles lo peor si se bautizaban y atribuyendo al bautismo la muerte de los niños que fallecieran tras haberlo recibido. El franciscano Matías Ruiz Blanco, misionero en Venezuela, los calificaba en 1690 de «los peores enemigos que tenemos los misioneros» (Conversión en Píritu, c.4 n.41), por lo que no es de extrañar que estos últimos pusieran un particular empeño en anularlos. Sobre su eficacia disuasiva había dicho en 1571 el virrey del Perú, don Francisco de Toledo, que con una sola palabra convertían ellos más indios que cien frailes juntos (LEVILLIER, Gobernantes, III, 509-510), a lo que el tercer concilio de Lima había añadido en 1583 que en sólo un día destruían lo que los misioneros tardaban un año en edificar. Esta oposición y su eficacia fue lo que indujo a los evangelizadores a desarrollar una actividad especial contra ellos, enmarcada dentro de su esfuerzo por erradicar el paganismo. E)

Oposición de la población indígena

Contra lo que pudiera parecer, y hablando en general, la población indígena no acostumbró a oponerse activamente a la evangelización y, de hecho, una vez superado el primer momento de sorpresa, indecisión o desconfianza, terminó por acceder a ella. En los territorios conquistados por las armas, es decir, en la América nuclear evangelizada desde 1524 hasta aproximadamente 1573, la población nativa quedó privada de la capacidad de resistencia y, por lo mismo, de la posibilidad de oposición a los evangelizadores, mientras que en las regiones restantes tampoco la ejerció, en unas ocasiones porque el misionero iba acompañado unas veces por un grupo de hombres armados (escolta) y en otras precisamente porque iba inerme y no representaba ningún peligro para los nativos que quería evangelizar. Esta es la razón de que los mártires americanos no haya que buscarlos tanto en un primero como en un segundo momento de la evangelización, es decir, en el de las rebeliones o ataques indígenas. Las principales excepciones a esta norma la representan los apaches de Florida, cuya evangelización no se consiguió consolidar hasta 1573, después de los sucesivos intentos de 1526, 1527, 1529, 1539, 1542, 1549, 1550, 1553, 1558 y 1566; los apaches de Texas, a los que se intentó evangelizar en 1632,1675,1680,1689 y, definitivamente, en 1716; los también apaches de Nuevo México, en los que la acción misional no se consolidó hasta 1609, después de haberla intentado en 1540, 1580 y 1598; los moxos bolivianos, quienes no aceptaron definitivamente a los misioneros hasta 1681, tras los rechazos de 1595, 1615, 1620 y 1668; los chunchos bolivianos, que se

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resistieron hasta 1757, tras sus negativas de 1607, 1608,1635, 1686 y 1725, y los araucanos chilenos, cuya evangelización estuvo en función de las acciones bélicas que hubo que mantener con ellos. Una vez iniciada y hasta consolidada la evangelización de un territorio, un primer tipo de oposición a ella lo constituyeron los ataques de las tribus aún no sometidas políticamente y fronterizas con las que se encontraban en vías de cristianización. Entre ellas destacaron los tepehuanes del noroeste mexicano a mediados del siglo XVII, los caribes de Venezuela desde mediados del siglo xvii y a lo largo del XVIII, y las diversas etnias del Oriente peruano en el XVII, todos ellos célebres por sus sangrientas incursiones contra los poblados misionales. Otro tipo de oposición estuvo constituido por las rebeliones de nativos ya en vías de cristianización, obedeciendo a iniciativa propia, a conjuras de los hechiceros o a persuasiones de tribus fronterizas. Estas rebeliones comenzaron pronto, en 1516 y 1521, en Cumaná (Venezuela), con la muerte de varios franciscanos y dominicos. Su número total es elevado, y para la evangelización del territorio en el que se produjeron significaban muchas veces la ruina, pero su carácter más bien local y esporádico hace que en realidad representen poco dentro del conjunto americano. De ellas, las más frecuentes se dieron en el noroeste mexicano, donde ocurrieron nueve entre 1597 y 1750, y en el Orinoco medio, donde se registraron cinco entre 1683 y 1731. Entre las más trágicas por su extensión, destrucción y duración hay que catalogar la de Nueva Galicia en 1541 (denominada de El Mixton), en la que perecieron tres franciscanos; la de Nuevo México en 1680, en la que murieron veintiún franciscanos y unos cuatrocientos españoles, además de quedar destruidos veinticuatro poblados misionales; la de Juan Santos Atahualpa, en el Cerro de la Sal (Perú), en 1742-1747, donde murieron veintiséis franciscanos y quedaron destruidas treinta y dos misiones, y la de Runcato, en Manoa (Perú), en 1766-1767, donde murieron diecisiete franciscanos, varios indios y quedaron destruidas doce reducciones. Un último tipo de oposición lo constituyeron los ataques de los mamelucos o bandeirantes brasileños a las reducciones guaraníes de la Compañía de Jesús, quienes en sus incursiones, casi anuales entre 1614 y 1638, cautivaron a unos 300.000 indios, así como las también frecuentes de los portugueses a las misiones jesuíticas del Marañón (Amazonas). Fuera de los casos especialmente trágicos de Nuevo México, Cerro de la Sal y Manoa, acabados de aludir, las muertes de los misioneros no dependieron tanto del número de rebeliones cuanto de las características de las tribus que evangelizaban. Desde este punto de vista, dos territorios fueron especialmente peligrosos en relación con los demás: Florida, donde murieron dos dominicos en 1546, otro en 1549, dos agustinos en 1550, tres dominicos en 1553, un jesuíta en 1566, otros siete en 1571 y cinco franciscanos en 1597; y, sobre todo, el Oriente peruano, donde perecieron setenta y dos franciscanos entre 1637 y 1766 más trescientos veintidós indígenas cristianos. En los territorios restantes, las muertes de misioneros se pueden consi-

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derar solamente esporádicas, comb se desprende del siguiente cuadro, en el que se recogen las más numerosas: Territorio Noroeste mex. Zacatecas Colorado Píritu Orinoco Llanos venez. Mainas

Número 14 8 4 5 8 5 7

Orden

Período

sj

1594-1750 1570-1596 1781 1680-1735 1684-1715 1666-1737 1659-1736

OFM OFM OFM

SJ

O F M Cap.

SJ

Porcentaje anual 0,08 0,30 0,09 0,25 0,07 0,09

El número total de misioneros sacrificados por los nativos americanos parece oscilar en dos centenares, cifra proporcionalmente reducida si se tiene en cuenta que murieron a lo largo de trescientos treinta y dos años, en una extensión de aproximadamente catorce millones y medio de kilómetros cuadrados y entre pueblos o tribus imposibles de enumerar. De ellos, los más célebres son los jesuítas Alonso Rodríguez, Juan del Castillo y Roque González, martirizados por los guaraníes en 1628 a instigación de un hechicero y canonizados en Asunción por el papa Juan Pablo II en 1988. F)

Hechos o situaciones circunstanciales

El propio sistema de evangelización generó tres tipos de dificultades, totalmente dispares entre sí. La primera fue la permanente insuficiencia numérica del personal evangelizador, ya aludida al hablar de la organización misional. La segunda, consistente en que los misioneros bautizaban a los niños y ancianos en peligro de muerte, hizo que los hechiceros o los propios indígenas interpretaran la defunción del bautizado como un efecto del sacramento. La tercera estribó en las disensiones a que dio lugar entre el clero secular y el regular la conversión de las misiones en doctrinas o parroquias de indios y la entrega de estas últimas al clero diocesano. G)

Escasez del personal evangelizador

Es lógico que en los primeros tiempos, es decir, hasta finales del siglo XVI aproximadamente, la abundancia de la mies superara con creces al número de los operarios, por muchos que éstos fueran. A partir de ese momento, las Ordenes misioneras recibieron un gran impulso cuantitativo con el ingreso en ellas de religiosos criollos, quienes a finales de la centuria superaban ya en número a los peninsulares. A pesar de ello, la necesidad de seguir cultivando lo sembrado con anterioridad, junto con la clara preferencia de los religiosos por la labor pastoral entre la población ya cristiana, hizo que siguiera subsistiendo siempre la necesidad de evangelizadores. De hecho, a finales del siglo XVI se hicieron ya sugerencias de que convenía prescindir de las expediciones de misioneros procedentes de España por la abundancia de religiosos en la retaguardia americana. Sin embargo, nunca se pudo prescindir de esas expediciones, cuya solicitud se basó

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siempre en la necesidad de personal y cuya cifra de expedicionarios apenas solucionaba las necesidades. En realidad, la evangelización propiamente dicha fue obra en su mayor parte de los misioneros llegados de fuera de América, hasta el punto de que este recurso puede considerarse como una de las deficiencias más notorias del sistema evangelizador americano, el cual, al menos en principio, pudo y debió surtirse de personal del continente. H)

Problemas internos de la evangelización

Los propios evangelizadores se crearon también sus propias dificultades. La costumbre de bautizar a los niños recién nacidos y a los ancianos en peligro de muerte, para asegurar su salvación, se convirtió con mucha frecuencia en un instrumento contra el cristianismo. La defunción de los ancianos y el elevado porcentaje de la mortalidad infantil eran aprovechados por los hechiceros o por los propios indígenas para presentar esas muertes como una consecuencia del bautismo. Una ulterior dificultad estribó en las disensiones surgidas entre las Ordenes misioneras entre sí por cuestiones de jurisdicción, entre los religiosos y los obispos por los amplísimos privilegios de que gozaban los primeros, entre los religiosos y los obispos (ahora secundados éstos por el clero secular) por la posesión de las doctrinas o parroquias de indios, y entre los religiosos y las autoridades civiles por diferencias de criterio y por motivos de competencia. La documentación misional americana está repleta de lamentaciones en este sentido y de descarnadas descripciones de cómo estas desavenencias perjudicaban la labor evangelizadora.

II. A)

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FACTORES FAVORABLES

Las características de los evangelizadores

El factor favorable más fundamental y decisivo en el éxito de la evangelización americana lo constituyeron las especiales características de los misioneros, de todos los cuales se puede afirmar en términos generales lo que Christian Duverger asevera al decir que «la mayor parte de los franciscanos de Nueva España, en el siglo XVI, son personajes fuera de lo común» (La conversión 159), aun a sabiendas de que no todos fueron perfectos. Las características más destacadas de los evangelizadores pueden resumirse en las siguientes: 1. Voluntariedad, la cual convirtió a la evangelización en un compromiso libremente adquirido y en un objetivo de entusiasta desafío personal. 2. Selección, en cuya virtud se escogió a los candidatos más adecuados para la empresa misional, con acertada preferencia de sus cualidades morales sobre su preparación intelectual. 3. Espíritu de austeridad y sacrificio, requisito en el que más se insistía

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sobre los candidatos, fomentado en ellos desde su mismo ingreso en la respectiva Orden religiosa y apto como ningún otro para soportar las adversidades anejas a la actividad misionera. 4. Prestancia personal ante los nativos, derivada de su pertenencia a un mundo mucho más avanzado y a una nación más poderosa, así como de su propia superioridad intelectual y moral, todo lo cual contribuyó a granjearles el necesario prestigio y autoridad ante sus evangelizados. 5. Capacidad de penetración en el alma indígena, en cuya virtud observaron su modo de ser, llegaron a conocerlo profundamente y dedujeron el comportamiento que debían adoptar a este respecto. 6. Capacidad de adaptación, virtud que les permitió acomodarse a la manera de vivir de los nativos, tratarlos personalmente como querían y necesitaban ser tratados y adecuar en lo posible el mensaje evangélico al modo de captar y de sentir de los indígenas. 7. Conciencia de la propia responsabilidad, lo que les llevó a anteponer la evangelización a cualquier otro compromiso, razón por la cual defendieron y protegieron sistemáticamente a los nativos, lo que consideraron como deber suyo, se opusieron a las conquistas armadas y a las encomiendas o se impusieron la ingrata tarea de promocionar humanamente a los indígenas. 8. Juventud madura, consistente en que entre los voluntarios para las misiones americanas predominaron los alistados entre los veinticuatro y treinta y cinco años, circunstancia que les permitía combinar el entusiasmo de la juventud con la responsabilidad de la madurez, así como dedicar la mayor y mejor parte de la vida a la tarea evangelizadora. B)

La protección oficial

A las características personales de los misioneros americanos se unió, para favorecer la evangelización, el hecho, también decisivo, de que la Corona española la protegiese oficial y sistemáticamente. Esta protección fue la que facilitó las expediciones misioneras, el sostenimiento económico de la acción misional con sus limosnas y «sínodos», la salvaguarda personal del evangelizador y de las misiones mediante el establecimiento de «presidios» o la facilitación de la «escolta», y la que fomentó la labor evangelizadora con su prohibición de las prácticas prehispánicas adversas a la naturaleza o al cristianismo y la adopción de cuantas medidas la favorecieran. III. A)

FACTORES MIXTOS

La idiosincrasia del nativo americano

Desde el punto de vista de sus cualidades intelectuales, los nativos americanos ofrecieron a la evangelización la inestimable ventaja, puesta de relieve por los propios misioneros, de ser como «tabla rasa» y «cera muy blanda» para imprimir en ellos lo que se quisiera, cualidad a la que se unieron su ausencia de prejuicios y su insaciable curiosidad. En contrapartida, presentaron la dificultad de su falta de cultivo intelectual, agravada a Píieltvrifí

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veces por su corta capacidad mental y por su imposibilidad de fijar la atención. Desde el punto de vista de sus condiciones morales, ofrecieron la ventaja de un carácter dócil e impresionable, así como la de su innata humildad, pero opusieron los obstáculos de su pasividad e inconstancia. Desde el punto de vista religioso, en unas partes ofrecieron la ventaja de su profunda religiosidad, junto con el inconveniente del apego afectivo a sus lares; mientras que en otras aparecían como carentes de religión, lo que unos misioneros interpretan como factor favorable y otros como circunstancia adversa. B)

Los sistemas religiosos indígenas

El paganismo americano ofreció al Evangelio la ventaja de su endeblez estructural, sus contradicciones internas, sus exigencias a veces dolorosas (como los sacrificios humanos), algunas similitudes conceptuales y rituales con el cristianismo (el concepto de creación, la idea de un Dios supremo, la existencia de una Madre de la divinidad, ciertas especies de bautismo o confesión, la creencia en el más allá) y, según algunos misioneros, el cumplimiento con la llegada de los evangelizadores de ciertos vaticinios y presagios prehispánicos. Como afirma José de Acosta en 1589, «hasta las mismas cosas que el demonio hurtó de nuestra ley evangélica (...) sirvieron para que la recibiesen bien en la verdad los que en la mentira las habían recibido». Los aspectos desfavorables consistían en la identificación del sistema religioso con la propia identidad política o tribal, en su íntima conexión con la tradición familiar o los antepasados, en el miedo a abandonar a unos dioses vengadores o unas prácticas supersticiosas y en que la religión indígena permitía mayor libertad de costumbres que el cristianismo. Digamos que el paganismo indígena ofrecía para la evangelización de los nativos ventajas de orden intelectual, pero obstáculos de tipo afectivo y moral. C)

Naturaleza del cristianismo Por su misma naturaleza, el cristianismo tuvo a su favor su firme estructura ideológica, su innegable belleza litúrgica, sus promesas de inmortalidad y felicidad eternas, su capacidad de darle sentido a la vida humana, su satisfacción de necesidades innatas al hombre y su fundamentación en el amor, aspectos que los misioneros supieron utilizar en beneficio de la evangelización. En contra suya operaron aspectos como el de su carácter eminentemente cultural y basado en profundísimos misterios, que lo hacían difícil de captar por mentes no cultivadas; la abierta oposición de algunos de sus principios (la mansedumbre, el perdón de los enemigos) a los conceptos indígenas y, sobre todo, la incompatibilidad de la moral cristiana con ciertasprácticas indígenas difíciles de desarraigar, como la idolatría, el alcoholismo* o la poligamia. Refiriéndose a este punto, el jesuíta José de Acosta sintetiza acertadamente estas dificultades de la siguiente manera: «El contenido global de la .

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Dificultades y facilidades para la evangelización

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doctrina cristiana representa ya por sí mismo una formidable cumbre. Enseña, en efecto, verdades que superan toda razón y no las prueba; inculca un modo de conducta alejado de toda codicia y gloria, tras haber extirpado de raíz todos los vicios que colman la naturaleza humana y están arraigadísimos en ella por hábitos inveterados; promete premios que no se ven, y los que se ven manda menospreciarlos; transfiere el sentido humano a objetos inaccesibles; quiere de los hombres que lleven una vida sobrehumana... ¿Quién puede, por consiguiente, tener por cosa fácil y grata transformar unas bestias en ángeles, y esto contando con el consentimiento libre de esos mismos a quienes se les hace fuerza?» (De procuranda, 1. 1, c. 3). Con ser difícil desde el punto de vista dogmático, no fue este aspecto del cristianismo el que más dificultades creó a los indígenas, pues, como afirmaba en 1779 el franciscano Antonio Caulín respecto de los indígenas venezolanos, no eran menester «muchos argumentos con que convencerlos, porque toda su repugnancia más era efecto de la voluntad que del entendimiento, pues éste fácilmente se convenciera al asenso de nuestra ley si la voluntad se resolviera a abrazar las dificultades de su observancia» (Historia corográfica de la Nueva Andalucía, 1. 3, c. 17). Para el historiador franciscano esas dificultades se cifraban sobre todo en la necesidad de abandonar la poligamia, hasta el punto de que muchos aplazaran el bautismo hasta la hora de la muerte por no tener que renunciar a la pluralidad de mujeres. Con él coinciden prácticamente todos los historiadores de las misiones, sea cualquiera el territorio y el momento cronológico al que se refieran, pues todos están conformes en afirmar, como el franciscano Matías Ruiz Blanco en 1690, que la poligamia era «el obstáculo mayor que esta gente tiene para reducirse y hacerse cristianos» (Conversión en Píritu, c. 7, n. 56); o como el jesuita Pedro Mercado en 1682, que «esta conversión no ha tenido pequeña dificultad por la poligamia o multiplicidad de mujeres, porque (...) como la ley de Dios se opone a la de la carne y estas gentes se han connaturalizado en ésta, es como arrancarles los corazones el querer quitarles las mujeres» (Historia, 1. 8, c. 9). La oposición a abandonar la poligamia originó unas veces situaciones personales tan desgarradoras como las que nos relata, a finales del siglo XVIÍ, el franciscano Pablo de Rebullida respecto de Talamanca (Costa Rica); otras, el abandono de la misión; unas terceras, el propósito de los indios de destruir la reducción o poblado misional, como estuvo a punto de acontecer con los guaraníes de San Ignacio Guazú y de Loreto al poco de su fundación; cuando no es por esta causa que perdieran la vida los propios misioneros, como les sucedió a tres jesuítas en Ajacán (Virginia) en 1571, a cinco franciscanos en Guale (Georgia) en 1593 y a los recientemente canonizados Roque González, Alonso Rodríguez y Juan del Castillo, de quienes se afirma expresamente que murieron en Caro (Paraguay), en 1628, por impedirles a los indígenas la poligamia y la embriaguez. Para vencer esta dificultad, el dominico Francisco de la Cruz propuso, a mediados del siglo XVI, en Perú, que se tolerase la poligamia a los indígenas durante algún tiempo, propuesta que también hicieron los encomenderos de Chiapas a los dominicos.

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En el terreno de las actuaciones personales sabemos que los franciscanos de Michoacán «fueron mitigando y disimulando» en este punto hacia 1541, y que los capuchinos de Cumaná trataban de solucionar el problema «tolerándoles estas y otras muchas cosas por no desazonarlos y el temor de que se ausentasen», y que, según el jesuíta Ernesto Steigmüller, misionero en Casanare en 1725, cuando se iniciaba la exposición del cristianismo no convenía ser demasiado exigente con los hombres que tenían varias mujeres. D)

La lengua

Desde el punto de vista lingüístico, América ofreció en unas partes una inestimable ventaja para la evangelización, mientras que en otras presentó una serie de graves dificultades. La ventaja, considerada por los misioneros de la época como algo realmente providencial, consistió en la unidad lingüística que en el siglo XVI ofrecieron los imperios azteca, maya e incaico con el náhuatl, maya y quechua, respectivamente. La dificultad estribó en que, fuera de esos imperios, los misioneros se encontraron poco menos que con un idioma en cada nueva tribu que abordaban, cuando no sucedía, como en las misiones jesuíticas del Marañón-Amazonas, que en una sola comarca o circunscripción misional se hablaran nada menos que 39 idiomas distintos, algunos de ellos tan dispares entre sí como el español y el alemán. Fueran de grande o de reducida extensión, todas las lenguas y dialectos americanos ofrecieron también la dificultad de carecer de términos para explicar el contenido del cristianismo, o de entrañar tales matices de sonido, que aconsejaron a algunos franciscanos de Nueva España a limarse los dientes para poder pronunciarlas con perfección. En contrapartida, los evangelizadores disfrutaron para su aprendizaje de la doble ventaja de poseer el hábito del estudio y de encontrarse con idiomas menos desarrollados y estructurados que el castellano y el latín. Por ello no es de extrañar que se nos diga que el jesuita Diego de Acuña, por ejemplo, misionero del Amazonas en el siglo XVII, dominaba seis lenguas; o que el dominico de Guatemala Domingo Vico sabía siete en el siglo XVI. Tampoco sorprende que el dominico guatemalteco Pedro Calvo aprendiera un idioma en veinte días, que esos mismos dominicos de Guatemala, así como los jesuítas de México, tardaran como máximo tres meses, que los franciscanos de Guatemala le dedicaran ocho en 1667 al aprendizaje y que los franciscanos de Florida emplearan en aprender ciertos idiomas uno o dos años en 1723. £)

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La Iglesia misional

La presencia de las armas

El sistema de conquistas armadas, dentro de sus límites cronológicos y geográficos, presentó el inconveniente, puesto de relieve por los misioneros contrarios a las mismas, de que podían enemistar contra el cristianismo a los nativos que fueron objeto de sometimiento por establecer relación entre los dos hechos. En cambio ofreció la ventaja de que garantizó la seguridad personal del misionero, permitió la libertad de evangelización mediante la previa anexión política del territorio y, en ocasiones, se convirtió para los indios en una prueba de la falsedad e ineficacia de unos dioses que (en su

Dificultades y facilidades para la evangelización

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mentalidad, no en la del misionero) no fueron capaces de defenderlos contra el de los cristianos. Por su parte, la «escolta» o destacamento de soldados establecido en numerosas misiones con carácter defensivo desde comienzos del siglo xvn ofreció la innegable ventaja de proteger la evangelización y de favorecer al cristianismo cuando los militares se comportaban ejemplarmente, pero lo perjudicaban cuando su conducta era irregular. Ya hemos visto que, respecto de las conquistas armadas, terminó predominando la opinión de que más bien obstaculizaban la evangelización, razón por la cual se terminó prohibiéndolas, mientras que la «escolta», por su carácter eminentemente defensivo, constituyó siempre un sistema controvertido, aceptado por unos y rechazado por otros. F)

La convivencia con los españoles y criollos

La doble vertiente de escándalo o de ejemplaridad, según los casos, aneja a la presencia en las misiones de los soldados de la «escolta», se repitió en los casos de la convivencia en una misma población o lugar de los españoles y de los criollos con los indígenas. Al hablar de los métodos de persuasión veremos que en un principio se pensó en la posibilidad de que los primeros contribuyeran con sus palabras y ejemplo a la cristianización de los nativos. De hecho, tanto los españoles como los criollos colaboraron a veces en este menester. En general, sin embargo, el misionero americano prefirió no tenerlos en su propio poblado porque vio más peligro en su mala conducta que beneficio en su ejemplaridad, si bien tampoco pudo evitar siempre esta presencia. G)

£1 nuevo orden político, económico y social

La imposición a los indígenas de un nuevo orden económico, político y social que acompañó siempre a la evangelización presentó la ventaja de ofrecerle a esta última un campo más adecuado de cultivo, pero originó el inconveniente de que los nativos culparan al cristianismo de obligarles a romper con sus costumbres en este punto, de imponerles un nuevo y más duro sistema de trabajo y de complicar aún más la de por sí ya difícil tarea misional. Por añadidura, los encomenderos, aunque en ocasiones se preocuparan (como les estaba preceptuado) de la cristianización de sus encomendados, ni su labor evangelizadora ni el trato dispensado a los nativos constituyeron en general un factor favorable a la evangelización. H)

La destrucción de la idolatría

El caso concreto de la destrucción de la idolatría (capítulo 31) favoreció a la evangelización porque contribuía a que los indígenas perdieran la fe en sus dioses, pero presentó el inconveniente de que en ocasiones indignara a los indígenas y hasta les indujera a dar muerte a los misioneros. Además, la costumbre de sustituir los templos paganos por iglesias cristianas y los ídolos por imágenes fue contraproducente en ocasiones

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La Iglesia misional

p o r q u e a veces los indígenas n o vieron e n ello más q u e u n a nueva configuración o u n a nueva r e p r e s e n t a c i ó n d e sus propias divinidades. I)

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Dificultades y facilidades para la evangelización

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misma m a n e r a q u e se h u b i e r a r e t r a s a d o m u c h o más, c o m o aconteció e n el dificilísimo O r i e n t e p e r u a n o y e n la Araucania, si n o h u b i e r a sido p o r los factores favorables.

Los caciques

D e b i d o a su indiscutible a u t o r i d a d a n t e sus s u b o r d i n a d o s , los caciques dificultaban la evangelización c u a n d o se o p o n í a n a ella y la facilitaban e n caso c o n t r a r i o , t a n t o p o r q u e impedían o n o la acción misional c u a n t o porq u e con su influencia alejaban o a r r a s t r a b a n hacia el cristianismo a los restantes sectores d e la población. IV.

APRECIACIÓN DE C O N J U N T O

C o m o se ve, fueron m u c h o s los factores q u e influyeron e n la evangelización americana, d e los q u e u n o s lo hicieron d e forma favorable, o t r o s d e f o r m a adversa y u n o s terceros, p r e c i s a m e n t e los más n u m e r o s o s , ofrecieron ventajas e inconvenientes al mismo t i e m p o . Resulta t o t a l m e n t e imposible calibrar si las dificultades fueron superiores a las ventajas, o viceversa, p o r q u e la intensidad del influjo, e n u n sentido o e n o t r o , p o r u n a p a r t e , variaba m u c h o e n t r e sí, y d e o t r a , d e p e n d i ó d e la personalidad individual t a n t o d e cada u n o d e los evangelizadores c o m o d e los evangelizados, sobre t o d o e n el caso d e los factores d e o r d e n i n t e r n o . Los resultados evidencian q u e los misioneros y c u a n t o s c o l a b o r a r o n c o n ellos s u p i e r o n i m p o n e r s e a los factores adversos, n o p o r q u e éstos carecieran de i m p o r t a n c i a o p o r q u e fueran m e n o r e s q u e los favorables, sino p o r q u e , además d e verse ayudados p o r estos últimos, s u p i e r o n s o b r e p o n e r se a los p r i m e r o s m e d i a n t e el p r o p i o esfuerzo y la a d o p c i ó n d e u n a m e t o d o logía misional a d e c u a d a , lo q u e n o quiere decir q u e fuera fácil. Esto, e n u n a apreciación de c o n j u n t o del p r o c e s o evangelizador. Desc e n d i e n d o a casos particulares, los factores favorables, j u n t o con la sabiduría misional, p e r m i t i e r o n cosechar frutos tan espectaculares c o m o la cristianización d e N u e v a España, d e California, d e Venezuela, d e la h o y a del Amazonas (Mainas) o de las Reducciones guaraníes. En c o n t r a p a r t i d a , las adversas condiciones socio-económicas hicieron fracasar la evangelización d e las Antillas, la decidida oposición de los indios, con la consiguiente m u e r t e d e n u m e r o s o s misioneros, impidió la evangelización total del Orienr te p e r u a n o y d e la Araucania chilena, o retrasó la d e N u e v o México y la del n o r o e s t e mexicano. C o m o t é r m i n o m e d i o e n t r e los dos e x t r e m o s , la evangelización del P e r ú se vio frenada p o r las g u e r r a s civiles; la d e Nicaragua, Costa, Rica y P a n a m á n u n c a llegó a destacar d e b i d o a las dificultades geográfica^ y a la oposición d e los indígenas, y la d e la costa del Pacífico q u e c o r r e d e s d e P a n a m á hasta Guayaquil p e r m a n e c i ó sin evangelizar d u r a n t e m u c h o t i e m p o , e incluso atravesó n u m e r o s o s altibajos, d e b i d o a la configuración del t e r r e n o . Si n o h u b i e r a sido p o r las dificultades q u e e n c o n t r ó la evangelización, la d u r a c i ó n del p r o c e s o cristianizador d e cada territorio se h u b i e r a r e d u c i d o p r o b a b l e m e n t e a la mitad, c o m o sucedió en el c e n t r o d e México. De la

NOTA

BIBLIOGRÁFICA

Visiones de conjunto El tema de las dificultades y facilidades para la evangelización carece de estudios monográficos. Algunos aspectos concretos: P. BORGES, Métodos misionales en la cristianización de América. Siglo xvi (Madrid, 1960), 183-193; ID., «Conquista y evangelización: influencias mutuas», en La huella de España en América (Madrid, 1988), 281-297; D. BOROBIO, «Planteamientos y posibilidades de aquella evangelización», en D. BOROBIO y otros, Evangelización en América (Salamanca, 1988), 16-36; J. I. SARANYANA, «Ritos confesionales incaicos precolombinos»: Scripta Theologica 19 (Pamplona, 1987), 795-813. Rebeliones o sublevaciones indígenas contra las misiones H. BRADLEY BENEDICT, «El saqueo de las misiones de Chihuahua, 1767-1777»: Historia Mexicana 22 (México, 1972), 24-33; V. CASARRUBIAS, Rebeliones indígenas en la Nueva España (México, 1945); J. CORTESÁO, Jesuítas e bandeirantes no Guayrá, 1594-1640 (Río de Janeiro, 1951); M. E. GALAVIZ DE CAPDEVILLE, Rebeliones indígenas en el norte de Nueva España (siglos XVI y XVIl) (México, 1967); E. DE GANDÍA, Los jesuítas y los bandeirantes paulistas (Buenos Aires, 1936); CH. W. HACKETT, The Revolt ofthe Pueblo Indians of México and Gtermin's attempted Reconquest, 1680-1682 1-2 (Albuquerque, 1942); M. T. HUERTA y P. PALACIO, Rebeliones indígenas en la época colonial (México, 1976); M. T. HUERTA PRECIADO, Rebeliones indígenas en el noroeste de México en la época colonial (México, 1966); F. MATEOS, «Avances portugueses y misiones españolas en América del Sur»: Missionalia Hispánica 5 (Madrid, 1948), 459-504; ID., «La guerra guaranítica y las misiones del Paraguay. Primera campaña (1753-1754)»: Ibíd. 8 (1951), 241-416; L. NAVARRO GARCÍA, La sublevación yoqui de 1740 (Sevilla, 1966). Mártires G. ARCILA ROBLEDO, Mártires franciscanos en Colombia (Bogotá, 1955); F. DEL CAMPO, «Los mártires agustinos en la misión de Aricagua (Venezuela)», en Agustinos en América y Filipinas. Actas del Congreso Internacional 2 (Valladolid, 1990), 933-945; C. EGUÍA RUIZ, «Mártires jesuítas en la antigua Provincia Paraguaya, hoy Argentina»: Estudios 14 (Buenos Aires, 1942), 10-28, 201-215; G. GONZÁLEZ PINTADO, Los mártires jesuítas de las misiones del Paraguay: Roque González de Santa Cruz, Alfonso Rodríguez y Juan del Castillo (Bilbao, 1934); J. GUTIÉRREZ CASILLAS, Mártires jesuítas de los tepehuanes (México, 1981); J. HERAS, «Mártires franciscanos en el Perú», en Libro de incorporaciones del Colegio de Propaganda Fide de Ocopa, 1752-1907 (Lima, 1970), 144-152; F. DE LEJARZA, «Escenas de martirio en el río San Sabá»: Archivo Ibero-Americano 3 (Madrid, 1943), 441-495; I. OMAECHEVARRÍA, «Fray José de Santisteban, OFM. Un mártir navarro entre los apaches de Texas (1758)»: Missionalia Hispánica 10 (Madrid, 1958), 375-382; ID., «LOS mártires de Talamanca»: Missionalia Hispánica 21 (Madrid, 1964), 25-78; ID., «Mártires franciscanos de Georgia. Informes y relaciones sobre su muerte»: Missionalia Hispánica 12 (Madrid, 1955), 5-93, 291-370; ID., Sangre vizcaína en los pantanos de Florida. Fray Francisco de Beráscola, OFM, 1564-1597, mártir, natural de Gordejuela (Vitoria, 1948); L. J. DE ORÉ, The martyrs of Florida (1513-1616) (Nueva York, 1936); M. RODRÍGUEZ PAZOS, «El P. Pablo de Rebullida, OFM, apóstol y mártir en Costa Rica»: Missionalia Hispánica 2 (Madrid, 1945), 417-512; R. ROMERO CABOT, «La evangelización franciscana de Apalache: los mártires de Ayubale», en Actas del I Congreso Internacional sobre los Franciscanos en el Nuevo Mundo (Madrid, 1987), 823-835.

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La Iglesia misional

Obras citadas en el texto J. DE ACOSTA, De promulgatione Evangelii apud barbaros seu de procurando indorum salute libri sex (Salmanticae, 1589); A. CAULÍN, Historia corográfica, natural y evangélica de la Nueva Andalucía, Provincias de Cumaná, Nueva Barcelona, Guayana y vertientes del río Orinoco (siglo XVIII) (Madrid, 1958); CHR. DUVERGER, La conversión des indiens de Nouvelle Espagne (París, 1987);J. DEGRIJALVA, Crónica de la Orden de N. P. San Agustín en las Provincias de Nueva España (México, 1624); R. LEVILLIER, Gobernantes del Perú. Cartas y otros documentos. Siglo XVI. Documentos del Archivo de Indias 1-12 (Madrid, 1913-1926); P. DE MERCADO, Historia de la Provincia del Nuevo Reino y Quito de la Compañía de Jesús (siglo xvm) (Bogotá, 1957); M. Ruiz BLANCO, Conversión en Píritu de indios cumanagotos y palenques, con la práctica que se observa en la enseñanza de los naturales en lengua cumanagota (1690) (Madrid, 1892); T. PAREDES DE BENAVENTE (MOTOLINIA), Historia de los indios de Nueva España (mediados siglo xvi) (Madrid, 1985); F. XlMÉNEZ, Historia de la Provincia de San Vicente de Chiapay Guatemala (1721) (Guatemala, 1929-1936).

CAPÍTULO 25

LA EXPANSIÓN

MISIONAL

Por PEDRO BORGES

La táctica empleada por los misioneros americanos para difundir el Evangelio estuvo condicionada por las circunstancias políticas de cada momento, por el curso de los descubrimientos geográficos, por la índole de los pueblos a los que se proponían evangelizar, por las posibilidades de personal de cada Orden misionera, por la configuración geográfica de cada territorio y, como es de suponer, por las exigencias del propio Evangelio o, si se prefiere, por las diversas interpretaciones del mismo. Esta difusión, que en términos territoriales recibe el nombre de expansión, ofrece dos aspectos fundamentales: el de los sistemas de despliegue geográfico misional y el del curso cronogeográfico de esa misma expansión.

I.

SISTEMAS DE DESPLIEGUE MISIONAL

En los territorios evangelizados tras la anexión política por España mediante las conquistas armadas, es decir, en la mayor parte de lo evangelizado hasta 1573, aproximadamente (Antillas, gran parte de México y América Central, vertiente occidental de los Andes, altiplano boliviano, norte argentino y región central de Chile), el nativo no pudo ofrecer resistencia activa a la evangelización. Era libre para convertirse al cristianismo o para continuar en la infidelidad, pero carecía de medios para rechazar al misionero, y de hecho, fuera de casos esporádicos, no le opuso resistencia física. De ahí las características del despliegue evangelizador llevado a cabo en esos lugares. Los misioneros, siguiendo la táctica del paracaidismo misional, se fueron estableciendo en los puntos qué creyeron más convenientes, desde los cuales, practicando un auténtico sistema de ocupación, fueron ensanchando paulatina y constantemente su campo de acción en forma de círculos concéntricos, hasta que, tocándose estos innumerables círculos, el territorio terminó siendo cristiano. La ausencia de trabas por parte de los indios, el extraordinario fervor misional vivido en esta época de la primera parte del siglo xvi, la colaboración de las autoridades civiles y la configuración geográfica de esos territorios fueron otros tantos factores que contribuyeron a que ese despliegue se realizara de una forma extraordinariamente rápida.

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La Iglesia misional

La suspensión cautelar de las conquistas armadas en 1549 y su definiti' va prohibición en 1573 dieron lugar a que este sistema de paracaidismo y posterior ocupación o expansión concéntrica se viera paulatinamente susti' tuido por otros tres, practicados simultáneamente, aunque en lugares distirt' tos entre sí: el de las bolsas, el de los enclaves y el de la penetración o prolonga' ción en cuña. El sistema de bolsas consistió en la evangelización de determinados territorios geográficamente insertos en otros ya evangelizados con anterioridad, pero que, debido a su aislamiento geográfico, a la resistencia de sus habitantes o a otros factores cualesquiera, habían quedado inicialmente marginados de la evangelización, por lo que hubo que acudir a ellos más tarde. Fue el caso, por ejemplo, de los indómitos chichimecas mexicanos, de los habitantes de la región mexicana de Sierra Gorda y de las diversas tribus que en la primera mitad del siglo xvi quedaron olvidadas en el occidente colombiano y ecuatoriano, en el sur de Colombia y norte del Ecuador, en la cordillera peruana y en el norte argentino, cuya evangelización se realizó en diversos momentos de los siglos XVI y XVII, e incluso (en algunos casos aislados) del siglo xvili. El sistema de enclave consistió en la evangelización de territorios aislados y hasta alejados geográficamente de los cristianizados en un momento anterior a los que se llegó en forma de salto y que durante algún tiempo permanecieron rodeados no de cristianos (como en el caso anterior), sino de gentiles. EJ sino de estos enclaves fue doble. Muchas veces no pasaron de simples intentos de evangelización de una comarca a la que con el tiempo hubo que abandonar ante la oposición de los indígenas, la muerte de los misioneros o la falta de apoyo, como sucedió con los intentos dominicos y franciscanos de evangelizar Cumaná de 1514 a 1521, con la célebre experiencia lascasiana de Verapaz (Guatemala) de 1537 a 1550 y con la mayor parte de las denominadas entradas pacíficas o sin armas realizadas durante los años centrales del siglo xvi. En otras ocasiones, estos enclaves constituyeron el punto de arranque de la definitiva expansión misional por ese territorio, como sucedió con las misiones jesuíticas del noroeste de México, la amplísima franciscana de Nuevo México, las franciscanas y jesuíticas del Paraguay y las franciscanas de Chile. La selección de estos enclaves solía obedecer a tres causas principales: o bien al deseo de los misioneros de abordar indios que no hubieran tenido el menor contacto con los extraños, o bien al de evitar todo posible roce con otras Ordenes misioneras que evangelizaban territorios intermedios, o bien al de aprovechar las especiales características que ofreciesen el paraje o sus habitantes, entre las que no pocas veces la que más pesó fue la de sus especiales dificultades. El sistema de prolongación o penetración en cuña o flecha consistió en evangelizar territorios que, en realidad, eran una continuación geográfica y misional de los ya evangelizados anteriormente, a los que se llegó en virtud del incesante avance geográfico de la labor evangelizadora. Valgan como ejemplo las misiones franciscanas del norte de México, las franciscanas y

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La expansión misional

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capuchinas de Venezuela, las jesuíticas del oriente colombiano o la de Amazonia ecuatoriano-peruana, las franciscanas del oriente del Perú y las jesuíticas de los moxos y chiquitos bolivianos. Cualquiera que fuese el sistema de expansión adoptado, y a diferencia de lo que había sucedido durante la etapa anterior a 1549-1573, en esta segunda, que coincidió con el período de florecimiento de lo que luego denominaremos evangelización apostólica y protegida, los misioneros ya no se establecieron donde quisieron, sino donde pudieron o les permitieron los indios, pues el avance misional se realizaba entre indígenas no sometidos políticamente (se irían sometiendo conforme se iban evangelizando) y dependía de que los nativos accedieran o no a que se les evangelizase. Estos territorios así abordados presentaban en general una geografía especialmente hostil, siempre pobre y poco habitada, en muchos casos escarpada y montañosa (Sierra Madre, cordillera Centroamericana, cordillera de los Andes), en otros poco menos que desértica (Texas, Nuevo México, California, Chaco y Pampa argentinos) y en unos terceros dificilísima de dominar a causa de las selvas e inundaciones del trópico (Orinoquía, Amazonia, selvas peruana y boliviana). Todo ello contribuyó a que la expansión misional fuera relativamente lenta, al menos si la comparamos con la del período anterior. En cuanto a los métodos de penetración en cada territorio, fue norma general la de abstenerse de abordar, mientras durase la contienda, a toda tribu que estuviera en guerra con otra limítrofe o con los españoles, por la obvia razón de que el momento no era propicio para la presentación del mensaje evangélico. En circunstancias normales, los sistemas de abordaje de nuevas tribus fueron variadísimos, sin que quepa establecer una norma general porque no existió. A veces eran los propios nativos quienes se adelantaban a pedir misioneros que los evangelizasen, inducidos a ello por el superior sistema de vida que observaban en las tribus vecinas que estaban en vías de cristianización y que habitaban en las reducciones. En otras ocasiones, las más frecuentes, eran los misioneros quienes se adelantaban a enviar mensajeros indígenas ya cristianos o iban ellos mismos, por lo común acompañados de indios cristianos que conocían la lengua de la tribu limítrofe, a requerir a los infieles para que se dejasen evangelizar. El resultado de la misión podía consistir en la muerte de los emisarios, en la precipitada huida de los infieles ante la aparición de esos seres extraños (como les sucedió a los franciscanos con los lacandones de Guatemala en 1692), en la aceptación de la propuesta o, las más de las veces, en el aplazamiento de la respuesta por parte de los indios a fecha posterior para decidir en consejo tribal si la aceptaban o no. Este proceso de abordaje podía ser muy breve o durar años y hasta décadas. Siempre y en todos los lugares, prácticamente sin excepción ninguna, este primer contacto del misionero con el indígena iba acompañado de la entrega de regalos por parte del primero (cuchillos, navajas, hachas, anzue-

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los, espejos, cuentas de colores, etc.), so pena de, en caso contrario, exponerse al fracaso. II. A)

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La Iglesia misional

CURSO CRONO-GEOGRAFICO DE LA EXPANSIÓN

Observaciones generales

1) Sistematización de la expansión misional. Desde el punto de vista territorial, Dussel {Historia, 363-396) distingue en la expansión misionera hispanoamericana tres ciclos, cada uno de ellos con sus respectivos frentes. Los primarios o centrales, en los que la evangelización contó con más personal y adquirió su máxima intensidad. Los intermedios, que sirvieron como de plataforma o lugar de paso para la evangelización de otros territorios. Los secundarios, en los que el esfuerzo misionero llegó a la frontera misma y no tiene continuación en otro ciclo. Disponiéndolos por orden geográfico, el mismo Dussel establece los siguientes: 1, Caribe; 2, mexicano; 3, norte de México; 4, centroamericano; 5, peruano; 6, colombiano; 7, chileno, y 8, platense. Siguiendo este mismo criterio geográfico, lo más corriente es dividir la expansión evangelizadora en misiones nucleares o centrales y misiones radiales o periféricas. Las primeras fueron escenario de la máxima actividad misional, sirvieron de centro o punto de partida para una ulterior expansión, vienen a coincidir con la denominada América nuclear y están constituidas por aquellos territorios en los que se puso en práctica el sistema de despliegue misional en forma de ocupación o círculos concéntricos. A las segundas pertenecen aquellos territorios a los que la evangelización llegó, las más de las veces, partiendo de las anteriores en forma de radio, se extendió siguiendo los sistemas de cuña, salto o enclave y se desarrolló siempre en regiones política y religiosamente periféricas, hasta el punto de que las fronteras políticas solían coincidir en cada momento con las fronteras del Evangelio, porque eran los misioneros quienes las trazaban con su labor. En realidad, sin embargo, estas misiones fronterizas no constituían más que un aspecto de las periféricas, y el calificativo de tales sólo les cuadraba en tanto la frontera no se moviese más hacia el interior del respectivo territorio. Ambas sistematizaciones son válidas y ambas presentan sus respectivos inconvenientes. Desde el punto de vista exclusivamente geográfico, ninguna tiene nada que objetar, pues las dos reflejan la realidad de lo que aconteció. En cambio, tanto la una como la otra prescinden de la visión cronológica global, a lo que se añade que, en el caso de la segunda, las misiones periféricas abarcan unas regiones y un período cronológico desproporcionadamente superiores a las nucleares y engloban territorios misionales totalmente dispares entre sí. 2) Criterios y focos de expansión. En su curso de expansión, la evangelización hispanoamericana no obedeció, tomada en su conjunto, a ningún criterio territorial preestablecido, sino que estuvo en función de dos factores fundamentales, consistentes en el descubrimiento (y, en muchas ocasio-

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nes, la conquista) de un territorio determinado y en los focos, bases o puntos de partida de esa misma expansión. Inicialmente, el único foco lo constituyó la propia España. Más tarde, una vez asentadas las Ordenes misioneras en las Antillas y en la América nuclear, los focos o bases estuvieron representados, además de por la Península, por las Provincias religiosas y los Colegios de Misiones franciscanos establecidos en la propia América. Si tenemos en cuenta que esas Provincias llegaron a sumar un total de 61 y que el número de los Colegios ascendió a 17, es fácil imaginarse que una expansión misional basada en 78 puntos de partida autónomos, más la propia España, y que además dependió del paulatino y a veces hasta fortuito descubrimiento de nuevos territorios, tuvo que ser por necesidad geográficamente anárquica si se la observa desde el exterior y en todo su conjunto. Esta anarquía geográfica, agravada por la anarquía cronológica derivada de esos mismos factores y por el hecho de que la evangelización cubrió un territorio de aproximadamente catorce millones y medio de kilómetros cuadrados, es lo que impide trazar ninguna línea determinada en la expansión crono-geográfica misional. Ante esta imposibilidad, lo más adecuado para describir el curso expansivo de la evangelización americana, procurando conjugar entre sí los aspectos geográfico y cronológico, es englobar bajo un mismo período las modificaciones importantes de tipo territorial que fueron apareciendo en el transcurso de los años. Esto conduce a una sistematización del proceso expansivo que no consiste en etapas cronológicas ni geográficas cerradas, sino en fases que, al no suponer la desaparición de las demás, pueden seguir subsistiendo con las iniciadas anteriormente sin por ello dejar de reflejar un nuevo período de expansión. B)

Fases crono-geográficas de la expansión

1) Fase del Caribe (1493-1524). El período comprendido entre 1493 y 1524 se presenta como una etapa de tanteo durante la cual se abordó la evangelización de las Antillas y se intentó evangelizar el Darién (Colombia), los alrededores de la actual ciudad de Panamá y la costa septentrional venezolana de Cumaná. La expansión misional siguió el sistema de ocupación o círculos concéntricos en la Española (Repúblicas de Haití y Santo Domingo), Puerto Rico, Cuba, Jamaica, Darién y Panamá. En cambio, en la costa de Cumaná adoptó el sistema de penetración en cuña. El inicio de esta expansión evangelizadora hay que colocarlo en la llegada de la primera expedición misionera al Nuevo Mundo en 1493, si bien el primer bautizo no parece haberse administrado hasta el 21 de septiembre de 1496, fecha en la que lo recibió el noble Guatícaba, al que se le impuso el nombre de Juan Mateo. Son muy pocos los datos que se conservan sobre el curso posterior de la acción misional durante esta primera fase, pero parece que en Darién y en Panamá fue muy reducida; en Cumaná, ciertamente efímera por la rebelión

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de los indígenas y la muerte de los misioneros, y en el resto de las Antillas más bien restringida debido a la situación sociolaboral y a la rápida desaparición de los indígenas. Los hechos más importantes de esta fase, desde el ángulo de la expansión de la labor evangelizadora, son los siguientes: 1493: Inicio de la evangelización sistemática e ininterrumpida de la Española con la llegada a ella de la primera expedición misionera, integrada por fray Bernardo Boil y varios franciscanos y mercedarios. 1496: Administración del primer bautismo en el Nuevo Mundo, el día 21 de septiembre. 1508: Inicio de la evangelización de Puerto Rico con la llegada de los primeros franciscanos a la isla. 1510: Llegada de los primeros dominicos a la Española. 1512: Inicio de la evangelización de Cuba por los franciscanos y dominicos. 1513-1521: Intento franciscano y dominico de evangelizar Darién. 1514: Establecimiento de los mercedarios en Santo Domingo. 1516-1522: Sucesivos intentos de los dominicos y franciscanos de evangelizar las comarcas venezolanas de Chiribichi y Cumaná, respectivamente, frustrados por la rebelión de los indígenas y la muerte de algunos misioneros. 1518: Llegada de los primeros mercedarios a Cuba. 1521: Establecimiento de la Iglesia en Panamá. 2) Fase de la América nuclear (1524-1573). Cronológicamente, esta fase comienza con la llegada a Tenochtitlan de los denominados Doce Apóstoles franciscanos de México en mayo de 1524, aunque estuvieron precedidos por la llegada de otros tres franciscanos flamencos en 1523, y termina con la prohibición definitiva de las conquistas armadas como sistema de anexión territorial mediante real cédula del 13 de julio de 1573. Geográficamente, la acción misionera se desarrolla fundamentalmente, aunque no de una manera exclusiva, en las áreas de las denominadas Altas Culturas americanas prehispánicas asentadas en los actuales México, América Central, Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia, norte argentino y centro de Chile. Por tratarse de la época del predominio de la expansión en forma de ocupación, el proceso expansivo no siguió en ninguno de estos grandes territorios una ruta geográfica rectilínea, sino la ya aludida de círculos concéntricos. Esto significa que el establecimiento en un punto misional avanzado no supone la culminación, sino el comienzo, de la evangelización del territorio comprendido entre ese punto y el anterior más próximo a él, labor que podía durar lustros enteros. Una segunda característica de esta fase es la de representar el momento más culminante de la evangelización hispanoamericana en el sentido de que durante ella se realizó una deslumbrante acción misional, se evangelizó el corazón del continente y se sentaron las bases para posteriormente penetrar

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en la América marginal. A grandes líneas, en México se evangelizó el territorio comprendido entre Yucatán, por el sur, y una línea quebrada que ascendía por el norte desde Tepic (Estado de Nayarit) hasta Durango, para desde ahí descender a Veracruz. En América Central se misionó la mitad meridional de Guatemala, todo El Salvador, más la mitad occidental de Honduras y Nicaragua, así como parte de Costa Rica. En Colombia, las cuencas de los ríos Magdalena y Cauca. En Ecuador y Perú, toda la vertiente occidental de los Andes. En Bolivia, el altiplano y la parte occidental de la selva. En Chile, el centro, hasta la Araucanía. En Argentina, la parte más septentrional de Tucumán. Propicio como ningún otro sistema para dejar atrás puntos aislados sin evangelizar, durante esa etapa de ocupación se formaron bolsas como la de los chichimecas, al norte del Estado mexicano de Guanajuato; Sierra Gorda, en el Estado mexicano de Querétaro; pequeñas, pero muy numerosas, en la cordillera colombiana; la región noroccidental de la provincia ecuatoriana de Esmeraldas; las comarcas occidentales ecuatorianas de Cara y Angamarca, así como varios en las regiones septentrionales peruanas de Trujillo, Cajamarquilla y Chachapoyas. Al mismo tiempo que se dejaron atrás estas bolsas se establecieron también diversos enclaves, consistentes en las denominadas entradas pacíficas o sin armas para tratar de evangelizar un territorio sin conquistar, entradas cuyo número fue muy elevado, pero exiguo el fruto, entre las que destaca el intento dominico de evangelizar la región guatemalteca de Verapaz (1537-1550). Aunque no propiamente misionales, a esta etapa pertenecen también los enclaves colombianos de Santa Marta y Cartagena de Indias, así como varios de la costa septentrional venezolana, consistentes en poblaciones españolas desde las que en realidad no se llegó a efectuar una acción misional entre los indígenas de los alrededores. También se dieron a lo largo de ella varios intentos de penetración en cuña, los más importantes de los cuales fueron los de la evangelización de la Florida, región que, con el tiempo, terminaría convirtiéndose en un próspero territorio misional. Ordenados cronológicamente, los hechos principales se sucedieron de la siguiente manera: 1523: Llegada de tres franciscanos flamencos a México. 1524: Llegada a México de los Doce Apóstoles franciscanos, con lo que se inicia definitivamente la evangelización del imperio azteca. 1526: Establecimiento de los dominicos en México. 1526: Penetración franciscana en Jalisco (Nueva Galicia). 1526: Primer intento dominico de evangelizar Florida (véase 1527). 1527: Intento franciscano de evangelizar Florida (véanse 1526 y 1529). 1527: Establecimiento de los mercedarios en Santa Marta (Colombia). 1528: Establecimiento de los mercedarios en Nicaragua e intento de establecimiento de los dominicos.

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1528-29: Correrías misionales del franciscano Toribio Paredes de Benavente (Motolinía) desde México hasta Nicaragua. 1529: Nuevo intento de franciscanos y dominicos de evangelizar Florida (véanse 1527 y 1539). 1529: Intento de los dominicos de establecerse en Santiago de los Caballeros (Guatemala) (véase 1538). 1530: Intento franciscano de establecerse en Nicaragua (véase 1532). 1531-1554: Primer establecimiento de los dominicos en Nicaragua. 1532: Intento de establecimiento de los franciscanos en Nicaragua (véase 1550). 1532: Inicio de la evangelización sistemática e ininterrumpida del Perú por los dominicos y franciscanos. 1533 Llegada de los primeros agustinos a México. 1533 Llegada de los primeros mercedarios al Perú. 1534 Llegada de los dominicos a Quito. 1534 Llegada de los franciscanos a Paraguay (véase 1575). 1535 Llegada de los mercedarios a Chiapas. 1535 Establecimiento de los dominicos en Bolivia. 1536 Tercer intento de establecimiento de los franciscanos en Yucatán tras haberlo intentado en 1534 y 1535 (véase 1544). 1536 Establecimiento de los dominicos en Cartagena de Indias. 1536 Establecimiento de los mercedarios en Nicaragua. 1537 Establecimiento de los mercedarios en Guatemala y de los franciscanos en el Río de la Plata. 1537-1550: Intento de fray Bartolomé de las Casas y otros dominicos de evangelizar pacíficamente la región guatemalteca de Verapaz. 1538: Los agustinos inician la evangelización de Michoacán. 1538: Los franciscanos inician la evangelización de Nayarit (México). 1538: Definitivo establecimiento de los mercedarios y dominicos en Guatemala (véase 1529). 1539: Cuarto intento de evangelizar Florida, llevado a cabo por franciscanos, dominicos y clérigos diocesanos (véase 1529 y 1542). 1539: Llegada de los franciscanos a Guatemala. 1540: Primer intento franciscano de evangelizar Nuevo México (véase 1581). 1540: Llegada de los franciscanos a Chuquisaca (Bolivia). 1540: Primer intento dominico de establecerse en Chile (véase 1551). 1542: Quinto intento de evangelizar Florida, llevado a cabo por el dominico Luis de Cáncer, con el resultado de la muerte de tres religiosos por los indios (véase 1539 y 1549). 1544: Definitivo establecimiento de los franciscanos en Yucatán (véase 1536). 1545: Inicio de la evangelización de Chiapas por los dominicos. 1548: Llegada de los primeros dominicos a El Salvador. 1549: Sexto intento de evangelizar Florida, llevado a cabo por los dominicos (véase 1542 y 1550).

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1549: 1550:

Llegada de los mercedarios a Chile. Séptimo intento de evangelizar Florida, llevado a cabo por los agustinos (véase 1549 y 1553). 1550: Establecimiento de los mercedarios en Honduras. 1550: Segundo intento de establecimiento de los franciscanos en Nicaragua (véase 1532 y 1557). 1550: Inicio de la evangelización de Nueva Granada, con la llegada de los primeros franciscanos y dominicos a Santa Fe. 1550: Penetración de los dominicos en Tucumán. 1551: Llegada de los primeros agustinos al Perú. 1551: Celebración del primer Concilio provincial de Lima, de carácter marcadamente misional. 1551: Segundo intento dominico de establecerse en Chile (véase 1540 y 1553). 1553: Octavo intento de evangelizar Florida, llevado a cabo por los dominicos (véase 1550 y 1558). 1553: Definitivo establecimiento de los dominicos en Chile (véase 1551). 1553 Establecimiento de los franciscanos en Chile. 1556 Llegada de los primeros franciscanos a Tucumán (véase 1565). 1557 Definitivo establecimiento de los franciscanos en Nicaragua (véase 1550). 1558-1561: Noveno intento de evangelizar Florida, llevado a cabo por los dominicos, que perecieron a manos de los indios (véase 1553 y 1566). 1560: Penetración de los franciscanos en Chihuahua (México). 1560-1614: Misiones dominicas de Barinas, Pedraza y Apure (véase 1710). 1563: Establecimiento de los agustinos en Quito y La Paz. 1565: Definitivo establecimiento de los franciscanos en Tucumán (véase 1556). 1566-1572: Décimo intento de evangelizar Florida, llevado a cabo por los jesuítas (véase 1558 y 1573). 1566: Inicio de la misión dominica entre los quijos ecuatorianos. 1566-1568: Evangelización de los agustinos en Vilcabamba (Perú). 1567: Penetración de los mercedarios en Apolobamba (Bolivia). 1568: Llegada de los primeros jesuítas al Perú. 1568: Intento agustino de evangelizar Urubamba-Vilcabamba. 1569: Llegada de los agustinos a Quito. 1570: Intentos de evangelizar las montañas de Tarma (Junín) por los dominicos, los alrededores del Cuzco y márgenes del Titicaca por los agustinos y los chunchos del este del Cuzco, así como la Provincia de los collaguas por los franciscanos. 1572: Llegada de los jesuítas a México.

3) Fase de las áreas periféricas intermedias (1573-1683). Con la supresión de las conquistas armadas como sistema de expansión territorial en

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1573, medida que puso fin simultáneamente al sistema de expansión misional en forma de ocupación o de círculos concéntricos, comienza definitivamente la modalidad de expansión evangelizadora en forma de flecha o cuña o, si se prefiere, comienza el período de las misiones periféricas o radiales. Tanto el sistema como el período van a subsistir hasta la independencia, pero con diversas modalidades, cada una de las cuales configurará las distintas fases que se sucederán en adelante. La primera de estas fases puede situarse entre 1573, por la razón acabada de indicar, y 1683, fecha de la fundación en Querétaro (México) del primero de los diecisiete Colegios de Misiones de Propaganda Fide que los franciscanos llegaron a establecer a todo lo largo y ancho de Hispanoamérica con anterioridad a la independencia. Estos Colegios de Misiones poseen la entidad suficiente como para deslindar el fin de una fase y el comienzo de otra, porque, además de imprimir un nuevo impulso a la expansión evangelizadora, representaron una nueva concepción misional al consistir en centros autonómicos concebidos única y expresamente para la evangelización de fieles e infieles y, por añadidura, fueron los focos desde los que se llegó a gran parte de los límites geográficos alcanzados por la evangelización. Otros acontecimientos especialmente importantes ocurridos durante esta etapa, como la definitiva incorporación, en 1591, de la Compañía de Jesús a la tarea misional, tras su experimento de la Florida de 1566 a 1572, y la de los capuchinos, en 1647, representaron también un impulso sustancial a la expansión evangelizadora, pero no definen ninguna etapa, porque no revistieron las otras dos características de los Colegios de Misiones franciscanos. Enmarcadas cronológicamente entre 1573 y 1683, las áreas periféricas intermedias que configuran la presente fase están constituidas, como su misma denominación indica, por territorios misionales ubicados entre los límites de la ya sobrepasada América nuclear y los de las regiones que se encontraban en vías de evangelización al sobrevenir la independencia de las actuales naciones hispanoamericanas. Esto quiere decir que el criterio diferenciador en el que se basa esta denominación de áreas intermedias lo constituye el hecho de que esas regiones coincidieran durante algún tiempo con la línea fronteriza de la evangelización y de la ocupación política española, pero que la mayoría de ellas terminaron perdiendo ese carácter con el correr de los años, debido precisamente al continuo avance de la evangelización. Cabe notar, sin embargo, que el calificativo de intermedias solamente se refiere a las áreas periféricas misionales más importantes y que la definición de tales se basa en criterios geográficos, n o en conceptos de organización jurídica misional. Desde este último punto de vista hubo muchos territorios misionales que en el momento de la independencia seguían constituyendo la misma unidad misional con la que habían comenzado a finales del siglo XVI o a lo largo del XVII por seguir perteneciendo a la misma Orden o Provincia religiosa, pero desde el punto de vista geográfico, e incluso desde el de la evangelización, lo cultivado durante la presente fase representó un territorio que, por una razón u otra, era cronológica y geográficamente intermedio

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entre las áreas nucleares y aquellas otras (que luego denominaremos termínales) en las que la evangelización fue sorprendida por la independencia. Así, por ejemplo, las extensísimas misiones jesuíticas del noroeste mexicano, de Mainas y de Moxos, asi como las capuchinas y franciscanas de Venezuela o las franciscanas, jesuíticas y agustinas de Colombia, iniciadas a finales del siglo xvi o a lo largo del XVII y que seguían subsistiendo en el momento de la independencia, en el siglo x v m evolucionaron de manera distinta que en el anterior. Por su parte, las franciscanas de Nuevo México y del oriente peruano, que se encontraron en el mismo caso, sobrevivieron hasta la independencia, porque las primeras se restauraron en 1692 y las segundas en 1708 y 1759. Lo mismo sucedió con las dominicas de Barinas, Pedraza y Apure, cultivadas desde 1560 hasta 1614, pero restablecidas en 1710. Finalmente, las franciscanas de la Florida, iniciadas en 1573, fueron destruidas y restauradas en 1702. Así pues, y ya en el terreno de lo concreto, entendemos por áreas periféricas intermedias, fundamentalmente, lo evangelizado hasta aproximadamente en 1683 en Florida, en el espacio mexicano situado al sur de la actual frontera de los Estados Unidos, en la Orinoquía venezolana y colombiana, en la Amazonia colombiana, ecuatoriana y peruana, en el oriente del Perú, en la selva boliviana, en la región de los guaraníes y en la Pampa argentina. Independiente y simultáneamente, junto con estos territorios en los que la expansión evangelizadora se desarrolló de forma permanente, se evangelizaron otros que constituían sendas bolsas dejadas atrás durante la fase anterior, como los chichimecas mexicanos y los numerosos puntos abordados en los Andes colombiano-ecuatorianos. De igual manera, otros muchos territorios se trataron de evangelizar en forma de flecha o cuña, aunque con distinto éxito. En unos se logró establecer una evangelización permanente durante esta misma etapa y tras una prolongada serie de intentos infructuosos, que en Nuevo México, por ejemplo, se prolongaron desde 1540 hasta 1609. En otros, hubo que esperar hasta la fase siguiente para lograr ese mismo fin, como así sucedió en Texas desde 1632 hasta 1716, en Guayana desde 1682 hasta 1720, entre los chiquitos bolivianos desde 1612 hasta 1691 y entre los chiriguanos de Bolivia desde 1612 hasta 1691. En unos terceros, como en la Taguzgalpa y Tologalpa hondureno-nicaragüenses y entre los chunchos bolivianos, esos intentos no lograron asentar una evangelización definitiva. Estos repetidos intentos, frustrados o no, constituyen por su elevado número una de las características de la presente etapa, debido a la resistencia de los indígenas a dejarse evangelizar. Por lo que se refiere a las Ordenes misioneras, además de la ya aludida incorporación a la acción misional de los jesuítas y capuchinos, merece anotarse la asociación a la misma de los agustinos recoletos o candelarios y la negativa a hacerlo de los carmelitas descalzos. Por su parte, los mercedarios, dominicos y agustinos redujeron sustancialmente su participación, mientras que los franciscanos le imprimieron un nuevo impulso a la suya,

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tras cierto decaimiento experimentado a finales del siglo XVI y comienzos del XVII. La sucesión cronológica de los hechos principales fue la siguiente: 1573: Inicio de la misión franciscana de la Florida (véase 1566 y 1702). 1574: Establecimiento de los franciscanos en Honduras. 1575: Definitivo establecimiento de los franciscanos en Nicaragua. 1575: Llegada de los primeros agustinos a Bogotá. 1575: Comienzo de las misiones franciscanas del Paraguay (véase 1534). 1576: Evangelización por los jesuítas de la provincia de Chucuito (Titicaca). 1580: Inicio de las 24 reducciones franciscanas del Paraguay. 1580: Intento de evangelización de los araucanos por los franciscanos (véase 1598). 1581: Segundo intento de penetración franciscana en Nuevo México (véase 1540 y 1598). 1585: Llegada de los primeros carmelitas descalzos a México. 1586: Llegada de los primeros jesuítas a Quito. 1586: Llegada de los jesuítas a Tucumán. 1588: Penetración de los agustinos entre los chiriguanos de Bolivia. 1590: Evangelización de los chichimecas mexicanos por los franciscanos y jesuítas. 1591: Inicio de la evangelización de Sinaloa por los jesuítas. 1591: Establecimiento de los jesuítas en Santa Cruz de la Sierra (Bolivia). 1592: Inicio de la misión jesuítica de Topia (México) entre los indios acaxees de Sinaloa-Durango. 1593: Llegada de los jesuítas a Chile. 1594: Establecimiento de los mercedarios en México. 1594-1597: Primer intento de evangelización de los chunchos bolivianos llevado a cabo por los jesuítas (véase 1621-1622). 1595: Penetración de los jesuítas entre los ricolzones de Jauja y los chunchos del norte del Titicaca. 1595: Primer intento de los jesuítas de evangelizar a los moxos bolivianos (véase 1615). 1595: Llegada de los agustinos a Chile. 1596: Fundación de la misión jesuítica de los tepehuanes de Durango (México). 1597: Evangelización de los agustinos en los Estados venezolanos de Mérida (Aricagua), Barinas y Táchira. 1597: Penetración de los dominicos entre los indios de Baeza, Hatumquijo y Cosanga (Ecuador). 1597: Primer intento jesuíta de evangelizar Apolobamba (Bolivia) (véase 1615). 1598-1601: Tercer intento franciscano de penetración en Nuevo México (véase 1581 y 1609).

1598: 1598:

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Fundación de la misión jesuítica de Parras (Coahuila-México). Evangelización de la costa ecuatoriana de Esmeraldas por los mercedarios y los jesuítas, abandonada por estos últimos en 1613. 1598: Destrucción de las misiones franciscanas entre los araucanos de Chile con el incendio de cinco conventos y la muerte de tres religiosos (véase 1580 y 1650). 1599: Llegada de los primeros jesuítas a Bogotá. 1600: Llegada de los primeros jesuítas a Guatemala. Siglo XVII: Evangelización por los agustinos de los yumbos ecuatorianos. Siglo XVII: Penetración de los dominicos entre los chiriguanos de Bolivia y los colorados de Angamarca (Ecuador). 1602: Penetración de los franciscanos en Nuevo León (México) (véase 1675). 1602-1612: Evangelización por los jesuítas de los cofanes y paeces ecuatorianos (véase 1637). 1604: Primer intento franciscano de evangelizar la región hondurena de Taguzgalpa (véase 1610). 1605: Llegada de los jesuítas a Nicaragua. 1606: Evangelización por los mercedarios de la región panameña de Chiriquí o Veragua, donde permanecieron hasta 1671. 1606: Cultivo por los mercedarios, hasta 1626, de la misión nicaragüense del río Muymuy. 1607: Reanudación de las misiones franciscanas de Rioverde (San Luis Potosí, México). 1607: Inicio de la misión franciscana de Marinilla (Colombia). 1607: Primer intento de los jesuítas de evangelizar a los chiriguanos de Bolivia (véase 1635). 1608: Fundación de la misión jesuítica de la Tarahumara Baja, en el sureste de Chihuahua (México). 1609: Definitivo establecimiento de los franciscanos en Nuevo México (véase 1598 y 1680). 1609: Inicio de las reducciones jesuíticas del Paraguay (Guayrá, Guaranés, Paraná y Tape). 1610-1612: Segundo intento de penetración franciscana en Taguzgalpa (véase 1604 y 1622). 1610: Inicio de evangelización de los malabas del Ecuador por los mercedarios. 1612: Primer intento de los jesuítas de evangelizar a los chiquitos bolivianos (véase 1691). 1613: Inicio de la misión jesuítica de los xiximíes del sur de Sinaloa (México). 1613: Inicio de la misión jesuítica de la Tarahumara Alta (México). 1613: Evangelización por los jesuítas de la región ecuatoriana de Cara, hasta 1638. 1613: Inicio de la evangelización de Chiloé (Chile) por los jesuítas.

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Inicio de la evangelización por los jesuitas de los mayos del sur de Sinaloa (México). 1614: Abandono por los dominicos de la misión venezolana de Barinas (véase 1560 y 1712). 1615: Evangelización por los agustinos, hasta 1629, entre los moxos de Bolivia (véase 1633). 1616: Intento agustino de evangelizar a los mainas de Borja (Perú). 1617: Inicio por los jesuitas de la misión de los yaquis de Sonora (México). 1619: Inicio de la misión jesuítica de los tepehuanes del este de Sonora (México). 1620: Primer intento de los agustinos de evangelizar a los chunchos bolivianos (véase 1629). 1621: Comienzo de la misión jesuítica de los chínipas del sureste de Chihuahua (México). 1621: Inicio de la misión jesuítica del río Ñapo. 1621: Penetración de los dominicos en los Llanos colombianos de Guavio (véase 1662). 1621-1622: Segundo intento de evangelización de los chunchos bolivianos llevado a cabo por el franciscano Gregorio de Bolívar (véase 1594). 1621-1631: Nuevos intentos de evangelización de la región boliviana de Apolobamba (chunchos y moxos) llevada a cabo por los franciscanos (véase 1615). 1622-1623: Tercer intento de penetración franciscana en Taguzgalpa (véase 1610 y 1667). 1622-1642: Evangelización de los dominicos en Veragua (Panamá). 1625-1628: Primer intento de evangelización por los jesuitas de la cuenca del río Casanare, Colombia (véase 1662). 1626-1636: Evangelización de los agustinos recoletos en Darién y Urabá. 1626-1650: Evangelización por los jesuitas de los panatahuas y cazapachos de Huánuco (Perú) (véase 1630). 1627: Intento dominico de evangelizar a los lacandones de Guatemala. 1627: Evangelización de los franciscanos en Urabá. 1627: Penetración del franciscano Gregorio de Bolívar entre los motilones peruanos de Chachapoyas (véase 1621 y 1630). 1629-1654: Evangelización por los jesuitas de las regiones colombianas de Neiva y Tierradentro. 1629-1687: Evangelización por los jesuitas de la región colombiana de Popayán. 1629: Segundo intento de los agustinos de evangelizar a los chunchos bolivianos (véase 1620 y 1635). 1630: Penetración de los jesuitas entre los chachapoyas peruanos (véase 1627). 1630-1708: Misiones franciscanas de Huánuco entre los panatahuas y

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payansos del Huallaga, los shetebos y callisecas del Bajo Ucayali (1657) y los hibitos y cholones del Huallaga (véase 1708). 1632-1640: Primer intento de penetración franciscana en Texas (véase 1675). 1632-1642: Evangelización por los jesuitas de los barbacoas ecuatorianos. 1633: Segundo intento agustino de evangelizar a los moxos bolivianos (véase 1615 y 1673). 1634-1740: Evangelización por los franciscanos de los sucumbíos del Ecuador. 1635: Inicio de las misiones franciscanas del Caquetá, Putumayo y Ñapo (Colombia-Ecuador). 1635-1641: Misiones franciscanas de Tarma en Chanchamayo, Quimiri, Cerro de la Sal y río Perene (véase 1685 y 1708). 1635-1649: Tercer intento agustino de evangelizar a los chunchos bolivianos (véase 1629). 1635: Segundo intento de los jesuitas de evangelizar a los chiriguanos de Bolivia (véase 1607 y 1686). 1636: Inicio de la evangelización por los jesuitas de los ópatas de Sonora (México). 1636: Redescubrimiento del Amazonas por los franciscanos Domingo de Brieva y Andrés de Toledo. 1637-1651: Evangelización de los dominicos en Darién. 1637-1697: Evangelización de los agustinos recoletos en Darién y Chocó (véase 1626). 1637: Evangelización por los franciscanos de los cofanes y paeces ecuatorianos (véase 1602 y 1655). 1638: Inicio de la misión jesuítica de Mainas (Ecuador-Perú) (véase 1647). 1645: Inicio de la misión jesuítica de la Tarahumara Alta (México). 1646-1648: Primer intento de los jesuitas de penetrar en Guayana (véase 1653). 1647-1689: Intentos franciscanos de evangelizar en Darién y Urabá. 1647: Llegada de los primeros capuchinos a América mediante su establecimiento en Urabá (1647-1648) y Darién (1647-1653) (véase 1665). 1647-1653: Expansión de los jesuitas hacia el sureste de Mainas (véase 1638 y 1657). 1648: Evangelización de los franciscanos en el Chocó (Colombia) (véase 1652). 1650-1656: Intentos capuchinos de evangelizar Trinidad y Píritu (Venezuela) (véase 1682). 1650: Evangelización de los jesuitas en la región ecuatoriana de Mocoa. 1650: Evangelización de los jesuitas en la región peruana de Urubamba o Vilcabamba (véase 1768). 1650: Inicio de las misiones jesuíticas de la Araucanía (véase 1591).

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1651-1654: Intento de los agustinos de evangelizar el Apure. 1652: Intento capuchino de evangelizar el Chocó (véase 1672). 1653-1654: Segundo intento de los jesuítas de evangelizar Guayana (véase 1646 y 1664). 1654-1700: Exploración por los franciscanos de los ríos Madre de Dios y sus afluentes. 1655: Evangelización de los franciscanos entre los paeces ecuatorianos (véase 1637). 1656: Inicio de la misión franciscana de Píritu, en Venezuela (véase 1750). 1657-1687: Evangelización de los jesuítas en Urabá y Chocó. 1657: Inicio de la misión capuchina venezolana de Cumaná. 1657: Expansión de los jesuítas hacia Mainas septentrional (véase 1647). 1658: Inicio de la misión capuchina de los Llanos de Caracas. 1661: Evangelización de los franciscanos entre los xicaques de Honduras. 1661: Comienzo de la evangelización definitiva de los chunchos de Apolobamba (Carabaya) por los franciscanos (véase 1621). 1662: Inicio de las misiones colombianas de los Llanos Orientales por los jesuítas (Casanare), franciscanos (Llanos de San Juan), agustinos (Llanos de San Martín), agustinos recoletos (Santiago de las Atalayas) y dominicos (Llanos de Guavio) (véase 1621). 1664-1665: Tercer intento de los jesuítas de evangelizar Guayana (véase 1653 y 1668). 1665: Segundo intento capuchino de evangelizar Darién (véase 1647 y 1681). 1665: Los agustinos recoletos suceden a los jesuítas en el intento de evangelizar Guayana (véase 1647 y 1682). 1667: Cuarto intento franciscano de penetración en Taguzgalpa (véase 1622 y 1695). 1668-1681: Cuarto intento de los jesuítas de penetrar en Guayana (véase 1664, 1665 y 1682). 1669-1679: Primer intento de los jesuítas de evangelizar el Orinoco medio (véase 1681). 1670: Tercer intento franciscano de evangelizar el Chocó (véase 1648 y 1680). 1672: Reanudación de la misión capuchina del Chocó (véase 1652). 1673-1687: Misiones franciscanas de Jauja o Andamarca entre los campas, piros y cunibos de los ríos Tambo, Pachitea y Alto Ucayali (véase 1708). 1673-1680: Tercer intento de los agustinos de evangelizar a los raoxos bolivianos (véase 1633). 1674: Inicio de las misiones franciscanas de Río Grande o Coahuila. 1674: Reanudación de las misiones franciscanas del Cerro de la Sal, en el Perú (véase 1685).

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1675:

Segundo intento de penetración franciscana en Texas (véase 1632 y 1680). 1675: Reanudación de las misiones franciscanas de Nuevo León (véase 1602). 1675: Intento franciscano de evangelización de la Tologalpa (Nicaragua). 1676: Inicio de las misiones franciscanas de Cajamarquilla entre los hibitos y cholones de la ribera occidental del Huallaga. 1678-1816: Misión agustiniana de Aricagua y Maracaibo (véase 1597). 1679: Segundo intento de los jesuítas de evangelizar el Orinoco medio (véase 1669 y 1681). 1680: Tercer intento franciscano de evangelizar Texas (véase 1675 y 1689). 1680: Destrucción de las misiones franciscanas de Nuevo México (véase 1609 y 1692). 1680: Cuarto intento franciscano de evangelizar el Chocó (véase 1670). 1681-1689: Cuarto intento capuchino de evangelizar Darién (véase 1665). 1681-1684: Tercer intento de los jesuítas de evangelizar el Orinoco medio (véase 1679 y 1692). 1681: Definitivo establecimiento de los jesuítas entre los moxos bolivianos (véase 1633). 1682-1714: Evangelización de Trinidad por los capuchinos (véase 1650). 1682-1724: Primer intento capuchino de evangelizar Guayana (véase 1724).

4) Fase de las áreas periféricas terminales (1683-1767). Entre 1683, fecha del comienzo del sistema de Colegios de Misiones franciscanos, y 1767, año de la expulsión de la Compañía de Jesús, la evangelización americana llegó a la mayor parte de las regiones en las que se encontraba en el momento de la independencia. De hecho, con posterioridad a 1767 avanzaría ya muy poco, si se exceptúan los casos de la Alta California, Rionegro (Venezuela) y Chiloé (Chile). Es durante esta fase o período cuando en el extremo septentrional de la América española se establecen los capuchinos en la Luisiana (1766), los franciscanos inician definitivamente la tantas veces intentada evangelización de Texas (1716) y restablecen las destruidas misiones de Nuevo México (1692), mientras que los jesuítas abordan definitivamente la Baja California (1697). En América Central los franciscanos fundan su misión costarricense de Talamanca(1698). En el norte de América del Sur los capuchinos evangelizan la isla de Trinidad (1682), inician la evangelización definitiva de Maracaibo (1692), Santa Marta-Riohacha (1694) y Guayana (1724) y cruzan el Orinoco hacia el

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sur (1763), lo que ya habían efectuado con anterioridad los jesuítas del Orinoco medio en 1731 y los franciscanos de Píritu en 1750. En la América del Sur media, los franciscanos restauran en 1708 y 1759 sus difícilísimas misiones del oriente peruano e inician la evangelización definitiva de los chiriguanos bolivianos (1757), mientras que los jesuítas inician la evangelización del Chaco (1683) y de la Pampa argentinos (1740). En el extremo meridional suramericano los jesuítas inician en 1684 la evangelización de Patagonia y en 1691 reanudan su misión de la Araucania chilena. Entre las bolsas evangelizadas durante esta fase merecen citarse la de Sierra Gorda (1686 y 1740), la del Nuevo Santander (1748) y la de Barinas, Apure y Pedraza (1710), abordadas por los franciscanos y los dominicos. He aquí los principales momentos de la expansión durante la presente fase: 1683:

Fundación del Colegio de Misiones franciscano de Querétaro (México), con el que se implanta este sistema en América. 1683: Intento de los jesuítas de evangelizar la Baja California (véase 1697). 1683: Inicio de las misiones jesuíticas del Chaco entre los abipones, a las que seguirán las de los tobas, mataguayos, vuelas y mocobíes (véase 1735). 1684-1703: Evangelización por los agustinos de los ninarvas del curso medio del río Apurímac. 1684: Intento de los jesuítas de evangelizar la Patagonia (véase 1740). 1685-1690: Nuevo intento franciscano de evangelizar el Cerro de la Sal, Perú (véase 1674 y 1708). 1686: Inicio de la evangelización por los dominicos de Sierra Gorda, México (véase 1740). 1686-1695: Tercer intento de los jesuítas de evangelizar a los chiriguanos de Bolivia (véase 1635 y 1725). 1689-1694: Cuarto intento franciscano de evangelizar Texas (véase 1680 y 1716). 1691: Inicio de las misiones jesuíticas de los chiquitos bolivianos (véase 1612). 1691: Reanudación por los jesuítas de las misiones de la Araucania (véase 1650). 1692: Restauración de las misiones franciscanas de Nuevo México (véase 1680). 1692: Inicio de las misiones capuchinas de Maracaibo. 1692: Cuarto intento de los jesuítas de evangelizar el Orinoco medio (véase 1681 y 1694). 1693-1704: Evangelización de los mercedarios en el Petén-Itzá. 1694-1702: Evangelización por los capuchinos de las regiones de Santa Marta y Riohacha (véase 1716). 1694: Quinto intento de los jesuitas de evangelizar el Orinoco medio (véase 1692 y 1731).

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La expansión misional

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1695-1727: Evangelización de los mercedarios entre los lacandones de Guatemala. 1695: Quinto intento franciscano de evangelizar la Taguzgalpa (véase 1667). 1697: Inicio de la evangelización definitiva de la Baja California por los jesuitas (véase 1683). 1697-1700: Evangelización de los mercedarios entre los jicaques de Nicaragua. 1698: Inicio de la evangelización de la sierra costarricense de Talamanca por los franciscanos. 1698: Misión franciscana del río Sinú (Urabá). 1701: Fundación del Colegio de Misiones franciscano de Guatemala. 1701-1767: Evangelización por los jesuitas de los guaimíes panameños (véase 1795). 1702: Destrucción de las misiones franciscanas de Florida por los ingleses y sus aliados indígenas (véase 1573 y 1764). 1704: Evangelización de los agustinos en Neiva y Timaná (Colombia). 1705-1761: Evangelización de los agustinos entre los acanayutos de Valledupar (Colombia). 1707: Fundación del Colegio de Misiones franciscano de Zacatecas. 1708-1742: Restauración de las misiones franciscanas de los panatahuas, chanchamayos, Cerro de la Sal y Pangoa, y fundación de las de Pozuzo (1712), Pampa del Sacramento o del río Pachitea (1721), Gran Pajonal (1733), río Mantara y Apurímac (1738) (véase 1630, 1635, 1673, 1685 y 1742). 1710-1838: Reanudación por los dominicos de las misiones venezolanas de Barinas, Apure y Pedraza (véase 1560). 1713: Penetración de los franciscanos en la región boliviana de Apolobamba. 1716: Establecimiento definitivo de las misiones franciscanas de Texas (véase 1689). 1716-1721: Reanudación por los capuchinos de las misiones de Santa Marta y Riohacha (véase 1694 y 1725). 1718-1796: Misión agustina de Mapiri (Bolivia). 1721: Penetración de los jesuitas en Nayarit (México). 1723: Inicio de las misiones jesuíticas del Meta colombiano, complemento de las del Casanare (véase 1662). 1724: Reanudación definitiva por los capuchinos de la misión de Guayana (véase 1682). 1725-1807: Regreso definitivo de los capuchinos a la región de Santa Marta y Riohacha (véase 1716). 1725: Fundación del Colegio de Misiones franciscano de Ocopa (Perú). 1725-1735: Cuarto intento de los jesuitas de evangelizar a los chiriguanos (véase 1686 y 1757). 1729-1819: Misión (Prefectura) de los agustinos entre los tunebos colombianos.

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La Iglesia misional

1730:

Inicio por los jesuítas de la misión de la Tarahumara Alta, en la Chihuahua Central (México). 1731: Inicio de la evangelización definitiva por los jesuítas del Orinoco medio (véase 1694). 1732: Fundación por los franciscanos de los Colegios de Misiones de San Fernando de México y de Pachuca (México). 1735: Penetración de los jesuítas entre los vuelas del Chaco argentino (véase 1683). 1740-1770: Evangelización de Sierra Gorda (México) por los franciscanos (véase 1686). 1740: Penetración de los franciscanos entre los andaquíes de los ríos Caquetá y Putumayo. 1740: Inicio de la evangelización por los jesuitas de la Patagonia (véase 1684). 1741: Intento de evangelización de Darién por los jesuitas. 1742-1750: Destrucción por Santos Atahualpa de las misiones franciscanas del oriente del Perú (véase 1708 y 1753). 1743: Inicio de la evangelización por los jesuitas de los mocobíes argentinos. 1744-1771: Evangelización de Veragua (Panamá) por los jesuitas. 1748: Inicio de las misiones franciscanas del Nuevo Santander o Tamaulipas (México). 1748: Penetración de los jesuitas entre los abipones del Chaco. 1750: Los franciscanos de Píritu cruzan la ribera meridional del Orinoco (véase 1656). 1750: Inicio de las misiones franciscanas de Urubamba, Apolobamba y Cocabambilla (Perú-Bolivia). 1753: Fundación por los franciscanos del Colegio de Misiones de Popayán. 1753: Restauración de las misiones franciscanas peruanas de Pozuzo, Pampa del Sacramento y Pachitea (véase 1742 y 1759). 1755: Fundación del Colegio de Misiones franciscano de Tarija. 1756: Fundación por los franciscanos de los Colegios de Misiones de Cali (Colombia) y Chillan (Chile). 1757: Inicio de las misiones franciscanas de los chiriguanos. 1759-1766: Restauración de las misiones franciscanas entre los hibitos y cholones del Huallaga, así como entre los panos, shipibos y cunibos, destruidas en 1766 por Runcato (véase 1742 y 1791). 1760: Intentos de los dominicos de evangelizar la región peruana de Santa Ana de Urubamba. 1763-1772: Misión capuchina del Alto Orinoco y Río Negro. 1765-1780: Misión de los franciscanos del Colegio de Popayán en el río Yurumangui. 5) Fase de replanteamiento misional (1767-1824). Con la expulsión en 1767 de la Compañía de Jesús hubo que proceder a un replanteamiento

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La expansión misional

491

misional, porque era este Instituto, junto con la Orden franciscana y los capuchinos, uno de los grandes soportes de la acción misionera americana. Por una parte, los territorios hasta entonces cultivados por los jesuitas tuvieron que ser confiados o bien al clero secular o bien a otras Ordenes religiosas, lo que desde el punto de vista de la expansión misionera produjo la consecuencia de que ésta quedó prácticamente estancada en muchos territorios al transformarse éstos de misiones en doctrinas o parroquias de indios. Así sucedió, por ejemplo, en el noroeste mexicano, en los Llanos colombianos del Meta y Casanare, en la Amazonia o Misiones de Mainas y en las regiones de los moxos y chiquitos bolivianos. En todos estos puntos, la independencia sorprendería a la evangelización en el mismo lugar en que la habían dejado los jesuitas, porque los religiosos o clérigos diocesanos sucesores suyos no pudieron atender sus compromisos anteriores a 1767 y seguir al mismo tiempo avanzando en los heredados de los jesuitas. Independientemente de que estos últimos ya se encontraban también prácticamente estancados desde el punto de vista geográfico en el momento de su expulsión. Por otra, y sorprendentemente, la encomienda a otras Ordenes religiosas de los territorios abandonados por los jesuitas fue precisamente el origen de que los nuevos misioneros le imprimieran en algunos lugares a la evangelización un nuevo impulso, como sucedió en la Alta California, en el Alto Orinoco y en el archipiélago de Chiloé, donde los franciscanos iniciaron una nueva expansión. A este estancamiento en unos territorios y al nuevo impulso expansivo en otros hay que añadir la paulatina expansión que los franciscanos y capuchinos venían realizando desde antes de 1767 en sus misiones tradicionales. La sucesión de los hechos principales es la siguiente: 1767-1768: Abandono de sus misiones por los jesuitas debido al decreto de expulsión, en las que fueron sustituidos por otras Ordenes o por el clero diocesano. 1768-1798: Evangelización por los dominicos de Urubamba-Vilcabamba (véase 1650). 1769: Fray Junípero Serra inicia la evangelización de Alta California. 1769-1771: Evangelización por los franciscanos de los chachapoyas peruanos. 1770-1784: Intentos franciscanos de restaurar las misiones peruanas del Cerro de la Sal (véase 1742). 1772: Llegada de los capuchinos españoles a Luisiana. 1773: Los dominicos se hacen cargo de la misión de Baja California, abandonada por los jesuitas en 1767. 1773: Los franciscanos suceden a los capuchinos en el Alto Orinoco y Río Negro (véase 1763). 1780: Intento franciscano de evangelizar el Petén-Itzá. 1780: Inicio de la misión franciscana de Veragua (Panamá). 1783: Fundación del Colegio de Misiones capuchino de La Habana. 1783-1790: Misión mercedaria del río Putumayo.

492

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La Iglesia misional

C.25.

1784:

F u n d a c i ó n del Colegio d e Misiones franciscano d e San Carlos e n la ciudad a r g e n t i n a d e San L o r e n z o . 1785: F u n d a c i ó n del Colegio d e Misiones franciscano d e Panamá. 1787: Llegada d e los franciscanos a Luisiana. 1787: F u n d a c i ó n p o r los franciscanos del Colegio d e Píritu o Nueva Barcelona. 1788-1789: I n t e n t o franciscano d e evangelizar la M o s q u i n a nicaragüense. 1 7 8 9 - 1 7 9 5 : Misión capuchina del río Cuiloto (Colombia) (véase 1796). 1 7 9 1 : Restauración d e las misiones franciscanas d e M a n o a y del Ucayali (véase 1759). 1795: Evangelización d e los guaimíes p a n a m e ñ o s p o r los franciscanos. 1795: F u n d a c i ó n del Colegio d e Misiones franciscano d e M o q u e g u a . 1796: Misión d e los agustinos recoletos del río Cuiloto (véase 1789). 1796: F u n d a c i ó n del Colegio d e Misiones franciscano d e T a r a t a (Bolivia). 1809: Restauración de las misiones franciscanas d e Pashqui (Perú). 1812: F u n d a c i ó n del Colegio d e Misiones franciscano d e Z a p o p á n (México). A finales del siglo XVIII se consideraban «misiones vivas», es decir, regiones e n curso más o m e n o s avanzado d e evangelización, los siguientes territorios, dispuestos en el c u a d r o q u e sigue p o r o r d e n geográfico, d e n o r t e a sur, d e n t r o del c o n t i n e n t e a m e r i c a n o y e n m a r c a d o s c r o n o l ó g i c a m e n t e e n la fecha consignada e n t r e paréntesis:

Territorio Estados Unidos (1793) Alta California Nuevo México Texas México (1793) Baja California Sonora y Sinaloa Tarahumara Alta Tarahumara Baja Conchos Coahuila Nuevo León Nuevo Santander Tampico Rioverde Nayarit Colotlán Petén-Itzá

Pueblos

Indígenas

Orden

Misioneros

18 25 8

3.000 10.775 457

OFM OFM OFM

12 34 (1780) 17(1780)

13 116 11 18 8 8 — 27 15 9 14 2 1

3.000

OP OFM Clérigos OFM OFM OFM OFM OFM OFM OFM OFM OFM OFM

5 37(1780)

10.020 13.363 2.034 1.641 890 3.791 7.573 8.042 2.982 225

8(1780) 8 (1780) 20(1780) 10(1780) 8 2

La expansión misional Pueblos

Territorio América Central (1780) Comayagua Río Tinto Talamanca

Indígenas

493 Orden

Misioneros

OFM OFM OFM

1 1 4

Panamá (1780) Veragua

OFM

Colombia (1789) Santa Marta-Riohacha .. Meta Casanare Llanos de San J u a n Llanos de Santiago Popayán-Neiva Putumayo-Caquetá

Cap. Recoletos OP OFM Recoletos OFM OFM

10 6 6 12 6 10

20 (1780) 17 (1780)

Venezuela (1780) Cumaná (1789) Maracaibo Guayana Alto Orinoco-Rionegro . Nueva Guayana Píritu Barinas-Pedraza (1789) .

17 8 20 19 11 16 14

Ecuador-Perú (1780) Mainas

32

Clérigos

12

2 4 3

OFM OFM Clérigos

16 12

OFM OFM OFM OFM Clérigos OFM Clérigos OFM

6 2 2 6 14 16 16

Perú (1780) Huánuco Cajamarquilla Lamas-Trujillo Bolivia Chiriguanos Salinas Chañé Chiquitos Chiquitos Moxos Moxos Apolobamba Argentina (1780) Río Cuarto Corrientes Paraná Gran Chaco

5.701 5.711

Cap. Cap. Cap. OFM OFM OFM OP

1 4 3 11

OFM OFM OFM OFM

Paraguay (1780) Paraguay Paraguay

10 9

OdeM OP

Chile (1780) Chiloé Valdivia Arauco

83 8 5

OFM OFM OFM

,

17 20 12

NOTA BIBLIOGRÁFICA

CAPÍTULO

Obras de carácter general A. YBOT LEÓN, La Iglesia y los eclesiásticos españoles en la empresa de Indio^ t (Barcelona, 1963), donde se expone la expansión misional de cada una de las 0 r < 0 nes misioneras; E. D. DUSSEL, Historia de la Iglesia en América Latina. Coloniaje " liberación (Madrid, 1983), 363-396; ID., Historia general de la Iglesia en América Lati^ 1 (Salamanca, 1983), 299-329 y 706-716; A. SANTOS, «Las misiones católicas», ^ ; A. FLICHE y V. MARTÍN, Historia de la Iglesia 29 (Valencia, 1978), 212-298. Ordenes religiosas concretas J. CASTRO SEOANE, «La expansión de la Merced en la América colonial»: Missio-^ lia Hispánica 1 (Madrid, 1944), 73-108; 2 (1945), 231-290; A. LARIOS RAMOS, « J ^ ! expansión misional de la Orden por América», en Los dominicos y el Nuevo Muti^* Actas del I Congreso Internacional (Madrid, 1988), 133-156; J. L. MORA MÉRIDA, «Sit^ción de las misiones franciscanas en América a finales del siglo XVI», en Actas del j . '• Congreso Internacional sobre los franciscanos en el Nuevo Mundo (siglo xvi) (Madrj^j 1988), 649-659; A. MORALES, La Orden de la Merced en la evangelizarían de Amén' (siglos XVI-XVlll) (Bogotá, 1986); P. N. PÉREZ, Historia de las misiones mercedarias Jr América (Madrid, 1966); J. M. Pou, «Relación del P. Serrano de Castro sobre ^ misiones franciscanas (1637-1638)»: Archivo Ibero-Americano 2 (1942), 417-450; ^ «Estado de la Orden franciscana y de sus misiones en América y Extremo O r i e r ^ en el año de 1635»: Ibíd. 27 (1927), 196-250; 28 (1927), 38-92; 30 (1928), 33-}£ A. SANTOS, «Acción misionera de los jesuítas en la América meridional española», - •': J . J . Al.EMANY (ed.), América (1492-1992). Contribuciones a un centenario (Madri^ 1988), 43-106. Expansión misional por territorios Véase el volumen segundo de la presente obra. Estadística final del capítulo O. MAAS, Las Ordenes religiosas de España y la colonización de América en la segun^ parte del siglo XVlll. Estadísticas y otros documentos 1 (Barcelona, 1918), 67-79 (1780) y 103-110 (1789); 2 (Barcelona, 1929), 9-16 (1789) y 103-192 (1793).

26

LA METODOLOGÍA MISIONAL

AMERICANA

Por PEDRO BORGES

Métodos misionales americanos son los diversos sistemas adoptados por los misioneros para evangelizar a los nativos del Nuevo Mundo. En un sentido amplio, la metodología misional termina identificándose con la evangelización misma para convertirse de hecho en una historia que abarca todos los aspectos del proceso evangelizador. En un sentido estricto, bajo el cual se interpretará aquí, esos sistemas son únicamente los medios puestos en práctica por los evangelizadores americanos para insertar a los nativos en el cristianismo. No todo lo relacionado con la evangelización son métodos misionales, sino únicamente aquellas facetas de carácter instrumental que de una manera u otra estuvieron encaminadas, o se utilizaron, para la transformación religiosa del indio. Desde este punto de vista hay que considerar como tales las teorías y prácticas dirigidas a capacitar tanto al misionero como al indígena para conseguir el objetivo de la conversión de este último al cristianismo (métodos de preparación), la predicación propiamente dicha del Evangelio (métodos de difusión), la enseñanza del cristianismo y su conocimiento por parte de los infieles (métodos de catequización), la demostración del nuevo sistema religioso para su aceptación por parte de los oyentes (métodos de persuasión) y el cultivo religioso de los nuevos cristianos por parte de los evangelizadores (métodos pastorales). Antes de estudiar por separado cada uno de esos métodos o sistemas conviene analizar las cuestiones de conjunto que se refieren a todos ellos, lo que equivale a exponer el modo como se llegó a la concepción de la metodología misional americana.

I. A)

ELABORACIÓN DE LA METODOLOGÍA MISIONAL

La novedad metodológica americana

En un primer momento, los misioneros americanos se encontraron en el Nuevo Mundo con una realidad totalmente inédita para ellos. Esta novedad, inicialmente absoluta, no tardó en convertirse sólo en relativa por el paulatino conocimiento que se fue adquiriendo de las nuevas tierras, tanto a base de los relatos escritos u orales que comenzaron a proliferar sobre las Historia de la Iglesia

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Indias como, sobre todo, debido a los intercambios de experiencias característicos de los miembros de una misma Orden religiosa e incluso entre los de las diversas Ordenes entre sí. A esta novedad, que nunca desapareció del todo, porque continuamente se fueron abordando nuevos territorios y pueblos hasta ese momento desconocidos, se unieron la diversidad de las etnias que había que evangelizar y la complejidad de las circunstancias sociopolíticas en las que se desarrolló la evangelización, derivadas de la denominada colonización española. De ahí las controversias surgidas entre los propios misioneros sobre determinados aspectos del proceso evangelizador; la afirmación del jesuíta José de Acosta, en 1589, sobre la dificultad para atinar con el sistema más apropiado de evangelización (De procurando indorum salute, 1.2, e l ) ; las discusiones sobre este mismo punto a las que hace alusión el también jesuíta Antonio Possevino en 1593 (Bibliotheca selecta de ratione studiorum [Coloniae Agrippinae 1607] 400), o la propuesta del dominico Tomás Campanella al rey de España, en 1640, sobre la necesidad de que se fundara una nueva Orden religiosa destinada específicamente a la conversión de los indios americanos (De monarchia hispánica discursus [Amsterdam 1640] 429). Tanto la novedad como la diversidad y la complejidad sociopolítica acabadas de aludir influyeron de una manera inevitable en la tarea de acertar con la metodología misional más adecuada para el Nuevo Mundo. Pero también es cierto que los misioneros americanos, al igual que los evangelizadores de todos los tiempos, dispusieron para este fin, ya desde el primer momento, de un modelo válido para todos los tiempos y lugares como era el de Jesucristo y sus apóstoles, además de una fuente de inspiración como la tradición misional de la propia Orden religiosa. A estos dos recursos iniciales se fueron añadiendo con el tiempo, para aplicar los dos modelos anteriores a las circunstancias cambiantes de la realidad americana, el propio estudio y conocimiento del indígena, la transmisión de las experiencias, la discusión colectiva de los métodos, la elaboración de normas y la lectura de las obras de metodología misional, específicamente americanas O de carácter universal. B)

Modelos metodológicos perennes

1) El modelo de Jesucristo y los apóstoles. Aunque se careciera totalmente de referencias expresas a Jesucristo y los apóstoles como modelos de evangelizadores, su adopción como tales por los misioneros americanos sería de obligada suposición desde el momento en que ellos no eran más que otros tantos apóstoles que se proponían cumplir con el precepto impartido por Jesucristo a los suyos. Es precisamente el carácter ineludible de ese punto de mira al que obedece el que a lo largo de todo el proceso evangelizador americano, y sobre todo en las etapas iniciales del mismo, ese doble modelo figure como suprema y continua referencia tanto en las actuaciones y norma de conducta de los misioneros como en las obras de metodología misional, y hasta constituya la base de una discusión, nunca definitivamente solucionada, porque no

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se podía prescindir de él, sobre la presencia de un factor tan poco evangélico como el de las armas en el territorio misional. Se llegará incluso, ya en las propias Antillas y principalmente en los primeros tiempos de la evangelización de Nueva España, a la sorprendente conclusión de que, después de mil quinientos años de cristianismo, ninguna región del mundo ofrecía tantas posibilidades para plantar en ella una iglesia como la de los apóstoles, porque, en opinión de los propios evangelizadores, nunca desde los tiempos apostólicos habían concurrido tantas circunstancias favorables para ello como eran la idiosincrasia de los indígenas americanos, su sistema «evangélico» de vida y el elevado número de las conversiones. Este proyecto de iglesia apostólica o primitiva fue alimentado especialmente por los franciscanos, cuyo ideal de vivir en conformidad con el Evangelio, interpretado literalmente, encontró en América un campo en el que aplicar sus principios con todas las consecuencias. Este espíritu se revela hasta en detalles a primera vista intrascendentes, como el de la denominación de algunas de sus Provincias o circunscripciones americanas: Provincia de la Santa Cruz de la Española, del Santo Evangelio de México, de los Doce Apóstoles del Perú, de San Pedro y San Pablo de Michoacán, de Santiago de Jalisco. Aún más: si la expedición franciscana a Nueva España de 1524 estuvo integrada por los denominados Doce Apóstoles de México (doce más el superior) fue porque ese número había sido también el de los apóstoles de Jesucristo. Se trata de un detalle revelador que ya lo habían tenido en cuenta los propios franciscanos en 1502 y que luego lo volvieron a repetir, sólo en la primera mitad del siglo xvi, en 1532, 1541, 1546, 1548 y en dos ocasiones de 1549. Por su parte, y durante esta misma época, lo tuvieron también en cuenta los mercedarios en 1526, los dominicos en 1511 y 1526 y los agustinos en 1536, 1539, 1547, 1550, 1552, 1555 y 1556. En realidad, este número simbólico nunca cayó en el olvido. 2) La tradición misional de las Ordenes religiosas. Como fuente también perenne de inspiración metodológica, los franciscanos contaron desde el primer momento con el modelo de su propio fundador, San Francisco de Asís, quien no sólo los había precedido en el siglo XIII con su actuación evangelizadora personal entre los mahometanos, sino que en su Regla de 1220 les había trazado incluso las líneas fundamentales de cómo debía ser el misionero de su Orden. Estas líneas y la conducta del fundador aparecen casi como un estribillo en la documentación franciscana referente a la metodología misional americana. Tanto los franciscanos como los dominicos poseían además una rica tradición misionera, acumulada a base de su labor evangelizadora en el Oriente europeo, Norte africano, Oriente asiático próximo y, de manera más inmediata, en Canarias, Oriente Medio, Extremo Oriente y entre los moriscos de Granada. Aunque de fácil suposición, esta inspiración en el pasado de la propia Orden no cuenta con muchas alusiones expresas. Sin embargo, valgan como muestra las seis siguientes. Los superiores de las Ordenes misioneras de

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Nueva España se fijaron en 1557 en lo sucedido con los moriscos de Granada para reforzar su postura de que la evangelización americana debía correr a cargo de los religiosos exclusivamente. Consultado por el arzobispo de México sobre los problemas americanos, el dominico Miguel de Arcos le respondió en 1551 que el plan excogitado le parecía bien, pero siempre que «los indios vivieran en nuestro reino de Granada». El franciscano Toribio Paredes de Benavente (Motolinía) establecía por esa misma fecha un paralelo de contraste entre los moriscos granadinos y los indios recién convertidos en Nueva España. A finales del siglo XVI, el jesuíta José de Acosta, en el Perú, y el franciscano Jerónimo de Mendieta en México, pasan revista a las diferentes épocas de la historia de la Iglesia para encontrar en ella algo parecido a lo que sucedía en América. El primero encuentra una semejanza en la conversión de los anglos, mientras que el segundo lo halla en las misiones franciscanas de Bulgaria hacia 1376. Entre los jesuítas es frecuente dirigir la vista hacia sus misioneros de la India y Extremo Oriente para tomarlos por modelo de lo que convenía practicar en América, como lo hacen, por ejemplo, Luis López en el Perú, en 1570; Juan Vivero en Bolivia, en 1572; Juan de Polanco en Roma, en 1572; José de Acosta en el Perú, en 1589; Ernesto Steigmüller en el Orinoco medio, en 1730, y Bernardo Recio en Quito, en 1773. C)

Recursos metodológicos americanos

1) Estudio y conocimiento del indígena. Desde que el ermitaño Ramón Pane escribió en 1498 su Relación acerca de las antigüedades de los indios y los primeros franciscanos de la isla Española emitieron en 1500 su opinión sobre los mismos, la tarea inicial de todo misionero americano fue, como es lógico, observar detenidamente a los habitantes de cada territorio para atinar con el modo más adecuado de relacionarse con ellos a fin de evangelizarlos. A los jesuítas de Nueva España, por ejemplo, se les ordenó expresamente esta observación en 1610, pero, ordenada o no, en realidad la practicaron todos los misioneros, de manera idéntica o similar a como lo hacían los capuchinos de Venezuela en 1692: «Examinando la naturaleza y modo de vivir de estos indios, y si tenían algún modo de gobierno entre sí y qué ley, falsa o verdadera, guardaban, qué modo de sujeción tenían y si daban obediencia a algún superior que los sujetase y finalmente si al modo de otras provincias y reino tenían alguna política y leyes, para aprender con ellos la predicación que se deseaba, al modo que en otras partes se ha ejecutado, oyendo a los infieles y filosofando con sus razones naturales hasta quedar reducidos con actos de entendimiento, hallaron que dichos indios bárbaros de aquellos llanos [de Caracas] no sólo no se hallaba en ellos ningún género de política, pero aun parecían irracionales» (CARROCERA, Misión en los Llanos, I, 497). Además de observar todos a los indígenas, muchos misioneros consignaron por escrito sus observaciones. De hecho, no hay pueblo indígena cuyos caracteres físicos y psíquicos, costumbres, tradiciones, mentalidad y sistema económico-laboral de vida no nos hayan sido transmitidos de una

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manera u otra por los misioneros, aun cuando no todos llegaron a consignarlos con la misma minuciosidad que los franciscanos Bernardino de Sahagún, Jerónimo de Mendieta y Juan de Torquemada en México, el también franciscano Diego de Landa en Yucatán, el jesuíta Juan de Tovar y el dominico Diego Duran en México y el jesuíta José de Acosta en el Perú, todos ellos autores de sendas obras sobre este punto. Hasta la propia Corona española estaba interesada en que se le informase de cómo eran los indígenas para dictar las normas más apropiadas para su evangelización, como lo hizo en 1526 y 1531. 2) La transmisión de las experiencias. En la elaboración y práctica de la metodología misional americana desempeñó un papel decisivo la configuración interna de las Ordenes misioneras en el sentido de que facilitó el intercambio y la comunicación de las experiencias entre unos religiosos y otros. En este sentido, y como dato especialmente revelador, a raíz de la llegada de los primeros doce agustinos a Lima, en 1551, arribaron también a esa misma ciudad en compañía del virrey novohispano dos agustinos procedentes de México para que, en afirmación del cronista Bernardo de Torres, «como experimentados en la Nueva España pudiesen instruir y adiestrar a los doce del Perú en la forma de predicar y enseñar a los indios y en las demás funciones necesarias para el ministerio apostólico». De manera ya no anecdótica, los diecisiete Colegios de Misiones franciscanos diseminados por toda América desde 1683 hasta 1824 constituyeron otros tantos centros de metodología misional impartida por los que hoy denominaríamos auténticos profesionales con experiencia personal de lo que enseñaban. En este mismo orden de cosas, a los capuchinos de Venezuela se les ordenó en 1705 que en cada territorio misional se erigiera una Casa-Seminario en la que los religiosos que fueran llegando de España se dedicaran durante seis meses a aprender «el idioma de los indios, la forma de reducirlos y doctrinarlos, con todo lo demás que debieren observar con ellos para su mayor aprovechamiento, aumento y progreso de nuestras misiones» (RlONEGRO, Relaciones, II, 58). En 1646 se les aconsejaba a los jesuitas del Orinoco que en la descripción de sus viajes siguieran el modelo de sus colegas del Paraguay, a cuyo fin se les adjuntaba una copia. No se trata más que de un caso concreto. La vida en comunidad, el sistema de actuación en equipo, la proximidad y las visitas mutuas de unos misioneros a otros, eran otros tantos modos de intercambiar vivencias, de ratificar aciertos o de corregir errores. Por su parte, la movilidad de estos mismos religiosos y la permanente información que corría dentro de la Orden hacían que en unos territorios estuviesen al tanto de lo que se hacía en otros. Este hecho es el que explica, por ejemplo, que la evangelización franciscana de Nueva España se tuviera por modelo entre los franciscanos del Perú en el siglo XVI, como nos consta que se tenía, o que en las misiones franciscanas de California se siguieran las mismas normas que en las de Sierra Gorda, en el siglo xvm. Aún más: las cartas de los misioneros americanos a sus colegas de

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España, el regreso de los primeros a la Península, las correrías o las cartas circulares de los reclutadores para solicitar voluntarios con destino a las misiones de América y, por supuesto, las célebres Cartas Anuas de la Compañía de Jesús, ejercieron la función de otros tantos y eficacísimos instrumentos para que en España misma, e incluso fuera de ella, los miembros de las expediciones misioneras supieran cómo se procedía en el territorio al que se encaminaban ya antes de embarcarse con ese destino. A esta información concurrieron también las Crónicas o Historias impresas de las misiones americanas, en todas las cuales se expone de una u otra manera la metodología seguida en el territorio objeto del relato, cuando no fueron redactadas esas monografías con el fin expreso de «ilustrar a los aspirantes» a misioneros, como es el caso, manifestado por sus propios autores, de la Conversión en Píritu, del franciscano Matías Ruiz Blanco, de 1690, o de El Orinoco ilustrado, del jesuíta José Gumilla, de 1741, quien desciende hasta el detalle de completar su obra, de carácter etnológicogeográfico, con una serie de Avisos para los que se sintieran movidos a dirigirse a ese territorio. 3) La discusión colectiva de los métodos. Basados en la observación personal y directa del indígena, así como en la experiencia de los propios misioneros, los Capítulos o Congregaciones (reuniones oficiales periódicas) de las respectivas Provincias religiosas, las Juntas eclesiásticas como las catorce celebradas en México entre 1532 y 1546, la de Gracias a Dios, de 1544, o la de Lima, de 1549 (véase el capítulo 10 de esta obra); los dieciséis Concilios provinciales celebrados entre 1551 y 1778; los numerosísimos Sínodos diocesanos; las consultas periódicas de los misioneros de una misma circunscripción, como las que acostumbraban a realizar los agustinos de Nueva España en el siglo xvi, los franciscanos de Texas y Píritu (Venezuela) en el siglo XVIII, los jesuítas de los Llanos colombianos a mediados de este mismo siglo y los del Amazonas en 1742; la conferencia vespertina sobre «el modo de convertir, catequizar e instruir a los convertidos» preceptuada en los Colegios de Misiones franciscanos desde 1683, y las reuniones entre las autoridades religiosas y las civiles como las que se acostumbraban en Perú en 1559 o las convocadas por Hernán Cortés en 1524 y por el presidente de la Audiencia de México en 1532, constituyeron otras tantas sesiones de discusión sobre el modo de proceder en la evangelización de los indígenas. Del mismo Consejo de Indias se nos dice en 1526, 1528, 1531 y 1533 que solía reunirse «muchas veces» para acertar con el modo de evangelizar a los nativos americanos. 4) Normas sobre metodología misional. En estas discusiones colectivas de los métodos no siempre se consignaron por escrito las conclusiones adoptadas o éstas no han llegado hasta nosotros, pero los casos en que sí se hizo, junto con la iniciativa personal de algunos misioneros, dieron lugar a la elaboración de cinco clases de pautas que rigieron la cristianización de los indios: las específicas de cada territorio, las propias de cada Orden y hasta de cada Provincia religiosa, las dictadas por las Juntas eclesiásticas, los Concilios provinciales y los Sínodos diocesanos, y las decretadas por las autoridades civiles.

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Dando por supuestas las demás, por ser suficientemente conocidas o de obvia suposición, baste con recordar algunas de carácter concreto. La primera de la que se tiene noticia es la circular de índole misional americana enviada en 1532 por Nicolás Herborn, comisario general de la familia Cismontana, a todos los franciscanos de su circunscripción (Bélgica, Francia, España y Portugal), en la que especifica las cualidades que debían tener los misioneros americanos y los principios de índole general a los que se debían atener. A ella sigue, en orden cronológico, la elaborada por los hermanos Coronel, quienes «a pedimento y mandato de Su Majestad hicieron una instrucción y doctrina muy docta y curiosamente ordenada de cómo se les había de dar a entender a estos indios las cosas de nuestra fe y misterios de ella por manera de historia, conforme a la relación que tenían de su capacidad» (MENDIETA, Historia eclesiástica indiana, 1.3, c.3). A momentos posteriores, y sin pretender agotar la lista, pertenecen las normas siguientes: - la Obediencia y la Instrucción entregadas en 1524 a los Doce Apóstoles franciscanos de México por el ministro general de la Orden, P. Francisco de los Angeles Quiñones; - las instrucciones impartidas a los primeros agustinos que llegaron a Lima en 1551 por el provincial de Castilla; - las entregadas por San Francisco de Borja a los primeros jesuítas enviados a Florida en 1567; - las que regían entre los franciscanos de Nueva España en 1570; - las propuestas por el franciscano Ángel de Valencia para Jalisco y Michoacán (México) en 1552; - las que nos consta que regían en Nueva Galicia y en Nueva Granada entre los franciscanos de la segunda parte del siglo XVI; - las establecidas para los jesuítas del noroeste de México en 1610, 1662, 1678, 1681-1684, 1698, 1710, 1715 y 1722-1725; - las elaboradas por el franciscano Pedro Pérez de Mezquía para las misiones de Sierra Gorda en el siglo xvin, adoptadas también por los franciscanos de California; - las confeccionadas por el arzobispo de Santa Fe, el franciscano Luis Zapata de Cárdenas, en 1570; - las elaboradas para el Perú por el arzobispo de Lima, el dominico Jerónimo de Loaysa, en 1545; - las confeccionadas por el mercedario Diego de Porres, también en Perú, en la segunda mitad del siglo XVI; - las establecidas por el franciscano Manuel de Sobrevida para las misiones del oriente peruano en 1792; - las impartidas para las misiones guaraníes de la Compañía de Jesús en 1 6 0 4 , 1 6 0 9 , 1 6 1 0 , 1 6 3 7 y 1689; - los libros de normas que tenía cada párroco jesuíta de esas mismas misiones guaraníes, en los que se recogían las impartidas por los diversos prepósitos de la Compañía;

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- las prescritas por los franciscanos del colegio de Chillan (Chile) en 1775 para sus misioneros de la Araucanía; - los estatutos de los diecisiete Colegios de Misiones franciscanos fundados a partir de 1683, tanto los de índole general para todos los colegios como los específicos de cada uno de estos centros. 5) Las obras de metodología misional. Las monografías misionológicas de que dispusieron los misioneros americanos para inspirarse en cómo proceder en la evangelización de los indios fueron de tres clases: de índole general, de carácter específicamente americano y de temas específicos. Entre las primeras figuran las obras teológicas que llevaban consigo las expediciones misioneras y, sobre todo, los tratados de misionología impresos en Europa, si bien de momento no nos consta qué uso pudieron hacer de estos últimos los religiosos que emprendían viaje al Nuevo Mundo o los que ya se encontraban evangelizando en él. Como muestra valga el dato concreto de que entre los libros de una expedición de dominicos embarcada en 1533 para Venezuela figuraba un ejemplar de la Summa contra gentiles de Santo Tomás de Aquino. O el de que más de uno consultara obras dirigidas específicamente a ellos, como las siguientes: - A. MERMANNIUS, Theatrum conversionis gentium totius orbis (Amberes, 1567). - J. GRACIÁN, Estímulo de la Propagación de la Fe (Lisboa, 1586). - T. DE JESÚS, Stimulus missionum (Roma, 1610). - T. DE JESÚS, De procuranda salute omnium gentium (Amberes, 1613). - R. CARÓN, Apostolatus missionariorum per universum mundum cum obligatione pastorum quoad manutenentiam Evangelii regulis actionum humanarum et methodo conferendi cum haereticis quibuscumque ac infidelibus (París, 1660). - J. DE CARABANTES, Práctica de misiones, guia de pecadores (León, 1670). Entre las de carácter propiamente americano, algunas de ellas editadas varias veces, cabe citar éstas: - N. HERBORN, Epitome convertendi gentes Indiarum adfidem catholicam adeoque ad Ecclesiam sacrosanctam catholicam et apostolicam (Toulouse, 1532). - J. F. LUMNIUS, De extremo Dei iudicio et indorum vocatione libri dúo (Amberes, 1567). - A. DE NOCEÑA, Tractatus de administratione et regimine spirituali fidelium in Indis (México, 1568). - B. DE ALBORNOZ, De la conversión y conquista de los indios (México, 1573). - J. FOCHER, Itinerarium catholicum proficiscentium ad infideles convertendos (Sevilla, 1574). - D. DE VALADÉS, Rhetorica christiana ad concionandi et orandi usum (Perusa, 1579). - L. DE GRANADA, Breve tratado en que se declara la manera que se podrá proponer la doctrina de nuestra santa fe y religión cristiana a los nuevos fieles (Salamanca, 1588). - J. DE ACOSTA, De promulgatione Evangelii apud barbaros, seu de procuranda indorum salute libri sex (Salamanca, 1589).

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- J. DE ACOSTA, Instrucción para los que se embarcan y vienen a Indias (1589). - L. J. DE ORÉ, Símbolo católico indiano (Lima, 1598). - A. DE LA PEÑA MONTENEGRO, Itinerario para párrocos de indios (Madrid, 1668). - M. RUIZ BLANCO, Manual para catequizar y administrar los santos sacramentos a los indios que habitan en la Provincia de Cumaná (Burgos, 1683). - P. J. DE PARRAS, Gobierno de los Regulares en la América, ajustado religiosamente a la voluntad del Rey, 2 vols. (Madrid, 1783). Temas específicos abordaron, de una manera más bien práctica que teórica, los numerosísimos catecismos, doctrinas, sermonarios, confesionarios, manuales para la administración de los sacramentos, etc., elaborados y publicados por los propios misioneros americanos como fruto de su experiencia y como normativa para los demás, imposibles de enumerar aquí por su abundancia. II.

PRINCIPIOS METODOLÓGICOS BÁSICOS

Observando la teoría y la praxis evangelizadora se advierte que todos los misioneros compartieron una serie de principios de metodología misional que pueden sintetizarse en los siguientes, acoplándolos bajo las distintas clases de métodos aludidas anteriormente. A)

Métodos de preparación

El primer principio metodológico fue la firme convicción de los evangelizadores de que, aun cuando algunos indígenas parecieran «monstruos racionales», como afirmó de algunas tribus de Talamanca (Costa Rica) el franciscano Isidro Félix de Espinosa en 1746, todos eran susceptibles de cristianización precisamente por su racionalidad, por muy bajo que fuera el coeficiente intelectual o el nivel cultural que en ocasiones pudieran presentar. La observación es de sentido común, pues de lo contrario los misioneros no hubieran intentado siquiera la evangelización, pero en el caso de América hay que consignarla para dejar claro que los misioneros, salvo rarísimas y muy discutibles excepciones, como el caso del dominico Domingo de Betanzos en México, en 1530-1531, no compartieron la postura de quienes, a comienzos del siglo XVI, se dice que negaron o dudaron de la capacidad de los nativos para el cristianismo por su cortedad intelectual. Aún más: a lo largo de los siglos XVI a XIX se esforzaron por dejar en claro la injusticia de esa acusación e insistieron en las posibilidades de cristianización que ofrecían los indígenas. Ello no impide que los propios misioneros los calificaran a veces, desde el punto de vista intelectual, con adjetivos propios del lenguaje de la época, pero que a nosotros nos parecen excesivamente duros. Un segundo principio en el que coincidieron también todos los misioneros fue el de la persuasión de que -como decían ellos mismos- «el indio, para

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ser cristiano, necesitaba primero ser hombre», lo que dio lugar a uno de los aspectos más sorprendentes de la evangelización americana, consistente en la tarea de elevar humanamente a los indígenas a fin de prepararlos o capacitarlos para el cristianismo. B)

Métodos de difusión

Otro punto común de partida fue la persuasión de que el Evangelio había que predicarlo evangélicamente, si bien su interpretación no fue unánime porque admitía matices y porque las circunstancias americanas mediatizaban la práctica del ideal. Esta necesidad de elevar humanamente al indígena a fin de prepararlo para el cristianismo, juntamente con la dispersión demográfica de la población nativa, llevó a los evangelizadores a la convicción de que el único medio de promocionar a los indios y de poderlos evangelizar consistía en su previa congregación en poblados (reducciones). C)

Métodos de catequización

El quinto principio consistió en que la fe, aunque ciega, presuponía un mayor o menor conocimiento de lo que se creía, convicción en la que se basó el esfuerzo unánime de los evangelizadores por aprender las lenguas o idiomas indígenas y por catequizarlos en ellas. En lo referente a esta enseñanza del cristianismo, siempre se insistió en el aspecto de la uniformidad, en el sentido de que a los mismos indios se les adoctrinara indefectiblemente de una manera similar para que no interpretaran como contradicciones ideológicas lo que no eran más que diferencias accidentales. De ahí la tendencia a que un mismo territorio fuera evangelizado por los mismos religiosos, la oposición al excesivo número de Ordenes misioneras en América y los preceptos de que los evangelizadores utilizaran solamente un determinado texto para el aprendizaje de lo que tenían que saber de memoria. D)

Métodos de persuasión

Un sexto principio, también unánimemente aceptado, fue el de la voluntariedad de la conversión, punto en el que han inducido a error determinadas conductas de pobladores españoles y criollos. El que la evangelización estuviera durante algún tiempo precedida por la conquista armada y después más o menos protegida por la denominada «escolta», nunca indujo a los misioneros a confundir la evangelización con la coacción. No sabemos de ninguno que obligara a los indios a convertirse o a que se bautizaran, porque todos sabían que la conversión, además de la gracia, presuponía la libre voluntad del bautizado. Aún más: fueron muy numerosas las veces, sobre todo durante la primera parte del siglo XVI, o etapa de las conquistas, en las que se les insistió en que antes de bautizar a nadie se cercioraran de que el indio no sólo quería nacerse cristiano voluntariamente, sino de que ni siquiera actuaba para ganarse el aprecio de los conquistadores, de los colonos o de los propios evangelizadores.

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En este punto, sin embargo, hay que tener en cuenta que nuestro actual concepto de libertad no coincide totalmente con el de los evangelizadores americanos, razón por la cual estos últimos tampoco se vieron obligados a practicar el principio con la exquisitez con que se procedería ahora. Todos los misioneros americanos estuvieron también acordes en que, salvadas las innegables diferencias personales y sociales existentes entre unos indios y otros y entre las diversas tribus o «naciones» entre sí, todos los nativos del Nuevo Mundo eran como niños grandes a los que había que tratar como tales. Esta persuasión influyó decisivamente en varios aspectos de la evangelización, a los que se aludirá en su lugar. De momento baste con indicar que fue ella la que indujo a los misioneros a adoptar un triple y característico comportamiento respecto de los indígenas. Desde el punto de vista intelectual: a considerarlos siempre y en todas partes, aunque no siempre en el mismo grado, como gentes de mentalidad infantil a la que había que suministrarle la doctrina evangélica en pequeñas dosis, de manera sencilla y clara, reiteradamente, con autoridad más que razonando filosóficamente y evitando cuanto pudiera dar lugar a confusión. Desde el punto de vista afectivo: a relacionarse con ellos como los padres con los hijos, es decir, siempre con cariño, de palabra y obra y, en ocasiones, con castigos, bajo la consigna universal de que nunca fuera el misionero en persona quien los ejecutara y de que las penas se impusieran con moderación, por ejemplo, un máximo de seis azotes en circunstancias normales. Desde el punto de vista psíquico: a considerarlos emocionalmente inestables, tornadizos, volubles, desconfiados y no siempre veraces, pero al mismo tiempo dóciles una vez ganados afectivamente, por lo que la postura generalizada de los misioneros fue la de guardar siempre cierta reserva tanto en el aspecto puramente religioso como incluso en el de la seguridad personal. Un ulterior y octavo punto de coincidencia, prácticamente universal, fue el de la apreciación de la «condición miserable» de los indios, en el sentido de considerarlos como seres indefensos ante otros más poderosos (conquistadores, encomenderos, corregidores, caciques indígenas), ante agentes externos (enfermedades, tragedias o convulsiones de la naturaleza) y ante la dureza de la vida (alimentación, vestido, vivienda), situación esta última normal en un ambiente primitivo, pero que resultaba difícil de soportar para hombres como los misioneros, pertenecientes a un mundo mucho más cómodo por más evolucionado. De ahí sus esfuerzos por simultanear la evangelización con la tarea de defender al indígena y ayudarle en todas sus necesidades, como lo prescribían las obras de misericordia que ellos mismos inculcaban a los nativos.

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NOTA BIBLIOGRÁFICA Normas sobre metodología misional Epítome, de NICOIÁS HERBORN: Annales Minorum 16 (Ad Claras Aquas, 1933), 360-361; Obediencia e Instrucción de Quiñones: J. DE MENDIETA, Historia eclesiástica indiana 1.3, c.9 y 10; también en S. GARCÍA, «La evangelización de América en la legislación de la Orden franciscana en el siglo XVI», en Actas del II Congreso Internacional sobre los franciscanos en el Nuevo Mundo (Madrid, 1988), 246-253; también en S. RODICIO, «Obediencia e Instrucción a los Doce Apóstoles de México según el ms. 1600 de Viena», en Congreso Franciscanos Extremeños en el Nuevo Mundo (Guadalupe, 1986), 395-434; Instrucción a los agustinos del Perú: A. DE LA CALANCHA, Crónica moralizada del Orden de San Agustín en el Perú (Lima, 1653), 1.1, e l 3 ; franciscanos de Nueva España: J. GARCÍA ICAZBALCETA, Nueva colección de documentos para la historia de México 1 (México 1889), 33-100; A. DE VALENCIA, «Medios para doctrinar a los indios de Nueva Galicia y a los de Michoacán, 1552», en Cartas de Indias (Madrid); F. ZUBII JAGA, «Métodos misionales de la primera instrucción de San Francisco de Borja para la América española (1567)»: Archivum Historicum Societatis Iesu 12 (Roma, 1943), 58-88; normas del arzobispo Zapata, en F. MATEOS, «Constituciones sinodales de Santa Fe de Bogotá, 1576»: Missionalia Hispánica 31 (Madrid, 1974), 305-368; E. DE ASENSIO, OFM, «Del modo y orden en la predicación de estos indios»: Archivo Ibero-Americano 15 (Madrid, 1921), 67-94, 129-143; jesuítas de Nueva España: Ch. W. POLZER, Rules and Precepts of the Jesuit Missions of Northwestern New Spain (Tucson, 1976); jesuítas del Paraguay: P. HERNÁNDEZ, Organización social de las doctrinas guaraníes de la Compañía de Jesús 1 (Barcelona, 1913), 579-598; también J. M. PERAMÁS, La República de Platón y los guaraníes (Buenos Aires, 1946), 163; jesuítas de Nueva Granada (1646): J. DEL REY FAJARDO, Documentos jesuíticos relativos a la historia de la Compañía de Jesús en Venezuela 2 (Caracas, 1974), 153-156; franciscanos de Sierra Gorda y de California: F. PALOU, Evangelista del Mar Pacífico (Madrid, 1944), 40-41; J. GONDAR-A. GARCÍA, «Método que deberán observar los misioneros ... de este Colegio ... de Chillan en la conversión de los indios de este Reino de Chile» (1775), en F. SAIZ, LOS Colegios de Propaganda Fide en Hispanoamérica (Madrid, 1969), 155-171; M. DE SOBREVIELA, «Instrucción ... para el establecimiento y progreso de las conversiones de Manoa y del ... Ucayali»: Mercurio Peruano 4 (Lima, 1792), 91-99. Obras de metodología misional Título exacto y ediciones, en R. STREIT, Bibliotheca Missionum (véase la nota bibliográfica del capítulo 1 de la presente obra). Exposición de los métodos misionales A. E. ARIZA, «Métodos misionales de los dominicos en el Nuevo Reino de Granada»: Revista de la Academia Colombiana de Historia Eclesiástica 21-22 (Medellín, 1971), 107-117; P. BORGES, Métodos misionales en la cristianización de América. Siglo XVI (Madrid, 1960); ID., Análisis del conquistador espiritual de América (Sevilla, 1961); L. GÓMEZ CAÑEDO, «Desarrollo de la metodología misional franciscana en América», en Actas del I Congreso Internacional sobre los franciscanos en el Nuevo Mundo (Madrid, 1987), 208-250; F. DE LEJARZA, «Métodos de apostolado en la evangelización del Nuevo Santander»: Missionalia Hispánica 1 (Madrid, 1944), 213-302, 399-494; 2 (Madrid, 1945), 109-161; M. A. MEDINA ESCUDERO, «Métodos y medios de evangelización de los dominicos en América», en Los dominicos y el Nuevo Mundo. Actas del I Congreso Internacional (Madrid, 1988), 157-207. R. NEBEL, Altmexikanische religión und christliche heüsbotschaft (Immensee, 1983);J. M. PACHECO, «Métodos misionales de los jesuítas en el Nuevo Reino de Granada»: Revista de la Academia Colombiana de Historia Eclesiástica 21-22 (Medellín, 1971), 125-134; B. RANO GUNDIN, «Métodos

La metodología misional americana

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CAPITULO 27

SISTEMAS Y LENGUA DE LA

PREDICACIÓN

Por PEDRO BORGES

En el orden lógico de las ideas, la acción misional entre los indígenas americanos estuvo precedida por el planteamiento de dos cuestiones preliminares, consistentes en el modo y en la lengua que se debían utilizar en la predicación del Evangelio.

