Estrategias didácticas para el desarrollo de habilidades cognitivas de lectura comprensiva Claudia Ferro Fac. de Filosofía y Letras, UNCu Instituto 090 Rodeo del Medio Resumen ¿Cuál es el estado de situación de la enseñanza de habilidades cognitivas de comprensión en la escuela primaria y secundaria? ¿Las habilidades cognitivas constituyen un contenido escolar o integran el conjunto de actividades que suelen solicitarse a los estudiantes en la escuela? ¿Qué representaciones docentes circulan en torno a la comprensión en la escuela? ¿Cuál es la posibilidad efectiva de intervención docente en este aspecto? Estos son algunos de los interrogantes que se analizarán en este encuentro. Se intentará una actitud propositiva basada en la construcción de líneas de acción pautadas y secuenciadas, que permitan la enseñanza de habilidades cognitivas de comprensión. En especial se trabajará sobre el resumen y la ejemplificación, consideradas como prácticas habituales del estudiante en los últimos años de la escuela primaria y la escuela secundaria.
No resulta en absoluto original referirse a la complejidad de la realidad educativa local. Para todos los que transitamos las aulas de la escuela primaria, secundaria y superior es cosa de todos los días la comprobación de la brecha existente entre el pacto fundacional y los logros de la escuela en cuanto a los aprendizajes de sus estudiantes. Se han alejado tanto sus principios fundantes de los logros que vemos cómo prosperan las corrientes desescolarizantes que propugnan la educación en casa como la única educación de calidad posible. Es cierto que la misma complejización de lo educativo ha impulsado la generación de nuevos cargos y roles que se han colocado en el medio de los dos términos naturales del binomio educativo: los docentes y sus alumnos. La relación dialógica entre estos presenta aristas cuyo análisis no solo es saludable sino urgente e impostergable. Pretendo compartir con ustedes algunas reflexiones referidas al colectivo que integro, el de los docentes. Cuando se indaga acerca de las representaciones de profesores y maestros referidas al desempeño de su función, en primer lugar me ha llamado la atención una cuestión gramatical: el predominio de la tercera persona en la mención de los diversos factores que nos impiden alcanzar resultados satisfactorios. Se trata de que los chicos ya no son
como antes, de que el contexto se ha vuelto cada vez más amenazante y confuso, de que el sistema educativo ha extendido su campo de intervención haciendo que los agentes deban responder a mayor cantidad de demandas para las cuales no siempre hay preparación, de que los padres aparecen como los grandes ausentes en el acompañamiento a los hijos, de que la sociedad no valora ni respeta a los docentes, ergo, los sueldos no alcanzan, la imagen pública nos vapulea y la desesperanza reina por doquier. No pretendo analizar cada una de estas afirmaciones: solo querría señalar la ausencia de la primera persona. ¿Cómo nos interpela a nosotros, docentes, este escenario de alta complejidad? O bien, ¿somos ajenos a estos factores, de modo que si estos mejoraran se observarían resultados positivos en los aprendizajes de los estudiantes? No pretendo reflexionar filosóficamente sobre esta complejidad. Solo quiero llamar la atención sobre cuestiones que directamente nos involucran y conforman nuestro espacio de intervención y que refieren directamente a nuestra primera persona, plural, para más datos. En primer lugar, los educadores –tal vez en mayor medida los que actuamos en el secundario- de manera discursiva o fáctica hemos asumido cierta imposibilidad de enseñar. Es tópico común en las salas de docentes una añoranza del pasado porque entonces sí se enseñaba y sí se aprendía; resulta tan frecuente como el desplazamiento de funciones hacia roles que no son los que nos distinguen de cualquier otro agente institucional: de profesores hemos ido asumiendo el rol del preceptor, por ejemplo, dedicado a verificar cuestiones administrativas y la convivencia durante el tiempo que dura la clase. Lo grave de esto es que estamos dejando vacante el espacio propio de la enseñanza, espacio que se está llenando especialmente con la acción ejercida por las redes sociales y los medios masivos de comunicación. Podrían discutírseme cada una de estas afirmaciones. Y tal vez este foro sea un espacio apto para ello. Sin embargo, no pretendo diagnosticar ni querría quedarme en el lamento amargo. Creo en las actitudes propositivas que nos permitan superar algunas de nuestras limitaciones profesionales. En primer lugar, me parece fundamental recuperar nuestro espacio de mediación pedagógica. En este sentido cabe plantearnos como profesionales educadores la distancia que separa las actividades de los contenidos. En principio, en la noción de actividades caben todos los saberes ya logrados por los estudiantes que les hacen posible un desempeño autónomo. Los contenidos, en cambio, y más allá de que los sucesivos enfoques pedagógicos y didácticos han sustituido por otros su nombre, incluyen todo lo por enseñar, porque no se sabe. En términos de Vigotsky, actividades integrarían la zona de desarrollo actual mientras que los contenidos, la zona de desarrollo próximo. Nuestro espacio de intervención.
