CoplestonHegel El Absoluto es la totalidad, la realidad toda, y esta totalidad es también un proceso. En otras palabras, el Absoluto es un proceso de autorreflexión: la realidad llega a conocerse a sí misma, y lo hace en y a través del espíritu humano. La naturaleza es una condición necesaria previa de la conciencia humana en general, y proporciona la esfera de lo objetivo sin la cual no puede existir la esfera de lo subjetivo. Pero ambos son momentos de la vida de lo Absoluto. En la naturaleza, el Absoluto penetra, por así decirlo, o se expresa a sí mismo en la objetividad. Para Hegel no puede decirse que la naturaleza sea irreal o simplemente idea en un sentido subjetivista. En la esfera de la conciencia humana, el Absoluto vuelve a sí mismo, es decir, al espíritu, y la reflexión filosófica de la humanidad es el autoconocimiento del Absoluto. Es decir, la historia de la filosofía es el proceso por el cual la razón llega a ver toda la historia del cosmos y toda la historia del hombre como autodesarrollo del Absoluto. También se puede plantear de esta manera. Hegel está de acuerdo con Aristóteles en que Dios es el pensamiento que se piensa a sí mismo, y en que este pensamiento autopensante es el telos o fin que conduce al mundo a su causa final. Pero mientras el pensamiento que se piensa a sí mismo de Aristóteles es, digamos, una autoconciencia ya constituida que no depende del mundo, el pensamiento que se piensa a sí mismo de Hegel no es una realidad trascendente sino el conocimiento que el mundo tiene de sí mismo. Todo el proceso de la realidad es un movimiento teleológico hacia la realización del pensamiento autopensante, y, en este sentido, el pensamiento que se piensa a sí mismo es el telos o fin del universo. Pero se trata de un fin que es inmanente al proceso mismo. El Absoluto, el universo o totalidad, puede definirse, por supuesto, como pensamiento autopensante, pero es un pensamiento que llega a pensarse a sí mismo y en este sentido podemos decir, al igual que Hegel, que el Absoluto es esencialmente un resultado. Decir, por lo tanto, que el Absoluto es pensamiento que se piensa a sí mismo, es afirmar la identidad de lo ideal y lo real, de la subjetividad y la objetividad. Pero esto es una identidad-en-la-diferencia, no una identidad vacía e indiferenciada. El espíritu se ve a sí mismo en la naturaleza: ve a la naturaleza como la manifestación objetiva del Absoluto, como una manifestación que es la condición necesaria para su propia existencia. En otras palabras, el Absoluto se conoce a sí mismo como la totalidad, como el proceso completo de su devenir, pero al mismo tiempo conoce las distinciones entre las fases de su propia vida. Se conoce a sí mismo como una identidad-en-la-diferencia, como la unidad que comprende las fases distinguibles dentro de sí mismo. Ahora bien, tal como Hegel cree, como lo racional es lo real y lo real es lo racional, en el sentido de que realidad es el proceso necesario por el cual la razón infinita, el pensamiento autopensante, se realiza a sí mismo, podemos afirmar entonces que la naturaleza y la esfera del espíritu humano son el campo en el que se manifiesta la idea eterna o la esencia eterna. Es decir, podemos distinguir entre la idea o esencia que se realiza y el campo de dicha realización. Podemos entonces tener una panorámica de la idea eterna o logos manifestándose a sí mismo en la naturaleza y en el espíritu. En la naturaleza el logos se vuelca, por así decirlo, en la objetividad, en el mundo material, que es su antítesis. En el espíritu (la esfera del espíritu humano), el logos vuelve a sí mismo en el sentido de que se manifiesta a sí mismo como lo que es esencialmente. La vida del Absoluto comprende entonces tres fases principales: la idea lógica o concepto, la naturaleza, y el espíritu. Y el sistema filosófico se dividirá en tres partes principales: lógica, que para Hegel es la metafísica en tanto estudia la naturaleza de lo Absoluto “en sí mismo”; la filosofía de la naturaleza; y la filosofía del espíritu. Estas tres partes juntas forman la construcción filosófica de la vida del Absoluto. La filosofía debe, por supuesto, mostrar esta vida en forma conceptual, pues no hay otra forma en que pueda hacerlo. Y si la vida del Absoluto es un proceso necesario de autorrealización, esta necesidad ha de reflejarse en el sistema filosófico. Es decir, ha de demostrarse que el concepto A da lugar al concepto B. Y si el Absoluto es la totalidad, la filosofía debe ser un sistema autosuficíente, que demuestre el hecho de que el Absoluto es a la vez alfa y omega. Una filosofía verdadera y adecuada sería el sistema total de la verdad, la verdad completa, la perfecta reflexión conceptual de la vida del Absoluto. Será, de hecho, el conocimiento que el Absoluto tenga de sí mismo en y a través de la mente humana, la automediación de la totalidad. De aquí se deduce, en términos hegelianos, que no se podría comparar la filosofía del absoluto con el Absoluto, como si la primera fuera una relación puramente externa del segundo, de forma que tuviéramos que compararlos para ver si la filosofía se adaptaba a la realidad que describía. Porque la filosofía del absoluto sería el conocimiento que el Absoluto tiene de sí mismo. Pero si afirmamos que la filosofía ha de mostrar la vida del Absoluto en forma conceptual, surge enseguida una dificultad. El Absoluto es, como ya hemos visto, identidad-en-la-diferencia. Por ejemplo, es la identidad-en-la-diferencia del infinito y de lo finito, del Uno y de lo múltiple. Pero los conceptos de infinito y finito como del Uno y lo múltiple, parecen excluirse mutuamente. Si, por lo tanto, la filosofía funciona con conceptos claramente definidos, ¿cómo puede construir la vida de lo Absoluto? Y si opera con conceptos vagos y mal definidos, ¿cómo puede ser un instrumento apto para entender cualquier cosa? ¿No sería mejor decir, como hace Schelling, que el Absoluto trasciende el pensamiento conceptual? Para Hegel, esta dificultad surge a nivel de entendimiento (Verstand), pues el entendimiento plantea y fija perpetuamente conceptos estáticos de tal naturaleza que no puede superar las oposiciones que él mismo plantea. Tomando el mismo ejemplo que hemos dado ya, para el entendimiento los conceptos de lo finito y lo infinito están irrevocablemente
opuestos. Si finito, entonces no infinito; si infinito, entonces no finito. Pero la conclusión que se obtiene es que el entendimiento es un instrumento inadecuado para el desarrollo de la filosofía especulativa, no que la filosofía sea imposible. Está claro que si el término “entendimiento” se toma en un sentido amplio, la filosofía es un entendimiento. Pero si el término se toma en un sentido restringido (Verstand), la mente, funcionando de esta manera, no es capaz de producir el entendimiento (en el sentido amplio) que es, o debiera ser, característico de la filosofía. Hegel no tiene, desde luego, la intención de negar que el entendimiento, en el sentido de la mente funcionando como Verstand, tiene su cometido en la vida humana. En la práctica, a menudo es importante mantener conceptos y oposiciones claros. La oposición entre lo real y lo aparente podría ser algo a tener en cuenta. Además, gran parte del trabajo científico, tal como las matemáticas, está basado en el Verstand. Pero es diferente cuando la mente trata de captar la vida del Absoluto, la identidad-en-la-diferencia. No se puede entonces quedar satisfecho con el nivel de entendimiento que, para Hegel, es un nivel superficial. Hay que penetrar más profundamente en los conceptos, que son categorías de la realidad, y se verá entonces cómo un concepto dado tiende a ser o a provocar su contrario. Por ejemplo, si la mente piensa el concepto de infinito, lo ve perdiendo su rígida autosuficiencia y emergiendo el concepto de lo infinito. De igual forma, si la mente piensa realmente en el concepto de realidad como opuesto a la apariencia, verá lo absurdo o “contradictorio” de una realidad que no aparece ni se manifiesta a sí misma en modo alguno. Por otra parte, desde el punto de vista del sentido común y de la vida práctica, una cosa es diferente de todas las demás, es idéntica a sí misma y niega a todas las demás. Y mientras que no nos preocupemos de pensar lo que quiere decir en realidad, la idea tiene su utilización práctica. Pero una vez tratemos de pensarla realmente, veremos lo absurdo del concepto de una cosa por completo aislada, y obligados a negar la negación original. Así pues, en la filosofía especulativa, la mente ha de elevarse a sí misma desde el nivel del entendimiento, en un sentido estricto, al nivel del pensamiento dialéctico, que supera la rigidez de los conceptos del entendimiento y ve a un concepto generando o pasando a ser su contrario. Sólo así puede pensarse en captar la vida del Absoluto en el que un momento o fase pasa necesariamente a otro. Pero esto no es suficiente. Si para los conceptos intelectuales A y B están irrevocablemente opuestos, mientras que para la más profunda penetración del pensamiento dialéctico A pasa a B y B a A, tiene que haber una unidad superior o síntesis que los una sin anular sus diferencias. Y captar este momento de identidad-en-la-diferencia, es función de la razón (Vernunft). Así pues, la filosofía exige la elevación del entendimiento, a través del pensamiento dialéctico, al nivel de la razón o del pensamiento especulativo, que es capaz de aprehender la identidad-en-la-diferencia. Contradicción: a través de lo que él llama el poder de lo negativo, el concepto del entendimiento da lugar a una contradicción. Es decir, la contradicción implícita en el concepto se hace explícita cuando el concepto pierde su rigidez y autosuficiencia y pasa a convertirse en su contrario. Por otra parte, Hegel no duda en expresarse como si las contradicciones existieran no sólo en el pensamiento conceptual o discursivo, sino en las cosas mismas. Y, de hecho, esto tiene que ser así de alguna forma, si es cierto que la dialéctica es reflejo de la vida del Absoluto. Esta utilización de la palabra “contradicción” ha llevado a algunos críticos de Hegel a acusarle de negar el principio lógico de la no-contradicción, al decir que los conceptos o proposiciones contradictorias pueden darse juntos. Como refutación de esta acusación se ha señalado a menudo que, para Hegel, es precisamente la imposibilidad de satisfacerse con una clara contradicción lo que fuerza a la mente a buscar la síntesis en la que esta contradicción se supere. Esta respuesta, sin embargo, puede llevar a decir que Hegel no comparte la opinión de Fichte de que las contradicciones o antinomias que surgen en el curso del pensamiento dialéctico son mera apariencia. Por el contrario, insiste en su realidad. Y en la síntesis, se mantienen los llamados conceptos contradictorios. Puede responderse a su vez, sin embargo, que aunque se mantengan los conceptos no lo son en una relación de mutua exclusividad, ya que se muestran como momentos esenciales y complementarios de una unidad superior. Y en este sentido se resuelve la contradicción. Así pues, la simple afirmación de que Hegel niega el principio de no-contradicción, da una visión bastante inadecuada de la situación. Lo que hace Hegel es dar una interpretación dinámica del principio en lugar de la interpretación estática característica del nivel del entendimiento. El principio funciona en el pensamiento dialéctico, pero funciona como un principio de movimiento. Esta discusión podría prolongarse, pero sería inútil sin preguntar primero en qué sentido entiende Hegel el término “contradicción”, en tanto que se ocupa más en desentrañar su filosofía dialéctica que en hablar de una forma abstracta sobre el pensamiento dialéctico. Es importante notar que el resultado de dicha investigación es demostrar que Hegel no utiliza el término en un sentido preciso e invariable. A veces nos encontramos con una contradicción verbal. Así, se dice que el concepto de ser da lugar y se convierte en el concepto de no-ser, mientras que éste se convierte en el concepto de ser. Esta oscilación dialéctica da lugar al concepto de devenir que sintetiza el ser y el no-ser. Pero, como veremos en la sección dedicada a la lógica de Hegel, el significado de este funcionamiento dialéctico es claramente inteligible, estemos o no de acuerdo con lo que dice Hegel. En todo caso, en las llamadas contradicciones de Hegel se trata mucho más a menudo de conceptos contrarios que de contradictorios, propiamente dichos. La idea es que un contrario exige la existencia del otro, idea que, verdadera o falsa, no significa la negación del principio de no-contradicción. Por otra parte, los llamados conceptos contradictorios u opuestos pueden ser conceptos simplemente complementarios. Una abstracción unilateral evoca otra abstracción de la misma especie. Y la unilateralidad de cada una se supera en la síntesis. Además de esto, afirmar que todo es contradictorio quiere decir, a veces, que una cosa en un estado de completo aislamiento, aparte de sus relaciones esenciales, sería imposible y “contradictoria”. La razón no puede permanecer en la idea de una cosa completamente aislada y finita. Tampoco aquí se trata de negar el principio de no-contradicción.
Ni que decir tiene que cuando Hegel afirma que la filosofía es, o debería ser, un sistema deductivo necesario, no quiere decir en realidad que se trata de la misma clase de sistema deductivo que podría conseguirse con una máquina. Si lo fuera, pertenecería a la esfera del entendimiento más que a la de la razón. La filosofía se ocupa de la vida del espíritu absoluto, y discernir el desenvolvimiento de esta vida en la historia humana, por medio de una deducción a priori, es claramente insuficiente. El material empírico no puede proporcionarlo la filosofía, aunque es ella quien discierne el modelo teológico que informa este material. Al mismo tiempo, todo el movimiento dialéctico del sistema hegeliano debería, en teoría por lo menos, imponerse a la inteligencia humana por su propia necesidad interna. De lo contrario, el sistema no podría ser, como Hegel pretende, su propia justificación. A pesar de ello, está claro que Hegel llega a la filosofía con ciertas convicciones básicas, por ejemplo, que lo racional es lo real y que lo real es lo racional, que la realidad es la automanifestación de la razón infinita y que la razón infinita es el pensamiento que se piensa a sí mismo, que se realiza a sí mismo en el proceso histórico. Es cierto que lo que sostiene Hegel es que la verdad de estas convicciones está demostrada en el sistema. Pero también puede argüirse que el sistema depende realmente de ellas y que ésta es una de las principales razones por las que quienes no comparten, o por lo menos no están favorablemente dispuestos hacia las convicciones iniciales de Hegel, no se sienten demasiado impresionados por lo que podemos llamar confirmación empírica de su esquema metafísico general. Les parece que su interpretación del material está dirigida por un esquema preconcebido y que, incluso, si el sistema constituye un notable tour de force intelectual, demuestra, en el mejor de los casos, solamente sobre qué líneas hemos de interpretar los diversos aspectos de la realidad, si nos hemos decidido ya a que la realidad en su conjunto sea de una cierta naturaleza. Esta crítica sería invalidada si el sistema demostrara que la interpretación de Hegel sobre el proceso de la realidad era la única interpretación que satisfacía las exigencias de la razón. Pero es dudoso que esto se pueda demostrar sin dar a la palabra “razón” un significado que fuera una petición de principio de toda la cuestión. Tal vez se podría descuidar o pasar por alto la teoría hegeliana de la necesidad, inherente al desarrollo dialéctico del sistema, y considerar su filosofía simplemente como una de las formas posibles de satisfacer el impulso de la mente para obtener un dominio conceptual sobre toda la multiplicidad de los datos empíricos, o para interpretar el mundo en su conjunto, así como las relaciones del hombre con él. Podríamos entonces compararlo con otras interpretaciones a gran escala, o visiones del universo, y tratar de encontrar el criterio para elegir entre ellos. Pero, aunque este procedimiento podría parecer eminentemente razonable a mucha gente, no concuerda con la estimación que Hegel tiene de su propia filosofía, ya que, aunque él no creyera que su exposición del sistema filosófico fuera toda la verdad en su forma final, sí creía, sin duda, que se representaba el más alto estadio que el conocimiento del Absoluto había alcanzado de su propio devenir hasta la fecha. Tal vez parezca esto un concepto extraño en extremo, pero hemos de tener en cuenta que, para Hegel, el Absoluto es identidad-en-la diferencia. Lo infinito existe en y a través de lo finito, y la razón infinita o espíritu, se conoce a sí misma en y a través del espíritu finito o entendimiento. Pero no se puede decir que toda clase de pensamiento de la mente finita sea un momento del desarrollo del autoconocimiento del Absoluto infinito. Es el conocimiento que tiene el hombre de lo Absoluto lo que constituye el conocimiento que éste tiene de sí mismo. A pesar de ello, podemos afirmar que el conocimiento que tiene cada mente finita del Absoluto, es idéntico al que éste tiene de sí mismo, ya que éste trasciende cualquier mente finita o conjunto de mentes finitas. Platón y Aristóteles, por ejemplo, están muertos, pero, de acuerdo con la interpretación hegeliana de la historia de la filosofía, los elementos esenciales en sus respectivas captaciones de la realidad fueron incorporados y persisten todavía en el movimiento total dialéctico de la filosofía a través de los siglos. Y esto es el movimiento evolutivo, que es el conocimiento que el Absoluto tiene de su propio desarrollo. No existe aparte de las mentes finitas, pero, desde luego, no está confinado a ninguna mente o conjunto de mentes humanas.
La fenomenología de la conciencia. Podemos hablar, por lo tanto, de la mente humana que se eleva a una participación del autoconocimiento de lo Absoluto. Algunos escritores han interpretado a Hegel sobre unas coordenadas más o menos teístas. Es decir, han entendido que, para Hegel, Dios es perfectamente lúcido de sí mismo y completamente independiente del hombre, si bien el hombre es capaz de participar en este autoconocimiento. Por mi parte, creo que lo que quiere decir es que el conocimiento que tiene el hombre de lo Absoluto y el conocimiento de éste de sí mismo, son dos aspectos distintos de la misma realidad. Aun ateniéndonos a esta interpretación, podemos afirmar, sin embargo, que la mente finita se eleva a una participación en el autoconocimiento divino. Pues, como ya hemos visto, no todos los pensamientos e ideas de la mente humana pueden considerarse como momentos del autoconocimiento del Absoluto. No todo nivel de conciencia participa en la autoconciencia de lo divino. Para alcanzar esta participación, la inteligencia finita ha de elevarse al nivel que Hegel llama conocimiento absoluto. En este caso, sería marcar los sucesivos estadios de la conciencia desde el más bajo al más elevado de los niveles. Y esto es lo que hace Hegel en La fenomenología del espíritu, que puede describirse como una historia de la conciencia. Si consideramos el entendimiento humano y su actividad en sí mismos, sin relacionarlos con ningún objeto, nos encontramos con la psicología. Si, por el contrario, consideramos la mente como relacionada con un objeto, exterior o interior, tendremos la conciencia. Y, en este sentido, la fenomenología es la ciencia de la conciencia. Hegel comienza con la conciencia natural acientífica y continúa siguiendo el desarrollo dialéctico de esta conciencia, demostrando cómo los
niveles inferiores son subsumidos en los superiores, de acuerdo con una perspectiva más adecuada, hasta que alcanzan el nivel del conocimiento absoluto. En un cierto sentido, La fenomenología puede considerarse como una introducción a la filosofía. Es decir, traza sistemáticamente el desarrollo de la conciencia hasta un nivel en el que podemos llamarla, con propiedad, consciencia filosófica. Pero no se trata de una introducción a la filosofía en el sentido de ser una preparación externa para filosofar, ya que Hegel no creía que una introducción de este tipo fuera posible. En todo caso, la obra constituye un ejemplo extraordinario de la reflexión filosófica sostenida. Podemos considerarla como la conciencia filosófica reflejándose en la fenomenología de su propia génesis. Por otra parte, aun cuando la obra constituye en cierta medida una introducción al punto de vista requerido por el sistema hegeliano, se entrecruza con él. El sistema en sí encuentra el lugar apropiado para la fenomenología de la conciencia. La fenomenología contiene, a su vez, un plan general de gran parte de los temas que Hegel tratará más tarde con mayor amplitud, entre los que se encuentra el estudio de la conciencia religiosa. Por último, por mucho que se esfuerce la imaginación, La fenomenología no puede ser descrita como una introducción a la filosofía en el sentido de una filosofía-sin-lágrimas. Por el contrario, es una obra muy profunda y, a menudo, muy difícil de comprender. La fenomenología está dividida en tres partes principales, que corresponden a las tres fases más importantes de la conciencia. La primera de estas fases es la conciencia del objeto como cosa sensible que se opone al sujeto, y es a esta fase a la que Hegel da el nombre de “conciencia” (Bewusstsein). La segunda fase es la de la autoconciencia (Selbstbewusstsein), y aquí Hegel trata con gran amplitud el problema de la conciencia social. La tercera fase es la de la razón (Vernunft), a la que se representa como la síntesis o unidad de las fases precedentes en un nivel superior. En otras palabras, la razón es la síntesis de la objetividad y la subjetividad. Ni que decir tiene que cada una de estas divisiones de la obra posee sus subdivisiones. El procedimiento seguido por Hegel consiste en describir en primer lugar la actitud espontánea de la conciencia a un determinado nivel y proceder entonces a un análisis de la misma, como resultado del cual la mente se verá obligada a proceder a un nivel superior, que se considera como una perspectiva o actitud más adecuada. Hegel comienza por lo que él llama certeza sensible, que consiste en la captación acrítica, por medio de los sentidos, de los objetos particulares, que, para las conciencias ingenuas aparece no sólo como la forma más segura de conocimiento, sino también como la más rica. Un análisis adecuado muestra que se trata de una forma peculiarmente vacía y abstracta de conocimiento. La conciencia ingenua siente que a través de la aprehensión sensible se relaciona directamente con el objeto en cuestión, pero cuando tratamos de describir qué es lo que en realidad conocemos, es decir, definir el objeto con el que creemos estar en contacto directo, nos encontramos con que sólo podemos describirlo en términos universales aplicables también a otras cosas. Podemos, por supuesto, intentar apoderarnos del objeto utilizando términos tales como “éste”, “aquí y “ahora”, y acompañándolos quizá con gestos evidentes, pero al minuto siguiente, vemos que esos mismos términos pueden referirse a otros objetos. Está claro, dice Hegel, que es imposible dar a palabras como “éste”, un significado genuinamente particular, por mucho que deseemos e intentemos hacerlo así. Tal vez deberíamos decir que Hegel se está refiriendo solamente a un aspecto del lenguaje, y él sabe, por supuesto, que habla del lenguaje cuando se expresa de este modo, pero su preocupación más importante es la epistemológica. Quiere demostrar que el pretender que la “certeza sensible” es el conocimiento por excelencia carece de base, y extrae la conclusión de que este nivel de conocimiento, en su trayectoria hacia un conocimiento verdadero, ha de pasar por el nivel de la percepción para el que el objeto es algo concebido como centro de propiedades y caracteres bien definidos. Pero el análisis de este nivel de conciencia demuestra que no es posible, mientras nos quedemos simplemente a nivel de los sentidos, reconciliar de forma satisfactoria los elementos de unidad y multiplicidad postulables desde este punto de vista al considerar el objeto. Y la mente pasa, por lo tanto, por varios estadios hasta llegar al nivel del entendimiento científico que utiliza las entidades metafenoménicas o inobservables para explicar los fenómenos sensibles. Por ejemplo, la mente ve los fenómenos sensibles como la manifestación de las fuerzas ocultas, pero Hegel mantiene que no puede quedarse en este estadio y debe pasar sin más a la idea de las leyes. Las leyes naturales son formas de ordenar y describir los fenómenos pero no proporcionan ninguna explicación, por lo que no pueden realizar la función para la que se las requiere, es decir, no pueden explicar los fenómenos sensibles. Hegel no intenta negar, por supuesto, que el concepto de ley natural tenga una función útil que cumplir a un nivel apropiado, lo que dice es que no proporciona la clase de conocimiento que, a su parecer, busca la mente al aplicarla. Al final, la mente ve que todo el campo de los metafenómenos a que se ha recurrido para explicar los fenómenos sen sibles, es el producto del entendimiento mismo. La conciencia se vuelve a sí misma como a la realidad que está detrás de los fenómenos y se hace autoconsciencia. Hegel comienza con la autoconsciencia en forma de deseo (Begierde). El yo sigue ocupándose del objeto externo, pero lo característico de la actitud de deseo es que el yo subordine el objeto a sí mismo, tratando de utilizarlo para su satisfacción, de apropiárselo, incluso de consumirlo. Esta actitud puede demostrarse, por supuesto, con respecto a las cosas vivas y no-vivas, pero cuando el yo se enfrenta con otro yo, la actitud se desmorona, pues la presencia del otro es esencial en Hegel para la autoconciencia. La autoconciencia desarrollada puede surgir sólo cuando el yo reconoce la personalidad en sí mismo y en los demás. Ha de tomar la forma, por lo tanto, de una verdadera conciencia social o conciencia de nosotros, el reconocimiento a nivel de la autoconsciencia de la identidad-en-la-diferencia. Pero en la evolución dialéctica de esta fase de la conciencia, la autoconsciencia desarrollada no se alcanza inmediatamente. El estudio que hace Hegel de los estadios sucesivos constituye una de las partes más interesantes e influyentes de La fenomenología.
