Escolta

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Escolta 1

ESCOLTA -Un futuro estable, muchacho...Considera tu situación... Cae la tarde tras la ventana del saloncito. El joven sentado a la mesa de camilla se arrima las enaguas y aguarda frente al padre de Paquita a que ella llegue del trabajo. Por lo habitual apenas intercambian unas palabras sobre el tiempo, el Betis o el anciano se lamenta del vértigo de los tiempos modernos y luego se hace el silencio y, cabizbajos, dejan que la estancia se llene de las risas y los aplausos falsos dirigidos de un reality. Pero hoy no hay palabras. Diego medita una importante decisión. Dos semanas antes, las cadenas de televisión y las emisoras de radio suspendieron sus emisiones habituales de la mañana para dar la noticia: “Atentado en el País Vasco”. Y las primeras imágenes y los primeros testimonios daban cuenta de que el escolta de un concejal se salvó milagrosamente cuando fue a subirse en el vehículo en el que habitualmente trasladaba a su protegido y estalló una bomba lapa adosada a los bajos. -Después lo repiten en el telediario- se dijo don Hipólito. Aquella noche, cuando Diego se sentó en la salita con su futuro suegro, el locutor daba paso a las imágenes del coche en llamas y el escolta dando muestras de sangre fría al dirigirse por su propio pie a la ambulancia que los trasladó al hospital mientras tranquilizaba a su esposa por el móvil. Después ofrecieron la entrevista con el concejal objetivo del atentado agradeciendo la impagable labor del escolta. Y la información se remataba con la valoración de los hechos por parte de políticos del gobierno y la oposición, periodistas y gente de la calle. En algún momento, alguien lo dejó caer: si la banda terrorista volvía a la lucha armada, habría que aumentar la dotación de guardaespaldas para dar seguridad a muchos de los posibles objetivos. -¡Cabrones!- se le escapó a Diego. El suegro, que ya había telefoneado a un viejo camarada del cuerpo que ahora ejercía de asesor en una empresa de seguridad, aprovechó la coyuntura para hablarle con cordura y sentimiento al muchacho. Un joven de su edad, sin un futuro laboral claro y con sangre en las venas podía solicitar trabajo como escolta en alguna de las empresas de seguridad conocida y pedir destino en el País Vasco. Diego dejó que las palabras del padre de Paquita se fueran deshaciendo con la tarde. Los días siguientes oyó repetidos en varios tonos y con distintos matices los mismos argumentos. No obstante, se excusó como mejor pudo y prometió pensárselo detenidamente. Sin que nadie se lo pidiera, se dio de margen una semana. Desde entonces ha procurado eludir el tema. Sabe que don Hipólito Peña no sólo es su futuro suegro sino una persona cabal y con experiencia y sabe que ahora se encuentra ante un trance vital. Debe decidir si acepta o no la oferta de trabajo de una empresa de seguridad: escolta en el País Vasco. O eso o seguir con su madre hasta que le salga algo mejor como para poder dar la entrada para un piso y casarse con Paquita, su novia de toda la vida. Y apostilla, para que quede claro, que no es que no quiera lo suficiente a Paquita. -Chico, tú verás, pero a ver si se te escapa el tren y luego te arrepientes-sigue dándole palos a la burra el de la benemérita.

