Heridas Que Bendicen

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HERIDAS QUE BENDICEN Ricar Ricard ardo Chigne C.

En un día caluroso de verano en el sur de la Florida un niño decidió ir a nadar en la laguna detrás de su casa. Salió corriendo por la puerta trasera, se tiró en el agua y nadaba feliz. No se daba cuenta de que un cocodrilo se le acercaba. Su mamá desde la casa miraba por la ventana, y vio con horror lo que sucedía. Enseguida corrió hacia su hijo gritándole lo más fuerte que podía. Oyéndole, el niño se alarmó y miró nadando hacia su mamá. Pero fue demasiado tarde. Desde el muelle la mamá agarró al niño por sus brazos justo cuando el caimán le agarraba sus piernitas. La mujer jalaba determinada, con toda la fuerza de su corazón. El cocodrilo era más fuerte, pero la mamá era mucho más apasionada y su amor no la abandonaba. Un señor que escuchó los gritos se apresuró hacia el lugar con una pistola y mató al cocodrilo. El niño sobrevivió y, aunque sus piernas sufrieron bastante, aún pudo llegar a caminar. Cuando salió del trauma, un periodista le preguntó al niño si le quería enseñar las cicatrices de sus pies. El niño levantó la colcha y se las mostró. Pero entonces, con gran orgullo se remango las mangas y señalando hacia, las cicatrices en sus brazos le dijo: "Pero las que usted debe ver son estas". Eran las marcas de las uñas de su mamá que habían presionado con fuerza. "Las tengo porque mamá no me soltó y me salvó la vida". Introducción ¿Es posible realmente ser bendecidos por Dios a través de las dolorosas heridas del sufrimiento? La anécdota narrada arriba nos permite pensar que no solo una madre amorosa y dispuesta a dar su propia vida a favor de su hijo, hacen posible vivir la experiencia de la bendición que Dios puede traer a aquellos que le aman. El apóstol Pablo decía “Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados.” (Romanos 8:28). Con todo, no es fácil plantear el problema del sufrimiento cuando este pareciera que no termina de concretarse en la ansiada bendición sino mas bien en una constante de dolor y tristeza. Por ello es necesario plantearnos algunas reflexiones que nos ayuden a tener una mejor perspectiva de lo que podemos esperar del sufrimiento. Mas que nunca, hoy, existen voces que pregonan opciones teológicas extremas desde las que glorifican el sufrimiento como ejercicio redentor hasta aquellos que niegan, satanizan y rechazan el sufrimiento y se avocan a una irreductible aceptación de una felicidad y prosperidad constantes en la vida. Sin embargo, el sufrimiento es una parte esencial e ineludible de la experiencia cristiana. Tarde o temprano, el creyente se encontrará no liberado del sufrimiento, sino más bien, por el contrario, inmerso en él. Y a menos que tenga un concepto muy claro del tema y del propósito de Dios en el sufrimiento, el barco de su fe corre un serio peligro de naufragio. Para poder enfocar el tema correctamente, necesitamos profundizar en la

enseñanza de la Palabra de Dios acerca del sufrimiento en la vida del creyente y la puesta a prueba de la fe. Este bosquejo no pretende en ninguna manera agotar ni en mucho, el problema del sufrimiento de los cristianos, pero al menos plantear algunos criterios que nos ayuden a afirmar el por que de nuestra fe. Problema difícil de Explicar Nunca ha sido fácil plantear el tema del sufrimiento y sus explicaciones, menos aun, sostener que hay heridas que lejos de dañarnos o destruirnos, traen bendición para nosotros o los que nos rodean. José el patriarca, después de haber sufrido la amarga experiencia del maltrato de su propia familia, del dolor y humillación de gente que lo acusó falsamente, en fin, de ser integro en sus acciones, vio en la madurez y final de su vida el panorama total; va a decirles a aquellos que en vez de amarlo lo despreciaron: “Vosotros pensasteis mal contra mí, mas Dios lo encaminó a bien, para hacer lo que vemos hoy, para mantener en vida a mucho pueblo.” (Génesis 50:20). La existencia del mal y del sufrimiento en nuestro mundo plantea más que un problema meramente filosófico o apologético. Plantea también un problema religioso y emocional muy personal para la persona que está soportando una gran prueba. Si bien nuestra experiencia dolorosa puede no desafiar nuestra creencia en que Dios existe, lo que puede estar en riesgo es nuestra confianza en un Dios que podamos alabar y amar libremente y en cuyo amor podamos sentirnos seguros. Podemos hacer mucho daño cuando tratamos de ayudar a un hermano o hermana que está sufriendo, tratando solamente con los aspectos intelectuales de este problema, o cuando buscamos solaz para nosotros de esta forma. Mucho más importante que las respuestas acerca de la naturaleza de Dios es una revelación del amor de Dios - aun en medio de la prueba. Y, como hijos de Dios, no tiene la misma importancia lo que decimos acerca de Dios como lo que hacemos para manifestar su amor. Las Fronteras del Dolor y el Pecado Primero, es evidente a partir de las Escrituras que cuando sufrimos no es antinatural experimentar el dolor emocional, ni es poco espiritual expresarlo. Es de destacarse, por ejemplo, que hay prácticamente la misma cantidad de salmos de lamentación como salmos de alabanza y agradecimiento, y estos dos sentimientos se encuentran mezclados en muchos lugares (cf. Salmos 13:88). Por cierto, el salmista nos alienta a "derramar nuestros corazones ante Dios" (Salmo 62:8). Y, cuando lo hacemos, podemos estar seguros que Dios entiende nuestro dolor. Jesús mismo sintió agudamente el lado doloroso de la vida. Cuando Juan el Bautista fue decapitado se dice que "se retiró a un lugar desierto y apartado" obviamente acongojado por su pérdida (Mateo 14:13). Y cuando murió su amigo Lázaro, se registra que Jesús lloró abiertamente ante su tumba (Juan 11:35). Aun cuando estaba comprometido a seguir la voluntad de su Padre hasta la cruz, confesó estar lleno de tristeza en el alma al contemplarla (Mateo 26:38). Con razón Jesús fue llamado

