Goliat Agotado.pdf

  • October 2019
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Goliat agotado By Juan de Juan

Me siento delante del ordenador para escribir una historia muy triste. Una de las más tristes de la Historia, probablemente. La consecuencia de los hechos que aquí voy a relatar, fusionándolos con alguna cosa que ya he he contado parcialmente en algún post del blog, fue una guerra enormemente sangrienta que provocó muchos millones de muertos: la segunda guerra mundial. Todo el mundo sabe algo sobre la segunda guerra mundial. Pero no todo el mundo sabe algo sobre cómo se llegó a ella. La información esencial, desde luego, está al alcance de todos: una Alemania resentida por el maltrato del Tratado de Versalles, que entre otras cosas le impuso unas indemnizaciones de guerra impagables, se embarcó en un rearme rápido al que los aliados contestaron tratando de evitar en lo posible la guerra, hasta que dicha guerra fue ya imposible de detener. Pero lo que pretendo con estas notas es contar ese proceso en algo más que tres líneas y hacerlo, además, como creo que debe hacerse, que es desde el punto de vista del principal actor del teatro de la preguerra, es decir Gran Bretaña. He llamado a este opúsculo Goliat cansado porque, a principios de los años treinta del siglo pasado, Gran Bretaña es Goliat, es decir el primer imperio del mundo. La URSS todavía se está consolidando y Estados Unidos, a pesar de su decisiva intervención en la primera guerra mundial, mantiene un férreo aislacionismo hacia los asuntos mundiales que entiende no le conciernen que impide que todavía asuma su papel de gendarme del mundo. Ese gendarme es Londres y, por eso, si alguna posibilidad hubo de parar a Hitler, estuvo allí. Historiar, aunque sólo sea de forma aficionada, la preguerra mundial, es, pues, historiar qué fue lo hizo, y lo que dejó de hacer, Gran Bretaña durante ese proceso. El principal problema de la preguerra mundial es que Goliat llegó a la misma cansado. Más bien, agotado. La llamada crisis del 29 impactó muy gravemente en la economía británica, creando ejércitos de millones de parados que eran nuevos para la praxis económica británica. Aunque esta situación no supuso la pujanza en las islas de las ideas marxistas como en otras partes, sí supuso la eclosión del Partido Laborista como fuerza de gobierno. A finales de la década de los veinte, efectivamente, las disensiones y diferencias dentro del Partido Liberal, tradicional turnante con el Conservador, auparon a los laboristas a dicho turno. Aunque la década de los treinta comenzó con los experimentos de gobiernos que contaban con cierto nivel, si no de colaboración, sí de comprensión por parte de la oposición, ello no impidió que la crisis económica británica fuese traumática tanto para la sociedad como para su clase política. A los gravísimos problemas económicos se unía toda una sensación de never again respecto del belicismo. A los ojos de los británicos de mil novecientos treinta y tantos, la primera guerra mundial había sido una guerra especialmente sangrienta cuya misión histórica había sido acabar con la guerra como instrumento de resolución de conflictos. Ésta era una visión muy wilsoniana, pues había sido el presidente americano Wilson quien había acuñado la idea de posguerra según la cual todo conflicto internacional se dilucidaría, a partir de 1918, mediante la diplomacia; para lo cual se creaba la institución de la Liga de las Naciones. Resulta curioso que el inveterado aislacionismo americano llevase a Estados Unidos precisamente a darle la espalda a la Liga pero, aún así, la confianza europea en este mecanismo era infinita. Nuestros abuelos creían en la Liga de Naciones cien veces más de lo que nosotros creemos en la ONU. Un siguiente elemento que es importante entender para poder absorber los hechos de la preguerra es la simpatía básica que el pueblo inglés sentía hacia Alemania. Gran Bretaña no albergaba tantas deudas contra Alemania; hasta la primera guerra mundial, la historia de la gran conflictividad europea había sido la de las diferencias francogermánicas. Además, los británicos, probablemente, pensaban que la primera guerra mundial no había sido hecha por Alemania, sino por el Kaiser, a cuyas ínfulas invasivas y belicistas, su prusianismo orgulloso, atribuían la locura de la guerra, de la que, por lo tanto, absolvían a ese pueblo alemán que era el mismo que ahora pagaba

los platos rotos. Cuando el político más radicalmente favorable al rearme británico, Winston Churchill, comenzó a perorar en público sobre la amenaza alemana, cosa que pasó a partir de 1933 con la victoria de Hitler en el país teutón, la gente, simple y llanamente, no le creyó. Le tomó por un radical. Los británicos contemporáneos de la Alemania de Hitler fueron los primeros que se resistieron a creer que todo un pueblo podía seguir a aquel mesías inverso y a tirarse de nuevo al abismo de la muerte y la destrucción con él. Un hecho que conviene dejar claro, en aras de la claridad histórica, es que la imagen de una Europa que mantuvo ciegamente las altísimas deudas de Versalles que Alemania debía pagar, hundiéndola en el fango de la pobreza, es hasta cierto punto de vista falsa o, cuando menos, matizable. El llamado Plan Dawes había ejercitado una reducción de las reparaciones tan sólo seis años después de terminada la guerra. En 1929, el Plan Young realizó una nueva reducción y, finalmente, en la Conferencia de Lausana dichas reparaciones quedaron casi definitivamente liquidadas. De hecho, el mayor paso hacia la reconciliación entre los otrora combatientes se dio mucho antes de la victoria de Hitler en las elecciones alemanas; antes incluso del putsch fallido del propio austriaco. Se trató del Tratado de Locarno, firmado en 1925 y que, esto es lo más importante, fue el fruto de una conferencia en la que participaron libremente Gran Bretaña, Francia y Alemania. Libremente quiere decir que Alemania no participó en Locarno como país contendiente perdedor, sino como un negociador más, de igual a igual. La importancia de Locarno, tratado que permitió el ingreso de Alemania en la Liga de Naciones al año siguiente, estriba en que es la primera vez que no se le impone nada a Alemania, sino que se negocia con ella. Casi hasta el último minuto antes de invadir Polonia, Adolf Hitler repetía, en todas las entrevistas que podía, que Alemania siempre respetaría Locarno. En 1928, la mayoría de las naciones firmaron al pie del llamado Pacto Kellog-Briand, por el cual renunciaban a la guerra. Entre 1929 y 1930, las tropas aliadas que ocupaban el Rhin se fueron de allí. De entre el grupo de países que resultaría a la postre ganador de la segunda guerra mundial, el primero que se puso nervioso en medio de aquel mundo cascada de colores fue la URSS. Y es que la cascada de colores comenzó a ser cagada de colores desde un flanco que era de interés menor para el resto de los europeos. De las tres potencias del llamado Eje: Alemania, Italia y Japón, los asiáticos fueron los primeros en poner en marcha sus ínfulas imperialistas. Ya en 1931, los súbditos de Hiro Hito habían comenzado sus planes de invasión del Asia continental. El Convenio de la Liga de las Naciones, ese superdocumento que garantizaba que ya no habría más guerras entre coleguitas, sufrió su primer embate con la presión japonesa sobre Manchukuo o Manchuria, provincia china donde más adelante acabaría colocando como emperador títere al célebre Pu Yi, y donde los japoneses cometerían tantas atrocidades y de tal calibre que hoy es el día que los historiadores japoneses y chinos tienen un nivel de enfrentamiento entre ellos que ríete tú de la polémica entre memoriohistóricos e intérpretes de la derecha en torno a la Guerra Civil Española. Los movimientos de Japón en Manchuria pusieron muy nervioso a Stalin. Los soviéticos, no sin falta de razón, observaban el fenómeno fascista en Europa, constataban sus rabiosas raíces anticomunistas, y consecuentemente se veían objeto de sus iras. Como digo, no les faltaba razón, pues es un hecho hoy indiscutido que el gran objetivo de Hitler fue siempre invadir la Unión Soviética. Así las cosas, Stalin veía un teatro en el que él, y sólo él, tendría que soportar una pinza de ataques: Alemania por el Oeste y Japón por el Este. En 1935 le expresó sus dudas a los británicos, les trasladó su opinión de que la situación era tan grave como la que había provocado la primera guerra mundial, y sondeó la posibilidad de recibir ayuda británica. Pero se quedó con las ganas. Gran Bretaña estaba aún sumida en una guerra atroz contra el desempleo y, consecuentemente, sus funcionarios en materia presupuestaria dejaron claro que no sería posible una guerra contra Japón en diez o quince años. Es posible que Hitler manejase una previsión