I.

SISTEMAS DE PREDICACIÓN

La cuestión del modo se derivó del ya aludido principio básico de que el Evangelio había que predicarlo evangélicamente, a lo que se oponían, al menos a primera vista, la presencia de las armas y la posible actitud agresiva de los nativos. Se trata de un problema de metodología misional, que tanto en la teoría como en la práctica se resolvió mediante tres soluciones distintas, las cuales pueden denominarse: sistema de predicación apostólica o evangélica, sistema de predicación posbélica y sistema de evangelización protegida. El primero consistió en la predicación sin la presencia previa ni simultánea de acciones ni hombres armados en el territorio misional y hasta, a ser posible, sin la presencia de ninguna fuerza externa que influyese en la conversión de los indios. El segundo consistió en predicar el Evangelio una vez sometido por las armas el territorio misional. El tercero, en predicarlo en territorios todavía sin conquistar, pero de manera que los misioneros realizaran su labor acompañados de una fuerza bélica, más o menos simbólica, cuyo objetivo no era atacar o someter a los indígenas, sino simplemente proteger o salvaguardar la evangelización. A)

Sistema de predicación apostólica o evangélica

El sistema apostólico o evangélico, al que durante gran parte del siglo XVI se le designó impropiamente con el nombre de evangelización pacífica, para contraponerlo a la que aquí denominamos posbélica, se basó en la conducta de Jesucristo tal como se refleja en los Evangelios, así como en el hecho de que el propio Jesucristo enviara a los apóstoles a predicar por todo el mundo sin llevar consigo más armas ni equipaje que el Evangelio mismo. Aplicados ambos hechos a las circunstancias americanas, el principio entrañaba la necesidad de que el misionero prescindiera totalmente de la

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La Iglesia misional

previa conquista armada del territorio, de toda presencia de soldados en él con fines bélicos y hasta de la presencia de simples colonos españoles que pudieran influir en la predicación desde fuera de la predicación misma, lo que podrían ejercer abusando de cualquier manera de los indígenas. Como teoría, o como principio, esta postura significaba la acomodación literal al ideal evangélico, pero en la práctica chocaba con una realidad, como la americana, que desde 1508 hasta 1549 se basó políticamente en el sistema de conquistas armadas como medio de anexión territorial, que desde 1550 hasta 1573 siguió utilizando este mismo sistema esporádicamente, que desde 1573 en adelante prosiguió valiéndose de él en ocasiones aisladas y que desde 1492 hasta la independencia de las actuales naciones hispanoamericanas se basó siempre en el asentamiento de colonos españoles en los territorios previamente conquistados, coexistiendo por lo mismo con la acción misional y mediatizándola de una manera u otra. Ante la colisión del principio con la realidad, los sostenedores del ideal evangelizador se vieron obligados a mostrarse contrarios al sistema de conquistas armadas, no por considerarlas ilícitas en sí mismas (cuestión que algunos de ellos no se plantearon y que pertenecía a otro orden de cosas), sino porque contrariaba el principio evangélico del que ellos partían. En último término, la conclusión a que llegaban, explícita o implícitamente, era que la política oficial americana debía girar en torno de la evangelización y no la evangelización en torno de la política. Por esta misma razón, algunos de ellos se opusieron también hasta al asentamiento de los españoles en Indias, permitiendo como máximo una fuerza prácticamente simbólica como signo de la soberanía de los reyes españoles en el Nuevo Mundo. Dentro de una numerosa gama de posturas no totalmente coincidentes entre sí en cuanto a las consecuencias políticas, pero confluyentes todas en el principio de la predicación sin armas, defendieron este sistema de evangelización apostólica o evangélica, entre otros, los dominicos de la Española, en 1516, entre los que sobresale Pedro de Córdoba; Vasco de Quiroga, obispo de Michoacán, en 1535; el franciscano Juan de Zumárraga, obispo de México, en 1537; varios dominicos de México, en 1539; el dominico Domingo de Betanzos, en México, en 1540; Bartolomé de las Casas a lo largo de la mayor parte del siglo XVI, quien además escribió sobre este tema su obra De único vocationis modo; los dominicos Gregorio de Beteta, en México, y Francisco de la Cruz, en el Perú, en 1550; varios franciscanos de Nueva Galicia en 1552; el primer Concilio de México en 1555; los franciscanos Andrés de Olmos en 1556, y Alonso Maldonado de Buendía en 1566 y 1570, ambos en México, así como Lorenzo de Bienvenida, en Yucatán, y Francisco de Armellones, en Lima, en 1555; el dominico Gil González, en Chile, en 1557; el agustino Francisco Ortega en 1597; los franciscanos Juan de Silva en 1621-1630, Juan de Mendoza en 1658, Julián Chumillas y Francisco Ayeta en 1688, Matías Ruiz Blanco en 1690, Pedro José de Parras en 1783 y Antonio Avellán en 1808; los jesuítas Roque González en 1613 y Antonio Ruiz de Montoya en 1619, ambos en el Paraguay; los capuchinos de Cumaná (Venezuela) de 1657 a 1660 y los también capuchinos venezolanos Francisco de Tauste en 1684 y Victoriano Castejón en 1724.

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Durante la mayor parte del siglo xvi, por entrañar una actuación divergente del sistema político oficial y del modo más generalizado de evangelizar, este sistema de predicación apostólica o evangélica no se reflejó en la práctica más que en una serie de intentos que en realidad representan otras tantas excepciones o «rupturas» en relación con lo que entonces se acostumbraba a hacer. Con la circunstancia ulterior de que, en la mayor parte de los casos, estos intentos o bien terminaron fracasando debido a la oposición de los indios o bien no pasaron de conatos evangelizadores muy elogiables y muy meritorios por parte de sus protagonistas, pero en realidad de poca trascendencia dentro del universo de la evangelización americana. De entre esta serie de intentos, cuyo elevado número impide su enumeración completa, destacan los llevados a cabo por los franciscanos y dominicos en Chichirivichi y Cumaná (norte de Venezuela) de 1516 a 1522, que terminaron con la muerte de varios religiosos; el célebre de la Verapaz (Guatemala), planeado por Bartolomé de las Casas como demostración de su teoría, de 1537 a 1550; los varios que tuvieron lugar en Florida a lo largo de toda la primera mitad del siglo XVI; los de los franciscanos Jacobo de Tastera en Yucatán en 1537, Hernando de Arbolancha en Guatemala en 1550, Rodrigo de la Cruz en Nueva Galicia en 1550, Jacinto de San Francisco en Michoacán en 1561 y Francisco de la Ascensión en California en 1602; el de los dominicos Gregorio de Beteta y otros varios religiosos de su misma Orden entre los araucas venezolanos en 1553; y los de los jesuítas Juan B. de Segura y Juan Font en el Perú en 1570 y 1600, respectivamente. Desaparecido el sistema de las conquistas armadas, es decir, desde 1573 en adelante, como fecha únicamente aproximada, esta modalidad evangelizadora perdió su carácter de espectacularidad o excepcionalidad y se simultaneó con el sistema de predicación protegida, sin que sea posible de momento afirmar cuál de los dos predominó y, a veces, hasta sin posibilidad de distinguir entre uno y otro. Sin pretender agotar la lista, nos consta, por ejemplo, que practicaron este sistema los franciscanos del Paraguay a finales del siglo XVI; los del oriente peruano desde mediados del xvn hasta el XIX, entre continuas adversidades y con la muerte de 68 religiosos entre 1637 y 1766; los de Sierra Gorda (México) en el siglo xvni; y los de Píritu (Venezuela) en 1730, fecha en la que decidieron abordar sin armas a los temibles caribes después de analizar detenidamente el problema. También lo practicaron los jesuítas del Paraguay desde 1610 en adelante. B)

Sistema de evangelización posbélica

Como teoría, este sistema de predicar el Evangelio con posterioridad a la conquista armada del territorio no ignoró la conducta de Jesucristo y sus apóstoles, principio en el que se basaba el anterior, sino que la consideró como un modo de obrar en unas determinadas circunstancias, no como precepto vinculante en todos los tiempos y lugares. Su base teológica estribó o bien en el pasaje evangélico en el que se afirma impelle eos intrate (oblígalos

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La Iglesia misional

a entrar) o bien en la licitud y conveniencia de conquistar previamente el territorio con fines de evangelización. También como teoría, y por basarse precisamente en principios teológicamente muy discutibles, el sistema no contó con destacados ni numerosos defensores. Entre ellos cabe enumerar al dominico Vicente Palatino de Curzola en 1559; a los franciscanos Toribio Paredes de Benavente (Motolinía) hacia 1550, Alonso de Santiago en 1562, Pedro de Azuaga en 1570, los tres en Nueva España, y Juan Gallegos en Chile en 1557; al carmelita Antonio Vázquez de Espinosa en 1621; al jesuíta Juan de Rivero en 1730, y al franciscano Juan Domingo Arricivita en 1792. Débil desde el punto de vista teórico, este sistema encontró un inconmovible apoyo en el hecho de la realidad americana de los años centrales del siglo XVI. Prescindiendo de que las conquistas armadas fueran o no lícitas, y ni siquiera convenientes o no, el hecho incuestionable era que estas conquistas se daban y, por lo mismo, no cabía otra opción que predicar el Evangelio tras el previo sometimiento armado del territorio. Esta es la razón de que tal sistema fuera el predominante desde 1508 hasta 1573, etapa durante la cual se evangelizaron la mayor parte de las Antillas, los imperios azteca y maya, puntos aislados del litoral comprendido entre Honduras y Panamá, puntos aislados también de las costas septentrionales de Colombia y Venezuela, la vertiente occidental de los Andes, el altiplano boliviano, el centro de Chile, el norte argentino y la región paraguaya de Asunción. Desde la suspensión cautelar de las conquistas armadas en 1549 y, sobre todo, desde su prohibición en 1573, el sistema comenzó a caer en desuso, de manera que en adelante ya no se volvió a practicar más que en casos aislados de tribus especialmente belicosas a las que hubo que someter políticamente por la fuerza, pero que en el conjunto de la evangelización significan poco. C)

Sistema de evangelización protegida

Intermedio entre el sistema de evangelización apostólica o evangélica y el de evangelización posbélica, el de la evangelización protegida siguió considerando la conducta de Jesucristo y de sus apóstoles como el supremo ideal de evangelización, pero cuya práctica en América, teniendo en cuenta la realidad, significaba una «extrema estupidez», en palabras del jesuita José de Acosta, consignadas en el Perú en 1589 (De procuranda indorum salute, 1.2 c.8). No quiere decirse con esto que los propugnadores del sistema optaran, como los defensores de la evangelización posbélica, por unas conquistas armadas para entonces ya en su ocaso, cuando no totalmente olvidadas. El medio que excogitaron para vencer la agresividad de los indios o su oposición a la acción misional consistió en proteger a esta última mediante el acompañamiento de los misioneros por soldados como fuerza de defensa o de disuasión, nunca como instrumento de ataque o de sometimiento. En el plano de la teoría, el sistema lo defendieron, entre otros, el dominico Domingo de Santa María, en 1558; los franciscanos Pedro de

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Sistemas y lengua de la predicación

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Ayala, en 1562, y Juan Focher, en 1570, ambos en Nueva España; el agustino Baltasar de Torres, en 1567, y el jesuita José de Acosta, en 1589, ambos en el Perú; los franciscanos Francisco Hurtado, en el Chocó (Colombia), a comienzos del siglo XVII, y Juan Antonio de Solís, en Venezuela, en 1640; Alonso de la Peña Montenegro, obispo de Quito, en 1668; varios capuchinos venezolanos, en 1672; el franciscano colombiano Manuel Caycedo, en 1724; el jesuita Pedro Lozano, en el Paraguay, en 1733; los franciscanos Isidro Félix de Espinosa, en Nueva España, en 1746, y Francisco de San José, en el Perú, en 1766, si bien el primero prefería la presencia de familias criollas a la de soldados; el jesuita José Gumilla, en el Orinoco medio, en 1745; el franciscano Juan Domingo Arricivita, en Nueva España, en 1792, y el dominico Francisco Cortázar, en Venezuela, en 1793. En la práctica, éste fue el sistema que comenzó a sustituir al posbélico desde la suspensión cautelar de las conquistas armadas en 1549 y el que lo suplantó definitivamente desde 1573, fechas ambas en las que comenzó a simultanearse con el apostólico, del que apenas se distingue en ocasiones por la lejanía o ineficacia de las armas que teóricamente estaban llamadas a proteger la evangelización. Su puesta en práctica revistió tres modalidades, según que los soldados, denominados «escolta», acompañaran a los misioneros en sus exploraciones geográfico-evangélicas o en el abordaje (entradas) de indios nuevos; según que estuvieran destacados permanentemente en los poblados misionales o reducciones (también «escolta»); o según que protegieran todo un territorio o comarca misional desde un punto clave, denominado presidio o fuerte. La primera modalidad fue muy frecuente y se dio sobre todo en las grandes exploraciones misioneras de finales del siglo XVII y de todo el XVIII. La segunda se dio en una medida imposible de establecer, porque en este punto no se siguió más criterio que el de la belicosidad de los nativos y el grado de intrepidez de los evangelizadores, en cuya virtud unos lo practicaron y otros no. La tercera comenzó a ponerse en práctica a finales del siglo XVI en el noroeste de México, pero la extensión del territorio misional que cubría, la lejanía del fuerte o lo accidentado del terreno privaban muchas veces de eficacia disuasora a esta modalidad. La presencia de esta «escolta» junto al misionero se considera como un hecho normal en las misiones jesuíticas del noroeste mexicano desde finales del siglo xvi hasta la mitad del XVII, en las del Casanare y Meta (Colombia), en 1725; en las del Orinoco medio, en 1696; en las de los Moxos bolivianos, entre 1595 y 1618, y en las del Chaco argentino a mediados del siglo xvm. Entre los franciscanos, los Colegios de Misiones de Querétaro y Guatemala tenían por norma, desde finales del siglo xvii, que sus misioneros de Texas y Talamanca (Costa Rica) evangelizaran protegidos por soldados, como lo hacían también los de California desde 1768 y los de Apolobamba (Bolivia) a finales del siglo x v m y comienzos del XIX. Practicaron, asimismo, este sistema los capuchinos de los Llanos venezolanos durante los siglos XVII y XVIII, e incluso los de Cumaná, quienes en 1660 tuvieron que recurrir a él una vez «desengañados» de que yendo solos no conseguían ni siquiera abordar a los indígenas.

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La necesidad de esta «escolta» que protegiese a los misioneros y a las misiones se consideró en ocasiones tan imprescindible que los capuchinos de los Llanos de Caracas, en 1725, y los franciscanos de Otahití, en 1775, renunciaron a emprender la evangelización de esos territorios por no disponer de hombres armados que los defendiesen, mientras que los franciscanos de Talamanca (Costa Rica), entre 1691 y 1705, así como los dominicos de Bannas (Venezuela), en 1779-1788, clamaban angustiosamente por el envío de la «escolta», porque sin ella se veían imposibilitados para realizar la labor evangelizadora. En Barinas, el dominico Francisco de Cortázar afirmaba en 1793 que mientras dispusieron de escolta pudieron hacer algo, pero, una vez que quedaron privados de ella, no podían hacer nada. Esta «escolta» misional estaba integrada por un puñado de hombres armados, cuyo número variaba enormemente en los casos de que trataran de proteger a los misioneros que se dedicaban a explorar territorios o a congregar indios en poblados. En cambio, la cifra no solía sobrepasar la docena, e incluso reducirse a uno o dos hombres armados, cuando se trataba de defender un puesto o poblado misional. Lo normal era que los gastos de la «escolta» corriesen a cuenta de la Real Hacienda, pero también que el pago de sus honorarios se hiciese con retraso. No hay duda de que la presencia de estos soldados constituía una garantía de seguridad para los misioneros y los indios de la misión en circunstancias normales. Pero también es cierto que su eficacia era prácticamente nula o muy reducida cuando tribus especialmente belicosas, como los apaches, los caribes, los campas o los chiriguanos, se decidían a atacar en seno un territorio misional y a no alejarse sin el correspondiente botín o sin dejar constancia de su venganza. En estos casos, la ruina de las misiones siempre fue inevitable, lo mismo que la muerte de los misioneros que no lograron huir a tiempo. II.

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La Iglesia misional

EL PROBLEMA DE LA LENGUA

... ' o s Doce Apóstoles franciscanos de México se nos dice que en 1524 iniciaron su labor evangelizadora «con mudez y solas señas, señalando el cielo y diciendo estar allí sólo Dios», a lo que añadieron la enseñanza de las oraciones cristianas en latín (MENDIETA, Historia eclesiástica indiana, 1.3, e l 5). En este y en otros casos similares se trata del momento especialísimo de una inicial y total incomunicación lingüística entre los evangelizadores y los evangelizados, incomunicación que no se tardaba en superar debido al aprendizaje del idioma local por los misioneros, que, por otra parte, tampoco rué muy frecuente debido a la utilización de intérpretes ante otro idioma de momento totalmente desconocido. El punto de la lengua utilizada en la evangelización ha dado lugar a numerosos malentendidos, derivados en gran parte de esa enseñanza de las oraciones en latín, de los preceptos de la Corona encaminados a que los misioneros enseñaran el español a los indígenas y de las abundantes acusa-

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ciones de unos eclesiásticos contra otros (muchas de ellas nacidas de los intereses económicos anejos a las adjudicaciones de las doctrinas o parroquias de indios) en el sentido de que ignoraban la lengua de los nativos. Para dilucidar en qué lengua se evangelizó en América hay que distinguir, en primer lugar, entre oraciones o plegarias y catequesis o exposición del contenido del cristianismo. A)

La lengua de las oraciones

En cuanto a las oraciones, incluyendo en ellas a veces todas las fórmulas contenidas en las denominadas técnicamente Doctrinas breves en el siglo XVI, no hubo uniformidad durante esta centuria. Así, y al igual que los Doce Apóstoles franciscanos de México, los primeros evangelizadores de las Antillas las enseñaban en latín. La Instrucción del arzobispo de Lima, Jerónimo de Loaysa, de 1545, prescribía que se enseñasen en latín o castellano. El Concilio de Lima de 1551 y el Sínodo de Quito de 1570 ordenan su enseñanza en esta última lengua. El Concilio de Lima de 1567 preceptuó que se enseñaran en quechua, mientras que el de 1582-83 ordenó que no se obligara a nadie a que las aprendiera en latín, pues bastaba con que las supieran en quechua. Influidos por la tradición castellana, a la que pertenecían las primas Doctrinas breves, y deseosos de evitar el peligro de que un texto en lengua indígena contuviera inexactitudes o errores teológicos, los evangelizadores americanos prefirieron que los nativos aprendieran de memoria las oraciones en un idioma que no entendían y que pronunciaban mal, pero que Dios lo comprendía perfectamente, a que desde el primer momento lo hicieran de una manera teológicamente defectuosa. En realidad, con ello no hacían más que aplicar al caso de los indios lo que entonces (y hasta época reciente) se hacía en toda la cristiandad, en la que las oraciones litúrgicas y varias de índole popular se recitaban en latín, aunque la mayoría de los fieles no comprendieran esta lengua. En los territorios evangelizados desde finales del siglo XVI en adelante aún se siguieron dando algunos casos de esa misma índole y por idénticos motivos, pero la experiencia acumulada anteriormente y la presencia de unas lenguas menos estructuradas que el náhuatl o el quechua permitieron (adelantándose a los tiempos modernos) que lo normal fuera enseñar esas mismas oraciones en el idioma local, al que se traducían desde el primer momento de la evangelización. B)

La lengua de la catequesis

El proceso seguido en la catequesis o en la exposición del mensaje cristiano fue distinto del adoptado en el terreno de las oraciones, pero también hay que distinguir en él dos etapas consecutivas, correspondientes a la de la evangelización propiamente dicha y a la de la cristianización ya normalizada. Durante la primera etapa, es decir, en tanto los nativos estuvieron en vías de cristianización, la lengua misional fue siempre y en todas partes la hablada por los habitantes del territorio que se evangelizaba. Como es lógico, en el momento inicial de la evangelización de un nuevo pueblo o

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C. 2 7. Sistemas y lengua de la predicación

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tribu, los primeros misioneros tenían que valerse de intérpretes para exponer el mensaje de que eran portadores, si es que ellos mismos, como sucedía con mucha frecuencia, no habían aprendido ya la lengua de los indígenas que se proponían evangelizar. Desde el punto de vista cronológico, este primer momento solía ser muy breve aun en el caso de que los evangelizadores tuvieran que recurrir a la ayuda de los intérpretes, porque, si no lo conocían ya con anterioridad, los misioneros no tardaban en aprender el nuevo idioma una vez asentados en el territorio. Transcurrido este momento inicial, el problema desaparecía debido a que los evangelizadores de la segunda etapa ya disponían en los de la primera de maestros de la nueva lengua. En términos cronológicos puede decirse de una manera general que la predicación en el idioma propio de los indios no registró prácticamente ninguna excepción durante los primeros quince o veinte años de la evangelización de cada territorio, que es el período que, en general, duraba la evangelización propiamente dicha en cada uno de ellos. Veremos más adelante cómo la norma más corriente fue que los misioneros aprendieran el idioma de los nativos para poder evangelizarlos en él. Independientemente de esta constancia histórica, el indiscutible sentido de responsabilidad de los misioneros hace impensable que trataran de exponer a los indios su mensaje cristiano sin importarles que los indígenas lo comprendieran o no o lo interpretaran defectuosamente. Si de algo pecaron fue precisamente de una especie de excesiva responsabilidad, lo que les llevó a no prescindir en su exposición del cristianismo de ningún aspecto de su contenido, cuando podían haber aplazado para más tarde la enseñanza de puntos especialmente difíciles y cuyo conocimiento no era absolutamente necesario desde el primer momento. Una vez cristianizados los nativos y a pesar de la tendencia de los mejores a mantener la predicación en la lengua indígena, el decaimiento del fervor inicial, el mayor o menor conocimiento del español por parte de los propios indígenas a partir de la segunda o tercera generación debido a su contacto con los pobladores españoles y con el misionero y, sobre todo, al crecimiento de los niños educados desde el primer momento en las escuelas misionales, así como las reiteradas órdenes de la Corona en el sentido de que se les enseñara el castellano, fueron otros tantos factores que dieron lugar a cierto relajamiento en la estricta conducta de los primeros tiempos, en virtud del cual la enseñanza en castellano le fue comiendo terreno al idioma local en lo tocante a la predicación. Síntomas de este comportamiento, debido a la pérdida del fervor inicial, lo constituyen el hecho de que los dominicos de Guatemala se preguntaran oficialmente en 1562 si era o no pecado ignorar la lengua de los nativos y el de que los Concilios de Lima de 1567 y 1582, el Sínodo de Quito de 1570 y las Constituciones de 1730 elaboradas para los capuchinos de Cumaná (Venezuela) se vieran obligados a preceptuar bajo graves penas el aprendizaje por los párrocos de indios o doctrineros (no por los misioneros propiamente dichos que les habían precedido) del lenguaje local de unos indígenas ya insertados en el cristianismo.

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Fue precisamente la conveniencia de este aprendizaje lo que indujo a la fundación de cátedras de lengua indígena en algunas universidades. De la misma manera que obedeció a este hecho el que se exigiera el conocimiento del idioma nativo en el examen que precedía a la entrega de una doctrina o parroquia de indios. En cambio, el conocimiento por los indios del castellano, más las estrictas órdenes de la Corona en cuanto a su enseñanza, fueron los factores que indujeron, por ejemplo, a los capuchinos de Cumaná y a los jesuítas del Meta-Casanare (Colombia), a comienzos del siglo XVIII, a predicar por las mañanas en español y por la tarde en el idioma local, lo que movió a los franciscanos de Píritu (Venezuela), en 1761, a hacerlo cuatro días en castellano y tres en idioma indígena y lo que impulsó a los jesuítas colombianos a utilizar el español para todo a mediados del siglo XVIII. Como contrapartida, y valiéndose de los privilegios de que gozaban, los jesuítas del Paraguay nunca abandonaron la enseñanza exclusivamente en guaraní, ya que estos indígenas no aprendieron el español. C)

El aprendizaje de la lengua

Desde el punto de vista lingüístico, América ofreció en algunas partes una inestimable ventaja, mientras que en otras presentó una serie de graves dificultades. La ventaja, considerada por los misioneros de la época como algo realmente providencial, consistió en la unidad lingüística que en el siglo xvi ofrecieron los imperios azteca, maya e incaico con el náhuatl, maya y quechua, respectivamente. La dificultad estribó en que, fuera de esos imperios, los evangelizadores se encontraron poco menos que con un idioma distinto en cada nueva tribu que abordaban, cuando ya no sucedía, como en las misiones jesuíticas del Marañón-Amazonas (Mainas), que en una sola comarca o circunscripción misional se hablaran nada menos que 39 idiomas distintos, algunos de ellos tan dispares entre sí como el español y el alemán, según afirman los propios evangelizadores. Las grandes unidades lingüísticas hicieron concebir en algunos misioneros la utopía de que, para facilitar el entendimiento entre ellos, todos los nativos de Nueva España aprendieran el náhuatl y los del Perú el quechua. La Corona española, en cambio, desde 1550 y, sobre todo, a lo largo del siglo XVIII, optó por el aprendizaje universal del español. La mayoría de los evangelizadores rechazó de plano la primera utopía y sólo fueron obedecidas las órdenes oficiales en el caso de las escuelas infantiles y cuando se trataba de indígenas adultos ya definitivamente insertados en el cristianismo, que en realidad eran esos mismos indios que de pequeños habían frecuentado las escuelas misionales. Así pues, y exceptuados los casos ya aludidos anteriormente, los evangelizadores se impusieron el cometido de ser ellos mismos los que aprendieran el idioma indígena, aprendizaje que entre los jesuítas de Nueva España era obligatorio en 1587 para poderse ordenar de sacerdote, lo que también propugnaba Santo Toribio de Mogrovejo en Lima en 1592. En este mismo sentido, los franciscanos de Guatemala tenían que dedicar a este aprendizaje en 1667 ocho meses como máximo, so pena de ver reducida a la mitad la

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ración anual de chocolate y azúcar si no conseguían dominar el idioma en ese período de tiempo. En un primer momento, y debido a que carecían de todo medio de aprendizaje, los misioneros tenían que aprender el idioma de los nuevos indios a base de los recursos que les dictara su iniciativa personal, el principal de los cuales consistió en valerse de los niños y de los intérpretes para apuntar por escrito las palabras que oían, consignar su significado, compararlas con otras y poco a poco ir elaborando un vocabulario, el cual perfeccionarían con el tiempo. Superado este primer momento de total oscuridad, la situación cambiaba rápidamente, ya que los misioneros de la segunda y sucesivas olas encontraban el campo desbrozado por quienes les habían precedido. El desbrozamiento fue doble. Tratándose de territorios ya abordados, los primeros misioneros servían de maestros a quienes llegaban para ayudarles o les facilitaban el aprendizaje con los vocabularios y artes o gramáticas que acostumbraban a elaborar, tarea que en algunos casos les estaba expresamente preceptuada, como lo hicieron los dominicos de Guatemala en nueve ocasiones comprendidas entre 1548 y 1593. En los territorios todavía no abordados, pero limítrofes con los primeros, fue corriente la costumbre de llevar niños voluntarios del nuevo territorio a un centro situado en el anterior para que aprendiesen el español y enseñasen a su vez su propio idioma. A este hecho obedecen los tres métodos fundamentales que durante esta etapa se pusieron en práctica para el aprendizaje de las lenguas nativas. El primero consistió en que, antes de dedicarse a la evangelización, los nuevos misioneros invirtiesen algún tiempo en compañía de los veteranos que ya dominaban el idioma, como lo hacían, por ejemplo, los franciscanos de Venezuela hacia 1690. El segundo, en aprenderlo en centros misionales situados en la retaguardia de la evangelización, teniendo por profesores a los misioneros que habían trabajado ya entre los indios. A esta modalidad pertenecen, por ejemplo, los centros de lenguas jesuíticos de Pátzcuaro (1579) y Tepotzotlan (1584); los 17 colegios de misiones fundados por los franciscanos en toda América entre 1683 y 1816, en los que era preceptiva una clase diaria de idiomas indígenas; la Casa-Seminario que los capuchinos tenían en Trinidad en 1707, e incluso las cátedras universitarias que existieron para este fin. El tercer sistema de aprendizaje consistió en el ya aludido de que los propios indígenas ejercieran de profesores de los futuros misioneros. Se dio incluso el caso de que algunos aspirantes a misiones llegaran a América con un idioma indígena ya aprendido a base de los vocabularios y artes o gramáticas de los que pudieron disponer en la propia España por haberlos editado sus colegas americanos. En el aprendizaje de las lenguas los misioneros disfrutaron de la doble ventaja de poseer el hábito del estudio y de encontrarse con idiomas menos desarrollados que el castellano o el latín, e incluso el griego, que les eran familiares. Por ello no es de extrañar que, por ejemplo, el jesuíta Diego Acuña, misionero del Amazonas en el siglo XVII, llegara a dominar seis

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lenguas, o que el dominico de Guatemala Domingo Vico supiera a la perfección siete en el siglo XVI. También resulta comprensible que el dominico Pedro Calvo consiguiera aprender un idioma en veinte días y que los dominicos de Guatemala, a mediados del siglo XVI, así como los jesuítas de México en 1579, tardaran como máximo tres meses; que los franciscanos del Perú pudieran dominar el idioma campa, en los siglos XVII y XVIII, en medio año; que los franciscanos de Guatemala le dedicaran a este estudio ocho meses y que los franciscanos de Florida tardaran entre uno y dos años, en 1723, en hacerse con el idioma de los apaches. En cuanto a la proporción de los misioneros que dominaban la lengua indígena y la de quienes la desconocían, recojamos el caso de los franciscanos de la Provincia del Santo Evangelio de México, de los que en 1570, de un total de 150 que ya llevaban algún tiempo ejerciendo el ministerio sacerdotal, 17 sabían dos lenguas, 102 dominaban «muy bien» una, cinco la sabían regular, cuatro la estaban aprendiendo y 24 no sabían ninguna, debido, sobre todo, a que acababan de llegar de la Península. Del total de 53 jesuítas que en 1596 había en Nueva España, 40 dominaban perfectamente un idioma nativo, 18 sabían dos o más, 13 estaban aprendiendo uno o sólo lo sabían regularmente. Estos mismos jesuítas sumaban un total de 111 en 1620, de los que 43 dominaban una lengua y 21 hablaban dos.

NOTA

BIBLIOGRÁFICA

Sistemas de evangelización P. BORGES, Misión y civilización en América (Madrid, 1987), 104-137; P. CASTAÑEDA, Los memoriales del P. Silva sobre la predicación pacífica y los repartimientos (Madrid, 1983), 3-80; ID., «LOS métodos misionales en América: ¿Evangelización o coacción?», en Estudios sobre Bartolomé de las Casas (Sevilla, 1974), 123-189; E. D. DUSSEL, Historia general de la Iglesia en América Latina 1 (Salamanca, 1983), 342-347; J. LÓPEZ GAY, «La evangelización pacífica. Misioneros jesuítas del siglo xvi»: Studia Missionalia 38 (Roma, 1989), 81-111; I. PÉREZ, «Análisis extrauniversitario de la conquista americana en los años 1534-1559», en Actas del I Simposio sobre la ética en la conquista de América (1492-1573) (Salamanca, 1984), 239-265, y La ética en la conquista de América (Madrid, 1984), 118-162; J. RODRÍGUEZ CABÁS, «Conquista de Verapaz»: Missionalia Hispánica 24 (Madrid, 1967), 53-116; A. SAINT-LU, La Vera Paz. Esprit évangélique et colonisation (París, 1968). Problema de la lengua Véase la bibliografía del capítulo 36.

CAPÍTULO

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PRIMERO HOMBRES, LUEGO CRISTIANOS: LA TRANSCULTURACION Por PEDRO BORGES

Una de las características de la Iglesia católica es su labor civilizadora, en el sentido de que siempre ha terminado por elevar humanamente a los pueblos que ha evangelizado. Normalmente, esta elevación o dignificación puramente humana ha sido una consecuencia de la previa cristianización, en cuanto que la aceptación y vivencia del cristianismo, en lo que tiene de ratificación y complementariedad de la ley natural, ya suponen de por sí un perfeccionamiento de la persona humana porque la eleva respecto del estado en que se encontraba en el paganismo. En América, en cambio, se procedió a la inversa, porque se consideró a la civilización, promoción o dignificación del indio como un requisito necesario para su cristianización. Es el pensamiento que los evangelizadores americanos expresan con la lapidaria frase de que el indio, para ser cristiano, necesitaba primero ser hombre. Esta teoría, con sus repercusiones en la práctica misional, es lo que va a constituir el objeto del presente capítulo, cuyos puntos de estudio serán los correspondientes al enfoque de esta promoción o dignificación humana del indígena americano tal como la plantearon los evangelizadores. I. A)

EL PRINCIPIO DE LA DIGNIFICACIÓN DEL INDÍGENA

Enunciación del principio

El principio de que el indio, para ser cristiano, necesitaba primero ser hombre, es decir, pensar y vivir como persona, constituye casi un estribillo en la historia de la evangelización americana, como lo evidencian las siguientes muestras. El jesuíta Bartolomé Hernández lo consignó en Lima, en 1572, diciendo que «primero es necesario que [los indios] sean hombres, que vivan políticamente, para hacerlos cristianos». Es probable que en él se inspirara el jurista Juan Polo de Ondegardo cuando afirmó por esas mismas fechas que «primero hay que cuidar que los bárbaros aprendan a ser hombres y después a ser cristianos», así como el

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virrey don Francisco de Toledo y el también jesuíta José de Acosta, que se expresan de manera idéntica. Basándose en Acosta, el jurista Juan de Solórzano Pereira afirmaba en 1647 que «para hacerlos cristianos era primero necesario hacerlos hombres y enseñarles a que se tuviesen por tales y como tales», mientras que el capuchino Lorenzo de Magallón, misionero en Venezuela, recoge este mismo pensamiento cuando asevera en 1655 que a los indios era necesario enseñarles primero «a ser hombres y vivir como tales que a ser cristianos». Con él coincide también su hermano de hábito y misión Ildefonso de Zaragoza, quien opinaba que era conveniente «ponerles algún género de sujeción que los redujese a ser hombres para poderles enseñar a ser cristianos». En la misma Venezuela, y también en el siglo XVII, el jesuíta Ignacio Toebast afirmaba en 1683 que los misioneros, «cuando han conquistado los corazones y comienzan a hablar su lengua, les enseñan a vivir como hombres; luego, los reúnen para la instrucción y los bautizan». Ya en el siglo XVIII, el franciscano Juan Agustín de Morfi afirmaba en Nuevo México, en 1777, que los indígenas «jamás serán cristianos si primero no se les hace hombres», lo que ratificaba el también franciscano Ildefonso de Puertollano al decir en 1793 que «es preciso primero formarlos hombres para hacerlos después cristianos». Ya no en el terreno de los principios, sino en el de la práctica, los jesuítas de los Llanos colombianos de los ríos Meta y Casanare afirmaban de sí mismos, en pleno siglo xvill, que antes de enseñarles a ser cristianos enseñaban a los indios a ser hombres, lo que coincide con lo que en 1761 afirmaba de los franciscanos de Píritu (Venezuela) el misionero e historiador Antonio Caulín, según el cual no era poco enseñarles a los indígenas a ser hombres y cristianos. En Nueva Granada, en 1789, un obispo había afirmado, por su parte, la necesidad de que los indígenas «dejen de ser brutos, empiecen a ser hombres y enséñeseles después a ser cristianos». Unos ciento cincuenta años después que don Francisco de Toledo, el también virrey del Perú aseguraba en 1736 que «el arte de hacer cristianos es la ciencia de criar hombres». B)

Razón del principio

Esta necesidad de la previa elevación humana del indio para que pudiera ser cristiano la basaba la Corona española, en 1538, y el obispo de Guatemala Francisco Marroquín, en 1540, en que -según la primera- había que «ponerlos en policía humana para que sea camino y medio de darles a conocer la divina» (ENCINAS, Cedulario IV, 355-56). O, como afirmaba en 1576 el franciscano Luis Zapata, arzobispo de Bogotá, la observancia de una vida digna del hombre servía «de escalón para lo espiritual». Para el tercer Concilio de Lima, de 1582-83; para el franciscano Jerónimo de Mendieta, que escribía a finales del siglo XVI en México; para el jesuíta Andrés Pérez de Ribas, que lo hacía en esa misma ciudad en 1645; para el Sínodo de Charcas (Bolivia) de 1692, y para el obispo de Guatemala en 1736, esa consideración de lo humano como base de lo divino se fundaba -

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en que -como dice textualmente Pérez de Ribas- «lo político y humano en parte se presupone a lo divino y espiritual, conforme a lo del Apóstol: prius quod anímale est». Profundizando más en la cuestión, el primer Concilio de México afirmaba en 1555 que no era pequeña predicación «trabajar primero en hacerlos [a los indios] hombres políticos y humanos que sobre costumbres ferinas fundar la fe, que consigo trae por ornato la vida política y conversación humana y cristiana». Con este Concilio de México coincidía el segundo de Lima al esgrimir en 1567-68 el argumento de que «la fe no puede mantenerse sin las costumbres políticas». En cambio, el ya aludido jesuíta Bartolomé Hernández, que escribía en Lima en 1572, hacía consistir la razón en que el habituado a costumbres tan bárbaras como las indígenas no podía estar capacitado para adoptar una religión tan elevada como el cristianismo. Es lo que pensaba también el jesuíta José de Acosta, en 1589, al aseverar que sería inútil «enseñar lo divino y celestial a quien no cuida ni comprende lo humano», porque el cristianismo exige «hombres íntegros y de elevados pensamientos que sepan juzgar de la ley de la perfecta libertad». El propio Pérez de Ribas completaba el pensamiento consignado ames añadiendo que era totalmente inútil, o poco menos, enseñar costumbres divinas o espirituales a quienes ignoraban las humanas o naturales. C)

La barbarie, como presupuesto del principio

Desde el momento en que los evangelizadores establecían el principio de que el indio, para ser cristiano, necesitaba primero ser hombre, estaban dando por sentado que los indígenas americanos no lo eran, no porque careciesen de la racionalidad o porque tuviesen cuerpo pero no alma, sino porque no se comportaban como personas humanas debido al estadio cultural en que se encontraban, que los propios evangelizadores definen con el término de barbarie. Este estado de postración de los indígenas llamó hasta tal punto la atención de los misioneros, que en la literatura misional americana (e incluso en la teológica del siglo xvi) es frecuente convertir en sinónimos los términos de indio y de bárbaro. Los ejemplos serían innumerables, pero quizá el más llamativo sea el del jesuíta José de Acosta, quien en 1589 editó su célebre obra titulándola con este significativo epígrafe: De promulgatione Evangelii apud barbaros, cuyo significado especifica a continuación al aclarar que se trata de procuranda indorum salute. Los teóricos de la metodología misional, como José de Acosta en 1589, el obispo Alonso de la Peña Montenegro en 1668, un capuchino de Caracas en 1745 y el jesuíta Bernardo Recio en 1773, e incluso dos seglares como el jurista Juan de Solórzano Pereira en 1647 y el fiscal del Consejo de Indias en 1692, catalogaron a los indígenas americanos en la categoría de bárbaros, pero distinguiendo entre los que podríamos denominar indios semibárbaros o semicivilizados, indios simplemente bárbaros o sin civilizar e indios totalmente ajenos a la civilización o sumidos en la barbarie más profunda. Esta

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escala de barbarie descendente la trazaron en conformidad con la mayor o menor aproximación de los nativos a la civilización occidental. En la primera categoría incluyeron a los habitantes de los grandes imperios orientales, como los chinos y japoneses, porque tenían repúblicas estables, leyes, monumentos y escritura. En la segunda, a los habitantes de los grandes imperios americanos prehispánicos (aztecas, mayas e incas), porque gozaban también de sistemas de gobierno estables, pero observaban leyes y costumbres impropias de la persona humana. En la tercera, a todo el resto de las etnias americanas (aunque no a todas en el mismo grado) porque no tenían ni rey ni ley. El misionero común no suele detenerse, salvo casos especiales, en estas distinciones. En general, los evangelizadores adoptan dos posturas fundamentales: la de quienes elogian sin reservas los aspectos positivos de las altas culturas prehispánicas o las cualidades de determinadas tribus aisladas, al mismo tiempo que lamentan con la misma imparcialidad sus aspectos negativos, y la de quienes insisten en la barbarie de los pueblos que evangelizan porque lo que predominaba en ellos era la ausencia de civilización. A la primera corriente pertenecen los evangelizadores de los imperios prehispánicos, más algún que otro misionero de diversos lugares y momentos. A la segunda, los misioneros de las Antillas y de los territorios abordados desde finales del siglo XVI en adelante y situados en la denominada América marginal. El lenguaje con el que casi todos describen los aspectos negativos de las culturas prehispánicas o la barbarie de las tribus menos evolucionadas suele ser hiperbólico, en el que abundan adjetivos como el de brutos, bestias, fieras, monstruos racionales, hombres que parecen fieras, indios aunque hombres, etc., entonces habituales, aunque para nosotros resulten excesivamente duros. Se trataba de un lenguaje tan corriente y arraigado que Solórzano Pereira dirá en 1647 que el calificativo de bestia era entonces general en España por influencia precisamente del modo de designar a los indios americanos. D)

La transculturación, consecuencia del principio

Si el indígena americano no podía insertarse plenamente en el cristianismo mientras no adoptase las costumbres propias de la persona humana mediante el abandono de las anejas a la barbarie, la consecuencia inmediata era, y de hecho lo fue, que los nativos tenían que abrazar otro sistema de vida. Los evangelizadores americanos expresan este pensamiento diciendo que los indígenas tenían que vivir en policía, adoptar la vida política y civil, ponerse en civilidad, progresar hasta civilizarse, seguir una vida civilizada o convertirse en civilizados. Se trata de otros tantos sinónimos que, en sentido negativo, significaban que el indio, para ser el hombre en que querían convertirlo los misioneros, tenía que abandonar una serie de costumbres «ferinas» y, en sentido positivo, practicar las propias de la persona civilizada. Hasta 1530 aproximadamente, este doble proceso se identificó con la hispanización del indígena. Desde esa fecha en adelante, sin que en algunas ocasiones se deje de seguir identificando a la civilización con la hispaniza-

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ción, más por similitud que por rigurosa equivalencia de ambos conceptos, el proceso se hizo consistir más bien en una europeización u occidentalización del indígena que, por no ser nunca total, se puede designar con el calificativo de mixta o con el sustantivo de transculturación, para significar simplemente el paso de una cultura a otra que participaba simultáneamente, aunque no en el mismo grado, de la prehispánica y de la occidental o europea. En teoría, la norma de esta transformación consistió en apartar a los nativos de las costumbres contrarias a la naturaleza y al cristianismo, en conservar las buenas o indiferentes y en sustituir las primeras y complementar las segundas con las propias de la civilización occidental. Así lo estableció la Corona en 1530, 1555, 1558 y 1560, disposiciones recogidas en la Recopilación de leyes de los Reinos de las Indias, de 1681, y lo aconsejaban Juan Polo de Ondegardo en el Perú en 1570, los jesuítas de Juli (Perú) en 1578, el jesuíta José de Acosta en Perú en 1589 y Juan de Solórzano Pereira en 1647. En la práctica, esto fue muy complejo por la dificultad de distinguir entre unas costumbres y otras, ya que la transformación a la que aspiraban los evangelizadores no era un concepto unívoco que evitase interpretaciones divergentes. Clasificando según esta triple división los diversos tipos de costumbres enumerados por los misioneros, el cuadro resultante es el siguiente: 1) El abandono de las costumbres «ferinas» o impropias de la persona supuso: a) la supresión de prácticas consideradas por los evangelizadores contrarias a la naturaleza, como los sacrificios humanos, la poligamia, el incesto, la embriaguez, el entierro de la viuda con el cacique muerto, la desnudez, las deformaciones corporales, los nombres personales tomados de las fieras e incluso la vivienda distinta de la casa y formando poblados, porque no era propio de la persona humana habitar en cuevas, practicar el nomadismo o alimentarse de frutos silvestres al estilo de los animales; b) la supresión de prácticas contrarias al cristianismo, como la idolatría (también considerada antinatural), las guerras tribales y cuanto tuviera carácter pecaminoso, por razones religiosas y porque el cristianismo se consideraba como el complemento o perfeccionamiento de la ley natural. 2) La conservación de las costumbres buenas o indiferentes entrañaba: a) la imitación por los misioneros de ciertos aspectos educacionales indígenas; b) la persistencia de las jerarquías sociales prehispánicas, como el cacicazgo, la nobleza y la plebe; c) el gobierno municipal según las tradiciones nativas; d) la indiferencia de los misioneros ante el modo de vestir o calzar de los nativos (no ante el desnudismo); e) la supervivencia de las lenguas indígenas, aspecto que los evangelizadores nunca englobaron en el proceso de transformación o transculturación del indio y a las que en ocasiones elogiaron por considerarlas especialmente «pulidas»; f) el respeto a las tradiciones matrimoniales indígenas mientras no

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estuvieran reñidas con las prescripciones eclesiásticas una vez convertidos los indios al cristianismo; g) el respeto, e incluso el fomento, de las celebraciones sociales y de las danzas y canciones tradicionales, pero eliminando de ellas sus posibles connotaciones paganas. 3) El perfeccionamiento de la persona mediante la complementación con nuevas costumbres de la desaparición de unas prácticas y de la supervivencia de otras obligó a los evangelizadores a tener que transformar radicalmente el sistema de vida indígena, tanto en el plano individual como en el familiar, social, laboral, económico y educacional. II. A)

EL ESFUERZO MISIONERO DE DIGNIFICACIÓN

Promoción individual y familiar

1) En el campo de la promoción individual y en el orden de las ideas, la primera actuación de los misioneros americanos consistió en fomentar en los indígenas su conciencia de hombre y en defender ante los demás esa misma cualidad. El primer Concilio de Lima, por ejemplo, ordenó en 1551-52 que se comenzara a catequizar a los indígenas haciéndoles ver su condición de hombres y su diferencia de los animales. Compartiendo esta mentalidad, algunos catecismos americanos no comienzan preguntando quién es Dios ni qué es ser cristiano, como nuestros clásicos Astete y Ripalda, sino qué es ser hombre y por qué lo eran los indios, como el del franciscano Luis Zapata, arzobispo de Bogotá en 1576, o el Catecismo Mayor del concilio de Lima en 1583. Por su parte, la Instrucción de Jerónimo de Loaysa de 1545, el Tercero Catecismo del Concilio de Lima (1585) y las Doctrinas explicadas, que exponen el cristianismo «por manera de historia» o comenzando por los artículos de la fe, suelen arrancar del tema de la creación para insistir en cómo el hombre, y por lo mismo el indio, fue creado por Dios mediante un proceso distinto al de los demás seres vivos, al mismo tiempo que repiten insistentemente a los oyentes que se diferenciaban de los animales, que no podían actuar como ellos dada su superioridad y que determinados vicios, como la embriaguez, la lujuria, etc., los rebajaban a la condición de brutos. La sensibilidad de los evangelizadores en este punto se refleja en la defensa que hicieron del carácter racional de los indígenas, porque la negación del mismo suponía negarles su cualidad de seres humanos y equipararlos a los animales. La creencia (decimos creencia porque las interpretaciones de lo sucedido son opuestas) de que en las Antillas con anterioridad a 1512, y en México hacia 1530, algunos habían negado la racionalidad del indio, levantó una verdadera tormenta en defensa de este último. Fray Bartolomé de las Casas propuso en 1516 a la Corona que mandase imprimir sendos tratados del jurista Juan López de Palacios Rubios y del dominico Bernardo de Mesa para que todo el mundo se convenciera de «cómo aquellos indios son hombres libres». La Universidad de Salamanca ^^^g|^

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dictaminó en 1517 a favor de la racionalidad de los nativos y propuso que se castigara severamente a quienes la negaran. El presidente y oidores de la Audiencia de México en 1531, la Junta Eclesiástica de México de 1532 y el franciscano Juan de Tastera, misionero en México, en 1533, lamentaron una frase en este sentido del dominico Domingo de Betanzos, quien en su testamento de 1549 se retractó de ella. Finalmente, debido a la intervención de los dominicos Julián Garcés, obispo de Tlaxcala, y Bernardino de Minaya, el papa Pablo III expidió en 1537 dos documentos pontificios en los que expresamente da por supuesta la racionalidad de los nativos. En adelante, a pesar de los ya aludidos calificativos utilizados a lo largo de los siglos XVII y XVlii para describir el estado de postración en que estaban sumidas determinadas tribus, nadie volvió a dudar, si es que en realidad lo llegó a hacer alguien seriamente en alguna ocasión, de que, como dejó consignado Bartolomé de las Casas hacia 1560, «todas las naciones del mundo son hombres, y de cada uno de ellos es una no más la definición, y ésta es que son racionales». En el terreno de lo concreto, los evangelizadores americanos dignificaron individualmente a los nativos, en primer lugar, sacándolos de su ignorancia. Son pocos los datos expresos que se poseen sobre este punto, pero suficientes para darnos una idea de su conducta. Presentaciones como la de los Doce Apóstoles franciscanos de México de que procedían de «lejas tierras», y el hecho mismo de que era así, no podía menos de suscitar la curiosidad de los nativos y obligar a los misioneros a explicarles la existencia y características de un mundo para ellos inimaginable, tanto más cuanto que muchos pueblos se consideraban a sí mismos como el centro del universo. En el marco de esas explicaciones, hilvanadas al contacto diario de los misioneros con los indios, el jesuíta José Gumilla, por ejemplo, se deleita en narrarnos la atención que prestaban los nativos cuando les explicaba el movimiento del sol y de las estrellas, la extensión de las tierras, mares y naciones, la causa de los eclipses o la grandeza del rey de España. El mismo Gumilla añade que estas explicaciones sobre las criaturas facilitaban el paso para explicarles el Creador. Se trataba de una manera de proceder que aparece también en otros evangelizadores, pero en este caso basada en la metodología de la predicación. El hecho, por ejemplo, de comenzar por la explicación de los artículos de la fe, el primero de los cuales se refiere a la creación, les proporcionaba a los misioneros la ocasión de hablar ampliamente de todo lo creado, como lo hace de un modo magistral la Doctrina de los dominicos de México de 1548. Pertenece también a la dignificación del indígena como persona individual el empeño de los evangelizadores en que los nativos anduvieran vestidos, practicaran la limpieza corporal y de la indumentaria, abandonaran las prácticas sexuales prematrimoniales, hicieran decorosamente sus necesidades corporales y rezaran al levantarse y acostarse, requisito este último no exigido por la civilización propiamente dicha, pero sí por la civilización cristiana tal y como se concebía entonces. De todos los misioneros americanos se puede decir lo que el historiador Histnrin. tb> bi Fabtxvi



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Antonio de Remesal afirmaba de los dominicos de Guatemala en el siglo XVI: estos religiosos se comportaban con los nativos «como madres suyas: peinábanles el cabello, quitábanselo, cortábanles las uñas, lavábanles la cara y el cuerpo, vestíanles camisas, poníanles gregüescos o calzones, juntábanles la ropa, ceñíansela, enseñábanles a cortar y coser y aun no se desdeñaban de decirles el modo de cumplir con sus necesidades corporales decentemente» (Historia 1. 6 c.10). 2) En el campo de la promoción familiar, los documentos que hablan de lo que había que enseñar a los indígenas lo resumen en la monogamia; el amor mutuo entre los esposos; el abandono de los incestos; la supresión de la costumbre de enterrar a la viuda o a los siervos con el cacique; el respeto y obediencia a los mayores; la morada en vivienda propia, limpia y distribuida en habitaciones para evitar la promiscuidad; dormir en camas o barbacoas, con separación de padres e hijos y de hermanos y hermanas entre sí; comer en mesas, con manteles, y rezando antes y después de las comidas; la educación de los hijos; el aprendizaje por la esposa del arte de lavar, coser y guisar, y la supresión de la convivencia entre personas y animales domésticos en una misma vivienda. 3) Sobre la actuación de los misioneros en los campos de la dignificación individual y familiar de los nativos no abundan los datos concretos, si exceptuamos los muy abundantes relacionados con la monogamia y la lucha contra la embriaguez, que coinciden en resaltar la dificultad de implantar la primera y de hacer desaparecer la segunda, empeño que costó la vida a algunos misioneros. En cambio, los restantes aspectos de este tipo de promoción no suelen ser objeto de relato porque, en realidad, tampoco se prestan a ello por tratarse de otros tantos procesos muy lentos, casi imperceptibles y cuyos resultados nunca se palpaban de un modo repentino o simultáneo, sino con el transcurso del tiempo. Sin embargo, esta falta de datos concretos sobre el modo de actuar de los evangelizadores se compensa con los de orden general. Respecto de las costumbres contrarias a la naturaleza y al cristianismo, nos consta que los misioneros las combatían en la predicación y en la catcquesis de la misma manera que procuraban fomentar las propias de la religión cristiana. Otras, como la limpieza personal y domiciliaria, el dormir en camas o el comer en mesas, no eran objeto a primera vista de esa predicación de índole religiosa, pero de hecho sabemos que los misioneros insistían en ellas porque formaban parte de su concepto de hombre cristiano y civilizado. A esa insistencia permanente en la catequesis y en la predicación se añadía la enseñanza de estos mismos conceptos en las escuelas y el goteo diario a través del contacto personal del misionero con los adultos y hasta la vigilancia que ejercían por sí mismos o por medio de los indios fiscales, a veces hasta inspeccionando los domicilios, para que los indios practicaran las nuevas costumbres. A este respecto cabe observar que, consecuentes con su objetivo de promocionar o civilizar al indio y no de insertarlo en ninguna cultura predeterminada, los evangelizadores no insisten en el aspecto del calzado, o bien

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porque los nativos ya lo llevaban o porque no lo necesitaban, y mucho menos en que se calzasen de una o de otra manera; que por razones de moralidad y decoro obligaban a los indios a vestirse, pero siguiendo el principio de la facilidad y comodidad (a veces hasta les prohibieron vestir al estilo español), y que nunca consideraron la enseñanza de la lengua española como un requisito de civilización entre los adultos y, a veces, ni siquiera entre los niños. B)

Promoción social

La promoción social revistió dos aspectos, el primero de los cuales, y más fundamental, consistió en el asentamiento de los nativos en poblados (reducciones) allí donde no lo estuvieran. Con ello, según los evangelizadores, abandonaban la costumbre «ferina» de vivir desparramados y al estilo de los irracionales, adoptaban la forma de vivir propia del hombre civilizado y se situaban en condiciones de irse civilizando ellos mismos mediante el nuevo sistema de vida que emprendían desde ese mismo momento. El segundo aspecto de este tipo de promoción es el que se refiere a las costumbres de índole social de los nativos. Desde este punto de vista, los misioneros suelen insistir en que vivieran «concertadamente» en los poblados, bajo el gobierno y leyes adecuadas, con las plazas y calles limpias, obedeciendo a los caciques y mayores, ayudándose mutuamente en las necesidades y practicando la cortesía del saludo. También se preocuparon de que abandonaran las guerras y rencillas entre ellos y que sus bailes, reuniones sociales o manifestaciones folclóricas perdieran su posible carácter erótico o pagano. En la mayoría de los casos, la actuación de los evangelizadores en este campo consistió en suprimir las costumbres antinaturales y en conseguir, mediante la predicación, el contacto personal y la vigilancia diaria, la adopción de los restantes hábitos civilizados en un proceso fácilmente imaginable, pero imposible de describir. Por lo que se refiere a los bailes y el folclore, tendieron a conservar, e incluso civilizar, las prácticas indiferentes, a suprimir las inmorales o paganas cuando no las podían reformar, a moralizarlas e incluso cristianizarlas cuando eran susceptibles de ello o a sustituirlas por otras más adecuadas a sus objetivos de promoción y evangelización. Es el caso, por ejemplo, de la sustitución por letras cristianas de textos originales eróticos o paganos, pero conservando la música; la introducción de danzas cristianas que sustituyeran a las paganas; el fomento del teatro religioso y de los autos sacramentales, o la utilización con fines misionales de canciones prehispánicas. C)

Promoción económico-laboral

Esta promoción fue una consecuencia lógica y hasta obligada del sistema de reducciones, ya que, una vez congregados los indígenas en poblados, hubo que enseñarles el modo de sustentarse en ellos. Sin embargo, revistió también el carácter de aspecto civilizador con valor intrínseco en el sentido de que, para los misioneros, el indio nunca sería hombre integral mientras

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no aprendiera a solucionar sus necesidades vitales al estilo humano, superando el de los animales silvestres. Como decía el capuchino Ildefonso de Zaragoza, misionero en Venezuela en 1692, con la enseñanza económicolaboral cabía esperar que los indígenas aprendieran «a vivir como racionales en alguna economía y política cristiana». Por añadidura, y en concepto también de los evangelizadores, el aprendizaje de lo temporal contribuía al desarrollo espiritual y el trabajo constituía de por sí la mejor terapia contra el vicio de la ociosidad, germen de inmoralidades. Esta promoción se concretó principalmente en la enseñanza y fomento de la agricultura, en la entrega de semillas y árboles frutales desconocidos para los indígenas, en el fomento de la ganadería y en el aprendizaje de los oficios manuales o artes mecánicas (carpintería, cerrajería, orfebrería, albañilería, tejido, etc.) por los indios varones y de las labores culinarias y domésticas por las mujeres, así como en la iniciación de unos y otros en la adecuada y previsora administración de los bienes y frutos cosechados. El predominio de este tipo de promoción agrario-manual obedeció a que para los misioneros ésa era la manera de «vivir racionalmente», a que ellos no podían enseñar sino lo que conocían y a que ése era también el sistema más adecuado para subsistir en el poblado, el cual aconsejaba recurrir a medios de vida compatibles con el mayor grado posible de sedentarismo. Planteada la promoción económico-laboral de esta manera, cabe suponer que entre los pueblos prehispánicos agricultores la enseñanza misional solamente tuvo carácter complementario, consistente en perfeccionar las técnicas que los indios ya conocían de manera más o menos rudimentaria y en enriquecer la gama de productos que ellos cultivaban. En cambio, entre los pueblos cazadores y recolectores el nuevo sistema representó una auténtica revolución, tanto desde el punto de vista de la agricultura, porque la desconocían, como del de las artes u oficios, porque o no los practicaban o no disponían más que de utensilios primitivos para su ejercicio. Entre estos mismos pueblos, los evangelizadores americanos perfeccionaron la habilidad de los nativos en las artes de la caza y de la pesca (puntos en que los indígenas superaban a los misioneros) proporcionándoles medios más eficaces para practicarlas, como, por ejemplo, mejores anzuelos o trampas más perfeccionadas. Por las razones acabadas de aludir, la labor realizada en este campo por los misioneros del siglo XVI, civilizadores de pueblos predominantemente agricultores, resalta menos que la de sus sucesores de los siglos XVII a xix, quienes trabajaron entre pueblos en su mayoría nómadas, cazadores, pescadores o recolectores de frutos silvestres. Aunque parezca sorprendente, esta enseñanza económico-laboral fue obra personal del misionero, quien no tuvo inconveniente en manejar él mismo la azada, el arado o la garlopa, así como en sembrar las cosechas y en plantar los frutales para que aprendieran los indios. Los aperos de labranza, las semillas y los árboles frutales, así como los utensilios necesarios para esta enseñanza, los llevaba consigo el misionero al penetrar en un nuevo territorio o los recibía posteriormente de los centros de su propia Orden religiosa a la que pertenecía o de la autoridad civil a la

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que estuviera sometida la región. En un segundo momento, los utensilios se fabricaban en el propio poblado. D)

Promoción educativa

Simultáneamente con la promoción individual y familiar, social y económico-laboral de los adultos, los evangelizadores atendieron también a la formación de los niños y jóvenes de ambos sexos mediante ocho sistemas distintos de centros de educación. 1) Educación de niños en España. Este sistema fue inaugurado en 1503 con el hijo de un cacique de la Española y mandado poner en práctica en 1508-1510 por el rey Fernando el Católico, orden reiterada por Carlos V en 1526. Por iniciativa propia, Gil González Dávila en 1520, Hernán Cortés en 1522, Sebastián Caboto en 1530 y Pedro Menéndez de Aviles en 1570, enviaron también indios a España con fines educativos. Dentro de este sistema entraña un significado especial el propósito concebido hacia 1512 por los dominicos de la Española Pedro de Córdoba y Antonio de Montesinos de formar en España «religiosos misioneros de indios», es decir, indígenas que luego se dedicaran a la evangelización antillana, aunque el proyecto parece que no llegó a producir los frutos apetecidos. 2) Escuelas elementales. Fueron centros de alfabetización, catequización y música, en su mayoría masculinos. Inaugurados en la Española en 1503 y en Nueva España en 1523, posteriormente fueron estableciéndose en todos los restantes territorios misionales americanos desde el momento mismo de la evangelización de cada uno de ellos. El número de sus alumnos, siempre en régimen de externos, variaba en conformidad con los habitantes de la aldea, razón por la cual en las misiones periféricas de los siglos XVII a XIX solía oscilar entre 50 y 100, mientras que en la América nuclear, y más concretamente en la ciudad de México, hubo escuelas hasta con 800 y 900 escolares. En un principio, estos centros estaban a cargo de los propios misioneros, pero con el tiempo muchos de ellos pasaron a estar regidos por uno o varios indios de confianza, quienes recibían por ello su compensación de tipo laboral o económico, y a veces hasta por españoles asalariados, siempre bajo la iniciativa y vigilancia personal del misionero. En las misiones periféricas no se solía hacer distinción entre clases sociales. En cambio, en los territorios evangelizados durante el siglo XVI, en los que el número de alumnos podía rebasar la capacidad docente, se prefirió la admisión de niños nobles porque estaban llamados a desempeñar en el futuro puestos de mayor responsabilidad que los plebeyos. Los centros elementales femeninos constituyen más bien una excepción y se orientaron más a la educación y a la catequización que a la enseñanza de las primeras letras. 3) Centros de formación profesional. A veces, junto a la escuela elemental, y a veces con independencia de ella, existieron los centros de formación profesional, inaugurados por el franciscano Pedro de Gante en México, en 1524, y por el también franciscano Jodoko Ricke en Quito, en 1535. Nos consta su gran floración en Nueva España en el siglo XVI por obra, sobre

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todo, de los franciscanos y agustinos. Pero, fuera de este territorio y de esa época, solamente conocemos la tendencia de los misioneros a fundarlos y la existencia concreta de varios de ellos, incluso en los lugares más apartados. Los hubo, aunque en edificios distintos, para los jóvenes de ambos sexos, y en ellos se enseñaban técnicas como la albañilería, la sastrería, la pintura, la escultura, el tejido, la costura, el punto y demás oficios necesarios para la vida diaria. 4) Colegios de niños nobles. A diferencia de las escuelas elementales y de los centros de formación profesional, los colegios de niños nobles, o colegios de hijos de caciques, como se les denominó en su época, fueron internados de carácter comarcal (fuera de las grandes ciudades) destinados exclusivamente para los hijos de la nobleza, concebidos para formar a las futuras élites gobernantes y sostenidos por los padres de los propios alumnos. Tras su inicio por los franciscanos de la Española en 1503 y 1509, la institución, fomentada por numerosas órdenes civiles y eclesiásticas, estuvo en pleno vigor en lo evangelizado hasta la segunda parte del siglo XVI, momento desde el cual comenzó a decaer debido a que las reducciones o aldeas formadas a lo largo de los siglos XVII a XIX no proporcionaban alumnado suficiente para mantener colegios de esta índole. Sin embargo, aún se fundaron algunos a comienzos del siglo XVII en Tucumán (1613) y Lima (1619), y en pleno siglo XVIII, en Chile, para los araucanos (1700, 1777 y 1786). Su carácter de internados facilitó una especial educación y formación religiosa, pero parece que en el aspecto de la docencia estos colegios no superaron el grado de alfabetización. 5) Centros interraciales. Estos centros estaban integrados por alumnos españoles e indios y fueron tanto elementales como superiores, de los que conocemos diez de los primeros, fundados entre 1530 y 1770 en varios lugares de América, y seis de los segundos, establecidos en Nueva España y Quito entre 1529 y 1642. 6) Internados interclasistas. El carácter de las reducciones de los siglos XVII a XIX fue lo que dio lugar a la creación, durante esas mismas centurias, de internados interclasistas, de ámbito comarcal y propios casi exclusivamente de los jesuítas, quienes los cultivaron sobre todo en Nueva España a partir de 1582. El internado fue en muchas ocasiones doble: masculino y femenino, pero con separación de sexos y regentados por un hombre o una matrona, respectivamente, y sustentados por la misión. 7) Colegios de enseñanza media. Únicos en su género fueron los colegios de Tlatelolco (México) y Quito, fundados por los franciscanos en 1536 y hacia 1560, respectivamente. En ellos se llegó a enseñar gramática latina, filosofía, retórica y hasta medicina y caligrafía. En el de Tlatelolco llegó a haber profesorado indígena altamente cualificado, y durante algún tiempo el propio colegio estuvo al cargo exclusivo de los indígenas. 8) Centros de educación femeninos. Además de las escuelas elementales, de los centros de formación profesional y de los internados interclasistas _ ^BU^,

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destinados a la juventud femenina, en México existieron entre 1529 y 1545 siete internados de esta misma índole al cargo de matronas pías; éstos estaban orientados a la formación de futuras esposas de niños educados en los colegios. En Guatemala nació en 1546 el sistema de las denominadas Casas de Rosario, subsistentes en el siglo XVIII y destinadas a la educación de jóvenes en régimen de internado. III.

APRECIACIONES SOBRE LA PROMOCIÓN

Ante la imposibilidad de detallar cuál fue el fruto de este esfuerzo por promocionar humanamente al indio en cada territorio evangelizado, he aquí algunas apreciaciones de índole general. El franciscano Juan Focher, hacia 1570, afirmaba en México: «En la actualidad, cada indio tiene su casa propia, su campo y su huerta, con toda clase de plantas y árboles plantados por sus propias manos. De todo esto carecían en absoluto antes de nuestra llegada, dado su estado de salvajismo y severísima esclavitud... Nuestros religiosos enseñaron a los neófitos a cantar y a tocar toda clase de instrumentos musicales, a leer y a escribir, y también artes declamatorias y mecánicas... tratando en todo y por todo de hacerles el bien, haciéndonos todo para todos con el fin de ganarlos a todos para Cristo. Esta es la misión de los misioneros de la Iglesia de Dios» (Itinerario). • Refiriéndose a los nativos del Río Grande del Zuaque, el jesuíta Andrés Pérez de Ribas afirmaba en 1645: «En lo político viven como los españoles en sus casas, muy en orden de calles, limpieza en ellas; en los vestidos, hombres y mujeres cubierto todo el cuerpo. En sus convites y fiestas del pueblo y de casamientos de sus hijos, sus mesas concertadas y con división de hombres y mujeres, enramadas que hacen aparte y con atención que sirvan varones a varones y mujeres a mujeres, y con modestia interior y compuesta» (Historia). Según Juan de Solórzano Pereira, que escribía en 1647, a los indios se les había colocado «en vida social y política, desterrando su barbarie, trocando en humanas sus costumbres ferinas y comunicándoles tantas cosas, tan provechosas y necesarias como se les han llevado de nuestro orbe y enseñándoles la verdadera cultura de la tierra, a edificar casas, a juntarse en pueblos, a leer y escribir y otras muchas artes de que antes estaban totalmente ajenos» (Política indiana). El obispo de Panamá, Remigio de la Santa y Ortega, agradecía a los franciscanos, en 1795, que hubieran enseñado a los indios artes «como la albañilería de ladrillo y teja, de cerrajería, de madera, carpintería y en tejer ropas, hilando primero las materias, proveyéndoles de telares y demás instrumentos y herramientas, antes desconocidas... cuyo mérito sólo puede conocer quien por la experiencia haya comprendido cuánta es la rusticidad, barbarie, inconstancia, flojedad, por no decir holgazanería, de estos indios».

NOTA BIBLIOGRÁFICA Visiones de conjunto X. ALBO, «Jesuitas y culturas indígenas en Perú, 1568-1606. Su actitud, métodos y criterios de aculturación»: América indígena 26-27 (México, 1966), 249-308 y 395-445; C. BACIERO, «La promoción y evangelización del indio en el plan de José de Acosta», en L. PEREÑA, Del genocidio a la promoción del indio (Madrid, 1986), 117-162; P. BORGES, «Evangelización y civilización en América»: Ibíd., 227-262; ID., Misión y civilización en América (Madrid, 1987); ID., «La transculturación del indio peruano en el siglo xvi», en L. PEREÑA, La protección del indio (Salamanca, 1989), 111-153; SH. F. COOK, The Conflict between the Californian Indians and White Civilization (Berkeley-Los Angeles, 1976); A. GARCÍA, «La promoción humana del indio en los concilios y sínodos del siglo xvi.», en ID., Iglesia, sociedad y derecho 1 (Salamanca, 1985), 389-397; F. L. LlSl, El tercer concilio límense y la aculturación de los indígenas americanos (Salamanca, 1990); D. D. MCGARRY, «Educational methods of the franciscans in Spanish California»: The Americas& (Washington, 1950), 335-358; J. B. OLAECHEA, «Experiencias cristianas con el indio antillano»: Anuario de Estudios Americanos 26 (Sevilla, 1969), 65-114; ID., «Acceso del indio a las profesiones liberales y a los empleos de honor»: Revista de Indias 38 (1978), 653-670; L. PEREÑA y otros, Inculturación del indio (Salamanca, 1988); I. DEL RÍO, Conquista y aculturación de la California jesuítica, 1697-1768 (México, 1984); A. SANTOS, «Promoción humana y formación profesional del indio», en PEREÑA, La protección..., 155-200; B. SuÑÉ, «La educación en Guatemala (siglo xvi) como un proceso de inculturación-aculturación»: Anuario de Estudios Americanos 38 (Sevilla, 1981), 215-250; A. DE ZABALLA, Transculturación y misión en Nueva España (Pamplona, 1990). Aspectos concretos B. AIRES, «Las danzas de los indios: un camino para la evangelización»: Revista de Indias 44 (Madrid, 1984), 445-463; A. BUSHNELL, «The demonic Game: The Campaign to stop Pelota playing in Spanish Florida, 1675-1864»: The Americas 3 (Washington, 1978); M. RODRÍGUEZ PAZOS, «LOS franciscanos y la educación literaria de los indios mejicanos»: Archivo Ibero-Americano 13 (Madrid, 1953), 1-59; ID., «LOS misioneros franciscanos de Méjico y la enseñanza técnica que dieron a los indios»: Ibíd., 129-164; J. SÁNCHEZ HERRERO, «Alfabetización y catcquesis en América durante el siglo xvi»: Theologia 21 (Braga, 1986), 113-172, y Derecho canónico y pastoral en los descubrimientos luso-españoles y perspectivas actuales (Salamanca, 1989), 113-172; ID., «Alfabetización y catequesis en España y en América durante el siglo XVI», en J. I. SARANYANA y otros, Evangelización y teología en América (siglo XVI) (Pamplona, 1990), 237-263; ID., «Alfabetización y catequesis franciscana en América durante el siglo XVI», en Actas del II Congreso Internacional sobre los franciscanos en el Nuevo Mundo (Madrid, 1988), 589-648; F. DE SOLANO, «La modelación social como política indigenista de los franciscanos en la Nueva España, 1524-1574»: Historia Mexicana 28 (México, 1978), 297-322; A. DE ZABALLA, «El uso del náhuatl como medio de inculturación en la obra misional de Sahagún», en J. I. SARANYANA, Evangelización y teología 2, 1521-1540; H. ZAMORA, «Educación franciscana del indígena americano», en Actas del ¡Congreso Internacional sobre los franciscanos en el Nuevo Mundo (Madrid, 1987), 251-292; F. ZUBILLAGA, «Urbanización y labor misional entre los pueblos de indios nómadas del norte de México»: Revista de Indias 32 (Madrid, 1972), 269-290. Sobre la promoción educativa, véase el capítulo 39.

CAPÍTULO 29

EL SISTEMA DE REDUCCIONES Por JAIME GONZÁLEZ RODRÍGUEZ

Dentro de la metodología misional americana merece una atención especial el sistema de reducciones. Con este término se designa, en unas ocasiones, el proceso de congregar a los indígenas en poblados estables; en otras, el poblado resultante de ese proceso de concentración demográfica; en unas terceras, pero ahora siempre bajo la forma plural, el conjunto de poblados establecidos en una determinada circunscripción o territorio, que podía ser geográfico, político o de índole religiosa. Desde el punto de vista misional, esa concentración en poblados evitaba una dispersión demográfica que impedía la evangelización por la insuficiencia del personal misionero, posibilitaba la necesaria elevación humana del indio expuesta en el capítulo anterior y constituía, según la mentalidad predominante entonces, el modo de vida propio del hombre civilizado. Tomado en su conjunto, este proceso no fue de índole exclusivamente religiosa, pues entrañó también diversas connotaciones de carácter histórico, demográfico, económico y político. Por ello, al abordarlo hay que tener también en cuenta estos factores.

I. A)

ORÍGENES Y EVOLUCIÓN DEL SISTEMA

Orígenes

En los albores mismos de la presencia española en el Nuevo Mundo, en la Instrucción a Nicolás de Ovando del 16 de septiembre de 1501, ordena la Corona que los indios vivan en los pueblos de los españoles; es decir, que la Corona piensa originariamente en una asimilación total de la población indígena sin establecer siquiera barrios separados para ella. He aquí la idea inicial, que posteriormente se fue perfilando a medida que la experiencia de la convivencia entre españoles e indios fue aportando nuevos datos. España había heredado de Roma una civilización esencialmente urbana, y durante la larga epopeya reconquistadora del Duero hacia el sur siempre había sido la creación de municipios el modo de asegurar el territorio. España, pues, al ocupar América no está creando en este punto, como en tantos otros, nada nuevo: continúa una trayectoria.

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Aparece clara, por tanto, desde el principio una convicción que se mantuvo inconmovible en la política de la Corona: la de que los indígenas americanos debían llevar una vida humana, es decir, en sociedad, tal como concebían ésta los castellanos de finales del siglo xv, sin pasárseles siquiera por las mientes que una determinada dispersión de la población indígena era exigida por el tipo de agricultura que practicaban y que, como los modernos antropólogos enseñan, era perfectamente compatible con una organización política en la que no faltaban autoridades reconocidas, aunque muy poco tenían que ver con el Estado moderno en fase de fortalecimiento que los castellanos llevaron a América. El origen, pues, de esa inconmovible convicción del Estado castellano de que los indios debían vivir concentrados en núcleos de población era, además de la tendencia natural a transmitir lo mismo que uno practica, la exigencia propia de una estructura estatal que desde comienzos del siglo XV estaba montando sus instrumentos de gobierno, pero imponía como condición sine qua non para el ejercicio de sus funciones un grado de concentración del habitat muy superior al de las organizaciones tribales indígenas. Dicho Estado estaba en condiciones de ofrecer al individuo una protección y unos servicios de orden superior, como lo demostrará la brillante historia de la protección sobre el indígena americano ejercida por las Audiencias indianas. Ahora bien: para el Estado castellano, que fundaba sus derechos sobre las tierras y personas de las Indias en el encargo papal de evangelizar a los indígenas, no había servicio más valioso que el de facilitar a los misioneros el ejercicio de su función y arbitrar las normas de pedagogía religiosa conducentes a una más eficaz evangelización, para lo cual era indispensable la concentración de los indígenas en pueblos y ciudades al estilo castellano. Ofrecer a los individuos protección y servicios exigía también que el Estado fuera eficaz en la recaudación de impuestos, lo que tampoco podía hacerse si la población vivía dispersa. Se trata, en definitiva, de que Castilla llevó a América un nivel distinto de civilización, que tenía sus contrapartidas para el individuo; por eso son inseparables los métodos misioneros empleados en América de las exigencias del Estado moderno. B)

Evolución

1) De 1503 a 1530. Sólo dos años después (1503) de la Instrucción a Nicolás de Ovando, esta idea inicial de convivencia total entre españoles e indígenas se modifica en el sentido de que los indios vivan en pueblos separados. Según Magnus Mórner, dos son las causas de este cambio: la natural y mutua reticencia entre indios y españoles y la práctica habitual en las ciudades andaluzas de que las minorías étnicas (judíos y moros) habitaran en barrios separados. Abona su opinión el hecho de que la misma segregación se produjo más tarde en las minas y en otros centros de trabajo. Parece, pues, que en un principio, y hasta que los indios tuvieron voz para expresar sus deseos y los misioneros suficiente fuerza como para hacer oír su protesta por los abusos contra el indígena, la segregación fue una práctica tradicional castellana. ¡íttiiÍM

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No podemos entrar en el detalle de todas las normas, de gran interés para pedagogos y antropólogos, establecidas durante estos años por el «Estado catequista», pero debemos destacar que en la organización de estos pueblos indígenas todavía se asigna un papel destacado a la labor del apostolado seglar, a cuya colaboración había acudido el papa al confiar a los reyes de España la evangelización de América, dada la escasez de sacerdotes en una Iglesia sumida todavía en profundas crisis. En las Instrucciones del 20 y 29 de marzo de 1503, «una buena persona» sería la responsable del buen gobierno y vida civilizada en estos pueblos, en los que tampoco faltaría un sacerdote, encargado de enseñar a los niños a leer y escribir y de la formación religiosa de todos los habitantes. En las Leyes de Burgos (1512), esa «buena persona» seglar pasa a ser el encomendero, a fin de que fuese más respetado por los nativos. En ellas se recurre, también, a la colaboración del apostolado seglar indígena, pues se considera que la catequesis sería más eficaz si, en vez de hacerla un sacerdote, la ofreciese un joven indio, preferiblemente hijo de cacique, formado previamente por los franciscanos si tenía menos de trece años. Utiliza, pues, el Estado para sus fines el cacicazgo como elemento precolombino aprovechable, con lo que se asegura la colaboración de la nobleza indígena, y si ésta no se da, creará una nueva nobleza para sembrar la desunión en ese grupo social; además, al ser los hijos de los caciques los propagadores de la nueva ideología, el olvido de la antigua será más rápido y eficaz. Un año después (Leyes de Valladolid de 1513) se abría una puerta para promocionar el progreso de los indígenas: a los más aventajados se les podría dar la opción de prescindir de la tutela castellana, viviendo en pueblos autónomos. En las consultas llevadas a cabo por los reformadores Jerónimos en 1517, se volvía a solicitar la colaboración de los seglares, castellanos y caciques indios. En estas consultas surge ya, como fruto de la experiencia de unos cuantos años, la duda acerca de la capacidad de los indios para vivir sin la tutela castellana. En consecuencia, los Jerónimos optan por promover la fundación de poblados indígenas de hasta 400 ó 500 personas, dirigidos por un clérigo y un campesino casado; se sigue, pues, reclamando ayuda de los laicos. También en las dos poblaciones que se permite fundar a Rodrigo de Figueroa, en tiempos ya del emperador (1520), con indios libres de encomienda, junto a uno o dos sacerdotes, habría «un caballero» con funciones rectoras y algunas «buenas personas y de buena instrucción y costumbres», preferiblemente labradores, para enseñar a los indios técnicas agrícolas. Pero Rodrigo de Figueroa no quedó satisfecho del rendimiento de los indígenas, y lo mismo sucedió con Antonio de la Gama, que intentó una experiencia parecida en Puerto Rico el mismo año 1520. En Cuba, Manuel de Rojas seleccionó cuarenta indígenas (1534) para que, a las órdenes del clérigo Francisco Maldonado y del laico Alonso de Poveda, viviesen en un poblado. Pero tampoco esta vez la experiencia dio buen resultado. 2) De 1530 a 1551. Estos repetidos fracasos y el hundimiento de la

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población indígena en las Antillas parece que fueron los causantes de que se plantease, hacia 1530, cuando ya las Ordenes religiosas estaban bien afincadas en Indias, la conveniencia de relevar a los seglares particulares en los puestos de responsabilidad en la evangelización de América, reservándolos para el Estado y los miembros del clero, pero sin abandonar la convicción de que era necesario concentrar en pueblos a la población indígena. A partir de ahora, la contribución seglar a la evangelización de América será ejercida casi exclusivamente por los oficiales reales: será el Estado, cada vez más acaparador y omnipresente, el que se reserve esa responsabilidad y el consiguiente poder. La experiencia negativa acumulada en las Antillas y las tendencias religiosas (erasmianas, utópicas y milenaristas) dominantes en Nueva España parece que coadyuvaron a que la Corona evolucionase en este sentido. Erasmo criticaba el triunfalismo de algunos religiosos que se vanagloriaban del número de indios bautizados, sin preocuparse lo bastante de su instrucción religiosa. Como estudió Phelan, algunos mendicantes, imbuidos de ideas milenaristas, pensaban que los indios eran la nueva cristiandad del final de los tiempos, que había de preservarse del contagio de la vieja. El rumbo que había tomado en Nueva España la encomienda y su fracaso como sistema de tutela y evangelización del indio parecía también aconsejarlo. Estamos, pues, ante un giro importante en la política de la Corona: ésta se va a apoyar cada vez más en la Iglesia y en las Audiencias para poner coto a las ambiciones de los encomenderos, y la evangelización se va a convertir en un asunto exclusivamente clerical, sin más participación laica que la de las instituciones del Estado. El fuerte impulso misionero de los mendicantes hacía posible el cambio. En efecto, por estos años es cuando comienzan a oírse voces de desconfianza acerca de los efectos positivos de la convivencia entre indios y españoles para la verdadera conversión de los indígenas. Los propios indios, quejosos de los abusos cometidos por algunos españoles, pedían se les protegiese mediante leyes que les impidieran entrar en sus pueblos. Desde el momento en que los indígenas pudieron hacer oír su voz reclamando justicia y protección, la reducción dejó de ser un sistema segregacionista para convertirse en un sistema protector de la vida y los bienes de los aborígenes americanos. Fue la segunda Audiencia de México la que primero aconsejó la segregación de los indios para su beneficio religioso (1531). Esto llevó a la Corona, en las Instrucciones de 1535, a aconsejar al virrey Antonio de Mendoza que se enterase de si era conveniente que en los pueblos de indios hubiera españoles. Ese mismo año, un laico, Vasco de Quiroga, oidor de la referida Audiencia, en carta al Consejo de Indias comunicaba que había fundado el pueblo-hospital de Santa Fe para aislar a los indios del mal ejemplo de los españoles. Al año siguiente, el Estado promulga la primera norma que excluía a los españoles de las reducciones: sólo podrían permanecer en ellas el día de su llegada y el siguiente. En 1550, la prohibición se hizo explícita para los españoles vagabundos y solteros, cuyo ejemplo solía ser particularmente pernicioso.

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Era un paso decisivo que ponía en peligro la política de hispanización, sobre todo teniendo en cuenta el celo puesto por la Corona en la promoción de las lenguas indígenas en las universidades, creadas por esos años. 3) De 1551 a 1570. Una vez excluidos los españoles de los pueblos de indios, había que aplicar la misma medida al resto de la población no india. En 1551 fueron excluidos de las reducciones los negros. En 1570, los mestizos y mulatos. Ocho años más tarde se promulga una prohibición general, para negros, mestizos y mulatos, de habitar en las reducciones, y finalmente, en 1600, son excluidos de ellas todos los españoles. Es, pues, a finales del siglo XVI cuando, para preservar la restante mano de obra indígena, cristaliza la legislación segregacionista. En esta labor de preservación del indígena fueron los religiosos quienes más colaboraron con el Estado, en una coincidencia de objetivos que beneficiaba a ambos. 4) De 1570a 1754. Hacia 1570, ante la alarmante disminución de la población indígena, con el consiguiente abandono de la agricultura, comienza el Estado, eficazmente ayudado por los misioneros, a llevar a cabo una política sistemática de reunión de los indígenas remanentes en grandes aldeas misioneras. Dos instituciones, sin embargo, operaban contra este proceso de reducción: la hacienda y el peonaje; ambas fueron absorbiendo población de las reducciones, bien a la fuerza, para saldar deudas, bien de grado, para conseguir un salario que redondease la economía del indígena. También el tributo obligó a muchos indígenas a trabajar de gañanes en las estancias ganaderas, pero el desarrollo de la ganadería hacía tiempo que constituía una amenaza para las tierras de los pueblos de indios. La legislación segregacionista chocaba asimismo con la política de mestizaje habitualmente seguida por la Corona. Es decir, que, como Mórner subraya, otras realidades indianas estaban en conflicto con el desarrollo de la reducción. El desarrollo del latifundio (hacienda) se hizo muchas veces a costa del despojo de las tierras de los pueblos de indios; ante sus dificultades económicas, el Estado protector debió de olvidar su papel legalizando tales despojos mediante la composición de tierras. El Estado, sin embargo, recuperó en 1591 parte de las tierras ilegalmente ocupadas y entregó algunas a los pueblos de indios que habían sido despojados. 5) De 1754 a 1830. La Instrucción sobre composición de tierras, de 1754, fue un intento de reestructurar la distribución de las reducciones para repartir tierras entre los blancos y mestizos carentes de ellas: se reagrupo a varios pueblos pequeños para formar otros mayores, haciendo, al mismo tiempo, más racional la ocupación del espacio útil. A finales del siglo XVIII, algunos ilustrados criollos, especialmente miembros de las Sociedades Económicas de Amigos del País, abogaron por la supresión de las leyes, recogidas en la Recopilación de 1681, que prohibían el acceso de españoles, negros, mestizos y vagabundos a las reducciones, porque las consideraban privilegios de los indios y, al mismo tiempo, un modo de mantenerlos aislados de la corriente general de la civilización y de sustraer un importante caudal de mano de obra al potencial productivo de los diversos países.

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Estos puntos de vista eran con frecuencia compartidos por las autoridades virreinales, como Francisco de Paula Bucarelli, hermano del virrey de Nueva España y gobernador del Río de la Plata, quien, tras ejecutar la orden de expulsión de los jesuítas del Paraguay, ordenó en 1768 que, en contra de lo establecido en la citada Recopilación, se permitiese la entrada de algunos españoles en las reducciones. Santiago de Liniers, virrey del Río de la Plata, consideraba que con el mestizaje desaparecería la lengua indígena y, con ella, la barbarie: esta defensa del mestizaje creó tensiones en el seno de las reducciones, donde los cargos municipales eran electivos. El conde de Revillagigedo, virrey de Nueva España, elaboró en 1794 una Memoria sobre los males de la reducción. Como reacción frente al empuje misionero del siglo XVIII, los ilustrados, que además practicaron una política cultural de signo nacionalista, fueron sensibles a la contradicción existente entre el sistema de reducciones y la castellanización de la población indígena, lo que explica la reiterada normativa de finales de siglo sobre el impulso del castellano, a despecho de las lenguas indígenas, promocionadas por el «Estado catequista» de los siglos xvi y XVII. En la práctica, además, a mediados del XVIII los foráneos se habían infiltrado en la inmensa mayoría de los pueblos de indios, en vías de convertirse en villas de españoles, dado el mayor índice de fecundidad del mestizaje entre español e india. Por otra parte, la mayor necesidad de españoles en las misiones periféricas hizo renacer en muchos misioneros la confianza en la eficacia del «buen ejemplo» de los españoles para la evangelización. De tal modo que, de las pocas misiones vivas que quedaban a comienzos del XIX, parece que sólo las de los capuchinos de Guayana permanecían cerradas a los foráneos. El último capítulo de la historia de las reducciones es la supresión, por los nuevos gobiernos americanos independientes, de unas leyes de segregación que ya apenas se cumplían. En 1813, la Junta de Gobierno de Chile permitió los matrimonios mixtos en los pueblos de indios. En 1826 se decretó en Costa Rica la libertad para vivir donde uno quisiera. Hacia 1830, al disolverse la Gran Colombia, el nuevo Estado de Nueva Granada suprimió las leyes de segregación, y lo mismo hizo el propio Estado español en Filipinas (1844). II. A)

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DOBLE PROCESO DE REDUCCIÓN

Reducción de los indios ya sometidos

En la reducción de los indios ya sometidos, predominante hasta 1573, aunque se prefirió persuadir a los nativos de la conveniencia de vivir en pueblos, a veces también se hizo uso de la compulsión, justificada por tratarse de subditos de la Corona y, por tanto, obligados a plegarse a sus órdenes. De todos modos, la Corona compensó a los indígenas del perjuicio que les ocasionaba el cambio de residencia mediante una reducción del

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tributo a que estaban obligados. La labor de reducir a los indígenas fue llevada a cabo unas veces por las autoridades civiles, otras por las eclesiásticas y otras, en fin, mediante la colaboración de ambas. Pero junto a estas características generales de la reducción de los pueblos sometidos es preciso tener en cuenta la diversidad de espacios geográficos, de substratos de población, de posibilidades económicas, el diverso grado de presencia del Estado moderno a través de sus instituciones, etc., que se presentaban en las diversas regiones de América. Por eso, para conocer lo que fue la realidad concreta del sistema de reducciones no hay más remedio que estudiarlo en los diferentes espacios geográficos. En las Antillas, la rápida desaparición de la población indígena pronto hizo que dejase de ser un problema su reducción a poblados. La reducción de los indios en Guatemala, desde 1538, gracias a la insistencia del obispo Marroquín y a la colaboración de los licenciados Alonso Maldonado y Rogel, fue anterior y modelo de la llevada a cabo en Nueva España. Los franciscanos, desde 1540, y los dominicos, desde 1549, hicieron de la reducción de los indios una de sus tareas esenciales. En Nueva España, tanto la Corona como los concilios provinciales, ante el exiguo éxito de la política de reducción, tuvieron que reiterar repetidas veces su necesidad. Tras el fracaso de la campaña reduccionística llevada a cabo en 1550 por el virrey Luis de Velasco, entre 1598 y 1606 los virreyes Gaspar de Zúñiga y Acevedo y Juan de Mendoza y Luna promovieron una segunda campaña, cuyo fruto fue, para el período 1602-1605, según Cline, la reducción de 245.000 indios, unos 60.000 tributarios, lo que suponía el 12 por 100 de la población en 187 pueblos. La contrapartida inevitable de este esfuerzo fue la disminución de la población indígena por la potenciación del efecto de las epidemias al concentrar la población. En el virreinato del Perú la labor de reducción se vio impedida por las guerras civiles durante mucho tiempo. La primera campaña reduccionista fue llevada a cabo, aunque con poco éxito, por el virrey conde de Nieva. Pero es a don Francisco de Toledo, llegado a Perú después de la celebración de la Junta Magna de 1568 con aires renovadores, a quien corresponde el mérito de haber realizado una labor reduccionista coherente y bien planeada, emprendida tras un detenido reconocimiento del territorio en compañía de autoridades y expertos. Como fruto de sus esfuerzos, según Lohmann Villena, además de elaborar un empadronamiento general de la población indígena del virreinato, que arrojó un saldo de 1.067.697 varones hábiles para tributar, es decir, entre dieciocho y cincuenta años, mediante la creación de núcleos urbanos compuestos de unas 400 familias, «consiguió refundir en uno solo hasta 20 ó 30 rancherías dispersas en los más intrincados lugares». Toledo fue también quien encargó a los jesuitas que colaborasen en la labor reductora. B)

Reducción de los indios aún no sometidos

La reducción de los indios que aún no eran subditos hacía generalmente por medios persuasivos, aunque a ve iban acompañados de soldados para que les defendier;

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labor, como se ha expuesto ya al hablar del sistema de predicación protegida. Sobre la presencia de estos soldados son interesantes los datos que ofrece Pedro Borges acerca de las misiones capuchinas de los Llanos de Caracas: de las 40 incursiones realizadas por ellos con escolta, seis se hicieron con un número de soldados que oscilaba entre 19 y 50; dieciséis, entre 51 y 100; entre 101 y 150, en once; con más de 300, en una, y el resto con una cifra indeterminada. Estos hombres armados no eran soldados profesionales, sino españoles de los pueblos vecinos que se ofrecían voluntariamente o recibían por ello una compensación económica a cargo de la misión. Sólo en cuatro de esas 40 incursiones con gente armada hubo combates con los indios. La intervención de la escolta militar exigía, como previo requisito, que los superiores de la Orden en cuestión obtuviesen el debido permiso del virrey o del capitán de la guarnición más próxima; entre los capuchinos venezolanos del siglo x v m era el Prefecto de la misión y sus asesores los encargados de solicitar dicho permiso; en cambio, entre los jesuítas, intervenía el Provincial y hasta el obispo. Durante la época de la conquista, es decir, oficialmente hasta las ordenanzas ovandinas de 1573, este tipo de reducción se empleó esporádicamente; en cambio, después constituyó la forma habitual de llevarse a cabo la concentración en pueblos. Fue una labor más lenta y laboriosa por tratarse generalmente de zonas marginales, en las que no se había centrado la atención de la Corona en la etapa que va hasta 1573, y donde la dispersión del habitat era mayor, es decir, en el norte de México, oeste, sur y sudoeste de Estados Unidos, diversas regiones de América Central, selvas del Orinoco y Amazonas, y la mayor parte de Chile, Argentina, Paraguay y Uruguay. En estas zonas marginales, amenazadas por los pueblos vecinos, eran a veces los mismos indígenas quienes solicitaban la reducción a poblados en busca de una vida más segura. A veces los misioneros echaban mano de los indios ya reducidos para que los auxiliasen como acompañantes o intérpretes, a veces con armas si se trataba de reducir a otros indios peligrosos, pero lo más frecuente era que los propios misioneros se repartiesen la tarea de atender a los indios ya reducidos y de reducir a otros, de común acuerdo u obedeciendo órdenes superiores. El ejemplo de los indios ya reducidos, cuyo sólo aspecto era una demostración de las ventajas del nuevo género de vida, era también uno de los medios de persuasión utilizados por los misioneros para convencer a los indígenas de avenirse a su reducción. Como decía la Ordenanza 141 de las ovandinas de 1573, «los mantenemos en justicia de manera que ninguno pueda agraviar a otro y los tenemos en paz para que no se maten, ni coman, ni sacrifiquen, como en algunas partes se hacía, y puedan andar seguros por todos los caminos y tratar y contratar y comerciar; áseles enseñado policía; visten y calzan y tienen otros muchos bienes que antes les eran prohibidos; áseles quitado las cargas y servidumbres; áseles dado uso de pan, vino y aceite y otros muchos mantenimientos; paño, seda, lienzo, caballos, ganados, herramientas, armas y todo lo

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demás que de España han habido; y enseñado los oficios y artificios con que viven ricamente y que de todos estos bienes gozarán los que vinieren a conocimiento de nuestra santa fe católica y a nuestra obediencia». No se puede expresar mejor el mensaje del Estado moderno, y esto era lo que los nativos podían percibir, mejor que de ningún otro modo, viendo la diferencia que existía entre su apariencia y la de los indios ya reducidos que acompañaban al misionero. Pero además éste llevaba consigo mil baratijas, herramientas y, a veces, comida para encandilar a los indios. Otra vez Pedro Borges consigna, a este respecto, que los franciscanos de la selva peruana pidieron en 1791 al Colegio de Misiones de Ocopa 400 hachas, 600 machetes, 200 cuchillos, cuatro quintales de hierro, dos arrobas de acero, media arroba de anzuelos pequeños, 1.000 navajas corvas, 8.000 agujas, una caja de chucherías, 500 eslabones, cuatro tijeras podadoras, dos sortijas, 3.000 cruces y 1.000 varas de tocuyo para vestir a los indios. El ceremonial de presentación tenía mucha importancia, dada la mentalidad del nativo: según la Ordenanza 143 de las citadas, el primer contacto con los indígenas debía revestir la mayor solemnidad posible: «para que la oyan (la doctrina cristiana) con más veneración y admiración, estén revestidos a lo menos con albas y sobrepellices y estolas y con la cruz en la mano, siendo apercibidos los cristianos que la oyan con grandísimo acatamiento y veneración para que a su imitación los infieles se aficionen a ser enseñados y si, para causar más admiración y atención en los infieles, les pareciere cosa conveniente, podrán usar de música de cantores y ministriles altos y bajos para que provoquen a los indios a se juntar». Así lo hacían los misioneros, poniendo en juego toda su imaginación y celo para conseguir la atención de los indígenas, quienes, tras unos primeros momentos de admiración por los regalos de los misioneros, solían reaccionar huyendo despavoridos, hasta que, perdido el miedo, volvían a acercarse lentamente a los visitantes. No era frecuente la reacción violenta ante la llegada de los misioneros, sino después, como expresión de rechazo contra la disciplina exigida por los misioneros. C)

Las reducciones jesuíticas del Paraguay (1609-1767)

Las célebres reducciones jesuíticas del Paraguay fueron un conjunto de poblados que, en su máxima prosperidad, llegaron a treinta, establecidos por los misioneros de la Compañía de Jesús en la conjunción de las actuales Repúblicas del Paraguay, Argentina, Uruguay y Brasil. Su celebridad no nace de la originalidad del sistema, practicado en América sin interrupción desde 1501, sino de la perfección a la que fue elevado por los jesuítas debido a su prolongada y exclusiva permanencia en ellas. Iniciadas en 1609, a petición del gobernador de Tucumán, Hernando Arias de Saavedra, estas reducciones, al igual que las del resto de América, pero en grado más avanzado, constituyeron sendas explotaciones agropecuarias autárquicas en las que coexistían la propiedad privada y la comunal, esta última para asegurar la supervivencia de los miembros de la comunidad impedidos para el trabajo. Al frente de cada una de ellas había un represen-

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tante del Estado (corregidor) elegido por el gobernador a propuesta del Provincial de los jesuitas. Estos eran de uno a tres en cada reducción y constituían la verdadera autoridad, puesto que de ellos dependía también la elección de alcaldes, alcaldes de Hermandad, regidores, alféreces, alguaciles, mayordomos y secretarios. La sumisión de un número tan elevado de indios a tan pocos jesuitas se debió en buena parte a que éstos supieron estimularlos mediante la creación de élites o congregaciones. Los vínculos administrativos con el Estado eran el tributo y las levas de soldados, pero cuando éstos aumentaban, el poder de las reducciones era capaz de crear problemas al Estado. Manteníase, aunque subordinada, la autoridad de los caciques, unos 30 ó 40 en cada reducción. La justicia en primera instancia era ejercida por tres padres para la cuenca del Paraná y otros tres para la del Paraguay, relacionados entre sí. Los hermanos coadjutores que habían ejercido la milicia en la vida civil entrenaban militarmente a los indios, pues fueron constantes desde 1611 los ataques de los bandeirantes o paulistas. El poder económico y demográfico de estas reducciones superó al de todas las anteriores. La reducción de San Ignacio de Guazú, por ejemplo, contaba ya en 1613 con 6.000 indios y 130 niños en la escuela local. En 1690 había 26 reducciones con 77.646 indios, y éstos habían pasado a ser 114.599 en 1702. Esta dimensión económica y demográfica se tradujo en poder militar, utilizado en 1680 en apoyar con 3.000 indios armados a los 300 soldados españoles que recuperaron la Colonia del Sacramento, que había sido ocupada por los portugueses. Cuando en 1750 el marqués de Pombal, por el Tratado de Límites, se comprometió a devolver la Colonia del Sacramento, de nuevo ocupada por los portugueses, a cambio de las siete reducciones situadas al oeste del Uruguay, todas las reducciones del Paraguay se rebelaron y hubieron de ser sometidas en 1756 por las tropas mancomunadas de portugueses y españoles. El Tratado de Límites de 1750 fue anulado por el nuevo rey Carlos III en 1760, pero la revuelta jesuita del Paraguay había ocasionado una campaña de ámbito europeo contra los miembros de la Compañía. La expulsión de los jesuitas del Paraguay se llevó a cabo en 1768. Había entonces allí 14 reducciones pertenecientes al obispado de Paraguay y 17 al de Uruguay, con un total de 91.045 indios reducidos. Franciscanos, dominicos y mercedarios sustituyeron a los jesuitas al frente de ellas. III.

EL PENSAMIENTO MISIONERO SOBRE EL SISTEMA DE REDUCCIONES

Como muchas veces se ha destacado, los mendicantes, que tanto celo derrocharon en las Indias, cuando llegaron allí acababan de ser reformados y era común entre ellos el ansia de cumplir estrictamente los consejos evangélicos y de ajustarse en el ejercicio de la labor apostólica a los métodos de la Iglesia primitiva y de los apóstoles. Esta ansia de rigor evangélico, unida en muchos de ellos a una mentalidad milenarista, les hizo luchar, al menos desde 1530 aproximadamente, en pro de la constitución de pueblos de indios libres del mal ejemplo de los españoles. Nadie representa mejor esa

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mentalidad rigorista que el encomendero arrepentido Bartolomé de las Casas. A)

£1 pensamiento de Bartolomé de las Casas Las Casas, arbitrista incansable, propuso cuatro proyectos de reducción: en 1516 pensó en establecer en cada población española unas cuarenta familias de labradores castellanos, a cada una de las cuales se confiarían cinco familias indígenas. Los castellanos enseñarían técnicas agrícolas a los indios y se tendrían que conformar con la mitad de la cosecha, ya que la otra mitad sería para los naturales. Pasado un tiempo, los indios podrían vivir solos. Es interesante destacar, además de lo utópico del proyecto, que Las Casas, en fecha tan tardía, seguía creyendo en la eficacia del buen ejemplo de los españoles. No hay que olvidar que él era una vocación tardía. Pero al año siguiente, 1517, ya presenta el dominico un segundo proyecto, según el cual los campesinos se distribuirían de diez en diez familias por los poblados indígenas. A cada una de ellas se le confiarían seis familias indias, como a los caciques. En cada pueblo habría dos alcaldes, uno cacique y el otro cristiano viejo. Abandona, pues, también Las Casas la fe en el apostolado de los españoles como grupo y lo confía sólo a una minoría de labradores. Esa fe en el campesino como portador de los mejores valores morales y religiosos es común a otros escritores en un momento histórico en que la clase social en auge es la del mercader y el negociante. El campesino, además, era el hombre duro que en un momento de necesidad podía trocarse en soldado, y en su doble condición de campesino y soldado era el auxiliar ideal del misionero y el maestro ideal para el indio, a quien en el reparto del trabajo social se asignó la función de ser el campesino americano. Al año siguiente (1518), influido por la Utopía de Tomás Moro, Las Casas concibe la creación de pueblos de unos 1.000 indios, convenientemente alejados de los núcleos de población española, con cuatro o seis caciques al frente. En cada uno de ellos habría tres jóvenes, hijos de caciques, encargados de enseñar a los niños indios a leer, escribir y gramática. En 1519, Las Casas excogita un cuarto plan: al frente de los pueblos de indios, también de unos 1.000 habitantes, habría una «buena persona y política y que sepa instruirles en agricultura y en plantar viñas y huertas, azúcares y otras cosas útiles»; recibiría un salario de la Corona y entregaría a los visitadores la parte de la cosecha correspondiente a la misma. B)

El pensamiento de Vasco de Quiroga Como se ve, por estas fechas aún conservaba Las Casas alguna confianza en la función apostólica de algunos laicos escogidos, aunque más tarde, en la Vera Paz, sería partidario de preservar totalmente a los indígenas del mal ejemplo de los españoles. Vasco de Quiroga, oidor de la segunda Audiencia de México cuando ésta, en 1531, comenzó a abogar por la segregación de los indios, y desde 1538 obispo de Michoacán, ideó en 1531 los pueblos-hospitales, que en la

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formulación de 1535 tendrían más de 60.000 habitantes cada uno y dos religiosos encargados de la cura de almas; es decir, un proyecto que intentaba adecuarse a la proporción existente entonces en Nueva España entre el número de religiosos y el de indios, y en el que se prescindía de la colaboración de los laicos. Pero ya en 1532 había comenzado a llevar a la práctica su proyecto del año anterior con la fundación de dos pueblos-hospitales, o benéficos, para indios pobres, ambos llamados Santa Fe, uno cerca de México (1532) y otro junto a la laguna de Pátzcuaro (Michoacán), en 1533. Dichos pueblos pretendían ser una recreación de la cristiandad primitiva y una alternativa al nuevo Estado moderno que estaba emergiendo en toda Europa. El Nuevo Mundo, así, y no por última vez, se convertía en acicate para las nuevas ideas y en tierra abonada para la utopía. C)

La mentalidad misionera

Probablemente a consecuencia del origen urbano de las Ordenes mendicantes y de la formación filosófica (más concretamente, aristotélica) de sus miembros, la mayoría de los misioneros americanos del siglo xvi consideraban la vida en pueblos y ciudades como natural al ser racional y político; y a consecuencia de sus raíces culturales latinas (Roma había sido una civilización basada en la vida urbana), identificaban dicho género de vida con la civilización o como un medio para adquirirla. Pero no todos los misioneros fueron favorables a la reducción. Algunos, especialmente los procedentes de regiones españolas con poblamiento disperso, como los vascos y gallegos, fueron sensibles a los daños que representaría para los indios un cambio brusco de vida como el que implicaba el reducirlos a poblados. La presencia de soldados, tanto para auxiliar en la labor reductora como para el establecimiento de misiones en territorio aún no sometido, o como destacamento permanente en territorio misional, no dejó de ser objeto de discusión al plantear el problema de la licitud de la compulsión para la extensión del Evangelio. Para algunos misioneros había que exponer la vida en la propagación del Evangelio, labor en la que las armas debían estar absolutamente ausentes. Entre ellos destacaron en Nueva España, durante la primera mitad del siglo xvi, el oidor erasmiano Vasco de Quiroga, los dominicos Pedro de Córdoba, Domingo de Betanzos y Gregorio de Beteta; Bartolomé de las Casas después de su conversión; los jesuitas Roque González en 1613 y Antonio Ruiz de Montoya en 1619; los franciscanos Juan de Silva en 1621-1630, Julián Chumillas en 1688, Pedro José de Parras en 1783 y Antonio Avellán en 1808; asimismo, el capuchino de Cumaná, Victoriano de Castejón, en 1724. Otros pensaban que los soldados debían estar presentes en la labor reductora para defender la vida de los misioneros, entre los que se contaban el franciscano Juan Focher, en México, en 1574; el jesuíta José de Acosta, en Perú, en 1589, y el obispo de Quito, Alonso de la Peña y Montenegro, en 1668. Ambas posturas se enfrentaron en las misiones capuchinas de Caracas, a finales del XVII, y en las franciscanas de Texas en 1728. En las primeras se

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acordó que los soldados acompañasen a los misioneros porque el gobernador, los cabildos eclesiástico y seglar y los superiores de las Ordenes reunidos consideraron que era el único modo de poder llevar a cabo la reducción de los nativos. Dicha determinación, ratificada por real cédula de 1676, fue anulada por otra de 1689, hasta que, ante las quejas de los capuchinos y un informe favorable del Consejo de Indias, fue ratificada por nueva real cédula de 1692. En cuanto a las misiones franciscanas de Texas, su historiador, fray Isidro Félix de Espinosa, demostró en 1746, frente al parecer del brigadier Pedro de Rivera, que la presencia de la «escolta» era necesaria para salvaguardar la vida de los misioneros y conveniente para inducir a los indios a avenirse a la reducción. Algunos, finalmente, sin abordar teóricamente la cuestión por considerarla espinosa, de hecho reconocían la necesidad práctica de que las armas acompañasen a la cruz en la labor reductora, como el jesuíta Andrés Pérez de Ribas en México (1645), el franciscano Diego de Córdova y Salinas en Perú (1651) y el también franciscano Matías Ruiz Blanco en Píritu (1690). NOTA

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CAPÍTULO 30

MÉTODOS DE

CATEQUIZACION

Por JOSEP-IGNASI SARANYANA

En América, después de unos momentos iniciales en que la evangelización se desarrolló de forma más o menos espontánea y todavía según la praxis peninsular ensayada en Canarias y en Granada, vino una segunda etapa, en la cual los eclesiásticos establecieron pautas misionales conforme a las experiencias recogidas en las Antillas y en tierra firme. Esto sucedió principalmente en los años que van desde 1539 a 1549. Concluida esta segunda etapa con la erección de las iglesias metropolitanas de México, Lima y Santo Domingo (1546), y posteriormente con la iglesia metropolitana de Santa Fe de Bogotá (1564), se abrió el período de los primeros concilios provinciales (I y II de Lima y I y II de México). Continuó después la etapa de la reflexión misionológica, en la cual destacaron dos teólogos de nota: Juan Focher y José de Acosta, a quienes vamos a referirnos extensamente. Finalmente, la consolidación llegó de la mano de los dos grandes Concilios americanos del quinientos: el III de Lima (1582-83) y el III de México (1585). Con ellos puede considerarse por concluida la «evangelización fundante» americana. Concluido este ciclo de la «evangelización fundante» con la celebración de los dos grandes concilios provinciales de Lima y México, puede considerarse plenamente aplicada a Hispanoamérica la Reforma tridentina. La Iglesia en América estaba plenamente persuadida del universalismo de la salvación, sin excluir a los habitantes del Nuevo Orbe. Al mismo tiempo había comprendido que la fe necesaria para salvarse era la misma para todos los hombres, sin reduccionismos improcedentes; por consiguiente, los indios debían creer - e n circunstancias ordinarias- todos los principales misterios cristianos: la Trinidad, la Encarnación y la Iglesia. El bautismo, puerta de la justificación, no debía administrarse a los adultos sin una seria preparación doctrinal y moral. La libertad debía quedar siempre a salvo a la hora de las conversiones, y los niños no podían nunca ser bautizados contra la voluntad de sus padres infieles. Los naturales no serían apartados de los sacramentos, tampoco de la sagrada eucaristía. De todas formas, aunque nadie debía ser discriminado por razones étnicas en la recepción de las órdenes sagradas, no se ordenó de mayores a los naturales y a los mestizos, salvo en casos muy determinados. También se había llegado a un acuerdo sobre el modo de impartir la catequesis, en los dos primeros niveles, y en la forma de continuar la instrucción de los neófitos, y se había apostado por un catecismo único, traducido a las lenguas de los naturales.

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Los catecismos (tres niveles) del tercer Concilio limense fueron publicados y tuvieron una gran difusión. No así los catecismos acordados en el tercer Concilio mexicano, que no llegaron a redactarse. Gran importancia se concedió a la vida de los ministros sagrados por su valor testimonial. Finalmente, se recrudecieron las medidas contra los rebrotes de los cultos idolátricos, más o menos yuxtapuestos.

I.

Métodos de catequización

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LAS PRIMERAS EXPERIENCIAS PASTORALES AMERICANAS

Las primeras experiencias pastorales tuvieron lugar en el marco antillano, a partir del segundo viaje colombino, realizado en 1493. Lógicamente, los misioneros no reflexionaron de modo expreso sobre la empresa que iban a desarrollar; se limitaron a evangelizar y escribieron después, de forma ingenua y sin afán científico ninguno, sus personales impresiones sobre la labor realizada. La Relación de fray Ramón Pane, un ermitaño que viajó en esa segunda expedición, escrita en 1496 y recogida, muchos años después, por Hernando Colón en su Historia del Almirante, constituye el testimonio más próximo y fidedigno. Pane refiere que se dirigió primeramente a dos caciques, cuyos nombres eran Guarionex y Mabiatué. Enseñó al primero, y a los de su casa, las principales oraciones (paternóster, avemaria y credo) «y todas las otras oraciones y cosas que son propias de un cristiano», obviamente en lengua taina, pero no obtuvo ningún resultado, a pesar de haber dedicado dos años a esta catequesis, porque el tal Guarionex acabó enojándose con Pane y lo echó (Relación, c. 25), pues algunos caciques le reprochaban que siguiese la ley cristiana. Otros, en cambio, aceptaron la fe. Pane les predicaba la unicidad divina y la creación. Y así Naboría y otros de su casa «se hicieron cristianos con solamente darles a conocer que hay un Dios que ha hecho todas las cosas y creó el cielo y la tierra, sin discutir acerca de otra cosa, ni se les diese más a entender, porque eran propensos a la fe» (c. 26). También Mahubiatíbire se convirtió y perseveró en la fe, e hizo el propósito de tener una sola esposa, «aunque suelen tener dos o tres, y los principales hasta diez, quince y veinte» (c. 26). De las escuetas informaciones transmitidas por Pane podemos deducir lo siguiente: los primeros evangelizadores se dirigían a los naturales en su lengua; procuraban adoctrinar primero a los caciques; les enseñaban las principales oraciones y sólo los artículos de la fe más fácilmente comprensibles por la razón humana -como la unicidad y la creación- y que más claramente diferenciaban la fe católica de sus creencias ancestrales; tropezaban con las lógicas dificultades de orden social, que dificultaban la labor, como la recriminación de que eran objeto los catecúmenos por parte de otros caciques de colaborar con los españoles (esto prueba que la religión era vista por los naturales más como una forma cultural propia de los

conquistadores que como una fe universal); no ocultaban las exigencias principales de la nueva fe, como la monogamia y otras normas morales cristianas, y no bautizaban de inmediato, sino que esperaban cierto tiempo a que los catecúmenos hubiesen dado señales fehacientes de su idoneidad (se habla de un catecumenado de dos años). Hubo también algunos mártires, como Juan Mateo, que había sido el primer bautizado, en 1496, es decir, tres años después de comenzar la evangelización, que murió a manos de los esbirros del cacique Guarionex. La actividad misional se torció después por obra de la mala política de los colonos españoles, si es exacto lo que nos narra Bartolomé de las Casas en su Historia de las Indias y en otros lugares.

II.

LAS JUNTAS ECLESIÁSTICAS DE MÉXICO

Siguiendo la costumbre peninsular de convocar periódicamente congregaciones eclesiásticas (distintas de las asambleas, en las que sólo participaban eclesiásticos y que tenían finalidad económica, es decir, determinar cómo debía recogerse el «subsidio» que la Iglesia pagaba a la Corona), Hernán Cortés reunió una primera Junta en 1524, que fue denominada «Junta apostólica». En ella se «juntaron» los doce frailes franciscanos, recién llegados a Tenochtitlán, con Hernán Cortés y algunos eclesiásticos y letrados, para deliberar en común sobre los diversos desafíos que presentaba la evangelización de las tierras mezoamericanas, y determinaron, acerca del bautismo, «que se administrase dos veces en cada semana a los catequizados», el domingo por la mañana y el jueves por la tarde. Estas Juntas fueron particularmente frecuentes en tiempos del obispo fray Juan de Zumárraga (1528-1548), y algunas tuvieron un carácter parecido a los concilios provinciales, aun cuando la archidiócesis de México no fue erigida hasta 1546. Vamos a fijarnos ahora sólo en aquellas Juntas que estudiaron expresamente asuntos relacionados con la catequización. A)

Normas sobre la instrucción prebautismal y la comunión

En noviembre de 1535 se congregaron los religiosos de la Nueva España, en presencia de Fuenleal y de Zumárraga, para tratar sobre el bautismo de los indígenas. Como se sabe, se polemizaba sobre la preparación que debía exigirse a los naturales y sobre la forma como debía administrarse el sacramento. Los dominicos entendían que debía posponerse hasta que los indios estuviesen suficientemente dispuestos, no sólo por el conocimiento de la doctrina, sino incluso habiendo demostrado fehacientemente que eran capaces de practicar la moral cristiana. Los franciscanos, en cambio, eran mucho más indulgentes. Ambas posiciones tenían sus ventajas y sus inconvenientes, y los misioneros no llegaban a un acuerdo. Es probable que en la Junta también tomara parte el virrey Antonio de Mendoza (1535-1550), recién llegado a México. A mediados de 1536 se reunió otra Junta, convocada por el virrey, en la

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que se estudió cómo «debían apartarse (los naturales) de las idolatrías y de los sacrificios que solían hacer y de los otros ritos y costumbres (suyas)». Las conclusiones de la Junta fueron enviadas a la metrópoli, de donde volvieron incorporadas a una real cédula de 10 de junio de 1539. Fue, sin embargo, en abril de 1539 cuando tuvo lugar la Junta de mayor importancia para la planificación de la evangelización mezoamericana, en la que intervinieron Juan de Zumárraga, obispo de México, Vasco de Quiroga, obispo de Michoacán, y Juan de Zarate, obispo de Oaxaca. Julián Garcés, obispo de Tlaxcala, firmó también las actas aunque no estuvo presente. Asistieron también los religiosos de las tres Ordenes mendicantes que trabajaban en México. Fue debatido el modo de administrar el bautismo, a propósito de la bula Altitudo divini consilii, de Pablo III, del 1 de junio de 1537. De esta Junta se conservan las actas, donde se detalla en veinticinco puntos todo lo tratado, dando traslado al rey. Es interesante consignar que los obispos determinaron que se hiciera un «manual» o ritual, «para que todos los ministros lo sepan». Este manual se publicó al año siguiente, con el título de Manual de adultos. Desgraciadamente, sólo se conservan dos folios de aquel importantísimo ritual. El comienzo de este manual reza así: Christophorus Cabrera Burgensis ad lectorem sacri baptismi ministrum: Bicolon Icastichon. También determinaron los prelados administrar las órdenes menores a algunos mestizos e indios, elegidos entre los más hábiles, y conocedores de lenguas, capaces de administrar el bautismo a los naturales. Además, se tomaron algunas medidas para evitar el peligro, siempre próximo, de sincretismo religioso, limitando el número de oratorios y de iglesias, «que tienen en mucha cantidad, cada indio casi la suya, como solían tener sus dioses particulares cada uno», y regulando también la celebración de fiestas litúrgicas en el interior de los templos, de forma que no se introdujesen en ellos restos del folclore indígena que tenía sabor a culto pagano, como los «voladores». Sobre la comunión eucarística, los obispos insistieron en que se cumpliese por Pascua, recordando también la necesidad de confesar, lo cual les parecía de especial urgencia en aquellas tierras, más «que en Castilla, por la mucha disolución y aparejos que hay de haber tantos amancebados y solteros y casados, y por otras muchas legítimas causas que tenemos para lo ansí hacer y mandar cumplir». En todo caso, los naturales no debían ser privados del bien de la eucaristía con tal de que estuviesen bien dispuestos y tuviesen capacidad de «discernir entre el Pan sacramental y el material», pues este sacramento «no se da por mérito, sino por remedio y medicina de los que lo reciben como deben». Por lo que respecta al litigio del bautismo, testimonia fray Toribio de Benavente, uno de los más directamente implicados en la polémica, que los obispos determinaron, en su Junta de 1539, que la bula pontificia se guardase de la siguiente forma: «El catecismo dejáronle al albedrío del ministro; el exorcismo, que es el oficio del bautismo, abreviáronle cuanto fue posible, rigiéndose por un misal romano, y mandaron que a todos los que se hubie-

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ren de bautizar se les ponga óleo y crisma, y que esto se guarde por todos inviolablemente, así con pocos como con muchos, salvo en urgente necesidad. Sobre esta palabra urgente hubo hartas diferencias y pareceres contrarios, sobre cuál se entendería urgente necesidad, porque en tal tiempo una mujer, y un indio, y aun un moro, pueden bautizar en fe de la iglesia, y por esto fue puesto silencio al bautismo de los adultos, y en muchas partes no se bautizaban sino niños o enfermos» (Historia de los indios de la Nueva España, II, c.4, n.215). Como puede advertirse, continuaba la polémica, por lo cual hubo otra Tunta de obispos en 1540 sobre los mismos temas. Los franciscanos, como el citado Motolinía, siguiendo en esto las opiniones de fray Juan Tecto (f 1525 en México), procuraban simplificar al máximo las ceremonias del bautismo, limitándose, en muchos casos, al puro signo sacramental. Los otros, sobre todo los dominicos, insistían en que el bautismo se administrase como se hacía en España. Como no llegase la paz, a pesar de la intervención pontificia de 1537, Carlos V convocó una Junta de teólogos, que se reunió en Salamanca, en julio de 1541. Los teólogos, entre los cuales se contaba Francisco de Vitoria, respondieron: «Esos bárbaros infieles no han de ser bautizados antes de que hayan sido suficientemente instruidos, no sólo en la fe, sino también en la conducta cristiana, por lo menos en lo que es necesario para la salvación, y no antes de que sea muy verosímil que entiendan lo que se les administra». (Quedaba pendiente, pues, cuál era la mínima instrucción necesaria para poder ser bautizado y qué misterios de la fe debían creerse para alcanzar la salvación, sobre lo cual hubo también una larga polémica entre los teólogos españoles, como veremos más adelante, y en la que Acosta destacó por su prudencia y buen tino.) B)

Determinación de las dos «doctrinas» sinodales

A mediados de junio de 1546 se reunió en México la más importante Junta de obispos habida hasta entonces, con la presencia de los prelados de México, Guatemala, Oaxaca y Michoacán, sumándose el de Chiapas (Las Casas) cuando ya estaba iniciada. Faltó el de Tlaxcala, por estar vacante esta sede. Las sesiones duraron cuatro meses, y se sabe que acordaron un buen número de materias, entre ellas la edición de dos «doctrinas» para la evangelización de aquellas tierras, una corta y una larga, que debían traducirse a las lenguas de los naturales. Se acordó que la breve fuese la Doctrina cristiana que había preparado el franciscano Alonso de Molina, y que la larga fuese la Doctrina cristiana para instrucción de indios, elaborada por los dominicos sobre unos materiales de fray Pedro de Córdoba. También se estudió la administración de la eucaristía a los naturales, y las condiciones que debían exigirse para su administración. Los dos catecismos citados fueron publicados en 1546 y 1548, respectivamente. Por su indudable calidad técnica, y por su condición bilingüe, contribuyeron sobremanera a la implantación de la Iglesia entre los naturales. El catecismo alonsiano era una breve cartilla, inspirada en la catequesis de la metrópoli y acorde, por tanto, con las prescripciones sinodales penin-

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sulares. Algunos historiadores piensan que pudo inspirarse en una cartilla similar, redactada por San Juan de Avila en fecha incierta, quizá entre 1527 y 1540. Constaba de 12 pequeños capítulos, en los que se exponían las principales oraciones del cristiano, los artículos de la fe, los mandamientos de Dios y de la Iglesia, los sacramentos, etcétera. En un apéndice final figuraba un breve cuestionario con «preguntas que se han de hacer a los adultos cuando se bautizan» y una breve «amonestación para los que se acaban de bautizar». En el colofón se indicaba que «esta doctrina sirve para los indios que saben leer, y para los que la quieren hacer leer en sus casas, y para los niños que estudian en las escuelas, los cuales la dicen cada día a voces, toda o la mayor parte de ella». He aquí unas noticias de gran valor sobre cómo se daba la catequesis a los comienzos de la evangelización mexicana, tanto en familia como en las escuelas. Al mismo tiempo, este colofón parece indicar que se había llegado ya a un cierto acuerdo sobre la preparación prebautismal. La doctrina cordobiana, en cambio, que era una reelaboración de la edición primera, auspiciada por Zumárraga en 1544, tenía otro carácter. Precedida también por una brevísima cartilla en forma de preguntas y respuestas, constaba de cuarenta sermones, distribuidos en varios apartados: sobre los artículos de la fe, los mandamientos, los sacramentos, las obras de misericordia, otras verdades (escatología, virginidad cristiana y unidad de la Iglesia católica), significado de la cruz, catequesis mistagógica (es decir, instrucción relativa a los recién bautizados). Por el colofón sabemos que este catecismo estaba destinado «en especial para los naturales de esta tierra, para que sean fundados y roborados en las cosas de nuestra santa fe católica. Y animados para la guarda de los mandamientos divinos (...)». Los obispos habían elegido este catecismo para la segunda etapa de la formación de los naturales, para facilitar la predicación de los sacerdotes en la lengua méxica, y también para que los fiscales de indios pudiesen sustituir a los sacerdotes en la catequesis, cuando escasease el clero.

III.

LA «INSTRUCCIÓN» DE JERÓNIMO DE LOAYSA (1545-1549)

Por los mismos años en que Zumárraga impulsaba la evangelización en Mezoamérica, la labor apostólica era lenta y difícil en el Incario, conquistado en 1533 por Francisco Pizarro. Uno de los primeros documentos americanos que intentaron sistematizar la catequización en aquellas tierras y potenciarla fue la Instrucción para curas de indios, del obispo de Lima fray Jerónimo de Loaysa, religioso dominico, que ocupó aquella sede desde 1537 a 1575 y que fue también su primer arzobispo. Felipe II, entonces todavía regente de España, le había animado, en 1544: «Si acaso a esa ciudad (Lima) se viniesen a juntar los obispos del Cuzco y Quito, vos y ellos platicaréis las cosas que viéredes que son necesarias proveerse tocantes al aumento y ampliación de nuestra santa fe católica y a la edificación y buen servicio de las iglesias de vuestros obispados y proveeréis en ello lo que viéredes que conviene». En

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aquellas fechas Lima no era todavía arzobispado y el Perú se hallaba inmerso en las largas y sangrientas guerras civiles. Por ello Loaysa tuvo que conformarse con publicar una importante Instrucción, en forma de sinodales, dirigida a los sacerdotes que eran curas o doctrineros de indios. La Instrucción fue terminada en 1545 e impuesta como obligatoria a todos los curas que estaban bajo su jurisdicción. Dominada por La Gasea la rebelión de Gonzalo Pizarro y pacificado el Perú, volvió Loaysa a ocuparse de su Instrucción, que corrigió y revisó, comunicándola con el mismo La Gasea, con el obispo de Quito y con el oidor de Lima. Acabada la corrección en febrero de 1549, fue firmada por el arzobispo y entregada para su ejecución. En primer lugar, y como justificación de la presencia de los españoles en América, y en clara alusión a la polémica sobre los títulos de conquista, la Instrucción afirmaba: «Por cuanto el título y fin del descubrimiento y conquista destas partes ha sido la predicación del Evangelio y conversión de los naturales dellas al conocimiento de Dios nuestro Señor y, aunque esto generalmente obliga a todos los cristianos que acá han pasado, especialmente, y de oficio, incumbe a los prelados en sus diócesis». A)

Sobre la obligación de bautizarse

Asimismo trataba sobre la obligatoriedad del bautismo de los indios - n o sobre la preparación requerida-. El tema de la obligatoriedad era también cuestión debatida por la teología de aquellos años, pues en última instancia estaba enjuego la verdadera libertad del hombre en su fuero íntimo. Como se sabe, la misma cuestión se había presentado en la Edad Media, cuando los teólogos analizaron la libertad de los judíos y de los musulmanes frente a la predicación de los católicos y la licitud o no de resistirse al bautismo sacramental; y todas las facultades de teología y los estudios generales de las Ordenes religiosas enseñaban las tres posiciones clásicas sobre el tema: la de Santo Tomás, la de Juan Duns Escoto y la de Durando de San Porciano. Sentado por la Instrucción el principio de que nadie puede ser compelido a abrazar la fe, sino sólo persuadido con la verdad del Evangelio y con la ley de la gracia, insistía aquélla en la necesidad de cerciorarse, antes de bautizar a adultos, si acudían libremente a recibir tal sacramento, y, en caso de niños, si se contaba con la autorización de sus padres: «Ninguno bautice niños o muchachos que no hayan llegado al uso de razón sin voluntad de sus padres naturales, si los tienen, o de las personas que están en lugar de padres y los tienen a cargo». Esto para los hijos de paganos. (Como ya se sabe, ésta era la tesis de Santo Tomás.) Para los naturales ya cristianos, la Instrucción establecía el mismo comportamiento que para los hijos de españoles. En todo caso, para bautizar a un adulto prescribía que, en caso de peligro de muerte, «primero supiera signarse y santiguarse y el credo y paternóster y avemaria y los mandamientos». De no estar en urgente necesidad, exigía una catequesis más detallada, «platicándoles los artículos de la fe y diez mandamientos», que debía durar un mes. El bautismo debía administrarse con toda solemnidad, es decir, con óleo y crisma y en la iglesia.

