Final Americana Iii (mexico).docx

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Van Young Insurrección popular en México, 1810-1821 Mientras México se encontraba suspendido al borde del fracaso debido a la guerra con Estados Unidos, Lucas Alaman, en su prosa típicamente olímpica, sostenía que en México no había mexicanos. Con ello quería decir que el fraccionamiento político endémico, la búsqueda del propio interés y del poder delos hombres públicos, la debilidad del Estado central y las instituciones y el acentuado localismo habían minado la unidad e identidad nacional. A pesar de su evidente hispanofilia y su idealización del pasado español, el gran estadista e historiador conservador reconoció que la independencia de España había sido prácticamente inevitable, resultado de la madurez de la colonia y la divergencia de intereses entre la Vieja y la Nueva España. Lo que habría llevado por mal camino a México fue la forma en que se logró esta independencia. Una breve cronología El estallido del movimiento independentista mexicano en el otoño de 1810 fue precedido por conspiraciones abortadas en la capital virreinal y en algunas ciudades de provincia desde por lo menos la década de 1790, y fue precipitado por la situación política en Europa. En la nueva España el nudo se cortó cuando en 1808 un grupo de poderosos españoles peninsulares depuso al ambicioso y corrupto virrey José de Iturrigaray, quien parecía inclinarse hacia la facción criolla y cierta forma de autonomía respecto del imperio español. La conspiración provincial de salón que habría de resultar en la independencia de la colonia once años más tarde se centró en el padre Miguel Hidalgo y Costilla. Preparado para diciembre de 1810, el plan para separar la colonia de España fue develado por las autoridades realistas. El movimiento rápidamente gano el apoyo masivo de la gente del campo, ocupando y saqueando importantes ciudades mexicanas. Para el verano siguiente, Hidalgo y la mayoría de sus lugartenientes habían sido capturados y ejecutados. Por casi lo siguiente cinco años, las banderas del liderazgo revolucionario fueron esgrimidas por el padre JoséMaría Morelos. A lo largo de este periodo, el gobierno rebelde, nacional y peripatético, emitió una declaración de independencia y una Constitución mexicana (1814) pero su autoridad nunca unifico efectivamente las decenas de bandas guerrilleras y satrapías militares locales que seguían resistiendo al régimen colonial. Morelos fue capturado y ejecutado por las tropas realistas a finales de 1815. En 1820, los oficiales liberales de un ejército español que estaba a punto de embarcarse hacia las colonias para suprimir la insurrección en las Américas se rebelaron. Aunque a corto plazo los militares fracasaron, el apoyo a su programa por parte de varias ciudades españolas desafectadas a Fernando lo obligo a restaurar la constitución de Cádiz. Escena de las secuelas de una batalla Retornemos brevemente al ejército del padre miguel Hidalgo en los últimos días de octubre de 1810. A pesar de haber vencido a una fuerza realista mucho menor pero bien entrenada en Las Cruces, el generalísimo insurgente rehusó atacar o aprovechar su ventaja estratégica. La composición racial de las fuerzas rebeldes refleja la participación popular en la insurrección mexicana. La constitución étnica de los insurrectos arrestados contradiga la visión tradicional según la cual la rebelión estaba compuesta principalmente por mestizos, por otro lado, el vislumbre que tenemos de elementos ideológicos apunta en una dirección diferente a la de fraguar una alianza entre clases y etnias con los criollos mexicanos para lograr la independencia. Un perfil social de los insurrectos El saber convencional sobre el proceso de la independencia mexicana insistiría en que marco la entrada explosiva del mestizo al escenario histórico del país, anticipando así la aparición de México como cuna de lo que un siglo más tarde el escritor José Vasconcelos habría de llamar la “raza cósmica”. Algunos de los lideres insurgentes más exitosos y visibles a nivel medio y bajo, denominados “cabecillas” por las autoridades realistas de la época, tenían mezcla de sangre europea, india y, o, africana. En el peldaño más elevado de la dirigencia rebelde había