"varón de dolores, experimentado en quebranto" (Isaías 53:3); y nosotros seguimos en sus pasos cuando reconocemos sinceramente nuestro propio dolor. Cruzamos la raya, sin embargo, de la pena al pecado cuando permitimos que nuestra congoja apague nuestra fe en Dios, o cuando seguimos el consejo que le ofreció la esposa a Job cuando le dijo que "maldijera a Dios y se muriera" (Job 2:9b). En segundo lugar, cuando sufrimos deberíamos obtener alguna consolación de la reflexión sobre las Escrituras que nos aseguran que Dios conoce y se preocupa por nuestra situación, y promete estar con nosotros para consolarnos y sostenernos. El salmista nos dice que "cercano está Jehová a los quebrantados de corazón" (Salmo 34:18), y que cuando andemos por "el valle de sombra de muerte" es cuando su presencia nos es prometida en forma especial (Salmo 23:4). Hablando a través de su profeta, Isaías, el Señor dijo, "¿Se olvidará la mujer de lo que dio a luz, para dejar de compadecerse del hijo de su vientre? Aunque olvide ella, yo nunca me olvidaré de ti" (Isaías 49:15). ¡Él se ocupa más de nosotros que una mujer que está amamantando a su hijo! Es de Aquél que conocemos como el "Padre de misericordias y Dios de toda consolación" que habla Pedro cuando nos invita a echar nuestra ansiedad sobre Él, "porque Él tiene cuidado de nosotros" (1 Pedro 5:7). ¡Nuestros cuidados son su preocupación personal! Odiamos el dolor, especialmente cuando aflige a aquellos que amamos. Sin embargo, sin él, los enfermos no irían al médico, los cuerpos cansados no descansarían, los criminales no temerían a la ley, y los niños se reirían de la corrección. Sin la acusación de la conciencia, la insatisfacción diaria del aburrimiento o el anhelo vacío de significación, los seres humanos, que fueron creados para encontrar satisfacción en un Padre eterno, se conformarían con mucho menos. El ejemplo de Salomón, atraído por el placer y enseñado por su dolor, nos muestra que hasta los más sabios entre nosotros tendemos a alejarnos del bien y de Dios hasta que nos detenemos frente al dolor que causan nuestras malas decisiones (Eclesiastés 1-12; Salmo 78:34,35; Romanos 3:10-18).

Miedo ante el sufrimiento. Si alguien, de quien se pudiera suponer que sufre menos que otros, hablase sobre el sufrimiento, se le podría objetar: «para ti es fácil hablar; deberías antes pasar por una situación de verdadero sufrimiento: se te acabaría entonces el discurso». Pero ésta no es tampoco una réplica razonable, pues si yo sufriera de manera extrema por un instante, me encontraría entonces, de hecho, en una situación en la que nada podría decir sobre el sentido del sufrimiento. Con todo, cuando hablamos del sufrimiento no lo hacemos necesariamente como un ciego pudiera hablar del color. Es decir, no hay límites exactos entre sufrir y no sufrir; y no los hay, porque al hombre -como

