Extasis

  • June 2020
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  • Pages: 5
EXTASIS: Me embriaga el estilo de suspenso religioso que acostumbra el autor Dan Brown. Por lo tanto Olguita, mi querida esposa me convenció fácilmente que leyera “Angeles y Demonios” antes de ver la película. Debo confesar que la novela me mantuvo interesado. Un día, cuando ella volvía del trabajo, agité el libro para que notara que ya había terminado de leerlo y estaba listo para discutirlo. Me hizo señas para apaciguarme y me comentó, “Tengo 2 semanas de vacaciones y he reservado vuelos a Roma. El tecolote de Alitalia sale el viernes durante el crepúsculo y llegaremos a Roma al mediodía del sábado. Tú dices. ¿Estas listo para hacer labor de investigación en la biblioteca del Vaticano o tengo que buscarme otro compañero?” Me ofrecí de voluntario inmediatamente, y me fui a la red a buscar albergue con cama y desayuno de fácil acceso a alguna estación del metro. El sábado siguiente al mediodía arribamos al aeropuerto de Fumichino, cansados, deshidratados, y somnolientos. El alojamiento seleccionado nos pareció de película, y pasamos unos minutos con Lucia, nuestra anfitriona, quien aprovechó para familiarizarnos con el horario del desayuno. Nos mostró nuestra recamara con ventana a la calle. El sol del atardecer entraba sesgado por la ventana. Lucia nos mostró cómo manejar las persianas y como operar el control de la TV. Después que se marchó, procedimos a la ducha, probamos la cama, y nos vestimos para salir a ver el área próxima a nuestro alojamiento. Nuestro objetivo era irnos a la cama temprano. A la salida Lucia nos proporcionó un mapa y nos indicó donde estaba la estación del metro. Nos recomendó algunos restaurantes en el área, y nos lanzo a la calle. Caminamos a la estación del metro, nos hicimos de un mapa, y estudiamos tarifas y horarios. Encontramos los restaurantes sugeridos por Lucia, que no abrían hasta más tarde, y deambulamos hacia el Tiber a ver embarcaciones turísticas que transitaban lentamente. Cuando llegamos al restaurante ya había gente esperando a que les asignaran mesa. Había familias con niños, y turistas de varios países. Saboreamos el vino de la casa, nos sirvieron pan caliente, y platillos de pasta con ‘insalata como secondo piato, y gelato para el postre’. Decidimos que tendríamos que volver al restaurante durante el resto de nuestra estancia. Nuestro alojamiento no incluía el desayuno del domingo - Lucia aparentemente se reservaba un día de descanso - igual que Dios - así que, temprano el domingo, procedimos a buscar el primer destino mencionado en la novela. Nos dirigimos hacia la plaza de Santa María del Pópulo. Al salir de la estación del metro nos encontramos un café con sillas en la acera y saboreamos capuchinos, croissants y otros panecillos sabrosísimos. Después nos lanzamos a la inspección del primer objetivo. Analizamos con detenimiento cada estatua de Bernini con ojos de conocedores de arte. Al mediodía examinamos la Capilla Sistina y a la salida encontramos un restaurante donde la comida y el vino estaban para recomendarlos en guías de turistas, pero los camareros andaban con una pachorra! Sabían que el restaurante incluía su propina automáticamente en la cuenta, así que no se daban prisa para ganársela. ‘Al lugar que fueres, haz lo que vieres’ dice el refrán, así que esperamos pacientemente a que se les antojara traer los platillos seleccionados, y pagamos nuestra cuenta a regañadientes. Por la tarde visitamos la iglesia de Santa María de la Vittoria, en donde buscamos la escultura de Bernini “el Éxtasis de Santo Teresa”. Según la novela la escultura fué rechazada por el Papa argumentando que insinuaba una actividad sexosa. Así que, a petición de Bernini, fue exiliada a la iglesia de Santa Maria de la Vittoria. Esperábamos encontrar una escultura controvertida por el aspecto sexual. Sin