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La catequesis bautismal Entre las medidas generales, la Instrucción disponía que «doctrinen y enseñen los dichos naturales (...) conforme a lo contenido en las cartillas que de España vienen impresas», evitando las cartillas en lenguas de los naturales que todavía no hubiesen recibido las correspondientes licencias del Ordinario; que usasen «de ciertos coloquios o pláticas que están hechos en su lengua en las cuales se trata de la creación y de otras cosas útiles (...) y tratarán que los niños hablen y sepan nuestra lengua, porque los que ya son hombres con mucha dificultad la tomarán»; que comenzasen la evangelización por los «hijos de los principales del dicho repartimiento que está a su cargo», de manera que después esos hijos de principales se convirtiesen ellos mismos en catequistas; que se edificase «una casa a manera de iglesia donde los indios se junten a oír la doctrina cristiana y donde se diga misa, adornando el altar de la mejor manera que ser pudiere y poniendo en él alguna imagen o imágenes; y para que en la dicha casa se administrasen los sacramentos del bautismo y matrimonio y penitencia». Ninguna alusión a la sagrada eucaristía ni aquí ni en el resto de la Instrucción. De estas indicaciones generales conviene subrayar la insistencia en que se trabajase con niños, quizá porque se conocía la óptima experiencia mexicana en este sentido, cuando los franciscanos decidieron fundar el colegio de Tlatelolco, dirigido principalmente a los hijos de caciques. Y, quizá también por el mismo motivo, se insistía en la oportunidad de componer unos coloquios o sermones dialogados en lengua de los naturales, porque también en el norte se había manifestado esta práctica muy útil y eficaz, como testimonia Bernardino de Sahagún, que nos narra las pláticas que tuvieron los frailes franciscanos con los principales aztecas y con los sátrapas. (Motolinía insiste, en cambio, en que los frailes comenzaron dirigiéndose a los niños.) La Instrucción ofrece directrices concretas de carácter pastoral. Insiste en que la catequesis comience despertando a los naturales de la idolatría en que habían estado inmersos, moviéndoles al temor de Dios, que «está enojado dellos» por sus pasados errores; recomienda que se les hable sobre la inmortalidad del alma, «haciéndolos entender cómo, aunque los cuerpos mueren, las ánimas son inmóviles», en clara alusión a sus creencias metempsicóticas; señala que se prediquen especialmente los atributos divinos que nos muestran la amabilidad de Dios, «suma bondad», «universal criador y hacedor nuestro y de todas las cosas», y que el hombre es el centro de la creación; que se les comenten las razones de la Encarnación, hablándoles del primer pecado de Adán y Eva, de los engaños del demonio, de la universal transmisión del pecado original, del nacimiento de Dios de una Virgen, etcétera, y de los premios y castigos después de la muerte. Esta Instrucción habría de tener una gran influencia en los planes misionológicos peruanos posteriores, pues encontramos rastros de ella tanto en los tres primeros concilios limenses (1551-52, 1567-68 y 1582-83) como en las constituciones sinodales de Santa Fe de Bogotá de 1576. Puede afirmarse, pues, que la evangelización de Sudamérica fue llevada a cabo según el modelo misional concebido por Jerónimo de Loaysa, repensado y tematiza-

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do posteriormente por José de Acosta y plasmado en el III Concilio límense, el de Santo Toribio de Mogrovejo. Fue esta Instrucción, por tanto, para los virreinatos sureños, lo que la Junta eclesiástica de abril de 1539, y los acuerdos allí tomados, para el virreinato de México. IV. A)

LOS MANUALES PARA MISIONEROS

El «Itinerarium catholicum» de fray Juan Focher (1574)

En 1574 se publicaba, en Sevilla, el Itinerarium catholicum del franciscano Juan Focher, fallecido dos años antes, y dispuesto para la imprenta por fray Diego de Valadés, correligionario suyo. Esta obra, que es un manual para los misioneros -prescindamos ahora de la discusión sobre su origen y de los supuestos retoques introducidos por Valadés-, constituye obligada referencia para comprender el espíritu con que los franciscanos, y, en general, los primeros evangelizadores, se allegaban a los naturales. 1) Fundamentos de la evangelización. Dividido en tres partes, el libro establece, en la primera de ellas (caps. I-III), los tres principios fundamentales de la nueva misionología americana: primero, la consideración de la voluntad salvífica universal de Dios, sin la cual no tendría sentido la tarea evangelizadora; segundo, la firme convicción de que los misioneros que eran enviados a Indias —después de una selección rigurosísima- correspondían a una particular llamada divina, o sea, a una vocación específica a trabajar tan lejos de su patria, donde habrían de superar peligros e incomodidades sin número, y tercero, la determinación, y su posterior sistematización, de las condiciones de idoneidad de los misioneros destinados a América. Sobre estos tres pivotes debía asentarse, según Focher, la tarea evangelizadora americana y su planificación pastoral para que fuese fructuosa. Por los mismos años en que Focher reunía sus experiencias, Bernardino de Sahagún, otro destacado franciscano, redactaba sus Coloquios y doctrina cristiana (1564), en los que también formulaba el tema de los primeros fundamentos de la evangelización americana. Sahagún establecía cuatro (cf. prólogo): primero, la particular vocación divina de los frailes pasados a América; segundo, el carácter «desinteresado» de la misión evangelizadora, por parte de todos los que intervenían en ella; tercero, el origen divino de la doctrina que se trasmitía a los naturales, y cuarto, la concepción de la santa Iglesia católica como el reino de los cielos en el mundo, gobernada por Dios y por su Vicario en la tierra, que habita en Roma. Si comparamos los «fundamentos» misionológicos de Focher con los de Sahagún, advertimos algunas semejanzas, pero también diferencias. Lógicamente, coinciden en afirmar el carácter sobrenatural de la evangelización americana y en subrayar la particular vocación de los frailes que pasaban a América para llevarla a cabo. Pero mientras Sahagún parece inclinarse más por los planteamientos eclesiocéntrieos, presentando a la Iglesia de los viadores como reino de Dios en la tierra y comparando la conversión de los aztecas con la efusión pentecostal de los tiempos apostólicos, Focher ofrece una especulación más teocéntrica, donde la evangelización americana en-

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tronca con la voluntad salvífica universal.de Dios. Las dos perspectivas son, ciertamente, complementarias, pero parecen responder a distintos intereses: Focher, al de justificar que Dios llama a los paganos, según «la doble vocación divina a la fe» (primero a los judíos, después a los gentiles); Sahagún, por el contrario, parece desenvolverse en un terreno más polémico, quizá en el contexto de las discusiones eclesiológicas que agitaron los primeros momentos de la evangelización americana. En todo caso, tanto uno como otro ponen de relieve la profunda reflexión teológico-misional que se estaba produciendo en Mezoamérica, apenas cincuenta años después de la llegada de los primeros misioneros. 2) Instrucción de los naturales. Focher recomienda seguir las disposiciones pontificias sobre los tiempos y la forma de bautizar: esperar a la Pascua y a Pentecostés, y comenzar por los exorcismos prescritos veinte días antes de la fecha del bautismo. Señala que al exorcizar se debe preguntar: «Os hemos enseñado, en efecto, estas cuatro cosas: lo que debéis creer, lo que debéis evitar, lo que debéis hacer y las cosas que tenéis que pedir y esperar. ¿Estáis dispuestos a practicar estas cuatro cosas?» (II, c.IV). He aquí las cuatro piezas fundamentales de la catequesis católica, tal como la hallamos sistematizada desde San Agustín: credo, decálogo, sacramentos y oración dominical. Después del bautismo solemne, que Focher describe con todo detalle, como si se tratase de un ritual (al término de la obra publica las rúbricas: III, c.7), recomienda que los neófitos permanezcan unos días con los frailes para facilitar su asistencia a la misa diaria y a los oficios (II, c.4). Cuando ello no fuere posible, «adviértales (el fraile) que todos los días se pongan de rodillas en dos o tres momentos en sus casas, o en otro lugar, recitando el Padrenuestro, Avemaria, Credo y Salve Regina, los mandamientos de Dios y demás cosas que aprendieron. Dígales que si pueden venir todos los días a misa no dejen de hacerlo, al menos los domingos y festivos. Que si están muy distantes del lugar donde se celebra, vengan al menos en las grandes solemnidades (...)». Entre otras recomendaciones sobre el descanso dominical, los ayunos establecidos, etc., Focher insiste en que se les recuerde la confesión anual, o si caen enfermos, y que «no frecuenten la compañía de los que todavía no son cristianos». En definitiva, este Itinerarium muestra una evangelización llevada a cabo concienzudamente, sin precipitaciones, en la que se concede mucha importancia a la formación prebautismal y a las rúbricas del bautismo solemne; también denota la importancia que se concedía a la confesión sacramental, a la asistencia a misa y a la oración vocal. No hay, en cambio, referencias expresas a la comunión eucarística, lo cual quizá sea indicativo de una mentalidad restrictiva en la administración de este sacramento. La indicación de que los neófitos no se comuniquen con paganos responde a una elemental norma de prudencia, que siempre ha recomendado la Iglesia, sobre todo dificultando los matrimonios mixtos, y que veremos repetida por Acosta.

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B)

Las ideas misionológicas de José de Acosta En 1572 llegaba a Perú el jesuíta José de Acosta. A los cuatro años, y después de visitar atentamente buena parte del extensísimo territorio de aquel virreinato, terminaba de redactar su famosa obra: De procurando indorum salute (1576). Este opúsculo, que constituye uno de los manuales más importantes de la primera misionología americana, a los ochenta y cinco años del primer viaje colombino, recapitula, de forma magistral, las tradiciones teológicas salmantinas - q u e con frecuencia revisa-, las experiencias pastorales novohispanas y los contenidos principales de la Instrucción loaysiana. La dedicatoria al Prepósito general de la Compañía de Jesús, que está fechada en 1577, resume los fines que Acosta perseguía al redactar su libro: levantar el ánimo de los misioneros, algo decaído por la hasta entonces infecunda evangelización peruana, y resolver algunas cuestiones teológicas que estaban en litigio en aquellas tierras sureñas. La obra quedó estructurada en seis libros: sobre la esperanza de salvación de los naturales (I), cómo llegó el Evangelio al Perú y la cuestión de los títulos justos (II), la administración civil del Perú (III), los ministros espirituales del Perú (IV), sobre el modo de catequizar (V) y sobre la administración de los sacramentos (VI). Se pueden apreciar algunas semejanzas entre la obra de Focher y la de Acosta: tratan ambas el tema de la universal llamada a la salvación; las dos se interesan por las condiciones de idoneidad de los agentes de la evangelización; tanto una como otra prestan especial atención a la catequesis y a la administración de los sacramentos; finalmente, ambas estiman justificada - e n determinados casos y bajo condiciones bien precisas: siempre en legítima defensa y respondiendo a provocaciones y ataques- la guerra contra los naturales. Focher, en efecto, había recomendado la guerra contra los chichimecas (III, c.I-III), y ahora Acosta lo hace contra los indios del Perú: «no sólo será lícito a los nuestros defenderse y protegerse, sino además resarcirse de esos daños y vengar la afrenta recibida y, si fuese preciso, actuar con energía y reivindicar su derecho por la guerra» (II, c.XV). Interesa aquí destacar que para Acosta nunca era lícita la guerra contra los bárbaros por causa de su infidelidad, aun contumaz (II, c.II), ni por sus crímenes contra naturaleza (II, c.III y IV), ni tampoco para defender a los indios inocentes frente a sus propios tiranos (II, c.VI). 1) Universal llamada a la fe. Muy relacionado con el tema de la guerra, Acosta se cuestionó la conveniencia de la «evangelización pacífica» (II, c.XII). A tenor de la experiencia misional americana y asiática, rechazó el método de la «predicación apostólica» -propugnado, p.ej., por Las Casas-, que consideraba peligroso para los propios misioneros, pues se habían perdido muchos en intentos anteriores, y propugnó el método de las «entradas», es decir, los misioneros protegidos por soldados. Pero veamos ya sus ideas sobre la universal llamada a la salvación. «No hay raza ninguna de hombres que esté excluida de la predicación del Evangelio y de la fe» (I, c.I, n.l). «En definitiva, ningún linaje de hombres, por inculto y salvaje que sea, se ha de considerar ajeno a la salvación del Evangelio: Dios no llama a nadie sin concederle al mismo tiempo el entendí-

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miento y la gracia proporcionada para alcanzar la meta a la que lo llama (...). A nosotros toca, ya que recibimos el mandato de ir a todos, no desatender a nadie, llamar a todos, atraer a todos, reunir a todos» (I, c.VI, n.l). Acosta sostiene aquí, sobre la base de la universal llamada a la salvación eterna -dogma de la única predestinación-, la tesis tomista clásica: Dios concede siempre las gracias proporcionadas a cada uno para que pueda alcanzar los objetivos sobrenaturales a los que ha sido llamado. Pero bien entendido que la gracia no destruye la naturaleza, sino que la supone y la perfecciona (Summa Theologiae I q.l a.8 ad 2; q.2 a.2 ad 1). En este punto, Acosta se revela como un humanista consecuente: la naturaleza humana puede, y debe ser dispuesta, para facilitar la acción de la gracia, por medio de una adecuada labor educativa, entendida ésta en su sentido más amplio: «Mas el indio, se dirá, es de costumbres desvergonzadas, se deja llevar de la gula y de la lujuria sin control alguno y practica con increíble tenacidad la superstición. Pues bien -continuaba Acosta-: también para él hay salvación si se le educa» (I, c.VII, n.3). Y aquí el teólogo jesuíta desarrolla su programa educativo, que ha pensado especialmente para los indios del Incario. Hay que atender, además, a otros obstáculos, que pueden dificultar la evangelización y que, de hecho, la habían frenado: el pésimo ejemplo de los españoles, las molestias que los neófitos sufren de sus connaturales (curacas, caciques y, sobre todo, hechiceros) y el profundo arraigo que tienen las antiguas costumbres. Como se puede comprobar, son obstáculos que ya habían sido señalados al comienzo por Ramón Pane. Por ello, Acosta recomienda: «Hay que retenerlos durante mucho y largo tiempo, a fin de que entiendan lo que profesan, abandonen la vieja costumbre de la idolatría y se revistan de nuevas costumbres» (II, c.XVIII, n.3). Una vez más, y como ya vimos en la Relación de Pane, se prefiere esperar prudentemente, antes del bautismo, y se insta a prestar una gran atención a los recién bautizados, para evitar que se pierda el esfuerzo evangelizados 2) Idoneidad de los ministros. Supuesta la universal llamada a la salvación, Acosta pasa revista a las condiciones de idoneidad de los misioneros. Interesa destacar aquí el capítulo que dedica a la ciencia de los ministros: «de ciencia debe tener el nivel y medida que comúnmente se cree oportuna» (IV, c.X, n.2). Concretamente, debe conocer el Catecismo tridentino, los rituales para la administración de los sacramentos, los pecados reservados, los privilegios concedidos por los sumos pontífices a los neófitos y «demás cosas por el estilo». Debe, por último, estar bien informado sobre las costumbres religiosas de los indios, así como también tener un conocimiento suficiente de su lengua. Este programa de formación sacerdotal pasaría, pocos años después, a los instrumentos pastorales del III Concilio límense. Acosta recuerda la necesidad de que el Nuevo Orbe cuente con buenos teólogos. En esto se revela, una vez más, la perspicacia del hombre de gobierno, que prevé las dificultades más allá de los problemas diarios. Son tres las razones alegadas por Acosta: 1.°, porque la doctrina teológica es muy necesaria para desarraigar completamente los viejos errores y defender la nueva religión; 2.°, porque en el Nuevo Orbe habrá asuntos nuevos, costumbres nuevas, leyes, contratos y, en fin, formas de vida todas muy distintas: «si

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la luz de la sagrada doctrina no las ilumina y de manera abundante, necesariamente los hombres quedarán envueltos en espesas tinieblas de ignorancia», y 3.°, porque las distancias con la metrópoli son inmensas, lo cual no permite la consulta de los asuntos a las facultades españolas (cf. IV, c.XI). Como se sabe, por los años en que Acosta escribía estas páginas sobre la necesidad de buenos teólogos, ya estaba fundada la Universidad de Lima, pero no funcionaba a pleno rendimiento, hasta el punto de que el virrey Toledo tuvo que aplicarse seriamente a reorganizarla. 3) Necesidad de la fe para salvarse. A mediados del siglo XVI, y a propósito del descubrimiento de América, se discutía en Salamanca sobre la necesidad de la fe para salvarse, y, más en concreto, sobre qué verdades o artículos de la fe debían creerse para alcanzar la salvación. Se hablaba así, glosando la carta a los Hebreos, de dos verdades necesarias para la primera justificación: creer en la existencia de Dios y creer que Dios es remunerador. Acosta se enfrentó decididamente a estas tesis, insistiendo en que los naturales debían ser adoctrinados, para el bautismo, no sólo en la existencia de Dios y en la retribución de nuestras obras, sino también en los misterios de la Santísima Trinidad, de la Encarnación del Verbo y de la Iglesia, porque nadie podía salvarse sin creer en ellos (IV, c.I-VII), con las lógicas excepciones de los indios viejos y los moribundos, que no podían ser catequizados con tanto detalle. Sobre la administración de los sacramentos, recomendaba Acosta una preparación prebautismal de un año de duración por lo menos, salvo en peligro de muerte (Pane había esperado hasta dos años); se adhería a la tesis de Tomás de Aquino sobre la ilicitud de bautizar a los niños contra la voluntad de sus padres, incluso en peligro de muerte de los pequeños; se lamentaba de que se apartase a los indios del sacramento de la comunión (siguiendo en esto al I límense) y pugnaba para que se les confesase con la debida frecuencia, e insistía en que se les confirmase. En cambio, no era partidario de la ordenación de indios ni de mestizos.

V.

A)

LAS SÍNTESIS MISIONOLOGICAS DEL III LÍMENSE Y DEL III MEXICANO

El III Concilio provincial límense (1582-83)

Fue convocado el III Concilio límense por el arzobispo Toribio de Mogrovejo, en 1581, de común acuerdo con el virrey Martín Enríquez de Almansa. Se abrió el 15 de agosto de 1582 y se cerró el 13 de octubre de 1583. No es quizá el momento de ponderar la trascendencia de este Concilio para la evangelización del virreinato peruano, y aun del resto de Hispanoamérica, pues ha estado vigente hasta el Concilio plenario de 1899, celebrado en Roma. Bastará, pues, que demos noticia de las decisiones más importantes adoptadas en él con vistas a la evangelización de aquel vasto continente sureño. Este Concilio, como ha probado Antonio García ofreciendo completos cuadros estadísticos comparativos, expresa bien a las claras la tradición de

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P.III.

los Concilios I y II limenses y los puntos de vista del P. José de Acosta, presente en él como destacado teólogo. A su vez, estas tradiciones misionológicas son tributarias, en buena medida, de la Instrucción de Jerónimo de Loaysa. Se propone, «siguiendo los vestigios del Concilio de Trento, publicar un catecismo peculiar para toda esta provincia» (ses.II, c.III). Perseguía, pues, implantar un catecismo único en tres niveles (cartilla, doctrina breve y catecismo por sermones), traducido a las dos lenguas principales del Incario: el quechua y el aymará. Determinó, además, que todos los cristianos adultos supieran los principales misterios de la fe (símbolo), el decálogo, los sacramentos y la oración dominical, hasta el extremo de que prohibió bautizar a un adulto que no supiese de memoria al menos el credo y el padrenuestro. A los indios muy torpes y a los viejos se les había de exigir, al menos, aprender «que hay un solo Dios autor de todas la cosas, que premia con la vida eterna a los que a él se acercan y que en el otro siglo castiga con suplicios eternos a los malos y rebeldes. Que este mismo Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo (...). Además, que el Hijo de Dios, para reparar la salvación de los hombres, se hizo hombre de la Virgen María (...). Finalmente, que ninguno puede salvarse si no cree en Jesucristo y, arrepentido de sus pecados, recibe los sacramentos, el del bautismo si es infiel y el de la confesión si ha pecado después» (ses.II, c.IV). Aquí se aprecia con toda claridad la intervención de Acosta al señalar la necesidad de creer en la Trinidad Beatísima, en Jesucristo y en la Iglesia para poderse salvar. Estableció también el III límense que los indios aprendieran las principales oraciones en su propia lengua, no en latín, y sólo subsidiariamente en castellano. También legisló que no se negase a los indios, por principio, la comunión eucarística (ses.II, c.XX). Aprobó, asimismo, que no se apartara de las órdenes sagradas a nadie por razones estrictamente étnicas (ses.II, c.XXXXXXIII). Y ordenó, finalmente, a las autoridades civiles que los indios fuesen separados de los adivinos y hechiceros de sus antiguas religiones, incluso recomendando que éstos fuesen encerrados de por vida (ses.II, c.XLII). B)

C.30.

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El III Concilio provincial mexicano (1585)

Presidido por don Pedro Moya de Contreras, arzobispo de México, dio comienzo el 20 de enero de 1585 el III Concilio mexicano. Estaban presentes, además de los prelados de aquella provincia eclesiástica, varios teólogos de gran nombre, catedráticos de la Real y Pontificia Universidad de México: fray Pedro de Pravia, fray Melchor de los Reyes, el doctor Fernando de Hinojosa y fray Bartolomé de Ledesma, ahora obispo de Oaxaca y antes catedrático de Prima de Teología. Este ilustre eclesiástico había participado en el III Concilio límense y puede considerarse como el puente entre los planes pastorales de aquel Concilio límense y de este otro mexicano. También intervinieron, presentando pareceres de distinto tipo, otros teólogos, como Pedro de Agurto, Juan de Contreras, Juan Adriano, etc. Se propuso el III mexicano la aplicación de los principios doctrinales y

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disciplinares tridentinos a la Nueva España. Fue, desde luego, el más completo de los tenidos en el hemisferio norte, y su influencia resultó trascendental durante casi doscientos años, hasta la celebración del IV Concilio, que tuvo lugar en 1771. Por inspiración de Hinojosa, aprobó la elaboración de un catecismo único y universal, breve y sencillo, que no llegó a publicarse, quizá porque ya estaban impresos los instrumentos pastorales del III límense, que pudieron ser conocidos en México a finales de la primavera de 1586, cuando Acosta pasó por allí camino de la metrópoli. «Pero -y es importante recordarlo aquí- no era su ánimo prohibir el catecismo hecho con autoridad del Sumo Pontífice» (1.1, t.I, c.III), en clara referencia al Catecismo de San Pío V. Estableció, entre otras disposiciones, que los párrocos y curas predicasen -según el decreto tridentino- al menos los domingos y fiestas solemnes, siguiendo los siguientes criterios (1.1, t.I, c.II): la Sagrada Escritura debía interpretarse conforme al sentido de la Iglesia, los misterios de la fe debían ser propuestos tomando pie del Evangelio, debían dejarse de lado las cuestiones vanas e inútiles, debía exhortarse al pueblo a obedecer a sus superiores, se recomendaba cautela al reprender los vicios, sin señalar a nadie, y se insistía en el valor testimonial del ejemplo de los ministros sagrados. La «cartilla» debía enseñarse a los indios todos los domingos de Adviento y desde septuagésima hasta el domingo de Pasión, de memoria y fuera de la misa. La «doctrina breve», equivalente al segundo grado de la catequesis, no debía memorizarse, sino explicarse todos los domingos durante una hora. A los españoles, negros y mulatos, y chichimecas (!) se debía enseñar en castellano; a los demás indios, en cambio, en su lengua nativa (1.1, t.I, c.III). También los maestros tenían que enseñar la doctrina, junto con los rudimentos de las letras. Los adultos no podían ser admitidos al bautismo si desconocían, en su lengua, el padrenuestro, credo y decálogo. No se debía admitir al matrimonio a ningún español, indio o esclavo que ignorase las principales oraciones: credo, decálogo, mandamientos de la Iglesia, los sacramentos y los siete pecados capitales. Los niños debían ser bautizados antes de los nueve días. Los bautismos solemnes debían celebrarse en la Resurrección del Señor y en Pentecostés. Otras indicaciones de carácter pastoral se referían a las fiestas de los indios, intentando evitar los fenómenos de yuxtaposición religiosa que se habían presentado con ocasión de las diversiones de los naturales. También se amonestaba a los gobernadores a que arrasasen enteramente los cues y demás lugares de culto y a que destruyesen todos los ídolos que se conservasen en las casas particulares. VI.

RASGOS GENERALES DE LA POSTERIOR CATEQUESIS AMERICANA

Superada la etapa de la «evangelización fundante», es decir, a partir de finales del siglo XVI, la catequesis de los neófitos, tomada en su conjunto y sin más limitaciones geográficas y cronológicas que las de la propia evangelización, revistió dos formas, sucesivas en el tiempo y complementarias en

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cuanto al contenido: la catequesis rudimentaria y la catequesis sistemática. La rudimentaria consistió en proporcionar a los nativos una idea del cristianismo solamente inicial, y más o menos aproximada, ante la imposibilidad en ese momento de instruirlos adecuadamente en él, pero con la esperanza de perfeccionar esa enseñanza embrionaria en su momento oportuno. Se trata, por lo mismo, de un método de carácter transitorio, de duración limitada e impuesto por las circunstancias. Los misioneros americanos se vieron obligados a recurrir a este tipo de catequización, por sí mismos o por medio de intérpretes, en tres circunstancias distintas. En primer lugar, al encontrarse a su llegada a un nuevo territorio con enfermos que se hallaban en peligro de muerte, a los que en todas partes se procuraba bautizar antes de que muriesen si sus familiares lo permitían. La permisión o la negativa solía estar en relación con la mayor o menor disposición inicial de los familiares del enfermo hacia el cristianismo. La segunda circunstancia coincidió con el período de tiempo comprendido entre la llegada del misionero a un nuevo territorio y su aprendizaje del idioma nativo. Hasta que no llegó a dominar la lengua de los indios, el misionero tuvo que recurrir a intérpretes o a representaciones más o menos exactas (en muchos casos gráficas) de lo que quería exponer. A este tipo de representaciones y a este momento concreto de la catequización es al que pertenecen, por ejemplo, los célebres y mal llamados catecismos en jeroglífico (hoy denominados catecismos en pictogramas), utilizados en los primeros momentos de la evangelización mexicana, así como la enseñanza de las oraciones, no del contenido del cristianismo, en latín. Evidentemente, tanto la enseñanza por medio de intérpretes como la exposición del cristianismo a base de gestos y representaciones gráficas, así como el aprendizaje de las oraciones en latín, dejaba mucho que desear, y de hecho han sido objeto de sarcasmos, pero se trata de deficiencias que, por circunstanciales y transitorias, carecen de la gravedad que parecen entrañar a primera vista. Debido a la ya aludida política del aprendizaje de los idiomas nativos por parte de los misioneros, esta enseñanza rudimentaria sólo duró el poco tiempo que los evangelizadores tardaban en dominar la lengua. La tercera circunstancia en la que se practicó este tipo de catequización fue la etapa anterior a la reducción o congregación de los indios en poblados. Durante este lapso, cuya duración era muy variable, los indios gozaban de libertad para escuchar o no al misionero, por lo que éste no podía implantar una catequización sistemática y profunda. A esta etapa pertenecen las clásicas representaciones en las que se nos muestra al evangelizados de pie o sentado en el suelo, al aire libre, predicando a indios armados con flechas, como hace Diego de Valadés, o los relatos en los que se nos dice que los nativos sólo acudían a escuchar al misionero mientras éste disponía de comida o de regalos para obsequiarlos. El método desaparecía con la concentración de los indios en poblados, señal inequívoca de que querían ser evangelizados, porque desde ese momento se establecía el método de la catequización sistemática. A esta última es a la que nos referiremos en adelante.

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Circunstancias externas de la catequesis

Superados los factores que dieron lugar a la transitoria catequización rudimentaria, la enseñanza del cristianismo bajo la forma que hemos denominado de catequización sistematizada se llevó a cabo con una sorprendente uniformidad en lo que se refiere a sus circunstancias externas en toda América y durante toda la época de la evangelización anterior a la independencia. El lugar era normalmente la pequeña iglesia que se edificaba como uno de los primeros pasos para la evangelización, alguna dependencia de la misma o alguna dependencia de los conventos, lugares sustituidos por la plaza pública cuando la aglomeración de indios, la falta de iglesia o el ambiente sofocante del trópico así lo aconsejaban. La norma general, en ocasiones objeto de preceptos eclesiásticos, era que por razones de decoro el lugar de la catequesis estuviera conforme con la alta dignidad del cristianismo, a fin de que los indios aprendieran a estimarlo. En cuanto al tiempo, también fue costumbre general que a los niños se les catequizase diariamente, incluso mañana y tarde. Tratándose de adultos, se procuraba impartirles una enseñanza intensa: cuando se podía, diaria y preferiblemente por la mañana, antes de salir al trabajo, en los primeros tiempos de su contacto con el cristianismo, para luego ir disminuyendo en intensidad conforme avanzaban en sus conocimientos. De todos modos, la catequesis solía ser obligatoria los domingos y días festivos, como mínimo, y en ocasiones otros tres días más a la semana. La enseñanza era mixta, en el sentido de que asistían a la catequesis los hombres y las mujeres, aunque ocupaban lugares separados. Los niños aparecen en ocasiones asistiendo a ella con los adultos, mientras que en otras lo hacen independientemente. Cuando, cristianizado ya el grueso de un poblado, se establecían en él nuevos indios todavía gentiles, éstos compartían con los ya cristianos el aprendizaje del catecismo, pero luego recibían aparte una instrucción que los demás ya no necesitaban. Para que los indígenas no la considerasen cosa baladí, la catequesis se solía rodear de la máxima solemnidad. Se rezaban o entonaban cantos religiosos al comienzo y final de la misma; el misionero o el catequista que lo suplía adoptaban posturas solemnes y, si el lugar era abierto, se colocaba en el centro una cruz que se entronizaba a diario solemnemente. La asistencia era obligatoria y estaba vigilada por los indios fiscales. Las ausencias injustificadas se sancionaban con castigos que podían variar entre un simple fruncimiento del ceño por parte del misionero o en hacerle más preguntas que a los demás, hasta hacerle salir públicamente del grupo o aplicarle por medio de otros indios una tanda de azotes, normalmente media docena. El catequista nato era el misionero, quien durante su ausencia para atender otros poblados o por enfermedad era sustituido por uno de los indios especialmente preparados para este cometido, cuya labor solía consistir no tanto en explicar la doctrina cuanto en exigir el catecismo de memo-

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ria. La historia de las misiones no escatima elogios a la inestimable ayuda de estos auxiliares del misionero. Del idioma utilizado en la catequesis ya se ha hablado en el capítulo 27. B)

Contenido de la enseñanza

Fuera de casos especiales, lo normal fue enseñarles a los indígenas todo el contenido de la religión cristiana, sin eludir siquiera unos misterios tan difíciles de explicar como el de la Eucaristía o la Trinidad o preceptos tan ingratos para los indios como la prohibición de las borracheras y la poligamia. Las excepciones en este punto las constituyeron aquellos casos aislados en los que, sobre todo tratándose de la poligamia, se prefirió aplazar su explicación y exigencia para el momento en el que los indígenas estuvieran ya más capacitados para comprenderla y practicarla, o aquellos otros en los que no se explicaba el sacramento del Orden sacerdotal porque se partía del principio de que los nativos no iban a recibirlo, hecho este último que se dio en las misiones franciscanas de Píritu (Venezuela) en los siglos XVII y XVIII. En esta enseñanza se distinguió siempre entre la prebautismal y la posbautismal. La primera, cuya duración estableció el primer concilio de Lima (1551-52) en treinta días como mínimo, no obedeció en realidad a ninguna norma de tiempo, sino a criterios de preparación. Su contenido, en el caso de los adultos, se restringía a las verdades cristianas fundamentales, es decir, a lo necesario para recibir el sacramento. Pocas son las veces en las que se nos concreta cuáles eran en realidad estas verdades fundamentales, pero de lo que no hay duda es que los misioneros gozaron en este aspecto de cierta libertad de criterio, hasta el punto de que, sobre todo en el México de mediados del siglo XVI, unos consideraban suficiente lo que a otros no les parecía tal. La enseñanza posbautismal se encargaba de ir completando y ampliando los rudimentos aprendidos antes del bautismo. Aunque no siempre sucedió así, todo parece indicar que la instrucción prebautismal coincidía en términos generales con el aprendizaje de memoria y la comprensión del contenido de las cartillas, catecismos y doctrinas breves, mientras que la posbautismal abarcaba una explicación más detallada del cristianismo, la cual revistió dos formas: la propiamente catequética, tal como la reflejan las doctrinas o catecismos explicados, junto con los restantes tratados de índole catequética, y la de carácter homilético o predicación. Los catecismos, cartillas y doctrinas breves eran compendios de la doctrina cristiana redactados en la lengua propia de los indios, existentes en todas las misiones, muchas veces impresos y destinados a ser aprendidos de memoria. Su elaboración era tan cuidadosa, que frecuentemente es fácil encontrar en ellos anotaciones donde el autor explica cómo se deben pronunciar determinadas palabras o por qué utiliza un término y no otro. En el siglo XVI las cartillas y doctrinas breves solían incluir las oraciones principales (señal de la cruz, padrenuestro, avemaria, salve), artículos de la fe, preceptos del decálogo y de la Iglesia, sacramentos, obras de misericordia, pecados y virtudes capitales, sentidos corporales, virtudes teologales, •

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potencias del alma, dones y frutos del Espíritu Santo, bienaventuranzas y novísimos, a lo que algunos textos añadían y otros omitían la oración del ángel de la guarda, el acto de contrición, los sacramentales, etc., e incluso la bendición de la mesa, las dotes del cuerpo resucitado, el «Alabado» y hasta los misterios del rosario. En cambio, los catecismos no solían ser más que un compendio de lo fundamental del cristianismo en forma de preguntas y respuestas. Por su parte, las doctrinas explicadas o largas eran una ampliación de las breves. Con el tiempo, todas estas denominaciones terminaron por confluir, debido a la influencia del P. Juan Martínez de Ripalda, en la única de catecismos, breves o explicados, de manera que los primeros agrupaban las cartillas, doctrinas y catecismos del siglo xvi, como sucede actualmente. A pesar de ello, y por vía de ejemplo, en 1758 aún nos encontramos en México con una Doctrina pequeña, del jesuíta Ignacio de Paredes, que en realidad equivale a una doctrina-catecismo del siglo XVI. Puesto que cada idioma indígena necesitaba su propio manual de aprendizaje del cristianismo, el número de estos catecismos y doctrinas hay que calcularlo por el de las lenguas o dialectos distintos, pero con la circunstancia de que las grandes lenguas americanas, como el náhuatl y el quechua, llegaron a disponer de varios, hecho que en varias ocasiones se procuró evitar para no desorientar a los indígenas con textos sólo aparentemente distintos. Así, y sólo a modo de ejemplo, el primer concilio de Lima (1551-52) aprobó su propia cartilla, aunque permitió también usar, por su difusión, otra «cartilla y ciertos coloquios en quechua», mientras que el segundo concilio de esa misma ciudad (1567-68) ordenó que cada obispo obligara a elaborar el catecismo que se debería usar en su propia diócesis. El sínodo de Asunción de 1603 impuso como obligatorio el catecismo del franciscano Luis de Bolaños, mientras que a los franciscanos de Chillan (Chile) se les ordenó en 1758 utilizar un catecismo antiguo manuscrito «por ser más inteligible y sucinto que el del P. Fabres». En 1776 se elogia el Catecismo en lengua zapoteca, del dominico Leonardo Levanto, por su utilidad para uniformar la enseñanza de la doctrina en esa lengua mexicana. En la explicación detallada del cristianismo, al no tenerse que atener a textos concretos, los misioneros gozaron de mayor libertad de iniciativa. Para dar facilidades a su labor, e incluso para que los nativos ya alfabetizados profundizaran en sus conocimientos por medio de la lectura, dispusieron de una especie de guías denominadas también doctrinas y catecismos ampliados, así como explicaciones de la doctrina cristiana, pláticas doctrinales, etc., redactadas unas veces en español, otras en español y en la respectiva lengua indígena al mismo tiempo y, las menos, sólo en esta última. Su número no fue, lógicamente, tan elevado como el de los anteriores, pero a cambio su contenido es mucho más amplio y variado, ya que cada autor adopta su propio orden de exposición; los criterios de amplitud son siempre distintos y la riqueza de pensamiento, así como los recursos utilizados para hacerlo más diáfano, varían mucho de unos a otros. Complemento de estos manuales catequísticos eran las obras que versaban sobre puntos concretos del cristianismo, como los Confessionarios, los

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Sermonarios (entre los q u e destaca el d e n o m i n a d o Tercero Catecismo de Lima, d e 1583) y las explicaciones d e los sacramentos. La catequesis p r o p i a m e n t e dicha se perfeccionaba con la predicación d u r a n t e la misa u homilía, obligatoria e n los días festivos. C)

Características de la e x p o s i c i ó n

La enseñanza del catecismo o doctrina breve r e ú n e c u a t r o características p r o p i a s , las tres p r i m e r a s d e las cuales n o se d a n e n las doctrinas o catecismos amplios: el texto se a p r e n d í a d e m e m o r i a , se rezaba, se cantaba y frecuentem e n t e se ilustraba con gráficos, dibujos o estampas. La memorización solía r e p r e s e n t a r u n a v e r d a d e r a odisea p a r a los adultos, quienes sólo conseguían r e t e n e r l o a base d e r e p e t i r l o y a y u d á n d o s e e n ocasiones con piedrecitas o lazos d e colores, c o m o n o s c u e n t a n los p r i m e r o s franciscanos d e México d e sus neófitos. La c o s t u m b r e del r e z o estribaba e n q u e este aprendizaje n o e r a c o n s i d e r a d o solamente c o m o u n a clase teórica, sino también c o m o u n acto d e oración, hasta el p u n t o d e q u e los misioneros a c o s t u m b r a n a h a b l a r d e «rezar la doctrina». El c a n t o consistía e n a d a p t a r el t e x t o a u n a melodía p o p u l a r («canto llano y gracioso»), española o indígena, d e m a n e r a q u e los indios la p u d i e r a n e n t o n a r también e n sus p r o p i a s casas, e n las calles a n t e las imágenes colocadas e n las esquinas, e incluso d u r a n t e el trabajo. Las ilustraciones gráficas, manuscritas o impresas, constituyeron u n r e c u r s o t a n t o e n la explicación breve c o m o e n la amplia d e la d o c t r i n a cristiana. A j u z g a r p o r los p r e c e p t o s y consejos impartidos e n este sentido a los misioneros, p o r el c o n t e n i d o d e los p r o p i o s textos y p o r la actuación d e los evangelizadores, t o d a exposición del cristianismo debía ser sencilla, uniforme, clara hasta la diafanidad, afirmativa, afectuosa y reiterativa. Sencilla e n palabras y c o n c e p t o s , evitando t o d o p r u r i t o d e p r o f u n d i d a d , hasta el p u n t o d e q u e - c o m o dice algún m i s i o n e r o - lo mismo p u d i e r a e n s e ñ a r la d o c t r i n a u n s a c e r d o t e q u e u n h e r m a n o lego o coadjutor. Uniforme, e n el doble sentido d e q u e t o d o s los misioneros e n s e ñ a r a n d e m a n e r a similar a u n o s mismos indios y d e q u e cada evangelizador observara siempre las mismas pautas e idéntico lenguaje p a r a evitar el peligro d e q u e los nativos a p r e c i a r a n contradicciones d o n d e sólo había diferencias externas. Clara, d e m a n e r a q u e los oyentes percibieran c o n nitidez lo q u e se les e n s e ñ a b a , p a r a lo cual se debían valer lo más posible d e c o m p a r a c i o n e s o semejanzas t o m a d a s d e la vida diaria d e los indígenas. Afirmativa, e n el sentido d e aseverar c o n a u t o r i d a d y firmeza, excluyendo t o d a sensación d e inseguridad y r e n u n c i a n d o al p l a n t e a m i e n t o (para resolverlas) d e otras d u das q u e n o fueran las q u e surgieran d e los p r o p i o s indios. Afectuosa, e n el sentido d e hablar a los oyentes con cariño, c o m o los p a d r e s a los hijos, p o r q u e - c o m o dice el Tercero catecismo d e Lima e n 1583— «se p e r s u a d e más p o r afectos q u e p o r razones». Reiterativa, t a n t o e n los temas c o m o e n los c o n c e p t o s , p a r a g r a b a r las ideas e n m e n t e s d e p o r sí olvidadizas o p a r a refrescarles lo e n s e ñ a d o con anterioridad.

NOTA

BIBLIOGRÁFICA

Juntas eclesiásticas y Concilios provinciales Véase el capítulo 10. Juan Focher y José de Acosta Véase el capítulo 21. Instrumentos catequéticos: Bibliografía F. CAMPO DEL POZO, «Catecismos agustinianos utilizados en Hispanoamérica»: Estudio Agustiniano 23 (Valladolid, 1988), 170-175; J. CASTRILLO, Catecismos peruanos en el siglo xvi (Cuernavaca, 1966); M. CASTRO, «Lenguas indígenas americanas transmitidas por los franciscanos del siglo xvi», en Actas del II Congreso Internacional sobre los franciscanos en el Nuevo Mundo (Madrid, 1988), 485-572; Catecismos y métodos evangelizadores en el siglo XVI (León, México, 1979); D. ECHABIDE, «Catecismos misioneros jesuítas en las misiones del Patronato»: España Misionera 8 (Madrid, 1951), 16-39; M. I. GONZÁLEZ DEL CAMPO, «Cartillas de la Doctrina Cristiana impresas por la catedral de Valladolid y enviadas a América desde 1583», en J. I. SARANYANA y otros, Evangelización y teología en América (siglo xvi) 1 (Pamplona), 181-193; R. HERNÁNDEZ, «Los primeros catecismos de los dominicos de San Esteban en América», en J. L. ESPINEL y R. HERNÁNDEZ, Colón en Salamanca. Los dominicos (Salamanca, 1988), 179-235; P. HERNÁNDEZ APARICIO, «Gramáticas, vocabularios y doctrinas franciscanas en las bibliotecas de Madrid», en Actas del II Congreso sobre los franciscanos, 573-588; ID., «Catecismos, sermonarios... de los dominicos en las bibliotecas españolas», en Los dominicos y el Nuevo Mundo. Actas del I Congreso Internacional (Madrid, 1988), 335-349; E. LUQUE y J. I. SARANYANA, «Los instrumentos pastorales del III Concilio Mexicano»: Scripta Theologica 23 (Pamplona, 1991), 185-196; J. SÁNCHEZ HERRERO, «Alfabetización y catequesis en América durante el siglo xvi»: Theologia 21 (Braga, 1986), 113-172, y Derecho canónico y Pastoral en los descubrimientos luso-españoles y perspectivas actuales (Salamanca, 1989), 113-172; ID., «Alfabetización y catequesis en España y América durante el siglo xvi», en SARANYANA, Evangelización y teología, 238-263; ID., «Alfabetización y catequesis franciscana en América durante el siglo xvi», en Actas del II Congreso sobre los Franciscanos, 589-648; L. RESINES, «Catecismos americanos de religiosos agustinos en el siglo XVI», en Agustinos en América y Filipinas. Actas del Congreso Internacional. (Valladolid, 1990), 503-524; J. I. SARANYANA, «Catecismos hispanoamericanos del siglo xvi»: Scripta Theologica 18 (Pamplona, 1986), 251-264; M. R. TRELLES, «Catecismos en guaraní»: Revista de la Biblioteca Pública de Buenos Aires 4 (Buenos Aires, 1982), 3-80. Ediciones modernas de fuentes catequéticas J. CORTÉS CASTELLANOS, El catecismo en pictogramas de Fray Pedro de Gante (Madrid, 1987); Doctrina Christiana en lengua española y mexicana, por los religiosos de la Orden de Santo Domingo, impresa en México, 1548, ed. facsímil (Madrid, 1944); Doctrina cristiana para instrucción e información de los indios por manera de historia, ed. facsímil (Ciudad Trujillo, 1945); Doctrina cristianay Catecismo para instrucción de los indios (del III Concilio de Lima), ed. L. Pereña, en facsímil y texto trilingüe (Madrid, 1985); J. G. DURAN, Monumento catechetica hispanoamericana. Siglos xvi a xvm 1-2 (Buenos Aires, 1984-91); P. DE GANTE. Catecismo de la doctrina cristiana, ed. facsímil de F. Navarro (Madrid, 1970); ID., Doctrina cristiana en lengua mexicana, edición facsimilar de la de 1553 por E. de la Torre (México, 1981); M. LEÓN PORTILLA, LOS diálogos de 1524 según el texto de fray Bernardino de Sahagúny sus colaboradores indígenas (México, 1986); ID., Un catecismo náhuatl en imágenes (México, 1979); J. DE LOAYSA, Instrucción sobre la doctrina... Instrucción de la orden que se hade tener en la doctrina de los naturales

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La Iglesia misional

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Métodos de catequización

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lización de los indios mexicanos»: Archivo Agustiniano 67 (Valladolid, 1983), 53-101; ID., El catecismo del tercer concilio provincial de Lima y sus complementos pastorales (1584-1585) (Buenos Aires, 1982); ID., «El "Tercero catecismo" como transmisión de la fe», en PEREÑA, Inculturación, 83-189; ID., «La refutación de la idolatría incaica en el Sermonario del tercer Concilio provincial de Lima (1585)»: Teología 20 (Buenos Aires, 1983), 99-176; ID., «LOS coloquios de los Doce Apóstoles de México. Los primeros albores de la predicación evangélica en el Mundo Nuevo»: Teología 16 (Buenos Aires, 1979), 131-180; J. G. DURAN y R. D. GARCÍA, «Un catecismo indiano: la "Breve y muy sumaria instrucción"»: Teología 14 (Buenos Aires, 1977), 135-178; J. GALARZA, Doctrina cristiana. Méthodepour l'analyse d'un manuscrit pictographique mexicain du xvni' siécle avec Vapplication de lapremiérepriere: le Pater Noster (París, 1980); E. GARCÍA AHUMADA, «La catequesis renovadora de fray Luis Jerónimo de Oré (1554-1630)», en SARANYANA, Evangelización y teología II, 925-945; A. GARMENDIA, «Un catecismo para los indios de Sudamérica (1582)»: Estudios 49 (1933), 369-375; W. B. JONES, «Evangelical Catholicism in early colonial México. An Analysis of Bishop Juan de Zumárraga's "Doctrina cristiana"»: The Americas 23 (Washington, 1967), 423-432; M. LLADÓ, «Theologia indorum (1553, cuatro tomos) de la Biblioteca Nacional de París», en SARANYANA, Evangelización y teología II, 947-954; F. MATEOS, «Catecismo de fray Luis Zapata de Cárdenas (1576)»: Missionalia Hispánica 31 (Madrid, 1974), 305-336; M. A. MEDINA, «La doctrina cristiana de fray Pedro de Córdoba»: Studium 22 (Madrid, 1983), 201-260; ID., «Paralelismo entre la "Doctrina Cristiana en lengua española y mexicana" y la "Doctrina en lengua china" (México, 1548Manila, 1593)», en SARANYANA, Evangelización y teología II, 955-971; M. M. OTERO y M. P. FERRER RODRÍGUEZ, «La dignidad del hombre en la «Doctrina» de fray Pedro de Córdoba»: Ibíd., 973-983; E. PUIG T., «El sermonario peruano titulado "Tratado de los Evangelios" de Francisco de Avila»: Ibíd., 985-1013; D. RAMOS-LISSON, «En torno al influjo de Domingo de Soto en la evangelización de América. El primer Catecismo de Santa Fe de Bogotá»: Ibíd., 1014-1020; L. RESINES, «El catecismo limense», en PEREÑA, Inculturación, 191-200; J. M. RIERA SANS, Los instrumentos catequéticos utilizados en la evangelización de Nueva España: fray Alonso de Molina (Pamplona, 1988); R. ROMERO FERRER, «La eclesiología de los catecismos del tercer Concilio limense (1582-1583)», en SARANYANA, Evangelización y teología II, 1272-1292; ID., «Los catecismos limenses de 1584-1585, expresión del espíritu de la reforma católica»: Ibíd., 553-565; J. SALVADOR Y CONDE, «La doctrina española-mexicana de 1548»: Missionalia Hispánica 3 (Madrid, 1946), 321-382; J. 1. SARANYANA, «Estudio histórico-doctrinal del catecismo de fray Luis Zapata de Cárdenas», en Extremadura en la evangelización del Nuevo Mundo (Madrid, 1990), 343-354; ID., «Principales tesis teológicas de la "Doctrina cristiana" de fray Pedro de Córdoba, OP», en Los dominicos y el Nuevo Mundo. Actas del I Congreso Internacional (Madrid, 1988), 323-334; ID., «Sobre el origen y la estructura del "Catecismo" de fray Pedro de Córdoba (ediciones de 1544 y 1548)», en Hispania Christiana. Estudios en honor del Prof. Dr. José Orlandis en su septuagésimo aniversario (Pamplona, 1988), 567-594; A. DE ZABALLA, Transculturación y misión en Nueva España. Estudio histórico-doctrinal del libro de los Coloquios de Bernardino de Sahagún (Pamplona, 1990).

CAPÍTULO

MÉTODOS DE

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PERSUASIÓN

Por PEDRO BORGES

El que la fe sea obra de la gracia no eximió a los misioneros americanos de la obligación de poner de su parte todos los medios posibles para que los indígenas se persuadieran de la verdad de lo que les enseñaban. Estos medios o métodos de persuasión fueron de muy diversa índole y, por supuesto, simultáneos, por lo que aquí se seguirá en su exposición un orden puramente lógico. I.

LA CAPTACIÓN DE LA BENEVOLENCIA

Los evangelizadores americanos fueron siempre conscientes, y así lo consignan ellos mismos de una manera expresa, de que los indígenas no les escucharían ni prestarían ninguna fe a sus palabras si primero no les cobraban afecto. Esta necesidad fue más imperiosa en el siglo XVI que en las épocas restantes, por el peligro de que los nativos extendieran a los misioneros su posible desafecto a los conquistadores y encomenderos. Sin embargo, esta captación de la benevolencia constituyó un requisito que siempre estuvo vigente. Como decía en 1655, en Venezuela, el capuchino Lorenzo de Magallón, «es cosa constante que ayuda mucho a creer los misterios de nuestra santa fe al infiel la afección, amor y buen concepto que el que ha de convertir tiene al ministro evangélico que le predica y enseña». Persuadidos de este hecho, al iniciar en 1524 sus conversaciones o coloquios con los caciques de la ciudad, los denominados Doce Apóstoles franciscanos de México lo primero que hicieron fue tratar de despertar la simpatía de sus oyentes, ponderándoles la lejanía de las tierras de las que procedían y las dificultades que habían tenido que soportar para llegar hasta ellos. Fue un recurso en cuya conveniencia insistía en 1741, en el Orinoco, el jesuita José Gumilla, quien añade que a nativos tan apegados a su tierra como los que él evangelizaba «estas razones... les hacen gravísima fuerza y producen muy buenos efectos». Tras esta o similar presentación inicial, los evangelizadores trataron de captarse el afecto o benevolencia de los nativos, evitando todo cuanto pudiera malquistarlos con su persona o haciendo cuanto pudiera ganarles su simpatía. I ||¡¡Ü

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Desde el primer punto de vista descuella el interés que se puso en que los misioneros apareciesen como personas distintas de los conquistadores, de los encomenderos y, en general, de los simples cristianos o «españoles», para que los indígenas no los identificaran con quienes tal vez estuvieran resentidos. A ello obedece, por ejemplo, el que en 1526 se ordenara que no acompañaran a los conquistadores sino capellanes intachables; el que en 1541, 1542, 1582-83 y 1597 se pusieran serias trabas a la participación de sacerdotes en las expediciones armadas, así como el que los propios misioneros se esforzaran expresamente en sus conversaciones y predicación en dejar perfectamente claro que ellos no eran como los restantes españoles. A este mismo propósito obedecen las numerosas disposiciones en el sentido de que los evangelizadores administraran gratuitamente los sacramentos, que no obligaran a los nativos a que les sirvieran o a que les cultivasen gratuitamente la parcela de la misión, que no tuvieran consigo parientes, huéspedes o cabalgaduras cuyo sustento pudiera recaer sobre los indígenas y que, si llegaba el momento de tener que castigar a estos últimos, no lo hicieran personalmente. Este mismo objetivo fue el que se perseguía con el precepto de que los misioneros se abstuvieran de cobrar los tributos, acción que en 1730 se les prohibió a los capuchinos de Cumaná (Venezuela) bajo excomunión y multa, «porque de estos ejercicios cogen los indios tedio a sus pastores, no oyen con gusto la doctrina y se perjudica el bien espiritual de los indios». Entre los medios adoptados para despertar positivamente la simpatía de los nativos hacia los evangelizadores y el cristianismo destacan el trato cariñoso a los indígenas y el propósito de no impacientarse ante sus impertinencias infantiles, conducta esta última cuya dificultad de practicar ponen de relieve los propios misioneros. A esta captación de la benevolencia concurrieron también, aunque no se realizaran expresamente con este fin, la multitud de actos que el misionero ejerció en favor de los indígenas y que se resumen en lo que un franciscano de México afirmaba, en 1579, con palabras aplicables a todos los tiempos y lugares: «los religiosos solamente son sus padres y madres, sus letrados y procuradores, sus amparos y defensores, sus escudos y protectores, que por ellos reciben los golpes de cualquier adversidad, sus médicos y curadores así de las llagas y enfermedades como también de los pecados y culpas que cometen como flacos y miserables; a ellos acuden en sus trabajos y persecuciones, hambres y necesidades, y con ellos descansan llorando y quejándose como los niños con sus madres». II.

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PRESENTACIÓN ATRACTIVA DEL CRISTIANISMO

Junto con su propia persona, los misioneros procuraron también hacerles agradable a los indígenas la doctrina que les predicaban. Todos los modelos de predicación o Doctrinas largas que han llegado hasta nosotros hacen los máximos esfuerzos por presentar al Dios cristiano bajo el aspecto casi exclusivamente de Padre excelso que amaba entrañablemente a los indios; a Jesucristo, como al Hijo de Dios que vino a la tierra

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para salvar a los hombres; a los santos, como hermanos de los hombres que desde el cielo se preocupan por ellos, y al paraíso, como un lugar donde los elegidos disfrutan de la agradable compañía de ese Padre y de esos hermanos. Es tal el esfuerzo por destacar estos aspectos atractivos del cristianismo, que casi puede decirse que los misioneros incurren en una especie de antropomorfismo religioso, lo que no les impide que simultáneamente describan con vivos colores las penas del infierno para apartar a los indígenas del pecado. Ello a pesar de que, como sucedía en la misión boliviana de Moxos hacia 1670, algunos indios, al oír hablar de las penas eternas, le decían al misionero: «Calla, que ya tengo miedo», lo que ocurría también en la Florida en 1569. En cambio, en lo que apenas insisten las Doctrinas es en la belleza de la moral cristiana, a sabiendas de que era difícil que los indígenas la captaran o la supieran apreciar. Lo más que pudo hacerse con una moral como la cristiana, ya de por sí difícil de cumplir, fue, por una parte, afear los vicios contrarios a ella, sobre todo el de la embriaguez, y por otra, disimular hasta cierto punto (aunque al parecer en pocas ocasiones) con prácticas como la poligamia. En otro orden de cosas, pero con este mismo objetivo de hacer atractivo el cristianismo, los misioneros rodearon de la máxima solemnidad la simple catequesis y el culto cristiano. En todas partes y en todas las épocas hubo una auténtica escolanía de niños indígenas que amenizaban y solemnizaban con música vocal e instrumental la misa y demás actos religiosos. Por su parte, las procesiones eran muy frecuentes, y las festividades religiosas especiales, como las de la Semana Santa, Corpus Christi o Navidad, se convertían en una auténtica explosión religiosa repleta de colorido y que -como nos dice algún misionero- superaban en solemnidad a las celebraciones de Castilla. Finalmente, se procuró aliviar la disciplina eclesiástica eximiendo a los nativos del pago de los diezmos, administrándoles gratuitamente los sacramentos, no obligándoles a pagar tributo durante los primeros diez o veinte años (según las épocas) de evangelización y reduciéndoles desde 1537 el número de días de ayuno y abstinencia. III.

LA ERRADICACIÓN DEL PAGANISMO

Dada la incompatibilidad intrínseca entre cristianismo y paganismo, en su esfuerzo por implantar el primero, los misioneros americanos se impusieron la tarea de erradicar el segundo. La razón estribó en que, como decía el Confessionario del tercer Concilio de Lima, en 1585, recogiendo una actitud generalizada, «para sentar la doctrina del Evangelio en cualquier nación donde se predica de nuevo del todo es necesario quitar los errores contrarios que los infieles tienen... y "mientras no les desengañaren de sus errores los que doctrinen, por demás es pensar que han de recibir la fe estos indios». Para los evangelizadores, esta incompatibilidad entre ambas religiones, que obligaba a eliminar de antemano el paganismo, se basaba en que consideraban a éste como una invasión del demonio que obstaculizaba la fe, no

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sólo por su carácter de religión distinta y contraria al cristianismo, sino también por tratarse de un sistema contrario a la naturaleza humana, tanto por su doctrina (politeísmo) como por su moral (sacrificios humanos en algunas partes, poligamia, embriaguez), aspectos ambos que obligaban a identificarlo con la barbarie. La necesidad de su eliminación era tan obvia para los misioneros que la práctica no sólo se adelantó a la legislación, sino que ésta, reflejada sobre todo en las primeras disposiciones eclesiásticas para determinados territorios, fue poco relevante, por superflua, en comparación con aquélla. La labor de erradicación se hizo consistir en cuatro procedimientos fundamentales: la refutación teórica del paganismo indígena, la anulación de sus defensores los hechiceros, el socavamiento de las bases que suponía la autoridad de los antepasados indígenas, y la supresión o destrucción de las manifestaciones paganas, es decir, de la idolatría. Los cuatro se pusieron en práctica de una manera simultánea y se completaban entre sí por estar íntimamente conexionados. Su grado de espectacularidad fue muy diverso (el cuarto superó con creces a los otros tres), pero no hay datos para afirmar que los misioneros prestaran más atención a uno que a otro o que atendiesen a éste para descuidar aquél, aunque a veces produzcan la impresión errónea de que se dedicaron primordialmente a la destrucción física de las manifestaciones paganas. En teoría, la erradicación debiera haber sido una labor limitada a los primeros tiempos de la evangelización de un territorio, transcurridos los cuales la región quedaba insertada en el cristianismo. Sin embargo, la concurrencia de una serie de factores originó en determinados lugares y momentos una recaída en el paganismo que obligó a los misioneros a tener que seguir luchando contra él aun después de la conversión inicial de los indígenas. A)

Refutación teórica

Con sorpresa para nuestra mentalidad cartesiana, pero acomodándose perfectamente a la manera de pensar de los nativos, los misioneros americanos no acostumbraron a basar la refutación teórica del paganismo en numerosos y profundos razonamientos de orden filosófico o teológico, sabedores de que los indígenas no los comprenderían. Además, parece que esta refutación no experimentó ninguna evolución cronológica como sistema, si bien tampoco parece haberse practicado de la misma manera en todas partes. Dejando por sentado que todos los misioneros intentaron persuadir a los indios de que su paganismo era falso, parece que unos iniciaban la evangelización demostrando esa falsedad, mientras que otros-preferían no tocar el tema sino después de haber cantado las excelencias del Dios de los cristianos, para de esta manera evitar la posible irritación de sus oyentes. En cuanto al modo de demostración, nos consta de misioneros que, en su anhelo de perfeccionismo, probaban la falsedad de todos y cada uno de los dioses de la teogonia índica, a diferencia de quienes no juzgaban necesa•lillJÉÉIllll I

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rio descender a tanto detalle y se limitaban a una refutación genérica de las concepciones religiosas de los indígenas. Los argumentos utilizados pueden agruparse en dos clases, según que estuvieran enfocados directamente a demostrar la falsedad de los dioses o encaminados a minar los fundamentos de la religión de los nativos. Entre los primeros cabe recoger los basados, sorprendentemente (por razones de autoridad), en la Sagrada Escritura, en la impotencia de los dioses para defenderse a sí mismos y para liberar a sus adoradores de los españoles (argumento válido para los nativos, pero no para los evangelizadores), en la imposibilidad metafísica de la existencia de varios dioses (argumento raramente esgrimido por su contenido filosófico), en la contradicción de los atributos que los indios suponían en sus deidades y hasta en la repugnante fealdad con que los representaban. A ello añadían el socavamiento de la autoridad de los hechiceros y de los antepasados indígenas, del que nos ocuparemos en seguida. Una vez afianzados los neófitos en el cristianismo, unos misioneros proseguían refutando en sus predicaciones la idolatría para evitar que los nuevos cristianos recayeran en ella, mientras que otros preferían silenciarla, temerosos de esa misma recaída si se les recordaba el paganismo con motivo de su refutación. B)

Anulación de los hechiceros

Como ha sucedido siempre en todas las religiones, también los indígenas americanos tenían sus propios mentores religiosos, a los que lógicamente no podía agradar la llegada de un nuevo sistema religioso que suponía su desaparición. De hecho, ya sabemos que estos mentores, a los que la literatura misional americana les denomina indistintamente hechiceros, sortílegos o dogmatizadores, aparecen casi siempre y en casi todos los rincones del Nuevo Mundo oponiendo una decidida y eficacísima resistencia a la conversión de los indios. Sin embargo, su labor fue solamente temporal, porque los misioneros, tarde o temprano, terminaban por anularla. Para ello recurrieron, siempre y en todas partes, al sistema de desenmascararlos ante sus seguidores, poniendo en evidencia la fragilidad de sus asertos, el incumplimiento de sus amenazas y hasta su ignorancia personal. Se acostumbró además, sobre todo en México y Perú durante el siglo XVI y comienzos del XVII, en unas ocasiones, a juzgarlos y condenarlos judicialmente, en otras a castigarlos, y en unas terceras, en conformidad con lo dispuesto por los Concilios de México de 1555 y 1585 y de Lima de 1552, 1567 y 1582-83, a aislarlos en locales especiales hasta que depusieran su oposición y estuvieran dispuestos a desdecirse públicamente de lo predicado hasta ese momento. En los tres casos se trató de medidas adoptadas para sofocar lo que se consideraba como un peligro político-religioso y cuya posibilidad estribó en la previa anexión política del territorio, por lo que su aplicación es menos frecuente a lo largo de los siglos XVII-XIX que en el siglo xvi.

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Desautorización de los antepasados indígenas

En cuanto teoría, la religión indígena se fundamentaba en las enseñanzas de los antepasados. Este es un punto en el que los misioneros no se cansan de insistir, pese a lo cual son más bien escasos los datos que proporcionan sobre su conducta en ese punto. Su labor de persuasión se centró en socavar la creencia indígena de que el paganismo fuera indiscutible porque lo habían practicado y se lo habían transmitido sus mayores, para lo cual trataban de minar la autoridad de estos últimos haciéndolos aparecer ante los nativos como simples y equivocados transmisores de un error a quienes los imitaban. En la argumentación de los misioneros, tal como se refleja en las Doctrinas y restantes documentos similares, no es que estos antepasados, a diferencia de los hechiceros, obraran con mala voluntad o a sabiendas de lo que hacían. Si transmitieron sus errores fue «porque sabían poco y eran como niños ante el saber de Dios» (Tercero Catecismo de Lima, 1583) o porque, ignorantes de las Sagradas Escrituras, «se dejaron engañar de diversos errores de los demonios vuestros enemigos» (B. de Sahagún). La prueba de todo ello estribaba en la falsedad de todos y cada uno de los principios de la religión transmitida y en que era precisamente la equivocación en que vivían los indígenas lo que había inducido a los evangelizadores, más sabios que los ancestros de los indios, a llegarse hasta los nativos para desengañarlos de ese error heredado de sus mayores.

IV.

LA «EXTIRPACIÓN DE LA IDOLATRÍA»

La refutación teórica del paganismo, la anulación de los hechiceros y la desautorización de los antepasados indígenas estuvieron acompañadas por la supresión de las manifestaciones idolátricas, en el doble sentido de que los misioneros (y a veces también las autoridades civiles y los colonos) no sólo procuraron impedir los cultos idolátricos, sino que procuraron destruir físicamente los lugares y objetos paganos, especialmente los ídolos. A esta destrucción es a lo que en el lenguaje del siglo XVI se le denominó extirpación de la idolatría, la cual constituye el aspecto más llamativo de la lucha contra el paganismo y el que ha dado lugar a más dispares interpretaciones. Por esta razón y porque entraña además una delicada vertiente cultural, aquí se le prestará una atención más detenida. Esta supresión física de los lugares y objetos de culto pagano era, para los evangelizadores, conveniente y necesaria al mismo tiempo. Conveniente, porque unos ídolos que permitían su destrucción o la de sus templos dejaban patente (en concepto de los indígenas) una impotencia que estaba reñida con su pretendida divinidad, razón por la cual su destrucción se convertía en un argumento contra el paganismo. Necesaria, porque los propios misioneros, por razones de conciencia, se veían obligados a eliminar las manifestaciones externas de un sistema religioso como el pagano, al que consideraban contrario a la ley natural por sus principios, asociado a prácticas antinaturales, como los sacrificios humanos y la poligamia, obstaculiza-

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dor del cristianismo e invención del demonio, del que los ídolos eran una representación, los templos o adoratorios su morada y los actos de culto prácticas demoníacas. Por todas estas razones de tipo religioso, los evangelizadores americanos hubieran procedido probablemente a la extirpación de una manera espontánea (y en un principio así lo hicieron), aun cuando nadie se lo hubiera impuesto, si motivaciones de otra índole, como sucederá desde 1573 en adelante, no les hubieran disuadido de ello. De hecho, sin embargo, su labor extirpadora contó con el precepto y el respaldo de las leyes, tanto eclesiásticas como civiles. Las primeras abundan sobre todo en las juntas eclesiásticas, sínodos diocesanos y concilios provinciales de carácter misional, principalmente en los del siglo XVI, así como en la legislación propia de cada Orden misionera. De las segundas son una muestra las recogidas sintéticamente en la Recopilación de leyes de los Reinos de las Indias, de 1681. Este código legislativo, compendio de lo legislado hasta entonces y norma para lo venidero, ordena a las autoridades que «pongan mucho cuidado en procurar se desarraiguen las idolatrías de entre los indios, dando para ello el favor y ayuda conveniente» a los eclesiásticos, así como que destruyeran o mandaran destruir los templos y adoratorios paganos y que prohibieran bajo penas los sacrificios humanos, la antropofagia y todas las prácticas contrarias a la ley natural y al cristianismo (libro 1, tít. 1, leyes 6 y 7). Las autoridades españolas (p. ej., las del Perú en 1639), e incluso los simples conquistadores y pobladores, participaron de hecho en esta destrucción, aunque en conjunto su labor en este sentido palidece ante las dimensiones de la acción de los misioneros. Esta última ofreció diversas modalidades, en conformidad con los distintos territorios y la fecha de la evangelización. De una manera general, hay que distinguir entre lo evangelizado con anterioridad a 1525, lo abordado desde esta fecha hasta 1550-1573, y lo cristianizado a partir de entonces y hasta la independencia de las actuales naciones hispanoamericanas. A)

La extirpación antes de 1525

Es escaso lo que conocemos sobre la extirpación o destrucción de la idolatría en los territorios evangelizados durante este período, que fueron las Antillas mayores, la región oriental de la Florida, parajes aislados del Darién y de la actual ciudad de Panamá y diversos puntos, también aislados, del litoral septentrional de Colombia y Venezuela. Los escasos testimonios conservados sobre este particular, así como la mentalidad entonces predominante, inducen a opinar que los misioneros de estos territorios procuraron de hecho eliminar de la vista de los indígenas los lugares y objetos idolátricos, aunque ignoramos el momento, las circunstancias y las modalidades en que lo hicieron. B)

La extirpación desde 1525 hasta 1550-1573

La fecha de 1525 significa el arranque, en México, del sistema de la destrucción de la idolatría que podemos denominar sistemático o que, por lo

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menos, así aparece en la documentación actualmente conocida. Esta destrucción se vio posibilitada por la previa conquista armada de los territorios en los que se practicó, conquista que se prohibió temporalmente el 31 de diciembre de 1549, y de una manera definitiva en 1573, aunque esporádicamente volviera a ponerse en práctica en algunos territorios y momentos posteriores. Geográficamente, se trata de territorios en los que estuvieron asentadas las denominadas altas culturas prehispánicas y que, en líneas generales, comprendían desde Michoacán-Zacatecas-Tamaulipas hasta la región central de Nicaragua, junto con el litoral septentrional colombiano, la vertiente occidental de los Andes (aunque con varias excepciones) hasta la Araucanía chilena y el sector norte de la actual Argentina. Misionalmente, en estos territorios predominó el sistema de evangelización posbélica; es decir, la evangelización estuvo precedida, en general, por la conquista armada, hecho que para nuestro caso es muy importante. Desde el punto de vista religioso, el denominador común de todos estos territorios consistió en que en ellos se practicaba la idolatría en el grado máximo de intensidad y organización que llegó a adquirir en la América prehispánica. El paganismo era un auténtico sistema religioso, muy superior al simple animismo o fetichismo de otros lugares, perfectamente estructurado, con una auténtica red de lugares sagrados que a veces eran verdaderos edificios y con ídolos más o menos deformes para nuestros gustos estéticos, pero que consistían en verdaderas esculturas, fueran o no materialmente valiosas. La extirpación de la idolatría revistió en estos territorios tres modalidades distintas, según que se llevara a cabo en lugares evangelizados siguiendo el método apostólico, siguiendo el método de la evangelización posbélica (etapa de la destrucción de la idolatría pública) o siguiendo uno de los métodos pastorales (etapa de la destrucción de la idolatría oculta, de la que se hablará en su lugar). 1) La extirpación bajo el método apostólico. Sobre los territorios evangelizados mediante el sistema apostólico, evangélico o pacífico, es decir, cultivados sin la previa ni simultánea presencia de soldados, apenas se conservan datos. Nos consta de la existencia de este tipo de territorios, pero desconocemos su número, su amplitud y, sobre todo, el proceder de los evangelizadores en lo referente a la idolatría. Sólo cabe suponer que los misioneros eliminaron las manifestaciones externas del paganismo con cierta cautela y cuando estuvieran plenamente seguros de que los indígenas tolerarían de buen grado la destrucción de sus ídolos y lugares sagrados. Así induce a pensar el doble hecho de que se trataba de misioneros decididamente contrarios a todo signo de violencia y de personas totalmente desprotegidas, a las que una elemental precaución aconsejaba evitar todo acto que pudiese desencadenar la reacción armada de los nativos, contra la que no podrían defenderse. Por ello, todo hace conjeturar, a su vez, que la extirpación no tuvo lugar hasta que los indígenas no estuvieran convertidos, lo que permite suponer fundadamente que estos últimos no sólo toleraron, sino que ellos mismos

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desempeñaron una parte activa en la destrucción de las manifestaciones externas de un sistema religioso en el que habían dejado de creer. 2) La extirpación bajo el método posbélico. En los territorios en los que se practicó el sistema de evangelización posbélica, es decir, en los que la evangelización estuvo precedida por la conquista armada o por la previa anexión política de la región, que fueron la mayoría de los abordados misionalmente durante este período, se comenzó por extirpar la idolatría pública, entendiendo por tal los templos, cues (ermitas), lugares de significado religioso, ídolos y demás objetos de culto paganos existentes a la luz del día, como algo plenamente normal dentro del sistema de vida indígena a la llegada de los misioneros al territorio en cuestión. El comienzo de esta modalidad de extirpación tiene una fecha, unos autores y un lugar perfectamente identificados. El día 1 de enero de 1525 los franciscanos de México acordaron por unanimidad destruir total y sistemáticamente cuanto tuviese carácter idolátrico. Para ello estos 15 religiosos se repartieron «por las provincias más populosas, derribando innumerables cues y templos», ayudados por los niños indígenas que educaban en sus escuelas. Esta es como la señal de salida, pero no todos los corredores siguieron la misma ruta ni llegaron a idéntico destino, aunque la espectacularidad y la celebridad de esta acción haya hecho creer muchas veces que todos los demás misioneros procedieron como ellos. Estos franciscanos pertenecen a la tendencia de quienes creían conveniente comenzar por el derrocamiento de los templos e ídolos, por ver en ello el medio más eficaz de demostrar a los nativos su falsedad, de vencer y humillar al demonio en su propio terreno y de eliminar las prácticas antinaturales, con lo que creían dejar expedito el camino para la implantación del cristianismo. La posibilidad de llevar a cabo esta persuasión se vio favorecida por la doble circunstancia de contar con la entonces excepcional autoridad de Hernán Cortés y de desenvolverse en medio de una población aturdida y atemorizada por el estrepitoso derrumbamiento de su sistema político-religioso. A estos franciscanos se contraponían quienes, compartiendo por idénticas razones que ellos la convicción de que era necesario extirpar la idolatría, juzgaban más conveniente limitarse a destruirla sólo en aquellos lugares cuyos habitantes se habían convertido al cristianismo, por el bien de los propios indios, según el primer Concilio de Lima (1551-52), o simultanear la destrucción con la predicación e incluso aplazarla hasta el momento en que los indígenas estuvieran ya mentalizados para tolerarla, aunque no se hubieran convertido aún a la religión cristiana. No estamos en condiciones de dilucidar cuál de las dos tendencias fue la que predominó. Los documentos hablan con amplitud de la extirpación y hasta la presentan con cierta dosis de exageración, por ser un hecho espectacular y constituir un timbre de gloria y de méritos para sus autores, pero, en general, no descienden a detallar cuándo precedía, acompañaba o seguía a la predicación o conversión de los nativos. Por otro lado, y ya en el terreno de los hechos concretos, hay ejemplos de las tres clases. La conducta de los franciscanos de México en 1525 originó en los

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españoles de la antigua Tenochtitlan el temor a que los aztecas reaccionaran violentamente contra los destructores de sus dioses, temor corroborado por la muerte de tres niños que colaboraron con los religiosos en esa tarea. No fue el único caso que se dio, pero también es cierto que no abundan las muertes de evangelizadores por esta causa. Lo corriente fue que los indios no reaccionaran violentamente por una de estas cuatro razones principales o por todas ellas simultáneamente: porque no osaban atacar a aquellos ante quienes sus propios dioses se mostraban impotentes; porque la estupefacción que les producía la destrucción les impedía reaccionar; por temor a la posible represalia de los españoles y (quizá lo más probable) porque los misioneros no dejaran de actuar con un mínimo de tacto y prudencia, es decir, sólo cuando las circunstancias les aconsejaran hacerlo. De hecho, entre los obstáculos que los propios evangelizadores consignan para suprimir las manifestaciones externas del paganismo no figuran tanto la oposición de los idólatras cuanto la enorme cantidad de lugares y objetos de culto que tenían que hacer desaparecer y la dificultad de atinar con todos ellos, pues muchos se encontraban en parajes poco menos que inaccesibles o eran ocultados por sus adoradores. La destrucción reunió una serie de notas comunes, las cuales pueden resumirse en que fue universal, sistemática, espectacular, despectiva, solemne y sustitutiva. Universal, en el sentido de que, antes o después de haberse convertido los indígenas, la practicaron todos los misioneros conscientes de su deber en todos los territorios a los que llegaban. Sistemática, en cuanto que la destrucción abarcaba todas las manifestaciones idolátricas, salvo los templos mayores de los ídolos y las estatuillas que los indígenas guardaban en sus casas y que se negaban a entregar. Espectacular y despectiva, porque se destruía cada lugar u objeto idolátrico delante de los nativos, teatralmente y con desprecio, a fin de impresionar a los presentes, y en no pocas ocasiones reuniendo en un lugar todos los objetos encontrados para prenderlos fuego irrisoria y públicamente. Solemne, porque a veces la destrucción se llevó a cabo tras la congregación de los indígenas en un lugar para que, acompañando al misionero, revestido de sobrepelliz, se dirigieran en procesión al punto donde se encontraban los adoratorios paganos, en los que se destronaba a los ídolos de sus pedestales. Sustitutiva, porque se tendió a sustituir estos adoratorios paganos por ermitas o simples cruces y a los ídolos por imágenes cristianas, así como a convertir los templos en iglesias, aunque en un segundo momento se desistió de esta práctica ante el peligro de que los indígenas siguieran viendo en ellos una continuación del paganismo. Los mismos misioneros, o sus historiadores, llevados de una comprensible tendencia a la hipérbole para resaltar lo que consideraban una hazaña o una labor especialmente meritoria, nos dicen haber destruido «infinitos» ídolos o «innumerables huacas», de manera que a mediados del siglo xvi no quedaba en Nueva España o el Perú vestigio ninguno de idolatría pública. Se trata, sin embargo, de afirmaciones que hay que matizar. Sin menoscabo de la tendencia general a la supresión de todas las manifestaciones

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idolátricas, el hecho es que no siempre desaparecieron todas y que, por el contrario, en ocasiones se eliminaron demasiadas. El historiador franciscano Jerónimo de Mendieta, que habla de la destrucción en un sentido total y absoluto, reconoce la subsistencia en la cúspide de una pirámide de la ciudad de México de un enorme ídolo, cuya magnitud desaconsejaba su derrocamiento. Por su parte, el segundo Concilio de Lima reconocía en 1567-68 que todavía seguían incólumes en el Perú muchos idolillos colocados en las bifurcaciones de los caminos, cuya destrucción recomienda. Finalmente, el célebre etnólogo franciscano Bernardino de Sahagún lamentaba, en la segunda parte del siglo XVI, que los religiosos dejasen de destruir manifestaciones idolátricas que consideraban «boberías» o «niñerías», cuando en realidad no lo eran. En contrapartida, el misionólogo jesuíta José de Acosta se quejaba en Perú, a finales de la década de 1580, de que algunos misioneros destruyeran, por creer erróneamente que eran idolátricas, representaciones pictóricas que, de hecho, carecían de significado religioso. C)

La extirpación desde 1550-1573 hasta 1824

En lo evangelizado tras la supresión de las conquistas armadas, es decir, durante la mayor parte del período misional, y de los territorios cristianizados hasta la independencia de las naciones americanas, la supresión de la idolatría adoptó un rumbo totalmente diverso del seguido hasta entonces. Las características del nuevo período fueron dos. En primer lugar, ya no se acostumbró a practicar la extirpación sin el previo consentimiento de los indígenas, quienes, todavía no sometidos políticamente, bastante hacían con permitir la presencia del misionero entre ellos, por lo que toda imprudencia o precipitación podría resultar trágica. Además, el hecho de haber tenido que esperar para la extirpación hasta el momento en que los nativos estuvieran dispuestos a tolerarla, basados en el respeto que les merecía el misionero o en la desconfianza que hubieran comenzado a ofrecerles sus dioses, dio por resultado que fueran los propios indígenas los que espontáneamente, o por indicación del respectivo evangelizador, procedieran a la destrucción de unos ídolos en los que ya habían dejado de creer. La necesidad de contar con el previo consentimiento de los nativos para proceder a la extirpación de sus idolatrías la impuso el sistema de evangelización imperante, salvo algunas excepciones, durante estos doscientos setenta años de acción misional. Ni el método de evangelización protegida, ni mucho menos el apostólico, evangélico o pacífico, garantizaban plenamente la vida de los misioneros, por lo que éstos no podían exponerse a la posible irritación generalizada de los infieles si se precipitaban en la supresión de las manifestaciones del paganismo. • Además de este motivo, también influyó la persuasión de que por razones de metodología misional no convenía destruir la idolatría hasta que los nativos estuvieran más o menos cristianizados; es un punto imposible de afirmar o de negar, ya que no hay datos que lo corroboren en ningún sentido. Dado el concepto que tenían del paganismo, quizá sea lo más

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probable opinar que los evangelizadores hubieran procedido con cierta rapidez a la destrucción si hubieran estado seguros de su impunidad. El consentimiento de los indígenas, y con mucha mayor razón su personal labor extirpadora, solía sobrevenir en el momento en que comenzaban a persuadirse, o estaban ya plenamente convencidos, de la falsedad de sus ídolos. Son precisamente los misioneros o sus historiadores quienes establecen la secuencia conversión-destrucción, presentando la segunda como efecto de la primera. Esta circunstancia, más el hecho de que el avance geográfico de la evangelización durante este prolongado período fue relativamente lento, convierten a la supresión de la idolatría en una labor que territorialmente se fue poniendo en práctica de una manera paulatina, conforme avanzaba la labor misional y conforme se iban con virtiendo los nativos. Por su parte, las características religiosas de las tribus evangelizadas durante esta etapa le hicieron perder a la destrucción algunas de las características propias del período comprendido entre 1525 y 1550-1573. Como es lógico, siguió siendo universal y sistemática, pero dejó de ser espectacular, despectiva, solemne y sustitutiva, porque tratándose de sistemas religiosos fetichistas o animistas, como eran los de estos pueblos, en muchos de ellos no existían templos ni ídolos propiamente dichos, sino simples lugares, elementos y objetos de la naturaleza (árboles, ríos, montes, piedras, etc.) considerados sagrados, pero no susceptibles de destrucción. D)

Una apreciación de la extirpación

La conducta de los misioneros americanos en cuanto a extirpar la idolatría no representó en su momento ninguna acción inédita hasta entonces en la historia de la humanidad por lo que se refiere al comportamiento de unos pueblos con otros en el terreno de lo religioso; se desarrolló en unas circunstancias político-religiosas muy frecuentes, asimismo, en la historia de las religiones; pero constituye al mismo tiempo una actuación prácticamente única en la historia de las misiones católicas y, en determinados aspectos, inconcebible en el modo actual de evangelizar. Para enjuiciarla debidamente hay que distinguir en ella cuatro vertientes fundamentales: la personal del misionero, la humana desde el punto de vista de los indígenas, la misionológica y la cultural. 1) Punto de vista personal del misionero. Teniendo en cuenta su ya aludido concepto del paganismo y las razones en que basó su conducta, la extirpación era para el misionero obligatoria; persuasión compartida por la opinión común de entonces, razón esta última por la que, además, se la prescribían las leyes eclesiásticas y civiles. De hecho, la duda que llegaron a plantearse algunos teóricos de la acción misional sobre la posible ilicitud de la extirpación, por una parte, se restringió al caso de que la destrucción se llevara a cabo contra la voluntad de los nativos, y, por otra, no parece haber sobrepasado el marco de muy pocos pensadores, que planteaban el problema basados en la posible propiedad pública por los nativos de sus manifestaciones paganas. En virtud de ello, y desde este punto de vista, el misionero americano

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hubiera obrado mal en conciencia (y no faltan algunos reproches en este sentido) si antes o después, siguiendo un sistema u otro, no hubiera procedido a la extirpación, porque en este supuesto no hubiera cumplido con el deber que a él mismo y a todos sus contemporáneos creían incumbirles. 2) Aspecto humano de los indígenas. Desde este punto de vista, la extirpación puede criticarse por el peligro que encerraba de herir los sentimientos religiosos de los nativos o de atentar contra su derecho de propiedad. En cuanto a lo primero, hemos visto anteriormente que esta crítica ya se dio también entonces, pero es necesario puntualizar que sólo tuvo, y que sigue teniendo, validez para lo evangelizado desde 1525 hasta 1550-1573, aproximadamente, y sólo en aquellos casos en los que la destrucción se llevó a cabo contra la voluntad de los nativos. Fuera de estos casos y de ese período no se violentó la voluntad de los indígenas ni se despreciaron sus sentimientos religiosos, porque no se procedió a la extirpación hasta el momento en que los nativos estuvieron dispuestos a tolerarla, si ya no es que ellos mismos eran incluso partidarios de la misma. Asimismo, dentro del período 1525 a 1550-1573, y sólo en los casos en que se procedió contra la voluntad de los indios, la ya aludida conculcación del derecho de propiedad sobre sus manifestaciones paganas fue un planteamiento que no encontró eco, porque se consideró que la previa anexión política del territorio, considerada lícita, traspasó este derecho a la Corona española y porque se opinaba además que ese derecho indígena no existía en realidad, por tratarse de la posesión de bienes en sí mismos ilícitos. En esos mismos casos, y desde este punto de vista, la conducta de los misioneros americanos es inadmisible para nuestra sensibilidad actual. Su comportamiento se explica porque la mentalidad entonces predominante no era la de ahora, ni en España ni fuera de ella, de modo que los evangelizadores no podían parar mientes en algo entonces inexistente, tanto más que actuaban de ese modo para hacer un bien a los nativos que se proponían evangelizar, aun cuando éstos no se percataran de ello. Lo sorprendente hubiera sido la práctica, sólo por razones de humanidad, de una delicadeza que no era virtud precisamente de esa época, a pesar de lo cual no dejaron tampoco de pensar en ello. 3) Punto de vista misionológico. Misionológicamente hablando, la extirpación de la idolatría no es susceptible de juicio suficientemente fundado, por carencia de datos, durante la etapa comprendida entre 1493 y 1525; no tiene nada que objetar durante el largo período que corre entre 1550-1573 y 1824, y exige una distinción en lo que se refiere a la etapa enmarcada entre 1525 y 1550-1573. Cuando la extirpación se llevó a la práctica con el consentimiento de los indígenas, y mucho más si se hizo con su colaboración o la realizaron ellos personalmente, misionológicamente no tiene nada de criticable. Aún más, hubiera sido ineludible aun cuando los misioneros no se hubieran preocupado de ella, porque los propios nativos, una vez convertidos al cristianismo, hubieran procedido a la destrucción de sus antiguas manifestaciones paganas, como de hecho lo hicieron en más de una ocasión.

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En cambio, puede ser objeto de discusión cuando la eliminación física de los ídolos y lugares sagrados se hizo contra la voluntad de sus adoradores o sin estar éstos todavía dispuestos a convertirse. En estos casos seguía manteniendo intacto su poder de convicción para los indígenas, porque mostraba la falsedad de los ídolos. Pero presenta el problema de hasta qué punto era correcto que los misioneros utilizaran un argumento en el que seguramente ellos mismos no creían, y, además, ofrece el inconveniente de que la destrucción podía irritar a los indígenas y con ello dificultar su cristianización o poner en peligro la vida de los misioneros. El hecho, sin embargo, de que en la práctica no se materializara ninguna de estas posibilidades, fuera de casos aislados, induce a opinar que misionológicamente los evangelizadores americanos actuaron con acierto, perfectos conocedores de las reacciones de los nativos. 4) El aspecto cultural de la destrucción se abordará al hablar de la Iglesia y las culturas indígenas. V.

LA DEMOSTRACIÓN DIRECTA DEL CRISTIANISMO

En 1783 aseveraba el franciscano Pedro José de Parras, ex misionero en Argentina, que «no es menester una predicación metódica para las conversiones. Todo sermón estudiado será inútil». Con esta frase no hacía más que establecer una norma que en realidad venía a reflejar una práctica, porque todo indica que, fuera de las homilías, el misionero americano, más que predicar, lo que hacía era dialogar con los nativos. Respecto de este diálogo, el jesuíta José Gumilla afirmaría, en 1741, que los nativos del Orinoco, «como no tienen capacidad para penetrar el nervio de una razón urgente, les hace fuerza y se convencen de un argumento casero y material». Aunque Gumilla se refiere exclusivamente a los indígenas del Orinoco medio, a los que en general presenta con una capacidad de penetración intelectual especialmente obtusa, de hecho no hace tampoco más que formular con carácter de norma lo que se hacía en la práctica desde el comienzo mismo de la evangelización americana. Para demostrar la verdad del cristianismo, los misioneros no recurrieron nunca -como lo indican las Doctrinas o manuales de predicación- a grandes argumentos filosóficos o teológicos, porque sabían que los indígenas no los necesitaban ni los hubieran comprendido. Su argumentación se basó en la afirmación tajante y reiterada, en la presentación de algunas pruebas de autoridad, en la aclaración de conceptos mediante comparaciones sencillas y en la respuesta a las escasas e infantiles objeciones que les presentasen los oyentes. Como en tantas otras cosas, también en este punto adoptaron la postura del maestro que explica una lección a los niños, seguros de que los indígenas no necesitaban tanto de pruebas apodícticas e irrefutables cuanto de claridad de conceptos y de rotundidad en las aseveraciones. Las pruebas propiamente dichas eran más bien escasas y consistían, en último término, en razones de autoridad, que, en el caso de los nativos, no

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necesitaban mayor demostración: tal o cual punto era verdadero porque lo decía la Sagrada Escritura, lo enseñaba la Iglesia, lo habían admitido como tal los santos o lo creían los propios cristianos. Las comparaciones para aclarar conceptos eran, en cambio, numerosas y rebosantes de ingenio. Así, por ejemplo, la resurrección era similar al despertar de ciertas aves tras el período de hibernación; la persona humana está compuesta de alma y cuerpo, a la manera como un cirio consta de pabilo y cera; los sacramentos son en el plano espiritual lo que las medicinas en el corporal; Jesucristo dejó intacta al nacer la virginidad de su madre, del mismo modo que el sol deja intacto el cristal que atraviesa y nosotros dejamos intacto un cristal cuando miramos a través de él o el agua cuando miramos lo que hay en su fondo. Ya en el terreno de los argumentos caseros y materiales de los que habla Gumilla, sorprende el que, a finales del siglo XVIII, aducía el franciscano Juan de Santa Gertrudis ante los indígenas del Caquetá-Putumayo para demostrarles la necesidad de la monogamia. Al argumento de los nativos de que los gallos tenían muchas gallinas y los cerdos muchas cerdas, él replicaba -según confesión propia- que los loros, los guacamayos, los pauquíes y los caramares sólo tenían una hembra, lo mismo que los tigres, los leones, los osos, etc. Refiriéndose a este mismo punto de las objeciones, los misioneros nos dicen, por una parte, que no convenía que el propio evangelizador las suscitase, a fin de no infundir dudas en los oyentes, y por otra, que estos últimos hacían pocas y ninguna con profundidad, por no estar capacitados para ello. Más que objeciones serias, los nativos solían plantear preguntas infantiles, ante las cuales los evangelizadores tenían por norma responder, pero tratando de no demostrar nada, sino de hacer más comprensible su pensamiento o de refutarlas con ejemplos contrarios. Durante todo el tiempo de la evangelización americana predominó la persuasión de que los nativos apenas si tenían objeciones de índole intelectual que oponer al cristianismo, por lo que, más que largos raciocinios o profundas argumentaciones, lo que necesitaban era una explicación lo más diáfana posible. La convicción estaba en una relación directa con la comprensión. VI.

MÉTODOS DE AUTORIDAD

Conscientes de que una religión como la cristiana hubiera sido (y de hecho lo fue más de una vez) objeto de irrisión y desprecio para los nativos por su carácter de aparente debilidad, y sabedores también de que los indígenas no aceptarían aquello que no estimaban, cuantos desde el siglo XV al xix se preocuparon por la cristianización de América pusieron un énfasis especial en conseguir que los infieles profesasen la máxima estima tanto a los evangelizadores como a su religión. Para suscitar el aprecio hacia esta última, en América se rodeó al cristianismo de una característica aureola de solemnidad.

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En su primer contacto con los indígenas, el misionero y sus acompañantes solían plantar solemnemente la cruz y adorarla o celebrar misa al son de arcabuces. Todas las nuevas reducciones o poblados se inauguraban con una solemnísima ceremonia religiosa, organizada también en derredor de la cruz. La capilla, por ser la casa de Dios, fue siempre el primero y mejor edificio de la aldea. A los ornamentos y utensilios de culto, y hasta a las campanas, se les concedió tanta importancia, que muchas veces fue la Corona misma la que corrió con ese gasto. La catequesis, más que una clase de religión, era un acto religioso rodeado de la máxima solemnidad, en el que la doctrina no se enseñaba, sino que se «rezaba» o cantaba. El misionero explicaba «algo que los indios nunca habían visto ni oído». En la celebración de la misa, en la administración de los sacramentos y en la conmemoración de las festividades religiosas se procuraba desplegar al máximo, incluso en las aldeas más apartadas, los múltiples y variadísimos recursos de la liturgia cristiana. Por su parte, la autoridad del misionero se fomentó asimismo mediante los más variados recursos. Los conquistadores y encomenderos en el siglo XVI, los militares exploradores o destinados en las misiones durante los siglos XVII y XVIII, así como los simples pobladores de todos los tiempos, tenían orden (y normalmente la cumplían) de rodear al misionero de las muestras del máximo respeto. Este último se hacía besar la mano por parte de los colonos y de los indios al practicar el saludo y al comenzar o terminar la catequesis. Ante los indígenas se presentaba como el enviado de un «muy grande Señor» (Dios) que lo había llevado a América desde «muy lejanas tierras». El compañero que llegaba por primera vez para ayudarle era presentado ante los nativos besándole las manos arrodillado. Prescindiendo de todo rubor o de toda falsa modestia, no tenía inconveniente en decir a los indígenas que él era más sabio que sus hechiceros y antepasados. Estos y similares recursos externos, generadores de autoridad, estuvieron acompañados de un sinfín de preceptos en los que se ordenaba a los evangelizadores que, para ganar o conservar el prestigio ante los nativos, practicasen determinada conducta o evitasen ciertos actos. Entre estos preceptos, son especialmente numerosos y tajantes los que les ordenaban que observasen la máxima austeridad de vida, que no infundiesen la más leve sospecha en materia de castidad, que se mostrasen desprendidos en cuestión de dinero, que se abstuviesen del juego y del ejercicio del comercio y que no dejasen traslucir el menor síntoma de codicia. Como medidas de precaución, la Corona española y las Ordenes religiosas no permitían el paso a América de religiosos que no ofreciesen garantías morales, y ordenaban la expulsión de quienes en el Nuevo Mundo se hubieran desviado. Naturalmente, no todos los misioneros fueron ejemplares, pero sí puede decirse que la tónica de su comportamiento fue superior a la media. El hecho mismo de ofrecerse voluntariamente para las misiones era ya por sí un signo de selección.

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Métodos de persuasión

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MÉTODOS VERTICALES

Denominamos verticales a los métodos de persuasión consistentes en valerse de la autoridad y prestigio de las altas capas de la sociedad indígena para provocar la conversión al cristianismo de los restantes miembros de esa misma sociedad, es decir, del común de los nativos. En América, los representantes típicos de la autoridad y los poseedores de prestigio eran los caciques, curacas, mandones o jefes de tribu, cuyas palabras y conducta seguían ciegamente sus subordinados. Apercibidos de ello desde el primer momento, cuantos estuvieron interesados en la empresa misional procuraron extraer de este hecho sus inmensas posibilidades, procurando, antes de nada, que fueran los caciques quienes se convirtieran. Se trata de una conducta tan común y generalizada, que no admite ni una sola excepción de tipo cronológico o geográfico, y tan sencilla al mismo tiempo, que, so pena de incurrir en un pintoresco anecdotario, lo único que se puede decir de ella es que consistió en ganarse ante todo a esos caciques o los jefes de la respectiva tribu, comenzando por respetar su autoridad, siguiendo por granjearse su amistad tratándolos con especial afecto y deferencia y terminando por prestarle una atención especial a su cristianización. Para asegurar que esta influencia subsistiese posteriormente se procuró al mismo tiempo que los hijos de los caciques, futuros herederos de sus padres, recibiesen una educación especial en los colegios especialmente fundados para ellos. Estos colegios comenzaron ya en España con anterioridad a 1509, por obra de los franciscanos, y pasaron al continente con la propia evangelización. La época de su mayor esplendor coincidió con el período de tiempo comprendido entre 1530 y 1570 aproximadamente, que fue también el de mayor empuje misional. Posteriormente, la institución comenzó a languidecer, porque los territorios abordados desde la segunda mitad del siglo XVI no presentaban una sociedad tan estructurada jerárquicamente como los anteriores, no disponían del suficiente número de caciques como para, a base de ellos, poder levantar colegios especiales, ni las posibilidades misionales eran las mismas que anteriormente por razón del terreno. En la actualidad, esta preferencia especial dispensada a los caciques y a sus hijos puede interpretarse como discriminación, pero cabe advertir que no se practicaba por prejuicios sociales, sino copiando a veces costumbres indígenas prehispánicas, por razones de eficacia misional y acoplándose a una época en la que la deferencia a la nobleza era preceptiva. VIII.

MÉTODOS CAPILARES O DE CONTACTO

En contraposición con los métodos verticales, los de contacto o capilares consistieron en utilizar la influencia de los simples cristianos para la cristianización de los simples gentiles, situándonos por lo mismo al nivel de las personas corrientes, integradas en este caso por los españoles, los criollos y los nativos. La influencia de los dos primeros para la conversión de los últimos fue

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u n a posibilidad e n la q u e la C o r o n a española creyó hasta 1 5 3 5 , é p o c a d u r a n t e la cual f o m e n t ó ese c o n t a c t o m u t u o , o r d e n a n d o q u e u n o s y o t r o s convivieran e n los mismos poblados. Sin e m b a r g o , la experiencia t e r m i n ó p o r convencerla d e q u e ese c o n t a c t o e r a e n realidad nocivo, p o r lo q u e e n dicha fecha l o p r o h i b i ó , hasta q u e e n 1 6 8 1 volvió a autorizarlo d e n u e v o . E n t r e los misioneros h u b o siempre división d e opiniones al r e s p e c t o , a u n q u e c o n p r e d o m i n i o , hasta finales del siglo XVII y comienzos del XVIII, d e la q u e consideraba a los españoles y criollos más bien perjudiciales q u e favorecedores d e la cristianización d e los indios, p o r q u e su c o n d u c t a - s e g ú n e l l o s - n o solía servir d e ejemplo p a r a los infieles. H a b l a n d o e n general, la separación d e u n o s y o t r o s n u n c a fue total, p e r o d e h e c h o , c o n posterioridad al siglo XVI, los blancos n o se p o d í a n establecer e n los p o b l a d o s d e los indios (por razones d e subsistencia) hasta b i e n s u p e r a d o ya el p e r í o d o d e la conversión. Esta circunstancia, más el h e c h o d e q u e d u r a n t e el siglo XVI la convivencia d e u n o s y o t r o s sólo se d a b a e n los centros u r b a n o s d e alguna importancia, r e d u c e al mínimo la influencia d e los españoles y criollos e n los nativos d u r a n t e el p e r í o d o d e la evangelización. En c u a n t o a la influencia d e los indígenas e n t r e sí, y d e j a n d o a p a r t e los casos e n q u e los p r o p i o s misioneros se valieron d e nativos c o m o p e r s o n a l auxiliar p a r a la conversión d e o t r o s indígenas, es m u y p o c o lo q u e sabemos d e la labor d e proselitismo q u e los indios ya convertidos ejercían sobre los q u e a ú n p e r m a n e c í a n e n la infidelidad. En cambio son más a b u n d a n t e s los datos en sentido c o n t r a r i o , referentes a la actuación anticristiana d e los todavía gentiles o d e los apóstatas, los cuales a veces disuadían d e la práctica d e la religión a los ya cristianos o se m o f a b a n del cristianismo. P a r a evitar esta labor d e destrucción, los dominicos d e G u a t e m a l a , e n 1 5 6 4 , y los franciscanos d e la Florida, a finales del siglo XVI, a p a r t a b a n a los idólatras o apóstatas d e los nuevos cristianos, práctica q u e n u n c a p u d o ser general d e b i d o al sistema d e reducciones o congregación d e los nativos e n p o b l a d o s ; el g o b e r n a d o r d e Yucatán, e n 1552, y el s e g u n d o Concilio d e Lima, e n 1 5 6 7 , o r d e n a r o n q u e se castigará d e b i d a m e n t e a los p r i m e r o s ; mientras q u e los capuchinos d e la misión venezolana d e Los Llanos, e n 1 6 9 6 - 1 7 0 2 , y el franciscano R a m ó n B u e n o , misionero también e n Venezuela, e n 1 8 0 0 , o p t a b a n p o r la separación d e los niños r e s p e c t o d e los adultos p a r a q u e éstos n o los iniciaran e n las malas costumbres.

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MÉTODOS DE EDUCACIÓN

C o m o c o m p l e m e n t o d e t o d o s los sistemas anteriores, los evangelizadores americanos r e c u r r i e r o n también al d e e d u c a r a los niños e n el cristianism o p a r a d e esta m a n e r a influir e n sus p a d r e s y, sobre t o d o , a s e g u r a r el f u t u r o cristiano del territorio. C o m o decía el j e s u í t a J o s é Gumilla e n 1 7 4 1 , refiriéndose a los nativos del O r i n o c o m e d i o , «la b u e n a crianza q u e los ministros del Evangelio d a n a

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sus hijos... les van a b r i e n d o los ojos p a r a q u e vean c u á n t o mejor es la vida civil q u e aquella suya tosca y silvestre, y van c o b r a n d o a m o r a la n u e v a población y a la religión cristiana q u e tan b u e n a s enseñanzas trae consigo». P o r su p a r t e , los franciscanos d e Nueva E s p a ñ a n o se cansan d e elogiar en el siglo XVI la l a b o r misional realizada p o r los niños y j ó v e n e s indígenas. Este último p u n t o se a b o r d a con más detalle al hablar d e los artífices d e la evangelización, mientras q u e la educación cristiana d e la infancia se trata en el capítulo titulado Primero hombres, luego cristianos, p o r p e r t e n e c e r más a la transformación d e la sociedad indígena q u e a los m é t o d o s d e persuasión, de los q u e n o f o r m a n más q u e u n c o m p l e m e n t o .

NOTA

BIBLIOGRÁFICA

Véase la bibliografía correspondiente al capítulo 26. Monografías específicas P. BORGES, Métodos misionales en la cristianización de América. Siglo XVI (Madrid, 1960); R. NEBEL, Altmexikanische Religión und christliche Heilsbotschaft (Immensee, 1983). Extirpación de la idolatría A. ACOSTA RODRÍGUEZ, «LOS doctrineros y la extirpación de la religión indígena

en el arzobispado de Lima»: Jahrbuch fúr Geschichte von Staat, Wirtschaft und Gesellschaft Lateinamerikas 19 (Kóln-Wien, 1982), 69-109; C. BAYLE, «Los clérigos y la extirpación de la idolatría entre los neófitos americanos»: Missionalia Hispánica 3 (Madrid, 1946), 53-98; P. BORGES, «La extirpación de la idolatría como método misional»: Ibt'd., 47 (1957), 193-270; J. BOTERO RESTREPO, «La idolatría y su extirpación en la Nueva Granada»: Revista de la Academia Colombiana de Historia Eclesiástica 21-22 (Medellín, 1971), 60-71; J. G. DURAN, «La refutación de la idolatría incaica en el Sermonario del tercer Concilio provincial de Lima (1585)»: Teología 20 (Buenos Aires, 1983), 99-176; P. DuviOLS, La destrucción de las religiones andinas (conquista y colonia), trad. (México, 1977); R. M. MARTÍNEZ DE CODES, «La reglamentación sobre idolatría en la legislación conciliar límense del siglo xvi», en J. I. SARANYANA y otros, Evangelización y teología en América (siglo xvi) 1 (Pamplona, 1990), 523-540; C. E. MESA, «La idolatría y su extirpación en el Nuevo Reino de Granada»: Missionalia Hispánica 30 (Madrid, 1973), 225-252; J. L. MORA MÉRIDA, «Reflexiones históricas acerca del problema idolátrico hispanoamericano en el siglo xvi», en SARANYANA, Evangelización 1 (Pamplona, 1990), 689-698. Demostración del cristianismo J. B. OLAECHEA, «El problema teológico sobre la enseñanza de los misterios de la fe a los neoconversos americanos»: Revista Española de Teología 36 (Madrid, 1976), 287-299. Métodos de contacto Aunque no enfocado desde el punto de vista misional, véase M. MORNER, La Corona española y los foráneos en los pueblos de indios de América (Estocolmo, 1970).

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CAPÍTULO

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LA NUEVA CRISTIANDAD INDIANA Por PEDRO BORGES

La evangelización de Hispanoamérica estuvo encaminada a la cristianización de los nativos, punto que ofrece tres vertientes principales: la del modo en que efectivamente respondió el indígena americano al esfuerzo cristianizador de los evangelizadores, la de los métodos pastorales o cultivo espiritual de los neoconversos y la de la vivencia por estos últimos del cristianismo. I.

LA RESPUESTA CRISTIANA DEL INDIO

La inserción del mundo indígena americano en el cristianismo se efectuó como consecuencia de la conversión de los jóvenes y adultos paganos que vivían en cada territorio en el momento de acometerse la evangelización (momento que osciló entre 1493 y 1824, según las diversas regiones o comarcas) y, simultáneamente, como fruto del bautismo y de la educación cristiana de la infancia indígena, con lo que se intentó asegurar el cristianismo de los futuros adultos. Desde el punto de vista de esta inserción, la de los niños se confunde en realidad con el proceso de la educación de la infancia, en el que no cabe buscar motivaciones religiosas especiales por tratarse de personas real o prácticamente nacidas ya en el seno de la nueva religión. En cambio, la conversión de los jóvenes y adultos sí exige un análisis por separado. Para llevar a cabo este análisis es preciso tener en cuenta que se trata de un proceso desarrollado en tres etapas consecutivas, similares entre sí en lo que se refiere a las causas, pero dispares en sus consecuencias. A)

En las Antillas (1493-1540)

De los frutos cosechados durante la primera etapa de la evangelización americana ignoramos todo lo referente a Panamá, Darién y costa septentrional de Venezuela; incluso, respecto de las Antillas, sólo poseemos algunos datos acerca de lo sucedido en la Española. En esta última aparece el ermitaño Ramón Pane como autor de la conversión del primer cristiano indígena de América, el noble Guaticabá, bautizado el día 21 de septiembre de 1496 con el nombre de Juan Mateo, quien poco después moriría, junto con su

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hermano Antón, a manos de otro cacique. Ambos pertenecían a la familia del cacique Guanaocónobel, de la que abrazaron el cristianismo las dieciséis o diecisiete personas que la constituían. El hecho de que transcurrieran tres años (desde 1493, fecha de la llegada de la primera expedición misionera a la Española, hasta 1496, fecha de la administración del primer bautismo americano) parece indicar que el ritmo de las conversiones en este momento inicial de la evangelización fue más bien lento. Aún más: el propio Ramón Pane se nos presenta tratando de convertir pacientemente al cacique Guarionex, sin que lo consiguiera después de dos años continuos de labor. En un segundo momento los franciscanos Juan de la Deule o Bermejo, Juan Tisín o Cosín y Juan de Robles nos hablan de la buena disposición de los nativos hacia el cristianismo y del bautismo de «más de dos mil ánimas», o de que «se baptizaron más de tres mil ánimas» en sólo la primera quincena de octubre de 1500. En este caso se trata de un proceso de conversión muy rápido si esos bautizados fueron convertidos por los mismos franciscanos que nos hablan de él o (lo que parece más probable) por el propio Ramón Pane y los franciscanos De la Deule y Tisín durante el tiempo que permanecieron en la Española tras su llegada en 1493. En cambio, el proceso aparece mucho más moderado si es que en la Española permanecieron más religiosos entre 1593 y 1500. A partir de este momento surge toda una serie de contradicciones sobre este punto. Bartolomé de las Casas nos presenta una situación desoladora, en el sentido de que, salvo los dominicos llegados en 1510, nadie se preocupaba de la evangelización de los nativos. La Corona aparece en 1509 y 1512 ordenando que los encomenderos encargaran a alguien que adoctrinara diariamente a los indios, aunque ella misma reconoce en 1511 la conveniencia de que en Puerto Rico «se debe tener mucho cuidado en ordenar las cosas de manera que sean mejor doctrinados los indios de aquella isla que lo han sido los de ésa en nuestra santa fe católica». Por su parte, los reformadores de la Orden de San Jerónimo enviados a la Española por el cardenal Cisneros en 1516 ordenaron en esta misma fecha que en cada estancia hubiera un clérigo que enseñara la doctrina cristiana a los nativos. Por añadidura, resulta difícil pensar que los religiosos que se dirigieron a las Antillas a partir de 1509 se olvidaran al llegar allí de su objetivo evangelizados De la misma manera que no concuerda con la visión lascasiana el hecho de que en 1511 se nos hable de «los muchos indios que allí (Puerto Rico) se han convertido a nuestra santa fe católica», ni con la afirmación de que en 1512 un franciscano y dos dominicos hubiesen convertido en Cuba a «algunos indios», estampada por el propio Bartolomé de las Casas. Dejando para más adelante la cuestión de la vivencia del cristianismo por los indígenas antillanos, la impresión que se deduce de la documentación contradictoria referente a esta primera etapa es que la predicación de los religiosos a los adultos, la educación de los niños en los colegios y la mayor o menor labor, aunque indudablemente deficiente, de los doctrineros

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preceptuados en 1509 y 1512, dieron por fruto la inserción de la población en el cristianismo, al parecer, de una manera lenta. De hecho, a partir de 1515-1520, aproximadamente, ya no se vuelve a hablar de las Antillas como de un archipiélago en curso de evangelización, por considerar a la más o menos numerosa población indígena ya insertada en el cristianismo. B)

En la América nuclear (1523-1573)

A diferencia de lo que ocurre con la primera etapa, la documentación existente sobre la evangelización de la América nuclear es abundantísima. En esta segunda etapa la respuesta cristiana del indio se nos presenta como multitudinaria, en un proceso de afluencia masiva de los indígenas al cristianismo que deja de ser tal hacia 1573, como lo indica el ritmo de los bautismos administrados en cada territorio misional. En este punto son espectaculares las cifras proporcionadas por los franciscanos del México central. En 1532 y 1533 se afirma que cada uno de ellos había bautizado a más de cien mil personas, afluencia que en 1544 se describe gráficamente diciendo que los indígenas acudían al sacramento «a banderas desplegadas», sin que los religiosos pudieran dar abasto a tantos nativos como se convertían. Fray Juan de Zumárraga, entonces obispo de México, afirma en 1531 que sólo los franciscanos habían «baptizado más de un millón de personas». Fray Toribio Paredes de Benavente (Motolinía), que asegura hablar de cifras exactas, proporciona la cantidad de más de cuatro millones de nativos bautizados para 1536, balance que en 1609 se eleva a dieciséis millones de bautizados en toda Nueva España sólo por los franciscanos. Por lo que se refiere a los dominicos, en 1569 aseguran que los indios desde el primer momento «comenzaron a tropel a bautizarse innumerables dellos», dato que recoge un historiador a finales de la centuria para consignar la afirmación de que «se iban convirtiendo provincias enteras de más de veinte mil y cincuenta mil indios». En América Central, del mercedario Francisco de Bobadilla se nos asegura que entre 1538 y 1539 bautizó en sólo seis meses a 52.558 personas. En Perú, una vez superada la etapa de las guerras civiles, se repitió el proceso de Nueva España, aunque en proporción algo más atenuada. El virrey de Lima calculaba en 1565 que para entonces se habían bautizado unos 300.000 adultos, de manera que prácticamente lo estaban todos los de la región. En la visita al virreinato ordenada por don Francisco de Toledo hacia 1580, los visitadores pudieron comprobar que en la mayoría de las provincias sólo quedaban sin bautizar «algunos dellos». A comienzos del siglo XVII se consideraban totalmente cristianizadas las provincias situadas entre el Pacífico y los Andes. Como en Nueva España, en 1565 se habla también de religiosos que en un solo día habían bautizado a más de diez mil indígenas. El mercedario Diego de Porres afirma de sí mismo que en nueve años bautizó a más de 15.000 nativos. Independientemente de la mayor o menor exactitud de estas y otras muchas cifras de indios convertidos que se nos proporcionan sobre la América nuclear, la impresión que se deduce de los abundantísimos testimonios

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existentes al respecto es que, transcurrido un período inicial de resistencia, que en México, por ejemplo, duró cinco años, los indios acudieron multitudinariamente al bautismo, de manera que a los pocos años de iniciada la evangelización de un territorio solamente quedaban en él sin convertir pequeños sectores de población, como los ancianos o las tribus que por diversas circunstancias permanecían al margen de la acción misional. Este paso multitudinario de los indios al cristianismo recuerda los cambios colectivos de religión protagonizados por pueblos enteros que jalonan la historia de las religiones y de la que este fenómeno de la América nuclear es, de momento, el último ejemplo. Además, y sintomáticamente, esta afluencia de los indios al bautismo «a banderas desplegadas» o «en tropel» coincide con el repentino derrumbamiento político, social, económico y religioso del mundo indígena prehispánico y parece confirmar la frase del cronista Francisco López de Gomara de que los españoles, en este caso los misioneros, «convirtieron a cuantos conquistaron». Semejante comportamiento de los nativos hace concebir la sospecha de que en todo esto sucedió algo extraño. O, dicho de otra manera, plantea la pregunta de si en realidad los indígenas americanos se bautizaban porque creían de veras en un cristianismo que sólo acababan de conocer o si únicamente se limitaban a dar gusto a los nuevos dueños del territorio, sin atribuirle demasiada importancia a un rito en el que no creían o al que consideraban uno más dentro de su politeísmo. Dando por sentado, como los mismos evangelizadores lo reconocen, que hubo de hecho bautismos que no se debieron administrar pero que en realidad tampoco modifican la perspectiva general, las precauciones adoptadas para su administración por esos mismos misioneros son un signo de que éstos estaban sobre aviso. Por otra parte, su sentido de la responsabilidad constituye garantía suficiente para desechar toda sospecha de que en general actuaran frivolamente en un asunto que para ellos era de la máxima seriedad (la controversia surgida en México acerca del bautismo no se refiere a la sinceridad de la conversión, sino al grado de conocimiento más adecuado para la administración del sacramento). Por lo mismo, y so pena de achacar a los misioneros una inconsciencia o una ceguera en manera alguna presumibles en ellos como tónica general, hay que compartir con ellos la seguridad de que los indios actuaban sinceramente. Esto no quiere decir que los indígenas tuvieran una idea perfectamente clara del cristianismo. Los propios evangelizadores (en su mayor parte franciscanos), que afirman haber administrado bautismos por millares, añaden que la profundización en el cristianismo la aplazaban para más adelante, pues de momento bastaba con que los nativos creyesen en lo esencial de la nueva religión y recibieran una gracia bautismal que les ayudaría a compren-* der mejor y a practicar el sistema religioso en el que se habían insertado. Interpretando esta reacción o conducta indígena desde un ángulo providencialista, los evangelizadores vieron en ella la mano de Dios, quien movió directamente los corazones de los nativos para que se convirtieran. Desde un punto de vista histórico, perfectamente compatible con la visión teológica, el hecho puede explicarse en el sentido de que en este casi repen-

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tino cambio de religión operaron tres factores fundamentales, que parecen haber sido el estrepitoso derrumbamiento de las creencias religiosas paganas de los indios, la fe en su comportamiento y en sus palabras que supieron granjearse los evangelizadores, y la acertada utilización por éstos de los resortes (métodos de persuasión) más adecuados para provocar la conversión sobre todo de los caciques, quienes arrastraban consigo a sus subordinados. Se trata de otros tantos motivos de credibilidad de los que, volviendo de nuevo a la teología, se diría que se valió la gracia divina para inducir a los indígenas a convertirse. C)

En la América marginal (1573-1824)

Desde 1573 en adelante, es decir, a lo largo de los doscientos cincuenta y un años que corrieron hasta 1824, el ritmo de la cristianización fue mucho más lento que durante la etapa anterior, porque también lo fue la expansión evangelizadora y los misioneros actuaron premeditadamente con mayor lentitud. Sin embargo, se dio, asimismo, el fenómeno de que los misioneros terminaron por convertir, tarde o temprano, a la práctica totalidad de cuantos indígenas congregaron en poblados, es decir, a cuantos evangelizaron, de manera que el número de conversiones terminó coincidiendo, antes o después, con el número de los nativos reducidos. He aquí algunas muestras al respecto, tomadas por sus autores de los registros parroquiales. En la misión de Tarahumara (México), los jesuítas no bautizaron desde su llegada en 1613 hasta 1682 más que a 8.000 indígenas, al promedio de 43 por año. En Talamanca (Costa Rica), los franciscanos bautizaron a 1.650 nativos entre 1697 y 1699, quedando en la última fecha más de dos mil sin bautizar. En Píritu (Venezuela), los franciscanos bautizaron entre 1656 y 1755 a algo más de 58.000, a un promedio de 580 por año. Los capuchinos de Cumaná (Venezuela) bautizaron a 40.109 entre 1660 y 1780 (promedio, 345 por año), o, según otro cálculo, a 52.864 (promedio, 455 por año). En Guayana, estos mismos capuchinos bautizaron a 22.722 entre 1724 y 1773, al promedio de 463 por año. En California, los franciscanos no bautizaron en la reducción de Monterrey, a lo largo de 1778, más que a 57 personas, de ellas 23 adultos y los restantes párvulos, lo que no era obstáculo para que fray Junípero Serra opinara que «la conquista espiritual camina prósperamente, gracias a Dios, aunque sea con más lento paso del que quisiéramos». En su reducción paraguaya de San Francisco de Paula, de Huaylas, los dominicos sólo habían bautizado en 1784, después de diez años de evangelización, a 273 párvulos y 14 adultos, de un total de 600 habitantes. Estos datos sobre California y Paraguay son especialmente valiosos porque distinguen expresamente entre bautismos de adultos y bautismos de párvulos. Las restantes estadísticas aducidas no establecen esta distinción, pero parece claro que, lo mismo que en California y Paraguay, el mayor número de bautismos correspondía a los niños, ya que el de adultos seguía un proceso más lento. Los misioneros aplazaban la administración del sacramento hasta estar

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seguros de que los indígenas no lo pedían por creer que así garantizaban su manutención, o de que ya no había peligro de que abandonaran el poblado y regresasen al paganismo, o bien porque los nativos no acababan de estar suficientemente preparados. Así, por ejemplo, el jesuíta José Gumilla especifica además que al fin terminaban por convertirse todos, si bien algunos se resistían por rudeza o por terquedad. Por su parte, el capuchino Jerónimo de Ecija afirma en 1717, refiriéndose a las misiones de Cumaná, que los indígenas no se hallaban en condiciones de recibir el bautismo hasta los ocho años de haberse congregado en el poblado misional. Lo mismo sucedía en las misiones franciscanas de Manoa (Perú) en 1763. Algunas estadísticas confirman estas aseveraciones. Los jesuítas de los Llanos colombianos de los ríos Casanare y Meta podían haber bautizado de 1661 a 1665 (según su cronista, Juan de Rivero) a más de dos mil adultos, pero no lo hicieron «por andar remirados en este punto» hasta que los neófitos estuvieran bien instruidos. Si en la misión capuchina de Maracaibo vivieron desde 1724 hasta 1773 un total de 25.126 personas, de las que se habían bautizado 22.722, el hecho quiere decir que 2.278 no habían recibido el sacramento. En esa misma misión el número de gentiles superaba en 1786 al de los bautizados, pues los primeros eran 643 y los segundos 612. Asimismo, en seis de las reducciones atendidas desde 1748 en Tamaulipas (México) por el Colegio de Misiones franciscano de Zacatecas vivían en 1786 un total de 635 nativos, de los que sólo estaban bautizados 271. En las misiones franciscanas de Talamanca (Costa Rica) vivían en 1697 un total de 5.750 indígenas, de los que estaban bautizados 1.647; mientras que desde 1697hasta 1699 sólo se bautizaron 1.650 y permanecían sin bautizar más de dos mil. En las ya aludidas misiones jesuítas del Meta había en 1727 un total de 4.991 cristianos y 496 catecúmenos.

zadores no percibieron entre estas tribus el entusiasmo de los indios de las denominadas altas culturas de la América nuclear, y sí, en cambio, una actitud de mayor indolencia, lo que, unido a la posibilidad de que con el tiempo abandonaran la reducción y se olvidaran de su carácter de cristianos, los indujo a proceder muy poco a poco, sustituyendo los bautismos multitudinarios de la etapa anterior por una administración del sacramento más individualizada. Todo ello quiere decir que, a lo largo de estos doscientos cincuenta y un años de evangelización, la respuesta cristiana del indio fue misionológicamente normal dentro del contexto americano; es decir, que careció de la rapidez y espectacularidad contempladas en la América nuclear de 1523 a 1573, pero que al mismo tiempo no fue tampoco tan lenta como una especie de goteo individualizado. Se trató de un proceso intermedio en cuya virtud cada territorio misional terminaba siendo cristiano a lo largo de un período relativamente breve y que la legislación oficial sitúa entre diez y veinte años a partir del momento de haberse iniciado la evangelización de una comarca, según las épocas y las regiones. Ese fue, en efecto, el período señalado por la Corona española para considerar a cada territorio plenamente cristianizado, momento a partir del cual, y teóricamente al menos, los nuevos cristianos comenzarían a pagar tributo (impuestos) y el territorio debería transformarse de misión en doctrina o parroquia de indios, es decir, de comarca en vías de cristianización en comarca ya definitivamente cristianizada.

Puesto que no había razón para diferir el bautismo de los niños y nos consta además que los misioneros procuraban bautizarlos pronto, siguiendo la tradición universal de la Iglesia, es prácticamente cierto que esos indígenas sin bautizar que convivían con los ya bautizados eran indios adultos. La documentación misional de esta prolongada etapa coincide con la perteneciente al período 1523-1573 en afirmar que no eran los profundo? razonamientos teológicos lo que inducía a los nativos a convertirse. Como afirma el franciscano Pedro José de Parras en 1783, no era menester una predicación metódica, pues todo sermón estudiado era inútil. Lo totalmente distinto entre una etapa y otra fue el ritmo de los bautismos. Durante esta etapa de las misiones radiales o periféricas ya no se dio la afluencia de los indios al bautismo «a banderas desplegadas» ni a los misioneros «se les cansaba el brazo de tanto bautizar». Debido a la utilización de los acertados métodos de persuasión, los misioneros supieron atraer a los indígenas al cristianismo, pero éstos encontraron serias dificultades para abrazarlo a causa de la difícil comprensión de sus dogmas y a la dificultad del cumplimiento de sus preceptos, además de que entre ellos no se dio el espectacular y repentino derrumbamiento de sus sistemas religiosos prehispánicos porque en realidad casi carecían de ellos. Por su parte, los evangeli-

Una vez que los indígenas estaban dispuestos a abrazar el cristianismo, los evangelizadores los insertaban en él mediante el bautismo y luego procuraban ratificarlos y perfeccionarlos en la nueva religión mediante la administración de los sacramentos y la aplicación de los numerosos recursos de índole pastoral excogitados por la Iglesia para este fin. La descripción de esta metodología pastoral no es fácil en el caso de la América española porque, fuera de la administración de los sacramentos, en unas ocasiones se aplicaban los mismos métodos a los ya cristianos y a los todavía paganos simultáneamente, pero que ya estaban dispuestos a bautizarse, mientras que en otras ignoramos cuándo se distinguía entre unos indígenas y otros, hasta el punto de no poder distinguir entre lo practicado en una misión y lo acostumbrado en una doctrina.

II.

A)

EL CULTIVO PASTORAL DE LOS NEOCONVERSOS

Administración de los sacramentos

El bautismo se procuró administrar siempre y en todas partes a los adultos en peligro de muerte. Idéntica práctica se siguió con los niños, aun en el caso de que no peligrara su vida. En cualquiera de estas dos circunstancias se contaba siempre con el

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consentimiento de los familiares o de los padres de quienes se iban a bautizar. Debido a esta costumbre, a la que no solían oponerse los adultos y de la que ya hemos dicho que a veces surtió efectos adversos, puede decirse que todas las regiones americanas, aunque con las excepciones de rigor (la más notoria de las cuales fue el momento inicial de Nueva España), la implantación del cristianismo en un territorio o entre una nueva etnia comenzaba, no con el bautismo de los adultos, sino con el de los niños, es decir, con la administración del sacramento a hijos de padres aún no bautizados, pero que consentían en ello. En el caso de los adultos, el bautismo estuvo precedido siempre de una preparación que varió con el tiempo, con las Ordenes misioneras y con los territorios. El problema más grave que se planteó fue el suscitado con motivo de las conversiones masivas de Nueva España, ya expuesto al hablar de los métodos de catequización y solucionado por el papa Paulo III en 1537 en relación con la observancia de las ceremonias propias del sacramento y por la Universidad de Salamanca en 1542 respecto de la preparación de los bautizandos. Fuera de este caso concreto, y hablando en general, la administración de este sacramento tendió a ser rápida en la América nuclear (siglo xvi) y más bien lenta en la América marginal (siglos xvil-xix), en conformidad con el ya aludido ritmo de las conversiones. Por esta razón y en estos últimos territorios, fue normal que durante los , primeros tiempos convivieran en una misma reducción o poblado misional indígenas ya bautizados y nativos todavía por bautizar, pero que estaban a la espera de ello. Como norma, la preparación exigida para la administración del sacramento a los neófitos era el conocimiento o aprendizaje de las Doctrinas breves y de los Catecismos por preguntas y respuestas, generalmente de memoria. En la práctica de la confesión, los neófitos americanos gozaron del privilegio de no tener casos reservados al obispo. El sacramento aparece siempre como obligatorio en Pascua y frecuente en los días festivos. El principal problema que planteó fue el de la acomodación de la mentalidad indígena a un sacramento como éste, que exigía la manifestación, de algunas acciones cuya inmoralidad era difícil de comprender por los| nativos, así como la especificación de un número que no era fácil de retener] en la memoria. Los evangelizadores trataron de facilitar la administración del sacra-' mentó mediante la elaboración de Confessionarios o modelos de confesión; tanto en castellano como en el idioma propio del lugar, tan frecuentes eni cada territorio como las Cartillas y los Catecismos utilizados para el aprendí- ; zaje del cristianismo. La Eucaristía, a diferencia de la confesión, se presenta con muchas frecuencia como un sacramento de selectos, hasta el punto de que en los; primeros tiempos de la evangelización de un territorio ni siquiera aparece; como obligatoria en Pascua. En virtud de ello son frecuentes los casos en los

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que el número de los que comulgaban era inferior al de los que se habían confesado, y hasta el de hombres más reducido que el de mujeres. Valga como ejemplo lo que sucedía en 1711 en la misión capuchina de Cumaná, donde en seis poblados se confesaron por Pascua 2.033 indígenas, de los que solamente comulgaron 856. En realidad, la administración de este sacramento varió mucho de un momento o de un lugar a otro, con la circunstancia de que el criterio ni siquiera fue unánime entre los misioneros de una misma Orden religiosa o de un mismo territorio. En esa administración intervino un factor de mentalidad y otro de apreciación personal. El de mentalidad, que cambió con las Ordenes religiosas, con el tiempo y hasta con las etnias, estuvo en función de que se considerara el sacramento o bien como un alimento espiritual propio únicamente de cristianos ya robustecidos en la fe, como un medio de lograr ese robustecimiento o como un alimento tan exquisito que solamente era propio de los muy preparados, o bien como un alimento del que necesitaban precisamente los que tenían que robustecerse, postura esta última que parece haber sido la frecuente entre los franciscanos. El factor personal intervino en el sentido de que cada misionero mantenía su propio criterio sobre el grado de preparación de los indígenas para la recepción del sacramento. La conjunción de ambos factores impide establecer ninguna pauta general en este punto, aunque parece haber predominado la de carácter restrictivo. El matrimonio revistió la peculiaridad de poderse administrar a los indios en grados no permitidos entre los españoles y criollos, restringidos por el papa Paulo III en 1537 a los dos primeros de consanguinidad y de afinidad. El mismo Papa y en esa misma fecha otorgó a los nativos el privilegio de poderse casar con la mujer que prefirieran si no recordaban cuál había sido la primera con la que habían contraído matrimonio en sus tiempos de gentilidad. Ya se aludió anteriormente a la enorme dificultad que suponía el establecimiento del matrimonio monogámico entre las etnias que practicaban la poligamia. La confirmación es un sacramento al que no se suele aludir en la literatura misional. En realidad, y fuera de los problemas de índole jurisdiccional planteados en los primeros tiempos de la evangelización de Nueva España con motivo de los privilegios de los religiosos, se carece de datos acerca de su administración. Por eso merecen anotarse dos datos que pueden servir de índice para deducir lo que sucedía. En 1623, el dominico Adrián de Santo Tomás llevó a la ciudad de Panamá a 580 indígenas guaimíes para que los confirmara el obispo, lo que se hizo con la máxima solemnidad. El superior de las misiones jesuíticas de Mainas, en virtud de la bula Non solum, promulgada por Benedicto XIV en 1751, podía confirmar personal-

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mente a los ya bautizados debido a que las grandes distancias dificultaban la visita del obispo. Este solía administrar el sacramento en el curso de sus visitas pastorales, poco frecuentes en la América marginal o, dicho de otra manera, en los territorios ya evangelizados a partir de finales del siglo XVI o a comienzos del XVII. A falta de obispos, la administración del sacramento corrió a cargo de los religiosos misioneros o doctrineros, siguiendo las mismas vicisitudes que la bula Exponi nobis (Omnímoda) de Adriano VI, del 9 de mayo de 1522, por la que se concedió a los religiosos este privilegio. El Orden fue un sacramento de reducidísima administración a los indios, entre los que ya sabemos que apenas existió clero indígena. La Extrema Unción o Unción de los enfermos no ofreció en América más peculiaridades que la consistente en que los indios denominados fiscales debían avisar al misionero cuando alguien se encontraba en peligro de muerte para que fuera a administrarle este sacramento. Su carácter de rito practicado en circunstancias tan especiales proporcionó un argumento a los hechiceros, lo mismo que el bautizo de los adultos en peligro de muerte, para atribuir al sacramento el fin de la vida. B)

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Prácticas religiosas y disciplinares

La Misa, obligatoria siempre y en todas partes los días festivos desde la recepción del bautismo, en los laborales solía acompañarla la catequesis. Por ello, la asistencia a la misma estaba en relación con la frecuencia de esa enseñanza, siempre que el catequista fuera el propio misionero. Lo más frecuente fue que en los primeros tiempos de la evangelización de un territorio esa asistencia fuera diaria. Los catecúmenos no asistían a ella o solamente la presenciaban hasta el ofertorio. En todas las misiones aparecen también prácticas religiosas consistentes en las devociones especiales de cada Orden misionera. Así, por ejemplo, los dominicos fomentaron con especial interés el rezo del Rosario, si bien la práctica no fue exclusiva de ellos, mientras que los franciscanos, en su especial cultivo de la devoción a la Inmaculada, prefirieron fomentar el rezo de la Corona (similar al Rosario) y la práctica de la Sabatina o rito en honor de la Virgen, propio de los sábados. La casi increíble existencia de una escolanía en la inmensa mayoría de las misiones, incluso en las más remotas e impensables, debido a la especial atención prestada a los adolescentes, proporcionaba a las celebraciones religiosas un atractivo y una solemnidad muy del gusto de los indígenas y que los misioneros y sus historiadores describen con todo orgullo y detalle. Lo mismo sucedía con las grandes festividades de la cristiandad (Pascua, Corpus Christi, Navidad, la Asunción, etc.) o con las propias de cada Orden misionera (San Francisco, Santo Domingo, San Agustín, San Ignacio de Loyola, la Virgen de la Merced). Tanto en ellas como en Semana Santa, las celebraciones religiosas alcanzaban una policromía y una solemnidad que los misioneros suelen comparar e incluso anteponer a las de Castilla.