hombres de origen étnico mezclado. El papel de la gente de color en la insurrección popular ciertamente fue a menudo reconocido tanto por los observadores contemporáneos cuanto por los historiadores modernos, como cuando se refieren a “las huestes de Hidalgo”, “la turba” o “la muchedumbre” o incluso al emplear el moderno termino de “masas”. Una mirada más atenta al origen étnico real de los insurrectos revela que los indígenas componían el 55% de los capturados y juzgados como rebeldes entre más o menos 1810 y 1815; los españoles un 25% y las “castas” un 20%. Aunque aproximadas, estas estadísticas no concuerdan bien con la idea de que debajo de la dirigencia criolla independentista la mayoría de los participantes hayan sido significativamente mestizos. El análisis de una amplia muestra de rebeldes indica que eran más indios, mayores y menos casados de lo que cabría esperar. Aunque resulta arriesgado generalizar a ultranza a partir de estas estadísticas, lo que se insinúa es cierto grado de marginalidad social entre los insurgentes, cierta tendencia a fracasar en el establecimiento de un hogar a la edad socialmente apropiada, junto con una menor probabilidad de que dichos hombres hubieron heredado propiedades o se hubieran establecido en los peldaños inferiores de la jerarquía cívico-religiosa que marcaban los ciclos vitales de los varones adultos que Vivian en el campo, particularmente en los poblados indígenas donde se concentraba la mayoría de la población rural de México. Al combinar el origen étnico de los rebeldes con la distancia entre el lugar de su captura y su lugar de nacimiento o de residencia habitual pone de manifiesto una relación interesante. El significado amplio de esta tendencia a permanecer cerca del hogar y actuar dentro de los límites de un espacio político muy circunscrito es que pocos de los rebeldes populares pensaban en términos de una visión política más expansiva que abarcara al régimen colonial como totalidad, o tuvieran la idea de que la Nueva España pudiera eventualmente llegar a convertirse en entidad nacional. Formas de violencia rural Por supuesto que hubo una variedad de formas de violencia en este periodo, que abarco desde batallas campales en las que miles de hombres participaron del lado realista cuanto del insurgente, pasando por estallidos más localizados de violencia colectiva, hasta bandidaje con tintes políticos y criminalidad común. Hasta donde las evidencias nos permiten conocer sus motivos para adherir a la insurrección, la mayoría de las personas de origen humilde era arrastrada a la violencia por una previsible amplia gama de motivos inmediatos, que incluían la venganza, el amor, la amistad, la curiosidad, la codicia, pero rara vez por convicciones ideológicas identificables. El mesianismo y la figura del Deseado

Otra faceta del pensamiento político y del comportamiento popular que apunta hacia el hecho de que localismo, origen étnico y sensibilidad religiosa convergen en las ideas políticas de los campos mexicanos, es la dramática expectativa mesiánica que subyace a la ideología de la rebelión. El anhelo popular mesiánico no surgió solamente al estallar la revuelta de Miguel Hidalgo, claro está. Por lo menos dos pseudomesias indios aparecieron a principios del siglo XIX. La contribución cristiana a este sistema de creencias consistía en la conexión con la idea religioso-escatológica del milenio con un cierre o recurrencia en el tiempo, categoría conceptual demasiado conocida. Liderazgo Otro saber convencional sobre el movimiento independentista mexicano afirma que dependió de una alianza entre clases y razas que perseguía la meta de lograr la independencia de España y que tras los primeros años de insurrección quedaba en evidencia que el régimen colonial era inflexible en su resistencia a hacia cualquier tipo de proyecto semejante, incluso a aflojar sustancialmente los lazos que ataban a la metrópoli. Sin embargo, en el caso particular de la gente del campo rara vez encontramos comunidades enteras alzándose para seguir inequívocas declaraciones programáticas sin mostrar signos de parcialidades internas ni conflictos prolongados en la arenal local amalgamados con la más amplia lucha política y militar, o una praxis política de línea ideológica racionalizada.

