Entre El Amor Y El Farmaco

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Universidad de los Andes Facultad de Ciencias Sociales Departamento de Antropología Maestría en Antropología Social

ENTRE EL AMOR Y EL FÁRMACO LOS PACIENTES AFECTIVOS FRENTE A LA PRÁCTICA PSIQUIÁTRICA EN BOGOTÁ

MARÍA ANGÉLICA OSPINA MARTÍNEZ Código 200427813 Tesis de grado para optar al título de Magíster en Antropología Director: Prof. Carlos Alberto Uribe Tobón

Bogotá D.C., Colombia Diciembre de 2006

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AGRADECIMIENTOS

E

l presente trabajo fue posible gracias a la Beca Parcial de Estudios otorgada por el Departamento de Antropología de la Universidad de los Andes, la cual me cobijó durante la totalidad de mi posgrado. Agradezco, en primer lugar, a los pacientes diagnosticados con trastornos afectivos que accedieron a formar parte de este trabajo a través de nuestras conversaciones durante y después de su hospitalización. De la misma manera doy gracias a los funcionarios de la Clínica Nuestra Señora de la Paz, quienes me atendieron durante mi estadía allí como paciente. También agradezco especialmente a los profesores Gabriel Restrepo y Jorge Morales por su interés en mi trabajo. A mis padres, por liberarme, y a mis abuelos, por no dejarme ir del delicioso fuero de su amor. Debo eterna gratitud, como siempre, a mi maestro Carlos Alberto Uribe Tobón, bastión de la etnopsiquiatría en Colombia, cuya generosidad afectiva e intelectual continúa desbordándose en mis caminos: él inspiró teórica y metodológicamente la realización de esta tesis. Derivada de él, la Red de Estudios en Etnopsiquiatría nutrió mi trabajo a través del estudio conjunto y la solidaridad. A Alejandro Castillejo Cuéllar doy gracias por los abismos y epifanías, por su pedagogía peripatética y su confianza, por enseñarme la posibilidad de una ecuánime interlocución a través de la voz y del silencio; sus seminarios, nuestro trabajo en equipo y nuestras múltiples charlas signaron fundamentalmente mi existencia en los últimos años. Y, finalmente, agradezco a mis amados Diana Marcela Ospina, Jaime Piracón, Santiago Martínez, Diana Urueña y Luis Carlos Castro, quienes se encuentran hoy a mi lado, casi que inexplicablemente, rodeándome de ímpetu vital.

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A mi hermana Diana Marcela, imán de mujer.

Y a la pequeña Cuasimodo: Voy en camino a recogerte. Te levantaré sobre tus heces y tu vómito, y juntas elevaremos arengas de júbilo, fundidas en el cálido abrazo que siempre deseaste. Juntas, por encima de los hedores y fluidos de la muerte.

“Estos pueden ser los últimos días. Los apuramos uno a uno. Mi última parálisis tuvo su origen en un derrame cerebral. Mi preocupación es que después de mi partida quede algo de mí, no ensayos, no declaraciones filosóficas finales, sino amor. Espero que sea eso lo que permanezca y que no se vea demasiado influido por la manera que adopte mi partida definitiva, que me gustaría que fuera sosegada, como un coma, sin lucha con la muerte y sin dejar malos recuerdos. Suceda lo que suceda, nuestra pequeña familia puede vivir para siempre: Grazia, yo y el amor. Así es como me gustaría que sucediera, que no sobreviviera lo intelectual sino el amor”. (Paul K. Feyerabend. Matando el tiempo. Autobiografía. Madrid: Debate, 1995, p. 174)

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ÍNDICE

INTRODUCCIÓN: LA FICCIÓN DE LA CORDURA................ 6 CONSIDERACIONES TEÓRICAS Y DEFINICIÓN DEL PROBLEMA.......... 7 CONSIDERACIONES METODOLÓGICAS Y ÉTICAS.............................. 14 La etnografía de narrativas............................................... 16 Presupuestos éticos............................................................ 18 Sobre el texto...................................................................... 20

Capítulo 1. ASILO, CUERPO Y MENTE: LOS LUGARES DE LA LOCURA..................................................................................... 21 1.1. LOCURA Y PESTE: ANALOGÍAS LOCALIZADAS........................... 21 1.2. TRAS EL LOCUS CORPORAL DE LA LOCURA............................... 34 1.3. DE LA LOCALIZACIÓN DEL AFECTO TRASTORNADO...................40

Capítulo 2. RECORRIENDO LA RUTA: TERAPÉUTICAS HÍBRIDAS PARA LOS “PACIENTES AFECTIVOS”................ 50 2.1. DE “PRE-PACIENTES” A “PACIENTES”: LA UCI COMO UMBRAL 54 El ingreso............................................................................ 54 Agudos................................................................................ 59 2.2. DEL PASO A PISO: LA HOSPITALIZACIÓN....................................63 2.3. CRÓNICOS Y CÍCLICOS: CLÍNICA DIURNA Y CONSULTA EXTERNA........................................................................................ 70

Capítulo 3. AMOR, PODER Y MUERTE: RELATOS MASCULINOS DE MALESTAR................................................... 74 3.1. WILMER: PASIONES ERÓTICAS, PASIONES TANÁTICAS............. 74

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Un hombre de armas tomar...............................................75 Morir de amor................................................................... 78 Adioses al pasado doloroso............................................... 82 3.2. SATURNINO O EL CABALLERO DE LA ARMADURA OXIDADA... 88 Linealidades, iteraciones y silencios.................................. 90 Ni “adherencia al tratamiento”, ni “conciencia de la enfermedad”....................................................................... 93 3.3. LOS DEMONIOS DE ÁNGEL....................................................... 98 La “enciclopedia china” del TOC...................................... 100 Autoagresión: yo soy otros................................................ 104 3.4. NOÉ Y LA IRA DE LA GUERRA................................................... 109 Hitos luctuosos: secuencia I............................................... 111 La ley del Talión: secuencia II............................................ 114

CONCLUSIONES: LA CUESTIÓN DEL VÍNCULO.................. 126

BIBLIOGRAFÍA............................................................................... 139

ANEXO: CONSENTIMIENTO INFORMADO......................................... 146

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INTRODUCCIÓN: LA FICCIÓN DE LA CORDURA

E

l silencio se apoderó de mi intención de escribir, pero también se volvió un

pre-texto. Dos años y medio sentada de nuevo en las aulas que otrora me

causaban paranoia debían desembocar en un trabajo de grado, muy bien pensado desde el inicio de mi maestría. Me asaltaron preguntas sobre las remembranzas de la locura en mi ciudad, sobre la liminalidad de los depositarios de la sinrazón y su experiencia en los manicomios corroídos de la Beneficencia de Cundinamarca en el umbral del siglo

XX.

Me situé lejos en el tiempo, lejos en el espacio, indagando por lugares desaparecidos, cuya sombra quizás permaneciera en las grutas de la evocación personal. Me decidí por el escrutinio de voces y de registros escritos que me ofrecerían elocuentes testimonios sobre las formas que el recuerdo adquiere en los niveles personal y colectivo. Voces y registros de “no-lugares”, de aquellos que el antropólogo cree poder manipular con pinzas, sin embadurnarse de suciedades o fluidos. Meses después me encontraba entubada en una unidad de reanimación, anticipo orgánico de la hospitalización en una clínica psiquiátrica muy conocida de Bogotá. Aunque en contra de mi voluntad, no sólo había ingresado a uno de los lugares de la locura, sino además yo misma hacía parte del objeto de mi estudio. De allí en adelante mi experiencia como paciente determinaría epistemológicamente el curso del trabajo. La sensibilidad perceptiva de la que debe gozar el buen antropólogo había sido hiperestesiada por la enfermedad, el tratamiento y la interlocución con mis pares y los funcionarios clínicos, en un trasegar que parecía que no llegaría jamás a su fin gracias al rótulo del trastorno crónico. Era inútil, pues, establecer cualquier “distancia etnográfica”. Esta vez yo misma era suciedad y fluido, sinrazón y silencio, dolor y limen.

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Fue imposible de allí en adelante no atender a las voces del sufrimiento contemporáneo y a las de sus respectivos terapeutas. Pero también fue insostenible esquivar las miradas, eludir los olores, rehuir el contacto físico que se exarcebaba entre los pacientes; todo ello portador de datos que con dificultad se adherían a mis recuerdos, o mejor, que se registraban de modos distintos a los convencionales. Y es que bajo los efectos caprichosos de las benzodiazepinas –entre los que son notorios los olvidos–, el rigor empírico-positivo de la objetividad era risible. No se trataba ahora de aprehender un “nuevo allá” con unos “nuevos otros”, pues lo estaba haciendo irremediablemente a través de mi propia experiencia en esa alteridad y liminalidad social que todavía se equiparan con la enfermedad mental. Por lo demás, allí lo que prevalece es el silencio, el dolor domesticado; en consecuencia, las inscripciones se hallan en el cuerpo y en los velos de la narrativa autobiográfica, cuya teleología muta según el interlocutor y el espacio físico. Mi periodo de hospitalización fue de un mes, al cual se sumaron mis anteriores visitas como antropóloga a otras instituciones psiquiátricas. Como interna continué con la orientación académica de mi director de tesis, quien pacientemente recibía las llamadas delirantes que le hacía desde el teléfono público de la clínica. Él me instó a llevar un diario que terminaría por convertirse en el registro de campo de rigor; así mismo, me recomendó leer algunas piezas literarias, todo con el fin de liberarme por momentos de los tentáculos de la “institución total”. Tanto la lectura como la escritura se me desvelaron como terapéuticas, especialmente cuando me sorprendía a mí misma en la clásica ambigüedad del etnógrafo. El estar dentro y fuera al mismo tiempo, entre la racionalidad científica y la alienación, me causaba muchísima gracia. Y me cuestionaba, simultánea y pertinazmente, sobre el grado de realidad de la cordura, de la razón que domeña al instinto con el supuesto objetivo de producir verdad sobre el mundo.

CONSIDERACIONES TEÓRICAS Y DEFINICIÓN DEL PROBLEMA Todo aquello me lanzó metodológicamente por otras vías, pero además incidió en la reelaboración del problema inicial de mi estudio. Durante este recorrido surgieron

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cuestiones articuladas a los mismos temas. Una de ellas tenía que ver con la vigencia de la dicotomía cartesiana entre soma y psykhé en el ejercicio de la psiquiatría. En mi concepto, la pretensión cientificista de la disciplina y su insistencia histórica en legitimarse como especialidad médica fueron los principales móviles de la localización de la locura: para tratarla clínicamente debía concebirse como patología orgánica. Sin embargo, la dimensión social manifiesta de la enfermedad mental, en la medida en que sólo en la relación intersubjetiva puede hacerse evidente, ha obligado a la psiquiatría a revisar otros aspectos distintos a los fisiológicos. De ahí que cada contexto en el que surgen premisas etiológicas y terapéuticas sobre la locura, produzca un dispositivo explicativo distinto constituido por significaciones provenientes de todos los ámbitos sociales. Los grandes debates en torno a las dimensiones histórico-culturales del saber psiquiátrico han sido apuntalados precisamente por las corrientes críticas de las ciencias humanas, en particular el constructivismo y deconstructivismo sociales, la antipsiquiatría y los estudios sociales de la ciencia como herederos de la llamada crisis de la representación. Desde la publicación de Historia de la locura en la época clásica de Michel Foucault, junto a Internados de Erving Goffman, ambos en 1961, comenzó a adquirir relevancia en el análisis de la enfermedad mental el problema de su representación dentro de contextos particulares de producción de saber. Así, los estudios sobre las instituciones psiquiátricas se enfocaron primordialmente en las prácticas discursivas sobre el cuerpo y las relaciones de poder establecidas frente al “loco” como sujeto representado sociohistóricamente. En los estudios posteriores se privilegiarían temas como la vida cotidiana de las instituciones; los usos políticos de los espacios de la locura; las condiciones de la relación médico-paciente; las narrativas de enfermos, médicos y funcionarios clínicos; la trayectoria local y global de la disciplina psiquiátrica; los vínculos entre el saber y la práctica psiquiátricos (etiologías y nosologías de la enfermedad mental) y los contextos en que se enuncian, entre otros. Es entonces evidente que, dentro de estos argumentos, siempre captó mi atención aquel de la “localización de la locura” como forma de legitimación del saber psiquiátrico que implica una representación particular sobre aquélla. No obstante, la enfermedad

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mental incluye una dimensión biológica que no puede obviarse; la discusión radica más bien en el presupuesto antropológico de que el humano puede significar su propia biología. Por tanto, la enfermedad adquiere una connotación más amplia, en la medida en que su dinámica es representada y validada dentro del contexto donde se significa. Ello presupone que la enfermedad no es sólo manifiesta en un cuerpo orgánico, sino que además es experimentada por un sujeto ubicado histórico-culturalmente. En la misma vía, podríamos referirnos a la definición de la enfermedad mental de parte de los especialistas clínicos, ya que la producción de sus categorías y su propio ejercicio disciplinario también se encuentran expuestos a contundentes transformaciones en las matrices simbólicas en que se hallan, en los modelos epistémicos a los que se adhieren en una u otra época. En palabras de Berrios:

Un prejuicio importante (aún olvidado con frecuencia) tiene que ver con los cambios normales en la ‘episteme’ o ‘themata’, i.e. en la forma en la que los observadores son instruidos por su cultura para percibir el desorden mental [el autor refiere aquí a Bachelard (1938) y Holton (1973)1]. La existencia de una perspectiva cambiante como esta fomenta la creencia ‘relativista’ de que los síntomas mentales (y las enfermedades mentales) son únicamente constructos culturales. Las variaciones culturales en la presentación del síntoma, sin embargo, no necesariamente anulan el signo biológico (1996: 2, traducción libre).

En este trabajo, por consiguiente, mi objetivo central apunta a la revisión de ciertos elementos culturales presentes en la definición de los llamados trastornos del estado de ánimo y trastornos de ansiedad. Esta indagación incluye tanto los diagnósticos y tratamientos psiquiátricos como la experiencia del paciente frente a este tipo de trastornos. La premisa conceptual que orienta el análisis es la de la existencia de modelos explicativos distintos sobre la enfermedad mental, cuya diferencia se basa en la 1

Las referencias completas de estos autores son: Bachelard, G. (1938). La formation de l’esprit scientifique. Paris: Vrin; Holton, G. (1973). Thematic Origins of Scientific Thought. Cambridge, Massachusetts: Harvard University Press.