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En este punto de las festividades religiosas, los indígenas americanos se distinguieron del resto de la cristiandad en que desde 1537 estuvieron exentos de algunas de ellas. Así, mientras Paulo III redujo en dicha fecha para los indios el número de días festivos (fuera de los domingos) a doce, en lugar de los 43 que regían en toda la cristiandad, el concilio de Quito de 1570 estableció 40 para los hispano-criollos y 16 para los indígenas, trece de ellas con carácter general y tres con carácter local. Asimismo, fue también el papa Paulo III quien en 1537 redujo para los indios los días de ayuno a la vigilia de Navidad, a la de Resurrección y a los viernes de cuaresma, mientras que en el caso de la abstinencia los autorizó para tomar los mismos alimentos que si obtuvieran la Bula de la Cruzada. Todo ello para hacerles más llevadera la observancia de las exigencias disciplinares del cristianismo. C)

Otros instrumentos de pastoral

Además de la catequesis impartida a los indígenas todavía no bautizados, a la que con frecuencia asistían también los que ya habían recibido el bautismo, los evangelizadores americanos cultivaron a los neoconversos mediante el recurso a la predicación durante la misa y demás actos de culto, a las representaciones teatrales de índole religiosa y a la lectura de libros de piedad por parte de los nativos. Las representaciones teatrales consistían en la escenificación de relatos bíblicos, de vidas de santos o de acontecimientos moralizantes, protagonizados por los propios indígenas bajo la dirección de los evangelizadores. Su celebración solía tener lugar los días festivos especialmente señalados. Las alusiones a estas representaciones son frecuentes, pero normalmente excesivamente concisas. En este sentido, y por vía de ejemplo, el franciscano Toribio Paredes de Benavente nos habla hacia 1555 de la escenificación en Tlaxcala (México) de piezas teatrales religiosas tituladas La toma dejerusalén, La tentación de Cristo, La predicación de Jesucristo a los pájaros, El sacrificio de Abrakán, La adoración de los reyes, El juicio final, La caída de Adán y Eva y La destrucción de Jerusalén. En las lecturas de libros por parte de los indios se siguió la doble táctica de evitar que leyeran los que se consideraban nocivos y de fomentar la lectura de los considerados convenientes. Entre los primeros figuraban los libros de romances o de historias vanas y profanas «como son los de Amadís», es decir, los Libros de Caballería (novelas), prohibidos, por ejemplo, en 1531, 1536 y 1543 para Nueva España, prohibición esta última que aparece recogida en la Recopilación de leyes de los reinos de las Indias de 1681 (libro 1, tít. 24, ley 4). A este mismo deseo obedeció la corriente, al parecer sólo temporal, de que los indígenas no leyeran obras referentes a sus antiguas concepciones paganas para que no recayeran en ellas, compartida por los dominicos de Guatemala en la segunda parte del siglo XVI y que fue la causa de que se le prohibiese al franciscano Bernardino de Sahagún la publicación de su Historia general de las cosas de Nueva España. En cuanto al fomento de la lectura de libros piadosos, el primer concilio

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provincial de México se mostró contrario en 1555 a que los indios los leyeran si no estaban previamente aprobados por la autoridad competente. Por su parte, el primer concilio provincial de Lima ordenó en 1552 que no se les permitiese leer a los nativos sino libros de «buena doctrina». Entre estas obras recomendables figuraban las Doctrinas de índole catequética y los Sermonarios, aunque el objetivo perseguido con su publicación era más bien el de ayudar a los propios evangelizadores. A pesar de ello, el franciscano Francisco Pareja, misionero en la Florida, afirma en 1614 que éstos y otros tratados «no se les caen a los indios de las manos», mientras que el jesuita Ignacio Paredes publicó en 1678 un pequeño catecismo al que antepone un «prólogo en el que se exhorta y persuade a los indios / a / que / l o / lean y aprendan». Junto con estas obras catequéticas, los evangelizadores elaboraron, ya con destino a los nativos, otras de índole diversa, principalmente biografías de santos. Hubo incluso indígenas que compusieron tratados religiosos con destino precisamente a los miembros de su misma etnia, de los que en Paraguay, por ejemplo, se llegaron a imprimir una docena. De estos mismos indígenas de las reducciones jesuíticas del Paraguay nos consta que «leían con avidez» todos los impresos y manuscritos que caían en sus manos. La dificultad en este punto consistió, no en el analfabetismo de los indígenas, sino en la reducida difusión de este tipo de obras. A ella alude en el siglo XVIII en Guatemala el dominico Francisco Ximénez, mientras que los jesuítas de Nueva Granada y del Paraguay trataron de solucionarla mediante el establecimiento de imprentas misionales en 1741 y 1759-1760, respectivamente. III.

LA VIVENCIA INDÍGENA DEL CRISTIANISMO

En la práctica del cristianismo por los nuevos cristianos hay que distinguir las mismas tres etapas establecidas para analizar el ritmo de las conversiones. A)

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En las Antillas (1493-1540)

La escasez y contradicción de los datos aludidos al hablar del ritmo de las conversiones vuelven a surgir ahora respecto de la vivencia de la nueva religión por los neoconversos antillanos. El hecho de que el primer indio cristiano de América, Juan Mateo, prefiriera morir, junto con su hermano Antón, antes que renunciar al cristianismo (aunque Las Casas atribuye la muerte a motivos extrarreligiosos) es un índice claro de su arraigo en la fe. Asimismo, el optimismo que respiraban los franciscanos en 1500 respecto de la Española y el que se fomentaba en 1509 y 1511 respecto de Puerto Rico y Cuba, hacen pensar en la posibilidad de que los nuevos cristianos fueran consecuentes con sus nuevas creencias.

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En cambio, el radical pesimismo de Las Casas sobre este punto y la afirmación de la propia Corona, en 1511, de que en la Española los indígenas «no tienen de cristianos sino el nombre, salvo los muchachos que crían los frailes, que aquellos diz que lo hacen bien», hacen pensar que el cristianismo de los neoconversos era más bien deficiente. Lo más probable parece ser que ese cristianismo indígena antillano nunca llegó a ser próspero debido a las deficiencias de la evangelización y a las adversas condiciones económico-laborales en que se vio sumida la población nativa. B)

En la América nuclear (1523-1573)

1) Apreciaciones globales. En la América nuclear, tras las conversiones masivas del momento inmediatamente posterior a la conquista armada de cada territorio, la manera como los indígenas se volcaron en el cristianismo, más el hecho del bautismo de los recién nacidos y de la educación especial que se le procuró impartir a la infancia, debieran haber producido un florecimiento sin par del cristianismo. De hecho, ya sabemos que, por ejemplo, los franciscanos de México intentaron, y durante algún tiempo creyeron haberlo conseguido, fundar en Nueva España una Iglesia como la de los Apóstoles. Sin embargo, surgió la circunstancia inesperada de que, conforme corrían los años, un sector de los nuevos cristianos de todos los territorios acabados de evangelizar, en lugar de avanzar, retrocedían en el cristianismo. A ello se añadió el agravante de que ese retroceso no consistía solamente en la defectuosa comprensión del cristianismo, en la ignorancia de su contenido o en una observancia más o menos deficiente de la religión cristiana, sino que llegaba a la práctica de nuevo de la idolatría, aunque de una manera clandestina. Esta especie de degradación, considerada en términos generales, no fue idéntica en todas partes. Respecto de Nueva España, son muchos los misioneros que se sienten entusiasmados por las muestras de piedad de los neoconversos y no veían en sus deficiencias religiosas motivos especiales de alarma, convencidos de que exigirles desde el primer momento un cristianismo perfecto era, en frase del franciscano Motolinía, como darle un pedazo de pan a un borrego y acto seguido palparle el rabo para comprobar si había engordado. Para otros, en cambio, el cristianismo no había desalojado totalmente al paganismo del alma de los indígenas, y las prácticas que los primeros consideraban «boberías», en frase del también franciscano Bernardino de Sahagún, eran auténticos ritos idolátricos. A diferencia de en Nueva España, en Perú parece predominar la visión pesimista, consistente en que, por una parte, los nuevos cristianos no llegaron a mostrar el mismo fervor cristiano que los aztecas y, por otra, sus deficiencias eran más acusadas, sobre todo en lo referente a la vuelta a la idolatría. En las demás regiones, la visión favorable no suele ser tan optimista como en Nueva España, pero la desfavorable tampoco es tan pesimista como en el Perú.

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2) El rebrote de la idolatría. Dijimos anteriormente que, entre las deficiencias religiosas de los nuevos cristianos, la que más alarmó a los evangelizadores fue el rebrote de la idolatría, practicada clandestinamente. Esta clandestinidad consistía en reponer a los ídolos en lugares agrestes, en pedestales del propio domicilio e incluso detrás o debajo de las imágenes cristianas, así como en tributarles culto a espaldas del misionero y hasta durante los actos litúrgicos cristianos, aunque disimuladamente. Desde el punto de vista geográfico, este rebrote de la idolatría aparece en todas partes a los pocos años de la evangelización de cada territorio, y su evolución parece que fue en aumento durante algún tiempo debido tanto al enfriamiento religioso de los neoconversos como al descuido, a la confianza o a las excesivas tareas pastorales de los evangelizadores. Una vez percatados éstos de lo que sucedía, iniciaron el proceso de sofocamiento. La desaparición o no del rebrote estuvo en relación con la mayor o menor vigilancia de los encargados de la cura pastoral de los indígenas. Esto explica que en el Perú, por ejemplo, en lugar de desaparecer o disminuir con el tiempo, se descubriera en 1608 que era alarmante en la provincia de Huarochirí y en sus colindantes del este de Lima. Esta universalidad geográfica no significa universalidad demográfica, en el sentido de que volvieran a practicar la idolatría todos o la mayor parte de los neoconversos de todos los territorios. Todo parece indicar que, al menos en un principio, quienes recayeron en ella sólo representaban una minoría, aunque cualificada, porque entre ellos abundaron los caciques y los hechiceros. Posteriormente, la práctica debió de ampliarse a algunos sectores populares, y sólo en casos ya muy tardíos, situados fuera del período de la evangelización, parece que adquirió mayores dimensiones, pero sin que nunca llegara a ser un hecho generalizado. De hecho, los misioneros de la primera y segunda generación, a pesar del espíritu de alarma con que se expresan a este respecto, a veces presentan el rebrote como un hecho general, mientras que otras lo restringen a «algunos» o a «muchos» de los nuevos cristianos. Las cifras concretas escasean tratándose de la etapa que siguió inmediatamente a la conversión, laguna que a veces se trata de rellenar recurriendo a los ya más abundantes datos de momentos posteriores, sobre todo a los procesos incoados a comienzos del siglo XVII, sin tener en cuenta que estas cifras reflejan una situación distinta y son fruto en gran parte de un paulatino deterioro del cristianismo, no achacable al misionero, sino al doctrinero, fuera religioso o clérigo secular. Una de las pocas cifras disponibles referentes a este período inmediatamente posterior a la conversión es la que nos proporcionan los agustinos del Perú en 1559, según los cuales en esa fecha descubrieron tres mil indígenas idólatras en la región de Huaylas, lo que no representa un rebrote alarmante. De todas las maneras, ni estas ni las restantes cifras concretas son totalmente fiables, porque al descubrirse un foco de rebrote idolátrico solían intervenir varios factores que las suelen alterar. Por una parte, unos misioneros tendían a incurrir, escandalizados, en la sospecha generalizada

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de todos los indígenas, y luego exageraban el número de idólatras detectados para hacer resaltar los propios méritos, mientras que otros se inclinaban a la comprensión y procuraban paliar el problema. Por su lado, los indios lo mismo negaban su verdadera reincidencia en la idolatría (para evitar las consiguientes sanciones) que trataban de congraciarse con los misioneros y ratificar sus sospechas llevándoles ídolos abandonados, fabricando incluso otros nuevos o confesando una falsa pero leve culpabilidad que les permitiese acogerse sin más problemas a la promesa de absolución o sólo les acarrease, a cambio de la paz o de una sospecha más grave, una leve sanción. A diferencia de lo ocurrido durante la etapa de la idolatría pública, el problema que este rebrote oculto planteó a los misioneros no consistió en la cantidad de signos idolátricos que había que destruir, sino en atinar quiénes eran realmente los que idolatraban y dónde lo hacían. Los evangelizadores trataron de solucionar el problema, en primer lugar, insistiendo en sus predicaciones y confesiones en la ilicitud de volver a idolatrar y en la obligación de denunciar lo que ocurriera en este punto. Además, se valieron de los niños que educaban en sus escuelas y colegios, así como de los denominados fiscales, para que les avisaran de los cultos idolátricos clandestinos. Finalmente, contaron con la colaboración de los visitadores, eclesiásticos o civiles, nombrados oficialmente para este cometido, entre los que destacan los designados en la archidiócesis de Lima entre 1610 y 1640. La misma Corona intervino en este punto ordenando a las autoridades civiles y a las eclesiásticas que procuraran sofocar el rebrote. A los sospechosos se les incoaba proceso, se les condenaba a diversas penas si se demostraba su culpabilidad, y los objetos idolátricos se destruían con métodos similares a los del comienzo de la evangelización por tratarse de un delito político-religioso. Dentro de esta tónica fueron excepcionales, y por ello duramente criticados en su momento, la ejecución en 1539, por el brazo secular, del cacique de Tezcoco (México) don Carlos Ometochtzim o de Mendoza, procesado por idolatría y bigamia por el obispo Juan de Zumárraga, y los duros procesos sustanciados en Maní y otras varias localidades de Yucatán por el franciscano Diego de Landa en 1562, inmediatamente rectificados por el obispo, también franciscano, Francisco de Toral. 3) Interpretaciones del cristianismo indígena. Partiendo del hecho innegable de que, como afirman en 1557 los superiores de las Ordenes misioneras de Nueva España, «los ministros, ayudados de la gracia divina, han hecho más que hombres», para juzgar el cristianismo indígena de esta etapa comprendida entre 1523 y 1573 hay que tener en cuenta que, como decía el jesuíta José de Acosta en 1589, no obstante su marcado pesimismo en este punto, no todo eran deficiencias, pues muchos miles de indios eran sinceros cristianos, proporción que elevaba a «los más» el canónigo Pedro Sánchez de Aguilar en Yucatán en 1639, a pesar también de su obsesión por el rebrote de la idolatría. En este punto nos encontramos con las características generalizaciones alarmistas de los escritores del siglo XVI, quienes solían tomar la parte por el

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todo y valerse de la hipérbole para justificar sus apreciaciones, tanto más cuanto que las expresaban envueltas en un sentimiento de decepción. El mismo Acosta participa de esta tendencia cuando califica la fe de los indígenas como algo puramente externo, superficial y fruto de la coacción, sin darse cuenta de que en otros lugares califica los frutos de «inmensos» y de que con la apreciación anterior niega implícitamente la validez del bautismo y de la comunión, cosa que en realidad no hace cuando trata de esos sacramentos. Asimismo, el franciscano Bernardino de Sahagún, al que anteriormente hemos visto afirmar que las prácticas idolátricas de los indios estaban muy lejos de ser «boberías», como creían algunos, no tiene inconveniente en aseverar hacia 1570 que «después de la primitiva Iglesia acá no ha hecho en el mundo nuestro Señor Dios cosa tan señalada como la conversión de los gentiles». Por otra parte, no se puede olvidar tampoco que la talla de cada cual está en relación con el listón que se señale, y los misioneros americanos, que aspiraban al máximo, lo establecían quizá demasiado alto. Esperar que pueblos enteros, con una poderosísima tradición cultural y religiosa pagana, practicaran desde el primer momento un cristianismo perfecto era aspirar a lo que ni siquiera actualmente se consigue en el mundo occidental después de muchos siglos de cristianismo, sobre todo entre la población culturalmente atrasada. Por ello resulta totalmente normal, y más si se tiene en cuenta el decaimiento evangelizador que siguió al intensísimo fervor inicial, que los neoconversos de esta etapa, al mismo tiempo que daban edificantes muestras de cristianismo, adolecieran de una serie de defectos imposibles de desarraigar de toda una sociedad en un breve lapso de tiempo. Por lo que se refiere al rebrote de la idolatría, el hecho de que ignoremos sus verdaderas dimensiones e incluso todo parezca indicar que estuvo muy lejos de ser general, convierte en radicalmente falso el planteamiento de juzgar a todo el cristianismo de los neoconversos por las prácticas idolátricas de un solo sector. Tampoco se puede juzgar este rebrote inmediato a la conversión por el que practicaran los sucesores de los convertidos, porque su reincidencia en la idolatría ya no está en relación con la mayor o menor sinceridad en la aceptación del cristianismo, sino con la atención que se les prestó a los ya cristianos de nacimiento. Finalmente, tampoco se puede aplicar a la América marginal de los siglos XVII, XVIII y parte del XIX lo que únicamente aconteció en la América nuclear durante una parte del siglo XVI. Cuestión distinta es la de calibrar la gravedad ideológica de esa reincidencia en la idolatría o, lo que es lo mismo, sopesar qué había de cristianismo y qué de paganismo en ese sector de cristianos-idólatras, puntos en los que ni siquiera los evangelizadores contemporáneos estuvieron de acuerdo. El propio Acosta, tan crítico en este tema, en unos pasajes considera esas prácticas como verdadera idolatría, en tanto que en otros las califica de simples supersticiones. Modernamente, esta coexistencia en los conversos del cristianismo y de

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la práctica de la idolatría se ha tratado de interpretar de diversas maneras, incurriendo casi siempre en una excesiva simplificación y generalización de los hechos tomando la parte por el todo yjuzgando a pueblos primitivos con la mentalidad de las sociedades avanzadas occidentales. Robert Ricard (1932 y 1947) se abstiene de opinar sobre una cuestión tan delicada que pertenece al fuero interno de los indígenas, pero rehusa de plano la teoría, acabada de surgir en los años treinta, de que los nativos practican hoy una religión mixta heredada en gran parte de lo acontecido en el siglo XVI. Los jesuítas Mariano Cuevas (1928), Constantino Bayle (1946 y 1950), Rubén Vargas Ugarte (1959 y 1962) y M. Marzal (1983 y 1985), junto con los seglares Víctor A. Belaúnde (1931) y Fernando de Armas Medina (1944), consideran el cristianismo indígena fundamentalmente auténtico, aunque accidentalmente imperfecto. En el lado opuesto, los también seglares José Carlos Mariátegui (1928), Luis E. Valcárcel (1945), George Kubler (1946) y Wigberto Jiménez Rueda (1946) lo consideran puramente superficial y externo, sin más contenido que las apariencias o manifestaciones exteriores. En la actualidad, Pierre Duviols (1971 y 1977), Richard Nebel (1983) y Christian Duverger (1987) ven en la nueva situación religiosa de los nativos un sincretismo religioso consistente en que estos últimos incorporaron el cristianismo a un paganismo al que no habían renunciado y en que incluso en algunos aspectos identificaron a ambas religiones. Enrique E. Dussel (1985) considera el cristianismo de los neoconversos como un claroscuro en el que no se puede distinguir dónde termina el paganismo y dónde comienza el cristianismo. Para interpretar lo acontecido no tenemos más fuentes que los propios evangelizadores, quienes afirman que esos indios eran cristianos sin dejar de ser paganos, lo que significa que compaginaban o, más exactamente, yuxtaponían con la misma sinceridad o convicción dos sistemas religiosos para nosotros antagónicos, pero que para ellos no lo eran, de la misma manera que tampoco veían contradicción en una teogonia prehispánica para nosotros claramente contradictoria e imposible de aglutinar en un único sistema religioso. Parece incluso que su mente los llevaba al cristianismo, pero que los sentimientos (tradición, supersticiones, miedo) los sujetaban al paganismo, con la irracionalidad e invencibilidad de estos sentimientos. Se trata del consabido sí, pero... que condiciona hasta a los más lúcidos y practicado ya en numerosas ocasiones por el antiguo pueblo de Israel, cuando, sin dejar de creer en el Dios de Moisés, volvía los ojos a Baal, conducta humana a la que, en el terreno de lo religioso, alude el mismo Evangelio. En esta interpretación, que ya expusimos en 1960 aunque atribuyendo al rebrote de la idolatría más importancia de la debida, no todos los indios, sino únicamente el minoritario sector de los que volvieron a idolatrar, eran sinceros cristianos y sinceros paganos al mismo tiempo, practicando una religión yuxtapuesta o yuxtaposicionismo religioso contradictorio en sus propios términos e incomprensible para nosotros, pero muy frecuente entre

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los pueblos primitivos, interpretación que en 1971 adopta también Nathan Watchel para el caso del Perú. C)

En la América marginal (1573-1824)

La vivencia del cristianismo por los nativos convertidos durante la etapa comprendida entre 1573 y 1824 no presenta dificultades especiales porque el proceso de conversiones fue más lento, los misioneros solamente abarcaron lo que pudieron cultivar y el número de indígenas a su cargo era, en general, reducido, por lo que pudieron prestarles la adecuada atención. Durante esta época, los nuevos cristianos, libres de las ataduras a que se vieron sujetos los de la etapa anterior, evolucionaron en la forma normal de menos a más. Al comienzo, con más o menos deficiencias y con mayores o menores dificultades (ya aludidas anteriormente), hasta que poco a poco se iba cristianizando definitivamente el ambiente. Según un misionero jesuita del Orinoco medio, que escribía en 1744, esta plena y definitiva cristianización no solía ocurrir hasta la tercera generación. Según el misionero e historiador franciscano Antonio Caulín, que escribía en 1761, el proceso necesitaba un período de muchos años e incluso siglos. Los franciscanos que misionaban en el oriente peruano en 1792 no esperaban conseguir que los adultos llegaran a ser cristianos perfectos hasta que no crecieran los niños y jóvenes de ese momento. A estas deficiencias iniciales en el cristianismo se les pueden aplicar las palabras consignadas por el misionero e historiador jesuita Andrés Pérez de Ribas en 1645, referentes a los indígenas de Sinaloa (México): «Nacieron y se criaron en medio de espesas tinieblas de lo divino y de lo humano; no sabían que hubiera gentes políticas y sabias en el mundo ni Señor que lo hubiese criado; y, aun después que les llega la luz de la doctrina, ésa la oyen de un Padre que ven en sus tierras pobre, desconocido y como caído de las nubes. Pues cuando esta gente falte y quebrante algún precepto divino o de la Iglesia que se les predica, ¿cuánta mayor razón hay para decir que no saben lo que hacen?» En general, y salvo excepciones, ese quebrantamiento de los preceptos divinos a que alude Pérez de Ribas era de orden moral o de cultivo de simples supersticiones, como sucede hoy mismo en los ambientes cristianos de deficiente formación cultural. A diferencia de la etapa anterior, en estos inmensos territorios el rebrote de la idolatría o no se dio o no llegó a adquirir dimensiones especialmente graves. De hecho, la documentación misional no suele hablar de la vuelta de los neoconversos a una idolatría apenas practicada anteriormente o hecha desaparecer con el consentimiento de los propios indios, independientemente de que la vigilancia de los evangelizadores era también más estrecha. Lo que sí se dio fueron las deserciones del cristianismo en forma de abandono pacífico de la reducción o poblado misional, o uniéndose a una rebelión indígena, lo que suponía el regreso a su sistema de vida anterior, incluso desde el punto de vista religioso. Pero ya se dijo en su lugar que estos hechos representan numéricamente poco en el conjunto de la evangelización americana, aunque localmente constituyeran una verdadera tragedia.

NOTA

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CAPÍTULO

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GRANDES EVANGELIZADORES AMERICANOS Por LORENZO GALMÉS

El firmamento de la evangelización hispanoamericana está repleto de estrellas de primera magnitud. Describirlas, y ni siquiera enumerarlas, es imposible. Sin olvidar las ya aludidas al trazar la hagiografía americana, aquí se recogerán únicamente las más representativas por un concepto o por otro. Es una selección inevitablemente incompleta, subjetiva y controvertible. Una simple muestra, desprovista de todo sentido de comparación, de la riqueza y variedad de ese firmamento de evangelizadores. Ramón Pane (1493) Figura mítica, tan admirable como desconcertante, cuya vida y obra es más para poetizar que analizar críticamente. «Catalán de nación», según Las Casas, Pane se autopresenta como «un pobre ermitaño de la orden de San Jerónimo». No por esto se le debe vincular a la españolísima Orden de los Jerónimos. Más bien parece corresponder al grupo de ermitaños autóctonos, herencia medieval, que se acogían al patrocinio del gran Padre San Jerónimo. Su libertad de movimientos les permitía unirse a empresas especiales, como la de Cristóbal Colón. Al amanecer del 25 de septiembre de 1493 levaba anclas en el puerto de Cádiz la gran flota de 17 barcos y unas 1.500 personas protagonistas del segundo viaje de Colón a Indias. En ella iba un grupo de sacerdotes para iniciar la primera evangelización del Nuevo Mundo, a cuyo frente estaba fray Bernal Boyl, ermitaño de Montserrat, provisto de excepcionales facultades pontificias. Boyl no pudo o no supo estar a la altura de lo que exigía aquella misión histórica. Llamado a la corte, fue sustituido en su cargo. En cambio, Ramón Pane se entregó de tal manera al servicio del cometido misionero que se ganó la confianza del Almirante. La flota llegó al fuerte de Navidad y comprobó que el edificio había sido incendiado y sus moradores asesinados. Dirigiéronse después hacia la Isabela, desembarcando el 2 de enero de 1494. Pane comprendió inmediatamente que para llevar a buen término la misión encomendada era imprescindible entender y hacerse entender por los nativos, por lo que había que dominar su idioma. Fue el primer europeo que llegó a conocer una lengua indígena, en concreto la de la provincia llamada Marcorís de Abajo. En vista de ello quiso el Almirante que aprendiese la lengua general de la isla, la hablada en el cacicazgo de Guarionex.

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En compañía de un indio que le servía de ayuda y de intermediario residió en el cacicazgo de Guarionex entre 1495 y 1496. Allí inicia una elemental catequización de los nativos a base de hacerles aprender el Pater noster y el Ave María. Lleva a cabo un largo recorrido entre los indios, haciendo cristianos y al mismo tiempo aprendiendo sus creencias y costumbres. Esta experiencia le valió el encargo de Colón de que escribiese una relación sobre las creencias de los mismos. En 1498 entregó al Almirante el original de su manuscrito, Relación acerca de las antigüedades de los indios, obra clásica en la antropología americana y que le ha valido a su autor el dictado de «primer etnólogo y antropólogo». Es la única fuente directa de aquellos tiempos sobre los pobladores de las Antillas, y de ella se beneficiaron Pedro Mártir de Anglería y Bartolomé de las Casas. Después de unos cinco años de estancia en la isla Española, se pierde de vista Ramón Pane, y su figura vuelve a quedar en la oscuridad que caracteriza sus comienzos. Pedro de Córdoba y su Comunidad (1510-1521) Puede afirmarse con certeza que fue la primera comunidad evangelizadora de las Indias Occidentales y una de las de mayor repercusión social en la historia de las misiones cristianas. Una de las primeras denuncias evangélicas en favor de los derechos humanos de los indios salió de su seno y su eco sigue resonando. Fray Pedro, varón de grandes prendas personales, predicador eminente y profesor de renombre, estaba integrado a fondo en el grupo de dominicos de la «reforma» de la vida religiosa, luchando por acrecentar el entusiasmo primitivo y el heroísmo religioso que habían protagonizado los hijos de Santo Domingo en los primeros tiempos de la fundación. Se trataba de mantener en toda su pujanza el carisma de fraile predicador tal como lo había practicado y enseñado Domingo de Guzmán. Era una misión que bien valía una vida. Sin embargo, en la de fray Pedro se cruzó otra misión, que habría entusiasmado al fundador. La llamada de Indias, propuesta por el Maestro de la Orden, Tomás de Vio Cayetano, decidió secundarla, pero no personalmente, sino en comunidad, como un rebrote de vida dominicana en las lejanas islas del mar Océano. Fueron a plantar la Orden, y con simiente pura, sin adulteraciones. Asumieron la vida comunitaria con todas sus exigencias y sacrificios. No se podía empezar mejor, y no era prudente empezar de otra manera. A lo puramente apostólico. Fray Pedro contaba veintiocho años de edad cuando, en 1510, embarcó para las Indias en calidad de superior de otros tres religiosos, siendo los primeros dominicos que fueron al Nuevo Mundo. Eran fray Antonio Montesinos, fray Bernardo de Santo Domingo y el cooperador fray Domingo. En el mes de septiembre pisaron por primera vez las cálidas tierras de la Española. Sin dilación emprendieron la organización de la vida religiosa y la predicación evangélica. Dos cosas había que salvar: la autenticidad del anuncio del Evangelio y la fidelidad al carisma dominicano mediante la estricta

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observancia regular. Ni cobardía ante las dificultades ni concesiones ante la fragilidad a que se prestaban aquellas circunstancias. El primer convento fue una choza de paja, y bastó. Al año siguiente llegaron dos expediciones, y el número de frailes predicadores llegó a quince. La vida conventual se organizó con todo su rigor. Poco tiempo necesitaron para darse cuenta de la grave opresión a que eran sometidos los indios. En conciencia, se creyeron en el deber de denunciarlo. La Comunidad estudió la situación, redactó la denuncia y asumió la responsabilidad. El portavoz público fue fray Antonio Montesinos. Su sermón de 1511 hizo época. Entre los colonizadores el alboroto fue enorme. Fray Pedro, representante de la Comunidad, hizo frente a las quejas. Pudo terminar en tragedia. De momento quedó en una grave acusación contra Fray Pedro y sus frailes enviada a la corte. Fernando el Católico, molesto, exigió la intervención del Provincial de los dominicos de Castilla. Seriamente amonestado, fray Pedro tuvo que regresar a España a dar cuenta de su gestión. Le esperaba un ambiente tenso y desabrido. Seguro de la verdad, de la justicia y de la caridad de su causa, no se acobardó. Aunque le negaron la audiencia con el rey, logró hábilmente colarse y consiguió que el monarca le escuchase. El soberano quedó impresionado y comprendió que estaba ante un caso grave. Las leyes de Indias fueron revisadas en 1512, pero no con el rigor que el caso requería. Fray Pedro regresó a Santo Domingo, desengañado de la corte. Quería anunciar la fe cristiana donde los colonizadores no pudieran estorbarlo, y las Indias le ofrecían un campo inmenso. Entre 1514y 1516 alternó experiencias apostólicas en el interior de la isla y en las costas venezolanas. Fueron los años de la intervención de los Jerónimos, cuyo resultado no convenció a fray Pedro, considerándose en el deber de impugnarlo. Emprende otro viaje a España para recoger religiosos y apoyar la gestión de Montesinos en orden a conseguir un territorio donde experimentar la evangelización pacífica. De nuevo en la Española, reemprendió sus viajes a costas venezolanas y llegó hasta la isla Margarita. Un año antes de morir hizo otro viaje a España para reclutar misioneros. El 4 de mayo de 1521, después de una molesta pulmonía tuberculosa agravada por un estado físico muy deteriorado, murió en la paz de Cristo. Su testamento espiritual consistió en insistir ante los frailes en que permaneciesen a ultranza en el puesto de la misión que la Orden tenía en Indias, tan necesitada de evangelizadores, y que mantuviesen vigorosa su fidelidad al carisma dominicano de estudio, oración y estricta observancia regular. Los Doce Apóstoles franciscanos de México (1524) Hallábanse los herederos del espíritu de Pedro de Córdoba empeñados en la empresa apostólica y liberadora en el agitado ambiente del Caribe cuando brilló una nueva luz en la comunidad cristiana de Nueva España, que iba tanteando sus primeros pasos. Una corazonada del Ministro General de Ja Orden franciscana, asumida por el mismo Romano Pontífice, en 1524, le impulsó a enviar a Indias «un prelado con doce compañeros, porque éste fue

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el número que Cristo tomó de su compañía para hacer la conversión del mundo». La prelacia recayó sobre la rica personalidad de fray Martín de Valencia, místico de altos vuelos, extraordinario penitente y a cuya intercesión se atribuyen varios milagros. Le acompañaban fray Francisco de Soto, emotiva encarnación de la pobreza franciscana de puro cuño evangélico; el extático fray Martín de la Coruña; el aguerrido apóstol fray Juan Suárez, que, junto con fray Juan de Palos, sacrificó su vida en la heroica empresa de cristianizar la Florida; fray Antonio de Ciudad Rodrigo, que se distinguió como hábil gobernante y celoso defensor de los derechos de los indígenas; el piadoso fray Toribio de Benavente o Motolinía, fino observador de la naturaleza y de las costumbres de los nativos e infatigable escritor; fray García de Cisneros, primer Provincial de la recién creada Provincia; fray Luis de Fuensalida, entusiasta aspirante al martirio y que renunció a la mitra de Michoacán; fray Juan de Ribas, defensor a ultranza del mantenimiento del espíritu de la reforma religiosa; fray Francisco Jiménez, varón de intensa vida espiritual y a la vez hábil canonista, y, por último, fray Andrés de Córdoba, que en su sencilla y candorosa espiritualidad irradió una enorme influencia en el país. Fieles a la consigna de no claudicar jamás de la pobreza franciscana, al desembarcar después de la larga travesía recorrieron a pie y descalzos las sesenta leguas que separan el puerto de Veracruz de la ciudad de México. Hernán Cortés los recibió con muestras de veneración y los agasajó solemnemente. Los franciscanos fueron un aldabonazo para los españoles y un descubrimiento para los indios. El contraste resultaba llamativo. Seguíanles y rodeábanles los indios sin parar, hablando en el idioma local, del que los piadosos hijos de San Francisco no sacaban en limpio más que una constante repetición de la palabra motolínea. La machacona insistencia de los nativos les picó la curiosidad y preguntaron qué significaba aquel vocablo. Les contestaron que quería decir pobre o pobres. El impetuoso fray Toribio de Benavente, llevado de su entusiasmo, hizo de aquella palabra india su propio apellido. Una vez asentados en la región, pidieron a los caciques y principales que les enviasen sus hijos para educarlos en la fe cristiana. No les resultó fácil convencer a los respectivos progenitores, pero no se desalentaron, y los colegios franciscanos resultaron una institución de primer rango en el México cristiano. Además, se convencieron pronto de que era necesario dominar el idioma de los nativos y llegaron a ser maestros en un menester tan humanista. Celebraron un Capítulo franciscano y dividieron la extensa región en cuatro provincias, que fueron la base de la definitiva organización franciscana en tierras mexicanas.

le propuso para obispo de México en 1528. Fray Juan hizo lo que pudo para evitar que la propuesta prosperase. Aceptó por impulsos de obediencia religiosa. Embarcó para México en calidad de obispo preconizado, iniciando una intensa labor pastoral, que, ya desde sus comienzos, se distinguió por su singular energía en la defensa de los derechos humanos de los indios, los más perjudicados, y también de los españoles que estaban en conflicto con la ley. Sus denuncias públicas y los informes que envió le granjearon peligrosos enemigos. Perseguido y calumniado, sufrió incluso un intento de asesinato. Presentábanlo como un prelado arrogante y turbulento, siempre en lucha con el poder civil, acusación que la vida del santo varón desmintió sobradamente. Zumárraga se había enfrentado con la Audiencia cuando se trató de defender a los indios y a la Iglesia. Sus cartas fueron interceptadas, y la corte no conoció más que lo adverso. Un arriesgado marinero vizcaíno se comprometió a sacar algunas cartas y entregarlas al emperador. Burló, con habilidad, la vigilancia, y tuvo la suerte de poder entregarlas a la misma emperatriz. Con todo, el sexagenario fray Juan, pobre y desacreditado, se presentó ante la corte imperial a dar cuenta de su misión. La verdad se impuso. Destituidos gobernador y oidores, no tuvo más dificultades con los representantes del Rey. En 1533 fue consagrado obispo y regresó a su diócesis. Mantuvo el género de vida de fraile franciscano. Viajaba a pie y en suma pobreza. Su casa tenía más de pobre convento que de residencia episcopal. Lo único de valor que había era su biblioteca, que tenía en gran estima. El Zumárraga pastor de almas era a la vez hombre de estudio y cultura. Deseaba que las Sagradas Escrituras se tradujeran a todos los idiomas y estuviesen al alcance de todos. Al mismo tiempo fundaba escuelas y colegios, trajo de Europa la primera imprenta de América y escribía libros llenos de sana doctrina. Trajo religiosas para enseñanza de las niñas. Pidió que le autorizasen a llevar algunas familias de moriscos para enseñar a los indios el arte de la seda. Emprendió una intensa campaña para conseguir que los indios fuesen exonerados de los tributos que pesaban sobre ellos. A los misioneros les exigía que aprendiesen el idioma de los nativos. Su actividad resultaba agotadora para sus colaboradores. El ni parecía darse cuenta. Durante los los años de su mandato se celebraron las Juntas eclesiásticas de 1539, 1544 y 1546. Poco antes de morir fue honrado con el título de arzobispo. Tanto le molestó el honor que el venerable Betanzos, su confesor, tuvo que animarle restándole importancia. Murió como un santo en brazos de su también santo confesor.

Juan de Zumárraga (1458-1548)

Domingo de Betanzos (1480-1549)

Eminente religioso franciscano y primer arzobispo de México. Nació en Durango (Vizcaya) y murió en la capital de Nueva España. En su Orden había sido superior local, definidor o consejero y provincial. Impresionado Carlos V al verle celebrar los Sagrados Oficios en el Abrojo, Recoleta franciscana de intensa reforma de la que salieron heroicos varones apostólicos,

Figura de personalidad un tanto enigmática y sin embargo de prodigiosa actividad apostólica e indiscutible santidad. De estudiante y profesor en Salamanca, pasó a la vida eremítica en el sur de Italia por espacio de cinco años. En 1511 profesó en la Orden de Predicadores en Salamanca. Coincidió con los años en que se vivía la experiencia de los primeros dominicos en

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Indias. Dos años después embarcó rumbo a Santo Domingo, donde se unió al equipo de fray Pedro de Córdoba. Destacó por su impetuosidad apostólica y su honda ejemplaridad religiosa. Atrajo a la Orden al entonces clérigo Bartolomé de las Casas. En 1526 formó parte de la expedición de fray Tomás Ortiz para implantar la Orden de Santo Domingo en Nueva España. Al tener que viajar Ortiz para España quedó Betanzos en calidad de vicario y constató las dificultades que había para relacionarse con la sede de la provincia en la isla Española. Gestionó la creación de la provincia dominicana de México, de la que fue su primer provincial, en 1535. Preocupado por la promoción y evangelización de los indígenas, impuso a los frailes la obligación de aprender el idioma de los mismos. Influyó en la declaración de Paulo III en favor de la racionalidad del indio. Aunque se le atribuyen algunas expresiones que parecen poner en tela de juicio la plenitud humana del indígena, el testimonio que dejó escrito sobre problema tan grave y delicado y la entrega con que se dio a la evangelización de los mismos demuestran lo infundado de tal acusación. Amigo íntimo y mentor espiritual del arzobispo Zumárraga, le asistió en la hora de la muerte. A impulsos de su inquietud misionera, siempre renovada y en efervescencia, e insatisfecho con la actividad de misionero en las Indias Occidentales, puso proa hacia la evangelización de China, llegando a entusiasmar al mismo Las Casas y a Zumárraga. No pudiendo dejar su labor pastoral los dos primeros, Betanzos se decidió a irse solo. Conseguidas las licencias necesarias y preparando el complicado viaje, le sorprendió la muerte en San Pablo de Valladolid, en 1549. Gregorio de Beteta (f 1562) Hijo único de padres ricos y muy cristianos, nació entre 1505-1510. Formado en Salamanca como alumno del clásico Colegio de San Miguel y graduado en Leyes, «decidió emplear su vida en un buen lance». Ingresó en los dominicos de San Esteban, y, a pesar de su robustez física, una grave enfermedad estuvo a punto de costarle la profesión. Su curación fue atribuida a la intercesión de San Luis, rey de Francia, emitiendo sus votos religiosos en 1533. Se unió al grupo de frailes reformados, que pugnaban por la estricta observancia. Entregado al estudio, se especializó en el comentario de la Sagrada Escritura, al mismo tiempo que se distinguía por su celo y eficacia en el ministerio de la predicación. Atraído por la llamada de las Indias, fue enviado a Nueva España, donde pronto destacó entre los demás. Se le encargó del cuidado de una administración de indios y al poco tiempo había aprendido la lengua zapoteca. Su celo apostólico, incansable energía en la evangelización de los nativos y prudente proceder aumentaban su prestigio. Allí se enteró de las necesidades de la Florida, que atraía a muchos, idealizada por la fantasía del nombre. Fray Gregorio se propuso promover la evangelización de la misma. Tres veces lo intentó a lo largo de su vida. Los indios de la Florida se distinguían por su valor, ferocidad y belicosidad,

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además del odio hacia los españoles. La primera vez que emprendió la aventura lo hizo a pie, porque le aseguraron que era más fácil y al mismo tiempo podría evangelizar los pueblos que encontrase por el camino. Puesto en ruta con su compañero de misión, tuvieron que atravesar inhóspitos desiertos, pasaron hambre y sed y poco pudieron hacer como evangelizadores. Regresaron exhaustos y medio muertos, pero con la luz de la Florida encendida. Después lo asociaron a la misión de fray Domingo de Salazar, entre los indios araucas, más arriba de Cartagena. Misión difícil, con grandes penalidades, que tuvieron que dejar por falta de correspondencia. De nuevo en México, se encontró con fray Luis Cáncer, que venía entusiasmado de la experiencia de evangelización pacífica en la guatemalteca Verapaz y proyectaba repetirla en la Florida. Fray Gregorio sintió renacer las esperanzas. En junio de 1548 embarcó el nuevo equipo, después de asegurar que desembarcarían en lugares de indios no contaminados por los españoles. El piloto no secundó la consigna de los misioneros, y fray Luis Cáncer, con dos compañeros, desembarcaron en una zona de indios hostiles, que los sacrificaron inmediatamente. Fray Gregorio, testigo impotente en la nave, nada pudo hacer para libertarlos, a pesar de poner en peligro su propia vida. Regresaron a Santa Cruz el 19 de julio. La sangre de sus compañeros estimuló más el deseo de evangelizar la Florida. En 1550 se le abrió un inesperado camino. Fue propuesto para obispo de Cartagena. Mucho le presionaron para que aceptase. Recurrió a Roma y consiguió que se le aceptase la renuncia. En 1561 encontró al capitán Ángel de Villafañe, que se dirigía a la Florida para llevar socorros a la región. Aceptado fray Gregorio como miembro de la expedición, pudo desembarcar en la anhelada Florida. Comprobó lo agreste de la región y la imposibilidad de contactar con los nativos existentes. La empresa era por entonces inviable. Dolorido, enfermo y achacoso, tuvo que regresar a La Habana. Murió en diciembre de 1562, en el convento de Toledo. Ni su ideal ni el sacrificio de sus compañeros fueron estériles. La evangelización de la Florida fue organizada posteriormente en las condiciones debidas y con las garantías necesarias. Pedro de Gante (f 1572) Hermano franciscano, procedente del convento de Gante, vinculado a la corte de Carlos V, cuyo nombre era Pedro van der Moere. A impulsos del entusiasmo suscitado por la ocupación de México y las inquietudes evangelizadoras de Cortés, se trasladó a Nueva España junto con otros dos sacerdotes franciscanos, Juan de Tecto, superior del convento de Gante, y Juan de Ayora. Murieron los dos últimos a poco de estar allí y quedó fray Pedro solo, unido al grupo de franciscanos españoles que llegaron en 1524. Pedro de Gante demostró tener una personalidad misionera y humanista fuera de serie. Pero no le resultó fácil desarrollarla. Más de tres años le costó hacerse con los indígenas, que huían de cualquier comunicación con los cristianos. Partiendo de los niños, consiguió atraer a los mayores. Como primera medida aprendió el idioma náhuatl, en Texcoco, pasan-

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do después a México, donde residió casi toda su vida, salvo una etapa breve de estancia en Tlaxcala. Unos cincuenta años al servicio de la evangelización en Nueva España. No le faltaron motivos ni momentos de desaliento. El trato de los españoles a los indígenas le impulsó a veces a volver a su añorado Gante. Pudo más la llamada a la evangelización y defensa de los indios, y de su promoción humana, que las conocidas dificultades que frenaban la acción misionera. Comenzó con una etapa preevangelizadora, ordenada a elevar el nivel humano del indio. Construyó un colegio para enseñanza de las primeras letras a los niños, que llegó a albergar de 500 a 600 diariamente. Siguió con una enfermería, que, sin poder llegar a todo, atendía más de 300 enfermos. Siguió la fase evangelizadora, caracterizada por la construcción de templos, que sumaron más de un centenar, y la destrucción de centros idolátricos. Llevó a cabo una gran labor preparando para la recepción de los sacramentos de Bautismo, Eucaristía y Matrimonio entre indígenas. Para su catequesis entre adultos compuso canciones glosando los misterios de la religión cristiana, que influyeron hasta fuera de México. En ausencia del sacerdote, fray Pedro predicaba, pues llegó a poseer un extraordinario conocimiento del idioma de los nativos. Como actividad postevangelizadora escribió doctrinas para los indios en su propio idioma, organizó cofradías, fundó un coro para solemnizar el culto, enseñó a confeccionar ornamentos litúrgicos, a labrar imágenes y construir andas para procesiones, de gran arraigo popular. Les instruyó en oficios manuales y manifestaciones artísticas, para lo que demostraron los indios grandes facultades. En el orden social defendió con singular energía a los indígenas de los atropellos a que los sometían ciertos españoles, a base de cartas de dramática elocuencia al Emperador. Decía de sí mismo que había «usado el oficio de Marta», por no ser sacerdote. Por lo mismo, tuvo más tiempo y ocasiones, y sobresalió en ello en grado eximio. Su actitud ante el hecho del descubrimiento y colonización de Indias está en la línea de la más alta espiritualidad, pues «no fueron descubiertos sino para buscarles la salvación». Responsabilizaba gravemente al Emperador si no tomaba las medidas necesarias para conseguirlo. Murió en 1572 en medio de una indescriptible veneración popular. Había llegado a ser el padre de todos. Vasco de Quiroga (1578) La trayectoria de Vasco de Quiroga cabe en pocas palabras: de oidor de la Audiencia de México a obispo de Michoacán. Su vida demuestra que el servir bien a los hombres es la mejor manera de prepararse para servir bien a Dios. Castellano de Madrigal de las Altas Torres (Avila), aunque su familia procedía de Galicia y de linaje ilustre, estudió Leyes y sirvió en la corte de Carlos V. Viendo su honradez y preparación, el rey lo envió a la segunda Audiencia de México. Gracias a su serenidad y claridad de visión, sintonizó pronto con el temperamento de los indios. Puso en marcha la fundación de

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pueblos-hospitales para ayudar a los nativos. Muchos de ellos se transformaron en ciudades importantes para la vida del país. Hábil pacificador, atrajo a muchos indígenas a los poblados. Concibió un sistema de fraternidad y trabajo juntos, con distribución equitativa de bienes, que produjo un notable movimiento de promoción humana y cristiana. En 1536 fue preconizado obispo de Michoacán, diócesis recién fundada. El oidor Quiroga pasaba a ser un cuidadoso pastor de almas. La ciencia humana fue en sus manos un precioso instrumento de acción ministerial. Fundó el Colegio de San Nicolás, para estudios eclesiásticos de jóvenes españoles, en el que convivían con jóvenes indios para aprender el idioma local. Esta fundación fue la base de la universidad michoacana de San Nicolás de Hidalgo. Si de oidor había sabido defender la dignidad y la libertad de los indios, como obispo se consagró en cuerpo y alma a prestarles un servicio pastoral adaptado a su idiosincrasia. Tuvo la rara virtud de entender y hacerse comprender tanto por los españoles como por los criollos y los indios. Fue un extraordinario formador de hombres, en especial de varones destinados al sacerdocio en tierras mexicanas. Hombre de orden y de paz, no desdeñó la lucha cuando hacía falta. Incansable durante toda su vida, la muerte le sorprendió haciendo una visita pastoral. Algunos escritores han considerado el ideario de Vasco de Quiroga un tanto utópico. Sin embargo, la mayoría de sus intervenciones demostraron que sabía bien lo que llevaba entre manos. Agustín de la Corona (1508-1589) Uno de los primeros agustinos misioneros de México, obispo de Popayán, en medio de grandes dificultades, y que mereció ser reconocido como el «obispo santo». Nació en Coruña del Conde (Burgos) hacia el 1508. En 1524 ingresó en los agustinos de Salamanca. Nueve años después fue enviado a México, donde estuvo dedicado a la actividad misionera, hasta que en 1560 fue elegido Provincial de los agustinos de Nueva España. Poco después tuvo que salir con rumbo a España, en compañía de los provinciales de franciscanos y dominicos, para defender los derechos de los religiosos ante Felipe II. Al llegar a España se encontró con que había sido propuesto para obispo de Popayán. Confirmado en 1564, fue consagrado en Madrid, embarcó para América en 1565 acompañando al virrey Francisco de Toledo en la visita al Virreinato y redacción de las ordenanzas convenientes. Incorporado a su diócesis, se dio cuenta del mal estado de la misma a causa de los desórdenes sociales y de la necesidad de tener mano firme. Llevó a cabo la aplicación de los decretos del Concilio de Trento. Cuando se trataba de la verdad y de la justicia no retrocedía ante nadie. Su episcopado fue uno de los más accidentados. En 1570 se enfrentó con el gobernador de Popayán, Alvaro de Mendoza, porque exigía un libramiento suyo para hacer efectiva la nómina de los doctrineros, en contra de los derechos eclesiásticos. Llegó el Obispo a excomulgar al Gobernador. Amenazado de destierro, salió para Cartagena con el fin de embarcar para España, pero no le autorizaron la salida. Pasó a Historia de la Iglesia

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Lima, desde donde envió la renuncia de su Obispado al Consejo. Rechazada su renuncia, le mandaron que se reincorporase a su diócesis. Siguió en su postura de defensa de los indígenas, a base de enviar diversos memoriales, y la de los derechos de la Iglesia. En 1582, acusado de intromisión en asuntos civiles, fue violentamente apresado y enviado preso a Quito, por el gobernador García del Encinar, el cual se apropió de los fondos de la casa del Obispo. Este le excomulgó, y los Obispos reunidos en el tercer concilio de Lima protestaron ante Felipe II, excomulgando a los que habían apresado al prelado. Cinco años estuvo desterrado en Quito, donde ejercía como humilde párroco, hasta que pudo regresar a su diócesis en 1588. Felipe II mandó ofrecer actos de desagravio por la injusticia cometida con fray Agustín de la Coruña. Murió piadosamente el 24 de noviembre de 1589. Había sido uno de los grandes indigenistas en aquellos difíciles años. Gonzalo de Tapia (1561-1594) Es el fundador de la primera misión permanente de los jesuítas en Nueva España y a la vez el protomártir de los jesuítas en México. Oriundo de León, había nacido en 1561. Ingresó en la Compañía de Jesús en 1576, siendo ya sacerdote secular. En 1584 embarcó con destino a México, donde desarrolló una intensa actividad misionera entre los indios tarascos de Pátzcuaro, cuyo idioma llegó a dominar bien. En 1591 fundó la misión de Sinaloa. Al mes de estar entre sus moradores ya podía entenderse en sus dos principales lenguas, cahita y ocoroní, de las que ha dejado una buena gramática y un catecismo, ayudado por canciones. Persuadido de la importancia de las obras y del ejemplo, para borrar la mala impresión del proceder de ciertos españoles, puso todo su empeño en predicar con la palabra y la vida. Sabíase constantemente observado por los indios, y no sin suspicacia. En cuanto se hizo con el idioma más común en aquella región, se lanzó a la evangelización de las tribus del interior, hasta el río del Fuerte, en la vertiente superior del Sinaloa. El resultado fue sorprendente, y pudo ser considerado como de buen augurio. Pero las promesas de aquella empresa evangelizadora, con tanto optimismo iniciada, sufrió un rudo golpe en 1593, con una terrible peste que invadió la zona, cobrándose incontables víctimas. Situación crítica, agravada más aún por un terrible terremoto que sembró el pánico entre los habitantes. Los misioneros, Gonzalo y su compañero, siguieron impertérritos en sus puestos, irradiando humanidad y amor entre aquellos desgraciados. Pasada la crisis, reemprendieron la actividad misionera en ambas vertientes del Sinaloa con nuevos bríos. Gonzalo se multiplicaba llegando a todas partes, incansable y siempre animoso. El 10 de julio de 1594, bien acompañado, fue a visitar a los habitantes de Tovoroba, entre quienes celebró, además, la Eucaristía. Pidiéronle los indios que se quedase un tiempo entre ellos. Los acompañantes del padre procuraron disuadirle. No les inspiraban confianza. Pero el piadoso varón, movido de una bondad y piedad de corte evangélico, prefirió no defraudar-

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les. Aquella misma noche entró en su habitación Nacabebo, indio célebre en la zona, y acompañado de otros alancearon al santo varón, que se había fiado de ellos. Malherido y agonizante salió, y aún pudo dirigirse a una cruz al lado de la iglesia, y abrazado a ella, le remataron los asesinos. Amanecía un nuevo día. Para Gonzalo amaneció la eternidad. Diego de Porres (siglo XVI) El vigoroso mercedario fray Diego de Porres, que en tierras peruanas dio muestras de un temple poco común, parece un personaje arrancado de cualquier epopeya heroica, servidor a carta cabal de Dios y del Rey. Se desconocen tanto los primeros como los últimos años de su vida. Los treinta y tantos del período central, como soldado y como fraile después, demuestran sus muchos merecimientos y leales servicios en las nobles causas a las que comprometió su vida. Fiel vasallo del Rey, le sirvió como soldado en Indias, de manera especial a raíz de la rebelión protagonizada por don Diego de Mendoza. Siendo sacerdote y religioso mercedario, sirvió a Dios con idéntica o mayor lealtad, también en Indias, como apóstol andante en doce provincias sucesivas. Cronológicamente nos situamos entre 1558 y 1591. Más de diez años los pasó en Santa Cruz de la Sierra, como cura y vicario general, volcado en cuerpo y alma a su actividad misionera y sin recibir el salario estipulado por el Virreinato. El Capítulo Provincial de 1582 le nombró Procurador general, ampliando su poder para los reinos de España, ante la Santa Sede. Por su preparación en buenas letras, astrología y matemáticas, se distinguió como explorador y cartógrafo de tierras nuevas. En cuanto misionero, se entregó a la catequización de los indígenas, llegando a dominar el idioma chiriguano. En sus métodos se ceñía a las grandes líneas entonces en boga: predicar, administrar sacramentos, construir iglesias y, si se terciaba el caso, lanzarse a la destrucción de centros de culto idolátrico. Se da por hecho que bautizó a miles de indios, construyó más de cien iglesias y fundó seis conventos. En el aspecto social es de resaltar su acción pacificadora ante los itatines, de los que llegó a presentar a doce de sus caciques ante la Audiencia de Charcas como muestra de su buena disposición. El ideal del P. Porres era organizar pueblos «en policía y en cristiandad». Formar hombres que supieran ser fieles ante los postulados religiosos y humanistas. Fray Diego respondió siempre de sus actos ante la Corte y ante el Consejo. Presentó al Rey sus experiencias en forma de relaciones, diseños y descripciones de sus trabajos como misionero y como explorador. Las varias cédulas reales libradas a favor de su obra demuestran el aprecio en que fueron tenidas. Diego de Torres Bollo (1551-1638) Natural de Villalpando (Zamora), nació alrededor de 1551. En 1572 ingresó en la Compañía de Jesús. Rondaba los treinta años cuando fue

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destinado al Perú. Diego de Torres unía a su celoso espíritu de misionero grandes cualidades de mando. Tuvo cargo de Superior en diversos puestos de misión, además de haber sido rector del Cuzco y de Quito. En el Nuevo Reino de Granada ostentó la responsabilidad de Viceprovincial. En 1600 fue enviado a Roma en calidad de Procurador. Pero fue entre 1604 al 1614 cuando demostró la talla de su personalidad como primer Provincial de la Compañía en Paraguay y promotor de la presencia jesuíta en el país, de tanta importancia histórica. Desde su cargo de Provincial fue el gran impulsor de las misiones paraguayas, por medio de la fundación de pueblos cristianos, que cristalizaron en las célebres reducciones. Pero tuvo que empezar por ordenar las casas religiosas, y el trabajo apostólico de la naciente Provincia, antes de la plena dedicación al indígena. Fomentó desde los comienzos el conocimiento de las lenguas indígenas, medio imprescindible de comunicación social. Tuvo clara idea de su deber para con los religiosos y para con los indios, que, en inmensas cantidades, vivían en estado salvaje, esperando la palabra de la salvación. En 1609 dio la primera instrucción para misiones y misioneros, que es una elocuente muestra de su sentido de previsión, inteligencia y buen sentido tanto para con los indios como para con los misioneros, cuya necesidad material y moral tenía que atender y solventar. Superando la fácil tentación de la improvisación, o de la confianza falta de base, exigía que las fundaciones se realizasen en lugares provistos de agua, con posibilidad de pesca, con buena tierra y sin peligro de inundaciones, buen clima y sin incomodidades. Lugares donde pudieran mantenerse muchos indios. Sabía que los indios tenían que ser ganados muy poco a poco, para sembrar en ellos la sana semilla de Cristo. No desconocía la aversión que los indios sentían hacia los españoles, ante la dura servidumbre que les imponían. Por esto su norma constante era que no les impusieran pesadas cargas. Consiguió que durante los primeros diez años se eximiese a los indios del pago de tributos. Centró la actividad misionera en tres puntos claves. Hubo grandes dificultades, y en algunos puestos hubo que desistir de momento. Los indígenas se debatían entre la rebeldía y la indiferencia. Aquel grupo de misioneros no desistió de su empresa, y bajo la dirección de Diego de Torres prepararon los gloriosos días de las misiones jesuítas del Paraguay. Murió en La Plata, hoy Sucre (Bolivia), en 1638. Antonio Llinás de Jesús María (1635-1693) Figura de gran misionero, profesor de calidad, forjador de misioneros y fundador de centros de formación misionera, con nota de sobresaliente en todo. Incansable en el trabajo, viajero empedernido, nada le asustaba con tal de servir a las misiones. Natural de Arta, isla de Mallorca, había nacido en 1635, recibiendo la primera formación humanista en los franciscanos de su villa natal. A los diecisiete años ingresó en el convento de San Francisco de Palma, recibiendo la ordenación sacerdotal en 1659. Su primera actividad ministerial se balanceaba entre la enseñanza de la Filosofía y la predicación popular. Con

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el deseo de dedicarse a la docencia, pasó a México en 1664. Entre 1665 y 1667 leyó Artes en Querétaro, y de 1667-1668 lo hizo en Celaya. Desde 1668 a 1691 fue catedrático de Teología en Valladolid (Morelia), de cuyo convento fue elegido superior. Parece que una pesadilla nocturna o una extraña visión fúnebre le impresionó vivamente, y se sintió llamado a mayor santidad y dedicación al bien de las almas. A partir de 1679 dejó la enseñanza y se dedicó a las misiones. A finales del mismo año tuvo que regresar a España para asistir al Capítulo General de su Orden. Aprovechó los días libres para dedicarse a la predicación popular y gestionar la fundación de un Colegio de Misioneros en Querétaro. Conseguida la autorización, regresó a México en 1683, con otros veintidós franciscanos, para fundar el Colegio de Querétaro. Dos años después regresa de nuevo a España con la intención de fundar colegios en ella. Entre 1689 y 1691 lleva a cabo una desbordante actividad como fundador de colegios de misioneros. Sus frutos fueron el de San Miguel de Escornalbou, en Cataluña; Nuestra Señora de la Oliva, en la provincia de Toledo; el dedicado a San Roque, en Calamocha (Teruel); en la región murciana el de San Miguel de Cehegín, y el colegio valenciano del Santo Espíritu del Monte. Llegó hasta la isla de Cerdeña, donde fundó el Colegio de Ozzier, Sassari. No prosperó la idea de fundar un colegio en la mallorquína villa de SóUer. Todo fue posible gracias a su gran capacidad de trabajo y su firme voluntad de sufrir por Cristo todo lo que se terciase. Se trasladó a Madrid con el propósito de fundar un colegio en los aledaños de la capital. Allí le sorprendió la muerte, el 29 de junio de 1693. Su muerte fue la de un santo, cuya fama continuó incluso durante muchos años. De su espléndida actividad misionera se calcula que convirtió unas veintidós mil personas. Fue el resultado de más de un cuarto de siglo de plena entrega al servicio de las misiones. Eusebio Francisco Kino (1645-1711) Kino, o el ideal de descubrir tierras y convertir almas, nació en Segno, junto a Trento, en 1645, siendo bautizado con el nombre de Eusebio. De estudiante, una enfermedad puso en peligro su vida. Encomendado a San Francisco Javier, curó, y después ingresó en la Compañía de Jesús, añadiendo a su nombre propio el de Francisco. Ordenado sacerdote en 1676, pidió ser enviado a Indias, después de renunciar a una cátedra de matemáticas en Ingolstadt. En 1681 llegaba a Veracruz. En México fue adscrito, como misionero y cosmógrafo del rey, a la expedición a California bajo las órdenes del capitán Atondo, que se hizo a la mar en 1683. La experiencia no dio resultado, y la expedición tuvo que regresar. Con todo, California se había convertido en el ideal de la vida de Kino. En 1686 fue enviado a la misión de Pimería, en la Sonora, que se convirtió en su centro de operaciones. Nombrado rector en 1689, emprendió una nutrida expedición para explorar el territorio. Llegó a la desembocadura del Magdalena, desde donde pudo contemplar paisajes californianos, a los que quiso llegar a través de Caborca. No se lo autorizaron los

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superiores y fue sustituido en el cargo. Su zona de misión era muy dura, y los pimas eran mal vistos por los hispano-criollos. En 1696 marchó a la capital para disipar los prejuicios contra los pimas, recoger nuevos misioneros e impulsar la evangelización de California. Allí se dio cuenta de que sus métodos misionales y la organización impresa a su vida religiosa le habían indispuesto con sus superiores. Aclaráronse las cosas, y ya pudo pensar en nuevas fundaciones y en robustecer las existentes. En 1698 organizó otro grupo, que siguiendo el río Gila llegó hasta el golfo californiano, convenciéndose de que California estaba unida al continente. De una excursión a la confluencia del Colorado con el Gila regresó gravemente enfermo. Se le seguía considerando problemático. Le acusaban de no haber estabilizado su misión ni fortalecido contra los temibles apaches. Le pusieron un visitador, pero Kino pudo demostrar las florecientes cristiandades existentes, por lo que se le autorizó a que misionase seis meses en Pimería y seis en California. Una entrada en 1700 se orientó a averiguar el carácter peninsular de California, pues resultaba vital saber que se podía ir por tierra. Kino, desde su Pimería Alta, conjugaba la evangelización con la promoción humana, sabedor de que la eficacia dependía de disponer de una base económica fuerte. Después de una vida de santo y andariego, murió entre sus neófitos el 15 de marzo de 1711, habiendo sufrido incomprensiones y calumnias, caminado más de seis mil leguas, dominando diversos idiomas indios, haber llevado a cabo una decisiva labor como cartógrafo, sin más ayuda que su saber y buena y decidida voluntad, confiando siempre en Dios y en el destino de la humanidad a la luz de la fe y de la ciencia.

suprimida la Compañía. Fray Francisco formó parte del grupo enviado bajo la presidencia de fray Junípero. En 1768 es asignado al puesto misionero de San Francisco Javier y al año siguiente nombrado presidente de la Baja California. En 1773 dejaron los franciscanos las misiones de la península para centrar su actividad en la Alta California, donde fray Junípero había descubierto un intensísimo campo apostólico. El padre Palou volvió de nuevo al lado del padre Serra y fue su más eficiente colaborador y fraternal ayuda ante las dificultades que presentaron gobernadores como Nevé y Fagés. En 1776 tuvo la gloria de ser el fundador de San Francisco, la misión más querida de Palou. Muerto fray Junípero en 1784, ante las noticias de la posible expulsión de los misioneros, fray Francisco se desplazó hasta México para defender la acción franciscana ante el visitador José de Gálvez. Palou había trabajado en California desde 1773 hasta 1785. En esta ocasión fue elegido superior del Colegio de Misiones de San Fernando, de la ciudad de México. Aprovechó la circunstancia para organizar el material recogido durante años y escribió su voluminosa obra Noticias de la Antigua y Nueva California. Y como acto de justicia, remató su obra de escritor con la biografía de fray Junípero Serra, cuyos pasos había seguido tan de cerca. Murió santamente en el Colegio de Misiones de Querétaro, al que había ido de visitador, el 6 de abril de 1790.

Francisco Palou (1723-1790)

Pane, Córdoba y los Doce Apóstoles de México R. PANE, Relación acerca de las antigüedades de los indios, las cuales, con diligencia, como hombre que sabe el idioma de éstos, recogió por mandato del Almirante, escrita en 1498 y editada modernamente en diversas ocasiones, con la respectiva introducción sobre su autor; F. FERNÁNDEZ SERRANO, «Fray Ramón Pane, primer ermitaño del Nuevo Mundo»: España Eremítica (Pamplona, 1970). M. A. MEDINA, Una comunidad al servicio del indio. La obra de fray Pedro de Córdoba, OP (Madrid, 1983). L. GÓMEZ CAÑEDO, Pioneros de la cruz en México. Fray Toribio de Motolinia y sus compañeros (Madrid, 1988); A. LÓPEZ, «Vida de fray Martín de Valencia, escrita por su compañero fray Francisco Jiménez»: Archivo Ibero-Americano 26 (Madrid, 1926), 48-83; J. DE MENDIETA, Historia eclesiástica indiana / finales siglo xvi, / libro quinto, primera parte; T. DE MOTOLINIA, Epistolario (1526-1555), ed. J. A. Aragón (México, 1986); ID., Historia de los indios de la Nueva España, ed. G. Baudot (Madrid, 1985).

Biógrafo fundamental del bienaventurado Junípero Serra y escritor cuidadoso de las curiosidades de California, donde fue a la vez intrépido misionero. Francisco Palou nació en Palma de Mallorca, el 21 de enero de 1723; Profesó en el convento de San Francisco de la misma ciudad, y siendo u n joven sacerdote sintió la vocación americanista, al mismo tiempo que fray Junípero. En 1749 embarcaron los dos rumbo a Nueva España. Desde 1750 trabajaron juntos entre los indios pames en Sierra Gorda, hoy estado d« Querétaro. Aprendieron el idioma y llevaron a cabo una intensa labor evangelizadora y de promoción humana. En 1759 recibieron el encargo de ir juntos a la difícil misión de San Saba, en Texas. Antes de emprender la marcha, las autoridades virreinales desistieron de la empresa, pues aquellos apaches acababan de matar a un misionero. Palou fue nombrado entonces presidente de Sierra Gorda, don* de estuvo varios años, y que le sirvió de punto de partida para numerosas intervenciones misioneras en Puebla, Valladolid (Morelia) y Oaxaca. Fray Junípero había sido enviado al Colegio de San Fernando, de México. En 1767 encargó la Corona a los franciscanos que se hicieran cargo d e las misiones que los jesuitas habían atendido en California, por haber sido

NOTA

BIBLIOGRÁFICA

Zumárraga, Betanzos y Beteta M. CARREÑO, Don fray Juan de Zumárraga, primer obispo y arzobispo de México (México, 1941); F. DEJ. CHAUVET, Fray Juan de Zumárraga (México, 1948); J. GARCÍA ICAZBALCETA, Don fray Juan de Zumárraga, primer obispo y arzobispo de México (México, 1881), con varias ediciones posteriores; J. Ruiz DE LARRÍNAGA, Juan de Zumárraga. Biografía del egregio durangués, primer obispo y arzobispo de México (Bilbao, 1948). J. R. CABAL, Betanzos, evangelizador de México (Villava-Pamplona, 1968); P. G. KEEGAN y L. TORMO, Experiencia misionera en la Florida (Madrid, 1957); V. O'DANIEL, Dominicans in early Florida (Nueva York, 1930).

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La Iglesia misional

Gante, Quiroga, Corana y Tapia E. CHÁVEZ, El primero de los grandes educadores de América: fray Pedro de Gante (México, 1934); ID., Fray Pedro de Gante. El ambiente geográfico, histórico y social de su vida y de su obra hasta el año 1523 (México, 1943); E. DE LA TORRE, Fray Pedro de Gante, maestro y civilizador de América (México, 1973). P. BORGES, «Vasco de Quiroga en el ambiente misionero de la Nueva España»: Missionalia Hispánica 69 (Madrid, 1966), 207-340; P. CASTAÑEDA, Don Vasco de Quiroga y su "Información en derecho» (Madrid, 1974); M. J. CEBALLOS GARCÍA, La acción pastoral de Don Vasco de Quiroga (Mérida de Yucatán, 1988); F. B. WARREN, Vasco de Quiroga and his pueblo-hospitals of Santa Fe (Washington, 1963). Agustín de la Coruña y Gonzalo de Tapia aparecen biografiados en todas las Crónicas agustinianas de México y en las Historias de la Compañía de Jesús sobre Nueva España, respectivamente. Porres, Torres Bollo, Llinás, Kino y Palou J. CASTRO SEOANE, «La Merced en el Perú (1534-1584). Comentando el memorial del P. Porres»: Missionalia Hispánica 3 (Madrid, 1946), 243-320; 4 (1947), 137-169; 7 (1950), 55-80. A. EGAÑA, Monumenta Peruana 1-6 (Roma, 1954-1974). I. F. DE ESPINOSA, Crónica de los Colegios de Propaganda Fide de la Nueva España, ed. L. Gómez Cañedo (Washington, 1964); E. FAUS, «El P. Antonio Llinás y los Colegios de Misiones hispanoamericanos»: Archivo Ibero-Americano 17 (Madrid, 1922), 176-244; M. RODRÍGUEZ PAZOS, De P. Antonio Llinás, Collegiorum Missionariorum in Hispania et America fundatore, 1635-1693 (Vich, 1936), biografía aparecida en 1935 en Archivo Ibero-Americano. C. BAYLE, Historia de los descubrimientos y colonización de los padres de la Compañía de Jesús en la Baja California (Madrid, 1933); ID., Misión de la Baja California (Madrid, 1946); E. J. BURRUS, Kino and Cartography of Northwestern New Spain (Tucson, 1965); ID., La obra cartográfica de la Provincia mexicana de la Compañía de Jesús (1567-1967) 1-2 (Madrid, 1967); ID., Kino reports to Headquarters (Tucson, 1979); E. F. KINO, Viajes misionales por la Pimeria Alta (Madrid, 1954). F. PALOU, Noticias de la Nueva California, con varias ediciones desde la primera de México de 1857; ID., Relación histórica de la vida y apostólicas tareas del V. P. Fr. Junípero, Serra (México, 1787), con varias ediciones posteriores bajo diversos títulos.

CAPÍTULO

LA ANEXIÓN

DE AMERICA

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A LA LUZ DE LA

TEOLOGÍA

Por LUCIANO PEREÑA

Francisco de Vitoria, catedrático de teología de la Universidad de Salamanca, pronunció su primera relección o conferencia sobre las Indias el 1.° de enero de 1539. Ante el pleno de la universidad protestaba que los teólogos no hubieran sido consultados en los asuntos de América. Son sus palabras: «No sé con certeza que alguna vez hayan sido llamados para discutir o dilucidar esta cuestión de la justicia de la conquista teólogos que pudieran dignamente ser oídos sobre materia de tal importancia». Podía sorprender la ignorancia o falta de información de Vitoria, pues teólogos habían intervenido en las Juntas de Burgos (1512) y de Valladolid (1513), en la Junta Extraoficial de Salamanca (1518), en la Junta de Barcelona (1520), en la Junta de La Corana (1520) y en las Juntas sobre Capitulaciones (1520) y Encomiendas (1536). Precisamente dominicos eran los teólogos consultados fray Bernardo de Mesa, fray Matías de Paz, fray Pedro de Córdoba, fray Vicente de Valverde y el clérigo fray Bartolomé de las Casas. Pero éstos habían intervenido como confesores, obispos o misioneros de las Indias. Francisco de Vitoria, por el contrario, pedía la intervención de teólogos en cuanto teólogos para enjuiciar el problema de las Indias con método teológico y desde postulados y principios de la teología. Reivindicaba la intervención de la ciencia teológica sobre la justicia de la conquista de América. Y esto por varias razones, decía él: Primero, para tranquilidad de las conciencias. Porque en materias dudosas, como eran las guerras de conquista, debía consultarse a los teólogos, que eran los únicos competentes para informar con seguridad de conciencia sobre la licitud o ilicitud de las guerras de conquista. Segundo, para profundizar en el proceso de la polémica. Porque aun admitiendo que no existiera ninguna duda sobre la legitimidad de la conquista, la discusión teológica metodológicamente serviría para investigar y construir los fundamentos doctrinales de la legitimidad de las conquistas. Tercero, para resolver definitivamente la polémica sobre los títulos de legitimidad. Porque esta discusión no pertenecía a los juristas, o al menos no a ellos en exclusiva. Porque los indios no estaban sometidos al derecho positivo vigente y, por tanto, sus problemas no se habían de examinar y resolver por leyes humanas, sino por las divinas o principios de derecho ...LJ¿£tj£t-'i

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natural, en las cuales los juristas, dice Vitoria, no eran lo bastante competentes para definir por sí mismos semejantes cuestiones morales. Desde esta perspectiva teológica, Francisco de Vitoria sometió a juicio crítico la «duda indiana». Dio a la enseñanza de la teología sentido dinámico y de actualización social. A través de sus glosas a la Suma teológica de Santo Tomás, que él impuso como texto en sus lecturas académicas de la Universidad de Salamanca, fue abordando los problemas más acuciantes de la conquista de América. Trató de aclarar la licitud de ciertas guerras emprendidas por los conquistadores españoles contra los indios recientemente descubiertos, la licitud de ciertos métodos de evangelización ensayados con los nuevos infieles y la licitud de ciertas formas de apropiación y sometimiento que se habían aplicado en la política colonial. Eran los distintos aspectos o dimensiones de la «duda indiana». Por su método histórico y por sus preocupaciones sociales, su doctrina teológica terminó en ética de la conquista de América. Su magisterio hace escuela. La escuela teológica de Vitoria colaboró de manera muy significativa en la configuración política de las Indias. Los teólogos tenían conciencia clara de que estaban en los comienzos de la Nueva América. No se puede olvidar la importancia excepcional de su magisterio. Y éste deriva principalmente de la conciencia que tenían de la crisis nacional provocada por la conquista de las Indias. Su criticismo político caracteriza su magisterio académico. Reflexión teológica y experiencia indiana se conjugaron entonces sorprendentemente. Comprometidos con la crisis de su tiempo, aquella escuela de teólogos decidió en gran parte el rumbo de la historia americana. Sus lecturas académicas sobre los problemas de las Indias fueron fuentes determinantes de aquel proceso. Recordamos las obras ya clásicas sobre el problema de América, publicadas en multitud de ediciones. Comprenden lecturas de clase, centenares de informes y proyectos, instrucciones y discursos morales y políticos. Hasta un total de 125 tratados pueden jerarquizarse. En ellos, directa o indirectamente, se aborda la conquista de América en sus distintas implicaciones políticas y morales. Los veinte tratados más importantes tienen el valor de fuentes y fueron perfilando críticamente los límites de la tesis indiana. Elevaron la hipótesis de Vitoria a doctrina científica. Pero las más quedaron en simples medios de difusión cultural. Con ellas y sus propias glosas y comentarios los teólogos de la conquista terminaron por imponerse en las distintas universidades americanas. Significó el cauce más importante de su influencia teológica en la polémica. Sólo a la luz de la teología - d e sus protagonistas, de sus intervenciones y de sus conclusiones— se puede exactamente valorar la identidad y el proceso de formación histórica de América. En síntesis vamos a demostrarlo.

I. A)

La anexión de América a la luz de la teología

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PROTAGONISTAS: ESCUELA DE TEÓLOGOS

Reflexión teológica

El magisterio de Francisco de Vitoria hace escuela. La Facultad de Teología de la Universidad de Salamanca es su centro nuclear. Después del maestro Vitoria, Domingo de Soto llega a ser la fuente más importante para definir la licitud o ilicitud de las guerras de conquista. Las lecturas de Melchor Cano representan la segunda glosa a las relecciones del maestro. Utiliza sus manuscritos, y se nota evidentemente esta dependencia, que a veces parece casi copia. Diego de Chaves tiene a la vista los manuscritos de Soto y Cano y a veces lee por ellos en clase. Lo mismo hay que decir de Juan Gil de la Nava, Vicente Barrón y Domingo de las Cuevas. Miguel de Palacios resalta por el pragmatismo de sus comentarios teológicos. Y a pesar de ciertas enmiendas en el tratamiento de la «duda indiana», Alfonso de Castro terminó también por identificarse con las respuestas de Vitoria. Desde la cátedra de vísperas de la Facultad de Teología, Pedro de Sotomayor realiza la tercera glosa de Vitoria cuando sus relecciones todavía siguen inéditas. Es sorprendente la irrupción de la doctrina teológica de Francisco de Vitoria en las universidades españolas. Las principales cátedras de Teología eran ocupadas por discípulos de Vitoria. Diego de Chaves y Juan Gallo marcharon a Santiago de Compostela; Mancio de Corpus Christi, a Sevilla y Alcalá; Felipe Hernández, a Zaragoza; Pedro Guerrero y Bartolomé Torres, a Toledo; Vicente Barrón, a Sigüenza. Los manuscritos de sus lecturas, que formaban parte del bagaje intelectual para los nuevos profesores, se fueron convirtiendo en fuentes colectivas por la incorporación y yuxtaposición de glosas diferentes de profesores que pertenecen a generaciones sucesivas. Se formaron así desde el principio verdaderos equipos de investigación teológica sobre la conquista de América que trabajaban sobre unas mismas fuentes e incorporaban su aportación personal al esfuerzo colectivo. Se distinguen tres generaciones sucesivas de esta escuela de teólogos. La primera generación, creadora y más revolucionaria, va de Francisco de Vitoria a Domingo de Soto (1534-1558). Trataba de sacar las últimas consecuencias prácticas y políticas al someter a proceso crítico las guerras de conquista. La segunda generación, de expansión cultural y proyección americana, corre entre Juan de la Peña y Bartolomé de Medina (1559-1580). Trató de restar legitimidad, licitud y validez a las guerras de conquista que prioritariamente habían justificado hasta entonces la permanencia española en América. La tercera generación se caracteriza por su sistematización doctrinal y la aplicación práctica de la tesis vitoriana entre el paréntesis Báñez-Suárez (1584-1615). Llegó a condenar cualquier forma de política imperialista con todas sus consecuencias para la esclavitud de los indios, expropiación de sus bienes y la ocupación de sus territorios. Este proceso se caracteriza por la actitud común de los teólogos sobre la legitimidad de la conquista de las Indias en función de una misma comunidad de preocupaciones, de fuentes y de métodos. La fe en el indio y en su capacidad de libertad define la nueva ética de la conquista. La humanización

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de las relaciones entre indios y españoles condiciona su moralidad. Y el descubrimiento del indio como hombre y su razón histórica se constituye en objetivo prioritario de su tratamiento metodológico. La escuela adquiere su propia unidad dinámica en la comunidad de pensamiento y en ese esfuerzo común que culmina en grandes síntesis académicas. B)

Notas de identidad

La configuración americanista de Vitoria es un hecho histórico. Su hipótesis sobre los títulos de conquista es aceptada sin reservas. Esta indiscutible filiación vitoriana constituye la primera nota de identidad de la escuela condicionada por el dinamismo de su pensamiento, su conciencia de unidad y su fuerza de expansión. Cuando la «duda indiana» se hace conciencia nacional, los teólogos españoles se dedicaron en profundidad a estudiar la legitimidad de la empresa española. Se abre ese largo proceso académico a las guerras de conquista que culminó en aquella declaración de derechos humanos. Los teólogos de la segunda generación ejercieron una especie de presión académica sobre la Corona. Para hacerla más eficaz montaron lo que hoy llamamos un programa, colectivo y en equipo, de investigación teológica. Por su prestigio y por su influencia, el teólogo Juan de la Peña parecía el coordinador o investigador principal, directamente vinculado a la polémica Las Casas-Sepúlveda. Colaboraron con trabajos de significación especial los teólogos Pedro de Sotomayor, Juan de Guevara, Mando de Corpus Christi, Antonio de Córdoba, fray Luis de León y Bartolomé de Medina. Como ayudantes por el interés de sus estudios quedaron Pedro de Aragón, Juan Gallo, Luis García del Castillo, Juan Vicente y Domingo de Guzmán. En Domingo Báñez, Bartolomé Salón, Luis de Molina, Juan de Salas y Pedro de Ledesma culminaron las síntesis finales de la teología de la conquista. Este programa de investigación teológica cumplió tres objetivos prioritarios, intrínsecamente conexos y de máxima eficacia cultural y política. Trataban -primer objetivo- de quitar legitimidad a las guerras de conquista. Llegaron con ello a condenar -segundo objetivo- cualquier forma de política colonialista, con todas sus consecuencias umversalmente aceptadas en aquella coyuntura histórica de Europa. Para terminar -tercer objetivoobligando a la rectificación o reconversión colonial a través de un verdadero proceso de humanización de las instituciones para una convivencia más cristiana entre indios y españoles. Segunda nota de identidad. El método histórico se fue imponiendo con rigor totalmente nuevo. Los teólogos se esforzaron por confrontar la hipótesis de Vitoria con los supuestos de hecho americanos. Partían de su conciencia social para criticar y enjuiciar la realidad indiana. Esta presencia histórica de los hechos determinó su ética de la conquista. Fue el objetivo de sus ensayos teológicos y de los informes morales que redactaron para formular y defender la tesis de reconversión colonial. Este empeño por aproximar los principios a los hechos, por adecuar la hipótesis vitoriana a la realidad indiana constituye la tercera nota de identi-

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dad de la Escuela. El valor de los testimonios que aportaban testigos directos de la realidad indiana tuvo para los teólogos de la conquista importancia especial. Esta aproximación a los hechos les llegó a través de la experiencia de los misioneros y teólogos tan representativos como fray Bartolomé de las Casas, Domingo de Santo Tomás, Tomás Mercado, Luis López, Jerónimo de Loaysa, Alonso de Veracruz y José de Acosta. Los catálogos de denuncias y memoriales de agravios y remedios permitieron a los teólogos de las universidades españolas enjuiciar con realismo las guerras de conquista. C)

Experiencia indiana

A partir de la década de los cincuenta se realiza y tiene lugar ese trasplante o transferencia del magisterio teológico de la Universidad de Salamanca a las Indias Occidentales. Maestros teólogos de la Universidad de México y de Lima y de los colegios universitarios de Santo Domingo, del Perú, de Nueva España, de Bogotá, de Quito y de Guatemala se encargaron de adecuar el pensamiento de Vitoria a los problemas de la realidad indiana. Este ciclo se abre con el magisterio de Fray Alonso de Veracruz (1553) y se cierra con la publicación del tratado De procurando indorum salute en Salamanca (1589) quejóse de Acosta elabora en Lima (1576). Es un período decisivo. Señala el paso de las guerras de conquista al régimen de expansión pacífica. Se sientan las bases de un nuevo modelo de sociedad colonial. Y el magisterio teológico de la Escuela sirvió de cauce principal. Hemos estudiado la influencia de los teólogos Alonso de Veracruz, Bartolomé de Ledesma, Tomás Mercado, José de Acosta, Pedro de la Peña, Pedro de Pravia, Pedro de Ortigosa, José de Herrera, Pedro de Arguto, Juan Pérez de Menacho, Miguel de Agia, Antonio de Hervás, Juan de Lorenzana, Domingo de Salazar, Andrés de Tordehumos y Juan de Zapata y Sandoval. Teólogos universitarios debían explicar la Suma de Santo Tomás y hacer repeticiones y relecciones de acuerdo con el modelo salmantino. Estaban obligados a estudiar los mismos temas sobre la conquista, evangelización y colonización de las Indias, pero adecuándolos a la realidad indiana. Misioneros y asesores de virreyes y obispos, aquellos teólogos catedráticos americanos aportan los datos de la propia experiencia, comprueban experimentalmente la exactitud o la eficacia de las nuevas ideas de la Escuela y les dan, simplemente por pensadas y realizadas en las Indias, mayor universalidad y más humanidad. Lo que se enseña en México y Lima es exactamente lo que se profesa en Salamanca, pero contrastándolo con los efectos de la experiencia. Más vitales y experimentados, trataron de adecuar la ética de la conquista a la realidad indiana. En esto consistió la aportación del pensamiento iberoamericano. Esta conjunción entre especulación salmanticense y experiencia americana marca un hito definitivo en la formación dinámica de la Escuela. Señala el punto de partida de la tercera generación. La humanización, la educación y la pacificación, como proyecto y condición de la nueva comunidad política, es su característica más diferenciadora. La solución pacífica de conflictos abre nuevos cauces de teorización de la Escuela. El pensamiento teológico, tanto español como americano, se caracteri-

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za por su filiación salmantina, por la experiencia indiana y por el criticismo político. Quiere decir que, a base de textos y fuentes, es posible detectar una verdadera simbiosis entre la especulación salmantina y la experiencia indiana, entre los principios definidos por la Escuela de Vitoria y los datos de la experiencia comprobados y contrastados por los teólogos americanos. Y en virtud de esta conjunción entre especulación y experiencia surge un pensamiento más rico, más vital y más realista sobre la conquista y la colonización de América por España.

II. A)

INTERVENCIÓN: ETICA DE LA CONQUISTA

Desmontaje del «Requerimiento»

Francisco de Vitoria empezó por desmontar los fundamentos teológicos del «Requerimiento», tesis oficial de la conquista llevada desde 1514 por los conquistadores hasta sus últimas consecuencias políticas. Sus títulos eran invalidados, y mal se podían aplicar a la conquista de América, por estar originariamente viciados por el miedo y por la ignorancia de los indios: los conquistadores españoles hacían la guerra a los indios para imponer la obediencia y acatamiento a la autoridad universal del Papa. Los esclavizaban y se apoderaban de sus bienes para castigar la rebeldía contra el Emperador, que tenía la «donación» pontificia. Y ocupaban territorios y repartían sus indios para hacer posible el mandato pontificio de la evangelización. El teólogo de Salamanca entró en el fondo del problema. Denunció la teocracia pontificia del «Requerimiento» y sometió a proceso crítico los argumentos teológicos utilizados por los teorizantes oficiales de la Corona. Fue uno de los resultados más importantes de la reflexión teológica de la Escuela. Pocas veces un esfuerzo dialéctico fue más contundente sin dar lugar a peligrosas ambigüedades o interpretaciones contradictorias. Con su crítica provocó una verdadera crisis nacional. Representa un nuevo hito histórico de su revisionismo o criticismo político. Es significativo para la historia de América. En apretada síntesis reproduce Vitoria las líneas maestras del «Requerimiento». Y a través de un proceso lento de investigación y reflexión teológica Francisco de Vitoria fue desmontando pieza por pieza sus pruebas y los presupuestos de los teólogos y canonistas medievales. Su análisis parecía irrefutable: el Papa no era Señor del Orbe ni podía nombrar príncipes de los indios a los Reyes de España. Tampoco el Emperador es Señor universal ni le correspondía la soberanía de las Indias por delegación del Papa. Injustamente «requerían» los conquistadores a los indios y les obligaban por la guerra a reconocer y acatar la obediencia del Papa y del Emperador; ni tal dominio y expropiación de poderes se les podía demostrar con simples razones naturales y humanas. Además, aunque los indios no quisieran o se negaran a reconocer la soberanía del Emperador y del Papa, no sería lícito ni justo, por razón de esta resistencia, hacer la guerra a los indios y apoderarse de sus bienes y

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territorios. Impunemente y con toda justicia los pueblos indios tenían derecho a defenderse y hacer la guerra a los españoles. La crítica y análisis del «Requerimiento» llevó a Francisco de Vitoria a conclusiones teológicas definitivas. Su catálogo de principios de moral y derecho natural ponía en entredicho la política de represión de los primeros conquistadores. Para bien de la paz y solidaridad de la humanidad, desde este momento histórico la nueva teología iba a imponer su nueva interpretación de las bulas alejandrinas, de las que el «Requerimiento» oficial no era más que una versión política o una declaración de guerra. Y por obra y gracia del teólogo de Salamanca aquel pretexto de represión quedó invalidado para siempre. La teología había dado el primer paso importante en el proceso de la ética de la conquista. El mandato de evangelización, explícito en las bulas de Alejandro VI, quedaba reducido al derecho de predicar y anunciar el evangelio en las provincias de los indios, al derecho de protección de los indios que, de voluntad o por fuerza, se habían convertido al cristianismo, y al derecho de defensa de los cristianos perseguidos por su religión o creencias cristianas. Y en razón de estos tres derechos la evangelización podía ser defendida por medio de la guerra, la ocupación de territorios y el cambio de gobernantes cuando se ponían obstáculos a la predicación, cuando peligraba la fe de los convertidos y cuando se oprimía a los cristianos. Y la conquista se justificaba por el derecho de todo hombre a enseñar y aprender la verdad, por el derecho de amistad y sociedad humana del Emperador originada por la conversión, y por el derecho del Papa a defender la religión y fe cristiana de los convertidos. Sólo la oposición armada a esta evangelización dará ocasión para la guerra justa y para la conquista. Sólo cuando los indios se convirtieran al cristianismo y sus príncipes, por la fuerza o por el miedo, quisieran volverlos a la idolatría, podían aplicar los derechos de guerra. Sólo cuando buena parte de los indios se hubieran convertido, mayoría o minoría del pueblo, podía el Papa con justa causa, pídanlo ellos o no, darles un príncipe cristiano y deponer a sus antiguos señores. La aplicación de estos principios se hizo hipotética, hasta confusa y peligrosa. Adolece de concesiones e insuficiencias. El mismo Vitoria reconocía que la aplicación de este título de evangelización se había prestado a abusos e injusticias. Pudo servir de pretexto y de manipulación política. Era muy difícil desplacentarse totalmente del clima ideológico y teológico que dominaba y condicionaba la teología de la época. El derecho a la solidaridad quedaba ya insinuado. Su perfeccionamiento y desarrollo significó el segundo paso en el proceso de la ética de la conquista. B)

Solidaridad y comunicación

La alternativa Vitoria al colonialismo de la primera conquista se fundamenta sobre principios de derecho natural y de derecho de gentes. El ius societatis et communicationis condiciona el nuevo concepto de la ética de la conquista. La vocación universalista y solidaria del hombre, que Vitoria cuidadosamente define, quiere ser la base «constitucional» de la Nueva

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América. Partiendo de la «hominidad» de los indios, de su reconocimiento como hombres, el teólogo va definiendo y desplegando una serie de derechos y deberes políticos y sociales, igualmente comunes a colonizadores y colonizados. Su tesis se articula sobre tres principios claves: el derecho fundamental de los indios a ser hombres y ser tratados como seres libres, el derecho fundamental de los pueblos indios a tener y defender su propia soberanía, y el derecho fundamental del orbe a hacer y colaborar en bien de la paz y solidaridad internacional. Y a partir de estas coordenadas determinó el teólogo de Salamanca el alcance político de los títulos justos e injustos de la conquista y definió los derechos y deberes de la Corona española para intervenir y permanecer en las Indias. Las condiciones del gobierno colonial fueron las conclusiones definitivas de su alternativa. Los principios «constitucionales» de la alternativa Vitoria pueden reducirse a cinco. Primero, indios y españoles son fundamentalmente iguales en cuanto hombres. Segundo, igualmente solidarios y libres, el retraso de los indios se debe en gran parte a falta de educación y a sus bárbaras costumbres. Tercero, los indios son verdaderos dueños de sus bienes, al igual que los cristianos, y en consecuencia no pueden ser desposeídos de esos bienes por razón de incultura. Cuarto, los indios podían ser confiados a la tutela y protección de los españoles mientras estuvieran en situación de subdesarro11o. Quinto, el consentimiento mutuo y la elección libre de los indios constituía, en última instancia, el título prioritario de intervención y de gobierno. Cuando la crisis del «Requerimiento» se hace conciencia nacional, Francisco de Vitoria con su alternativa teológica abre así la tercera vía de su criticismo político que terminará por configurar la identidad americana. Porque el reconocimiento y aplicación de estos principios fundamentales fueron la base de la nueva ética colonial. La alternativa Vitoria fue asumida plenamente por la escuela de teólogos y llevada a la práctica hasta sus últimas consecuencias. Fue el tercer paso en el proceso de la ética de la conquista. Desde 1550 a 1575 los teólogos de la escuela, catedráticos de las universidades españolas y americanas, fueron tomando conciencia de la alternativa Vitoria y en función de ella unánimemente condenaron los abusos de los conquistadores. Son numerosos los hechos duramente criticados de palabra y por escrito en lecturas de clase y en informes académicos. No ocultaron responsabilidades ni las disculparon. Los abusos fueron condenados sin reservas desde Vitoria a Acosta. Pero, como diría Roa Dávila, esas conductas personales y sociales no invalidaban el derecho fundamental de la Corona al dominio español. Aquellos teólogos ni siquiera dudaban de la legitimidad de la presencia española en Indias. Ya Vitoria distinguía claramente entre la conquista en sí misma, entendida como sometimiento político y ocupación por España de los territorios americanos descubiertos, y las distintas guerras de expansión y ocupación militar. No se cuestionaba la conquista globalmente considerada. Suponían que la conquista era legítima y hasta lícita por razón de descubrimiento, ocupación de buena fe y prescripción legítima. Discutieron

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y polemizaron sobre la licitud de guerras concretas y la legitimidad de sus aplicaciones que se sucedieron en Perú, México, Guatemala y Chile. La opción ética de la escuela terminó en pura casuística, no en condena o aprobación global de la política colonial española. Los índices de valoración moral se van definiendo progresivamente en un esfuerzo por concretar, actualizar y aplicar el esquema tradicional de la guerra justa a los problemas indianos. Existe un proceso de diferenciación muy claro y un empeño sistemático muy bien logrado por acotar responsabilidades políticas y delimitar efectos morales a base de fijar el alcance de los principios clásicos y la validez de las instituciones, históricas y dinámicas, que sirven de cauce y soporte a ciertos derechos y a ciertas reivindicaciones. De aquí deriva el empeño reiterado de la escuela por precisar hasta términos increíbles el dinamismo del derecho de guerra, la positividad del derecho de gentes y el carácter esencialmente democrático del poder político. La ética de la conquista viene definida por estos tres condicionamientos que se articulan racionalmente para diagnosticar la licitud, en un momento histórico determinado, de cada una de las guerras que se someten a juicio crítico y moral. La humanización de la guerra, del derecho de gentes y del poder político fueron necesarios índices de referencia de licitud y legitimidad. Las guerras de los conquistadores quedaron legitimadas y moralmente fueron justificadas en cuanto se sometían a principios de derecho natural definidos por la alternativa Vitoria, y en cuanto obedecían las leyes restrictivas de guerra promulgadas por el emperador si no extralimitaban los derechos de ocupación y apropiación de bienes determinados por ley y se respetaban los acuerdos de paz y convivencia pacífica libremente convenidos con los indios. Consecuentes con estos principios de responsabilidad moral y política, obligaron aquellos teólogos a la restitución de bienes tomados a los indios y pretendieron a veces que fueran repuestos sus caciques o indemnizados suficientemente. C)

Protectorado político

Los conquistadores debían actuar con autoridad regia y licencia del emperador, pero también debían proceder de acuerdo con sus instrucciones de respeto a la vida y libertad de los indios. La expropiación de bienes de los indios sometidos y la esclavitud, aun en guerra justa, quedaban excluidas, por más que lo permitiera el derecho de guerra comúnmente aceptado entre los príncipes cristianos. La ocupación y permanencia eran lícitas primordialmente para la promoción y el bienestar de los indios. Los títulos de conquista, invocados normalmente desde el principio de la conquista, teóricamente fueron abandonados poco a poco por los teólogos de la escuela y muchos terminaron prácticamente por ser invalidados. Esta operación científica parte de Vitoria como protagonista principal. Con el correr de los años, en confrontación con la realidad, y desgwégftde oír a testigos fidedignos, los nuevos teólogos de la conquista/^suí depurando aquella serie de títulos justos. Muchos son abandonados p f j ^ a l t a j ^ g p u ^ a s o por falta de adecuación al problema indiano.

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En este proceso de legitimación, al final ya de la segunda generación de la escuela quedan prácticamente reducidos a dos títulos fundamentales: a la liberación de los oprimidos y al libre consentimiento y espontáneo de los indios dominados. Pero aun estos dos títulos para Alonso de Veracruz y José de Acosta quedaron reducidos a uno solo fundamental y radical: la soberanía de España sobre las Indias venía legitimada, en última instancia, por la voluntad popular de las naciones ocupadas. Por consentimiento expreso o tácito de los indios, España continuaba en América. A pesar de los abusos de los conquistadores, insistía el teólogo José de Acosta en 1576, la conquista había prescrito. De aquí derivó el reiterado empeño de la escuela por sustituir las guerras de conquista por la expansión pacífica. Y la nueva teología dio el último paso decisivo en el proceso de la ética de la conquista. La prescripción legítima, concluía Juan Roa Dávila en un esfuerzo de síntesis de la escuela, culminaría en cesión y abandono de los territorios ocupados a no ser que los conquistados dieran su consentimiento a la permanencia de los españoles. La colonización podía culminar en la independencia política de los pueblos conquistados. El principio había sido académicamente formulado por primera vez por Bartolomé de Carranza en 1540. La ocupación de las Indias por España no parecía indefinida y perpetua, sino provisional y temporal. Tenía un límite objetivo: se conquistaba y permanecía en Indias para la promoción social de los naturales. Pero tenía también un límite temporal: «Cuando estuviera esto hecho, España debía retirarse». Los teólogos de Salamanca primero y después sus discípulos en otras universidades de España y América, al final de cuentas, concibieron la intervención de España en América como un protectorado político. Sentaron las bases éticas de una comunidad de pueblos bajo la protección de la Corona. Y sólo al servicio y para la promoción de estos ideales definieron la ética de la conquista. En conclusión, la Corona española mantenía su imperio soberano sobre los pueblos y reyes de las Indias. Su poder imperial debía ser compatible con los pueblos y naciones indias. Existían derechos y deberes mutuos que condicionaban y limitaban mutuamente las dos soberanías, la india y la española, mutuamente compartidas en los territorios del Nuevo Orbe. Es sorprendente el detalle de esta casuística que terminó en un catálogo de restituciones y devoluciones en la medida en que hacía posible conjugar los intereses legítimos de los indios que la Corona de hecho debía respetar y los derechos generales de la Corona que los indios debían asumir. Esta colisión de derechos y deberes entre protector y protegido era la base y el supuesto a la vez de la ética de la conquista. El derecho de colonización tenía su fundamento de legitimidad en un pacto de colaboración o en un mandato de protección y defensa de los derechos humanos. III.

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RESULTADOS: PASTORAL DE LOS DERECHOS HUMANOS

La escuela de teólogos puso en marcha la pastoral de los derechos humanos. Por la denuncia con sus recursos al Real Consejo de Indias y hasta

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al Concilio de Trento con el fin de responsabilizar a la Corona y a la Santa Sede. Por la declaración de libertades con la reivindicación de derechos y deberes que indiscriminadamente correspondían a indios y españoles. Por la política de restituciones a indios y caciques a través de la presión de conciencia de reyes y encomenderos, de la mentalización universitaria, de informes y memoriales de aplicación práctica, y de la influencia de consejeros y responsables políticos formados en sus aulas. La autocrítica dio sus resultados. A)

Denuncia de la represión

Francisco de Vitoria empezó por denunciar la conquista del Perú por Francisco Pizarro y cuestionó la legitimidad de la ocupación de México por Hernán Cortés. Alonso de Veracruz acusó de agresión a los conquistadores de México, y José de Acosta calificó de invasión la conquista del Perú. El pliego de cargos fue aumentando a lo largo del siglo XVI. Denunciaron la excesiva y casi innumerable suma de oro y plata que los conquistadores habían sacado y traído para España hasta esquilmar a los pueblos de los indios, empobreciéndolos y privándolos de sus tesoros y riquezas acumuladas desde siglos por sus fundadores y predecesores a través de generaciones sucesivas. Denunciaron la ambición de tantos encomenderos o nuevos pobladores de aquellos pueblos recientemente descubiertos, los cuales se habían precipitado en el lujo y en el despilfarro, con mayor exceso y demasía, a costa de la pobreza y miseria de tan desgraciadas gentes, retrayéndolas y arrinconándolas, «sin que tengan a veces tierras para sembrar ni un poco de maíz para comer». Denunciaron los abusos y petulancia de las autoridades coloniales que comprometidas con propios intereses y en el juego de sus propias competencias no se preocupaban en el negocio que al estado y repúblicas de indios correspondía y más les convenía, ni se dedicaban a promocionar y ayudar a los naturales del Nuevo Mundo para lo que fueron enviados, «comiendo todos de mogollón y del sudor de aquellas pobres gentes». Denunciaron la contradicción legal de la Corona que ordenaba y mandaba derogar las cargas excesivas, moderar el trabajo en las minas y los servicios personales, el régimen de encomiendas y las guerras de conquista, mientras mantenía la cantidad de oro y plata que debía exportarse a la metrópoli y aumentaba cada día el nivel de tributos que procedían de las Indias. .Denunciaron, finalmente, el mal funcionamiento de la justicia en favor de los naturales que se perdía en trampas y pleitos con interminables dilaciones y falsas relaciones de los procuradores enviados por los colonos a la Corte, los cuales volvían a las Indias cargados de Cédulas Reales y Provisiones para la ejecución de sus perniciosos fines, comprometiendo a los predicadores del evangelio. La primera lección de esta nueva pastoral fue la valentía y objetividad de la denuncia contra toda forma política de represión. No callaron ni toleraron los atentados contra los derechos de los pobres indios, cristianos

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y no cristianos, pero actuaron con la máxima prudencia y equidad, enfrentándose por igual a los fanáticos intransigentes que se creían iluminados y a la permisividad de los comprometidos con el poder y los intereses económicos. Aquella denuncia profética fue su primer testimonio de fidelidad a la Iglesia de los débiles y marginados. B)

Reivindicación de libertades

Los teólogos de la escuela apelaron a la Corona para que cumpliera e hiciera cumplir las leyes. Comprometieron a la Iglesia para que presionara sobre la conciencia de los españoles. Y responsabilizaron a los mismos indios para que tomaran conciencia de sus propios derechos y deberes y aprendieran a defenderlos y hacerlos respetar. La pastoral de la denuncia puso en marcha un nuevo programa de reivindicaciones. Programa que se orientó a hacer coherente la vida social y política de los conquistadores con sus creencias cristianas, a adecuar progresivamente la transmisión de la fe a las posibilidades de los indios con vistas a su liberación social y religiosa, y a hacer real y eficaz la administración con el fin de mejor proteger y promover principalmente a los pobres y a los débiles. Testigos de excepción, tenían conciencia clara de que se estaba en los principios de la Nueva Cristiandad y que de su esfuerzo dependía la construcción de la Nueva América y de su identidad cristiana. Empezaron por reivindicar el derecho de los indios a la libertad de conciencia como base y punto de partida para encontrar una solución a la crisis de la Nueva Cristiandad. La evangelización a la fuerza y por coacción podía reconvertirse únicamente a partir del respeto, defensa y promoción de la libertad de conciencia como presupuesto y requisito indispensable para la conversión de los indios recientemente descubiertos. Concebían que la coacción, aun a la predicación de la fe cristiana, era un atentado a la propia libertad de la persona. Bajo su plena responsabilidad los indios debían decidir libre y voluntariamente el abandono de sus tradicionales creencias de acuerdo con su propia conciencia. En consecuencia, a las autoridades coloniales exigieron respeto para la distinta condición humana de los indios, para su distinta posibilidad de vida y capacidad de desarrollo hasta la tolerancia y transigencia con tradiciones históricas y religiosas por negativas que fueran, mientras promovieran y se orientaran al progreso humano. El cristianismo, como liberación del hombre, sólo era posible después de plazos razonables y posibles a través de una lenta adecuación de reformas y cambios de los indios por medio de la educación humana y formación en la fe. Exigieron para ello que el rey de España y la Nueva Iglesia responsable fueran promulgando leyes progresivas para que los indios participaran en los beneficios de la fe, poniendo los medios para que fueran suficientemente instruidos en los errores de su religión y ritos paganos con el fin de convencerlos y atraerlos hábilmente a escuchar las verdades cristianas, para que por su propia voluntad y libremente decidieran ellos mismos su propia conversión. Esta pastoral de reivindicaciones culminó en una verdadera carta de

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libertades. Porque la evangelización era ante todo un problema de promoción humana y de liberación social. La cristianización tenía que ir precedida de un proceso de humanización. Y esta humanización debía partir de su recuperación como hombres y como personas. El respeto de su libertad, la educación de esa libertad y la formación de la fe en la libertad constituían los tres requisitos o condiciones de cristianización de los indios. Y sobre estos supuestos reivindicó Francisco de Vitoria la «carta magna de los indios». C)

Código de restituciones

A partir de este catálogo de denuncias, y precisamente para aplicar su carta de reivindicaciones, los teólogos de la escuela colaboraron eficazmente con la Corona española y la Nueva Iglesia de las Indias. En aquella tensión entre utopía vitoriana y realidad indiana fueron protagonistas de la constitución de la «Nueva América»: por su adecuación indiana de las hipótesis de Vitoria, por su intervención legislativa en el desarrollo de leyes orgánicas y por la ejecución política de la reconversión colonial. Y el resultado fue el mestizaje social, cultural y político que está en la raíz constitutiva de América. La junta de teólogos celebrada en México en 1546 había sido convocada por el visitador general y discípulo de Salamanca Francisco Tello de Sandoval. Dominada por tres ilustres discípulos de Vitoria -Alonso de Veracruz, Tomás de Casillas y Tomás de Torres-, decidieron en consecuencia sobre las reducciones, las encomiendas y las doctrinas de indios. Sus conclusiones, elevadas al Consejo de Indias y hechas ley por Real Ordenanza del 16 de abril de 1550, fueron remitidas a todos y cada uno de los encomenderos en particular por reales órdenes de 10 de mayo de 1554 dirigidas a los virreyes de Nueva España y del Perú, al presidente y oidores de las Reales Audiencias y Gobernaciones de las Provincias de Indias. En función de la libertad fundamental del hombre y por razones de solidaridad humana los teólogos de la escuela reivindicaron para los indios el reconocimiento y promoción de su libertad natural. Por presión académica y por la influencia política de los teólogos consejeros, catedráticos y misioneros, la Corona española proclamó la libertad fundamental de los indios y abolió oficialmente la esclavitud en todos sus territorios. Es un hecho que no vamos a silenciar. Finalmente, los teólogos colaboraron a la pacificación de Indias y contribuyeron a liquidar el contencioso entre los conquistadores españoles y los vencidos indios. A los veinticinco años de las denuncias de Vitoria a la conquista del Perú por Francisco Pizarro logró su doctrina el mayor nivel de inserción en la sociedad indiana, vía presión de conciencia, a través de juntas, sínodos y concilios provinciales, y se fue incorporando en el derecho indiano, en el Consejo de Indias, en las Audiencias y en las distintas gobernaciones de Indias, para culminar en la política de pacificación de García de Castro, catedrático también de la Universidad de Salamanca y gobernador general de las provincias del Perú. Las reglas de restitución, académicamente formuladas por Francisco de Vitoria, fueron comentadas y desarrolladas sucesivamente por Soto, Azpil-

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cueta, Medina, Covarrubias, Córdoba y Peña, y expresamente aplicadas al fenómeno indiano por Alonso de Veracruz, Tomás Mercado, Luis López y José de Acosta en contacto directo con los conflictos desde las universidades de México, Lima y Santa Fe, y formando parte de juntas de teólogos constituidas al efecto. Su programa de restituciones se orientó entonces a buscar la reconciliación entre indios y españoles sobre la base del mutuo respeto de derechos mutuamente reconocidos como base de política colonial. Para los teólogos de la nueva escuela, no se adquirían derechos absolutos por ninguna de las dos partes, y en función de esta nueva perspectiva, que condicionaba la nueva comunidad de las Indias integradas por criollos y nativos, progresivamente se fue delimitando la norma de aquel empeño por descubrir bases más firmes de pacificación y de integración. Conquista política de la Nueva Teología. IV.

CONCLUSIÓN: TRASCENDENCIA HISTÓRICA

La década de los sesenta señala una fase histórica en el proceso de presión de conciencia que aceleró el desenlace político de la pacificación de las Indias. 1567 pudo ser el año de la reconciliación nacional: la Nueva Iglesia de las Indias aprueba oficialmente las reglas de restitución para conquistadores y encomenderos por la junta extraordinaria de teólogos convocada por García de Castro y presidida por el arzobispo de Lima, Jerónimo de Loaysa. El procurador general Francisco Falcón presenta en el segundo concilio provincial de Lima el proyecto del protectorado de España para las Indias. También en 1567 se ratifica por el rey Felipe II y el inca Tito Cusi Yupanqui el tratado de amistad y paz perpetua. Y el gobernador general del Perú, Lope García de Castro, notificaba a Su Majestad el Rey y al Real Consejo de Indias, el 20 de diciembre de 1567, que todos los encomenderos habían liquidado sus respectivas deudas con los nativos en cumplimiento de la sentencia a favor de los indios que habían demandado a los conquistadores. Hay que reconocer que aquel proyecto de pacificación en gran parte se perdió en la utopía y sólo parcialmente y en raras ocasiones quedó en simple ensayo de política colonial. Sería ingenuo tratar de ocultar las crueldades y atrocidades cometidas por los españoles en la conquista de América. Determinantes de este fracaso político fueron la razón de Estado, el regalismo de la Corona y la hostilidad de la Europa reformada. El teólogo Luis López de Solís, discípulo de Salamanca, catedrático de Lima y obispo de Quito, pudo dar la clave de este fracaso. Fue la administración colonial la principal responsable del fracaso político. Solís denunció expresamente la represión de los regidores de indios, el fraude de los protectores de indios y la confabulación de los administradores de indios. El resultado fue, muchas veces, la explotación económica, la frustración de las instituciones y la hipocresía de los compromisarios políticos.

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Pero a pesar de este fracaso político del proyecto, aquel mensaje de solidaridad ha tenido trascendencia histórica. La doctrina elaborada por los teólogos de la nueva escuela, a resultas del proceso a la conquista de América y en razón de su profundo enraizamiento en la conciencia de sus pueblos, ha tenido influencia especial en los momentos decisivos de la historia de América. La teología se hizo ciencia en las universidades, derecho canónico en los sínodos y concilios provinciales, y política colonial en los Consejos y Reales Audiencias de las Indias. La independencia de los pueblos americanos, en rebeldía contra el despotismo borbónico, parece el resultado natural y lógico desenlace de la doctrina de la soberanía popular configurada y defendida por Francisco de Vitoria y Francisco Suárez. Este mensaje de pacificación y reconciliación, de rehumanización y dignificación humana, de solidaridad y comunicación de bienes, de denuncia y de rebeldía contra la injusticia social, está abierto a la comprensión y al progreso solidario de los pueblos de América. Por obra y gracia de los teólogos de la conquista está en la raíz misma de la identidad cristiana de América. Cualquiera otra versión o interpretación es un fraude a la conciencia americana y una falsificación de su historia. Sólo a la luz de la teología se puede comprender el pasado de América.

NOTA

BIBLIOGRÁFICA

Fuentes J. DE ACOSTA, De procurando, indorum salute, ed. bilingüe L. Pereña y otros 1-2 (Madrid, 1984-1987): Corpus Hispanorum de Pace (CHP), XXIII-XXIV; E. J. BuRRUS, The Writings of Alonso de la Veracruz 1-5 (Romae-St. Louis, 1968-1976); B. DE LAS CASAS, De regiapotestate, ed. crítica J. González Rodríguez (Madrid, 1990); L. HANKE, Cuerpo de documentos del siglo XVI sobre los derechos de España en las Indias y Filipina (México, 1943); R. HERNÁNDEZ, Derechos humanos en Francisco de Vitoria. Antología (Salamanca, 1984); M. DE PAZ, Del dominio de los reyes de España sobre los indios, ed. S. Zavala (México, 1954). J. DE LA PEÑA, De bello contra insulanos. Intervención de España en América, ed. L. Pe reña y otros 1-2 (Madrid, 1982; CHP, IX-X), donde, además de la obra de Juan de la Peña y de varios estudios, en el primer volumen se insertan, entre otros documentos, el dictamen de la Universidad de Salamanca acerca de una obra de Juan Ginés de Sepúlveda, el Sumario de Domingo de Soto sobre la polémica entre Sepúlveda y Bartolomé de las Casas, y textos sobre las guerras de conquista y sobre el derecho de España a las Indias de Bartolomé de Carranza, Melchor Cano, Diego de Covarrubias, Domingo de Soto, Alfonso de Castro, Domingo de Santo Tomás y Pedro de Sotomayor (I, págs. 499-612). En el segundo volumen (págs. 156-485) se añaden nuevos textos o se proporcionan datos de Pedro de Sotomayor, Juan de Guevara, Mancio de Corpus Christi, Luis de León, Bartolomé de Medina, Domingo Báñez, Pedro de Aragón, Luis García del Castillo, Pedro de Ledesma, Domingo de Guzmán, Juan Vicente, Antonio de Córdoba, Bartolomé de Ledesma, Tomás Mercado, Bartolomé Frías de Albornoz, Francisco Ovando Mogollón, Luis López, Miguel de Palacios, Luis de Molina, Pedro Barbosa, Manuel Soares, Francisco de Toledo, Francisco Suárez, Juan de Salas y José de Acosta. L. PEREÑA, Escuela de Salamanca. Carta Magna de los Indios. Fuentes constitucionales 1534-1609 (Madrid, 1988: CHP, XXVII); J. G. DE SEPÚLVEDA, Demócrates Segundo o de

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las justas causas de la guerra contra los indios, ed. bilingüe A. Losada (Madrid, 1951); F. DE VITORIA, Relectio de Indis o Libertad de los indios, ed. L. Pereña y otros (Madrid, 1967: CHP, V), donde se insertan también (págs. 135-218) cartas de Francisco de Vitoria o recibidas por él acerca de este punto, así como sendos textos de Gregorio López y de Domingo de las Cuevas; ID., Relectio de iure belli o Paz dinámica, ed. L. Pereña y otros (Madrid, 1981: CHP, VI), con reproducción además (págs. 299-382) de pasajes sobre la licitud de la guerra de Domingo de Soto, Melchor Cano, Diego de Covarrubias, Francisco de Vitoria, Pedro de Sotomayor, Diego de Chaves, Alonso de Veracruz, Alfonso de Castro, Vicente Barrón, Martín de Azpilcueta, Juan de Medina, Martín de Ledesma, Bartolomé Carranza y Francisco de Meneses. Visiones generales Actas del I Simposio sobre la ética en la conquista de América (1492-1573) (Salamanca y Madrid, 1984: CHP, XXV); V. D. CARRO, La teología y los teólogos-juristas españoles ante la conquista de América, segunda ed. (Salamanca, 1951); L. HANKE, La lucha por la justicia en la conquista de América (Madrid, 1967); J. HOFFNER, La ética colonial española del Siglo de Oro. Cristianismo y dignidad humana (Madrid, 1957). Escuela de Salamanca V. ABRIL, «Bartolomé de las Casas y la Escuela de Salamanca», en PEÑA, De bello contra insulanos II, 489-518; S. ALVAREZ TURIENZO, «Fray Luis de León ante el descubrimiento y la evangelización de América», en S. ALVAREZ TURIENZO y otros, Evangelización en América. Los agustinos (Salamanca, 1988), 141-198; C. BACIERO, «Los teólogos jesuítas y la segunda generación», en PEÑA, De bello contra insulanos, 333-350; J. BARRIENTOS, «Juan de Guevara y Pedro de Aragón en la disputa jurisdiccional sobre Indias», en ALVAREZ TURIENZO, Los agustinos, 103-139; J. BUFRAU, La Escuela de Salamanca ante el descubrimiento del Nuevo Mundo en el V centenario del descubrimiento de América (Salamanca, 1989); R. HERNÁNDEZ, «La Escuela dominicana de Salamanca ante el descubrimiento de América», en Los dominicos y el Nuevo Mundo. Actas del I Congreso Internacional (Madrid, 1988), 101-132; ID., «Presupuestos de Francisco de Vitoria a su doctrina indiana»: La Ciencia Tomista 111 (Salamanca, 1984), 6-86; A. ORTEGA, «El humanismo salmantino en la conquista de América», en F. MARTÍN HERNÁNDEZ y otros, Humanismo cristiano (Salamanca, 1989), 135-195; L. PEREÑA, La Escuela de Salamanca. Proceso a la conquista de América (Salamanca, 1986); ID., «Extremadura y la Escuela de Salamanca», en Extremadura en la evangelización del Nuevo Mundo. Actas y estudios (Madrid, 1990), 291-311; ID., «La Escuela de Salamanca, los agustinos y América», en Agustinos en América y Filipinas. Actas del Congreso Internacional 1 (Valladolid, 1990), 351-384. Otros aspectos C. BACIERO, «La ética en la conquista de América y los primeros jesuítas del Perú», e n j . J. ALEMANY, América (1492-1992). Contribuciones a un centenario (Madrid, 1988), 129-164; P. BORGES, «Proceso a las guerras de conquista», en J. DE LA PEÑA, De bello contra insulanos II, 17-66; P. CEREZO, Alonso de Veracruz y el derecho de gentes (México, 1985); Diritti dell'uomo e la pace nel pensiero di Francesco de Vitoria e Bartolomé de las Casas (Roma, 1988); J. GONZÁLEZ, «Los amigos franciscanos de Sepúlveda», en Actas del II Congreso Internacional sobre los franciscanos en el Nuevo Mundo (Madrid, 1988), 873-893; ID., «Fray Bernardino de Arévalo en la Junta de Valladolid (1550-1551) a través del epistolario de Juan Ginés de Sepúlveda»: Ibíd., 1 (Madrid, 1987), 699-717; V. HENKEL, «Una contribución de los agustinos a la ética colonial», en Agustinos en América y Filipinas 1, 333-350; G. LOHMANN, «Pensamiento de agustinos ilustres del Perú en los siglos xvi y xvn»: Ibíd., 205-236; G. HIGUERA, «La conquista de América, el derecho internacional y los derechos humanos», en ALEMANY, América, 7-42; L. PEREÑA (coord.), Carta magna de los indios (Salamanca, 1987); ID., Proceso de leyenda negra (Madrid, 1989); ID., Descubrimiento y conquista. ¿Genocidio? (Salamanca, 1990); A. YBOT LEÓN. «Juntas de teólogos asesores del Estado para Indias»: Anuario de Estudios Americanos 5 (Sevilla, 1948), 397-138.

CAPÍTULO 35

LA IGLESIA AMERICANA Y LOS PROBLEMAS DEL INDIO Por PEDRO BORGES

El indio p r e s e n t ó e n la América española d o s tipos d e p r o b l e m a s : u n o s , d e índole general; o t r o s , d e carácter c o n c r e t o . Los p r i m e r o s p u e d e n sintetizarse e n la situación desfavorable e n la q u e q u e d a s u m i d o t o d o p u e b l o al pasar al d o m i n i o d e u n e x t r a ñ o o, si se q u i e r e , al establecer c o n t a c t o c o n o t r o p o r a l g u n a r a z ó n (militar, política, técnica, cultural) s u p e r i o r a él. E n casos c o m o éstos, t a n frecuentes q u e e n realidad se identifican c o n la historia d e la h u m a n i d a d , el nativo se convierte indefectiblemente e n víctima del recién llegado, el cual d e m a n e r a inevitable actúa sociológicamente c o m o d o m i n a d o r , si ya n o es q u e su posición d e privilegio i n d u c e a sus c o m p o n e n t e s a p e r p e t u a r abusos d e índole p e r s o n a l . N i n g u n a situación t a n propicia c o m o ésta p a r a la actuación d e la Iglesia.

I.

OBSERVACIONES SOBRE LA ACTUACIÓN DE LOS ECLESIÁSTICOS

Los eclesiásticos, s o b r e t o d o los religiosos, e n c o n t r a r o n e n el N u e v o M u n d o u n a ocasión c o m o pocas p a r a colocarse a favor del débil y, a m p a r a dos y hasta estimulados p o r la C o r o n a española, la a p r o v e c h a r o n al m á x i m o . P a r t i e r o n del principio d e la condición «miserable» o situación d e desventaja d e los nativos y se convirtieron e n p r o t e c t o r e s n a t o s del mismo, c o m e t i d o y d e n o m i n a c i ó n esta última q u e llegó a t e n e r c a r á c t e r oficial y q u e en el c a m p o d e lo eclesiástico iba aneja a la dignidad episcopal. Conscientes d e q u e c o n ello «descargaban» la conciencia real y la p r o p i a (frase q u e e n la d o c u m e n t a c i ó n eclesiástica se repite hasta la saciedad), a d e m á s d e actuar e n ese sentido, a p e n a s e l a b o r a r o n u n d o c u m e n t o d e índole sociológica o descriptiva d e la situación r e i n a n t e en el q u e n o aparezcan a favor del indígena. Este tipo d e d o c u m e n t a c i ó n , e n c u a n t o d e l a t o r a d e u n a situación desfavorable d e los indígenas y s u g e r i d o r a d e soluciones p a r a sus p r o b l e m a s , es a b r u m a d o r a en la América nuclear, s o b r e t o d o e n el siglo XVI, p e r o casi inexistente e n la América marginal. La r a z ó n estriba en q u e se trata d e d o s espacios geográficos t o t a l m e n t e distintos. E n la América n u c l e a r o d e las d e n o m i n a d a s Altas C u l t u r a s prehis-

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pánicas se dio un contacto íntimo y permanente entre los dos pueblos, el dominador y el dominado, especialmente conflictivo en sus comienzos. En la América marginal ese contacto desapareció prácticamente porque la relación se estableció de una manera casi exclusiva entre los indios y el misionero. La manera de denunciar y de intentar solucionar los problemas de los indígenas convierte a los religiosos en autores de una documentación de carácter eminentemente pesimista en la que como es lógico, puesto que eso es lo que persiguen, el indio aparece siempre como una víctima impotente y hasta el propio religioso, solidarizado con él, se presenta también, y paradójicamente, como un desfavorecido en su labor redentora porque no siempre consigue todo lo que quisiera, muchas veces inalcanzable. Ninguno de ellos oculta que al proceder así lo hacen movidos de la compasión o de la caridad al mismo tiempo que del deseo de favorecer la evangelización. Así, con ello, inconsciente y automáticamente se sitúan en un plano en el que la utopía es muy difícil de compaginar con la realidad. Utilizadas como instrumento para describir e intentar reformar la situación del indio, en estas descripciones necesariamente pesimistas recurren a tres sistemas, que pueden darse por separado o simultáneamente. En unas ocasiones denuncian situaciones de hecho desfavorables para los indígenas, pero que en realidad eran consecuencia ineludible de la nueva situación política, social y laboral de un pueblo sometido a otro de cultura distinta, situación que no se podía reformar globalmente sino mediante un cambio radical del sistema (como se hizo en la América marginal), solución que los religiosos no propugnan sino de manera excepcional, pues era prácticamente inviable. En estos casos los religiosos aspiraban a más de lo que podían conseguir fuera de un imperio puramente teocrático. En otras coyunturas las denuncias versan sobre situaciones concretas, consideradas como abusivas por los religiosos. Se trata de hechos que unas veces parecen verdaderos abusos, que en otras son difíciles de clasificar y que en todas son negadas por sus autores. En no pocas circunstancias las denuncias delatan deficiencias de una manera tan genérica («los indios son muy maltratados») o de modo tan universal («no hay español que mire por los indios») que su misma imprecisión las priva de valor y su universalidad evidencia la aplicación a todos de lo que solamente era conducta de algunos. En casi todas las descripciones se recurre al instrumento literario de la hipérbole, es decir, a exageraciones que a veces se utilizan premeditadamente para conseguir el bien mediante la ponderación del mal, pero que normalmente son espontáneas e inconscientes por formar parte de un lenguaje común menos preciso que el nuestro y que los contemporáneos, a diferencia de nosotros, sabían interpretar en su justo alcance. Abordar la actuación de la Iglesia en América ante los problemas del indio desde esta óptica general es tarea superflua al mismo tiempo que improcedente. Es superflua porque no necesita demostrarse que la Iglesia no sólo se

Iglesia americana y los problemas del indio

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preocupó por el indígena americano con la mentalidad propia de cada época, sino que incluso hasta se excedió en ello desde el punto de vista político, económico y social, puesto que trató de supeditar una sociedad a los más humanos y más elevados intereses de la religión. La Iglesia aspiró a convertir la «República de los Indios» en un imposible Reino de Dios en América. La tarea es improcedente porque, dado el carácter de esa preocupación, exponerla en sus manifestaciones equivaldría a elaborar una interminable lista de delaciones que, por una parte, exigirían una comprobación de su exactitud, y, por otra, una justa pero dificilísima apreciación de las mismas a la contraluz de otras apreciaciones contrarias que apenas existen porque solamente las hubieran podido elaborar los propios eclesiásticos que se proponen precisamente lo contrario. De estas delaciones genéricas, las únicas de valor indiscutible serían las referentes al actualmente denominado genocidio o exterminio premeditado de la población indígena prehispánica, porque se trataría de un hecho cuantificable. Sin embargo, estas delaciones no se dan fuera de Bartolomé de las Casas o de algún que otro religioso de primera hora que interpretan el hecho de la mortandad indígena erróneamente o como medio para conseguir sus fines, ocultando que la mortandad se dio también entre los colonos españoles. En este punto los eclesiásticos no hablan de genocidio porque no se dio. Lo que hacen es lamentarse de la mortandad indígena, pero no con ánimo de delación, sino con sensación de impotencia, porque eran conscientes (como hoy está ya perfectamente comprobado) de que esa mortandad, involuntaria por parte de todos, obedecía a factores imposibles de evitar por surgir del contacto de dos pueblos distintos como eran, por ejemplo, las epidemias o los desajustes sociales, económicos y hasta psicológicos surgidos del nuevo orden. Por estos motivos las páginas que siguen versarán únicamente sobre problemas muy concretos, pero que fueron determinantes para la vida del indígena americano.

