Seudónimo: Upsilamba Categoría: Jóvenes entre 12 y 18 años
Espejo de papel "Si hay un libro que deseas leer, pero no ha sido escrito aún, entonces deberás escribirlo". - Toni Morrison La primera vez que vio una lesbiana en un cuento tenía ocho años. Mariana lo recuerda bien: estaba acostada, como todas las noches, con el velador encendido, tratando de tragarse con los ojos la mayor cantidad de palabras posibles antes de que su mamá entrara de nuevo a la pieza, y tuviera que cerrar la luz, apagar el libro, e irse a dormir. En eso todas las noches eran iguales; pero en lo otro, no. Mariana nunca había visto una lesbiana, ni adentro de un cuento ni afuera, y recuerda que esa noche en particular aquello le llamó mucho la atención. En el momento no supo por qué. Se quedó ensimismada mirando a través de esa ventana de papel, releyendo el mismo párrafo una y otra vez. No entendía, pero tampoco se animaba a preguntar, si las lesbianas existían también de su lado de la ventana, o si eran como los dragones y las alfombras mágicas, de esas cosas que solo existían en los cuentos. Trató de seguir leyendo, pero se dio cuenta de que no podía: había dejado toda su curiosidad en esa página, y no había otra cosa en la que tuviera ganas de pensar. Mariana no lo sabía en ese entonces, pero encontrarse lesbianas adentro de cuentos no era un fenómeno común. Había tenido suerte, pero de eso se iba a enterar solo después de años de leer muchísimos cuentos, la inmensa mayoría de los cuales no tenía lesbianas. Tampoco sabía por qué pasaba eso, por qué era más fácil, en algunos cuentos, encontrar pavadas como dragones en lugar de cosas que existen. Lo que sí supo Mariana desde esa noche fue que las lesbianas existían, por lo menos en los cuentos, y eso no lo había sabido hasta la noche anterior. De más está decir que le costó mucho dormirse. Durante todo el día siguiente no pensó en otra cosa. En la escuela, se pasó las clases mirando por la ventana y repitiendo para adentro cada frase del cuento que se acordaba. Había algo hermoso en la palabra lesbiana, algo tibio e intrigante y mágico. Mariana sabía esto porque le gustaba mucho pensar en las palabras, descubrir qué gusto tenían o de qué colores eran. Y esta palabra, aunque le daba un poco de miedo, por lo desconocida y por lo enorme que era, le gustaba. Lo decidió ese día. Y esa tarde, como muchas veces hacía con las palabras que le gustaban, o que no entendía muy bien, la envolvió en un paquete con moño y se la llevó a su mamá. Mariana tenía preguntas; quería saber si las lesbianas existían o no afuera de los cuentos, si podía encontrar alguna, si la palabra iba con V o B, porque no se
acordaba. Pero su mamá le pinchó todas las preguntas en una sola frase con punta de alfiler: de algunas cosas no se habla, le dijo. Y Mariana, que no iba a rendirse fácilmente, trató de preguntar por qué, pero todo lo que consiguió fue un grito y una nueva pila de palabras que, a pesar de sí, guardaría para siempre: repugnante, obsceno, impropio. Desde ese momento Mariana no le mostró el cuento a nadie. Las noches pasaron, y Mariana siguió leyendo. Infinitas veces se acordó de ese cuento, y de esa palabra, e infinitas veces se obligó a olvidarse. Era un misterio de muchos, y Mariana había leído ya varios cuentos, pero quería leer aún más. No tenía tiempo para volver a lecturas anteriores, se decía. Yo creo que además no volvía porque pensar en ese cuento en particular hacía que sintiera cosas raras, no necesariamente feas, pero definitivamente intensas. A Mariana le parecía que si se quedaba pensando en ese cuento un rato largo su corazón podía explotar. De algunas cosas no se habla. Mariana siguió creciendo. Y cada vez había más palabras bailando dentro de su cabeza; palabras como fiestas y beso y novio, que la hacían sentir que le faltaba un poco de aire, y palabras como rara y nerd, que eran las que le tiraban a veces otros chicos y que dolían pero no dejaban moretones, y palabras como amor y gustar, que trataba sin éxito de hacer encajar con los actores que les gustaban a sus amigas, como si fueran piezas de un rompecabezas que no iban juntas. En algún lugar