parecida, toda vez que sus estudiosos, como Kernshaw, opinan que el punto de máximo poder del rearme alemán debía conseguirse en algún momento entre 1941 y 1942, fecha que cuadra con las previsiones británicas. Paradójicamente, quien había impuesto estas restricciones, durante su etapa como canciller del Exchequer, era quien más piaría en los años subsiguientes pidiendo más armas, o sea Churchill. Gran Bretaña, en alguna parte como respuesta a la filosofía de pacifismo rampante y eso que podríamos denominar liguismo; y en mucha mayor parte aún como respuesta a las graves dificultades provocadas por la crisis económica y la necesidad de acudir en ayuda keynesiana de las zonas más deprimidas, había procedido en los años veinte y primeros treinta a un desarme radical. Este desarme, aunque siguiendo la honda tradición británica afectó en menor medida a su marina, tuvo una consecuencia fundamental para lo que habría de venir. Una Gran Bretaña rearmada, digamos, a un ritmo similar al que imprimió Hitler en Alemania durante los años treinta, quizá podría haber impuesto condiciones por sí misma. Pero, como de hecho lo que estaba era desarmándose, cuando hizo falta poner músculo sobre la mesa para responder a Hitler, hizo falta combinar las fuerzas británicas y francesas (porque Estados Unidos ni estaba ni se le esperaba). En consecuencia, cualquier acción, cualquier política frente a Alemania debía provenir del acuerdo enter Londres y París, dos países con situaciones distintas, sociedades distintas y sensibilidades distintas. Por mucho que gritase Churchill, el rearme británico no hubiera sido posible en los primeros años treinta. Aunque el pacifismo convencía a no pocos políticos conservadores, quizá este partido, de haber optado por el rearme, habría recibido su apoyo disciplinado. Pero el resto del arco parlamentario era pacifista. Tanto los laboristas como los liberales repugnaban el rearme de Gran Bretaña y profesaban una confianza casi ciega hacia la Liga de Naciones. Por mucho que pueda sorprender hoy en día, la asensión de Hitler al poder en 1933 apenas inquietó a la opinión pública y la clase política en Gran Bretaña. La imagen excesivamene simplista de la Alemania de los años veinte dibuja un país abrumado por el pago de reparaciones, enfangado en una crisis económica muy cruel. Lo último es totalmente cierto, sobre todo después de la equivocadísima ocupación de la cuenta del Ruhr por los franceses en 1923, que acabó por provocar la famosa hiperinflación alemana. Pero otras cosas han de ser matizadas. Durante los años veinte, Alemania también jugó sus cartas. El complejo de culpa de media Europa le supuso un flujo de créditos con el que pudo pagar buena parte de las reparaciones; y para cuando llegó la crisis del 29 y el grifo se cerró, las reparaciones habían desaparecido en la práctica. Por lo demás, antes incluso de Hitler, los alemanes inventaron ya los primeros trucos para sortear las limitaciones militares de los tratados de posguerra según los cuales el ejército alemán no podía superar los 100.000 hombres. La República de Weimar, en fecha tan poco nazi como 1930, ya estaba haciendo las primeras pruebas de las famosas V-1 y V-2 con las que luego bombardearía Londres. En febrero de 1932, bajo la presidencia del político británico Arthur Henderson, se convocó la Conferencia de Desarme que llevaba preparándose varios años, y en la que estaban llamados a participar nada menos que setenta países. Teóricamente, la Conferencia debía de ser el pistoletazo de salida del nuevo mundo mundial surgido tras el trauma de la Gran Guerra que acabaría con todas las guerras. En la práctica, fue más de lo mismo. Ni una sola de las propuestas preparadas en Ginebra como trabajo previo incluía limitaciones de fuerzas, salvo en el caso de Alemania. Aquello, pues, era como un Protocolo de Kyoto que estableciese que Noruega tiene que reducir sus emisiones de gases en un 70%, y el resto del mundo puede hacer lo que le salga de los huevos. Así pues, la primera voz que se oyó fue la de los alemanes protestando. Los alemanes reclamaron la igualdad. Sir John Simon, el liberal secretario de Asuntos Exteriores en el gobierno de Ramsay MacDonald, recelaba de esta posición, que consideraba los franceses nunca aceptarían.

Una vez más, como otras en la Historia, los británicos pecaron de lentos. En el momento en el que la demanda alemana se produjo, en dicho país todavía estaba en el poder el gobierno Brüning; ya entonces gobernaba por decreto, pero era un gobierno de esencia democrática. Hubo amagos de aceptar la igualdad, pero sólo fueron amagos. En septiembre de 1932, ante la incapacidad de avanzar, el gobierno Von Papen, bastante más escorado ya en la dirección que finalmente representaría el nazismo, anunció que Alemania se piraba de la conferencia. Alarmados por la pinta que tomaba la cosa, británicos y franceses convocaron una reunión restringida con alemanes e italianos, a la que Washington envió un observador. Sólo entonces se hizo una oferta en firme de garantizar igualdad de derechos a Alemania, aunque con el importante matiz de que «siempre y cuando garantizase la seguridad de todas las demás naciones»; lo cual venía a equivaler que dicha igualdad de derechos tenía que ser siempre que Francia se quedase tranquila. La propuesta permitió que el negociador alemán, general Von Schleiter, aceptase el regreso de Alemania a las salas de la Conferencia. Pero ya era tarde. La aceptación de Schleiter de la propuesta MacDonald-Herriot se produjo en noviembre. Dos meses después, Hitler era nombrado canciller. Y Hitler no estaba dispuesto a aceptar ninguna propuesta proveniente de una sedicente Conferencia de Desarme. En marzo de 1933, Ramsay MacDonald presentó a la Conferencia su propuesta, que consolidaba la igualdad previendo reducciones en los ejércitos francés y alemán. Pero, como digo, lo que doce meses antes habría sido oro molido, para entonces ya no valía una mierda. Además, ese mismo mes de marzo Japón, que sostenía el Estado títere de Manchukuo desde doce meses atrás, abandonó la Liga de Naciones. Pocas semanas después, Hitler comenzó su juego. El canciller alemán nunca estuvo exento de cierta inteligencia política y era, a mi modo de ver, un consumado maestro en eso que se llama la gestión de los tiempos. El 17 de mayo de 1933, pronunció un discurso público en tonos conciliadores en el que afirmó que estaba dispuesto a destruir todo el armamento que hiciera falta siempre y cuando el resto de naciones hicieran lo mismo. Incluso aceptó la parte más conflictiva de las propuestas de MacDonald, que era el establecimiento de inspecciones periódicas sobre el cumplimiento del desarme. Este movimiento de Hitler, como digo no exento de inteligencia, tuvo la gran virtud de provocar dudas entre los aliados. A Gran Bretaña (sobre todo a su opinión pública) le encantó. Sin embargo, a Francia la perspectiva de reducir su armamento no le gustaba, y comenzaba a recular. Hitler consiguió lo que buscaba: que los aliados discutiesen. Mordiendo a fondo el anzuelo, Simon presentó en octubre una nueva propuesta. Dicha propuesta aplazaba cinco años todo rearme o desarme, y prometía el comienzo del desarme pasado ese tiempo hasta lograr la igualdad de fuerzas con Alemania. Era una propuesta estratégica que buscaba empantanar a Hitler en una espera muy larga, supongo que esperando que en el ínterin los alemanes le echasen de la cancillería. Si fue así, Hitler vio la jugada, porque automáticamente abandonó la Conferencia, y también la Liga de Naciones. Aunque la Conferencia siguió trabajando durante 1934, había fracasado. Los nazis, que como sabemos dominaban como casi nadie en la Historia el arte de la propaganda, consiguieron salir de aquello quedando como los puteados. Especialmente la opinión pública británica, como hemos dicho antes con importantísimas bolsas de pacifismo, sacó la conclusión de que el egoísmo de los ganadores (de algunos ganadores; en las islas, el desprecio al francés es un deporte nacional) lo había jodido todo y que Alemania (aún gobernada por Hitler; aún después de que se supo en Inglaterra y en todo el mundo la enorme matanza de la noche de los cuchillos largos) tenía todo el derecho a reivindicar lo que reivindicaba. La Conferencia se colapsó en junio de 1934. En febrero, los británicos habían publicado una