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embargo, encontramos una escultura delicada de una monja recostada con un ángel de la guarda sosteniendo una flecha en la mano. Notamos una serie de notas escritas en varios idiomas que asumimos serian oraciones. Eran la traducción de una nota escrita por Santa Teresa. Leímos el texto: “Vi en su mano una lanza de oro y la punta de hierro parecía engendrar fuego. Él Ángel la insertó en mi corazón y sentí que me perforaba las entrañas. El dolor era tan grande que me hizo jadear, pero al mismo tiempo era tan dulce e inesperado que no deseaba que me privaran de él”. Esto me hizo sentido. No era la escultura sino el comentario que Dan Brown había considerado `seriamente sexoso’. Exploramos el resto de los locales mencionadas en la novela sin desviarnos excepto para comidas, un paseo en barco en el Tiber, y visitas breves a las ruinas en Tivoli. Un día, durante la cena, el amor de mis amores me consulta, “¿No te pareció mas interesante esta pesquisa que simplemente discutir el libro?” Consentí sonriendo y le sugerí, “Me gustaría ir a Ávila e investigar sobre Teresa y cómo percibió su éxtasis”. Mi amorcito accedió y procedimos a cambiar nuestros planes para viajar a Ávila e indagar sobre la monja. En el aeropuerto de Madrid alquilamos un auto microscópico, embutimos nuestro equipaje, y nos dirigimos hacia la ciudad amurallada de Ávila. La ciudad se veía justamente como la recordábamos. Las enormes murallas impactan el paisaje de la región. Encontramos una caseta de información y seleccionamos uno de los albergues. La encargada llamó para reservarnos una habitación, nos extrajo algunos Euros para garantizar la reservación y nos dio indicaciones para encontrar el albergue. Encontramos una anfitriona amistosa que interrumpió sus labores para darnos santo y seña sobre la ciudad. Indagamos acerca del convento de monjas Carmelitas en las afueras y mirando al cielo exclamó: “Dios Mío, envía más de estos demonios que vienen a buscar los ángeles que viven en esta ciudad”. Aparentemente no éramos los primeros interesados en Teresa. Lola comentó que tenía 2 tipos de huéspedes, religiosos e investigadores, mismos que habían surgido desde la publicación de la novela de Dan Brown. Puesto que nosotros caíamos en el segundo grupo, nos proporcionó instrucciones para investigadores. A la mañana siguiente, después del desayuno, nos dirigimos hacia el convento inmediato al exterior de la muralla. Las monjas, siguiendo el ejemplo de Lola, habían automatizado la logística para procesar a los turistas. Encontramos una cesta convenientemente ubicada que indicaba que se agradecería una contribución de 10 euros por cráneo. Depositamos nuestra contribución según lo indicado tomamos un mapa del convento que mostraba las áreas abiertas al público, y la celda, donde residía Teresa mientras era la Madre Superiora del convento. Visitamos las áreas permitidas al público, la cocina, el comedor, pasillos, y el jardín donde cultivaban un huerto las monjas descalzas. Miramos, a hurtadillas, salones de clases, y después nos dirigimos hacia la celda de Teresa. En el camino se nos acercó un muchacho de 10 u 11 años vestido con pantalones de color caqui y camisa blanca adornada con un botón metálico que lo identificaba como `Alberto - guía de turistas'. Cuando intentamos rechazar sus servicios, replicó que nuestra visita sería muchísimo mas satisfactoria si pagábamos el honorario que él merecía. Preguntamos porqué no estaba en la escuela, y contestó que la escuela no comenzaría sino hasta la semana siguiente. Esta semana los profes estaban aprendiendo a enseñar. Nos gusto la actitud de Alberto y encontramos su charla muy amena, así que lo contratamos. Asumió el control de la investigación inmediatamente y señalando artículos que podríamos identificar fácilmente, nos los describía con todo lujo de detalle. Mi compañera de viaje lo interrumpía frecuentemente y él se veía forzado a reiniciar esa porción de su conferencia nuevamente desde el principio. Cuando llegamos a la