La existencia de otra persona es, ya lo hemos dicho, una condición de la autoconsciencía, pero la primera reacción espontánea de un ser enfrentado con otro, es afirmar su propia existencia como yo, en oposición al otro. Un ser desea anular o suprimir al otro como medio de afirmación triunfante de su propio yo; sin embargo, una destrucción real iría en detrimento de este mismo propósito, pues la conciencia de una persona requiere como condición, el reconocimiento de su personalidad por otro ser que también la tenga. De aquí surge la relación amo-esclavo. El amo es el que consigue el reconocimiento de otro, en el sentido de que se impone a sí mismo como valor del otro, y el esclavo es el que ve realizada en otro su propia personalidad. Paradójicamente, sin embargo, la situación de origen cambia, y tiene que hacerlo así debido a la contradicción latente en la misma. Por una parte, al no reconocer al esclavo como verdadera persona, el amo se priva a sí mismo del reconocimiento de su propia libertad, necesaria para el desa rrollo de la autoconciencia, se sumerge en una condición infrahumana. Por otra, el esclavo, al realizar la voluntad de su amo, se objetiva a través del trabajo que transforma las cosas materiales. Se forma, pues, a sí mismo y se eleva al nivel de verdadera existencia. [273] Está claro que el concepto de la relación amo-esclavo, tiene dos aspectos. Puede considerarse como una etapa en el desarrollo dialéctico de la conciencia, y también puede ser estudiada en relación con la historia; pero los dos aspectos distan mucho de ser incompatibles. La historia humana revela el desarrollo del espíritu, los esfuerzos del espíritu por alcanzar su objetivo. Por lo tanto, no debemos sorprendernos de que a partir de la relación amo-esclavo, en su primera fase, Hegel pase a una actitud o estado de conciencia, al que le da un nombre con asociaciones históricas explícitas, a saber, la conciencia estoica. En la conciencia estoica, las contradicciones inherentes a la relación amo-esclavo no se superan de una manera real; sólo se superan en la medida en que tanto el amo (simbolizado por Marco Aurelio) como el esclavo (simbolizado por Epicteto) se liberan en la interioridad y exaltan la idea de la verdadera libertad interior o autosuficiencia interna, dejando iguales las relaciones concretas. Como consecuencia de ello, según Hegel, esta actitud negativa hacia lo concreto y lo externo, pasa fácilmente a una conciencia escéptica para la cual sólo prevalece la persona mientras que todo lo demás se somete a duda y se niega. Pero la conciencia escéptica contiene una contradicción implícita, ya que es imposible para el escéptico eliminar la conciencia natural, y, así, la afirmación y la negación coexisten en la misma actitud. Cuando esta contradicción se hace explícita, nos encontramos con lo que Hegel llama la “conciencia infeliz” (das unglückliche Bewusstsein) que es una conciencia dividida. A este nivel, la relación amo-esclavo, que no fue superada con éxito ni por la conciencia estoica ni por la escéptica, vuelve en otra forma. En la propia relación amo-esclavo, los elementos de verdadera autoconciencia, reconocimiento del yo y libertad, tanto de uno mismo como del otro, estaban divididos entre dos conciencias individuales. El amo reconocía la personalidad y la libertad sólo en sí mismo y no en el esclavo, mientras que el esclavo la reconocía sólo en el amo, no en sí mismo. En la llamada conciencia infeliz, sin embargo, la división se produce en el mismo yo. Por ejemplo, el yo es consciente de un abismo entre un yo cambiante, inconsistente y voluble, y otro ideal e incambiable. Mientras que el primero aparece en cierta medida como un falso yo, como algo que hay que rechazar, el segundo aparece como un yo verdadero que todavía no se ha alcanzado. Y este ser ideal puede proyectarse en la esfera del mundo de los demás e identificarse con la perfección absoluta, como Dios existiendo aparte del mundo y del yo finito. La conciencia humana está entonces dividida, autoalienada, “infeliz”. Las contradicciones o divisiones implícitas en la autoconciencia se salvan en la tercera parte de La fenomenología, cuando el sujeto finito se eleva a la autoconciencia universal. A este nivel, la autoconciencia deja de tomar la forma de una sabiduría unilateral de uno mismo, amenazada y en conflicto con los demás seres autoconscientes, para reconocer plenamente la personalidad subjetiva en uno mismo y en los demás, y este reconocimiento es por lo menos un conocimiento implícito de la vida del universal, del espíritu infinito, en y a través de los seres finitos, considerándolos en su conjunto pero no anulándolos. Este conocimiento de la identidad-en-la-diferencia —característico de la vida del espíritu— presente de una forma implícita e imperfecta en la conciencia moral desarrollada, para la cual la única voluntad racional se expresa en una multiplicidad de vocaciones morales concretas en el orden social, alcanza una expresión más elevada y explícita en el desarrollo de la conciencia religiosa, para la que la vida divina es inmanente en todos los seres, conteniéndolos en sí misma al tiempo que conserva sus características diferenciadoras. En la idea de una unión viva con Dios se supera la división existente dentro de una conciencia infeliz o dividida. El verdadero yo deja de considerarse como un ideal del que el yo real se encuentra irremediablemente alejado, y pasa a ser el núcleo vivo, por llamarlo así, del verdadero yo, que se expresa a través de sus manifestaciones finitas. La tercera fase de la historia fenomenológica de la conciencia, a la que, como ya hemos visto, Hegel llama razón, se representa como la síntesis de la conciencia y de la autoconciencia, es decir, de las dos primeras fases. En la conciencia en el sentido estricto (Bewusstsein), el sujeto es consciente del objeto sensible como de algo externo y distinto a sí mismo. En la autoconciencia (Selbstbewusstsein), la atención del sujeto se vuelve hacia sí mismo como hacia un ser finito. Al nivel de la razón, el sujeto contempla la naturaleza como la expresión objetiva del espíritu infinito con el que él mismo está unido. Pero esta conciencia puede tomar formas diferentes. En la conciencia religiosa desarrollada el sujeto considera la naturaleza como la creación y la automanifestación de Dios, con el que él está unido en el fondo de su ser y a través del cual está unido a otros seres. Y esta visión religiosa de la realidad es verdadera, pero a nivel de la conciencia religiosa, la verdad encuentra su expresión en forma de pensamiento figurativo o pictórico (Vorstellung), mientras que en el nivel supremo del “conocimiento absoluto” (das absolute Wissen), la misma verdad se capta en forma filosófica. El sujeto finito es consciente de manera explícita de su ser más profundo, como de un momento en la vida del espíritu infinito y universal,
como un momento del pensamiento absoluto. Y, como tal, considera la naturaleza como su propia objetivación y como la condición previa para la existencia de su propia vida. Esto no significa, por supuesto, que el sujeto finito, considerado precisamente como tal, vea la naturaleza como un producto propio, sino que el sujeto finito, consciente de sí mismo como más que finito, como un momento de la vida más profunda del espíritu absoluto, considera la naturaleza como un estadio necesario en la marcha progresiva del espíritu en su proceso de autorrealización. En otras palabras, el conocimiento absoluto es el nivel en el cual el sujeto finito participa en la vida del pensamiento que se piensa a sí mismo, el Absoluto. O, para expresarlo de otra forma, es el nivel en el que el Absoluto, la totalidad, se piensa a sí mismo como identidad-enla diferencia, en y a través de la mente finita del filósofo. Al igual que en las otras fases principales de la fenomenología de la conciencia, Hegel llega a la tercera fase, la de la razón, rebasando una serie de estadios dialécticos. Trata primero de observar la razón como atenta a cualquier manifesta ción de su propio reflejo en la naturaleza (a través de la idea de finalidad, por ejemplo); luego, volviéndose a sí misma para estudiar la lógica formal y la psicología empírica; y, finalmente, manifestándose en una serie de actitudes éticas, que van desde la búsqueda de la felicidad hasta una crítica de las leyes morales universales, dictadas por la razón práctica y derivadas del reconocimiento del hecho de que una ley universal necesita tantos requisitos que, al final, termina perdiendo su verdadero significado. Esto prepara el camino para la transición a una vida moral concreta en la sociedad. Aquí Hegel va desde una vida ética irreflexiva, en la que los seres humanos siguen simplemente las costumbres y las tradiciones de su comunidad, a la forma de cultura en la que los individuos se alejan de este estado de irreflexión y emiten juicios sobre el mismo. Los dos momentos se sintetizan en el desarrollo de la conciencia moral para el cual la voluntad racional general no es algo por encima de los individuos en la sociedad, sino una vida común que los une como personas libres. En el primer momento, podemos decir que el espíritu es irreflexivo, como en el caso de la moralidad en la antigua Grecia antes del advenimiento de los llamados sofistas. En el segundo momento, el espíritu se hace reflexivo pero, al mismo tiempo, se aleja de la sociedad real y de sus tradiciones, a las que somete a juicio. En casos extremos, como en el del terror jacobino, aniquila a las personas físicas en nombre de la libertad abstracta. En el tercer momento, sin embargo, el espíritu está éticamente seguro de sí mismo. Toma la forma de una comunidad de personas libres, en la que la voluntad general opera como unidad viva. Esta unidad viva, sin embargo, en la que cada miembro de la comunidad es para los demás un ser libre, exige un reconocimiento explícito de la idea de identidad-en-la-diferencia, de una vida que está presente en todos como su lazo interior de unión, aunque no los anule como individuos. Exige un reconocimiento explícito de la idea de lo universal concreto que se diferencie de, o se manifieste en, sus particularidades en tanto se une consigo mismo. En otras palabras, la moralidad pasa a convertirse, de una forma dialéctica, en religión, y la moral en una conciencia religiosa, para la cual esta unidad viva se reconoce de manera explícita en la forma de Dios. En la religión, por lo tanto, vemos cómo el espíritu absoluto se hace explícitamente consciente de sí mismo. Pero la religión, por supuesto, tiene su historia y, en esta historia, vemos cómo se repiten las primeras fases del ser dialéctico. Así pues, Hegel se mueve a partir de lo que él llama “religión natural”, en la que lo divino aparece bajo la forma de objetos perceptibles o naturaleza, hasta llegar a la religión del arte o de la belleza en la que, cómo en la religión griega, lo divino se ve como la autoconciencia que se asocia con lo físico. La estatua, por ejemplo, representa la deidad antropomórfica. Por último, en la religión absoluta, el cristianismo, se reconoce al espíritu como lo que es, es decir, como espíritu. La naturaleza se considera como una creación divina, como la expresión del mundo, y el Espíritu Santo se considera como inmanente a los seres finitos y uniéndolos entre sí. Pero la conciencia religiosa se expresa a sí misma, como ya hemos visto, en formas pictóricas. Exige, por tanto, que se la transforme en la forma conceptual y pura que es la filosofía, que al mismo tiempo expresa la transición de la fe al conocimiento de la ciencia. Es decir, la idea pictórica de la deidad personalmente trascendente, que salva al hombre por una encarnación única y el poder de la gracia, se convierte en el concepto del espíritu absoluto, el pensamiento infinito que se piensa a sí mismo y se conoce a sí mismo en la naturaleza (como su objetivación y como condición para su propia realización) y reconoce en la historia de la cultura humana, con sus formas y niveles sucesivos, su propia odisea. Hegel no quiere decir con esto que la religión no sea verdadera. Por el contrario, afirma que la religión absoluta, o sea el cristianismo, es la absoluta verdad; lo que dice es que se expresa de una forma imaginativa o pictórica que corresponde a la conciencia religiosa. En filosofía, esta verdad se convierte en el conocimiento absoluto que es el “espíritu que se conoce a sí mismo como tal espíritu”. El Absoluto, la totalidad, llega a conocerse a sí mismo, en y a través del espíritu humano, en la medida en que el espíritu humano se eleva por encima de su finitud y se identifica con el pensamiento puro. Dios no puede ser equiparado con el hombre, pues Dios es el ser, la totalidad, mientras que el hombre no lo es. Pero la totalidad llega a conocerse a sí misma en y a través del espíritu del hombre, a nivel del pensamiento pictórico en la evolución de la conciencia religiosa, a nivel de la ciencia o del conocimiento conceptual puro en la historia de la filosofía, cuyo término ideal es la completa verdad sobre la realidad en forma del conocimiento que el Absoluto tiene de sí mismo. En La fenomenología del espíritu, Hegel empieza, por lo tanto, con los más bajos niveles de la conciencia humana para proseguir dialécticamente hacia arriba, hasta el nivel en el que la mente humana alcanza el punto de vista absoluto y se convierte en el vehículo del espíritu de la autoconciencia infinita. Las conexiones existentes entre un nivel y otro, son a menudo muy tenues desde el punto de vista lógico. Algunos de los estadios, por ejemplo, resultan no tanto de las exigencias del desarrollo dialéctico como por las reflexiones de Hegel sobre el espíritu y la actitud de las diferentes fases culturales y épocas. Además, algunos de los temas de los que trata Hegel sorprenden al lector moderno como algo extraño, por ejemplo, un tratamiento crítico de la frenología. Al mismo tiempo, como estudio de la odisea del espíritu humano, del
cambio de una actitud o planteamiento unilateral e inadecuado a otro diferente, la obra es impresionante y fascinante. También son muy interesantes las correlaciones que establece entre las etapas de la dialéctica de la conciencia y las actitudes que se manifiestan históricamente (el espíritu de la Ilustración, el espíritu romántico, etc.). Tal vez se puede dudar de los resúmenes e interpretaciones del espíritu de las distintas épocas y sus culturas, y su exaltación del conocimiento filosófico puede parecer a veces que tiene un lado cómico, pero a pesar de todas las reservas y desacuerdos, el lector que trata seriamente de penetrar en el pensamiento de Hegel no puede dejar de pensar que La fenomenología es una de las grandes obras de la filosofía especulativa.
La concepción filosófica hegeliana sobre la historia de la filosofía. Pero la filosofía absoluta no es la única manifestación de la razón especulativa, de la misma manera que la religión absoluta no es la única manifestación de la conciencia religiosa. La filosofía, igual que el arte o la religión, tiene su propia historia. Y esta historia es un proceso dialéctico. Desde un punto de vista, es aquel proceso mediante el cual el pensamiento infinito viene a pensarse a sí mismo de modo explícito, moviéndose de una concepción inadecuada de sí mismo a otra y uniéndolas luego en una unidad superior. Desde otro punto de vista, es el proceso a través del cual la inteligencia humana se mueve dialécticamente hacia una concepción adecuada de la realidad última, el Absoluto. Pero estos dos puntos de vista representan tan sólo dos aspectos distintos de un mismo proceso, ya que el espíritu, pensamiento que se piensa a sí mismo, se hace explícito en y a través de la reflexión de la inteligencia humana en el plano del conocimiento absoluto. Esto quiere decir, desde luego, que los distintos conceptos unilaterales e inadecuados de la realidad que surgen en los distintos estadios de la historia de la filosofía son recogidos y conservados en los estadios superiores que les suceden. “La última filosofía es resultado de todas las anteriores: nada se ha perdido, todos sus principios se han conservado.” “El resultado general de la historia de la filosofía es éste: en primer lugar, a través de todos los tiempos ha habido una única filosofía, representando las diferencias contemporáneas de las escuelas el desarrollo de aspectos necesarios de un mismo principio. En segundo lugar, la sucesión de los sistemas filosóficos no es un fenómeno debido al azar, sino que muestra la sucesión necesaria de fases en el desarrollo de esta ciencia. En tercer lugar, la filosofía última de un período constituye el resultado de este desarrollo y es verdadera en el grado más alto que permite la autoconciencia del espíritu. Por consiguiente, la filosofía última contiene a todas las anteriores, abarca en ella misma todas sus fases, es producto y resultado de todas las filosofías que le preceden.”[361] Ahora bien, si la historia de la filosofía es el desarrollo del autoconocimiento divino, de la autoconciencia absoluta, las sucesivas fases de esta historia tenderán a corresponder a las sucesivas fases o momentos de la noción o idea lógica. Vemos, por lo tanto, que Hegel considera a Parménides como el primer filósofo genuino que aprehendió el Absoluto como ser, en tanto que Heráclito afirma el Absoluto como devenir. Si esto se entendiera en un sentido cronológico, podría ser objeto de fundadas críticas. Pero el procedimiento general que emplea Hegel es el de considerar a sus predecesores alumbrando aspectos de la verdad que son conservados, elevados a un nivel superior e integrados con otros aspectos complementarios en su propio sistema. No es necesario decir que en este esquema el reconocimiento explícito y adecuado de la categoría de espíritu se reserva al idealismo alemán, y que las filosofías de Fichte y Schelling son tratadas como momentos del desarrollo del idealismo absoluto. Así pues, la historia de la filosofía de Hegel constituye una parte esencial de su sistema. No se trata simplemente de la exposición de lo que los filósofos han mantenido, de los factores que influyeron sobre su pensamiento y les permitieron pensar del modo que lo hicieron y de su influencia sobre sus sucesores y tal vez sobre la sociedad. Es un intento riguroso de mostrar un avance dialéctico necesario, un desarrollo teleológico en los datos de la historia de la filosofía. Y esta empresa ha de llevarse a cabo, evidentemente, siguiendo la orientación de una filosofía general. Es la obra de un filósofo que escudriña el pasado con la perspectiva ventajosa de un sistema que, en su opinión, constituye la expresión superior de la verdad hasta el momento y que considera este sistema como la culminación de un proceso de reflexión, que, a pesar de todos los elementos contingentes, ha sido en sus líneas generales un movimiento necesario del pensamiento que llega a pensarse a sí mismo. La historia de la filosofía de Hegel es pues una filosofía de la historia de la filosofía. Se le ha objetado que la selección de los elementos esenciales de los distintos sistemas viene dada por preconcepciones o principios filosóficos. Por supuesto, Hegel puede contestar que cualquier historia de la filosofía digna de ese nombre implica necesariamente no sólo la interpretación sino también una separación de lo esencial y lo accidental presidida por las opiniones sobre lo que es importante filosóficamente y lo que no lo es. Pero tal respuesta, aunque bastante razonable, no se ajustaría al contexto. Pues en tanto que Hegel se aproxima a la filosofía de la historia con la opinión de que la historia de la humanidad es un proceso racional teleológico, se aproxima a la historia de la filosofía con la convicción de que esta historia es “el templo de la razón autoconsciente”, la determinación dialécticamente continua y progresiva de la idea, “un proceso lógico impelido por una necesidad inherente”, la única filosofía verdadera desarrollándose en el tiempo, el proceso dinámico del pensamiento que se piensa a sí mismo. ¿Implica esta concepción de la historia de la filosofía la conclusión de que, para Hegel, su filosofía es el sistema final, el sistema que pone punto final a todos los sistemas? Algunas veces se ha querido deducir esta conclusión. Pero me parece que tal aserto constituye una caricaturización. Ciertamente, pinta al idealismo alemán en general, y a su propio sistema en particular, como el más alto estado alcanzado hasta su momento en la historia del desarrollo de la filosofía. Dada su interpretación de la historia de la filosofía, es forzoso que fuera de este modo. Y hace algunas observaciones que se prestan a ser utilizadas por aquellos que le atribuyen la idea absurda de que con el hegelianismo la filosofía ha llegado a su fin.