nueva propuesta que a Mussolini no le parecía del todo mal, pero que Hitler consideraba inaceptable porque limitaba el ejército alemán por debajo de las 300.000 almas. La actitud de Mussolini tiene su lógica. Ambos, él y Hitler, eran fascistas, sí. Pero Italia tenía sus propios intereses y, en el marco de dichos intereses, le inquietaba que Alemania pudiera expandirse comiéndose a Austria. Manejando de nuevo el palo y la zanahoria, Hitler insinuó entonces que aceptaría un pacto de diez años en el que Francia conservase su potencial armamentístico durante los primeros cinco. La fuerza aérea alemana no superaría el 30% del potencial de sus vecinos y el 50% del de Francia. Tanto las SA como las SS serían unidades no armadas. Pero ese acuerdo nunca se alcanzó, fundamentalmente por dos razones. Una, que los franceses no creían en él: Alemania estaba disparando su fabricación de aviones originalmente civiles, pero fácilmente convertibles en militares. Por lo demás, lo que los franceses querían era que las fuerzas paramilitares no existiesen; porque si existían, aunque fuesen desarmadas, siempre podían ser movilizadas (y armadas) en unos pocos días. El segundo factor fue que Gran Bretaña no logró encontrar métodos efectivos de inspección y comprobación. Sin ir más lejos, en aquel entonces nadie (salvo Stalin, claro) tenía una idea clara de cuál era el tamaño de la fuerza aérea soviética. En el verano de aquel año de 1934, Stalin entró en la Liga. El dirigente soviético estaba seriamente preocupado por la amenaza alemana, y por eso promovió dentro de su gobierno al más filoeuropeo de sus camaradas, Máximo Litvinov. Cinco años después, Litvinov caería y no por casualidad su sucesor, Molotov, firmaría el pacto nazi-soviético. El 9 de octubre de dicho año de 1934, el rey Alejandro de Yugoslavia y Luis Barthou, ministro de Asuntos Exteriores francés, fueron asesinados en Marsella. Ambas pérdidas fueron muy jodidas, pero especialmente la segunda. Con Barthou se fue el más firme político francés contra la tendencia alemana de no respetar los tratados de posguerra. Fue sucedido por Laval, un tipo mucho más voluble y acojonable; justo el tipo de gente que Hitler quería tener enfrente. Llegó 1935. Se cumplían quince años desde los tratados de posguerra, y esto significaba que debía celebrarse un referendo en el Sarre para que sus ciudadanos decidiesen cuál querían que fuese su destino. Los aliados temían que Alemania la montase. Por eso, Londres forzó a la Liga para que instrumentase unas tropas de vigilancia del proceso electoral. Soldados de Gran Bretaña, Holanda, Suecia e Italia supervisaron el plebiscito, bajo la atenta mirada del británico Geoffrey Knox. Pero no pasó nada. Bueno, nada, nada... Lo que pasó fue que los habitantes del Sarre, contra lo que todos los aliados esperaban, votaron masivamente por volver a ser alemanes. Hitler era extremadamente popular incluso entre quienes podían elegir no formar parte de su dictadura. Sólo así se entiende que, algunos meses más tarde, cuando el Frente Popular de izquierdas gobernase en Francia, hubiese grupos de derechas que acuñasen el eslógan «mejor Hitler que Blum» (por Leon Blum, líder del FP). Británicos y franceses decidieron tratar de llevar a cabo una política de conciliación con Alemania. Desde el punto de vista de Goliat, es decir de Londres, esto era así porque, si había carrera de armamentos, los británicos no deseaban correr. El 4 de marzo de 1935, el gobierno de Ramsay MacDonald publicó el Libro Blanco de la Defensa Británica, que contenía unas propuestas de aumento del ejército que sólo cabe calificar de modestas. Aún así, la oposición pacifista recibió estas propuestas considerándolas «un insulto a Alemania» (repetimos: las izquierdas y centroizquierda parlamentaria británicas consideraban que el hecho de que su país intentase armarse frente a Hitler era insultarlo. Y lo repito porque, a toro pasado, es muy fácil intentar dando la impresión de que siempre se estuvo en contra de los asesinos). De hecho, Clement Attle, el líder laborista, presentó una censura al gobierno por el Libro Blanco, cuyas propuestas motejó de reaccionarias y provocativas.

El día 5 Hitler, que tenía agendada un encuentro con representantes británicos, pretextó un resfriado para levantar la cita. Y luego lanzó su serie de ganchos de derecha: 9 de marzo, anuncio de creación de la Luftwaffe; 16 de marzo, introducción del servicio militar obligatorio y creación subsiguiente de un ejército con medio millón de efectivos. Gran Bretaña protestó, pero en ese momento Hitler (ya he dicho que manejaba los tiempos como pocos) se curó del resfriado y propuso la fecha del 25 de marzo para la entrevista con los ingleses, y éstos aceptaron. Ahora, el austriaco ya sabía que el mosqueo británico era más de fachada que otra cosa. En Berlín, John Simon y Anthony Eden, el otro gran factótum de la diplomacia británica del momento, se encontraron un Hitler muy dolido con las provocaciones de los aliados, pero bienintencionado. Les dijo que anexionarse territorios era un coñazo que sólo daba problemas y que Alemania nunca haría cosa tal. Que el Reich no tenía interés en anexionarse Austria. Que tenía un tratado con Checoslovaquia para la resolución de conflictos bilaterales, así pues nunca tendría problemas con ese país que tres años después se apioló. Les dijo que Alemania jamás le haría la guerra a Rusia. Y no les dijo que tenía un rabo de medio metro, supongo, porque no se lo preguntaron. En la entrevista con la pareja de diplomáticos británicos, Hitler hizo algo más. Una jugada hasta cierto punto maestra. Acostumbrado como estaba a mentir y a ser creído, Hitler les soltó a los ingleses la bomba de que el poderío aéreo alemán estaba ya, de hecho, a punto de igualarse con el británico. A Simon y Eden ni se les pasó por la cabeza, por lo que se ve, la idea de que alguien en la situación de Hitler, si verdaderamente estuviera a punto de conseguir lo que decía, lo que haría sería callarse. Le creyeron. Y, como le creyeron, a la vuelta a Londres forzaron el rearme más rápido de las fuerzas aéreas. Algo que podría llevar a pensar que Hitler se hizo un pan con unas tortas por hacer aquella confesión que, además, para más inri era básicamente falsa. Pero es que Hitler consiguió otra cosa. Presionados por la pretendida igualdad conseguida por los alemanes, los británicos aceptaron en mayo una oferta teóricamente sustanciosa de Hitler para llegar a un acuerdo naval entre ambos países, por el cual la fuerza naval alemana sería equivalente al 35% de la inglesa. Suena bien, ¿eh? Pues no tanto, porque en el mismo tratado, Inglaterra le levantaba la prohibición que el Tratado de Versalles había decretado de que Alemania fabricase submarinos. Podría hacerlo hasta el 60% de la fuerza británica e, incluso, en circunstancias excepcionales que no quedaban claras (y cuya valoración quedaba al albedrío alemán) , el 100%. En las negociaciones de este Tratado, que fue nefasto para la seguridad europea, tuvo un papel importante el Primer Lord del Almirantazgo, un político inglés que se haría viejo conocido de los españoles y de Franco: Samuel Hoare. Tras visitar a Hitler, Eden estuvo en Moscú, donde se encontró a un Stalin que, tal vez, era en ese momento el único jefe de gobierno europeo que era realmente consciente de la amenaza que suponía Alemania (el otro es Churchill; pero no gobernaba). Unos días más tarde, Inglaterra, Francia e Italia se reunieron en Stresa, en una negociación que fue completamente inútil porque el francés Laval se negó a sacar el tema de las intenciones italianas respecto de Etiopía, silencio que los británicos aceptaron con su propio silencio. Mussolini salió de Stresa sospechando la verdad: que si se atrevía con el Negus, era probable que las dos potencias de referencia de Europa no hiciesen nada. El 17 de abril, la Liga de Naciones censuró el rearme alemán. En mayo, franceses y soviéticos firmaron un pacto. El 21 de mayo, Hitler pronunció un nuevo discurso público, en el que contrapuso la maldad del Tratado de Versalles con la bondad del de Locarno, que dijo estar dispuesto a respetar. Prometió no militarizar el Rhin, firmar tratados de seguridad con todos sus vecinos salvo la URSS, y mantener la fuerza naval en el famoso 35%. Consiguió lo que quería, pues tranquilizó a la opinión pública, sobre todo a los pacifistas británicos, los cuales siguieron poniendo pies en pared en el Parlamento cada vez que se hablaba de rearme a lo bestia.

Hacia finales de junio, el gobierno de Stanley Baldwin comenzó a preocuparse seriamente por lo de Etiopía. Por ello, presentó una oferta que entregaba a Roma la región de Ogaden y, a cambio, garantizaba a Abisinia una salida al mar a costa de tierras de dominación británica. Fue un error mayúsculo. A Mussolini ni se le despeinó una ceja; probablemente, ni leyó en serio la propuesta. Pero, sin embargo, a los franceses eso de que Londres quisiera arreglar las cosas por su cuenta no les gustó nada, así que aumentaron los recelos entre los teóricos socios. El 7 de aquel mes había cambiado el gobierno. Ramsay MacDonald había dejado su lugar a Stanley Baldwin y, lo que es más importante para lo que aquí tratamos, John Simon había dejado el Foreign Office. Todo el mundo esperaba que fuese sustituido por Anthony Eden pero, por razones que es difícil desentrañar, el elejido fue Samuel Hoare, con Lord Halifax de secretario. Con el tiempo, Hoare cometería la Gran Cagada de la preguerra. A finales del verano, todo el mundo esperaba que Italia atacase en Abisinia, en cuanto terminase la temporada de lluvias. Pero, aún así, la opinión británica seguía aferrada a la Liga y a la aplicación de sanciones. Consecuentemente, el objetivo del binomio Hoare-Eden (el segundo era ministro para los asuntos de la Liga de Naciones) era evitar que Italia se dejase caer del lado alemán. En ese momento, había elementos para pensar que eso era posible. Los británicos consideraban que algún tipo de autoridad italiana en Abisinia tendría lógica; y luego estaban los sucesos de 1934 en Austria, tras el asesinato del canciller Engelhart Dollfuss, tras el cual Mussolini, temiendo la anexión del país por Hitler, envió varias divisiones al paso del Brennero, además de mostrarse conciliador con Francia e Inglaterra en Stresa. Creo que no es en modo alguno aventurado afirmar que Inglaterra y Francia estaban de acuerdo en abandonar a Abisinia (miembro de la Liga de Naciones) a cambio de mantener a Hitler lejos de Austria, lo cual quiere decir más lejos aún de Checoslovaquia, y a Italia jugando un doble juego que podría haber dado tiempo para el rearme francobritánico. La otra posibilidad era la de defender el Convenio de la Liga hasta el final e ir a por Italia mediante sanciones económicas, confiando en el hecho, bastante evidente en aquel entonces, de que Hitler no estaba en condiciones de poner sobre la mesa grandes ejércitos (ni siquiera había ocupado aún el Rhin). El margen de actuación de los futuros aliados era amplio: podrían realizar un embargo de petróleo sobre Italia tras el cual Mussolini no habría podido mover a sus tropas; o podía haber bloqueado el paso italiano por el Canal de Suez. El 1 de agosto, en Westminster Palace, Hoare dejó claro que la opción inglesa era hacer respetar los tratados de la Liga. Londres, por lo tanto, optaba por una política de sanciones. Pero ya hemos dicho antes que la debilidad del rearme británico (en realidad, desarme) había hecho que, en todas estas materias, Londres tuviese que contar para todo con París. Y aquí es donde saltó el problema, porque en París, el dubitativo Laval no estaba tan convencido de que las sanciones fuesen la mejor política. Los franceses, que no olvidemos tienen una frontera con Italia de la que Gran Bretaña carece, todavía querían que se explorase con más fuerza la posibilidad de ganar Italia para los aliados. El 11 de septiembre, sin embargo, Sam Hoare pronunció un discurso ante la Liga en Ginebra, un discurso vibrante que acompañaba una propuesta británica decidida que incluía una frase de un hondo significado histórico que pocos podían sospechar entonces: «si hay que correr riesgos para mantener la paz, estos riesgos debemos correrlos todos juntos». 24 horas después, dos cruceros británicos acompañados por una flotilla de barcos menores fondeaban en Gibraltar. Londres enseñaba los dientes. La ola se llevó por delante incluso a los pacifistas laboristas, que votaron mayoritariamente las sanciones, lo cual provocó la dimisión de su líder, Lansbury, que fue