recóndito de su cabeza había otra palabra, una que le daba miedo porque estaba guardada al lado de otras como impropio y obsceno. Estaban tan cerca que Mariana no conseguía separarlas, y probablemente fue por eso que le costó tanto darse cuenta de algunas cosas. El día que finalmente lo descubrió tenía trece, y estaba mirando una película. Recordaría siempre el nudo en su estómago cuando vio a la actriz, y ese pensamiento inicial, la palabra linda, seguida casi inmediatamente de la palabra impropio. Recordaría también cómo, sin saber por qué, supo domar a las palabras ese día, derribar esa última y enfocarse en la primera, hasta que pudo decir que sí, que la actriz era, efectivamente, hermosa. Que le gustaría, quizás darle un beso. Que verla bailar en la pantalla la hacía sentir cosas para las que no tenía palabras. Y ese día por primera vez pudo agarrar la palabra lesbiana con las manos de nuevo. Y la miró por un rato largo, y miró también todas las otras palabras que estaban hechas un nudo alrededor. Y sintió miedo, sí, ante todas esas otras palabras, pero al encontrarse con esta otra, la primera, sintió como si estuviera desempolvando un espejo. Y se vio a sí misma reflejada, y se sonrió. Y cuando el resto de las palabras intentaron morderla, intentaron convencerla de que Mariana no podía ser, de que su propia existencia era repugnante y obscena, ella usó ese espejo como escudo. Usó el cuento. Y supo cómo llamarse. Y supo que era verdadera. Supo también muchas otras cosas. Se acordó repentinamente de los rulos dorados de su amiga Carolina, y de los guiños cómplices de su profesora de inglés, y de una actriz que había sido famosa en la tele cuando ella y su hermana eran más chicas. Parecía el final de una novela de misterio, cuando el detective coloca la última pieza en el lugar correcto y de repente todo tiene sentido. Mariana había leído muchas de esas. Mariana había leído mucho. Sobre lesbianas no había leído casi nada, pero
aun así sabía que las cosas iban a ser muy difíciles. Había que desatar ese nudo de palabras que no había podido dejar de arrastrar cuando había sacado su palabra de las profundidades del olvido voluntario al que la había exiliado. Mariana no le había mostrado a nadie el cuento, porque sabía que a la mayoría de la gente en su escuela y en su casa no le gustaba encontrar lesbianas dentro de los libros. Había una sola cosa que, Mariana suponía, les gustaba menos, y era encontrarlas afuera. Por eso Mariana se guardó el cuento para ella sola, no se lo recomendó a nadie aunque le había gustado muchísimo, y cuando le preguntaron qué estaba leyendo le inventó otro título y escondió el libro en el fondo de su armario. Sabía que así iban a ser las cosas, que iba a tener que inventarse otros títulos para sí misma, y que por el momento las novelas románticas estaban fuera de su alcance. Lo aprendió muy rápido. Nadie se lo enseño, pero estaba escrito en el cuento. Con el tiempo, y cada vez con un poquito menos de vergüenza, Mariana salió a buscar más cuentos que tuvieran lesbianas, un poco para saber más cosas, porque nadie se las iba a explicar, y otro poco para perseguir esa sensación que tanto había aprendido a disfrutar como el abrazo de alguien conocido. No hacía preguntas, eso estaba prohibido, pero se las ingeniaba para encontrar respuestas. Se convirtió en una experta cazadora de libros, películas y series donde pudieran encontrarse lesbianas. Se escabullía por pasillos ficticios que jamás habría pensado en recorrer, leía la obra completa de autores cuyos nombres no le sonaban conocidos en absoluto, devoraba novelas absurdamente mal escritas con el único propósito de volver a verse en ese espejo. Era difícil encontrar cuentos que tuviesen lesbianas. De algunas cosas no se habla, recordaba Mariana y ponía los ojos en blanco. Lo había sabido desde el principio y por eso no esperaba demasiado: no había lesbianas en los cuentos porque a la gente no le gustaban en la vida real. Eso para ella era una certeza absoluta. La gente como Mariana no merecía estar en los cuentos. Y sin embargo cada vez que se veía reflejada en una historia se sentía un poco más ella