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perspectiva de su enunciación, tal como lo plantean Kleinman, Eisenberg y Good (2006 [1978]). Es decir, tanto el ejercicio del funcionario clínico como la posición del enfermo determinan la explicación y la agencia de cada uno sobre el trastorno. Para este caso particular, analizo el modelo explicativo médico-psiquiátrico y el modelo explicativo del paciente afectivo, respecto a los trastornos mencionados. En el primer modelo tomo primordialmente en cuenta la conceptualización del Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders (DSM-IV) (1994) sobre tales trastornos, así como las terapéuticas correspondientes con su corpus explicativo. En simultánea, examino la aplicación de dicho modelo en la institución psiquiátrica observada y las innovaciones o adecuaciones que sobre aquél se evidencian en el lugar. En el segundo modelo, el del paciente, tomo como referente principal la experiencia de la internación psiquiátrica desde el punto de vista de los hospitalizados. A través de su inserción en esta ruta terapéutica y de su “carrera moral” como pacientes (Goffman, 2004 [1961]), considero su percepción sobre los trastornos y su tratamiento, desde la distinción que establecen con los “enfermos psicóticos”. Los sujetos diagnosticados con trastornos del estado de ánimo y trastornos de ansiedad se consideran pacientes afectivos, situados en las tenues fronteras entre lo “facticio”, la “neurosis” y el “delirio patológico”; al mismo tiempo, se ubican en el polo opuesto de las psicosis en tanto sus trastornos no son circunscritos médicamente sólo a la disfunción biológica (cf. Uribe, 2000). En medio de estos modelos explicativos, concibo indispensable el análisis de las tramas argumentales (Uribe, 1999) de las narraciones sobre la experiencia frente al malestar (illness) (Kleinman, Eisenberg y Good, 2006 [1978]), en contraste con la interpretación psiquiátrica que privilegia el lenguaje biomédico (Uribe, 1999). El sufrimiento es relatado por los pacientes afectivos dentro del marco de una “narrativa trágica” que instala la experiencia subjetiva en un contexto moral que le otorga sentido al malestar (ibid.). Según Uribe, los tipos de secuenciación narrativa frente al dolor se limitan fundamentalmente a cinco: el de la explicación de la enfermedad en torno a un hito vital doloroso y traumático; el de una etiología centrada en la sanción divina de la trasgresión de normas; el del sino de la enfermedad como resultado de una acumulación de eventos infortunados; el de la susceptibilidad del sujeto a contraer su enfermedad vía

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sus rasgos biológicos o comportamentales –estos validados culturalmente–; y, por último, el de la teoría del paciente como “víctima sacrificial” que con su enfermedad debe resarcir los errores de otros –particularmente, de otros próximos a él– (1999: 222223). Tales narrativas, siguiendo a Uribe, cumplen el papel de “domesticar” el malestar a través de la palabra, estableciendo una temporalidad vital e imputándole verosimilitud a los eventos allí comprometidos. En lo que respecta al modelo explicativo del médico, se hace evidente una reinterpretación de la narración del paciente dentro de un sofisticado corpus de categorías, en pos de un diagnóstico certero y mensurable. El modelo biomédico de la enfermedad (disease) (Kleinman, Eisenberg y Good, 2006 [1978]) cumple además con la función de universalizar un lenguaje que dé cuenta de sus rasgos para aplicar un tratamiento adecuado a ellos; en suma, la terapia es un correlato del diagnóstico y ambos obedecen a un orden taxonómico. En estos términos, la enfermedad mental es así concebida por el DSM-IV:

En este manual cada trastorno mental es conceptualizado como un síndrome o un patrón comportamental o psicológico de significación clínica, que aparece asociado a un malestar (p. ej., dolor), a una discapacidad (p. ej., deterioro en una o más áreas de funcionamiento) o a un riesgo significativamente aumentado de morir o de sufrir dolor, discapacidad o pérdida de libertad. Además, este síndrome o patrón no debe ser meramente una respuesta culturalmente aceptada a un acontecimiento particular (p. ej., la muerte de un ser querido). Cualquiera que sea su causa, debe considerarse como la manifestación individual de una disfunción comportamental, psicológica o biológica. Ni el comportamiento desviado (p. ej., político, religioso o sexual) ni los conflictos entre el individuo y la sociedad son trastornos mentales, a no ser que la desviación o el conflicto sean síntomas de una disfunción (American Psychiatric Association, 1994: “Definición de trastorno mental”).

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Para la psiquiatría biomédica, entonces, la narración del paciente sobre lo que le representa el malestar como sujeto debe ser adecuada y actualizada en el encuentro clínico, traduciendo las categorías socioculturales a la etiología y nosografía médicas (Uribe, 1999). Los significados a los que alude el paciente, en este modelo, son mero “ruido” (Berrios, 1996), se reducen a aspectos “epifenoménicos” o “patoplásticos” –no patogenéticos– de la enfermedad, que no dan cuenta de su etiología y que, por consiguiente, tampoco se consideran primordiales dentro de un posible tratamiento (Uribe, 2000). Allí, el paciente psiquiátrico no ejerce una agencia sobre su enfermedad; bajo dicha lógica, suele diagnosticarse como paciente crónico. Esta interpretación de la enfermedad mental ubica al paciente en una categoría de “incurabilidad” y de sumisión perpetua al tratamiento clínico, particularmente, en la psiquiatría contemporánea, a la internación y/o a la farmacoterapia. El antagonismo entre estos dos modelos, según Uribe, puede hacer del encuentro clínico psiquiátrico una verdadera “zona de combate”:

...el “loco” puede resistirse a ser “enloquecido”, esto es, “diagnosticado” por el psiquiatra y puede rechazar como nocivos los fármacos y las terapias que se le administran para curarlo. Combate que asimismo se expresa en un complejo conjunto de estrategias que los enfermos desarrollan para sobrevivir en el internamiento psiquiátrico y contrarrestar la palabra médica que los envuelve en su empeño por devolverlos a la “normalidad” (1999: 220).

A pesar de que la narración del paciente haya sido subestimada, fueron Charcot, Breuer, Janet y Freud, a finales del siglo XIX y comienzos del XX, junto con Kraepelin y Jaspers, quienes inauguraron una vía fenomenológica de los padecimientos psíquicos basada en la escucha del paciente, en especial de las urdimbres vitales femeninas. Trabajos posteriores como Memorias de mi enfermedad nerviosa (1967 [1903]) de Schreber y Yo, Pierre Rivière, habiendo degollado a mi madre, a mi hermano y a mi hermano...: Un caso de parricidio del siglo

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(1983) de Foucault, otorgarían más

adelante un valor preponderante a la voz del “loco”, cuya narrativa dilucidaba además un

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contexto social más amplio. En la misma psiquiatría, ciertos trabajos paradigmáticos, aunque marginales, atestiguan sobre la posibilidad de la cura de la enfermedad mental a través de una transformación del encuentro clínico, desde la base de la interlocución entre médico y paciente: Viaje a través de la locura (1974) de Mary Barnes y Joseph Berke, y La realización simbólica y Diario de una esquizofrénica de M.A. Sechehaye y su paciente Renée (2003 [1958]) son dos ejemplos de ello. Al considerar que estos modelos explicativos sugieren dos sistemas culturales que cohabitan en conflicto –el del clínico y el del paciente–, pretendo poner de manifiesto algunas cuestiones a través de la etnografía de la ruta terapéutica de los pacientes afectivos en la Clínica de Nuestra Señora de la Paz en Bogotá. En primera instancia, me pregunto por las condiciones del encuentro entre médico y paciente que produce la emergencia de sus respectivos modelos explicativos y, por tanto, genera correspondencias, distancias y enfrentamientos entre ambos. Una vez explorada esta escena, me interrogo por los componentes que aparecen en la explicación del paciente afectivo sobre su trastorno y posible tratamiento, en la medida en que su exégesis se centra en una narrativa autobiográfica. Aquello contribuye a dilucidar la percepción del paciente sobre la eficacia o ineficacia de la terapia psiquiátrica que recibe, condición determinante en su “adherencia al tratamiento”, como es definida por los clínicos. Por último, como derivación obvia de esta ruta etnográfica, me cuestiono sobre los elementos culturales sobre el “afecto” –esencia de los trastornos analizados– y su presencia constitutiva –no epifenoménica– en el malestar del paciente. Considero que tales cuestiones deben ser puestas en perspectiva histórica. A lo largo del trabajo, discutiré el problema de los “trastornos afectivos” en la trayectoria de la psiquiatría como especialidad médica, teniendo en cuenta su ambivalencia sobre la conceptualización de la enfermedad mental en términos orgánicos y/o psicosociales. Allí tendrá relevancia el desarrollo histórico de la nosografía de dichos trastornos y la carga sociocultural comprometida en su definición. Paralelamente, revisaré los distintos correlatos terapéuticos de esta categoría psicopatológica y su aplicación particular, los cuales se desarrollan generalmente a la par con la creación de espacios especializados en el manejo de la enfermedad mental. Por otra parte, al revisar el contexto local de mi

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interés, situaré el problema en la evolución de la psiquiatría en Colombia y sus relaciones con las políticas estatales de salud, la beneficencia y la asistencia social, y los desarrollos propios en cuanto a terapéuticas psiquiátricas. Y, a través de los relatos de los pacientes afectivos, indagaré sobre las ideas predominantes en nuestra sociedad frente al afecto que en ellos subyacen y que poseen cierta profundidad histórico-cultural, además de una configuración subjetiva particular.

CONSIDERACIONES METODOLÓGICAS Y ÉTICAS

Mi perspectiva respecto al tema y al problema de investigación se encuentra inextricablemente ligada a mi vivencia como paciente psiquiátrica. De allí que en este trabajo se privilegie el punto de vista del paciente, bien respecto a su reflexión crítica sobre el diagnóstico y el tratamiento psiquiátricos; bien frente a su sometimiento o apropiación de los referentes que la psiquiatría le ofrece; bien en la explicación subjetiva del malestar. De todos estos caminos emergen posibilidades de comprensión del trastorno, además de una aproximación a la experiencia frente a este durante la hospitalización. A lo largo de mi estadía en la clínica, como ya lo expuse, llevé un registro en diarios de campo y grabaciones de audio, que me permitieron consignar un tipo de información in situ, de un modo no muy canónico. Mi trayecto por la ruta del paciente afectivo es mi principal fuente de información. En ese camino aprehendí la realidad de forma distinta, aunque no menos legítima dentro del ejercicio etnográfico. Allí mismo me aproximé a distintas personas –tanto pacientes como clínicos– con quienes establecí una interlocución, también situada. Pero dado que mi énfasis se encuentra en la voz de los pacientes, decidí otorgarle prelación a los relatos de cuatro de ellos con quienes compartí la internación. A través de nuestras conversaciones y de las entrevistas semiestructuradas y en profundidad que les efectué, además de la revisión de ciertos diarios personales y de nuestra correspondencia electrónica, pude dilucidar algunos elementos culturales que emergen en sus explicaciones sobre el trastorno afectivo.

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Para efectos de restricción del problema, escogí a cuatro hombres, uno de ellos diagnosticado con amnesia temporal, otro con depresión mayor, otro con trastorno obsesivo compulsivo y el último con estrés postraumático. Las edades oscilan entre los 15 y los 50 años, y aunque no exista un criterio etáreo, cada paciente refiere también en su malestar ciertos significados imputados a este factor en nuestra cultura (por ejemplo, nociones sobre la adolescencia, la adultez y la vejez masculinas). Por otra parte, su condición masculina determina los relatos de malestar, en la medida en que sus roles, relaciones e ideales de género aparecen comprometidos en la lógica de tales narraciones, aunados a las metáforas que sobre lo viril se sobredimensionan en la explicación de sus dilemas afectivos. En este sentido, mi óptica femenina no fue más importante que mi posición en las relaciones que con ellos mantuve. Yo misma servía de señuelo para la escena del afecto, aun cuando era obvio que con mis compañeros y compañeras compartíamos similares dramas familiares y románticos. La pregunta sobre el vínculo con otros, en especial sobre la dificultad que a todos nos representaba, aparecía en nuestras relaciones cotidianas cuando el contacto físico reemplazaba incluso la mirada –la misma que se hallaba perdida en los efectos del fármaco–; cuando a la menor muestra de cariño, seguía una persecución voraz; cuando la belleza de todos atisbaba absurda por entre nuestras apariencias desaliñadas. Palabras más, palabras menos: la etnógrafa-paciente y los informantes-colegas2 compartíamos la misma matriz cultural sobre el afecto. Sin duda, una ventaja metodológica, aprovechable solamente en una postura etnográfica reflexiva. En retrospectiva, he optado por reconstruir nuestra experiencia como pacientes en el circuito terapéutico de la Clínica de Nuestra Señora de la Paz en Bogotá. Las situaciones a las que aludo organizan una secuencia narrativa que corresponde con nuestro trayecto y con la habitación día tras día de ese espacio de separación del mundo. El encierro, el sometimiento a rutinas, a lugares y fronteras, la nueva relación con las visitas, la aparición de una “comunidad de pares” y la sumisión a una jerarquía

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Debo el término “colegas”, para designar a los compañeros de internación, a Teresita, paciente de 60 años de la Clínica Nuestra Señora de la Paz, diagnosticada con Trastorno Afectivo Bipolar I.

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administrativa han sido objeto de mi etnografía en la institución, aunque no desde un enfoque institucional.