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Escolta 2

A Diego se le va el día en un pispás. Que no es de madrugar, la compra y ayudar en las tareas de la casa, el aperitivo, brujulear aquí y allá buscando trabajo, poner la mesa para el almuerzo y fregar los platos, la siesta, un par de horas en el gimnasio y pelar la pava con su novia. Menos los viernes y sábados noche que hace de portero de discoteca. Tiene veinte nueve años y un futuro sin definir. La vida laboral de Diego entra en una tarjeta de visita. En síntesis, un expediente salpicado de empleos mediocres que en su cabeza soñadora han estado en un tris de convertirlo en un millonario. Desde que dejó el instituto a los diecisiete, con el graduado escolar conseguido por los pelos, lleva más de diez años dando tumbos. Esgrimiendo su título, como salvoconducto seguro a la vida muelle, se presentó en el taller de mecánica de automóviles de un tío, por parte de madre. Empezó haciendo los recados y lo más que llegó fue a hacer las puestas a punto rutinarias. Pero durante los tres años que estuvo allí se los pasó creyendo que acabaría siendo el propietario de un concesionario de coches deportivos de lujo. Hasta que su tío Agustín se jubiló, cerró el taller porque estaba deslomado de trabajar y dejó al sobrino en la calle con una carta de recomendación llena de manchas de aceite. De ahí pasó al mundo del transporte: ramo de portes y mudanzas. Un vecino del bloque, empleado en una empresa de mudanzas, habló con el jefe para que el chico echara una mano cuando había mucha faena. Pasaba meses en blanco y semanas de intenso trabajo. Lo mismo trasladaba muebles de un piso a otro que transportaba mercancías. Una vez hasta estuvo transportando cuadros para una importante exposición en el museo. Allí había gente fina y hasta creyó haber ligado con una marchante francesa de maneras refinadas pero devota del macho hispánico. Como que se hizo ilusiones de acompañarla a París y recorrer el mundo adquiriendo obras de arte carísimas y pasando veladas inolvidables entre champán, y sedas y camas de agua. A su madre no le pasaba inadvertida la fantasía inoperante de su hijo. -Si es que tienes muchos pájaros, Dieguito...-le quería hacer ver la pobre mujer. Tras unos meses en el paro halló acomodo en la construcción pero la temporada que pasó de albañil no le dio para mucho. Una contrata por seis meses. La suerte le jugó la mala pasada de que en los cimientos aparecieran restos arqueológicos y en eso que vinieron de patrimonio a averiguar de cuándo eran aquellos huesos de muerto y paralizaron la obra y terminó por perder el trabajo cuando ya se imaginaba que raspando el suelo con una brochita daría con el antepasado del hombre de Atapuerca y que su descubrimiento saldría en todos los periódicos y que hasta saldría en la tele en un programa cultural. Bueno, pues ni eso, porque el negocio inmobiliario tuvo unos años de bajón y se acabaron las ofertas de empleo temporal. De natural fondón y por la falta de esfuerzo físico, se estaba poniendo gordo y fofo. Anduvo un par de meses yendo a la piscina y al gimnasio para adelgazar. De entonces le entró el gusanillo del ejercicio físico. Aunque un amigo le aconsejó que dejara el curso de Pilates y se aplicara en tratar de desarrollar los pectorales y marcar aquellos tríceps hipertrofiados que iban a ser el objeto de las miradas de las chicas. Y en su cabeza se imaginaba protagonizando sesiones fotográficas de ropa interior o de alguna crema bronceadora. Pero como la cosa se alargaba sin que el cine se fijara en él, aceptó la invitación de un compañero de gimnasio para que lo sustituyera en las vacaciones como portero de un garito discoteca -Pirámide- en el polígono industrial. Que a su edad, con el