“Ha surgido una nueva época en el mundo. Parece que el espíritu universal ha logrado liberarse de toda existencia objetiva ajena y aprehenderse por fin como espíritu absoluto… La lucha entre la conciencia finita y la autoconciencia absoluta, que parecía hacer salir de ella a la autoconciencia finita, cesa ahora… La autoconciencia finita ha dejado de ser tal y, de este modo, la autoconciencia infinita, por su parte, ha alcanzado la realidad que primeramente había perdido.” Pero aunque este pasaje declara sin ningún género de dudas que el idealismo absoluto representa la culminación de toda la filosofía anterior, Hegel sigue hablando de “toda la historia del mundo en general y la historia de la filosofía en particular, hasta el presente”. Y no parece probable que un hombre que declaró que “filosofía es su propia época expresada en pensamientos” y que es una necedad suponer que una filosofía pueda trascender su mundo contemporáneo, del mismo modo que lo es suponer que un individuo pueda sobrevivir a su propio tiempo, pensara que la filosofía había finalizado con él. Evidentemente, de acuerdo con los principios de Hegel, la filosofía posterior tendría que incorporar el idealismo absoluto, incluso si su sistema se revelara como un momento unilateral de una síntesis superior. Pero decir esto no equivale a negar que pueda haber o que haya una filosofía posterior. Sin embargo, subsiste una cosa. Si el cristianismo es la religión absoluta, el hegelianismo, en cuanto cristianismo esotérico, debe ser la filosofía absoluta. Y si tomamos la palabra “absoluta”, en este contexto, en el sentido de la forma de verdad más elevada alcanzada hasta el presente más bien que en el de declaración final o terminal de la verdad, el cristianismo será tan religión final como el hegelianismo filosofía final, ya que, según los principios de Hegel, el cristianismo y el idealismo absoluto perduran o desaparecen juntos. Y si por el contrario decimos que el cristianismo no puede ser superado y el sistema hegeliano sí, no podemos aceptar al mismo tiempo la concepción hegeliana de las relaciones que existen entre ambos.
CarpioHegel Seguramente se habrá observado cómo a cada filósofo se lo ha estudiado (por lo menos en parte) en función de los que lo han precedido. En el caso de Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1831) esta relación histórica se agudiza, porque, a diferencia de los anteriores, Hegel filosofa con clara conciencia de ese vínculo que lo enlaza al pasado, y construye su sistema teniendo en cuenta toda la historia de la filosofía anterior, a la vez que considera su propio sistema como la superación, la perfección, el remate, la culminación y el acabamiento de todo el pensamiento filosófico que le precede. Por ello es preciso tener bien presente todo lo que se lleva dicho hasta aquí (y en especial lo que sabemos acerca de Aristóteles y Kant). La exposición se va a dividir en dos partes. Primeramente trataremos de establecer algunos de los rasgos más importantes de su pensamiento, presentándolo según un orden, y en muchos casos con expresiones, que no son de Hegel. Esto tiene un grave inconveniente, porque Hegel, en su género, fue uno de los mayores virtuosos en el arte de la expresión; y como ésta no puede separarse del contenido sin grave riesgo para este último, cambiar las expresiones usadas por el filósofo es como tratar de expresar en palabras una melodía o un cuadro. Si Hegel le dio a su pensamiento la forma que le dio, y si él es uno de los más grandes virtuosos de la expresión filosófica, cambiar sus palabras equivale, en el fondo, a cambiar su pensamiento mismo. Todo está en su filosofía tan bien ordenado, tan bien sistematizado, que en rigor no hay nada que cambiar -por lo menos desde el punto de vista de Hegel. Pero como aquí no puede presuponerse la enorme capacidad filosófica que tenía Hegel, ni tampoco su gigantesco saber en todos los campos de la ciencia y de la cultura (sobre todo en lo histórico, literario, social, económico, artístico, religioso), no tenemos más recurso que tratar de internarnos en esta poderosa selva que es su filosofía a través de una serie de miradas parciales, desde fuera, que nos hagan conocer un poco a lo lejos el terreno que luego tendrá que recorrerse del modo más ágil posible. De manera que comenzaremos por presentar de modo relativamente informal las que juzgamos las ideas centrales del pensamiento hegeliano a través de una serie de enfoques de complejidad creciente. Luego, en segundo lugar, se intentará una sinopsis del sistema tal como Hegel mismo lo expone.
I. SENTIDO GENERAL DE LA FILOSOFÍA HEGELIANA 1. Relacionismo Para el sentido común, lo mismo que para casi toda la filosofía prekantiana, la realidad se ofrece como un conjunto de substancias o cosas en sí, cada una de las cuales tiene existencia independientemente de las otras, es decir es propiamente subsistente, se basta a sí misma; ser substancia, en efecto, quiere decir bastarse a sí mismo, ser independiente (cf. Cap. VIII, § 14). Y lo que no es substancia, sólo es en la substancia como modalidad suya, como modo de ser dependiente, subordinado, secundario: la substancia es en sí, lo demás es en otro, a saber, en la substancia en que inhiere. Y si bien es cierto que las cosas mantienen relaciones las unas con las otras, en última instancia estas relaciones le son totalmente exteriores, es decir, que no tocan o afectan su ser más propio, no afectan su "intimidad", digamos, de manera
que si las relaciones desapareciesen o cambiasen, ello en el fondo no afectaría a las substancias: éstas son otros tantos absolutos1 Ahora bien, Hume puso seriamente en duda tal creencia, al sostener que carecemos de todo dato, sea empírico o racional, que certifique la existencia de "algo" en que se fundarían los accidentes, y al afirmar que todo nuestro conocimiento sé reduce a éstos, y es tan sólo la costumbre, el hábito, lo que nos lleva a formar la noción de substancia o cosa -noción que si bien es legítima desde el punto de vista práctico, en función de las necesidades de la vida, resulta en cambio inaceptable desde el punto de vista estrictamente cognoscitivo. En cuanto a Kant, concluyó que la noción de substancia no era más que una categoría, es decir, una ley de enlace de nuestras representaciones, operada por el entendimiento- aunque admitía, más allá de las condiciones de nuestro conocimiento, la existencia de cosas en sí, como algo incognoscible y como un "ideal" (Idea) del conocimiento (cf. Cap. IX, § 7, y Cap. X, §§ 17 y 18). Hegel, por su parte, asume las dificultades señaladas por Hume y Kant, pero además considera que la existencia de las cosas en sí o substancias tiene otro inconveniente: el de convertir el conocimiento en algo relativo. Este inconveniente lo había reconocido Kant, en la medida en que afirmaba que nuestro conocimiento es fenoménico, es decir, que sólo se conoce lo que "aparece" (fenómeno) en relación con las condiciones subjetivas (humanas) del conocimiento, no nada absoluto. Hegel es más radical, porque admitir, como Kant, que hay algo en sí, pero que no lo conocemos como tal, sino sólo como se nos muestra, significa a su juicio, en el fondo, convertir el conocimiento en algo relativo, en una palabra, en pura ilusión. La hipótesis de las cosas en sí o substancias es pues fatal para el conocimiento: en tanto se mantenga tal hipótesis, el conocimiento será forzosamente relativo. Pero esto último es, para Hegel, inaceptable: si un conocimiento es relativo, no es conocimiento en el sentido pleno de la palabra, sino simulacro de conocimiento; tal "conocimiento" relativo no puede ser la verdadera Ciencia, la filosofía. Las dos dificultades apuntadas -la que plantean las críticas de Hume y Kant, y la referente a la relatividad del conocimiento- lo llevan a Hegel a eliminar la hipótesis de que la realidad esté constituida por substancias, y consiguientemente a eliminar también la hipótesis kantiana de las cosas en sí incognoscibles. Y en lugar de valerse de la categoría de substancia para pensar la realidad, en lugar de la categoría de lo en-sí como categoría fundamental, Hegel se coloca en el punto de vista diametralmente opuesto: va a pensar la realidad, como conjunto de relaciones, o, dicho de otro modo, lo absoluto no son para Hegel las substancias, sino las relaciones, la relacionalidad. Según este modo de ver-que denominaremos relacionismo para oponerlo al anterior substancialismo-, resultará que lo que se llaman "cosas" o "substancias" no tendrán realidad más que en sus relaciones recíprocas y por estas relaciones: el ser-en-sí se disolverá en última instancia en el ser-en-relación-con. O dicho con mayor exactitud: Hegel no sostiene que no haya substancias o cosas, sino que éstas sólo constituyen el aspecto inmediato y abstracto de algo que luego, considerado mediata y concretamente, en toda su realidad plena, se desplegará como una riquísima trama de relaciones. Para aclarar lo que se va diciendo, nos valdremos de un ejemplo.2 Supóngase que quiero saber quién soy yo, qué soy yo de verdad. Me lo pregunto, y digo: Yo soy Fulano. Pero esta respuesta no me satisface, porque esto, Fulano, no lo soy en mí mismo, sino que indica mi relación con cierta familia, con algo a que sin duda, pertenezco, pero que no soy yo mismo. Digo entonces: yo soy profesor; pero esto tampoco lo soy yo en mí mismo, sino que indica la relación en que estoy con respecto a los alumnos, con respecto a la tarea que cumplo, pero que no soy yo mismo. Afirmo después: soy argentino; pero esto, una vez más, indica una relación en que me encuentro con algo que no soy yo mismo, la relación con el país en que he nacido. Y si continuara preguntando y respondiendo de esta manera, llegaría siempre -como ya es fácil presumirlo- al mismo resultado. ¿Cómo he preguntado, de qué manera? He preguntado suponiendo que mi verdadero yo se descubriría haciendo abstracción de todo lo que no sea yo, prescindiendo de todas las relaciones que mantengo con algo extraño a mí; suponiendo, entonces, que soy una substancia y que me descubriría a mí mismo en la soledad, en el más absoluto aislamiento, como especie de nuevo Robinson. Sin embargo, Robinson fue Robinson porque antes de ir a parar a la isla había vivido en una comunidad, es decir, en relación con otros hombres, dentro de determinada cultura, sin la cual no hubiera podido sobrevivir. Además, "todos advertimos, si alguna vez lo hemos intentado, cuan vacía y espectral resulta una vida que durante mucho se ha vivido en absoluta soledad". 3 Si intento determinar qué es lo que soy aisladamente de todos los demás, parece que me convierto en fantasma de mí mismo: "No soy ya amigo, hermano, compañero, colaborador, sirviente, ciudadano, padre, hijo" -porque todo esto lo soy en relación a otros-; ya no existo para nadie, "y antes de "lucho, quizá para sorpresa mía, generalmente para horror mío, descubro que no soy nadie", 4 es decir, que todo mi ser se ha evaporado. Resulta entonces que, al intentar responder, según aquel modo, a la pregunta: "¿qué soy yo?", me encuentro con que todo lo que soy, lo soy por relación a lo que yo no soy, o que todo lo que soy, lo soy, no en el modo el ser-en-sí, sino en
1
Cf. C. NOËL, La logique de Hegel. Paris, Vrin, 1933, pp. 6 ss. Cf. J. ROYCE. El espíritu de la filosofía moderna trad. csp., Buenos Aires. Nova, 1947. pp. 200 ss. 3 op. cit. p. 203 4 loc. cit. 2
el modo del ser-en-relación. "Existo en un sentido vital y humano [es decir, soy en verdad] sólo en relación a mis amigos, a mi tarea social, a mi familia, a mis compañeros de labor, a mi mundo de otros yos".5 Se ha elegido este ejemplo del yo porque con él resulta singularmente claro el significado del pensamiento que nos ocupa (además de que ello muestra que el yo es algo muy distinto de lo que creía Descartes). Pero lo que se acaba de decir no se limita, por cierto, al yo, sino que sucede lo mismo en general con la totalidad de lo existente: las cosas no tienen realidad más que en y por sus relaciones recíprocas. La cosa en sí, la substancia, "en el fondo es una noción ininteligible y absurda. Es el caput mortuum de la abstracción y nada más. Lejos, pues, de que las relaciones que las cosas mantienen con el espíritu que las piensa [y con las otras cosas en general] les sean accidentales y exteriores, son más bien lo que, en su conjunto sistemático, constituye la verdadera naturaleza de las cosas." 6 Con esto se llega a un primer enunciado fundamental para la filosofía hegeliana: la realidad no es una substancia ni un conjunto de substancias, sino un conjunto de relaciones, una complicadísima trama de referencias, de las que las llamadas "cosas" o substancias no son más que las intersecciones, por así decir. 2. Dialéctica Todo es de índole relacional, ninguna realidad ni ningún pensamiento poseen sentido -esto es, realidad y verdadsino por su relación con otras realidades o con otros pensamientos. (Otro ejemplo podría ser el de una palabra aislada del idioma a que pertenece). Esto significa que cualquier cosa o pensamiento, en cuanto se lo considere por sí mismo, separado de sus relaciones, abstrayendo de éstas -esto es, de modo abstracto-, resulta contradictorio, puesto que termina por anularse a sí mismo. Así sucedió en el ejemplo del yo: si a éste se intentaba captarlo en sí mismo, no era nada, es decir, resultaba algo falso, puesto que no se lo consideraba tal como en verdad es. Cualquier cosa, considerada exclusivamente en sí misma, acaba aniquilándose: lo aislado es contradictorio y se anula a sí -mientras que en cambio cobra realidad y sentido en relación con los demás. De esta manera pudimos decir que el yo "es lo que es, en relación con lo que no es", es decir que la cosa (en nuestro ejemplo, el yo) es en tanto se niega a sí misma como algo aislado para constituirse en función de lo que ella no es, de las otras cosas (v. gr., yo en función de los alumnos, como, a su vez, los alumnos en relación con el profesor): algo es -vale decir, se pone como algo real- en cuanto a la vez se o-pone a aquello que ello no es. Si a la posición se la llama -con la palabra griega correspondiente- tesis la oposición será la anti-tesis. Ahora bien, la cosa no se suprime al negarse como algo independiente y ponerse en relación con otras cosas sino que por el contrario "se afirma y se realiza a través de su negación en una unidad superior de la que ella misma y su contraria no son más que los momentos”, 7 esa unidad superior, en que tesis y antítesis están puestas juntamente (la palabra “sin” en griego significa "con"), la llamaremos síntesis (com-posición ct. Cap. X, nota 20) -que sería, en el caso de la oposición alumno-profesor, digamos, la Universidad. Este especial tipo de relacionalidad es la relación dialéctica, constituida entonces por tres momentos, que Hegel llama afirmación, negación y negación de la negación8: Lo lógico tiene [...] tres lados: ) el abstracto o [el] propio del entendimiento (verständige), ) el dialéctico o racional-negativo, ) el especulativo o racional positivo.9 El entendimiento procede mediante separación o análisis, y por ello su operación es abstracta, unilateral. La razón comienza por poner de relieve el momento negativo de aquello de que se trate, y Hegel lo llama "dialéctico" por cuanto lo que "mueve" es la "fuerza determinante de la negación" (bestimmende Kraft der Negation). El tercer momento es el racionalpositivo, la negación de la negación, el momento especulativo. Hegel caracteriza el pensar especulativo -a diferencia del intelectual- como la captación de los momentos opuestos en su unidad, como conocimiento mediante conceptos "concretos" por oposición a la reflexión, que procede por medio de conceptos abstractos.9 bis La especulación niega la independencia de los dos primeros momentos y a la vez los conserva e integra dentro de sí como instancia superior; niega la mera oposición en que aquellos se dan, porque tomados por sí solos no son más que la simple negación el uno del otro, en tanto que toman sentido en función de la negación de la negación, que los abarca y contiene como momentos o articulaciones suyas. Esta operación, mediante la cual a los dos primeros momentos se los elimina en su independencia absoluta, y a la vez se los conserva en tanto momentos de la totalidad, la llama Hegel Aufhebung, término que puede traducirse por "superación".
5
op. cit., p. 204. G. NOËL, La logique de Hegel. p. 7. 7 op. cit p. 8 8 Hegel no utiliza las expresiones “tesis”, “antitesis” y “síntesis”, que sin embargo suelen emplear sus expositores. 9 Enzyklopädie der philosophischen Wissenschaften [Enciclopedia de las ciencias filosóficas], 9 bis De este modo Hegel distingue (cf. Cap. X, 8 6) dos formas del pensar: el entendimiento. que insiste en a identidad y en la diferencia, y para el cual los opuestos se excluyen de modo absoluto, pues los considera por separado; y la razón, que insiste en la identidad y en la diferencia consideradas conjuntamente, de modo que, según tal punto de vista, los opuestos no se excluyen, sino que se identifican (identidad de los opuestos) 6
La dialéctica, entonces, no es para Hegel -como a veces suele decirse- un método, sino que constituye la estructura misma de la realidad, integrada por oposiciones, por contrastes, por tensiones entre opuestos (cf. Cap. II, § 3); y de tal manera que, por exigencia de la dialéctica misma, cada oposición requiere un tercer momento que establece la conciliación (Versönung) entre los dos opuestos. Ahora bien, como el conocimiento es un aspecto de la realidad, resultará que en consecuencia, secundariamente, la dialéctica es también un método, el método del conocimiento filosófico. De manera que ahora puede formularse un segundo enunciado: la realidad es un conjunto de relaciones dialécticas. 3. La realidad como totalidad orgánica Ninguna cosa se agota en sí misma, en ninguna instancia particular, sino que es en las relaciones que mantiene con lo que está fuera de ella, en relación con lo que no es ella misma. Pero esto, sin embargo, podría entrañar el riesgo de que tales relaciones constituyesen una dispersión al infinito, pues si lo que una cosa es lo es por relación a otra, y ambas por relación a una tercera, y luego a otra más, etc., ¿no se corre el peligro de continuar así indefinidamente con este proceso, sin llegar nunca a una unidad que preste sentido a la totalidad? ¿No se corre el riesgo de que aquellas relaciones se disuelvan en otras, y éstas a su vez en otras, sin encontrar jamás unidad, como serie de rayos de luz que se pierden en el vacío? Porque si algo se entiende sólo en función de otra cosa, y ésta de una tercera, y ésta de una cuarta, etc., nuestro pensamiento jamás entenderá en el fondo nada, por faltarle el fundamento o el sentido unitarios a partir de los cuales solamente se comprende todo lo demás. Hegel evita este peligro puesto que, según se ha visto, la síntesis contiene dentro de sí los momentos anteriores. Cada nuevo momento está lejos de significar una instancia que se agregue, de fuera, a los anteriores; sino que la síntesis está implícitamente -en sí, potencialmente (cf. Cap. V, § 4)- contenida va en ellos y en ellos se va desplegando. De modo que las relaciones son relaciones internas. La oposición entre cosas diferentes -entre tú y yo por ejemplo- se articula y concilia en una unidad superior, en una relación más alta que las abarca y de la que las primeras son sólo momentos, al modo como la familia o la nación engloban a los individuos. Y elevándonos así hacia síntesis o relaciones superiores y más abarcadoras, en lugar de dispersarnos e ir a parar a series indefinidas, encontramos instancias o síntesis cada vez más ricas, pues contienen en sí, como momentos parciales, todos los estadios anteriores. En lugar de dispersión, se da pues una concentración, una concreción cada vez mayor, porque cada nueva síntesis resulta más determinada, más concreta, más completa que las anteriores. Hasta que por fin, según Hegel, se encuentra una síntesis última, la síntesis de todas las síntesis, dentro de la cual todas las anteriores quedan contenidas como momentos parciales: la suprema síntesis, la totalidad sistemática de todo lo real, la totalidad o sistema de todo lo que es. En este sentido, la realidad es comparable a un organismo -según se verá, a un organismo espiritual-, donde nada se da aislado, sino donde todo termina por relacionarse consigo mismo: todo, en el fondo, se reduce a uno. La realidad es sólo una: monismo. Todo organismo es una totalidad de partes; por ello conviene distinguirlo de otros tipos de totalidades. Hay todos meramente sumativos, meros agregados de partes -como, por ejemplo, un montón de granos de trigo. Pero si tomamos esos granos (que ahora observamos que son ocho) y los distribuimos de tal manera que constituyan una figura geométrica, v. gr. un octógono, ya no se tratará de una mera suma, porque cada elemento cumple ahora una determinada función dentro del todo, de modo que si se quita uno solo, o se altera su posición, el octógono desaparece; aquí se trata, entonces, de un todo estructural o, simplemente, de una estructura. Desde el punto de vista puramente sumativo o numérico, ambas totalidades, el montón y la estructura, son por entero equivalentes; pero en tanto que en el primer caso el montón sigue siendo montón cualquiera sea el número de sus componentes10 y con indiferencia de su posición respectiva, en el segundo caso es esencial cada elemento y la disposición según la cual se lo ha colocado, de tal modo que cada parte desempeña un papel determinado que da sentido a la totalidad y que, a la vez, depende de la totalidad. Dentro de los todos estructurales pueden hacerse una discriminación. Por un lado están los que podemos llamar mecánicos, o simplemente máquinas; por otro, los organismos. Una máquina está constituida por una serie de partes, o piezas, cada una de las cuales se encuentra colocada en lugar determinado, en relaciones fijas con las otras partes. Además, cada una de esas piezas es anterior a la totalidad, porque se fabrica cada una por separado, es independiente de las demás, y sólo después, en el momento de armar la máquina, se la une a las otras. Por último, el que fabrica o arma la máquina, es algo exterior que procede mediante mera yuxtaposición de las partes. Con los todos orgánicos, como los seres vivos, ocurre de manera muy diferente. Es palmario que el cuerpo humano, v. gr., no se constituye agregando una cabeza, ya lista de antemano, a un tronco igualmente listo, etc.; sino que aquí lo primero es la totalidad, y no las partes. A partir del óvulo fecundado, el organismo vivo se forma a sí mismo a través de un proceso de autoparticularización, de autodivisión, de autodeterminación: un proceso que va de lo indeterminado y homogéneo (el óvulo fecundado) hasta el organismo adulto, plenamente determinado, articulado y diferenciado. Aquí las partes no preexisten al todo, sino que éste mismo es el que las produce, o, mejor, se las autoproduce en su propio proceso de autodiferenciación; las relaciones no son "externas", sino "internas". Pues bien, mientras el substancialismo tiende en general a concebir la realidad de manera atomista o corpuscular, entre cuyos integrantes no habría más que relaciones mecánicas, es decir, externas, de modo que la totalidad sería nada más que la suma o el agregado de sus distintas partes componentes, o bien un mecanismo de las mismas -para Hegel, en 10
Relativamente, claro está, porque ni un grano, ni dos, constituyen todavía un montón.