La etnografía de narrativas El hecho de que en el presente trabajo otorgue relevancia a la hermenéutica de la experiencia narrada de algunos pacientes psiquiátricos, me ha obligado a considerar el análisis de estos relatos desde distintas dimensiones. Elementos como la facticidad de lo narrado, así como la temporalidad implícita en ello, la secuenciación de los hechos en pos de un objetivo, las condiciones de la rememoración, las funciones sociales de una versión u otra sobre el pasado, entre otros, son relevantes a la hora de aproximarse a una interpretación más amplia y triangulada sobre un tema como el que aquí me atañe. La antropología en general ha considerado las narrativas autobiográficas como fuente de información tanto de la historia de vida del sujeto como del contexto en que se desenvuelve. Dentro de esta intencionalidad, por ejemplo, la etnografía de la memoria ha dirigido su atención paralelamente al “acontecimiento vivido” y al “acontecimiento recordado”, restándole supremacía a la veracidad de los sucesos y procurando una interpretación más que una explicación de estos. El historiador Alessandro Portelli afirma, por ejemplo, que: “El hecho histórico relevante, más que el propio acontecimiento en sí, es la memoria” (1989: 29). En esta línea, trabajos como los de Sergio Visacovsky (2001) han superado las analogías historia = verdad y narrativa = ficción, sobre la base de que ambas son fuerzas activas en el proceso constitutivo de lo social. Según este mismo autor, el mundo factual y el mundo interpretado están interpenetrados y se constituyen el uno al otro: “El tratamiento de las concepciones del pasado colectivo involucra entender su eficacia en la producción y reproducción social en el presente. El auténtico problema es cómo la temporalidad pasada es producida por y constitutiva de las prácticas sociales” (2001: 22). En este sentido, se concibe que los relatos retrospectivos involucran al mismo tiempo el hecho sucedido, el acontecimiento evocado y las formas y condiciones de producción y uso de lo recordado (Candau, 2002; Visacovsky, 2001). Así, tanto las

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fuentes orales como las escritas, en su papel de registros verbales, pueden ser tratadas como objetos culturales susceptibles de etnografiar (Visacovsky, 2001: 42). Cada retrospección constituye un lugar de convergencia y articulación de distintos planos de la realidad, en los niveles diacrónico y sincrónico, subjetivo y colectivo, público y privado. Esta versatilidad de la narrativa retrospectiva amplía el espectro para la comprensión de los temas en torno a los cuales gira el recuerdo. Es preciso aquí definir la narrativa como la posibilidad verbal, performativa o imagenológica de organizar la experiencia mediante la articulación de ciertos eventos en forma secuenciada (Candau, 2002; Visacovsky, 2001). Tal operación apunta generalmente a un objetivo en particular, trazado por el individuo que narra desde un contexto particular en el que lo enunciado se pone a su servicio. La narrativa se constituye en una práctica social, ya que no sólo se reduce a lo discursivo sino que tiene real injerencia en la lógica de acción de los sujetos. Pero así como la narrativa es usada por quien la enuncia en sus contextos de acción, también es nutrida por la matriz de significado que tales contextos le otorgan al sujeto (ver p. ej., Austin, 1986; Candau, 2002; Habermas, 1990; Ricœur 1998; Visacovsky, 2001). En este sentido, es posible dilucidar algunos rasgos de la narrativa retrospectiva que sirven a los intereses del sujeto considerado como paciente afectivo. En primer lugar, cualquier remembranza nos habla de la trama de condiciones que influyen en su enunciación. Tal como lo refiere Candau, basándose en Maurice Halbwachs (1952 [1925]): “Dado que los marcos sociales de la memoria orientan la evocación, la anamnesis de un informante dependerá de los marcos sociales contemporáneos a él y, por consiguiente, éste otorgará una visión de los acontecimientos pasados en parte modificada por el presente” (2002: 100-101). De esta manera, una etnografía del relato retrospectivo arroja datos simultáneamente sobre el contexto pasado donde ocurrieron los eventos y el contexto actual de la enunciación. Ligado a lo anterior, tenemos en segundo lugar que un elemento subyacente a lo narrado es la intencionalidad de quien recuerda al organizar de una manera –y no de otra– su remembranza. Siguiendo a Bachelard:

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El acto de memoria que se dilucida en los relatos de vida evidencia esta aptitud específicamente humana de poder volcarse hacia el propio pasado para hacer un inventario con este, poner en orden y darle coherencia a los acontecimientos de la vida que son considerados significativos en el momento del relato (1950: 35, traducción libre).

Es así como del análisis de la narración pueden emerger una o múltiples teleologías referidas a la agenda autobiográfica del sujeto. La intencionalidad puede variar según el lugar o el momento en que se narra la historia, al igual que el interlocutor o el escucha. Ello se aúna al hecho de que la comunicabilidad depende también de estos factores. Esta situación se hace manifiesta en los relatos de los pacientes psiquiátricos, en especial los afectivos, en su encuentro con los clínicos; la información que se expresa se corresponde con las características de esa relación. De allí que suelan aparecer tantos silencios, entretejidos a su vez con fragmentos de la historia elegidos en consonancia con el tipo de vínculo entre médico y paciente. Otro rasgo relevante en el análisis de las narrativas de enfermedad es la temporalidad en que se instala la secuencia de eventos relatados. El paciente puede escoger una línea temporal según el énfasis que le otorgue a ciertos hechos y que, a la vez, favorezca su intencionalidad. Por lo demás, aquí también entra a jugar la temporalidad a la que el médico traslada los hechos narrados por su paciente, en pos de una secuencia evolutiva de la enfermedad y de la constitución de una historia clínica en la que la mejoría, la remisión y la recidiva son datos fundamentales. Bajo estos preceptos situaré el análisis del material narrativo que configura el trabajo.

Presupuestos éticos Como punto clave en esta investigación, he decidido precisar mi ubicación dentro del campo de estudio, no sólo como un intento de aplicar la reflexividad que tanto se predica hoy en día en nuestras disciplinas, sino como un ejercicio de honestidad –si se quiere, metodológica–. Por ello, como lo expuse anteriormente, he partido de la

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influencia de mi perspectiva y locus de enunciación durante todo este trabajo. Debo apuntar, no obstante, que al mismo tiempo que mi experiencia pudo haberme dotado de suficiente autoridad etnográfica, también hubiera podido contribuir a una exageración o caricaturización tanto de mis dramas personales como los de los demás pacientes. Más allá de estos límites, decidí aprovechar el lugar epistemológico en que me encontraba, reflexionando sobre la cercanía al objeto y renunciando a la canónica distancia etnográfica. En consecuencia, el ejercicio reflexivo aquí propuesto empieza por considerar que, como propone Devereux, “los datos más característicos de todas las ciencias del comportamiento son fenómenos desencadenados por la misma observación” (1977: 358). Los resultados de cualquier investigación se encuentran determinados por la relación trasferencial y contratrasferencial establecida entre el observador, los sujetos observados y lo observado; doble vínculo que se plantea como aprovechable en la recolección y análisis de datos. Devereux señala la perturbación ansiosa que provoca lo observado sobre el observador (contratrasferencia) como el dato de mayor relevancia en la investigación, dado que tal ansiedad siempre será susceptible de ser analizada directamente por el investigador, gracias a su lugar “incorporado”: “las observaciones más relevantes del observador están [...] ‘acá dentro’, y por lo menos ‘en’ la psique del observador, y aun en cierto sentido ‘dentro’ de ella” (1997: 358). Por último, debo aclarar que el uso de los relatos recogidos para fines de esta investigación ha sido autorizado por los entrevistados, cuyos nombres han sido cambiados para proteger su identidad. Cada uno de ellos manifestó explícitamente su intención de colaborar con este trabajo, cediendo tan sólo la información que ellos consideraran. El informe final producto de este estudio fue revisado por ellos antes de ser presentado para evaluación. Así mismo, todos firmaron un formato de consentimiento informado donde se hacen manifiestos tales compromisos e intenciones (Ver Anexo). Y, con respecto a la clínica, asumo mi derecho como paciente a hablar sobre mi internación en el lugar; por tanto, este informe no fue sometido al examen del comité de ética de la institución.

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Sobre el texto Debo confesar que uno de mis mayores obstáculos en la realización de este trabajo fue la escritura del informe final. Sin embargo, la comunicabilidad, la intención de hacer inteligible algo que puede no parecerlo, constituye uno de los principales retos que la etnografía plantea a los antropólogos. Bastante se nos insiste hoy en que no se trata de un ejercicio de traductibilidad, ni de legitimar a través de la lógica verbal una versión irrebatible de lo observado. Aquí he procurado oscilar entre muchas voces y versiones con el fin de ilustrar una perspectiva poco explorada de la enfermedad mental en nuestro país: la experiencia del paciente. He articulado este escrito a través de una secuencia de tres capítulos y uno de conclusión. En el primero discuto el problema de la “localización de la locura”, explorando tres de sus lugares históricos: el asilo, el cuerpo y la mente. En este eje se revisa la literatura asociada con el tema, en particular con lo atinente a la historia de la psiquiatría y el afecto trastornado. En el segundo capítulo propongo una secuencia narrativa sobre la ruta terapéutica de los pacientes afectivos en la Clínica de la Paz, de forma contextualizada, aludiendo a la trayectoria de la institución y haciendo gala de la observación etnográfica sobre la internación psiquiátrica. Y, en el tercer capítulo, me enfoco en las narrativas de enfermedad de los cuatro pacientes que referí más arriba, en un intento por analizar los elementos culturales que en ellas se inscriben y que giran en torno a temas como la masculinidad, el amor, el poder y la muerte. Invito, entonces, a quien siga estas líneas a una lectura tranquila, oscilante, divertida y (obligadamente) académica.

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Capítulo 1 ASILO, CUERPO Y MENTE: LOS LUGARES DE LA LOCURA

1.1. LOCURA Y PESTE: ANALOGÍAS LOCALIZADAS

L

a psiquiatría, en el reino post-

Figura 1. La lección de anatomía del Dr. Nicolaes Tulp (detalle). Rembrandt, 1632.

industrial de la técnica y el

positivismo, sólo ha encontrado su razón de ser en un ejercicio de localización. Como práctica científica ha debido ubicar un lugar físico, tanto para su objeto como para su acción sobre él. Así, se encuentra con dos lugares que hace suyos: el asilo/hospital y el cuerpo del paciente, ambos albergues de la locura, ambos espacios de confinamiento de lo anormal. La ciencia médica positiva “respetable y acreditada”, según Szasz, “solo se interesaba por las alteraciones corporales. Los problemas vitales del ser humano –o existenciales, como podríamos decir hoy– se trataban como si fuesen manifestaciones de enfermedades corporales” (1994 [1961]: 85). Las “dolencias del espíritu” también son incluidas en la extensiva medicalización de toda dimensión humana que se emprende durante el siglo

XVIII

(Miranda Canal, 1984). El arte médico se somete a los designios

del iluminismo y una de sus ineludibles consecuencias será la objetivación como supuesto primordial en su evolución como techné. Desde finales del siglo

XIX,

los asilos y hospitales psiquiátricos colombianos,

como sus contemporáneos a escala global, se han erguido como la expresión misma de tal localización. Gran parte de estas instituciones en el mundo fue construida en las periferias rurales de los cascos urbanos con una franca intención de aislamiento,

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considerado por mucho tiempo como favorable en el tratamiento de la locura y en la prevención de su “contagio” (patológico y moral), principal insumo del “gran miedo” al que se refiere Foucault para el siglo XVIII francés:

Si se ha llamado al médico, si se le ha pedido observar a los enfermos, es porque se sentía miedo. Miedo de la extraña química que fermentaba en los muros del confinamiento, miedo de los poderes que se formaban allí y que amenazaban con propagarse [...] El hospital, la casa de fuerza, todos los lugares de confinamiento deben ser mayormente aislados y rodeados de un aire más puro [...] Se sueña [...] un asilo que contenga por completo a la sinrazón y que la ofrezca [...] como un espectáculo que no amenace a los espectadores, que reúna todas las posibilidades del ejemplo y ninguno de los riesgos del contagio (2000 [1964], II: 31-33).

Figura 2. Sibaté, Colombia (años 1990). Fotografía anónima, posible autor Marta/Z.

El asilo de la periferia, ubicado en zonas templadas o frías, recuerda los sanatorios de montaña para los tuberculosos, sifilíticos y enfermos de la piel. Miasmas, humores y fluidos, únicos signos visibles de la “peste”, son extirpados del mundo de los sanos, separados por kilómetros de campo y “aire puro”, y encerrados tras altos muros. No obstante, ni siquiera por ello se les despoja del peligro de la propagación. La idea del “ambiente viciado” de estos asilos combina el espectro de la podredumbre que corroe y se expande, con la idea del mal moral que se contagia: “...el mal se fermenta en los espacios cerrados

Fuente: El paciente mental irrecuperable, http://www.geocities.com/mental_k_os

del confinamiento [...] El agente sensible de esta epidemia es el aire”, dice Foucault (2000 [1964], II: 28). Los muros

contienen la amenaza del contagio, pero siempre está el riesgo de que estos exuden la “peste” o aquella se cuele por grietas, puertas o ventanas tomando la forma del hedor infeccioso o la humedad que derruye. Como inclementemente anota Corbin: “El horror

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tiene su poder; el detritus nauseabundo amenaza el orden social; la victoria tranquilizadora de la higiene y de la suavidad acentúa la estabilidad” (1987: 10). Los locos serán sumados a esta imagen de la peste y el contagio, aun cuando no necesariamente exhiban llagas y ulceraciones, o emanen fluidos infecciosos. Para Foucault, la locura tan sólo se sitúa en una línea de continuidad en la que la lepra y la peste negra son antecedentes de la idea de la muerte inminente a través del contacto con los cuerpos enfermos. No obstante, los vectores del contagio se han hecho invisibles. El terror se generaliza dada la impotencia de contener semejante amenaza. Sólo resta dirigir la sospecha ante otros posibles signos de la peste, reunidos todos en un corpus de alteridad. Denise Jodelet señala que

el poder contaminante de la enfermedad, una fuerza mágica transmitida por el contacto con secreciones vivas, se convierte en el paciente en un signo de otredad propio de su naturaleza como portador de una insanidad donde la impureza amenaza la integridad de otros (1991: 262, citada en Gittins, 1998: 21, traducción libre).

Figura 3. El Lunatic Asylum de New York durante el siglo XIX, construido bajo los preceptos de la salubridad de la naturaleza y el aire puro.

Fuente: Porter (2002: 112)

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Jodelet elabora este argumento analizando los temores que cierta comunidad de Francia ostentaba al compartir el agua con los enfermos mentales, lo cual fundamentó una serie de diferenciaciones domésticas sobre la repartición de la comida, el uso de la loza y los cubiertos, el baño y la zona de lavandería. Diana Gittins reitera este tema respecto a la lavandería de un hospital psiquiátrico en Inglaterra, en donde desde la planta física hasta la división de funciones y el uso y asepsia de lavaderos respondían a dichos temores: se separaban las zonas y jornadas de lavado de la ropa de los pacientes y las de la ropa del equipo del hospital; las máquinas y fregaderos se restregaban profundamente después de lavar la ropa de los pacientes, y antes de lavar la del equipo; y se encargaba a los enfermeros hombres de la lavandería, pues se consideraban menos expuestos al “contagio” de la locura que las mujeres (1998: 21-24). Gittins también anota que estas diferencias se hacían manifiestas en las zonas húmedas de la lavandería, mas no en las de secado y planchado.

Figura 4. El Lincoln Asylum en Inglaterra durante la década de 1830, híbrido institucional entre la beneficencia y la casa privada de reposo. El aire puro reemplazó por una época a las terapias de sujeción.