Falcón El estado liberal ante las rebeliones populares. México, 1867-1876 Las insurrecciones armadas constituyen eventos extraordinarios en el acontecer humano. Las armas de quienes están carentes de poder e influencia, comprenden una gama de pequeños actos de resistencia cotidiana y simbólica, entre ellos, la falsa aceptación de jerarquías y orden moral, el incumplimiento de normas sociales y de trabajo, la lentitud en las labores asignadas, pequeños robos, provocaciones, desafíos y retos y, en una escala más agresiva, sabotajes, incendios, etc. Las insurrecciones campesinas e indígenas de los tiempos modernos también abren una ventana privilegiada para conocer la estructura del Estado nacional en lo tocante a sus valores y anhelos fundacionales, estrategias y políticas, así como su compleja relación con los sectores que constituyen las bases de la sociedad. La exclusión y violencia contra los grupos étnicos y otros sectores plebeyos constituye uno de los rasgos representativos de la forma como se fue construyendo el estado mexicano. Al igual que en otros países latinoamericanos las excepciones y omisiones marcaron ciertas instituciones, leyes y principios. Un ejemplo es la igualdad que al ponerse en práctica suscito profundas reservas entre los letrados y los grupos en el poder. El argumento más utilizado para limitar la participación de las mayorías populares en la vida publicar era que, dada su ignorancia y carencia de “intereses”, esta igualdad amenazaba la estabilidad del país. El uso de la fuerza institucional contra quienes eran vistos como trabas al anhelado progreso y modernidad fue entonces común. En el caso mexicano, esta tónica de violencia selectiva ha subsistido a lo largo de siglos y se ha acrecentado cuando están involucrados grupos subalternos que poseen o viven en territorios de valor estratégico. Una prueba dramática fue el trato otorgado por los gobiernos federales y locales a los grupos yaqui y mayo que hacia siglos ocupaban las prosperas riberas de los ríos del mismo nombre en Sonora. La política de negación del indio que domino el primer siglo de vida independiente no se ha reconocido como uno de los golpes de cincel que moldearon nuestra identidad, nuestra historia y nuestro presente. Las raíces que originan las rebeliones y revoluciones campesinas son causas complejas y de múltiples aristas. Si la furia, el enojo y la inseguridad en la subsistencia fueran suficientes para un estallido revolucionario se trataría de eventos sumamente comunes. Tutino explica las bases sociales de la insurrección y la lealtad comparando los cambios sociales en el campo y relacionándolos con la ausencia y/o presencia de insurrecciones. Señala cuatro variables estructurales: las condiciones materiales de vida de los campesinos, su grado de autonomía, seguridad para alcanzar la subsistencia y movilidad. El difícil panorama Dar forma a la republica liberal no era una empresa fácil. Además de invertir grandes recursos políticos y militares en “pacificar” el territorio de revueltas políticas y rebeliones sociales, los gobernantes tuvieron que reconstruir instituciones, reacomodar las diversas ramas de poder y crear o precisar leyes fundamentales que permitieran encauzar la administración. Lo relativo a la llamada “cuestión social” quedo entonces relegado. Se pensaba que el poder público no solo debería estar alejado de toda ley o acción que regulase los factores de producción y el libre juego del mercado, sino que cualquier intromisión dañaría una evolución social sana y armónica. Al adentrarse en la compleja realidad de la República restaurada resalta la enorme efervescencia social, surgida de las capas más profundas de la sociedad y que agitó muchos rincones del país. Rebelión notable, frontera norte Un conflicto bélico persistente, que venía desde hacía centurias fue el escenificados entre los grupos étnicos seminomadas contra los habitantes y autoridades tanto del norte mexicano como de lo que hoy es la franja sur estadounidense. Con el nombre genérico de apaches se denominaba a un conjunto de grupos errantes que se desplazaban sobre amplios territorios del oeste. Ante la brutal confrontación con la dominación española, los errantes se convirtieron en expertos guerrilleros y jinetes, manejaban tanto el arco y la flecha como las armas de fuego. Tal y como sucedía desde hacía siglos, durante la República restaurada se siguió escenificando esta confrontación irreductible entre naciones: la antigua, errante y la moderna, mexicana. Se trataba de dos visiones incompatibles del mundo y de la apropiación del territorio. Para un Estado moderno, resultaba imprescindible fijar una frontera. Por eso era imprescindible eliminar a estos reductos semierrantes. Durante esos años de liberalismo triunfante, de 1867-1876, los grupos errantes agudizaron su carácter guerrillero. Para defender su uso itinerante sobre estos territorios antiguamente suyos, asaltaban haciendas y pueblos para llevarse caballada y botín en violenta huida hacia el norte. Continuidades en los valores y la ideología El hecho de que durante la Republica de Juárez y de Lerdo de Tejada hubiese habido tantos y tan persistentes focos de rebelión popular abierta no trajo como consecuencia una revaloración del lugar que ocupaban los indígenas y las comunidades dentro del proyecto de nación que se quería construir. Por el contrario, los liberales triunfantes agudizaron la intransigencia hacia estos actores colectivos. Las elites dirigentes del Estado mexicano nunca pusieron en duda la prominencia de la civilización occidental por encima de la mesoamericana en donde se ubicaba la mayoría de la población.Había que “civilizar” al indio “dulcificando sus costumbres” dándole educación, español y, sobre todo, una manera de ver el mundo menos dispar con los conceptos y valores del “progreso” y “modernidad”. Para algunos ni siquiera era posible lograr este tránsito. Debatieron si realmente eran o no redimibles, ya que tampoco era claramente deseable, pues cuando recibían educación se volvían arrogantes y exigían demandas insensatas como el regreso de sus tierras.