dijo Thomas Hobbes –(filosofo ingles del siglo XVII famoso por sus teorías políticas y sociales) el hambre futura ya le convierte hoy en un hambriento. Tenemos miedo del sufrimiento, y ya ese mismo miedo es sufrimiento. Si yo estuviese hablando solo de un dolor físico que en este momento no tengo, o que quizá no he tenido nunca, entonces hablaría como un ciego habla del color. Pero el sufrimiento es algo distinto del dolor físico. El temor ante el dolor físico es, tal vez, con frecuencia, peor que el propio dolor. Y siendo esto así, el miedo ante el sufrimiento es con frecuencia miedo del miedo. El temor ante la muerte no es en realidad miedo a estar muerto, sino miedo ante la situación en la que «mi corazón se llenará del máximo temor». Sufrir es un fenómeno complejo. El dolor físico, el malestar, la sensación de desagrado, no son idénticos al sufrimiento. Hay un grado moderado de dolor físico que de ningún modo podemos denominar sufrimiento, pues tiene, en la coherencia total de la vida, un sentido claramente conocido, una función biológica, y lo aceptamos sin objeción. El hambre, por ejemplo, tiene el sentido de mover a un ser vivo a que se preocupe por la comida. Una sensación aguda de hambre no supone ningún sufrimiento para el que sabe que, dentro de cinco minutos, se sentará ante una mesa bien provista. Sin embargo, la misma hambre es un sufrimiento para otra persona que sabe que, en un tiempo razonable, no va a tener nada que comer. Al hambre se le junta el miedo de un hambre mayor. El hambre pierde su sentido funcional allí donde ella es muy grande: se convierte entonces en sufrimiento. ¿Por qué Dios permite tanto sufrimiento? Según reza el adagio castellano, no todos los ojos lloran en un día, pero todos lloran algún día. Gran verdad. Vivimos en un mundo de sufrimiento y nadie puede evitarlo por completo. Constantemente nos amenazan el dolor físico causado por enfermedad o por accidente y la angustia no menos dolorosa causada por quebrantos materiales o pérdida de seres queridos, por problemas familiares, por el abandono o la soledad, el desamor, el temor a un futuro incierto, ofensas recibidas, dardos de malevolencia, complejos torturadores, grandes frustraciones, o la inquietud que genera la situación del mundo, atormentado por la violencia y corroído por la injusticia y la ambición. El Señor tenia razón cuando dijo: «En el mundo tendréis aflicción...» ( Juan. 16:33). Tan penosa realidad ha suscitado infinidad de veces la pregunta: «¿Por qué? Si Dios es Todopoderoso y un Dios de amor, ¿por qué permite tanto sufrimiento?» El problema resulta tan angustioso como inexplicable, especialmente cuando la persona que sufre nos parece que no merece tal padecimiento. Eso fue lo peor del tormento de Job. Es desconcertante ver cómo los justos son azotados por la aflicción mientras que los impíos disfrutan plácidamente de bienestar ( Salmo. 73:37; 73:12). No debe extrañar que cuando un creyente fiel se ve azotado por el vendaval del sufrimiento se pregunte tan perplejo como dolorido: ¿Por qué a mí? ¿Qué sentido tiene esta experiencia? Hemos de reconocer que nos hallamos ante un misterio. Misterio son muchas manifestaciones de la providencia de Dios. Haremos, pues, bien en

no precipitarnos a dar respuestas fáciles a los grandes interrogantes que la teodicea nos plantea. Sin embargo, la Palabra del Señor nos ayuda a entender mejor, lo que puede significar el sufrimiento. En algunos casos puede ser un medio del que Dios se vale para nuestra corrección y perfeccionamiento ( Salmo. 94:12-13; Hebreos. 12:6). Otras veces, como en la experiencia de Pablo, puede tener por objeto hacer patente nuestra debilidad, la necesidad de humildad y lo maravilloso de la gracia de Dios ( 2 Corintios 12:7-9). Pero probablemente las más de las veces el sufrimiento tiene como finalidad la purificación y robustecimiento de nuestra fe ( 1 Pedro 1:6-7), así como la maduración espiritual ( Santiago 1:2-4; Romanos 5:3-5). Por otro lado la tribulación nos capacita para consolar y ayudar a quienes también están atribulados ( 2 Corintios 1:3-4), que no son pocos. De este modo, en un mundo tan atormentado por el dolor, el creyente puede ser canal por el que fluya hacia otros la consolación divina y el coraje para superar la punzada de las pruebas. No menos iluminador es el hecho de que, como alguien ha dicho, «Dios usa la aflicción como preludio a la exaltación del creyente». No olvidemos el texto ya mencionado de 1 Pedro 1:7. Pablo es igualmente explícito cuando afirma que «esta leve tribulación momentánea produce en nosotros un cada vez más excelente y eterno peso de gloria» ( 2 Corintios 4:17), «pues tengo por cierto que las aflicciones del tiempo presente no son comparables con la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse» ( Romanos 8:18). Junto a todas estas consideraciones, y por encima de ellas, hay un hecho singular que ilumina el misterio del sufrimiento: la humillación y los padecimientos de Cristo. Empezaron éstos con su encarnación. Durante su ministerio público fue objeto de ultrajes, de menosprecio, de rechazamiento, de abandono, de soledad. Y en la hora cumbre de su vida: la cruz, con todo su horror físico y moral. Todo lo soportó. Todo lo superó. Tenía razón el profeta: «Despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en quebranto... fue menospreciado y no lo estimamos» ( Isaías 53:3). Pero todo concluyó con el triunfo de su resurrección. Entonces lo que había sido sufrimiento se trocó en reivindicación y gloria. De ese triunfo y de esa gloria quiere hacer partícipes a sus redimidos. Con él y por él podemos experimentar que el sufrimiento entraña bendición, y que finalmente a la tristeza le sucede el gozo ( Juan 16:20; Salmo 29:5). Bien podemos hacer nuestras las palabras de Pablo: «¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación, o angustia, o persecución, o hambre, o desnudez, o peligro, o espada?... Antes en todas estas cosas somos más que vencedores por medio de Aquel que nos amó. Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios que es en Cristo Jesús Señor nuestro.» ( Romanos 8:35-39). El problema del sufrimiento es uno muy difícil cualquiera sean nuestras creencias. Para muchos la existencia del dolor parece ser una objeción para creer en Dios.