En las prácticas cotidianas se observa al docente como una especie de administrador de tareas: llega al curso, distribuye en grupos y entrega fotocopias que contienen series de tareas que los alumnos resuelven. Si pueden hacerlos por ellos mismos, ya lo saben. A partir de aquí pueden plantearse problemas de comportamiento (a mi juicio, un alumno aburrido es potencialmente “peligroso”) e incluso de motivación y participación. Seguimos profundizando saberes ya adquiridos, podemos mejorar algunos aspectos pero básicamente no estamos enseñando. A esta situación se ha llegado –de nuevo, a mi juicio- por múltiples y muy variados factores entre los cuales se cuenta la sustitución de modelos pedagógicos. Hasta hace algunos años, por “enseñanza” se entendía la transmisión de datos y conceptos. El ideal de hombre culto era el hombre ilustrado, dueño de un capital cultural constituido por información. Hoy, cuando el conocimiento corre por otros carriles, cuando los datos y conceptos se han multiplicado exponencialmente, haciendo de él “un mar de extensión de un centímetro de profundidad”, el ideal está conformado por quien puede acceder a las fuentes de información y operar con los datos (inferir, clasificar, comparar, jerarquizar, analizar, sintetizar, transferir por ejemplo). En términos de la reforma de la LFE, menos contenidos conceptuales y muchos, muchos más procedimentales. Esto es lo que sostenía U. Eco en su ensayo ¿Para qué sirve un profesor? Esto es lo que sostienen personas ajenas a las instituciones educativas en textos periodísticos como el del diario Los Andes: ¡Basta de enseñar lo que se puede googlear! Nuestra historia pedagógica está marcada por lo que antes mencionaba: una didáctica orientada hacia un imposible: ¿cuál es el sentido de transferir datos si ellos no constituyen todos los datos, ni siquiera son los más importantes o los más actuales – dada la velocidad con que se renuevan y crecen-? No creo que se trate de que los estudiantes memoricen definiciones (y aquí dejo planteado también nuestro problema con la memoria) sino de que aprendan a definir. Si un estudiante llena un cuadro comparativo diagramado por nosotros, de lo que estamos seguros es de que sabe llenar cuadros; no podemos asegurar que sepa comparar. Y en el aprendizaje autónomo, esto es lo importante: que compare, jerarquice, sintetice, analice…con solvencia. De estar de acuerdo con esto que planteo, la pregunta podría ser: ¿Cómo? ¿Cómo enseñar a comparar? ¿Cómo enseñar la síntesis? ¿Cómo mediar con el saber para que puedan clasificar? La pregunta es esta: “cómo”. Para responderla, propongo analizar nuestra relación con el resumen. Sabemos que los estudiantes en general no son autónomos ni solventes a la hora de resumir. Por lo menos no en la medida de nuestras expectativas. Esto salta a la vista
sin demasiado análisis, aunque lo verificamos si diagnosticamos en el comienzo de año las habilidades logradas por los alumnos. Así, dada esta comprobación –“los chicos no saben resumir”- si no podemos ignorarla, intentamos intervenir. Seleccionamos textos, los editamos (otros problema por considerar: la legibilidad de las fotocopias de fotocopias reducidas tan “económicas” como frecuentes), generamos guías de actividades en la que el punto 1 es “lea el texto” y el punto dos…resúmalo. Que es lo que justamente sabemos que no saben. ¿Recuperamos las tan vapuleadas “técnicas de estudio”? ¿Proponemos “resume como puedas”? ¿O enseñamos a resumir? Si nos decantamos por esta última posibilidad, por lo menos estamos admitiendo que esto es un saber procedimental con el que podemos interactuar. Mi sugerencia va por este camino: acompañemos a los estudiantes a que construyan