Mantos legitimadores de la represión Dos coyunturas forzaban a pensadores y gobernantes a considerar que el indígena no era susceptible de alcanzar un grado de civilización: cuando tomaban las armas y cuando conservaban carácter errante y alejado del reconocimiento a la soberanía del Estado mexicano. Contra rebeldes y errantes el México independiente siempre reacciono con abierta represión militar, amparada en su supuesta carencia de “civilización”. Otra constante que marco la caracterización que las elites políticas e intelectuales hicieron de las revueltas populares durante la República restaurada fue adjudicarles el epíteto de “guerras de castas” destinado a recordar el horror causado por esa brutal lucha entre mayas y ladinos. En las ocho insurrecciones mayores los gobernantes y hombres de ideas enarbolaron una disyuntiva terminal: “civilización o barbarie”. Estrategia de dominio Una respuesta clave de la elite política a los retos que implicaron estas rebeliones de los subalternos consistió en solidificar y hacer más operativa su unión con los principales afectados: los acaudalados de la región. A pesar de que por su carácter reservado es difícil conocer esta relación entre las clases propietarias y los encargados del gobierno y el orden público, constituyo una pieza clave en la contención de las grandes insurrecciones de la época. Represión La respuesta del gobierno de Juárez y de Lerdo a todos los grandes levantamientos armados populares fue, básicamente, de orden militar. Se trataba de un patrón centenario que continuaría al largo del porfiriato. De 1867-1876 el sojuzgamiento castrense de los rebeldes populares fue severo y desemboco en matanzas tan tristemente memorables como las que ocurrirían en el ocaso porfirista. La apacheria No sería, sino hasta la rendición del grupo chiricahua comandado por Jerónimo en los años ochenta, que se apagaría la lucha contra los seminomadas en la franja norte del país. Los particulares, en unión con funcionarios locales y caudillos, fueron pieza clave para controlar las “correrías apaches”.