De la mano de Dios, aprenderemos que, al menos en parte, la clave está en enfocar de manera correcta el sufrimiento. Debemos entender en primer lugar que mucho del sufrimiento existente es culpa de nosotros mismos. No de Dios. En segundo lugar, necesitamos entender que vivimos en un "mundo anormal," afectado seriamente por el pecado. Quizás lo más importante es, como hemos dicho, que el dolor puede tener su aspecto positivo. No como un medio de expiación de nuestros pecados, sino como vehículo de crecimiento La transformación del sufrimiento en bendición, como en el caso de la muerte de Jesucristo, es un elemento a considerar en la perspectiva cristiana. Perspectiva de fe y esperanza, aún en medio del dolor. Una experiencia universal No pareciera del todo real la idea de que todos los humanos vivimos en un valle de lágrimas, donde todos suspiramos “gimiendo y llorando”. Muchas personas disfrutan a lo largo de su vida de múltiples goces y se sienten satisfechas de su existencia. Sin embargo, difícilmente podría encontrarse una sola que, tarde o temprano, no haya tenido días de angustia y sufrimiento. Algunos seres humanos incluso parecen haber nacido para el padecimiento; sus males tienen apariencia de crónicos. Lo normal es vivir períodos más o menos largos de relativo bienestar y, de pronto, vernos azotados por circunstancias, físicas o morales, intensamente dolorosas: una enfermedad grave, propia o de algún ser querido; la perspectiva de una operación quirúrgica de alto riesgo; un accidente de circulación que ha costado la vida al hijo, al hermano, al amigo, o los ha dejado penosamente lesionados para el resto de su vida; el hijito nacido con importantes deformaciones o minusvalías; la persona amada cuya vida va extinguiéndose paulatinamente bajo los efectos irreversibles del cáncer, de la enfermedad de Alzheimer, etc.; la situación de desamparo en que vive una mujer con sus hijos, abandonados despiadadamente por un esposo y padre egoísta; la aflicción causada por el desempleo, la penuria, el fracaso reiterado en todos los intentos de abrirse camino honradamente en la vida, los males causados por las injusticias y la agresividad de los hombres: opresión, guerras, torturas, violaciones, o por enfermedades mentales, alcoholismo, drogas, sida.... Aun no compartiendo la filosofía budista en lo tocante a la necesidad de suprimir los deseos, debe reconocerse que Buda coincide con Job cuando en su famoso sermón en Benarés decía: “El nacimiento es dolor, la vejez es dolor, la muerte es dolor, la unión con lo que aborrecemos es dolor, la separación de aquello que amamos es dolor, no obtener lo que deseamos es dolor...” así también Job se lamentaba diciendo: “ El hombre nacido de mujer, corto de días y harto de sinsabores” (Job 14:1). Cómo enfocar el sufrimiento. Aun a riesgo de simplificar en exceso, puede decirse que hay dos maneras de hacer frente al sufrimiento. Corresponden a dos concepciones distintas del universo y de la existencia humana. Una es la inspirada en una filosofía materialista, según la cual todo cuanto acontece en nuestra vida es

resultado de un destino ciego, producto del azar. La otra es la que corresponde a la concepción cristiana. Ante la primera sólo caben dos actitudes: la resignación o la resistencia desesperada. En el fondo la disyuntiva hamletiana: “Ser o no ser”, “sufrir los golpes y dardos de la insultante fortuna o tomar las armas contra un piélago de calamidades...” La resignación ya fue predicada por los antiguos estoicos de Grecia y Roma, según los cuales el bien máximo consiste en ser indiferente tanto al placer como al dolor, con total exclusión de los afectos. Pero ¿quién es capaz de tal indiferencia? ¿Quién se conforma con los males acarreados por un azar adverso? Quizá sólo los pusilánimes. Más “normal” es la reacción de resistencia, de negación incluso, con su indignado rechazo de la realidad dolorosa. Desgraciadamente, la negación y toda resistencia resultan inútiles. El mal prosigue su obra despiadadamente destruyendo a sus víctimas. La concepción cristiana del sufrimiento y de cuanto acaece en nuestra vida lo presenta todo dentro del marco de la providencia de un Dios sabio y amoroso. Al final todo es iluminado, aunque de momento deja sin contestar preguntas y sin aclarar algunos de los misterios implícitos en el gobierno divino del universo. Pero no podemos pasar por alto el gran problema que plantea la teodicea cristiana (área de la teología que se ocupa del problema del origen y la persistencia del mal en el mundo, y de la relación de Dios con el mal). Una seria objeción Es casi tan antigua como las creencias religiosas: “Si Dios existe, ¿porqué permite que suframos, a menudo de modo aparentemente injusto?” ¿Cómo armonizar su bondad con el dolor humano? Ha llegado a popularizarse la “lógica” de los ateos: “Si Dios es bueno y no acaba con el mal en el mundo demuestra que no es omnipotente. Si puede acabar con el sufrimiento y no lo hace, no es bueno”. Particularmente sensibles a esta cuestión han sido los pensadores existencialistas (especialmente Camus). El gran teorizante del anarquismo, Bakunin, llegó a exclamar: “Si Dios existiese, habría que destruirlo”. Indudablemente hay mucho de misterioso en lo que Dios hace o permite en el curso de la vida de individuos o pueblos. Y no sorprende que muchos hallen en ello un escollo insalvable contra el que se estrella la fe. Resulta estremecedor el testimonio del judío Elie Wiesel (premio Nobel de la paz, 1,995), quién a los dieciséis años llegó al campo de concentración nazi de Buchenwald el mismo día en que, al anochecer, su madre y su hermana eran aniquiladas en el crematorio: “Nunca olvidaré aquella noche... Nunca olvidaré aquellas llamas que consumieron mi fe para siempre”. Si a los horrores de Buchenwald y Auschwitz, añadimos la horripilante destrucción de Hiroshima y Nagasaki, la crueldad reinante en los campos de trabajo soviéticos, o las salvajadas cometidas más recientemente en Bosnia o Ruanda, sentimos una profunda consternación. Sí, debemos admitir que la existencia del sufrimiento, al igual que la permisión de la injusticia, tiene mucho de misterio, y sería absurdo pretender la posesión de explicaciones fáciles para aclararlo. Se trata de una de las