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Escolta 3

cuerpo bien cuajado con los portes, el aire libre y el ejercicio sistemático, y con nuevos locales abriéndose por la ciudad eran una oportunidad laboral. Pese a que el trabajo tuviera el inconveniente de la discontinuidad (sólo los fines de semana) y que siempre tratar con gente pesaba. Eso sí, daba para ir tirando, permitía moverse en ambientes animados y proporcionaba un círculo de conocimientos que a Diego enseguida se le figuró que iban a dar con él en los programas del corazón alternando con alguien del famoseo. El cielo abierto para comprar un piso y casarse con Paquita. Lo cierto era que hasta aquellos días la cosa no había dado para nada de cuanto había imaginado. Más aún, desde que había cobrado auge el fenómeno del “botellón”, peligraba el trabajo. Al muchacho lo que se dice los cambios no es que le entusiasmen pero cuando las necesidades aprietan o se trata de priorizar sueños le viene como un ramalazo comercial que no es de familia. En esas se ve en un futuro como representante de batidos energéticos o de píldoras, anfetaminas y anabolizantes para el desarrollo corporal en un gimnasio propio. En fin, “a cuidar el cuerpo”, como a él le gusta decir. -Pero, ¿tú sabes lo que cuesta un local?-se rebrinca don Hipólito. -Yo había pensado en alquiler-responde con acento pragmático el iluso. -Eso es tirar el dinero y además, ¿de dónde vas a sacar para la finaza o el aval? -La Junta de Andalucía da subvenciones a los jóvenes. -Un carajo, la Junta da un carajo- remata el suegro y ahí acaba con el proyecto emprendedor del joven. Al señor Peña le tiemblan las manos un poco. Secuelas de la lucha contra el terrorismo. Por eso y para calmar los nervios, Diego calienta agua en el fogón de la cocina y vuelve al poco con un par de tazas de menta-poleo. Mientras dan sorbitos, el anciano evita una emboscada un día que iba de patrulla por una carretera comarcal, veinticinco años atrás, a mil kilómetros de distancia, y el chico trata de sujetar el torbellino que le zumba en la cabeza: la vergüenza delante de Peña, la opción de aceptar un trabajo peligroso fuera de su entorno, el tiempo que queda hasta que llegue Paquita y si hoy habrá sexo o no, que es viernes y ella se quedó enfadada ayer, y además, sólo quedan un par de horas para empezar su exigua semana laboral. El tictac del reloj de la salita pone un ritmo pausado a la cabezada de Peña delante de la televisión y al tamborileo de los dedos de Diego en el brazo del sofá. El bloque de publicidad resuena con fuerza en la estancia y don Hipólito vuelve a ponderar la conveniencia de que el chico acepte el trabajo apelando al carácter, porque en la vida hay que tener cojones, y a lo afectivo, porque así su niña, que ya va para los treinta, no se quedará para vestir santos. Pero enseguida el silencio engulle la sala y los dos se quedan ensimismados en sus propias cavilaciones. -Chico, una oportunidad como esa no se puede desaprovechar. Que tiene peligro, claro. Pero es un trabajo honrado, te sirve de experiencia y que podéis ahorrar para el piso y poder casaros. -Pero, ¿y si pasa lo que no tiene que pasar? -Coño, todo son pegas. Dios no lo quiera pero, en ese caso, paga doble y tu mujer y tus niños con la vida resuelta, porque vais a tener hijos, ¿no? Peña, desde su quebrada salud, pone un par de andamios imaginarios y arma el edificio del porvenir de su hija en un santiamén. Y es que como lleva mucho sufrido, sólo espera dejarla situada. Ya se apañará él los años que le queden.

