Ferry-moral_kantiana_e_idea_republicana.docx

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APRENDER A VIVIR FILOSOFÍA PARA MENTES JÓVENES Luc Ferry

La moral kantiana y los fundamentos de la idea republicana:«buena voluntad», la acción desinteresada y la universalidad de los valores En efecto, serán Kant y los republicanos franceses (que defienden posturas muy próximas) los que expondrán de forma sistemática las dos consecuencias morales más importantes para la libertad de esta nueva definición rousseauniana del hombre: la idea de que la virtud ética reside en la acción, a la vez desinteresada y orientada, no al interés particular y egoísta, sino al bien común y a lo «universal» —dicho en un lenguaje más sencillo, orientada no sólo hacia aquello que me beneficia a mí, sino también a todos los demás—. Estos dos principios, el desinterés y la universalidad, son los dos pilares de la moral que Kant va a exponer en su famosa Crítica de la razón práctica (1788). Han sido (y son todavía hoy) tan bien recibidos universalmente —en especial a través de las ideas sobre los derechos del hombre a cuya fundamentación han contribuido poderosamente— que prácticamente han llegado a definir lo que podría calificarse sin más como la moral moderna. Empecemos por la idea del desinterés y veamos cómo podemos deducirla directamente de la nueva concepción del hombre elaborada por Rousseau. La acción verdaderamente moral, la acción realmente «humana» (y resulta significativo que ambos términos tiendan a coincidir) será en primer lugar y ante todo la acción desinteresada, es decir, la que da fe de eso que es propio del hombre: la libertad, entendida como la facultad de desembarazarse de la lógica de las inclinaciones naturales, porque hay que reconocer que estas últimas nos empujan hacia el egoísmo. La capacidad de resistirnos a las tentaciones a las que nos expone es exactamente aquello a lo que Kant denominaba la «buena voluntad», en la que veía el nuevo principio de toda moralidad auténtica. Es cierto que mi naturaleza (en la medida en que también soy un animal) tiende a la exclusiva satisfacción de mis intereses personales, pero yo (ésta es al menos la hipótesis principal de la moral moderna) tengo la posibilidad de desembarazarme de sus mandatos y de actuar de manera desinteresada, altruista (es decir, volcándome en los demás y no pensando sólo en mí). Ahora comprenderás perfectamente que esta idea no tiene ningún sentido si eliminamos la hipótesis de la libertad: hay que suponer que somos capaces de escapar a nuestra programación «natural» para

poder admitir que seamos capaces de ahorrarnos a «nuestro querido yo», como diría Freud. Lo más sorprendente de esta nueva perspectiva moral, antinaturalista y antiaristocrática (porque, al contrario de lo que ocurre con los talentos naturales, esta capacidad de ejercer la libertad se nos supone a cualquiera de nosotros), es que el valor ético del desinterés se nos hace tan evidente que ni siquiera nos tomamos la molestia de reflexionar sobre él. Si yo descubro, por ejemplo, que a una persona que se muestra benevolente y generosa conmigo lo que le mueve es la esperanza de obtener disimuladamente cualquier tipo de ventaja (por ejemplo, quiere heredarme), va de suyo que el valor moral atribuido por definición a sus gestos se desvanece de golpe. De forma similar, no atribuyo ningún valor moral a un conductor de taxi que acepta llevarme, porque sé que lo normal es que lo haga movido por el interés. En cambio, no puedo dejar de agradecer, como si hubiera actuado de forma muy humana, a quien aparentemente sin ningún tipo de interés particular en juego, tiene la amabilidad de llevarme en autoestop un día de huelga. Estos ejemplos, y todos los que puedas imaginar desde una perspectiva análoga, apuntan hacia la misma idea: desde la perspectiva del humanismo naciente, virtud y acción desinteresada son inseparables. Ahora bien, esta vinculación sólo tiene sentido partiendo de la definición rousseauniana del hombre. Es imprescindible poder actuar libremente, sin estar programado por ningún tipo de código natural o histórico, para acceder a la esfera del desinterés y la generosidad voluntaria. La segunda deducción ética fundamental que cabe extraer del pensamiento rousseauniano está directamente vinculada a la primera: hablamos de la importancia que se da al bien común, a la universalidad de las acciones morales entendidas como la superación de los intereses particulares. El bien ya no está ligado a mis intereses privados, a los de mi familia o a los de mi tribu. Siempre en el bien entendido de que no hay por qué excluirlos, sino que se trata, al menos en principio, de tener en cuenta también el interés de los demás, en el caso más extremo de la humanidad entera como, por otro lado, exigirá la Declaración de los Derechos del Hombre. Una vez más, el vínculo con la idea de libertad está claro: la naturaleza es, por definición, particularista; yo soy hombre o mujer (lo que ya es una particularidad), tengo un cuerpo determinado, con sus gustos, sus pasiones, sus deseos» que no son necesariamente altruistas. Si siempre hago caso a mi naturaleza animal, posiblemente pase algún tiempo antes de que me digne tan siquiera a tener en cuenta el bien común y el interés general (a menos, evidentemente, que se solapen con mis intereses