cuestiones más espinosas a que ha de hacer frente la apologética cristiana. Sin embargo, de la revelación bíblica surgen destellos luminosos que nos guían en medio de la oscuridad. Vivimos en un mundo anormal. No debe perderse de vista que tal vez el noventa por ciento, o más, de los sufrimientos son causados por el hombre mismo, por su imprudencia o por su maldad. El conductor de un coche no respeta los límites de velocidad y se mata al estrellarse en una curva. ¿Puede hacerse responsable a alguien que no sea él mismo y su temeridad? Los millones de víctimas de la guerra con sus secuelas de hambre, exilio, encarcelamientos, torturas, violaciones, muerte... ¿no sufren a causa de la ambición, la soberbia y la inmoralidad de quienes desencadenan el conflicto? ¿Qué razón hay para culpar de todo a Dios? Pero aún en los casos en que el sufrimiento no deba achacarse a torpeza o perversión humanas, no tenemos motivo para hacer a Dios responsable de él. Vivimos en un mundo en el que el orden armonioso del principio ha sido alterado; y el actual “orden” natural — más bien desorden — incluye diversas formas de mal, tanto físico como moral. Dios, de momento, lo permite, a veces de modo que parece injusto. En algunos casos se abstiene de evitarlo, dejando que los acontecimientos sigan su curso según la relación de causa a efecto. Con todo, es mucho más lo que, en su providencia, hace para impedirlo. Sólo Él sabe cuantas veces ha intervenido para evitar la desgracia. En no pocos casos, lo que humanamente parecía una horrible desgracia ha abierto una nueva perspectiva de la vida, que se ha hecho más plena, más enriquecedora. Pensemos en un caso particular. Un matrimonio magnífico, vivió hace años la amarga experiencia de la enfermedad de Alzheimer que sufrió el esposo, todavía joven. Al deterioro mental de éste siguió su proceso irreversible hasta que su vida se convirtió en un simple vegetar. Finalmente, la muerte. Sólo quienes han tenido experiencias semejantes pueden hacerse una idea de lo que la familia, especialmente la esposa sufrió. Humanamente había motivos para derrumbarse. Pero ella era — y es — una fiel cristiana. Robustecida por la Palabra y la gracia de Dios, que dejó de pensar en sí misma para pensar en la multitud de familias que pasan dolorosamente por el mismo camino que ella había recorrido. Sintió como vocación divina el impulso de hacer algo para ayudar a tales familias, y como resultado de ese sentimiento promocionó la formación de la Asociación de Familiares de Enfermos de Alzheimer de Cataluña, de la que ha sido presidenta durante diez años. Sólo Dios sabe el bien que tal asociación ha hecho orientando y ayudando a incontables familias que padecen los efectos de la devastadora enfermedad. El ejemplo mencionado no es único. Hay con seguridad, muchos más. Creyentes que han sido triturados por el sufrimiento, que han visto truncados los planes de su vida; pero no han caído en la desesperación. No se han deshecho en execraciones y maldiciones. No han alzado airadamente el puño contra el cielo. Han aceptado lo determinado por la providencia divina.