cambio, la realidad es un sistema o totalidad de relaciones, formada no a partir de partes-elementos, sino, al revés, en la cual lo primero es la totalidad, y lo resultante las partes que surgen de la totalidad; donde ninguna cosa particular tiene existencia por separado, sino en sus relaciones con las demás y con la totalidad; donde, por tanto, las relaciones son "internas": como un organismo, aunque no, naturalmente, viviente, biológico, sino de índole espiritual, un organismo de sentido. En efecto, el organismo es una totalidad cada una de cuyas partes tiene existencia, no por separado, sino en sus relaciones con todas las demás y, en definitiva, con el conjunto; totalidad que se da forma a sí misma por y desde sí misma, desde dentro, por así decirlo, por un proceso de autodiferenciación. De manera semejante sucede según Hegel con la totalidad de lo real: una parte aislada de la totalidad no es más que un producto muerto, como el cerebro o el corazón en la mesa del anatomista que los estudia -es algo "abstracto", en el lenguaje de Hegel; porque lo que el corazón o el cerebro son en verdad, lo son solamente dentro de la totalidad de las relaciones con todos los demás órganos, miembros, etc., es decir, cumpliendo su respectiva función dentro del organismo. Una cosa de por sí, es abstracta, y en ese sentido, no es verdaderacomo una palabra fuera del idioma del que constituye un miembro. Lo "abstracto" (del latín abstrao = separar) es lo incompleto, unilateral, contradictorio, pues se aniquila a sí mismo, no es; en tanto que lo que en verdad es, es lo concreto (de concresco = crecer con). Por ello, entonces, la "verdad" de algo, es decir, su realidad plena, lo que ese algo en realidad es, lo es sólo en su referencia a la totalidad, y así puede afirmar Hegel que "lo verdadero es el todo." 11 La dispersión de que se habló al comienzo de este §, y que de otro modo se convertiría en negación total, no es sino el proceso de autoarticulación de la totalidad, la totalidad de la realidad misma en su proceso activo de autorrelación. La relacionalidad universal, pues, no es una serie que se perdería en lo indefinido, sino que resulta plenamente inteligible porque las distintas partes relativas, relaciónales, quedan integradas en la unidad absoluta y final -la realidad total, el universal concreto, el verdadero Absoluto, Dios-, de modo que la totalidad acaba por cerrarse o anudarse a sí misma a la manera de un círculo en la definitiva conciliación de todos los opuestos. Podemos entonces afirmar, como tercera enunciación: la realidad es un organismo de relaciones dialécticas.
4. El ser como manifestación Pero todo lo anterior está todavía formulado de modo estático, por así decirlo, falto de movimiento, del devenir, que, según Hegel, es algo así como el "medio" en que todo existe; lo dicho hasta aquí es en este sentido todavía demasiado "abstracto", no concreto, es decir, no plenamente real y verdadero (cf. Cap. VI, § 4). Tenemos, pues, que introducir ahora el devenir. Se sabe ya que para Hegel la cosa en sí no es más que un fantasma, porque lo que en realidad algo es, lo es en relación con lo demás. Por tanto, Hegel no puede admitir la oposición kantiana, y prekantiana, entre el mundo fenoménico y el mundo de las cosas en sí (los noúmena): desaparece ahora ese contraste entre lo que es, y no se nos muestra (lo en sí), de un lado, y de otro lado lo que senos muestra, lo que se nos aparece, 12 como algo distinto de lo que en realidad es. Una oposición de este tipo, como toda antítesis, no puede ser para Hegel sino provisional, nada más que el resultado del entendimiento abstracto -como el del sentido común, el de las ciencias o de buena parte de la filosofía anterior-, pero no del pensamiento concreto, la razón especulativa, que penetra en la entraña de las cosas y, sobre todo, en el movimiento de la vida y del espíritu. Según Hegel, lo que aparece es, sin más, lo que es: el ser consiste en el aparecer. Pero esto necesita aclararse más. Para la filosofía anterior, el verdadero ser, la substancia, era una especie de "trasfondo misterioso del que, sin que se sepa por qué ni cómo, surgiría el fenómeno",13 las cualidades, las apariencias; ya Locke14 había entrevisto esta dificultad al llamar a la substancia un "no sé qué", porque, efectivamente, si se prescinde de los accidentes, parece que de la cosa no queda nada a qué referirse (cf. Cap. IX, § 7). Para Hegel, en cambio, lo que se llama ser-en-sí, lo que se ofrece como substancia -como, digamos, mi yo, o una mesa-, resulta sólo un momento, el momento más abstracto de toda existencia, aquel en que ella se pone a sí misma en una independencia aparente y provisoria; donde, precisamente porque no ha manifestado aún sus contradicciones, no ha alcanzado todavía su verdadera realidad", 15 no se ha manifestado como lo 11
Phänomenologie des Geistes (Leipzig, Meiner, 1949), p. 21. (Fenomenología del espíritu. trad. esp., México, Fondo de Cultura Económica, 1966, p. 16). - Hegel emplea la palabra "verdad", por lo general, no para designar la coincidencia del pensamiento o de la proposición con el objeto a que apunta-a la manera como se dice que "la puerta está abierta" es una proposición verdadera si efectivamente ocurre que la puerta está abierta (cf. Cap. VIII, § 8)- sino en el sentido en el que se la usa cuando se dice, v. gr., que "esta flor es una verdadera flor". En este caso, lo que se quiere significar es que la flor no es artificial, fingida, sino una flor real, que expresa plenamente lo que una flor debe ser; del mismo modo como se dice que "Fulano es un verdadero hombre", con lo que se alude a la correspondencia entre el concepto o esencia de la cosa, y su manifestación: un "verdadero hombre" es aquel en el cual la esencia (hombre) se realiza de manera perfecta o plena. 12 Recuérdese que la palabra "fenómeno" significa literalmente "lo que aparece", "lo que se muestra"; cf. Cap. XIV, § 5. 13 G. NOEL. La logique de Hegel. p. 8. 14 Cf. JOHN LOCKE, An Essay Concerning Human Understanding, Bk. II, Chap. XXIII. § 2 (ed. Fraser I, 391). 15 G. NOEL, loc. cit
que en verdad es. Según se vio con el ejemplo del yo (cf. § 1), en un primer momento "yo" creía ser substancia, algo "ensí"; pero tal punto de vista resultó ilusorio en cuanto empezamos a preguntar, es decir, en cuanto comenzamos a dejar que la cosa -aquí, mi "yo"- manifestara lo que ella es en realidad: entonces se vio que su verdadera realidad consistía en manifestarse, en mostrarse, que su verdadera realidad la expresaba negándose a sí misma como instancia aislada e independiente y articulándose en la plenitud de sus relaciones con lo que ella no es. El ser de la cosa no es nada oculto, misterioso, inaccesible, sino que lo que cada cosa es, lo manifiesta, lo muestra; el ser de algo es su manifestación, lo que algo "es" no consiste en estar encerrado, como encapsulado en sí mismo (el modo de ser de la substancia), sino que su ser es salir de sí, mostrándose. Entonces, el ser es aparecer. Lo que llamamos una substancia es comparable con la semilla que en su propio desarrollo desaparece como semilla, para realizar su verdadero ser en el árbol y sus frutos: pasaje, entonces, de la potencia acto (Aristóteles), o, con la terminología hegeliana, del en-sí al para-sí.16 El pasaje de lo en-sí al para-sí es el pasaje de lo inmediato, indeterminado, insuficiente y abstracto a lo mediato, determinado, suficiente y concreto. Lo que "impulsa" tal pasaje es la negatividad, lo carencial de cada momento, la "fuerza determinante de la negación". Por ende, en cuarto lugar: la realidad es un organismo dialéctico de relaciones de manifestación.
5. El espíritu El ser es el proceso mismo del aparecer (cf. § 4), y este proceso es comparable a un organismo que se autodetermina y articula a sí mismo (cf. § 3). Ahora bien, como todo aparecer es aparecer ante algo o ante alguien, y como no hay nada fuera del proceso del aparecer, puesto que este proceso es la totalidad misma de la realidad y toda la realidad se agota en este proceso, resulta que el aparecer no puede aparecer sino ante sí mismo, es decir, se trata de un proceso de automostración; no habiendo nada fuera de él ante lo cual el aparecer aparezca, el aparecer tendrá que ser autoaparecer, será automanifestación. Pues bien, esto que tiene la propiedad de aparecer ante sí mismo, de ser a la vez sujeto y objeto para sí mismo, de re-flexionar -todo esto no es sino lo que se llama conciencia, o, mejor, espíritu. Con este término no quiere señalarse nada misterioso, sino lo propio de la vida humana en sus más variadas manifestaciones, la vida espiritual a diferencia de la puramente animal: los pensamientos, los actos de voluntad y los sentimientos propiamente humanos, el lenguaje, la vida social, el arte, la ciencia, las costumbres, la historia, etc. La conciencia, el espíritu, es justamente la única realidad que conozcamos que tiene la propiedad de volverse sobre sí misma, es decir, de re-flexionar, de aparecerse ante sí misma. Kant había puesto de relieve la actividad o índole activa del espíritu, que el espíritu cognoscente es un conjunto de actos de síntesis, una serie de enlaces necesarios que el pensamiento ejecuta sobre el material sensible (cf. Cap. X, §§ 14 y 15); y que, por otra parte, el espíritu práctico es actividad libre porque es capaz de determinarse por sí mismo, es decir, independientemente del devenir natural (cf. Cap. X, Secc. II, § 5). Pero como Hegel ha eliminado las cosas en sí que producirían el material sensible, resulta que todo aquel sistema de relaciones de que hemos hablado no es sino un sistema orgánico de relaciones que se aparecen al sistema mismo en tanto éste mismo las establece, las relaciones que el espíritu mismo constituye y que lo constituyen y que se da a sí mismo en tanto autorrelaciones o autodeterminaciones; es la libre actividad del espíritu mismo -libre porque no hay nada fuera de él y por tanto no hay nada de que pueda depender. Puede decirse que se trata de un sistema de categorías, si bien mucho más amplio, rico y complejo que el kantiano (cf. § 8); sistema que, sin "material" "exterior" a que las categorías pudiesen aplicarse (como sucedía con las "impresiones" en el caso de Kant), se da a sí mismo su propio contenido, y cuyas relaciones son, según se vio (cf. § 2), dialécticas. Resulta entonces, por último, que la realidad, sistema cerrado de relaciones dialécticas de manifestación, es un sistema de auto-manifestación, el ser es aparecer-SE, es decir, es espíritu, pensamiento, vida espiritual. De esta manera la realidad en su conjunto puede pensarse como un proceso de retorno sobre sí mismo, en que el objeto termina por revelarse idéntico al sujeto, el ser como idéntico al pensar.17
EL SISTEMA HEGELIANO 6. El sistema hegeliano Todo lo que hasta aquí se ha dicho lo ha sido, según se adelantó, de manera relativamente informal, de un modo y con un lenguaje que no son los de Hegel. Queda, por tanto, exponer la manera cómo Hegel mismo presenta sus ideas. 16
Hegel, en sus Vorlesungen über die Geschichte der Philosophie Glockner, X Bd. 17, 49-59). (Lecciones sobre la historia de la filosofía. trad. esp., México, Fondo de la Cultura Económica, 1955, lomo I. pp. 25-33), refiere los conceptos de "en sí" y "para sí" a los conceptos aristotélicos de potencia y acto; cf. arriba, Cap. VI, § 4. 17 Recuérdese el "pensamiento del pensamiento" en Aristóteles, cf. Cap. VI, S 1 y aquí, § 16 in fine Cf. Hegel. Philosophie des Rechts [Filosofía del derecho] (hrsg. Hoffmeister, Hamburg, Meiner. 4 1955; p. 14): "Lo que es racional es real; y lo que es real, es racional".- Decir que la realidad es espíritu no significa que la pared que estoy viendo, o una montaña en los Andes, no sean nada real; que sean especie de fantasmas o sueños o productos de la imaginación. Sostener que la realidad -lo absoluto- es espíritu significa para Hegel que toda realidad tiene sentido, que ese sentido es el sentido que otorga el pensamiento (la Idea), y que ese sentido se expresa de la manera más perfecta como vida espiritual.
Hegel expone su filosofía según tres caminos diferentes. 18 El primero es un camino histórico: en sus Lecciones sobre la historia de la filosofía, muestra cómo esta historia es ni más ni menos que la marcha hacia su propio sistema (cf. más adelante, § 13, in fine). En segundo lugar, la Fenomenología del espíritu, obra pensada a modo de "introducción" al sistema, pone en evidencia cómo la conciencia, desde sus formas inferiores, casi puramente animales, termina por llegar al saber absoluto, a la filosofía absoluta. Por último, el sistema propiamente dicho lo ofrece la Enciclopedia de las ciencias filosóficas en compendio,19 junto con las obras que la desarrollan en detalle: Ciencia de la lógica. Filosofía del derecho, Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, Lecciones sobre la estética. Lecciones sobre la filosofía de la religión, y las ya mencionadas Lecciones sobre la historia de la filosofía. Lo que Hegel se propone en su sistema es nada menos que reconstruir o exponer en el pensamiento toda la realidad; realidad que, en definitiva, según ya sabemos, es pensamiento, espíritu, de manera que en última instancia vendrá a darse una completa coincidencia entre el pensamiento que piensa la realidad, y la realidad que es pensamiento: e1 círculo que se anuda con sí mismo. Partiendo de un concepto, el más sencillo de todos, el más simple, el más inmediato que haya, construir la realidad, "deducirla" en su totalidad, aun en sus aspectos más complejos, inclusive la historia, el arte, las filosofías -porque naturalmente, arte, historia, filosofía, son también integrantes de la realidad-: éste viene a ser el programa y a la vez el problema que Hegel se propone. Si la realidad es en su raíz pensamiento, y al pensamiento total y sistemático de todas las cosas lo llamamos (con término platónico y también kantiano) Idea (cf. § 7, in fine), el sistema se dividirá en tres partes principales -que constituyen un primer ejemplo de tríada dialéctica-: la lógica, que estudia la Idea en y para sí, "antes" de manifestarse; y luego la filosofía real, que comprende: la filosofía de la naturaleza, que considera la Idea en su ser-otro, es decir, hecha extraña para sí misma, ignorada por sí misma; y la filosofía del espíritu, que se ocupa de la Idea que, desde su ser-otro en la naturaleza, regresa a sí.:20
DuqueHegel Análisis de los títulos. «Ciencia de la experiencia de la conciencia»: La famosa escisión kantiana entre receptividad y espontaneidad (entre sensibilidad, por un lado, y entendimiento y razón, por otro) es admitida por Hegel como punto de partida del «venir a sí» de la conciencia, no como una división estática e irrebasable. Al pronto la conciencia natural, cotidiana, cree que el objeto al que ella tiende es algo con consistencia propia e independiente de ella (digamos: que el objeto es «de verdad», interior a sí mismo, exista o no conciencia de él). En cambio, ella, la conciencia, está absolutamente volcada en el objeto que por su parte la afecta: así, tiene experiencia de él y se figura que ella es «para» el objeto, für es. La conciencia, diríamos, es «intencional». Es obvio que en este caso la conciencia no tiene (y menos, hace) experiencia de sí misma, de algo. Y quien se hace cargo a sabiendas de un contenido es justamente la conciencia que, así, sale a la luz. No hay una experiencia inconsciente. Ahora bien, estar cierto de algo no es ya «tener» una experiencia, sino hacerla, ponerse uno mismo a prueba en ella. Esta «acción» brilla en el sufijo de Erfahrung; en efecto: —ung da contenido concreto a algo, literalmente «en el acto». Ahora ya sabemos qué «quiere decir» al menos el primer título. Un título que constituye de suyo una invitación y un desafío al lector consciente. ¡Pues esa «Ciencia», si quiere serlo de verdad, involucra al lector! No se puede leer la Fenomenología como si fuera un libro más. La «Ciencia de la experiencia de la conciencia» se prueba a sí misma en la experiencia que de ella hace la conciencia del lector. Ahora bien, ¿«dice» lo mismo ese título que el de «Fenomenología del Espíritu»? Sin forzar el lenguaje, cabría afirmar que el primero quiere decir lo mismo que el segundo, pero no lo «dice» por completo. ¡Y a la inversa! Los dos son necesarios, de modo que sólo en su conjunto dicen de verdad lo mismo. No es una trivialidad ni una vacua tautología decir que la «Ciencia de la experiencia de la conciencia» está siendo la «Fenomenología del Espíritu», mientras que ésta ha pasado a ser lo primero. La voz «fenomenología» remite a un neologismo (parece «griego», pero ningún griego pudo haber utilizado ese término) empleado ya por Lambert, por Kant y sobre todo por Reinhold. Con independencia del sentido (criticado más bien por Hegel) en que esos autores usan el término, la «fenomenología» suministra por así decir el correlato objetivo (el orden lógico de «aparición») de la experiencia que hace la conciencia, en un orden inverso al de los grados de ésta: se comienza por «ser sin más», o sea, por la presunta «verdad» en la que la conciencia sensible está engolfada, para ir «interiorizando» (recordando) esa supuesta «exterioridad» e «independencia». Lo que así va emergiendo es el Espíritu tal como aparece a la conciencia (y como le parece a ésta), a la vez que la conciencia se va compenetrando más con él (aunque ella aún no lo sepa, la conciencia es desde el inicio el «Espíritu, apareciendo»), hasta que la progresiva fusión de experiencia y «aparición» llega a la perfecta conjunción de conciencia y de Espíritu, en el Saber absoluto. Cada uno de los grados o «nudos» de este proceso constituye una figura de la conciencia, en un doble sentido, subjetivo y objetivo: son figuras que la conciencia contempla como lo que en cada caso 18
Cf. G. NOEL, op. tic., pp. 9-10. De esta obra existe una versión ampliada con agregados (Zusätze) hechos sobre la base de notas tomadas por sus discípulos en clase; se la suele denominar Enciclopedia grande (Grosse Encyclopädie). 20 Cf. Enzyclopädie. § 18 19
es «en sí» (an sich): la verdad «inmediata» a la que ella tiende, y figuras en las que la conciencia misma se va disponiendo como lo que ella misma es de verdad, aunque al pronto no se tenga «conciencia» de ello. Así pues, los dos títulos de la obra se corresponden y necesitan mutuamente. Pero no con igual intensidad. El «protagonista» de la primera parte (los capítulos I—IV) es la conciencia. Una conciencia, además, doble. Recuérdese al respecto la famosa paradoja platónica del «ignorante». Si éste lo fuera absolutamente, nunca llegaría a saber nada (ni siquiera sabría que no sabe, al contrario de Sócrates). Necesita pues tener al menos «conciencia» de su ignorancia. Sólo que esa «conciencia» implica ya, aunque sea a manera de oscuro «presentimiento» y hasta de «fe», que el Saber esté latiendo en la conciencia, que sea «atractivo» y «atrayente», a manera de criterio de medida: la ignorancia es siempre relativa a ese Saber presupuesto. «Nosotros»: el hilo conductor de la Fenomenología. El Saber (que es el modo en el que la conciencia ve al Espíritu) está ya absolutamente al inicio del movimiento de la conciencia. Pero para ella, para la conciencia incipiente absorta en el ser «exterior», ese Saber absoluto está solamente en sí, de una manera virtual. En cambio, eso «en sí» es ya para nosotros, esto es, para la conciencia filosófica, formada. Es ésta la que ayuda y sostiene a la conciencia ingenua, la que anticipa al lector el desarrollo total y evita las discontinuidades y (literalmente) sobre-saltos en que la conciencia «normal» se pierde. En efecto, en el curso de la Fenomenología se encuentran los llamados Wir-Stücke, o incisos introducidos por un «nosotros», que funcionan a manera de guía. Gracias a este «bucle de retroalimentación» que es el «nosotros» narrador y «buen entendedor» (tras el cual se esconde el propio autor: Hegel), podemos ir acompañando a la conciencia en la experiencia que ésta hace de sus figuras, sin caer por nuestra parte en su «desesperación» cuando comprueba que su creencia inicial se invierte en cada caso en el curso de su experiencia. En una palabra: el famoso «en sí» kantiano, al parecer incognoscible, coincide con la historia del saber, que el autor (y nosotros, los lectores, con él) ya posee. El pasado queda depositado en y como el pensamiento, y ayuda a iluminar el presente, es decir a que el lector de la Fenomenología «tome conciencia» de que el tiempo en que aparentemente le ha «tocado» vivir constituye en realidad su propia sustancia, que ha de ser a su vez reconocida en y como la existencia de un sujeto libre y autoconsciente.