II. A)

LA IGLESIA ANTE LOS PROBLEMAS ANTILLANOS

La supuesta complicidad eclesiástica

Los eclesiásticos estuvieron presentes en las Antillas desde finales de 1493. Esta madrugadora presencia no fue óbice para que los habitantes del archipiélago se vieran obligados a padecer una situación que Bartolomé de las Casas describe con todo detalle, aunque con no menor parcialidad y apasionamiento, como verdaderamente trágica. Prescindiendo de la mayor o menor veracidad de la discutible versión lascasiana, llama la atención en ella que la Iglesia aparezca como testigo mudo o como cómplice de esa tragedia hasta el punto de que los religiosos Jerónimos, enviados por el cardenal Cisneros a reformar la situación, apro-

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baran esta última al optar en 1517 por la permanencia del sistema de encomiendas, causa, según Las Casas, de todos los infortunios de los nativos. Esta impresión de complicidad o de insensibilidad de la Iglesia para con la situación de los indios la insinúa el propio Las Casas al calificar de «felice» la llegada de los primeros cuatro dominicos a la isla Española en 1510 como si los treinta y tres religiosos, en su mayoría franciscanos, llegados con anterioridad, no hubieran hecho nada, a los que describe como «buenas personas», pero limitados a vivir en sus conventos «religiosamente», aunque en realidad desentendidos de los indígenas. Idéntica impresión vuelve a ratificarla al presentarse a sí mismo en 1515 como el primero que denunció la situación ante la Corona española y al afirmar que, hasta comienzos del siglo XVI, «los desventurados indios no tenían, como nunca tuvieron, quien por ellos abogase y defendiese y dijese la verdad a los reyes» (Historia de las Indias, libro 2, cap. 19). Lo más corriente es admitir esta versión de Las Casas tal y como él la propone para que se admita, sin caer en la cuenta de que no deja de ser sospechosa ante las omisiones y contradicciones que oculta. Hoy sabemos que esos franciscanos hicieron mucho más que limitarse a vivir «religiosamente» en sus dos conventos de la Española. También sabemos que esos franciscanos se adelantaron a los dominicos en la denuncia de la situación. Por otra parte, al referirse a su llegada a España en 1515, Las Casas olvida que, lejos de ser el primero en hacerlo, estuvo precedido por los franciscanos en 1500 y por los franciscanos y dominicos en 1512. Tampoco cae en la cuenta de que en otro pasaje él mismo reconoce que al entrar en 1516 en contacto con el cardenal Cisneros, entonces regente del Reino, éste ya estaba informado de lo que sucedía por advertencia de los religiosos de su misma Orden, cuyo viaje a América lo había patrocinado el propio cardenal franciscano. Todo esto infunde graves sospechas sobre la veracidad de la versión lascasiana, hasta el punto de que los propios dominicos que él admira terminan siendo también supuestos cómplices de la situación (cuando sabemos que no lo fueron), puesto que en 1514 ellos mismos se beneficiaron, aunque Las Casas no lo dice al anatematizar el hecho, del repartimiento efectuado por Rodrigo de Alburquerque, quien les asignó en encomienda una cacica y trece indígenas para la construcción del convento. Desechada por parcial e incompleta una versión como la de Bartolomé de las Casas, que incurre en omisiones, contradicciones y afirmaciones inexactas, a base de ella no cabe hablar de complicidad de los eclesiásticos con una situación que él presenta como inadmisible. Tampoco se puede hablar, por falta de datos, de una postura eclesiástica decidida y umversalmente beligerante contra esa situación, pero los que se poseen inclinan la balanza más hacia la insatisfacción que hacia la supuesta complicidad. B)

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Los franciscanos, protodefensores del indio (1502)

Aunque Bartolomé de las Casas no lo dice, hoy ya poseemos algunas aunque escasas noticias sobre las simpatías de los primeros franciscanos

Iglesia americana y los problemas del indio

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hacia los indígenas, consignadas por ellos mismos en 1500, así como acerca de la preocupación que les causaban los desaciertos de Cristóbal Colón en cuanto gobernador de la Española y el temor que les infundía la presencia en esa isla de genoveses, porque todo ello amenazaba con «destruir» la tierra. Precisamente porque no eran indiferentes a la situación, comisionados por Cisneros intervinieron en 1500 en el prendimiento de Colón y en su envío a España. De una manera ya más expresa, uno de esos mismos franciscanos nos proporciona en 1502 un breve pero sintomático dato acerca de su postura ante los problemas de los indígenas. Al referirse a ciertas extralimitaciones de Rodrigo de Bastidas, esos franciscanos se enfrentaron a dos de sus hombres «de parte de Sus Altezas -dicen- por la carta patente que teníamos a favor de los indios». En esa coyuntura concreta su actuación resultó estéril, pero ellos mismos añaden que «si no fuera por los frailes, que lo estorbaron, toda aquella parte de la isla fuera destruida». A pesar de ello no pudieron evitar dos expediciones armadas contra los nativos. También pertenece a 1502, y posiblemente estuvo inspirada por Cisneros, la liberación de indios que se encontraban esclavos en España efectuada en Sevilla por el franciscano Alonso del Espinar al emprender viaje al Nuevo Mundo junto con otros dieciséis religiosos de su misma Orden. C)

Franciscanos y dominicos, moderadores de las encomiendas (1511-1513)

Con la llegada de los primeros cuatro dominicos al Nuevo Mundo, en 1510, surge un nuevo dato acerca de la compenetración de los religiosos con los problemas del indio. Se trata de un proceso esta vez transmitido por Bartolomé de las Casas en un relato aparentemente diáfano, pero en realidad repleto de puntos oscuros. Para nuestro caso, lo indiscutible en él parece reducirse a que los días 21 y 28 de diciembre de 1511 fray Antonio Montesinos, en nombre de los restantes dominicos de la isla, denunció públicamente en sendos sermones el derecho de la Corona de Castilla a la posesión y administración de las Indias, así como las vejaciones de que eran víctimas los nativos, obligados contra su voluntad a trabajar para los colonos españoles (encomiendas) en condiciones injustas. El escándalo originado por los sermones obligó a Montesinos a viajar a España para explicar su postura, lo que también hizo el franciscano Alonso del Espinar, en afirmación de Las Casas, para defender la posición contraria al dominico. Los acontecimientos posteriores dejan suficientemente claro que no se trataba de dos posturas antagónicas, sino que ambos religiosos convenían en condenar los abusos que se perpetraban en las encomiendas mientras que disentían en el punto de si la Corona gozaba o no del derecho a concederlas. Sólo así se explica que en un repentino cambio de decorado, que Las Casas no explica suficientemente, una vez en España, Montesinos y Espinar aparezcan reconciliados hasta el punto de que el dominico, que no tenía

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acceso a las deliberaciones de la junta designada para estudiar el asunto, aparezca aconsejando amigablemente al franciscano sobre las medidas que convenía adoptar acerca de las encomiendas. El resultado fue que, como fruto de las deliberaciones de la junta y con la participación personal de Espinar, el 27 de diciembre de 1512 firmó la Corona las denominadas leyes de Burgos, cuyas treinta y cinco ordenanzas regulaban, suavizándolo, el sistema de las encomiendas. Posteriormente esas mismas leyes experimentaron una ulterior moderación mediante la introducción en ellas de cinco reformas promulgadas en Valladolid el 28 de julio de 1513, en cuya elaboración intervino fray Pedro de Córdoba, superior de los dominicos de la Española. D)

Primeras actuaciones de Bartolomé de las Casas

Después de haber combatido contra los indios y de haber sido y seguir siendo posteriormente encomendero, Bartolomé de las Casas participó de 1512 a 1514, en calidad del clérigo que era entonces, en la conquista de Cuba, llevada a cabo por Diego Velázquez y Panfilo de Narváez. El mismo nos relata al pormenor cómo evitó durante la campaña «hartas muertes de indios», cómo recriminaba a Narváez las extralimitaciones de los soldados, cómo se adelantaba a los expedicionarios para señalar los sectores que en cada poblado debían ocupar los soldados y los nativos para evitar roces entre ellos, cómo hacía de improvisado médico entre los indígenas y cómo, dada la amistad que los unía, Velázquez «hacía muchas cosas buenas por su parecer». Es también el mismo Las Casas quien relata que a finales de mayo de 1514, siendo en Cuba un clérigo encomendero con fama de codicioso y despreocupado por la atención espiritual a los indios, comenzó a recapacitar en la ilicitud de las encomiendas, lo que le indujo a renunciar a la suya públicamente en un sermón pronunciado el día 15 de agosto de 1514. Desde ese momento inició una campaña contra el sistema, apoyado en Cuba por cuatro dominicos llegados a la isla en marzo de 1515, para proseguir la cual ese mismo año se embarcó para España a fin de trabajar en la Corte por la supresión de las encomiendas. E)

La reforma cisneriana de las Indias (1516-1517)

La muerte del rey Fernando el Católico a finales de 1515 obligó a Las Casas a despachar con el cardenal Jiménez de Cisneros, que se había hecho cargo de la regencia del Reino. Para sorpresa del clérigo, y en afirmación expresa del mismo, el cardenal franciscano ya estaba tan perfectamente informado por los religiosos de su Orden residentes en América sobre la situación antillana que le pareció parca en demasía la lista de diecinueve «agravios y sinrazones» que el propio Las Casas le presentó en marzo de 1516. Decidido a reformar la situación con anterioridad incluso a la llegada de Las Casas, Cisneros se valió de este último para seleccionar a los tres religiosos Jerónimos que se encargaron de poner en práctica los proyectos cisneria-

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nos y aceptó en parte las sugerencias lascasianas sobre el carácter de la reforma. Una vez en la Española, los reformadores Jerónimos, en contra de la opinión de Las Casas y de los dominicos de la isla pero compartiendo la opinión de los franciscanos y de los colonos españoles, llegaron a la conclusión de que no se podían suprimir las encomiendas, aunque sí dulcificarlas mediante una segunda reforma de las leyes de Burgos de 1512. Cisneros aprobó en 1517 la decisión de los Jerónimos. F)

Utopías y proyectos antillanos (1518-1526)

En lo sucesivo, y por lo que se refiere a las Antillas, la falta de documentación únicamente nos permite aludir al encargo que Carlos V les hizo en 1526 al franciscano Pedro Mexía y al dominico Reginaldo Montesinos de que se trasladaran a Cuba para poner a los indios que con ese fin habían quedado libres de los encomenderos desde hacía seis meses «en aquella libertad y manera de vivir que viéredes que de justicia y razón deben tener y conviene... según la capacidad de sus personas». Se trató de un proyecto consistente en que los indígenas, libres de los encomenderos, vivieran al estilo de los labradores de Castilla. El intento, ensayado en la Española (1518-1520), en Puerto Rico (1520) y en Cuba (1526-1535), terminó fracasando. En Cuba concretamente se seleccionó con ese objetivo a cuarenta indígenas, que fueron confiados al clérigo Francisco Maldonado y al colono español Alonso Poveda. Simultáneamente, durante los años 1518 a 1522, Bartolomé de las Casas, todavía clérigo, excogitó una serie de utopías, que se quedaron en eso, destinadas a sustituir el sistema de las encomiendas al mismo tiempo que gestionó en la Corte varios proyectos de colonización de América a base de labradores, en los que fracasó.

III. A)

LA IGLESIA ANTE LAS CONQUISTAS

De 1513 a 1531

Dejando aparte la cuestión de si fray Antonio Montesinos planteó o no la duda sobre la licitud de las-conquistas armadas en sus sermones del 21 y 28 de diciembre de 1511, el problema ciertamente se abordó en 1513, en las juntas celebradas en Valladolid, en las que participó el dominico fray Pedro de Córdoba. Estas deliberaciones abocaron en la elaboración, el 12 de junio de 1514, del célebre Requerimiento o invitación a los indios a que se sometieran de paz y voluntariamente al dominio español so pena de que en caso contrario se les declararía la guerra, con las trágicas consecuencias que eso llevaría consigo. Esta disyuntiva parte del principio de la licitud de las conquistas armadas en el caso de que, requeridos de paz, los indígenas no se avinieran a someterse de buen grado al conquistador. Mientras no aparezcan nuevos datos, los actualmente conocidos indican Hieinrin

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que los primeros eclesiásticos que se opusieron a las conquistas armadas sin admitir ninguna circunstancia que las justificara (aparte de los franciscanos de 1502, pero cuyos razonamientos desconocemos) fueron Bartolomé de las Casas, todavía clérigo, y el franciscano Remigio de Faulx, ambos en 1518. Bartolomé de las Casas lo hizo de momento basado, no en la ilicitud intrínseca de toda guerra, sino en los inevitables daños que lleva consigo. El franciscano, según Las Casas, «propuso una cuestión diciendo que con qué justicia o poder se pudo entrar en estas Indias de la manera que los españoles entraron en ellas». A ambos siguió el también franciscano Juan de Quevedo, obispo de Santa María del Darién, quien, según un extraño relato de Las Casas, primero justificó y luego reprobó las conquistas en la controversia mantenida con el clérigo en Molíns del Rey (Barcelona) en 1519. Un hecho de tanta resonancia como la conquista del imperio azteca por Hernán Cortés (1519-1521) parecía llamado como ninguno a suscitar una reflexión crítica, pero parece que de momento originó más bien entusiasmo debido seguramente a su brillantez, al modo como supo presentarlo el propio conquistador y al tinte mesiánico con que lo impregnaron los franciscanos. De todas las maneras, la promulgación de las Ordenanzas de Granada del 17 de noviembre de 1526, por las que se reglamentaron las conquistas para evitar abusos, le confieren probabilidad a la conjetura de que más de un religioso americano se había quejado ya de las expediciones armadas, aun cuando no conozcamos sus denuncias. En cualquier caso, esas Ordenanzas les conceden a los eclesiásticos un especial protagonismo en las conquistas al confiar a los dos clérigos o religiosos que en adelante debían acompañar a todo conquistador la responsabilidad de decidir cuándo se podía declarar la guerra a los indios y la vigilancia sobre el comportamiento de los conquistadores. Las denuncias contra las expediciones armadas vuelven a aparecer expresamente en 1531, primero con Bartolomé de las Casas y después con varios religiosos de Nueva España. Las Casas afirmaba categóricamente a comienzos de 1531 que «no ha habido guerra justa ninguna hasta hoy de parte de los cristianos», se quejaba de las «tan encendidas y horribles guerras», las calificaba de contrarias a «todo derecho divino y natural» o de «guerras injustas y violentas» y justificaba las mantenidas por los indios contra los españoles. Entre los religiosos de Nueva España consultados por la Audiencia de México acerca de la licitud de la guerra emprendida a finales de 1530 por Ñuño de Guzmán en Nueva Galicia, los franciscanos Juan de Zumárraga y Francisco Jiménez la consideraban ilícita por falta de autorización, pero legitimada porque favorecía la evangelización. En cambio, los también franciscanos Martín de Valencia y Francisco de Soto, más los dominicos Julián Garcés, obispo de Tlaxcala, Reginaldo de Morales y Vicente de Santa María admitían su licitud.

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De 1531 a 1549

Las críticas aisladas a las conquistas emitidas entre 1519y 1531 terminaron por convertirse en una campaña sistemática contra ese sistema de anexión territorial tras la conquista del Perú. En el desarrollo de esta campaña cabe distinguir varias etapas. 1) El escándalo del Perú (1531-1537). Ya antes de su encuentro con Atahualpa, en el mismo año de 1531, el dominico Bernardino de Minaya le advirtió a Francisco Pizarro que «viese lo que hacía» y le pidió que les proporcionase a él y a sus compañeros un intérprete para ir a predicarle al inca, el cual o admitía la predicación o les daba muerte, hecho este del que se seguiría el bien del martirio para los religiosos y el motivo que justificaría la guerra. Pizarro le respondió a Minaya que «había venido de México a quitarle su ganancia y que no haría lo que le pedía». Por añadidura, les quitó a los dominicos el «mantenimiento». A diferencia de lo sucedido con Hernán Cortés en Nueva España, la conducta de Pizarro en el Perú constituyó un verdadero escándalo, reflejado en el disgusto del emperador por la muerte de Atahualpa, comunicado en 1535 al cabildo de Lima por el dominico Tomás de Berlanga; en la justificación que en 1535 tuvo que hacer de su participación en la muerte del inca el también dominico Vicente de Valverde; en las consultas que algunos conquistadores hicieron en 1535 en Valladolid y Salamanca sobre la licitud de la posesión de lo adquirido en el reparto del tesoro del inca, y en el hecho de que fray Francisco de Vitoria, catedrático de la Universidad de Salamanca, afirmara en 1534 que no «entendía» la justicia de aquella guerra y que se le «helaba la sangre» al oír las funestas consecuencias de la misma. Por lo que se refiere a los religiosos que llegaron al Perú inmediatamente después de la conquista, el franciscano Marcos de Niza la criticaba duramente, a juzgar por el memorial escrito sobre ella en 1537, ya en Nueva España. Por su parte, el también franciscano Juan de San Filiberto afirmaba de sí mismo que en el Perú fue «crudamente perseguido por la tiranía pizarreña» por predicar públicamente «la justicia» de Dios y del emperador. El mismo Bartolomé de las Casas se preguntaba en 1535, ya dominico, si el Consejo de Indias se había planteado la cuestión de «que haya sido aquella muerte de Atahualpa hecha en justicia y la privación de su reino y la cual despojó de sus grandes tesoros». En este mismo sentido, el franciscano fray Juan de Zumárraga, obispo de México, informado de lo sucedido en el Perú por fray Marcos de Niza, no solamente le ordenó a éste en 1537 que elaborara el ya aludido memorial sobre esa conquista, sino que él mismo añade de su cuenta que cuanto se hizo en ella «no han sido sino carnecerías». 2) Inicio de la corriente antibelicista (1534-1542). La conquista del Perú, y más concretamente el ajusticiamiento de Atahualpa, constituyó una especie de sacudida de las conciencias que dio lugar al nacimiento de una clara corriente antibelicista. Como era de esperar, Bartolomé de las Casas, fiel a su pensamiento de 1518, 1519 y 1531, vuelve a condenar las guerras de conquista, por su

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ilicitud intrínseca y por los males que se seguían de ellas para los indios, en 1534, 1535 y 1542. Esta misma actitud contraria a la conquista la manifestaron en Nueva España la Junta Eclesiástica de México de 1536, el obispo de la ciudad, fray Juan de Zumárraga, en 1537, y nueve agustinos novohispanos, entre ellos Alonso de Veracruz, en ese mismo año; en Guatemala, el obispo Francisco Marroquín en 1537 y tres dominicos en 1539; en Honduras, el obispo Cristóbal de Pedraza en 1538. 3) De las Leyes Nuevas (1542) a la suspensión cautelar (1549). En conformidad con el deseo expresado por Bartolomé de las Casas en 1542, las Leyes Nuevas de Barcelona, del 20 de noviembre de ese mismo año, ya no hablan de conquistas, sino de descubrimientos, pero en realidad todavía no aportaron nada sustancialmente nuevo en materia de guerras. Las Leyes se limitan a especificar las formalidades jurídicas que debían preceder y seguir a los «descubrimientos», a prohibir que las autoridades locales tomaran parte en ellos y a ordenar que en los mismos se observaran las ordenanzas reales y las instrucciones impartidas por las Audiencias. Bartolomé de las Casas, junto con el también dominico Rodrigo de Ladrada, aunque vieron en esas Leyes Nuevas «lumbre y día de vida y libertad» porque con ellas hubieran terminado por desaparecer las encomiendas, también se percataron de que, de hecho, el documento no prohibía «guerra ni conquista alguna» y hasta daba pie, con su alusión a los esclavos, para que alguien las reanudase. Por ello, ambos vuelven a insistir en la ilicitud de las conquistas y en la legitimidad de la defensa de los indios, lo que les induce a reclamar del emperador la pública y tajante prohibición de las expediciones armadas, a menos que se tratara de la defensa propia. Las Casas, de una manera individual, respondería a dichas leyes con la elaboración de la celebérrima Brevísima relación de la destruición de las Indias, de diciembre de 1542. Posteriormente, en 1545 exigió la prohibición de las expediciones armadas que entonces se estaban llevando a cabo en Yucatán, en 1546 defendió que los conquistadores tenían obligación de restituir a los conquistados los bienes que les hubieran arrebatado, en 1547 afirmó «no haber tenido los españoles contra los indios justa guerra en ninguna parte de las Indias hasta hoy», y en 1548 calificó esas guerras de «nulas y de ningún valor de derecho, injustas, inicuas, tiránicas y por todas las leyes condenadas». Con esta postura de Las Casas coincidían los dominicos de México en 1544, así como los asistentes a la Junta Eclesiástica de México de 1546. La Corona, sumida en la duda ante esta corriente antibelicista ya definitivamente perfilada, suspendió en 1549 las expediciones armadas a la espera de las conclusiones a que llegase la Junta de Valladolid de 1550-51, reunida para estudiar el problema. C)

De 1550 a 1573

A la vista de las conclusiones a las que llegaron los miembros, muchos de ellos teólogos, de la Junta de Valladolid reunida en 1550 y 1551, la Corona española dedujo que las conquistas eran peligrosas para su conciencia por

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los inevitables daños que causaban. Por ello, en 1556 las prohibió si había otro medio de anexión política del territorio, de lo que debería juzgar la Audiencia local. A partir de este momento, el ambiente entre los eclesiásticos americanos se perfiló cada vez con mayor nitidez contrario a la guerra. El doctor Vázquez afirmaba en 1559 en Valladolid que, en el caso de las conquistas, en América coexistían dos bandos: el de los conquistadores y encomenderos, que las defendían, y el de los religiosos, que las condenaban. Por su parte, Pedro Sarmiento de Gamboa y Juan Polo de Ondegardo, en el Perú en 1572, presentan a los religiosos como un sector unánimemente contrario a la licitud de la guerra contra los indios. En realidad, las opiniones estaban divididas, como afirmaba en 1569, refiriéndose al Perú, el jesuíta Luis López, si bien parece mayoritario el sector de los críticos. En México, por ejemplo, defendían su licitud el obispo Vasco de Quiroga en 1553 y el franciscano Pedro de Azuaga en 1573, mientras que en el Perú, respecto del cual afirmaba en 1567 el licenciado Falcón que había «algunos» que las justificaban, escribieron a favor de ellas el clérigo secular Pedro de Quiroga en 1558 y el dominico García de Toledo en 1571. En contra de ellas se pronunciaron en México un religioso anónimo en 1552, un teólogo, también anónimo, en 1554, los dominicos de Oaxaca en 1564 y el franciscano Alonso Maldonado de Buendía en 1566 y 1570. En Guatemala las condenaron los dominicos en 1558. En el Perú las declararon ilícitas el arzobispo de Lima y los provinciales de las Ordenes religiosas en 1560, el franciscano Francisco Morales en 1561 y el licenciado Francisco Falcón en 1567. Inducida por la opinión mayoritaria adversa a las conquistas, la Corona terminó prohibiéndolas como sistema de anexión política de un territorio el 13 de julio de 1573, a menos que tuvieran carácter defensivo. Esta postura la compartieron, entre otros, el franciscano Juan Focher en México en 1574, y los jesuítas peruanos Luis López en 1580 y José de Acosta en 1589.

IV. A)

LA IGLESIA ANTE LOS PROBLEMAS LABORALES

La Iglesia y las encomiendas

Geográficamente fuera de las Antillas y cronológicamente desde 1523, la encomienda fue el sistema en cuya virtud, en atención a los servicios prestados o a los méritos adquiridos, se entregaban a un particular (encomendero) cierto número de indios (encomendados) para que en lugar de la Corona lo recompensasen con el tributo estipulado en cada caso. Las encomiendas fueron objeto de preocupación para los eclesiásticos americanos porque cercenaban en mayor o menor medida la libertad de los nativos, porque la facultad de concederlas estaba en relación con el problema del derecho de la Corona de Castilla a la posesión de las Indias, porque su carácter de recompensa a los conquistadores las hacía lícitas o ilícitas en

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conformidad con la licitud o ilicitud de la guerra que las había precedido, porque los encomenderos estaban obligados a evangelizar a los nativos y a restituir lo obtenido de ellos si no los cristianizaban y porque el trato que los encomenderos dispensaran a los indios que les estaban encomendados repercutía en la cristianización de estos últimos. De hecho, los eclesiásticos también intervinieron en la cuestión de si las encomiendas debían concederse con carácter perpetuo o sólo temporalmente, pero este punto atañe más bien al campo del gobierno de las Indias. En el continente, y con anterioridad a 1523, el sistema de encomiendas lo habían condenado en 1519 los franciscanos Remigio de Faulx, un anónimo franciscano de Picardía y hasta el obispo de Tierra Firme, el también franciscano Juan de Quevedo. El dato es interesante por su procedencia geográfica, pero para nuestro caso todavía no refleja la situación continental porque esas encomiendas no eran más que una prolongación de las antillanas, en las que el encomendero no recibía un tributo, sino un servicio laboral. Con el pensamiento puesto también aún en la encomienda antillana, o de servicios, la Corona le prohibió a Hernán Cortés la implantación del sistema en Nueva España en 1523, una vez estudiado el problema por el Consejo de Indias, por teólogos, por religiosos y por otras personas letradas y virtuosas. La prohibición estribó en que el mal trato dispensado por los encomenderos a los indios impedía la cristianización de estos últimos. Es la misma Corona la que en 1525 se plantea ya la duda de si convenía o no encomendar a los nativos y encarga al licenciado Luis Ponce de León, juez de residencia de Nueva España, que estudiara el asunto «principalmente con los religiosos que allá están» y que aprobara las concedidas por Cortés (que hizo caso omiso de la prohibición de 1523) si comprobaba que eran de utilidad para la propia Corona al mismo tiempo que «la mejor manera para que ellos vengan en conocimiento de nuestra santa fe católica». La duda persistía en los ambientes oficiales en 1527. Sin embargo, al año siguiente, vistas las informaciones de Hernán Cortés, de los religiosos y de otras personas consultadas al efecto, la Corona aprobó definitivamente el sistema, al que siempre estuvo anexa la doble obligación de que los encomenderos trataran bien a los indios que les estaban encomendados y se valieran de clérigos o religiosos para que los atendieran espiritualmente. A base de estas disposiciones está claro que los eclesiásticos americanos, sobre todo los religiosos, y más concretamente los franciscanos, influyeron decisivamente en el establecimiento de la encomienda continental o de tributos, más suave que la antillana o de servicios. A partir de este momento, en una abrumadora sucesión cronológica y geográfica de opiniones, los eclesiásticos americanos estuvieron siempre divididos entre quienes se oponían al sistema por considerarlo ilícito o, por lo menos, perjudicial para los indios tanto desde el punto de vista de su situación laboral como de su cristianización, y entre quienes transigían por él ante la imposibilidad de suprimirlo, aun reconociendo que la conducta de los encomenderos dejaba muchas veces que desear. A esta última corriente pertenecían aquellos obispos, clérigos seculares

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y conventos de religiosos que fueron ellos mismos titulares de encomiendas, aunque se les prohibieron en diversas ocasiones. La presión de la corriente decididamente opuesta al sistema fue la que, capitalizada por Bartolomé de las Casas, contribuyó a que en 1542 se renovara la prohibición de que poseyeran encomiendas los funcionarios reales, los obispos y los conventos de religiosos y, sobre todo, a que se adoptara la medida de que en adelante, además de no poder encomendarse más indios, los encomendados pasaran a tributar a la Corona conforme fueran muriendo los entonces titulares de encomiendas. La medida, verdaderamente revolucionaria y causante de una auténtica conmoción en todas las Indias y, más concretamente, de la cuarta guerra civil del Perú (1544-1548), no dejó de encontrar oposición en un sector de religiosos hasta que se anuló en 1556. Entre opiniones a favor y opiniones en contra entre los eclesiásticos americanos, las encomiendas siguieron subsistiendo hasta 1718. B)

La Iglesia y los repartimientos

El término repartimiento significó en la América española el hecho de distribuir (repartir) entre los colonos los indios que le hubieran correspondido en encomienda, al mismo tiempo que el sistema (significado en que lo entenderemos aquí) en cuya virtud la autoridad competente del lugar de que se trate, normalmente a petición del interesado, designaba a un grupo de nativos para que durante un tiempo determinado y a cambio de un salario realizasen un trabajo considerado de interés público, como un edificio o una obra, la recolección de las cosechas o, sobre todo, la explotación de las minas. El sistema, que en la práctica viene a coincidir con los denominados servicios personales, recibió el nombre de cuatequil en México y de mita en el Perú, referido sobre todo al trabajo en las minas. El mejor síntoma de la importancia que la Iglesia americana le concedió a este problema y el mejor reflejo de su postura ante él son los dictámenes colectivos de teólogos y las conclusiones adoptadas en asambleas de carácter oficial. Según Bartolomé de las Casas, en las reuniones con los prelados de las Ordenes y con otros religiosos doctos mantenidas por él en 1546 en México para tratar los temas de la esclavitud y de los repartimientos, vetados por el virrey a la asamblea de obispos que se estaba celebrando entonces, «todos condenaron los servicios personales». Preguntados al respecto por el gobernador del Perú y presidente de la Audiencia de Lima, Lope García de Castro, el arzobispo de Lima y los superiores de las Ordenes religiosas le respondieron en 1567 asentando el principio de que los indios eran libres, por lo que no se les podía obligar a trabajar bajo el sistema de los repartimientos. Acto seguido reconocen la necesidad de los trabajos encaminados al bien común, razón por la cual admiten la licitud de los repartimientos bajo la triple condición de que, a poder ser, los indígenas se alistaran voluntariamente en las cuadrillas, que el

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trabajo no durara más que el tiempo estrictamente necesario y que su realización se hiciera en las debidas condiciones. Este dictamen dio pie para que el virrey don Francisco de Toledo, tras asesorarse de una junta integrada por el arzobispo de Lima (que al morir se retractaría de su postura), tres dominicos y un jesuíta, considerara lícito el empleo de la coacción en los repartimientos. Los franciscanos Jerónimo de Villacarrillo y Juan del Campo le objetaron en 1575 que las conclusiones de la junta de 1567 declaraban la libertad de los indios, restringiendo la coacción únicamente para el caso de los holgazanes y sólo para los sectores de la construcción y de la agricultura, no para el de las minas. Con este mismo motivo se opusieron también a la coacción el rector de la Universidad de San Marcos, los dominicos Gaspar de Carvajal, Alonso de la Cerda y Miguel Adrián, más el licenciado Francisco Falcón. A los diez años de plantearse esta controversia en el Perú, el franciscano Gaspar de Recarte presentó en 1585 al tercer concilio provincial de México un Tratado en el que, basado en el principio de la libertad innata del indio, llegaba a la conclusión de que los repartimientos «son ilícitos y malos, pues hacen a los indios esclavos de los españoles y aun de todos los negros y negras», razón por la cual eran muchos los que siempre habían clamado contra ellos. El Tratado, j u n t o con las opiniones posteriores de los asesores conciliares, indujo a los ocho obispos reunidos en concilio, de los que seis eran religiosos, a enviar a Felipe II un informe en el que reprobaban el modo en el que se hacían los repartimientos, exceptuado el caso de las minas, que lo condenan sin distinción ninguna. También en México se pronunciaron en 1594 en contra de los repartimientos un grupo de teólogos franciscanos, dominicos y jesuitas, consultados por el virrey ante la oposición al sistema mantenida por los religiosos. Descendiendo ya a opiniones espontáneas de eclesiásticos particulares, condenaron los repartimientos, en unos casos por su ilicitud intrínseca y en otros por el modo como se hacían, los jesuitas Pedro Rubio y Pedro de Ortigosa, en 1580; el arzobispo de México, Pedro Moya de Contreras, en 1585; el franciscano Alonso Messía, en 1603; el también franciscano Juan de Silva, en 1618, y el arzobispo de México en 1629. Se mostraron a favor de ellos, de una manera más o menos matizada, el jesuitajosé de Acosta en 1589; cinco mercedarios en 1603, y el franciscano Miguel de Agía en 1604. El sistema se prohibió en 1609 y 1633 en la América nuclear y en diversas fechas posteriores en la marginal.

V.

LA IGLESIA ANTE EL PROBLEMA DE LA RACIONALIDAD DEL INDIO

El problema de la racionalidad del indio se plantea porque, según diversos testimonios, durante el primer tercio del siglo XVI hubo en América

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quienes le negaron al indígena su capacidad racional, es decir, su carácter de hombres, entre los que parecen haber figurado algunos religiosos. A)

Los testimonios

Dejando aparte la denuncia del dominico Antonio Montesinos de 1511, en la que se preguntó si los indios no eran hombres, porque el interrogante no alude necesariamente a la posible negación por alguien de la racionalidad de los indígenas, la primera alusión clara a esta postura pertenece a Bartolomé de las Casas. El entonces todavía clérigo sugirió al cardenal Cisneros en 1516 que imprimiera y difundiera en la isla Española sendas obras del jurista Juan López de Palacios Rubios y del teólogo dominico Matías de Paz para que todo el mundo se convenciera de «cómo aquellos indios son hombres y libres». Informado seguramente por Las Casas de la existencia de esta corriente, y hasta tal vez aconsejado por él, su amigo el dominico Reginaldo Montesinos sometió en 1517 al dictamen de la Universidad de Salamanca la tesis de que, pues no eran racionales, los indios no estaban capacitados para la fe. La misma Corona española dejaba constancia en 1518 de «los dos pareceres que hay de que los indios son capaces de creer en nuestra fe y gobernarse, y que no lo son». A mediados del siglo XVI, el franciscano Toribio Paredes de Benavente o Motolinia vuelve a aludir a esta corriente, pero como a algo ya superado, al elogiar a «una gente hasta ahora tenida por tan bestial» y criticar a los que viajaban a Castilla a decir que los indios eran «gente inhábil y sin razón». El propio Bartolomé de las Casas vuelve a afirmar en 1559 que hacia 1500 había en la Española quienes negaban la capacidad racional de los nativos, a los que por lo mismo consideraban necesitados de tutores, tesis que aún seguían defendiendo en 1512. Otro dominico, Agustín Dávila Padilla, acota en 1596 que «hubo gente, y no sin letras», que defendió esa misma tesis, con lo que quizá aluda a su hermano de hábito Domingo de Betanzos, del que se hablará más adelante. El cronista oficial Antonio de Herrera afirma en 1601 que hacia 1516 había en las Antillas «muchos religiosos que tuvieron opinión que éstos [los indios] no eran hombres naturales», aseveración que el jurista Juan de Solórzano Pereira interpreta en 1647 en el sentido de que esos religiosos opinaban que los indios «no eran verdaderamente hombres». En esta misma línea histórica, el dominico Antonio de Remesal especifica en 1619 que en la Española hubo quienes negaron que los indios fueran hombres, «opinión diabólica» que «muchos», especialmente soldados, difundieron por México y Guatemala. El historiador franciscano Francisco Vázquez consigna en 1714 que el también franciscano Gonzalo Méndez (1505-1582) procuraba en Guatemala que los niños de sus escuelas recogieran por escrito las tradiciones orales prehispánicas «para que se supiera en el mundo que [los indios] eran racionales y deslumhrar la postura de algunos zoilos y para que se conociese que eran nobles y hermanos de los españoles, descendientes todos de Adán y Eva».

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La irradiación de la Iglesia

Finalmente, a mediados del siglo x v m vuelve a aludir a esta corriente ^ historiador dominico Juan José Moya. B)

La postura de la Iglesia

Ni que decir tiene que la Iglesia no admitió, ni podía admitir, la tesis H la irracionalidad del indio y de su consiguiente incapacidad para la fe. En t^. caso no hubiera procurado su evangelización ni se hubiera preocupado p ^ sus problemas. La única pregunta que cabe plantearse a este respecto es la de su actitu^ ante esa corriente y la de si en realidad hubo algún eclesiástico que de hech^ considerara al indio como un ser irracional. Prescindiendo de la discutible cuestión de hasta qué punto se dio es^ corriente entre los colonos españoles y de su verdadero contenido, la actítq^ de la Iglesia en este punto de la racionalidad del indio es meridiana. Todos los eclesiásticos que aluden a su existencia la condenan de u r ^ manera u otra, en general sin detenerse a refutarla por considerarla ab. surda. Independientemente de ello, la Universidad de Salamanca la condenó en 1517, el papa Paulo III la rechazó expresamente en su bula Sublimis Den¿t del 2 de junio de 1537, al calificarla de algo «inaudito» o de «atrevimiento», y al dar por supuesto que «los indios, como verdaderos hombres», eran plenamente capaces de la fe, varios eclesiásticos denunciaron con motivo de esta cuestión al dominico Domingo de Betanzos en 1531-1532 y la Junta Eclesiástica de México de 1546, de la misma manera que el primer concilio provincial de esa ciudad (1555), dejaron constancia de la racionalidad de los indios en clara respuesta a la tesis contraria. En lo que se refiere a la participación de eclesiásticos en la corriente de la irracionalidad, cabe anotar que solamente alude a ella el ya tardío cronista Antonio de Herrera, y que tal vez esté pensando en alguno de ellos Remesal al consignar que no todos sus defensores eran iletrados. La afirmación de Herrera resulta sospechosa desde el momento en que habla de «muchos» religiosos, adjetivo numeral totalmente improbable, tanto más cuanto que es difícil de comprender que Bartolomé de las Casas y Julián Garcés, al lamentarse de que hubiera quien defendía esa tesis, no ratificaran su postura con el hecho de que en la corriente figuraran también religiosos. La acotación de Remesal, si es que con ella estaba pensando en eclesiásticos, puede interpretarse muy bien (e incluso con la máxima probabilidad) como una velada alusión al caso de su hermano de hábito Domingo de Betanzos, a quien tenía que conocer por necesidad. Restringiéndonos a la corriente del primer tercio del siglo XVI, el franciscano Francisco Ruiz, que había estado en la Española en 1500, aseveraba en 1516 que el nativo «no es gente capaz ni de juicio natural para recibir la fe ni las otras virtudes de crianza necesarias para su conversión y salvación»La frase, a primera vista alarmante en un religioso, en realidad no quiere decir que los tainos de la Española no estuvieran capacitados para la fe por ser irracionales, sino que, en su estadio cultural, no estaban preparados para recibirla, tesis que entra de lleno en la concepción generalizada de

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que «para ser cristiano el indio necesitaba primero ser hombre», ya expuesta anteriormente. El dominico Tomás Ortiz calificaría en 1527 a los indígenas de Santa Marta de «brutos animales». Se trata de una locución a primera vista negadora de la racionalidad de los nativos, pero que en realidad es muy frecuente en el lenguaje de los religiosos americanos cuando se proponen describir, simplemente, el atraso cultural de los nativos. Finalmente, el también dominico Domingo de Betanzos calificó en 1531 de «brutos» a los indígenas novohispanos, lo que suscitó una airada reacción contra él de los franciscanos Luis de Fuensalida y Jacobo de Tastera, del presidente de la Audiencia de Santo Domingo, el obispo Sebastián Ramírez de Fuenleal, entonces en México, y el oidor de esa misma Audiencia, licenciado Salmerón. Betanzos, presionado por Bartolomé de las Casas, se retractó del calificativo en su testamento de 1549. El calificativo, que no entraña necesariamente el concepto de irracionalidad, fue condenado en México como totalmente inoportuno por haberlo pronunciado en un momento en el que se trataba de desvalorar la capacidad de los nativos para facilitar el establecimiento del sistema de encomiendas. Es posible, pues, que algunos religiosos, a semejanza de éstos acabados de citar, emitiesen opiniones desfavorables para la capacidad o preparación intelectual de los indios, como luego lo harían, y profusamente, a lo largo de los siglos XVII y XVIII refiriéndose a los habitantes de la América marginal. Sin embargo, nada induce a creer que negaran formalmente la capacidad racional de los indígenas, es decir, su cualidad de verdaderos hombres. VI.

LA IGLESIA ANTE LA ESCLAVITUD

En la América española, y hasta 1530, se permitió la esclavitud de los indios, en virtud del derecho entonces vigente en el reino de Castilla, en tres casos concretos: el de los caribes, por considerarlos antropófagos y enemigos natos tanto de los restantes indios como de los españoles; el de los indios apresados en guerra justa y, más concretamente, en la declarada ante su resistencia a someterse voluntariamente, y el de la compra (rescate) de los esclavos que poseían los caciques prehispánicos. A esta mentalidad, heredada de la Edad Media, es a lo que hay que atribuir probablemente la inexistencia (al menos aparente y juzgando a base de la escasa documentación conocida hasta ahora) de toda oposición por parte de los eclesiásticos americanos a una práctica como ésta, admitida y hasta aconsejada parcialmente por Bartolomé de las Casas hasta su cambio de postura en 1534. Sabedora (ignoramos por quién) de las extralimitaciones cometidas en este punto, la Corona española ordenó en 1522 que se revisase la posesión de los esclavos hechos hasta entonces y que en adelante se procediera escrupulosamente en hacerlos. Luego, en 1529, ordenó que el hierro para marcar esclavos se guardase bajo dos llaves, una de las cuales estuviera en posesión del obispo, con lo que implícitamente da por supuesta la postura de la Iglesia favorable, o al menos tolerante, con la esclavitud. En ese

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momento, el obispo de México era el franciscano fray Juan de Zumárraga, quien en 1536 confesaría que, con esa llave en la mano, «por las Leyes de las Partidas hallaba libres» a cuantos se esclavizaban. La misma Corona, en 1530, prohibió tajantemente la práctica, aunque en 1534 volvió a permitirla de nuevo en el caso de guerra justa, si bien sólo tratándose de los guerreros. Por extraño que resulte, es posible que en esa autorización influyeran los argumentos aducidos, entre otros, por religiosos que nos son desconocidos. Su intervención puede adivinarse en las razones en que se basaba la nueva permisión, aunque también es cierto que puede tratarse de pretextos aducidos por los colonos españoles. Por una parte, al haber desaparecido la amenaza de la esclavitud, los indios se envalentonaban contra los «cristianos», lo que daba lugar a mayor número de guerras, y con ello a mayor número de muertes entre los nativos. Por otra, si los esclavos indígenas permanecían en poder de sus dueños, al no estar permitido rescatarlos, seguirían viviendo en la idolatría. Probablemente fue la reacción de condena suscitada por la conquista del Perú lo que a su vez originó en la Iglesia americana una clara oposición a la real cédula de 1534. Bartolomé de las Casas escribió contra ella ese mismo año. Zumárraga, consultado al efecto, le comunicó al virrey de Nueva España que hasta entonces no había encontrado justificación para la práctica de la esclavitud en ley ninguna «divina, natural, ni positiva, ni humana, ni eclesiástica, ni civil». «Ciertos religiosos» le preguntaron a Bernal Díaz del Castillo que les explicase por qué se herraba a indios e indias en toda la Nueva España. Vasco de Quiroga elaboró una prolija Información en derecho para demostrar la ilicitud e inconvenientes de la esclavitud. Once franciscanos de México le demostraron también al monarca español que la esclavitud atentaba contra los intereses de la Corona, contra todo sistema de buen gobierno, contra la ley divina y contra el romano pontífice. De todas estas denuncias, la que más efecto surtió fue la del obispo de Tlaxcala, el dominico Julián Garcés, referente a quienes negaban la capacidad racional de los indios y que, llevada a Roma por el también dominico Bernardino de Minaya, dio lugar a que el papa Paulo III declarase en su bula Sublimis Deus, del 2 de junio de 1537, que a los indios, dado su carácter de hombres, no se les podía privar de su libertad ni del dominio de las cosas, como tampoco reducir a esclavitud, aunque no fueran cristianos. En el mismo sentido, pero con fecha 29 de mayo de 1537, Paulo III le dirigió al cardenal de Toledo el breve Pastorale officium, cuya anulación solicitó Carlos V, porque el papa encomendó la ejecución del documento al cardenal de Toledo y no al Consejo de Indias. Luego, en 1538, intentó retener el breve para que no llegara a América, pero no lo consiguió. En 1542, la Corona prohibió definitivamente la esclavitud y ordenó la liberación de cuantos esclavos se hubieran hecho hasta entonces, a menos que el propietario demostrara que había actuado legalmente. La prohibición suscitó tanta oposición en Nueva España que la Junta Eclesiástica de 1546 no se atrevió a abordar la cuestión. Quienes sí la

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abordaron fueron los prelados y religiosos particulares reunidos en México por Bartolomé de las Casas, quienes «determinaron ser mal hechos todos los esclavos y estar en mal estado todos los que los tenían», aunque los hubieran capturado en la guerra contra los indómitos chichimecas de 1541. VIL

LA IGLESIA Y LA IMPOSICIÓN TRIBUTARIA

El historiador Paulino Castañeda, único que ha estudiado este punto desde el ángulo eclesiástico, hace notar que Bartolomé de las Casas defendió la tesis de que los reyes españoles estaban «estrechísimamente» obligados a eximir a los indios de todo tipo de impuestos, pero que, hablando en general, los eclesiásticos nunca pidieron la total exención tributaria de los indígenas ni la Corona la otorgó tampoco, salvo en determinadas ocasiones. ' Lo que sí hicieron los evangelizadores y concedió la Corona fue la exención temporal de impuestos para que la tributación no obstaculizara la conversión al cristianismo. En este sentido, por ejemplo, se dirigieron al emperador los franciscanos de México en 1539 a favor de los chichimecas, para quienes obtuvieron la exención de pagar impuestos durante los primeros diez años de su conversión. De manera similar actuaron también los dominicos novohispanos en 1549. Esta exención de impuestos durante diez años, solicitada frecuentemente por los evangelizadores, se convirtió en norma general en 1556; fue ratificada en 1559, 1568, 1573, 1607 y 1618, hasta que en 1681 pasó a la Recopilación de leyes de los Reinos de las Indias (libro 6, tít. 5, ley 3). Fueron también las peticiones de los evangelizadores las que en 1687 consiguieron ampliar a veinte esta exención de diez años. En el plano de la teología moral, y dentro del marco americano, la cuestión de la imposición de tributos fue abordada, entre otros, por el agustino Alonso de Veracruz (1507-1584), el jesuíta José de Acosta (1540-1600), el agustino Juan de Zapata y Sandoval (f 1630), el jesuíta Diego de Avendaño (1594-1688) y el obispo Alonso de la Peña Montenegro (t 1687), todos ellos estudiados por Paulino Castañeda.

NOTA

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Iglesia americana y los problemas del indio

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CAPÍTULO

36

LA IGLESIA Y LAS CULTURAS PREHISPANICAS Por PEDRO BORGES

Las relaciones de la Iglesia con las culturas indígenas americanas ofrecen dos aspectos de índole contraria entre sí, como son el de la supresión y el de la conservación o transmisión de esas culturas. I.

SUPRESIÓN DE LAS CULTURAS INDÍGENAS

En la América española de los siglos XVI a XIX se dieron dos formas de supresión de las culturas autóctonas, ambas llevadas a cabo por los misioneros. La primera, más lenta y silenciosa, pero más trascendental y olvidada, fue la sustitución parcial de esas culturas por la europea u occidental en un proceso (véase el capítulo 28) de dignificación o civilización del indio en cuanto practicado por los evangelizadores y de transculturación si se enfoca desde el punto de vista cultural. La segunda, más aparatosa, pero de menor repercusión desde el ángulo de la cultura, consistió en la destrucción de todo cuanto tuviese carácter religioso pagano, que se suele conocer con el nombre, dado por los propios misioneros, de extirpación de la idolatría (véase el capítulo 31). Ambas fueron puestas en práctica por los evangelizadores americanos de una manera sistemática y premeditada, con carácter universal, con el apoyo de la Corona española y con fines misionales. Sus diferencias estriban en el distinto carácter de uno y otro procesos y en la diferente manera de llevarlos a cabo en conformidad con la diversidad de tiempos, lugares, personas y situaciones. A)

La transculturación

Desde el momento en que los misioneros identificaron al indio-hombre o civilizado con el indio-europeizado u occidentalizado, transformaron radicalmente a la sociedad indígena, con lo que ello supuso de pérdida de la identidad prehispánica. Este proceso de transculturación entraña sus matices. Desde el punto de vista geográfico, esta transculturación misionera fue menor en la América nuclear que en la marginal debido a que los pueblos azteca, maya e inca gozaban de un grado de evolución superior al de los territorios restantes. Desde el punto de vista cronológico, en el siglo XVI,

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época de la evangelización de esos pueblos poseedores de las denominadas altas culturas, la labor transculturizadora fue asimismo inferior a la de las centurias posteriores, durante las cuales se evangelizaron los territorios marginales o periféricos. Si se considera desde el punto de vista de su amplitud, en este proceso de transculturación cabe observar que los misioneros no hablan de puntos tan importantes como el de la lengua, calzado, manera de vestir o folclore indígena. Como de lo que se trataba era de preparar al indio para el cristianismo, el folclore no les preocupó como manifestación cultural (sí les preocuparía como posible manifestación religiosa) por considerarlo indiferente. Lo mismo cabe decir del calzado o de la forma de vestir, aspectos en los que dejaron en libertad a los nativos, aunque éstos trataran a veces, por iniciativa propia, de imitar a los españoles y criollos. Una actuación de esta índole se presta a múltiples e insolubles controversias, porque el proceso transculturizador no consistió ni pudo consistir en una labor de simple beneficencia o en la mera enseñanza de la urbanidad y buenas maneras que exige la vida en sociedad, sino que supuso una radical transformación de las formas culturales autóctonas. Debido a ello, ofrece tres ángulos de enfoque distintos. Uno, el de quienes lo consideran desde el ángulo del interés cultural de la actualidad y ven en esa transformación, ante todo, la desaparición de las culturas indígenas prehispánicas; para ellos, lo importante es la cultura autóctona, la cual debería haberse conservado para aumentar nuestros conocimientos aun a costa del progreso y del mayor bienestar de los indígenas. Otro, el de quienes se interesan por la cultura en sí misma, sea autóctona o no, y prefieren la más a la menos desarrollada. Un tercero, el de los que, sin dejar de apreciar la cultura autóctona, supeditan este valor al de la persona y optan por su conservación cuando la consideran posible, pero prescinden de ella y la sustituyen por otra cuando de esa manera resulta beneficiado el nativo, porque se inserta en un nivel intelectual, moral, sanitario y hasta económico superior. Para ellos, lo primero es el hombre; después, las formas culturales. Los evangelizadores americanos adoptaron la tercera postura, pues lo que se proponían era beneficiar al indígena, anteponiendo su persona a la conservación sistemática de sus manifestaciones culturales. Lógicamente, en este esfuerzo de promoción o elevación humana del nativo actuaron en conformidad con unos conceptos que no siempre coinciden con los nuestros, pero que exigen respeto, ya que sería caer en un anacronismo exigir que esos conceptos estuvieran en los siglos XVI a xix tan evolucionados como lo están ahora, de la misma manera que los nuestros se verán superados por los del futuro. Otra cosa es que, en el terreno de lo concreto, es decir, en la sustitución de unos aspectos culturales por otros, los evangelizadores incurrieran a veces en equivocaciones. Es indiscutible que, como hombres que eran, en ocasiones cometieron errores o podían haber actuado de otra manera, pero resulta curioso que fueran ellos mismos los primeros en lamentarlo por el respeto que les merecía el nativo y su cultura al mismo tiempo.

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La Iglesia y las culturas prehispánicas

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Hay que tener en cuenta, además, que la desaparición de lo autóctono anejo al proceso de transculturación, por una parte, no fue total, y por otra, tuvo carácter sustitutivo. No fue total porque los evangelizadores no se preocuparon por modificar determinados aspectos de la sociedad indígena y porque ellos mismos nos han transmitido el conocimiento de lo que hicieron desaparecer. De hecho, más adelante veremos cómo apenas hay pueblo indígena cuyos aspectos culturales fundamentales no fueran recogidos por los misioneros. El carácter sustitutivo de la transculturación consistió en que no se trató de la simple destrucción o desaparición de unas culturas, sino de la sustitución de una variada serie de culturas por otra. En términos de evolución histórica, lo que los misioneros hicieron fue lograr a los dos o tres lustros de su llegada a un territorio americano determinado lo que la humanidad más avanzada había tardado en conseguir varios millares de años: evolucionar del paleolítico en la mayor parte de los casos, o del neolítico en algunos de ellos, al estadio cultural europeo de los siglos XVI, XVII, XVIII o XIX, según el momento y territorio de que se trate. Ante ello, el enjuiciamiento de su actuación depende de que se anteponga o no el atraso al progreso, lo primitivo a lo evolucionado, un estadio de evolución inferior, por ser propio o característico de un pueblo, a otro superior por ser ajeno. Para el propugnador de lo avanzado (en realidad, para todo hombre culto), lo ideal hubiera sido la compaginación de un sistema con el otro. Sólo que esto, de ser posible, hubiera supuesto la prematura e insólita posesión por los misioneros de una mentalidad entonces inexistente. Algo así como si nosotros pensáramos en estos momentos tal como se pensará dentro de doscientos o quinientos años. Este proceso de transculturación practicado en Hispanoamérica fue similar, en cierto sentido, a la helenización, a la romanización y a la europeización de los pueblos germánicos practicadas en tiempos anteriores. B)

La extirpación de la idolatría

La extirpación o destrucción de la idolatría y de los objetos de culto pagano obedeció a motivos más concretos que la transculturación, pues lo que los misioneros se propusieron con ella fue eliminar, por motivos religiosos, lo que tuviera carácter idolátrico, pero siempre respetando lo que no estuviera relacionado con el paganismo. En teoría, esta distinción parece fácil y hasta diáfana, pero en la realidad del mundo indígena americano resultó de hecho complejísima debido a la imbricación de lo religioso con lo profano en la sociedad nativa. De ahí que los evangelizadores se vieran obligados a hacer desaparecer aspectos a primera vista indiferentes, pero que en realidad no lo eran, y que en unas ocasiones pecaran por defecto y en otras por exceso a causa de no saber o no poder distinguir entre lo que era pagano y lo que no lo era. Por tratarse de costumbres aparentemente inocuas, pero en realidad

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idolátricas, se persiguieron, por ejemplo, ciertas deformaciones de la cabeza de los recién nacidos, determinados trenzados del cabello, las fiestas estacionales, las canciones de las danzas y hasta algunas máscaras utilizadas en los bailes. Al pecado por defecto se suele aludir con especial hincapié en la etapa inmediatamente posterior a las conversiones masivas de los años centrales del siglo XVI, cuando los misioneros terminaron por darse cuenta de que muchas costumbres indígenas tenían un soterrado carácter pagano que no afloraba a la superficie y que, por lo mismo, habían respetado hasta entonces. En cambio, al pecado por exceso se alude mucho menos, lo que parece indicar que, en general, los evangelizadores no acostumbraron a sobrepasarse en la destrucción de lo que no era idolátrico. Esto no impidió que a veces protagonizaran inadvertidamente algún caso clamoroso de destrucción de objetos religiosamente indiferentes, lo que no dejó de ser motivo de duras críticas por parte de otros misioneros. Para hacernos un juicio exacto de este delicado aspecto de la evangelización americana comencemos por dejar sentado que, en su labor de destrucción de la idolatría, el misionero no perseguía las manifestaciones culturales de los pueblos que evangelizaba, sino únicamente las manifestaciones religiosas del paganismo, por las razones expuestas en su lugar y que en conciencia le obligaban a proceder así. Desde el punto de vista propia y exclusivamente cultural, el problema apenas si se plantea con anterioridad a 1525, fecha del comienzo de la destrucción sistemática de la idolatría en Nueva España, ni con posterioridad a 1573, año en el que la práctica supresión de las conquistas armadas imprimió un nuevo sesgo a la expansión evangelizadora. Las manifestaciones religiosas paganas de los pueblos evangelizados antes de 1525 y después de 1573, pertenecientes todos ellos a la América marginal o periférica, cuyo grado de evolución cultural era especialmente atrasado, estaban constituidas, en general, por materiales pobres, eran de entidad reducida y poseían pocos alientos artísticos, las cuales hubieran perecido de todas las maneras con el simple paso del tiempo. O no eran ni siquiera formas manufacturadas, sino simples totems producto de la naturaleza, pero sacralizados por sus adoradores. En ambos casos, la destrucción (que -repetimos- desde 1573 se llevó a cabo con el consentimiento de los indios, con su colaboración y hasta a iniciativa personal suya) sólo se les puede recriminar si se exige de los evangelizadores que, además de misioneros, fueran también arqueólogos. A menos que, en nombre de la cultura, se quieran discutir las bases de la propia evangelización, lo cual plantearía un problema cuya discusión no es de este lugar. A diferencia de lo ocurrido con anterioridad a 1525 y posterioridad a 1573 aproximadamente, los cuarenta y ocho años transcurridos entre esas dos fechas sí plantean un problema cultural digno de consideración. Durante ese breve período de tiempo se destruyeron o transformaron verdaderos templos y ermitas, se modificaron literariamente las canciones religiosas paganas y se cambiaron costumbres relacionadas con el paganismo. Por

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añadidura, estas manifestaciones idolátricas pertenecían precisamente a los pueblos de mayor evolución cultural de toda la América prehispánica, como eran los aztecas y sus colindantes, los mayas, los incas y, en menor grado, los chibchas de la actual Colombia. El hecho, como hemos visto, no tiene las dimensiones ni la gravedad que se le suele atribuir y, por supuesto, no se puede tomar como norma, ni siquiera como índice, de lo realizado en el resto de América. Las abundantes muestras de templos, ídolos y amuletos (incluso de oro) que hoy conocemos, a base de las cuales hasta organizamos riquísimas exposiciones, demuestran bien a las claras que la destrucción estuvo lejos de ser total. Sin embargo, también es cierto que, aun dentro de sus limitaciones cuantitativa, cualitativa y cronológica, sí encierra la suficiente importancia como para que desde el punto de vista cultural lamentemos esa bienintencionada y hasta explicable, pero desafortunada para nosotros, actuación de los evangelizadores. Ahora bien, tampoco sería justo condenar a estos últimos como a ciegos enemigos de la cultura indígena. Repitamos que su fobia no iba dirigida contra las manifestaciones culturales de los pueblos que evangelizaban, sino contra sus manifestaciones paganas, punto en el que antepusieron su consciente obligación de evangelizadores a su aprecio (que lo poseyeron) por la cultura tradicional de los nativos. No hay duda de que en más de un caso ambas cosas hubieran podido conciliarse y de que a casi medio milenio de distancia nosotros las compaginamos perfectamente, pero también es cierto que esa conciliación era muy difícil, por no decir imposible, en aquellos momentos de confrontación religiosa, sobre todo si se tiene en cuenta el inconmensurable celo evangelizador de los misioneros y la base concreta y material de las concepciones religiosas de los nativos. Por otra parte, hoy tendemos a aplicar al pasado criterios culturales que en realidad son muy recientes. No nos damos cuenta, en primer lugar, de que los evangelizadores de 1525 a 1573 no eran anticuarios ni podían cultivar una ciencia, como la arqueología, que entonces precisamente acababa de nacer en Roma. Además olvidamos que toda civilización es sustitutiva, en el sentido de que destruye y reemplaza en ese momento lo que no considera útil o lo que le estorba, y evolutiva, en cuanto que cada cual es hijo de su tiempo y la escala de valores o la mentalidad cambia con él. ¿Qué se nos reprochará a nosotros, que nos consideramos cultos, dentro de cuatrocientos o quinientos años si las mismas generaciones nuevas abrigan ya preocupaciones culturales inexistentes hace solamente tres lustros? Nosotros mismos prescindimos hoy de toda consideración cultural al destruir tantas cosas valiosas con motivo de una guerra, de una revolución o de un simple cambio de régimen político; permitimos que desaparezcan, por incuria o simple conveniencia, cosas a las que no damos valor, pero que posiblemente lo tendrán mañana; o sólo ahora comenzamos a prestar atención a aspectos, como el de la conservación de la naturaleza o ecologismo, que son trascendentales no sólo para la cultura, sino hasta para la subsistencia de la propia humanidad.

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Añadamos finalmente que, al igual que en el proceso de transculturación, tampoco en este de la supresión de la idolatría fue todo destrucción. Por una parte, las manifestaciones paganas de los nativos fueron sustituidas y hasta compensadas con creces, debido a los esfuerzos de los propios misioneros americanos por la arquitectura, pintura, escultura y demás artes plásticas cristianas, todas ellas teñidas de un característico matiz indígena que las diferencia de las europeas, lo que sucedió también con las restantes manifestaciones del espíritu popular. Despreciar este aspecto por no ser plenamente autóctono o primitivo es menospreciar una cultura en sí misma. Por otra, se da la paradoja de que fueron también los evangelizadores americanos quienes se preocuparon de transmitirnos por escrito las concepciones religiosas de los indios evangelizados y contra las que ellos luchaban, dejando definitivamente establecida una auténtica ciencia de antropología cultural americana de la época prehispánica, con lo que se adelantaron a su propia época. Resumamos todas estas consideraciones diciendo que, desde el punto de vista de la extirpación de la idolatría, la destrucción cultural propiamente dicha solamente se dio durante los elásticos cuarenta años comprendidos entre 1525 y 1573, pero que estuvo acompañada de una serie de limitaciones y de determinadas características de las que no se puede prescindir si se aspira a juzgar con equidad la actuación de los evangelizadores. II.

CONSERVACIÓN Y TRANSMISIÓN DE LAS CULTURAS INDÍGENAS

Aparte de los aspectos culturales respetados por los procesos de transculturación y de destrucción de la idolatría, los evangelizadores americanos colaboraron a la supervivencia de las culturas autóctonas transmitiéndonos el conocimiento de todos los aspectos de la vida de los indígenas prehispánicos, así como conservando y normalizando sus lenguas. A)

Transmisión de las culturas

Como fruto de la observación personal y del estudio sistemático que realizaron al efecto, los misioneros americanos tienen el mérito de haber transmitido a la posteridad, mediante su consignación por escrito, hasta los detalles más triviales sobre las concepciones religiosas y profanas, las prácticas cultuales, las costumbres personales, familiares y sociales, las leyendas y relatos históricos y hasta la manera de vestir y de danzar de los nativos en el momento del contacto con los españoles. El historiador franciscano Rafael Mota ha extractado recientemente los datos que veintiséis autores de su misma Orden proporcionan a este respecto. Estos veintiséis autores hablan con todo detalle del nacimiento, infancia y adolescencia del niño; del matrimonio y de la familia; de lo relacionado con la monogamia, la poligamia, divorcio y repudio; del adulterio y sus penas; del incesto; de los comportamientos sexuales marginales; de la vejez, enfermedad y muerte; de los ritos y costumbres funerarias; del vestido, adornos y

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deformaciones corporales de los individuos; de la vivienda y de los poblados; de la alimentación y los cultivos; de los múltiples aspectos de la vida indígena en sociedad, y de las creencias y costumbres de índole religiosa. Es decir, de todos y cada uno de los aspectos de la vida indígena prehispánica. Los misioneros americanos o sus historiadores consignan estos datos de antropología cultural unas veces por la simple inclinación natural a dar a conocer lo extraño; otras, obedeciendo órdenes de la Corona o de los propios superiores; unas terceras, para ilustrar a los propios evangelizadores colegas suyos o a los candidatos a las misiones; otras, muy numerosas por cierto, para cumplir honradamente con su cometido de historiadores. Los escritos en los que figuran estas detalladas descripciones de la vida indígena prehispánica son de tres clases. La primera está constituida por las simples, pero numerosísimas, cartas o memoriales de los propios misioneros, de las que la mayor parte de las conservadas son las dirigidas al rey, al Consejo de Indias o a los propios superiores religiosos, entre los que destacan los de la Compañía de Jesús por haber mantenido una correspondencia más intensa con América y por haber desaparecido la mayor parte de los archivos de las restantes Ordenes religiosas. Se trata de la fuente de información más abundante, pero también menos rica y detallada, de entre todas las otras, debido a la obligada brevedad del género epistolar. La segunda clase de estos escritos, menos abundante, pero más detallada que la anterior, la integran los relatos de carácter histórico de los propios misioneros, elaborados en forma de relación, crónica o historia con el fin de dar a conocer la actividad de la propia Orden en un territorio determinado. En este tipo de obras, que podríamos denominar de carácter general, al menos de una manera relativa, siempre se dedican los correspondientes apartados a describir las diversas etnias del territorio en cuestión como marco en el que se desarrolló la actuación de los protagonistas. Como simples ejemplos de un modo de historiar que no cuenta con excepciones, valga el del franciscano Toribio Paredes de Benavente (Motolinía), quien en su Historia de los indios de Nueva España (1550) dedica nueve de sus 49 capítulos a las costumbres de los indígenas prehispánicos; o el del también franciscano Jerónimo de Mendieta, quien a finales del siglo XVI consagra a este mismo tema todo el libro segundo de los cinco que integran su Historia eclesiástica indiana, es decir, 41 de los 232 capítulos de la obra. Debido a que no hay región americana o territorio misional que no cuente con su propia historia, bien sea específica o bien esté englobada en el marco más general de la Provincia religiosa que se trata de historiar, este tipo de obras cubre en su conjunto prácticamente todas las etnias americanas, incluso las más recónditas, porque a todas ellas llegó la acción evangelizadora. Inferiores en número, pero mucho más ricas en contenido, son las monografías específicamente o en gran parte dedicadas a la descripción de las culturas autóctonas prehispánicas. Entre ellas cabe enumerar las siguientes, dispuestas por orden geográfico descendente dentro del continente hispanoamericano:

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De índole general:

J. DE ACOSTA, Historia natural y moral de las Indias (Sevilla, 1590). B. DE LAS CASAS, Apologética historia sumaria (1555-59). G. GARCÍA, Origen de los indios del Nuevo Mundo e Indias Occidentales, averiguado con discursos de opiniones (Madrid, 1607). 2)

Antillas: R. PANE, Relación acerca de las antigüedades de los indios (1498). N. HERBORN, Relatio vera de novis insulis (Toulouse, 1532). J. ROMÁN, República de las Indias Occidentales (1575).

3)

Nueva España y Guatemala:

E. DE AVILES, Historia y Crónica franciscana de la Provincia del Santísimo Nombre de Jesús de Guatemala, que trata de la conversión de los indios del Reino de Utlatan y de Goathemala a la ley de Dios, con noticias del estado que tenían en su infidelidad y gentilicio, ritos y costumbres que observaban, gobierno y policía con que se regían y leyes con que se gobernaban independientes del imperio mexicano (1663). F. DEL BARRIO O BARRIOS, Relación sobre los indios coras, tepehuanes, cheles y guaimotas (siglo XVI). T. DE BENAVENTE (MOTOLINÍA), De moribus indorum (siglo XVI). ID., Relación de las idolatrías, ritos y ceremonias de la Nueva España (siglo XVI). M. DE LA CORUÑA, Relación de las ceremonias y ritos de la Provincia de Michoacán (1549). D. DURAN, Historia de los indios de la Nueva España e islas de la Tierra Firme (1579). D. DE LANDA, Relación de las cosas de Yucatán (hacía 1556). F. DE LAS NAVAS, Calendario índico de los indios del mar océano y de las partes de este Nuevo Mundo y población y gobernación de los indios (siglo xvi). A. DE OLMOS, Exhortación de un padre a su hijo (siglo XVI). ID., Pláticas que los señores mexicanos hacían a sus hijos y vasallos (siglo xvr). ID., Suma de las antigüedades mexicanas (siglo XVI). ID., Tratado de las antigüedades mexicanas (1539). B. DE SAHAGÚN, Breve compendio de los ritos idolátricos de Nueva España (1570). ID., Calendario mexicano, latino y castellano (siglo XVI). ID., Historia general de las cosas de Nueva España (1577). J. DE ToVAR, Historia mexicana (finales del siglo XVI). J. BAUTISTA VISEO, Huehuetlahtolli, que contiene las pláticas que los padres y madres hicieron a sus hijos y a sus hijas y los señores a sus vasallos, todas llenas de doctrina moral y política (México, 1601). J. DE TORQUEMADA, Los veintiún librosritualesy Monarquía indiana, con el origen y guerra de los indios occidentales, de sus poblaciones, descubrimientos,

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conquistas, conversiones y otras cosas maravillosas de la misma tierra (Sevilla, 1615). M. DE VEGA, Antigüedades mexicanas (1792). 4)

Colombia y Venezuela: C. DE ARMELLADA, Por la Venezuela indígena. Relatos de misioneros capuchinos en viaje por la Venezuela indígena durante los siglos XVII, XVIII y XIX (Caracas, 1960). R. BUENO, Año de 1800. Tratado histórico en que se especifican muchas variedades de animales terrestres y marítimos. Contiene al mismo tiempo un Diario en que se relaciona lo más particular ocurrente y una explicación por menor del vestuario de varias naciones de indios, vanas observancias y un género de idolatría que conoció en ellos su autor (1800). A. CAULIN, Historia corográfica, natural y evangélica de la Nueva Andalucía y Provincias de Cumaná, Nueva Barcelona, Guayana y vertientes del río Orinoco (1755). J. GUMILLA, El Orinoco ilustrado y defendido (Madrid, 1741). J. DE SANTA GERTRUDIS, Maravillas de la naturaleza (siglo xvín). 5)

Perú: ANÓNIMO JESUÍTA, Relación de las costumbres antiguas de los naturales del Perú (finales del siglo XVI). F. DE AVILA, De priscorum huarochiriensium origine et institutis (siglo XVI). F. GARCÍA DE TOLEDO, Dominio de los yngas en el Perú y del que Su Magestad tiene en dichos reynos (anónimo de Yucay) (1571). C DE MOLINA (El Cuzqueño), Fábulas y ritos de los indios (1574). M. DE MURÚA, Historia general del Perú. Origen y descendencia de los incas (1590). A. OLIVA, Historia del reino y provincias del Perú (1598). Relación de la religión y ritos del Perú, por los primeros agustinos (1560). B. SALINAS Y CÓRDOVA, Memorial de las historias del Nuevo Mundo y Perú (Lima, 1630). B. VALERA, De los indios del Perú, sus costumbres y pacificación (finales del siglo XVI). ID., Historia occidentalis (finales del siglo XVI). ID., Ophir de España. Memorias historiales y políticas del Perú (finales del siglo xvi). 6)

Río de la Plata y Chile:

P. LOZANO, Descripción corográfica del terreno, ríos, árboles y animales de las dilatadísimas Provincias del Gran Chaco, Gualamba, y de sus ritos y costumbres de las innumerables naciones bárbaras e infieles que lo habitan, con una cabal relación histórica de lo que en ellos han obrado algunos gobernadores y ministros reales y los misioneros jesuitas para reducirlas a la fe del verdadero Dios (1733). F. PAUCKE, Hacia allá y para acá (una estadía entre los indios mocobíes, 1749-1767) (siglo xvín). P. GONZÁLEZ AGÜEROS, Descripción historial de la Provincia y Archipiélago de Chiloé (1791).

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Como se ve, la mayor parte de estas obras dedicadas a describir las denominadas «antiguallas» de los indios pertenecen al siglo XVI. La razón estriba en que en la década de 1570 comenzó a pensarse que recordar estas «antiguallas» podía resultar perjudicial para los indígenas e inducirlos a volverlas a practicar, como lo atestigua la prohibición de que se publicara la Historia General de Sahagún y lo confirma el historiador dominico Antonio de Remesal (Historia de Chiapa y Guatemala 1.6 c.7). Por otra parte, con posterioridad al siglo XVI no volvieron a aparecer culturas indígenas tan difundidas y sistematizadas como la azteca, maya e incaica, que ofrecieran una novedad y un campo tan amplio para la elaboración de este tipo de monografías específicas. B)

Conservación de las lenguas indígenas

Además de transmitirnos su profundo conocimiento del mundo indígena prehispánico, los misioneros americanos contribuyeron a la cultura nativa aprendiendo, conservando y perfeccionando las lenguas índicas, no impulsados, ciertamente, por motivos puramente filológicos, sino por razones pastorales, de la misma manera que en lo que destruyeron estuvieron movidos por estos mismos motivos también religiosos y no por desprecio hacia la cultura autóctona. Cabe advertir, sin embargo, que los evangelizadores tampoco fueron insensibles a la hermosura de esos idiomas que aprendieron y que nos han conservado. Refiriéndose al quechua, por ejemplo, el dominico Domingo de Santo Tomás teje el siguiente panegírico: «La abundancia de vocablos, la conveniencia que tiene con las cosas que significan, las maneras diversas y curiosas de hablar, el suave y buen sonido al oído de la pronunciación della, la facilidad para escribirse con nuestros caracteres y letras, cuan fácil y dulce sea a la pronunciación de nuestra lengua, el estar adornada y ordenada con propiedad del nombre, modos, tiempos y personas del verbo... Lengua, pues, tan pulida y abundante, regulada y encerrada debajo de las reglas y preceptos de la latina como es ésta...» (Gramática o Arte de la lengua general de los indios del Perú [Valladolid, 1540] prólogo). También en relación con el quechua, José de Acosta afirmaba en 1589: «Mas en aquélla, como en su inculta barbarie, tienen unos modismos tan bellos y elegantes, y unos giros y expresiones redondas por su admirable concisión, que deleitan sobremanera, y quien quisiera expresar en latín ó castellano toda la fuerza de uno de sus vocablos apenas podría hacerlo él con muchas palabras» (De procuranda 1.4 c.9). A finales del siglo XVI, el franciscano Jerónimo de Mendieta afirmaba sobre el náhuatl que «no es menos curiosa que la latina, y aun pienso que más artizada en composición y derivación de vocablos y en metáforas» (Historia eclesiástica 1.4 c.44). Cuatro fueron las maneras en que los evangelizadores americanos contribuyeron a la conservación y perfeccionamiento de los idiomas nativos. La primera está constituida por lo que Robert Ricard califica de revolución intelectual, cuyo alcance no se medirá nunca suficientemente por mu-

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cho que se exagere, como fue la introducción del alfabeto latino, con lo que ello significó para la representación, fijación y posibilidades de transmisión del lenguaje. La segunda consistió en la utilización de los mismos sistemas de expresión gráfica que los indígenas para la exposición de las ideas que se proponían. A esta clase pertenecen los denominados catecismos pictográficos o en jeroglíficos, de los que se conocen los siguientes ejemplos, según Luis Resines, especialista en el tema: Catecismo en pictogramas del franciscano Pedro de Gante (1524). Catecismo en pictogramas del franciscano Bernardino de Sahagún (siglo XVI). Catecismo pictográfico tolucano (siglo XVI). Tres Catecismos pictográficos mexicanos del siglo XVI, anónimos. Catecismo pictográfico de Domingo Lucas Mathe (1714). Catecismo pictográfico de Felipe de S. Tiago y Cruz (1719). Dos Catecismos pictográficos anónimos del siglo XVIII. La tercera manera de conservar y transmitir las lenguas indígenas está representada por las gramáticas o artes, vocabularios (a veces trilingües), diccionarios o calepinos, silabarios, tratados de ortografía, tratados de pronunciación y modos de aprendizaje de un idioma elaborados por los misioneros. En este punto puede afirmarse que no hubo lengua ni dialecto indígena que no llegara a contar con su propio arte o gramática, así como con el complemento de su vocabulario, pues ya sabemos que los evangelizadores no sólo tenían preceptuada la elaboración de esos instrumentos filológicos, sino que, independientemente de ese precepto, ellos mismos eran los más interesados en la confección para que sus compañeros y seguidores pudieran desempeñar mejor su cometido misional. También puede asegurarse que esa elaboración quizá no llegara a ser perfecta a la luz de los modernos conocimientos filológicos, pero que ciertamente los misioneros la hicieron a conciencia y lo más perfectamente que pudieron. Por una parte, nos consta que dominaban el idioma a la perfección y en ocasiones hasta mejor que los propios indígenas, como éstos llegaban a confesar. Por otra, los prólogos de esas gramáticas y vocabularios suelen estar precedidos de un pequeño tratado de filología en el que el autor explica por qué adopta una determinada palabra y no otra, un determinado giro o modismo en lugar de otro y por qué cree que una idea se debe expresar mediante determinado morfema. La exactitud o acierto en estos puntos, aspecto que en ocasiones dio lugar a auténticas controversias entre los propios misioneros, entrañaban para ellos una importancia trascendental por referirse en general a términos religiosos como Dios, Iglesia, sacramentos, pecado, etc., cuya exacta comprensión por parte de los indígenas era absolutamente necesaria, pero al mismo tiempo muy difícil de expresar por la inexistencia entre los indios de esos conceptos y de los correspondientes vocablos que los significaran en el mismo sentido que el catolicismo. De aquí la nueva característica de estas obras, consistente en la intro-

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ducción e n los idiomas indígenas d e neologismos castellanos o latinos y d e giros q u e sustituyeran a los m o r f e m a s inexistentes, a l o q u e h a y q u e a ñ a d i r la dificultad u l t e r i o r d e r e p r e s e n t a r u n a p r o n u n c i a c i ó n q u e a m e n u d o tamp o c o e n c o n t r a b a equivalencias fonéticas c o n el castellano. El principio d e q u e t o d a lengua o dialecto c o n t ó c o n su respectivo arte y vocabulario hay q u e aquilatarlo d i c i e n d o q u e n o e n todas las ocasiones n o s consta e x p r e s a m e n t e q u e eso fuera así, mientras q u e e n otras sabemos q u e fueron m u y n u m e r o s o s los q u e se e l a b o r a r o n r e s p e c t o d e u n a misma lengua, c o m o sucedió c o n el n á h u a t l y el q u e c h u a . Todavía está p o r e l a b o r a r u n índice c o m p l e t o d e esas gramáticas y vocabularios, p e r o los q u e existen n o s p r o p o r c i o n a n u n a idea del n ú m e r o d e este tipo d e o b r a s . El c o n d e d e la Vinaza identificó e n 1 8 9 2 u n total d e 3 1 gramáticas y vocabularios e l a b o r a d o s e n el siglo XVI, 5 4 e n el XVII, 6 6 e n el XVIII, y n u e v e en el XIX, hasta 1824. E n total, 160 c o r r e s p o n d i e n t e s a 4 4 lenguas o dialectos. R o b e r t Ricard r e c o g e e n 1 9 4 7 u n total d e 2 6 p a r a el México a n t e r i o r a 1572, d e las q u e 2 0 c o r r e s p o n d e n a franciscanos, tres a dominicos, d o s a agustinos y u n a a n ó n i m a . P o r O r d e n e s religiosas, E. B. A d a m s recoge e n 1953 u n total d e 5 9 , p e r t e n e c i e n t e s a franciscanos c e n t r o a m e r i c a n o s d e los siglos XVI a XViii; M a n u e l d e Castro, 5 6 , c o r r e s p o n d i e n t e s a los franciscanos d e t o d a América del siglo XVI y comienzos del XVII, y Pilar H e r n á n d e z , 4 2 , p e r t e n e c i e n t e s a dominicos d e t o d a América. Idénticas observaciones q u e p a r a las gramáticas y vocabularios hay q u e h a c e r p a r a la c u a r t a clase d e o b r a s lingüísticas, m u c h a s veces bilingües y e n ocasiones hasta trilingües, elaboradas p o r los evangelizadores americanos y q u e están r e p r e s e n t a d a s p o r las doctrinas largas, doctrinas breves, catecismos, cartillas, confesionarios, sacramentarios, seminarios, libros d e la Sagrad a Escritura, a u t o s sacramentales, hagiografías y o t r o s t r a t a d o s d e t e m a m u y diverso. El c o n d e d e la Vinaza e n u m e r a u n total d e 2 5 5 p a r a t o d a América, 6 5 c o r r e s p o n d i e n t e s al siglo XVI, 9 4 al XVII, 8 2 al XVIII y 14 al XIX, hasta 1 8 2 4 . R o b e r t Ricard r e c o g e u n total d e 6 3 p a r a el México a n t e r i o r a 1 5 7 2 , d e los q u e 4 0 p e r t e n e c e n a franciscanos, 14 a dominicos, cinco a agustinos y c u a t r o son anónimas. E. B. A d a m s consigna 6 9 p a r a los franciscanos d e C e n t r o américa d e los siglos XVI a XVIII; M. d e Castro, 2 1 0 p a r a los franciscanos d e t o d a América d u r a n t e el siglo XVI; Pilar H e r n á n d e z , 6 8 p e r t e n e c i e n t e s a dominicos d e t o d a América d e los siglos XVI a XVIII.

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La Iglesia y las culturas prehispánicas

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CAPÍTULO

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LOS ECLESIÁSTICOS Y EL GOBIERNO DE LAS INDIAS Por ISMAEL SÁNCHEZ BELLA

La presencia del estamento eclesiástico en la vida pública de España en la Edad Moderna fue, como es sabido, muy intensa. La Corona daba especial importancia a la ayuda que obispos, clérigos y religiosos podían prestarle para el buen gobierno de la Monarquía española, y todo el mundo veía como un hecho natural la actuación de los eclesiásticos en la esfera civil. Para exponer el papel de los eclesiásticos en el gobierno de las Indias distinguiremos: la labor general de información y asesoramiento y la actuación concreta en diversos cargos públicos.

I. A)

COLABORACIÓN EN LAS TAREAS PUBLICAS

Información

El rey y su Consejo de Indias necesitaban contar, para tomar decisiones en asuntos de América, con una previa información, facilitada no sólo por los gobernantes de aquellos territorios, sino también por el estamento eclesiástico, que fue invitado con insistencia a informar, y no únicamente sobre asuntos de carácter religioso. «Os ruego y encargo -escribe el rey al obispo del Cuzco, fray Vicente de Valverde, en 1540- que siempre que se ofrezcan cosas de que Nos debamos ser avisados, nos hagáis relación de ello» (LISSON, I 15). En 1543, Carlos V remite al Consejo de Indias al padre Las Casas y a fray Rodrigo de Adrada «para que en él informen de lo que conviene que debamos ser avisados y se deba proveer en servicio de Dios Nuestro Señor y ensalzamiento de su Santa Fe Católica», permaneciendo todo el tiempo que convenga «para informar de las cosas de las Indias» (MANZANO, La incorporación de las Indias 135). «Los religiosos que a estas partes pasamos -escribe al rey, en 1555, el dominico Tomás de Santa María- tenemos obligación de avisar a Vuestra Majestad de las cosas que entendemos tienen necesidad de remedio», especialmente en lo que se refiere al buen trato de los nativos (LISSON, II 55-56). «Por el Consejo de Vuestra Majestad me fue mandado que diese por escrito lo que es necesario al servicio de Dios y de V. M. en los R.einos del Perú», escribe en 1561 el Provincial de los franciscanos del Perú, fray Francisco Morales (LISSON, II 179).

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«La fidelidad que a Vuestra Majestad debo, así por ser mi rey y señor natural, como porque, despidiéndome de V. M. en Majaran Broz el año pasado de 61 me mandó le escribiese la verdad de las cosas de esta tierra y haberlo yo prometido hacer, me obligan a hacerlo», escribe al rey, en 1562, el dominico Domingo de Santo Tomás (LISSON, II 193). «En la flota pasada escribí largo a V. M., conforme a lo que por las suyas me tiene mandado, dando aviso de lo que para el buen gobierno y conservación de estos Reinos me ocurrió, como hombre que ha años que en él resido», indica en 1572 el padre Juan Vivero al monarca (LlSSON, II 655-662). «Por cumplir con mi obligación y lo que V. M. me tiene mandado y V. A. también, en particular que dé aviso de lo que en este obispado y reino hubiere que remediar», escribe en 1601 el obispo del Cuzco, Antonio de Raya, al rey (LlSSON, IV 394-402). Felipe II, en 1595, en una real cédula recogida en la Recopilación (libro 6, tít. 10, ley 7), encarga a los prelados «que en todas las ocasiones de flotas y armadas nos envíen relación muy particular del tratamiento que se hace a los indios en sus distritos, si van en aumento o disminución, si reciben molestias o vejaciones y en qué cosas, si les falta doctrina y adonde, si gozan de libertad o son oprimidos, si tienen protectores y qué personas lo son, si los ayudan y defienden, haciendo fiel y diligentemente sus oficios o con descuido y negligencia, si reciben algo de los indios, qué instrucciones tienen, cómo las guardan, lo que convendrá proveer para su mejor enseñanza y conservación y lo que más les ocurriere acerca de esto». La abundante información que envían al rey los prelados y religiosos se hace con ánimo de «descargar la conciencia» propia y también la del rey. Su contenido es variado, pero, aparte de los asuntos específicamente religiosos, predomina la información referente a los agravios sufridos por los indígenas y las cuestiones referentes a la encomienda y a los tributos, así como también hay continuas referencias a la actuación de los virreyes, presidentes y gobernadores, abusos de los corregidores, etc. Existen cartas extensas en las que se abordan todos los puntos de interés, eclesiástico y civil, del territorio, como ocurre para el Perú con las del obispo del Cuzco, fray Vicente Valverde, en 1539 (LlSSON, II 99-133); la del provisor Luis de Morales, en 1541 (LlSSON, I 48-98); y el Memorial de los obispos del Cuzco, Popayán y Quito, de 1601, sobre nueve causas del malestar de los naturales y su remedio (LlSSON, IV 492-497). Abundan también las sugerencias sobre materias de gobierno. Ya en 1500, los franciscanos de la Española escribían a Cisneros contra Colón y los genoveses de la isla, así como acerca de las franquicias que habría de concederse a los vecinos. En 1561, el franciscano Francisco de Mena escribía sobre asuntos de gobierno, y en 1582 el agustino Pedro Suárez de Escobar remitía doce capítulos tocantes al «estado secular» junto a otros tantos sobre el «estado eclesiástico». Lo mismo informan sobre los pueblos de una provincia que sobre un viaje de descubrimiento. La correspondencia regular de los prelados con el monarca presentaba muchas veces puntos de vista distintos al de virreyes, presidentes y gobernadores, y, por tanto, aportaba al Consejo de Indias una información muy

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valiosa. La de los visitadores generales -entre los que abundan los eclesiásticos- era objeto de especial atención por la valía de los sujetos y por su independencia de criterio. Ahora bien, si esta información sobre materias de gobierno de los eclesiásticos no sólo era bien vista, sino estimulada por el rey y sus consejeros, también se recordaba -como hizo Felipe II en 1590- a los prelados de Indias «que no se entrometan en las materias del gobierno ni lo permitan a sus religiosos y dejen a los gobernantes proveer lo que les pareciere conveniente, porque de lo contrario nos tendremos por deservido» (Recopilación, libro 1, tít. 14, ley 66). B)

Atesoramiento

La Corona deseaba también contar con el consejo de los religiosos, tanto en la actuación de los caudillos militares como en la elaboración de las leyes para las Indias. Según las Instrucciones para descubrimientos de 1526 - q u e se incorporaron a las respectivas Capitulaciones hasta 1542-, era preceptivo que los jefes de la expedición actuaran «con acuerdo y parecer» de los religiosos o clérigos que les acompañaban. Estos debían velar porque los indios fueran bien tratados y debían avisar de los abusos al Consejo para que fueran castigados con todo rigor. También, según esa Instrucción, eran los religiosos los que tenían que decidir si convenía o no dar los indios en encomienda. Fueron frecuentes las Juntas de teólogos, convocadas por el monarca o los virreyes, para decidir sobre hacer guerra a los indios, enviarlos a las minas, venderlos como esclavos, etc. Ybot Léon ha estudiado las Juntas de teólogos convocadas por los monarcas en la primera mitad del siglo XVI. En la habida en 1512, de la que saldrían las Leyes de Burgos del 27 de diciembre de este año, hay, además del letrado eclesiástico De Sosa, más tarde obispo de Almería, los teólogos dominicos fray Pedro de Covarrubias, fray Tomás Duran y fray Matías de Paz, catedrático este último de Salamanca, junto con el clérigo licenciado Gregorio, predicador del rey. Todavía se pidió informe, por separado, al citado Gregorio y al dominico fray Bernardo de Mesa, más tarde obispo preconizado de Cuba. En la génesis y decisiones de la Junta fueron también decisivas las actuaciones del dominico fray Antonio Montesinos, enviado por sus hermanos de la Española, y del franciscano Alonso del Espinar. Montesinos tuvo incluso la audacia de presentarse ante el rey Fernando para denunciar los abusos que se cometían en la isla. La reunión de 1513 en Valladolid de otra Junta para revisar las Leyes de Burgos estaba presidida por el obispo Juan Rodríguez Fonseca, y a ella asistieron los teólogos licenciado Matienzo, confesor del rey, fray Alonso del Bustillo y, de nuevo, el predicador real licenciado Gregorio. La Junta fue informada por el vicario provincial de los dominicos de la Española, fray Historia d* Ll ínlesia

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Pedro de Córdoba, de los sucesos de la isla. Obra de la Junta fueron las leyes complementarias de julio de 1513. El cardenal Cisneros consultó en 1516 al padre Las Casas y a fray Antonio de Montesinos en compañía del jurista Palacios Rubios. De hecho, fue Las Casas quien redactó el informe que sirvió de base a la reforma que se encargó a los Jerónimos. En 1518, trece maestros de teología de Salamanca, en una reunión no' convocada por los gobernantes, defendieron la racionalidad del indio. Es posible que su escrito influyera en las Instrucciones para el juez de residencia licenciado Rodríguez de Figueroa. Otra reunión, no oficial, convocada por Las Casas en 1519, en el convento dominico de Santa Catalina, en Valladolid, de once eclesiásticos -entre los que se encontraban los ocho predicadores del rey-, sirve para denunciar la encomienda y proponer métodos para que los indios fueran bien gobernados y en libertad. Carlos V convocó en Barcelona ese mismo año de 1519 una Junta en la que, con el gran canciller Xiévres y el almirante Diego Colón, estaban Fonseca, obispo de Badajoz, fray Juan de Quevedo, obispo del Darién, el padre Las Casas, un franciscano y otras personas. No resultó nada concreto por muerte de Quevedo. Ese año, el cardenal Adriano consultó también a los predicadores hermanos Pedro y Alfonso Coronel sobre el problema moral de los encomenderos que habían obtenido oro con excesivo trabajo de los indios y sin abonarles jornal. De la Junta de La Coruña de 1520, en la que intervinieron el obispo Fonseca y Cobos, salieron las capitulaciones de evangelización pacífica de la península de Paria hasta Santa Marta concedidas a Las Casas. En enero de 1539, Carlos V pidió al padre Vitoria que se reuniera con otros teólogos y dieran por escrito dictamen sobre las dudas que «se han ofrecido acerca de la instrucción y conversión de los naturales de ella a nuestra santa fe, las cuales con él (el agustino fray Juan de Oseguera) vistas, por ser cosas teologales, ha parecido que conviene que sean vistas y examinadas por personas teólogas» (A. YBOT, Juntas 427). En la Junta celebrada en Valladolid en 1541, a la que asistieron el obispo de Cuenca, Sebastián Ramírez de Fuenleal, presidente de la Cnancillería de Valladolid y, antes, de las Audiencias de la Española y México, y el padre Las Casas, éste tuvo una intervención destacada, proponiendo dieciséis remedios, entre ellos el de la supresión de las encomiendas, y el tratado Veinte razones muy jurídicas. De estas sesiones resultaron las famosas Leyes Nuevas de 1542-43. Gómez Cañedo ha resaltado recientemente el papel del franciscano Jacobo de Tastera, que había sido predicador del emperador, quien tomó parte importante en las negociaciones preparatorias. El y Las Casas dieron los últimos retoques, en 1543, a las Leyes Nuevas. Carlos V encargó el cumplimiento de esas leyes al ex provincial franciscano fray Antonio de Ciudad Rodrigo. Junto al virrey Mendoza y los encomenderos, el obispo Zumárraga y los religiosos recomendaron a la Corona la supresión o modificaciones y prudencia y calma en la manera de aplicarlas. Insistieron y

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enviaron a España a Francisco de Soto y a un fray Francisco de Vitoria. Como es sabido, finalmente, las leyes fueron suavizadas. Hubo otra Junta de teólogos de Salamanca y Alcalá en 1548, la cual consideró improcedente la publicación del Democrates alter de Juan Ginés de Sepúlveda. En la Junta de Valladolid de 1550, para tratar de la conversión de los indios y de las ordenanzas para nuevas conquistas, estuvieron presentes los famosos dominicos Domingo de Soto, Melchor Cano y Bartolomé Carranza de Miranda, así como el franciscano Bernardino de Arévalo. En la denominada Junta magna de Indias, de 1568, una de las más concienzudamente preparadas y de las de mayor alcance, participaron, además del cardenal Diego de Espinosa, obispo de Sigüenza, presidente del Consejo de Castilla e inquisidor general, que ejerció de presidente de la reunión, el inquisidor Juan de Ovando; el obispo de Cuenca, Bernardo de Fresneda; el agustino fray Bernardino de Alvarado; el dominico fray Diego de Chaves, confesor del príncipe don Carlos, y el franciscano P. Medina, independientemente de que habían influido en su celebración el dominico fray Bartolomé de las Casas y el franciscano fray Alonso Maldonado de Buendía, quienes habían insistido en la necesidad de que se convocara para solucionar los problemas planteados por una Iglesia y una colonización, como las americanas, en pleno desarrollo. Las ordenanzas de nuevos descubrimientos, poblaciones y pacificaciones que promulgó Felipe II en 1573 fueron elaboradas por el inquisidor Juan de Ovando, presidente del Consejo de Indias, como parte del Código que proyectaba. Consolidaron el sistema de actuación pacífica en las nuevas expediciones. Se prohibió la voz «conquista» y se dio preferencia al método evangélico; se respetaba la voluntad del indio frente al cristianismo y se reconocía su independencia, pues antes de tratar de obtener su sumisión se había de procurar conseguir su amistad y alianza; se mantenía una posición conciliadora ante la negativa de los indios a recibir la fe y se reducía el uso de la violencia a la defensa ineludible. En los territorios americanos esta labor de asesoramiento cerca de los virreyes se ejercitaba también normalmente por Juntas de teólogos convocadas por ellos. El monarca veía con agrado la celebración de estas Juntas. Cuando se suspendió en 1559 la que se venía celebrando en Lima, por iniciativa del arzobispo, para el remedio de las necesidades de los indios, con asistencia del prelado, oidores y prelados de las Ordenes, por la excusa que dio el virrey, agobiado por la abundancia de negocios, el monarca insistió en que se continuase, «pues era cosa tan importante al bien de los naturales de esa tierra y al descargo de nuestra conciencia» (LlSSON, III 97). También el asesoramiento a los virreyes se hizo de manera más discreta, a través de sus capellanes, quienes en ocasiones se excedieron. Al menos así lo pensaba, en 1643, el visitador general de México, Juan de Palafox, cuando escribía a Felipe IV que «tres virreyes (Villamanrique, Villena y Salvatierra) ha habido, Señor, en estas provincias que se han gobernado absolutamente por religiosos, y todos han tenido infelices sucesos en su gobierno y

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en el gobierno de vuestra majestad» (SÁNCHEZ BELLA, Los visitadores generales 84). A veces, para resolver problemas de gobierno -como ocurrió en México, en 1778, con los desórdenes de las pulperías-, el monarca ordenaba la formación de una Junta, de la que formaba parte, junto con el virrey, que la presidía, el regente y el fiscal más antiguo de la Audiencia y el superintendente de la Aduana, el propio arzobispo de México. Además del asesoramiento de las Juntas de eclesiásticos convocadas en España y en América, fueron numerosísimos los «pareceres» dados por religiosos sobre materias de gobierno de las Indias, muchas veces a iniciativa propia. Lino Gómez Cañedo ha recogido una extensa relación de los dados por franciscanos, indicando que la lista contiene sólo algunos - n o todos, ni siquiera la mayor p a r t e - de los escritos en que opinaron cómo debían ser tratados y gobernados los indígenas americanos. Llenos de buena voluntad, los obispos de México escribieron en 1540 a Carlos V que, enterados de que el monarca había dado abundantes cédulas e instrucciones para el bien espiritual y temporal de las Indias que se olvidaban o no se cumplían, le rogaban que se les enviaran también a ellos: «por lo que somos obligados a velar y hacer la guardia y atalaya sobre todo el ganado, deseamos saberlas y ser los solicitadores de ellas» (PASO Y TRONCOSO, Epistolario de Nueva España IV 12). Un autor chileno, Javier González Echenique, a la vista de la intensa actuación de los obispos en los asuntos seculares de Indias por encargo de los reyes, ha llegado a plantearse el tema de si se les puede considerar como funcionarios de la Corona, pero aunque en la práctica, según él, aparezcan como «delegatarios, participantes o como se les quiera llamar, de la potestad real», tiene que reconocer que su condición es distinta a la de los funcionarios. César García Belsunce ha rechazado enérgicamente la idea de que la función administrativa de los clérigos fuera una consecuencia de una participación de la potestad real, y piensa que es más propiamente la de un agente. Desde luego, llama la atención la frecuencia con que los monarcas solicitaban de los obispos información sobre temas seculares: qué sujetos beneméritos de capa y espada había en su distrito, los excesos de los seglares, el envío anual de certificados de los libros de bautismo y defunción con fines fiscales; la descripción de la tierra y estimación del número de vecinos y pobladores; el trato que se tenía con los indios; los sometidos a esclavitud; si los gobernadores y los corregidores molestaban a los indios cuando iban a las doctrinas o a cumplir sus deberes religiosos; la participación de los indígenas en el secado y beneficio de la hierba; la publicidad de la Cédula de 1697 haciendo capaces a los indios de empleos; el velar para que los curas enviasen padrones de su feligresía, con distinción de clases, estados y castas; informar sobre qué minerales de oro eran trabajados en el Paraguay por los portugueses, etcétera. En otras ocasiones el rey pide la colaboración de los obispos para el restablecimiento de la quietud y paz y para evitar la penetración de ideologías subversivas desde Francia; o bien para la destrucción de obrajes, batanes y trapiches instalados sin licencia real; o para lograr el desmantelamiento

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de las fábricas de aguardiente de caña. Hasta la Audiencia de México se permitió, en 1756, solicitar de los curas que dieran a entender a los indios que no debían contribuir con cosa alguna en las visitas a las matrículas de tributarios, certificando bajo juramento, al terminar la visita, que había sido cumplido puntualmente el auto dictado por aquel tribunal. II.

ECLESIÁSTICOS EN CARGOS PÚBLICOS

Además de la labor de información y asesoramiento de la Corona, común a todo el estamento eclesiástico, fueron muchos los que desempeñaron cargos públicos en el gobierno de las Indias. A)

Presidentes del Consejo de Indias

Ya antes de la creación del Consejo de Indias, en 1523 ó 1524, hay que destacar el importante papel del obispo de Burgos (y antes obispo de Badajoz, Córdoba y Palencia), Juan Rodríguez de Fonseca, figura clave en la organización de las primeras expediciones a Indias, hombre de confianza de los Reyes Católicos. Su actuación ha sido objeto de censuras, primero por Fernando, el hijo de Colón, Las Casas y Cortés, y en nuestros días por historiadores, entre los que destaca, por su acritud, Manuel Giménez Fernández. Tomás Teresa León ha intentado tímidamente cierta rehabilitación de este personaje: «Los testimonios que nos han llegado de Fonseca -escrib e - son apasionados e interesados, y los pocos desinteresados y sinceros nos hablan de una inquebrantable firmeza de carácter, de una meritoria entrega al servicio de la Corona y de u n cúmulo de virtudes humanas muy dignas de tener en cuenta» (El obispo D. Juan Rodríguez Fonseca, 290). El primer presidente del Consejo de Indias fue el arzobispo de Sevilla, fray García de Loaysa (1524-1546). Después, aunque en el Consejo de Castilla se siguió nombrando presidente a insignes prelados, en el de Indias se prefirió a los juristas, entre los cuales figuran dos eminentes eclesiásticos: el inquisidor Juan de Ovando (1570-1575) y el arzobispo de México, también inquisidor, Pedro Moya de Contreras (1591). B)

Virreyes

En cambio fueron más frecuentes los nombramientos de prelados como virreyes interinos de Indias, aunque la práctica acostumbrada era que fuera la Audiencia, corporativamente, la que gobernara hasta la toma de posesión del nuevo virrey. En Nueva España encontramos los nombres de Pedro Moya de Contreras, arzobispo de México (1584); fray García Guerra, también arzobispo de México (1611-12); Juan de Palafox y Mendoza, obispo de Puebla (1642); Marcos de Torres y Rueda, de Yucatán (1648-49); Diego Osorio de Escobar y Llamas, de Puebla (1664); fray Payo Enríquez de Ribera, arzobispo de México (1673-80); Juan Ortega Montañés, de Michoacán (1696); Juan Antonio de Vizarrón y Eguiarreta (1734-1740), Alonso Núñez de Haro y Peralta (1786-1787) y Francisco Javier de Lizana y Beaumont (1809-1810).

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En Perú, Melchor de Liñán y Cisneros, arzobispo de Lima (1678-1681); Diego Ladrón de Guevara, obispo de Quito (1710-1716), y fray Diego Morcillo Rubio de Auñón, arzobispo de Charcas (1716 y 1720-1724). En Nueva Granada, fray Francisco del Rincón, arzobispo de Santa Fe (1717-1718); fray Francisco Cossío Otero, también arzobispo de Santa Fe (1771), y Antonio Caballero y Góngora, arzobispo de la misma diócesis (1783-1788). Lo más llamativo es que algunos de esos prelados fueron nombrados virreyes en propiedad, no con carácter interino (es el caso de Ladrón de Guevara, Diego Morcillo y Caballero y Góngora). El hecho es más destacable debido a la fuerte prevención que en algunos momentos se dio por parte del Consejo de Indias a causa de los peligros que tenía para el ejercicio del Real Patronato la acumulación de un cargo de tanto relieve como el de virrey al de arzobispo u obispo. Incluso se llegó a dar en 1739 una real cédula prohibiendo la reunión de los gobiernos eclesiástico y político en una sola persona. También en 1789 se reiteró que el gobierno interino de los virreinatos correspondía a la Audiencia. A pesar de estas disposiciones, se volvió a acudir al nombramiento de algunos prelados. En cambio, no llegó a ser realidad el nombramiento de obispos-gobernadores, como se pretendió en 1531 con los de Honduras y'Santa María del Darién, ni el de obispos-presidentes de la Audiencia, con alguna excepción, como la de Ramírez de Fuenleal, que fue un excelente presidente de las Audiencias de la Española (1527-1530) y México (1530-35). Antes que él fueron designados presidentes de la Audiencia de Santo Domingo el obispo de la Concepción, Pedro Suárez de Deza (1521), y el Jerónimo fray Luis de Figueroa (1523), pero no llegaron a desempeñar el cargo. C)

Visitadores generales

En la Edad Moderna era práctica acostumbrada el recurrir a eclesiásticos, especialmente inquisidores, para la tarea de visitadores generales. Su preparación jurídica, su rectitud y su independencia eran una garantía de acierto. Algunos de los visitadores generales de Indias fueron personajes de categoría, como Pedro Moya de Contreras y Juan de Palafox, visitadores generales de Nueva España, o, en el Perú, Alonso Fernández de Bonilla, designado durante la visita arzobispo de México, aunque no llegara a tomar posesión. De esos tres, el primero era inquisidor y arzobispo de México; el segundo, obispo de Puebla, y el tercero, también inquisidor. Desempeñaron su delicada tarea con gran eficacia. Stafford Poole ha estudiado la visita de Moya de Contreras en 1583. Averiguó el visitador que algunos oidores eran culpables de negocios y de matrimonios realizados sin licencia real, por lo que suspendió a cuatro de ellos. También suspendió e hizo encarcelar a los tres oficiales reales de la Hacienda de México y mandó vender todos sus bienes. Quitó también el oficio y multó al tesorero y al contador de Veracruz y a otros funcionarios menores. La sentencia del Consejo de Indias confirmó en parte la decisión tomada por Moya de Contreras. En 1640 le tocó el turno a Palafox. Su visita ha sido estudiada por

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Sánchez Bella y Arregui Zamorano. Aunque no pudo completarla, puso orden en la administración de justicia, preparó nuevas ordenanzas para varios tribunales (aunque, al parecer, no llegaran a entrar en vigor, salvo las que hizo también para la Universidad) y extendió su inspección a los organismos de la Hacienda. La visita girada a Perú por Fernández de Bonilla, de 1590 a 1600, ha empezado a ser estudiada por Lewis Hanke. Fue muy minucioso y el expediente final llegó a contar con 49.555 hojas. La visita comprendía también la conducta del virrey conde del Villar, de los funcionarios de Hacienda y de la Universidad. El principal defecto del visitador fue su extremada lentitud, pero su larga permanencia en Lima sirvió, sin duda, de freno eficaz para evitar abusos de los funcionarios. D)

Protectores de los indios

En la primera mitad del siglo XVI, una importante función encomendada a todos los obispos fue la de ser protectores y defensores de la población indígena. La designación de protector se hacía por provisión real, como los demás oficios. Se le señalaban, como facultades propias, la de poder enviar personas a visitar a cualquier parte dentro de los términos de su protecturía, con tal de que fueran aprobadas por el gobernador respectivo. Esas personas podían hacer informaciones y pesquisas sobre los malos tratos que se hiciesen a los indios. Pero solamente podía el obispo-protector condenar con multas inferiores a 50 pesos de oro y hasta diez días de cárcel. Si el delito merecía pena corporal o privación de oficio, debía remitirse la decisión al gobernador. Si el culpable era un corregidor, alguacil u otra justicia, la información debía enviarse en todo caso al gobernador, pues «no es nuestra intención ni voluntad que los protectores tengan superioridad alguna sobre nuestras justicias». Ni el protector ni nadie en su nombre podía conocer en causas criminales entre indios. Persistían las dudas y nunca se llegó a aclarar del todo, como pedía al emperador el obispo-protector de Guatemala, Francisco Marroquín, que se declarara «qué cosa es el protector y a qué se extiende, y si somos jueces, y si como tales podemos nombrar ejecutores alguaciles para nuestros mandamientos, y asimismo escribanos, y si los visitadores que enviamos podrán llevar varas, pues van como jueces; y si esto compete solamente a los protectores y no a los gobernadores, pues a ellos solos es encomendada la protectoría y visitación». Únicamente se les concedió el tener escribano propio. Los prelados actuaron con mucho celo en este encargo de proteger a los indios. Por ejemplo, Felipe II felicitó por ello al obispo de Popayán, Juan del Valle, quien, entre otras cosas, evitó que los indios fueran cargados con dos o tres arrobas a cuestas, los reunió en pueblos, donde fundó iglesias, adoctrinó a los españoles sobre cómo debían conducirse con los naturales y la restitución que les debían hacer. Con todo, la experiencia no fue del todo buena. La jurisdicción era insuficiente para ser eficaz y aun así despertaba el recelo de los órganos judiciales. Tampoco los obispos disponían de tiempo para atender esta tarea personalmente. El prestigioso obispo-presidente de la segunda Audiencia de

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México, Ramírez de Fuenleal, que también era protector, manifestaba al monarca que este oficio era dañoso a los naturales, porque los gobernantes se olvidaban de ellos y se enzarzaban en disputas con los protectores. En su opinión, «el que fuese obispo más fruto sacará sin poder de protector, con su doctrina y ejemplo y consejo, y con mandarle que haga relación, que no con tener jurisdicción». La tendencia fue traspasar esta función a los fiscales de las Audiencias (1554). En la época del virrey Toledo existían funcionarios especiales con el título de protectores generales de los indios en catorce lugares del distrito. Se suprimió y de nuevo se creó el cargo de protector de indios con carácter autónomo y como magistrado independiente. En 1666, en la Audiencia de Lima se distinguía el fiscal del fiscal protector general, pero, en todo caso, en el siglo XVII los obispos ya no eran protectores, aunque no se les eximiera de que siguieran velando por el buen trato a los indios, ya que, como se indica al quitar esa jurisdicción a los obispos de Filipinas, «no es nuestra intención quitar a los obispos la superintendencia y protección de los indios en general». E)

Los confesores reales

No se ha prestado hasta ahora la debida atención al importante papel desempeñado por los confesores reales, por pensar, quizá, que se limitaba a la administración del sacramento de la penitencia. En realidad, se trataba de un oficio real como otro cualquiera, y su titular debía emitir regularmente dictámenes o consultas por encargo del rey en materias relacionadas con la vida eclesiástica y, de manera especial, sobre los nombramientos que proponían las Cámaras de Castilla e Indias. Su voto fue decisivo en numerosas ocasiones. Durante mucho tiempo fue escogido un religioso, en especial de la Compañía de Jesús. F)

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Los comisarios generales de Indias

Felipe II consiguió de los franciscanos la concesión de un comisario general, nombrado a propuesta suya, para organizar y supervisar los envíos de misioneros. Aunque esto suponía una fuerte dependencia de la Corona, la eficacia de esta medida fue, sin duda, grande. Las demás Ordenes religiosas - q u e contaban con un volumen notablemente inferior de miembros en las Indias- rehusaron seguir el ejemplo de los franciscanos. La idea debió de surgir en la famosa Junta magna de 1568. En 1571 se designó ya comisario general de Indias al franciscano fray Blasco Tello, pero no llegó a ejercer el cargo. El monarca alegará la necesidad de organizar expediciones misioneras, la venida de religiosos de Indias y el gobierno de las Ordenes religiosas de América para dar al oficio un matiz centralizador. El general de los franciscanos dio su conformidad, y en 1572 designará comisario general a fray Francisco de Guzmán. El establecimiento jurídico del oficio se efectuó en la congregación celebrada en Toledo en 1583. El papa Sixto V confirmó el cargo en 1587. El comisario ejercía su autoridad sobre todos los franciscanos de Hispanoamérica y de Filipinas, y también

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sobre los de España una vez que hubiesen sido destinados a esos territorios. El cargo perduró hasta la supresión de las Ordenes religiosas en España en 1835-36. G)

Un caso especial: los Jerónimos de la Española

El cardenal Cisneros quiso remediar los problemas de la Española con el envío, en 1516, de padres Jerónimos, revestidos de amplias facultades de gobierno. Su actuación ha sido estudiada especialmente por Serrano Sanz y Giménez Fernández. El juicio del primero les es favorable. El último piensa que hubo una «fundamental desafección a las ideas básicas del plan» por parte de los Jerónimos, especialmente por el más representativo de ellos, fray Luis de Figueroa, y también que «la ejecución de la Reforma cisneriana fue radicalmente viciada por la pusilanimidad de sus capitales ejecutores», quienes tienen en su haber la fundación de pueblos de indios bajo la inspección de mayordomos. Para Las Casas, su misión principal era poner remedio en la libertad de los indios, «a los cuales ningún bien hicieron, antes erraron muy gravemente, según el juicio de los hombres» {Bartolomé de las Casas I 375). «La reforma cisneriana - h a escrito Pedro Borges- fue un noble intento de saneamiento general de las Indias, cuyo embrión, y al mismo tiempo objetivo primordial, lo constituyó el proyecto de encauzar definitivamente el sistema sociolaboral de los indios, considerado injusto y, además, dañino para la conservación de la población indígena». Piensa que la reforma fracasó en gran parte porque los religiosos se encontraron desasistidos (Historia general de España y América VII 218-219). III.

CONCLUSIÓN

Como habrá podido observarse por esta rápida enumeración de la actuación de los eclesiásticos en el gobierno de las Indias, ésta revistió importancia especialmente en las tareas de información, asesoramiento, inspección de los tribunales de justicia y en la defensa del indio. Los monarcas los utilizaron, no como se ha llegado a pensar, como una pieza de un maquiavélico sistema de contrapesos para enfrentar y dividir a las autoridades de América, sino como ayuda valiosa para el gobierno de un Estado confesional, como fue el de la España de la Edad Moderna.

NOTA BIBLIOGRÁFICA Información E. LiSSON CHÁVEZ, La Iglesia de España en el Perú 1-4 (Sevilla, 1943-1947); J. MANZANO MANZANO, La incorporación de las Indias a la Corona de Castilla (Madrid, 1948); Recopilación de leyes de los Reinos de las Indias 1-4 (Madrid, 1681). Asesoramiento L. ARRANZ MÁRQUEZ, «Alonso del Espinar, OFM, y las leyes de 1512-1513», en Actas del I Congreso Internacional sobre los franciscanos en el Nuevo Mundo (Madrid,

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virreyes»: Anuario de Estudios Americanos 29 (Sevilla, 1972), 79-101; ID., «Ordenanzas para los Tribunales de México del visitador Palafox (1646)», en Tercer Congreso del Instituto Internacional de Historia del Derecho Indiano (Madrid, 1973), 193-230. Protectores de los indios C. BAYLE, «El protector de indios»: Anuario de Estudios Americanos 2 (Sevilla, 1945), 1-180; L. PEREÑA y otros, La protección del indio (Madrid, 1989). Comisarios generales de Indias P. BORGES, «En torno a los comisarios generales de Indias entre las Ordenes misioneras de América»: Archivo Ibero-Americano 23 (Madrid, 1963), 145-196; 24 (1964), 147-182; 25 (1965), 3-60 y 173-221. Véase el cap. 12. Jerónimos de la Española P. BORGES, «La época de la reforma cisneriana», en Historia General de España y América 7 (Madrid, 1982), 198-219; M. GIMÉNEZ FERNÁNDEZ, Bartolomé de las Casas, I: Delegado de Cisneros para la reformación de las Indias (1516-1517) (Sevilla, 1953), 152-375; M. SERRANO Y SÁNZ, «El gobierno de las Indias por los frailes Jerónimos. Años 1 5 1 6 a l 5 1 8 » , e n Orígenes de la dominación española en América 1 (Madrid, 1918), 339-450.

CAPÍTULO 38

LA IGLESIA Y LA ENSEÑANZA

SUPERIOR

Por JAIME GONZÁLEZ RODRÍGUEZ

La Iglesia colaboró de diversas maneras y de modo muy relevante a que las Indias contasen pronto con centros adecuados de enseñanza superior. Ella asumió en muchas ocasiones la iniciativa de pedir a la Corona que los crease o contribuyó a través de muchos de sus miembros a mantenerlos. Eclesiásticos muy destacados nos han dejado ejemplos de interés por la promoción de la enseñanza superior en América: el obispo Marroquín fundó en 1562 el colegio de Santo Tomás en Guatemala; Vasco de Quiroga fundó el colegio de San Nicolás en Pátzcuaro. Puede decirse que la creación de dichos centros obedeció tanto a que la difusión del saber y la cultura es una actividad habitual de la Iglesia en su calidad de mater et magistra como a la expansión y madurez de las Indias españolas, necesitadas de élites administrativas y rectoras (sacerdotes, médicos, abogados, etc.). Desde la época positivista se ha venido calificando en el ambiente cultural hispanoamericano esa labor de la Iglesia española de abstracta, dogmática, retórica, medieval y acientífica. También se la ha tachado con frecuencia de elitista y era inevitable que lo fuese, pues lo era toda la cultura de la época, ya que en una sociedad en que aún no abundaba la riqueza, la mayoría debía trabajar para que una minoría pudiese dedicarse al ocio y al estudio. Con un talante abierto a estas críticas, vamos a intentar presentar un estado de la cuestión, así como las directrices por las que discurre hoy la investigación en este campo. I.

LAS FUENTES

Además de los archivos americanos, especialmente los universitarios, disponemos hoy de numerosas fuentes impresas, como cedularios generales, y de un número considerable de recopilaciones de fuentes especialmente referidas a las instituciones de enseñanza. Hay también repertorios de consultas del Consejo de Indias y algunas colecciones de documentos, como las de Muñoz y Mata Linares, que incluyen a menudo fuentes relacionadas con el tema que nos ocupa. Además, en las monografías bien documentadas podemos encontrar referencias concretas a documentos del Archivo de Indias, arsenal inagotable de datos que nos son aún desconocidos. Podemos, asimismo, hallar datos de interés en las historias particulares de las Ordenes

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religiosas que se dedicaron a la enseñanza superior en América y en sus archivos, así como en los archivos eclesiásticos y pontificios. Frecuentemente, la historiografía acerca de la labor educativa de España en América se ha dejado llevar por el tópico laudatorio y encomiástico. Pero hoy, ante la necesidad de entablar un verdadero diálogo a uno y, otro lado del Atlántico, estamos asistiendo a una renovación del interés por el estudio de las instituciones de enseñanza en la América hispana. Ello hace que se enriquezca y complete la visión que hasta ahora se tenía del tema: la historia cuantitativa y la de las mentalidades no han hecho más que iniciar su andadura en este campo; el estudio jurídico de las instituciones; el estudio de los centros educativos dentro de su contexto económico y social; el conocimiento, a través de la historia de la ciencia, del nivel de las enseñanzas impartidas y de la adecuación de las instituciones sociales al desarrollo de la actividad científica y el influjo de la educación en la conformación de la mentalidad criolla son algunos de los aspectos preferidos hoy por los investigadores. Sería necesario, además, dedicar mayor atención a la relación de lo que en el plano educativo pasaba en América con lo que contemporáneamente estaba ocurriendo en España. Para delinear un estado de la cuestión distinguiremos cuatro clases de centros de enseñanza superior en América durante la dominación española: las casas de estudio de las Ordenes religiosas, los seminarios, los colegios en sus diversas formas y las universidades, mayores y menores. Advertimos, antes de seguir adelante, que, dada la obligada brevedad de nuestro trabajo, tendremos que contentarnos con hacer generalizaciones que no podrán evitar ser simplificaciones de una realidad siempre muy compleja y varia. Recomendamos, por ello, acudir a monografías para obtener un conocimiento de los datos en su correspondiente contexto social. II. A)

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CENTROS SUPERIORES NO UNIVERSITARIOS

LAS casas de estudio de las Ordenes religiosas

Las Ordenes establecidas en América exigían para la fundación de una provincia la existencia en ella de al menos una casa de estudios superiores. Los dominicos exigieron, además, desde 1650, dos años de estudio de la lengua indígena para poderse dedicar al apostolado en América. En la congregación general franciscana de Toledo (1583) se estableció que la provincia que no dispusiera de tres casas de estudios superiores fuera relegada a la categoría de custodia y agregada a otra provincia. Las autoridades de estos estudios conventuales, como es lógico, eran nombradas por los superiores de la Orden, por lo que sus poderes eran limitados. Los profesores eran seleccionados por oposición, celebrada entre los franciscanos ante el provincial y su consejo, más dos o tres lectores de teología. Aunque estas casas de estudios frecuentemente atendían alumnos de fuera del convento, éstos se veían abandonados en las épocas, como Cuaresma, en que los religiosos interrumpían las clases. A pesar de ello, el convento de San Francisco de Guadalajara, por ejemplo, contaba con 60 ó 70 alumnos

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externos a mediados del siglo xvn. Los conventos solían firmar contratos con los municipios para atender a dichos alumnos externos. De cualquier modo, en el x v m se advierte la tendencia a separar los centros religiosos de los seglares. Estas casas de estudios fueron en muchos casos origen y semilla de futuras universidades, pero nunca tuvieron más que estudios superiores de latinidad, artes, teología y lengua indígena. Si tenían facultad para conceder grados, éstos podían tener validez sólo intra claustra o ser válidos tanto para incorporarse a la universidad como para presentarse a oposiciones. Deben considerarse como un caso especial dentro de este apartado los Colegios Apostólicos de Propaganda Fide franciscanos, el primero de los cuales fue fundado en Querétaro, en 1683, por iniciativa de fray Antonio Llinás de Jesús María para la formación de misioneros y que luego se extendieron a toda América durante los siglos xvm y xix. En ellos se cursaban estudios de teología mística, moral y lengua indígena y disponían de apreciables bibliotecas. Con frecuencia estas casas de estudios de los religiosos fueron focos de renovación cultural más importantes que las propias universidades. En 1786, el provincial franciscano Manuel María Trujillo, en su Exhortación pastoral, avisos importantes y reglamentos útiles para la mejor observación de la disciplina regular e ilustración de toda literatura en todas las provincias y colegios apostólicos de América y Filipinas, recomendaba que en la formación de los misioneros no se abandonasen los estudios de física moderna para ponerse a tono con las nuevas corrientes científicas. B)

Los seminarios conciliares

Los primeros seminarios de la América hispana fueron las universidades, que aun después de Trento siguieron cumpliendo dicha función. Según la reglamentación de Trento (1563), los seminarios debían ser sólo para aspirantes a clérigos y regidos por el obispo y los canónigos. En Hispanoamérica, por las necesidades especiales del medio, se intentó a veces que fuesen admitidos alumnos de fuera: así, por ejemplo, el seminario de Puebla solicitó en 1746 se le concediesen cátedras de leyes y cánones para cubrir las necesidades de dichos alumnos. Aunque su fundación fue generalmente iniciativa de los obispos, quienes, de acuerdo con lo dispuesto en Trento, debían destinar al sostenimiento de los seminarios el 3 por ciento de las rentas eclesiásticas, a veces era el Consejo de Indias el que instaba a ello: en 1641, una real cédula urgía a don Juan de Palafox a que fundase un seminario conciliar en Puebla. Solía también correr a cargo del obispo el sustento económico de los seminarios; además, frecuentemente, los prebendados contribuían a subvencionar los estudios de los futuros sacerdotes dotando becas. Estas se daban a veces con preferencia a quienes conocían la lengua indígena. El obispo solía también contribuir con sus libros a la formación de la biblioteca del seminario. Las condiciones de admisión solían ser, además de provenir de buena familia conocida y, por tanto, blanca, tener catorce años y saber leer y escribir.