Se han puesto en las manos de Dios y, a semejanza del “grano de trigo que cae al suelo y muere, pero lleva mucho fruto” (Juan 12:25), han iniciado una vida nueva en forma de ministerio en favor de los atribulados. Mucho mejor que autolacerarse lamentando la desgracia, ya irreparable, es mirar arriba y adelante. No es fácil, pero es necesario. La vida puede tener aún muchas sorpresas bellas... y provechosas para las personas que viven a nuestro alrededor. Vale la pena seguir viviendo con coraje y esperanza. Sentido del Sufrimiento La palabra ''sufrimiento'' deriva del término latino ''suferre'' o ''subferre'', y significa soportar: El sufridor es el que soporta cargas. El dolor, aunque es de naturaleza principalmente física, está íntimamente ligado al sufrimiento, que es algo más que dolor del cuerpo. Usualmente, el sentido de ambos términos es intercambiable. Al fin y al cabo, la experiencia de dolor y sufrimiento afecta a toda la persona, a su cuerpo y a su alma, a su espíritu encarnado. El dolor humano es una realidad innegable y además plena de sentido. Pero si el ideal de la vida presente se pone en una vida sin dolor, entonces es imposible entender el sentido. A veces se piensa que el sufrimiento debe por todos los medios evitarse y, si por desgracia sobreviene, sirve, por así decir, únicamente para suprimirlo. Es algo tan negativo para muchos que ni se plantean que pueda tener algún sentido. En el orden de la naturaleza, el sufrimiento y el dolor, especialmente si es un dolor grave y crónico, son un mal que atacan nuestra integridad como seres humanos ordenados, limita nuestra libertad e independencia y desarrolla en la mayoría de nosotros sentimientos de rabia, rechazo, culpa y miedo a la alienación y a la marginación. Como mal que es, debe ser evitado y hay que luchar contra él. Pero como es una parte inevitable de nuestra vida en la Tierra (se mete en nuestras vidas antes o después), se nos pide que lo afrontemos humanamente, es decir, razonable y responsablemente, con coraje y esperanza. La palabra clave de nuestra fe no es sufrimiento, sino amor. Y el amor hace que el sufrimiento también tenga sentido. Para el cristiano, llevar la cruz (no aquella que trae “salvación” por el mero hecho de sufrir) a lo largo de la vida es una condición propia del discípulo (cf. Marcos 8:34; Lucas 9:23). El sufrimiento es realmente misterioso en su origen. ¿Cómo relacionar el sufrimiento con un Dios todo bondad y omnipotente? Lo cierto es que el Dios de Nuestro Señor Jesucristo no es vengativo ni masoquista, sino el Padre compasivo del hijo pródigo. Creemos que Dios es amor (I Juan 4:16) y que hay un Cielo. Dios no se alegra de nuestras enfermedades; de hecho, en su hijo Jesucristo, compartió el sufrimiento con nosotros. La única respuesta a esa cuestión está en Cristo en la cruz. Por amor, Cristo murió por toda la humanidad. Él no rehuyó el sufrimiento y la muerte. De este modo, el sufrimiento se puede convertir en un camino para encontrar a Dios. Con la gracia de Dios y nuestra cooperación, la cruz puede

pasar de ser un lugar de dolor y sufrimiento a ser un encuentro con el Salvador. El sentido más profundo del misterio del sufrimiento es el sufrimiento redentor y salvífico de Cristo, tal como lo expresa Pablo (Colosenses 1:24). La pregunta por el sentido o la significación del dolor y los intentos de interpretación son de todos los tiempos desde que el hombre ha sido capaz de reflexión. ¿Por qué sufrimos?, ¿Por qué sufren los inocentes?, ¿ Cómo se compagina la existencia de Dios con la realidad del dolor y del mal. Generalmente se ha identificado el dolor con el mal, aunque no es tan claro que puedan siempre identificarse, porque no todo en el dolor es a la postre, negativo. Los accidentes de la Naturaleza, el paso del tiempo, las enfermedades, las contradicciones de la vida, las violencias, las injusticias, todo el cúmulo del dolor real que hay en la vida pueden, con la interacción de Dios, elevarnos y colaborar a una más perfecta realización de cada persona. El dolor para que sea fecundo tiene que estar movido por el amor. Sin el amor, que nos enseña con el ejemplo Cristo, el dolor permanece estéril. Los sufrimientos de las personas posibilitan a los cristianos, el ejercicio de la comprensión, de la tolerancia, de la ayuda, del sacrificio, de la gratitud y, sobre todo, el amor que es el factor más personalizante. El haber sufrido capacita al hombre para comprender a los demás. Cuando se sufre con fortaleza, el dolor confiere a la persona una madurez psicológica, es aun, fuente de sabiduría y experiencia. Una civilización que no asume el sufrimiento tampoco sabe vivir, y esa incapacidad tiene efectos antropológicos y sociales peligrosísimos. Puede generar la indiferencia, la incapacidad de solidaridad, de reconocer al otro como. Pero, estas consideraciones sobre los valores positivos del dolor no tienen nada que ver con el masoquismo que es una perversión del sufrimiento ya que lo convierte en placer por el dolor. El masoquismo hace del sufrimiento un fin en lugar de un medio. Cuando se dice que Cristo con su misión, toca el mal en sus mismas raíces, nosotros pensamos no sólo en el mal y el sufrimiento definitivo, escatológico (para que el hombre «no muera, sino que tenga la vida eterna»), sino también -al menos indirectamente- en el mal y el sufrimiento en su dimensión temporal e histórica. El mal, en efecto, está vinculado al pecado y a la muerte. Y aunque se debe juzgar con gran cautela el sufrimiento del hombre como consecuencia de pecados concretos (esto indica precisamente el ejemplo del justo Job), sin embargo, éste no puede separarse del pecado de origen, de lo que Juan el apóstol llama «el pecado del mundo»(Juan.1:29), del trasfondo pecaminoso de las acciones personales y de los procesos sociales en la historia del hombre. Si no es lícito aplicar aquí el criterio restringido de la dependencia directa del sufrimiento con el pecado (como hacían los tres amigos de Job), sin embargo no se puede ni siquiera renunciar al criterio de que, en la base de los sufrimientos humanos, hay una implicación múltiple con el pecado.