Conclusiones Desde la óptica de los hallazgos que aquí se presentan, lo primero que sorprende al acercarse a la Republica del liberalismo triunfante es la profundidad del descontento, efervescencia y violencia de campesinos e indígenas, así como la respuesta sistemáticamente represiva por parte del Estado nacional. Uno de los principales hilos conductores es la propiedad y posesión de la tierra y el agua. En la republica de Juárez y la de Lerdo se intentó poner en prácticalas leyes de desamortización y deslinde, se atacaron las formas corporativas de organización social y de pensamiento que para muchos constituían el obstáculo central para el desarrollo del país. Debe notarse que, aun cuando en todas las sociedades agrarias existe una disputa por la posesión y el usufructo de los escasos recursos naturales, no fue esta la matriz única, y en ocasiones ni siquiera la principal, de estas rebeliones. En especial fueron importantes los intentos de estos actores colectivos por preservar o aumentar sus cuotas de independencia política, económica y religiosa. Knight Caudillos y campesinos en el México revolucionario La revolución de 1910-1917 marca una evidente caesura, un periodo de regresión económica y de caos político. Sin embargo, viendo esto en un contexto de largo plazo, puede considerarse más bien una pausa, un periodo de disolución y reorganización. Dos características claves del régimen porfiriano que originaron la Revolución de 1910: el modelo de desarrollo económico, en especial como afecto al sector agrícola; y la nueva forma de centralización política que intento la dictadura de Porfirio Díaz. Bajo el gobierno de Díaz los incentivos y las oportunidades para dividir las tierras comunales aumentaron en gran medida. Los ferrocarriles les permitieron a los productores terminar con las limitaciones de los mercados locales, y responder a la demanda regional, nacional, y hasta mundial. Las cosechas comerciales tendieron a reemplazar las antiguas de productos básicos. El valor de la tierra se elevó. En toda la década de 1900 los salarios reales en la agricultura y en la industria disminuyeron precipitadamente. El movimiento popular de la revolución mexicana fue un fenómeno esencialmente rural. El proletariado industrial no solo no pudo ocupar la vanguardia revolucionaria, sino que apenas participo en la retaguardia. Los obreros industriales siguieron las tácticas clásicas “economicistas”: sindicalizándose y haciendo huelgas para obtener beneficios industriales limitados. Los artesanos de las ciudades desempeñaron un papel más importante en la revolución. Individualmente ofrecieron una buena cantidad de jefes revolucionarios; colectivamente ofrecieron los contingentes para los batallones rojos. El populacho de las ciudades no pudo generar un movimiento político persistente, con una finalidad. Ocasionalmente pudo derribar a las autoridades impopulares, pudo expulsar a los chinos de la ciudad. Pero su violencia a menudo fue más expresiva que instrumental. El peso de la Revolución cayó sobre los hombros de los grupos rurales, el campesino medio y el periférico. El primero corresponde toscamente al “campesino medio propietario de tierras”. Su rebelión tenía un claro motivo agrario: su meta era recuperar las tierras que habían pasado, o estaban pasando, de manos de los campesinos a las de los grandes terratenientes. Este conflicto fundamental puede generar movimientos revolucionarios de varias escalas e intensidades, desde rebeliones prolongadas, hasta rebeliones campesinas aisladas, efímeras. A menudo se ha afirmado que el estado de Morelos era un caso único, y que el zapatismo era el único movimiento agrario genuino de la Revolución. Pero esto no fue así. En Sonora, por ejemplo, los yaquis hicieron una importante contribución a la Revolución, sirviendo como reclutas en los ejércitos maderista y constitucionalista. La importancia de la rebelión agraria en la meseta central de México se ha reconocido generalmente. Aparte de Morelos, hubo movimientos vigorosos en Puebla y Tlaxcala. El proceso de despojo de las tierras que se encontraba detrás de estos movimientos era de dos tipos. En algunos casos las haciendas expansionistas se encontraban en conflicto con las aldeas libres. Allí, los “aldeanos en última instancia hicieron la revolución social en defensa propia”. Pero también hubo casos importantes en los que el proceso de diferenciación económica dividió a las comunidades, incitando a la lucha a los aldeanos contra los caciques. Si la pérdida de tierras de las aldeas era el factor común en muchos casos, las revueltas consecuentes siguieron distintos caminos. Donde las quejas agrarias eran graves y abundantes, era probable que estallara un movimiento revolucionario prolongado y con una amplia base. La supervivencia de las aldeas libres era una necesidad estratégica para un movimiento agrario con éxito. Hasta donde la represión parecía haber resuelto el problema, los movimientos agrarios podían reactivarse cuando el ambiente político se mostraba más apropiado. La lucha por la tierra y por el agua se unió al conflicto más general por el poder político local. La interdependencia de estos dos problemas es obvia: el jefe político era el brazo del poder ejecutivo que tenía facultades para aplicar la política porfiriana. No todos los funcionarios locales eran tiranos; pero si el jefe político deseaba conservar su empleo, debía mantener tranquilo su distrito. Los movimientos agrarios, como el de Zapata, empezaron con demandas de cambios políticos locales, como un