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Dada la cuantía de los gastos de desplazamiento a la universidad más cercana y los de obtención de los grados académicos, algunos seminarios consiguieron otorgar éstos. Como las casas de estudios, algunos seminarios compitieron con las universidades en la modernidad de la orientación de sus estudios. Por influj o del Convictorio Carolino de Lima, y dentro de un plan de estudios impuesto por el Estado reformista, en el de San Jerónimo de Arequipa se enseñaba a Newton en 1802, aunque interpretado más como filósofo que como físico. El Estado también procuraba, a veces, que las nuevas corrientes científicas se enseñasen de modo que los futuros sacerdotes aprendiesen además a ser buenos defensores del Estado: es el caso del seminario de Santa Rosa de Caracas, donde leía la cátedra de Instituto, en 1715 el regalista Antonio José Alvarez de Abreu, alcalde visitador de la Veeduría y Conservaduría general de los Derechos Reales del comercio entre Castilla y las Indias. Hacia comienzos del XIX se observa en la organización interna de los seminarios la misma evolución que en las universidades hacia la exclusión de los alumnos de los órganos de gobierno como vicerrectores o consiliarios. El número de alumnos de estos centros variaba mucho de unas regiones a otras. El seminario de San Carlos (Cuba) tenía en 1772 veintinueve alumnos y siete catedráticos. El de Cartagena contaba en 1791 con 159. El de San Jerónimo de Arequipa, dieciocho en 1796. Para el de San José de Guadalajara se han calculado 1.164 seminaristas entre 1699 y 1800, el 30,8 por ciento de los cuales acabaron sus estudios, pero el abandono no se debió en la mayoría de los casos al fracaso en los estudios, sino a pérdida del interés por la vida sacerdotal. El plan de estudios solía constar de unos tres años de gramática y retórica; tres de filosofía, acabados los cuales podían graduarse de bachilleres en artes a una edad en torno a los veinte años; la carrera se coronaba con cuatro años de teología. Se fundaron seminarios, a partir de 1563, durante los tres siglos de dominación española en América, pero parece que las fundaciones fueron más numerosas durante el siglo XVII (véase el cap. 11). C)

Los colegios

Aún no se había roto entonces la relación entre lo que hoy llamamos enseñanza media y la universidad, y los centros donde se adquiría el grado de bachiller se consideraban parte integrante de los estudios superiores. Tampoco había llegado a los colegios la masificación que, como consecuencia del acceso a ellos de una parte considerable de la población, se producirá más tarde y que les obligará a separarse de la universidad. Durante todo el tiempo de la dominación española en América fueron la base imprescindible para la existencia de la universidad, ya que se accedía a ellos sólo con saber leer y escribir y debían proporcionar al alumno un nivel universitario de conocimientos en humanidades. Incluso fue frecuente que las universidades se sintieran celosas de la competencia que les hacían los colegios mejor atendidos y, en consecuencia, más concurridos que ellas. Eso las obligó a conseguir del Consejo de Indias

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que las lecciones de una misma materia no se impartieran a la misma hora en la universidad y en el colegio, como sucedió en 1580 en el centro jesuíta de San Pedro y San Pablo de Lima. Para evitar esa competencia, dicho colegio se convirtió desde 1621 en el lugar obligado para cursar humanidades antes de ingresar en la universidad de San Marcos, y se consideraba parte de dicha universidad. En México, el Consejo decretó en 1769 que en los colegios y seminarios sólo se pudiese otorgar el grado de bachiller en artes y teología. Hasta en el aspecto científico y en la modernidad de la orientación de su enseñanza hacían a veces los colegios competencia a la universidad. El Plan General de los Estudios Médicos, elaborado y propuesto en 1802 y 1805 por José Celestino Mutis y Miguel de Isla, se puso en marcha en el Colegio Real Mayor de Nuestra Señora del Rosario de Bogotá. Dicho plan constituía un decidido mentís a la escolástica y al espíritu de escuela, y estaba claramente influido por el plan de Olavide de 1768 para la Universidad de Sevilla. Y cuando en 1783 fracasó en San Marcos de Lima, por 94 votos contra 91, el plan de estudios elaborado por José Baquijano, duro ataque también contra las disciplinas metafísicas, «en las que con pretexto de profundizar las verdades y ejercitar los entendimientos, se desperdicia dolorosamente el tiempo en perjuicio de los esenciales principios y sólidos conocimientos», fue el Convictorio Carolino el reducto preferido por los partidarios de la reforma, que terminó triunfando en San Marcos en 1793. Eran, pues, los colegios instituciones de carácter minoritario, pero no elitista, al menos en el sentido de que sólo los ricos tuvieran acceso a ellos; sí lo eran en cuanto a que, en una sociedad como la indiana, en que la decencia venía dada por el color de la piel, los negros, indios, mulatos y mestizos muy difícilmente eran admitidos en sus aulas, salvo casos aislados, como el colegio para hijos de caciques de Tlatelolco, fundado en 1535. Pero tanto el rey como los particulares, sobre todo quienes ya habían coronado sus estudios, creaban frecuentemente becas de estudio. Junto a los alumnos ricos o porcionistas, que se pagaban su pensión, había, pues, alumnos mercenarios, como se denominaban los que disfrutaban de una beca. Había también mercenarios supernumerarios, que podían ser de cuatro clases: los «de piso», que pagaban sólo el alojamiento y comían fuera; los «de oficio», que trabajaban dentro del colegio para pagarse la pensión; los «de oposición», que habían aprobado el examen para conseguir una beca de merced, y los «seculares», que sólo venían al colegio para los estudios. A veces también se creaban colegios, como el de San Felipe de Lima, fundado en 1592, para hijos de conquistadores pobres. Como los obispos comprendieron que los colegios eran el fundamento de su acción pastoral, fueron muchas veces sus fundadores, lo que ocasionó más de un conflicto sobre el patronazgo entre el obispo y la Audiencia o algún bienhechor particular. Había diversos tipos de colegios: junto a los externados había convictorios, donde convivían profesores y alumnos, para los alumnos forasteros; solían disponer de servicios comunes para dos o más colegios, y en ellos se celebraban Relecciones o repeticiones y actos académicos. Había además colegios-seminarios, con alumnos seminaristas, general-

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mente pobres, y convictores que se pagaban su pensión, así como convictorios para aspirantes religiosos, con un régimen de vida más piadoso y recoleto. En el colegio seminario del Señor San José de Guadalajara los estudiantes se levantaban en invierno a las cinco y media de la mañana y a las cinco en verano; las clases duraban de ocho y media a doce y de tres a cinco; había dos recreos, uno de media hora, después de comer, y otro de tres cuartos de hora, después de merendar, y dos estudios, recluido cada estudiante en su cuarto, uno después de desayunar y otro después del recreo de la tarde. Las clases comenzaban y terminaban con una oración, que hacían de rodillas. Carecieron los colegios americanos de la influencia social de los colegios mayores españoles, verdadera correa de transmisión de la influencia de la universidad en las altas esferas de la política, pero fueron el semillero de las élites administrativas de la sociedad hispanoamericana. De los 5.000 alumnos que pasaron por las aulas del colegio jesuítico de San Martín de Lima entre 1582 y 1767, nueve llegaron a ser arzobispos, 41 obispos y 139 catedráticos de universidad, de ellos, 40 rectores. Los colegios jesuítas fueron los más numerosos y los que contaron con más alumnado. A fines del siglo XVII había 33 colegios jesuítas en Indias: once en Nueva España, ocho en Perú, cinco en Colombia, tres en Argentina, tres en Chile y uno en Cuba, Guatemala y Panamá, respectivamente. Los colegios propiamente dichos se diferenciaban de las escuelas de primeras letras por su carácter de internados; eran, por tanto, centros de pago. Sus maestros, que generalmente no quisieron ocupar cátedras universitarias para poder ejercer a su modo el apostolado educativo y docente, centraron su labor en los colegios, considerados por ellos como fundamento de las nuevas cristiandades y semillero de vocaciones religiosas y sacerdotales. Para algunos historiadores ha sido decisivo en la historia de Hispanoamérica el influjo de los principios educativos inculcados por los jesuítas en la minoría española y criolla. Sus colegios destacaron por la formación humanística en ellos impartida, copia de los métodos del Colegio Romano, expresados en la Ratio studiorum. De acuerdo con ella, los estudios de latinidad se dividían en cinco cursos (ínfimo, medio, supremo, retórica y poética). Quien los coronase debería ser capaz de hablar correctamente en latín y escribir versos en dicha lengua. La actividad escolar tenía siempre en estos centros una proyección social en forma de solemnes actos públicos, que estimulaban a los alumnos y aumentaban el prestigio de sus maestros. Dicho prestigio traía frecuentemente consigo la concesión a los jesuítas de donaciones de particulares. Así proliferaron sus colegios. Algunos de ellos fueron tan concurridos como el de Guadalupe (Zacatecas), que en 1721 contaba con 700 alumnos, y el de San Ildefonso (México), que tenía 800 en 1645 y 1.500 en 1680. Muchos son los que han achacado a estos centros el haber transmitido una formación intelectual excesivamente retórica y poco crítica. Aunque se ha dicho también que la labor universitaria de España en América era un edificio carente de base social, porque no existía un número suficiente de centros educativos elementales, algunos estudios monográficos revelan que la situación fue mejorando con el tiempo; así, por ejemplo, Guadalajara

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(México) contaba en 1792 con tres instituciones de estudios mayores (dos colegios-seminarios y la universidad) y 19 escuelas de primeras letras. Se fundaron colegios durante los tres siglos de la dominación española, aunque, al parecer, en menor número durante el siglo XVIII, como se desprende del siguiente cuadro: COLEGIOS UNIVERSITARIOS Fundación Denominación Ubicación 1534 1540 1551-3 1551-3 1562 1568 1573 1574 1576 1576 1576 1577 1578 1578 1582 1585 1586 1588-1611 1589 1592 1592 1596 1603 1606 1610 1611 1611 1613 1613 1619 1622 1623 1623 1623 1625 1625 1625 1628 1629 1680-2 1686 1688 1724 1728 1732 1744 1779 1789

San Nicolás San Agustín San Ildefonso San Marcos Santo Tomás San Pedro y San Pablo Mayor de Todos los Santos Santo Tomás San Gregorio San Bernardo San Miguel Dominicos Real de San Martín San Miguel San San San San

Ildefonso Antonio Felipe y San Marcos Felipe

San Fulgencio San Lucas De Cristo San Francisco Javier San Buenaventura San Ignacio San Francisco Javier San Bernardo Sto. Tomás de Villanueva San San San San

Francisco Javier Gregorio Ignacio Ildefonso

San Francisco de Borja San Francisco de Borja

San José Santa Fe y Real de Minas San Ignacio

Pátzcuaro (México) Tiripitío (México) México Lima Guatemala Lima México Oaxaca México México México Potosí Puebla Valladolid (Morelia) Lima Tepozotlán (México) Guadalajara México La Habana La Habana Lima Durango (México) Quito Guatemala Mérida Bogotá Buenos Aires Córdoba (Arg.) Cuzco Santiago de Chile San Luis Potosí Santiago de Chile Quito Querétaro Puebla Tepozotlán (México) Lima Guatemala Huamanga Chiapas Guadalajara La Habana Antioquia (Colombia) Guanajuato (México) Guanajuato (México) Asunción Buenos Aires

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La irradiación de la Iglesia LAS UNIVERSIDADES

Fue muy directa la acción de la Iglesia sobre ellas, pues, además de que muchas veces surgieron de estudios conventuales, casi siempre se crearon por iniciativa de los religiosos o de los obispos y conservaron un acentuado tono eclesiástico, dadas las carreras preferentemente eclesiásticas que se cursaban en ellas. A mediados del siglo XVIII había 25 universidades en América: México, Mérida de Yucatán, Guadalajara, dos en Santo Domingo, La Habana, Guatemala, Nicaragua, Panamá, Charcas, dos en Bogotá, dos en Venezuela, cuatro en Quito, Lima, Huamanga, dos en Cuzco, dos en Santiago y Córdoba de Tucumán. Excesivas, si se tiene en cuenta el número de alumnos, pero necesarias pensando en las distancias que las separaban. La mayoría de ellas fueron fundadas durante el siglo XVII. Cada una tenía caracteres muy específicos. Humboldt, que conoció algunas, dijo: «Me ha parecido que en México y en Santa Fe de Bogotá hay una tendencia notable al estudio profundo de las ciencias; en Quito y en Lima más gusto por las letras y por todo aquello que tiene una imaginación ardiente y activa y más luces sobre las relaciones políticas entre las naciones, y mejores nociones sobre el estado de las colonias y de sus metrópolis en Caracas y en La Habana». Nosotros, por limitaciones de espacio, sólo intentaremos delinear algunos de sus rasgos generales. A)

Aspecto jurídico

Sostienen algunos autores que en las cláusulas del regio patronato no se incluía la fundación de universidades, por lo que las de Indias conservaron el carácter eclesiástico que habían tenido desde la Edad Media las europeas, y el pase regio, al menos en los primeros años, no fue indispensable. Otros autores, en cambio, subrayan que surgen en un momento de auge de la autoridad de los monarcas, por lo que el pase regio, si no de derecho, de hecho se hizo indispensable y en más de una ocasión fueron necesarios muchos años de gestiones ante el Consejo de Indias, previo el informe favorable del fiscal de la Audiencia respectiva, para conseguir la fundación de una universidad, teniendo que costear los solicitantes la presencia en Sevilla de un delegado o representante que gestionase la fundación. Los monarcas españoles, además de hacer necesario el pase regio, exigieron que la futura universidad tuviera asegurada su subsistencia económica, a base muchas veces de fondos y rentas eclesiásticos. Esa dependencia política de las universidades respecto a la Corona se manifestó además en una acentuada presencia de la autoridad del virrey en el gobierno y en el protocolo de las mismas. En México hasta 1638 no se liberaron las autoridades académicas de la obligación de salir a recibir al nuevo virrey. Hasta la Recopilación de 1681 no estuvieron jurídicamente reguladas las universidades hispanoamericanas. En esa legislación se reafirmaba un aspecto jurídicamente característico: el reforzamiento de la autoridad del rector frente a la del maestrescuela, excepto en el caso de la Universidad de Caracas, en la que en 1742 se definen las funciones del cancelario, generalmente el maestrescuela de la catedral. Estas diferencias con las universida-

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des europeas llevan hoy a algunos autores a no querer insistir en la dependencia de las universidades hispanoamericanas respecto a la de Salamanca. En América además hubo que adaptarse a las precarias condiciones de una sociedad en fase de consolidación. En realidad queda por hacer todo un estudio crítico acerca de la relación entre las universidades de uno y otro lado del Atlántico. La carencia de jurisdicción del rector y de exención fiscal del profesorado son otras dos diferencias iniciales importantes respecto al modelo salmantino. En México, además, desde 1613 los religiosos podían votar en la dotación de cátedras, contra la costumbre de Salamanca. Con el auge de la mentalidad criolla en las universidades hispanoamericanas se fueron resaltando las diferencias con el modelo salmantino. En ocasiones la autoridad civil intenta, como en el caso de las constituciones del virrey Toledo (1581) para la Universidad de Lima, que el rector sea, al menos alternativamente, un eclesiástico y un seglar, pero que no sea en ningún caso un religioso. Se trata de un proceso de secularización que no se da siempre; así, por ejemplo, todos los rectores de la Universidad de Guadalajara, fundada en 1791, fueron sacerdotes seculares. Y en 1656 el Consejo de Indias dispuso que fuesen excluidos en México del cargo de rector los casados, porque ello podía desentonar en una comunidad de docentes que tanto tenía de eclesiástica. En esto como en todo, las directrices generales no nos deben hacer olvidar las diferencias existentes entre sociedades muy alejadas físicamente entre sí, sin olvidar tampoco el influjo de los factores individuales, como en el caso del virrey Toledo. Carecemos también de un estudio sistemático de la política de la Santa Sede respecto a las universidades de la América española, pero sabemos que después de una etapa de indecisión en que la Corona se adelanta a la Iglesia en la concesión del pase regio a las universidades mayores de Lima y México, desde 1619, haciéndose eco de las dificultades materiales que implicaba en Hispanoamérica hacer una carrera universitaria, indispensable para la formación de los cuadros rectores de la Iglesia local, concedió a los dominicos por diez años la facultad de regir universidades a doscientas millas, al menos, de distancia de la universidad más cercana. En 1621 concedió lo mismo a los jesuítas, y en 1634 emitió un breve de carácter general. En el aspecto institucional hay que diferenciar además las universidades mayores, en realidad sólo dos en toda la América hispana, México y Lima, y las universidades menores, diferenciadas de las anteriores por carecer de alguna de las facultades o, en ocasiones, por no poder además otorgar grados más que intra claustra o con validez sólo en América. Las universidades mayores hicieron todos los esfuerzos posibles para mantener el monopolio de su rango dentro de sus áreas geográficas respectivas. B)

Política del Consejo de Indias

No se ha hecho todavía un estudio sistemático de la política del Consejo de Indias respecto a las universidades indianas; la historiografía sobre el tema se ha limitado hasta ahora a consignar los datos, sin atreverse a caracterizar los procesos; pero se pueden adelantar algunas líneas maestras de dicha política. En general, el Consejo se preocupó sobre todo de que no se funda-

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sen universidades prematuramente o entrando en conflicto con otras ya existentes. En el siglo XVI, dos temas parecen preocupar al Consejo: el que los miembros de la Audiencia ocupasen o no el cargo de rectores y el uso que se hiciese de la imprenta en las universidades. En el primer tema la tendencia del Consejo a finales de siglo fue, tanto en Lima (1589 y 1598) como en México (1597) la de excluir a oidores y fiscales del cargo de rectores, aunque muchos decían que ello acarrearía dificultades económicas a las universidades. Respecto al segundo tema, en 1583 el Consejo permitió que se imprimieran en dichos centros libros que estuviesen en consonancia con la virtud. Durante el siglo XVII el acceso de los miembros de las Audiencias al cargo de rector oscila entre la aprobación para México en 1609 y la vuelta a la prohibición para la misma universidad en 1646 y 1649 (Constituciones del obispo de Puebla Juan de Palafox y Mendoza). El Consejo tomó también la iniciativa de rogar al Papa en 1617 concediera a dominicos y jesuítas la validez académica de los estudios de filosofía y teología impartidos en colegios y conventos de dichas Ordenes situados lejos de las universidades ya existentes, y tendió también a intervenir en los conflictos académicos entre dominicos y jesuítas a favor de la equiparación académica de ambos (p. ej., en Bogotá, en 1655 y 1681, y en Quito, en 1649). Favoreció asimismo el Consejo durante el siglo XVII la creación de cátedras escotistas y suaristas, regentadas por franciscanos y jesuítas, respectivamente, no sabemos todavía con qué fines. En las constituciones de la Universidad de Guatemala, aprobadas en 1685, el Consejo impuso una añadidura a la constitución 107 a favor del estudio de doctrinas filosóficas distintas. Según el obispo Payo de Rivera, era una medida útil para desenvolverse en un mundo lleno de controversias, como el de la Contrarreforma. A mediados de este siglo (México, 1657) comienza también el Consejo a pedir informes a las universidades sobre la conveniencia de que los alumnos votasen en la adjudicación de cátedras. Pero es sin duda durante el siglo xvill y comienzos del xix cuando la política del Consejo adquiere mayor interés, y por ese motivo ha sido algo más estudiada. Podemos destacar las siguientes directrices: 1) Tendencia del Estado español a que fuesen seglares quienes impartiesen las cátedras de derecho (San Gregorio de Quito, en 1704 y 1724) para contrarrestar el influjo de las doctrinas antirregalistas defendidas por los jesuítas. En 1738 se creó en Chile la Universidad de San Felipe expresamente para dotarla de estudios de derecho. 2) La medida política más importante adoptada por el Consejo en el siglo x v m fue la expulsión de los jesuítas (1767), en un esfuerzo claro por arrebatar a la Iglesia el predominio en el ámbito educativo, apoderarse de los cuantiosos bienes culturales acumulados por losjesuítas y anular definitivamente el influjo ejercido por ellos sobre las conciencias. En la Universidad de Córdoba, por ejemplo, no se permitió que ejerciesen la docencia después de la expulsión ni siquiera los sacerdotes seculares que habían sido educados por los jesuítas. 3) Una tendencia clara a favorecer el acceso a los estudios universita-

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rios a los pobres (en 1770 se redujeron los gastos para la obtención del grado de bachiller a quienes pudiesen demostrar su pobreza, y en 1788 se estableció que uno de cada diez bachilleres pudiese obtener gratuitamente el grado) y marginados (en 1812 se obligó a la Universidad de Caracas a admitir africanos en sus aulas). 4) La tendencia de las universidades a convertirse en órganos del Estado para el control de la enseñanza superior. En 1801, por ejemplo, se estableció un censor regio en la Universidad de Caracas para la supervisión de las opiniones vertidas en las publicaciones y en la docencia. 5) Tendencia a suprimir las cátedras de lengua indígena, establecidas obligatoriamente y favorecidas de diversos modos en el siglo XVI, para fomentar la implantación del castellano (1770). C)

Aspecto socioeconómico

Parece, ante todo, que las universidades hispanoamericanas fueron centros escasos en fondos y que sólo la condición eclesiástica de muchos de sus profesores y alumnos aseguró su pervivencia, ya que el dedicarse a la docencia universitaria era una especie de honor que en modo alguno podía garantizar el mantenimiento digno de un intelectual. En 1594, el sueldo del catedrático de gramática de la Universidad de México no representaba sino la cuarta parte del gasto anual de una persona (250 pesos), y poco antes (1571) los catedráticos de dicha universidad se quejaban, incluso, de que no cobraban. Quizá por esta penuria eran tan elevados los gastos de obtención de grados, lo que, sin duda, excluyó de la universidad a las clases bajas o a los que no contasen con alguna ayuda. En 1792, en la Universidad de Caracas, equivalían a dos años de sueldo de un catedrático. Algunas universidades del Nuevo Mundo tardaron mucho en tener edificio propio, y a veces loables deseos de reforma, como los del virrey Amat en Lima, fracasaron por motivos económicos (1771). En la Universidad de San Cristóbal (Huamanga) sólo había en 1792 dos cátedras (artes y teología) por falta de fondos. El Estado fue cicatero en la concesión de medios, por lo que las universidades tuvieron que sostenerse gracias a rentas eclesiásticas y donaciones privadas. En estas condiciones, había pocos estímulos, aparte la vanagloria, que tanto suele encandilar al intelectual, para la consolidación de una verdadera carrera universitaria. En consecuencia, los estímulos para estudiar en la universidad se encontraban fuera de ella; en este sentido, la Iglesia era la que ofrecía mayores perspectivas de trabajo: era indispensable, por ejemplo, una licenciatura universitaria para aspirar a canonjías y curatos; y, evidentemente, se necesitaban más sacerdotes que médicos o abogados para el funcionamiento de la sociedad indiana. Así se explica que sólo después de la expulsión de los jesuítas (1767) comenzó a aumentar en las universidades hispanoamericanas el profesorado seglar. Todavía en 1758 un informe del arzobispo de Lima, Pedro Antonio Barroeta, acusaba a los religiosos de acumular cátedras.

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Así se nos configura la universidad hispanoamericana como clerical y elitista, sobre todo desde que fue perdiendo la herencia medieval de participación estudiantil en el gobierno interno y en la selección del profesorado (en México, ya lo hemos dicho, desde 1657; en Lima, desde 1684). En México, los oidores de la Audiencia se quejaban del predominio clerical en la universidad (1684). Ya en 1589 todos los catedráticos de Lima eran criollos. Ese carácter clerical y elitista de la universidad de las Indias aparece más claro si examinamos el número de alumnos que la frecuentaban. La de México contaba en 1630 con 120 alumnos de retórica, 187 de artes, 42 de teología, 65 de cánones, 10 de leyes y 14 de medicina (obsérvese que, dejando aparte los alumnos de base, retórica y artes, consideradas facultades menores, hay una proporción de 107 alumnos de carreras eclesiásticas frente a 24 de carreras civiles, es decir, la cuarta parte). Dicha proporción se mantenía en 1791, ya que había en dicha universidad cinco cátedras de teología, una de cánones, una de derecho y una de medicina. En cuanto a Lima, sabemos que el colegio jesuíta de San Pedro y San Pablo, con sus 300 alumnos, planteaba una seria competencia a una universidad casi vacía, y lo mismo seguía diciendo el informe de 1758 a que nos hemos referido. En las universidades de más reciente fundación, como la de Cuba (1728), fundada por los dominicos en su convento, parecen orientarse más los estudios a las carreras civiles: en 1775 se matricularon 183 alumnos y había dos cátedras de teología escolástica, dos de leyes, dos de derecho real, una de sentencias, una de Santo Tomás, cuatro de medicina, una de filosofía, una de matemáticas y una de gramática: es decir, dejando a un lado las de filosofía y gramática, había cuatro cátedras eclesiásticas y nueve civiles.

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diera el paso definitivo a una física totalmente desconectada de la teología. A medida que avanza el siglo se oyen voces cada vez más numerosas contra Aristóteles y la metafísica. José Baquijano, por ejemplo, en su proyecto de reforma de Lima en 1783. También en Lima en 1791 se pidió que los exámenes de filosofía no se siguiesen haciendo sobre los textos de Aristóteles. En cuanto a la medicina, separada de las matemáticas en México desde 1773, José Hipólito Unanúe funda en 1811 en Lima el Colegio de San Fernando, donde la filosofía aristotélica era sustituida por la física experimental. 4) La introducción del libro de texto en la enseñanza frente al viejo y lento método del dictado, como se hizo en 1767 en la Universidad de San Felipe (Chile) y en 1791 en la Academia Carolina de Charcas. Predominaron los textos extranjeros de tendencia conservadora. 5) La introducción de los estudios históricos en la universidad. En 1804 se creó una cátedra de historia de la Iglesia en Caracas. Las críticas de los positivistas a que nos hemos referido al principio tuvieron inicio en la propia autocrítica que surgió en las universidades indianas al llegar el siglo XVIII. Sin olvidar todos sus defectos, ellas fueron el cimiento de la religión y de la cultura en Hispanoamérica. La de San Felipe, por ejemplo, produjo 299 doctores entre 1738, fecha de su fundación, y 1810. La de Guatemala, fundada en 1676, graduó 23 bachilleres en 1746, en una ciudad que contaba con unos 20.000 habitantes en 1788. El celo inigualable de muchos eclesiásticos hizo posible en América una labor seguramente desproporcionada respecto a los medios empleados por el Estado. NOTA

D)

Régimen de estudios y aspecto científico

Ese predominio de la Iglesia en las universidades no las libró de la corrupción y de la decadencia. En México, por ejemplo, donde hacia 1575 las cenas y convites tenían más importancia para la consecución de grados que los propios exámenes, se rebajaron a dos los años de teología y hacia 1618 era habitual la corrupción en las oposiciones. Todavía en 1738 era muy frecuente la venta de grados académicos. A medida que avanza el siglo XVIII, sin embargo, hay indicios de reformismo y de inconformismo intelectual, cuyo origen, como dijimos, estaba a veces más en los colegios y seminarios que en las propias universidades. Podemos resumir esos indicios de renovación en los siguientes: 1) La importancia creciente dada a las bibliotecas en las universidades. En México se creó en 1726 una sala de librería en la Universidad, que llegó a tener 20.000 volúmenes en 1784. 2) El establecimiento de exámenes anuales. En la Universidad de Córdoba, por ejemplo, desde 1683 en teología y desde 1757 en filosofía. 3) Introducción de las matemáticas en 1650 en Lima, cátedra regentada por un mercedario, y de la física experimental junto a la especulativa (en Guatemala, en 1765; en Caracas, en 1786), aunque no parece que se

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CAPÍTULO 39

LA IGLESIA Y LA ENSEÑANZA YSECUNDARIA

ELEMENTAL

Por JAIME GONZÁLEZ RODRÍGUEZ

Renunciamos a hacer aquí un recuento completo de todas las instituciones docentes de la Iglesia en América, ya que, además de la falta de espacio para ello, se requiere aún un largo trabajo de documentación de primera mano para tener conocimiento seguro de muchas de ellas. Los cronistas de las Ordenes religiosas suelen silenciar el tema de la enseñanza, y los datos de que disponemos sobre centros docentes son a menudo contradictorios. Por ello, los trabajos monográficos realizados con documentación de archivo son el más seguro apoyo para el conocimiento del tema que nos ocupa. I.

OBSERVACIONES GENERALES

La estructura educacional de la América hispana estuvo marcada por un condicionamiento: la abrumadora desproporción entre el espacio y la población cuyas necesidades había que cubrir, por un lado, y el potencial demográfico con el que contaba España para realizar la tarea educativa y la escasez de sacerdotes, por otro. No hay que perder nunca de vista el hecho esencial de que el Regio Patronato no fue sino consecuencia de una Iglesia sumida en una profunda crisis y en una angustiosa carencia de clérigos, sobre todo bien formados. Muchos de los aspectos de la educación elemental y media de Hispanoamérica sólo se entienden a la luz de este fenómeno básico. Para encontrar solución a este problema es evidente que la Iglesia, cuyos representantes se sentaban en los órganos más importantes del Estado durante los tres siglos de la etapa colonial, trabajó de consuno con los políticos, pues debió de ser evidente desde el primer momento que una religión como la católica exigía en el catecúmeno un cierto grado de alfabetización y que no se podía evangelizar a los indígenas sin antes elevar su nivel cultural según las pautas occidentales. Por eso, desde el primer momento, la catequesis estuvo, siempre que fue posible, acompañada de las enseñanzas básicas de lectura, escritura y, a veces, aritmética. Aunque los primeros misionólogos formularon esa convicción diciendo que era necesario hacer a los indígenas «primero hombres y luego cristianos», en la práctica, dado el abismo de ignorancia en que, a los ojos de los

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La irradiación de la Iglesia

europeos, los indios se encontraban, ambas metas eran inseparables, y se puede decir que nunca la catequesis se dio separada de la enseñanza elemental. Así pues, la extensión de la enseñanza elemental en América está íntimamente relacionada con las exigencias de la evangelización. De este modo lo entendió el Estado catequista, y ya desde 1503 una ordenanza dirigida a Nicolás de Ovando, gobernador de la Española, la primera conocida en materia de enseñanza, prescribía hacer una casa donde el cura de cada población reuniera a los niños para enseñarles a leer y escribir a la par que los catequizaba. Un elemental sentido de la realidad aconsejaba, además, comenzar la educación de los indígenas por los niños, más maleables que sus padres. Consecuencia de esa colaboración estrecha entre la Iglesia y el Estado catequista fue que, a mediados del siglo XVII, no había pueblo ni rancho donde la escuela faltase. Esta vinculación de la enseñanza elemental a la evangelización proporcionó al Estado, casi gratuitamente, un considerable número de inculturadores dispuestos a elevar, con miras a la expansión de la fe cristiana, el nivel cultural de los nuevos subditos americanos, lo que facilitaría enormemente su inserción en las estructuras estatales. La Iglesia, por su parte, acuciada por la penuria de sacerdotes, intentó desde el primer momento dar acceso al indígena a la cultura superior, especialmente con miras a que hubiera sacerdotes nativos. Además del esfuerzo bien conocido del colegio de Santa Cruz de Santiago de Tlatelolco (México), es prueba de ello que ya en 1538 el obispo de Cartagena, Jerónimo de Loaysa, solicitara una escuela para la formación del clero indígena. Pero este objetivo de inculturación del indígena, por diversas razones, entre ellas el fracaso en obtener sacerdotes nativos y el peligro de herejías e insurrecciones entre ellos, se fue limitando en sus metas a la enseñanza elemental o a los conocimientos (como la música y la lectura del latín) que podían convertir al indígena en auxiliar del servicio al culto. Así, por ejemplo, en 1695 una real cédula ordenaba al obispo de Caracas que vedase a los doctrineros otras escuelas que las de leer, escribir y contar. Por tanto, en líneas generales, puede decirse que la estructura cultural creada por España en América fue una estructura de base muy amplia, pero de cúspide restringida, es decir, que las instituciones de nivel superior eran escasas y con alumnado poco numeroso, pero que, aunque a veces el carácter minoritario de la enseñanza superior fue producto de prejuicios sociales y raciales muy enraizados en la sociedad, generalmente se tuvo más en cuenta las cualidades intelectuales de los candidatos que su fortuna y condición social. Debe decirse también que la Iglesia intentó contrarrestar el afán de lucro que animó con frecuencia la enseñanza privada, en Hispanoamérica como por doquier, animando a las instituciones religiosas a que diesen ejemplo de caridad con los marginados. En cuanto al desarrollo evolutivo de la enseñanza elemental, se advierte que, agotado el espíritu de conquista espiritual de los primeros años, que produjo ejemplos tan gloriosos de entrega total a la educación como el de fray Pedro de Gante, vuelve a producirse en el siglo xvill un renovado

Iglesia y enseñanza elemental y secundaria

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interés, tanto de la Iglesia como del Estado y de las instituciones culturales y locales, por atender la educación de la población, ahora con carácter de servicio público, mediante la fundación de escuelas interclasistas y gratuitas, aunque sin olvidar del todo ciertos prejuicios clasistas y raciales. II.

A)

LA ENSEÑANZA ELEMENTAL PARA HIJOS DE CACIQUES

Razones de su implantación

Es evidente que los misioneros dedicaron desde los primeros tiempos una atención especial a los hijos de caciques, sobre todo a los que gozaban de derechos sucesorios, y que dicha preferencia no se debió exclusivamente a razones de marginación social de los menos afortunados. La causa principal de este fenómeno fue, sin duda, la escasez de clérigos, que imponía una selección de los beneficiarios del escaso capital educativo disponible. Todavía en 1746, las ciudades argentinas de Mendoza y San Juan sólo tenían un cura cada una. Dicha escasez aconsejaba preferir como educandos a quienes, por su ascendiente social, podían convertirse pronto en eficaces colaboradores del clérigo evangelizador. Dicha colaboración fue, sin duda, una de las primeras y más eficientes formas de apostolado laical en la evangelización de América. El Estado catequista tuvo siempre presente esta necesidad, como lo demuestra el que ya en las Leyes de Burgos (1512) se ordenase que los encomenderos entregaran a los franciscanos los hijos de los caciques; en 1518 se concretaba que se les entregasen a ellos o a los dominicos los menores de diez años, ampliándose dicha edad en 1528 hasta los trece años. Por eso es un hecho recurrente el que, nada más terminada la conquista, se mande a los encomenderos, como obligación inherente a su cargo, el que se hagan responsables de la educación de los vastagos de los indios principales. En Guatemala lo impuso así, en 1549, el licenciado Cerrato. En Santa Marta, en 1530, es el dominico Tomás Ortiz quien ordena a los encomenderos educar en su casa a uno o dos caciquillos. En Perú, Pizarro da orden a los encomenderos, en 1534, de enviar a los caciquillos a los conventos, adelantándose a las ordenanzas reales de 1536, en las que se establecía que los encomenderos se hiciesen cargo de la manutención de los caciquillos mientras estuviesen educándose con los misioneros. En 1541, que se encargara de su educación en los pueblos de españoles el párroco u otra persona que entendiera la lengua de los indios. La Iglesia actuó del mismo modo. El primer Concilio de Lima, en 1552, obligó a que se destinase una casa en cada pueblo cabecera de distrito para los caciquillos, donde se recogieran tres o cuatro por aldea. En Santa Fe, el arzobispo Zapata ordena, en 1573, que cada doctrinero tenga en su casa veinte hijos de caciques para enseñarles lectura, escritura y aritmética, y así convertirlos en educadores de sus congéneres. J u n t o a la penuria como fuente del sistema, ha de verse también el instinto de los misioneros, especialmente los franciscanos novohispanos, de

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La irradiación de la Iglesia

adaptarse a las estructuras educativas vigentes ya entre los mexicas, quienes concedían una atención especial en los «calmécac» a los hijos de la nobleza. Se intentó imitar incluso, por adaptarse a la mentalidad indígena, la dureza de la vida en el «calmécac». No extrañe, por ello, que en los internados adosados a los conventos los hijos de caciques estuvieran sometidos a un régimen de vida que en poco difería del de los frailes. Los alumnos del colegio jesuíta del Príncipe o de San Francisco de Borja, en Lima, hacían diariamente examen de conciencia y se aplicaban disciplinas. Por otra parte, esa concepción de que quienes estaban llamados a desempeñar una tarea de gobierno necesitaban una educación de más largo alcance, a fuer de natural en una situación de gran penuria como aquélla, coincidía con lo que se pensaba entre los españoles sobre el tema. Ya en 1570, sin embargo, se lamentaban los franciscanos de haber dejado de prestar atención exclusiva a los hijos de los caciques. Pero el sistema, armónico con la naturaleza de los hechos, no desapareció. En 1589, el general jesuíta Aquaviva se manifiesta interesado por él en carta al provincial de Nueva España. B)

Modalidades del sistema

En la Española, en tiempo de Nicolás de Ovando, comienzan los franciscanos a prestar una atención especial a los hijos de los caciques en sus dos conventos de Santo Domingo y Concepción de la Vega, aunque, según Las Casas, sólo les enseñaban buenas costumbres. En Cumaná, ya en 1516, fundaron un convento donde educaban a los hijos de los caciques. Los mismos hijos de San Francisco fueron también paladines del sistema en Nueva España desde que en 1524 ordenara Cortés que los encomenderos enviaran los caciquillos a los frailes, al párroco o a persona hábil o suficiente. En 1525 fundaron en México el colegio de San José, anejo al convento de San Francisco, que recogía los caciquillos de la comarca. Otrd fundaron en Zinepécuaro (Michoacán) para caciquillos chichimecas, y en 1531 Jacobo de Tastera otro en Champotón, que tuvo que abandonar por los abusos de los españoles. En Nicaragua, los franciscanos educaban eri 1533 a noventa caciquillos, uno por encomienda. En 1542 enseñaban, en su convento de Quito, a dos hijos de Atahualpa. En cuanto a los dominicos, tuvieron un colegio para caciquillos ett Chiribichi (Cumaná) y más tarde otro en Sombrerete (Nueva España). Los jesuítas fundaron en La Habana, en 1568, un colegio para caciquillos a sugerencia de Pedro Meléndez de Aviles, efímero, sin embargo, por muerte de dos de los tres alumnos que tenía. Suyo fue también el de San Martín Tepotzotlán (1582), fundado a instancias del cacique Martín de Maldonado para indígenas, caciques y plebeyos. Era una especie de escuela graduada en que los alumnos estaban divididos en tres niveles: catecismo para todos, escritura para los más adelantados, especialmente nobles, y música y canto para los acólitos, quienes iban uniformados con un atuendo mitad español mitad indígena. También en la enseñanza de los oficios s e hacía distinción entre los nobles, a quienes se enseñaban las artes, y los

C.39.

Iglesia y enseñanza elemental y secundaria

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plebeyos, que aprendían oficios mecánicos. Vemos cómo los jesuítas incorporan desde los comienzos a su pedagogía el interés mediante la emulación. El colegio de El Parral (Chihuahua) era para los indios nobles de Sinaloa y Sonora. A veces, el Estado asumió el sostenimiento de la educación de los hijos de caciques, aunque ya en época posterior. Así, por ejemplo, en 1697 Carlos II encarga a los jesuítas la fundación en Santiago de una escuela para veinte caciquillos becarios. El rector cobraba 280 pesos anuales, y 220 cada uno de los veintidós maestros. El rey contribuyó con 1.920 pesos. En 1723, una sublevación acabó con el centro. III.

LA ENSEÑANZA ELEMENTAL DE LA MUJER

Diversas causas entorpecieron el desarrollo de la educación de la mujer, que no estaba llamada a ejercer funciones de cooperación en la celebración del culto. Por ejemplo, los educadores natos en la América hispana, los religiosos, no eran los más indicados para mantener con las indias el trato continuo que exige una labor educativa. La mentalidad discriminatoria, especialmente la de los indígenas, en el tema de la educación, a la que ya nos hemos referido repetidamente, tampoco la favorecía. En Nueva España, por ejemplo, en tiempos del obispo Zumárraga los indios educados con los franciscanos no querían casarse con las indias que recibían educación parecida, porque, según el patrón vigente en España, el marido debería alimentar a su esposa, mientras según el patrón indígena la costumbre era la inversa. Pero hubo también factores que alentaron a dedicar atención a la mujer, como la necesidad de buscar adecuadas compañeras a los indígenas educados por los misioneros y la necesidad de sustraer a las indias de los abusos de los caciques. A)

Formas que presentó la educación de la mujer

La forma más antigua fue la educación recibida en los patios de los conventos franciscanos, donde las niñas indias, juntas nobles y plebeyas, aprendían bajo la tutela de matronas o madres espirituales, quienes las recogían por los barrios, las distribuían en corrillos para la enseñanza y las acompañaban luego a sus casas. Una vez que estaban ya agrupadas, un niño de los que se educaban con los frailes les enseñaba en cada corrillo hasta que alguna más adelantada podía enseñar a las otras. Como se ve, era un sistema que intentaba obviar la penuria de evangelizadores echando mano de la ayuda mutua de los educandos, convertidos en responsables y protagonistas de la educación de sus congéneres. Se trataba de conseguir la colaboración de los propios indígenas en la extirpación de la idolatría. Los franciscanos conservaban en Panamá, en una fecha tan avanzada como 1796, su costumbre de los primeros años de impartir enseñanza a niños de ambos sexos, a quienes, en este caso, proporcionaban además ropa

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La irradiación de la Iglesia

y comida. Y lo mismo sucedía por la misma época (1795) en las misiones franciscanas de Tarija. Según fray Juan de Torquemada, esas matronas o madres espirituales recibieron el nombre de beatas «y ayudaron mucho a los frailes en las cosas de la doctrina y policía cristiana». Una real cédula de 1531 establecía que las beatas dependieran del obispo, «pues al presente no han de ser profesas». Pero fueron las monjas quienes más contribuyeron a la educación de la mujer americana. Cortés, en su viaje a España en 1528, negoció el envío a Nueva España de terciarias franciscanas. En 1771 el cuarto Concilio mexicano quiso salir al paso de la pérdida del vigor de la vida monástica que muy frecuentemente traía consigo la convivencia de alumnas con las monjas en las celdas de los conventos, ordenando que las niñas salieran de los monasterios. Dicha medida se vio reforzada por una real orden de 1774, que prohibía también tener educandas en los conventos. Pero la experiencia demostró que la estructura educativa existente entonces en México no era capaz de cubrir la atención a la mujer educanda sin la colaboración de los conventos, y en 1796 se vuelve a permitir la educación femenina en los monasterios. En 1817, un Estado cada vez más responsabilizado en proporcionar educación pública y gratuita a los ciudadanos pedía que fuesen gratuitas todas las escuelas de los conventos de religiosas. También fue muy frecuente la enseñanza privada ejercida por mujeres sin cualificación especial en las llamadas «amigas». En las Ordenanzas de 1600 para Nueva España se exigía, para abrir una «amiga», una solicitud cursada al juez de informaciones de maestros de escuela, acompañada de fe de bautismo y certificado de buena conducta y de tener instrucción religiosa expedido por el párroco. Estas maestras privadas, también llamadas beatas, frecuentemente carecieron del debido nivel cultural, como reflejó un informe oficial de 1813. Hubo también casas de recogimiento, donde un grupo de niñas o mujeres se recogían sin que la institución tuviera carácter de beaterío ni de convento, como fue el caso de la casa de recogidas educandas en Córdoba, confiada en 1796 a tres matronas. La primera institución religiosa dedicada en América específicamente a la educación de la mujer fue el Colegio de la Enseñanza de la Compañía de María de México, fundado en 1754, influido por los sistemas educativos de la Compañía de Jesús. Dicha institución contaba ya con cargos conventuales específicamente docentes: maestra de clases, maestra de colegialas, portera de clases, bibliotecaria. Hubo también casas para niñas perdidas, como el Colegio de Doncellas de Nuestra Señora de la Caridad, fundado por la Cofradía de la Caridad o del Santísimo en 1545. Estaba regido por el rector y diputados de dicha Cofradía y dirigido por una o dos españolas virtuosas. Este centro recibe en 1548, al igual que el Colegio de San Juan de Letrán, al que se aludirá más adelante, la mitad del ganado mostrenco de Nueva España y Nueva Galicia. Un oidor de la Audiencia de México visitaba anualmente este centro, que tenía en 1558, además de las colegialas, pupilas ricas de pago.

C.39. B)

Iglesia y enseñanza elemental y secundaria

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Contenido de la enseñanza para mujeres

La mentalidad abiertamente discriminatoria a que antes nos hemos referido consideraba que las funciones reservadas a la mujer en la estructura social eran las relacionadas con la maternidad y el cuidado de la casa. Por eso, generalmente, la enseñanza dirigida a ella se limitó a catecismo y labores. Cuando en 1754 surgen los colegios de la Compañía de María, dicha enseñanza se amplía a la lectura (en latín y romance), escritura y aritmética. En 1768, el arzobispo de México, Francisco Antonio de Lorenzana, educado con los jesuítas, en su visita pastoral a Querétaro estableció en el beaterío carmelita de la ciudad una escuela gratuita para indias y criollas con dos aulas, una para labores y otra para la enseñanza de lectura, escritura y catecismo. Dos colegialas residentes en el centro ejercerían de profesoras. Más adelante se admitirían pensionistas debidamente separadas de las monjas. C)

Modalidades principales

Con frecuencia, los centros docentes de la Iglesia eran los únicos gratuitos. Según un informe hecho por encargo de la Real Sociedad Económica, en 1793 había en La Habana 32 escuelas para niñas, de un total de 39, dirigidas muchas veces por negras y mulatas libres, y sólo la de Belén era gratuita. También en Guatemala, en 1781, los betlemitas abrieron escuela pública. En Puerto Rico no había en 1799 más escuelas para niñas que las de la Iglesia. Muchos sacerdotes emplearon su dinero en la fundación de centros docentes, como el chantre de la catedral guatemalteca, Jerónimo Romero, quien en 1592 solicitó la aprobación del Colegio de Nuestra Señora de la Presentación, destinado a hijas naturales de conquistadores, en régimen de internado, pero admitía también externas. Cuatro monjas concepcionistas eran las profesoras. Además de catecismo y labores, enseñaban lectura y escritura. En 1799, el sacerdote Salvador Ximénez Padilla, siguiendo el modelo de un centro fundado por fray José Antonio de San Alberto, creó en Potosí un colegio para huérfanas, usando beatas como núcleo del profesorado. El sacerdote Antonio de Zúñiga organizó en Peumo (Chile), en 1690, un convento para enseñantes. También los prelados fueron particularmente sensibles a la necesidad de centros docentes, como el obispo carmelita descalzo de Tucumán fray José Antonio de San Alberto, quien fundó un internado para niñas huérfanas en Córdoba (1782), en el antiguo colegio jesuíta de Montserrat; La Plata (1792), para huérfanas nobles; una clase pública dirigida por dos beatas en Catamarca (1809), que confió a Patricio Torrico Ximénez, familiar suyo, y con las mismas constituciones que el internado de Córdoba.

P.IV.

722 IV. A)

La irradiación de la Iglesia

LA ENSEÑANZA ELEMENTAL PARA NIÑOS

Ámbito del sistema

Sin duda la población masculina fue el sujeto básico de la educación en América y Filipinas, aunque, como ya hemos dicho, ante la dificultad de atender a todas las necesidades, fue preciso conceder una atención especial a los hijos de caciques. Por encima de esta minoría merecieron una atención especial de evangelizadores y educadores, naturalmente, los hijos de españoles, sobre todo los de los conquistadores, beneméritos y primeros pobladores, y los criollos. También los mestizos, especialmente los menos afortunados, es decir, los abandonados por sus padres, fueron objeto de la atención caritativa de la Iglesia. Hacia 1547, fray Juan de Zumárraga fundó en México el colegio de San Juan de Letrán para «niños huérfanos hijos de españoles e indias», institución que fue favorecida por el Estado en 1548 al concedérsele por diez años la mitad del ganado mostrenco de Nueva España y Nueva Galicia. Este colegio admitía también a niños criollos y tenía un preceptor de gramática indio con un salario de 100 pesos anuales. Tuvo este colegio constituciones propias desde 1557, según las cuales dos consiliarios teólogos ayudarían al rector en la dirección del centro y otro para enseñar latín a los profesores y a los alumnos más aventajados, entre quienes se seleccionaban seis alumnos por año para que siguieran estudios universitarios. Los alumnos hacían vocabularios y traducciones de textos indígenas. A veces era el Estado el que tomaba la iniciativa de crear estos centros, como en Guatemala, por real cédula de 1549, y en el Nuevo Reino de Granada, por real cédula de 1554. En cuanto al resto de la población indígena masculina, allí donde había un poblamiento concentrado en pueblos fue mucho más fácil ejercer la función educativa. En cambio, donde la población estaba diseminada, como en buena parte de América Central, hubo que hacer un esfuerzo mucho mayor; los resultados, lógicamente, fueron más modestos. Esta es una norma que se deriva de la naturaleza de las cosas y es aplicable al conjunto de la presencia española en América, que fue más rápida e intensa allí donde existía ya una estructura social y estatal, valioso punto de apoyo para la implantación de la nueva cultura. B)

Formas que presentó la educación de los niños

Sin duda, la más importante, por su alcance y extensión, fue la ejercida por los misioneros, doctrineros, sacerdotes y sacristanes a la sombra de la iglesita de la misión. No disponemos aún de mapas que recojan la extensión y densidad de esta red de focos de cultura elemental que representa un dato de primer orden para conocer el capital educativo de las distintas zonas. Ya en 1503 se ordena a Ovando que construya casas junto a las iglesias para que un sacerdote enseñe dos veces al día el catecismo, lectura y escritura. En 1509 se le reitera la orden y se establece una remuneración especial para el sacerdote enseñante. En la instrucción a los Jerónimos de 1516 se

C.39.

Iglesia y enseñanza elemental y secundaria

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ordenó que, como en España sucedía, los sacristanes se encargasen en cada pueblo de la enseñanza de los indígenas. Para esas escuelas de misión se utilizaron siempre también maestros naturales, es decir, los propios indígenas o alumnos más aventajados, que se convertían en maestros de sus compañeros. En una fecha tan temprana como 1550 había unas 60 doctrinas dominicas en Chiapas, y hacia 1577 tenían unas 200 en el Nuevo Reino de Granada. En 1630 los franciscanos tenían 30 en Nuevo México y 74 en 1780. Un informe del comisario apostólico de los franciscanos, fray Manuel de Silva, al rey en 1699 acerca de la situación de la enseñanza en Venezuela podía afirmar: «Por lo que mira a la enseñanza del idioma español y habilidades de leer, escribir y contar, aseguro a V. M. que en los más pueblos hay escuela para este efecto». En Píritu (Venezuela), donde los capuchinos catalanes habían entrado tres años antes, había ya en 1653 más de 200 niños que sabían leer. En 1779 los franciscanos tenían trece pueblos con escuela dependientes del colegio de misiones de Ocopa. En 1785, el obispo de Trujillo, Baltasar Martínez Compañón, había abierto 42 escuelas de doctrina en su diócesis. Una institución de raíz medieval como las escuelas monacales, centros de cultura literaria, artesanal y agrícola, desempeñaron también en América y Filipinas una amplia e inestimable labor ya desde el tiempo del obispo Zumárraga, quien afirmaba en una carta de 1531 que «los conventos tienen junto a sí una casa para educación de los niños, y allí tienen su capilla, su general, refectorio y dormitorio». El convento significaba, frente a la vida con frecuencia itinerante del misionero, obligado a desplazarse en busca de las almas, la estabilidad y continuidad que la labor educativa requieren. Consecuente con ello, el virrey del Perú ordenó que siempre permaneciesen en él al menos dos frailes para hacerse cargo de los educandos. Como ya hemos indicado, en los conventos franciscanos de Nueva España los indios vivían en régimen de internado, como en los «calmécac» aztecas. Los franciscanos comenzaron ya en 1523, en su convento de Texcoco, a educar a los indígenas, y al año siguiente, apoyados por el conquistador humanista Cortés, reunieron en su convento de México unos mil alumnos indígenas. Y según el cronista Mendieta, fray Alonso de Escalona reunió casi 600 en Tlaxcala en 1527. Según Constantino Bayle, hacia 1650 había en Hispanoamérica unos 400 conventos, la mayoría de los cuales, de una u otra manera, contribuían a la labor educativa. Donde el poblamiento era disperso y no había conventos, la falta de centros docentes podía ser angustiosa. En 1621, los vecinos de Realejo (Nicaragua) solicitaron la fundación de un colegio jesuíta «porque hasta ahora no ha habido ni hay convento alguno». Para Centroamérica, a finales del siglo xvm, da la cifra de unos 100 conventos mayores (30 mercedarios, 13 dominicos, 54 franciscanos), cada uno de los cuales tendría cuatro o cinco doctrinas. Muchas veces las escuelas de primeras letras fueron también escuelas de artes y oficios, es decir, de artes para los alumnos nobles y de oficios para los plebeyos, como en el colegio de Tiripitío, fundado por los agustinos en

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P.IV.

Michoacán en 1537. En su etapa de oidor de la segunda Audiencia de México (1530-37), Vasco de Quiroga fundó en Pátzcuaro el complejo de Santa Fe de la Laguna, que constaba de un hospital y una granja-escuela donde, según el pedagógico humanista, «a manera de regocijo, juego y pasatiempo, una hora o dos cada día» los indios aprendían las técnicas agrícolas los días que no aprendían la doctrina, pues el que luego sería obispo de Michoacán consideraba dicho aprendizaje como «doctrina y moral de buenas costumbres». Los colegios jesuitas aportaron una nueva pedagogía, que brilló especialmente en la enseñanza secundaria y en los Colegios Mayores, pero también en las escuelas elementales introdujeron el espíritu de competencia y selección: por ejemplo, los alumnos más aventajados leían en latín y castellano a los religiosos durante la refección. Al llegar el siglo XVIII, como ya hemos apuntado, se hace más viva en todos los sectores de la sociedad la conciencia de la necesidad de hacer extensiva la educación con carácter gratuito a todos los niños en edad escolar; surgen, por ello, escuelas públicas, promovidas muy frecuentemente por la Iglesia. Ya en 1764 el obispo de Puerto Rico, Mariano Martí, las fundó en Bayamón y Guaynabo. En 1783 se hicieron preceptivas por real provisión las escuelas públicas en todos los pueblos de indios. En 1808 el Ayuntamiento de México exigió que las escuelas públicas de la ciudad fueran gratuitas. C)

C.39.

La irradiación de la Iglesia

Contenido de la enseñanza para niños

A los niños, aunque plebeyos, se les daba acceso a un grado de cultura superior al de las mujeres, pues se les necesitaba como acólitos o cantores en las funciones litúrgicas y también porque entonces todo el mundo, incluidos los indios, consideraban que el varón necesitaba más conocimientos para desempeñar sus funciones sociales. Por todo ello, siempre que se podía se procuraba que los niños más aventajados fueran capaces de leer latín: a ello se refieren las clases de «latinidad», que no gramática, de que nos hablan las fuentes americanistas. La gramática era un saber de grado medio, que a veces se enseñaba en la propia universidad, y consistía en el estudio del latín, lengua científica hasta el siglo XVIII, en la que se impartía la enseñanza universitaria. «Latinidad» era enseñar a los acólitos a leer y, con frecuencia, hacer copias en latín, lo que, dada la carestía de los libros, era un buen auxiliar de la labor cultural desempeñada por los eclesiásticos. Los alumnos de Santa Cruz de Tlatelolco realizaban primorosas copias en castellano, latín y lenguas indígenas, gracias a lo cual se produjo entre los indios convertidos una importante circulación de libros «de mano» (comentarios bíblicos, historias del mundo indígena, sermones...) que llegaría a inquietar a la Inquisición de Nueva España. En las reducciones del Paraguay los jesuítas enseñaban a leer en castellano, latín y guaraní. Los copistas guaraníes rayaron a un nivel de destreza tan alto como el de los de Nueva España. Por las mismas razones se incluía muy frecuentemente la música, imprescindible para el esplendor del culto, en el diseño curricular de la escuela

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elemental hispanoamericana. Fue, así, la asistencia a las necesidades del culto estímulo natural para la adquisición de conocimientos y habilidades de nivel medio y, con frecuencia, superior. El afán de ofrecer al indígena el nivel más alto posible de enseñanza condujo con frecuencia a la necesidad de establecer grupos o grados para poder atender mejor a los alumnos más aventajados. En 1820 las escuelas monacales de México tenían organizada la enseñanza en dos grados: de lectura y de escritura, nivel superior este último que incluía conocimientos de aritmética y urbanidad. Los jesuítas se propusieron dar una enseñanza de élite a quienes podían ocupar puestos de responsabilidad, pero sin olvidar las escuelas elementales gratuitas. En 1568, por ejemplo, fundaron en La Habana un internado para la aristocracia india y española, pero poco después (1594) crearon uno gratuito, el de San Luis de la Paz, para los chichimecas, y luego otros cuatro para los sinaloas, topias, tepehuanes y parras. Generalmente, mientras los padres impartían conocimientos de grado medio o superior en colegios de pago, los hermanos regentaban una escuela gratuita. Es lo que sucedía en Guatemala en el colegio de San Lucas, fundado en 1607. En 1610 un hermano coadjutor tenía en Asunción más de 400 alumnos. En 1613 había en la reducción de San Ignacio del Paraná escuelas para 300 niños y niñas. El gran éxito que alcanzaron como renovadores pedagógicos y educadores de las élites españolas, criollas e indígenas les atrajo el celo del Estado regalista. Su expulsión de todos los reinos de la Corona en 1767 causó un gran vacío en la estructura cultural de la América hispana, ya que algunas Ordenes, como los franciscanos, pioneros otrora de la enseñanza, se habían apartado de las tareas docentes. También causó más de una decepción en quienes habían abrigado demasiadas esperanzas en los bienes de los expulsos. Aunque ya desde los primeros años (1550) el Estado promovió, mediante reales cédulas, la enseñanza del castellano, vehículo natural de los conceptos religiosos del catolicismo, hay que esperar hasta las reales cédulas de 1632, 1683 y 1690, que establecían trato de favor para los indígenas hispanohablantes, para poder hablar de una verdadera política de castellanización orquestada por el Estado. En 1686 se fundaron las primeras escuelas para la enseñanza del castellano, «pareciendo que esto lo pueden hacer bien los sacristanes de las iglesias». En el siglo XVIII se generaliza el estudio de la gramática castellana, que va desplazando al latín en las universidades.

V.

LA IGLESIA Y LA ENSEÑANZA SECUNDARIA

Cuando pasamos de la enseñanza elemental a la secundaria, la estructura educacional de la América hispana se estrecha considerablemente, reflejando una sociedad de base muy ancha, pero dé cúspide restringida, en la que sólo unos pocos, los llamados a ocupar los puestos en la administración eclesiástica y civil, tenían acceso a una educación más elevada.

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También en este nivel fueron los conventos los focos naturales y esenciales de difusión de la cultura. En 1533, por ejemplo, comienza la enseñanza del latín en el convento franciscano de México, a instancias del segundo presidente de la Audiencia de México, Sebastián Ramírez de Fuenleal. En 1553 los dominicos comenzaron la enseñanza del latín en su convento de Santo Domingo. En 1562, los franciscanos daban clases de gramática y artes, probablemente a nobles en régimen de internado, en su convento de Santa Fe, y al año siguiente establecieron cátedra de gramática los dominicos en la misma ciudad. Es muy importante la historia del Colegio de Santa Cruz de Santiago de Tlatelolco para conocer los orígenes y los problemas surgidos en torno al acceso de los indígenas a la cultura secundaria y superior. Fue inaugurado por Zumárraga en 1536, en un barrio periférico de México y dotado por el virrey Antonio de Mendoza con estancias y haciendas. Funcionaba en conexión con los estudios del convento, pues ya en 1538 se incorporaron al colegio los 60 alumnos más aventajados del convento y 70 al año siguiente. Impartía conocimientos de latín (a veces el profesor era un bachiller indio), retórica, filosofía, música y medicina india. Fue un centro importante de estudio de las lenguas indígenas, pero no consiguió el fin que se habían propuesto los fundadores de formar sacerdotes indígenas. Comenzó a decaer al fundarse la Universidad de México en 1551, y también contribuyeron a su decadencia las normas contra el clero indígena del primer Concilio mexicano (1555). Al año de su creación pasó a propiedad de la Corona y a los diez años quedó en manos de los discípulos. En 1570 vuelven a intervenir los franciscanos para hacer una reforma del reglamento. Nada más llegar a Nueva España, los jesuítas fundan el Colegio Mayor de San Pedro y San Pablo, y en su entorno varios otros colegios mayores destinados a albergar en régimen de internado a la población estudiantil de grado secundario y superior de la región. Fue en el grado medio y superior donde los jesuítas alcanzaron mayor éxito por las importantes novedades pedagógicas que aportaron. Su plan de estudios, concebido para alumnos comprendidos entre los doce y los diecisiete años y establecido en Nueva España por el padre Vincenzio Lanuchi, consistente en tres cursos de gramática, uno de humanidades y uno de retórica, era una preparación sólida para el ingreso en la Universidad; fue consagrado con carácter general para todos sus centros cuando se publicó en 1599 el curriculum, studiorum del Colegio Romano. Era un sistema de carácter gradual y selectivo en el que el paso de grado exigía la superación de un examen presidido por el prefecto de estudios. El régimen de trabajo diario comenzaba a las siete de la mañana, con el estudio memorístico opensum de un trozo latino. Seguía la prelección o explicación de las cuestiones léxicas, gramaticales, históricas, etc., relacionadas con el texto. La mañana terminaba con la lectura de fragmentos latinos, especialmente de historiadores. Obsérvese el espacio concedido, de acuerdo con la mentalidad humanista, al conocimiento histórico, y, por tanto, crítico. A la una de la tarde se reemprendía el trabajo con otro estudio opensum como, el de la mañana. A continuación el profesor explicaba el tema de

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composición del día. Luego se estudiaba la poesía latina y griega, siempre a través de los textos. Terminaba la jornada con una concertación o batalla entre los dos bandos en que se agrupaban los alumnos. Completaban el sistema educativo las composiciones escritas, las academias para ampliación de temas y las representaciones teatrales y actos públicos de carácter literario. Frente a la rutina de una escolástica que se iba apartando del pluralismo medieval, sin duda este método, que alternaba la teoría con la práctica y explotaba ampliamente la emulación, debió de ser un buen avance hacia el ideal humanista de una pedagogía natural basada en lo que más tarde se llamarían centros de interés y el placer de saborear la belleza de los grandes textos literarios. El éxito pedagógico de los jesuítas fue completo y sería interminable recoger aquí la lista de todos sus colegios en América. A ellos les cumple el mérito y la responsabilidad de haber formado a buena parte de las élites hispanoamericanas durante tres siglos. A veces son las antiguas escuelas catedralicias las que, a falta de otros educadores, reasumen su antiguo papel. Así, en Puerto Rico, ya en 1542, se cubre el cargo de maestrescuela de la catedral para clases de gramática. Estas clases en la catedral duraron hasta 1773. Más tarde, de 1814 a 1825, fueron dos las clases de gramática allí impartidas. En 1548 una real cédula autorizaba a establecer en Guatemala preceptor en gramática con una prebenda catedralicia. En 1595 se crea en la misma Guatemala una cátedra de teología en la capilla de San Pedro de la catedral. Por otra parte, también en este grado de enseñanza era frecuente que los sacerdotes ayudasen económicamente a los menos acomodados. En 1749 el presbítero Francisco Xavier de Luna Victoria dota tres cátedras en el colegio jesuíta de Panamá. En Santiago de Chile era, en 1578, el cura mestizo Juan Blas quien impartía cursos de gramática. La Iglesia, pues, Mater et Magistra, brilló muy especialmente en la educación de la juventud hispanoamericana, primando el valor sobrenatural de la caridad, que es su más valioso tesoro. NOTA

BIBLIOGRÁFICA

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CAPÍTULO

LOS ECLESIÁSTICOS

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Y LAS CIENCIAS

PROFANAS

Por JOSÉ LUIS ABELLÁN

El descubrimiento de América en 1492 supuso una impresionante ampliación del horizonte geográfico y humano para los pueblos del occidente europeo, traducido en nuevos conocimientos de hechos físicos y naturales hasta entonces ignorados. Pero se limitaría mucho esta ampliación del horizonte si sólo nos refiriésemos a dichos hechos, ya sean geográficos, marítimos, botánicos o zoológicos; fue también el horizonte humano, moral, espiritual y filosófico el que se dilató, planteando problemas, hasta entonces inéditos, a los teólogos, filósofos y pensadores del momento. Es así la esfera mental, espiritual y cultural la que también se amplía, configurando la entrada en un nuevo período de la historia humana. El perfil de la Edad Moderna es inconcebible sin ese conjunto de hechos y problemas que va a traer la presencia del continente descubierto. Desde un punto de vista científico, la intervención institucional de la Iglesia católica en el acontecimiento fue muy parca, aunque, dentro de esa parquedad, no dejase de ser decisiva en algún momento, como cuando el papa Alejandro VI, mediante la bula ínter coetera, deslinda lo que en el futuro serán posesiones castellanas y portuguesas. En el nacimiento de las ciencias profanas a que el descubrimiento dará origen -tema específico de nuestra preocupación en este escrito-, la Iglesia no interviene -lo recalcamos- tanto de manera institucional cuanto en la participación individual de destacados eclesiásticos que harán aportaciones decisivas a través de desarrollos filosóficos y doctrinales de primer orden, sin que falten tampoco, en algunos casos señalados, investigaciones científicas decisivas. Al tema le dedicaremos la parte fundamental de lo que sigue.

I.

DERECHO INTERNACIONAL

Una vez producido el descubrimiento se inicia el poblamiento de las nuevas tierras -sea bajo la forma de conquista o de colonización-, lo que implica ya algunos problemas político-morales: ¿tiene España derecho al dominio político de aquellas tierras? ¿Presupone ese dominio la legitimidad de la soberanía española? Si la justificación jurídica para la ocupación es la concesión pontificia, ¿implica esa justificación jurídica un derecho al dominio político? Justificación jurídica y política ¿son suficientes para una justificación moral y religiosa?

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He aquí un buen plantel de problemas que servirán de base para debates y discusiones interminables. En medio de esta gran polémica se levanta la figura de Francisco de Vitoria (1492-1546) como uno de los pensadores más destacados del momento. Era fraile dominico del convento salmantino de San Esteban, y desde su cátedra de prima en la Universidad de Salamanca desarrollará una labor intelectual de primer orden, basada en el rigor y la pulcritud de los planteamientos, lo que le permitirá poner los fundamentos filosóficos del futuro derecho internacional. Su pensamiento está expuesto en las famosas Relectiones theologicae (1557). Como tomista, Vitoria llevará los planteamientos escolásticos hasta sus consecuencias extremas. El punto de partida es una clara distinción entre el orden natural y el sobrenatural; si aquél da lugar a la sociedad civil, éste será la base de la eclesiástica. Ambas tienen su origen en la distinción antropológica entre el cuerpo, asiento del orden natural, y el alma, fundamento del sobrenatural. El centro neurálgico de dicha concepción antropológica es el concepto de persona humana, considerada como ser racional, libre, moral y responsable, con su correspondiente traducción jurídica de sujeto de derechos naturales innatos. Sobre la base de estos supuestos desarrolla toda una teoría de la sociedad civil, fundada en la dimensión social de la persona humana, con las implicaciones políticas que de ello se derivan. La sociedad política emana de la civil y presupone, por ello mismo, que es una sociedad de derecho natural, cuyo principio rector es el «bien común», al mismo tiempo trascendente e inmanente a los individuos, dado que en él se supone el bien particular de cada uno de ellos como el de la comunidad en su conjunto. La ordenación interna de la convivencia hacia ese fin exige una autoridad civil regida por el derecho natural, donde los derechos del individuo y los de la comunidad se complementan mediante un buen gobierno. En este sentido, el gobierno de un país, en cuanto supone ejercicio de la autoridad política, no es sino dirigir la sociedad humana en su conjunto a la consecución del bien común. La definición de la autoridad como «ordenación de la razón al bien común» nos da idea de la orientación democrática del pensamiento de Vitoria, para quien todos los miembros de la sociedad son iguales entre sí ante el propio derecho natural. He aquí cómo lo expresa: «Si, antes de que convengan los hombres en formar una ciudad, ninguno es superior a los demás, no hay razón alguna para que en la misma sociedad constituida alguien quiera atribuirse autoridad sobre los otros; máxime teniendo en cuenta que por derecho natural todo hombre tiene poder y derecho de defenderse, y nada hay más natural que rechazar la fuerza con la fuerza» (De potestate civili 7, p. 159). El que la sociedad designe una persona para su gobierno no es sino una cuestión de conveniencia práctica, ya que, «no pudiendo ser ejercido este poder por la misma multitud (que no podría cómodamente dictar leyes, proponer edictos, dirimir pleitos y castigar a los transgresores), fue necesario que la administración (de ese poder) se encomendase a alguno o algunos

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que llevasen el cuidado, y nada importa que se encomendase a uno o a muchos» (De potestate civili 8, p. 162). Esta teoría, válida para las sociedades nacionales, plantea problemas aparentemente insalvables en lo referente a las relaciones internacionales, donde los intereses pueden aparecer encontrados y aun contrapuestos. Aquí manifiesta Vitoria su genialidad al introducir el concepto de «comunidad universal», mediante el que apela a la sociabilidad natural de todos los hombres, condición anterior y superior a la división de éstos en naciones o estados diferentes. Esa «comunidad internacional» estará regida, en consecuencia, por principios de derecho natural (ius naturale) y de derecho de gentes (ius gentium), a los que debe atenerse la convivencia entre pueblos o naciones distintas. Se aleja, en este punto, de los planteamientos medievales que daban primacía institucional al emperador o al pontífice, para atenerse a planteamientos racionales de estricta modernidad. He aquí su planteamiento: «No puede dudarse de que el mundo entero, que es en cierto modo una república, tiene derecho a dictar leyes justas y convenientes a todos sus miembros, semejantes a las dispuestas en el derecho de gentes... De ello se sigue que pecan mortalmente quienes violan el derecho de gentes, sea en la paz, sea en la guerra, y que en asuntos de importancia, tales como la inviolabilidad de los embajadores, a ninguna república le es lícito negarse a cumplir con el derecho de gentes... Así como la mayoría en la república puede constituir sobre ella un rey, así también la mayoría de los cristianos, aun no queriéndolo la minoría, puede nombrar un soberano, a quien todos estén obligados a obedecer» (De potestate civili 21, pp. 191-92, y 14, pp. 178-79). Al aplicar este planteamiento a la cuestión americana, Vitoria se ve lógicamente obligado a rechazar los títulos que la tradición invocaba para justificar la ocupación española en las tierras descubiertas -donación pontificia, pecados contra naturam, derecho de descubrimiento-, considerándolos como «ilegítimos». A ellos contrapone los que él llama títulos legítimos, entre los cuales sobresale uno que fundamenta a todos los demás: el derecho de sociedad natural y libre comunicación, al que se ha llamado también derecho de libre paso, instalación y comercio. Según este derecho, los españoles pueden recorrer aquellas provincias y permanecer allí, sin que les hagan daño alguno los bárbaros, ni pueden prohibírselo de ningún modo, siempre que los españoles vayan en son de paz. No se les puede impedir el derecho a viajar y a permanecer allí como huéspedes y peregrinos pacíficos, como tampoco puede negárseles el derecho a comerciar, importando mercancías de que los indios carecían y exportando otras de que carecíamos (oro, plata, etc.). Ni los caciques indios a sus subditos ni los soberanos españoles a los suyos pueden prohibirles comerciar entre sí, como tampoco puede nadie privar a los españoles de apoderarse de las cosas sin dueño (res nullius) de la tierra o del mar. La negativa persistente en los indios a que los españoles ejerciten estos derechos da a éstos licencia para hacerlo por la fuerza si fuera necesario, ocupando sus tierras y acometiéndolos cuando la propia seguridad lo requiriese. Es, como vemos, un derecho eminentemente natural, confirmado secu-

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lamiente además por el ius gentium, como Vitoria se encarga de señalar pormenorizadamente en sus relecciones De indis. Estas van a constituirse así en base teórica irrevocable que justifica el estatuto jurídico del que con el tiempo será llamado derecho internacional, cuya paternidad en justicia corresponderá siempre al teólogo salmantino.

II. LA GUERRA: UNA RUPTURA DEL ORDEN INTERNACIONAL La teoría de la «guerra justa» que elabora Francisco de Vitoria en su relección De indis posterior -también conocida en su subtítulo como De iure belli- debe considerarse como un apartado específico de su concepción del derecho internacional. Este tiene por objeto la convivencia pacífica y ordenada entre las naciones, lo cual no quiere decir que se cumpla irrevocablemente; la guerra es una alteración violenta y grave de esa convivencia, que produce la ruptura del orden internacional. Como hecho que se da reiteradamente en la historia, el pensador no sólo no puede ignorarlo, sino que debe enfrentarse a él con las armas intelectuales apropiadas. El teólogo y el jurista tienen la obligación moral de ofrecer una respuesta adecuada a su gravedad. En este sentido, la teoría de Vitoria sobre la legitimidad de la guerra constituye un hecho intelectual de primera importancia. Al decir de Guillermo Fraile, «es la primera codificación del derecho de guerra y significa la superación definitiva del concepto medieval que hasta entonces había prevalecido» (FRAILE, Historia 299). La guerra no puede sino terminar con la restauración del orden que ella misma ha roto. El ideal sería que ello estuviese a cargo de una autoridad supranacional debidamente legitimada, pero mientras ésta no exista, no podemos limitarnos a repudiar su existencia. El que así deba ser en la mayoría de los casos no quiere decir que no existan causas legítimas de guerra: éstas tienen siempre su origen en una conculcación del derecho natural o del derecho de gentes y su finalidad es reparar y hacer respetar el derecho conculcado. En este sentido, la única justificación de la guerra es su carácter de castigo o sanción (ius puniendi) y su objetivo es restablecer el orden internacional justo. Ahora bien: para que se pueda hablar de una «guerra justa» deben producirse tres condiciones: a) autoridad legítima para declararla; b) causa justa que la respalde moralmente; c) recta intención en su ejecución y consecuentes limitaciones. En esto Vitoria sigue la doctrina tomista, aunque en algún punto concreto rectifica o añade algo a lo ya sabido. Es importante, por ejemplo, el énfasis que Vitoria pone en la legitimidad moral de ciertas guerras; no se trata, pues, sólo de regularlas por razones humanitarias, sino de un derecho que en determinadas ocasiones es obligado ejercer. Así ocurre, por ejemplo, en los casos de injuria o agravio intolerable contra el derecho de una nación, sobre todo cuando esa injuria grave se hace de forma consciente y mantenida en el tiempo. En lo que se refiere a las causas justas, Vitoria no señala en concreto los

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posibles casus belli, aunque sí rechaza tres motivos habitualmente invocados por los tratadistas de la época, como eran la diversidad de religión, el impulso a extender el propio territorio, o la gloria personal de un príncipe; ninguno de ellos era causa legítima de guerra, en opinión de Vitoria. En cambio, sí aceptaba otras motivaciones particularmente relacionadas con el dominio español en América: proteger a los indios en defensa de la fe cristiana que habían aceptado, evitarles tratos crueles o injustos, defender a los convertidos de las agresiones ajenas o deponer a los caciques que oprimían a aquellos indios libremente convertidos. III.

ECONOMÍA POLÍTICA

A los confesores que tuvieron relación con los «indianos» -muy principalmente los entonces llamados peruleros, por ser Perú el lugar donde con más rapidez se enriquecían- se les plantearon problemas morales inéditos. Francisco de Vitoria veía que aquellos beneficios increíbles extraídos en poco tiempo, a base de apoderarse muchas veces de bienes ajenos, no eran lícitos moralmente, pero tampoco sabía con qué criterio enjuiciarlos: «No veo bien la seguridad y justicia que hay en ello -decía-, que lo consulten con otros que lo entiendan mejor». La incertidumbre y la inseguridad priman sobre sus otros sentimientos, aunque ve bien claro que allí hay un problema moral que le espanta; cuando le hablan de las cosas de Indias en ese aspecto moral, no duda en decirlo: «Se me hiela la sangre en el cuerpo en mentándomelas». Aunque a Vitoria no le falte arrojo en lo referente a la ocupación de las nuevas tierras, enfrentándose en este punto a algunas ideas del emperador, muy otra es su actitud ante el tema económico, como acabamos de ver. Sin embargo, hay un compañero de la Orden de Predicadores que se atreverá con esos temas que a él le daban tanto miedo. Me refiero al dominico fray Tomás de Mercado (1530-1576), que había vivido en México y en Sevilla, lugares ambos desde los que había podido observar los efectos de las transacciones económicas entre ambos continentes. En Sevilla, las operaciones comerciales habían convertido aquella ciudad en uno de los grandes mercados de la cristiandad. Así lo describe Mercado: «A Flandes cargan lanas, aceites y bastardos; de allá traen todo género de mercaderías, tapicería, librería. A Florencia envían cochinilla, cueros; traen oro hilado, brocados, sedas, y de todas aquellas partes, gran multitud de lienzos. En Cabo Verde tienen el trato de los negros, negocio de gran caudal y mucho interés. A todas las Indias envían grandes cargazones de toda suerte de ropa; traen de allá oro, plata, perlas, grana y cueros en grandísima cantidad» (MERCADO, Suma 374). El tráfico de comercio ultramarino, visto desde México, también es objeto de su atención: «En las Indias Occidentales -dice-, después que los españoles alcanzaron y poseen con quietud el señorío y jurisdicción sobre los naturales, tienen comúnmente uno de dos tratos: o son mineros o mercaderes. O se dan a sacar oro y plata o a llevar y vender la ropa que va de España, porque todo aquel

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imperio es fértilísimo de estos ricos y preciados metales y estéril y falto, a lo menos hasta ahora, casi de todo lo que es menester para una vida política y algo regalada, que ni hay paños finos, ni sedas, ni lienzo, ni vino, ni aceite, sin lo cual no se pasa ni puede pasar bien la gente, en especial la española, criada en tanta abundancia de todo. Por esto, los hombres que moran en aquella parte o se dan a esquilmar la tierra de estos tesoros que engendra y produce en gran cantidad, o a proveerla y henchirla de estas mercaderías de que tiene tanta necesidad, porque para lo uno y la otra hallan en su disposición oportunidad y favor». Y un poco más adelante sigue: «Pero de sesenta años a esta parte, que se descubrieron las Indias Occidentales, se le recreció para ello una gran comodidad y una ocasión tan oportuna para adquirir grandezas, que convidó y atrajo a algunos de los príncipes a ser mercaderes, viendo en ello pujantísima ganancia, porque se habían de proveer de aquí muchas provincias -la isla Española, Cuba, Honduras, toda la grandeza del Perú-, casi de todo género de ropa y de muchos mantenimientos y, en parte, aun hasta el trigo y harina que se ha de comer, lo cual todo puesto allá, a causa de la gran penuria y falta que hay de ello y de la mucha plata y oro, valía y vale, como dicen, un Perú». (MERCADO, Suma 62-63). El efecto de la nueva situación es una proliferación de actividades mercantiles: aumento de la compraventa, alteración de los precios, subida de la inflación ante el flujo de la masa monetaria (plata y oro), préstamos usurarios... Al confesor se le plantean problemas morales que no sabe cómo resolver: ¿cuándo un préstamo es usurario?, ¿cuáles son los límites del interés para que éste no se convierta en moralmente inaceptable?, ¿qué justificación tienen los cambios en la paridad de la moneda?... Mercado expone sus observaciones y las reflexiones pertinentes en un libro que se ha hecho famoso: Suma de tratos y contratos (1571), donde le preocupan tales cuestiones y sus implicaciones morales en cuanto confesor de muchos de los que intervenían en tales transacciones. La necesidad de formarse un juicio moral para su debida aplicación en el confesonario le obliga a entender la nueva realidad económica y a profundizar en ella, lo que a su vez le convertirá en un teórico de la economía. En este punto apelaremos a la descripción que ya hicimos en otro lugar. A través de la observación de estos fenómenos que Tomás de Mercado vivió tan de cerca y tanto le impresionaron va elaborando toda una teoría del dinero, en la que desempeñan factor fundamental dos construcciones: la teoría sobre la paridad del poder adquisitivo y la teoría cuantitativa. A fin de su desarrollo coherente distingue entre el valor de uso de la moneda y su estima social, siendo esta diferente estima en unos u otros lugares uno de los factores que influyen decisivamente en el nivel de los precios; pero a su vez dicha estima depende de la abundancia o carestía de dinero. Por eso dice: «En toda Flandes, en toda Roma, se estima más que en toda Sevilla, y en Sevilla más que en Indias, y en Indias más en Santo Domingo que en Nueva España, y en Nueva España más que en Perú». Esta gradación es expresiva de la relación entre el volumen de los medios de pago y la fortaleza de la moneda. Por eso insiste una y otra vez en la necesidad de que la relatividad del valor monetario esté compensada con la fortaleza y estabilidad de la unidad monetaria, garantía del orden social y económico. Pero lo que nos indican las anteriores ideas es principalmente que Mercado no sólo estable-

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ció la relación entre el tesoro americano y la subida de los precios (es decir, la conexión masa monetaria-nivel de precios), sino que determina la influencia de dichos factores sobre el cambio exterior, justificando las diferencias de éste por las diferencias del poder adquisitivo de la moneda en los distintos países. Si en el primer caso la enunciación de la teoría cuantitativa está clara, en el segundo hay una anticipación genial de la teoría de la paridad del poder adquisitivo de la moneda. He aquí cómo lo describe Mercado y lo justifica moralmente: «Los cambios modernos se fundan en la diversa estimación del dinero, como se entiende que ha de ser universal, de todo un reino, o provincia, o universidad, no particular de dos, o tres, o cincuenta necesitados en el pueblo, sino, según los ejemplos puestos declaran, en toda una república, como vemos que en toda Flandes, en toda Roma, se estiman más que en toda Sevilla, y en Sevilla más que en Indias... Esto basta para justificar la ganancia que en cambios se alcanza». (Suma 391-92). Los historiadores actuales de la economía -Pierre Vilar, Marjorie Grice-Huntchinson, Earl J. Hamilton- vienen a coincidir en que las teorías de los teólogos de lo que llaman «Escuela de Salamanca» -Martín de Azpilcueta, Domingo de Soto, Bartolomé Medina, Tomás de Mercado- no sólo desarrollan por primera vez el cuantitativismo económico, sino que ponen las bases de lo que muy pronto se llamará economía política, en cuanto disciplina científica independiente y autónoma. IV.

ANTROPOLOGÍA CULTURAL

Un tema que se destaca como preocupación central de misioneros y colonos será el que se refiere a la naturaleza del indio americano, una cuestión evidentemente de primer orden para determinar la conducta a seguir con los indígenas. Cualquier conclusión que fuese en detrimento de su naturaleza humana habría de justificar actitudes de paternalismo o tutelaj e poco acordes con la plena dignidad del hombre, si es que no conducían a actitudes claramente esclavistas. Es obvio, por otro lado, que las consideraciones sobre la naturaleza del indio americano habrían de comportar inevitables planteamientos antropológicos. En el nivel teórico de la cuestión, tal como lo acabamos de exponer, surgen preguntas sobre la racionalidad o animalidad de los indios; el grado de participación que tenían en la naturaleza humana y su posible consideración como esclavos por naturaleza. A partir de las meditaciones que se despiertan sobre el tema pueden detectarse elementos intelectuales que ponen las bases de lo que luego se llamará el mito del «buen salvaje» y la elaboración doctrinal de una antropología utópica, que tendrá en fray Bartolomé de las Casas (1484-1566) su exponente más destacado; aunque la teoría antropológica allí desarrollada tuvo una larga elaboración, su exposición más completa y coherente es la que aparece en la Apologética historia sumaria (1555-59), obra en la que el indio aparece adornado de las mejores condiciones físicas, naturales y espirituales, para realizar la utopía cristiana por excelencia. Estos planteamientos habían encontrado ya antecedentes en

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las actitudes d e las misiones franciscanas d e Nueva España, y muy especialm e n t e e n la labor evangelizadora d e Vasco d e Q u i r o g a , obispo d e Michoacán. Más t a r d e serán también c o m p a r t i d a s p o r los jesuitas q u e evangelizaron a los guaraníes e n Paraguay, d o n d e establecieron las «misiones», cuyos fabulosos restos todavía p u e d e n c o n t e m p l a r s e hoy. Las a p o r t a c i o n e s más sólidas e interesantes a la a n t r o p o l o g í a cultural n o v e n d r á n t a n t o d e la dimensión u t ó p i c a señalada c u a n t o d e las investigaciones realizadas p o r algunos misioneros con vistas a u n a evangelización fundam e n t a d a en el más preciso c o n o c i m i e n t o d e las culturas indígenas. En este sentido hay q u e destacar la i m p o r t a n t e labor r e c o p i l a d o r a d e gramáticas y vocabularios d e lenguas aborígenes: el n á h u a t l , el azteca, el t a r a h u m a r a , el tarasco, el maya, el q u e c h u a , el a r a u c a n o y muchísimos o t r o s fueron codificados y estudiados con el mayor rigor, p e r m i t i e n d o q u e haya llegado hasta n o s o t r o s lo q u e constituye u n v e r d a d e r o t e s o r o lingüístico. J u n t o a lo a n t e r i o r hay q u e colocar el trabajo d e investigación a n t r o p o lógica realizado p o r fray Diego D u r a n , Cieza d e L e ó n , Diego d e L a n d a , Motolinia. E n t r e ellos destaca fray B e r n a r d i n o d e S a h a g ú n , a u t o r d e la i m p r e s i o n a n t e Historia de las cosas de Nueva España, en d o c e volúmenes, d o n d e , m e d i a n t e u n a d e p u r a c i ó n crítica d e i n d u d a b l e valor científico, realiza u n a investigación c o m p l e t a d e la mitología, la e s t r u c t u r a social y la concepción del m u n d o d e los indígenas mexicanos. Desde u n p u n t o d e vista filosófico, más i m p o r t a n c i a tiene la o b r a d e J o s é Acosta, quien e n su Historia natural y moral de las Indias realiza u n e x a m e n j e r á r q u i c o de la e s t r u c t u r a del m u n d o indígena - a través d e las civilizaciones mexicana y p e r u a n a - , d o n d e el m u n d o n a t u r a l y cultural están e n estrecha conexión, al mismo t i e m p o q u e integra el N u e v o M u n d o d e n t r o d e la llamada ecumene, o m u n d o habitad o p o r el h o m b r e . Es u n o d e los p r i m e r o s e n d e f e n d e r la u n i d a d del o r b e a m e r i c a n o con el resto del m u n d o . «El n u e v o o r b e - d i c e - , q u e llamamos Indias, n o está del t o d o diviso y a p a r t a d o del o t r o orbe». Y a ú n a ñ a d e : «Tengo para mí, días ha, que la una tierra y la otra [América, con el resto del globo] en alguna parte se juntan y continúan, o a lo menos se avecinan y allegan mucho. Hasta agora, a lo menos no hay certidumbre de lo contrario; porque el polo Ártico, que llaman Norte, no está descubierto y sabida toda la longitud de la tierra, y no faltan muchos que afirmen que sobre la Florida corre la tierra larguísimamente al Septentrión, la cual dicen que llega hasta el mar Scytico o hasta el Germánico... Así que ni hay razón en contrario ni experiencia que deshaga mi imaginación u opinión de que toda la tierra se junta y continúa en alguna parte; a lo menos, se allega mucho. Si esto es verdad, como en efecto me lo parece, fácil respuesta tiene la duda tan difícil que habíamos propuesto: cómo pasaron a las Indias los primeros pobladores de ellas, porque se ha de decir que pasaron no tanto navegando por mar como caminando por tierra. Y ese camino lo hicieron muy sin pensar, mudando sitios y tierras su poco a poco, y unos poblando las ya halladas, otros buscando otras de nuevo, vinieron por discurso de tiempo a henchir las tierras de Indias de tantas naciones y gentes y lenguas» (ACOSTA, Historia 56). Esta p o s t u r a es c o m e n t a d a p o r E d m u n d o O ' G o r m a n e n este sentido: «Esa afirmación general que, en definitiva, consiste en pensar que la existencia de América, independientemente de su novedad y de sus particularida-

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des y extrañezas, no implica una derogación del orden universal, se hizo extensiva, claro está, a la realidad antropológica americana. Fue así, entonces, como el concepto de "cuarta parte del mundo" implicó, además, la afirmación de que, no obstante las peculiaridades corporales, culturales y espirituales de los habitantes autóctonos del Nuevo Mundo, se trataba de una parte integrante del género humano, concebido como constituido por entes naturales dotados no sólo de alma intuitiva, sensitiva y racional, sino de alma inmortal beneficiaría de la Redención» (Estudio preliminar p. L). Es obvio, p u e s , q u e la o b r a del p a d r e Acosta constituye u n hito decisivo en la c o n q u i s t a d e la idea d e h u m a n i d a d c o m o u n t o d o indiviso, q u e él apoya en consideraciones científicas derivadas del análisis del o r d e n físico y cultural q u e caracterizaba a las culturas americanas. La a n t r o p o l o g í a cultural p r o g r e s a r á , sin d u d a , sobre t o d o e n los siglos x i x y XX, c o m o consecuencia d e la extensión d e la cultura e u r o p e a a otros continentes y regiones del planeta, p e r o n o cabe d u d a d e q u e los misioneros españoles del siglo XVI c o n t r i b u y e r o n a p o n e r los p r i m e r o s cimientos d e u n a disciplina hoy e n p l e n o a u g e . V.

UNA HAZAÑA BOTÁNICA: LA DE MUTIS

El siglo XVIII está t o d o él m a r c a d o p o r los ideales d e la Ilustración, q u e s u p o n í a n u n a vuelta a la n a t u r a l e z a y a los p l a n t e a m i e n t o s derivados d e esa p r e o c u p a c i ó n p o r lo n a t u r a l ; desde el p u n t o d e vista e c o n ó m i c o , eso s u p o n e u n r e c h a z o del mercantilismo y u n a revalorización d e la fisiocracia y d e los p l a n t e a m i e n t o s fisiocráticos. Desde luego, se p o n e n d e m o d a la agricultura y todas aquellas técnicas q u e la potencian: cultivos racionales, riegos, canales, a b o n o s , fertilizantes, etc. En este a m b i e n t e d e exaltación d e la naturaleza se c o m p r e n d e q u e los científicos d e la é p o c a dirijan su atención a la botánica, la zoología y las ciencias naturales e n general m u c h o más q u e hacia las ciencias físico-químicas. Así se p r o d u c e la proliferación d e j a r d i n e s botánicos y d e gabinetes d e historia natural. Es este a m b i e n t e el ú n i c o q u e p u e d e explicar el surgimiento d e la figura del s a c e r d o t e J o s é Celestino Mutis (1732-1808) y su apasionada dedicación a la botánica. H a b í a e s t u d i a d o e n Cádiz, e n Sevilla y e n Madrid; su formación fue, sobre t o d o , de carácter médico, p e r o su afición era la d e naturalista, q u e n o p u d o r e p r i m i r su vocación. De ahí a r r a n c a su interés p o r trasladarse al c o n t i n e n t e a m e r i c a n o , d o n d e realizará u n a auténtica h a z a ñ a científica. E n M a d r i d llegó a ser n o m b r a d o auxiliar d e la c á t e d r a d e anatomía, p e r o su inclinación hacia el naturalismo era irrefrenable y n o p a r ó hasta q u e logró e m b a r c a r s e hacia el N u e v o M u n d o . Allí realizará u n a labor muy a p r e ciada p o r L i n n e o y p o r H u m b o l d t ; i n t r o d u j o la enseñanza de las matemáticas y d e la física n e w t o n i a n a e n Bogotá e impulsó la creación y edificación del O b s e r v a t o r i o d e Santa Fe (1803). Escribió tres t r a t a d o s sobre la quina, d e los cuales el más c o m p l e t o se conserva inédito e n el J a r d í n Botánico d e Madrid. Las a p o r t a c i o n e s fundamentales d e Mutis están todas relacionadas con su larga estancia e n Colombia, d o n d e pasó la mayor p a r t e d e su vida. Su condición d e sacerdote - s e había o r d e n a d o c o m o tal e n 1862— exige q u e d e m o s aquí c u e n t a d e su hazaña.

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En 1760 emprende su navegación en la Real Expedición Botánica al Virreinato de Nueva Granada, que tendrá el sucesivo patrocinio de Carlos III, Carlos IV y Fernando VII. La expedición queda dividida en dos etapas a partir del año 1783, en que Mutis adquiere la representación real que había solicitado para la misma; ese año podemos considerar que es la divisoria entre ambas etapas. La importancia del comienzo de la expedición en 1760 tampoco debe ser, en cualquier caso, desdeñada; Francisco José de Caldas se refiere a la llegada de Mutis con estas palabras: «El año 1760 desembarcó en Cartagena, año para siempre memorable en los fastos de nuestros conocimientos y año en que comenzaron a reinar las ciencias útiles sobre nuestro horizonte». Cuando, en 1801, Alexander von Humboldt le visita en reconocimiento a su extraordinaria labor científica, Mutis ya ha realizado la parte más importante de su trabajo, cuyo fin era recopilar toda la flora de Bogotá, a la que pensaba poner como título: Flora de la América Septentrional o Flora del Nuevo Reino de Granada. En esa tarea estuvo trabajando durante más de veinticinco años; aunque el texto por desgracia se ha perdido, aún se conservan las láminas, que constituyen un total de más de seis millares ordenadas en cincuenta y un volúmenes, conservados en el Jardín Botánico de Madrid. En 1954 se inició la publicación de dichos volúmenes por el Instituto de Cultura Hispánica, en una colaboración conjunta entre los gobiernos de Colombia y España; la obra lleva por título Flora de la Real Expedición Botánica del Nuevo Reino de Granada. En el tomo I hay una serie de estudios que llevan el siguiente título general: La Real Expedición Botánica del Nuevo Reino de Granada, donde se pone de manifiesto el impresionante trabajo realizado, con ayuda de un pequeño grupo de viajeros y herbolarios, entre los cuales cabe citar a Francisco José de Caldas, el padre Diego García, Sinforoso Mutis y Francisco Antonio Zea. «Todos -se dice allí- colectaron ejemplares; todos, sin duda, llevaban la orden de elaborar sus diarios con esa minuciosidad horaria con que el maestro mismo los llevaba..; todos debían tomar notas gráficas y cromáticas que pudieran guiar los pinceles insuperables» (pág. 87). Enrique Pérez Arbeláez, de quien son las anteriores palabras, nos da cuenta del ambicioso proyecto, que era mucho más amplio que un mero estudio de la flora recopilada: «Mutis - d i c e - se adelantó a su época y logró fundar un verdadero instituto de ciencias naturales, donde la flora, que sería la primera en ver la luz, tendría un carácter nacional y donde se resolverían en forma duradera y exhaustiva los problemas que se relacionaran con plantas y con la vida de todo un pueblo. Así se empezaba a lo interminable, pero también inauguraba una época que no debía morir. Porque mientras la nación viviera era forzoso que buscara en el conocimiento de su propia naturaleza los elementos para sustentarse y prosperar» (pág. 87).

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EL AMERICANISMO DE LOS JESUÍTAS EXPULSOS

Las circunstancias en que se produjo en 1767 la expulsión de los jesuítas van a hacer que aquella decisión política adquiera una trascendencia cultural insospechada, determinada básicamente por el hecho de haberse asentado los expulsos en un pequeño grupo de ciudades italianas. El espacio geográfico, relativamente pequeño, en que por necesidad tuvieron que convivir facilitó la comunicación intelectual entre ellos, lo que a su vez aumentó la densidad cultural del medio. A Italia fueron los profesores de la pujante Universidad de Cervera, uno de los focos de la intelectualidad española del siglo xvill, y allí coincidieron con ellos algunos de los humanistas y eruditos más destacados que provenían del continente americano. Si a esto unimos las naturales relaciones de amistad y colaboración con intelectuales italianos, se produce una extraordinaria crecida del nivel cultural y del intercambio científico, hasta tal punto que creo no es exagerado hablar de la cultura hispano-italiana del período, como lo ha hecho el padre Miguel Batllori en su famoso libro sobre el tema, citado en la bibliografía final. La conjunción señalada de jesuitas que provenían de la Península Ibérica y los que llegaban de las colonias españolas de Ultramar va a redundar en el surgimiento de un importante movimiento americanista, dentro del cual ocupará un lugar de primerísima importancia la obra de Lorenzo Hervás y Panduro (1735-1809), que supo reunir un ingente material histórico y lingüístico como base documental de trabajo para una de las aportaciones decisivas al americanismo del momento. Residió en Forli y en Cesena, terminando su vida en Roma como bibliotecario del Quirinal. Hervás escribió en italiano una especie de enciclopedia titulada Idea dell'Universo (1778-1787), con un total de veintiún tomos. En los dieciséis primeros realiza una historia antropológica, cosmológica y mundial con carácter divulgativo y enciclopédico, sin que representen una aportación original. A partir del tomo XVII cambia esa perspectiva, pues nos ofrece una exploración de importancia definitiva para fundar la filología comparada. En el conjunto de tomos que van del XVII al XXI puso las bases del Catálogo de las lenguas de las naciones conocidas y enumeración, división y clases de éstas según la diversidad de sus idiomas y dialectos (1800-1805; 6 vols.). Reúne allí noticias de más de 300 idiomas, procurándose para ello todas las gramáticas y diccionarios que pudo hallar, así como continuas consultas a los misioneros que encontró. La obra está estructurada de acuerdo con el siguiente plan: I. Principios generales y lenguas de América; II. Islas del Pacífico, del Indico y Asia continental; III. Lenguas de las naciones advenedizas de Europa; IV, V y VI. Naciones europeas primitivas (íberos, celtas, vacones). En el siglo pasado, Max Müller y Alexander von Humboldt elogiaron mucho su valor, haciendo justicia a su trabajo; no obstante, en España se ha tardado más en reconocer el valor de su obra. En nuestro siglo le han dedicado atención Julián Zarco (Estudios sobre L. Hervás ^^SffeWSÜ Miguel Batllori (varios estudios en la obra citada) y F. Lázaro í&rreter (efe. ideas lingüísticas en España durante el siglo xvín). I§ ^wfr ^ Cuando Max Müller le dedica su atención en el s i g ^ p a ^ j S ^ ^ t S i j a ya

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algunas de sus aportaciones más importantes: establecer por primera vez el parentesco de las lenguas semíticas; desechar el error secular que identificaba al hebreo con la lengua primitiva; fijar el grupo fino-hungrio; precisar que el vasco no es un dialecto céltico, sino autóctono; afirmar la extensión de las lenguas malayas y polinesias, y demostrar que la verdadera afinidad de las lenguas debe ser determinada por la estructura gramatical y no por el simple parecido de las palabras. Una de las opiniones que se encuentran más afianzadas en su ánimo es la inconsistencia de la teoría que defiende la unidad originaria de las lenguas. Aunque como cristiano acepta la diversidad lingüística producida en Babel, no es ésta la razón básica para un hombre de ciencia. Hervás considera que no existe método racional de reducir dicha diversidad a un tipo común; lo más persistente y característico de un idioma es su estructura gramatical, y de acuerdo con esa idea, considera que la sintaxis moldea el pensamiento humano: «El orden de las ideas en cada hombre - d i c e - es según el de las palabras de su lengua o es según el orden que el artificio gramatical de ésta da a las palabras». Fernando Lázaro Carreter, que ha estudiado con acuidad las ideas lingüísticas de Hervás, afirma que éste realizó el primer esfuerzo tendente a establecer las lenguas como base etnográfica. Ello es consecuencia del punto de partida tomado por el jesuita, que consistía en estudiar las lenguas al servicio de la historia humana. Mientras en la Historia de la vida del hombre se estudia a éste aislado, ahora Hervás toma en cuenta otros medios naturales -las costumbres, las razas, las lenguas-, mediante los que establece una relación entre pueblo y lengua. Sobre esta base se crea la primera metodología científica para el estudio de las lenguas -aunque luego se demuestre que es un método erróneo-, iniciando así una nueva etapa en la ciencia del lenguaje. Como dice Lázaro Carreter: «En los umbrales del siglo xix Hervás liquida un período de la ciencia del lenguaje, abriendo ante ella nuevos y nunca hallados caminos» (pág. 104). Aun dejando a un lado esa salvedad, está claro que Hervás establece el principio lingüístico que debe regir la comparación de las lenguas. He aquí sus propias palabras: «El método y los medios que he tenido a la vista para formar la distinción, graduación y clasificación de las naciones que se nombran en la presente obra, y son casi todas las conocidas en el mundo, consisten principalmente en la observación de las palabras de sus respectivos lenguajes, y principalmente del artificio gramatical de ellas. Este artificio ha sido, en mi observación, el principal medio de que me he valido para conocer la afinidad o diferencia de las lenguas conocidas y reducirlas a determinadas clases. El artificio particular con que, en cada lengua, se ordenan las palabras no depende de la invención humana, y menos del capricho: él es principio de cada lengua, de la que forma el fondo. Las naciones, con la civilidad y con las ciencias, salen del estado de barbarie y se hacen más o menos civiles o sabias: mas nunca mudan el fondo del artificio gramatical de sus respectivas lenguas». Y aún añade unas páginas después: «Para observar bien y cotejar la diversidad de los artificios gramaticales de las lenguas no basta el superficial conocimiento de sus palabras aisladas, mas es

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necesario analizar las sintaxis con que se ordenan; y esta observación y cotejo he procurado hacer en mi obra intitulada Ensayo práctico de las lenguas» (págs. 106-107). En una palabra: que la idea fundamental de Hervás está en considerar la esencia de una lengua en su constitutivo formal, esto es, en su morfología y sintaxis. Y en ello está -como dice Lázaro Carreter- «el mérito gigantesco de Hervás», que no consiste tanto en haber sentado dicho principio -cosa que ya hicieron otros- como «en haberle dado entrada en un trabajo constructivo, de inmediata aplicación práctica». Y el ilustre académico a quien seguimos termina su comentario con estas palabras: «Esto es lo que levanta a Hervás sobre los investigadores coetáneos, sobre Court de Gébelin, por ejemplo, y le coloca en la línea científica de la lingüística comparada, de la que, justamente, con esa restricción inicial, puede atribuírsele la paternidad» (pág. 110). Conclusión, como podemos ver, que viene a coincidir con la anterior de Menéndez Pelayo, si bien ahora de forma más matizada y precisa. Una aportación singular de Hervás -y sin duda la más original de todas las suyas- es la valoración que hace del elemento fónico del lenguaje, tradicionalmente descuidado por los lingüistas por considerarlo como elemento accidental frente a la morfología. Como dice nuestro jesuita: «La respectiva o propia pronunciación de cada idioma es lo más característico de las naciones, en las que a mi parecer es indeleble». Establece así el sonido como principio característico e indeleble de las naciones, sobre una base irrefutable: la experiencia nos enseña que hay personas que dominan perfectamente una lengua extraña y que incluso la escriben con absoluta corrección, pero que basta que la hablen para comprobar que no es su lengua nativa. Así, dice: «A mi parecer, se puede establecer, por regla general, que todas las naciones siempre conservan sustancialmente la pronunciación antigua de sus respectivos idiomas primitivos y que la conservan no sólo aquellos que siempre la han hablado o hablan dialectos de ellos, mas también las que, habiéndolos abandonado, hablan lenguas forasteras». Y comenta Lázaro Carreter este principio con gran entusiasmo, diciendo: «Es el más original; si al otro hemos podido hallarle antecedentes más o menos próximos, en vano los buscaremos aquí. En la enunciación de este principio de la indelebilidad de la fonética reside la más original aportación que el jesuita español hace a la lingüística posterior. Tanto este principio como el de la permanencia de los sistemas gramaticales rigen hoy las investigaciones comparativas» (pág. 111). Y aún añade: «Si las dificultades para la aplicación de esta doctrina no hubieran sido insalvables, Hervás nos habría dado los primeros resultados de un método que fructifica medio siglo después» (pág. 112). La obra de Hervás quedó inconclusa. Cuando murió llevaba años trabajando en un nuevo libro, cuya parte principal la iban a constituir los resúmenes gramaticales de las lenguas que él consideraba matrices, con un pequeño vocabulario de cada una de ellas. Sus papeles inéditos, sin embargo, fueron aprovechados por Humboldt, con quien estuvo en contacto durante la

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estancia de éste en Roma, y a través de él pasaron al filólogo J. S. Vater, que también los aprovechó. Los esfuerzos de Hervás para una fundamentación científica de la lingüística, por tanto, no se perdieron. Gracias a Humboldt, aquellos aspectos que tenían más valor pasaron a formar parte del acervo de la filología europea, aunque en España permaneciesen desconocidos e ignorados, como tantas veces ha ocurrido en nuestra historia científica e intelectual. VIL

CONCLUSIÓN

Al finalizar este breve repaso a la contribución de la Iglesia católica en el desarrollo de las ciencias profanas en relación con el mundo iberoamericano, una conclusión se impone por encima de todo. La presencia eclesiástica en Iberoamérica no fue sólo una mera presencia institucional, relacionada con el mundo de las creencias religiosas y su organización estructural desde la jerarquía. Muchos eclesiásticos, en cuanto individuos, contribuyeron con sus planteamientos intelectuales rigurosos y amplios al desarrollo de ciencias inéditas hasta entonces, y en este aspecto el balance es claramente positivo. Un conjunto de actitudes intelectuales profundas y serias llevó a un pequeño pero glorioso grupo de frailes, misioneros y sacerdotes a aceptar el reto que la realidad americana les imponía. Así, surgen disciplinas nuevas como el derecho internacional, la economía política, la antropología cultural, la botánica americana y la filología comparada, producto del esfuerzo mental y científico de ese pequeño grupo. Aunque conocemos -y no las negamos- algunas de las fallas y deficiencias de la presencia española en los siglos de la colonización americana, un mínimo espíritu de rigor y de justicia nos obliga a señalar esta contribución positiva. Sólo el ánimo sereno y ecuánime que está dispuesto a rectificar lo malo y a perseverar en lo bueno puede inspirar el conocimiento y el acercamiento entre pueblos vinculados por parámetros culturales y axiológicos comunes; al menos, con esa intención hemos redactado las anteriores páginas. NOTA

BIBLIOGRÁFICA

Bibliografía general J. L. ABELLÁN, Historia crítica del pensamiento español 1-5 (Madrid, 1979-89); G. FRAii.E,.//¿íton'a de la filosofía española (Madrid, 1971-72). Derecho internacional y teoría sobre la guerra T. URDANOZ, Obras de Francisco de Vitoria (Madrid, 1960); F. DE VITORIA, Relectio de indis o Libertad de los indios, ed. L. PEREÑA y J. M. PÉREZ PRENDES (Madrid, 1967); ID., Relectio de Iure belli o Paz dinámica, ed. L. PEREÑA y otros (Madrid, 1981); J. DE LA PEÑA, De bello contra insulanos: intervención de España en América, ed. L. PEREÑA y otros 1-2 (Madrid, 1982); Actas del I Simposio Internacional sobre la ética en la conquista de América (1492-1573) (Salamanca, 1984). Economía política T. DE MERCADO, Suma de tratos y contratos, ed. N. SÁNCHEZ ALBORNOZ (Madrid, 1977).

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Antropología cultural J. DE ACOSTA, Historia natural y moral de las Indias (ed. México, 1962), con un estudio preliminar de E. O'GORMAN; B. DE LAS CASAS, Apologética historia sumaria, ed. E. O'GORMAN 1-2 (México, 1967); E. O'GORMAN, «La idea antropológica del padre Las Casas: Edad Media y Modernidad»: Historia mexicana 16 (México, 1967), 309-319; F. DEL PINO PÍAZ, «Contribución del padre Acosta a la construcción de la etnología. Su evolucionismo»: Revista de Indias 38 (Madrid, 1978), 507-545; F. VICENTE CASTRO y J. L. RODRÍGUEZ MOLINERO, Bernardino de Sahagún, primer antropólogo en Nueva España (siglo xvi) (Salamanca, 1986). Botánica La Real Expedición Botánica del Nuevo Reino de Granada (Madrid, 1954); L. GUTIÉRREZ COLOMER, Contribución al estudiofármaco-botánico de laflorade México que describe Sahagún en el siglo xvi (Madrid, 1948). Americanismo de los jesuítas expulsos M. BATLLORI, La cultura hispano-italiana de los jesuítas expulsos (Madrid, 1966); F. LÁZARO CARRETER, Las ideas lingüísticas en España en el siglo xvui (Madrid, 1949); M. MILLER, Lectures on the Science of Language (Londres, 1862); J. ZARCO y J. A. SÁNCHEZ PÉREZ, Estudios sobre L. Hervás y Panduro 1-2 (Madrid, 1936).

CAPÍTULO

LITERATOS

ECLESIÁSTICOS

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HISPANOAMERICANOS

Por JUANA MARTÍNEZ GÓMEZ

La historia de la literatura hispanoamericana virreinal está fuertemente determinada por la presencia constante de la Iglesia católica. Ello es especialmente evidente en el gran número de escritores eclesiásticos con que cuenta esta literatura, convertidos en auténticos artífices de la creación literaria de aquellos siglos. En todos los estilos y en todos los géneros, los autores religiosos mantienen su producción desde las primeras manifestaciones de la literatura conocida del Nuevo Mundo hasta los momentos claves de la independencia americana. Muy pocos son, realmente, los escritores no eclesiásticos de la literatura hispanoamericana de la colonia. I.

CRÓNICAS EN VERSO

Son dos autores religiosos, cuyas obras además inauguran las literaturas de sus respectivos países, los primeros que relatan los sucesos de la conquista en forma poética. Luis de Miranda de Villafaña, nacido en Plasencia en fecha desconocida, narra en su poema Romance elegiaco los desastres padecidos por los fundadores de la actual capital argentina. En 1535 se embarcó hacia América como clérigo de la expedición que se dirigía al Río de la Plata. Allí participó en la fundación de Buenos Aires y fue testigo de todas las vicisitudes que padecieron sus primeros pobladores. Fue capellán del fortín del Corpus Christi y más tarde de una iglesia bonaerense, hasta que se vio obligado a marchar a Asunción, donde se incorporó al grupo de hombres leales a Alvar Núñez Cabeza de Vaca. Miranda entonces perdió su capellanía y sufrió prisión en dos ocasiones, acusado de mal sacerdote, blasfemo y conspirador. En 1545 quedó en libertad, permaneciendo en Asunción -ciudad en la que escribió su poema en fecha incierta- hasta su muerte, probablemente ocurrida después de 1558. El Romance elegiaco tiene el valor documental de recoger el primer acto de la conquista española en el Río de la Plata. Apareció incorporado a un memorial dirigido al presidente del Consejo de Indias, como un argumento más entre otros que reclamaban ayuda ante la angustiosa situación en que se hallaban los primeros habitantes de la ciudad porteña. Luis de Miranda elige la modalidad discursiva del poema narrativo, vinculado a los romances de tema épico, pero lo construye con muchos de los rasgos específicos del

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poema elegiaco, inspirado en el dolor que produce la muerte. Es continuador de la tradición medieval de los juglares, que divulgaban las hazañas de los cantares de gesta, y su poema evoca, sin duda, el tono de los romances populares que ellos cantaban. Pero no deja de ser paradójico que un poema fundacional, que debiera integrar todas las categorías vitales de lo heroico, se transforme en un canto funeral, con toda la carga de emotividad que proporciona el hecho de la muerte. Si Luis de Miranda cifra su atención en los sufrimientos y la muerte de los seres anónimos que participan en la conquista, Juan de Castellanos (1522-1607) ofrece una visión retrospectiva de los dirigentes de la misma -personajes individualizados- con el fin de guardar para la posteridad sus grandes hazañas. Oriundo de Sevilla, pasó a América en su juventud y acabó en Colombia tras recalar en diversos lugares. Recorrió varias ciudades colombianas hasta instalarse definitivamente en Tunja, donde desempeñó el cargo de cura párroco. Escribió un extensísimo poema, de más de mil versos, titulado Elegías de varones ilustres de Indias (1589, primera parte), en el que pretende hacer una crónica versificada del descubrimiento y la conquista, desde los viajes de Colón hasta la creación del Nuevo Reino de Granada. La valoración literaria del poema no debe oscurecer los límites de su verdadera dimensión y su carácter de auténtico documento histórico, ya que relata acontecimientos vividos por el autor o relatados a él de primera mano. Como poema se inscribe en el marco de una poesía épica que empieza a proliferar por estos años en América y cuyo modelo y máximo exponente está en La Araucana, de Alonso de Ercilla. Es decir, corresponde a una poesía renacentista, en la cual, aunque todavía permanecen reminiscencias medievales, se percibe una clara toma de postura a favor de nuevas concepciones literarias. Actitud esta evidenciada tanto por la adaptación de los aportes métricos italianos como por la recreación de una épica de ruptura con los viejos dogmas que imponían la unidad de tiempo, acción, personaje y lugar. Todo ello ocurre al incorporar a la literatura una nueva concepción del mundo que rechaza al héroe como ser superior para privilegiar al representante o portavoz de un grupo, lo cual está reflejando el nuevo estado de conciencia que empieza a implantarse en la sociedad naciente. A imitación de la mencionada obra de Ercilla, Martín del Barco Centenera (1535?-?) escribió una larga composición sobre la conquista del Río de la Plata titulada Argentina (1602). Un poema épico de más de 10.000 versos sobre el que la crítica coincide en una valoración no excesivamente positiva, ya que, junto a las intenciones históricas y didácticas, los propósitos poéticos quedan bastante oscurecidos y escasos de calidad estética. El autor, extremeño, de familia acomodada, llega a Asunción en 1572, con el adelantado Juan Ortiz de Zarate, que dirige la tercera expedición al Río de la Plata. En distintas poblaciones ejerce dignidades eclesiásticas, como las de arcediano, capellán de la Audiencia, vicario y comisario del Santo Oficio, cargo del que se le destituyó por el carácter poco ejemplar de su vida privada. Hacia 1595 volvió a España. Martín del Barco acuña con el título de su poema el nombre de la futura nación argentina, en una clara alusión a los escondidos tesoros que los conquistadores esperaban descubrir en su suelo.

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EL TEATRO

La aparición del teatro hispanoamericano estuvo estrechamente ligada a la labor evangelizadora de los misioneros. En todas las Ordenes religiosas, pero especialmente entre los jesuítas, se encuentra un gran número de autores que colaboraron a la creación de un importante corpus de obras dramáticas. Muchas de ellas adaptaron elementos del primitivo teatro precolombino e incluso fueron escritas en lenguas aborígenes con el fin de catequizar eficazmente a los indígenas; otras, continuadoras del teatro medieval, contribuyeron al adoctrinamiento de españoles y criollos. Así, inspirados en los evangelios, los dogmas, los sacramentos y cualquier historia sagrada y edificante, se compusieron autos, coloquios y comedias sagradas y alegóricas. De todos los autores dramáticos, sólo un reducido número de ellos llegó a alcanzar cierto renombre. Fernán González de Eslava (1534-1610?), nacido en España, llegó a México en 1558. Hacia 1575 era clérigo, y presbítero en 1578. Su producción literaria no es de las menos fecundas entre los autores de su época. Además de su obra más importante, Coloquios espirituales y sacramentales (1610), de tema religioso, compuso otras obras sueltas, como sonetos, canciones, villancicos, etc., que aún permanecen inéditas. Fue hombre conocido y estimado en su época por el valor de su obra literaria. También debió de labrarse cierta fama de inconformista y revolucionario, lo que le costó la cárcel en más de una ocasión, avalado por una obra de compromiso con la sociedad que le tocó vivir. Aunque en los Coloquios sigue la tradición alegórica del teatro medieval religioso, en algunos de ellos logra, sin embargo, un significativo equilibrio entre la expresión alegórica y el reflejo de la realidad de su tiempo. A través de la actuación de unos personajes semialegóricos, el lector asiste al cambio de valores producido en la sociedad colonial a finales del siglo XVI, cuando se está entrando en una etapa más sedentaria que la anterior y comienza a primar el gusto por el dinero, el lujo y la ostentación. De Juan Pérez Ramírez (1545-?), presbítero mexicano, sólo se conoce una obra de circunstancia, Desposorio espiritual del Pastor Pedro y la Iglesia mexicana, escrita y representada en 1574 con motivo de la consagración del arzobispo Pedro Moya de Contreras. La celebración de tal acto le ofrece al autor la posibilidad de hacer una composición a base de diálogos alegóricos de tono pastoril que, sin embargo, acaban por obstaculizar la construcción de una sólida estructura dramática. El dominicano Cristóbal de Llerena (1540?-1610?), de vida privada muy agitada, fue sacerdote desde 1571 y más tarde capellán y canónigo. Destacó también como organista de la catedral de Santo Domingo y como catedrático de gramática latina. De su obra sólo se ha conservado un Entremés, que fue estrenado en la octava del Corpus de 1588 en la catedral. El autor no aborda un tema religioso, sino que se adentra en datos referenciales que hacen alusión directa a la política gubernamental. Su representación provocó tan sonado escándalo por su crítica a la situación social de la época que obligó al exilio a su autor. Guarda así un gran valor testimonial, al tiempo

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que constituye una pieza rica en variedad de elementos dramáticos y una de las primeras obras empeñadas en la difícil tarea de la sátira política. El teatro barroco avanza técnicamente, respecto a la producción dramática del siglo XVI, debido a la gran influencia que ejercen las obras de Calderón y otros dramaturgos españoles. Los temas preferidos por los autores eclesiásticos hispanoamericanos no se apartan notablemente de la línea religiosa dominante entre sus antecesores. Buena muestra de ello es la Comedia de San Francisco de Borja (1641), del jesuíta mexicano Matías de Bocanegra (1612-1681), conocido en su época por su talante ingenioso y su erudición. Su obra narra parte de la vida del duque de Gandía con el propósito de ensalzar la labor jesuítica. El mismo asunto desarrolla el jesuíta peruano Pedro López de Lara en El Fénix de España, San Francisco de Borja (1674). De tema mañano se compusieron también varias obras, entre las que destaca la Comedia de Nuestra Señora de Guadalupe y sus milagros, del religioso Jerónimo Diego de Ocaña (P-1608), representada en Potosí en 1601. De mayor envergadura es la obra del peruano Juan Espinosa Medrano (1619P-1688). Conocido por su apodo «El Lunarejo», es un ejemplo poco frecuente de indígena que logra abrirse camino en el ámbito religioso y cultural de una sociedad organizada por criollos. Pese a su origen humilde, logró destacar en el mundo virreinal por su inteligencia prodigiosa, aplicada a distintos campos del conocimiento. Desde niño sobresalió en el uso de instrumentos musicales, llegando a ser catedrático de artes a los dieciséis años. Demostró una gran facilidad para el aprendizaje de idiomas, ya que, además de español y quechua, conoció siendo muy joven el latín, lengua en la que, incluso, podía versificar; más adelante aprendió también el griego y el hebreo. Ingresó en el seminario y desarrolló una brillante carrera eclesiástica, reconocida tanto en su cátedra de teología como a través del pulpito, en el que llegó a ser un afamado predicador. Todo ello le valió varios títulos, como el de «doctor sublime» y el «Demóstenes peruano», entre otros. La totalidad de su obra, extensa y variada, hace incursiones en distintos géneros que serán abordados más adelante. Como dramaturgo compuso El hijo pródigo, auto sacramental en quechua, y El robo de Proserpina y Amar su propia muerte, en los que temas clásicos y bíblicos son tratados con el estilo gongorista que Espinosa defendió ardientemente. También en Perú sobresalió fray Francisco del Castillo (1716-1770), religioso lego de la Orden de la Merced, que fue conocido como «El ciego de la Merced» por una enfermedad que le debilitó la vista. Famoso como poeta repentista, demostró, sin embargo, su talento literario en la expresión de varios géneros. El teatro fue uno de los que más ampliamente cultivó en forma de saínetes, comedias y autos, en los que trata temas religiosos, históricos y legendarios. La crítica destaca el Entremés de Justicia y litigantes por el factor costumbrista que anima la obra. En Colombia destacó el monje cartujo Fernando Fernández de Valenzuela (1616-1677) por su entremés Laurea crítica, escrito con un perfecto dominio de los recursos léxicos y sintácticos del gongorismo.

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Sin embargo, a través de un género tan actual como es la parodia satírica, se propone atacar ese estilo entonces imperante y criticar a la sociedad de su tiempo. III. A)

LA POESÍA

Poesía religiosa

El espíritu contrarreformista impone la necesidad de afianzar unas señas de identidad religiosas que se extienden por todo el imperio español y determinan un enorme corpus de poesía religiosa. Con el fin de ensalzar el catolicismo se utilizan poéticamente sus signos: se canta a la Virgen María junto a santos y mártires de la fe como imágenes vivas de la Iglesia católica. La figura de Cristo y la de algunos de los grandes patriarcas, como Santo Tomás de Aquino y San Ignacio de Loyola, capitalizan, en el papel de personajes principales, la acción de numerosos poemas. Raro será el poeta -religioso o n o - que no contabilice entre su producción alguna composición religiosa de signo marcadamente católico. Se puede destacar con mayor importancia un grupo de poemas mayores junto a otro de composiciones más breves. Entre estos últimos cabe reseñar los poemas de Leonor de Ovando, la primera poetisa de América, nacida en Santo Domingo, que fue religiosa del Monasterio de Regina en la Española. Su obra, compuesta por cinco sonetos y una serie de versos sueltos, .escritos con motivo de varias fiestas religiosas, fue recogida a finales del siglo XVI por el oidor Eugenio Salazar de Alarcón en su antología Silva de poesía. En la misma antología aparecen cuatro de los siete poemas conocidos del primer poeta guatemalteco, Pedro de Liévana (P-1602), quien estudió la carrera sacerdotal en Guadalupe, su ciudad natal, y una vez ordenado sacerdote marchó a las Indias, donde desempeñó distintas funciones eclesiásticas. A su llegada fue nombrado arcediano de la iglesia metropolitana guatemalteca y más adelante tesorero, maestrescuela, canónigo y, por último, deán de la catedral de Guatemala. Sólo dos de sus poemas son de tema religioso, pero todos ellos, junto a los de Leonor de Ovando, resultan una viva muestra de la rápida incorporación del Renacimiento en algunos sectores de Hispanoamérica. En Perú, el franciscano Juan de Ayllón (1604-1662), considerado introductor del gongorismo en su país, compuso un denso poema culterano sobre Las fiestas a la canonización de los 23 mártires del Japón (1630). Poco más tarde, el dominico limeño fray Adriano de Alecio (P-1650), calígrafo y miniaturista, autor de una biografía de fray Martín de Porres, escribió un poema titulado El Angélico (1645), en honor de Santo Tomás. La obra se resiente formalmente porque su autor, ferviente admirador de Góngora, se excede en el uso de procedimientos culteranos y en el número de detalles sobre la vida del santo. Luis de Tejeda (1604-1680), primer poeta nacido en Argentina, después de una vida aventurera, viudo y con diez hijos, ingresa en la Orden dominicana en 1663. De su obra sólo se conoce la producción de su etapa

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conventual, destacándose de ella algunos sonetos y el poema titulado El peregrino en Babilonia, una larga composición constituida por una mezcla de pasajes autobiográficos con temas marianos abordados desde una perspectiva mística. A lo largo de su obra se pueden observar, asimilados de forma desigual, procedimientos propios del estilo de Góngora. El agustino, de posible origen mexicano, Miguel de Guevara fue autor de varias poesías religiosas. Se le atribuye el famoso soneto No me mueve, mi Dios, para quererte (1638), cuya perfección en el empleo de procedimientos barrocos puede marcar el ingreso de dicho estilo en México. Por último, cabe mencionar en este grupo parte de la obra del jesuíta ecuatoriano Juan Bautista Aguirre (1725-1786), conocido por su afán de experimentación y por su espíritu crítico. Fue catedrático de Filosofía y Teología moral en la Universidad de San Gregorio Magno de Quito, en cuyo claustro introdujo los aires revolucionarios que emergían en su época. Gozaba de gran prestigio cuando los jesuítas fueron expulsados de América en 1767 y su obligada estancia en Italia acrecentó aún más la fama de hombre sabio que ya se había labrado anteriormente. A pesar de su personalidad innovadora, contagiada de la Ilustración, fue, de forma anacrónica, uno de los últimos gongoristas de Hispanoamérica, motivo por el cual su obra poética permaneció inédita hasta el siglo XX, cuando también fue rescatada la gongorina. Su poesía religiosa, considerada como lo más estimable de toda su variada producción, está compuesta por un poema inconcluso a San Ignacio de Loyola y por poemas sueltos inspirados sobre todo en la Biblia. Mayor relevancia literaria alcanzan los dos poemas mayores de asunto religioso, que corresponden al género épico: La Cristiada (1611) y San Ignacio de Loyola. Poema heroico (1666), cuyos autores son eclesiásticos. El autor del primero, Diego de Hojeda (1571P-1615), sevillano, ingresó muy joven en la Orden de los dominicos de Lima, donde llegó a ser profesor de teología. Se dio a conocer como hombre austero, piadoso y caritativo y, en reconocimiento a su temperamento y valía, se le concedieron varios cargos de responsabilidad en la Orden. Llegó a ocupar el priorato de Lima, pero a causa de una intriga conventual se le despojó del cargo y se le desterró. Había participado activamente en la vida cultural del virreinato, produciendo poemas laudatorios y trabajos de encargo que le supusieron un gran prestigio y lo relacionaron estrechamente con los hombres de letras de entonces, entre quienes ocupó un lugar significativo. Su poema, La Cristiada, escrito en octavas reales, estrofa propia de la épica, se compone de doce cantos en los que narra de forma desigual la pasión y muerte de Jesucristo: junto a fragmentos de hondura, sentimiento y aciertos poéticos, discurren otros pobres de recursos y vulgares de expresión. Guiado por la filosofía tomista y el espíritu de la Contrarreforma, el autor pretende construir un poema teológico, para el que utiliza como base temática la Biblia y como referencias literarias la clásica de Virgilio y las contemporáneas de la mística y la épica renacentista italiana. De todas ellas aprende a afrontar dignamente un tema que entraña enormes dificultades y logra orquestar procedimientos que mantienen la agilidad discursiva y el

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interés de la lectura. El poema presenta una gran dinamicidad, derivada tanto de la diversidad de los recursos estilísticos empleados como del movimiento vertical, que se establece de la comunicación espacial entre cielo, tierra e infierno, y también del juego temporal con el pasado, el presente y el futuro, que sirve para entrelazar el plano natural y el sobrenatural. El personaje principal, Cristo, aparece en su doble condición de hombre y de Dios, con todas las contradicciones que ello implica y las subsiguientes dificultades que afectan al personaje como héroe épico. Sin embargo, Hojeda lo utiliza para profundizar en el carácter de Cristo y en el sentido ecuménico de su pasión, consiguiendo un personalísimo poema épico-religioso. El bogotano Hernando Domínguez Camargo (1606-1659) escribe otro largo poema sobre la vida del fundador de la Compañía de Jesús. En su San Ignacio de Loyola. Poema heroico (1666) se extiende desde el nacimiento del santo hasta su partida hacia Roma para fundar la Compañía, logrando destacarlo entre los muchos poemas que, tanto en Europa como en América, se le dedican a San Ignacio para ensalzar su figura luchadora y su espíritu contrarreformista y católico. El autor inicia su vida religiosa en la Compañía de Jesús en Tunja, pero pronto la abandona, expulsado por motivos desconocidos, para ordenarse sacerdote. Se establece después en Lima y Quito, donde se relaciona con los círculos literarios; tras ocupar cargos eclesiásticos en distintas localidades, regresa a Tunja como beneficiado de su iglesia, donde escribe su extenso, aunque inconcluso, poema. Se le ha considerado el «primogénito» de Góngora por ser el más fiel de sus innumerables epígonos. Precisamente por este hecho fue un poeta olvidado hasta que la generación del 27 rescató a Góngora y descubrió a sus seguidores. Gerardo Diego dio a conocer la obra de Domínguez Camargo en la antología que confeccionó en honor del poeta español y Dámaso Alonso emitió los primeros juicios laudatorios sobre el colombiano, quien había asimilado el estilo de su maestro sobrepasando los límites de la simple imitación para lograr auténticas creaciones poéticas. Domínguez Camargo reúne en su poema todos los procedimientos culteranos inspirados en Góngora para realzar la imagen del protagonista, San Ignacio; pero, además, para dar la visión de una realidad en la cual privilegia el entorno natural, que se erige ante el lector con toda la fuerza de lo vivo y lo sensual, desviando el poema de su trayectoria épica para llevarlo por el camino de la lírica. B)

Poesía descriptiva

Una de las vertientes más importantes de la poesía lírica hispanoamericana lo constituye un tipo de composiciones empeñadas en la captación del entorno americano. Tanto la naturaleza como las nuevas ciudades serán motivo de observación y recreación poética para el escritor, quien encontrará en la realidad americana un nuevo espacio literario para sus creaciones. Un famoso poema descriptivo es el titulado A un salto por donde se despeña el arroyo de Chillo, del ya mencionado Hernando Domínguez Camargo, que pone de manifiesto el carácter agreste de la naturaleza americana. Esta composición destaca entre otras del mismo autor, publicadas en una

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antología poética de asuntos varios, Ramillete de varias flores poéticas (1676), que había sido compilada por el ecuatoriano Jacinto de Evía, quien incluye, además, poesías suyas y del jesuíta sevillano afincado en Guayaquil Antonio de Bastidas. La crítica destaca el valor literario del citado poema de Camargo y su clara adscripción al gongorismo. El poeta colombiano se inspira en unos versos de la Soledad segunda de Góngora y, aunque recoge del español el tema y la estructura metafórica, inviste sus versos de una agilidad y un brillo nuevo que le otorgan un carácter original. Un siglo más tarde encontramos otro famoso poema descriptivo, Rusticatio mexicana (1781), del jesuíta guatemalteco Rafael de Landívar (1731-1793). Para realizar estudios eclesiásticos marchó a México, donde residió largo tiempo. Regresó a Guatemala como rector del colegio de los jesuítas, pero poco después (1767) tuvo lugar la expulsión de la orden, que lo obligó a partir a Italia. Allí escribió en latín su extenso poema exaltando la vida rural y la naturaleza mexicana y guatemalteca, que, por su influencia de Virgilio, ha recibido el calificativo de Geórgicas americanas. Las ciudades americanas comienzan a ser descritas literariamente para conocimiento y disfrute de los lectores, quienes en la mayoría de los casos actúan como mecenas de los escritores. El propio Domínguez Camargo compone un poema sobre la ciudad de Guatavita, y el ya citado Juan Bautista Aguirre describe las ciudades de Guayaquil y Quito en otro. Pero es Bernardo de Balbuena (1562-1627) el escritor que compone el más famoso poema descriptivo de carácter urbano con su Grandeza mexicana (1604). Balbuena desempeñó el cargo de cura párroco en varias localidades campesinas y mineras. Siempre deseó conseguir, con no demasiada fortuna, más altas jerarquías eclesiásticas que le permitiesen vivir en ambientes de mayor actividad social. En 1610 recibió el nombramiento de abad de Jamaica, lugar que tampoco le ofreció demasiadas satisfacciones culturales. Después de residir brevemente en Santo Domingo, donde fue consagrado obispo, llegó en 1623 a Puerto Rico para desempeñar dicho cargo hasta su muerte. Guiado seguramente por el propósito de hacer méritos para conseguir ascensos eclesiásticos, Balbuena escribe su Grandeza mexicana, y le adjunta poemas laudatorios dedicados al conde Lemos y al arzobispo de México. El motivo explícito del poema es presentar las «grandezas» de México a la señora doña Isabel de Tobar y Guzmán, que se disponía a ir a la ciudad para ingresar en la vida religiosa. Con este propósito el autor va desgranando minuciosamente las características de una ciudad, recreada idealmente por un entusiasmo urbano que se acrecienta a partir de su experiencia cotidiana en zonas rurales. Un poema introductorio sintetiza el argumento, que luego irá desarrollando en cantos sucesivos y anticipa al lector la diversidad de temas que va a tratar: localización, origen, arquitectura, costumbres sociales, artes, oficios, clima, religión, gobierno, etc. Balbuena organiza un plan medido y calculado en el que, a pesar de la gran acumulación de elementos, no se pierde el orden descriptivo, destacable por su gran riqueza de imágenes pictóricas y musicales.

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Poesía satírica

Aunque la sátira es un modo de expresión poética importante en algunas zonas de Hispanoamérica, no es de los géneros más cultivados entre los autores religiosos. En México, dos poetas entroncan con la sátira clásica a través de Quevedo, aunque sus obras, más que una crítica seria a la sociedad, constituyen una burla alegre de carácter popular. El clérigo Pedro de Avendaño (1654-1705?) retoma en sus versos el tema de la pugna entre españoles y criollos, de antigua tradición en la sátira mexicana. Más directamente influido por Quevedo, el dominico Juan Villa (1683-1766) compone algunos poemas de tema vario. Más famosa es la figura del antes mencionado «Ciego de la Merced», él dramaturgo peruano Francisco del Castillo, que escribió una extensa obra poética de la que destacan sobre todo sus romances. Con un lenguaje sencillo de tono popular, el poeta denuncia algunos aspectos de la vida cotidiana de su tiempo, incorporando una buena dosis de elementos costumbristas y tipos sociales, que hoy convierten su obra en un testimonio vivo de su época. De características similares son las composiciones del también peruano José Joaquín Larriva (1780-1832). Este clérigo limeño compone su obra satírica en los años de la emancipación, diseminada por los distintos periódicos de la época, y está cargada de críticas mordaces, pero de gracia popular y criolla, a personajes políticos y situaciones sociales de entonces.

IV. A)

LA PROSA

Crítica literaria

Le cabe la honra de ser el primer crítico literario hispanoamericano al escritor, anteriormente mencionado como dramaturgo, Juan Espinosa Medrano. Además del teatro, la mayor parte de su obra está constituida por una extensa colección de oraciones y sermones panegíricos, escritos en alabanza de la Virgen y los santos, desbordados en citas eruditas, que se recopilaron con el título de La Novena Maravilla (1695). Pero su mayor fama se la debe al éxito del Apologético en favor de don Luis de Góngora, príncipe de los poetas líricos de España (1662). El motivo de la composición de esta obra arranca de los ataques que el crítico portugués Manuel de Faria e Souza profiere contra Góngora con el fin de exaltar la figura de Camoens. Esta actitud solivianta a Espinosa, quien decide salir en defensa del poeta español con un minucioso análisis de la retórica gongorina: entre la introducción y los doce capítulos desmonta los argumentos del portugués en una prosa que reúne todos los elementos del culteranismo. El autor demuestra toda su habilidad para la polémica, reconociendo siempre, con un tono apasionado y elegante, los méritos de su oponente. A partir de su formación clásica y de sus conocimientos literarios, Espinosa va realizando un laborioso estudio de los valores poéticos de la lengua de Góngora, desde su léxico hasta los procedimientos

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estilísticos, dedicando especial atención a la metáfora y al hipérbaton. Con su obra, Espinosa inaugura la crítica literaria en Hispanoamérica y contribuye al entendimiento de la obra de Góngora con un procedimiento analítico todavía válido en la actualidad. B)

Tendencias narrativas

Algunos de los autores ya abordados hacen incursiones también en el terreno de la prosa de ficción, de tan difícil realización en unos años en los que pesan fuertemente distintas prohibiciones reales acerca de la impresión e importación de novelas en Hispanoamérica. Es de notar que la mayoría de las obras novelescas que se conocen van perdiendo paulatinamente los elementos narrativos que las integran para adentrarse en el ámbito de la alegoría y quedar absorbidas en un corpus literario cuya finalidad es enteramente religiosa. Las tres primeras obras publicadas presentan una vinculación desigual con la novela pastoril, de gran popularidad en España en el siglo XVI. La primera de ellas es El siglo de oro en las selvas de Enfile (Madrid, 1608), del obispo español, ya mencionado, Bernardo de Balbuena. En su obra se encuentran todos los elementos invariables de la novela pastoril española fijados por Jorge de Montemayor y Gil Polo, pero ya incorpora una simbología cristiana que constituye el primer paso de la evolución de esa modalidad ficcional hacia un proyecto narrativo ascético. Los sirgueros de la Virgen (1620), primera novela publicada en América, aun conservando algunos de los componentes básicos de la novela bucólica, presenta abiertamente una finalidad religiosa: ensalzar a la Virgen María. Su autor, el clérigo mexicano Francisco Bramón (fechas desconocidas), se propone defender el misterio de la Inmaculada Concepción de María en un relato salpicado de referencias autobiográficas. Desde una perspectiva alegórica, los «sirgueros» (jilgueros) son los pastores que cantan a la Virgen, en lugar de las pastoras, convirtiéndola a ella en objeto de sus anhelos amorosos. La nostalgia de un pasado ideal se sustituye por una revalorización del presente, presente que está regido por el ideal contrarreformista en el cual la imagen de la Virgen es signo patente del catolicismo. El también español Juan de Palafox y Mendoza (1600-1659), que llega a ser virrey de Nueva España y obispo de Puebla, compone la tercera obra narrativa, El pastor de Noche Buena (1644), que debe a la novela pastoril mucho menos que las anteriores. Es, en realidad, un tratado ascético que se vale de símbolos, parábolas y alegorías para presentar el viaje de un pastor por los ámbitos del vicio y de la virtud. El franciscano mexicano Joaquín Bolaños, predicador apostólico del Colegio de Misiones de Propaganda Fide de Nuestra Señora de Guadalupe en Zacatecas, compone, pero ya de forma anacrónica, La portentosa vida de la muerte (1792): evocación de las alegorías medievales sobre la muerte, de escasas cualidades narrativas. Junto a estos relatos, que privilegian el contenido religioso, debido sin duda a la dificultad de imprimir obras de carácter profano, otras narraciones, sin perder jamás la perspectiva religiosa, se contaminan de la crónica,

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por ser ésta el género en prosa de mayor vigencia durante los siglos xvi y XVII, dotando su discurso de abundantes registros históricos. Así ocurre con la obra del mercedario chileno Juan de Barrenechea y Albis (?-l 707), Restauración de la Imperial y almas infieles (1693), que narra las aventuras del indio Carilab, cautivo de los españoles. Mayor difusión, sin embargo, ha tenido la narración titulada Infortunios de Alonso Ramírez (1690), del mexicano Carlos de Sigüenza y Góngora (1645-1700). Expulsado de la Compañía de Jesús después de haber permanecido en ella durante algunos años, persistió en su vida religiosa como sacerdote secular, ocupando la capellanía del hospital del Amor de Dios. Alcanzó un alto prestigio entre los intelectuales de su tiempo como investigador polémico y erudito. Fue catedrático de matemáticas y astrología en la Universidad de México y desempeñó el cargo de cosmógrafo real. Además de obras de carácter histórico y científico, realizó composiciones en verso dentro del estilo barroco de la época. Infortunios es una obra aislada dentro de la producción de Sigüenza y Góngora que supone su ingreso en el terreno, poco usual entonces, de la prosa de ficción, y, sin embargo, llega a ser uno de los relatos del virreinato mejor construidos desde el punto de vista narrativo. La obra, que podría considerarse un antecedente de la novela de aventuras del tipo de Robinson Crusoe, cuenta las desdichas de Alonso Ramírez, quien después de caer en poder de piratas ingleses acaba por dar una vuelta al mundo. Aunque a veces afloran sus dotes de cosmógrafo en descripciones minuciosas que retardan el desarrollo de la acción, el narrador logra suscitar un gran interés en el lector. Entreverados con el hilo argumental, se ofrecen datos referenciales que no apartan a la novela de la historia y hacen de ella una crónica entretenida de su tiempo. C)

Las autobiografías

Siguiendo El libro de su vida, de Santa Teresa, y también a instancia de sus confesores, un considerable número de religiosas hispanoamericanas reconstruyen su biografía dentro de los cauces propios de la mística. Es en México donde conocemos mayor número de estas escritoras, entre las que cabe mencionar a las carmelitas descalzas María de San José (Juana Palacios Menéndez) (1656-1719) y Micaela Josefa de la Purificación Luque (1681-1752), a la monja jerónima María Magdalena de Lorravaquio Muñoz (1572-1663) y a la religiosa de la Purísima Concepción Sebastiana de las Vírgenes Villanueva (1671-1737). Pero es, sin duda, la colombiana Madre Castillo, Francisca Josefa del Castillo y Guevara (1671-1742), monja clarisa, la más conocida en el ámbito literario. Su obra está compuesta por Mi vida y Sentimientos espirituales. En el primer libro relata sus experiencias vitales antes de la entrada en el convento, como una etapa preparatoria para su entrada en la vía mística. En el segundo se interna en los procesos espirituales, tratados por el misticismo español, en una prosa anacrónicamente trabajada según los místicos del siglo XVI que le sirven de modelo.