El largo camino de la conciencia hacia «Sí mismo». La Fenomenología es una suerte de «novela de formación» (Bildungsroman). Como ya hemos apuntado, hay un narrador (el «Nosotros»), que no se limita a presentar sin más las distintas figuras de la conciencia. Se trata de que el lector incipiente (representante de la conciencia vulgar, pero distinto de ella al menos en su «deseo de saber», en su no conformarse con lo ya «consabido») acabe por interiorizar (o recordar) la Kultur (en el sentido del saber objetivo, presente en ese momento histórico) como Bildung (formación cultural, subjetiva), convirtiendo así la sustancia en sujeto: no por limitarse a contemplar «desde fuera» la génesis de esa vida sustancial, sino por haberla hecho suya mediante una reconstrucción racional. Introducción: crítica de las posiciones «críticas» y, en general, del agnosticismo respecto a la capacidad de la conciencia para acceder al Absoluto. Siguen ocho capítulos de muy desigual extensión, cuyo contenido ordenaremos por nuestra cuenta de acuerdo del modo siguiente: 1) Elementos constitutivos de la génesis de la conciencia. 2) Prueba ontogenética de la conciencia en «su» mundo. 3) Figuras históricas en las que toma cuerpo el Mundo. 4) La toma de posesión de la conciencia-de-mundo por parte del Espíritu. 5) El fin de la Fenomenología y la tarea del pensar lógico.
Elementos constitutivos de la génesis de la conciencia. Comprende los momentos: CONCIENCIA (DE LO OTRO DE SÍ), AUTOCONCIENCIA, RAZÓN. El examen de la CONCIENCIA (todavía externa a sí misma) ocupa los tres primeros capítulos de la obra: I) La certeza sensible; o sea, el Esto y el Opinar (Meynen) II) La percepción; o sea, la cosa y la ilusión (Tauschung) III) Fuerza y entendimiento, fenómeno (o aparición: Erscheinung) y mundo suprasensible.
De la escisión inicial entre la certeza de la conciencia de que la verdad está en el «ser», y no en ella, ésta se va «educando» (guiada secretamente por el Preceptor Absoluto, encarnado para el lector por el Narrador—«Nosotros»), hasta comprender que la escisión entre el mundo de las leyes (la pura teoría) y el mundo fenoménico (la experiencia) no es tal; esos extremos contrapuestos no son sino respectos invertidos, reflejos de lo Mismo. Y esa mismidad o pliegue es la conciencia de sí. La certeza se identifica así con la verdad (que ahora es su verdad), pero en un plano puramente abstracto y formal. El cuarto capítulo, dedicado a la AUTOCONCIENCIA, es ya más complicado. IV) La verdad de la certeza de sí mismo. El camino es ahora inverso: no va de una certeza vacía a una verdad plena que llena a la conciencia, por así decir, desde fuera, sino que de la verdad ahora reconocida como «sustancia» de la conciencia ha de emerger esta última como «llena» de certeza, o sea plenamente segura de que ella es la verdad interna de todo lo ente. Esta autoconciencia que se sabe a sí misma como verdad de lo «otro de sí misma» es ya razón, y razón universal. Por ello, el quinto capítulo está consagrado al reconocimiento de la razón en el mundo (y a la apropiación de éste como su mundo). Pero, de este modo, la conciencia no está ya examinando en ella misma su objeto y la experiencia que de él tiene, sino que está examinándose a ella misma en el mundo. Sale de sí; y sólo entonces, paradójicamente (para el sentido común, claro está) comienza a «entrar en razón», o sea a recordar e interiorizar su carácter espiritual. Cabría denominar a esto:
Prueba ontogenética de la conciencia en «su» mundo. V) Certeza y verdad de la razón. Obsérvese que aquí están de nuevo invertidos los términos, como si la conciencia comenzara de nuevo: sólo que, ahora, esta conciencia racional está cierta de que ella es lo sustancial de ese mundo supuestamente externo. Ha de taladrar pues la superficial costra de éste para reconocerse a sí misma. Este reconocimiento se cumple en tres niveles: A) Razón observadora - Primero, observa («repitiendo» -ya no ingenuamente- el camino del cap. I) una naturaleza que ella sabe ya como manifestación ad extra de leyes racionales (cf. 9: 139s; 150s); luego se observa a sí misma en las leyes que ella misma se ha dado (lógica) y en su realidad efectiva externa (psicología) (cf. 9: 167s; 180s), y en fin observa la referencia de sí como autoconciencia a su propia realidad efectiva (fisiognómica y frenología) (cf. 9: 171; 185). Así implantada en su mundo (un mundo que ya es para ella, sin consistencia propia), pasa a: B) La realización de la autoconciencia racional por sí misma - Puesto que ella cree (en repetición «racional» del cap. II: La cosa y la ilusión) que la «cosa» verdadera del mundo es ella misma, y todo lo demás sus propiedades, intenta por lo pronto poner el mundo entero a disposición de su placer (cf. 9: 198s; 214s), olvidadiza de que ella tiene su poder sólo por haber interiorizado las leyes de ese mundo y haberse sujeto a ellas. El resultado obvio es el choque de ese placer contra la dura necesidad del mundo, que no se sujeta a su capricho. Intenta pues el camino contrario: en lugar de perderse fáusticamente en el mundo, intenta reformarlo en nombre de las leyes que ella siente (pathos) en su corazón (cf. 9: 202s; 217); es el momento del «rebelde» (ejemplificado tácitamente en el Karl Moor de Los bandidos, de Schiller). La conclusión es, para esta fatua autoconciencia cordial, tan catastrófica como la anterior: ese mundo que ella pretendía reformar según los impulsos de su corazón es su propio mundo: el combate está ahora en el interior, y la autoconciencia, que ha acabado por reconocer así la «locura de la infatuación», se hace «virtuosa» y pretende adaptar a su virtud el «curso del mundo» (cf. 9: 208s; 224s): una vacua y abstracta contraposición entre los dos lados de ella misma. Sin embargo, el reconocimiento de esta doble abstracción de los extremos exige ya hacer la prueba de la razón como este individuo concreto, no como una razón formal cuyo contenido es la propia naturaleza a la que se pretendía dominar (el placer), el mundo que se quería reformar (interiorizado en verdad como pathos cordial) o un «curso» del mundo que no es sino la abstracción exteriorizada de la propia razón, alienada de sí. El resultado de todo ello es la aparición de un nuevo proceso para nosotros: C ) La individualidad que se es real (reell) en y para sí.- Su primera figura es: El reino animal del espíritu y el engaño, o sea: la Cosa (Sache) misma (cf. 9: 216s; 23 ls). En esta figura se «recuerda», en una nueva vuelta en espiral, la «vida» de la autoconciencia (comienzo del cap. IV) y a la vez se anticipa, a un nivel todavía formal, lo que será el mundo concreto de la eticidad (comienzo del cap. VI). La encamación individual de la razón ha de hacerse en todo caso según la «disposición natural» del agente, incapaz de salir de su «reino animal»; pero, en todo obrar, la obra va más allá, por su carácter abierto y universal, de su realización particular. La objetividad que ésta encarna no es pues simplemente material, sino espiritual (no para quienes la hicieran, ni para el «reino» en el que estaban inscritos, sino para «nosotros», sus intérpretes). El objeto deja de ser una cosa (Ding) para convertirse en la Cosa (Sache): el tema abierto a la opinión y goce de todos, que incorpora en su interior el trabajo producido. De modo que la individualidad productora (como el Esclavo del cap. IV) se encuentra con que su obra es pública, Cosa de todos. A esa «opinión pública» ha de plegarse pues la «razón obrera»: en un doble y lineal movimiento antitético de la razón: la «razón legisladora» (cf. 9: 228s; 246s) y la «razón examinadora de las leyes» (cf. 9: 232s; 250s). Ambas figuras se revelarán -por oscilar entre los dos extremos: la universalidad y la singularidad— igualmente inanes. Las «leyes» de la primera (un sarcasmo contra la «ley moral» kantiana) no dicen sino banalidades, del estilo: bonum est faciendum et malum est vitandum, mientras que el examen de la segunda (igualmente un sarcasmo contra el filósofo kantiano, que libremente se da la ley a sí mismo y debe escrutar constantemente ésta desde su razón) lleva a la arbitrariedad del «entendido», al que han de plegarse las opiniones de los demás. Y es que la ley no puede ni cernirse sobre un mundo
a ella indiferente, como un vacuo vapor universal y evidente, ni ser examinada por un individuo «racional» (¿desde dónde llevaría a cabo tal examen?), sino que está ya en todo caso encarnada en las tradiciones históricas de un pueblo (aunque al pronto éste no reconozca en ellas su propia tradición, sino que vea a la ley como algo sagrado y válido para siempre: tal el derecho de los dioses, la «ley no escrita» de la Antígona de Sófocles; cf. 9: 236; 254). Pero con esa encamación concreta, histórica, se rebasa desde luego la esfera de una razón que pretendía asimilarse, desde fuera y estáticamente, un mundo primero desentrañado en su legalidad y luego interiormente «trabajado». Esta «traducción» de lo teórico en práctico (una encamación del paso del «ser» al «deber ser» que Kant y Fichte daban, sin poder explicar la disponibilidad del mundo para la acción libre humana) supone el reconocimiento de la razón como Espíritu. El enfoque predominantemente gnoseológico («crítico», si queremos) cede ahora el paso a la presentación de las «figuras» de la conciencia, no simplemente en el mundo (como en el capítulo V), sino del mundo. Cabe apreciar aquí pues un tercer momento:
Figuras históricas en las que toma cuerpo el Mundo. VI) El Espíritu. Sólo a partir de ahora comienzan a coincidir en sus rasgos esenciales la experiencia de esta conciencia ya sabedora de su espiritualidad con el devenir histórico. Así, la conciencia se encuentra al pronto inmersa en una vida comunitaria (la eticidad), que es la «verdad» del Espíritu, a la que cada conciencia se atiene, por constituir su sustancia (una sustancia ética, ya no natural). Es fácil reconocer aquí a la antigua Grecia, con inolvidables páginas sobre Antígona y Edipo que presentan la tragedia de la escisión de la conciencia entre dos «masas» o extremos de esa sustancialidad aparentemente íntegra: la ley de la sangre, de la familia, y la ley del día, o sea: del Estado (cf. 9: 245s; 267s). La interiorización o reconocimiento de esa íntima ruptura por parte de la conciencia, que ahora toma a su cargo esa contraposición, lleva a la fragmentación del bello mundo griego en un pulular de conciencias, solamente igualadas de un modo abstracto, formal, por su reconocimiento jurídico como personas (cf. «El estado de derecho»; 9: 260; 283), y mantenidas en precaria unidad de un modo tan real como violento: a través de la voluntad del «Señor del Mundo» (9: 263; 285), que domina sobre todos los individuos singulares: el Imperator. La conciencia -y nosotros, con ella- hace así la dura experiencia del Imperio Romano, culminante en el «mundo de la cultura (Bildung, ya no Formirung)»: el mundo moderno, en el cual se oponen como potencias (mutación, a través del cristianismo, de la ley del día y la ley de la sangre) el poder del Estado y la acumulación de riquezas, por un lado, y la clausura de la pura conciencia, por otro, la cual siente que su verdad está en «otro mundo»: una nueva vuelta de tuerca de la «conciencia desgraciada», ahora decididamente esquizoide: por un lado se hunde en una vaporosa religiosidad, y por el otro se engolfa en la acumulación capitalista. El Espíritu está aquí «enajenado con respecto a sí mismo» (9: 266s; 289s). El saber interior, puramente sentimental, es la fe, opuesta de este modo -como en un juicio infinito, disyunto- no tanto a la cultura cuanto al pensamiento de ésta: la «pura intelección» ilustrada (cf. 9: 286s; 31 ls). El escenario histórico de esta lucha es la Ilustración. Y el violento ensayo de realizar esa «intelección» (en verdad, una escondida «fe en el mundo» contra la abierta y aparente «fe en trasmundos»), fundiéndola con la cultura (esto es: con el poder estatal y la riqueza de la burguesía), es la Revolución Francesa, que desemboca -al contrario de lo pretendido, pero necesariamente- en el Terror (cf. 9:316; 343s). Al contrario de lo pretendido, porque la «intelección» (la razón ilustrada) prueba en su hacer que, en lugar de saber lo que es el mundo, está sustituyendo a éste por un nuevo y más temible trasmundo; lo está sustituyendo por ella misma como Raison, o sea como lo que «debe ser» el mundo (según ella se piensa) y no como lo que éste es. Y al revés, la «fe» fomentada por l’mfáme (el poder y el clero) y sostenida por la canaille (el pueblo llano) corresponde a la dura realidad fáctica con la que habría que contar de verdad, en lugar de condenarla desde fuera. Y también desemboca necesariamente esta inversión de contraposiciones en el Terror porque aunque esa «fe en la razón» (una indirecta alusión crítica a la «fe racional» kantiana) sale a la luz ciertamente como libertad, y libertad absoluta, se trata de algo absolutamente formal: es la pura «virtud», que se estrella contra la dispersión fáctica del mundo y su terca desigualdad. La ciega destrucción que el desencadenado «deber ser» ocasiona en el efectivo «ser» del mundo no lleva sin embargo ni a una aniquilación plena ni a una restauración del Anden Régime, sino a una nueva «organización de las masas espirituales, en las cuales se distribuye la multitud de las conciencias individuales» (9: 321; 348), por el lado exterior (son las tendencias que, como resultado de la experiencia revolucionaria, cristalizarán en partidos políticos) y, por el lado interior, a un recogimiento de la conciencia, que sabe ya de la coincidencia de su ser y su obrar: es el mundo propiamente alemán («prusiano», diríamos) de la moralidad, ejemplificado en la filosofía de Fichte. También aquí, en la moralidad (cf. 9: 323s; 35 ls), habrá de hacer la conciencia la dura experiencia de la inversión de su propósito: ella, la conciencia, pretende ser absolutamente libre, autónoma y separada del mundo. Pero cuanto más se distancia de éste para no caer en la mecánica necesidad natural, tanto más se hace autónomo el propio mundo, hasta que se configura de nuevo una escisión absoluta: el «mundo» moral, interno, y el físico, externo, son dos esferas disyuntas e indiferentes entre sí (cf. 331; 358). Justamente aquello que sólo «debe ser» no llegará nunca a «ser», y viceversa: tal es el dilema entre libertad y necesidad en el que se estancó el criticismo, y que la conciencia intenta salvar acudiendo a una cosmovisión, una Weltanschauung moral (cf. 9: 332s; 360) expuesta en la doctrina de los «postulados de la razón»: la inmortalidad del alma (o su correlato histórico: el progreso indefinido del género humano) y la existencia de Dios como garante último de la correspondencia y paulatina convergencia de los dos mundos enfrentados. Sólo que justamente esos postulados niegan la presunta libertad absoluta, la autonomía y autodeterminación de la conciencia moral: ésta aprende
pues a ser hipócrita y caer en el disimulo, desplazando en su casuística ad calendas graecas (cf. 9: 336; 364) la realización en el mundo del bien que su conciencia le dicta. Es evidente que contra esta absoluta alienación hipócrita ha de levantarse el lado «interno» de la conciencia, que recoge así su «saber» (Wissen) del bien no como algo externo y hasta extramundano, sino como su propio pasado, o sea como el pensamiento de su violenta procedencia revolucionaria. Así, la autoconciencia (Selbstbewusstseyn) se sabe a sí misma como verdadera «conciencia moral» (Gewissen: literalmente, un saber de sí como de su propio pasado). Se desemboca así en la última figura del Espíritu en su encamación mundana, histórica, que a la vez es ya plenamente sabida, esto es, filosófica: «La conciencia moral, el alma bella, el mal y su perdón» (cf. 9 :340s; 368s). En este apartado (uno de los más profundos y densos que jamás haya escrito Hegel), la conciencia llena la vacuidad del «deber ser» con todo el rico contenido de su propio pasado, que ahora siente ella por vez primera como propio. Es el momento de exaltación «romántica» de la inmediata certeza que el alma tiene de su identificación con el Ser divino. Sólo que esa certeza se agota en el puro sentimiento. La conciencia moral sabe que, en cuanto se mezcle con el mundo, la pureza de sus ideales se verá contaminada: de ahí su refugio en su propia clausura, en el diálogo interno del alma con Dios. Es el «alma bella» (un remedo sarcástico y malévolo de la nobleza de alma schilleriana; 9: 354s; 382s), carente de realidad, que hace la experiencia de la contradicción entre su puro e inmaculado «sí mismo» y la necesidad de realizarse en el mundo (si no quiere recaer en el vacuo «deber ser», que en cuanto Gewissen había ya superado y asumido). Presa de esa contradicción, el alma bella «se ve desgarrada hasta la locura y se consume en una nostálgica tuberculosis.» (9: 360; 390). La única solución posible a este desgarramiento es aceptar la finitud del mundo: el escenario del mal y, en lugar de caer en él, aceptar que la superación de éste no puede venir dada por la mera conciencia moral (que excluye de sí al «pecador», es decir: a todo el que necesariamente ha de comprometerse con el mundo y sus crímenes), sino por el reconocimiento mutuo de los pecados en nombre de un «Yo» superior, dual (es decir: que es Sí-mismo sólo en cuanto que tiene en su alienación, en su encamación, la completa certeza de sí como Espíritu). Pero con esta manifestación de Dios hecho Hombre, el Espíritu vuelve por entero a la inmediatez de una figura que, internamente, dirigía todo el proceso histórico. Estamos ante una «Historia» más alta: una verdadera Historia Sagrada, cuyo desarrollo está expuesto en la figura consciente de la Religión. En ella, el curso de la Fenomenología experimenta un «vuelco» completo, como si se empezara de nuevo, pero ahora desde un «contenido absoluto» que le está presente a la conciencia. En realidad debiera considerarse a este punto de inflexión como una «segunda parte» de la Fenomenología, contrapuesta a un primer bloque (como si dijéramos: antes hemos asistido a un verdadero itinerarium mentís ad Deum; ahora se trata de considerar las «figuras» en las que «Dios» -en lenguaje figurado; técnicamente: la «autoconciencia absoluta»- se presenta a la conciencia, hasta coincidir con ella en la figura teándrica del Cristo). En términos representativos: el «ascenso» del hombre (y a su través, del mundo por él conscientemente sabido) a lo divino se toma ahora en «descenso» de lo divino al mundo (y a su través, al hombre que acaba por saberlo como su mundo). Pero, para evitar hacer de nuestro esquema clasificatorio algo excesivamente complejo consideraremos didácticamente ese «descenso» como un cuarto momento:
La toma de posesión de la conciencia-de-mundo por parte del Espíritu. VII) La religión. Hasta este momento, el proceso había sido en su conjunto ascendente en su linealidad (a pesar de que, en cada figura, la conciencia volviera en espiral sobre sus pasos y se levantara así a un nivel superior, que englobaba y volvía a «visitar» los momentos recorridos): conciencia, autoconciencia, razón y espíritu trazan un curso de descubrimiento de Sí a través de la asunción del objeto como mi objeto, del «yo» como «otro yo», del «nosotros» como razón que se hace cargo del mundo, y de la encamación histórica de esa razón hasta comprenderse a sí misma como Espíritu del Mundo. Pero ahora, en la experiencia de la Religión, el proceso se invierte: la pura autoconciencia del Espíritu, que quiere estar «cabe nosotros», hace acto de presencia para la conciencia. Ya no es ésta la que, a fuerza de exteriorizarse en sus objetos, se recoge dialécticamente en figuras más altas (movimiento dual, reflexivo, de exteriorización o alienación —Entdusserungy de interiorización o recuerdo -Erinnerung-), aprendiendo así a reconocerse como Espíritu, sino que es éste el que, desde su absoluteidad, se dona (se da en apariencia graciosamente) al mundo. Sale así a la luz lo insinuado en la Introducción de la obra: que el Absoluto está y quiere estar cabe nosotros, comprometido con el mundo. Sólo de este modo la conjunción de todos los esfuerzos de la conciencia ascendente (hasta el mutuo «perdón de los pecados») y de la penetración en el mundo histórico de la autoconciencia divina, descendente, constituirá por fin el Saber Absoluto.
La religión de la naturaleza: Oriente. Aquí, en la religión, la conciencia espiritual, ya históricamente formada (el «Nosotros»), ha de recoger en sí ese «descenso» del Espíritu, visto primero extrínsecamente por la conciencia religiosa natural (que es «sensible» a lo suprasensible, por así decir) como la fuerza que anima a la Naturaleza (es la religión natural-, cf. 9 :369s; 401s), y luego conocido como una progresiva depuración de todo lo natural y como interiorización en el espíritu subjetivo: un desarrollo que recorre a la inversa todo lo ya experimentado por la conciencia (en los capítulos I-VI). Así, la religión natural presenta al pronto la «verdad» de aquello en lo que se engolfaba la certeza sensible: una pura «esencia luminosa» (9: 370; 402), enfrentada a la negra opacidad (o sea: se tiene la sensación de que hay un puro «ser» difusivo de sí, generador y expansivo: el «bien», frente a la «nada» de las tinieblas destructoras: el «mal»; tal la religión zoroástrica de la luz y las tinieblas); luego
aprende la conciencia religiosa a distinguir la «cosa» verdadera de sus propiedades (como en la figura de la percepción): es la religión panteísta hindú, la religión de las plantas y los animales (9 :372s; 404s); y por fin, destaca de sí la conciencia su propio quehacer (pero todavía rígido, geométrico, como en el nivel del entendimiento) y lo separa de la naturaleza en la religión egipcia (cf. 9: 373s; 405s), regida por la figura del «maestro de obras» (Werkmeister), como si fuera un «demiurgo» que obedece las órdenes de un Señor al cual todavía no conoce distintamente."” El Espíritu se produce ya a sí mismo como objeto; pero esta su elaboración de sí es: «un trabajar instintivo, tal como las abejas construyen sus celdillas.» (9: 373; 405). Pero es evidente que cuando el «demiurgo» egipcio reflexione sobre su trabajo, sobre eso que él mismo está haciendo (en lugar de considerarse un «mandado»), tomara conciencia de que él está ensamblando lo interno (la oscuridad del pensamiento) con lo externo1181 (la claridad de la representación: la estatua como figura humana, ya no la abstracta y rígida pirámide, que guarda ciertamente un «alma», pero extraña y ajena a la obra). Adviértase que, de este modo, se ha invertido e «interiorizado» por completo el punto de partida de la religión natural (la luz interior como el «bien»: el fuego purificador de las tinieblas exteriores, del «mal»). La verdad de la obra ya no es siquiera la relación «interno / externo», sino la «exteriorización» (Aeusserung; cf. 9:375; 407). Tenemos entonces en el «acto» y en la «obra» (un aris totélico diría: energeiai) una perfecta correspondencia reflexiva entre algo externo (una cosa mundana) que va hacia sí mismo y allí se recoge, y algo interno (un pensamiento) que se manifiesta externamente. La cosa se hace «carne» y el pensamiento «lenguaje». Con toda concisión: «El Espíritu es artista.» (ibid.). Y la figura correspondiente es la religión-arte (Kunst— Religión): el bello mundo de los griegos.