La Palabra de Dios da un sentido trascendente al sufrimiento. “Porque esta leve tribulación momentánea produce en nosotros un cada vez más excelente y eterno peso de gloria” (2 Corintios 4:17). Por supuesto, no significa este texto bíblico que — como piensan muchos — con nuestros sufrimientos acumulamos méritos válidos para nuestra salvación. Los únicos sufrimientos con méritos para salvarnos son los de Cristo en la cruz. Pero el dolor nos ayuda a liberarnos de los apegos temporales y a vivir más en consonancia con nuestro destino eterno. Tal experiencia permite que el cristiano, aun en medio de las más adversas circunstancias, pueda mantenerse “gozoso en la esperanza y sufrido en la tribulación” (Romanos 12:12). La esperanza cristiana ilumina todo el futuro de la vida en la tierra y nuestro destino más allá de la muerte. Su base es la palabra de Cristo: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá.” (Juan 11:25). El Nuevo Testamento abunda en referencias al glorioso destino eterno de los redimidos. Muchas veces ha sido solo a través de agudos padecimientos que muchas personas han reflexionado seriamente sobre el sentido de la vida y de la muerte. Su reflexión, guiada por el Evangelio, las ha llevado a Dios en una experiencia de auténtica conversión. Y en Dios han encontrado la plenitud de la vida, con la dimensión trascendente que la enriquece, con el poder que las mantiene en esferas de paz y vigor aun en las oscuras profundidades del sufrimiento. ¿Subsisten las sombras del misterio en torno al dolor humano? Indudablemente. Pero esas sombras no tienen necesariamente que impedirnos reconocer a Dios como un Dios de amor, aun entre las nieblas de nuestras dolorosas experiencias. Pese a todo, aún hay motivos para asumir lo que escribió un joven judío en un muro del gueto de Varsovia durante la segunda guerra mundial: Creo en el sol aunque no luce. Creo en el amor aunque no lo siento. Creo en Dios aunque no lo veo.

LOS BENEFICIOS DEL DOLOR Para muchos parecerá un título ridículo en la situación hedonista en la que hoy nos toca vivir. Para personas que pasan buena parte de su existencia buscando todo lo que pueda producir placer y huyendo, cual alma en pena, de todo lo que huela a sufrimiento o dolor, hasta puede parecerles sarcástico. Pero tratando de ver la vida serenamente, el dolor también tiene sus beneficios. No estamos diciendo que debamos desear el dolor, estas páginas no son un canto al masoquismo, sólo estamos hablando de los beneficios que podemos sacar en situaciones que, seamos realistas, van a ser inevitables en nuestras vidas.

Por ello y para darle una forma didáctica a lo que hemos venido diciendo respecto al significado del sufrimiento y su lado positivo, podríamos resumir entonces algunas de esas ideas y tratar de señalar aquellos aspectos valiosos que podemos encontrar a través del sufrimiento en nuestras vidas, que como titulamos este articulo, si es posible ver bendiciones en las heridas. •

¿Algo anda mal en nuestras vidas? La primera bendición, es llamar la atención acerca de la realidad de que algo está mal en nuestras vidas. Así también lo afirma C.S. Lewis. Este autor cristiano afirma que “Dios nos susurra en nuestros placeres, habla a nuestra conciencia, pero grita en nuestros dolores.” El dolor, el sufrimiento y el padecimiento son los megáfonos que Dios usa muchas veces para llamarnos la atención. El sufrimiento muchas veces ocurre como consecuencia de las acciones de otros. Pero tiene la habilidad de revelar lo que está en nuestros propios corazones. Nuestra capacidad de sentir amor, misericordia, ira, envidia y orgullo puede dormir hasta verse despertada por las circunstancias. La fortaleza y la debilidad de corazón se manifiestan, no cuando todo va como deseamos, sino cuando las llamas del sufrimiento y la tentación prueban nuestro carácter. Así como el oro y la plata se refinan por el fuego, y como el carbón necesita tiempo y presión para convertirse en diamante, el corazón humano se revela y se desarrolla al soportar la presión y el calor del tiempo y las circunstancias. La fortaleza y temple del carácter se muestra, no cuando todo está en orden en nuestro mundo, sino en la presencia del dolor y el sufrimiento que experimentamos.



Concientes de nuestra humana debilidad. Una segunda bendición es que nos hace conscientes de nuestra propia y finita realidad como seres humanos. El dolor y el sufrimiento acaban con nuestra autosuficiencia y orgullo. Nos obligan a enfrentarnos a la realidad de que somos impotentes, frágiles y limitados. Al experimentar los sufrimientos, nos sentimos vulnerables y necesitados, a menudo, desamparados y sin fuerzas: ¡Que no lo podemos todo! Nadie escogería el dolor y el sufrimiento. Pero cuando no hay opción, hay una fuente de consolación. Los desastres naturales y los tiempos de crisis nos unen. Los huracanes, los fuegos, los terremotos, las revueltas, las enfermedades y los accidentes tienen el poder de volvernos en sí. De repente recordamos que nosotros mismos somos mortales y que las personas son más importantes que las cosas. Recordamos que sí nos necesitamos los unos a los otros y que, sobre todo, necesitamos a Dios. Cada vez que descubrimos la consolación de Dios en nuestro propio sufrimiento, nuestra capacidad de ayudar a otros aumenta. Esto es lo que el apóstol Pablo tenía en mente al escribir: «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, padre de misericordias y Dios de toda consolación, el cual nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que podamos también nosotros consolar a los que