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Prosa política

En la confluencia entre el siglo XVIII y el XIX, la producción literaria asume un compromiso político acorde con el proceso de la independencia de las colonias españolas. Hay un grupo de escritores, propulsores de la emancipación, que otorgan a sus creaciones una función política e ideológica construida con el fin de despertar el sentimiento patriótico de sus contemporáneos y alentarlos a la lucha. Entre ellos destacan, como figuras sobresalientes, algunos religiosos cuya obra se inscribe dentro de un corpus de literatura en prosa de tono exaltado y rebelde, utilizado como arma eficaz para los fines liberadores. Con motivo del tercer centenario del descubrimiento, el peruano Juan Pablo Vizcardo (1747-1798),Jesuíta expulso, escribió desde su destierro en París su Carta a los españoles americanos, en la que hacía expresa la primera declaración de la independencia. La emancipación debía llegar, según él, como culminación de un proceso natural y como exigencia de la sociedad americana que había alcanzado la madurez después de tres siglos de esclavitud e injusticia. Vizcardo, que era un hombre de sólida formación ilustrada y creía firmemente en los principios de libertad, igualdad y fraternidad, se sintió obligado a escribir su carta ante la indignación que le produjo el recrudecimiento de la represión colonial que se estaba efectuando en el Perú a causa de distintos puntos de rebeldía que habían brotado. Otra personalidad relevante es la del dominico mexicano fray Servando Teresa de Mier (1763-1824), perseguido por sus originales ideas sobre las apariciones de la Virgen de Guadalupe. Fue uno de los ideólogos y promotores de la independencia de su país a través de sus escritos, especialmente de su Historia de la revolución de la Nueva España. También sobresale el chileno fray Camilo Henríquez (1769-1826), quien más tarde abandonará los hábitos para dedicarse a su vocación periodística y a las tareas políticas. Aunque compuso teatro y poesía, interesa más su título de fundador del primer diario de su país, La Aurora de Chile (1810), en el cual empieza a difundir las ideas independentistas. También es especialmente significativa su obra El catecismo de los patriotas, en la que emplea las fórmulas clásicas del catecismo religioso, a base de preguntas y respuestas, para iniciar al lector en conceptos políticos relacionados con la patria, la libertad y el civismo.

V. SOR JUANA INÉS DE LA CRUZ Como síntesis y superación de casi todos los géneros y las tendencias antes aludidos emerge la obra de la monja mexicana sor Juana Inés de la Cruz, conocida como la «décima musa». Juana de Asbaje y Ramírez (1651-1695) se configura como una mujer extraordinaria ya desde los años de su infancia, cuando, engañando a su madre, se escapa a la escuela con su hermana para aprender a leer. Más tarde, en una sociedad en la que el papel activo de la mujer está sumamente reducido, se manifestará su personalidad conflictiva regida por una gran inteligencia y un espíritu apasionado de

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vocación investigadora. Entró muy joven en la corte reclamada por los propios virreyes, marqueses de Mancera, y en seguida fue reconocido su talento literario por la aristocracia, que la solicitaba continuamente para celebrar en verso todo tipo de acontecimiento social. Sin embargo, Juana abandona el bullicio cortesano y, después de una tentativa en el convento de las carmelitas, ingresa en el de San Jerónimo a los diecisiete años. El resto de su vida, sin apartarse por completo de la corte, lo dedica a la literatura y al estudio, convirtiéndose en la figura literaria e intelectual más valiosa del virreinato. Su obra es extensa y ampliamente variada. Cultivó casi todos los géneros y empleó numerosos metros y estrofas. Como dramaturga escribió dos comedias de enredo, según los cánones de la comedia de capa y espada calderoniana: Los empeños de una casa (representada en 1683) y Amor es más laberinto (representada en 1689). También compuso tres autos sacramentales y varias loas. La mayor parte de su teatro es circunstancial: escrito en honor de personajes principales de la corte virreinal y ajustado a los preceptos del teatro español del Siglo de Oro, sin eludir por ello rasgos de auténtica mexicanidad. Su obra poética, que abarca muy variados ámbitos, aborda tanto los temas religiosos como los profanos, temas estos últimos en los que a veces abandona el tono serio, reflexivo e intelectualizado que predomina y caracteriza su poesía para tratarlos por la vía de la sátira y el humor. Un grupo importante lo constituye su obra de circunstancia, que Sor Juana escribió como tributo a la aristocracia, en la cual se encuentran un buen número de felicitaciones, retratos, homenajes, etc., como índices del estrecho vínculo que la monja mantuvo con la corte. Los poemas amorosos suscitan un enorme interés por la originalidad con que canta al amor, de forma analítica y racionalmente introspectiva. El poema cumbre de Sor Juana es El primero sueño (1692), una larga composición, síntesis de sus más íntimas preocupaciones y exponente de todos los conocimientos que había adquirido durante sus horas de estudio: mitología, geografía, astronomía, filosofía, teología, fisiología, etc. La poetisa, tras asumir la tradición literaria anterior sobre el sueño, utiliza éste como medio de conocimiento y adopta con todo su talento literario las formas culteranas de Góngora para desarrollar la andadura del alma en busca de la verdad absoluta. Sor Juana logra integrar sabiamente poesía, ciencia y filosofía en un poema de los más complejos y profundos de la época. En prosa, aparte de algunas obras de carácter religioso y Neptuno alegórico, escrita para conmemorar la entrada de los virreyes, marqueses de la Laguna, en 1680, compuso dos piezas fundamentales: Crisis de un sermón (1690) y Respuesta a Sor Filotea de la Cruz (1691). La primera es un ensayo teológico escrito con el fin de rebatir ciertas teorías, siguiendo un riguroso método analítico pleno de erudición, que pone de manifiesto la altura intelectual de Sor Juana. El obispo de Puebla, al conocer el ensayo, le atribuyó el elogioso título de Carta Atenagórica con que lo publicó, pero le agregó una carta firmada con el seudónimo de Sor Filotea de la Cruz en la cual criticaba la actividad intelectual de Sor Juana. La monja reaccionó

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inmediatamente con su Respuesta, ensayo autobiográfico, ágil y entretenido, en el que expone todas las razones que fundamentan su vida y su dedicación al estudio y la literatura. Ella defiende su derecho a introducirse en los ámbitos de la ciencia y el pensamiento, así como el derecho de toda mujer a participar en las actividades intelectuales de las que habitualmente se las alejaba en su época. A partir de este escrito, Sor Juana, sumergida en la duda y acosada por distintas presiones, abandona el cultivo de la literatura y pocos años más tarde, al cuidar a sus hermanas, enfermas de peste que asoló el convento, murió contagiada.

NOTA

CAPÍTULO

LA IGLESIA

Y LA

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BENEFICENCIA

Por JOSEFINA MURIEL

BIBLIOGRÁFICA

Obras de carácter general J. J. ARROM, Historia del teatro hispanoamericano (Época colonial) (México, 1967); F. AYALA POVEDA, Manual de literatura colombiana (Bogotá, 1984); E. CARILLA, Estudios de literatura argentina (Tucumán, 1968); ID., La literatura barroca en Hispanoamérica (Madrid, 1972); C. GOIC, Historia y crítica de la literatura hispanoamericana. I: Época colonial (Barcelona, 1988); P. HENRÍQUEZ UREÑA, Obra critica México, 1960); L. IÑIGO MADRIGAL, Historia de la literatura hispanoamericana. Época colonial (Madrid, 1982); G. LOHMANN ViLLENA, El arte dramático en Lima durante el virreinato (Madrid, 1945); J. MURIEL, Cultura femenina novohispana (México, 1982); A. REYES, Letras de la Nueva España (México, 1948); A. TAMAYO VARGAS, Literatura peruana 1 (Lima, 1953). Autores más importantes G. MEO ZILIO, Estudio sobre Hernando Domínguez Camargo (Florencia, 1967); F. PiERCE, La poesía épica del Siglo de Oro [para Diego de Hojeda] (Madrid, 1961); J. ROJAS GARCIDUEÑAS, Bernardo de Balbuena: la vida y la obra (México, 1958); ID., Don Carlos de Sigüenza y Góngora, erudito barroco (México, 1945). Sor Juana Inés de la Cruz A. ARROYO, Razón y pasión de Sor Juana (México, 1952); O. PAZ, Sor Juana Inés de la Cruz o las tramas de la fe (Barcelona, 1982); D. PUCCINI, Sor Juana Inés de la Cruz: Studio d'una personalitá del barocco messicano (Roma, 1967); R. XIRAU, Genio y figura de Sor Juana Inés de la Cruz (Buenos Aires, 1967). Otros literatos J. MARTÍNEZ GÓMEZ, «Dos clérigos extremeños en la literatura hispanoamericana: Pedro de Liévana y Luis de Miranda de Villafaña», en Extremadura en la evangelización del Nuevo Mundo (Madrid, 1990), 367-377.

Entre los establecimientos benéficos de Hispanoamérica ocupan el primer lugar, tanto por el momento de aparición como por su número y la acción realizada en ellos, los hospitales que, abiertos a toda necesidad, defendieron la vida humana de todas las razas, dieron techo al desvalido, comida al hambriento y amparo al huérfano. Su obra tuvo tanta trascendencia que el cronista franciscano Agustín de Vetancourt dice que a ellos debía el rey tener vasallos. Los hospitales surgen ante la temprana y urgente necesidad de ayudar a los hombres que pasan a las nuevas tierras sin familia y sin bienes de fortuna, que enferman por insuficiencia alimentaria en los meses de navegación, por padecimientos que contraen en las insalubres costas tropicales o que regresan heridos y mutilados de las expediciones de conquista. A ello hay que sumar la aparición de enfermedades antes desconocidas para los indios, que se extendieron con extraordinaria rapidez, produciendo epidemias que ocasionaron mortandades de millones. La obra hospitalaria tuvo, desde sus inicios en Hispanoamérica, tres componentes actuantes al unísono: los eclesiásticos, los laicos y un Estado católico. Los eclesiásticos estuvieron constituidos por los obispos, sacerdotes seculares, Ordenes misioneras (franciscanos, agustinos, jesuítas, dominicos, mercedarios) y Ordenes hospitalarias, como los Hermanos de Nuestra Señora de Belén, los de San Juan de Dios y los de la Caridad de San Hipólito. Los laicos fueron un grupo importantísimo formado por hombres y mujeres españoles, criollos, mestizos, indios, negros y castas, que llenos de virtudes humanas y divinas se entregaron a las obras benéficas estableciéndolas, sosteniéndolas y sirviendo en ellas heroicamente. Esto lo hicieron generalmente unidos en cofradías o hermandades, congregaciones como las marianas, dirigidas por los jesuítas, y las Terceras Ordenes, dependientes de los franciscanos, agustinos y carmelitas. Otros laicos, aisladamente, constituyeron obras de tal bondad que acabaron atrayendo a sus semejantes, gente generosa también, que en ocasiones se unieron y constituyeron Ordenes hospitalarias. Los monarcas hispanos no quedaron al margen de las obras benéficas. Existió una política hospitalaria manifiesta en sus leyes, como lo fueron, entre otras, las instrucciones a sus autoridades para favorecer el establecí-

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miento de hospitales, las disposiciones urbanísticas en las cuales se ordenaba que en la traza de las ciudades se reservara un lugar para el hospital y que el de los leprosos quedara fuera de ellas. Las referentes a que de los novenos de los diezmos se destinaran tres partes para la fábrica de la iglesia catedral y hospital. A esa colaboración de Iglesia-Estado en favor de los pobres se añadieron otras acciones, como el otorgamiento de algunas ayudas para construir o reconstruir los edificios y las mercedes de tierras cuyos productos se destinan al mantenimiento de los enfermos. Pero todo ello entendido básicamente como acción caritativa de los monarcas, sus virreyes y gobernadores, aunque hubiera también intereses de política poblacional. I.

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CENTROS BENÉFICOS EN LAS ANTILLAS

En las tierras recién descubiertas por Cristóbal Colón en aquella isla denominada entonces la Española, fue una mujer de raza negra quien se entregó a la misericordiosa tarea de acoger a los pobres enfermos, según sus posibilidades y la ayuda de los escasos vecinos. Su obra, iniciada entre agosto de 1502 y 1503 en su rudimentario hospital, anexo a la capilla de Nuestra Señora de Altagracia, marca el principio de las obras de beneficencia en tierras de América. Poco después, el gobernador frey Nicolás de Ovando, en cumplimiento de las instrucciones dadas por los Reyes Católicos en marzo de 1503, que le ordenaban «hacer en las poblaciones, donde viere necesario casa para hospitales en que se acojan y curen los pobres, así los españoles como los indios», sustituía el primitivo hospital por el de San Nicolás de Barí. Lo erigió con sus propios bienes, a los que sumó la ayuda de alcaldes regidores y vecinos de la ciudad. El mismo redactó sus ordenanzas de gobierno. Un grupo de vecinos, deseosos de ejercer la caridad, constituyeron la cofradía de Nuestra Señora de la Concepción, que por medio de sus diputados se encargó de recoger limosnas para sostenerlo y velar por el buen servicio a los enfermos, mediante médico cirujano, enfermeros y botica. Más adelante, el rey le concedió diversas mercedes y los papas lo enriquecieron con privilegios, vinculándolo al del Santo Espíritu de Roma. En el hospital de San Nicolás hallaban cabida hombres enfermos, heridos, sifilíticos y mujeres pobres. En tiempos de Ovando se fundaron dos hospitales más, el de San Buenaventura y el de la Concepción en la Vega Antigua, que luego pasó a la Vega Nueva, a los que la Reina Católica les dio como limosna 200 pesos de oro. Estos hospitales que ella promueve los va realizando el gobernador apoyado en la caridad de los vecinos, que los erigen y sostienen con sus limosnas constantes y aun con su servicio personal. Al margen de la ciudad de Santo Domingo se estableció el hospital de San Lázaro, en las primeras décadas del siglo xvi. La primitiva construcción de madera se sustituyó después por un sólido edificio, en el que Juan Melgarejo Ponce de León hizo a sus expensas la iglesia y la Audiencia las

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salas. Se sostuvo con limosnas de los vecinos y gozaba de los privilegios del de San Lázaro de Sevilla. El rey le concedió en 1764 una ayuda de 2.000 pesos. Sufrió el hospital los desmanes del pirata Drake y graves daños por el terremoto de 1751, pero la generosidad de los vecinos lo reparó siempre. El primer obispo, fray García de Padilla, proyectó hacia 1512 el hospital de San Andrés para atender a los indios. Sin embargo, no se sabe que funcionara hasta 1524. El obispado lo sostenía con el cuatro por ciento de sus diezmos. Hubo también otros pequeños hospitales en el interior de la isla que funcionaron bajo los auspicios de los franciscanos en el siglo XVI. Consta, asimismo, que los hubo en Cuba, ruta obligada hacia el virreinato de Nueva España y donde hacia 1515-1519 se fundó en San Cristóbal de La Habana un albergue para indios y negros que años más tarde se convirtió en el hospital de San Felipe, atendido desde 1602 por los Hermanos de San Juan de Dios. Por su parte, el adelantado de la Florida, Pedro Menéndez de Aviles, fundó en 1566 el hospital de Santiago, para militares. En cambio, el de San Francisco de Paula, fundado hacia 1665 por el sacerdote Nicolás Estévez Borjes, para mujeres, estuvo al cuidado de la cofradía de ese mismo nombre. La ayuda que le proporcionaron el obispado y la condesa de Santa Clara lo convirtieron en el más importante de Cuba en el siglo XVIIÍ. Hacia 1704-1712 se estableció el de los Betlemitas, por obra del obispo Evelino Vélez Compostela, mientras que en 1714 el gobernador, Marqués de Casa Torres, edificaba el hospital de San Lázaro. El mismo obispo Vélez Compostela fundó también en La Habana el Colegio de San Francisco de Sales, con el carácter de asilo para huérfanos. II. A)

CENTROS BENÉFICOS EN NUEVA ESPAÑA

Hospitales urbanos y rurales

En México, constituido entonces como el virreinato de Nueva España, surgieron muy temprano los hospitales y se desarrollaron ampliamente porque fueron considerados como la obra benéfica fundamental, tanto para los indios como para los nuevos pobladores. Unos se establecieron en las zonas urbanas y otros en las rurales. En los primeros se atendía a los españoles, criollos, indios, negros y mezclas, y sus servicios se desarrollaron de acuerdo a los lincamientos que tenían las instituciones hispanas, tanto por lo que respecta a condiciones de erección y construcción de edificios como en lo que toca al personal que los atendía, formado por médicos, cirujanos y boticarios examinados, enfermeros, enfermeras, todos asalariados. Esto variaba cuando había frailes hospitalarios. El primer hospital novohispano lo fundó Hernán Cortés en la ciudad de México el año 1523, titulándolo de Nuestra Señora de la Concepción. La toma de la gran Tenochtitlán se había consumado dos años antes, por lo que no es extraño que lo atendiera el Capellán del conquistador, fray Bartolomé

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de Olmedo, y que en él sirvieran «por hacer caridad» soldados de Cortés como Antonio de Villarroel y Juan de Cáceres, ni que el doctor Ojeda, el médico que los acompañaba, trabajara en él. Todos ellos con otros pobladores constituyeron la Cofradía de la Caridad. Atendía especialmente a españoles, aunque había sala para indios. Se regía por las Ordenanzas del de Las Llagas, de Sevilla. La generosa dotación que el conquistador le dio y el interés que en él puso su hijo, segundo marqués del Valle, hicieron de él uno de los mejores de la ciudad. Tradición que ha continuado hasta nuestros días, perdurando así la obra benéfica que Hernán Cortés legara a los pobres. Las fundaciones realizadas en favor de los indígenas en las zonas rurales se iniciaron poco después. Así fueron desarrollándose simultáneamente ambos tipos de hospitales, de acuerdo a las necesidades en una u otra zona. Los de tipo rural fueron creados para los indígenas durante los siglos xvi y xvil. Su primer propósito fue defender su salud física ante las epidemias. El segundo objetivo fue organizarlos en pueblos, en los que la acción comunitaria cristiana de verdad les permitiese conseguir para todos una vida mejor dentro de esa cultura occidental y nueva organización política que se les había impuesto, destruyendo sus organizaciones económicas, sociales, religiosas y políticas. Este sistema hospitalario fue iniciado por Vasco de Quiroga, primero en sus hospitales-pueblos de Santa Fe de México (1528) y Santa Fe de La Laguna, en Michoacán; después, en el hospital de la Concepción y Santa Marta de Pátzcuaro, y los demás que fundó, en los curatos de su vasto obispado. Paralelamente, y al lado de Quiroga, están los agustinos y los franciscanos, que abandonaron «la descansada vida» de sus conventos hispanos y se metieron en el «mundanal ruido» de la lucha para defender la justicia, enseñar las verdades de la fe cristiana y vivir en caridad con aquellos que los suyos habían subyugado. Por ejemplo, mencionaremos a los grandes hospitalarios franciscanos y agustinos, fundadores de pueblos, como el franciscano Juan de San Miguel; el agustino Francisco de Villafuerte, llamado el esculapio de la Tierra Caliente; los franciscanos Alonso de Molina, Andrés de Olmos, etc. Nombres que no pueden separarse de pueblos y hospitales que entregadamente fundaron, como Uruapán, Angangueo, Tetlán, Erongarícuaro, Peribán, Autlán, Tiripetío, Acámbaro, Yuriria, Guango, Cuitzeo, etc., y los de la sierra de Puebla y los que establecieron en los actuales estados de Tlaxcala, México, Guerrero, Colima, Jalisco, Morelos, Yucatán, Chiapas y Oaxaca. Zonas estas dos últimas en las que intervinieron también los dominicos. Apoyan la obra de los hospitales de indios los virreyes Luis de Velasco, Martín Enríquez y otros más que les concedieran mercedes de tierras. Al erigir los pueblos, los fundadores colocaban en el centro el hospital con su capilla y en ella establecían la Cofradía de la Limpia Concepción. Este fue el fundamento del servicio hospitalario y vínculo de unión entre el pueblo (sanos) y el hospital (enfermos). La institución era el centro integrador de salud, vida religiosa, social y política. Allí se curaba a los enfermos y se hospedaba a los peregrinos; en él se elegía a los gobernantes indígenas de

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los pueblos y a los administradores del hospital, y allí también se organizaban las fiestas a la patrona de la cofradía, Nuestra Señora de la Concepción. Los cofrades, hombres y mujeres, se turnaban semanalmente para servir en el hospital, al que llamaban «Casa de María Santísima», en donde ellas atendían a los enfermos, mientras sus maridos trabajaban las tierras con que se sostenía la institución. La estancia en el hospital de los semaneros iba dando paulatinamente a todo el pueblo instrucción en la doctrina cristiana que allí se estudiaba, a la vez que la práctica de la caridad, lo cual les creaba y daba sentido a una conciencia de responsabilidad comunitaria. Como el gobierno de los hospitales y pueblos estaba en manos indígenas, al elegir a sus autoridades iban adquiriendo la responsabilidad personal del sistema democrático. En los actos de asistencia a los enfermos, que aprendían en el hospital, les enseñaban que los puestos públicos eran para servir a la comunidad y no para ensoberbecerse y enriquecerse. La medicina que se ejerció en ellos fue de dos tipos: la indígena, porque las ordenanzas de estas instituciones disponían que «los sabios indios» que conocían las virtudes de las hierbas fueran a servir en los hospitales, y además la medicina española, ya que las ordenanzas indicaban también que debían contratarse a médicos, cirujanos y boticarios. Estos hospitales de indios fueron importantes centros de salud, cuyos beneficios constató y valoró el indígena, según lo demuestran sus constantes solicitudes de erección que presentaban ellos en sus propias lenguas a los virreyes. La expansión de los hospitales indígenas no alcanzamos aún a precisarla con exactitud. Hasta ahora hemos constatado más de ciento setenta instituciones distribuidas en una zona que abarca desde Yucatán, en el sudeste, hasta Durango, en el norte, y desde Colima y la Tierra Caliente, en el Pacífico, hasta las costas del Golfo de México. También en la ciudad de México hubo un hospital para indígenas: el Real de San José de los Naturales, que fue el único en zona urbana dedicado a ellos. Se erigió a petición de la Real Audiencia ante el desamparo de los que llegaban a la ciudad española o vivían en los barrios indígenas. El príncipe don Felipe lo aprobó, tomando la responsabilidad de edificarlo a costa de la Real Hacienda, con una dotación de 2.000 pesos de oro. Se inauguró siendo virrey don Luis de Velasco I, y se amplió y hermoseó, haciendo de él un gran hospital, bajo el gobierno de don Martín Enríquez, en 1568. Para sustentarlo, el rey le asignó 400 pesos anuales y el «medio real de hospital» que todos los indígenas debían pagar anualmente para tener ellos y sus familias derecho a los servicios. Esto fue, en otras palabras, el establecimiento de un seguro médico para los naturales, sistema que perduró hasta la independencia. La institución estuvo siempre a cargo del gobierno civil. Esta disposición se hizo extensiva a todos los hospitales de indios sujetos al Patronato. Su funcionamiento estaba a cargo de un mayordomo y un administrador, al que hay que añadir una amplia plantilla de médicos cirujanos, boticario, enfermeros, enfermeras y capellanes, que sabían las más importantes

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lenguas indígenas, como el náhuatl y el otomí. Los servicios médico-quirúrgicos tuvieron gran importancia, ya que la institución funcionaba como hospital universitario. En él se hizo, en 1576-1577, la primera autopsia de que se tiene noticia en Nueva España. En el siglo XVIII funcionaba allí la Academia de Anatomía y se daban los cursos de cirugía, estableciéndose la Real Escuela de Cirugía en 1770. Establecido por los franciscanos frente a su convento, en la ciudad de México hubo en el siglo XVI un hospital infantil para indígenas, mientras que en el hospital de Santa Fe había casa-cuna. B)

Fundaciones de obispos novohispanos

En México, capital del virreinato, fray Juan de Zumárraga fundó en 1539-1541 el hospital del Amor de Dios para enfermos de sífilis, hombres y mujeres, los cuales no eran recibidos en el hospital de Cortés por temor al contagio. El gobierno le dio por edificio unas casas que él había mandado construir y le asignó para su sostenimiento, además de los novenos de los diezmos de su catedral, las rentas de tres casas. La caridad constante de este prelado se manifestaba a diario en la atención personal a los enfermos, a quienes visitaba, consolaba y aun daba de comer. Esta obra benéfica estuvo en servicio y al cuidado de la archidiócesis más de tres siglos. En ella se esmeraron los sucesores de Zumárraga tanto en mejorar como en ampliar el edificio y ejercer en él su caridad personal con los pobres enfermos. Dejó de existir en 1788, cuando el obispo Núñez de Haro lo refundió en el general de San Andrés. En su antiguo edificio se instaló la Real Academia de Bellas Artes de San Carlos. En la capital del virreinato, el último hospital episcopal fue el de San Andrés, establecido en 1779, de forma provisional, por el obispo Alonso Núñez de Haro y Peralta, ante la epidemia de viruela que asolaba a la ciudad de México. En 1788, con el aplauso regio, le dio carácter definitivo, haciendo de él un hospital general moderno con capacidad de mil camas. No fue sólo un asilo de indigentes, sino un centro de salud en el que todos, excepto los miserables, pagaban sus estancias. Contó con el mejor servicio médicoquirúrgico, farmacia, laboratorio de investigaciones y una cátedra de medicina clínica. A este arzobispo se debió la conclusión de la casa-cuna del Señor San José, que iniciara su antecesor, don Antonio de Lorenzana, en 1771. En la ciudad de Puebla de los Angeles los regidores habían establecido hacia 1539 el hospital de San Juan de Letrán, que se sostenía con las limosnas de los vecinos, pero como por disposición pontificia el patronato había pasado al primer obispo, fray Julián Garcés, y sus sucesores, la mitra lo tomó a su cargo. En esa misma ciudad, el cabildo catedralicio -sede vacantefundó en 1545 el hospital de San Pedro, al que sostenía con los diezmos. De acuerdo al interés que en los pobres tuvieron los distintos obispos, el hospital vivió períodos de mediocridad o de gran auge, como fueron entre estos últimos las prelacias de don Pedro de Nogales Dávila y d o n j u á n de Palafox y Mendoza (1640-1655), que le anexionó el de San Juan de Letrán, que atendía sólo a mujeres, dándole categoría de hospital general de la ciudad.

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El obispo Manuel Fernández de Santa Cruz (1677-1699) lo renovó totalmente, agrandando el edificio y reorganizando sus servicios. Hacia 1722, el racionero de la catedral, don Ignacio Domenech, siendo rector del hospital de San Pedro, lo convirtió en el más avanzado nosocomio de Nueva España, tanto por los amplios servicios sociales que en él se prestaban como por el inmejorable servicio médico. Entre aquéllos se cuenta la atención a las familias de los hospitalizados, el cuidado de los niños de madres enfermas, proporcionándoles casa-cuna y escuela, y la organización de sacerdotes visitadores, hoy diríamos asistentes sociales, que buscaban a los pobres para llevarlos a la institución. Para un mejor ejercicio de la medicina y la cirugía había un anfiteatro de anatomía en donde se realizaban investigaciones médicas, ya que fue también hospital universitario. En 1802 se fundó allí la Academia de Medicina de Puebla. En la ciudad de Mérida, Yucatán, el obispo franciscano Francisco de Toral, aprovechando la donación que de sus casas habían hecho Gaspar Suárez de Avila y su mujer, Isabel Cervantes, estableció el hospital de Nuestra Señora del Rosario. Como obra diocesana fue favorecida por otros obispos, como el franciscano Diego de Landa, el agustino Gonzalo de Salazar y muy especialmente por ese gran hospitalero padre de los pobres que fue el obispo Antonio Alcalde. Estos prelados contribuyeron a conservar, ampliar el edificio y dar mejores servicios ,a los pobres, no sólo con los diezmos correspondientes sino con sus rentas personales, y consiguiendo del rey y de los cristianos pudientes fuertes limosnas. En el siglo XVII fue puesto al cuidado de los juaninos, que lo atendieron hasta los inicios del XIX. En la ciudad de Morelia, Michoacán, recién trasladada la sede episcopal que estableciera en Pátzcuaro Vasco de Quiroga, el obispo agustino Juan de Medina Rincón (1580-1588) estableció el hospital del Nombre de Jesús, que, como los antes citados, se sostenía con los diezmos de la diócesis. El obispo Juan Ortega y Montañés, deseando la mejor atención para los pobres, cedió al hospital, en 1694, el palacio que se había construido. Poco antes de 1557, un grupo de pobladores de la ciudad de Guadalajara (Audiencia de la Nueva Galicia) formó una cofradía y estableció el hospital de la Santa Veracruz. En ella se reunieron seglares y sacerdotes seculares con el objeto de socorrer a los enfermos. Hicieron el edificio y sostenían todos los gastos de la institución a base de recoger limosnas entre los vecinos. El crecimiento de la población y la consecuente mayor demanda en los servicios les hizo acudir al rey, quien lo tomó bajo su protección y le otorgó 5.000 pesos en oro de minas. En el siglo XVI atendía sólo a sifilíticos y daba albergue a viajeros desvalidos. En la misma ciudad de Guadalajara, el obispo fray Domingo Arzola (1582-1590), considerando las extremas necesidades en su amplísimo obispado neogallego, de acuerdo con el deán y cabildo, fundó en 1587 el Hospital General de San Miguel, estableciéndolo en las casas que ocupaban las monjas dominicas, a las cuales había dado nuevo convento. De acuerdo a la erección de aquella catedral, destinó al hospital la decimoctava parte y media de los diezmos y algunas propiedades más. A él acudían tanto españoles como indios, mestizos, negros, mulatos, libres y esclavos, que empezaban

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C.42. a poblar aquellas vastas regiones: Sinaloa, Nayarit, Sonora, Chihuahua, Durango y Zacatecas. En el siglo XVII sufrió un período de decadencia, acentuada, pese a los esfuerzos del obispo Colmenero, a causa de la disminución de los diezmos por la división de la diócesis. Empero, en el xvin, el gran obispo Antonio Alcalde, considerando que el hombre más pobre y desvalido es el enfermo, le dio nueva vida e hizo a sus expensas el gran edificio que en forma radial construiría el arquitecto Martín Ciprés. El hospital fue inaugurado el 3 de mayo de 1734. Sus sucesores fijaron a la puerta un letrero que dice: «Antonio Alcalde, a la humanidad doliente». Durante algunos años los betlemitas estuvieron encargados de los servicios hospitalarios. En la actualidad, bajo un patronato civil, sigue funcionando como hospital de caridad. En Nombre de Dios, pequeña población del estado de Durango, antes provincia de Nueva Vizcaya, el generoso vecino Juan de Espinosa dio su casa para establecer en ella un hospital. El obispo aprobó la fundación y le dio por titular La Caridad. Aunque al principio vivió de la limosna pública, hacia 1595 empezó a gozar de parte de los diezmos de la catedral de Guadalajara, diócesis en la que estaba comprendido. El hospital tenía salas para españoles y otras para indios. C)

Fundaciones de laicos y de Ordenes hospitalarias

En ese siglo XVI, que bien puede llamarse el de las grandes fundaciones hospitalarias, la acción de la caridad fue ejercida ampliamente por los seglares. Laicos que actuaban solos, como fue el caso de Hernán Cortés, o bien que se agrupaban en hermandades para hacer más efectivas sus obras. Ante el abandono que padecían los leprosos, deambulantes por las calles de la ciudad de México, un médico, el doctor Pedro López, estableció en 1572 el hospital de San Lázaro. No obstante su preeminente posición en la corte virreinal y en la universidad, amó tanto a los leprosos, que los cuidaba personalmente, muriendo entre ellos. Para los negros, mulatos y demás mezclas dejaba ya funcionando desde 1586 el hospital de la Epifanía, mostrando así con el simbólico nombre que en el amor cristiano también ellos tenían cabida. Al lado de dicho hospital había establecido desde 1590 el de Nuestra Señora de los Desamparados, casa-cuna, para salvar la vida de los niños que las madres desechaban por ser fruto del mestizaje violento de la conquista. A mediados del siglo XVI, un joven español llamado Bernardino Alvarez, enriquecido en Perú, regresó a Nueva España, de la que había escapado por líos con la justicia. La muerte de su madre le hace reflexionar sobre el efímero valor de la riqueza mundana y en un sincero y definitivo desprecio de ella va volcando sus arcas y entregando su propia vida al servicio de los enfermos, en especial de los dementes. Para ellos establece en 1566 el hospital de San Hipólito, que fue la matriz de todos los que se establecieron después. El amparo que ofrece a los locos no le hace olvidar a los cuerdos. Para éstos, que ha conocido enfermos en los largos caminos que él ha recorrido, el hoy venerable Bernardino Alvarez extiende también los brazos y su in-

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menso corazón, iniciando así la cadena de hospitales más importante de Nueva España. Al mismo tiempo, con un grupo de amigos organiza una Hermandad, que será la base de la primera Orden hospitalaria hispanoamericana: los Hermanos de la Caridad de San Hipólito. Con esto, su vida y obra trascenderán y durarán por siglos. Para auxiliar a los viajeros que llegaban enfermos por las rutas del Atlántico y del Pacífico estableció hospitales. Y en recuas de muías, primitivas ambulancias, dirigidas por los hermanos, los llevaban a la ciudad de México, donde los recién llegados hallaban en San Hipólito hospedaje mientras restauraban su salud. A la isla de Cuba envía, en 1566, a los hermanos Domingo Nieto y Cristóbal Anaya, «bien experimentados en el amor de Dios y del prójimo», para que funden allí un hospital que anticipara la recepción de enfermos. En esa puerta de entrada a Nueva España que era la antigua Veracruz estableció un hospital en 1569 y otro más en la misma fecha en la isla de San Juan de Ulúa, hospitales que cobraron mayor importancia después al ser trasladados a la Nueva Veracruz, donde unidos formaron en 1606 el de San Juan de Montesclaros. La ruta hospitalaria se continuó con los hospitales de la Concepción en Jalapa, en 1569, y el de San Roque en Puebla, en 1596. También se prolongaba la ruta hacia el sur, penetrando primero en el actual estado de Morelos. Allí, en Oaxtepec, donde los sabios indígenas cultivaban las hierbas medicinales, levantó el hospital de la Santa Cruz, que no sólo fue un centro de salud, sino lugar de investigaciones botánicas aplicadas a la medicina; en ese lugar el siervo de Dios Gregorio López, residente en el hospital, escribió su libro Tesoro de la Medicina, obra que los Hermanos de la Caridad utilizarían en copias manuscritas como manual para curar a los enfermos en todos sus hospitales, mezclando así la medicina hispana con la local. Hasta el puerto de Acapulco llegó Bernardino, levantando ahí el hospital de Nuestra Señora de la Consolación en 1584, para auxilio de los que en las naos llegaban de las Filipinas, de China y del Perú. Los Hermanos de la Caridad atendieron, además de los hospitales fundados por ellos, otros a los que fueron llamados, entre los que se cuentan el de Nuestra Señora de Belén, en Perote, Veracruz, desde 1568; el de Nuestra Señora de Loreto, para mujeres sifilíticas y prostitutas en general, fundado por el cirujano Pedro Ronson en el puerto de Veracruz; el Real de Nuestra Señora de la Concepción, en Querétaro, establecido por el cacique otomí don Diego de Tapia en 1586 y entregado a los hipólitos en 1624; el de San Cosme y San Damián, fundado hacia 1570 por el obispado oaxaqueño, y entregando en 1613; el hospital del Espíritu Santo, establecido en 1602 por ese matrimonio generoso que formaban Alonso Rodríguez de Vado y Ana de Zaldívar, fue puesto a su cuidado por los propios fundadores. En la ciudad de Guatemala tomaron a su cargo el Hospital Real. Todo ello hace un total de quince instituciones atendidas durante más de doscientos años. En el siglo XIX, la Orden de la Caridad fue suprimida. La atención a los pobres enfermos y convalecientes se incrementó a

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partir del siglo XVII con la llegada de dos Ordenes hospitalarias: los juaninos o Hermanos de San Juan de Dios, en 1606, y los betlemitas, en 1675. Los primeros vinieron a hacerse cargo de hospitales ya existentes que se encontraban en mal estado en cuanto a locales y peor en cuanto a servicios. Su Orden, constituida por hermanos enfermeros y médicos, efectuó una verdadera renovación de los servicios y de los edificios, los cuales hoy son considerados como joyas de la arquitectura nacional mexicana. La aceptación que tuvo su obra entre los novohispanos hizo que llegaran a tener a su cargo diecinueve hospitales urbanos, muchos de los cuales fueron fundación propia. En todos ellos hubo frailes, que fervorosamente entregaron sus vidas sirviendo a los pobres. Sin embargo, no todos durante dos siglos fueron heroicos, pues hubo acusaciones y quejas en su contra a fines del XVIII, época decadente que coincide con la pérdida de la mística hospitalaria en todo el mundo. Los betlemitas vinieron a llenar una necesidad básica en la obtención de la salud: la eficaz convalecencia que los pobres no podían recibir en sus hogares. Esta Orden, iniciada en Guatemala por el venerable Pedro de San José de Betancur, llegó a México en 1675. Con el apoyo del arzobispo Payo Enríquez de Rivera tuvieron un pequeño hospital que poco después transformaron en el gran hospital de Nuestra Señora de Belén. Su obra se extendió al hospital de San Cosme y San Damián (Guadalupe) de Oaxaca, al de Nuestra Señora de Belén de Puebla y al hospital diocesano de Guadalajara ya mencionado. Una de las razones que acrecentó el aprecio de la sociedad virreinal a los betlemitas fue el que, además de atender a los convalecientes, realizaban con gran interés la gran obra de misericordia de enseñar a los niños pobres en escuelas que establecían en sus propios hospitales. D)

Fundaciones de asociaciones religiosas

El sentido de confraternidad que existió entre los miembros de asociaciones religiosas hizo surgir en la ciudad de México tres importantes hospitales. Uno de ellos fue el de San Pedro, fundado en 1689 por el abad de la Congregación de Sacerdotes y tesorero de la catedral, don Manuel Escalante y Mendoza, con el propósito de que fuese colegio para fomentar la vida religiosa en el clero secular, hospedería para alojar a los sacerdotes foráneos o carentes de familia y hospital para los ancianos y dementes. La congregación de laicos titulada El Divino Salvador, dirigida por los jesuítas, tomó a su cargo el cuidado de las mujeres dementes que el generoso carpintero José de Záyago había iniciado con la ayuda del obispo don Francisco Aguiar y Seijas. Los congregantes construyeron a su costa un importante edificio y tomaron para sí la responsabilidad de atender en todo a las enfermas, haciéndolo siempre con gran generosidad. La institución funcionó en esta forma hasta la expulsión de los jesuítas, después de la cual se encargó de ella el gobierno. Los terciarios franciscanos de la ciudad de México establecieron en el año de 1760-1761 un gran hospital para atender a los miembros de la Orden

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Tercera y sus familias. El sostenimiento de la institución estribaba en las grandes donaciones de los ricos y en las cortas limosnas de los pobres. E)

Hospitales para trabajadores

Hubo un sistema de seguro médico: el de las cofradías gremiales que agrupaban a los artesanos de las ciudades. Estas daban a sus miembros una ayuda cálida y generosa, consistente en servicios médicos domiciliarios o atención en hospitales contratados por las cofradías; ayuda a la familia mientras el cofrade estaba incapacitado, y en los casos de fallecimiento, el pago del entierro y misas. Posteriormente extendían su ayuda a la viuda y huérfanos. El seguro médico va constituyendo para quien lo disfruta un sistema digno que encaja en el concepto de justicia social, que aún no dejaba de ser caridad. Este sistema se extendió a los hospitales de la ruta del comercio marítimo desde el siglo XVI. Así lo vemos funcionando en el hospital de Nuestra Señora de la Consolación de Acapulco, en el de Nuestra Señora de los Remedios de Campeche, en el de la Caridad o San Juan de Montesclaros de Veracruz, donde los miembros de la armada, los alijadores y los esclavos del rey hallaban cabida. En forma semejante funcionaban los hospitales de los centros mineros, dispuestos por orden de Felipe II (Recopilación de leyes de los Reinos de las Indias, libro 6, tít. 15, ley 1) y establecidos por los dueños de las minas por intereses, diríamos, económico-humanitarios, en los que la caridad se queda en una interrogante. Así, los hubo en Guanajuato; en Ramos, Jalisco; en San José del Parral, Chihuahua; en Taxco, Guerrero, y en Pachuca, Hidalgo. Todos éstos atendían a los trabajadores negros, indios, mulatos y mezclas, y a sus familias, mediante un descuento de su salario. Los trabajadores y esclavos de los ingenios azucareros se atendían en enfermerías dentro de cada uno de ellos, pero, en caso de requerir un especial cuidado, los dueños de los trapiches les pagaban su estancia en hospitales urbanos. F)

Casas-cuna y hospicios

Para recoger a las niñas mestizas en edad escolar, la cofradía del Santísimo Sacramento fundó el colegio de niñas de Nuestra Señora de la Caridad en 1548. Los franciscanos establecieron para los niños mestizos el colegio de San Juan de Letrán. Procurando amparar a las doncellas huérfanas y viudas pobres se crearon recogimientos piadosos en toda Nueva España. En general fueron obra de terciarias franciscanas y carmelitas. En la ciudad de Puebla de los Angeles el presbítero Cristóbal de Rivera y su hermana doña María fundaron la casa-cuna de San Cristóbal en 1604. El chantre de la catedral de México, don Francisco Ortiz Cortés, con sus propios bienes, fundó en 1774 el Hospicio de Pobres, magna institución dedicada al socorro de los miserables. En la ciudad de Guadalajara, el obispo don Juan Ruiz de Cabanas levantó a su costa, en 1809, el más importante hospicio del virreinato.

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En la ciudad de Querétaro, Bárbara Josefa Dominga Vergara (1747-1809) fundó y dotó una de las más completas obras en beneficio del prójimo: hospicio de pobres, casa de expósitos y ayuda a los campesinos. Actualmente es la Fundación Vergara.

III.

CENTROS BENÉFICOS EN GUATEMALA

En Guatemala, los dominicos fray Matías de Paz y fray Pedro de Ángulo, movidos ante el desamparo de los indios esclavos y enfermos pobres, iniciaron en una rústica vivienda con techo de paja el hospital de San Alejo, que en 1548 tuvo edificio formal frente al convento de Santo Domingo. El obispo don Francisco Marroquín fundó en 1559 el hospital de Santiago para españoles, ofreciendo el patronato al rey, quien le dotó con 1.000 pesos. En 1636, estando a cargo de los juaninos, ambos se unieron. En 1638, el capitán general Alvaro Quiñones Osario, marqués de Lorenzana, fundó el hospital de San Lázaro. Orígenes más modestos, aunque destino más grande, tuvo el hospital de Nuestra Señora de Belén. Su fundador fue Pedro de San José Betancur, nacido en 1626 en la isla de Tenerife, Canarias. Llegado a Guatemala, conoció los sufrimientos de los pobres al hospedarse en un qbraje, donde a manera de prisión trabajaban los esclavos castigados por sus amos. Profesó como terciario franciscano y, desprendiéndose de todo, se entregó al servicio de enfermos e ignorantes. En 1666 obtuvo del ayuntamiento un terreno en donde hizo un rústico hospital con techo de paja, colocando en el oratorio una imagen de Nuestra Señora de Belén, como titular de su obra. Poco después, con las limosnas de los vecinos y bajo la aprobación y apoyo del obispo Payo Enríquez de Rivera, que lo consideró «varón grande y digno de reverencia», inició la construcción de un gran edificio e iglesia y dispuso en él celdas para sus compañeros, que se habían constituido en hermandad. El venerable Pedro de San José Betancur murió en 1674 sin ver concluido el hospital, pero su sucesor, el marqués Rodrigo Arias Maldonado, convertido en fray Rodrigo de la Cruz en 1668, terminaría la obra material y lograría transformar la Hermandad en la Orden hospitalaria betlemita aprobada por el papa Clemente X. Las terciarias franciscanas Agustina de Mesa y su hija Mariana de Jesús pidieron a fray Rodrigo de la Cruz que las admitiese en la Orden para formar la rama femenina. En 1706 profesaron y denominaron a su hospital Portal de Belén.

IV. A)

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CENTROS BENÉFICOS EN AMERICA DEL SUR

Hospitales e n Lima

Al extenso virreinato del Perú, que dio lugar a las nueve naciones que hoy componen la Sudamérica española, se extendió también, desde los años

de la conquista, la institución benéfica por excelencia, la de los hospitales, y fue la Ciudad de los Reyes, Lima, la primera en tenerlos. El 16 de marzo de 1538, Francisco Pizarro, justicia y regidores de la ciudad señalaron los solares para la edificación del hospital de Nuestra Señora de la Concepción. Tanto interés se tuvo en ello, que a finales del mismo mes ya desempeñaba la mayordomía, que tenía a su cargo los trabajos Juan Meco o Mesa; este hospital llegó a tener una capacidad de cuarenta camas. La institución, dedicada al amparo de los españoles que llegaban enfermos y carecían de alojamiento y trabajo, fue objeto de la ayuda no sólo del ayuntamiento limeño, sino también de los virreyes y aun del rey mismo. Para mejorarlo, en 1545 se le cambió de lugar, y después, bajo el gobierno del virrey Andrés Hurtado de Mendoza, se reedificó totalmente, haciendo un gran edificio que ocupaba toda una manzana. Se tituló entonces de San Andrés, en honor de su patrocinador. Disponía de salas para españoles, para mujeres y para dementes. El virrey Francisco Toledo hizo sus ordenanzas de gobierno. En 1602, otro virrey, don Luis de Velasco, bajo consejo del sacerdote jesuíta Juan Sebastián, organizó una hermandad de hombres honrados y ricos que tomaron a su cargo el manejo del hospital. Fue su primer mayordomo don Juan Rodríguez de Cepeda. Es muy importante mencionar la existencia de hermandades en casi todos los hospitales sudamericanos, organizaciones de laicos que, deseando practicar la caridad, lo hacen a través de las instituciones hospitalarias. Ellos recogían limosnas, vigilaban la buena atención a los enfermos, peregrinos y huérfanos, a lo cual algunos añadieron su servicio personal. En 1550, el arzobispo Jerónimo de Loaysa, conmovido por la pobreza y enfermedades de los indios que servían en las encomiendas y ranchos de españoles, estableció el hospital de Santa Ana con el propósito de que en él hallaran remedio «las dolencias del cuerpo y salud de sus almas con la catequesis y bautismo». Los arzobispos Loaysa y Santo Toribio de Mogrovejo tuvieron enfrentamientos con las autoridades civiles, las cuales obstaculizaban las fundaciones de hospitales para indios, negándoles los dineros que les correspondían para la hospitalidad, pues por ley se disponía que de los tributos pagados por los indios se separase un tomín o cinco reales para los hospitales que debían establecerse en la cabecera de cada cacicazgo o repartimiento. Empero, gracias al esfuerzo hecho por las autoridades eclesiásticas, Ordenes religiosas y hermandades, se logró que en todas las ciudades del Perú y pueblos de indios hubiese siempre «casa de salud». El hospital de Santa Ana de Lima se comenzó a edificar en 1549 y se inauguró el 2 de enero de 1550. En 1607 se organizó una hermandad de personas ricas de la ciudad, siendo su primer mayordomo don Jerónimo de Avellaneda. Las ordenanzas de esta cofradía fueron aprobadas por el virrey, marqués de Montesclaros, en 1609. En 1624 se hicieron mejores enfermerías, que aumentaron la capacidad de sus servicios a 300 camas, y se reedificó la iglesia.

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En el siglo XVI, acercándose a las necesidades de los limeños pobres, se fundaron cuatro hospitales más. La Hermandad de la Caridad y Misericordia estableció y sostuvo desde 1559 el hospital de la Caridad San Cosme y San Damián, dedicado al amparo de las mujeres enfermas y doncellas huérfanas, por lo que funcionó también como colegio. La hermandad les daba dote para el matrimonio o para el monjío. Además, ofrecía atención médica y medicinas a las pobres vergonzantes y extendía su acción más allá de la muerte sepultando a las miserables y mandando decir misas por enfermas y difuntas. Hacia 1563, el espadero Antón Sánchez, en las afueras de la ciudad de Lima, fundó un hospital para leprosos bajo el título de San Lázaro, donde atendió a los enfermos, hasta su muerte. El presbítero Cristóbal López prosiguió su obra. Años después, en 1632, la Hermandad de San Lázaro reconstruyó el edificio y cuidó de los enfermos durante más de cien años. En el siglo XVIII fue nuevamente ampliado mediante la ayuda virreinal, continuando así su existencia hasta la independencia. En 1586, doña María Esquivel, esposa del capitán Cristóbal Sánchez, construyó a sus expensas el hospital de San Diego para atender a las convalecientes. Su institución estuvo primeramente a cargo de una hermandad de la que ella formaba parte, sirviendo a los enfermos personalmente bajo el título de «sierva de los pobres». Al morir su marido, lo entregó a los Hermanos de San Juan de Dios. Hubo en Lima un hospital, titulado del Espíritu Santo, dedicado a los marinos que llegaban del puerto de Callao y del de San Pedro, establecido por una cofradía formada por veinticuatro sacerdotes, que en 1597, con la anuencia del virrey don Luis de Velasco, lo edificaron, dedicándolo a sus congéneres. A partir de 1683 se hizo cargo de la institución la Congregación del Oratorio de San Felipe Neri, representada por el presbítero Alonso Riero de Pastrana. Durante el siglo XVII surgen cuatro hospitales más, que van llenando necesidades no atendidas durante la centuria anterior, como lo fueron en 1600 el Hospital Infantil, obra de Luis Pecador Ojeda. La institución tuvo como finalidad atender, además de a niños enfermos, a los abandonados, funcionando también como orfanato y escuela de primeras letras. Se ocupaba de ello la Hermandad de Nuestra Señora de Atocha. Hacia 1642 aparece como obra del jesuíta Francisco del Castillo el hospital de San Bartolomé, dedicado a los negros. Para ayudar a los pobres convalecientes se establecieron dos hospitales. El de Nuestra Señora del Carmen, fundado por el indio Juan Cordero y apoyado por el sacerdote Antonio de Avila, recibía a los naturales que salían del hospital de Santa Ana. A partir de 1671 quedó a cargo de los betlemitas. Al sacerdote burgalés Antonio de Avila se debió el otro, dedicado en 1677 a las mujeres convalecientes y nombrado de San Pedro de Alcántara. Fue el agustino fray José de Figueroa quien en la segunda década del siglo XVIII fundó el hospital de incurables, conocido como de Nuestra Señora del Refugio. Posteriormente lo tuvieron a su cargo los betlemitas.

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Hospitales en otros lugares del Perú

Simultáneamente, la obra hospitalaria fue extendiéndose a las capitales de provincia y pueblos de todo el Perú. En el Cuzco, en la segunda mitad del siglo XVI, surgen en 1550 el hospital de San Lázaro, obra de Juan de Villalobos, y en 1556 el de naturales de Nuestra Señora de los Remedios, promovido por los vecinos y el cabildo de la ciudad. Para españoles, se establecieron el hospital de San Bartolomé y el de San Andrés, fundados por Andrés Pérez de Castro para mujeres y colegio de doncellas huérfanas. El obispo Mollinedo estableció en 1696 el de Nuestra Señora de la Almudena para atender a los convalecientes y sacerdotes. El obispo Bartolomé Díaz de las Heras (1791-1806) fundó en el pueblo de Sincuani un hospital para indígenas, e igual hizo en Huaura el obispo Juan Castañeda Velázquez. Aun cuando para servicio de los enfermos existían las hermandades, los obispos, ayuntamientos, los virreyes, y aun las hermandades mismas, van a apoyarse en las Ordenes hospitalarias, ya que entre ellos muchos eran médicos, enfermeros y aun boticarios. Cerca de la diócesis de Guamanga, el cabildo civil estableció en 1555 un hospital para indígenas, en el que se distinguió por su inmensa caridad Pedro Hernández Barchilón, soldado de la conquista y prófugo político que dedicó su vida al servicio de los pobres. Su nombre quedó desde entonces como sustantivo propio de los buenos enfermeros. A su lado se destacó el noble indio Martín de Ayala, descendiente de Tupac Yupanqui, quien, ordenado sacerdote, dio sus bienes a los pobres y se entregó al servicio de los enfermos en calidad de capellán. En 1628, la institución fue entregada a los Hermanos de San Juan de Dios. En el noroeste del Perú hubo varios hospitales, como el de Huarás, fundado por el cura del lugar y los hermanos betlemitas, y los varios de Huánuco, atendidos por una congregación de mujeres Terciarias Franciscanas de la Inmaculada. Los cristianos vecinos de Cajamarca establecieron en 1677 el de Nuestra Señora de la Piedad, para españoles e indios. En Chachapoyas, desde el siglo XVI, se hizo hospital de indios, que en 1674, a petición del pueblo, se entregó a los betlemitas. El hospital de Santa Ana, en Piura, fundado en 1678, fue la última avanzada de protección al pobre en el norte. En el sur existieron el hospital de Huanta, fundado en 1680 por el obispo de Guamanga, Cristóbal Castillo Zamora, mientras en Arequipa el obispo Juan Almoguera había establecido desde 1670 otro que puso a cargo de los Hermanos de San Juan de Dios. Más al sur, en San Juan de Frontera de los Chapoya, el vecino Pero Jiménez había fundado en el siglo XVI, con licencia del arzobispo Loaysa, el hospital de San Juan, gracias a las limosnas del capitán Juan Pérez de Guevara y los vecinos, quienes para atenderlo constituyeron una hermandad. En Moquegua, el presbítero Fernández Maldonado y el cabildo civil establecieron otro más hacia 1726.

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Hospitales fuera del Perú

La obra hospitalaria se extendió a toda la población donde había necesidades de ayudar al pobre. En Cali, Colombia, se levantó el hospital de Santa María de las Nieves hacia 1551; en 1556, el rey ordenaba a la Audiencia del Nuevo Reino de Santa Fe hacer uno más, y posteriormente el franciscano Juan de Barrios, obispo de Santa Fe, donó su casa para hacer el general de San Pedro, que encomendó a los Hermanos de San Juan de Dios. En Tunja y en Medellín tampoco faltaron hospitales. En la que era entonces Villa de San Francisco de Quito, el presidente de la Audiencia, Hernando Santillán, fundó en 1565 el hospital de la Santa Misericordia, que estuvo a cargo de la hermandad de este nombre. Atendía a españoles e indios. Se sostuvo con el noveno y medio de los diezmos del obispado, limosnas y legados de los vecinos. En 1706 se encargaron de él los betlemitas. En Argentina, el obispo de Chile, Manuel Alday, fundó hacia 1763 el hospital de San Juan de Dios, que puso a cargo de los juaninos, y el de Mendoza, que encomendó a los betlemitas. En la ciudad de Buenos Aires la hermandad de la Santa Caridad fundó el hospital de Nuestra Señora de los Remedios, dedicado a mujeres, que era a la vez asilo que amparaba niñas tanto de esa ciudad como del Uruguay. D)

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Hospitales e n las rutas marítimas de la colonización

La necesidad de auxiliar a los inmigrantes que en las flotas llegaban de España obligó a erigir hospitales en las rutas portuarias, instituciones que, en forma semejante a los de Nueva España, crearían una verdadera cadena hospitalaria que, naciendo desde el mencionado de San Nicolás, en la isla de Santo Domingo, se extendería a la tierra firme. Por el norte, en la actual Venezuela, hubo uno, fundado por el gobernador Diego de Osorio (1589-97), más el de Santiago de Caracas. En Colombia hubo el de Santa Marta, al que la Corona mandó dar ayuda desde el temprano año de 1528. Antes de 1615 había ya en el puerto de Cartagena de Indias dos hospitales, el de San Sebastián y el de San Lázaro. El primero, dedicado a los españoles y prisioneros de guerra (piratas); el segundo, a los negros congoleses, arares, mandingas, biafas y demás infelices que, secuestrados de sus pueblos africanos por los comerciantes de esclavos, llegaban a Cartagena para ser vendidos. En ese hospital de San Lázaro se amontonaban los infelices leprosos, elefanciacos y demás negros enfermos. Y allí, a su servicio, amándolos, se hizo santo el jesuíta Pedro Claver; aquí mismo el también jesuíta Alonso Sandoval lograba organizar a los negros en una congregación mariana que se ocupara de los enfermos. En Panamá, tanto en la Antigua como en la Nueva, se crearon hospitales, que en la ruta de uno a otro océano socorrían a los viajeros. Uno de los más antiguos fue el de Santa María del Darién, llamado de Santiago, que fue obra obispal. El rey don Fernando el Católico le aplicó 200 pesos de oro a partir de 1515. En Portobello hubo otro que también gozó de subvención real, por curarse en él soldados, esclavos reales y «gente de las fábricas» del

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monarca, y en Nombre de Dios ya existía en 1531 una institución hospitalaria y otra en Nata. Esta proliferación de hospitales en una extensión territorial tan corta indica el auxilio requerido por quienes cruzaban el insalubre territorio para embarcarse hacia el virreinato del Perú, y asimismo muestra la generosidad de quienes los crearon recabando limosnas, pidiendo indulgencias para los moribundos y sirviéndolos aun en los trágicos momentos de los ataques piratas, como el de Morgan en 1668. Bajando por la costa del Pacífico se hallaban el de Santa Ana, fundado en Paita hacia 1678, y el de San Sebastián en Trujillo, obra del obispo Juan de la Calle y Cienfuegos, que estuvieron a cargo de los betlemitas. Llegando al puerto de Callao, estaban para recibir a los viajeros el de Nuestra Señora de Covadonga y el de San Nicolás, atendidos primero por seglares y después entregados a los hermanos de San Juan de Dios. En la ruta de la costa chilena existió un hospital en La Serena, atendido por juaninos. En la primera década del XVII el gobernador Alonso de Rivera les encargó los hospitales de Santiago y La Concepción. E)

Hospitales en los centros mineros

Los duros y deteriorantes trabajos de la explotación minera hicieron surgir hospitales para atender a los que la realizaban. Ejemplo de ellos son los de la villa imperial de Potosí, Bolivia, donde desde el siglo XVI hubo varios, cuya fundación es un tanto espuria, pues no respondía tanto al propósito de caridad como al interés de mantener vivos a los trabajadores indios, negros y aun españoles. Con apoyo del virrey, conde de la Moncloa, el betlemita fray Rodrigo de la Cruz, en compañía de ocho hermanos, se hizo cargo de un viejo hospital, reedificándolo y haciendo de él una gran institución de caridad. En el Real de Minas de Oruro, Bolivia, también había hospital. En ese otro rico centro minero establecido en 1571 que fue Huancavelica, Perú, donde se explotaban las minas de azogue con el que se beneficiarían el oro y la plata de toda Hispanoamérica, se fundó en 1595 el hospital de San Bartolomé, que atendieron los juaninos o Hermanos de San Juan de Dios. Igualmente, hubo hospitales en los centros mineros de Colombia, Ecuador, Chile, etc. La ruta comercial marítima por donde iba a España la producción minera estaba totalmente cubierta por los servicios hospitalarios mencionados atrás. F)

Hospicios, casas-cuna y recogimientos de doncellas

En Lima, el hospicio de Nuestra Señora de los Remedios, para niñas y doncellas mestizas pobres, funcionó desde 1553, y el de Nuestra Señora del Socorro, para las de raza española, se fundó en 1562. Estas instituciones funcionaban bajo el amparo de hermandades y eran atendidas por mujeres seglares, generalmente viudas, o terciarias. Para las huérfanas ya mayorcitas

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q u e salían del hospital d e A t o c h a se f u n d ó el hospicio d e la Santa Cruz, hacia 1655. P a r a p r o t e c c i ó n d e las doncellas y viudas p o b r e s se establecieron recogim i e n t o s piadosos. E n Lima existió, e n t r e o t r o s , el d e Santa Teresa. E n C u z c o existió el d e Doncellas mestizas, f u n d a d o e n 1559 p o r la terciaria franciscan a Francisca Ortiz. P a r a niñas indias e r a el d e N u e s t r a S e ñ o r a del C a r m e n , y p a r a huérfanas españolas, el d e San A n d r é s . E n Q u i t o existían d e s d e 1 5 5 1 asilos d e h u é r f a n o s mestizos e indios fundados p o r los agustinos. E n B u e n o s Aires fueron notables el hospicio q u e hacia 1 6 1 6 f u n d ó H e r n a n d a r i a s , al q u e siguió e n 1660 el d e N u e s t r a S e ñ o r a d e los R e m e d i o s , o b r a d e e s a i m p o r t a n t e organización benéfica q u e fue la Santa C a r i d a d d e B u e n o s Aires. Este asilo a m p a r a b a a niñas t a n t o d e esta ciudad c o m o del Uruguay. E n Chile, e n el siglo XVIII, la o b r a más i m p o r t a n t e , e n c u a n t o a los alcances q u e su f u n d a d o r le fijó, fue sin d u d a la establecida p o r el m a r q u é s d e M o n t e p í o . Semejante al H o s p i c i o d e P o b r e s d e México, y a la Santa Misericordia d e Manila, e r a asilo d o n d e los p o b r e s hallaban a m p a r o y trabaj o , r e c o g i m i e n t o d e mujeres y casa d e expósitos. L a o b r a fue a p r o b a d a c o n aplauso p o r el r e y e n 1761 y más t a r d e subvencionada c o n diferentes m e r cedes.

NOTA

BIBLIOGRÁFICA

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CAPÍTULO 43

LA IGLESIA Y LOS DESCUBRIMIENTOS

GEOGRÁFICOS

Por MARIANO CUESTA

La Iglesia se halla presente en todo el gran proceso histórico americano, desde la génesis del descubrimiento hasta la actualidad. Su participación económica, concluyente, en el viaje de 1492, así como los diálogos entre insignes eclesiásticos (Marchena, Pérez, Mendoza, Talavera, Deza) con el descubridor por antonomasia - e n un tercer nivel de lenguaje del genovésresultaron claves para el magno descubrimiento; en el otro extremo del proceso, en los tiempos actuales, la participación de la Iglesia está presente permanentemente en los medios de comunicación social, reflejo ineludible de una realidad manifiesta. A lo largo de este amplio lapso, la actividad de la Iglesia y de los eclesiásticos en América ha sido tan importante como esta obra muestra. Sin embargo, hay un aspecto que no se suele apreciar debidamente: es el que ocupará las próximas páginas. Durante el desarrollo de los descubrimientos geográficos y puesta en contacto con las diversas culturas del continente americano pueden establecerse dos períodos desiguales: el fundamentalmente reconocedor y vertebrador de una realidad geográfica -física y humana- (fines del siglo XV y primera mitad del xvi), cuya nota dominante es la inmensidad, y el de desarrollo de la monarquía indiana. Es evidente que el segundo tuvo su fundamento en el anterior; del mismo puede afirmarse que durante el último se prosiguieron los descubrimientos geográficos con apreciables cambios en sujetos agentes y pacientes, como tendremos ocasión de subrayar. En el primero, la participación de los eclesiásticos fue -para este temacomplementaria. Su presencia tenía la misión específica de atención espiritual al grupo español desplazado, luchar por lograr una justicia compatible con los intereses materiales e iniciar la obra cultural de difusión de la fe de que eran portadores; el apoyo de la Corona y de los propios descubridoresconquistadores fue crucial. En el aspecto de los descubrimientos, su aportación fue sencillamente instrumental en cuanto medio para lograr sus objetivos. A lo largo de la segunda mitad del siglo XVI, y después en el XVII y XVIII, la obra de los eclesiásticos regulares tuvo singulares aportaciones de carácter geográfico-descubridor por añadidura a sus altos objetivos espirituales (el clero secular, en este sentido, no tuvo ninguna por evidentes razones organizativas). Por otra parte, hay dos conceptos frecuentemente usados en la

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historia de América cuyo recuerdo aquí es pertinente. Se trata, por un lado, de la distinción entre la América nuclear (Mesoamérica y región central andina, prehispánicas) -como áreas de alta cultura indígena- y la América marginal (macroespacios de cultura escasamente evolucionada en el momento del contacto). En la época colonial, por otra parte, de forma en cierta medida coincidente con lo anterior, se habla de centros y periferia como áreas de concentración hispánica frente a los espacios poco conocidos y no dominados. Son características que pesarán sobre la acción de la Iglesia en América y, particularmente, sobre su aportación a los descubrimientos geográficos. No obstante, es posible hacer ya algunas referencias a sus aportaciones de carácter geográfico-descubridor si analizamos los grandes escritos relativos a América realizados por eclesiásticos; nos referimos a parte de una obra (Las Casas) o a toda en su conjunto (Vázquez de Espinosa), por poner solamente dos ejemplos.

I.

PRIMER PERIODO: 1492-1550

Durante este período, Corona y particulares estuvieron interesados al máximo tanto en el descubrimiento de nuevas tierras y sus pobladores como en la reordenación del territorio con el deseo de rentabilizar el esfuerzo. Como sabemos, la Iglesia colaboró intensamente en todo ello con su participación activa y hasta, en ocasiones, utópica, pero siempre con el conjunto del cuerpo social inmigrado, por lo que eran tan descubridores como cualquier otro individuo del conjunto. El descubridor presenta una serie de características (intencionalidad, preparación, medios, determinada escala de valores, etc.) escasamente compatibles para individuos ataviados con vestido talar. Y, sin embargo, existen sendos ejemplos -dos religiosos- que son considerados verdaderos descubridores, con independencia de otra valoración pertinente. Son Marcos de Niza y Tomás Martínez Gómez. El primero tuvo su lugar en plena actividad estructuradora de Nueva España. Desde el centro mexicano se efectuó una intensa acción centrífuga de ampliación de horizontes geográficos; la actividad fue trepidante y con participación del propio Cortés. Uno de esos vectores de orientación de descubrimientos tomó sentido septentrional, rumbo a un amplio espacio marginal que fue denominado el «norte de Nueva España», y que con aspiraciones de hallar riquezas, económicas y culturales, comparables a las halladas en la meseta del Anahuac, recibió el pomposo nombre de Nuevo México. El protagonista es el franciscano Marcos de Niza, cuya aportación fue, en esta ocasión, de índole geográfico-descubridora por encima de lo puramente religioso. Era un baquiano curtido en una actividad intensa en Indias (Nueva España, Perú, Quito, Guatemala y, nuevamente, en México) durante un lustro, a quien el virrey Mendoza, con el decidido apoyo de Antonio de

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Ciudad Rodrigo y de Zumárraga, encomienda -dado su curriculum- la exploración de algunos espacios recorridos por Cabeza de Vaca en ocho años de andanza. Se ha discutido la existencia de otro viaje anterior protagonizado por otros dos franciscanos (Juan de la Asunción y Pedro Nadal) no suficientemente documentado. Marcos de Niza realizó su viaje descubridor por territorios actualmente norteamericanos en busca de las Siete Ciudades de Cíbola. Corría el año 1538 cuando el franciscano pasó a Culiacán para hacer los preparativos; el viaje fue iniciado al año siguiente y tuvo resultados desalentadores. Marchó en avanzadilla con el negro Estebanico, que murió en las montañas Zuñis a manos de los indios; fray Marcos, atemorizado, regresó a la base de partida, alentando con sus erróneos datos la geografía legendaria. La imposibilidad de identificar la trayectoria seguida por Niza, cuando realizó Vázquez Coronado su expedición, originó dudas razonables sobre aspectos del viaje de cuya historicidad nadie duda. Sus más entusiastas defensores (Lummis y Bandelier) muestran una certidumbre absoluta; para otros (Cortés entre ellos), el viaje quedaba enormemente minimizado en su amplitud. Las ciudades de Cíbola no existían de acuerdo con los cánones previstos; no obstante, el acicate que supuso la difusión de evidencias de algunas realidades materiales notables en aquellas latitudes explica la realización de una serie de nuevos viajes más o menos notorios, pero siempre interesantes desde la óptica geográfico-descubridora. Fray Marcos «volvió contando maravillas de Siete Ciudades de Cíbola, que no tenía fin aquella tierra y que cuanto más al poniente se extendía tanto más poblada y rica de oro, turquesas y ganados de lana era»; solamente la magnitud de los espacios continentales coincidía con la realidad, pero el estímulo surtió su efecto. El virrey organizó con prontitud una nueva expedición que ya no sería puramente informativa -la de Vázquez Coronado, con la participación de Marcos de Niza y otros franciscanos-; sirvió para desvanecer todo espejismo de riqueza metalífera fácil. Alcanzaron territorio zuñi y apreciaron muestras de culturas relativamente avanzadas con patrones de asentamiento muy peculiares. Pero el franciscano, totalmente desacreditado en cuanto a sus dotes de observación, regresó a México; sus hermanos permanecieron en el territorio: Luis de Escalante en la cuenca del río Pecos, Juan de la Cruz en la comarca de Bernalillo, y Juan de Padilla -incansable andarín- recorrió un amplio espacio. Fray Marcos no volvió a desviarse de su misión religiosa después de realizar aquel interesante descubrimiento por Arizona, entre los indios pueblo y sobre la cuenca del río Gila, de cuya actividad dejó testimonio documental. Sobre el ámbito sudamericano, durante este lapso, la actividad comenzó algo más tarde, pero con características análogas, con matices, a las dadas en el subcontinente septentrional; el ejemplo tomado, no obstante, se aparta del modelo anteriormente visto. Nos referimos al obispo de Panamá, el dominico fray Tomás Martínez Gómez (conocido por el topónimo del pueblo soriano en que vio la luz: Tomás de Berlanga). Fray Tomás, recién nombrado obispo de Castilla del Oro (Panamá), accedió al istmo, donde hizo un estimable diagnóstico de la situación de la región (descripción de la

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geografía humana sobre unas pinceladas de la física); inmediatamente partió hacia el Perú en cumplimiento de una misión real fiscalizadora, apaciguadora y de reconciliación entre las primeras figuras de la conquista andina, Pizarro y Almagro. En este viaje efectuó un interesante descubrimiento geográfico (las islas Galápagos) y náutico (enunciación de los mecanismos de navegación a vela en el Pacífico). Aportaciones geográfico-descubridoras que el dominico hizo concisamente y con precisión en sendas cartas desde Panamá (22 de febrero) y desde Villanueva de Puerto Viejo (26 de abril de 1535). En la carta de Panamá se analiza la situación del istmo panameño en sus aspectos económicos, sociales y políticos, proponiendo alternativas lúcidas paliadoras de la problemática: malestar social, pobreza y abuso («cueva de ladrones y sepultura de peregrinos», donde «los que tienen algo quedan pobres y los pobres mueren de hambre» ante las «extorsiones e injusticias que allí se hacen»..., principalmente «por los que las habían de remediar»); propuesta de traslado de la insalubre ciudad de Nombre de Dios hacia un lugar, en la desembocadura del Chagres, más acogedor; sobre capacidad agrícola, jerarquización urbana, valoración geoestratégica y notas sobre el medio ambiente y su influencia en la morbilidad. En la carta de Puerto Viejo se describe, de manera sencilla y con caracteres precientíficos, el descubrimiento de las islas Galápagos o archipiélago de Colón, efectuando una valoración económica de sus posibilidades y una descripción de su excepcional naturaleza, sin población humana -totalmente ratificada por Darwin siglos después-; hace asimismo una apreciación del valor estratégico de aquellas no buscadas islas y realiza un esfuerzo por hallar sus coordenadas y descripción náutica de una navegación, la primera a vela (salvo algún esporádico contacto indígena desde el Guayas) en un área del océano Pacífico ciertamente complicada por efecto de la corriente sudecuatorial y contracorriente ecuatorial añadidas a los alisios del nordeste y sudeste en el triángulo Panamá-Galápagos-Caráquez. Por todo ello, la aportación geográfica del dominico, totalmente diferente a la de Marcos de Niza, no es por ello menos apreciable.

II.

SEGUNDO PERIODO: 1550-1824

Durante el segundo período, amplísimo, las Indias constituyen, a todos los efectos, un teatro de operaciones de magnitud y variabilidad casi ilimitadas. La relativa simplicidad del lapso anterior tuvo por brillante resultado la configuración epidérmica de América, la conquista y reordenación de las áreas nucleares (la América bien poblada, compleja y organizada en el momento del descubrimiento) y la evaluación del espacio continental mediante vectores trazados en todas las direcciones por minúsculos grupos con tanta velocidad como inconsistencia. No obstante, el territorio dominado por los inmigrantes era proporcionalmente escaso comparado con las grandes extensiones que, conocidas suficientemente, sustentaron las nuevas repúblicas desde comienzos del siglo XIX. Es evidente, pues, que a lo largo de

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este período se produjo un ingente proceso de descubrimiento, anexión y reordenación de millones de kilómetros cuadrados; pero también es cierto que durante dos siglos y medio no brillaron figuras ampliadoras de las fronteras tales como los Colón o Vespucio, los Cortés, Pizarro, Almagro, Soto, Orellana y demás individualidades. Pero los descubrimientos de la geografía americana (medio físico y grupos humanos que lo habitaban) fueron mucho más que todo eso. Resultó una obra laboriosa, callada y de ritmo muy lento en que la aportación de los eclesiásticos fue tan sobresaliente que su identificación sería enormemente prolija y su análisis y valoración resultan abrumadores. Fue un comportamiento de frontera, y si hubo alguna institución fronteriza por excelencia, ésa fue la eclesiástico-misional, realizada por unos hombres que iban en vanguardia incorporando almas a su fe y subditos a su Corona, a quienes se debe, en gran medida, la pacificación, consolidación, ampliación territorial, cimentación de la nueva sociedad y hasta la fijación de límites frente a las aspiraciones expansionistas de otros pueblos europeos (Portugal, Holanda, Francia, Inglaterra, Rusia) sobre áreas marginales en la época prehispánica que prosiguen en el mismo estadio de desarrollo en nuestros días. Tan dilatada como intensa acción misional daba lugar a una extensa, minuciosa y nutrida documentación de altísimo valor como fuente para estudios sociológicos, antropológicos, económicos, demográficos, geográficos e históricos en general, aunque siga insuficientemente explotada. Macrorregiones marginales de escasa y dispersa población, con cultura mínimamente evolucionada, que padecen climas insanos o durísimos (áridos, gélidos o con altísimo grado de humedad), con vegetación rala o asfixiante, de rivalidades intergrupales, de comunicación casi impracticable y carentes de riqueza atractiva al europeo (oro, especias, perlas, hombres que produjeran otras), a pesar de las cantadas por una geografía legendaria de difícil desarraigo (Dorado, Cíbola, Quivira, los Césares...). Es una clara frontera en cuanto que el espacio a ocupar lo era mediante una pintoresca interpretación del concepto jurídico de res nullius. Y es que, de no limitarse a los espacios de la América nuclear y Caribe -lo que no era desdeñable y se estaba actuando con la máxima intensidad-, no podía evitarse el ampliar los horizontes geográficos hispanos, continentales, tratando de minimizar inversiones, aprovechando todo tipo de informantes y apoyando, con pequeños grupos armados, las iniciativas surgidas a otros impulsos: los puramente económicos (mineros) o los de expansión de la fe (misionales). Las diferencias entre uno u otro grupo son evidentes: los mineros actuarán en función de la rentabilidad obtenida; los misioneros, siempre, a cualquier precio - q u e suelen pagar ellos mismos- y a pesar de todo lujo de infortunios, soportables e incluso insoportables. Es obvio que los religiosos ofrecían grandes ventajas: lealtad, desinterés material, discreción, entrega, renuncia, sobriedad, movilidad, autosuficiencia sobre el terreno, capacidad de adaptación, superación e incluso alegría ante el peligro susceptible de transformarlos en mártires, dotes de observación y, con frecuencia, alta preparación (respecto al cuerpo social del que emergen) moral, intelectual e incluso científica (recuérdese que, por ejem-

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pío, el franciscano José Amich fue piloto antes que fraile). La panorámica no puede ser mejor y, sin embargo, alguna servidumbre debía tener esta empresa tan poco gravosa y con plenitud de posibilidades. Ciertamente, las tenía: por un lado, la fragilidad, y por el otro, sus secuelas, la explotación que de su obra hicieron el resto de la sociedad o sus agentes (la Corona, las autoridades delegadas, los particulares en general). La precariedad y fragilidad se manifestó ante reacciones virulentas del mundo indígena (revueltas entre 1650 y 1680, que arrasaron todo vestigio misional), pero cada nuevo ensayo fracasado proporcionaba mayor firmeza al siguiente y la obra iba consolidándose, en ocasiones regada por la propia sangre de los precedentes hermanos. Siempre permanecía un substrato perceptible en el relanzamiento de un nuevo intento: el conocimiento de la geografía física y humana de la región, fundamental para dotar de solidez, estabilidad y firmeza a la obra en construcción. A)

En el continente norteamericano

1) Al norte, el espacio periférico a la Nueva España se hallaba asimismo poblado por gentes de cultura marginal asentadas sobre un medio poco acogedor. Eran regiones de gran magnitud que constituían una frontera turneriana, abierta; su inmensidad permite, en aras a su más fácil comprensión, una parcelación o sistematización: Nuevo México, las Californias, Texas y la Florida. La actividad en estos territorios es bien conocida; si hubiera permanecido en ellos toda la toponimia impuesta en los primeros días de su descubrimiento y exploración o se estudiara minuciosamente la cartografía histórica (jesuítica, por ejemplo), no harían falta más datos para valorar certeramente la aportación misional a la geografía histórica americana. Algo se ha apuntado con motivo de las andanzas de Marcos de Niza. Su fracaso, que supuso el de Coronado, retardó medio siglo el avance al otro lado del río Bravo. El horizonte abierto reclamaba la atención de los interesados en hallar riquezas (mineros) o evangelizar aquellas almas (misioneros); algunos franciscanos habían dejado ya sus vidas. Fray Agustín Rodríguez difundió noticias sobre la existencia de grandes ciudades; consiguió fácilmente que se le autorizara una expedición (fue la de Chamuscado). En verdad, se hizo un reconocimiento territorial; su aportación fue el fijar puntos y objetivos más próximos y tangibles que los puramente religiosos en regiones a las que sólo osaban acceder frailes o soldados. Fray Agustín se estableció en Santa Bárbara y exploró su entorno hasta el río Conchos; le acompañaron los hermanos López y Santa María en un viaje de reconocimiento (1581) desde Santa Bárbara hacia el río Conchos, río Bravo, río Santa Fe, en un trayecto claramente calculado en que el valor del agua era alto sobre un medio árido. Fray Juan de Santa María, «el astrólogo», hizo un tornaviaje a México por una ruta nueva, mientras el resto continuaba hasta Taos, cruzando el «llano de los búfalos» y sobrepasando la latitud de Albuquerque. Al regreso de la expedición, los religiosos permanecieron sobre el terreno.

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He aquí una buena razón para organizar nuevos viajes bajo el signo de la recuperación de aquellos hombres de forma oficial, pero bajo intereses económicos (expedición de Espejo). En el grupo viajó un franciscano -Beltrán-, pero el resultado material fue decepcionante, dejando vía libre a los misioneros, que sí lograron éxito (en 1630 tenían 60.000 almas agrupadas en 25 misiones), dando pie a que se calificara a los franciscanos de «constructores del Nuevo México hispánico». Los levantamientos de 1680 dieron al traste con los frágiles asentamientos; la recuperación fue lenta y definitiva con la reorganización neohispana y el relanzamiento de las expediciones descubridoras. Fray Antonio de Olivares (1709) realizó un circuito, desde río Grande del Norte, por una región árida («aridamérica»), cuya nota sobresaliente es el énfasis puesto en los ríos que cruzó (San Marcos, Nueces, Frío, Jondo, Chapa, Chiltipique, Róbalos, Medina, San Marcos, Guadalupe, Garrapatas, Salado, San Antonio, San Pedro, León, sin alcanzar el buscado del Espíritu Santo o Colorado). Ríos de alto valor estratégico y económico en una región desértica y con población escasa. Avanzado el siglo, surgen dos importantes figuras: los también franciscanos Escalante y Garcés. Fray Silvestre Vélez de Escalante pretendió hallar el camino hacia California a través del país moqui. Después, con fray Agustín Domínguez, buscó un río largo que corría en dirección de los paralelos (quizá el San Joaquín o Sacramento) y descubrió una amplia zona al noroeste, siguiendo cursos fluviales en una región abrupta (Montañas Rocosas), hasta Utah. Trazó algunos ingenuos mapas y es recordado en la toponimia actual. Fray Francisco Garcés también realizó importantes aportes a los descubrimientos geográficos de la macrorregión norteamericana, los cuales han quedado plasmados en sus cartas. Realizó un extraordinario viaje y su diario es muy apreciado como documento geográfico, capital para el conocimiento de la geografía histórica estadounidense. Había reconocido el curso del Colorado entre los 30° y 60° de latitud norte en un recorrido de 1.000 leguas, a una media de 15 kilómetros por día, lo que permite deducir que su actividad fue mucho más descubridora que misional. Documentalmente, disponemqs de los escritos de sus protagonistas: Olivares, con su Diario derrotero de la entrada y viaje que hizo; Escalante, a través de su Diario de viaje; Domínguez, asimismo, con su Diario de viaje, como hiciera el propio Garcés, y, finalmente, el Diario y derrotero, de fray Juan Agustín Morfi. 2) California. Su descubrimiento era inevitable - u n a vez alcanzado el Mar del Sur-, pero no por ello fue inmediato ni fácil. El ciclo cortesiano y sus sucesores realizaron importantes esfuerzos náuticos y la presencia de piratas sirvió de acicate. Por su parte, la Compañía de Jesús inició su actividad en el siglo XVII y erigió la misión de Nuestra Señora de Loreto (1697), no cejando en su actividad hasta 1767. Eusebio Francisco Kino había intervenido —más como cosmógrafo que como eclesiástico- en la expedición de Atondo; realizó sus primeros descubrimientos y establecimientos con la consabida fragilidad inicial sobre tierras marginales. Prosiguió su actividad

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descubridora y misional en el Alto Sonora, ampliando los horizontes geográficos hispanos hacia el norte. Su obra fue continuada por el también jesuita Juan María Salvatierra en la Baja California. Sus aportaciones a los descubrimientos geográficos y a la cartografía histórica son umversalmente reconocidos. La Alta California fue alcanzada por tierra por el franciscano fray Juan Crespí en una ruta sobrehumana, de forma coordinada con Gaspar de Portóla y fray Junípero Serra, que iban por mar (1769). La obra descubridora de Crespí y de fray Junípero es indiscutida y su aportación valiosa en años de rivalidad internacional en que los espacios vacíos eran fuente de peligro, áreas geoestratégicas negativas por la debilidad española en el mar. La obra de eclesiásticos, interesante para los descubrimientos, la cartografía y la geografía histórica, es ampliamente conocida -se apuntará sucintamente en la nota bibliográfica-, pero es oportuno subrayar las aportaciones de algunos destacados frailes en la materia a través de sus Diarios, Relaciones y Mapas: Crespí, Kino, Serra, etc. 3) En Texas y la Florida, la participación eclesiástica en los descubrimientos y exploraciones geográficas (físicas y humanas) es inmediata; los franciscanos actuaron con prontitud en la Florida, y sus misiones (testimonio fehaciente de su labor geográfica además de misional) fueron muy numerosas; el precio que pagaron tampoco fue escaso, como reconoce la literatura histórica. El avance de la frontera en Texas también fue realizado con importante participación misional; los franciscanos De la Cruz, Peñasco, Larios y Buenaventura actuaron de inmediato y la expedición de la Salle supuso un poderoso estímulo para el reconocimiento litoral desde la fachada occidental de la Florida. El franciscano Mazenet trabajó con entusiasmo entre los indios texas y, como todos los religiosos, con el beneplácito de las autoridades indianas, que aprovechaban sus descubrimientos e informaciones geográficas. Sobre Texas, los frailes nos han dejado interesantes escritos, como la Relación de Casañas; los Planes de colonización del obispo Garavito; el Diario de Mazenet, etc. Asimismo, es abundante el material documental sobre la Florida, como se apunta en la bibliografía. 4) No sería oportuno concluir estas breves palabras sin hacer referencia a otro eclesiástico notable en los descubrimientos geográficos, fray Andrés de Urdaneta. Se trata de un agustino de vocación tardía (cuarenta y cinco años) que tenía un amplio curriculum en Indias, incluido el Extremo Oriente. Su experiencia fue aprovechada por el virrey Velasco en una expedición organizada en la Nueva España, cuya misión era cruzar el océano Pacífico. Tras vicisitudes diversas alcanzó, con Legazpi, las Filipinas (1565), y, comisionado para regresar e informar en México, realizó el más importante descubrimiento del Pacífico: el mecanismo de superficie que permitía la navegación a vela desde Filipinas hasta América, la denominada ruta de tornaviaje, que posibilitaba la acción política y cultural -sin olvidar el ensayo económico- de España en Extremo Oriente.

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En el continente sudamericano

En el año 1573 -cuando López de Velasco escribió su Geografía y se sancionaron las Ordenanzas sobre nuevos descubrimientos y población- se conocía poco más que la epidermis del subcontinente meridional americano y el área central andina, anteriormente dominada por los incas, ampliada hacia el norte en los Andes de los actuales estados de Ecuador, Colombia y Venezuela y hacia el sur sobre pequeños espacios de la República Argentina y notoriamente de Chile. El resto de América del Sur, la inmensa vertiente atlántica, marginal, solamente había sido cruzada linealmente en dos o tres paralelos y en pequeños trayectos en posición normal a la costa. El límite entre lo hispánico y lo indígena puede apreciarse con nitidez. El resto es la gran frontera abierta, lo ignorado, lo que provocó la curiosidad y atrajo a los insaciables, a los que llegaron tarde, a los que perdieron todo cuanto lograron ganar; es lo que constituyó el objeto de reconocimiento, atención y trabajo de los misioneros. El cambio de actitud oficial sobre la conquista vino propiciado por el ejercicio, brillante, de la autocrítica - n o exclusivamente lascasiana-, que comenzó en época temprana, de forma persuasiva, en una «lucha por la justicia», haciendo brotar, incluso, una conciencia de fracaso para dar lugar a una evolución ideológica y a una preocupación formal por justificar la conquista: era la solución legal. La carencia de un estudio de conjunto dificulta enormemente el conocimiento del proceso sobre cómo fue avanzando la expansión hispana desde 1573, cómo surge en 1810-21 un espacio dominado inmensamente mayor, qué impacto se produjo sobre aquellas regiones y sus pobladores, cómo se modificó la situación territorial, cultural y política de unos y otros. La magnitud espacial, la disparidad cronológica y su desarrollo por regiones o ámbitos con independencia entre sí exige que el estudio se efectúe de forma parcelada; no obstante, se aprecian reiteradamente analogías en lo geográfico humano y un factor común en lo antropológico: su marginalidad. El espacio sigue gozando o padeciendo de la característica de enormidad y la sistematización no puede realizarse en compartimentos estancos; por otra parte, el proceso no presenta la brillantez, espectacularidad ni dramatismo que las denominadas conquistas armadas y, por ende, ha preocupado menos a los investigadores, ha ocupado menos tiempo y, consecuentemente, ha producido, proporcionalmente, mucha menos literatura histórica. Es una acción de peculiar característica: tuvo lugar mediante la incorporación a la Corona, tras la voluntaria congregación de sus habitantes en poblados, sin sometimiento forzoso, aunque en ocasiones también se ejerció merced a la acción de misioneros con la connivencia de las autoridades indianas y con el respaldo de la Corona; fue un proceso expansivo desde bases muy frágiles: menos de un centenar de poblaciones hispánicas (4.000 inmigrados), de eventual apoyo, congregadas en áreas muy concretas. El desarrollo fue, a la vez, religioso y político y siempre con importantes repercusiones geográficas. La actuación misional de descubrimiento y subsiguiente anexión tuvo lugar merced a la acción sobre áreas mejor o peor definidas: Guayanas,

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Cumaná, Píritu, Llanos de Caracas, Alto Orinoco-Río Negro, Orinoco Medio, Llanos del Casanare y Meta, Caquetá-Putumayo, Mainas, la Montaña peruana y sus proyecciones, Brasil y Paraguay. 1) Venezuela. La denominada Guayana -gran región de medio ambiente enormemente refractario- constituía una frontera dura, un telón de floresta impenetrable por lo inhóspito, escasamente poblado por gentes «más bestias que hombres» -decía Gumilla- a quienes, en 1720, como zona de refugio, se sumaron los caribes. La aportación geográfica de los eclesiásticos sobre este espacio no fue escasa: se congregaron 10.000 indios en poblados separados entre una y nueve leguas (en total fueron fundados medio centenar, de los que dieciocho permanecen); el primero y más importante fue Santo Tomé de la Guayana -posteriormente cambiado su asentamiento-, y el último, Nuestra Señora de Belén de Tumeremo (1788). Hubieron de organizar la autodefensa de la denominada «Puerta de Guayana» (uno de los puntos más débiles de la monarquía indiana por su indefensión estática y dinámica, logística y estratégica, frente al acoso caribe y holandés). Desde el punto de vista económico, los capuchinos procedieron a modificar la fauna local con la importación, desde Nueva Barcelona, de una punta de ganado, germen de una floreciente cabana. Fiscalmente, los gobernadores presionaron para obtener recursos, y alguno (Centurión) apoyó la expansión y otro (Diguja) valoró muy positivamente el balance de la obra misional en sus aspectos cultural, económico y político. Desde el punto de vista poblacional, aparte del mencionado, debe subrayarse el estímulo a una pequeña inmigración canaria y catalana (apoyo y catalizador de su obra) y, merced a ello y a las fundaciones de poblados, el control de la margen derecha del bajo Orinoco, del Caroní y el espacio situado entre ambos tras un largo e infructuoso esfuerzo de los jesuitas y una prolongada acción de los capuchinos. Durante los siglos XVII y XVIII la continuación territorial al norte de Guayana fue Cumaná, una gran región tan heterogénea en su medio físico como en el etnológico (hasta «once naciones indias» la poblaban, entre ellas los cumanagotos); en ella no se dieron conquistas armadas propiamente dichas -la Corona lo impidió-, pero sí alguna repercusión de las realizadas en territorio limítrofe. La expansión -naturalmente misionera- tuvo un lento despegar; había penetrado mínimamente en el continente, lo suficiente para levantar el poblado de San Felipe (1598), que exigió, por dos veces, un cambio de asentamiento para, finalmente, continuar en la penuria. A fines del siglo XVII las posiciones seguían siendo leves y epidérmicas, con excepción de la vieja Cumaná; la indefensión y abandono eran totales; la miseria, general, y la aportación a la Hacienda, mínima. Durante el gobierno de Diguja se censaron -con escasa Habilidad- 10.000 familias. Con frecuencia surgían alianzas de caribes y franceses y ataques ingleses o franceses, por separado. Los capuchinos aragoneses llegaron a erigir una treintena de poblados -aquejados de cimarronazgo-, que fueron suficientes para dominar una franja inmediata a la costa, sin salida al mar más que por la capital. Posteriormente (mediados del siglo xvm) ampliaron los horizontes geográficos en

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varias fases: primero, hasta el río Guarapiche; a continuación la península de Paria; posteriormente se llevó la frontera hasta el rio Tigre, para, finalmente, intentar dominar el dificilísimo bajo Orinoco septentrional. El esfuerzo capuchino de control del espacio mediante la creación de poblados, reducción de indios y trazado de caminos fue importante. La tercera área, Píritu, descrita por Matías Ruiz Blanco (Conversión en Píritu, Madrid, 1690), Antonio Caulín (Descripción corográfica de la Nueva Andalucía, Madrid, 1779) y Ramón Bueno (Tratado histórico, 1800), tiene una entidad propia derivada de la acción misional franciscana más que de una inexistente homogeneidad geográfica, física o humana. Su mosaico etnológico presenta nombres destacables, entre ellos los píritus, por habérselo dado el área, y los caribes, por su aguerrida agresividad. No obstante, el balance geográfico-descubridor fue muy positivo: fue reconocido y controlado el espacio comprendido entre la costa y los ríos Orinoco-Caroní merced a la creación de poblados estables y el establecimiento de unos rudimentos de comunicación entre ellos. Económicamente se lograron apreciables éxitos: Diguja (1763) refiere haber visto 121 hatos con un total de 55.000 cabezas capaces de producir un ingreso bruto de 30.000 pesos. No fue fácil. Los intentos de conquista armada -ejercidos hasta mediados del siglo XVII- fracasaron; sólo existían, entonces, tres poblaciones (Nueva Barcelona -plaza dé armas-, Uñare y Uchire o Nueva Tarragona). En 1656, los franciscanos establecieron el núcleo expansivo de Concepción de Píritu, desde donde efectuaron una brillante ampliación de fronteras hasta dominar todo el territorio, a veces con actividades pecuarias - v a c u n o que sirvieron para reducir caribes a uno y otro margen del Orinoco no sin antes deslindar espacios interterritoriales hispánicos (Guayana, Píritu, Orinoco medio). En 1767, la situación del territorio (descrita por fray Alonso de Hinestrosa) significó una reorientación de los trabajos mediante un reajuste jurisdiccional con eje en Cuchiveros, la acción franciscana se suplemento con la iniciativa de las autoridades civiles y se logró la colaboración de varios caciques, lo que permitió que en el momento de la independencia existieran 60 poblados, algunos fundados por los mismos caciques (notable efecto de transculturación). Los Llanos de Caracas constituyen un mosaico étnico (hasta 22 «naciones indias» se citan) en medio de un ambiente variado de suelo rico. Sobre él se ejerció una ampliación de fronteras siguiendo la orientación que imprime la cordillera de Mérida con iguales protagonistas y análogo impulso que los anteriormente apuntados y, sin embargo, con características peculiares: mayor profundidad de la presencia española, bases estables españolas desde las que pueden emitirse o apoyarse «entradas» y la realidad de esas «entradas» como recurso a la fuerza que podían ocultar otros intereses más que los puramente expansivos; la acción de capuchinos y dominicos al efecto fue concluyeme. El límite español estaba establecido en una línea de orientación noroeste-sudoeste, desde Caracas a Barquisimeto y Barinas, y desde Mérida a Pamplona. Sus características son: se deja atrás un territorio fuera de la Orinoquía, pero teatro de operaciones del mismo proceso expansivo con los

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mismos protagonistas e igual impulso; es un espacio de frontera hispánica cuya influencia era más profunda; sus asentamientos eran base de posteriores expediciones, donde las entradas eran recurso a la fuerza que ocultaban otros intereses, ante los cuales la posición de franciscanos y dominicos fue determinante. Los Llanos eran bien conocidos - e n líneas generales- en el siglo XVII; los viajes de Antequera, Ruiz Maldonado y el dominico Jacinto de Carvajal, autor este último de la Relación del descubrimiento del río Apure, fueron ilustrativos y la llegada de los capuchinos supuso la penetración sistemática de la expansión con deseos de un beneficio social, económico y religioso del indio, cuyo proceso se hallaba estancado. La inestabilidad de los ensayos iniciales dio un fruto: la fundación de la base expansiva (San Carlos de Austria) y otras de corta vida (en el actual estado de Cojedes) por el cimarronazgo. La base de San Carlos fue decisiva para la ampliación de horizontes geográficos hasta mediado el siglo XVIH, y supuso el reconocimiento de los territorios que forman los actuales estados de Aragua y Portuguesa (poco después se alcanzó el límite Orinoco-Río Negro), así como el establecimiento de numerosos poblados y conocimiento de su población. Finalmente, se imprimió la orientación expansiva hacia el Apure y Meta, consecuencia de la expulsión jesuítica y entrada de los capuchinos en el área, una estrategia de aproximación al Orinoco y deseo de comunicación con otras áreas misionales. El resultado sería una importante acción reductora de indios en poblados, un crecimiento de la población, no tanto vegetativo como inmigratorio (españoles, criollos y mestizos) y un verdadero descubrimiento de aquel espacio. Un territorio de denominación bien precisa es el Alto Orinoco-Río Negro, encabalgado sobre los límites venezolano-colombianos más el espacio comprendido entre el alto Río Negro-Casiquiare-Orinoco. Su localización hizo que la expansión hispánica no le afectara hasta mediado el siglo XVIII, en que la Comisión de Límites realizó una importante actividad reconocedora y fundacional. El resto del período hispánico fue llenado por los trabajos de capuchinos (merced a gestiones de José de Iturriaga) y franciscanos de Píritu, quienes consiguieron un descubrimiento del espacio indicado con el establecimiento de numerosas, poco pobladas y abigarradas poblaciones sobre los cursos del Orinoco y el Negro. Núcleo autónomo en la expansión fue el Orinoco medio, descrito en 1741 por el jesuíta José Gumilla en El Orinoco ilustrado y defendido. Su proceso descubridor y reordenador siguió sensiblemente el curso fluvial y su característica sobresaliente es la seguridad, comodidad, control comunicacional y rapidez en la puesta en contacto del Atlántico con los Llanos colombianos con un establecimiento destacado, Cabruta (poblado de gran renombre al polarizar los conflictos limítrofes jurisdiccionales interórdenes), en la margen izquierda del gran río. Esta comunicabilidad fue iniciativa de los jesuítas (Monteverde y Castán); otro intento por el río Vichada fue infructuoso como consecuencia de la falta de comunicaciones con la Nueva Granada y por una inadaptación al medio. En 1731, un nuevo intento protagonizado por el también jesuíta José Gumilla, con apoyo de los salivas,

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tuvo la oportunidad de establecer varios poblados junto al Orinoco, frente al Meta. La expulsión jesuítica supuso el protagonismo capuchino y, posteriormente, franciscano. Además del reconocimiento geográfico y la fundación de poblados reductores de los nativos, la repercusión descubridora misional tuvo un importante matiz defensivo; por un lado, frente a los reiterados ataques caribes (no fueron controlados hasta mediado el siglo XVIII), y, posteriormente, por la agresiva actividad perturbadora, económica y esclavizadora de los portugueses con base en el Amazonas. La actividad holandesa -aliados con los caribes (incluso camuflados como tales, según explica Gumilla)- dio pie a una autodefensa organizada por los jesuítas. 2) Colombia. Una interesante región es la de los Llanos de Casanare y Meta. Planicie oriental andina de la vertiente atlántica colombiana -descrita por los jesuítas (Mercado)- poblada por gentes de cultura marginal, muy poco apreciada por los jesuítas hasta Rivero (mediados del xvill). El proceso descubridor llevó a la Compañía a un reconocimiento de las cuencas citadas y a establecer diversos asentamientos con una población que oscilaba entre los 70 y 1.600 habitantes cada uno. Las únicas dificultades fueron planteadas por pequeñas escaramuzas. De características geográficas análogas a la región anterior, pero presididas por una independencia de acción, surge un nuevo espacio, las cuencas del Caquetá-Putumayo. Actuación autónoma por la acción reiterada de las «naciones indias» mocoa (acción jesuítica), sucumbía (jesuítas y franciscanos), cafan (jesuítas y franciscanos) y encabellados (franciscanos), que dificultaron los trabajos de los misioneros. No obstante, se descubrió suficientemente el espacio, se establecieron numerosos asentamientos y se controló la población nativa. 3) Ecuador-Perú. Un área particularmente notoria en el aspecto geográfico-descubridor fue Mainas. Es un inmenso espacio vertebrado por las corrientes del Marañón-Amazonas - e n el sentido de los paralelos- y del Pastaza, Ñapo, Huallaga y Ucayali - e n el de los meridianos-, con una amplitud máxima que alcanzó desde el Pongo de Manseriche hasta la confluencia del Negro y el Amazonas; Portugal tuvo una postura muy beligerante en la disputa fronteriza. El mosaico étnico era muy abigarrado en torno a las corrientes fluviales. Las incursiones iniciales (Orellana -con el dominico Gaspar de Carvajal-, Ursúa, Aguirre) fueron proseguidas por el jesuíta Rafael Ferrer y, sin embargo, hasta entrado el siglo XVII no se produjo el primer asentamiento español en la región: Borja. Los jesuítas fueron los encargados de la ardua misión, que tuvo la consecuencia geográfico-descubridora de nuestro interés aquí. El proceso expansivo, con base en Borja, tuvo un desarrollo centrífugo: primero, en el espacio central; en seguida hacia el sudeste, en torno al Huallaga y Ucayali (con la fundación de nueve asentamientos y la reducción de 75.000 indios); después, hacia el norte del Marañen, junto a los ríos Pastaza, Ñapo y Cururay, y finalmente, una ampliación de horizontes geográficos multidireccional (del siglo XVII al XVIII). El jesuíta Samuel Fritz realizó una intensa acción organizadora del territorio, que continuaron

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Richter y otros, hasta conseguir fijar las líneas maestras de la actual frontera peruano-brasileña; se incrementó la actividad en los cursos medios del Pastaza y Ñapo; se controló el espacio jíbaro con una fijación de 170.000 indios (muchos se perdieron: epidemias, capturas esclavizadoras portuguesas, sublevaciones); se avanza (1760) hasta la fundación de Nuestra Señora de Loreto de los Tirunas, punto más lejano, a 224 kilómetros aguas abajo de la confluencia Napo-Amazonas. La expulsión de la Compañía en 1767 supuso una crisis en el proceso expansivo y un vacío en la información geográfica. El mayor lastre del territorio fue la difícil comunicación. Desde Quito, camino de Borja, había que pasar por Cuenca, Loja, Zamora y Santiago de las Montañas. Era un despilfarro de tiempo y energía que conducía a un «pongo» por donde descendía con fuerza un tributario del Marañón. La misión jesuítica que acompañó a Texeira en su tornaviaje amazónico sólo fue de interés informativo; otro miembro de la Compañía -Santa Cruzrealizó un interesante viaje de tres meses por territorio maina, haciendo interesantes descubrimientos geográficos; otros prosiguieron su labor de trazado de nuevas rutas, acortando distancias y abriendo cuatro vías de acceso entre Quito y Mainas: Pasto-Sucumbíos-Mocoa, Archidona-PatateCanela, Jaén-Borja y Moyobamba-Paranapuras. La comunicación con Lima se efectuaba a través del Ucayali hasta el Cuzco. El dominico Gaspar de Carvajal (Relación del descubrimiento del río Orellana), el jesuíta Cristóbal de Acuña (Nuevo descubrimiento del río de las Amazonas) y el franciscano Laureano de la Cruz (Relación del descubrimiento del río de las Amazonas, siglo XVIl) nos han transmitido valiosas descripciones de sus recorridos fluviales. La acción jesuítica fue contestada por alguna sublevación, con las consabidas, y más testimoniales que espectaculares, secuelas. También tropezó con los intereses portugueses, cuya actuación trajo graves consecuencias sociales (destrucciones y capturas) y políticas (importantes pérdidas territoriales: entre la actual frontera peruana y los ríos Blanco, Negro y Madeira), ante las que los jesuítas (Acuña, por ejemplo) tomaron decidido partido y su acción fue decisiva. 4) Perú. Dado que Brasil y Paraguay son objeto de otros capítulos, haremos énfasis en lo que denominamos la Montaña (vertiente atlántica de los Andes centrales) y su proyección. Su superficie es variada en su aspecto corológico y homogénea en el ambiental, con una biogeografía condicionada por los anteriores y una pluralidad etnográfica importante. A fines del siglo XVI arribaron al río Mantaro los jesuítas (Font), mientras los franciscanos alcanzaban la Ceja de la montaña (selva) y las cabeceras del Urubamba y Madre de Dios. Pronto -y durante el siglo XVII- apreciaron los misioneros el valor geoestratégico del Cerro de la Sal y con su dominio fue fácil, relativamente, progresar en su entorno; Biedma -«el genio de la selva», según Raimondi- hizo avanzar la frontera hispánica hasta el río Perene, atravesando un espacio pleno de dificultades; posteriormente lo hizo hasta el Mantaro, Apurímac, Ucayali y confluencia del Ene y Perene, en un proceso de descubrimientos geográficos, trazado de caminos y puesta en

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contacto con diferentes etnias. El Cerro de la Sal fue recobrado -tras las revueltas indias- y fray Francisco de San José estableció un centro de incalculable valor -Santa Rosa de Ocopa- para la expansión descubridora con emisión de numerosas expediciones (1726, 1727, 1731, 1732, 1733, 1734 1735), cuyo resultado más brillante fue el geográfico, del que merece resaltarse la Pampa del Sacramento. Poco después, el franciscano De la Marca, en el transcurso de un lustro, reconoció el Gran Pajonal, dejando una magnífica descripción. Tras la gran rebelión del xvill, los franciscanos obtuvieron la concesión de las misiones de Caxamarquilla - a tres meses de Ocopa-, que fray Manuel de Sobrevida consiguió comunicar en dieciocho días (no fue el único aporte geográfico-descubridor franciscano). Los trabajos de Abad, Amich, Sobrevida y Girbal, entre otros varios, constituyeron grandes aportaciones descubridoras, de defensa de las fronteras frente a los portugueses, capitales trabajos de trazado de caminos y excelentes descripciones geográficas acompañados de mapas corográfícos y estadillos del mayor interés. Se consiguieron, además, otros dos centros más, proyecciones de Ocopa, que estarían llamados a desempeñar un gran papel de ampliación de horizontes geográficos: Santa María de los Angeles de Tanja y San Ildefonso de Chillan. La expansión meridional de los franciscanos de Ocopa se vio impulsada por el deseo de cubrir el hueco dejado como consecuencia de la expulsión de los jesuítas. Así, Menéndez viajó hacia Chile y se adentró por un medio dispar, marítimo de altas latitudes meridionales, fundamentalmente frías y habitadas por grupos de cultura marginal, escasamente poblados, pobres en recursos y una geografía física refractaria por el frío y hielos que no exigía menos fortaleza que la selva peruana. Los trabajos de fray Pedro González de Agüeros -también geográfico-descriptivos-, Fernández, Sánchez, Marín, Real y Menéndez fueron excelentes en cuanto a la búsqueda de pasos en la cordillera andina hacia el este, que les hizo reconocer la región (ríos, lagos, glaciares, etc.). Pero la aportación de estos franciscanos no se limitó al sencillo o complejo descubrimiento, sino que fue más allá, al dejar una rica documentación del máximo interés geográfico, en el más amplio sentido del término. Véanse algunos ejemplos: en 1771 fray José Amich concluyó su Historia de las misiones del convento de Santa Rosa de Ocopa y en años sucesivos plasmarán sus diarios Sobrevida, Alvarez de Villanueva y Gómez (Viaje a las conversiones de Huanaco), Méndez (Diario desde Huanta a Huamanga), Sobrevida («a las montañas y fronteras de Jauja», «a las montañas de Huanta y fronteras de Tarma» y «Caxamarquilla hasta el Marañón»), Girbal, Márquez y otros («a las tierras del Ucayali»), etc. 5) Chile. En la extensión franciscana de Chillan deben subrayarse los escritos de fray Pedro González de Agüeros (Descripción historial de la provincia y archipiélago de Chiloé), las expediciones de los padres Marín y Real, así como la Segunda expedición a los archipiélagos de Guaitecasy Guayameco por los frailes Real y Menéndez. Para la de Tanja disponemos, por ejemplo, de la obra de Conrado, El colegio franciscano de Tarija y sus misiones.

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NOTA BIBLIOGRÁFICA Todas las historias misionales, al describir los territorios evangelizados o narrar el curso de la evangelización, ofrecen abundantes datos sobre los descubrimientos geográficos realizados por los misioneros. La indicación de estas obras se da en el volumen II de la presente Historia, al hablar de cada territorio misional, por lo que esta Nota bibliográfica se ceñirá únicamente a las de carácter puramente descubridor o geográfico. D e índole general E. J. BuRRUS, La obra cartográfica de la provincia mexicana de la Compañía de Jesús, 1567-1967 1-2 (Madrid, 1967); A. HENNESSY, The Frontier in Latín American History (Londres, 1978); M. CUESTA DOMINGO, «Aportación franciscana a la geografía de América», en Actas del I Congreso Internacional sobre los franciscanos en el Nuevo Mundo (Madrid, 1987), 535-576; M. CUESTA DOMINGO y M. MURIEL, Atlas toponímico extremeño-americano (Madrid, 1988). Primera época M. CUESTA DOMINGO, «LOS descubrimientos náuticos y geográficos de fray Tomás Martínez Gómez, OP, obispo de Panamá», en Los dominicos en el Nuevo Mundo. Actas del I Congreso Internacional (Madrid, 1988), 401-430; J. M. VARGAS ARÉVALO, «Fray Tomás de Berlanga, OP, y el descubrimiento de las islas Galápagos», en Ibt'd., 385-398. Sur de los Estados Unidos H. H. BOLTON, The Spanish Borderlands: a Chronicle ofOld Florida and the Southwest (New Haven, 1921); C. COLAHAN y A. RODRÍGUEZ, «Relación de fray Francisco de Escobar del viaje desde el Reino de Nuevo México hasta el mar del Sur»: Missionalia Hispánica 43 (Madrid, 1986), 373-394; L. GÓMEZ CAÑEDO, Primeras exploraciones y poblamiento de Texas (1686-1694) (Monterrey, 1968); O. MAAS, Viajes de misioneros franciscanos a la conquista de Nuevo México (Sevilla, 1915). California J. F. BANNON, The Spanish Borderland Frontier, 1513-1821 (Nueva York, 1970); C. BAYLE, Historia de los descubrimientos y colonización de los padres de la Compartía de Jesús en la Baja California (Madrid, 1946); ID., Misión de la Baja California (Madrid, 1946); H. E. BOLTON, Fray Juan Crespí. Missionary Explorer on the Pacifico Coast (Berkeley, 1927); E. BURRUS, Kino' Planfor the Development qf Pimería Alta, Arizona And Upper California: a Report to the Mexican Viceroy (1703) (Tucson, 1971); A. M. CARRENO, Los padres Salvatierra y Kino y la península de California (México, 1944); CH. E. CHAPMAN, The Founding of Spanish California. The Northwest Expansión ofNew Spain (1687-1783) (Nueva York, 1916); S. L. HlLTON, Descripción de las costas de California de Iñigo Abad Lasierra (Madrid, 1981); M. MATHES, California I y II 1-4 (Madrid, 1965-1971); F. OCARANZA, Crónica y relaciones del Occidente de México (México, I937);J. G. M. PlETTE, «The Diarios of.early California»: The Americas 1 (Washington, 1946-47), 409 y ss.; H. R. WAGNER, The Cartography of the Northwest Coast of America to the Year 1800 (Berkeley, 1937). América del Sur R. ARBESMAN, «Contribution of the Franciscan College of Ocopa in Perú to the geographical Exploration of South America»: The Americas 1 (Washington, 1946-47), 393-417; C. BAYLE, «Descubridores jesuítas del Amazonas»: Revista de Indias (Madrid, 1951); M. BIEDMA, La conquista franciscana del Alto Ucayali, ed. C. Milla Batres (Lima,

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1981); A. CUERVO, Colección de documentos sobre la geografía e historia de Colombia (Bogotá, 1893); M. CUESTA, «LOS exploradores franciscanos Domingo de Brieva y Laureano de la Cruz», en Actas del III Congreso Internacional sobre los franciscanos en el NuevoMundo (Madrid, 1991), 1139-1177; J. HERAS, «Expediciones de los misioneros franciscanos de Ocopa (1709-1786), por el P. Pedro González de Agüeros»: Archivo Ibero-Americano 45 (Madrid, 1985), 3-112; F. FONCK, Diarios de Fr. Francisco Menéndez, OFM (Valparaíso, 1900); J. HERAS, Los franciscanos en el Pangoa, Tambo y Alto Ucayali afines del siglo XVII (Lima, 1978); B. IZAGUIRRE , Historia de las misiones franciscanas y narración de los progresos de la geografía en el Oriente del Perú 1-14 (Lima, 1922-29); F. MORALES PADRÓN y J. LLAVADOR, Mapas, planos y dibujos sobre Venezuela existentes en el Archivo General de Indias (Sevilla, 1964).

CAPÍTULO 44

LA IGLESIA Y LA

ILUSTRACIÓN

Por JAIME GONZÁLEZ RODRÍGUEZ

Podemos resumir el contenido ideológico de la Ilustración en los siguientes principios: 1) Declive, de origen francés, del legado cultural jesuítico. 2) Tendencia hacia una cultura laica y secularizada. 3) Actitud decididamente racionalista, de herencia cartesiana: no se admiten barreras a la razón, concebida como herramienta de liberación. Por tanto, choque frontal con una concepción del saber limitado por el dogma, tal como dominaba en las universidades hispanoamericanas, concebidas desde sus orígenes como instrumentos de propagación y defensa de las verdades reveladas. 4) Criticismo ante la constitución y prácticas de la Iglesia (influencia de Fleury y del galicanismo). 5) Desde el punto de vista político, dualismo entre despotismo ilustrado y tendencia al constitucionalismo. Ante la Ilustración, concebida de esta manera, la Iglesia hispanoamericana desempeñó un papel importante, con diferencia de grados de un lugar a otro, pero no de naturaleza. Por ello, la Ilustración hispanoamericana fue una Ilustración católica, es decir, un movimiento ilustrado de raíces autóctonas. De modo que, sin desdeñar la influencia extranjera, las bases de esta Ilustración son internas y hunden sus raíces en los fermentos fecundos de los dos siglos anteriores, entre ellos en el humanismo de los colegios jesuítas. Pero, puesto que la actitud de los eclesiásticos hacia la Ilustración no fue, ni mucho menos, unitaria, hemos de dar mucho valor a los escasos datos estadísticos de que disponemos, como los que nos han ofrecido Tate Lanning o González Casanova, acerca del número relativo de hombres de Iglesia que adoptaron una actitud favorable a los cambios exigidos por los tiempos. Según ellos, como en España, parece que fue más bien minoritaria la actitud favorable de los eclesiásticos hacia las nuevas ideas. No quiere ello decir que no se hiciesen esfuerzos denodados en el siglo XVIII para modernizar las instituciones educativas: seminarios, colegios, universidades. Pero dichos esfuerzos datan casi todos de finales de siglo y faltó el tiempo necesario para llevar a cabo todos los cambios necesarios. Esto explicaría el generalizado movimiento de rechazo a la cultura de raíz española, esencialmente eclesiástica, que se produjo después de la independencia.

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El clero estuvo muy dividido en su respuesta a la Ilustración. Unos fueron ultramontanos y otros regalistas. Unos apoyaron la independencia y otros no. Unos apoyaron la ciencia nueva y otros no. Feijoo ejerció una saludable influencia, especialmente entre el clero criollo, porque su mensaje cultural comportaba una fuerte crítica a la cultura española y una apasionada defensa de las cualidades de los americanos. No predominan los eclesiásticos monolíticamente ilustrados. La misma persona podía adherirse a determinados contenidos de la Ilustración y no a otros. Fue la hispanoamericana una Ilustración más de individualidades que de instituciones públicas o universidades. Instituciones privadas, como las sociedades económicas y las tertulias literarias, ejercieron una labor más decidida en pro de la modernidad que las universidades, como había sucedido ya en épocas anteriores. I.

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si la cabeza estuviera sujeta a los pies. En Chile, los franciscanos, bajo la inspiración del comisario general de Indias, Manuel María Trujillo (1786), reformador ilustrado de los estudios en los Colegios Apostólicos de Propaganda Fide, tuvieron un representante del episcopalismo en Fernando García. Casi todos los sacerdotes y los obispos aceptaron la tendencia estatal al despotismo ilustrado y justificaron la expulsión de los jesuítas como un medio de defenderse del peligro de subversión implícito en la defensa del probabilismo y el constitucionalismo de Suárez y Mariana. Sonado fue el caso del arzobispo de México, Francisco Antonio de Lorenzana (1766), muy crítico con la actuación de los jesuítas, quien consiguió que el IV concilio provincial (1770) solicitara la secularización de los hijos de San Ignacio. Desde 1820 ejercieron su influencia en Hispanoamérica corrientes antirromanistas, jansenistas y episcopalistas, cuyas fuentes eran Grégoire, Llórente y el autor desconocido de Ensayo sobre las libertades de la Iglesia española en ambos mundos.

ELCLEROYELREGALISMO

El regalismo era, sin duda, un intento de avanzar en la senda de la secularización de la religión. Manifestaciones concretas del mismo fueron la expulsión en 1767 de los jesuítas, daño irreparable para la cultura eclesiástica en América. Por una real cédula del 12 de agosto de 1768 se extinguía, en todas las universidades hispanoamericanas, la escuela jesuítica. Pero el miedo a discípulos de los expulsos continuó marcando la actuación de la Corona y guiando no pocas de sus decisiones. El impulso dado por el Estado, desde 1741, al estudio del derecho real en las universidades estaba en línea claramente regalista: los futuros hombres de Iglesia y de gobierno debían conocer en profundidad las regalías de la Corona para respetarlas en el ejercicio de sus responsabilidades. Ante estas nuevas directrices de la política, la situación de la Iglesia era muy delicada, pues, habituada desde antaño a una perfecta armonía ideológica con el Estado, había estrechado con él sus lazos en virtud del regio patronato. Por otra parte, los obispos, elegidos por la Corona, no podían sino defender los principios del regalismo. Por ello, los obispos tenían que ser regalistas, aunque ninguno llegó a aceptar las tesis galicanas sobre la definición de la Iglesia, la supremacía del concilio y la reformabilidad de las decisiones papales. Algunos eclesiásticos, como el vicario general de la diócesis de Buenos Aires Juan Baltasar Maciel, José Antonio de San Alberto, Lázaro de Ribera en la Plata, Pérez Calama en Quito, Moxó en Charcas, Lorenzana, Fabián y Fuero, Núñez de Haro, Abad y Queipo en México defendieron el derecho divino de los reyes. Maciel cambió de actitud después de unos años de valiente enfrentamiento al gobernador Juan José de Vértiz. El Catecismo real de San Alberto, por ejemplo (1786), enseñaba a los fieles la vieja concepción organicista de que el rey no puede estar sujeto al pueblo porque sería como

II.

EL CLERO Y LAS INSTITUCIONES CULTURALES

Diversas iniciativas extrauniversitarias, como las Sociedades Económicas de Amigos del País, las tertulias literarias, las publicaciones científicas, representaron en esta época la vertiente más dinámica de los partidarios del cambio social. En ellas desempeñaron los eclesiásticos un papel muy activo y frecuentemente protagonista, lo que demuestra que la Iglesia quiso actuar con iniciativa propia en el campo de las nuevas corrientes culturales. Las sociedades económicas, que llegaron a ser quince entre 1781 y 1819 en América, tenían un fuerte componente de crítica a la cultura española, espíritu secular e interés por los temas económicos. Su objetivo central, era el fomento del progreso y la superación de la pobreza. Buscaban, ante todo, como la economía política de la época, la solución del problema de la producción de bienes. La inspiración filantrópica que las animaba derivó frecuéntemete hacia actividades caritativas. Tenían asimismo una fuerte preocupación educativa porque pensaban que la causa de todos los males era la ignorancia y soñaban optimistamente con que el triunfo de las nuevas ideas transformaría el mundo. La Sociedad Económica de La Habana, por ejemplo, encargó en 1793 y 1816 informes sobre el estado de la enseñanza femenina en la ciudad. Pero les interesaban especialmente las consecuencias económicas de la educación. El clero ejerció un papel muy destacado en estas sociedades. Por ejemplo, aproximadamente un tercio de los miembros fundadores de la Sociedad Económica de Guatemala y de los suscriptores de su órgano de expresión, la Gazeta de Guatemala, eran sacerdotes. Mutis era miembro correspondiente de la de Mompós, y él mismo creó una, que tuvo vida corta, en Bogotá. El establecimiento de la Sociedad Patriótica de Amigos del País de Quito en 1791, en el antiguo colegio de los jesuítas, se debió en buena parte a Eugenio Espejo, que fue su secretario y editor de Las Primicias de la Cultura

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de Quito, órgano de la sociedad y primer periódico de la ciudad. El director de dicha sociedad fue el obispo Pérez Calama, antiguo gobernador diocesano de Michoacán. En 1819, fray Matías de Córdoba fundó una Sociedad Económica en Chiapas. Con frecuencia, sacerdotes fueron también los promotores de revistas literarias y científicas, aunque en éstas se solían ladear los temas vidriosos de filosofía y teología. En 1787, José Pérez Calama intentó crear en Valladolid (Michoacán) una tertulia literaria para erradicar «el ocio antiliterario e inacción político-literaria» y donde se tratasen temas relacionados con la religión, la historia y la política. También en México, José Antonio Álzate fundó varios periódicos entre 1768 y 1794. La Gazeta de Guatemala fue suspendida por ser el vehículo de expresión de una campaña organizada por los religiosos profesores de la Universidad de San Carlos Antonio García Redondo, José Antonio Goicoechea y Matías de Córdoba para la europeización del indio. En el Semanario del Nuevo Reino de Granada, de Francisco José Caldas, discípulo de Mutis, seis sacerdotes escribieron artículos científicos en él. De los 300 suscriptores originales del Mercurio Peruano, 27 eran sacerdotes, varios de ellos prelados. El clero desempeñó, asimismo, un interesante papel en los círculos y tertulias, que constituían el nuevo espacio cultural.

III.

EL CLERO Y LA ENSEÑANZA ELEMENTAL Y MEDIA

Uno de los aspectos de la política ilustrada fue la toma de conciencia del interés de la educación y el intentar dar acceso a ella a todos, eliminando barreras legales, abaratando los costes de los estudios, etc. El Colegio de San Gregorio, con su iglesia, biblioteca y rentas, por ejemplo, tras la expulsión de los jesuítas en 1767, se aplicó a Seminario de indios (Archivo Histórico Nacional, Madrid, Jesuítas 248-17). Y, en consonancia con esta actitud del Estado, numerosos hombres y mujeres de Iglesia supieron adecuarse a las nuevas tendencias educativas. En México, la Compañía de María abrió en 1755 con cinco colegialas españolas legítimas el Pensionado de Nuestra Señora del Pilar y Enseñanza, escuela pública femenina, verdadera novedad educativa, pues hasta entonces los centros docentes femeninos eran colegios-recogimientos, no colegios-escuelas. La nueva institución supuso una notable elevación del nivel cultural del plan de estudios femeninos. Los puestos de responsabilidad del internado se cubrían mediante cargos conventuales dirigidos directamente a la enseñanza: maestra de clases, maestra de colegialas, porteras de clases y bibliotecaria, inspirados en los jesuíticos. Se daban clases de lectura (en latín y romance), escritura, aritmética y costura. Un año después contaba el centro con 20 pensionistas y 400 externas de toda raza y condición y con enseñanza gratuita. Al Colegio del Pilar siguieron fundaciones similares en Irapuato y Aguascalientes (1807). Como consecuencia de estos cambios, una real cédula de 1774 prohibió el ejercicio de la

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docencia a las monjas que no lo tuvieron como propio de su Instituto, y los antiguos beateríos y colegios-recogimientos se transformaron en centros educativos públicos y gratuitos. En 1768, el obispo Lorenzana, en su visita pastoral a Querétaro, estableció en el beaterío carmelita un colegio gratuito para las niñas españolas de la ciudad. Hizo construir dos aulas, una de labores y otra para aprender lectura, escritura y catecismo. Dos colegialas residentes en el beaterío serían las profesoras. De acuerdo con la tendencia marcada por la real cédula de 1774, estableció que más adelante se podrían admitir en el colegio pensionistas debidamente separadas de las monjas. En Guatemala, los jesuítas ignoraron en sus colegios las normas legales que impedían el acceso a los estudios a los hijos ilegítimos. Y lo mismo sucedía en la Universidad de San Carlos. Por su parte, el rector del Seminario de Guatemala, Juan José González Batres, estableció en 1766 doce becas para indígenas y construyó habitaciones para ellos, para todo lo cual consiguió del rey 500 ducados mensuales. En Santa Fe, el arzobispo Jaime Martínez Compañón creó en 1791 becas para niñas del Colegio de la Enseñanza o del Pilar, fundado en 1770 por doña Clemencia Caycedo y Vélez, y concedió ayudas económicas a las 25 educadoras con que aumentó la plantilla educativa del centro. En Tucumán, el obispo carmelita José Antonio de San Alberto realizó una gran labor pedagógica, convirtiendo en internado para niñas huérfanas el colegio ex jesuítico de Montserrat, que se trasladó al Colegio Máximo (1782). No deseando el rey encargar a beatas la dirección del centro, San Alberto fundó una congregación de Terciarias Carmelitas de Santa Teresa de Jesús o Huérfanas entre las alumnas del colegio. Elevado a la archidiócesis de Charcas en 1784 en premio a su docilidad al rey, solicitó a través de José de Gálvez fundar en La Plata un colegio de niñas nobles huérfanas, que abrió sus aulas en 1792 con 44 niñas y que estuvo bajo la dirección del presbítero Salvador Ximénez Padilla (1799), utilizando como base del profesorado a las beatas. Puso también las bases de un Colegio de Niñas Nobles Huérfanas en Catamarca (1809), regido por las mismas constituciones del de Córdoba y que confió a Patricio Torrico, familiar suyo. En 1785 se promulgó la real cédula que aprobaba los colegios de niños huérfanos fundados por fray José Antonio de San Alberto. El «director principal» era el prelado, pero apoyado por una Junta directiva, que se reuniría una vez al mes. La plantilla del centro constaba del capellán, un administrador, una rectora, una maestra general y las maestras. Las alumnas podían ser porteras, sacristanas y enfermeras. No debían pasar de 40 y eran preferidas en la admisión las huérfanas y abandonadas. Debían ser hijas de padres conocidos y honrados y no tener defecto natural ni enfermedad contagiosa. El período educativo era de los cinco a quince años. La solicitud de admisión se hacía mediante un memorial acompañado de una certificación del cura. Había tres horas de clases por la mañana y otras tres por la tarde. En la enseñanza de los niños había tres niveles: cartilleros, romance-

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ros o escribientes y latinos o contadores. Los más adelantados pasaban a l Qs seminarios o a la universidad. En Mendoza, el obispo Manuel de Alday promovió en 1760 la fundación de un colegio para niñas, que confió a la Compañía de María (1780), tomando como base las clarisas de Santiago. Según un informe del obispo de Concepción-Santiago, a finales d e j siglo xvill todos los párrocos regentaban escuelas primarias. Lo mismo sucedía en Río de la Plata, donde se dio una ejemplar colaboración entre l a s autoridades civiles y eclesiásticas, y en 1791 el virrey, marqués de Sobretnonte, dirigía a los párrocos unas instrucciones para las escuelas de primeras letras. El obispo de Trujülo, Baltasar Jaime Martínez Compañón, creó en su diócesis 54 internados para niños de ambos sexos. En la enseñanza secundaria fue particularmente grave el efecto de l a expulsión de los jesuítas, dada la gran labor realizada por ellos, especialmente en el campo de la formación humanística de los aspirantes a hacer una carrera universitaria. La prevención contra ellos provenía, en parte, de la creencia en su poder económico. Por ejemplo, cuando en 1705 se concedió licencia para fundar un colegio jesuita en Guayaquil, se hizo con la condición de que no pudiera adquirir nuevas haciendas (Archivo Histórico Nacional, Madrid, Códices, lib.754B, n.33). La realidad era que su trabajo inteligente y eficaz despertó el celo del despotismo ilustrado. Cuando en junio de 1767 tuvo lugar la ocupación del Colegio de Santo Tomás de Guadalajara, los libros de la biblioteca se evaluaron en 2.911,2 pesos y en 1.666,6 pesos los de los aposentos. La plantilla educativa estaba formada por cuatro religiosos de cuatro votos (el rector, un misionero, un maestro en teología y el célebre Francisco Javier Clavigero, prefecto de la Congregación del Popólo); tres de tres votos (un operario, un maestro en filosofía y un escolar maestro de gramática) y tres coadjutores (el despensero y dos que se ocupaban de la hacienda de Toculilla). En el momento de la ocupación se daban en el centro clases de latinidad, que quedaron suspendidas, y cátedras de filosofía y teología, dotadas por el canónigo Conejero, que no consta continuaran después de la expatriación (Archivo Histórico Nacional, Madrid, Jesuítas 124-11).