Fuente: Porter (2002: 112)

Toda esta imaginería sobre el “contagio” y el aislamiento, que pudiésemos atribuir a un acto de lógica para con las enfermedades infecciosas, continúa aplicando para la locura y el loco como vehículo de la peste. Atmósferas viciadas, calenturientas y húmedas, son el medio adecuado para la fermentación y la propagación de la

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enfermedad. Esta imagen, que suele asociarse con el lugar de la sinrazón y la barbarie, con el dominio de la pasión y el instinto sobre el intelecto, fue central en el discurso degeneracionista y eugenésico que ya desde 1857 había popularizado en Europa Bénédict Augustin Morel en su Tratado de la degeneración física y moral. Desarrollos posteriores de esta teoría sobre la herencia de la locura y la imbecilidad, combinaron este factor con los supuestos dominios de lo “viciado”: el clima, la alimentación, la perversión sexual y la condición femenina. Dichas atmósferas de corrupción emergen articuladas en la gran narrativa histórico-cultural de Occidente que Carolyn Merchant ha caracterizado en su texto “Reinventing Eden: Western Culture as a Recovery Narrative” (1996). Según la autora, una de las sub-tramas argumentales que constituyen esta narrativa se basa en la matriz simbólica de la religión judeocristiana, gracias a la cual se han establecido operaciones analógicas y metafóricas de gran influencia en la trayectoria del pensamiento occidental. Una de ellas es la analogía entre lo femenino como portador de desorden, la naturaleza, la barbarie, lo emotivo y lo irracional. Esta misma operación aplica para instalar la equivalencia entre lo femenino y el dominio del instinto y las pasiones, en concreto, de la sexualidad. Merchant, en consonancia con Fox Keller (1991), asegura que dichos códigos de género han sido de tal relevancia histórica en Occidente que su racionalidad científica moderna, análoga por su parte a lo masculino, lejos de excluirlos se imbrica sofisticadamente con ellos. En la historia general de la psiquiatría aparecen decenas de ejemplos que sustentan esa analogía entre lo femenino, la sexualidad y el desorden, en contraposición con lo masculino, la racionalidad y la norma. Uno de ellos es la popular obra Psychopathia sexualis del vienés Richard von Krafft-Ebing que en 1886 fundó los conceptos de “perversión” e “inversión” sexual clasificándolos como “degeneración constitucional”. Por su parte, se encuentra el trabajo de Paul Möbius La debilidad mental fisiológica de las mujeres (1900), en el que consideró la histeria y la sexualidad patólogica desde un abierto menosprecio por la capacidad intelectual femenina, declarando que “el instinto hace a la mujer similar a los animales” y que “una

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inteligencia notable en dicho sexo era algo tan insólito que [su condición] debía considerarse definitivamente como un rasgo de degeneración” (Porter, 2002: 147). Y es que bien se sabe que la histeria, categorización intocable durante finales del siglo XIX y casi todo el XX, nació como un mal eminentemente femenino, una asociación que se ha conservado hasta hoy en el imaginario médico de esta enfermedad. Su complejo síndrome alude a una concepción de lo femenino como caótico, mimético e insondable, en el que se involucran simultáneamente lo psíquico y lo somático, terreno por excelencia para la detección de la locura. En palabras de Corraze, en los albores del siglo XXI,

La histeria imita todas las enfermedades, desconcierta al médico, puesto que, atento a seguir el curso de un padecimiento determinado, cuyos síntomas ha reconocido, los ve evolucionar en forma diferente, desaparecer brutalmente y ceder su lugar a otros no menos caprichosos (2003: 271).

Aun cuando la psiquiatría actual manifieste haber superado las asociaciones entre histeria y condición femenina, es claro que el mero hecho de evocar el término para aclarar nuevas categorías –como los trastornos facticios, los trastornos de conversión o de somatización y la anorexia, entre otros, que por lo demás continúan atribuyéndose a las mujeres– atestigua la continuidad del imaginario de su origen histórico (histeria proviene etimológicamente del griego hýsteros: útero). De hecho, la ambigüedad entre lo psíquico y lo somático de la histeria se conservó en los trastornos que la reemplazaron, así como su asociación con el terreno de la sexualidad y los afectos (cf. American Psychiatric Association, 1994). El degeneracionismo y eugenismo difundidos en la psiquiatría entre los siglos XIX

y

XX

abarcaron otras cuestiones además del género. Tales corrientes fueron

transmitidas exitosamente en Colombia por la élite política e intelectual, heredera de la Regeneración, a otras capas de la población. Humberto Rosselli (1968, I: 281-285) ratifica las ideas promulgadas sobre la degeneración racial por Miguel Jiménez López, fundador de la primera cátedra de psiquiatría en Colombia en 1916 e intelectual

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conservador de gran influencia política en la época. Jiménez López (1920) atribuía las principales causas de la locura al “infortunado” cruce entre las razas aborígenes, “deficientes” ya antes del descubrimiento, y los conquistadores que “revelaban monstruosidad del carácter” y “eran tipos anormales, de una emotividad enfermiza, pasionales y pervertidos morales”, lo cual se sumaba a los efectos del clima tropical, la “viciada alimentación”, el alcoholismo y el chichismo. Tales rasgos habían sido heredados generación tras generación, por lo cual la única opción era la purificación de la raza:

...nuestro país presenta signos indudables de una degeneración colectiva; degeneración física, intelectual y moral [...]. El mal es más hondo: no es solamente económico, psicológico y educacional; es biológico. Se trata simplemente de razas agotadas, que es preciso rejuvenecer con sangre fresca (Jiménez López, 1920: 39).

Luis López de Mesa en su texto De cómo se formó la nación colombiana (1934) concordaba con estos argumentos, planteando que la “monotonía del paisaje”, las enfermedades, la dieta y el clima propios de las tierras bajas, no sólo originaban “pereza y cansancio prematuro”, sino “debilidad de entendimiento, de desarrollo físico y carácter”, motivos de la “postración cultural y fisiológica” de indígenas y campesinos. En la misma década, Laureano Gómez ya se había pronunciado al respecto en uno de sus discursos:

Dondequiera que la naturaleza tropical obtiene pleno dominio por las condiciones de humedad y de temperatura, impone su grandeza con tales caracteres de fuerza descomunal y arrebatadora que el espíritu humano se desconcierta y se deprime [...] se comprende la inutilidad de la lucha del minúsculo ser inteligente contra los infinitos hijos del lujurioso connubio de la tierra húmeda y el sol (1928: 9).

28

Este rosario de ideas evidentemente se derivó de las valoraciones hegemónicas que sobre la raza, la clase social y el género tenían lugar en la época. Su traslape con los discursos médicos generó, a su vez, las explicaciones sobre la locura que predominarían durante el siglo

XX.

Se enarboló el argumento de que los “ambientes viciados”,

análogos a lo húmedo, lo lúbrido y lo cálido, eran también los ambientes de la sinrazón, la imbecilidad y la insania. La medicina, la política y la sociedad colombianas, no sólo estigmatizaron lo anormal desde aquellas operaciones analógicas, sino que además implementaron eficaces mecanismos físicos y simbólicos para su control; en contra de su generalización, su reproducción, su contagio. Entre los dispositivos biopolíticos instituidos para tales fines, la figura del asilo o refugio tuvo un lugar privilegiado. Tal como lo apunta Porter, “el asilo no se instituyó para practicar la psiquiatría; más bien la psiquiatría fue la práctica que se desarrolló para manejar a los internos” (2002: 103). Y es que los asilos aparecieron en primera instancia bajo la ecuación beneficencia-caridad-filantropía que bien define la historiadora Marisa Requiere (2000). Las políticas asistenciales que se extendieron por los estados nacionales durante el siglo

XIX

engranaron los ideales progresistas liberales –a escala

científica, tecnológica y filosófica–, los discursos alienistas y degeneracionistas, y la caritas judeocristiana, dando origen a la beneficencia pública con la cual el aparato estatal “acogería” a los desvalidos e insanos física y moralmente. Según Requiere,

Así se desplegó una serie de disposiciones prácticas, jurídicas, penales y pedagógicas como una exigencia para armonizar la vasta problemática de desorden, básicamente urbano, en la que la marginalidad, locura y delito llamaban a la intervención médico social. El corolario de esto, fue la constitución de un complejo tecnológico en donde se hicieron visibles el surgimiento de instituciones específicas, servicios hospitalarios, manicomiales, penitenciarios y asociaciones profesionales. Los positivistas dedicados a la psiquiatría, tenían ambiciones políticas que plasmaron como administradores de asilos y hospicios, es decir, como agentes del orden y el control social (2000: s.p.).

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La misma autora insiste en la aparición en este contexto del “político médico”, un personaje bien conocido en las décadas inaugurales del siglo XX en nuestro país. Los fundadores de las cátedras de medicina, así como los primeros directores de las instituciones psiquiátricas colombianas, ejercieron simultánea influencia en la escena política y jurídica nacional. El médico actuó como filántropo y saneador público emitiendo dictámenes soportados en la ciencia. Del mismo modo, contribuyó en la popularización de su propio saber experto en la medida en que instituyó valores éticos, morales y estéticos relacionados con la enfermedad. Las corrientes higienistas acabaron de instaurar aquel código de orden y urbanidad que serviría para que los sectores altos y medios de la población afinaran la detección de la anormalidad. La beneficencia pública en Colombia, como sucedió en otros contextos nacionales, se consolidó en un verdadero aparato de refugios de caridad para “anormales” y “desamparados”. Este aparato articuló la administración estatal, médica y religiosa; incluso buena parte de su subvención provenía del sector privado y de donativos de las clases acaudaladas, en especial de asociaciones de damas caritativas. Varias órdenes religiosas cuya misión (o “carisma”) implicaba la dirección de hospicios, cárceles o monasterios se encargaron de dicha tarea administrativa. Entre las más importantes del país se encuentran los Hermanos Hospitalarios de San Juan de Dios, las Hermanas de la Presentación, los jesuitas, los salesianos y los eudistas. En 1858 tuvo lugar en Colombia la sanción del Código de Beneficencia, en el cual se promulgó la atención de los enfermos mentales en el Hospital San Juan de Dios. La locura era cruentamente domesticada en los calabozos del hospital, sometiendo a los “alienados” al encierro, las cadenas y los baños de agua fría. No obstante, quienes se acogieron al tratamiento de la locura como “mal moral” de Phillipe Pinel y a su “liberación de las cadenas” a los locos, consideraron la importación de las técnicas alienistas al país. En esa línea era primordial la separación de los “anormales” del hospital general y su reclusión en el lugar especializado del asilo, donde todas las amenazas departían encarnadas en una minuciosa teratología. Once años después, en 1869, se creó la Beneficencia de Cundinamarca como ente de regulación de los establecimientos de caridad. El primero de ellos fue el denominado

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Asilo de Bogotá, fundado un año después por la Junta General de Beneficencia en colaboración con el entonces arzobispo Vicente Arbeláez (Rosselli, 1968, I: 155). En 1874, se levantaría la primera Casa de Locas, exclusivamente para el refugio de mujeres. El Presidente de la Beneficencia Juan Obregón describe así este último, dejando entrever la ambigüedad permanente entre la caridad, la contención y la terapia que predominaba en dichos establecimientos:

Las obras que hasta el presente han podido ejecutarse, con los recursos disponibles al efecto, constan, en primer lugar, de un tramo occidental levantado sobre las ruinas que existían, y que cuenta con nueve celdas con sus correspondientes rejas de seguridad, entabladas unas y enladrilladas otras; de una parte del tramo sur, que consta de un salón donde caben veinte camas cómodamente, y otro contiguo al anterior, pero más pequeño, donde pueden alojarse ocho personas. En la parte norte se han refaccionado dos piezas, de las cuales la una está destinada para las asiladas, y puede contener cuatro camas, y la otra para el alojamiento que deben ocupar las Directoras [...] Todo el edificio está aseado y por su extensión y buen aire reúne condiciones higiénicas muy favorables a las enfermas que residen en él (Obregón, 1874, citado en Rosselli, 1968, I: 159).

Las “celdas” y “rejas de seguridad” se hallaban paradójicamente en simultánea con un “buen aire”. Esta primera Casa de Locas, ubicada en pleno centro de la ciudad, pronto no daría abasto, y tendría que trasladarse cinco años después al Asilo de San Diego, en los lotes del actual Hotel Tequendama. Ahí yacía una construcción de 1606 que había servido de convento a la comunidad franciscana. Esta se consideraba como propicia para el bienestar de locos e indigentes por tratarse de un albergue tradicionalmente “tranquilo”, aprovechado otrora por la mística de los religiosos que allí convivieron. Nuevamente, cinco años después, en 1884, el Asilo sufrió las nefastas consecuencias del hacinamiento, tachado por una comisión de médicos que lo visitó

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como un “foco activo de insalubridad”, que respondía a “la estrechez del local, su defectuosa edificación [que] hacían inevitable el hacinamiento de los asilados e imposible la debida separación de los sexos”. En 1885, se había asistido un número total de 343 personas entre locos e indigentes. Esta situación motivó en 1908 la separación de hombres y mujeres en distintos edificios, y la especialización del refugio como Asilo de Locos y de Locas.

Figura 5. Patio de San Luis, Hospital Neuropsiquiátrico (sección femenina), Bogotá, 1963.

Fuente: Rosselli (1968, II: 471).

No obstante, estos asilos siempre estuvieron ubicados en plena ciudad. Sólo hasta 1937, se construyó el que hoy conocemos como Hospital Neuropsiquiátrico de Sibaté, en una zona rural en las afueras de Bogotá. Allí fueron trasladados los varones y las mujeres se quedaron en el edificio del Frenocomio de Bogotá, ubicado en la Avenida Caracas entre calles 4ª y 5ª. El establecimiento del hospital de Sibaté traía como motivación la misma de otros asilos en el mundo que, desde el siglo

XIX,

se

construyeron en el campo, “pues se creía que los alrededores naturales tenían propiedades curativas” (Porter, 2002: 112); “el ideal de los asilos era uno de aire fresco y en un escenario rural que ofreciera a los pacientes paz y quietud” (Gittins, 1998: 9). La idea de la insania de las atmósferas mórbidas era contrarrestada con el ideal de la pureza

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natural, la contemplación y el acceso a un aire desprovisto de contaminación que, en gran parte, se derivaba de las ideas románticas y naturalistas europeas. Sibaté se convierte así en el municipio manicomial de Colombia, donde se construyen también asilos para “retardados” y niños con problemas mentales. Sus hermosos paisajes y su ubicación periférica se prestan para afirmar tales ideas sobre la sanidad y la insanidad. El Frenocomio de Mujeres, por el contrario, se queda en la ciudad, y su construcción no puede apelar a la terapéutica del “aire libre”. Las altas paredes, las cercas de madera que se veían desde la calle, las escasas ventanas tapiadas muy arriba, la pintura blanca amenazada por la corrosión de la humedad, y algunas tejas de barro que alcanzaban a notarse, revestían la fachada del establecimiento. La consulta externa estaba ubicada en una casita de un piso diferenciada del resto del edificio y, junto con su

Figura 6. Sibaté, Colombia (años 1990). Fotografía anónima, posible autor Marta/Z.

entrada, sólo había otras dos: una pequeña puerta para ingresar al edificio y la entrada del garaje. La totalidad de la construcción ocupaba dos manzanas enteras. En su interior contaba con cuatro patios, algunos jardines y varios dormitorios colectivos, además de laboratorio clínico, salas de neurocirugía, insulinoterapia y convulsoterapia, y unidades de rayos

X,

electro-

encefalografía y ginecología. Las memorias de los visitantes del Frenocomio hacia los años 1950 y 1960 coinciden en afirmar la grave situación de hacinamiento que allí se vivía: “Recuerdo que mi madre me contaba que era un lugar