requisito necesario para la restitución de las tierras. El lema de Madero “Sufragio efectivo, no reelección” toco una cuerda sensible de la mente de los campesinos y de los proletarios. La demanda popular de autogobierno era muy común, pero la intensidad del conflicto agrario variaba notablemente en todo el país: en algunas zonas ambos se presentaban juntos. Sin embargo, en otras partes las haciendas podían ser débiles o no existir. Los “movimientos serranos” se originaban en regiones montañosas y remotas, y representaban la represalia popular de las comunidades autónomas que reaccionaban contra las intromisiones del gobierno central. La clave de los movimientos serranos se encontraba en la política de Díaz de procurar la centralización política. Las objeciones populares a la centralización porfiriana eran diferentes. Los aldeanos deseaban verse libres del agobio del gobierno; les disgustaba el jefe político, el cobrador de impuestos, el juez, el ejército y la policía. En el contexto de la Revolución estos rebeldes pudieron unirse al liberalismo maderista y estar de acuerdo con su promesa de elecciones libres y “no reelección”; pero posteriormente sus caminos se apartaron. Los rebeldes serranos estaban a favor de las elecciones locales en beneficio de la autonomía y local, y de tener menos gobierno y no mas gobierno. No buscaban una nueva democracia liberal, eficaz, sino un retorno a los antiguos buenos tiempos y a un restablecimiento de la “utopía campesina”. Los liberales patriotas no tolerarían la creación o la supervivencia de las republiquetas de indios dentro del Estado, como tampoco las habían permitido sus predecesores porfirianos. En el nivel individual hay abundantes ejemplos de hombres que se vieron impulsados a la rebelión para oponerse al poder ejecutivo porfiriano opresor. El occidente de Chihuahua se ha presentado como el ejemplo clásico de la rebelión serrana (Villa, Orozco), igual que el estado de Morelos puede servir como modelo de la rebelión agraria. Estos movimientos compartieron ciertas características obvias. Su lejanía les dio una ventaja inmediata para hacer la guerra de guerrillas. Pero los movimientos serranos tenían los defectos de sus virtudes. Su carácter era tal que las divisiones geográficas verticales tenían prioridad sobre las divisiones de clase horizontales. Pero la fragmentación económica, geográfica y étnica del México porfiriano significaba que las divisiones verticales eran aun fuertes y muy marcadas. Si bien en varios casos la recuperación de las tierras de la aldea era un objetivo importante, este estaba inmerso en el problema esencial de liberar a la comunidad de las autoridades políticas impuestas. En forma más general, el logro de la autonomía política local era un fin en sí mismo, sin importancia agraria. En el norte la rebelión en Chihuahua broto de su capullo serrano: en 1912 de hecho revivió, como el movimiento orozquista, y amenazo con llegar hasta la ciudad de México; en 1914, la revuelta revivió y aumento convirtiéndose en villismo, y cumplió dicha amenaza. El orozquismo y el villismo tuvieron una importante base campesina, pero no fueron movimientos agrarios comprometidos. Orozco y Villa carecían del principio guiador del agrarismo zapatista. El agrarismo zapatista, aunque derrotado en el campo de batalla, dejo su huella en Morelos, y, en forma más general, en México; el movimiento serrano en el norte dejo poco detrás de sí, excepto el mito deslumbrador de Pancho Villa. Los movimientos serranos en otras partes del país revelaron no solo causas y circunstancias similares, sino también tuvieron una configuración social y una orientación política similares. Debido a que sus metas eran locales y políticas, fácilmente se veían infiltrados por los intereses extraños. La otra característica clave de los movimientos serranos, que se relaciona con su composición interna, es que no pertenecían a clases definidas. La gran mayoría de los que participaron en la Revolución estaban motivados por intereses locales, que a menudo se comprendían mejor, según parece, por el uso despectivo de los calificativos faccionales o ideológicos. De diferentes maneras todos obtenían fuerza de la antipatía local contra las órdenes arbitrarias centrales. Estos jefes y movimientos pueden incluirse en el “movimiento popular”, que