misma, un poco más cómoda en su piel. Era como si los personajes le estuvieran dando vida a ella y viceversa. Y cada vez aprendía algo, y podía agregar nuevas y mejores palabras que encastraban en su cabeza con lesbiana. Los personajes de sus cuentos eran queribles y maravillosos, y Mariana empezó a preguntarse si acaso ella no podía serlo también. Con el tiempo, elaboró otra hipótesis: a la gente no le gustaban las lesbianas en la vida real porque nunca las habían visto en los cuentos. Pero Mariana se sentía horrible. Se sentía repugnante, obscena, impropia. Cada vez que veía lesbianas en los cuentos, una parte de sí misma repetía estas palabras como un mantra cruel y autodestructivo. Parecían estar grabadas para siempre en su mente, escritas con el marcador indeleble reservado exclusivamente a las cosas que aprendemos de chicos. Y lo estaban contaminando todo. Mariana se sentía sucia, como si estuviese cubierta de una sustancia pegajosa que no podía limpiar completamente sin importar lo mucho que frotara su cuerpo. Durante años aprendió a vivir así, conviviendo con esas palabras. A veces a Mariana le parecía que eran parte de sí misma, que eran inseparables y que nunca iba a frotar lo suficiente como
para borrar la tinta. Es muy difícil ser uno solo con la palabra repugnante. A Mariana eso se le notaba en los ojos. Sin embargo la palabra lesbiana, terca y optimista, no se rendía tampoco. Se aferraba a Mariana con todas sus fuerzas, y encontraba maneras de colarse en todos sus pensamientos. Un día, después de mucho, quizás demasiado tiempo, esta palabra logró salir. Por primera vez, a los quince, Mariana compartió con una amiga esta palabra que tanto le gustaba. Y contra todo pronóstico, a pesar de todos los cuentos que le habían mostrado que las cosas no podían irle bien a la gente como ella, no pasó nada. Mariana respiró hondo, se dijo que con esta exhalación lo iba a decir, buscó fuerza en todos los rincones de su cuerpo, y lo dijo. Dijo lesbiana. No dijo ni repugnante ni impropio, aunque tal vez lo pensara. Pero dijo lesbiana. Y su amiga dijo bien. Dijo normal y absolutamente igual, y no dijo ninguna de las cosas terribles que le habían pasado a Mariana por la cabeza. En lugar de decir obsceno, su amiga dijo algo así como que una vez había escuchado hablar de las lesbianas en un cuento. Y Mariana sonrió para sus adentros, y también para afuera, porque acababa de darse cuenta de que contra las palabras con punta de alfiler había un arma infalible y eran otras palabras. Y tuvo una idea. Empezó a buscarse a sí misma en sus libros cada vez con más ímpetu. A veces le costaba encontrarse, y cuando lo hacía no siempre era de su agrado lo que leía. Pero comenzó a usar esos cuentos para transformar su propia historia, para explicarle a todo aquel que se cruzara en su camino que la palabra lesbiana era buena. Sacó su viejo libro del armario. Lo puso en su biblioteca, donde hoy sigue ubicado, orgulloso, y aunque su mamá decidió que prefería no encontrar lesbianas en los cuentos, incluso si eso significaba no poder encontrar a Mariana fuera de ellos, hubo otra gente que decidió quedarse. Mariana y sus libros lograron convencerlos de que lesbiana era una palabra linda. Más importante aún, tal vez, Mariana se convenció a sí misma. Sabía bien que tenía suerte de ser aceptada por mucha gente, pero también entendió muy pronto que nunca iba a poder ser feliz si no podía aceptarse a sí misma. Y por eso siguió luchando día a día contra palabras feas, y convenciéndose de que su existencia no era obscena sino normal, no era impropia sino válida, no era repugnante sino maravillosa. Porque no hay nada como verse reflejado en un espejo de papel para convencerse de que la de una es una historia que vale la pena seguir escribiendo. Cada vez que Mariana veía la palabra lesbiana en un cuento se sentía protegida por un millón de dragones. Pasó el tiempo. Mariana dijo la palabra muchas más veces desde entonces. Decirla se convirtió en una adicción, en el juego más divertido, en algo que le daba vida cada vez que exhalaba. Decirla era sacarse toneladas de peso de encima, era sentirse liviana como el aire, era su corazón cada vez más y más grande cuando entendía que estaba todo bien, que podía ser, que no era obsceno sino normal y perfecto. Claro que no todas las veces le dijeron esas cosas. Muchos repitieron las palabras feas, esas que Mariana todavía tenía dentro suyo, aunque cada vez eran más débiles. Pero tuvo que aprender a darles batalla. Y pronto tuvo un ejército de palabras y de personas buenas que se plantaron firmes ante todos los impropios y