Fuente: El paciente mental irrecuperable, http://www.geocities.com/mental_k_os

muy sucio. Ella visitaba a una señora amiga suya y me decía que trataban muy mal a las pacientes, las regañaban y les pegaban empellones. Se hacían del cuerpo entre sus batas y las dejaban así sin limpiarlas”, cuenta una mujer bogotana de 58 años a quien entrevisté. “De las imágenes que más me impresionaron en el Asilo era la cantidad de pacientes en los patios y en los dormitorios donde había de a dos por una cama sencilla. Pero algo que no se me borrará nunca de la cabeza fue el día en que estaba en un patio y

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un visitante botó al piso una colilla de cigarrillo. De inmediato, muchas de las pacientes se abalanzaron a agarrarla. Después de eso hice una campaña con letreros en Consulta Externa y Odontología que decían «Done una caja de cigarrillos a las locas»”, cuenta Elena de Rosselli, esposa del psiquiatra Humberto Rosselli. El hacinamiento es la imagen por excelencia del “ambiente viciado”, de la insalubridad, del foco de contaminación. En los barrios aledaños al Frenocomio, era común que los vecinos describieran el lugar, desde su exterioridad, como una zona de terror y sufrimiento en la que frecuentemente se oían los gritos de las pacientes en el día y especialmente en la noche. Cuando los niños hacían pilatunas o desobedecían, se les asustaba con el lugar como se les amenaza con que el loco del barrio se los va a llevar. Por otro lado, uno de los vecinos del asilo que vivió su adolescencia en ese barrio, me contaba que había todo un tabú sobre el hecho de caminar por las aceras que rodeaban el lugar; había un acuerdo implícito sobre este hecho entre quienes sabían que allí funcionaba el Frenocomio: “Una de las cosas que confirmaban esta resistencia era el hecho de que la mayoría de los muros no tuvieran ventanas y las que había estaban muy arriba. Nadie caminaba por esos andenes y era mal visto recostarse sobre los muros de ese sitio”, me narraba este hombre de 59 años. Segregación y purificación continuaban siendo las principales funciones del asilo durante el siglo

XX

colombiano. Todas las imágenes estereotipadas sobre el loco como

vehículo de contaminación eran reiteradas en la cotidianidad, especialmente aquellas que desembocaban en la extirpación de lo anormal/monstruoso. El sello de la peste había pasado de estar representado por la pústula a una imagen teratológica que ocasionaba terror. La fisonomía del loco era la encarnación de lo siniestro. En él convergían los hedores, la suciedad, la corrosión, pero también la desmesura, el descontrol, el desafío a toda norma. El loco se concibe como otro monstruo humano que, como arguye Foucault, “combina lo imposible y lo prohibido”, al trastornar tanto el ámbito biológico como el normativo (2000 [1974-75]: 297; cf. Canguilhem, 1981). El miedo al contagio de esa peste y a su potencialidad epidémica (su generalización) no sólo termina englobándose en la categoría de degeneración, que bien podía incluir el menoscabo de la pureza racial, las consecuencias de los “vicios”, el incorrecto ejercicio sexual y las dietas y climas

34

inadecuados. También acaba por alertar los dispositivos morales de una sociedad que termina encargándose de vigilar el mantenimiento del orden hasta en los recodos más íntimos y cotidianos.

1.2. TRAS EL LOCUS CORPORAL DE LA LOCURA

L

a medicalización de la locura es una pretensión de larga data. Sin embargo, nunca antes se había localizado orgánicamente de manera tan

concreta como ocurrió después del Siglo de las Luces. Ni siquiera la teoría humoral lo había conseguido. El importante rol de los fluidos corporales que intervenían en la locura3 fue desplazado por una noción mecanicista del organismo humano, en la cual los componentes sólidos adquirían mayor relevancia dada su tangibilidad (cf. Porter, 2002). El reto subsiguiente era detectar los lugares orgánicos donde la locura se alojaba para apuntar a un tratamiento correlativo. Se aspiraba a aprehender la manía y la melancolía a través de la auscultación y la disección. La máxima pretensión histórica de la medicina como techné ha sido la conjugación entre su acción sobre el cuerpo y la investigación propiamente dicha. Su práctica, por ende, contempla en primer lugar la exploración de ese cuerpo por medio de la mirada (observación), el oído y el tacto (percusión, palpación y auscultación) primordialmente. La anamnesis y la correlación de datos soportan el resto del proceso de “lectura” de la enfermedad, el cual debe desembocar en la formulación de un diagnóstico, un pronóstico y un tratamiento (cf. Miranda Canal, 1984). Esto explica que ya durante el siglo XVII con el surgimiento de la neurología se persiguiera la localización de las funciones mentales en el sistema nervioso y su órgano rector, el cerebro. Desde entonces apareció la contradicción interna en el concepto de enfermedad mental, ya que en una línea positivista lo único que “enfermaría” sería el cuerpo: “En los sistemas de pensamiento cartesiano y newtoniano el alma se tornó inviolable por definición y, 3

Recordemos que la medicina hipocrática concebía los procesos de salud-enfermedad como una consecuencia del equilibrio o la descompensación de los cuatro humores fundamentales: la bilis amarilla, la sangre, la bilis negra y la flema.

35

consiguientemente, los doctores remitían los orígenes de la locura a lesiones corporales” (Porter, 2002: 124; cf. American Psychiatric Association, 1995: “Definición de trastorno mental”). Dichas orientaciones se despliegan plenamente en el paradigma anatomoclínico que irrumpe en la medicina durante el siglo

XIX,

también conocido como “medicina

hospitalaria” (Miranda Canal, 1984). La orientación de este modelo hacia las relaciones entre las causas y síntomas de la enfermedad y las perturbaciones orgánicas, incidió en la comprensión y tratamiento de la locura, al igual que el cuidado paliativo de los enfermos dentro de una institución hospitalaria especializada. Dicha tendencia a la somatización favorecería la doble localización de la locura: en el asilo/hospital y el cuerpo. Este es precisamente el contexto donde aparece el sistema nervioso como nuevo locus de “lo mental” y, por ende, de sus posibles disfunciones. La psiquiatría organicista tendría allí sus albores. A finales del siglo

XIX

y durante la primera mitad del

XX,

los asilos de la

beneficencia pública en Colombia fueron blanco de la introducción de enfoques psiquiátricos de vanguardia en otros lugares del mundo. En efecto, el país siempre fue susceptible a las llamadas “modas médicas”. Las orientaciones alienistas, higienistas, degeneracionistas y eugenistas que fueron aplicadas en un primer momento se traslaparon hasta la década de 1950. Entre 1937 y 1970, por otra parte, fue preponderante la tensión entre la psiquiatría mentalista y la biologicista, ciertamente evidente en la psiquiatría de todo el siglo XX. Esta disyuntiva se recreó en los asilos con la aplicación concreta de métodos terapéuticos: el correlato del modelo mentalista fue la psicodinámica que incluía distintos tipos de psicoterapia; y el correlato del modelo biologicista fue el ya mencionado organicismo, el cual implicaba todo tratamiento dirigido exclusivamente a lo corporal. Detengámonos un momento en la situación del organicismo en el contexto nacional hacia mitad del siglo

XX.

En el año de 1939, los psiquiatras Julio Manrique y

Luis Jaime Sánchez rindieron un informe a la Academia Nacional de Medicina. En él se discute sobre la efectividad de dos tipos de tratamiento para la esquizofrenia, aplicados en el Asilo de Locas de Bogotá –predecesor del Hospital Neuropsiquiátrico de Sibaté–:

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el coma insulínico o hipoglicémico y las inyecciones de cardiazol. Ambos tenían el propósito de inducir shocks, catatonia, estados febriles y convulsivos en los pacientes; se consideraban terapéuticos en tanto fuesen aplicados sin interrupciones durante más de un mes (Postel y Quétel, 2000). El fracaso en la curación podía atribuirse a la discontinuidad en el tratamiento, aunque también a otros factores:

De las enfermas que el Prof. Manrique trató hace ya dos años, sólo dos han recaído y esto, porque pertenecían a una clase social en la cual las condiciones de vida, amén de las de higiene, eran de por sí una valla para el restablecimiento de la salud mental (Manrique y Sánchez, 1939: 4).

Este argumento puede entenderse a la luz de algunos enfoques prevalentes en la psiquiatría de la época. Uno de ellos era el del higienismo que contemplaba los factores sanitarios en el tratamiento de las enfermedades, incluida la enfermedad mental. En este modelo, por supuesto, la pobreza, la indecencia y la suciedad constituían factores negativos desencadenantes de los estados de locura. Era manifiesto que dicha etiología apelaba más a una dimensión moral y estética, así como a esos ideales de conducta tan bien descritos en las etiquetas de urbanidad. La predisposición a la enfermedad mental inmediatamente se desplazaba a los sectores de escasos recursos o a los marginales. La objetivación del cuerpo del paciente en la medicina también se extendió a las patologías mentales: ya no existe enfermo sino disfunción orgánica. En el mismo texto de Manrique y Sánchez, llama la atención el manejo del cuerpo de las pacientes del asilo, cuando son sometidas a los tratamientos en boga:

Como apunte personal, respecto de la vía de introducción [de las inyecciones de cardiazol], anotamos que cuando se dificulta mucho el hallazgo de las venas, en pacientes muy gordas, o en aquellas que las tienen muy endurecidas por frecuentes choques de cardiazol, empleamos la vía de la yugular externa [...]. En algunas pacientes excitadas, los gritos o protestas, favorecen la congestión de los

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vasos cefálicos, lo que se aprovecha rápidamente para proceder a la inyección (Manrique y Sánchez, 1939: 5-6).

Es cierto que [este] es un método peligroso y enérgico. Con todo, los autores que se han ocupado en el estudio de las alteraciones [...] producidas por la hipoglicemia y que han encontrado lesiones a menudo delicadas, no han podido aminorar los inmensos beneficios que se han logrado por medio de la insulinoterapia. La estadística de mortalidad es mínima comparada con la de curación o mejoría (Manrique y Sánchez, 1939: 4).

El fragmento anterior evidencia uno de los supuestos básicos del organicismo psiquiátrico, en consonancia con los protocolos positivistas: la experimentación como precepto investigativo en pos del progreso científico. La evaluación del costo-beneficio, en esta línea, siempre tendía a privilegiar las ganancias y a maximizarlas en la presentación de cifras de correlación de datos. Los informes cumplían este objetivo. La mejoría corporal debía ponerse por encima de la existencial, es decir, debía detectarse en el terreno de lo tangible, aquello susceptible de medición. Esta pretensión empíricopositiva de la psiquiatría contribuía a su legitimación dentro del campo científico, en un intento por huir del rótulo de “práctica metafísica” que hasta hoy se le endilga en la medicina. Y es precisamente dicha pretensión en la que “la etiología de la locura se volvió orgánica” (Porter, 2003: 123), la que diluye las fronteras entre el experimento y la terapéutica. De otra parte, la disección del cuerpo del paciente psiquiátrico tendría gran auge en el organicismo de la primera mitad del siglo

XX.

El sistema nervioso y el cerebro en

particular como nuevos locus corporales de la locura instaron a los cirujanos a aventurarse a aprehenderla. En Colombia, las neurocirugías se introdujeron en 1942 cuando se realizó la primera lobotomía en una paciente del Asilo de Locas de Bogotá diagnosticada como melancólica. Esta cirugía supone una cuidadosa disección en el lóbulo prefrontal del cerebro, sección a la cual se atribuye, entre otras funciones, la capacidad de proyección a corto y largo plazo del individuo. En suma, el paciente se

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curaba de sus accesos delirantes cuando, por medio de la cirugía, se le coartaba la posibilidad de pensar sus acciones a futuro.

Un dato particular sobre la experimentación de modelos terapéuticos psiquiátricos en Colombia era que, por lo general, su introducción se realizaba en los asilos femeninos; sólo pasado un tiempo, los métodos eran aplicados en el hospital neuropsiquiátrico masculino. Así sucedió con la aplicación de tecnologías como los electrochoques y de técnicas como los abscesos de fijación4, las camisas de fuerza, los baños de agua helada, las sillas y camillas de sujeción, entre otras. En el caso de los abscesos, por ejemplo, la concepción terapéutica de la locura se dirigía a desviar las crisis delirantes a un extremo dolor corporal. Los baños de agua helada se consideraban tranquilizantes, en tanto aliviaban las “calenturientas” emociones agresivas. Los electrochoques perseguían un objeto de “cimbronazo” eléctrico del sistema nervioso. Las otras eran básicamente técnicas de control y sujeción del cuerpo agresivo. La nosología y la etiología de la psiquiatría organicista, por supuesto, eran la base de los modelos terapéuticos introducidos. No obstante, tanto causalidades como taxonomías traían consigo el sello de temas ajenos a la mera dimensión orgánica: la marginalidad social por la condición económica o la incapacidad física, los roles atribuidos socialmente a hombres y mujeres, y las analogías de género imputadas al trastorno mental –como la inescrutable sexualidad femenina o la tendencia agresiva masculina–, determinaban los diagnósticos psiquiátricos. Como lo indican los informes de la Junta de Beneficencia (Frenocomio de Mujeres, 1942-56), los trastornos referidos a la condición de género eran evidentes. Como lo anota Ríos (2006: 214), la tradición psiquiátrica decimonónica había perpetuado la distinción entre “trastornos mentales” y “trastornos nerviosos”, los primeros achacados a los hombres y los segundos a las mujeres. Los libros de entrada y salida de los asilos (1908-39), así como los informes de sus directores (1942-56), revelan que las mujeres tratadas padecían exclusivamente 4

Los abscesos de fijación eran inyecciones subdérmicas de trementina o petróleo que causaban en el paciente una severa reacción dolorosa.

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histeria, melancolía, epilepsia, esquizofrenia y tan sólo algunas manías. Asociados a la histeria, aparecen diagnósticos como el de “locura del embarazo” o “locura puerperal”. Sólo en esta categoría y en la de manía femenina se reportan síntomas como estados de delirio y excitación extrema en los que las pacientes padecen accesos de onanismo, convulsiones y periodos febriles, además de parálisis motoras. Respecto a la melancolía, la epilepsia y la esquizofrenia en mujeres, la internación asilar parecía obedecer al alto nivel incapacitante que estos trastornos producían en la labor doméstica. Los síntomas que aquí se registraban hacían escasa referencia a accesos agresivos o de ira de parte de las enfermas y prevalecían los estados catatónicos. En el caso de los hombres, por el contrario, el principal detonante de la reclusión lo constituían sus altos niveles de agresividad, considerados como una tendencia “natural” masculina. De allí que, por lo general, el ámbito médico y la valoración jurídica estuvieran tan estrechamente ligados: los enfermos mentales hombres solían estar involucrados en asesinatos y desórdenes públicos, muchas veces relacionados con temas políticos y agitación social. Los diagnósticos en los casos masculinos varían importantemente frente a los casos femeninos y en ellos predominan categorías como las monomanías impulsivas5 –cuyas clasificaciones más frecuentes en los asilos bogotanos eran las “monomanías homicidas” y las “monomanías intelectuales”–. Así mismo, diagnósticos como demencia senil, imbecilidad o retardo mental, alcoholismo o chichismo, se imputaban en mayor medida o casi exclusivamente a los hombres. Incluso en diagnósticos comunes a los géneros como la epilepsia, la esquizofrenia y el retardo mental había notables diferencias entre hombres y mujeres. Siempre podía existir el riesgo de que los primeros, además de ser improductivos en el ámbito laboral público, pudieran generar violencia o desorden social. Las mujeres no eran consideradas como dotadas de una potencialidad en el campo político público, lo cual no representaba una amenaza al orden. Las categorías diagnósticas femeninas emergían principalmente de signos como su incapacidad motora y psíquica frente a labores concretas en la esfera privada. Esa puede ser la explicación para que síntomas como las parálisis, los estados de catatonia y las crisis convulsivas aparecieran con 5

Según Gourevitch, la monomanía equivale actualmente a la psicosis delirante (2000: 167).