sustituido por Clement Attle, que llegaría a primer ministro tras la guerra. Italia, sin embargo, invadió Abisinia. Y no hubo sanciones efectivas contra ella. Es difícil contar por qué, pero yo voy a intentarlo. Al iniciarse el nuevo periodo parlamentario, 23 de octubre, Italia ya había atacado. La Liga había condenado la agresión. Inglaterra levantó el embargo de armas a Abisinia. Parecía que la línea era dura y sin quiebra. Pero la quiebra existía. En primer lugar, Samuel Hoare le decía a todo aquel que le preguntaba que su discurso de Ginebra en septiembre era matizable. Que tal vez se le había entendido mal. Parecía comenzar a arrepentirse de su tono duro. Esta indecisión contagió a Eric Drummond, embajador británico en Roma, el cual estuvo dubitativo y feble en sus conversaciones con los italianos; y a éstos les faltó tiempo para ir a cascárselo a los franceses, con lo que las dudas de Laval ante la posibilidad de que Inglaterra hiciese la guerra, o la no guerra, por su cuenta, se acrecentaron. En las elecciones de 1935, los conservadores y sus aliados conservaron la mayoría, mientras que los laboristas crecían levemente y los llamados liberales oficiales samuelistas de Herbert Samuel se hundieron en la miseria. En esta perspectiva Attle, al frente de las izquierdas dinásticas, redobló sus ataques contra el rearme. Pero hasta ellos sabían que las votaciones internas habían demostrado que el apoyo a las sanciones a Italia era mayoritario. Así pues, cuando el 3 de diciembre el Parlamento retomó sus reuniones tras las elecciones, todo hacía pensar que el apoyo a dichas sanciones las sacaría adelante rápidamente. Austen Chamberlain habló de la posibilidad de dictar un embargo a las exportaciones de petróleo a Italia, y todo parecía marchar en la dicha dirección. La suerte parecía echada. Pero fue entonces cuando Sam Hoare la cagó. Hasta el puto fondo.

El acuerdo entre Samuel Hoare y Laval es algo que probablemente permanecerá, al menos en parte, envuelto en cierto halo de misterio. Hoare sabía a lo que iba. El 7 de diciembre salió de Londres en dirección a Suiza para pasar unas vacaciones reparadoras, ya que estaba delicado de salud. Aceptó hacer una parada en París para ver a su colega Laval, por lo cual fue advertido por Eden de que se iba a entrevistar con un tipo muy avezado en los trucos diplomáticos y, consecuentemente, muy naniobrero. Hoare se dio por enterado y aseguró a Eden que no haría nada que comprometiese a Gran Bretaña y la posición inflexible que él mismo había expresado ante la Liga en Ginebra. El 8 de diciembre por la tarde, es decir apenas unas horas después de haber comenzado su periplo continental, Laval ya había conseguido convencer a Hoare de que apoyase un plan para solucionar lo de Abisinia. Un plan distinto de lo que había sido la posición británica expresada en Ginebra. Dicho plan suponía entregar a Italia dos tercios del país africano sin disparar un tiro a cambio de que lo que quedaba del país independiente tuviese una salida al mar en Assab. Ya es jodido que un representante gubernamental se deje embaucar en una política que no es la de su gobierno sin haber consultado previamente. Pero más aún lo es lo que hizo Hoare. Porque Hoare no sólo le dio la razón a Laval: además, lo firmó. Y, firmando él, firmaba Inglaterra entera. Debió de darse cuenta de que la había cagado, porque al aprobar el comunicado público emitido por los franceses, sólo permitió que se dijese que se había encontrado una solución, pero que dicha solución no podía publicarse porque no contaba aún con el visto bueno del gobierno inglés. Una forma bastante infantil de verlo. Laval tenía un papel. Un papel firmado por un plenipotenciario

británico. En lo que a Francia se refería, eso no era un posible acuerdo, sino un acuerdo; y, si Gran Bretaña lo rompía, entonces ellos adquirirían el derecho a rechazar el embargo petrolífero, que hubieran respetado sólo a regañadientes. A Francia ya no le iban a parar los pruritos del ministro de Su Majestad: esa misma noche, oh casualidad, toda la prensa francesa tenía el texto del acuerdo, convenientemente filtrado. Para más coñas, para cuando el texto del acuerdo cruzó el Canal, Eden lo leyó y le exigió a Baldwin que llamase a Hoare urgentemente a Londres, el secretario del Foreign Office había hecho ya, en la mañana de ese mismo día, su primera intentona de patinar en Suiza, durante la cual resbaló y se arreó un hostión que le partió la nariz. Así pues, Hoare tenía prohibido viajar en las siguientes horas. La sesión en los Comunes fue tormentosa. A falta de Hoare, fue Eden quien tuvo que tragarse el sapo de recomendar a ambos países, Italia y Abisinia, que aceptasen un acuerdo que era una rendición en toda regla a las pretensiones de Mussolini. Cuando Baldwin, ya en la noche, subió a la tribuna para hablar, estaba tan desbordado, o tal vez tenía tan poco que decir, que elaboró un discurso críptico que no consiguió más que disparar la radio macuto sobre lo que realmente estaba pasando. Se llegó a decir incluso que toda aquella confusión no era tal y que el asunto de Hoare no era sino un teatro pactado secretamente por Baldwin y Mussolini. No obstante, el escándalo parlamentario y de opinión pública obligó al Gobierno a cambiar de rumbo nuevamente unos días después, repudiando el acuerdo con Laval y, por lo tanto, dejando al secretario del Foreign Office en bragas ante el mundo. Obviamente, Hoare dimitió, y fue sustituido por Eden. El escándalo del pacto Hoare-Laval no sólo tuvo la consecuencia de provocar una crisis en un gobierno que apenas unas semanas antes era visto como extraordinariamente estable; también hirió de muerte a la Sociedad de Naciones y su Comité de los Cinco, formado para buscar una solución para el problema de Abisinia y que, formado por Gran Bretaña, Francia, España, Polonia y Turquía, estaba presidido por el español Salvador de Madariaga. Además de eso, dejó sin efecto la estrategia de parar a Mussolini con sanciones, pues la reacción francesa a la británica de negar lo firmado no fue otra que hacer lo propio con ellas. Las sanciones del petróleo, por ejemplo, nunca llegaron a aplicarse realmente. En mayo de 1936, el Negus huyó de Addis Abebba y, pocos días después, escuchaba desde Londres el anuncio de Mussolini de adhesión del país. Por su parte, Hitler jugó sus cartas con inteligencia. Cuando se decretaron las primeras sanciones contra Italia, se unió a ellas pero, en cuanto la postura francobritánica se demostró débil, tornó a negociar con Mussolini. Es muy posible que, a cambio de modificar su política, consiguiese el apoyo de Italia a la remilitarización del Rhin, que en es momento tenía ya en mente. El 7 de marzo de 1936, Alemania remilitarizó el Rhin. El Tratado de Versalles, y después ese mismo Tratado de Locarno que Hitler había prometido respetar, establecían que Alemania no podría tener ningún establecimiento militar en la margen izquierda del wagneriano río ni en los 50 kilómetros de la ribera derecha. La reacción del Parlamento inglés fue tibia. Esa mayoría de tibios pecó de una falta muy común en los políticos, que a veces parecen vivir rodeados por una espesa niebla que apenas les deja ver a una cuarta de sus narices. Ocupar el Rhin no era, en sí, ningún problema para la seguridad de Gran Bretaña ni casi de Europa. Pero sostener eso es olvidar que las escaleras que llevan muy alto siempre tienen varios peldaños. Ocupar el Rhin permitió a Alemania crear una nueva línea Hindenburg que dificultase notablemente ser atacada por el Oeste. Lo cual quería decir que Hitler ganaba, automáticamente, capacidad ofensiva por el Este. Los políticos británicos puede que no se sintiesen preocupados en mayo del 36. Pero en el verano del 38, cuando debieron haber protegido Checoslovaquia y lo que hicieron fue contemplar cómo era fagocitada por los nazis, quizá, si eran