El arte como religión: Grecia. Ahora se hace patente algo sorprendente para los esquemas habituales del pensamiento, pero que había venido ya insinuándose: en el Hegel fenomenológico, la religión engloba al arte o, más bien, éste es el cuerpo, el objeto en el que se encama el contenido absoluto de la conciencia; ese objeto es ya un «símbolo» (literalmente: lo que va de consuno, conjuntamente) y no un mero «signo»; en el símbolo artístico, el espíritu (finito) honra y venera al Espíritu infinito, en el cual él se reconoce a él mismo como sí mismo, siempre que entendamos por ese «sí mismo» (Selbst) algo mucho más alto y concreto que el abstracto y teorético «yo». Y más: el camino del arte es un camino dialéctico de autodestrucción; a través de la experiencia artística (en este elevado sentido del término), la conciencia acaba por reconocer que lo que ella veneraba en la obra de arte no era su materialidad corpórea, sino el Espíritu que en ella inmora y que, a través de la «destrucción» de lo natural, hablará como Dios hecho hombre a los demás hombres, sabedores de que lo divino constituye su verdad. En esta «Religión-Arte» (no meramente: religión del arte, como si éste tuviera entidad de por sí, separado) presenta Hegel un extraordinario desarrollo (no cronológico) de la espiritualidad griega, vista ahora desde el lado «divino»."86 Sus tres figuras repiten a un nivel superior (antropomórfico, ya no cosmológico, fitozoomórfico o geométrico) los estadios de la religión natural: la obra de arte abstracta, viviente y espiritual. La primera, encarnada en el templo griego y la imagen del dios, es denominada abstracta justamente por esta extremosa escisión entre la figura singular (la estatua antropomórfica del dios) y la universalidad de su entorno (la arquitectura: el templo como morada, estilización racional a su vez de la rígida formalización intelectual «egipcia» del mundo «hindú» de las plantas). La mediación entre ambos extremos, recíprocamente exteriores, viene dada por una interioridad «manifiesta», declarada (gedussert) que, satisfaciendo a uno de los lados, sigue resultándole indiferente al otro. El lenguaje en efecto: ese verbum interius que se exterioriza como verbum prolatum, proferido, queda fijado bien por parte de un individuo (el aeda) en la figura aislada de un dios (los Himnos), o bien se difunde (en una confusa e indiferente universalidad) como una articulación que interioriza el mundo de las plantas (el susurro de las hojas de los árboles, el vino báquico) o de los animales: es el Oráculo, cuyas verdades generales están dirigidas ya a un pueblo, del cual es aquél precisamente su Espíritu, mas todavía delirante y ebrio. Ahora estos dos bloques (formando cada uno una relación esencial «interno / externo»: la estatua y el himno, la morada y el oráculo) encuentran su verdadera reunión y término medio en el culto: primero secreto (los cultos mistéricos, con ritos sacrificiales en los que se simboliza la primacía de lo espiritual sobre lo natural) y luego público (la Fiesta, en la que se exalta la unión entre la raza de los inmortales y el pueblo de los mortales a través del trabajo de éstos). Esa doble unión del centro y el entorno a través del culto es ya obra del pueblo, de la polis: una obra de arte viviente. El esquema va del estadio «natural» (el «juicio» de la noche -negación universal abstracta— por la que vagan las destructoras bacantes -un «singular» igualmente abstracto y negativo-) al plenamente reflexivo en un silogismo B -A -E «particular-universal-singular»: los Juegos, en donde las distintas póleis se sienten mancomunadas como una sola «nación libre» -la Hélade en general-, desembocando en la contemplación estética de un singular concreto (el cuerpo del atleta: una «estatua» móvil y autoconsciente), en el que reluce ya la idea del «ser humano» en general. En esa contemplación apasionada se despoja el pueblo en efecto de su idiosincrasia y se hace «consciente de la universalidad de su existencia humana». (9: 388; 421). Ahora bien, esa conciencia -todavía prendida en lo corporal—se eleva por vez primera a autoconciencia a través del claro lenguaje del rapsoda (Píndaro, p.e.). No son ya los pueblos los unidos en los Juegos por un sentimiento común de «nación», sino los espíritus de esos pueblos los fundidos «en un solo panteón, cuyo elemento y morada es el lenguaje.» (ibid.) Así, la última figura de esta «religión de la belleza» es la obra de arte espiritual: el momento del máximo adelgazamiento de lo natural, ya plenamente «domesticado»; este «soporte» del Espíritu es el aire o los trazos convencionales de la escritura. Su rasgo general (no claramente puesto de relieve por Hegel) sería la isegoría, el derecho que cada individuo tiene de hablar en la asamblea. Por eso dicha obra de arte espiritual (la poesía, en sentido amplio) sólo puede florecer en la democracia. Pero será también la democracia la que acabe por destruir a la «religión-arte» y con ella
a la Hélade, mediante un paulatino proceso de «secularización», gracias al cual cada ciudadano acaba por descubrir que lo dicho de los dioses (el símbolo diseminado del espíritu de su pueblo) es algo humano, demasiado humano. Con esto, queda destruido el pueblo mismo como «animal espiritual»: nace la subjetividad libre y autoconsciente, el individuo. Los momentos de esta figura son: la epopeya (en la que se fija la relación y distancia insalvable entre dioses y hombres), la tragedia (en la que se desgarra la sustancia ética, ya que los elementos universales -divinos- son a la vez individuales autoconscientes —los héroes, que a través del sufrimiento se saben y son sabidos por el pueblo espectador como individuos), y la comedia en fin, en la cual queda invertido el punto de partida de la religión griega: los hombres no dependen de la universalidad elemental (los dioses), sino al contrario: «la autoconciencia realmente efectiva se presenta como el destino de los dioses.» (9:397; 431). Un destino que conduce al ocaso del Panteón griego, irónicamente desmenuzado en la grisalla de la religión romana, donde todo lo útil (o lo nocivo) para el hombre resulta divinizado. En la comedia (y especialmente en la degradación romana de la comedia ática) se da un individualismo tan radical como fatuo, pues el «sí-mismo» singular que se sabe ya como esencia absoluta -disolvente de los viejos dioses—, no es otra cosa que la negación de toda diferencia, desgarramiento y dolor: ya no hay ni dioses internos (sentidos: pathos) ni naturaleza externa (ahora, todo se es recíprocamente exterior y, por tanto, todo se es interior: «nadas rellenas» de su propio viento, atomismo vacuo). El actor coincide con su personaje, y ambos con el espectador, que ve representarse en la comedia la futilidad de su propia vida y se queda tan a gusto de ello. De ahí esta: «perfecta falta de miedo y carencia de esencia de todo lo ajeno (y todo es aquí tan recíprocamente ajeno como indiferente, F.D.), y un estar a gusto (Wohlseyn) y un dejarse estar a gusto por parte de la conciencia como, fuera de esta comedia, no se va ya a encontrar.» (9: 399; 433).
La religión, manifiesta: el Cristianismo. Por fortuna, esa vacua disolución corresponde al lado formal, al lado consciente de la autoconsciencia. El ciudadano tiene su existencia en la mera formalidad de la «persona» del derecho abstracto. Pero justamente por ello es ahora cuando, por vez primera, el contenido de la conciencia queda absolutamente libre, interiorizado primero como pensamiento y luego sentido por la propia conciencia como verdad perdida (es la figura ya conocida de la conciencia desgraciada: el reverso de la conciencia cómica) a través de la pérdida de la dignidad y valía de sí mismo (cf. 9: 401; 435). Los tiempos están ya maduros para la religión revelada (die offenbare Religión). Atiéndase en primer lugar a un punto importante: esta religión no llega a los hombres como fruto de una revelación, recogida luego en sagradas escrituras. Sin ir más lejos, también los judíos y los musulmanes tienen estos documentos sagrados, en buena medida coincidentes con los cristianos. Para evitar equívocos, habría quizá que traducir: «la religión, revelada (o puesta de manifiesto)». En el Cristianismo (según lo entiende Hegel), la religión se revela a sí misma; o dicho de otro modo: en ella y sólo en ella el Espíritu sabe de sí mismo en la autoconciencia libre del creyente. En términos representativos: Dios se revela (se conoce y exterioriza) a sí mismo en el hombre. Y la revelación o automanifestación más alta y más dolorosa -tal como se la representa la conciencia desgraciada— es justamente que Dios no está ya en el mundo que la certeza de sí de la autoconciencia consiste en el saber de la pérdida de toda esencialidad; que lo que ella sabe es justamente la pérdida de este saberse (echa en falta la falta de sustancia y de mismidad de cuanto le sale al encuentro). Ésta es la experiencia más terrible y dolorosa de todas, nacida en el seno de una comunidad que afirma ignorar el terror y el dolor. Tal «es el dolor que se enuncia como la dura palabra de que Dios ha muerto.» (ibid.). Es demasiado tarde (siempre fue demasiado tarde, incluso y sobre todo cuando vivía Jesús de Nazareth) para captar sensiblemente, para intuir al Cristo como Hijo de Dios vivo. Eso es algo que sólo se sabe tras su muerte. Ser cristiano es aceptar haber llegado, ya de siempre, demasiado tarde para intuir al Dios vivo (recuérdese a Hólderlin, al inicio de la estrofa 7a de Pan y vino: «¡Pero, amigo, llegamos demasiado tarde!»). El Cristianismo «vive» de la muerte de Dios. Y no es en absoluto casual que su «fundador» intelectual, Pablo de Tarso, no hubiera visto jamás vivo a Jesús. Entremos ahora, con Hegel, por la puerta de la religión manifiesta. Premisa necesaria es la proposición (correspondiente al mundo romano del derecho abstracto) de que la persona (el sí mismo) es la esencia absoluta, o sea que el sujeto es ya la sustancia ética (en lugar de estar hundido en ella, como en la eticidad griega). Ahora, la proposición inversa: que la sustancia es sujeto (o dicho representativamente: que Dios se hace hombre), confirmará actu la propuesta de sentido de la entera Fenomenología, señalada en el Prólogo: «Según mi intelección (Einsicht), que ha de justificarse por la exposición del sistema mismo, todo depende de aprehender y expresar lo verdadero no como sustancia, sino precisamente también como sujeto.» (9: 18; 15). Y efectivamente nos advierte ahora Hegel que esa conversión ya no es solamente en sí o para nosotros, sino que «es llevada a cabo para y parla autoconciencia misma.» (9:400; 434). De este modo, el Espíritu será al mismo tiempo conciencia de sí (entendiendo este «sí mismo» como su sustancia objetual) y «autoconciencia simple, que permanece dentro de sí» (9: 401; 434). Éste es el contenido absoluto de la religión: que el Espíritu se sepa a sí mismo como autoconciencia en la conciencia. ¡Pero esta conciencia -la del creyente- es una conciencia desgraciada, empeñada como está en buscar un «referente» para ese Espíritu! Y en efecto, lo hubo. Pero ya está muerto, de siempre y para siempre. Por eso se consume en el dolor de la pérdida y en la esperanza de otra Venida. Incapaz de vivir en el presente y de captar en él la rosa en la cruz, la religión tiene una forma finita (la representación) que es inadecuada a ese contenido infinito, absoluto. Ella ve como un misterio (por caso, los «misterios» del Rosario) lo que para «nosotros» (para la conciencia filosófica, que asume dentro sí, purificándola, a la conciencia religiosa «normal»), no solamente es algo racional, sino que es la razón misma hecha Espíritu o el Espíritu que da razón de sí. La inadecuación entre forma y contenido (propia de la conciencia religiosa) es plásticamente analizada así por Hegel: así como Jesús («el hombre divino singular») tiene un «padre que es en sí», y sólo una madre realmente efectiva»,
así también «el hombre divino universal, la Comunidad, tiene por padre su propio hacer y saber, mientras que por madre tiene al amor eterno, que ella se limita a sentir, sin intuirlo en su conciencia como objeto realmente efectivo, inmediato.» (9: 421; 456). De ahí no sabe salir la conciencia religiosa cristiana. La figura más alta de la conciencia finita es también la más desesperada y llena de dolor: ora et labora. Pero su orar (muestra de su amor hacia algo sentido y presentido) no sólo no se adecúa a su laborar (conciencia de dominio técnico y político del mundo), sino que está absolutamente contrapuesto en un juicio infinito negativo, expresado en paradojas para ella irresolubles («no se puede servir a dos señores», «muero porque no muero», «huir del mundo en el mundo», etc.). Por el lado «natural» y singular, la conciencia religiosa tiene su modelo en un hombre concreto; pero ya muerto. De modo que se deshace en su contradictorio anhelo de unirse a él. Se con sume en una pretensión irrealizable: imitar a Jesús, hacer como si el presente no existiera, vivir en el pasado (un pasado obviamente soñado; el verdadero «pasado» está en las Escrituras: narrativamente, en la Biblia; conceptualmente, en la obra de Hegel). Por el lado «espiritual» y universal, se representa la reconciliación de su conciencia con la autoconciencia absoluta en un futuro que está incluso allende su propia muerte natural (el Valle de Josafat, si queremos: el fin de «este mundo»). Un futuro siempre desplazado ad calendas christianas, porque él no es sino el desplazamiento abstracto del presente (cf. 9: 420s; 456). Y sin embargo, no hay para Hegel nada que esperar de un futuro abstracto (una apocalíptica y apocatástica Segunda Venida) ni nada que añorar de un pasado igualmente abstracto. Lo único absolutamente concreto es el presente, una vez concebido: Hic Rhodus, hic saltus. La reconciliación está ya en el culto: allí es donde, en el acto, se funden conciencia y autoconciencia, a la vez que se destruye lo natural (la ingestión sacrificial del pan y del vino). Pero para la conciencia religiosa eso pasa en un instante, preso por tanto del ahora: no es el presente. ¿Dónde está entonces el presente? No en el culto, sino en la comprensión de su significado (que engloba y asume a todos los significados fenomenológicamente experimentados); no en el tiempo, sino en la concepción del tiempo, de todo el tiempo pasado.... al presente. Como diría Spinoza: nec ridere nec lugere ñeque detestan, sed intelligere. Hegel estaría de acuerdo con esa sentencia. Sólo añadiría algo, decisivo: «no reír, ni llorar, ni detestar, sino inteligir, o sea: concebir por qué reímos, lloramos y detestamos». Saber eso, nada más y nada menos, es ya el Saber absoluto. Llegamos así al último momento de nuestra división:
El fin de la Fenomenología y la tarea del pensar lógico. VIII) El Saber absoluto. Este título ha suscitado y sigue suscitando numerosos malentendidos, sobre todo de dos tipos. Hay quienes creen que «saber» significa «conocer» (y hasta «tener noticia» de algo) y que «absoluto» quiere decir: «todo» (desde mesas, sillas y batallas hasta mitos y filosofemas); leyendo el índice y hojeando algún manual, sienten que pueden dispensarse de las 434 densas páginas de la edición académica y leer sólo el final (poco más de 11 páginas), como en las malas novelas policíacas. Naturalmente, quien así procede está ya predispuesto a no creer en tan descomunal «hazaña» (Saber absoluto = conocerlo todo), ni aun tratándose de Hegel; además, ¿no es «evidente» que han pasado desde entonces 200 años y que ese «sabelotodo» no podía saber lo que pasaría después de él? La predisposición se torna al punto en irritación al notar que, de los 21 párrafos de que consta el capítulo, los diez primeros no parecen otra cosa que un resumen -exasperantemente condensado- de los capítulos anteriores, mientras que los once párrafos restantes son poco menos que ininteligibles. Hay también pacientes lectores que, con el prejuicio de que todo progreso tiene su meta y culminación, «entienden» que cuanto hasta ahora han leído eran meras aproximaciones a la verdad (pues parece claro que un «filósofo» —¡y además idealista!— ha de pensar que la filosofía es más que la religión, ésta más que la política, que a su vez es más que el derecho, éste más que la física, y así hasta llegar a la humilde y denostada sensación, a pique de no ser nada). Para estos amantes de la «novela río» y la línea ascendente, la lectura del capítulo VIII provoca desilusión, más que irritación. ¡La filosofía tendría que decimos algo nuevo, inaudito, aunque sólo fuera como compensación después de tan ardua lectura! Con respecto al primer malentendido, habría que decir abruptamente que (en) el Saber absoluto no (se) conoce absolutamente nada. Si por conocimiento se entiende «información» (por ejemplo, sobre las distintas figuras de la experiencia de la conciencia), lo último que «conocemos» (y eso, haciendo un esfuerzo de integración) es que el final del capítulo VI (el perdón mutuo de los pecados) coincide exactamente con el final del VII (a saber: que el Espíritu divino está ya reconciliado con el espíritu de la comunidad religiosa). ¡En el capítulo VIII no se dice nada «nuevo» ni de Dios, ni del Hombre ni del Mundo! ¡Ya está dicho todo lo que había que decir! Y lo que había que decir es justamente que el conocer (tener conciencia de algo distinto al ser consciente, cognoscente) ha ido quedando superado (y a la vez conservado) en el saber, esto es: en la acción de reconocimiento de la mismidad de la conciencia y su objeto, y ello no sólo en el conocimiento sino también y sobre todo en la acción (pues, de acuerdo al viejo adagio aristotélico: scire est agere, intelligere es pati, «saber es hacer; inteligir, padecer o ser pasivo»). Y con respecto a eso que suele llamarse «saber de todo» (algo así como «cultura general» o más finamente: «cosmovisión»), hay que decir que la Fenomenología en particular y la filosofía en general no sabe de nada (para eso están en cambio las ciencias, la técnica y la política): no tiene un «objeto» exclusivo, junto al de las demás disciplinas (y menos, un objeto superior, como si el filósofo supiera más que el físico nuclear o el teólogo, por caso). La filosofía (y muy en especial, la comprendida en la Era Crítica) se pregunta por lo que significa «conocer», «saber» y «obrar», y analiza los casos paradigmáticos en que ello se da. No conocimiento directo, sino reflexión es lo menos que cabe pedir de la filosofía; y lo más -de seguir a Hegel-, especulación, esto es: comprensión positiva y unitaria de la interna destrucción dialéctica de todo conocimiento que se cree válido por separado, como si fuera