40

mayor frecuencia en los trastornos femeninos, así como las manías, la agresión, la tendencia a la adicción y la torpeza intelectual sobresalían en los padecimientos masculinos. Las terapias de injerencia manifiesta sobre el cuerpo del loco perdurarían desde las técnicas asilares e institucionales, pasando por la “moderna” psiquiatría biológica de las primeras décadas del siglo

XX,

hasta el auge de la nueva farmacología, cuyo hito

inicial se ubica en 1952 con el descubrimiento del Largactil (clorpromazina), primer fármaco sintetizado en laboratorio que se usó para el tratamiento de los estados de agitación. Durante los siguientes diez años la experimentación farmacológica se rigió por el deseo de hallar medicinas similares, en específico, aquellas dirigidas al manejo de síntomas psicóticos como las alucinaciones y delirios, así como los estados maníacos, depresivos, ansiosos y los trastornos del sueño. La investigación derivó en el hallazgo de los principales grupos de fármacos psiquiátricos que hoy conocemos: los neurolépticos, los antidepresivos, los antimaníacos y los tranquilizantes (cf. Péron-Magnan, 2000). Comenzaría así la era del control de síntomas a través de los psicotrópicos. Una era que privilegiaría la dimensión biológica de la enfermedad mental, en detrimento de la experiencia que frente a ella tiene el paciente.

1.3. DE LA LOCALIZACIÓN DEL AFECTO TRASTORNADO

A

pesar de la intención vehemente de ubicar a la Dama Locura en el organismo, su escenario primordial continuaba siendo el vínculo

intersubjetivo, el cual era el que realmente recibía los embates del sufrimiento psíquico. Por lo demás, la ambivalencia que generaba el dualismo cartesiano enfrentaba a humanistas y científicos frente al verdadero origen de la vesania y su consecuente desarrollo. La detección exacta del locus de la enfermedad mental o del padecimiento psíquico habría de permanecer hasta hoy como expresión máxima de la escisión cuerpo/mente y, en los últimos años, de la tensión cerebro/mente/sociedad-cultura (cf.

41

Kleinman, Eisenberg y Good, 2006 [1978]; Uribe, 1996, 1997, 1998, 1999a, 1999b, 2000, 2003; Uribe y Vásquez, 2006). Otras vías paralelas a la explicación meramente orgánica tendrían su aparición en el siglo

XVII

y su desarrollo en los siglos posteriores. La psicologización sistemática de

la locura tendría su raíz en los argumentos de Locke y Condillac sobre las “asociaciones erróneas de ideas” que podían generar reacciones de agitación nerviosa (cf. Porter, 2003). En esta orientación se enarbolaría otro locus para el trastorno mental: la psique. Menos aprehensible que cualquier órgano, el dominio de lo psíquico sólo podría aprehenderse a través de la observación del comportamiento humano. Tal premisa, sin duda, sustentaría el ánimo de ciertos psiquiatras por transformar los métodos tradicionales para el tratamiento de la locura. Hacia finales del siglo

XVIII

y comienzos

del XIX, la sujeción física daría paso a la “terapia moral” de Vincenzo Chiarugi en Italia, y de Pinel y Esquirol en Francia, donde se apelaba a la persuasión del paciente en vez de a su contención. Esta perspectiva de la enfermedad mental permitió que mediante la observación sistemática emprendida en los asilos se pudiera distinguir la locura de la epilepsia y de la parálisis general progresiva6. La lectura rigurosa de los síntomas habría de transformar entonces las clasificaciones y tratamientos de los trastornos mentales, en pos de una mayor precisión tanto de los padecimientos estrictamente orgánicos como de los “males morales”. Dicha intención, no obstante, tendería a complicarse. Cada hallazgo en el campo corroboraba que la escisión plena entre el dominio de lo psíquico y el de lo corporal era tan sólo una ilusión, y que la carga simbólica asociada a tal pretensión expresaba meros ideales de normalidad y taxonomías minuciosas de lo anormal. El trabajo de Jean-Martin Charcot en los hospitales psiquiátricos franceses durante la segunda mitad del siglo

XIX

quizás sea testimonio de aquella situación.

Psiquiatra y neurólogo como era, Charcot popularizó el método de la observación clínica para clasificar los trastornos neuropsicológicos más extendidos. Su objetivo se dirigió siempre a encontrar las razones fisiológicas de dichos padecimientos, en especial cuando 6

La parálisis progresiva, expresión sintomática de la sífilis, se diferenció de la locura incluso antes de que la investigación etiopatológica (Laennec, Pasteur) descubriera sus móviles bacteriológicos.

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presentaban síntomas manifiestamente orgánicos. Pretendía a través de su metodología sistemática establecer leyes para tales trastornos y conseguir un nivel de predictibilidad sobre estos. Su tema cumbre, el de la histeria, fue analizado desde este prisma. En principio, las manifestaciones corporales de las histéricas eran consideradas como constituyentes de un síndrome de naturaleza orgánica. Así lo asumió Charcot, procediendo a una sistematización de los síntomas que dio origen a múltiples y complejas taxonomías. Así lo describe Ríos:

[La histeria] se caracterizaba por gritos, hipo, sollozos, convulsión, movimientos extensos, catarsis, sensibilidad de los puntos histéricos, hiperestesias, neuralgias y, eventualmente, ceguera. Generalmente solían presentarse desórdenes psíquicos con “hiperestesia del sentimiento”, despertando alegría, tristeza, dolor, júbilo, movilidad incesante de la imaginación y del humor, invención de sentimientos imaginarios, necesidad imperiosa de quejarse sin que se presente el delirio7. Además, en caso de que la histeria degenerase en parálisis ésta no tendría “más origen que la apatía de la enferma a quien le falta la voluntad de mover los miembros”. Las causas se alejaban de lo biológico: los reveses de la fortuna, amores desdichados, escuchar demasiada música, frecuentar el teatro, uso excesivo de perfumes, consumir de manera recurrente café, té, éter, cocaína y morfina, los “excesos venéreos”, los “goces demasiado prematuros”, la masturbación, “demasiado amor al lujo y la ostentación”, y el “exceso de trabajo intelectual” (2005: 11; 2006: 215).

7

“La histeria podía asumir siete formas diferentes: 1. No convulsiva (“vaporosa de los antiguos”). 2. Convulsiva. 3. Libidinosa, la cual “no se ha observado en el hombre [...] constituida por movimientos rítmicos de la pelvis, con proyección de esta hacia adelante y excitación de los órganos genitales, como sucede en la mujer”. 4. Histero-epiléptica. 5. Sincopal (“falta de conocimiento, de movimientos, de respiración o de circulación”). 6. Sonambulismo: “es otra de las formas de la histeria de cuya realidad nadie duda”. 7. Comatosa. Jiménez, Buenaventura (1882), La histeria en el hombre. México: Imprenta de Epifanio Orozco y Compañía, pp. 24-25” (Ríos, 2005: 11).

43

Como podemos ver en la cita, esta arbitrariedad en los síntomas de la histeria expresaba un contenido moral de alta sofisticación que quizás atravesaba la corporeidad8 –el cuerpo social–, pero que no se constreñía al cuerpo orgánico. Y, en ese sentido, el popular “teatro de las histéricas” de Charcot, más que revelar una farsa, logró llevar a la escena científica el drama de la moral burguesa femenina de finales del siglo

XIX

en

Francia. En la misma época, la psiquiatría somática heredera del romanticismo alemán haría lo suyo en esta vía, cuando se esmeró por ubicar en el cerebro las virtudes y pasiones implicadas en la enfermedad mental. Un ejemplo –ya anotado en páginas anteriores– fue la psiquiatría sexual de Kraft-Ebbing, cuyos planteamientos centrales se encontraban

evidentemente

atravesados

por

analogías

de

género

de

deriva

judeocristiana. Esta misma intención se plasmaría en los trabajos de Wilhelm Griesinger y Paul Möbius, y sustentaría el afán taxonomista de Émil Kraepelin, así como los principios básicos de las teorías frenológicas (cf. Porter, 2003). Figura 7. Charcot y sus histéricas (1887)

8

De acuerdo con Le Breton (2002), el cuerpo humano trasciende su dimensión orgánica en la medida en que es un “cuerpo-frontera” de límite con el otro y, simultáneamente, es escenario de la recreación del vínculo con ese otro. La “corporeidad” es esa dimensión que habla de un “cuerpo social”, construido históricamente y dotado de significado.

44

No obstante, una de las grandes paradojas de esta pretensión empírico-positiva de la psiquiatría fue la de encontrar, a través de la lectura de los síntomas, a un paciente como sufriente, más allá de su mero cuerpo-objeto. Una verdad de a puño a la cual, sin embargo, se temía por la posibilidad de que alejara a la psiquiatría de la ciencia médica. Dicha situación ha incidido radicalmente en la ambivalencia histórica de la disciplina: ¿ciencia o “metafísica”?, le interpelan los médicos; “¿enfermedad mental o pathos?”, le cuestionan los humanistas. La explicación del paciente acerca del sentido de sus síntomas revelaría una ontología de la enfermedad más allá del localizacionismo positivista (cf. Canguilhem, 1981) que implicase toda la dimensión existencial del paciente: la enfermedad como malestar, como experiencia del padecimiento, del sufrimiento. La investigación sobre la histeria fue determinante en la definición de una nueva hermenéutica de la locura. Como discípulos de Charcot, Pierre Janet y Sigmund Freud heredaron el interés de su maestro por los rasgos de dicho trastorno, los cuales oscilaban entre lo orgánico y lo psíquico. En el trabajo “Algunas consideraciones con miras a un estudio comparativo de las parálisis motrices orgánicas e histéricas” (1990 [1888-1893], II),

Freud comenzaría a esbozar su programa fenomenológico sobre la relación entre el

síntoma orgánico y el dominio de lo inconsciente, aun cuando su intención inicial fuese la distinción entre las paresias de causa fisiológica y las que, a su juicio, tenían móviles psíquicos y no podían ser tratadas como “disfunciones” (ibíd.: 207-210). Posteriormente, en los Estudios sobre la histeria (1990 [1893-1895],

II),

en conjunto con las

observaciones de Breuer sobre las mujeres histéricas, Freud preferiría la comprensión del significado que las pacientes imputaban a sus síntomas, por sobre la explicación de éstos desde la lógica causal positivista. El psicoanálisis, hermanado con la fenomenología alemana, habría de elegir la vía hermenéutica en el análisis de la “enfermedad mental”. Aún así, la influencia de la neurología del siglo

XIX

moldearía los nuevos locus de la locura. Incluso, la teoría

pulsional y la noción del inconsciente de Freud estarían enfocadas hacia ese objetivo. El psicoanálisis nunca negó la dimensión biológica de los padecimientos psíquicos y, al contrario de lo que Szasz (1994 [1961]) plantea, aun cuando se concebía como saber

45

científico, nunca pretendió la reducción de lo mental a lo orgánico en pos de legitimarse como positivista. El genio de Freud logró vincular los dominios de lo humano escindidos por el dualismo: soma y psikhé interactuaban de manera tan compleja que era imposible reducir el uno al otro. La fenomenología de Jaspers y la filosofía de la mente, aplicadas a la clínica psiquiátrica durante el siglo

XX

en consonancia con el

psicoanálisis, desplegaron el método hermenéutico-interpretativo, no sólo en la investigación sobre la etiología de los trastornos mentales, sino también en la terapéutica misma. La comprensión de la locura por esta vía después de 1950 abriría un espectro que incluiría desde el movimiento antipsiquiátrico y la biopolítica foucaultiana, hasta la sociología del sistema asilar y las corrientes etnopsiquiátricas o etnopsicoanalíticas. Algunas de estas orientaciones, en extremo antibiomédicas, ayudaron a popularizar la idea de que el método hermenéutico “des-localizaba” la enfermedad mental y desconocía los hallazgos orgánicos en el campo, a favor de un constructivismo excesivo. No obstante, según Uribe y Vásquez,

...no se trata de abandonar los enfoques científicos empíricos de la psiquiatría. Lo que se busca, en cambio, es balancear esos enfoques con una aproximación fenomenológica. Y ello, además, tiene que ver con la reinserción del significado en la discusión de los síntomas patológicos. El significado, después de todo puede ser también una especie de causa, por cuanto al codificarse en el cerebro como información puede llegar a ejercer un poder causal [...]. Además, los significados no están exclusivamente en la mente del paciente. Ellos son socialmente compartidos por el mero hecho de que son interpersonales (2006: 39-40).

Este complejo epistemológico acerca de la locura –tanto desde el punto de vista biomédico como desde el hermenéutico– arrojó diversas vías conceptuales que hoy todavía son usadas en psiquiatría, psicología e incluso en las neurociencias. Una de las nociones de mayor relevancia durante la búsqueda de un locus para la enfermedad

46

mental ha sido el afecto. Su amplia utilización, sin embargo, no excluye su carácter difuso y ambivalente. Desde su operativización como categoría, el afecto ha oscilado entre una definición energética y una semiológica. En la primera predomina una dimensión neurológica y fisiológica en congruencia con funciones como la percepción y la memoria. En la teoría pulsional psicoanalítica, por ejemplo, el afecto implica una valoración cuantitativa (económica) de la energía psíquica, en estrecho vínculo con las sensaciones corporales. Por otra parte, en la definición semiológica, el afecto alude al valor cualitativo asociado con una experiencia del sujeto en la que se compromete su matriz de significados. Aquí el afecto designa la resonancia emocional de dicha experiencia, la cual generalmente es intensa. Según Freud, sin embargo, “el afecto se define como la traducción subjetiva de la cantidad de energía pulsional” y “no se halla necesariamente ligado a la representación” (Laplanche y Pontalis, 1993). Como puede notarse, al afecto se le ha imputado tanto un carácter propulsivo como uno asociativo, por lo cual se habla de una propiedad del sujeto y, al tiempo, de un dominio de significación; una propiedad que puede alterarse y un dominio donde se otorga sentido a la experiencia. Desde Aristóteles hasta Hegel, el afecto ha transitado el doble camino de la voluntad y las pasiones, ambos

atravesados

por

la

experiencia

subjetiva. El afecto es energía y afección, pero a la vez es vincular –siempre en relación con otro (Lerner, 1998: 685)–. De allí que se relacione tanto con el ánimo del sujeto

como

con

sus

emociones

y

sentimientos en su rol social y cultural; una doble acepción que hasta hoy parece autoevidente. El hecho de que ni aun en estas concepciones haya desaparecido el dualismo cartesiano, ha contribuido a confinar el afecto a un terreno emocional casi primitivo,

Figura 8. Melancolía I. Durero, 1513.