medio listos, se pararon a pensar que todo aquello empezó en el Rhin. Algunos tratadistas contemporáneos de los hechos consideran que la respuesta lógica habría sido la containvasión francesa del Sarre. Esta medida, sin embargo, no habría contado con el beneplático de la opinión pública de los países democráticos, y muy especialmente la británica, que con seguridad le habría puesto la proa. Además, en Francia quedaban unas semanas para las elecciones, y ningún candidato en sus cabales decreta una leva general en esas circunstancias. A todo esto hay que añadir que, una vez más, Hitler había girado la manija con maestría de sirlero. Pocos días antes de la ocupación del Rhin, había publicado en la prensa francesa una entrevista en la que sólo le faltó decir que prefería el camembert a la cerveza alemana. Ese tono conciliatorio había encantado a los políticos franceses. Incluso, 24 horas antes de empezar los movimientos de tropas, su embajador en Londres estaba frente a Eden en el Foreign Office fingiendo un vivo interés por la propuesta del inglés de pactar un «Locarno del aire», es decir resolver el problemilla del poder aéreo teutón. Además, la invasión del Rhin comenzó en sábado, con lo que Hitler demostró haber asimilado las consecuencias de que tanto en Gran Bretaña como en Francia se practicase el fin de semana inglés, con dos días libres enteros. Para colmo, invadir el Rhin y comenzar a orear ofertas de colaboración en las que llegó incluso a ininuar el reingreso alemán en la Liga, fue todo uno. Los cantos de sirena de Hitler, por mucho que ahora no se quieran ver, no convencieron únicamente a los ultrafachas que siempre hay en todo país. El carismático líder liberal Lloyd George, por ejemplo, los creyó. Como los creyó Lord Snowdon, el histórico ideólogo de los socialistas británicos. Aún y a pesar de esta inacción básica, se dieron dos pasos de cierta importancia para mostrarle a Hitler que las futuras potencias aliadas se tomaban en serio sus historias. En primer lugar, el gobierno Baldwin concentró todas las materias de defensa en un solo ministerio; acción ésta que es propia de países que o se están dando, o saben que se van a dar de hostias con alguien. El hecho de que la voluntad de no nombrar a alguien incómodo en Berlín o Roma bloquease el nombramiento de Hoare y, sobre todo, de Churchill, y que la cosa recayese en el más blandito sir Thomas Inskip, no cambia las cosas. El segundo detalle es que Gran Bretaña y Francia avanzaban rápidamente hacia la alianza militar. Para alguien tan hábil en el sucio juego de la política como Hitler, parecía claro que lo que ahora tenía que hacer era reforzar la línea del Rhin, acelerar el rearme y quitar a Alemania de la primera fila de las preocupaciones de las cancillerías británica y francesa. Y esto fue exactamente lo que ocurrió. Pudo ser casualidad, o sea un golpe de suerte. Aunque también hay gente que, en hablando de política internacional, no cree en las casualidades. Casualidad o no, el 18 de julio de 1936 estalló la guerra civil española. Una guerra que, casualidad o no, acabaría por ser inusitadamente larga. Tan larga como, casualidad o no, le convenía a Hitler y, probablemente, a Stalin.

Uno de los karmas habituales de alguna historiografía y de mucho admirador del bando republicano de la guerra civil española consiste en pensar que, en realidad, la guerra se perdió por razón de la inacción francobritánica. Esta tesis nos dice que la doctrina de no intervención en el conflicto español sostenida por las dos grandes cancillerías europeas, unida a la ayuda italiana y alemana a Franco, desequilibró de forma crítica la relación de fuerzas entre los dos bandos contendientes.

No seré yo, especialmente sabiendo como sé que este blog se honra de tener lectores que saben mucho más que yo de temas bélicos, quien entre en la discusión sobre los medios que cada uno tuvo y cómo supo, o no supo, coordinarlos y utilizarlos. Lo que sí aventuraré es la opinión de que, desde un punto de vista político, la mera ilusión de que Francia y/o Inglaterra pudieran haber hecho algo distinto de lo que hicieron, o sea nada, es totalmente ilusoria. Mi tesis es que las posibilidades de que hubiese una intervención occidental en España fueron nulas. Inexistentes. Cero. Nunca existieron salvo ya al final de la guerra, como Negrín esperaba, si ésta hubiese estallado antes de lo que lo hizo (aunque, teniendo en cuenta que el prolegómeno de la guerra fue el pacto nazi-soviético, ya me explicará el doctor Negrín con qué armamento esperaba parar a Franco en las primeras jornadas de esa guerra). Creo que lo expuesto hasta ahora, sobre todo en los que se refiere al dubitativo rearme inglés y a la actitud claramente dividida de las potencias frente al conflicto de Abisinia, demuestra claramente que ni Inglaterra tenía muchas armas o tropas para prestarle a España, ni una connivencia francobritánica era digna de esperarse en este asunto. La República española, a mi modo de ver, se pasó tres años haciéndose pajas mentales con una posibilidad que jamás lo fue. Este asunto está muy lleno de mitos y medias verdades. Por ejemplo, M. Louis Levy, amigo de Leon Blum, el jefe de gobierno de izquierdas francés, publicó en aquellos tiempos que Blum intentó, sin éxito, convencer a Anthony Eden de la necesidad de intervenir juntos en España en defensa de la República legítima que, además, argumentaba Blum, era amiga de ambos países. Esta afirmación es tenida por cierta en muchos casos y, sin embargo, es muy dudosa. Francia tenía un gobierno de izquierdas pero una solidísima oposición de derechas, que incluso admiraba a Hitler como figura política y que, de haber visto armas o soldados franceses cruzar los Pirineos, habría montado la mundial, generando una inestabilidad política justo en el momento en que Francia menos la necesitaba. Más parece que Blum lo que quiso fue alguna forma de no intervención que le salvase la cara. Por lo que se refiere a Eden, siempre fue un decidido no intervencionista, pero es que, además, la República se lo puso, por así decirlo, muy fácil. Porque el segundo elemento del pretendido argumento de Blum (la proclividad de la República hacia Francia y Reino Unido) se puso rápidamente en entredicho desde las primeras horas tras el golpe de Estado, cuando el desgobierno español permitió que fuerzas de izquierdas, los famosos «incontrolados» de la historiografía acrítica de izquierdas (que haberla haina, como en la derecha), campasen por sus respetos y creasen de hecho minirregímenes políticos que casaban bastante mal con la idea de la democracia parlamentaria. Otras cositas, como prohibir de facto la profesión de las creencias religiosas católicas, no ayudaron demasiado. A ello hay que unir el hecho de que tanto franceses como británicos tenían la sensación de que en la carrera de los armamentos, Hitler iba mucho más deprisa. Nunca he leído algún libro en el que figuren censos fiables de las fuerzas británicas y francesas disponibles en el verano del 36, pero lo que sí he leído son memorias de políticos del momento, como el propio Eden, Chamberlain o MacMillan, que nos dicen que detraer efectivos en una guerra en aquel momento habría sido, cuando menos para Reino Unido, una locura. Por último, hay que considerar que, en política internacional, si haces una cosa, debes entender que con ello otorgas a otros el derecho de hacer lo mismo. Que Hitler quería Austria y Checoslovaquia no era ya ningún secreto en 1936. De haber intervenido Francia e Inglaterra en España, bien podría Berlín tomarles la palabra, abandonando incluso a Franco si hubiera sido preciso, para echarse acto seguido sobre ambos países situados a su oriente, sin negociaciones ni nada; a hostia limpia. Difícilmente podrían haber aducido Londres y París la ausencia de legitimidad para dicho movimiento, con el cual Alemania habría ganado mucho más que las