un protocolo más o menos algorítmico destinado a procesar los textos para que después de haberlo incorporado a sus esquemas cognitivos, puedan deconstruirlo como mejor y más cómodo les resulte. Para ello, en primer lugar sería útil reconstruir nuestros propios procesos de redacción. Si es que somos aceptablemente solventes en el resumen, ¿cómo logramos, qué acciones concretamos a la hora de resumir textos? Exteriorizar, objetivar, denominar nuestros procesos de resumen para mostrarlos como modelo por seguir para, finalmente, deconstruirlo de manera autónoma. Esto implica certificar aprendizajes logrados: si empezamos a resumir leyendo el texto base, estemos seguros de que los estudiantes saben leer. Si a continuación esperamos un proceso de jerarquización de la información, tenemos que verificar primero que el texto es susceptible de ser resumido y luego de que los alumnos no se manejan solo con la intuición para decidir qué es lo nuclear y qué lo periférico. Y si advertimos que no lo saben, mediar con la jerarquización como un contenido y no como una actividad, echando mano de recurrencia de tópicos, pistas tipográficas, frecuencia de uso de ciertos términos cotextos asociados para orientarlos en el establecimiento de qué debe “quedar” y qué puede soslayarse en la elaboración del resumen. Incluso, esto puede significar ser modelo de redacción de textos si esto es lo que no saben cuando resumen. Esta práctica podría extenderse a actividades tan básicas como ejemplificar. ¿Estamos seguros de que los estudiantes pueden, genuinamente, ejemplificar? Si lo estamos, ¡adelante! Si no, enseñémoslo. Otra vez, la pregunta obligada ¿Cómo enseño a ejemplificar? No, recitando ejemplos de memoria, obviamente.
¿Qué es un ejemplo? Si bien la RAE ofrece distintas definiciones, un ejemplo es un caso particular que ilustra una categoría general. El trabajo pedagógico podría consistir en acciones como las que se proponen: Himnos El primer himno nacional del que se tenga noticia nació en Inglaterra, de padres desconocidos, en 1745. Sus versos anunciaban que el reino iba a aplastar a los rebeldes escoceses, para desbaratar los trucos de esos bribones. Medio siglo después, la Marsellesa advertía que la revolución iba a regar los campos de Francia con la sangre impura de los invasores. A principios de siglo diecinueve, el himno de los Estados Unidos profetizaba su vocación imperial, por Dios bendita: conquistar debemos, cuando nuestra causa es justa. Y a fines de ese siglo, los alemanes consolidaban su tardía unidad nacional erigiendo trescientas veintisiete estatuas al emperador Guillermo y cuatrocientas setenta al príncipe Bismarck, mientras cantaban el himno que ponía a Alemania über alles, por encima de todos. Por regla general, los himnos confirman la identidad de cada nación por medio de las amenazas, los insultos, el autoelogio, la alabanza de la guerra y el honroso deber de matar y morir. En América Latina, estas liturgias, consagradas a los laureles de los próceres, parecen obra de los empresarios de pompas fúnebres: el himno uruguayo nos invita a elegir entre la patria y la tumba y el paraguayo entre la república y la muerte, el argentino nos exhorta a que juremos con gloria morir, el chileno anuncia que su tierra será tumba de los libres, el guatemalteco llama a vencer o morir, el cubano asegura que morir por la patria es vivir, el ecuatoriano comprueba que el holocausto de los héroes es germen fecundo, el peruano exalta el terror de sus cañones, el mexicano aconseja empapar los patrios pendones en olas de sangre y en sangre de héroes se baña el himno colombiano, que con geográfico entusiasmo combate en las Termópilas. Eduardo Galeano, Espejos