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celda de Teresita no había más visitantes y Alberto procedió a identificar los muebles en un cuarto pequeñísimo: catre de madera cubierto con una colchoneta delgadita, un oratorio inmediatamente bajo un crucifijo vacío, y una mesa con su silla. Tenía una ventana minúscula con puertas de madera y nada más. Olga preguntó decepcionada. ¿No había closet ni armario? ¿Dónde colgaba sus hábitos? ¿No había espejo? ¿Ni cuarto de baño? Alberto apuntó que la mayoría de las celdas actualmente cuentan con sanitarios, pero en tiempos de Teresa solo tenían un lavamanos colocado sobre una mesita, una jarra del agua y una bacinica. Señaló debajo de la cama donde la bacinica se asomaba cohibida. Me senté a la mesa que era realmente un escritorio. Tenía un cajón, y cuando Alberto me vio sentarme vino intempestivamente a ayudarme a sacar el cajón. Lo hizo con tal fuerza que el cajón salió totalmente del escritorio y se quedó colgando de la mano de Alberto. Noté que había algo adherido en el fondo, así que le pedí el cajón y procedí a examinarlo. Era un cuaderno delgadito sellado con un hilo enroscado, y pegado al cajón con algo que parecía alquitrán. Lo separé y le dije a Alberto, “Adviértame si alguien viene, y duplicaré tu honorario”. Él sonrió y se fue a la puerta. El cuaderno contenía una caligrafía elegante escrita obviamente con pluma. Se notaba la diferencia en el grosor de la línea, y se veían gotas de tinta que accidentalmente habían manchado el papel. Olga me dió un caderazo para que le dejara la silla y se sentó. Me quitó el cuaderno y tuve que avistar sobre su hombro mientras leíamos: “Esto es un recuento de mi éxtasis: Nuestro confesor, el padre Francisco Borgia, vino a visitarnos ayer por la tarde. Confesó a varias de las hermanas en la esquina del comedor lejos de oídos indiscretos pero bajo el escrutinio de las hermanas que trabajan en la cocina. Cuando terminó insistió que oiría mi confesión en mi celda. Eso era inusitado. Las reglas indican que debería oír confesiones solamente bajo el escrutinio visual por lo menos de otra monja. Pero hice mis votos de obediencia, así que consentí. Ya en mi celda, el padre Borgia se sentó volteando la silla hacia el centro del cuarto abriéndose de piernas como cualquier hombre que ventila su escroto en la plaza de la ciudad. Dirigió su atención a mis pies. Volvió a regañarme por andar descalza, e incitar a las hermanas a que hicieran lo mismo. Defendí mi opinión de que no había necesidad de malgastar dinero en zapatos, y era un recordatorio de nuestros votos de humildad. También expuso su oposición vehemente a los escritos que yo había enviado recientemente a la Priora de nuestra Orden recomendando que nos entrenemos para ayudar a nuestros semejantes, y que el rezo acompañado por la acción sirva de ejemplo para que nuestros correligionarios se apiaden a prestar sus servicios a otros seres humanos. Él cura se veía obviamente trastornado con mis réplicas y saltó repentinamente de la silla. La cabeza parecía estar a punto de estallarle. El pescuezo ya no le cabía en el estrecho cuello de la sotana, y me lanzó un insulto vituperante. “Judía desgraciada, lo que usted quiere es cambiar nuestras órdenes, nuestras tradiciones, nuestro liturgia”. Lo paré en seco. “¿Que fue lo que dijo?” Estaba tan descontrolado que los labios no podían desenroscarse de sus fauces apretadas, y entonces casi espetó, “Dije Judía desgraciada, ¿Que? ¿No fue su abuelo Juan de Toledo, Judío converso investigado por la inquisición bajo sospecha de decepción por haber violado sus votos?” Respiré profundamente para controlarme y contesté calmadamente, “¿Y eso que tiene que ver conmigo y la labor esmerada que hago por nuestra orden”? Su contestación, inesperada, fué otra idiotez. Que si yo era 25% judía entonces era ‘Judía’ y él en su capacidad podía