justamente algo absoluto. Nadie ha tenido ni tendrá jamás un conocimiento absoluto: pero no porque sea imposible saber de todo (y más, se dice, con lo adelantadas que van las ciencias), sino porque cada presunto conocimiento, al enlazarse con otros, pierde justamente su pretensión de independencia. Quien trata los conocimientos como si fueran ladrillos que se van amontonando tendrá a lo sumo una memoria mecánica; ni tan siquiera podrá gloriarse de tener «entendimiento» (entender es juzgar, discriminar). El científico (y menos, el «sabio» hegeliano) no es un «diccionario», sino alguien que sabe habérselas libre y conscientemente con su mundo. Y con esto hemos aclarado ya en buena medida el segundo malentendido. Lo que la Fenomenología expone del capítulo I al VII es ya filosofía, no una suma de opiniones, un corpus científico, una historia de la cultura, una mitología o un compendio de la religión cristiana. ¡No es ése su objeto, aunque hayamos aprendido de paso un montón de cosas! Su verdadero «objeto» es la relación entre certeza y verdad, tal como se da en la conciencia. Y su enfoque es el de una lógica latente, operativa, que primero desenmascara eso que Kant tenía por incognoscible: el «en sí» de las cosas, como algo que es «para nosotros» en cuanto espectadores de la experiencia de la conciencia, la cual pasa de un estadio de «inmediatez» (en el que le «parece» que ella tiene su verdad en algo extraño) a otro de «reflexión» (de modo que, «de hecho», descubre que ese presunto objeto ajeno es «para ella»): así que la entera experiencia se ha desarrollado «dentro de» la conciencia (o mejor, de una determinada «figura»): el interior (in sich) del que no sabe salir la conciencia del caso; somos «nosotros» los que apreciamos cómo, en una nueva figura, ese in sich vuelve a aparecer para la conciencia, contradictoriamente, como algo an sich, inmediato y ajeno (contradictoriamente, porque esa «cosa en sí» es para la conciencia, se le aparece: por tanto, está referida a ella y ya no es algo ni inmediato ni ajeno). Cada una de esas «figuras» engloba a la precedente y es la base «potencial» o virtual (éste es el otro significado de an sich, aparte de mentar: «lo que es de suyo») de la posterior, como «nosotros» sabemos. Además, las figuras están agrupadas verticalmente, por así decir, en bloques o momentos (conciencia, autoconciencia, razón, espíritu) según el grado de «extrañeza» del objeto respecto a la conciencia que de él se tiene. Son esos momentos los que «nos» hacen contemplar el proceso de transformación de la «sustancia» o esencia en «sujeto»: de lo «en sí y para nosotros» en «en sí y para sí», con la importante matización de que ese proceso es inverso al de la experiencia de la conciencia vulgar: ésta cree en todo caso que conocer es pasar de la convicción o certeza de algo a la verdad de éste: o sea, «conocer» es pasar de algo subjetivo a algo objetivo; «saber», en cambio, es considerar algo sustancial, objetivo como algo «propio», subjetivo, sin que por ello lo «sabido» pierda su «sustancia». Conocer es «llenar» de contenido una forma aparentemente ya preparada (como las categorías kantianas, que precisan de intuición). Saber es contemplar cómo, intrínsecamente, un contenido se despliega de hecho y sin resto en y como una serie formal, hasta que el contenido absoluto (alcanzado ya en la religión revelada) coincide uno intuitu con la forma absoluta, conceptual: la sustancia es precisamente y en el mismo sentido sujeto. Sapiente y sabido son por fin, entonces, lo mismo. Pero esa mismidad no es ya, obviamente, nada conocido (conocer es siempre tomar nota de algo externo al cognoscente). No es ni Hombre, ni Mundo, ni Dios. ¿Qué es, entonces? Ya deberíamos suponerlo: es el espacio lógico, el universo del discurso comprehendido y sabido, el pensamiento que se piensa: la forma de todo contenido teorético y práctico, histórico y religioso; pero todavía, al final de la Fenomenología, ese pensamiento de sí se presenta a la conciencia como su propia intuición, es decir: como algo inmediato y virtual, implícito; algo que será desplegado en la Ciencia de la lógica. De eso trata el capítulo final de la obra de 1807. «Eso» es el Saber absoluto. Para empezar, la conciencia, que ha llegado ya al estadio de la conciencia filosófica, del «nosotros», considera retrospectivamente el camino recorrido y lo capta en unidad: la «cosa sabida» ya no es sólo para la conciencia del caso y (en sus articulaciones y «saltos cuánticos») para nosotros, sino que es también y en el mismo respecto «en y para sí». El capítulo VIII presenta tres partes bien diferenciadas: a) una densa recapitulación (párs. 1-10) del camino recorrido, hasta la plena identificación del Espíritu (en cuanto contenido absoluto: religión) consigo mismo en cuanto acción (Handlung) propia de la Comunidad, con una extraordinaria y concisa definición del Espíritu como Saber: «Por este movimiento del obrar (Handelns) ha emergido el Espíritu -el cual es por vez primera en cuanto que está ahí, en cuanto que eleva su estar ahí al pensamiento y, mediante ello, a la contraposición absoluta, y en cuanto que a partir de ésta retoma justamente a través de ella y dentro de ella— como pura universalidad del Saber, el cual es autoconciencia: ha emergido como autoconciencia que es simple unidad del Saber.» b) Una mutación de la filosofía en Ciencia (párs. 11-17); en efecto, «filosofía» es ansia, tensión (philía) hacia el Saber (sophía), visto por tanto como algo distinto a la conciencia, a la que plenifíca y da sentido. Pero la comprensión conceptual de aquello que la Comunidad religiosa se limita a sentir y vivir hace que salga a la luz el hecho (debería poderse decir: el acto) de que el contenido (la verdad) deja de ser simplemente igual a la forma del saber (la certeza) para alcanzar la «figura» del Sí mismo, o sea para saber su contenido en esa forma, que es ya un saber (y por ende, un saberse). Se cumple así lo previsto en la Introducción: la equiparación de aparición (Erscheinung) «fenómeno» y esencia (cf. 9: 62; 60). No ahora, sino en el acto, al presente: «El espíritu que [se le] aparece en este elemento a la conciencia o, lo que aquí es igual, que es producido por ella, es la Ciencia.» (9: 428; 467). El Saber absoluto es la aparición (y sólo eso) de la Ciencia. Y aquí sale a la luz la gran paradoja hegeliana, que tanto esfuerzo interpretativo ha costado. Por un lado, y siguiendo el robusto «realismo» al que hicimos alusión al inicio del estudio del filósofo (ver supra: «V I.1. El tiempo del filosofar»), «la Ciencia no aparece en el tiempo y en la realidad efectiva antes de que el Espíritu haya llegado a esta conciencia sobre sí.» (ibid.). Así pues, y contra toda especulación «metafísica», Hegel afirma que es en «nuestro» tiempo -tras la triple experiencia vivida de la Reforma, la Revolución francesa y la Monarquía constitucional (gracias a Napoleón), y la experiencia pensada de la Fenomenología- cuando se da para nosotros por vez primera la Ciencia. Hegel «traduce» la Era
de la Crítica en la Era de la Ciencia. Es el momento de la Lógica. Pero por otro lado ésta, que ha sido «pro-ducida» por la experiencia de la conciencia, por la comprehensión del propio tiempo, se «nos» da en el tiempo: ¡pero no «está» en el tiempo! La Lógica no es eterna (en el sentido de «intemporal»), pero sí es a-temporal, se arranca al tiempo en que ella sale por vez primera a la luz y se eleva sobre él, juzgándolo. ¿Qué es entonces el tiempo?: «El tiempo es el concepto mismo que está ahí y se le representa a la conciencia como intuición vacía; por eso aparece necesariamente el Espíritu en el tiempo, y aparece en el tiempo hasta que aquél no capte su propio concepto puro, es decir, hasta que no borre (tilgt) el tiempo.» (9: 429; 468). Montañas de malentendidos se han ido acumulando sobre este «borrar» o «cancelar», como si Hegel estuviera anunciando -tan apocalíptica como ingenuamente- el fin del mundo, de la historia, y de todo lo imaginable. Y sin embargo, el texto tiene toda la precisión que cabría desear. El Espíritu capta su propio concepto puro a través de las experiencias de la conciencia (¿dónde, si no? El Espíritu no es un «espíritu» o un fantasma que se cierne sobre el mundo y los hombres, separado de éstos, sino lo «producido» a través de su respectivo devenir y obrar). Y a esta captación la llamamos «filosofía». Pero la filosofía es la captación del propio tiempo, pensado (¿qué otra cosa podría captar?), o sea la apropiación personal de todo el pasado (lógicamente ordenado) al presente. Por ende, ese «hasta que» (solange... ais) es, en el día fenomenológico del presente, un «siempre que». Siempre que... filosofemos (o más exactamente: siempre que hagamos «lógica» -no simplemente siempre que leamos la Lógica-). Naturalmente que el tiempo seguirá dándose, como siguen dándose transformadas por la lectura de la Fenomenología las «figuras» de la conciencia del hombre, que no ha dejado de existir (de conocer, vivir, desear, amar y odiar) por haber hecho esa lectura. A cada instante se da el o lo Absoluto. Pero no se da en el tiempo (el «instante» hegeliano no es un «ahora» vulgar), sino que el Absoluto hace tiempo. Y a su vez, ese «borrado» o «raspado» del palimpsesto del Espíritu implica una continua reescritura del pasado, según va éste creciendo. Por eso no hay una sola «Lógica» de Hegel, sino muchas (ya conocemos, por ejemplo, los esbozos de Jena), según va comprendiendo Hegel su propio tiempo, aquello que éste aporta; según se va interiorizando o «recordando» (sicfi erinnem) algo que parece externo. El pensar lógico es una tarea asignada por Mnemosyne -la diosa de la memoria- al pensamiento, y no el remanso intemporal de éste. Siempre ha sido así: la lógica, cualquier lógica, no es un sistema estático de pensamientos válidos para todo tiempo, lugar y modo de ser hombre. El pensar no ha necesitado esperar a Hegel para ser la comprensión del propio tiempo. Pero nosotros sí hemos necesitado de este pensador para desterrar todas las telarañas mentales sobre «trasmundos» o, al contrario, para dejar de sufrir la propia época como un destino ignoto y estar a merced de los acontecimientos. Así entendida, bien puede decirse que la Fenomenología es un saber de «salvación». Quedamos redimidos de una norma abstracta de cómo «deben ser» las cosas (ahora revelada como humana, demasiado humana) y a la vez de sentimos condicionados por un mundo que no entendemos, a pesar de ser el nuestro. c) Los últimos cuatro párrafos (18—21) del «Saber absoluto» presentan en fin, de un modo apretado y casi hermético, primero la relación entre la Fenomenología y una Lógica que, de haber sido escrita, no coincidiría exactamente con la Ciencia de la lógica de Nuremberg. Y luego, en los párs. 20 y 21, se esquematizan las líneas de la futura filosofía real (de la Naturaleza y de la Historia). Para empezar, un caveat: el Saber absoluto no es sin más el inicio de la Lógica (el Ser), aunque esté latente en él (de lo contrario, sería imposible progresar). Aquí se da un «salto», como se daba en las demás figuras de la conciencia (al fin, la última no deja de ser una «figura» de la conciencia), que debe ser «salvado» por un añadido nuestro, por la reflexión del «nosotros». En efecto: «En el Saber ha cerrado pues el espíritu el movimiento de su configurar, en la medida en que el mismo [el configurar] está afectado con la diferencia no sobrepasada de la conciencia.» (9: 431 471). Por el contra rio, en la Lógica el movimiento es absolutamente intrínseco (nuestra reflexión, que al principio nos ayuda a seguir el despliegue, se desvelará como pura apariencia) y acabará por reconocerse (en la lógica de la reflexión, como veremos) como el movimiento de la Cosa misma, en la que forma y contenido se copertenecen. Por lo demás, Hegel adelanta ahora algo que sólo a grandes rasgos se cumplirá, a saber, que: «a cada momento abstracto de la Ciencia corresponde una figura del Espíritu que aparece.» (9: 432; 472). De hecho, tal correspondencia exacta y puntual no se dará: los tres momentos de la Ciencia de la Lógica (Ser, Esencia, y Concepto) podrían corresponder a lo sumo a los tres primeros momentos fenomenológicos (conciencia, autoconciencia y razón); y eso, sin entrar en detalles respecto a la comparación entre «figura» fenomenológica y «determinidad» (Bestimmtheit) lógica. De hecho, ya en la Propedéutica de Nuremberg (o sea, ¡sólo un año después de la aparición de la Fenomenología!) «amputó» Hegel los capítulos dedicados al Espíritu y la Religión. La gran obra de 1807 quedará así como un gigantesco monumento sin correlato, aislado en el «desierto» de una conciencia a pesar de todo «trascendental», apriorística y en definitiva «kantiana», propia «de entonces»: casi como un «Coloso de Memnón». En el párrafo 20 establece Hegel una interesante comparación (que debe empero considerarse como un hápax, como una idea aislada que no volverá a ser mentada, y menos desarrollada) entre Fenomenología y Filosofía de la Naturaleza. Ambas ciencias filosóficas (y por ende, imperfectas) proceden de la única Ciencia, operativamente oculta en ellas: la Lógica. Ambas suponen un retroceso del Espíritu a su diferencia: «interna» (la conciencia, como separada de su objeto y verdad, y por tanto distinta de sí misma), y «externa» (la naturaleza, como «desecho» o Abfall de la Idea que ella, sin embargo, sigue siendo en sí o an sich). Por lo demás, preguntarse por la «necesidad» de este regreso al inicio por parte del Espíritu sería un sinsentido, al igual que lo sería entender «libertad» como un arbitrario «porque sí» cuando Hegel dice: «este expedirse [del Espíritu] a sí [soltándose] de la forma de su Sí mismo es la suprema libertad y seguridad de su saber de sí.» (9: 432; 472). El gran descubrimiento de la lógica dialéctica hegeliana es, como sabemos por el exhaustivo examen que hemos hecho de los esbozos jenenses, que todo «Sí mismo» incluye dentro de sí, para serlo de verdad, lo «otro de sí». Ser Espíritu consiste justamente en exteriorizarse, alienando su mera virtualidad abstracta, su «ser en sí» (Ansichseyn),
para recogerse de ésa su cadencia y, dominándola y enseñoreándose de su «alma» (conciencia) y de su «cuerpo» (naturaleza), ser para sí cabe lo otro de sí, al que cuida y de lo cual se cuida. ¡Esa es precisamente la noción hegeliana de «libertad», que incluye y asume por tanto la «necesidad» de sujetarse a aquello que, en verdad, está sujeto al Espíritu! Hegel no habría llegado seguramente a esa idea (aunque ya esté implícitamente en Platón) sin la experiencia del sacrificio de Cristo en la Cruz, como insinúa este texto, de profundo sabor religioso: «El saber no tiene noticia (kennt) solamente de sí (como si se tratara entonces de algo separado y distinto, F.D.), sino también de lo negativo de su sí mismo (seiner selbst), o sea de su [propio] límite. Saber (ya no un mero kennen, F.D.) su límite significa saber sacrificarse.» (9: 433; 472). ¡Pero éste es un sacrificio absoluto La vía crucis es pues un camino de reconocimiento de sí hacia sí mismo! Ya no es la physis (como en Aristóteles y, en general, en el mundo griego) la que está en camino hacia sí misma, sino el Espíritu. Y éste es el único movimiento circular -antitético y dialéctico-, consistente en «llegar a ser» (Werden) lo que ya de siempre, esencialmente, era el Espíritu, o sea: «devenir / convertirse en Espíritu» (Werden zum Geiste) (ibid). El primer respecto de este Werden es entonces un «devenir», o sea un venir de... la Naturaleza (puesta como la presuposición del Espíritu). Un «monstruo» en contradicción consigo mismo, pues la Naturaleza es un: «líbre acontecer contingente» (9: 433; 472). Su «libertad» es puramente pasiva: una libertas ex... spiritu, un «estar dejada» que es un «dejarse ir» sin trabas ni leyes propias (las leyes que «descubrimos» en la naturaleza no son de la naturaleza: son «nuestro» saber acerca de nuestro estadio sociotécnico en la naturaleza). Por eso, de suyo considerada, esa «libertad» es puro arbitrio, algo azaroso y contingente (justamente lo contrario de la libertad del Espíritu, que sabe sujetarse a su propia norma). Una libre contingencia o una libertad contingente es desde luego algo impensable. Pero no lo es un «acontecer» (Geschehen), un «dar cuenta de» lo «libre» como «contingente» y viceversa: dar cuenta de un «doblez» que, en ese contarlo, deja de ser tal... hasta cierto punto. Y ya el primer «dar cuenta» de los acontecimientos de la naturaleza (que aquí no se merece la mayúscula) deja ver una escisión en ésta que es recuerdo de su procedencia lógica, por ella olvidada, y a la vez promesa del Espíritu; pues éste intuye en esa su propia génesis su meta y su inicio, como en un espejo. Intuye: «su puro sí mismo como el tiempo fuera de él», y del mismo modo su ser como espacio» (ibid.). Espacio y tiempo son ocasiones para el recuerdo, para la anamnesis del Espíritu como recogimiento íntegro de la identidad en sí (lógicamente, el ser; naturalmente, el espacio) y de la diferencia, gracias a la cual puede llegar a ser para sí (lógicamente, el devenir; naturalmente,el tiempo). Cuando se tiene conciencia de esa identidad propia en y por la diferencia, el «devenir» se toma en «llegar a ser»; se produce una «conversión»: y el «acontecer» (Geschehen) de la naturaleza es comprendido entonces como Historia (Geschichte), el otro respecto del Werden: el devenir «sapiente, mediador de sí mismo — el Espíritu exteriorizado en el tiempo» (ibid.). Este no es ya el tiempo como intuición vacía: cada época engloba y asume a las anteriores, siendo así siempre evolutivamente más rica y compleja. Pero, al igual que le sucedía a la conciencia, cada época olvida esa lenta y majestuosa «sucesión de espíritus» y «galería de imágenes», que sólo en nuestro recuerdo-interiorización (Er-lnnerung) se conserva, entendiendo así el despliegue del Espíritu hacia sí mismo, en el cual sabe de sí como absoluta libertad. Y la época de la formación (Bildung) del espíritu individual, subjetivo, que identifica ahora su verdad y objeto con la esencia pura del Espíritu, está llegando ahora a su fin. Prueba de ello es la entera Fenomenología. Hegel creía pues que su época (¡no la Historia en general!) estaba a punto de culminar, para dejar paso a «un nuevo mundo» (ibid.). La meta de la época hasta 1806 transcurrida 16 (una época que encierra en sí a las anteriores) era: «la revelación de la profundidad» (die Offenbarung der Tiefe) ¡ y ésta, la profundidad que ahora ha emergido por vez primera, es: «el Concepto absoluto» (ibid.). Él era aquel Absoluto oculto a nuestras espalda, que estaba y quería estar cabe nosotros. Pero ahora, (por el lado interno) tras la Revelación cristiana, consolidada en la Reforma y (por el lado externo) la Revolución, consolidada en las monarquías constitucionales auspiciadas por Napoleón, la historia (representada como un conjunto de acontecimientos cuya «existencia aparece bajo la forma de contingencia») y la Historia (esto es, la experiencia, no sólo vivida sino escrita, de esos sucesos: la organización de los mismos como «Ciencia del saber que aparece») coinciden en la «Historia concebida» (9: 434; 473). Estas postreras palabras de la Fenomenología no dejan de producir un sobresalto: hasta este momento, parecía que Hegel estaba hablando del Sistema que habría de seguir a este kathartikón de la Ciencia y de las ciencias filosóficas. Así, había colocado a la Lógica en el centro, y de ella habrían de irradiar por el lado externo la Filosofía de la Naturaleza y, por el de la interiorización o retorno de esa «alienación», la Filosofía del Espíritu. ¡Pero ahora da toda la impresión de que esta última -el colofón del Sistemaya está escrita, y de que no es otra que la mismísima Fenomenología, a saber: la Ciencia del saber que aparece! Como la liebre doble del cuento de Grimm, que ganaba todas las carreras porque, situándose una al inicio, la otra estaba esperando ya en la meta, así también la Fenomenología parece presentarse al inicio como «Primera Parte del Sistema» y al final como cierre del mismo. De modo que al cabo nos encontramos con la misma paradoja y la misma pregunta por la que empezamos: ¿es la «Ciencia de la experiencia de la conciencia» lo mismo que la «Ciencia del saber que aparece»? Y este último título, a su vez, ¿dice lo mismo que «Fenomenología del Espíritu»? Cualquier respuesta que se ofrezca tiene sus dificultades. Quizá la más plausible consista en responder -aunque con cierta cautelaafirmativamente a las dos preguntas y defender en cambio que la «Ciencia del saber que aparece» no es la filosofía de la «Historia concebida», la cual habrá de probarse y de «construirse», no en el «territorio» de la conciencia (como la Fenomenología), sino en el vasto campo colectivo y sangriento de la Historia Universal (en coincidencia con el final del Curso de 1805/06), aun con la previsión y la promesa (gracias a Mnemosyne, al recuerdo) de que esta última disciplina (una Filosofía del Espíritu entendida como Filosofía de la Historia) deberá venir a decir al fin «lo Mismo» (desde el respecto del mundo histórico, no ya desde la conciencia) que la Fenomenología (pues la conciencia del tiempo ha de coincidir con el tiempo de la conciencia, asumiéndose de este modo ambos «tiempos», así como habrían de fundirse el Saber que aparece
en la conciencia con el Saber ganado en la historia fundada en la naturaleza y fundamentada en la lógica). En apoyo de esta conjetura podemos aducir las últimas palabras de esta controvertida obra. Hegel dice que «ambas conjuntamente» (o sea la historia existente, entregada aparentemente a lo contigente, y esa «Ciencia del saber que aparece», que habrá de compenetrarse con aquella historia «externa» y fecundarla desde dentro) constituyen la «historia concebida», y que ambas: «forman (bilden) el recuerdo y el calvario del Espíritu absoluto, la realidad efectiva, la verdad y la certeza de su trono, sin el cual el Espíritu absoluto sería lo solitario carente de vida; solamente: del cáliz de este reino de espíritus espumea para él su propia infinitud.» Así termina, notoriamente, la Fenomenología. Pero aquí no termina en cambio nuestro examen de la obra publicada en 1807, porque no menos notorio es que Hegel escribió después de la redacción del libro un Prólogo, al que debemos asomarnos siquiera sea brevemente.