potencias (todo esto aceptando barco como animal acuático, esto es que los mismos republicanos que colectivizaban empresas, permitían la propiedad privada sólo en pequeños negocios, toleraban en su seno las colectivizaciones ácratas, etc., fuesen a aceptar su conversión en una democracia liberal parlamentaria). La guerra civil española provocó una polarización de posiciones en Francia que disparó la crispación, generando cierta esclerosis del gobierno que benefició directamente a Alemania, pues ralentizó el rearme galo. En Inglaterra el enfrentamiento ideológico se reprodujo, aunque con algo menos de violencia en el lenguaje y en los actos, como corresponde a los británicos (de entonces). Muchos de los políticos en el gobierno entonces, de corte conservador, se burlan con mayor o menor elegancia en sus memorias de la honda incongruencia de los laboristas: pedían la inmediata intervención en España de tropas británicas, apenas semanas después de haber defendido en la tribuna pública que el rearme británico era una gilipollez. El primer movimiento francobritánco no llegó hasta el otoño de 1937, es decir con el frente norte (en mi opinión, la guerra) ya perdido para la República. Fue la Conferencia de Nyon, en la que ambas potencias tomaron posición contra las acciones incontroladas en el Mediterráneo y se pusieron de acuerdo para patrullarlo conjuntamente. En una cosa, sin embargo, aciertan los críticos de la no intervención francobritánica: aseguran que con ella las potencias creían haber comprado la paz, pero sólo consiguieron aplazar la guerra. Europa, por voluntad de Hitler, estaba en el camino de Munich. Por increíble que pueda parecer a toro pasado, durante la segunda mitad de 1936 ni la guerra civil española, ni Hitler ni Cristo que los fundó fueron los temas de preocupación del país que era crucial para la seguridad de Europa y el mundo, es decir Inglaterra. En ese tiempo, los ingleses estaban centrados en los rumores en torno a la posibilidad de que el rey Eduardo VIII tuviese la intención de casarse con una mujer que tenía dos maridos vivitos y coleando; es decir, con una divorciada. Esta historia es bien conocida y, por lo tanto, base recordar que el 11 de diciembre de aquel año, el rey abdicó. Lo importante a efectos de lo que aquí se cuenta es que la opinión pública británica pasó esos seis meses pensando en otras cosas y que la crisis constitucional supuso el retraso en el cese del gobierno Baldwin, necesario para renovar la labor del gobierno. No fue hasta mayo del 37, pocos días después de la coronación del nuevo rey, que Baldwin dimitió para ser sustituido por Neville Chamberlain, hasta entonces canciller del Exchequer. El nefando Sam Hoare dejó los temas militares (el Almirantazgo) para ser ministro del Interior; en el puesto naval le sustituyó Duff Cooper. Inskip siguió siendo el gran coordinador de la defensa nacional, lo cual dio continuidad al esfuerzo, aunque en el terreno militar hubo algún que otro cambio difícil de entender. Por ejemplo, Chamberlain cesó en 1938 a Lord Swinton al frente del ejército del aire, a pesar de los varios logros que había conseguido en el robustecimiento de la RAF, para sustituirlo por un menos resolutivo Kingsley Wood. Eden seguía siendo ministro de Asuntos Exteriores. De momento. Neville Chamberlain era un pactista. Estaba honradamente convencido de que se podía pactar con Hitler. Había creído la versión de los nazis de que el Führer se mostraba así de capullo porque tenía una serie de reivindicaciones irrenunciables (su Lebensraun) y que, una vez que las consiguiese, se apaciguaría. Le costó ver, por lo tanto, que muchas cosas que estaban pasando señalaban con bastante claridad que se avecinaba la debacle. Además, tuvo que enfrentarse, en aquellos meses, con una clara desafección por parte de la Commonwealth. A Australia y Nueva Zelanda no les preocupaba Hitler y por ello dejaron claro que, más que ayudar a Inglaterra, estarían pendientes de los movimientos de Japón. En Sudáfrica, las leches entre germanófilos y aliadófilos eran casi diarias. Y Canadá no quería entrar en guerra al lado de Inglaterra. A todo ello hay que unir

la propia oposición dentro de Gran Bretaña, ya que los laboristas y muchos liberales se opusieron al servicio militar nacional hasta muy poco tiempo antes de estallar efectivamente la guerra. En mi opinión, don Neville pecó de precipitación. Como no quería, o sentía que no podía, ir por la vía del rearme y la construcción de una coalición aliada, optó por intentar romper el Eje cortejando a Italia. Dentro de esa política dio pasos de gran torpeza. En julio de 1937, mientras los japoneses apretaban su invasión de China, la escribió una carta personal a Mussolini que no consultó con Eden. Más aún. Durante aquel otoño de 1937, se carteó varias veces con su cuñada, la viuda de Austen Chamberlain, una señora que vivía en Roma y, además, era admiradora de Mussolini. Es más que probable que los servicios secretos italianos interceptaran esa correspondencia, a través de la cual tenían información de primera mano sobre los pensamientos estratégicos de su principal enemigo. Anthony Eden, mientras tanto, decidió aprovechar las acciones de Japón, que habían puesto a Estados Unidos muy nervioso, para tratar de conseguir lo que sólo conseguiría Pearl Harbour, es decir una mayor implicación de la potencia americana en la paz europea. Sin embargo, Estados Unidos era, entonces, un país decididamente no intervencionista, así pues no consiguió el inglés llevarlos a su terreno. Además de este fracaso, Eden cometió otro error, que fue nombrar para el puesto crucial de embajador británico en Berlín, de donde salía sir Eric Philips, al titular de la legación en Buenos Aires, sir Neville Henderson. Henderson era una persona, al parecer, propensa a ponerse muy nerviosa y propensa, además, a actuar por su puta cuenta en medio de esos ataques de nervios. Tener en Berlín semejante bomba de relojería se demostraría como letal para los intereses aliados. En medio de este juego en el que primer ministro y titular del Foreign Office parecían diseñar y tutelar políticas diferentes, llegó una invitación a Londres por parte del pígnico jerifalte nazi Göring, jefe de la Luftwaffe, para asistir en Berlín a una competición deportiva. Fue uno más de los acercamientos, entre melosos y mentirosos, de los nazis. Chamberlain mordió el anzuelo y envió a lord Halifax, obviamente no con la intención de contemplar a unos deportistas dando saltitos, sino de entrevistarse con Hitler. En mi opinión, esa entrevista fue todo lo que le falta a Hitler para entender que los planes que tenía (primero Austria, luego Checoslovaquia, luego Polonia, luego Rusia y luego lo que tocara) no sólo los debía, sino que los podía llevar a cabo. Ante el apocado Halifax se desplegó un Hitler en estado puro. Hablaron, por ejemplo, de la India y de los problemas acuciantes que ya se le presentaban a la corona británica con Ghandi y el Partido del Congreso de Nehru. Con total frialdad, como quien recomienda una receta de cocina, Hitler le dijo a Halifax que, si fuese su problema, lo resolvería en unas pocas horas asesinando al líder pacifista y a todos lo demás cabecillas del independentismo. Como quiera que Halifax, flemático él, disimulara su asco, Hitler siguió adelante. Entonces le habló de una curiosa teoría suya. Según el Führer, cuando una nación tiene reivindicaciones territoriales (como las de Alemania), el asunto se puede resolver sólo de dos maneras: una es la guerra. La otra, lo que él llamaba «razón mayor», que era algo así como fabricar algún tipo de mentira para poder entregar ese terreno al demandante sin derramar sangre. En otras palabras: Hitler, quizá inspirado por el hecho de que Laval y Hoare no habían intentado nada muy distinto con Abisinia, le propuso a Halifax que Londres se inventase alguna milonga para entregarle lo que, de otra forma, él iba a conseguir a base de hostias. Si el interlocutor de Hitler hubiera sido, un suponer, Winston Churchill, con seguridad, nada más oír eso, se habría levantado, habría musitado un señor mío, esta entrevista ha terminado, y se habría marchado del despacho sin siquiera estrechar la mano de su interlocutor. Pero Halifax estaba hecho de una madera mucho más blanda. Y no sólo eso, porque había llegado a Berlín con una instrucción clara de Chamberlain: pacta, pacta, pacta. Así pues, en lugar de hacer lo que debiera

haber hecho, hizo lo contrario. No sólo no mostró indignación, sino que comenzó a desplegar argumentos sobre algunas concesiones que se le podrían hacer a Alemania, a su debido momento, en sus reivindicaciones territoriales. A Hitler le debió quedar claro en esa entrevista que los británicos, por decirlo claramente, no tenían huevos. Y es de suponer que, cuando meses después, leyese el teletipo con la dimisión de Eden y su sustitución por Halifax, se debió descojonar de la risa. En los siguientes meses, el conflicto entre Downing Street y el Foreign Office se hizo irrespirable. Eden no podía soportar los esfuerzos de Chamberlain por enamorar a Mussolini, esfuerzos que el primer ministro redobló tras el regreso de Halifax de Berlín. La gota que colmó el vaso tuvo relación con Estados Unidos. En ausencia de Eden, Roosevelt comunicó a Londres una propuesta en la cual la Casa Blanca proponía una reunión diplomática de todos los países el 22 de enero de 1938, con el objeto de deplorar la situación internacional y alcanzar un acuerdo entre todos sobre los principios básicos que deberían regir las relaciones geoestratégicas. Era una jugada bastante bien diseñada. Roosevelt era presidente de un pueblo que no quería entrar en la guerra (de hecho, sólo lo hizo cuando los japoneses les entraron). Necesitaba un cambio de opinión pública. Su más que probable cálculo era que las potencias del Eje se negarían a acudir a esa cumbre diplomática, lo cual haría evidentes ante el mundo sus intenciones de no respetar regla alguna, lo cual atraería a densas capas de la opinión americana, conscientes entonces de que la actitud de Estados Unidos tenía que volver a ser la de los tiempos de Wilson, hacia el alineamiento sin paliativos con los aliados. La propuesta era alambicada y podría haber funcionado, o no. Pero es que no lo sabremos. Porque el primer ministro, en ausencia de su titular de Asuntos Exteriores, reunido únicamente con su estrecho círculo de asesores, la rechazó. Cuando Eden regresó a Inglaterra y se enteró de lo que había pasado, se colocó en abierta rebeldía respecto de su propio primer ministro. Por su cuenta y riesgo, envió instrucciones a sus embajadores para que tratasen de reconstruir la situación con un lógicamente cabreadísimo Roosevelt, que no había conseguido nada y, además, había quedado en bragas delante de su opinión pública. Pero lo importante de todo es lo que acabamos de contar: poco más de un año y medio antes del estallido de la segunda guerra mundial, en el gobierno británico primer ministro y titular de Exteriores tenían cada uno una estrategia, y la llevaban a cabo a espaldas del otro. Insisto: éstos son los tipos de los cuales buena parte de la historiografía española esperaba una decisión unitaria para intervenir en la guerra española. Ja. El enfrentamiento era cainita. Chamberlain seguía empeñado en que podía embaucar a Mussolini. Eden, mucho más práctico, exigía que, para creer en esa posibilidad, el Duce debería dar un paso, y sugería la retirada de los soldados italianos de España. Cuando el embajador italiano Grandi pasó de entrevistarse con Eden pretextando que tenía un partido de golf (sic), Chamberlain no sólo no le afeó la conducta, sino que le invitó a Downing Street. El 20 de febrero de 1938, Eden dimitió, y fue sustuido por Edward Halifax, el pusilánime. Tres semanas después, Hitler invadió Austria.