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reactivar la Inquisición para hacer que yo me acoplara a sus deseos. Me pareció tan estúpida su contestación que, en tono sarcástico y colocando un puño en la cadera contesté, “¿Seria tan gentil de indicarme que desea su señoría en este instante?” Se sintió insultado y dijo entre dientes. “Mis tíos, los Borgia, recomendaban que cada Borgia, por lo menos una vez en su vida, deberían aparearse con una judía. Así que creo que este es el momento en que a mi me toca”. Temerosa me acerqué a la puerta, pero la bloqueó. Entonces procedió a explicar cómo iba a reactivar la Inquisición y conjurar un “Acto da Fe” para enviarme a la hoguera en la plaza de la ciudad. Ofreció asimismo ampliar la redada para incluir a toda mi familia. Cuando me di cuenta que hablaba en serio intenté disuadirlo y ofrecí retractarme respecto a mis escritos y solicitar mi transferencia a un convento remoto en las Américas. Pero él se había convertido en un energúmeno y no aceptó mi acto de contrición. Como lanzado por una catapulta se vino hacia mí y me forzó sobre mi catrecito. Me levantó el hábito violentamente e inmediatamente hizó su sotana. Me sentí indefensa. Mire hacia la pared, me mordí el labio inferior y me apresté a sufrir lo que creí sería un suplicio. Me atacó frenético. Yo, una virgen de 39 años, no había tenido ninguna experiencia en estas lides, y él, que debe haber andado en sus 50’s, tampoco estaba bien versado en estas actividades. Pero su agresión repetida me creó una sensación que nunca había experimentado. Persistía incansable, y con cada inserción me hacia alcanzar un nuevo nivel de elación, dicha, placer, emoción y entonces me cayó el 20. Esto era el éxtasis. Cuando empezaba a gustarme, se desplomó repentinamente encima de mí. Su cara contorsionada y la respiración agitada. Sospeché que acababa de sufrir un infarto. Recuperé el control de mis rodillas y lo empujé porque me estaba apachurrando. Cayó al piso, la cabeza rebotó haciendo un ruido seco, sus manos se crispaban incontrolables, y la baba le escurría. Noté en una vena su pulso descabellado. Pensé en presionar dicha vena para retener el flujo hacia su cerebro, pero no tenía ninguna experiencia en actividades de medicina. Por lo tanto, opté por tomar el collar tieso de su sotana y lo presioné firmemente sobre su boca mientras, con la otra mano, obturaba sus fosas nasales. Sus ojos se abrieron amenazantes y parecían a punto de estallar, pero no me dejé intimidar y lo contuve hasta que dejó de patalear. Entonces lo limpié de arriba a abajo, le cerré sus ojitos y se veía como si estuviera dormidito. Hice mi rutina normal de limpieza personal. Me cercioré que el hábito se viera intachable, y entonces abrí la puerta y llamé a las hermanas para que me ayudaran a sacar el cadáver de mi celda. Después envié un mensajero para dar aviso de su fallecimiento. Colocaré este escrito en un lugar seguro para que nadie confunda mis escritos - los que recomiendan entrenamiento rezo y acción para ayudar a nuestros semejantes con esta descripción del éxtasis. Espero continuar labores pedagógicas y prometo no volver a escribir acerca de este tema. Hoy al recapacitar durante mis oraciones vespertinas me he dado cuenta que ayer por la noche mi petición fue concedida. Deseaba que el padre Borgia se fuera a gozar su recompensa, y se fue casi sin despedirse. Como dije en mi tratado, el rezo más la acción logran resultados”. Olga me miró inquisitivamente. Indiqué que había acabado la lectura. Nos dirigimos a la puerta y le pedimos a Alberto que nos señalara la oficina de la Madre Superiora para entregarle el cuadernito. De camino a la oficina le entregué su honorario y se despidió. El resto de nuestras vacaciones no fué tan memorable. Ya no encontramos ni ángeles

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ni demonios.

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