47

el del “instinto”, el de la “reacción”. El terreno de lo afectivo suele separarse del de lo cognitivo, desconociendo o relegando la incidencia del símbolo en la justificación de la acción subjetiva y en la configuración de las emociones y los sentimientos (Jimeno, 2004)9. Según Berrios (1996), durante el siglo

XIX

predominó entre los psiquiatras una

explicación intelectualística de los desórdenes mentales, lo cual se reflejó en el escaso desarrollo de una semiología de la afectividad trastornada. Este legado de la época clásica y el romanticismo, donde los afectos eran asociados con el oscuro territorio de las pasiones humanas, habría de permanecer hasta hoy (ibíd.). En la psiquiatría y psicología contemporáneas se ha decidido establecer una gran categoría de trastornos psíquicos denominada “trastornos afectivos o del estado de ánimo”, en donde se le da mayor importancia a la definición energética o propulsiva del afecto soportada en argumentos biologicistas, muchos de ellos de corte neodarwinista o sociobiológico. En esta perspectiva, el afecto es análogo solamente a un estado del ánimo, y su carácter vincular-semiológico se diluye en la preponderancia de la reacción o la disfunción orgánica. El locus biomédico del afecto termina siendo el sistema nervioso central y su bioquímica. Así, los desórdenes afectivos (como trastornos del estado de ánimo) son manejados por las orientaciones organicistas exclusivamente mediante el manejo de los síntomas actuales del paciente, los cuales pueden agruparse en cuatro grandes áreas: la agitación, la depresión, el delirio y los trastornos del sueño. Los neuromediadores serán aquí blanco del correlato terapéutico de la nueva farmacología. Dichos aspectos han constituido el punto de partida de la moderna investigación neurológica, hasta el punto de desarrollar fármacos de altísima eficacia en el control de síntomas, en su gran mayoría antimaníacos, antidepresivos, estabilizadores del estado de ánimo, narcolépticos y tranquilizantes. Siempre ha sido latente en la psiquiatría, no obstante, la dimensión social y cultural de los afectos, especialmente cuando emerge su realidad vincular. De hecho, el término afecto que persiste en la psiquiatría biomédica contemporánea fue adoptado del psicoanálisis, que a su vez lo heredó de la filosofía alemana. Sin embargo, el amplio 9

El campo de la ciencia cognitiva y la antropología de las emociones ha fomentado ampliamente esta discusión. Ver, por ejemplo, los trabajos de Catherine Lutz, Geoffrey M. White, William Reddy, Claudia Strauss y Naomi Quinn.

48

desarrollo de la hermenéutica de la enfermedad mental durante el siglo

XX

no fue

reconocido por las corrientes organicistas. La perspectiva psicodinámica de los trastornos mentales se relegó a un ámbito no científico, lo cual facilitó la exclusión de las psicoterapias o su confinamiento como técnica paliativa sin menor alcance curativo ni mucho menos explicativo. La localización del afecto en el sistema nervioso central no ha eximido a la psiquiatría, a pesar de su intención empírico-positiva, de los códigos simbólicos que imperan sobre lo afectivo. En los modelos etiológicos, nosológicos y terapéuticos de los trastornos subyacen unos tipos ideales sobre el afecto que inciden en la definición de lo que es normal o no en este campo, y de lo que merece patologizarse. A ello sí ha servido la observación comportamental, único método para aprehender lo desviado, lo disfuncional o lo mórbido. Dependiendo del contexto, un individuo puede considerarse trastornado en sus afectos si no tiene una familia paradigmática, si no establece fácilmente relaciones interpersonales, si no posee un trabajo convencional o si su carácter se opone al aceptado socialmente. Esto bien puede ejemplificarse con un rápido contraste. En una sociedad como la nuestra, los conceptos de “red de apoyo insuficiente” y “familia disfuncional” son cruciales en la definición de los trastornos afectivos –y, en general, de los trastornos mentales (cf. American Psychiatric Association, 1994)–, bien sea respecto a la familia original o bien al fracaso del individuo en el establecimiento de un hogar propio. Los presupuestos del ideal familiar en países predominantemente católicos son los mismos de la Sagrada Familia: nuclear, corresidente, heterosexual (cf. Uribe y Vásquez, 2006). Por el contrario, la actual “cultura del Prozac” (cf. Bullard, 2002), en congruencia con la masificación del conocimiento experto psiquiátrico10, ha exacerbado una demanda de “cura mágica” sin narrativa de la depresión y la soledad en las sociedades industriales, donde se censuran la improductividad y el fracaso, mas no la carencia de vínculos afectivos. La psicofarmacología e incluso las medicinas alternativas apuntan al “estar 10

Según Beck, Giddens y Lash (1997), uno de los rasgos de las sociedades de la modernidad tardía es la fluidificación y desmonopolización de los conocimientos antes constreñidos a una comunidad de saber, de aquellas que tuvieron origen en la alta especialización de la fuerza de trabajo. Dichos “conocimientos expertos” se encuentran hoy al alcance de la sociedad de la información y del consumo.

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bien”, al estado de ánimo, independientemente de los conflictos intersubjetivos y del contexto del individuo. El modelo “normal” es el del ejecutivo exitoso, competitivo y productivo. Los bastiones de la normalidad, sin duda, pueden generar mucho malestar en los individuos que no se adhieren a ellos por una u otra razón. A pesar de la explosión de las psicoterapias psicológicas de toda estirpe durante la segunda mitad del siglo

XX,

un modelo localizacionista, al decir de Canguilhem

(1981), persiste en la psiquiatría contemporánea como en las otras áreas de la medicina. Esta pretensión por hacer tangible de algún modo la enfermedad mental ha desembocado en una obsesión nominativa y taxonómica que, a su vez, define la investigación y la terapéutica en el campo. El afecto como elemento definitorio de los trastornos no cognitivos y como distintivo de los trastornos psicóticos se ha localizado hoy en la neurotransmisión. Dejando de lado el vínculo social y los significados imperantes sobre lo afectivo, los psiquiatras tratan de convencer a los pacientes de que su afecto trastornado es expresión de disfunciones neuroquímicas. Mientras tanto, ellos, los pacientes, insisten en explicar sus malestares afectivos a través de sus conflictos existenciales, donde el locus termina siendo el “corazón” y no el cerebro.

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Capítulo 2 RECORRIENDO LA RUTA: TERAPÉUTICAS HÍBRIDAS PARA LOS “PACIENTES AFECTIVOS”

E

l “manicomio” toma forma ante mis ojos. El aire puro y el ambiente rural se desbordan paradójicamente en medio de una zona industrial al

occidente de Bogotá, donde impera más bien una evidente contaminación: humo, polvo, tráfico pesado, ruidos y hedores industriales quedan atrás al llegar a la recepción. Es notable la separación de ambos ambientes. La primera portería de la clínica se halla separada de una poluta avenida apenas unos 50 metros, luego de cruzar un puente bajo el cual corren aguas pútridas. Este es el primer umbral pero no el definitivo. Cruzándolo, se despliega un trecho pavimentado, justo a la mitad del cual se ubican, a un costado, el edificio de la Consulta Externa y, al otro, la residencia de los Hermanos Hospitalarios de San Juan de Dios, quienes administran la institución y donde suelen ingresar vehículos suntuosos. El camino, rodeado de árboles, arbustos de pino, praderas, vacas lecheras y toros sementales, desemboca en un segundo umbral enrejado, apto para la entrada de peatones y automóviles. Del corrupto ambiente de la urbe a la serena pureza de la clínica psiquiátrica podríamos calcular unos 120 metros en total. Recuerdo haber pensado, caminando alguna vez hacia la Consulta Externa, que ese silencioso ambiente con aroma a rocío y tierra húmeda podía invitar hasta al más sano a quedarse. Sin duda, es un lugar de retiro del mundo. Pero, como en la mayoría de las instituciones de salud mental, la construcción de la Consulta Externa queda separada de los edificios de hospitalización. El paciente de consultas esporádicas suele ir a terapias una vez al mes sin tener contacto alguno con quienes están confinados en el fondo del camino. La segunda portería, el segundo umbral, separa a los pacientes más graves de la vida exterior, para los cuales hay unas varias fanegadas de ruralidad: las praderas, los jardines y las flores de colores brotan por doquier a las afueras del edificio de hospitalización.

51

Al traspasar dicha entrada, un lívido monumento a San Juan de Dios saluda a quienes ingresan. La orden religiosa –fundada por el santo y ungida con el “carisma” de la hospitalidad– construyó la Clínica de Nuestra Señora de la Paz el 25 de agosto de 1956. Los terrenos, en ese entonces tremendamente fanegosos, fueron al parecer adquiridos por un muy bajo precio. Su primer director fue el psiquiatra Edmundo Rico, una vez retirado de la dirección del Frenocomio de Mujeres de Bogotá. El imponente edificio que desde ese entonces se yergue hace parte de los 15.282 m2 construidos dentro de las 13 fanegadas del área total de la Clínica11. Cuenta con tres pisos, construidos en ladrillo bajo un pretendido estilo románico, e incluye una amplísima capilla donde se ofrecen misas a las 3 de la tarde, hora en que las visitas se encuentran con los pacientes. Los mismos Hermanos Hospitalarios describían así el aspecto de la clínica en 1967: “Sus aleros acogedores son cercados por los jardines más hermosos que puede soñar un poeta” (Orden Hospitalaria, 1967: 61).

Figura 9. Fachada de la Capilla de la Clínica Nuestra Señora de la Paz. Todos los días a las 3 de la tarde se oficia una eucaristía. Pacientes y visitas pueden acudir en forma voluntaria.

Fuente: El Tiempo (2006, 27 de agosto).

11

Fuente: Página web oficial de la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios, http://www.ordenhospitalaria.com.co/htms/clinicanuestrasenoradelapaz.htm. Fecha de consulta: octubre y noviembre de 2006.

52

Para la época de su fundación, la clínica prometía convertirse en una de las instituciones más modernas al servicio de los “dolientes psíquicos”: contaba con servicios de neurocirugía, electroencefalografía, cirugía general, rayos X, radioterapia y laboratorio clínico (Orden Hospitalaria, 1967). Este aspecto denota una clara orientación organicista en la terapéutica psiquiátrica, quizás motivada por las tendencias de su primer director hacia este enfoque, del cual se había apropiado en 1943 durante su práctica en el Frenocomio y que ya era criticado por excluir las psicoterapias (Rosselli, 1968,

II:

580-581). No obstante, la combinación de estos servicios con las figuras

románticas sobre la benevolencia del paisaje rural para los pacientes también es registrada. La institución funciona así, simultáneamente, como “clínica psiquiátrica” y “casa de reposo”:

La Clínica tiene, pues, por meta y esencia, no únicamente recibir, aliviar y, hasta donde ello fuere posible, curar a enfermos sicópatas, sino también ofrecer algunos de los aposentos a personas exentas de trastornos de la mente, pero sí fatigadas por las vicisitudes de la existencia o por labores intelectuales excesivas, que en lugar de buscar un reposo ilusorio en sitios veraniegos de febril actividad, prefieran hacer curas de descanso en esta mansión, oasis de tranquilidad, dotada científica, social y culturalmente, de cuanto ahora ha menester o exige la higiene del espíritu (Orden Hospitalaria, 1967: 59; también citado en Rosselli, 1968, II: 580).

Podría decir que estos preceptos han perdurado hasta hoy en los servicios que la clínica ofrece y en su real funcionamiento interno. Terapias ocupacionales en talleres de manualidades, terapias físicas al aire libre, actividades lúdicas, talleres psicosociales y eucaristías, son combinados con fármacos, sujeciones y confinamiento. Los pacientes deben adaptarse a este híbrido terapéutico bajo un régimen disciplinar relativo, en donde cada actividad del sujeto es regulada perfectamente en horarios y espacios (Goffman, 2004 [1961]). La clínica se organiza espacial y funcionalmente en siete escenarios de interacción y cuidado de pacientes: la Unidad de Cuidados Intermedios (UCI), el

53

Pabellón de Hospitalización Femenino, el Pabellón de Hospitalización Masculino, el Pabellón de Hospitalización Gerontopsiquiátrico, la Clínica Diurna, el Programa de Rehabilitación Integral para Inimputables o Pacientes de Larga Estancia (PRI) y el Pabellón de Hospitalización para Enfermos Crónicos –quienes se encuentran absolutamente separados del resto de pacientes y sólo algunos de los más tranquilos pueden departir en otros espacios–. En total, la institución dispone de 260 camas para pacientes psiquiátricos y 11 exclusivamente para farmacodependientes.12

Figura 10. Fachada de la Clínica Nuestra Señora de la Paz. Los jardines que se aprecian frente a la construcción suelen estar florecidos la mayor parte del tiempo. Al fondo a la izquierda se alcanza a notar parte de la capilla. En el centro, el edificio de tres pisos donde se ubican los pabellones de hospitalización. En la parte derecha de la foto, el edificio de dos pisos donde quedan oficinas, consultorios y talleres (primer piso), y el PRI y la UCI (segundo piso).

Fuente: Página web oficial de la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios, http://www.ordenhospitalaria.com.co/htms/clinicanuestrasenoradelapaz.htm

Además de la asistencia en dichas áreas, la Clínica ofrece programas psicosociales de promoción y prevención, atención a la persona adicta y atención domiciliaria, así como servicio de psiquiatría infantil y Consulta Externa. Su modelo asistencial se basa en nueve líneas de trabajo, en las cuales hacen gala de una pretensión 12

Fuentes: Colombia, Secretaría Distrital de Salud (2003). Camas en las Instituciones Prestadoras de Servicios de Salud de la Red No Adscrita año 2003. Bogotá: La Secretaría, Dirección de Desarrollo de Servicios de Salud, Área de Análisis y Políticas de la Oferta; Página web oficial de la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios, http://www.ordenhospitalaria.com.co/htms/clinicanuestrasenoradelapaz.htm. Fecha de consulta: octubre y noviembre de 2006; El Tiempo (2006, 27 de agosto). “Clínica Nuestra Señora de la Paz. 50 años al servicio de la salud mental en Colombia”, p. 3-9.