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Escolta 4

Tres años pasó en el cuartel de Intxaurrondo sin salir. Lo justo para el servicio y de vuelta. Todo por la patria. Imponer respeto a las leyes y lealtad al cuerpo, a los mandos y a los compañeros, que aquello sí que era camaradería. Coño, mil días bajo el mismo techo, ya es un roce. Y el baldón del nombre, que le acarreaba continuos sobresaltos. Si alguien lo reconocía por la calle, “Poli”. Que hasta en casa se le crispaban los nervios en cuanto su mujer lo cogía desprevenido, “Poli”. Hipólito sale un momento al baño y vuelve con cara de satisfacción. -Tócala…-le dice a su futuro yerno. Y le tiembla la voz al nombrarla- La Yoli-. El arma reglamentaria tuvo que devolverla después de lo de los nervios, los informes psiquiátricos y las bajas. Cuando lo jubilaron anticipadamente, los compañeros le reglaron aquella pistola. Se la requisaron a uno de la ETA. Era bonita y letal, había matado a tres picoletos. A Diego le da un escalofrío. Aunque es grandullón y anchote, se embebe con la violencia. En cuanto el jubilado de la benemérita regresa de guardar la pistola se reanuda la conversación. -No, si yo no digo que no sea una oportunidad pero que me hacía a mí ilusión seguir de portero hasta que me hicieran relaciones públicas. Es menos arriesgado y te dan entradas gratis para ti y para los familiares, que es un ahorro. -Pero, criatura, ¿tú qué edad tienes? El tono ralentizado que acaba de usar el padre de la novia lo previene de que debe tomar precauciones antes de responder. -Que conste que yo estoy por casarme y formar una familia, ¿vale? Don Hipólito se frota los párpados como si hubiera pasado mucho rato leyendo y rememora un par de imágenes de su época de guardia civil en Bilbao. En el paisaje irreal de su memoria no encaja del todo la figura de Dieguito. El chico mira inquieto por la ventana. Parece que su novia se retrasa. Tiene un nudo en el estómago y otro en la cabeza. De un lado, Paquita, la hipoteca del pisito, el sueldo de mileurista; de otro, vivir con su madre, el amor a salto de mata, la escueta paguita de portero sumada a una raquítica pensión de viudedad para ayudar a tirar el mes. En el horizonte inmediato de Dieguito Vilches se confrontan dos mundos. El día y la noche. La claridad de un porvenir luminoso o un futuro negro. El dilema consiste en atinar cuál de las dos opciones que tiene delante es la luz. En esto que entra Paquita. Van a dar las nueve y media. Trabaja de cajera en un supermercado. El sueldo da para ir tirando. Además, tiene que quedarse al arqueo diario después del cierre un día sí y otro no. En cuanto está al corriente de las novedades se le apaga la euforia del saludo inicial. Venía todo el camino pensando en dejarle la tortilla hecha a su padre (o un par de acedías y un poquito de lombarda) y salir a tomar algo a una terraza con Dieguito. Bueno, y si se terciaba, a lo mejor se daban un repaso antes de que el chico se fuera para su casa. Todo depende de los ansiolíticos del viejo. El cabo Peña está prejubilado. Forzoso, desde luego. Guardia Civil hasta la médula, únicamente se avino a dejarlo cuando se le quebró la salud después de tres años de destino en el País Vasco: cosa de los nervios y la tensión diaria, y los médicos le aconsejaron que se volviera a Sevilla. Fue sobre todo por Herminia, su mujer. Por no