están en cualquier tribulación, por medio de la consolación con que nosotros somos consolados por Dios» (2 Corintios 1:3,4). Con el tiempo, nuestro trabajo y opiniones son menos solicitados. Nuestros cuerpos se desgastan. Gradualmente sucumben a la obsolescencia inevitable. Las articulaciones se endurecen y duelen. Los ojos se oscurecen. La digestión se vuelve más lenta. Dormir se hace más difícil. Los problemas se vuelven cada vez mayores mientras las opciones son cada vez menos. Sin embargo, si la muerte no es el fin sino el inicio de un nuevo día, la maldición de la vejez también es una bendición. Cada dolor nuevo hace a este mundo menos interesante y la vida por venir más atractiva. En su propia forma, el dolor prepara el camino para una partida más honrosa. •

Volvernos a Dios. El tercero de los beneficios es que el dolor y el sufrimiento pueden llevarnos de vuelta a Dios. Nuestra fragilidad, incapacidad y vulnerabilidad pueden ser nuestros guías directos hacia el Señor. El aceptar la realidad de nuestra incapacidad, impotencia y finitud nos puede abrir las puertas a reforzar nuestro caminar, nuestra dependencia y nuestra experiencia del Señor. Si la muerte es el fin de todo, entonces una vida llena de sufrimiento no es justa. Pero si el fin de esta vida nos lleva al umbral de la eternidad, entonces las personas más afortunadas del universo son aquellas que descubren, a través del sufrimiento, que esta vida no es todo por lo que tenemos que vivir. Pablo afirma que mejor es estar con el Señor que permanecer en esta tierra: “Para mi el vivir es Cristo y el morir es ganancia” (Filipenses 1:21). Aquellos que se encuentran a sí mismos y al Padre eternp a través del sufrimiento no han malgastado su dolor. Han dejado que su pobreza, sufrimiento y hambre los lleven al Señor de la eternidad. Son los que descubrirán para su propio gozo eterno por qué Jesús dijo: «Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos» (Mateo 5:1-12; Romanos 8:18,19). El dolor puede ser decisivo para los no creyentes. Las personas se dirigían a Jesús impulsadas por su necesidad. El dolor puede hacer a un inconverso plenamente consciente de su realidad y su real necesidad: ¡Salvación!



Conocer la Gracia Divina. El cuarto beneficio es que el dolor y los padecimientos son medios para experimentar la gracia de Dios. Ante un dolor y sufrimiento inmenso Pablo recibió la respuesta: “Bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad.” (2 Corintios 12:9). Su gracia nos es prometida, pero no necesariamente para mitigar el dolor o suprimirlo, mas bien para que podamos glorificar a Dios con nuestra experiencia de una vida fortalecida en la prueba por medio del poder de su gracia. Dios promete darnos las fuerzas y la capacidad para poder vivir a través de las circunstancias, no para suprimirlas.



Probar Nuestra Fe. Un quinto es que el dolor prueba nuestra fe. El sufrimiento purifica nuestra fe y la hace más perfecta: “para que sometida a prueba vuestra fe, mucho más preciosa que el oro, el cual aunque perecedero se prueba con fuego, sea hallada en alabanza, gloria y honra cuando sea manifestado Jesucristo.” (1 Pedro 1:7). El bienestar, la salud, el placer, la comodidad y otras cosas por el estilo no favorecen que digamos el desarrollo de un carácter cristiano. Por el contrario, la prueba y la adversidad si que ayudan a madurar, crecer y fortalecernos espiritualmente. Sirva tan sólo como ejemplo la diferencia existente entre madurez de la iglesia de nuestros tiempos, perseguida en Irán, Cuba, China o Sudán y, la autocomplaciente iglesia de Europa Occidental y los Estados Unidos.

Conclusión Nadie ha sufrido más que nuestro Padre celestial. Nadie ha pagado un mayor precio por permitir el pecado en el mundo. Nadie se ha contristado más continuamente por el dolor de una raza descarriada. Nadie ha sufrido como Aquel que pagó por nuestro pecado en el cuerpo crucificado de su propio Hijo. Nadie ha sufrido más que Aquel que, cuando abrió los brazos y murió, nos mostró cuánto nos amaba. Es este el Dios que, al acercarnos en el dolor y la prueba, nos pide que confiemos, El tomara tu carga y aliviara tu pesar.(1 Pedro 2:21; 3:18; 4:1; Mateo 11:28-30) Muchos tenemos las cicatrices de un pasado doloroso. Algunas son causadas por nuestros pecados, pero algunas son la huella de Dios que nos ha sostenido con fuerza para que no caigamos en las garras del mal. Recuerda que si te ha dolido alguna vez el alma, si has sufrido, es porque Dios, te ha agarrado muy fuerte para que no caigas. "PORQUE TODO LO QUE SUCEDE ES PARA BIEN DE LOS QUE AMAN A DIOS"

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