Un Prólogo que es un Epílogo. El famoso y extenso «Prólogo» de la Fenomenología no es un prólogo a la Fenomenología, sino al entero Sistema. Por ende, está en estrecha conexión con los párrafos finales del capítulo VIII, a los que, por así decir, continúa. La primera sorpresa que nos depara es que éste es un prólogo escrito por lo pronto con la destructora intención de que no se escriban más prólogos de obras filosóficas. En efecto, un prólogo sirve para adelantar de una manera narrativa y empírica lo que viene a continuación. Se tiene así la impresión de que, con unas cuantas palabras «abstractas» (nada hay más abstracto para Hegel que presentar resultados sin su desarrollo), ya se ha ganado una visión de conjunto. O bien sirve para que el autor se explaye sobre sus intenciones, cosa que en filosofía a nadie debe interesar. La Cosa de que ésta trata, la Cosa del pensar, no está al final (y menos, adelantada narrativamente al inicio), en su resultado, sino en su desarrollo. Cortados de éste, inicio y final son algo «inmediato», algo a lo sumo intuido, pero carente de vida: «el resultado desnudo es el cadáver que la tendencia ha dejado tras de sí.» (9: 11; 8). Naturalmente que toda formación (Bildung) se inicia «desde la inmediatez de la vida sustancial» (9: 11; 9), ¡pero para elevarse enseguida sobre ella! Primero hay que adquirir conocimientos generales, a través del estudio de las llamadas «ciencias particulares», que se quedan empero al ras del entendimiento, es decir: presentan leyes necesarias y universales que sirven de sólido fundamento. Sólo que estos fundamentos son tan sólidos como rígidos; se olvida a su vez el desarrollo por el cual se ha llegado a ellos, y el entendimiento cae en contradicciones. La filosofía comienza con la reflexión sobre esas contradicciones y culmina en el pensar especulativo, por la cual son «asumidas» e integradas las contraposiciones de las ciencias en una sola unidad, perfectamente articulada. De acuerdo con ello: «La verdadera figura en la que existe (existirt) la verdad no puede ser sino el sistema científico de ella.» (ibid.). Pero, en fin, hasta un Hegel olvida el anterior varapalo contra los autores que adelantan sus intenciones, y avanza en seguida cuál es su propósito: «Colaborar para que la filosofía se acerque a la forma de la Ciencia, a la meta en la que pueda abandonar su nombre de amor al saber para ser saber realmente efectivo: eso es lo que yo me he propuesto.» (ibid.). Sólo que antes de saber qué sea eso de la «Ciencia», es preciso —para eso están también y sobre todo los prólogos- destruir las pretensiones de los adversarios. Y éstos, aun púdicamente velados, tienen apellidos poderosos: son ante todo Schelling, Jacobi y Schleiermacher, los cuales pretenden que lo verdadero sólo existe como «eso que ora se llama intuición, ora saber inmediato del Absoluto, religión, el ser -no [lo que existe] en el centro del amor divino, sino el ser mismo de ese centro-.» (9: 12; 10). El ojo sagaz de Hegel advierte que todas esas grandes palabras no esconden sino fines edificantes: quieren ser una preparación para la religión (o un sustituto de ésta, pero tan emotivo y sentimental como ella), en vista de la sequedad que la sociedad y la ciencia modernas han introducido en la vida humana. ¡La entera época se muere de sed por lo divino, y ahí están los nuevos filósofos-visionarios, dispuestos a calmar esa sed con sus «revelaciones»! Pero Hegel pone en seguida en guardia contra quienes propalan un «goce indeterminado» de una no menos «indeterminada divinidad»; a quien así procede: «le será fácil engolfarse en sus ensoñaciones y hallar los medios para vanagloriarse con ello. Pero la filosofía tiene que guardarse de querer ser edificante.» (9: 13s; 11). En esta admonición, estrictamente filosófica, resuena sin embargo la sobria sabiduría teológica de San Pablo. De manera que Hegel se vuelve ante todo a ese mundo del presente del que tantos quieren escapar y escudriña en cambio, en el dolor universal postrevolucionario y de las guerras napoleónicas, los signos que anuncian una nueva época: «nuestro tiempo es un tiempo de parto y de transición a un nuevo período.» (9: 14; 12). Hay que tomar aquí «período» en su sentido literal, griego: como camino que ha dado ya una vuelta completa sobre sí. Por eso lo llama Hegel: «el todo que, de la sucesión así como de su extensión, retorna a sí mismo.» (9: 15; 13). Por eso su manifestación inmediata es la del «concepto simple» (homenaje implícito a Fichte y su Doctrina de la Ciencia). Nada se pierde en el nuevo espíritu de la época; pero ahora es necesario atender al modo en que las viejas formaciones culturales, ahora convertidas en momentos de este nuevo Todo, se configuran y desarrollan de nuevo. ¡Por eso puede hablarse de otro «período» de la Historia, y no de «otra» historia! Y bien, este período ha de ser democrático, tanto en política como en las ciencias particulares, sin las cuales no habría filosofía ni, afartiori, Ciencia. De ahí la alabanza de Hegel al entendimiento, tan denostado por ese sentimentalismo ambiente que en el fondo encubre una actitud aristocrática, propia de un círculo de «elegidos» que sueñan con tener «un patrimonio esotérico» (ibid.). En cambio: «La forma, propia del entendimiento, que tiene la Ciencia es el camino ofrecido a todos y hecho igual para todos, el camino que va hacia ella; y el llegar por el entendimiento al saber
racional es la justa exigencia de la conciencia que accede a la Ciencia; pues el entendimiento es el pensar, el Yo puro en general.» (9: 16; 13). Así podemos entender el odio que siente Hegel por los «estetas», y la razón de que desterrara a la belleza de toda consideración lógica. En la contemplación de la belleza, uno se atiene a la intuición inmediata, temiendo que el entendimiento, con sus leyes generales, destruya la inmediatez de esa forma bella (que a su vez encapsula e incomunica a su fruidor): «La belleza, carente de fuerza, odia al entendimiento, porque él exige de ella algo de lo que ella es incapaz. Pero la vida del Espíritu no es la vida que se asusta ante la muerte y se preserva, pura, de la desolación, sino la que soporta la muerte y en ella se conserva.» (9: 27; 24)-. El entendimiento lleva literalmente la muerte sobre lo inmediato y sensible, puesto que sólo él tiene el poder de «separar» lo confuso y mezclado, distinguiendo en ello pensamientos «que son determinaciones notorias (bekannte), fijas y quietas.» Tal es «el poder monstruoso de lo negativo, la energía del pensar, del puro Yo.» (9: 27; 23). Hegel llama «monstruoso» al poder del entendimiento porque es capaz de escindir lo aparentemente concreto, convirtiendo así lo real en irreal. Pero sólo por esa escisión, que vista desde lo «concreto» significa su muerte, comienza éste a moverse, a vincularse con otras determinaciones separadas: en suma, a «entenderse» (nunca mejor dicho) como formando parte de un Todo, el cual es la verdadera vida; una vida superior a la «natural», encapsulada en cosas sueltas. Comienza la vida del Espíritu. Sin embargo, también del entendimiento y su fuerza negativa puede abusarse, convirtiéndolo en un instrumento omniexplicativo que se aplica sobre un material exterior. Este uso del entendimiento como una «herramienta» se aprecia tanto en el formalismo de la romántica «filosofía de la naturaleza» como en la matemática. Aquélla utiliza un esquema binario y antitético que aplica alegremente por medio de meras analogías a todas las regiones del ser, conectadas á la diable. Si tal formalismo: «enseña por caso que el entendimiento es la electricidad o el animal el nitrógeno o es también igual al Sur o al Norte, y así, o que es su representante,... bien puede caer la inexperiencia en un pasmo admirativo y venerar en ello una profunda genialidad a la vista de tamaña fuerza, capaz de juntar cosas en apariencia tan dispares, y ante la violencia que por esta vinculación sufre lo sensible quieto, dando a aquélla la apariencia de concepto; el asunto principal, consistente en expresar el concepto o el significado de la representación sensible, sigue sin ser tocado.» (9:37; 34). Claramente se aprecia aquí -contra las críticas al uso- hasta qué punto es Hegel defensor de lo empírico contra la mera abstracción, cuyo error consiste justamente en dejar «quieto» a lo sensible, como si éste no estuviera de suyo animado por fuerzas antitéticas que ha de recoger el entendimiento y elevar a contradicción. Ese formalismo acaba por disolver en su seno todo lo diferenciado y determinado, incluso por lo que toca a sus propias leyes, llegando a la «profunda genialidad» de establecer que todo descansa en un Absoluto idéntico a sí e indiferente a toda diferencia (el ataque a Schelling y su «punto de Indiferencia» es aquí palmario): «A = A ». Y esta «monotonía y abstracta universalidad» es lo que se intenta establecer como el Absoluto: «Contraponer este único saber, según el cual en el Absoluto todo da igual, al conocimiento distintivo y pleno o que busca y exige plenitud, o hacer pasar su Absoluto por la noche en la que, como suele decirse, todas las vacas son negras, es la ingenuidad del vacío en el conocimiento.» (9: 17; 15). El otro rival de la verdadera filosofía, la matemática, es a la vez más peligroso y más honesto. Más peligroso, porque sus indudables éxitos en la teoría y en su aplicación a casos prácticos, así como el rigor y exactitud de sus demostraciones, pueden hacer que se considere a la filosofía como un estorbo inútil (y más, cuando se toma como filosofía al monótono formalismo de la Naturphilosophie), o bien pueden llevar a una «matematización» de la filosofía. Más honesto, en cambio, porque procede a cara descubierta, sin pretender hacerse pasar por filosofía y limitándose a la magnitud y lo cuantitativo, cuya evidencia descansa exclusivamente en la igualdad, no en la interna contraposición y en la identidad de las diferencias. Al respecto, Hegel formula dos acusaciones contra la matemática (ya de algún modo presentes en el De orbitis planetarum). Primero, el rigor de la demostración es exterior a la cosa misma considerada, y descansa exclusivamente en el movimiento del sujeto calculador y constructor. Hegel reconoce que en el conocimiento matemático: «el medio, construcción y prueba contiene desde luego proposiciones verdaderas; pero también hay que decir que el contenido es falso.» (9: 32; 29). Y lo es porque para demostrar algo (p.e. el teorema de Pitágoras) se «desmonta» el objeto (p.e. el triángulo) y se hace que sus elementos formen parte de otras figuras, adosadas ad hoc; sólo al final se reconstruye el objeto, desmantelando el andamiaje anterior, ahora inservible. La necesidad de la operación es pasada por alto; basta con que el resultado «funcione» y sirva de base segura para otros cálculos. La segunda crítica es más bien un caveat contra las pretensiones de expansión de la matemática a ámbitos más elevados y complejos. El conocimiento matemático se jacta de ser exacto y evidente, cosa que Hegel concede con gusto... para erigir en seguida un «muro de contención». Esa evidencia, dice: «se basa exclusivamente en la pobreza de su fin y en lo defectuoso de su materia, siendo por tanto de un tipo que la filosofía ha de desdeñar.- Su fin o concepto es la magnitud. Ésta es justamente la relación inesencial, carente de concepto.» Y: «La materia acerca de la cual ofrece la matemática un tesoro regocijante de verdades es el espacio y lo uno.» (9: 33; 30). Así «enjaulada» la fiera matemática, bien puede dejársela que siga tranquilamente con sus tareas, útiles en su limitación. Hegel opinaría pues que el filósofo podría decirle al matemático entrometido lo que Apeles al zapatero empeñado en instruir al pintor sobre el mejor modo de pintar una sandalia: Ne sutor ultra crepidam. Y bien, ésta es por así decir la pars destruens del Prólogo. ¿Qué tiene en cambio que decirnos éste de la verdadera filosofía que aspira a presentarse como Ciencia? Ya conocemos la famosa frase, consigna y estandarte de toda la filosofía hegeliana: aprehender y expresar lo verdadero no como sustancia sino precisamente en el mismo sentido y respecto (eben so sehr) como sujeto (cf. 9: 18; 15). Ahora bien, ¿qué es lo verdadero: «Lo verdadero es el Todo (Das Wahre ist das Ganze). Pero el Todo es solamente la esencia que se consuma (sich vollendende) por su desarrollo. Acerca del Absoluto hay que decir que él es esencialmente resultado, que sólo al final es él lo que él es en verdad; y en esto justamente estriba su naturaleza: en ser realmente efectivo, sujeto, o sea en llegar a ser sí mismo.» (9: 19; 16). Ahora bien, nada sería más erróneo
que creer, por ello, que es necesario esperar entonces al «final», o sea a que el Todo (Dios, el Mundo, el Bien, la Sociedad sin Clases, etc.) se realice de una buena vez.1267 Recuérdese: el Absoluto está ya y quiere estar «cabe nosotros». Ahora hace falta que esta presencia latente (la parousía) se manifieste (epifanía). Y esta epifanía no es sólo algo que venga de las «cosas», ni tampoco una mera construcción nuestra, como en la matemática: es nuestra experiencia de la verdad de las cosas. Como dice certeramente Heidegger comentando el cuarto párrafo de la «Introducción»: «El paso a la parousía del Absoluto no nos lo concede el Absoluto mientras dormimos.» Si ese «estar en la presencia» parece tan difícil es porque «es preciso, dentro de la parousía y por tanto desde ella, sacar a la luz (hervor... bringen) nuestra referencia a ella y ponerla ante ella.» En cada experiencia, en cada pensamiento de verdad se da ya el Absoluto: enterrar al hermano difunto es un acto de piedad accesible a cualquiera; pero burlar por ello las leyes de la pólis e ir conscientemente a la muerte en nombre de esa piedad, negándose a cualquier componenda, es una acción trágica que adquiere un valor absoluto. O con menos dramatismo: demostrar que un cociente diferencial se expresa aritméticamente como 0/0 es algo que está en las ingeniosas manos de Euler; pero hacer ver que esa ultima ratio supone un salto de lo cuantitativo a lo cualitativo es ya un pensamiento especulativo, no matemático, por el que esa insignificante fracción se despoja de su figura finita para alcanzar un estatuto infinito. También en el cálculo «brilla» el Absoluto. Éste no se halla en ninguna parte distinguida, y está empero en todas: su consideración altera nuestro modo de pensar y el mundo vivido y pensado: «A quien mira racionalmente el mundo también el mundo lo mira (o se le enfrenta, ED.) racionalmente, ambas cosas en recíproca determinación.» La verdad no estriba ni en el aspecto (gr.: eidos, lat.: adspectum; al.: Aussehen) que nos dan a ver las cosas desde ellas mismas -como pensaba el griego-, ni en el respecto o rectitudo de la mirada que va hacia ellas y se las representa, como piensa el moderno: la verdad se da en la perfecta copertenencia de aspecto y respecto en un único movimiento dialéctico. Tal es la experiencia. Y esa experiencia de verdad y de la Verdad se expresa (pero no se dice; veremos por qué) en la proposición especulativa, cuya exposición constituye el núcleo cordial del Prólogo. ¿Qué es eso de «proposición» o frase «especulativa»? Ante todo, no es un juicio -aunque éste constituya su armazón lógica, abstracta, sino una frase con sentido y contenido: una frase en la que se quiere decir absoluta y definitivamente algo de algo. Por caso, la muy cristiana (y filosófica) frase: «El Lógos es la Vida». Veamos su forma lógica. Al pronto, el sujeto está volcado en el predicado: éste es la expresión de su esencia. Llamamos subsunción a esta acción de englobar un concepto de menor intensión o comprensión bajo otro mayor. Esto es lo que nos dice la «lógica» tradicional. Pero, ¿realmente tiene aquí menor comprensión «Lógos» que «Vida»? ¿Acaso podemos decir también: «El elefante es la vida»? A lo sumo, diríamos que «tiene» vida, no que lo sea. Esa Vida, entonces, en cuanto «esencia» del Lógos, no es ya vida en general, sino una vida concreta, determinada y «recortada» por el sujeto (a esto lo llama Hegel: «negación determinada»: 9: 42; 40). ¿Qué tipo de vida? Obviamente, la que corresponde absolutamente al sujeto, al Lógos. De modo que el predicado «sale» de su lugar y se vuelca en el sujeto (llamamos a ese «vuelco» de una determinación en busca de su fundamento o determinidad: inhesión). El sujeto, a su vez, no se limita a recibir al predicado como si nada le fuera en ello, al modo de una base inmóvil sobre la que corren y se afanan, como «accidentes» suyos, las determinaciones que se predican de él. Al contrario, el sujeto mismo reflexiona, reniega de su presunto sentido exclusivo y se disemina por y en su contenido (ésta es la verdad de la famosa proposición: omnímoda determinado esc existentia), para buscar su verdad en él. Entonces: «el sujeto ha pasado al predicado» (9: 43; 41). Pero no como al inicio (en la mera lógica de subsunción), sino que ahora su verdad está íntegramente en aquello que él no es, y que se le contrapone. Ahora bien, este «vuelco» o Umschlag, ¿es de la «cosa» misma, o algo que ponemos «nosotros» para entenderla? Si se tratara de lo primero, estaríamos ante una concepción pseudoempirista: las cosas se mueven, reniegan de sí y van a buscar a otras como su verdad, mientras que nosotros, inmóviles tanquam tabula rasa, nos limitamos a anotar los resultados. Y si fuera cierto lo segundo, se trataría entonces de una construcción «matemática». La verdad es que lo único que hay de verdad aquí es el movimiento de «vuelco» (Umschlag) y «contravuelco» (Gegenschlag), porque de verdad no hay dos mundos: el subjetivo y el «externo», objetivo. Comprender que el predicado (la «sustancia» de la proposición) retorna al sujeto (que tampoco se estaba por su parte quieto, a la expectativa, sino que ya se había volcado en su predicado) no es algo que le pase ni a la cosa ni al cognoscente, sino algo que le ocurre a la estructura: «comprensión-de-la-cosa». De este modo queda destruido el contenido puramente (o sea: abstractamente) empírico de la proposición, porque el propio pensar raciocinante (el entendimiento) ha traducido ya ese contenido en una forma lógica (lógica de subsunción por un lado, de inhesión por otro). ¡Pero también la forma lógica (la traducción de la proposición en juicio) ha quedado destruida, cayendo así por tierra la habitual contraposición entre sujeto y objeto! En efecto, el examen de la proposición ha puesto de relieve el conflicto o contragolpe (Gegenstoss; 9: 43; 41 ) entre la forma lógica de la proposición: la diferencia, y la unidad del concepto propuesto, el cual afirma la identidad, a saber: que el Lógos es la Vida. De este conflicto sólo se sale reconociendo lo que la proposición dice palmariamente: no que el concepto propuesto sea -como tendemos abstractamente a pensar— el «Lógos vivo» (como si «vivo» fuera un accidente de la quieta sustancia «Lógos»), o al revés: el concepto «Vida lógica»; sino lisa y llanamente que: «El Lógos es la Vida» (esta concreta proposición no es aducida por lo demás en el Prólogo): «Dado que el concepto-dice Hegel- es el propio sí-mismo del objeto, [un sí mismo] que se expone como su devenir, no es él un sujeto en reposo que, inmóvil, portase los accidentes, sino el concepto que se mueve a sí mismo y que recoge sus determinaciones dentro de sí.» (9: 42; 40). Esto es por otra parte lo que quería decir la proposición especulativa: «la sustancia es sujeto». No que ambos términos sean idénticos y que el juicio correspondiente sea una tautología; tampoco que sean diferentes (juicio negativo infinito), sino que la verdad de ¡a sustancia consiste en llegar a ser, y a ser concebida (fiir sich), como lo que ella, implícitamente (an sich) ya es: sujeto. Sí-mismo. Sin embargo, ya en el Prólogo mismo adelanta Hegel objeciones críticas a la proposición especulativa, como temiendo los malentendidos que iban a producirse. Ante el conflicto entre la forma de la proposición y el concepto que en
ella se propone, lo «normal» es quedarse con uno de los contendientes: la «lógica» del pensar raciocinante (propio del entendimiento, empeñado en que si la proposición no dice lo que su forma lógica expresa es porque está mal formulada) o la intuición interior (tal como él piensa que hace Schelling), que abandona esa forma como una cáscara inadecuada y se queda con un contenido tan «sentido» como incomunicable: «En cuanto proposición (o frase: Satz), lo especulativo no es más que una retención interior y el retomo no existente (nicht daseyende) de la esencia a sí. Por eso nos vemos remitidos a menudo por las exposiciones filosóficas a este intuir interno, ahorrándose de este modo la exposición del movimiento dialéctico de la proposición, que es lo que nosotros exigimos.- La proposición debe expresar lo que es lo verdadero, pero esencialmente lo verdadero es sujeto; como tal, éste es sólo el movimiento dialéctico, este curso que se engendra a sí mismo, que se lleva a sí mismo hacia delante y que retorna a sí.» (9: 45; 43). Adviértase empero el apuro de Hegel, patente en ese «debe expresar». Aunque se exponga el entero movimiento, éste se enunciará también en proposiciones (¿en qué, si no?; el lenguaje no da más de sí). De modo que el Todo (lo único verdadero) tendrá que ser al fin intuido, y no expresado. Si esto es así, entonces ¡no sólo el Prólogo advierte contra la escritura en general de prólogos; la entera filosofía hegeliana advierte contra la escritura y lectura en general de exposiciones filosóficas! O más bien: advierte contra la tentación de tomar al pie de la letra lo que allí se dice, en lugar de pensar el movimiento entre las frases, o literalmente: en lugar de inteligir («leer entre líneas»). Este sería, en verdad, el «secreto» y el «misterio» de Hegel: que todo (Alies) se puede decir no a pesar, sino gracias a que el Todo (das Ganze) no se puede decir: Absolutum ineffabile. Si esta interpretación es plausible: ¿qué más se puede decir? Bien, se puede y debe decir que todo lo decible sólo lo es cuando es remitido a «algo» (el Todo) que consiste en la negación determinada, dialéctica, de toda pretensión de decir definitivamente la verdad. Ésa es la verdad. Y a decir esa verdad «socrática», a probar que el Saber absoluto sólo sabe (pero eso lo sabe muy bien) que es imposible saber en absoluto nada determinado, se encamina Hegel mientras huye presuroso de Jena ante el avance irresistible del «Alma del mundo a caballo», de aquel «gran hombre» que iba a destruir con el hierro y el fuego un mundo decrépito, coadyuvando así al parto de ese nuevo y flamante período del que el pensamiento hegeliano sería la «salida del sol» (Aufgang): «un rayo que de golpe saca a la luz la figura del mundo nuevo.» (9: 15; 12). Esa «maravillosa esperanza» (por decirlo con Platón) pasará pronto, por desdicha. Pero la luz de ese rayo sigue animando las páginas de la Fenomenología: una obra rechazada por Hegel que nunca será rechazada ni olvidada por «nosotros», los lectores de Hegel. Una y otra vez seguiremos intentando ser por un instante «inmortales» en la experiencia del Saber olvidando en lo posible las egoístas exigencias de nuestra singularidad, si es que queremos ponernos a la altura de las palabras finales del Prólogo al Sistema de la Ciencia: «el individuo, según lo implica ya la naturaleza de la Ciencia, tiene que olvidarse tanto más de sí y, ciertamente, llegar a ser y a hacer lo que él pueda, pero del mismo modo ha de exigirse tanto menos de él cuanto que él mismo no puede espetar mucho de sí, ni exigirlo para sí.» (9: 49; 48).