El propósito de este trabajo es hacer una breve reflexión sobre la ruptura religiosa que representa la propuesta teológica de Espinoza, en contraposición con la dogmática católica imperante a lo largo de la Edad Media (apelando a su acepción historiográfica tradicional) para de esta forma cumplir con una doble pretensión: por un lado, replantear algunos elementos de la tradición religiosa cristiana y por otro, mostrar el cuestionamiento explícito de la teoría Espinosista frente a los mismos. Si bien el autor en cuestión provino de cuna judía, no poseo los elementos necesarios para definir las controversias que dentro de este culto podrían haber suscitado sus hipótesis, y además, teniendo en cuenta que esta religión tuvo a lo largo de la Edad Media una presencia relativamente minoritaria en el contexto geográfico que la caracteriza, carece de pertinencia para mi objetivo general reflexionar al respecto. Habiendo hecho estas aclaraciones, podemos entrar en materia.
Es un hecho comúnmente aceptado por los historiadores el que la iglesia católica como organización socialmente establecida, adquiriera una relevancia sin precedentes después de la reforma gregoriana del Siglo XI, y más aún, después del pontificado de Inocencio III. Se ha concluido que los factores que convergen en este fenómeno son de la más variada índole; resumidamente expondré algunos. El sistema jurídico y legal canónico centralizado en la autoridad papal y llevado a la práctica por funcionarios tanto eclesiásticos como seculares gozó de una aceptación generalizada reforzada por la autoridad militar y afianzada por una tradición centenaria, constituyéndolo así como una organización legal hegemónica de fronteras ampliadas. Por otro lado, la educación fue desde el principio monopolizada por la iglesia, tanto la básica de las escuelas catedralicias como la especializada de las universidades. Si a esto sumamos la enorme
presencia que tenían las órdenes monásticas (sobretodo los benedictinos y los cistercienses) como núcleos de producción diseminados por toda la Europa Occidental y la frenética difusión doctrinal que la religión se procuraba, ejerciendo una vigilancia supremamente estricta sobre la correcta aplicación de los dogmas, evidente en la creación de una organización represiva como el tribunal inquisitorio, probablemente podamos imaginar su enorme poderío. Ahora bien, ¿Cuál era el Dios que con tanto éxito se había extendido a lo largo de este período? Es difícil responder esta pregunta dado que en la religiosidad cristiana se yuxtaponen múltiples figuras deificadas de tal forma que establecer una distinción estrictamente monoteísta sería incorrecto: Jesús, el Espíritu Santo, la Virgen María y toda la gama de santos de la que dispone el cristianismo medieval difuminan los límites de la religiosidad con las tradiciones germánicas y célticas latentes en dichas sociedades. Es este un primer punto que critica Espinoza argumentando cómo la substancia (que en el texto podríamos considerar como sinónimo de Dios) además de ser única en su naturaleza, no es divisible. Lo primero es evidente si aceptamos que Dios es una substancia que posee infinitos atributos, y dado que no pueden existir dos substancias con el mismo atributo (pues el entendimiento las asumiría como una sola), es así mismo imposible que exista más de una substancia, cuando Dios ya posee todos los atributos. Tampoco puede ser esta substancia dividida en partes que contengan de igual forma su infinitud (que sería lo que le otorga el carácter sacro), pues sumadas sus infinitudes, no podríamos llegar a la conclusión que (∞b+∞c) ≥ ∞a, pues es absurdo. Y en el caso en que de su subdivisión no resultaran substancias de atributos infinitos, simplemente no sería parte de Dios.