obscenos y repugnantes que Mariana y otras como ella recibieron. Y derribaron pilas enormes de insultos con una facilidad sorprendente porque Mariana se dio cuenta de que las palabras, cuando son lindas, son muchísimo más fuertes. Ella recomienda ese primer cuento que leyó sobre una lesbiana a quien quiera escucharla, no solamente porque se ve a sí misma en él, sino porque está muy bien escrito y la historia es interesante. Durante mucho tiempo, Mariana leyó miles de cuentos horribles solo porque en ellos había lesbianas, pero aún cree firmemente que toda la gente como ella es maravillosa y merece cuentos extraordinarios, con finales felices. Mariana se enamoró de las palabras cuando era muy chica, y después, o tal vez antes, se enamoró de las mujeres. Y pensó siempre que debería ser un derecho fundamental de todas las personas verse reflejadas en los cuentos, en los buenos cuentos, para saber que existen palabras hermosas que los definen. No sé por qué tardó tanto, entonces, en decidirse. O mejor dicho sí lo sé, pero prefiero no acordarme. Prefiero no acordarme de que Mariana todavía escucha esa voz en su cabeza, esa voz que a veces se sorprende a sí misma extrañando y que, sospecha, nunca se va a ir del todo. De algunas cosas no se habla. Y por eso Mariana sigue callada. Por eso piensa que tal vez va a seguir callada toda su vida, y se muere de ganas de que alguien la ayude para desterrar a esa voz de su cabeza para siempre y estar totalmente convencida de que lesbiana es una palabra muy linda. Y un día se le ocurre. Se le ocurre que tal vez la mejor arma que tiene contra todas esas voces es hablar. Porque de algunas cosas no se habla. Nunca se habló hasta ahora. Pero Mariana se da cuenta de que está ahí para decir todo lo que nunca fue dicho, para escribir todos los libros que le habría gustado leer. Porque Mariana leyó una vez que si desea encontrar algo en un libro y le parece que tal cosa no existe, lo único que queda por hacer es escribirlo ella misma. Y años después de haberlo leído, Mariana me lo recuerda, o yo se lo recuerdo a ella, o quizás alguna otra vocecita en nuestra cabeza nos lo recuerda a las dos. Y sabemos lo que hay que hacer. Lo sabe la Mariana de ocho que se encuentra en un cuento y no sabe que se está observando a sí misma, y lo sabe la Mariana de trece que ve a una bailarina y por primera vez en su vida no se censura al pensar en lo hermoso que sería besarla. Y lo sabe la Mariana de quince que alterna entre leer textos universitarios y novelas románticas para adolescentes aunque siente que pierde su tiempo, pero cómo resistirse a la necesidad de verse reflejada en esas páginas, y lo sabe la Mariana de veintidós cuando pierde a su mamá, y la de veintiséis cuando ve por primera vez a esa chica con ojos llenos de primavera que la va a hacer entender todos los poemas de amor que leyó en su vida. Más que nada lo sé yo, a los treinta, escribiendo en esta noche de invierno, tratando de terminar rápido porque mi esposa, la de los ojos de primavera, ya quiere que apague la luz para irnos a dormir. Somos todas una y lo sabemos: todo lo que queremos es vernos. Y fue por eso, solo por eso, que hace un rato me acordé de ese cuento y saqué mi cuaderno para comenzar a escribir otro, uno que empieza con la frase La primera vez que vio una lesbiana en un cuento tenía ocho años, y en una de esas termina con otra nena, de ocho o de quince o de cuarenta, viéndose a sí misma reflejada en este espejo de papel y pensando para sí misma que lesbiana
es una palabra maravillosa. Y viendo un final feliz. Ojalá le dé fuerza. Supongo que para eso escribo. Para poder darte la mano, para poder abrazarte a través del espejo.