La ambición nazi por anexionar Austria a Alemania es obvia y totalmente coherente con su ideología ultranacionalista. En 1934, Hitler ya había intentado dicha anexión, con ocasión del asesinato del canciller Eberhardt Dollfuss; pero, en ese momento, Francia e Italia se lo impidieron. En 1938, se diseñó el segundo acto de esta invasión. El canciller austriaco Schuschnigg fue convocado a la guarida de Hitler en Berchstesgaden y presionado hasta la saciedad. Literalmente, se le dio leña al mono, no hata que habló inglés, sino hasta que aceptó nombrar a un nazi, SeyssInquart, ministro del Interior. Este nombramiento puso a la policía austriaca en manos de los alemanes. El 9 de marzo, Schuschnigg convocó un referéndum para que los austríacos decidiesen sobre su anexión o no a Alemania. La respuesta de Hitler fue la invasión. Al día siguiente de la invasión, Chamberlain habló en la Cámara de los Comunes con inusitada dureza contra la acción. A este discurso contestó Churchill con una alocución histórica en la que afirmó algo en lo que entonces nadie creía, y es que todo lo que estaba pasando con Hitler eran distintas partes de un programa agresor cuidadosamente diseñado, y se preguntó cuánto tiempo más esperaría Inglaterra sin hacer nada. Sin embargo, Inglaterra esperó. En primer lugar, el ánimo pactista de Chamberlain se melló con aquella invasión, pero en modo alguno se derrumbó. Por otro lado, por extraño que nos pueda parecer a quienes sólo hemos vivido los tiempos posteriores, tiempos que han sido, cómo decirlo, de una cierta amnesia por parte de los aliados, lo cierto es que la invasión de Austria, sin contar con adeptos, sí contaba en Reino Unido con, digamos, personas neutralmente comprensivas. Un político tan poco sospechoso de filonazismo como Neville Henderson dijo públicamente que la tentativa del referéndum austríaco era un error, porque suponía mosquear a Hitler. Por lo demás, en Inglaterra en particular, y en Europa en general, existía la sensación de que, tras la disolución del imperio, Austria era una entelequia que no podría existir por sí sola. Como tercer y último factor, los estrategas en Londres y en París establecían una diferencia clara entre Austria, que era sólo miembro de la Liga de las Naciones; y Checoslovaquia, país con el que tanto Francia como Rusia tenían tratados de alianza defensiva. De alguna manera, pues, había analistas que se quedaban tranquilos pensando que Hitler le había metido mano a Austria, pero había dejado tranquila a Checoslovaquia. No se dan cuenta de que eso que he dicho de que las escaleras siempre tienen varios peldaños. De todos los jefes de Estado no nazis, Stalin era el que veía con más claridad la amenaza. El 19 de marzo, propuso una conferencia de las grandes potencias. Es decir: la propuesta Roosevelt rediviva. El destino de la versión 2.0 fue el mismo que el de la anterior: el señor Chamberlain ordenó rechazarla e, incluso, moderó sus ataques públicos a Alemania, como si se arrepintiese de su violencia verbal tras la invasión. Incluso insinuó que, en caso de ser Checoslovaquia atacada, se pensaría eso de contestar. Mientras los aliados dudaban, Hitler seguía con su guión. Todo el mundo sabe que los derechos de los sudetes, minoría germanoparlante residente en Checoslovaquia, fueron la gran disculpa de Hitler para hacerse con el país. En realidad, a Hitler los sudetes, probablemente, le importaban una higa. El problema checo era para Hitler estratégico. Checoslovaquia tenía unas instalaciones de defensa envidiables, tanto es así que fueron altamente ponderadas por los generales alemanes cuando se hicieron con ellas sin disparar un solo tiro. Mientras existiese Checoslovaquia, existiría un parapetro tras el cual podía emboscarse Stalin, y no hay que olvidar que Hitler siempre pensó en la invasión de Rusia como su principal objetivo. Todos los políticos británicos estaban, a finales de mayo del 38, convencidos de la inminencia de un ataque alemán sobre Checoslovaquia. Toda la infraestructura diplomática británica se aplicó en dejar claro a Alemania que no lo permitirían. Hitler, en ese momento, o dudó o hizo que dudaba; probablemente, fue sólo un movimiento estratégico, pues en ese momento los

informes de sus generales desaconsejaban que se pelease. El gigante franco-británico-soviético que, según la prensa mundial, le había parado los pies al de los bigotes tenía, sin embargo, los pies de barro. A Daladier y su ministro de Exteriores, Bonnet, les había costado Dios y ayuda convencer al blandito Chamberlain. De hecho, el británico en lo que pensaba era en algo parecido a la solución Hoare-Laval, es decir impulsar a los checos a hacer concesiones a los alemanes para así impedir que los aliados tuviesen que cumplir sus amenazas de intervenir. En esta convicción cumplió un papel muy importante uno de los sentimientos más estúpidos, injustos y tocahuevos a los que son aficionados los británicos: el euroescepticismo, el anticontinentalismo, el considerarse ente aparte, isla distinta, respecto de Europa propiamente dicha. Esa estupidez, que explica cosas como que Reino Unido no esté en el euro, decisión que le ha costado muchos millones a su economía (amén de la convergencia de ambas divisas, en detrimento de la libra), le costó en este caso centenares de miles de muertos. Fruto de este sentimiento son cosas como la oposición cerril que, aún en 1938, exhibían laboristas y liberales frente al rearme británico, concebido como la construcción de un ejército para luchar en el continente. A primeros de agosto, Chamberlain llamó a su despacho a Lord Runciman y le encargó un viaje a Praga donde debería presionar al presidente Benes para que cediese ante las peticiones de los sudetes. La Misión Runciman llegó a Praga el día 4. De alguna manera, Chamberlain seguía creyendo que Hitler era alguien con quien se podía pactar. Y, sin embargo, no fue así. En las dos semanas que Runciman pasó en Checoslovaquia (la mayor parte de cuyo tiempo lo gastó en mansiones aristocráticas dándose unas pitanzas de puta madre), éste sólo descubrió que Konrad Heinlein, el sedicente líder de los sudetes, no tenía margen para llegar a ningún acuerdo, y, por su parte, los checos no tenían la sensación de que tuviesen que ceder en nada. Aún así, el 4 de septiembre, bajo una intensísima presión, Benes anunció que aceptaba la autonomía local de los sudetes. Toda Gran Bretaña recibió el anuncio con la convicción de que era el preludio de un acuerdo de paz estable. El 12 de septiembre, Hitler pronunció un discurso en Nuremberg en el que se deshizo en insultos contra Benes, no sacó a relucir ni la más mínima reivindicación, y dejó bien claro que iba a por él. Automáticamente, los nazis sudetes comenzaron a montar disturbios en su tierra, que fueron sin embargo sofocados con relativa facilitad por la policía. Sin embargo, el mal ya estaba hecho. Hitler, doctorado en encuentros con los responsables políticos británicos, los conocía bien y sabía de lo que eran capaces, y de lo que no. Por lo demás, como no me he cansado de repetir en estas notas, el conflicto de Abisinia, y muy especialmente el pacto Hoare-Laval, le habían demostrado que a Londres y a París les entraba en la cabeza solucionar conflictos haciendo cesiones injustas, dando la espalda incluso a los aliados cercanos y fieles. No se equivocó, porque la reacción a su discurso fue que franceses y británicos se pusieran a discutir un plan por el cual se le ofrecería a Berlín algo que, en puridad, Berlín no había pedido: partir Checoslovaquia y anexionar el área germanoparlante al Reich. En realidad, era Francia quien tenía que moverse. Era Francia, no Inglaterra, quien tenía un tratado defensivo con Checoslovaquia. Pero París estaba en esclerosis. Ya sé que los franceses gustan de tener de sí mismos la imagen de un pueblo que fue invadido por Alemania gracias a no se sabe qué mala suerte, porque siempre estuvo formado por una aplastante mayoría de bravos y valientes antinazis. La verdad es que, en 1938, la mayoría de los franceses no era antinazis (muchos de ellos tampoco lo fueron después) y de bravos y valientes no tenían nada. Especialmente sus políticos, los cuales preferían la inacción, siempre y cuando no les comprometiese. El silencio francés dejó espacio para que la persona que se creía, infatuadamente, el hombre que pasaría a la Historia con el sobrenombre de El Pacificador, dio un paso adelante.