Luc Ferry. Moral kantiana e idea republicana 2 particulares, por ejemplo, con mi comodidad personal). Pero siendo libre, teniendo la facultad de desligarme de las exigencias de mi naturaleza, de ofrecerles resistencia, por mínima que sea, en ese mismo acto de desvinculación, debido a que soy capaz de distanciarme de mí mismo, puedo aproximarme a los otros para establecer una comunicación con ellos y, por qué no, tomar en consideración sus propias exigencias. Estarás de acuerdo en que ésta es la condición mínima necesaria para establecer una convivencia respetuosa y pacífica. Libertad, virtud de la acción desinteresada (buena voluntad)/preocupación por el interés general: he aquí las tres grandes palabras que definen la moral moderna basada en el deber, exactamente en el deber, porque nos dice que hemos de ofrecer resistencia, librar un combate contra la animalidad o la naturalidad que hay en nosotros. Este es el fundamento por el que la definición moderna de moralidad debe expresarse, en opinión de Kant, en forma de mandamientos indiscutibles o, por decirlo en sus propias palabras, de «imperativos categóricos». Si damos por sentado que ya no se trata de imitar la naturaleza, de recurrir a ella como modelo, sino de combatirla y, en especial, de luchar contra el egoísmo natural que hay en nosotros, es evidente que hacer el bien, fomentar el interés general, no es algo que vaya de suyo, sino que es preciso vencer resistencias. De ahí su carácter imperativo. Si fuéramos buenos espontáneamente, si estuviéramos naturalmente inclinados a hacer el bien, no haría falta recurrir a mandatos imperativos. Pero, como sin duda habrás percibido, esto está lejos de ser el caso. Por tanto, la mayor parte del tiempo no tenemos dificultad alguna para saber qué habría que hacer a fin de actuar correctamente, pero nos permitimos excepciones, simplemente porque nos preferimos a los demás. He aquí por qué el imperativo categórico nos invita a hacer, como se dice a los niños, un «esfuerzo sobre nosotros mismos» e intentar progresar en la tarea de perfeccionarnos. De este modo, los dos pilares de la ética moderna —la intención desinteresada y la universalidad del fin elegido— se solapan en la definición de hombre como «perfectibilidad». En ella encontramos su fuerza última: porque libertad significa, ante todo, la capacidad de actuar contra la determinación de los intereses «naturales», es decir, particulares. Adoptando distancias ante lo particular, uno se eleva hacia lo universal, el lugar donde se tiene en cuenta a los demás. De aquí también el hecho de que esta ética repose enteramente sobre la idea del mérito: a todos nos

sabe mal cumplir con nuestro deber, seguir los mandatos de la moralidad, aunque reconozcamos que parten de un buen fundamento. Actuar bien tiene por ello su mérito, como lo tiene preferir el interés general al particular, el bien común al egoísmo. Por eso la ética moderna es, fundamentalmente, una ética meritocrática de inspiración democrática. Se opone casi punto por punto a las concepciones aristocráticas de la virtud. La razón es muy simple y ya hemos hablado de algo similar al referirnos al nacimiento de la moral cristiana, en la que el republicanismo se inspira profundamente. Aunque reine la desigualdad en el ámbito de los talentos innatos —la fuerza, la inteligencia, la belleza y muchos otros dones naturales están desigualmente repartidos entre los hombres—, según la idea de mérito, todos debemos tender a ser iguales. Porque aquí no se trata, como diría Kant, de «buena voluntad», sino que la igualdad es lo propio de todo hombre, sea fuerte o no, bello o no, etcétera. Para captar bien toda la novedad de la ética moderna debes tener muy presente el grado exacto de la revolución que supone la idea de meritocracia respecto a las definiciones antiguas, aristocráticas, de la virtud.

(Tomado de: FERRY, Luc. Aprender a vivir. Filosofía para mentes jóvenes. Bogotá, Taurus: 2007. pp. 152156.)

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