IV. EL CLERO Y LA ENSEÑANZA SUPERIOR También en el nivel superior de enseñanza el Estado salió, por fin, de su casi total inhibición, en parte por temor a la influencia de los jesuítas. El Estado se esforzó también en este campo en hacer llegar la educación a los menos favorecidos o marginados. Así, una real cédula de 1770 ordenaba graduar gratuitamente uno de cada diez bachilleres, y como no se cumplía, una circular impresa de 1788 volvió a recalcar la normativa. Desde el punto de vista de los contenidos educativos, interesó especialmente al Estado la erradicación de la escuela jesuítica: una real cédula de 1801 prohibió la enseñanza de doctrinas opuestas a la autoridad y regalías de la Corona o favorables al regicidio y tiranicidio.

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En cuanto a la actitud de la Iglesia hacia las nuevas corrientes científicas y pedagógicas universitarias, los máximos responsables de la institución educativa por antonomasia en la América del siglo XVTH, los jesuítas, adoptaron una actitud cauta ante las nuevas ideas. Así, por ejemplo, la Congregación General de 1706 recomendaba se «prohibiese al mismo tiempo severamente el patrocinar ciertas proposiciones peregrinas de filósofos modernos y, en particular, ciertos principios del sistema de Descartes, ya otras veces proscritos en la Compañía». Pero, al propio tiempo, insistían las congregaciones generales en evitar desprestigiarse tratando temas obsoletos en el estudio de la filosofía y la teología. Este equilibrio entre conservadurismo y modernidad puede considerarse la tónica general de la respuesta eclesiástica hacia la modernidad. Esta tendencia a adaptarse moderadamente a las nuevas corrientes culturales parece la predominante en las instituciones educativas dependientes de la Iglesia e implicó la necesidad de reajustes en el sistema de enseñanza porque algunas de las nuevas materias de estudio (Derecho, Física, Ciencias Naturales y Medicina) estaban vedadas a los regulares por las disposiciones canónicas y por las Siete Partidas. En general, puede decirse que fueron más abiertas a los cambios las universidades que habían sido de los jesuitas o las pequeñas universidades amenazadas de extinción, que, para evitarla, debieron abrirse más decididamente a los cambios. Las nuevas orientaciones de los estudios superiores, como el auge de la teología positiva, de la historia de la Iglesia, de la historia profana y de la disciplina antigua y, en general, un intelectualismo pragmático y moralista, el auge de la lengua vulgar y de las lenguas llegaron a España a través de Mabillon, Fleury y Rollin. A)

Antillas

El obispo José Hechavarría introdujo la enseñanza de la historia y de la disciplina eclesiástica en los seminarios de La Habana y Santiago. En cuanto a la Universidad de La Habana, se mantuvo anclada en los antiguos métodos y la labor más innovadora la ejerció allí la Sociedad Económica de Amigos del País a través de su órgano oficioso, el Papel Periódico de La Habana. B)

Nueva España

Pablo González Casanova ha delineado la existencia en México de una tendencia ecléctica en filosofía, muy general, por otra parte, en Hispanoamérica, en la que incluye a jesuitas «modernos», a oratorianos como Gamarra y a presbíteros como José Antonio Álzate. No obstante, calcula que sólo una cuarta parte, aproximadamente, de los autores conocidos sobre filosofía en la Nueva España del x v m eran partidarios de las nuevas ideas. La Ilustración, además, surge en México de espaldas a la Universidad, que permaneció bastante anclada en los viejos métodos. En 1786, sin embargo, se establecie^ ron como texto de filosofía los Elementa recentiores Philosophiae, del oratoriano Juan Benito Díaz de Gamarra. En 1804, el arzobispo Lizana y Baumont

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creó una cátedra de disciplina eclesiástica, confirmando para su docencia al profesor P. J. Fonte, que ya la venía enseñando. Lorenzana se mostró bastante conservador en el plan de estudios del seminario de México al establecer el texto de Goudin para filosofía, el de Gonet para teología y el de Larraga para moral. Más avanzado fue el arzobispo Núñez de Haro, que introdujo los estudios de historia de la Iglesia en el seminario de Tepotzotlán (1777) y en el de México (1787). En Puebla, el obispo Fabián y Fuero creó una Academia de Bellas Artes para impulsar el latín y la retórica y estableció (1770), en su Seminario de San Pedro y San Pablo, la enseñanza de los concilios, la historia eclesiástica y la disciplina antigua. El obispo Manuel Ignacio González del Campillo dio pública muestra de su apoyo a la modernidad al dar a conocer una pastoral que animaba a sus fieles a someterse a la vacunación. Entre los jesuítas de Michoacán se produjo una irrupción tardía y súbita del espíritu moderno como consecuencia de la Oratio latina, del catedrático de filosofía Francisco Javier Clavigero en la inauguración del curso académico en el colegio de Valladolid en 1763, según testimonio de su compañero y biógrafo José Luis Maneiro. El propósito de Clavigero era tanto dar entrada a los filósofos modernos como volver al conocimiento de los griegos. Pero, en 1766, Clavigero abandonó Valladolid, dejando también acéfalo el movimiento renovador, y en 1770 abrió sus puertas el seminario del obispado, con una orientación netamente tradicional. Aquel mismo año, sin embargo, regresaba de Europa el filipense Juan Benito Díaz de Gamarra, nombrado en seguida rector y catedrático de filosofía del colegio de San Francisco de Sales de San Miguel el Grande. Pero Gamarra fue destituido como regente de estudios y tuvo que abandonar su cátedra en 1775 por oposición contra él dentro de su familia religiosa y a pesar del apoyo del obispo de Valladolid, Luis Fernando de Hoyos y Mier. Regresó a su cargo en 1779 a consecuencia de un cambio de actitud del claustro del colegio, que se negó a ser visitado por el nuevo obispo de Valladolid, Juan Ignacio de la Rocha. Cuando pudo realizar su visita, acompañado del visitador apostólico, José Pérez Calama, el obispo hizo a Gamarra culpable de la actitud del claustro. Posteriormente, el visitador Pérez Calama excomulgó a todos los filipenses de San Miguel. Madrid dio la razón a los filipenses en 1792 al negar al obispo de Michoacán facultad para visitar el colegio. Luego se produce un nuevo rebrote de modernidad en Valladolid, promovido ahora por Pérez Calama, desde 1784 gobernador de la diócesis, en unión con otros sacerdotes pertenecientes a la Sociedad Vascongada de Amigos del País, creada por él para promover la industria y la educación. El gobernador diocesano intentó establecer en el seminario de Valladolid una Academia de Bellas Letras Político-Cristianas. Convocó oposiciones para proveer las cátedras de dicho centro y hasta se ofreció a prestar libros de su biblioteca a los opositores, entre los que se encontraba el futuro líder independentista Miguel Hidalgo y Costilla. En su Disertación sobre el verdadero método de estudiar teología escolástica, éste rechazaba la escolástica tradicional, «fundada en las opiniones de Aristóteles», y proponía una teología

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metódica y positiva fundada en la Escritura y la Tradición, pero también en otras ciencias, como la historia, la cronología, la geografía y la crítica. El trabajo de Miguel Hidalgo fue premiado por el gobernador eclesiástico, Pérez Calama, con doce medallas de plata. Durante la crisis agrícola que asoló Michoacán en 1785, José Pérez Calama se inspiró en los Consejos útiles para socorrer a la necesidad en tiempo que escasean los comestibles, impresos aquel año en México por José Antonio Álzate, para poner en marcha una teología político-caritativa. índice de las preocupaciones económicas del clero ilustrado es también su Carta histórica sobre siembras extemporáneas de maíz y otras precauciones para el futuro contra la escasez, que publicó en la Gazeta de México en 1786. A despecho de las intrigas de sus émulos, el premio de la Corona a la trayectoria de Pérez Calama fue su promoción al obispado de Quito en 1789. Pero en Michoacán, como en otras partes, el estallido de la Revolución francesa hizo dudar a muchos, como al obispo fray Antonio de San Miguel, sobre el valor y la oportunidad de las nuevas ideas. En el Seminario de San José de Guadalajara las enseñanzas se seguían dando con arreglo a los antiguos métodos memorísticos, pero cuando se crea allí la Universidad en 1792 se estableció en sus Constituciones que la teología debía tratarse de tal modo que no se «consumiera el tiempo en cuestiones reflejas de mera sutileza, mal introducidas en la teología». C)

Guatemala

Tate Lanning calcula que en la Universidad de San Carlos había siete profesores defensores de las nuevas ideas, tres de los cuales eran sacerdotes o religiosos. Entre 1781 y 1785 enseñó allí el franciscano escotista Félix de Castro, quien daba amplia entrada en sus cursos a la nueva física newtoniana, aunque con sentido crítico y selectivo. Igualmente destacó por su defensa de las nuevas ideas el franciscano José Antonio de Liendo y Goicoechea, quien en su plan de reforma universitaria de 1782 daba cabida a la historia y la cronología. En general, da la sensación de que el foco escotista guatemalteco era más progresista que el de la Universidad de México. También se adecuaban al eclecticismo imperante la enseñanza filosófica del jesuíta Miguel Gutiérrez y la del dominico Miguel Francesch. Pero los actos literarios organizados por la Universidad solían versar allí, como por doquier, sobre temas fútiles que no ocasionaran problemas con las autoridades. D)

Nueva Granada

Muestra muy elocuente del recelo con que se veían aún entre muchos sectores eclesiásticos dogmas científicos tan trillados ya como el sistema copernicano fueron unos actos de conclusiones celebrados en Santa Fe en 1774, en que los dominicos quisieron presentar a José Celestino Mutis como contrario a dicho sistema. El conflicto produjo el efecto positivo de que la Junta de Temporalidades encargase a Moreno y Escandón actualizar su Plan de Estudios de 1768.

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El nuevo plan se aprobó en 1774, y cuatro años después se creó una Junta de Estudios para el seguimiento de su puesta en práctica. En dicho plan se subrayaba la importancia de la ética para la formación de todo individuo que tuviera responsabilidades públicas. Se insistía en que se estudiara el derecho canónico con arreglo al Tomo Regio, redactado por inspiración de Campomanes y expresión cabal de la posición galicano-goticista de la Monarquía española del XVIII. También se establecían las Instituciones de Filosofía Moral, de Gregorio Mayáns, obra que omite toda referencia a la escolástica y contiene referencias favorables a Descartes y Bacon, como libro de texto en los colegios de San Bartolomé y del Rosario. Se proponía la creación de una universidad pública a la que prestó su voto en un primer momento (1771) el arzobispo dominico Agustín Manuel Camacho y Rojas, antiguo catedrático de la Universidad Tomista, pero luego, ante la protesta de sus hermanos de hábito, lo retiró. El fondo político de la cuestión era, sin duda, el temor del Estado a que las cátedras, que se proveían por mayoría de votos, recayeran en los discípulos de los jesuítas. Pero en 1779 se daba un paso atrás «para cautelar que con una absoluta novedad se sientan los malos efectos que ésta suele atraer» y se volvió en filosofía al conservador texto de Goudin, el mismo que se usaba en Alcalá para la cátedra de Artes desde 1771. Los conflictos entre la Iglesia y el Estado tuvieron su vertiente política a causa de las intromisiones del poder civil en el gobierno del seminario: la Junta de Temporalidades nombró por su cuenta nuevo rector y, por su parte, el virrey, Manuel de Guirior, intentó echar de San Bartolomé, fundado como colegio seglar y seminario, a los seminaristas. Pero una real cédula de 1796 resolvió dedicar todo el edificio para la formación de sacerdotes y sometido a las autoridades eclesiásticas. El arzobispo-virrey Antonio Caballero y Góngora creó una cátedra de matemáticas y medicina en el colegio dominico del Rosario y otra en el Seminario de San Bartolomé. También introdujo allí las Instituciones del sacerdote matemático francés Jacquier en el curso de filosofía y la historia en su plan de estudios de 1787. Fue el máximo impulsor de la Exposición Botánica, instituto de ciencias naturales. También promovió los trabajos botánicos del sacerdote José Celestino Mutis y se encargó de proteger a los mineralogistas protestantes alemanes que en 1782 fueron a estudiar las minas de plata de Mariquita, cuidándose de que no se les impidiese traer sus libros. £)

Venezuela

En 1797 se abrió en la Universidad de Caracas (1722), antiguo seminario de Santa Rosa, un curso de «Filosofía para seglares» y, según García Bacca, se iba introduciendo un «vago esplritualismo». En diciembre de 1817 se establecieron constituciones nuevas, a las puertas ya de la independencia, marcadas, a la par, por una clara apertura a las nuevas ideas, especialmente en medicina, y por el temor al liberalismo que ya se preveía irrefrenable.

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Quito

En 1791, el obispo José Pérez Calama, destacada figura de la Ilustración, cuya trayectoria en Michoacán hemos seguido, imprimió un plan de estudios para la Universidad de Santo Tomás de Aquino, reinaugurada en 1788, en el que insistía en la utilidad de la historia y la política para el teólogo. Concebía esta disciplina como una especie de economía política con nociones de urbanidad a la que debería tener acceso todo el público. Aspiraba el obispo a «que los teólogos, además de asistir a sus dos cátedras de prima y vísperas, puedan asistir también a la de historia sagrada y nacional, pues un teólogo sin historia es tuerto a lo menos... es muy útil también a todo teólogo estar instruido en la política personal y gubernativa y en la economía política». En consecuencia, las horas de clase quedaban establecidas de tal manera que los estudiantes de teología y de ambos derechos, canónico y civil, pudieran asistir diariamente a las cátedras de historia y política. La sustancia de la reforma era adquirir conocimientos útiles expresados en un lenguaje asequible. Fundó también Pérez Calama, en Quito (1791), una Sociedad Patriótica de Amigos del País para «conocer las enfermedades políticas que tienen postrado (a Quito y su jurisdicción), investigar las causas que las ocasionan y hallar, a costa de observación y de estudio, los medios más proporcionados para su restablecimiento». G)

Perú

En la Universidad de San Marcos, una real cédula de 1768 encargaba al virrey Amat emprender la reforma de los estudios, que culminó con la instauración de las Constituciones Nuevas de 1771. Pero no llegaron a cumplirse porque en 1783 fue derrotada en votación de claustro la reforma, defendida por José Baquijano. Este y sus partidarios hallaron nuevo campo de acción en el Convictorio Carolino (Real Colegio de San Carlos), que en tiempo del vicerrector, presbítero Toribio Rodríguez de Mendoza, recibió el impacto de las nuevas ideas. Su Plan de Estudios de 1778, deudor de las reformas emprendidas en Alcalá, en el Seminario de Nobles de Madrid, en los seminarios de Murcia y Trujillo y del francés Rollin, insistía en las matemáticas, enseñadas por el manual de Benito Bails, y en Newton para la física. De este triunfo de la modernidad en el colegio de San Carlos se deriva la reforma del seminario conciliar de Arequipa, de la mano del obispo Pedro José Chaves de la Rosa. H)

Río de la Plata

En Tucumán hallamos figuras defensoras del eclecticismo como el obispo Manuel Abad Illana, quien contestaba así a los estudiantes que solicitan la sustitución de los franciscanos por el clero secular en el gobierno de la Universidad: «Criado con la leche de la escuela de Santo Tomás, esto sólo me duró el tiempo de mi niñez literaria; cuando me tuve por adulto en la

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literatura, propuse no adherir a sistema alguno escolástico, y seguir el rumbo adonde me llevase el aire de la verdad y la luz de la razón; seguíle y vine a descansar en el país de la indiferencia y neutralidad». La Universidad de Córdoba durante la etapa jesuítica se ajustó a las orientaciones de las congregaciones generales y, por tanto, la aceptación de la modernidad no parece haber ido mucho más allá de la acomodación de la escolástica tradicional a formas menos rancias. Tras la expulsión pasó a ser real e instalada en un nuevo edificio, el colegio de Montserrat, con lo que la injerencia de la Corona en su vida interna fue muy intensa: nombramiento del rector, del cancelario y de los catedráticos, a propuesta de los franciscanos; el rey, además, ordenaba las colaciones de grados, regulaba las propinas, etc. Durante la etapa franciscana, según un informe del deán de la catedral dirigido al presidente del Consejo Real (1774), Santo Tomás, el De locis theologicis, de Melchor Cano y Daniel Concina, un autor contrario al probabilismo, en moral eran los autores más seguidos. Es decir, una orientación netamente conservadora y antijesuítica por programa, recomendada en 1771 por el cabildo de Buenos Aires. El propio obstaculizó las reformas por falta de fondos para sostener una universidad por el clero secular, pues era más barato que la regentaran los franciscanos. El obispo de Córdoba (1778) y luego de Charcas (1785), el carmelita descalzo José Antonio de San Alberto, que había contribuido a la reforma de los estudios de su Orden, adoptó una postura moderadamente progresista ante los nuevos ideales, preocupado ante todo por la defensa de los intereses de la Iglesia. Llegó a un acuerdo con el virrey Vértiz para no expulsar a los franciscanos de la Universidad, a pesar de la orden metropolitana (1778) y en su actuación como visitador de la Universidad de Córdoba, en 1783, se enfrentó al clero criollo demandante de reformas. En cuanto a las Constituciones para la Universidad de Córdoba por él elaboradas (1784), fueron más una acomodación a la realidad que una reforma y simples modificaciones de las jesuíticas del P. Rada (1664). Hasta 1808 no se introduce en Córdoba un plan de estudios ilustrado, aunque, según la opinión del deán Gregorio Funes, «no satisfacía las aspiraciones y tendencias de la época, y era necesario sacarla del dominio de lo puramente ideal para hacerla entrar en el de lo práctico y positivo», de forma que el deán, con autorización del virrey, fundó una cátedra de aritmética, álgebra y geometría dotada por él en 1812 con 500 pesos anuales, pero fuera del plan universitario y bajo la tutela del rector. En su plan de 1813 introdujo la disciplina y antigüedades. En el Real Colegio Convictorio Carolino de Buenos Aires, fundado por iniciativa del virrey Vértiz en 1783 a expensas de las temporalidades de los jesuítas expulsos y frecuentado también por los alumnos del Real Colegio Seminario de Nuestra Señora de la Concepción de Buenos Aires, sólo parece haber incorporado algunos aspectos de Descartes y algunos temas de la filosofía posterior, como lo demuestra el curso de lógica de L. J. Chorroarín, y no daba cabida a los llamados entonces estudios útiles (dibujo, náutica, agricultura).

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Chile

La Universidad se resistió a las reformas hasta que al crearse en 1813 el Instituto Nacional, unido al seminario, el presbítero José Ignacio Cienfuegos y la Comisión de Educación establecieron el estudio de la disciplina eclesiástica antigua. Y en las Ordenanzas del Instituto el también presbítero José Francisco Echaurren introdujo la historia eclesiástica de Gabriel-Marie Ducreux (Historia eclesiástica general o Los siglos del cristianismo [Madrid, 1807]), con importantes ediciones sobre la historia intelectual de España en el siglo xvili, y para derecho canónico el texto de Juan Lorenzo Selvaggio (Institutionum Canonicarum libri III [Madrid, 1784]). NOTA

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La Iglesia y la Ilustración

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CAPÍTULO 45

LA IGLESIA Y LA INDEPENDENCIA HISPANOAMERICANA Por JOHN LYNCH

I.

LA CRISIS DE LA IGLESIA COLONIAL

La independencia de la América española se vio precipitada por la invasión napoleónica de España, vendaval que aisló a la metrópoli de sus colonias y que originó una crisis de autoridad entre sus subditos. Algunos de éstos formularon peticiones a favor de la autonomía política y de la emancipación económica, pero, al ser rechazadas, los hispanoamericanos empuñaron las armas. El derrumbamiento de la monarquía borbónica fue ocasión más bien que causa de la independencia. Los hispanoamericanos ya habían venido tomando conciencia de su alienación, de sus propios intereses e identidad, de que eran americanos y no españoles. La Iglesia no permaneció aislada de estos acontecimientos. Controlada como estaba por el Estado colonial, no pudo menos de reaccionar ante las vicisitudes del Estado. El clero, por su parte, sufría también una crisis de autoridad, se encontraba dividido entre peninsulares y criollos y tenía intereses que defender. La Iglesia, sin embargo, no se manifestó en un sentido único. La misión religiosa de la Iglesia descansaba sobre dos soportes materiales. El fuero eclesiástico le otorgaba al clero la inmunidad frente a la jurisdicción civil y constituía un privilegio ardientemente defendido. La riqueza de la Iglesia no consistía únicamente en los diezmos, en los bienes raíces y en las obligaciones derivadas de la propiedad, sino también en un enorme capital acumulado a lo largo de siglos a base de los legados de los fieles. Este conglomerado de intereses eclesiásticos había sido uno de los blancos de los reformadores borbónicos. Estos últimos habían tratado de colocar al clero bajo la jurisdicción de los tribunales civiles y de desviar sus recursos hacia las manos del Estado. La expulsión de los jesuítas, el nombramiento de obispos complacientes, la utilización de la Inquisición para vigilar al clero criollo, el ataque a los recursos de la Iglesia y la erosión de los fueros eclesiásticos fueron otras tantas medidas políticas que contribuyeron a la alienación de la Iglesia y al fomento en ella de su deseo de independencia. Esta política de los Borbones no sólo desestabilizó a la Iglesia en general, sino que también la dividió en grupos con intereses propios, cada uno de ellos con sus propias reivindicaciones.

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El clero criollo se quejaba de la discriminación en la distribución de los beneficios eclesiásticos, aunque sus quejas no siempre estaban justificadas. Es cierto que en México no había en 1810 más que un obispado, el de Puebla, en manos de criollos, y que la gran mayoría de los obispos de toda la América española eran peninsulares. Pero también es verdad que los criollos no estaban excluidos de los beneficios del cabildo catedralicio y que quienes no los alcanzaban tendían a creer que el fracaso obedecía a su carácter de criollos y no a su falta de preparación. Otra fuente de descontento, más importante que la anterior, era la situación económica del bajo clero. De las rentas solían beneficiarse los obispos, los canónigos y los superiores religiosos, mientras que los párrocos, los coadjutores y los frailes ordinarios tenían que subsistir a base de menudencias. La política de los Borbones agravó aún más estas desigualdades con sus ataques a las capellanías y a los bienes de las obras pías, las cuales constituían frecuentemente la principal fuente de ingresos para el clero secular. El bajo clero fue, además, la principal víctima de la restricción del fuero debido a que éste representaba uno de sus pocos activos. Esta restricción, la dependencia de los tribunales diocesanos respecto de los reales, la congelación de los fondos eclesiásticos en 1804 para remitirlos a España, fueron otras tantas medidas peligrosas para el Estado al mismo tiempo que para la Iglesia, porque, como los propios dirigentes eclesiásticos afirmaban, el sistema colonial dependía de la lealtad del clero: quien controlara a los sacerdotes controlaría a la población, y los sacerdotes más próximos al pueblo eran los criollos. En México, casi todos los obispos, así como la mayoría de los canónigos y del alto clero regular, eran peninsulares, mientras que la mayor parte del bajo clero estaba integrada por criollos y mestizos. A finales del siglo xvill hubo un pronunciado aumento del número de eclesiásticos, muchos de ellos ineptos y atraídos más por la confortabilidad de una carrera que por vocación religiosa. En una población de 6.100.000 personas, los eclesiásticos (hombres y mujeres) eran 9.439, lo que equivalía a dos eclesiásticos por cada mil habitantes, porcentaje mucho más bajo que en España, pero probablemente más elevado de lo que México podía soportar. De hecho, eran más los eclesiásticos que los beneficios y las capellanías de los que vivían. Mientras los obispos más ricos disfrutaban de unos ingresos anuales equivalentes o superiores a cien mil pesos y los titulares de las parroquias urbanas ricas podían esperar unos emolumentos de entre tres mil y cinco mil pesos, sus desprovistos ayudantes (vicarios) tenían que contentarse con quinientos pesos o menos, por lo que formaban una especie de proletariado eclesiástico con pocas perspectivas de mejora. Sin embargo, y a pesar de esta debilidad estructural de la Iglesia mexicana, la religión popular apenas experimentó declive alguno: los indios continuaban tenazmente adictos a sus fiestas, romerías y procesiones, mientras que las cofradías urbanas seguían siendo vigorosas y estaban bien fundamentadas. Hubo, ciertamente, una disminución del personal entre las Ordenes mendicantes, pero no se registró ninguna penuria entre las religiosas.

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En el virreinato de Perú había en 1792 un total de 1.818 sacerdotes seculares y 1.891 religiosos para una población cercana al millón de personas. En este caso no se trataba de una Iglesia enteramente «colonial», puesto que la mayoría de los clérigos diocesanos eran criollos, y algunos incluso obispos: Sebastián Goyeneche, de Arequipa; Juan Manuel Moscoso y José Pérez y Armendáriz, del Cuzco. Aunque los peninsulares predominaban entre los oficios eclesiásticos más altos y competían con los criollos por los beneficios más pingües y por los más acreditados de las Ordenes religiosas, había suficiente número de plazas como para satisfacer la demanda criolla. La Iglesia peruana no era tan rica como la mexicana, pero también seguía contando con recursos muy importantes. Casi un tercio de los edificios de Lima eran iglesias, monasterios o instituciones eclesiásticas, y muchas de las Ordenes religiosas asentadas en la ciudad poseían extensas propiedades rurales. Los ingresos del arzobispo de Lima rivalizaban con los del propio virrey y, en general, el alto clero disfrutaba de un apetecible nivel de vida. No obstante, y por debajo de la superficie, en Perú no menos que en México, la Iglesia estaba debilitada por deficiencias y divisiones. Reflejo como era de la estructura colonial, se encontraba dividida entre élites y masa, ricos y pobres, peninsulares y criollos, blancos e indios. Muchos obispos permanecían aislados en sus palacios, dejando el contacto con la población indígena de la sierra para el doctrinero, a menudo ausente. Además, estos curas constituían uno de los varios grupos con intereses propios -corregidores, caciques, hacendados, propietarios de minas- que competían por el trabajo y los recursos de las comunidades indias y que imponían exacciones económicas cada vez más elevadas a los indios, quienes ya tenían que pagar el tributo de la alcabala y otros gravámenes. Los doctrineros competían desde una posición favorable debido a su carácter de agentes esenciales de control social, cometido que desempeñaban a menudo mediante apaleamientos y encarcelamientos más bien que a través de la cura pastoral, convirtiéndose de hecho en instrumentos del Estado colonial. La debilidad estructural de la Iglesia iba acompañada de una condescendencia religiosa o de una inercia que la hacían vulnerable a todo cambio repentino. La ausencia de una real amenaza política o de un estímulo intelectual durante el período de la colonia le impidió a la Iglesia estar preparada para los acontecimientos ocurridos desde 1810. Había poco sentido de identidad entre los miembros de la Iglesia. Naturalmente, todos eran católicos, unos más fervientes que otros. Pero este carácter de católico no entrañaba una fuerte convicción de lealtad para con la Iglesia; hasta los liberales y los anticlericales eran nominalmente católicos y normalmente no atacaban a la Iglesia como tal. En consecuencia, ante el desafío que se le presentó en el curso de la independencia, la Iglesia no reaccionó apelando a los fieles, sino dirigiendo la vista a la Corona y, posteriormente, a los nuevos dirigentes republicanos para que la protegieran debidamente. Es cierto que la Iglesia se preocupaba por guiar a sus miembros, por predicar el Evangelio y por administrar los sacramentos, y que consideraba

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fundamental su función espiritual. A pesar de ello, durante la colonia los obispos y el alto clero eran considerados frecuentemente como burócratas, cuya primera obligación era para con el Estado. Esta actitud no cambió totalmente durante la independencia. El sacerdocio se siguió considerando más como una carrera que como una vocación, y al sacerdote se le miraba como a un profesional que prestaba sus servicios a cambio de sus honorarios. Resultaba difícil distinguir entre la vocación verdadera y la basada en el interés económico o en la posición social, valores que muchos sacerdotes perseguían abiertamente. Sin embargo, estos intereses existían y se consideraban amenazados, primero por el Estado borbónico, y luego por los varios gobiernos que le siguieron. ¿Proporcionó la Iglesia algún indicio de su pensamiento político para defender su doctrina y sus intereses? ¿Hasta qué punto influyó el pensamiento eclesiástico en la generación de 1810?

II.

LAS RAICES IDEOLÓGICAS DE LA INDEPENDENCIA

En la independencia hispanoamericana convergen tres líneas de ideología política: la escolástica, la Ilustración y el nacionalismo criollo. A)

La escolástica

Se ha debatido mucho sobre la influencia de estas ideas. Una corriente de pensamiento le atribuye la primacía a la filosofía escolástica y a la tradición española. Según esta interpretación, las «doctrinas populistas» de Francisco Suárez y de los neoescolásticos españoles sentaron las bases ideológicas de las revoluciones hispanoamericanas. A este respecto se argumenta que el «constitucionalismo» español se manifestó en el funcionamiento de las leyes e instituciones coloniales españolas, así como el resurgimiento de los cabildos. Por su parte, las teorías sobre la soberanía popular sostenidas por los teólogos españoles de los siglos XVI y xvii proseguían sobreviviendo en las universidades coloniales y posteriormente se utilizaron para justificar la resistencia. Los escritos del jesuíta Suárez contienen quizá la afirmación más clara del origen popular y de la naturaleza contractual de la soberanía. Suárez argumenta que el poder lo concede Dios con consentimiento del pueblo a través del contrato social. Una vez transferida al gobernante, esa autoridad no puede recuperarse sin una razón suficiente, como la ausencia del propio legislador o su incapacidad para atender al bien común. En virtud de ello, en el caso de tiranía está permitida la resistencia pasiva e incluso la activa. En caso contrario, hay obligación de obedecer. Dicho en pocas palabras: el origen popular de la soberanía, la resistencia a la tiranía, las limitaciones al poder real, son otras tantas ideas que están presentes en el pensamiento de Suárez y en las tradiciones españolas. Esta influencia se manifestó por vez primera en la oposición a las reformas borbónicas. En este contexto, en la acción de los comuneros de Nueva Granada de 1781 se ha visto la inspiración de las ideas, hacía mucho

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tiempo consignadas y generalmente admitidas, sobre el bien general de la comunidad, sobre sus derechos a manifestar a la Corona los propios intereses mediante representantes y mediante la negociación con la burocracia colonial y sobre el derecho a defenderlos por la fuerza en caso necesario. En el lenguaje de los comuneros se han percibido reflejos de las ideas políticas y de las tesis de la escolástica y del gobierno españoles, tesis transmitidas a la América española a través de las enseñanzas de los teólogos y de las prácticas del gobierno de los Habsburgo. Por lo mismo, al movimiento comunero se le ha venido considerando como una reacción al quebrantamiento de estos acuerdos consuetudinarios, animado por la compartida creencia en un «corpus mysticum politicum, con sus tradiciones, cuyo objetivo era lograr el bien común de toda la comunidad» (PHELAN, 87). Estas ideas, consideradas en un primer momento como contrarias al absolutismo borbónico, se habían hecho ya más concretas en 1810. En esa época se argumentaba que el derecho de la población a ejercer la autoridad civil tras la forzada abdicación del rey no se limitaba a las Juntas y a la Regencia española, sino que constituía una facultad esencial de todas y cada una de las provincias de los territorios ultramarinos españoles. Este fue el justificante del movimiento de las Juntas de la América española y, en último término, de la independencia; el lazo con la Corona se había roto y, con ello, el contrato social; el poder revertía al pueblo, que quedaba libre para establecer un nuevo gobierno, tal como lo habían mantenido siempre la tradición española y la filosofía escolástica. No todos los historiadores comparten esta interpretación. Sin duda ninguna, en las bibliotecas hispanoamericanas había ejemplares de las obras de Suárez, Vitoria y Mariana, pero ello no significa que se leyeran con avidez o que se estudiaran en los cursos universitarios, y mucho menos como libros de texto. El trazado preciso de las corrientes ideológicas y de las raíces intelectuales es notablemente escapadizo y resulta difícil establecer con toda certeza cuáles fueron las fuentes del pensamiento revolucionario hispanoamericano. Juan José Castelli argumentaba en el cabildo abierto de Buenos Aires del 22 de mayo de 1810 que la inexistencia de un gobierno legítimo en España devolvía la soberanía al pueblo bonaerense, con lo que se podía instalar un nuevo gobierno, como de hecho se hizo. Tal es la doctrina de la «soberanía popular», a la luz de la cual hay que admitir que la idea de que, ante la inexistencia de soberanía, el poder revierte al pueblo era similar a la doctrina de Suárez. Sin embargo, esa tesis no era exclusiva de ninguna escuela de pensamiento político; no contenía referencia alguna al origen divino del poder, que constituye la base de la teoría suareciana; además de que se disponía de una fuente de inspiración para ella más reciente y más lógica: la Ilustración del siglo XVin. También son contradictorios los hechos ocurridos en Nueva Granada. Los patriotas de 1810 citaban a Santo Tomás de Aquino en apoyo de l a soberanía popular y para justificar la guerra contra España. Pero los acontecimientos se precipitaron y la Carta Constitucional de Cundinamarca (3 de mayo de 1811) hablaba ya de «los derechos imprescriptibles del hombre y del

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ciudadano», utilizando el lenguaje del siglo XVlii, no el de la época de la escolástica (GÓMEZ HOYOS, II, 415). En México, el sacerdote insurgente J osé María Morelos aseveraba que la soberanía residía esencialmente en el pueblo y que, debido a las circunstancias del momento, el pueblo había recuperado su usurpada soberanía, por lo que quedaba disuelta para siempre la dependencia del trono español. Morelos cita a Suárez, pero su actuación sobrepasó ampliamente a este último y responde mejor al nacionalismo criollo que a la tradición española. La influencia ideológica de la Ilustración y del nacionalismo criollo parece haber suplantado a la de la escolástica en los años posteriores a 1810. B)

La Ilustración

La versión española de la Ilustración despojó a esta última de ideología y la redujo a un programa de modernización dentro del orden establecido. La modernización quedó en deuda con el pensamiento del siglo xvm: la valoración de los conocimientos utilitarios, el empeño por aumentar la producción mediante las ciencias aplicadas y la creencia en el influjo benéfico del Estado fueron otros tantos reflejos de esa época. Tal como le decía a su sucesor el virrey Antonio Caballero y Góngora, era menester que las ciencias utilitarias y exactas sustituyeran a la especulación insustancial, y en un reino como el de Nueva Granada, con productos por explotar, caminos que trazar, minas que perforar y ciénagas que desecar, había más necesidad de gente formada para observar y medir que para filosofar. Una modernización de esta índole, a la que la Iglesia no se opuso en manera alguna, se interesaba más por la técnica que por la política. Sin embargo, la América española también pudo beber la nueva filosofía directamente en sus fuentes inglesas, francesas y alemanas. La literatura de la Ilustración circulaba con relativa libertad. En México había un público para Newton, Locke y Adam Smith, y otro para Descartes, Montesquieu, Voltaire, Diderot, Rousseau, Condillac y D'Alembert. Sus lectores se encontraban entre los altos funcionarios, los miembros de los estamentos mercantil y profesional, el mundo universitario y los eclesiásticos. Perú fue la patria de un grupo de intelectuales, muchos de ellos salidos del Real Colegio de San Carlos, miembros de la Sociedad Económica y colaboradores de El Mercurio Peruano, sacerdotes criollos incluidos, que estaban familiarizados con las ideas del contrato social, la primacía de la razón y el culto a la libertad. A pesar de ello, la Ilustración no fue en manera alguna un fenómeno universal en América, y su influencia fue cronológicamente tardía. Las rebeliones de 1780-81 debieron poco, si es que le debieron algo, al pensamiento ilustrado, el cual solamente comenzó a echar raíces entre ese momento y 1810. Su difusión se intensificó en la década de 1790: en México, la Inquisición comenzó a reaccionar, alarmada menos por la heterodoxia religiosa que por el contenido político de la nueva filosofía, a la que consideraba sediciosa, «contraria a la quietud de los Estados y Reynos», repleta de «prin-

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cipios generales sobre la igualdad y libertad de todos los hombres» y en algunos casos un medio para difundir el conocimiento de «la espantosa revolución de Francia, que tantos daños ha causado» (PÉREZ MARCHAND, 122-4). C)

El nacionalismo criollo

En general, sin embargo, la Ilustración inspiró en sus seguidores criollos no tanto una filosofía de liberación cuanto una actitud de independencia respecto de las ideas e instituciones heredadas, así como una preferencia de la razón sobre la autoridad, la experiencia sobre la tradición, la ciencia sobre la especulación. Este fue también el caso de Bolívar. El Libertador se dejó impresionar especialmente por Hobbes y Spinoza, al mismo tiempo que estudiaba también a Helvetius, Holbach y Hume. Era consciente asimismo de que las obras de Montesquieu y de Rousseau habían influido en él no en el sentido de que le inspiraran un programa concreto, sino en cuanto fuentes de educación y de conocimiento. En general, a Bolívar hay que situarlo del lado de la Ilustración, invocando los conceptos de moda de la soberanía popular, del derecho natural y de la igualdad, al mismo tiempo que defendía la «constitución», la «ley» y la «libertad». Hubo también muchos sacerdotes que, con carácter individual, suscribieron estas tesis, aunque la Iglesia se mostró hostil a ellas en cuanto institución, y aún no había logrado entenderse con el pensamiento ilustrado. El nacionalismo criollo guarda un paralelo más estrecho con los orígenes y el curso de las revoluciones hispanoamericanas que con la escolástica e incluso con la Ilustración. Las exigencias de libertad y de igualdad expresaban una profunda conciencia, un sentido cada vez más desarrollado de la identidad, una convicción de que los americanos no eran españoles. A lo largo del siglo XVIII los hispanoamericanos comenzaron a descubrir de nuevo su propia tierra en una literatura exclusivamente americana. Su patriotismo era americano, no español, tal como comenzaron a expresarlo algunos intelectuales criollos en México, Perú y Chile, y alimentaban un nuevo sentimiento de patria. Entre los primeros en darle una expresión cultural al «americanismo» figuran los jesuítas criollos expulsados de sus patrias en 1767, los cuales se convirtieron en el exilio en los precursores literarios del nacionalismo americano. Estos jesuítas se dedicaron a escribir para combatir la ignorancia que se tenía de sus países y sobre todo para destruir el mito de la inferioridad y la degeneración de los hombres, animales y plantas del Nuevo Mundo, mito difundido por algunos escritores de la Ilustración. Manuel Lacunza, Juan Ignacio Molina, Francisco Javier Clavijero, Andrés Cavo, junto con otros jesuítas exiliados, reflejaban el pensamiento de otros muchos americanos menos capacitados para ello. En México constituyó una poderosa fuerza de alienación de los mexicanos respecto del gobierno español la búsqueda de una identidad americana, conglomerado compuesto por la exaltación del pasado indígena, por el

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resentimiento ante los privilegios de los peninsulares y por el culto a Nuestra Señora de Guadalupe. Todos los grupos étnicos podían desfilar bajo estas banderas -los criollos, los indios, los mestizos y los mulatos- y todos podían identificarse con «Nuestra Santa Madre de Guadalupe», la cual había mostrado una especial predilección por México. Morelos declaró que, «a excepción de los europeos, todos los demás habitantes no se nombrarán en calidad de indios, mulatos ni otras castas, sino todos generalmente americanos» (LYNCH, 351). Esta consignación de la igualdad social no se derivaba del pensamiento escolástico ni de ninguna declaración de los derechos humanos, sino de la conciencia de una identidad común en cuanto mexicanos. El patriotismo criollo estaba fuertemente marcado por la religión. Morelos decía al obispo de Puebla que «somos más religiosos que los europeos», aseguraba luchar por «religión y la patria», y afirmaba que ésta era «nuestra santa revolución».

III.

RESPUESTA DE LA IGLESIA A LA INDEPENDENCIA

La reacción inmediata de la Iglesia al movimiento independentista no nació de la escolástica, de la Ilustración o del nacionalismo criollo, sino del instinto natural de defensa. A)

Los obispos

Con independencia de lo que pudieran pensar algunos sacerdotes individualmente, la Iglesia, en cuanto institución, se mostró implacablemente hostil. ¿Podría sobrevivir la religión católica si desaparecía el sistema español? La independencia dejó al descubierto las raíces coloniales de la Iglesia y reveló su origen extranjero. Además, dividió a la Iglesia. La mayoría de los obispos rechazó la revolución y permaneció leal a la Corona, consciente de la amenaza que suponían la independencia y el liberalismo para la posición establecida de la Iglesia. Estos obispos denunciaron la rebelión contra la autoridad legítima como un pecado y un delito, como algo herético, al mismo tiempo que ilegal. En México, el obispo de Valladolid, Manuel Abad y Queipo, eclesiástico por lo demás moderado, denunció la rebelión como el mayor pecado y delito que un hombre podía cometer, y calificó de ateo y de «pequeño Mahoma» al sacerdote insurgente Miguel Hidalgo (PÉREZ MEMEN, 83). Aunque capacitados para justificar su postura desde el punto de vista religioso, los obispos no fueron capaces de ocultar el hecho de que ellos eran españoles, de que estaban identificados con España y de que en realidad estaban negando la posibilidad de una Iglesia americana. El obispo Benito de la Lué y Riega votó en el cabildo de Buenos Aires del 22 de mayo de 1810 por la continuación del gobierno virreinal, argumentando que «mientras exista en España un pedazo de tierra mandado por españoles, ese pedazo de tierra debe mandar a los americanos» (VARGAS UGARTE,

293).

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Un obispo no podía arriesgarse a ser neutral. Aquellos cuya lealtad a la Corona infundía sospechas eran llamados a capítulo. De hecho, al obispo del Cuzco, Pérez y Armendáriz, se le privó de la diócesis. El obispo de Caracas, Narciso Coll i Prat, aunque básicamente de sentimientos realistas, fue considerado como simpatizante de los republicanos, y en 1816 fue requerido desde España para que diera cuenta de su conducta. Entre la restauración de Fernando VII en 1814 y la revolución liberal española de 1820, la metrópoli cubrió veintiocho de las treinta y ocho diócesis americanas con nuevos obispos, no todos peninsulares, pero sí de incuestionable lealtad; a todos se les instó a «cooperar con su ejemplo y doctrina a conservar los (derechos) de la soberanía legítima que reside en el rey nuestro señor» (LETURIA, II, 90). Los obispos realistas colaboraron en la financiación, armamento y actividad de las fuerzas antiinsurgentes y lanzaron armas y excomuniones contra sus enemigos. La actitud del arzobispo de Quito, José Cuero y Caicedo, quien aconsej ó a sus párrocos que aceptaran la Junta revolucionaria de 1809, fue un caso totalmente excepcional para esa fecha. Posteriormente, cierto número de obispos aceptaron la independencia una vez convertida en hecho consumado y a la vista de que el liberalismo parecía haber triunfado en España. El obispo de Mérida, Rafael Lasso de la Vega, criollo nacido en Panamá, abrazó la causa republicana en 1821 y se convirtió en uno de los más firmes aliados de Bolívar, así como en su primer lazo de unión con Roma. El obispo de Popayán, Salvador Jiménez de Enciso Padilla, también evolucionó del realismo al republicanismo, y en 1823 recomendaba la causa de la independencia ante el papa Pío VIL Pero éstas fueron excepciones. La mayoría de los obispos, nombrados bajo el sistema del Patronato y condicionados por un siglo de regalismo, eran proespañoles y hostiles a la independencia. B)

El clero

Por el contrario, los clérigos apoyaron la independencia en su mayoría. El bajo clero, sobre todo el clero secular, era predominantemente criollo. Este clero estaba dividido, al igual que la élite criolla en general, pero muchos se sentían inclinados a apoyar el movimiento de las Juntas y, llegado el caso, la independencia. Esta actitud era reflejo de la profunda división económica y social existente entre la jerarquía eclesiástica y la masa del clero. Algunos sacerdotes individuales desempeñaron papeles importantes en cuanto dirigentes de la lucha, muchos más fueron activistas a un nivel inferior y numerosos voluntarios se convirtieron en capellanes de los ejércitos libertadores. En México, el movimiento independentista inicial estuvo dominado por sacerdotes, entre los que destacan Miguel Hidalgo, cura rural de mentalidad avanzada, y José María Morelos, líder guerrillero por naturaleza. Capitaneado por ellos, un sector del clero hizo que el populacho, los indios y los mestizos se pusieran en pie de guerra en una vasta área del México centrooccidental para defender la religión, afirmando que las autoridades virreinales proyectaban entregar el país a los franceses. En total fueron 401 los

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clérigos que se decantaron abiertamente por las fuerzas insurgentes en México, sin contar los que permanecieron en la sombra. Aunque relativamente modesta, esta cifra encubre la verdadera contribución del clero a la independencia: esos clérigos fueron los dirigentes, tanto militares como políticos, y su opción por la independencia fue a menudo decisiva para escorar a favor de ella a grandes sectores de la población. Los clérigos criollos ayudaron a encaminar el curso de la rebelión, a enderezar la lucha ideológica contra los realistas en la prensa insurgente y a definir los objetivos políticos en los manifiestos y en las Constituciones. Algunos, incluso, dirigieron a los soldados en el curso de las batallas. Por debajo de Hidalgo y de Morelos hubo otros sacerdotes, como Mariano Matamoros, José Navarrete, Pedro Delgado, José Izquierdo o fray Luis Herrera. Como réplica a los sacerdotes insurgentes, el virrey abolió el fuero eclesiástico y autorizó a los generales realistas a juzgar y ejecutar a los clérigos rebeldes (25 de junio de 1812). Desde el comienzo de la rebelión hasta finales de 1815 los realistas ejecutaron en México a 125 sacerdotes. Esta política resultó contraproducente, pues fue condenada por el Gobierno de Madrid y fomentó entre el clero el apoyo al movimiento independentista. Los sacerdotes criollos comenzaron a luchar por la inmunidad del clero. Mariano Matamoros puso en pie a un escuadrón especial de dragones, al que entregó como estandarte una bandera negra con una cruz roja, las armas de la Iglesia, y la leyenda: «Morir por la inmunidad eclesiástica» (FARRISS,

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231).

En el resto de la América española el clero desempeñó un papel similar al de México, aunque menos dramático, en los movimientos independentistas, primero suministrando dirigentes y luchadores, y luego reaccionando como un grupo de intereses contra los ataques de los liberales a sus privilegios de 1820. En Argentina apoyó la independencia cierto número de sacerdotes criollos, los cuales desempeñaron un papel de primera línea en el establecimiento del nuevo orden. En el Perú de 1822, 26 de los 57 diputados del Congreso eran sacerdotes. En Quito fueron tres sacerdotes los que proclamaron la independencia en 1809, mientras que en 1814 un general realista contó a cien sacerdotes entre los patriotas. En Nueva Granada, mientras los obispos eran casi todos realistas, la mayoría del clero favorecía o aceptaba la independencia. Unos, como el canónigo Andrés Rosillo, le proporcionaban dirección política; otros hacían de capellanes, y unos terceros, como el dominico fray Ignacio Marino, hasta se convirtieron en líderes guerrilleros en los Llanos orientales. Su participación indujo a un dirigente revolucionario a calificar los sucesos del 20 de julio de 1810 de «revolución clerical», (GONZÁLEZ, 259). De los 53 signatarios del Acta de Independencia, 16 eran eclesiásticos. El padre Juan Fernández de Sotomayor, párroco de Mompós y futuro arzobispo de Cartagena, publicó en 1814 un Catecismo o instrucción popular en el que calificaba de injusto al régimen social colonial español y de enemi-

gos de la religión a los sacerdotes que lo apoyaban, argumentando que la verdadera religión les impedía a los novogranadinos volver a la dependencia colonial, porque el cristianismo se podía acomodar a los distintos sistemas de gobierno. El franciscano Diego Padilla fundó el periódico «El Aviso al Público» para proporcionar soporte ideológico a la revolución, defender la libertad y la independencia y demostrar que los patriotas de Nueva Granada estaban defendiendo la religión contra la impía Francia (GÓMEZ HOYOS, II, 304-8). Por supuesto, en Nueva Granada, lo mismo que en otras partes, hubo también clérigos realistas contrarios a estos puntos de vista y que consideraban como un deber religioso obedecer a la monarquía. De hecho, el Catecismo de Fernández de Sotomayor fue condenado por la Inquisición por sus ideas antimonárquicas. También hubo división de opiniones entre los propios clérigos patriotas, entre los conservadores y los liberales, entre los centralistas y los federalistas. Todos, sin embargo, fueran realistas o republicanos, se valían de la religión para justificar y popularizar su causa. El punto de inflexión de la Iglesia en la América española fue el año 1820, fecha en la que la revolución liberal ocurrida en España obligó al rey a abandonar el absolutismo y aceptar la constitución de 1812. El régimen liberal de 1820-1823 dejó sentir sus consecuencias en la América española. Los liberales españoles eran tan imperialistas como los conservadores y no le hicieron concesiones a la independencia. Al mismo tiempo eran también decididamente anticlericales y atacaban a la Iglesia, sus privilegios y sus propiedades. Finalmente, obligaron a la Corona a pedirle al Papa que no reconociera a los países hispanoamericanos y que nombrara obispos fieles a Madrid. La combinación del liberalismo radical y del imperialismo renovado fue algo que hasta los obispos realistas de América consideraron excesivo, hasta el punto de que algunos de ellos comenzaron a poner en tela de juicio las bases de su lealtad. Uno de los primeros obispos republicanos de la América española fue fray Antonio Gómez Polanco, obispo de Santa Marta, quien se mostró a favor de Bolívar y j u r ó la República de Colombia el 26 de noviembre de 1820. Obispos anteriormente leales como Rafael Lasso de la Vega (Mérida), Higinio Duran (Panamá), José Orihuela (Cuzco) y José Sebastián Goyeneche (Arequipa), se unieron al movimiento independentista a lo largo de los años posteriores a 1820 junto con uno de los obispos realistas más intransigentes, Salvador Jiménez de Enciso, de Popayán. Lasso de la Vega, que había excomulgado a los dirigentes rebeldes, explicó su conversión al republicanismo en una carta dirigida a la Santa Sede en 1821 con las siguientes palabras: «Jurada la Constitución por el Rey Católico, la soberanía volvía a la fuente de que salió, a saber: el consentimiento y disposición de los ciudadanos. Volvió a los españoles, ¿por qué no a nosotros?» (LETURIA, II, 175). Incluso en México los decretos anticlericales de las Cortes españolas de 1820 indujeron a la Iglesia a poner en tela de juicio su adhesión al Gobierno imperial y la indujeron a mirar de una manera más favorable la independencia. Los prelados que anteriormente habían identificado sus intereses con

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los del Gobierno español y le habían agradecido a éste su apoyo económico y moral ahora estaban convencidos de que ese mismo Gobierno era enemigo de la Iglesia y de que su obligación era oponerse a él. La prohibición de establecer nuevas capellanías y obras pías, los ataques a los conventos y a las Ordenes religiosas, la erosión de las propiedades eclesiásticas y, sobre todo, los decretos que abolían la inmunidad clerical - n o sólo la de los insurgentes, sino incluso la de todos los eclesiásticos leales-, alertaron a la Iglesia y la persuadieron de que el mayor peligro del liberalismo no provenía de los revolucionarios americanos, sino de los constitucionalistas españoles. El nuevo libertador, Agustín de Iturbide, explotó a su favor el dilema de la Iglesia y propuso una fórmula de independencia, el Plan de Iguala, que satisfacía a todos los grupos de intereses de México sobre la base de tres garantías: «unión, religión, independencia». Con la única excepción de Pedro de Fonte, arzobispo de México, la jerarquía apoyó a Iturbide y con ello le ganó el apoyo del clero y del público en general. Este apoyo de la Iglesia fue decisivo para Iturbide y garantizó el éxito a su movimiento, porque la Iglesia puso de su parte a las masas católicas, que podían poner en tela de juicio los privilegios y las propiedades, pero acataron el mensaje transmitido por los sacerdotes desde los pulpitos en el sentido de que Iturbide era el salvador de la religión contra la impía España. Esta actitud es la que explica el hecho de que, con posterioridad a 1820, México obtuviera la independencia en tan poco tiempo y con tan poca violencia. También explica por qué la Iglesia emergió de la independencia con sus privilegios intactos. C)

La Santa Sede

Poca fue la ayuda que la Iglesia americana recibió de Roma durante este período de crisis y de divisiones. El papa Pío VII y su secretario de Estado, el cardenal Consalvi, no eran en manera alguna reaccionarios, pero la experiencia europea les persuadió de que el mayor peligro para la Iglesia prove- > nía de la revolución. Ignorantes del significado del nacionalismo criollo, consideraron los movimientos independentistas de la América española como extensión del cataclismo revolucionario que observaban en Europa, por lo que le prestaron su apoyo a la Corona española. En el marco de un mundo hostil, Fernando era considerado como un aliado leal y católico, como un adversario del liberalismo digno de confianza. Durálite los años 1813-1815, los rebeldes hispanoamericanos trataron en vano de que el Papa les escuchara, mientras que este mismo Papa solamente tardó ocho días en expedir un breve en favor de Fernando VII cuando éste se lo pidió. La encíclica promulgada en este sentido, Etsi longissimo (30 de enero de 1816), exhortaba a los obispos y al clero de la América española a «destruir completamente» la semilla revolucionaria sembrada en sus países y a explicar claramente a la población las terribles consecuencias de la rebelión contra la autoridad legítima, al mismo tiempo que elogiaba las virtudes de Fernando VII y la lealtad del pueblo español a él (LETURIA, II, 110-113). La influencia de esta encíclica en la América española no fue decisiva. Es indudable que confirmó la postura de los obispos que ya eran leales, pero

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los dirigentes de la independencia y sus seguidores supieron convivir con ella sin ninguna crisis de conciencia. El presidente del Congreso de Angostura, Juan Germán Roscio, ordenó en 1819 a sus representantes en Europa que iniciaran negociaciones con Pío VII «como jefe de la Iglesia católica y no como señor temporal de sus legaciones» y que le informaran de que Nueva Granada, Venezuela y toda la América española que se había levantado contra la dependencia colonial eran países católicos, así como de que no había autoridad más legítima que la derivada del pueblo (LETURIA, III, 432). Roma todavía no estaba en condiciones de aprender estas necesarias lecciones o de aceptar la compatibilidad del republicanismo con el catolicismo. Sin embargo, pocos años después el Papado adoptó una postura más neutral, en parte debido a las peticiones procedentes de la América española y a la preocupación por las necesidades de aquellos fieles, y en parte como reacción a las medidas anticlericales decretadas por los Gobiernos liberales españoles tras la revolución de 1820, las cuales culminaron con la expulsión del nuncio de la Santa Sede en enero de 1823. Finalmente, para poner orden en la vida religiosa de la región, el Papa accedió a enviar una misión al Río de la Plata y Chile presidida por un «vicario apostólico», monseñor Giovanni Muzzi, de la que formaba parte el joven canónigo Giovanni María Mastai Ferretti, futuro Pío IX. La misión recopiló una valiosa información, pero, desde otros puntos de vista, fue un fracaso, encorsetada como estuvo por la rigidez de su jefe y por la intransigencia de los políticos de Buenos Aires y de Santiago, aunque también es cierto que ya antes de que abandonara Italia se habían deteriorado las relaciones entre Roma y la América española. A la muerte de Pío VII fue elegido papa León XII, el 28 de septiembre de 1823. Dos días más tarde recuperó el poder absoluto en España Fernando VII, lo que reavivó la utópica esperanza de recuperar América. Con ello pareció restablecerse el eje Roma-Madrid. León XII fue un firme defensor de la soberanía legitimada y vio en la restauración de Fernando VII la oportunidad de proteger los derechos de la Corona y de la Iglesia en América. Su oposición a la independencia desentonaba de la opinión pública internacional y surgió en el momento en el que los ejércitos de liberación estaban a punto de conseguir su victoria final. Esto no le disuadió de promulgar la encíclica Etsi iam diu (24 de septiembre de 1824), en la que elogiaba ante la jerarquía hispanoamericana «las augustas y distinguidas cualidades que caracterizan a nuestro muy amado hijo Fernando», y la invitaba, lo mismo que al pueblo español, a acudir en «defensa de la religión y de la potestad legítima» (LETURIA, II, 265-271). En realidad, la encíclica no satisfizo ni a Fernando VII, que hubiera deseado un precepto más concreto de obediencia al monarca, ni a la jerarquía americana, que la consideró como una aberración sin sentido para la población. La política pontificia para con la independencia de la América española fue un error político, fruto de la apreciación humana, no de la doctrina de la Iglesia. Pero fue también un error que resultó caro, porque un vacío en la dirección de la Iglesia (que los Gobiernos seculares se apresuraron a rellenar) privó de nombramiento a muchas sedes vacantes y colaboró a la desmoralización de la Iglesia en América. Cuando la irrevocabilidad de la indepen-

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dencia y la necesidad de cubrir las sedes vacantes obligaron al Pontificado, a partir de 1835, a reconocer a los nuevos gobiernos, el gran daño ya estaba hecho. Los nuevos gobiernos, por su parte, estaban ansiosos de establecer relaciones directas con la Santa Sede, conscientes indudablemente de que este entendimiento con Roma les facilitaba la tarea de afirmar su propia legitimidad y la de gobernar a una población profundamente católica.

IV.

LOS LIBERTADORES Y LA IGLESIA

Los líderes independentistas se mostraron de palabra favorables a la religión y trataron de tranquilizar al estamento eclesiástico y a la opinión pública: los discursos, los manifiestos y los actos de independencia solían ser deferentes para con la religión católica y contener promesas sobre su mantenimiento. Sin embargo, bajo la superficie, muchos libertadores eran más proclives al secularismo que a la religión y se veían influidos por la creciente ola de escepticismo religioso. En Buenos Aires, Manuel Belgrano, secretario criollo del consulado, consigna en su autobiografía que, siendo estudiante en España, abrazó las ideas de la Revolución francesa y suscribió los principios de «libertad, igualdad, seguridad y propiedad». El político liberal Bernardino Rivadavia, aunque exteriormente católico, era un fervoroso partidario del utilitarismo y del control de la religión más que de su fomento. Su Ley de Reforma del Clero (21 de diciembre de 1822) suprimió el fuero y los diezmos eclesiásticos, traspasó al Estado las cargas anejas a los diezmos, incluido el sostenimiento del seminario; suprimió algunas Ordenes religiosas, confiscó sus propiedades, restringió el número de sus miembros y prohibió el establecimiento de otras. Gobiernos como el de Rivadavia mostraron ser más realistas que los Borbones. La misión Muzzi quedó atónita por lo que vio en Buenos Aires, mientras que en Chile fue testigo de otros casos de intervención del Estado en la Iglesia. Simón Bolívar parece haber estado influido por algunas de las ideas de la época, aunque resulta imposible afirmar si llegó a perder totalmente la fe. Es cierto que el tema religioso lo aborda con precaución, pero por debajo de esta apariencia exterior late un elemento de escepticismo y en privado ridiculiza a veces a la religión. Según su ayudante, Daniel Florencio O'Leary, católico irlandés, Bolívar fue «un ateo total», cuya única creencia consistía en que la religión era necesaria para gobernar y cuya asistencia a misa era puramente formal. A pesar de ello, y también según O'Leary, siempre consideró necesario adaptarse a la religión de los ciudadanos contemporáneos suyos. Bolívar era demasiado político como para permitir que sus objetivos fundamentales se vieran comprometidos por un anticlericalismo gratuito, y mucho más por una abierta postura de libre pensamiento. El hizo todo lo que pudo por desestabilizar a la Iglesia, pero tenía que actuar con mucha precaución en una sociedad profundamente católica. En el discurso pronunciado ante el Congreso constituyente de Bolivia afirmó que su Constitución boliviana (1826) excluía a la religión de todo papel público, y hasta

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estuvo a punto de declarar que la religión era un asunto puramente privado, una cuestión de conciencia, no de política. Se inhibió expresamente de dictar normas para una Iglesia establecida o para una religión del Estado, persuadido de que el Estado debía garantizar la libertad religiosa, sin prescribir ninguna religión determinada. De esta manera, Bolívar defendió una postura de tolerancia en la que la religión debe basarse en sus propios recursos y méritos, sin apoyo de prescripciones legales. Se trata de una postura excepcional que de momento no llegó a prevalecer en la América española. Bolívar fue un idealista, pero también un hombre práctico; por tanto, debemos dejarle la palabra. Trató de establecer las relaciones con la Santa Sede, y de manera circunstancial sus representantes consiguieron del papa León XII, en 1827, que los obispos reconocieran la independencia de la Gran Colombia y de Bolivia. Al congratularse de los nombramientos episcopales para Bogotá, Caracas, Santa Marta, Antioquia y Guayana, Bolívar brindó por los nuevos obispos y renovó los signos de unión con la Iglesia católica y con la Santa Sede: «Los descendientes de San Pedro han sido siempre nuestros padres, pero la guerra nos había dejado huérfanos... La unión del incensario con la espada de la ley es la verdadera Arca de la Alianza» (LETURIA, II 314). Durante su última dictadura en Colombia promulgó medidas concretas en favor de la tradicional religión de la América española, como la enseñanza del catolicismo en las escuelas y el restablecimiento de las casas religiosas suprimidas. En su lecho de muerte recibió los últimos sacramentos y murió como católico, en el seno de una Iglesia «bajo cuya fe y creencia he vivido y protesto vivir hasta la muerte» (GUTIÉRREZ, 266). A pesar de ello, pocos son los rastros de esta creencia en su pensamiento político. Carente de una profunda motivación religiosa, Bolívar parece haber desarrollado una filosofía de la vida basada en el utilitarismo. Las pruebas de esto las suministran no sólo sus contactos formales con James S. Mili y con Jeremías Bentham, sino sus propios escritos, en los que el principio supremo de la felicidad se convierte en la fuerza motriz de la política. Esto ocurrió también con otros dirigentes hispanoamericanos, como el centroamericano Cecilio del Valle, el argentino Bernardino Rivadavia y el mismo colega de Bolívar, Francisco de Paula Santander, todos los cuales estuvieron profundamente influidos por Bentham. En su construcción del nuevo sistema político, los líderes de la independencia buscaron una legitimación moral para lo que estaban haciendo; encontraron la inspiración no en el pensamiento político católico, sino en la filosofía de la edad de la razón. En su búsqueda de una alternativa al absolutismo y a la religión, los liberales se atuvieron al utilitarismo como a una filosofía moderna capaz de darles la legitimidad moral e intelectual que anhelaban. Esto constituyó una amenaza concreta para la Iglesia, a la que ésta reaccionó no por medio del debate, sino recurriendo al Estado; no mediante la discusión, sino mediante la represión. En Colombia, Santander y sus correligionarios liberales trataron de incorporar los tratados de Bentham a los estudios de derecho, hasta que sus

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esfuerzos fueron anulados por la reacción conservadora. Las obras de Bentham se convirtieron en objeto de ataque por parte del clero y de los otros conservadores, y el materialismo, el escepticismo y el anticlericalismo del filósofo inglés fueron declarados nocivos para la religión católica. Bolívar se vio obligado a adoptar decisiones dolorosas. Convencido, para este momento, de que la Constitución y las leyes de Colombia eran excesivamente liberales y amenazaban con la disolución del Estado y de la sociedad, y percatado además de que el clero constituía un poderoso grupo de intereses capaz de minarle su posición, Bolívar tuvo que definirse. En 1828 prohibió la enseñanza de los Tratados de legislación civil y penal en las universidades colombianas y ordenó que esos cursos fueran sustituidos por el estudio de la religión católica. Desde este momento comenzó en Colombia un prolongado proceso de conflictos entre la Iglesia y el Estado, entre la religión y el secularismo, entre el conservadurismo y el liberalismo.

V.

LA IGLESIA POSCOLONIAL

La Iglesia quedó debilitada como consecuencia de la independencia. Sus lazos con la Corona habían sido tan estrechos que el derrocamiento de la segunda no pudo menos que repercutir en la primera. Esto representó una oportunidad, al mismo tiempo que una pérdida. La Iglesia americana, libre del sofocante puño del Estado borbónico, ahora se encontraba en situación de volverse más directamente hacia Roma en busca de dirección y de autoridad; al comienzo su búsqueda fue vana, pero, con el tiempo, cuando el Papado respondió a las necesidades americanas, la Iglesia giró de España hacia Roma, de la religión ibérica hacia la religión universal. Esto evitó el surgimiento de iglesias nacionales, pero no aventó la amenaza del control estatal de la Iglesia. El patronato, el derecho de los reyes a la presentación de candidatos para los beneficios eclesiásticos, fue reclamado ahora por los gobiernos nacionales y colocado en manos de políticos liberales y agnósticos. El tema fue objeto de discusión durante largos años. En México se dio un prolongado e inflexible debate entre los políticos, que querían el patronato para el Estado, y el clero, que propugnaba un papel para el Papado y la Iglesia. En Argentina, Rivadavia estableció un control casi completo del Estado sobre las personas y las propiedades de la Iglesia, tradición que conservó Juan Manuel de Rosas y que traspasó a sus sucesores. Sólo de una manera gradual llegaron los Estados seculares a considerar el patronato como un anacronismo y clausuraron el asunto mediante la separación de la Iglesia y el Estado. A lo largo de los años posteriores a 1820 se percibió con claridad que la independencia había debilitado las estructuras básicas de la Iglesia. Muchos obispos, como el arzobispo Fonte, de México, habían abandonado su diócesis y regresado a España, mientras que otros habían sido expulsados y unos terceros habían muerto y no habían sido sustituidos. Presionada por el gobierno español, Roma se negó a repetir en el caso de México lo que había hecho en el de Colombia al reconocer a los obispos colocados en las sedes

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vacantes. Por lo mismo, la responsabilidad de las diócesis vacantes debe ser compartida por Roma, que se abstuvo del reconocimiento, y por los gobiernos liberales, que planteaban el dilema de que se aceptaran sus propios nombramientos o ninguno. En Argentina, Chile y Uruguay, la jerarquía ordinaria no se restableció hasta 1832, y en Perú, hasta 1834-35. En el momento de su independencia, Bolivia no tenía ni un solo obispo, situación en la que permaneció hasta 1829. Tras la muerte del obispo de Puebla, en abril de 1826, México permaneció sin obispos hasta 1831, fecha en la que Roma cedió y reconoció a los obispos presentados para las sedes vacantes. Inexistente la jerarquía, no había nadie que pudiera hablar en nombre de la Iglesia, pues la ausencia de un obispo significa la pérdida de la autoridad docente en una diócesis, la falta de gobierno y de disciplina y la imposibilidad de administrar ordenaciones y confirmaciones. La penuria de obispos iba indefectiblemente acompañada de penuria de sacerdotes y de religiosos. La Iglesia quizá llegara a perder durante estos años el cincuenta por ciento de su clero secular y una cifra todavía mayor de su clero regular. El número total de eclesiásticos mexicanos descendió de 9.439 en 1810 a 7.019 en 1834, descenso que en una población de 6.200.000 personas significó una reducción del 2 por 1.000 habitantes en 1810 al 1,1 por 1.000 (PÉREZ MEMEN, 271-272). En Perú descendió tanto la cantidad como la calidad de las vocaciones; en Bolivia estaban vacantes ochenta parroquias en el momento de la independencia; en Venezuela había en 1837 doscientos sacerdotes menos que en 1810. En los nuevos países, las parroquias quedaron desatendidas, no había quien celebrara misas ni administrara sacramentos y los sermones y la catcquesis se espaciaron. Fue ahora cuando apareció en la América española la escasez de vocaciones, momento en el que España había dejado de ser la fuente automática de reposición de las mismas. También los fondos económicos de la Iglesia se vieron dañados por la independencia. Los ejércitos armados requisaban el dinero, la plata de las iglesias, los edificios, la tierra y los almacenes. Los diezmos, fuente vital de ingresos para la Iglesia, primero fueron reducidos por el vendaval de las guerras y luego por la acción de los nuevos gobiernos, los cuales suprimieron las prescripciones estatales para su colectación, en Argentina en 1821 y en Perú en 1846. El gobierno liberal de México suprimió en 1833-34 la colectación forzosa de los diezmos y trató de limitar la independencia fiscal de las corporaciones eclesiásticas. A lo largo y ancho de toda la América española el interés de los préstamos eclesiásticos decayó debido a que los nuevos gobiernos.dominados por latifundistas, adoptaron diversas medidas para reducir los pagos de las hipotecas y otras anualidades debidas a la Iglesia. Los nuevos gobernantes, igual conservadores que liberales, codiciaban las propiedades y rentas eclesiásticas, no necesariamente para reinvertirlas en el bienestar o en el desarrollo, sino para convertirlas en ingresos estatales. De esta manera, la secularización de las propiedades eclesiásticas, iniciada por los Borbones mediante la confiscación de las propiedades de la Compañía de Jesús en 1767, fue continuada ahora a un ritmo más veloz por

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los g o b i e r n o s republicanos, la mayoría d e los cuales a d o p t a r o n medidas n o sólo p a r a atacar a las p r o p i e d a d e s d e las diócesis, sino también p a r a d e s p o seer d e sus bienes a las O r d e n e s religiosas. Estas m e d i d a s constituyen u n p u n t o d e partida d e la erosión d e las p r o p i e d a d e s eclesiásticas a lo largo del siglo XIX, y, p o r a ñ a d i d u r a , debilitaron la infraestructura d e la Iglesia. Los obispos, los sacerdotes y las organizaciones religiosas se vieron obligados a buscar sus fuentes d e ingresos, n o e n los recursos i n d e p e n d i e n t e s d e la Iglesia, sino e n las aportaciones d e los fieles o e n los subsidios del Estado. La i n d e p e n d e n c i a d e la América española fue u n movimiento político e n el q u e u n a clase dirigente nacional le a r r e b a t ó el p o d e r a u n a clase dirigente española, sin introducir e n la e s t r u c t u r a social más q u e cambios marginales. La composición d e la Iglesia era, e n p a r t e , u n espejo d e la composición d e la.sociedad. Los obispos y el alto clero constituían la élite, j u n t o con los latifundistas, los funcionarios y los comerciantes. P o r el c o n trario, m u c h o s m i e m b r o s del bajo clero se identificaban c o n los p o b r e s y seguían r e c o r d a n d o las o b r a s d e misericordia corporales. A pesar d e estos fallos estructurales, la Iglesia siguió siendo u n a institución p o p u l a r y conservó la lealtad d e las masas p o p u l a r e s : criollos, mestizos e indios. Así es c o m o p u d o sobrevivir a la i n d e p e n d e n c i a , c o n su misión defendida, p e r o inactiva; sus p r o p i e d a d e s reales, p e r o disminuidas; sus oficios intactos, a u n q u e vacantes. N o e r a u n a Iglesia e n declive, y si t e m p o r a l m e n t e se sintió débil, el Estado a ú n lo e r a más. A raíz d e la i n d e p e n d e n c i a , la Iglesia se hizo más estable, más p o p u l a r y a p a r e n t e m e n t e más rica q u e el E s t a d o . Este último r e a c c i o n ó t r a t a n d o de controlar, gravar y limitar a la Iglesia, así c o m o i n t e n t a n d o cambiar la balanza a su favor. Esto fue lo q u e constituyó el siguiente desafío d e la Iglesia poscolonial.

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CAPÍTULO 46

ARTE RELIGIOSO HISPANOAMERICANO Por RAÚL MARTÍN BERRIO

El panorama del arte religioso hispanoamericano es amplísimo, toda vez que nace y se desarrolla en un espacio tan dilatado como el comprendido entre el norte de California y la Florida hasta el Cono Sur del continente, exceptuado Brasil. Esta parcela del arte, felizmente fecundada por el esfuerzo diario de los religiosos y plasmada en obras arquitectónicas, humildes o colosales, o en esculturas, como las muy interesantes del Perú, o en cuadros figurativos, en su conjunto constituye una admirable muestra del tesón emprendedor de aquellas personas que supieron dar vida a la quarta orbispars hasta convertirla en un objetivo apetecido por la mayoría de los Estados europeos. I. A)

LA ARQUITECTURA

Santo Domingo

1. Conventos. Franciscanos, dominicos y mercedarios son los religiosos que acometen inicialmente la evangelización de las Indias. Y aquí tuvieron sus Ordenes casas-conventos, dotadas de iglesia. Aunque solamente se yergue la de los dominicos, podemos pensar sin peligro de grandes errores que todas tenían una definición y unos rasgos comunes. El modelo arquitectónico sería éste: una nave amplia, de estilo gótico isabelino, con un ábside ochavado y capillas laterales entre los contrafuertes Rodrigo de Liendo pasa a Indias en 1527 y declara en 1555 haber edificado la iglesia del convento de los mercedarios. Piratas, terremotos y desidia generalizada acabaron con ella. Hoy es un recuerdo. Los franciscanos cavan los cimientos de su iglesia en 1544, para terminarla en 1644. También los movimientos sísmicos la asolaron. Los dominicos inician los trabajos de la suya en 1524, para terminarla poco después, en 1535. Con respecto al esquema general del templo conventual, ya aludido, los dominicos ofrecen la novedad de adoptar un estilo que es una variante del gótico-catalán, influido por el espíritu de la Contrarreforma. Su iglesia presenta unas capillas laterales comunicadas entre sí, aunque sin galería; también incluye una especie de nave transversal situada entre el testero y tramas occidentales, que no sobrepasa la profundidad de las capillas. La

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cabecera del templo se caracteriza por su hipertrofia, que avanza el desarrollo del espacio de la cúpula. Se penetra en su interior por siete vanos dispuestos a tal efecto. 2. Catedral. La catedral de Santo Domingo se construye, como era de esperar de una sociedad altamente imbuida en una mentalidad tardomedieval, de acuerdo con el gusto por lo gótico. Hay que mantener como fecha de iniciación de obras el período comprendido entre 1520 y 1525. En 1527 se ejecutaba la puerta de los pies o principal y diez años más tarde se ponían las bóvedas. Todo debía estar acabado o casi acabado cuando en 1541 es consagrado el templo. En lo fundamental, los materiales empleados habían sido las vigas de madera, el lodo y el barro, por lo que los primeros comentarios que sobre ella se recogen no se muestran muy entusiasmados por la obra. La traza no tiene autor conocido. La ejecución de la obra pudiera deberse a la dirección de Luis Maya y a Rodrigo de Liendo. Formalmente se trata de tres naves de similar altura, como corresponde al arquetipo de la iglesia-salón. La nave central, en el extremo de su cabecera, está rematada por un ábside; sin embargo, los laterales acaban en un paramento plano. La torre del campanario y las capillas laterales completan el conjunto arquitectónico, que en suma es de una extremada pesadez de formas, careciendo de espacios amplios. Después de 1625, el Renacimiento influyó en el gusto de los habitantes de Santo Domingo. Por ello, las obras de la mejora y reforma que en su catedral se llevan a cabo recogen ya esta tendencia estilística. En 1535 se ejecuta la capilla de Santa Ana, considerada como la obra renacentista más antigua de Santo Domingo. Su bóveda, de media naranja, descansa sobre veneras a manera de pechinas. De muy parecidas características será la capilla-sepulcro del obispo Geraldini. La portada principal posee un aire de indefinición, aunque sus formas nos avisan ya de un estilo renacentista próximo. Su disposición de dos cuerpos, flanqueados por columnas pareadas enmarcando el conjunto, tiene el inconveniente de no conseguir una deseada unidad con el retablo que ocupa la parte central. El intento de efecto clasicista insinuado por un friso con grutescos se pierde ante la presencia de una doble puerta central de grandes proporciones. Sensación que se acentúa por la existencia de un parteluz estrictamente medieval. No obstante, sus decoraciones son extremadamente delicadas y de fina ejecución. B)

Puerto Rico

En San Juan se alza la iglesia de San José. Su planta es de cruz latina y de una sola nave, tiene una bóveda de crucería y su decoración está inspirada en motivos renacentistas. La catedral de Puerto Rico ha sufrido gran número de modificaciones sobre el modelo original, y aun de reconstrucciones obligadas por el paso de los años y los avatares que la han venido afectando. No obstante, se puede

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adivinar su traza inicial, que fue de tres naves rematadas en tres capillas que constituyen la cabecera. El elevado nivel cultural de los puertorriqueños facilitará la llegada a la isla del estilo neoclásico a finales del siglo XVIII, aunque sin la fuerza necesaria para alejar a las aficiones anteriores. La iglesia mayor de San Germán es un buen ejemplo de ello. El neoclasicismo preside su fachada de los pies, mientras que su interior es mudejar en cubiertas y soportes. C)

Cuba

El barroco afecta a la arquitectura cubana de manera apreciable. Las influencias necesarias para ello llegan de España, y en la isla son convenientemente transmutadas, adaptándolas al clima, materiales y costumbres locales. Hay construcciones que, con respecto al tiempo histórico del barroco, resultan arcaizantes. De 1738 es la iglesia de San Francisco, dotada de torrefachada y gran austeridad decorativa. De 1745 es la iglesia de los mínimos de San Francisco de Paula, también de sencillísima decoración, pero en esta ocasión el templo fue dotado en su exterior de una espadaña mixtilínea, y la iglesia de San Agustín, que pese a poseer una torre que la embellece por encima de lo que consigue el resto de lo construido, también está presidida por un aire general de sencillez. Estas construcciones compartieron el tiempo con otras de neto sabor mudejar. Durante la primera mitad del siglo XVIII, los elementos arquitectónicos más usuales son el pilar ochavado, las torres de planta octogonal, alfices y arcos semioctogonales, siendo su uso frecuente, por ejemplo, en la iglesia del seminario y en la del Cristo del Buen Viaje. Todavía es más frecuente su uso en ciudades como Santiago y Guanabacoa. La afición por lo mudejar justifica que las jerarquías eclesiásticas de Santiago opten por un templo de madera de cinco naves, diseñado por Pedro Fernández en 1806 sobre otro proyecto próximo al barroco propuesto por Bucéta, de clara inspiración peruana. En 1735 hay voluntad de construir una iglesia mayor, pero los esfuerzos para ello no cuajaron. Durante muchos años La Habana no tuvo una iglesia o templo de alguna calidad artística estimable. Cuando se produjo la expulsión de los jesuítas de los territorios pertenecientes al Estado español (1767), en La Habana la iglesia estaba en obras de construcción desde 1748. Fue terminada y dedicada a parroquia mayor, para después ser elevada a la categoría catedralicia. Es un edificio religioso importante dentro del área antillana. Sus pilares hablan del barroco limeño, de cuyo modelo son diseñados, al igual que los entablamentos y los claves de los arcos. Por el contrario, en la planta se rompe el vínculo peruano, al proyectarse cuadrangular y estática, sin movimiento. Pero, en el exterior, el movimiento hace su aparición a través de sinuosidades y riquezas ornamentales; todo queda intensificado por la disposición de unas columnas sumamente esbeltas. El barroquismo de la obra

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se confirma con la traza de un remate mixtilíneo, torres de desigual forma y proporciones y una portada festoneada con gruesos baquetones. A finales del siglo XVIII llegan también a Cuba las propuestas de los modelos neoclásicos. Más que un estilo fue una moda, cuya aceptación llevaba implícito el descanso del barroco. Sí se hicieron algunas cosas conforme a la nueva tendencia, pero en Cuba sobrevive (tan hondo había calado) el gusto por las formas barrocas y mudejares. D)

México

1. Conventos mexicanos del siglo XVI. La arquitectura religiosa se centra en sus comienzos en la construcción de conventos, caracterizados por su amplitud, dada la enorme feligresía indígena que hay que atender dentro de él, y por su indudable utilidad de fortificación, desde donde poder defenderse en caso de peligro exterior. Las construcciones conventuales, góticas y mudejares en sus inicios, a los pocos años añaden a estos estilos un tercero: el renacentista. Por tanto, desde el punto de vista arquitectónico, este pluralismo hace difícil su equiparación cronológica con los edificios, que en cuanto a evolución estilística siguen un desarrollo tradicional. A esto hay que sumar que ninguna de las expresiones estilísticas aquí encontradas lo son en su sentido más puro, o a la manera europea de iguales fechas, con excepción de algunas portadas o capillas de indios, pero nunca como obras de conjunto, sino sólo en alguno de sus detalles. Pero siempre primaron las construcciones que evidenciaban su significado cristiano y una cierta intención de permanencia definitiva en aquellos lugares. Nada en ellas era provisional o circunstancial. El gótico peninsular ya decadente fue trasplantado, como lo suyo, por aquellos cristianos viejos, que así prolongaban su vigencia arquitectónica. Sus iglesias son de planta de nave única con cabeceras poligonales y crucería en sus altas bóvedas. Las arquerías siguen en templos y claustros los modelos carpanales y escarzanos, y en menor proporción también emplean los trilobulados y los conopiales, sobre todo en las portadas. Arquitectos peninsulares y frailes extranjeros dedicados a la escultura serán los principales introductores del Renacimiento en Nueva España. Aparece y convive con el gótico, que se resiste a desaparecer, razón por la que no hay un solo convento de estilo renacimiento puro. Su implantación plena está sumida en progresos y represiones continuas. Los dominicos imponen en el último tercio del XVI los templos con crucero, en sustitución de los góticos de nave única. También se va a generalizar por estas fechas el empleo de las cubiertas de cañón, gracias a los agustinos, quienes desde años tempranos las introducen en sus edificaciones religiosas. Las columnas renacentistas de fuste liso son muy utilizadas en claustros y portadas de conventos, pero los capiteles que rematan no se ajustan en sus formas y motivos decorativos a lo renacentista. Igual fenómeno sucede con los arcos, que, aun siendo de traza renacentista, mantienen secciones goticistas.

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Sin embargo, la decoración, por el empleo masivo de grotescas formas vegetales o animales, sí está más identificada con lo clásico. Portadas como la del convento de Acolman contienen profusamente una rica variedad y elementos que permiten considerarlo como una muestra del plateresco mexicano. Es comúnmente aceptado el ordenamiento que del Renacimiento mexicano estableció el eminente historiador, del arte Diego Ángulo Iñíguez. Según él, en una fase inicial (1535-1550) se da una mezcla de formas góticas y renacentistas. Dentro de ella se construyeron los grandes conventos góticos, en los que ya emerge ocasionalmente la decoración de sus portadas, como ocurre en los conventos de Atlixco, Calpan, Texcoco y en la capilla de indios de Tlalmanalco. A ésta siguió una segunda fase, de 1550 a 1564, en la que las estructuras góticas se mantienen coexistiendo ya con un plateresco nítido, sobre todo en las capillas abiertas y en las portadas, entre las que destacan las de Yecapixtla, Acolman, Yririá y Cuitzco. Por último, durante un tercer período, que abarca desde 1565 hasta los últimos años del XVI, el esfuerzo constructor se centra en la edificación de las grandes catedrales mexicanas, renacentistas en su ejecución. Se buscará en este momento, globalmente conceptuado como claroscurista, la simplicidad ornamental, dejando a un lado el exceso de motivos del plateresco. Se impone en las portadas lo geométrico, en formas de almohadillas, puntas de diamante, casetones y molduras, como sucede en las de Actopan, Yanhuitlan, Tecali y Coixtlahueca. El mundo indígena está presente en las tres fases por dos factores: uno, por la interpretación que su sensibilidad indígena hace de los elementos decorativos foráneos; otro, por el aporte de motivos propios que introduce en el conjunto, de los que los más abundantes son los de carácter vegetal, como el cacto y los quiotes, o los tallos de maguey, el maíz y los enormes pétalos. Motivos mitológicos aztecas aparecen con frecuencia en las pilas bautismales. Otros, considerados de aportación indígena, son los glifos, los rodetes, las gotas de agua y las líneas de molduras paralelas y horizontales. El convento, como muestra de la arquitectura religiosa, es básicamente una pluralidad de disposiciones funcionales. Comprende un atrio cercado y en los ángulos de sus extremos capillas-posas, mientras en el centro tiene dispuestas unas gradas sobre las que descansa una cruz. Traspasado el atrio, y al fondo, está situado el templo, flanqueado por la casa-convento y la capilla de indios, respectivamente. El atrio cercado destaca por su singularidad con respecto a sus antecedentes andaluces inmediatos. Esto es por su extensión y por cobijar las posas. Puede ser que su tamaño excesivo con respecto al total de lo construido no buscase efectos estéticos, sino que simplemente sea la consecuencia de obtener un espacio controlado y suficiente como para acoger la mayor cantidad posible de indígenas. Las posas son de planta cuadrada y adosadas en los paramentos que forman los ángulos. Sus frentes se abren mediante arcos de medio punto.

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Fueron concebidas para dignificar el espacio que las aloja, para celebraciones rituales y también para evangelizar indígenas. La cruz, decorada con flores y escenas de la Pasión, colocada en el centro del atrio, anuncia la cercanía del templo, lugar fundamentalmente sagrado. La iglesia o templo consiste normalmente en una nave larga, limpia de crucero y de capillas laterales. Su cabecera tiene forma poligonal. No obstante, y como excepción, pueden hallarse iglesias de cabeza plana y con cuerpo de tres naves, sobre todo durante los primeros años. Después los dominicos las generalizan en las alzadas por ellos. Las naves quedan separadas por columnas de estilo gótico-mudejar. Planta y alzada son góticas. Construyen dos coros, dos vanos de entrada, uno a los pies y otro en el lado del evangelio, y emplean para cubrir el conjunto bóvedas y terceletes simples, enriquecidos con círculos y conopios sobre el altar. Los agustinos utilizaron sobrias bóvedas de cañón para cubrir. La torre es una elevación aprovechando uno de los contrafuertes que flanquean la portada. Generalmente se eleva poco, excepto en el caso de los agustinos, en el que suele estar dispuesta por el exterior, adosada y con una sensación de robustez y altura suficiente como para recordarnos las atalayas de un fuerte militar. Sensación que se intensifica con la existencia de los caminos de ronda y en cuyos vértices se alzan pequeñas garitas con aberturas convenientemente dispuestas para desde ellas agredir a un hipotético ofensor. También como espacio dedicado al culto, el convento posee la capilla de indios. Se diferencia radicalmente del templo en que es un espacio abierto, aunque no en su totalidad. Su ábside está cubierto, pero no la nave o lo que sería lógicamente la nave. Este espacio resultaba altamente conveniente por su informalidad para disponer a los indígenas con más libertad y desahogo, en un ambiente más próximo a la naturaleza que el que ofrecía el templo cerrado y convencional. Capillas de indios que merecen ser tenidas en cuenta por su representatividad son las de Teposcolula, la de Cuernavaca, la de San José de los Naturales de la ciudad de México, la Real de Cholula y la de Tlalmanalco. La casa-convento se levanta junto al lado de la epístola del templo. Su dimensión es mediana o reducida, ya que no se concibe para alojar a una comunidad extensa. Se dispone en torno a un claustro muy reducido, con columnas y dos galerías. Cada lado tenía dos o tres arcos nada más. Sus cubiertas fueron generalmente bajas y de madera policromada las franciscanas; de crucería y más altas, como correspondía a claustros más amplios, las de los agustinos, destacando las de Acolman, Actopan, Ixmiquilpan y Yuriría. 2. Catedrales mexicanas del siglo XVI. Como superación de las creaciones platerescas y claroscuristas de los franciscanos, agustinos y dominicos, sobrevienen en México las formas renacentistas, que, al alcanzar su plenitud, se manifiestan rotundamente en la construcción de las catedrales. Los órdenes clásicos quedan fielmente observados y mantenidos en estructuras y alzadas, con la impronta de algún arcaísmo.

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Todas las catedrales mexicanas tienen su antecedente en alguna iglesia mayor, que presta sus ruinas y cimientos para que parcialmente sirvan de arranque a su alzado. La catedral de México se comenzó a construir en 1563, pero no se abrió formalmente al culto hasta 1667. Inició su construcción Claudio de Arciniega e intervinieron posteriormente en ella Juan Miguel de Agüero y Juan Gómez de Mora. Su planta es rectangular, de 110 por 55 metros. El testero, plano, sobresaliendo únicamente en su parte central un perímetro semihexagonal que aloja por el interior la cabecera de la capilla de los Reyes. Los cuatro ángulos de la planta tenían en el proyecto original cuatro torres, de las que sólo se alzan dos, las de los pies, y como obra tardía. Se diseñaron y ejecutaron tres puertas a los pies del templo, dos en el testero, más otras dos en el extremo de los brazos del crucero. Esta disposición y número de vanos de acceso refleja una indudable reminiscencia del gusto por lo gótico. Su planta es grandiosa y espectacular. Consta de tres naves más dos capillas laterales, todas atravesadas por la del crucero, de sección superior a las anteriores. La nave central es más ancha que las laterales; en ella se sitúan el coro, la capilla mayor y la capilla de los Reyes. Los soportes que recogen el peso de las cubiertas y separan las naves son dos pilares con medias columnas toscanas adosadas a sus frentes. Dada la altura con que se proyectan las cubiertas, los soportes resultaron excesivamente largos con respecto a los cánones clásicos. Sus cubiertas, en proyecto, fueron góticas, como se observa en las que cubren las capillas existentes entre la cabecera y el crucero. Sin embargo, se utiliza la bóveda váida para cubrir las laterales. Igual sucede en las capillas laterales, desde el crucero hasta los pies, donde vuelven a darse las bóvedas váidas, recorridas radialmente por una decoración de dibujos. En el siglo XVII, la nave central fue cubierta con una bóveda de cañón con lunetas, y sobre el crucero se dispuso una cúpula de planta octogonal, mientras la capilla de los Reyes quedó con una bóveda esquifada. Aunque en sus orígenes su trazado buscó la semejanza con la catedral de Sevilla, idea que pronto quedó abandonada por el cúmulo de inconvenientes que encerraba, es evidentemente con la catedral de Jaén con la que tiene reiterados y abundantes parecidos. La catedral de Puebla, coetánea a la de México, tiene una disposición de su interior muy similar también a la de esta última, aunque también posee una mayor unidad de estilo y un tono menor en lo general que el logrado para el templo metropolitano. Destacan por su airosidad las dos torres de que está dotada. A la catedral de Mérida, las dos adjetivaciones que mejor la definen son las de primorosa y elegante, debido a sus bóvedas, magníficamente aparejadas. Sus obras pertenecen a la segunda mitad del siglo xvi; la piedra tallada empleada en sus muros de traza de sillería, la dirección de los trabajos Pedro de Aulestia y Juan Migu<

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indudablemente no son los primeros: hubo alguien más antes. Estaba terminado el templo catedralicio en 1598. Su planta está recorrida por tres naves con grandes columnas dóricas que soportan unas bóvedas váidas. Hay decoración de casetones en la nave principal y la cúpula del crucero. La fachada en su conjunto está enmarcada por dos torres. La portada, a su vez, lo está por pilares dobles rematados por pináculos. La catedral de Guadalajara también es obra de la segunda mitad del siglo XVI; de ella se puede decir que está sumida en una concepción más regresiva, un tanto arcaizante, que las anteriores. Se desconoce el nombre del autor de los planos originales. En 1599, la obra remataba ya la cubierta. En este momento toma la dirección de las obras el arquitecto Martín Casillas, amigo de Francisco Becerra. Ambos pertenecen al llamado «purismo renacentista». Su interior es suntuoso. La planta consta de tres naves de igual altura. No hay capillas laterales. Utilizan pilares de sección cuadrada con medias columnas toscanas adosadas por sus frentes. Más arriba del capitel se construye un entablamento similar al de Siloé, en Granada. La capilla mayor, cuadrangular, está coronada por una cúpula. Las cubiertas de las naves son de bóvedas de crucería, con terceletes, con nervios centrales en la nave central, no así en las laterales, donde la crucería es simple. Sus vanos son rectangulares enmarcados por dos óculos. En el siglo XVII se añaden por los pies dos torres, que desaparecen en el XIX, y cuando se reconstruyan lo serán dentro del estilo neogótico imperante, quedando así rota la armonía exterior. La catedral de Oaxaca es de características similares a las ya citadas. Es obra del siglo XVII. El terremoto de 1714 la destruyó en gran parte, pero la reconstrucción (1728) respetó y aprovechó lo que se mantuvo en pie. Su planta es rectangular, de tres naves, más dos de capillas de gran desarrollo. Dispone como soportes de pilares con medias columnas de fuste liso con peanas dóricas y capiteles toscanos. Su aspecto exterior es horizontal y gravitante. 3. Arquitectura mexicana del siglo XVII. En la arquitectura religiosa de este siglo sobresale la realización de las portadas de la catedral de México, tres en los pies y dos en el crucero, fechadas en su último tercio. En las partes bajas de los primeros cuerpos existen afectaciones manieristas, mientras que en las altas aparecen arcos poligonales y columnas salomónicas. La portada principal de la nave central es de Luis Gómez de Trasmonte. Las del crucero se finalizan entre 1688-1689 y son atribuidas a Cristóbal Medina de Vargas. A mitad de siglo se levanta el primer cimborrio, reformado, posteriormente, junto con las torres, conforme al gusto neoclásico. Durante todo el siglo XVII se construyen abundantes conventos de monjas. Suelen ser de una sola nave paralela al sentido de la calle en la que se sitúa el edificio. Tienen doble portada y atrio, uno de cuyos extremos queda bloqueado por una torre próxima a la acera. Por el contrario, las carmelitas disponen sus templos con planta perpen-

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dicular al eje de la calle, con coro alto sobre la entrada principal, que suele ser única. También puede haber otro coro en el lado de la epístola, en el presbiterio. La renovación del templo de las concepcionistas data de 1655. Utilizan por primera vez en sus portadas los arcos poligonales, de sabor prehispánico. Fray Andrés de San Miguel, monje carmelita y arquitecto andaluz, es el defensor y mantenedor de la llamada carpintería de lo blanco en varios de los conventos mexicanos del interior, en los que influye con sus bocetos y dibujos, base de ulteriores realizaciones, como sucedió en la reconstrucción del templo de los mercedarios (1634-1654), cuya techumbre se perdió en el XIX, pero de la que existen abundantes descripciones que establecen su magnificencia. Subsiste el claustro, de dos galerías; la alta tiene el doble de magnitud en altura que la baja, que, sin embargo, está dotada de abundante decoración. Tapa el fuste de las columnas y recubre las dovelas de los arcos. La galería alta sólo decora los intradoses de los arcos. En Puebla se llevan a cabo las obras de remate de la catedral, en lo que no tiene pequeño mérito el esfuerzo del obispo Palafox. El interior se da por finalizado en 1649, cerrándose con una monumental cúpula de tambor octogonal, nacida del ingenio de Mosén Pedro García Ferrer. Utiliza arbotantes, que llevan hasta los muros los empujes de sus ochavos. Los trabajos de yesería tienen un claro antecedente en España, concretamente en los que con igual materia se realizan en Sevilla. El yeso fue bien trabajado por la mano de obra nativa, que plasma a través de él su propia sensibilidad, incorporándola al conjunto de la obra. Puede ser que la realización en yeso más antigua (1611) sea la de la bóveda de la iglesia de Santo Domingo de Puebla. Los elementos que sirven para su decoración están afectados por el manierismo, del que emanan, pues son tarjas, apéndices y red de trazas geométricas. El máximo esplendor, en cuanto a riqueza de formas, se da en la capilla del Rosario del convento poblano de Santo Domingo. La profusión de formas llega a marear. Allí se encuentran pequeños motivos, que, por su disposición asimétrica y desordenada, consiguen esta sensación, cubriendo el espacio disponible hasta la altura del zócalo: brotan desde la estrella central de la bóveda y en cascada se dispersan por doquier; los arabescos se entremezclan con cintas prehispánicas y con roleos, todo matizado por una extensa gama de colores y filetes de oro. Muchas de las capillas alzadas inmediatamente después quedan bajo su directa influencia. Así ocurre en Tlaxcala, o en Atlixco, así como en otros lugares del entorno. El yeso elaborado está presente hasta en las obras del siglo XVIII.

En ornamentación, sobre todo en la de las fachadas, son frecuentes las puntas de diamante, las columnas abalaustradas y, de uso más selectivo, los muros almohadillados, todos ellos ya utilizados en el xvi; pero ahora las fachadas incorporarán otros motivos, como las cintas, espacios rectangulares muy separados unos de otros. Unos y otros fueron ganando en barroquismo. Ejemplo barroco en Oaxaca es el templo de la Soledad, con porta-

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da-retablo de 1689. En cuanto a obras en yeso, merece la pena citar la capilla del Santo Cristo de Teposcoluta, trasunto de la del Rosario de Puebla. 4. La arquitectura mexicana del siglo xvill. Las recargadas ornamentaciones del barroco mexicano están en relación directa con el vigor y la opulencia de una sociedad criolla dueña de grandes extensiones de tierra y de cuanto en ellas se produce o vive, de ubérrimas minas o de tinglados y rutas comerciales extremadamente prósperas. Su religiosidad, al igual que la de los indios y mestizos, encontró un cauce de expresión para su acendrado fervor en la realización de construcciones religiosas. El barroco mexicano, como estilo, cobra impulso en torno a la decoración y sus elementos. Son los juegos de luz perspectivas sabiamente dispuestas para resaltar los espacios cupulados y rematados los ejes axiales por retablos, que, bañados en oro, refulgen llamativos. La sensación de majestuosidad y riqueza quedaban conseguidos. Las plantas, por el contrario, tienen un fuerte carácter continuista. Sí rompen con el pasado las torres y las cúpulas. Los arquitectos las utilizan para dejar libre su genio proyectivo. Las torres adoptan formas caprichosas, maximalizadas al llegar a los campanarios, cuya decoración compite en riqueza y profusión de formas con la de las portadas. Es en la decoración de éstas donde hay que detenerse para poder hacer una apreciación exacta de la evolución del estilo que arranca de la columna salomónica para llegar al estípite y finaliza con la consiguiente reacción lineal o regreso a la columna clásica al final de la centuria. La libertad de composición, vulnerando constantemente los órdenes clásicos, es expresión de la fundamentalidad barroca. Los arcos poligonales, ya empleados con anterioridad, consiguen ahora un gran desarrollo y cumplen su función alternando con los mixtilíneos. Son éstos arcos semihexagonales, semioctogonales y lobulados, generalizándose su uso. Las torres, en la traza de sus líneas, adquieren una riqueza de movimientos inusitada. Son habituales las octogonales y las de sección mixtilínea, con cuerpos decrecientes y altos, como consecencia de situar los cubos al mismo nivel que el que tiene el remate de la fachada. La curva, la recta y la contracurva tienen uso profuso en los vanos de luz, sean ventanas o claraboyas, como se puede observar en las de Taxco, Tepotzotlan y Ocotlan, o en las de dintel estrellado de la capilla del Pozito. Se busca el contraste formal, los efectos de luces, de imágenes recortadas por un espectro lumínico pensados como estrellas o como sustancias que se mueven, rompiendo la monotonía de la superficie de los paramentos lisos. La decoración afecta al interior y al exterior de los edificios, pero suele alcanzar el éxtasis formal en portadas y campanarios, o al menos el esplendor en grado máximo. Los motivos ornamentales más utilizados son los vegetales, de apariencia carnosa o plana, junto a esculturas de todas las proporciones, escudos, carteles de dibujos, cintas y placas retorcidas, festones mixtilíneos y los pretéritos pináculos tallados al gusto. En el interior, el atiborramiento de formas y expresiones es contunden-

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te. Los espacios se cubren con cúpulas de planta octogonal con bóvedas esquifadas. La decoración se enriquece con respecto al exterior por la presencia de retablos, esculturas exentas, pinturas, rejerías y orfebrería. Y todavía se emplea ocasionalmente la yesería para decorar el interior de las cúpulas y en los presbiterios. Lo vistoso queda conseguido con uso del color y de las tonalidades como unos elementos más del barroco mexicano. En la ciudad de México, la actividad de canteros, maestros y arquitectos es intensa. Nombres importantes, por lo que representan sus obras para la evolución de la arquitectura en este período, son Pedro Arrieta, Miguel Custodio Duran y Antonio Alvarez, entre otros muchos. Pedro Arrieta levantó en el Cerro del Tepeyac un santuario dedicado a la Virgen de Guadalupe. Entre 1695 y 1709 construyó un templo de planta casi cuadrada. Lo dotó de una cúpula central de grandes proporciones, flanqueada por otras cuatro menores. En los ángulos de la planta dispuso cuatro torres. En el norte y en el sur de México, más en el primero que en el segundo, se siguen desarrollando las tendencias evolutivas ya anunciadas en el siglo pasado. Pero con quien cobra verdadero auge el barroco mexicano será con las obras de Jerónimo de Balbás y las de Lorenzo Rodríguez. Balbás, imbuido por las enseñanzas de José de Churriguera, es de una imaginación portentosa, como queda reflejada en sus retablos. Sus obras y su fama le llevan a México en 1718. Se le encargó la ejecución del retablo de la capilla de los Reyes. En 1737 es ya una realidad. Con este trabajo, Balbás introduce el estípite, o soporte formado por troncos de pirámides invertidas. Es la antítesis de lo curvilíneo. Con él, el movimiento tiene trayectoria inversa, va de arriba abajo. El estípite va a tener una amplia difusión, primero entre los carpinteros, que lo tallan en la madera, para después generalizarse en los trabajos en piedra. Estípite y arquitecto alcanzan la fama con motivo de la construcción del templo del Sagrario de la catedral de México, sufragada con fondos del Santísimo Sacramento. Fue concebido como un monumental relicario con cúpula dominante, cúpula de triunfo. Utiliza L. Rodríguez la planta central de cruz griega extremada hasta un perímetro cuadrangular que recoge todo lo construido. Sobre el crucero, una gran cúpula, y sobre los ángulos de la planta, otras cuatro menores. Es en el exterior donde el arquitecto se luce mediante el empleo de la policromía y sus efectos cromáticos. Los paramentos serán de piedra rojiza y mixtilíneos en sus remates. La fachada se mantiene con dos contrafuertes construidos en piedra grisácea. Las portadas, dos, son de dos cuerpos mixtilíneos en sus zonas altas. No son portadas tradicionales: son verdaderos retablos en piedra. No hay soportes distribuyendo los espacios y los entablamentos tampoco están. La idea básica es cubrir todo el paramento sin dejar espacios vacíos. Emplea los estípites, dispuestos en pedestales altos y cubier-

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tos con abundantísima decoración. Su estípite no da la sensación de soportar presiones, sino la de cerramiento de espacios. Es la oclusión decorativa. La fase final del barroco mexicano es una reacción negativa con respecto al empleo del estípite y el recargamiento de formas decorativas. Resurge el uso de la columna clásica. Los efectos dinámicos ahora van a estar en los movimientos en las trazas de las plantas.. La ciudad de México, y en ella el arquitecto mexicano Francisco Antonio Guerrero y Torres, será el exponente de esta última evolución artística. Supo alternar lo clásico con lo dinámico. Algunos historiadores han creído ver en sus ejecuciones arquitectónicas ciertas premoniciones del ya próximo neoclasicismo. Guerrero fijó la oposición al uso del estípite, ostensiblemente recusado en beneficio de la utilización de la columna clásica. A él se debe una de las joyas no ya del barroco mexicano, sino del arte hispanoamericano: lá capilla del Pocito, construida entre 1771 y 1791, muy próxima a la basílica de la Virgen de Guadalupe. £)

Colombia

Durante el siglo xvi se levanta la catedral de Tunja, que tiene su comienzo de obras ya a finales del siglo, en 1569. Es de tres naves cubiertas de madera, con arcos apuntados sobre columnas. El Renacimiento se encuentra en su portada, de gran belleza y austeridad, con columnas pareadas, entablamento y hornacina. También en el siglo XVI, en 1577, se inicia la construcción de la catedral de Cartagena de Indias. El edificio sufrió incendios, asaltos, pillaje y todo tipo de agresiones físicas, pero siempre fue reconstruido buscando la fidelidad con su estructura y formas iniciales. Su interior es claramente renacentista. En él hay tres naves separadas por columnas coronadas por capiteles toscanos. F)

Perú

1. Lima. A mediados del siglo XVI, Perú, bajo el gobierno del marqués de Cañete, logró la estabilidad política necesaria para promover el desarrollo arquitectónico, actuando el marqués como un verdadero mecenas que favoreció la construcción de edificios religiosos, fundamentalmente en Lima. En primer lugar, es el gótico el que como estilo alcanza una expresión considerable. Se trataba, en realidad, de un estilo ya rebasado, utilizado para el alzado de edificios populares. Hay constancia de dos capillas laterales construidas por Jerónimo Delgado en 1547, en la antigua iglesia de Santo Domingo, y en las que utiliza bóvedas de nervios. Es admisible que se hiciesen más construcciones de estilo gótico, como las dos primeras catedrales, las primitivas iglesias de dominicos, franciscanos, mercedarios y parroquia de Santa Ana, con plantas de una nave, con testeros planos o poligonales y en cuyo exterior figuraron contrafuertes, pero también lo es que en todas estas obras utilizaron el arco de medio punto que nos introduce en el ambiente renacentista.

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Alonso Beltrán, en 1564, hace el proyecto de la catedral de Lima. Dispone un gran templo rectangular de cinco naves, a las que añade dos de capillas. Emplea en el diseño bóvedas para la cubierta. Como elementos sustentantes propone pilares de planta cruciforme con medias adosadas. El proyecto será en su momento reformado por Francisco Becerra. Posiblemente este proyecto y otras construcciones desaparecidas fueron los ejemplos más próximos al purismo renacentista en Lima, estilo de cortísima vigencia al que siguió otro período, el manierista, de más larga duración. Se conserva el artesonado de una sala contigua a la portería del convento de los dominicos. Es de dibujos geométricos renacentistas. Es posible que pertenezca al siglo XVII, pero es una muestra tardía de lo que debió ser muy común en el interior de las techumbres. La casi totalidad de los templos limeños del siglo XVII fueron del modo gotico-mudéjar de una nave; alguno también de tres naves separadas por pilares ochavados. Los limeños desaparecieron hace muchos años, por lo que se desconocen detalles relativos a su ornamentación, pero es probable que se parecieran a los mexicanos. Por el exterior, los muros serían de ladriflo, coronados por listeles simples, con remates en forma de almenas. En el contrato d e obras para la capilla de Santiago, el artífice Alonso de Morales se compromete a ejecutar alfices flanqueando lo» vanos y figuras de cerámica en las enjutas y frisos de las portadas, y que éstas tenían que ser de igual traza a la de la capilla de la Vera-Cruz, sita entonces en el interior del convento de Santo Domingo. Estas portadas debieron de ser muy numerosas. Han quedado de ellas algún zócalo de azulejos, unas veces con dibujos renacentistas, otras con lacerías moriscas,- también algún que otro pilar ochavado y alguna techumbre de madera. Estas fueron hechas a tres o cinco paños, con tirantas y decoración de lazos y estrellas. Como fueron las de la segunda catedral, terminada en 1551; la iglesia de Santa Ana, de 1553; San Francisco, 1560; la Encarnación, 1562; Santo Domingo, 1575; la Concepción, 1573; San Pablo, 1569; San Agustín, 1600; Santa Clara, 1604. Hoy, lo mudejar en Lima hay que conocerlo en las descripciones de las viejas crónicas y los libros de Cabildo. Los claustros limeños recogen el gusto por lo mudejar mezclado con formas y decoraciones renacentistas. Grandes y de planta cuadrada. Sus galerías están recorridas por arcos de medio punto que descansan en pilares ochavados; las galerías altas se perdieron. Subsisten las bajas, en las que están los citados soportes y arcos de rosca con molduras. Y azulejos cubriendo los zócalos de los paramentos interiores. Las cubiertas son de madera y planas, con dibujos. A finales del XVI estaban finalizados los claustros de los dominicos, franciscanos, mercedarios, jesuítas y los de los monasterios de la Encarnación y la Concepción. 2. Cuzco. Es en la arquitectura del XVI donde se aprecia la superposición de culturas. Circunstancia que se observa perfectamente en la casaconvento de Santo Domingo, erigida sobre la cimentación del antiguo templo del Sol. El templo dominico debió de tener inicialmente tres naves, en

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gótico mudejar, con pilares y testero plano. Asolado en 1650, fue posteriormente alzado de nuevo. Se aprovechó por ello, de lo que había quedado en pie, la portada lateral. El manierismo del XVII está presente en su traza. Pero hay columnas dóricas de fustes estriados, mientras que a poca distancia se sitúan hornacinas superpuestas, manifiestamente anticlásicas; son similares a las practicadas en las pilastras del arco de ingreso; en ellas están presentes temas decorativos como las veneras, más propias del plateresco; siguiendo las tendencias claroscuristas, la rosca del arco se decora con casetones, y aun lo herreriano coexiste con todo lo anterior en los ejes de los soportes pináculos. Todo queda reafirmado, en cuanto a diversidad, por la composición del entablamento convexo y de casetones mixtilíneos en el segundo cuerpo. El claustro cuzqueño queda a gran altura con el de San Francisco. Es de planta cuadrada y de dos galerías. En la baja, los arcos son de rosca con molduras y flanqueados por alfices. Las columnas arrancan de unas basas; unos plintos, con decoración de hojas, reciben sus fustes lisos coronados con capiteles bellísimos. Y sobre éstos, cimacios cuadrados. En la alta, los arcos son carpaneles, también encuadrados p o r alfices. Aquí, las columnas son más bajas y se apoyan en un pretil. Los capiteles son parecidos en belleza. En éste también se da, como en el de México, el gusto por el Renacimiento, aunque en tono menor en cuanto a abundancia y originalidad de temas. En Ayacucho predomina el estilo plateresco. Aquí, el convento de Santo Domingo nos ofrece en su fachada principal una columnata que recuerda a las toledanas por su disposición y ornamentación. Por su fachada renacentista, del tipo castellano, debe ser tenida en cuenta la iglesia de San Blas. Acoge un arco con molduras, dotado de un escudo en su clave, esculturas y relieves en las enjutas. Unas columnas adosadas buscan ascendiendo un frontón que corona el conjunto. El ladrillo como material constructivo en los templos peruanos hay que tenerlo en cuenta a partir de la edificación de la iglesia de Paurcarolla, de la que procede, y en piedra, de la de Chucuito, que se puede citar por su decoración efectista, en la que se emplean círculos y rectángulos de alto relieve. La catedral de Cuzco nace en planos por obra de Francisco de Becerra. Los trabajos de ejecución los inicia en 1562 el maestro de obras Juan Miguel Veramendi. Está inspirada en las diseñadas por Diego de Siloé y Vandelvira. Su planta alberga tres naves separadas por pilares de perfil esquinado; sus capiteles están decorados por abundantes molduras y duro entablado, muy saliente en sus formas. Las bóvedas que integran la cubierta son de crucería. Dispone en sus pies de una fachada enmarcada por dos torres en sus ángulos, de paramentos ciegos casi en su totalidad, coronadas por sendos campanarios de escasa altura, lo que configura una sensación de extraordinaria pesadez, no obstante su portada principal, flanqueada simétricamente por otras dos secundarias, que con dos cuerpos y una hornacina como remate final parece que intentan aligerar la gravidez general. Es el virrey Velasco quien, en 1598, impulsará la construcción de la

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catedral de Lima. Encarga las obras a Alonso Beltrán. Es también notoria la intervención de Francisco Becerra, que introduce modificaciones en el plan general de obras, inspirándose para ello en la catedral de Sevilla. Es un conjunto reducido considerándolo desde una dimensión catedralicia. Su planta es de tres naves, rematadas en un testero plano. Las bóvedas de crucería son recibidas por pilares cuneiformes con pilastras. G)

Chile

En la antigua Capitanía General de Chile son evidentes, en sus edificaciones, las influencias arquitectónicas de Lima. Hay que destacar la iglesia de Achao, muy reproducida en sus formas en otros lugares de Chile. En el exterior hay dispuesto un pórtico bajo la torre, una, que no hay más. En el interior, tres naves separadas por columnas que reciben arcos escarzanos y unas bóvedas lobuladas hechas con madera de alerce y ciprés. En el norte, desértico, se levanta un tipo de templo de gran sencillez. Un prototipo debió de ser la iglesia de Chiu-Chiu, de principios del XVII. La actual es consecuencia de las reformas habidas. Ofrece una planta sencilla. Cimientos en piedra y muros en adobe y madera, sustentados por enormes contrafuertes. El templo es de una horizontalidad absoluta. No hay nada que pueda romper la tremenda austeridad que le caracteriza. Hay otros templos en los que existe una torre y algo de decoración, fruto de la influencia del barroco del Potosí; este influjo es notorio en la planta del templo de San Pedro de Atacama y en las portadas esculpidas según el ejemplo tomado de la del Coyao, que se hallan en los lugares de Mocha, Chiapa y en la de Usmagama, decorada con tallas planiformes. II.

LA ESCULTURA

Durante todo el XVI llegan desde Sevilla a Santo Domingo, Puerto Rico y Cuba gran número de esculturas, según consta en los Archivos de Protocolos y de Indias. La mayoría ardieron, las perdieron o fueron robadas por visitantes indeseables. A) Santo Domingo Muestras residuales de estas esculturas llegadas desde Sevilla son la estatua yacente del obispo Bastidas, situada en la catedral, en la que queda también, de entonces, la Virgen con el Niño, que debió de salir de alguna mano cercana a Juan Bautista Vázquez el Viejo. Sevilla estará siempre presente en el trabajo de los escultores que labraron en los talleres de la isla, sobre todo en el período comprendido entre 1540 y 1550. Esto queda patente en los relieves de medallones con cabezas de regulares proporciones que decoran la capilla de Alonso de Zuazo. Igual sensación produce el observar los trabajos de cantería, realizados en la portada catedralicia por los artífices del lugar, nativos o importados. La escultura barroca de los siglos xvil y XVIII es aquí y en el resto de las

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Antillas extremadamente escasa, y Sevilla sigue influyendo, aunque sin poder llegar a crear escuelas que, con andadura propia, perpetuasen la escultura barroca. En talla resulta muy original, por la iconografía representada, la decoración de la capilla del Rosario de la iglesia de los dominicos de Santo Domingo. Los trabajos se acabaron en 1684. La decoración afecta a la bóveda de la capilla. Allí quedan representados en talla el sol, los signos del zodiaco y cuatro planetas: Júpiter, Marte, Mercurio y Saturno, cada uno en un ángulo. La posible interpretación del conjunto es muy variada, al igual que sus antecedentes. B)

Puerto Rico

En esta isla, lo más refinado en talla son las imágenes de madera policromada del Cristo de los Ponce y la de la Virgen con el Niño del Seminario. Las dos son de concepción sevillana. En los archivos de la isla hay constancia fehaciente de la remisión desde Sevilla de tallas, que debieron de ser de factura barroca, aunque se desconocen sus temas y su posible localización. Sí se conserva una imagen de San José con el Niño en brazos, depositada en el Instituto de Cultura de San Juan y a la que por sus características similares a sus iguales sevillanas se la fecha en torno a los años finales del XVI, momentos en el que el taller de Pedro Roldan dominaba el estilo. Hace que dudemos de su procedencia hispalense la blandura de los volúmenes y la expresión del rostro, presumiblemente locales. C)

Cuba

En Cuba son también pocas las tallas que se conservan de esta época, aunque igualmente se sabe que llegaron en cantidad estimable. Entre lo que queda está un San Cristóbal en la catedral de La Habana, tallado en madera encarnada y policromada. Es obra ejecutada en 1632 por Martín de Andújar en Sevilla. D)

México

La escultura es una faceta artística original. La calidad comparte el panorama con la tosquedad en composiciones y acabados de las facturas en piedra. Las figuras en madera o pasta son interesantes por las expresiones conseguidas y por las técnicas de elaboración, pero carecen de ese toque de delicadeza que sería de desear. En los siglos XVI y XVII, los temas de la escultura decorativa son muy variados; su interpretación transcurre por etapas como el gótico, el mudejar, el precortesiano, el plateresco, el claroscurista y el manierismo. Al final de este proceso hace acto de presencia el barroco, que se desarrolla a impulsos de la fantasía. La talla de madera sigue un ritmo similar. Las dos producciones se engloban dentro de la temática religiosa. En Puebla y zonas próximas, los conventos franciscanos son los primeros que ofrecen realizaciones decorativas, en las que hay elementos góticos

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junto con otros mudejares y precortesianos. Ello ocurre en las Posas y en la portada del convento de Calpan, o en el anejo estado de Morelos, en la portada del convento de Tepozlan. De más arriba en la escala de la perfección son los trabajos en piedra de las portadas agustinas de Acolman y Yuridia. Las dos son platerescas y muy imitadas. La sensibilidad indígena interpreta la ejecución de la excepcional capilla abierta de Tlalmanalco. Sus figuras son alegorías referidas al triunfo del bien y de la virtud. Las tallas alcanzaron rápidamente el favor de las gentes. Son imágenes notables, llegadas desde Sevilla, el Cristo de los Conquistadores y el del Buen Despacho, de la catedral de la Ciudad de México; la Virgen de la Merced y la Inmaculada, del Museo de Tepotzotlán, o el conjunto de Santa Ana, la Virgen y el Niño, de la iglesia de Santa Mónica de Puebla. Obra importantísima es el retablo mayor de Huejotzingo. Su traza es arquitectónica y sirve para ofrecer historias hechas con pinturas, pero también hay en él esculturas que nos recuerdan el estilo velazqueño. Durante los primeros años del siglo XVII siguieron llegando a México, desde Sevilla, esculturas y escultores, siendo notable la influencia de Juan Martínez Montañés, a pesar de la distancia en las habilidades dé casi todos, como sucede con el Niño cautivo de la catedral de México y con la Virgen y el Niño del museo de la basílica de Guadalupe. Los grandes trabajos de los escultores locales son los retablos y las sillerías de coro. Lucas Méndez hace el retablo de la capilla de los Reyes, en la catedral de Puebla. Posee una inmensa riqueza en formas doradas. Al criollo Salvador de Ocampo se debió la sillería del desaparecido templo de San Agustín, de repertorio muy rico y variado. Obras destacadas del XVII, en piedra, son los relieves del convento de la Encarnación de México y el de San Agustín, hoy en la Biblioteca Nacional, acabado en 1692. Las portadas de la catedral de Puebla se deben a Juan de Solé González, con tallas de la Concepción, San José, San Juan y Santiago. La piedra también es esculpida en Oaxaca. El relieve más importante es el de San Agustín, de factura suelta, posiblemente de 1722, el cual guarda una cierta relación con el autor de los relieves de la portada de la Soledad. Sus matices recuerdan a Zurbarán y Murillo. La escultura monumental está asociada a los relieves de portadas. Los de la basílica de Guadalupe narran las apariciones de la Virgen al indio Juan Diego. Dirigió su ejecución Pedro de Arrieta, al que hay que citar también en La Profesa, donde existe, en relieve, un San Ignacio sobre la puerta principal, realizado con tosquedad y partiendo de un grabado previo. Son de algún mérito las historias que componen la fachada del convento de Santo Domingo. Hiératicas, pero importantes, son las esculturas de la iglesia de Guadalupe de Zacatecas, ciudad en la que hay que destacar también el relieve de la portada de la iglesia de San Agustín. La madera es muy trabajada en la etapa barroca. De factura dinámica y excelente policromía son las tallas de los arcángeles Miguel y Rafael en la capilla doméstica de Tepotzotlán.

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Durante el XVIII destacan en Puebla los trabajos de los Cora. A José Zacarías Cora se debe la escultura de San Cristóbal, en la iglesia de igual nombre. Lo dramático y tremendista está en las creaciones populares de escultura en madera policromada; a través del color buscan el realismo. Así se observa en las figuras de Cristo crucificado. Tanto las imágenes del altar como las procesionales parecen poseer capacidad de comunicación, como sucede con el Cristo de Santa María Tonanzintla; la de Cristo peregrino del santuario de Atotonilco, en Guanajuato; el Cristo Rey de Burlas, de Querétaro; el Santo Cristo del Rebozo, del templo de Santo Domingo, de la ciudad de México. La imágenes marianas poseen facciones de belleza sublime; con esto bastaría para considerar apreciable su factura. El fervor popular, en su deseo de conseguir un realismo más evidente, dota a estas tallas de pelucas, postizos y mantos, que les dan un aspecto muy singular, como sucede con la Virgen de Ocotlán. E)

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Perú

Pocas esculturas quedan correspondientes a los años que transcurren de 1535 a 1580. Sabemos algo de ellas a través de noticias documentales. Conocemos su existencia. Las hubo exentas de madera y piedra, en retablos y portadas, de procedencia sevillana o estrictamente locales. Con los últimos años del siglo XVI aparecen en la región andina artistas indígenas, como, por ejemplo, Francisco Tito Yupanqui, de Copacabana, al que se debe la imagen de la Virgen del mismo nombre, inspirada en la Virgen de la Candelaria de la iglesia de los dominicos de Potosí. De este artista arranca una escuela de imagineros dedicada al retablo. Son indígenas, y entre ellos destaca Sebastián Acóstopa Inca. Guarda relación con Tito Yupanqui el grupo indio de Chuquisaca, del que sobresale Diego Quispe. A Roque de Bolduque, que tiene taller en Sevilla, pertenece la Virgen de la catedral de Lima, «La Sola». En la segunda mitad del siglo XVI hubo en Sevilla un grupo de escultores formados en el bajo Renacimiento, entre los que están Juan Bautista Vázquez y Jerónimo Hernández, que ejerce una influencia importante entre los Oviedo, Miguel Adán, Juan Bautista Vázquez el Moro, Gaspar del Águila y Núñez Delgado, de 1560 a 1600. Este grupo tuvo una relación profesional, que cabe estimar como intensa, con el Perú. El maestro del grupo es Juan Bautista Vázquez el Viejo. Hizo un calvario para Tunja y existe el documento del retablo que hizo para Santo Domingo de Lima. También se le atribuye la Virgen con el Niño de la Universidad Católica de Lima. Jerónimo Hernández influye en iconografías marianas, como es evidente en la Virgen de la Candelaria de La Paz. Representa una Virgen sentada en trono con el Niño de pie sobre sus rodillas. Gaspar Núñez Delgado trabaja con marfil y barro cocido. En la ahora Bolivia existe un Ecce Homo, depositado en el convento de la Concepción, de la capital. Es una talla de 40 centímetros y se halla bien conservada.

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De Juan de Oviedo se conserva el recibo de lo que cobró por la hechura y encorvado de una imagen de Nuestra Señora de la Candelaria.

III. A)

LA PINTURA

México

El primer tercio del siglo xvil es una prolongación de los últimos años del anterior. El pintor que va por delante de los demás es Luis Juárez, cuyo estilo destaca dentro del manierismo sevillano, dada la inimitable suavidad de sus pinturas. Posee buena técnica colorista. Sus personajes parecen bellos muñecos. Su obra más famosa son los Desposorios rústicos de Santa Catalina, posiblemente influida por la Epifanía, de Echave Orio, pero con juegos de luces propios. Los esfumados y los aires vaporosos están logrados en la Imposición de la casulla a San Ildefonso y en el Martirio de Santa Úrsula. Rompiendo con este estilo, hizo el San Simón Stock recibiendo el escapulario, de composición mixta, pues oscila entre el realismo y el manierismo rafaelesco. Baltasar Echave Ibia es otro de los grandes pintores del momento. A él se deben un San Mateo, de gestos preconcebidos, y una espléndida Concepción. Ambos se conservan en la Academia de Bellas Artes. Sabe combinar la suavidad con la luz, dulce, que acaricia las figuras. Su dibujo es firme, con lo que realza los detalles. Alonso López de Herrera es otro pintor del mismo momento histórico, aunque de características diferentes a los anteriores. Llegó a ser nominado el divino Herrera. Fue religioso dominico y ejecutó el retablo mayor de la iglesia de su convento en México. Es dibujante seguro y detallista. No elude lo prolijo ni siquiera en lo menudo. Su obra más conocida es la Asunción, de la Academia de Bellas Artes. En ella aparecen los apóstoles en gesto airado y actitud violenta. También es de él el Cristo Resucitado, y en muchas ocasiones repitió el tema de la Santa Faz. B)

Perú

En 1958 se elaboró un catálogo de las obras europeas del siglo XV existentes en la región andina. Eran una veintena aproximadamente, muchas influidas por los manieristas de Amberes, destacando la tabla de la Piedad del Museo de Charcas. Su composición está influida por la inspiración de Quintín Massys, a quien se atribuye la Virgen Orante, de Bogotá, al igual que la Sagrada Familia del Museo de la Moneda de Potosí. Otro trabajo destacable por su factura es la Adoración de los Pastores, del Museo Nacional de La Paz. Hay, ya próximo al estilo de Van Cleef, un San Jerónimo en San Francisco de Lima. Pero el pintor que tuvo un peso profesional más importante y que influyó más es Martín de Vos, más conocido en América que en Europa. Su estilo es de transición ya en los últimos años del manierismo flamenco. Obra destacable suya sería la Incredulidad de Santo Tomás. Igualmente se deben a él

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u n c o n j u n t o d e tablas d e la iglesia d e Cautitlán, siendo la más i m p o r t a n t e la d e la Inmaculada y San Miguel Arcángel, m u y copiada e n América. U n a d e las copias está e n la catedral d e Lima. T a m b i é n se c o n s i d e r a o b r a suya el Cristo triunfador de la muerte, custodiada e n el M u s e o d e Charcas.

NOTA

BIBLIOGRÁFICA

Visiones de conjunto D. ÁNGULO IÑÍGUEZ y E. MARCO DORTA, Historia del arte hispanoamericano, 1-3

(Barcelona 1949-1955); L. CASTEDO, Historia del arte y la arquitectura latinoamericana (Barcelona 1970); MARQUÉS DE LOZOYA, Historia del arte hispánico, 1-5 (Barcelona 1931 -1949); G. KUBLER y M. SORIA, Art and Architecture in Spain and Portugal and their American Dominious, 1500-1800 (Baltirnore 1959); M. LÓPEZ SERRANO, Bibliografía del arte español e hispanoamericano (Madrid 1942); E. MARCO DORTA, Fuentes para la historia del arte hispanoamericano, 1-2 (Sevilla 1952-1960); ID., Documentos para la historia del arte hispanoamericano (Madrid 1981); ID., Arte en América y Filipinas (Madrid 1973); S. MESA GISBERT, Arte iberoamericano desde la colonización a la independencia (Madrid 1985); S. SEBASTIÁN, El barroco hispanoamericano (Madrid 1990); M. SOLA, Historia del arte hispanoamericano (Barcelona 1935); R. VARGAS UGARTE, Ensayo de artífices coloniales de la América meridional (Burgos 1968); D. WESTHEIM y P. KELEMEN, Arte americano precolombino y arte colonial (Bilbao 1967). Arquitectura D. ÁNGULO IÑIGUEZ, Planos de monumentos arquitectónicos de América y Filipinas, 1-7 (Sevilla 1933-1939); D. BAYÓN, Sociedad y arquitectura colonial sudamericana (Barcelona 1974); M. BUSCHIAZZO, Estudios de arquitectura colonial de Hispanoamérica (Buenos Aires 1945); ID., Historia de la arquitectura colonial de Iberoamérica (Buenos Aires 1951); F. CHUECA GOITIA, Historia de la arquitectura colonial occidental. Barroco en Hispanoamérica, Portugal y Brasil (Madrid 1985); G. GASPARINI, América, barroco y arquitectura (Caracas 1972); E. GÓMEZ PINOL, La arquitectura religiosa en las ciudades virreinales hispanoamericanas (Sevilla 1985); R. GUTIÉRREZ, Notas para una bibliografía hispanoamericana de arquitectura (1526-1875) (Resistencia 1973); G. KUBLER, Arquitectura mexicana en el siglo XVI (México 1982); M. NOEL, Estudios y documentos para la arquitectura colonial hispanoamericana (Buenos Aires 1934); ID., Teoría histórica de la arquitectura hispanoamericana (Buenos Aires 1932). Escultura y pintura T. GISBERT, Iconografíay mitos indígenas en el arte (La Paz 1980); ID., Pintura mural en Sudamérica (Licchtenstein 1980); M. SORIA, La pintura del siglo XVI en Sudamérica (Buenos Aires 1966).

ACABÓSE DE IMPRIMIR ESTE VOLUMEN PRIMERO DE LA «HISTORIA DE LA IGLESIA EN HISPANOAMÉRICA Y FILIPINAS», DE LA BIBLIOTECA DE AUTORES CRISTIANOS, EL DÍA 7 DE ENERO DE 1992, FESTIVIDAD DE SAN RAIMUNDO DE PEÑAFORT, EN LOS TALLERES DE SUCESORES DE RIVADENEYRA, CUESTA DE SAN VICENTE, NUMERO 28. MADRID

LAUS

DEO VIRGINIQUE

MATRI

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