convirtió a la revolución mexicana en un fenómeno de masas único, que no se basaba en las clases. El movimiento popular que fortaleció a la revolución mexicana, por consiguiente, provenía, a menudo en forma inarticulada, de una oposición colectiva al modelo de desarrollo político y económico que había prevalecido bajo el gobierno de Díaz. En sus dos principales encarnaciones, la del movimiento agrario clásico y la rebelión serrana autonomista, fue esencialmente rural, y básicamente campesino. El análisis general de este periodo se comprende mejor haciendo una división cuádruple: a) el viejo régimen (Díaz, Huerta) b) Los civiles liberales (Madero) c) el movimiento popular (Villa, Zapata) d) la síntesis nacional (Carranza, Obregón, Calles) La definición de caudillaje que dieron Wolf y Hansen no parece haber producido muchas discusiones. Según estos autores, el caudillaje implica la busca y la conquista violenta del poder y la riqueza que establece el binomio protector-protegido en una sociedad que carece de canales institucionales para esta competencia. El caudillaje “clásico” que llena todos los requisitos de la definición, fue obvio en le México independiente hasta la década de 1870. El caudillaje “modernizado” del porfiriato se caracterizó por una relación de poder más estable, institucionalizada, que se basaba en el paternalismo y que se nutría en la nueva riqueza generada por el desarrollo económico. Es evidente que el caudillaje fue importante en la historia de México en las dos generaciones siguientes a la independencia; es evidente que el porfiriato tuvo fundamentos distintos y más estables políticamente; es obvio que la Revolución de 1910 a 1920 presencio el retorno de algunas circunstancias del periodo 1854-1876: una violencia política no menos endémica y un fortalecimiento de los campesinos. Pero si nos atenemos a la historia, tengo ciertas dudas acerca del uso del caudillaje como modelo o “instrumento heurístico” para su análisis. Esto se debe a que el caudillaje se usa para abarcar formas de movilización y de autoridad políticas, que abarcan un amplio campo de la historia mexicana, que más adecuadamente deberían separarse y distinguirse, no colocarse juntas. Una investigación de la naturaleza de las relaciones entre la autoridad y el poder dentro de la Revolución puede ofrecer conocimientos útiles para el análisis general de esta materia, en términos marxistas: Madero dirigió y represento a un movimiento burgués que reunió a las clases bajas. Sin embargo, hay un amplio acuerdo en que Carranza heredo la jefatura de la revolución burguesa, las demandas populares radicalizaron este movimiento burgués y le correspondió a la “pequeña burguesía”, el ala “jacobina” incorporar estas demandas. La revolución popular, a pesar de todos sus esfuerzos heroicos, termino en el bando de los perdedores. Cualquier interpretación de la revolución expresada en términos estrictamente marxistas es difícil de sostener. Si bien el conflicto social que dependía de la distribución de los recursos económicos fue importante para la revolución, este no se analiza mejor en términos marxistas, en especial al intentar comprender las importantes coaliciones revolucionarias. Esto puede apreciarse mejor a través de un análisis de la última fase de la revolución armada, la “guerra de los vencedores”, entre el carrancismo y el villismo, la fase que probablemente les ha causado los peores quebraderos de cabeza a los posibles analistas del proceso revolucionario. Vistas en su totalidad, la coalición villista y carrancista de 1914-15 son más notables por sus similitudes que por sus diferencias. Había una considerable heterogeneidad social dentro de las dos coaliciones revolucionarias, y, vistas nacionalmente, revelaban una cierta igualdad: no podían fácilmente distinguirse de acuerdo con un criterio de clases sociales. Pero esto no significa que el villismo y el carrancismo fueran idénticos, que el conflicto entre estos solo fuera una lucha por el poder, sin principios. La realidad es que las diferencias entre el villismo y el carrancismo se relacionaban menos con las clases sociales que con los puntos de vista opuestos, con las culturas políticas y con los objetivos y los medios diferentes para lograrlos. El villismo, igual que el orozquismo, se derivó esencialmente del movimiento popular de Chihuahua y Durango, predominantemente revolucionarios. Aunque el orozquismo y el villismo eran enemigos mortales, tenían antecedentes semejantes. El villismo puede considerarse descendiente directo de la rebelión serrana inicial. Hay una diferencia esencial entre el movimiento popular, que describimos al inicio de este capítulo, y la “síntesis nacional”, con la que termina. Morelos, Cuencame, Canutillo, Palomas, eran comunidades rurales, y no igualitarias ni utópicas, sino relativamente autónomas, dotadas de cierta “tierra y libertad”.

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