Neville Chamberlain decidió solucionar directamente todo aquel embrollo entrevistándose con Hitler. Hitler y Chamberlain se entrevistaron tres veces: en Berchtesgaden, en Godesberg y en Munich. En la primera de estas entrevistas, que es la nos interesa ahora, Chamberlain cometió un error de principiante, que fue verse a solas con el Führer. Aquel 15 de septiembre, frente a frente sin otra presencia que el traductor de Hitler, el canciller alemán jugó a placer con el bienintencionado primer ministro. Primero lo llevó al punto de ebullición mostrándose decepcionado con la poca chicha de los ofrecimientos del inglés, para luego, como si le sacasen un favor, ofrecer detener a sus tropas de momento a cambio de que Gran Bretaña aceptase la autodeterminación de los sudetes. En realidad, como se ha sabido posteriormente, Hitler no ofreció nada; su operación de invasión de Checoslovaquia estaba planificada para el 1 de octubre, pero eso Chamberlain no lo sabía, así pues creyó que le arrancaba una prórroga inexistente. Chamberlain volvió el día 16 a Londres para consultar con sus grupos políticos y aliados la oferta. El día 19, en un ejercicio de cinismo planetario, los laboristas, repentinamente solidarizados con la causa checa, le instaron a mostrarse firme ante Hitler; como que podría haber hecho mejor si Reino Unido se hubiese rearmado adecuadamente durante los meses y años en los que esos mismos laboristas clamaban contra ello. La entente franco-británica forzó la máquina con Benes y éste, tras recibir el no de Stalin, cedió el 22 de septiembre. Con aquel sí debajo del brazo, Chamberlain volvió a Alemania, soñando con posar para la prensa junto a un sonriente Hitler, amigos para siempre means you'll always be my friend. Fue en ese momento, en ese preciso momento, en el que Hitler se quitó la careta. El Führer que recibió a Chamberlain en Godesberg estaba en los últimos estadios de su muy calculada estrategia de tensión, ésa que había denunciado Churchill hasta quedarse sin voz, sin éxito. Frente a la oferta de Chamberlain de una transferencia ordenada del territorio, Hitler, a pesar de tener lo que teóricamente quería, informó fríamente al inglés de que su intención era entrar con su ejército sí o sí. Chamberlain volvió a Londres con el único éxito de haber arrancado de Hitler una breve prórroga de la invasión hasta el 1 de octubre; prórroga que no era tal pues, como sabemos, ésa era la fecha indicada para la acción militar. El 28 de septiembre, la Cámara de los Comunes se reunió en un ambiente prebélico. En un país que había pasado del rearme como de comer mierda y que había creído siempre en su euroescepticismo de los cojones, de repente se instalaban cañones antiaéreos y se cavaban trincheras en los parques. Se decía en los mentideros que aquel día se iba a vivir una repetición del discurso de sir Edward Grey cuando, el 4 de agosto de 1914, dio un ultimátum a Alemania tras la invasión de Bélgica. Se decía que Downing Street estaba hasta los huevos y que no haría más concesiones. En el clímax de levantarse para hablar, Neville Chamberlain recibió un recado de un edecán. Lo leyó, y lo que leía pareció trastornarlo. Luego respiró profundamente y, con voz campanuda (los británicos ponen voz campanuda como nadie), anunció que Hitler había admitido una reunión de las cuatro grandes potencias para resolver el asunto. Un hombre, un solo hombre, expresó a las claras lo que pensaba de aquel anuncio que, inmediatamente, relajó la tensión de la sala. Ese hombre era Anthony Eden, quien abandonó la sala sin miramientos. Churchill, por su parte, permaneció sentado en su sitio, taciturno. Probablemente, fueron los únicos en toda la cámara que se preguntaron por qué alguien que lleva cinco año

haciendo promesas y no cumpliéndolas se va a levantar un día y, justo cuando tiene en su mano lo reivindicado, va a decidir volverse honrado. Gran Bretaña y Francia fueron a Munich encantados. Encantados de pensar que iban a conseguir una solución, la que fuese, que les evitase la guerra. Mussolini, la cuarta potencia de la mesa, no sólo aceptó estar, sino que consiguió arrogarse el papel de diseñador de la solución con presuntas concesiones de Hitler que se aprobaría en Munich. Esto nos garantiza que Hitler sabía lo que le iban a proponer mucho antes de que se lo propusieran. El 29 de septiembre por la mañana, los negociantes de Munich salieron de sus casas. A las dos y media de la madrugada del 30, ya habían firmado. A esa reunión estaban convocados los checos. Pero, para cuando llegaron a la sala, Hitler y Mussolini se habían marchado y sólo quedaban sus teóricos aliados, quienes les explicaron que acababan de firmar un papel que consolidaba la partición del país. El gobierno Benes capituló doce horas después. El acuerdo de Munich, el papel que se supone introducía cesiones por parte de Hitler a Godesberg, se basaba en dos cosas. En primer lugar, Berlín formaría una comisión para la fijación de las fronteras de Checoslovaquia, en la que los checos deberían estar presentes. La segunda concesión era que esa comisión tendría soberanía para decidir, si así lo consideraba, que zonas mayoritariamente sudetes no pasaran a ser alemanas. Hitler sabía bien lo que firmaba. Dos minutos después de haberlo hecho, se cagó y se meó en lo firmado; jamás un solo checo apareció por la dicha comisión. Lo jodido del asunto es que el Chamberlain que llegó el 30 de septiembre a Londres era un hombre exultante convencido de que había hecho Historia. Se trajo a Londres un papel, que supongo reposará en el Foreign Office, en el que Hitler había firmado que a partir de ese momento participaría en una política de consulta mutua en Europa. Al parecer, Hitler lo firmó sin siquiera haberlo leído. Para qué, si no lo iba a cumplir... Hitler eliminó en Munich todos los problemas que le podrían haber causado cuarenta divisiones checas; quizá por eso, cuando fue a por Francia, pudo ir con todo lo gordo. Y consiguió algo más jodido aún para los aliados; a partir de aquel día, a Moscú le quedó claro que las cancillerías occidentales no se iban a mojar el culo por los asuntos orientales, así pues buscó su propio buen rollito con Hitler. Para la Historia queda la vibrante declaración de Duff Cooper, el último miembro del gobierno Chamberlain que hasta el último momento presionó para que el acuerdo de Munich no se firmase. En los Comunes anunció su dimisión, y lo hizo con una confesión que no dejaba en muy buen lugar al resto de sus compañeros: “He renunciado al privilegio de servir como lugarteniente de un dirigente por el que sigo profesando la más profunda admiración y afecto. Puedo que haya arruinado mi carrera política. Pero eso importa poco; conservo algo que para mí es de gran valor, pues puedo seguir andando por el mundo con la cabeza bien alta”. Semanas después, Polonia y Hungría plantearon sus reivindicaciones territoriales sobre Checoslovaquia. La letra de Munich decía que deberían resolverse en otra conferencia de las cuatro potencias. Lejos de ello, Hitler, en la históricamente famosa Sentencia de Viena, las resolvió por su cuenta, termiando con ello de atomizar el país y hacerlo desaparecer. Seis meses más tarde, los alemanes ocuparon Praga. Aunque a los británicos hoy les cueste reconocerlo, Chamberlain fue un héroe. El tipo que les había traído la paz. Eso sí, la experiencia les dijo que lo mejor era rearmarse y, automáticamente, comenzaron a florecer las llamadas para que ello se hiciese, acompañadas de aspavientos sobre lo

mal que se habían hecho las cosas hasta entonces. ¿Llamadas por parte de quién? Pues de quién va a ser: de los laboristas, cómo no. Faltaba entonces ya medio año, o así, para que estallase la segunda guerra mundial. La historia de Hitler, Mussolini, Baldwin, Chamberlain, Daladier, Laval, Bonnet, Eden, Hoare, y algunos otros, es una hitoria que, a mi modo de ver, debería llevarnos a reflexionar sobre algunos puntos. Punto uno: con los matones no se negocia. A un matón, o se le meten dos porrazos para que se relaje, o se le deja hacer porque es más fuerte que uno. La ilusión de que un matón va a volverse Campanilla por mor de una negociación es propia de personas con una mentalidad estratégica apenas embrionaria. Punto dos: la diplomacia internacional siempre ha sido igual y siempre lo será. Así pues, siempre es más fuerte quien está solo que quien basa su fuerza en formar parte de una alianza; porque alianza es sólo una manera formal de decir jaula de grillos. Punto tres: el belicismo matonista genera guerras; pero el pacifismo modelo Mundo Cascada de Colores las genera aún peores. Lo tristísimo de las guerras más sangrientas es comprobar cuántas personas pudieron prevenirlas y no lo hicieron y, además, forzaron esa inacción con toda su buena voluntad. Punto cuatro: siempre que se acepten condiciones en una negociación ha de ser a cambio de contraprestaciones claras, exigibles y comprobables. Cuando un negociador todo lo que pone en aval de sus promesas es su pretendida buena voluntad, lo que hay que hacer es levantarse de la mesa e irse de copas. Si vis pacem...

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