De esta manera, la deificación de tres figuras que propone la doctrina
trinitaria enfatizada y popularizada por Agustín es absolutamente absurda desde la lógica
geométrica utilizada por la argumentación de nuestro autor. Más absurdo aun es dotar dicha divinidad de afectos típicamente humanos como el cuerpo, las pasiones, la voluntad y el entendimiento pues limitan la infinitud inconmensurable de la naturaleza de la substancia. En primera medida, el cuerpo implica unas dimensiones geométricamente calculables, lo que atenta contra dicha infinitud en la extensión. Las pasiones humanas en la medida en que están siempre dirigidas hacia un fin, no pueden caracterizar a Dios pues esto implicaría que Dios carece de algo a lo que está impelido pasionalmente a obtener, lo cual es errado dado que, como dijimos antes, Dios posee infinitos atributos 1, y además, solo actúa en virtud de su propia naturaleza. Es decir, teniendo en cuenta que dichas pasiones humanas están motivadas por causas extrínsecas, concluiremos que, en la medida en que Dios es causa de sí y para ser no requiere de otra cosa, es incorrecto atribuir dichas pasiones humanas a Dios. Por último, la voluntad y el entendimiento humanos son también inaplicables, el primero por lo expuesto anteriormente, y el segundo por la siguiente razón: es imposible pretender que el entendimiento humano sea el mismo entendimiento de Dios pues, dado que Dios es la causa primera de todas las cosas y el efecto difiere de la causa, es absurdo. Así las cosas, es claro que Dios sí posee dichos atributos (y muchos más) sin embargo no son éstos los mismos que los humanos poseemos (lo que se aplica para todos los ejemplos anteriores). Por otra parte, de los argumentos del autor se sigue que Dios no puede ejercer una intervención en el curso del mundo, pues esto significaría que no posee infinitos atributos y por lo tanto, como dijimos arriba, no sería Dios. Ahora bien, éstas hipótesis atentan 1
De la consecución lógica de esta afirmación se sigue que Dios, manifestado a través de la existencia es eterno, es decir, no posee una limitación temporal que le permita una transformación: el Dios de Espinoza es una substancia sincrónica. El tiempo que hace que los cuerpos se modifiquen es solo concebible en el entendimiento, cuya tendencia a calcular supone el tiempo igualmente como medible, siendo este una expresión de la eternidad de la substancia que como tal, es inaprensible. Esto es evidentemente un ataque directo contra la filosofía de la historia del cristianismo que considera, de acuerdo con su componente mítico, un inicio de los tiempos que el verbo inaugura, y una conclusión que se encuentra en el juicio final, dos límites dentro de los cuales transcurre la historia propiamente humana.
contra la convicción teológica cristiana de la providencia según la cual Dios posee un control activo y deliberado sobre lo que acontece en el mundo, más específicamente, el mundo humano. Por lo mismo, es ingenuo pensar que el devenir del mundo puede ser afectado a través de la oración, la plegaria, el sacrificio o el rito litúrgico ya que el Dios de Espinoza solo actúa en virtud de sus propios designios, que como vemos, se alejan mucho del ideal de Dios cristiano lo que definitivamente asesta el golpe final a dicha religiosidad. Dichos designios dice el autor, están establecidos desde la eternidad y no tienen ninguna probabilidad de modificación, lo que cobra una inmensa similitud con el dogma de la predestinación presente en las iglesias protestantes que Weber tanto analizó. Un último aspecto que podríamos comparar es la interpretación católica del mundo material como un plano inferior (en contraposición con la superioridad celestial) que sirve de castigo para el hombre por su pecado original, dogma que en la Edad Media se exacerbó de tal forma que dicho plano fue considerado como profano y deleznable, convirtiendo su supuesta finitud en razón suficiente para carecer de la presencia divina. Espinoza, además de demostrar que la substancia extensa es infinita por el hecho (por él aceptado) de no existir vacío en la naturaleza, la vindica como receptáculo divino en la medida en que es un atributo de Dios a través del cual se percibe su esencia eterna e infinita. Ahora bien, a este punto nos podemos percatar que la propuesta teológica de Espinoza no solo atenta contra la religiosidad cristiana, sino también contra todo tipo de religiosidad donde se evidencie algún tipo de devoción, idealización o intervención en o de dicho Dios en los fenómenos humanos; probablemente esté más acorde con los misticismos contemplacionistas que se salen de todo margen institucional.