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Escolta 5

darle más tiempo aquella mala vida. Y ahora, como si el destino quisiera recompensarlo, se encuentra ante la posibilidad de que su futuro yerno siga sus pasos en defensa de la ley y el orden. -De paisano y con mucho ojo, no hay problema. En un par de años, pides el traslado y ya está. Con la experiencia que traigas, faena no te va a faltar. Poli sigue porfiando con Diego. El chico confiesa que preferiría no dejar Sevilla que es toda una vida y que está hecho a lo de la tierra, a lo andaluz, y en su cabeza bullen de pronto las procesiones de Semana Santa y el olor del incienso y del sudor mezclándose debajo del paso de la Virgen de la Amargura que porta con otros costaleros cada primavera desde hacen tantos años. La joven está reinando en lo suyo. Una buena furgoneta de segunda mano y a hacer mudanzas o, mejor, a dar portes. Servicios. Empresarios de paquetería. Un par de años de ahorro y seguro que tenían para dar la entrada del transporte y del pisito nuevo para casarse. Paquita es una chica formal. Educada en el rigor constante del cuerpo, es una mujer familiar, sencilla y práctica. Si no llegó más lejos en los estudios fue porque con tanto traslado del padre no acabó nunca de centrarse. Y también porque con los años, cuando se jubiló, le cayó la responsabilidad de cuidar de él. Pero es dispuesta, trabajadora y sabe lo que quiere en la vida y lucha por ello. En su corazón guarda una ilusión lejana: casarse y tener hijos. Pero primero hace falta que Diego encuentre un trabajo estable de una vez. A Paquita no le queda mucho tiempo para pensar pero cuando lo hace ordena su presente, su pasado y su futuro con brevedad y eficiencia. Allí, delante de los dos hombres de su vida, discutiendo, con apenas un par de horas por delante para sus cosas y un futuro tan incierto como impreciso, opta por tirar por la calle de en medio. Quitar a Diego de las tentaciones de las noches de farra, aspecto positivo. Perder de vista a su novio unos meses, tal vez un par de años, aspecto negativo. Ahorrar en ese tiempo, con encuentros esporádicos, para tener un pisito y arrancar el negocio de los portes, el empujón que le faltaba para tomar una decisión. -Yo creo que lleva razón mi padre…-dice la enamorada. -Hasta luego-se despide la pareja. Sobre la mesa de la salita una acedía enfriándose, el vaso de agua y el ansiolítico de la cena. Y un tiempo inmenso que ocupan los miedos de Hipólito cada noche. Los novios van de la mano. Juntos, pero algo distantes. Hablan poco. Se acercan al bar de Migue. Por suerte, es temprano y hay pocas caras conocidas. -Dos cañas…-pide Diego- Pon media de boquerones y media de ensaladilla. Sentados en los veladores cada uno rumia a su ritmo la intranquilidad. Diego rebobina los consejos del suegro y los extiende sobre la imagen lenta y calmada de su vida diaria ahora o agitada y gris en el País Vasco pronto. Paquita pela con cuidado un par de boquerones, echa un cigarro y va poniendo en su sitio al novio un par de años fuera ahorrando, su trabajo de cajera, los largos meses de espera, si el abuelo se habrá tomado la pastilla y si podrá desahogarse con el novio antes de las diez. -¿Qué piensas?-le pregunta ella con voz sumisa. -Si es que no está claro el tema...-se lamenta Diego.

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Escolta 6

Y como ella levanta la vista del plato y mira alrededor sin añadir palabra, él cree que ha creado una duda razonable en su novia. Regresan a casa a buen paso sin decir nada. Hipólito se ha ido a la cama y ya está roncando. Paquita apaga el televisor y se sienta en el sofá junto a su novio. Por la cabeza de Diego cruza el breve flash de una secuencia habitual. En unos segundos él le echa un brazo por encima y ella le echa mano a la bragueta y se abrazan y se quitan la ropa y se desahogan en el sofá con bufidos sordos para no despertar al viejo. Mientras ella va al baño, él se viste y ahueca los cojines del sofá. Luego, cuando Paquita vuelve, se abrazan en silencio. Pero hoy, pasan unos segundos lentos y no ocurre nada. La joven respira hondo y recurre al as que lleva guardado en la manga. Primero se pasa ella la mano por el vientre y luego coge la mano de Diego y la deja caer en el mismo sitio y lo mira unos segundos fijamente. Él termina por entender el mensaje y un escalofrío le sube por la espalda. -Papá duerme...-dice ella poniendo un énfasis de ternura en cada sílaba. Paquita deja caer una lágrima y mirándolo le dice: -Vete, pero vuelve pronto. Y es como si estuvieran ya en la estación y él fuese a coger el tren en aquel preciso instante. Diego le promete en voz baja y tartamudeando que no se preocupe que ya verá cómo todo irá bien y sale a la calle. La joven sube a ver a su padre. Abre la puerta, se acerca a la cama y dibuja una mueca de sonrisa frente a Poli. En la mirada, el padre comprende. Ella se va a la cama. Por la ventana del dormitorio Hipólito, que ha dejado un rato de pelear con sus fantasmas oscuros, le dice adiós a su valiente yerno.

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