54

“interdisciplinaria” con la presencia simultánea de psiquiatras, neurólogos, psicólogos, trabajadores

sociales,

enfermeros,

nutricionistas,

fisioterapeutas,

terapeutas

ocupacionales y recreativos. Dichas líneas de trabajo son definidas oficialmente así: trastorno afectivo bipolar; esquizofrenia y otras psicosis; ansiedad y depresión; patologías en niños y adolescentes; gerontopsiquiatría; trastorno de estrés postraumático; farmacodependencia o adicciones y trastornos de la personalidad; retardo mental; y programa de inimputables.

2.1. DE “PRE-PACIENTES” A “PACIENTES”: LA UCI COMO UMBRAL

El ingreso La ruta de cualquier paciente que ingresa a la clínica es ineludible. La mayoría llega por urgencias o remitida de otra institución clínica; algunos solicitan voluntariamente su internación o son referidos desde Consulta Externa. No obstante, todos deben ingresar por la UCI, a la cual también se conoce como Unidad de Agudos. Se trata de la primera etapa como paciente, en la que se requiere de un nivel de adaptación apropiado para proseguir a la siguiente: la Hospitalización. Sin excepción, todos los pacientes recuerdan la

UCI

con desagrado, miedo y aprensión, tanto así que, durante la

hospitalización, médicos y enfermeros hacen uso eficaz de la amenaza de enviar a este lugar a aquellos que se “porten mal” o desafíen la autoridad. Entrar en la

UCI

me produjo la sensación de ingresar al manicomio que todos

imaginamos. Se encuentra luego de subir por una rampa especial para camillas y de traspasar la última puerta de un zaguán en el último piso. Un enfermero me acompañó al lugar después de mi ingreso oficial a eso de la una de la mañana, hora en la cual me valoró el soñoliento psiquiatra de turno. Con la puerta del consultorio abierta de par en par, indicó escuetamente mi diagnóstico y recomendó la dosis y el tipo de medicamentos correspondientes. Dicha valoración se realiza bajo los criterios del DSM-IV, basándose en los síntomas narrados por el paciente y/o sus familiares o en la remisión de otra institución o unidad de la clínica. Ese primer encuentro entre psiquiatra y paciente se

55

efectúa cara a cara, generalmente sin contacto físico de por medio (la auscultación, por ejemplo). El médico cuenta con un computador que distrae su mirada del paciente, mientras introduce la información que este le ofrece. La entrevista clínica psiquiátrica es estandarizada. Las preguntas se realizan en un lenguaje vernáculo y las respuestas se traducen en un lenguaje especializado, acorde con los ejes del manual diagnóstico usado.

Figura 11. Rampa de ingreso a la Unidad de Cuidados Intermedios (UCI), Clínica de Nuestra Señora de la Paz. Arriba, al fondo, puede verse la reja que separa a la Unidad del resto de la Clínica. Una vez abierto el enrejado –que siempre permanece con candado–, se arriba a la UCI caminando a mano izquierda hasta el final de un largo pasillo.

Fuente: Orden Hospitalaria de San Juan de Dios (1967: 64).

La información recolectada durante la entrevista será el insumo principal para la elaboración de la historia clínica del paciente, un documento que se instala inevitablemente dentro de la línea temporal evolutiva que sobre la enfermedad trazan los clínicos. Los mismos datos son actualizados en pos de esa temporalidad. Por ello, la estructura misma de la historia se organiza en varias áreas de evaluación que aluden a “fases” y “episodios” de la enfermedad: el estado actual del paciente –datos personales (nombre, edad, sexo, estado civil, religión, etc.), motivo de consulta, antecedentes personales y familiares, e historia de la enfermedad–; los antecedentes médicos,

56

psiquiátricos y psicosociales –ítem en el que se incluyen los hábitos–; y el examen psicopatológico –donde se clasifican los rasgos del paciente y los síntomas que lee el médico, clasificados según su duración, intensidad, frecuencia, grado de incapacitación y propiedades13–. Acto seguido, el médico procede a emitir su propia impresión diagnóstica. Y es que, para los psiquiatras, la definición de “trastorno mental” tiene su asidero en la urdimbre de un conjunto de síntomas que adquieren importancia y requieren atención clínica, en la medida en que generen malestar, dolor o discapacidad en la persona, o bien, que representen un considerable riesgo de muerte para sí mismo o para otros. Tales síntomas se conciben en términos de disfunción, no sólo orgánica sino también comportamental (American Psychiatric Association, 1994: “Definición de trastorno mental”). A cada categoría diagnóstica corresponde un plan de tratamiento, en donde se privilegian los fármacos que atenúen la sintomatología y, en caso de gravedad –léase: alto riesgo–, se recomienda la hospitalización. El diagnóstico se encuentra sustentado en el sistema de evaluación multiaxial del DSM-IV.

Sus criterios pretenden “organizar y comunicar” la información proporcionada

sobre la enfermedad en cuatro ejes distintos y transversales, los cuales darán lugar al diagnóstico más preciso y a su tratamiento correlativo (American Psychiatric Association, 1994: “Evaluación multiaxial”). Dicho sistema evaluativo está basado en una taxonomía categorial que ordena los trastornos en distintos tipos según sus rasgos definitorios y, aunque en el mismo manual se reconozca la dificultad para distinguir cada trastorno como entidad separada, su intención es la de universalizar una tipología en la que cada categoría sea lo más homogénea y excluyente posible (American Psychiatric Association, 1994: “Uso del

DSM-IV”).

De tal manera, los diagnósticos se

convierten en meros referentes consensuales entre los clínicos. Los ejes diagnósticos que constituyen este sistema de evaluación son los siguientes: 13

El examen psicopatológico incluye alteraciones en la conciencia, la memoria, las funciones superiores, el juicio, el raciocinio, el “afecto”, el estado de ánimo, el sueño, la alimentación, la sexualidad, el pensamiento, la cognición, la percepción, la vivencia de sí mismo y la impulsividad.

57

- Eje I: Trastornos Clínicos. Aquí se registra el trastorno al que el paciente corresponde en el manual y se le añade la fase en la que este se encuentra, además de la gravedad. Por lo demás, en este aparte el médico debe darle prelación al que considere el diagnóstico principal o el motivo de consulta. - Eje II: Trastornos de la Personalidad. En este eje deben anotarse, en caso de que aparezcan, los trastornos que en el manual figuran como “de la personalidad”14, así como el retraso mental. El psiquiatra también puede referir aquí los rasgos de dichos trastornos que el paciente presente, y que el manual cataloga como “mecanismos de defensa” y “características desadaptativas de la personalidad”. - Eje

III:

Enfermedades Médicas. El psiquiatra debe referir en este apartado las

enfermedades de tipo meramente fisiológico que pueden verse comprometidas con el trastorno mental en cuestión. - Eje IV: Problemas Psicosociales y Ambientales. Aquí el médico debe señalar los factores exógenos que, según su criterio, puedan influir en el diagnóstico, tratamiento y/o pronóstico del trastorno. Tales elementos suelen llamarse “estresantes positivos o negativos” y se ubican en una escena externa al sujeto. En este criterio también juega un papel clave la identificación de dichos factores en la línea temporal (evolutiva) del trastorno, es decir, si son causales, desencadenantes o consecuencias de éste. A pesar de ello, entre los clínicos este eje suele considerarse tan sólo como un apéndice no constitutivo del trastorno, definido en los siguientes términos:

Un problema psicosocial o ambiental puede ser un acontecimiento vital negativo, una dificultad o deficiencia ambiental, un estrés familiar o interpersonal, una insuficiencia en el apoyo social o los recursos personales, u otro problema relacionado con el contexto en que se han desarrollado alteraciones

14

Dichos trastornos son: trastorno paranoide de la personalidad, trastorno esquizoide de la personalidad, trastorno esquizotípico de la personalidad, trastorno antisocial de la personalidad, trastorno límite de la personalidad, trastorno histriónico de la personalidad, trastorno narcisista de la personalidad, trastorno de la personalidad por evitación, trastorno de la personalidad por dependencia, trastorno obsesivocompulsivo de la personalidad y trastorno de la personalidad no especificado (American Psychiatric Association, 1994: “Evaluación multiaxial”).

58

experimentadas por una persona (American Psychiatric Association, 1994: “Evaluación multiaxial”).

Este tipo de problemas aparece subclasificado en el manual por categorías: problemas relativos al grupo primario de apoyo, al ambiente social, a la educación, a lo laboral, a la vivienda, a la situación económica, al acceso a servicios sanitarios, a la interacción con el sistema legal o el crimen, y una última categoría donde se incluyen “otros problemas” como “exposición a desastres, guerra u otras hostilidades, conflictos con cuidadores no familiares como consejeros, asistentes sociales o médicos, ausencia de centros de servicios sociales” (American Psychiatric Association, 1994: “Evaluación multiaxial”). El Eje

IV,

sin duda, es de los más controversiales e interesantes para la

antropología. Basta con echar un vistazo más inquisitivo a estas categorizaciones, las cuales no son ajenas a ciertos ideales de conducta que sólo pueden existir en contraposición a otros. Las “redes sociales de apoyo” a las que se alude en este eje con tanta vehemencia redundan, por ejemplo, en nuestros tradicionales vínculos intersubjetivos: el modelo de familia monogámica, monogenésica y corresidente (cf. Gutiérrez de Pineda, 1975; Uribe y Vásquez, 2006); la pareja heterosexual unida en un único y perpetuo vínculo, preferiblemente matrimonial; la autoridad paterna frente a los hijos traducida en una “adecuada disciplina”; la vocación sedentaria en cuanto a territorios

habitados,

rutinas

temporales

y

actividades

consuetudinarias;

el

establecimiento indiscutible de una red de “amistades”; las transiciones traumáticas entre estadios vitales y sus correlatos sociales; la necesidad indiscutible de una formación académica y de la socialización escolar; la estética del estilo de vida de la clase media o alta como ideal, entre los más evidentes (cf. American Psychiatric Association, 1994: “Evaluación multiaxial”). Las situaciones de crisis originadas en fenómenos de violencia generalizada o desastres naturales se agrupan por su “anomia” en la categoría de “otros”. - Eje V: Evaluación de la actividad global. Este es el último eje del sistema. En él debe reportarse la opinión que tiene el médico sobre la calidad del desempeño general

59

del paciente, factor que se concibe mensurable y, por tanto, se evalúa en una escala cuantitativa. Se usa la

EEAG

(Escala de Evaluación de la Actividad Global) o 15

(Global Assessment of Functioning Scale)

GAF

que pondera el desempeño de 1 a 100. Si,

para el médico, el paciente se encuentra más arriba de 70 en dicha escala significa que su actividad global es satisfactoria, o bien, que sus síntomas son leves y no incapacitantes. Entre más inferior sea el rango donde se ubique al paciente, menor capacidad de desempeño se le imputará y, por ende, requerirá de mayor control, de un tratamiento más enfático. Los datos que el facultativo incluya en su evaluación durante el momento del ingreso determinan la cualidad taxonómica del paciente y, a la vez, el trato específico que recibirá de los funcionarios. Después de ese momento, el de la enunciación de la enfermedad bajo el marco de la biomedicina, todos adquieren el rótulo que les corresponderá durante toda su ruta como pacientes. Ese rótulo que vendrá a convertirse en el correlato de las cicatrices de los autoagresores, la imprudencia o la catatonia de los esquizoides, la estereotipia de los ansiosos, la verborrea de los maniacos y el silencio de los deprimidos. Todos los recién llegados, sin excepción, son valorados con menos del sesenta por ciento de su desempeño global. Por ello, todos deben prepararse para el estigma de la incapacidad. La UCI será el lugar del “episodio agudo”. Sólo podrá salirse de allí cuando el paciente se haya adaptado, al menos en parte, a su nuevo rótulo.

Agudos El arribo a la

UCI

suele percibirse como una inevitable segregación, a juzgar por

la legión de rejas, candados y puertas que le preceden. Funciona en un gran salón administrado por robustos enfermeros vestidos de blanco y una enfermera en la recepción quien ordena a todo recién llegado que se quite o le quiten la ropa, mientras realiza el inventario de sus pertenencias. Es momento para confiscar medicamentos, 15

Esta escala tiene su origen en 1962, cuando el psicólogo psicoanalista Lester Luborsky estableció un sistema de evaluación de la actividad psicosocial de 0 a 100 en la “Health-Sickness Rating Scale”. El DSMIII adaptó esta escala con el nombre de GAS (Global Assessment Scale) en 1976. Más tarde, en la versión revisada de esta edición del manual se introdujo como GAF.

60

sustancias psicoactivas, armas y dinero. Al mismo tiempo, se le proporciona al ingresado una gran bata verde que apenas cubre su desnudez y no le ofrece calor alguno. Acto seguido, se le indica cuál será la cama en que debe acostarse sin renegar, so pena de ser sujetado de pies y manos e inyectado con un poderoso sedante. En total hay 20 camas numeradas, con cabeceras y barandas de varilla, separadas por un metro y distribuidas en una simbólica separación entre hombres y mujeres: un ala derecha y una izquierda. También cuenta con varias habitaciones dobles con baño privado para los enfermos más graves. Pero quienes se encuentran en el gran salón, sólo cuentan con un baño desvencijado, corrientemente mojado o cubierto de vómito, orina o heces. Ninguno de los baños tiene cerraduras; algunos no tienen puertas siquiera. A las seis de la mañana, los enfermeros comienzan a despertar a los pacientes para ordenarles que se bañen o para bañarlos. Se nota una mayor condescendencia con los pacientes más tranquilos, contrario al desdén por los “desjuiciados”. Muchos gritan de dolor físico, de desesperación

o

son

acosados

por

sus

alucinaciones,

y

son

amenazados

permanentemente por los enfermeros con la sujeción o la sedación. Las rondas de psiquiatras y estudiantes inician cerca de las siete de la mañana. Éstos últimos realizan sus primeros esfuerzos en valorar y diagnosticar a cada uno de los pacientes. El doctor en jefe les corrige delante del paciente, tanto en la manera de formular sus hipótesis como en el contenido de las mismas: “¿Usted le diría al paciente que tiene un

16

TAB II

? ¡No! Se le describe su estado actual y se le indican los

procedimientos a seguir de la manera más coloquial”, señalaba en un momento el superior clínico, al mismo tiempo que hacía bromas a los pacientes adormecidos. El escrutinio del cuerpo enfermo no incluye el tacto ni la auscultación, sólo la mirada. La lectura de los síntomas, en todo caso, no excluye lo que dicen que sienten los pacientes, aunque conforme a los cuestionarios clínicos prediseñados en los que prima la sensación física de malestar que ha conllevado a la incapacitación. La evocación de este lugar-umbral suele ser difusa para los pacientes. En este tránsito impera una sensación de despersonalización, no sólo en el nivel neurológico, sino en toda la dimensión del sí mismo. Simultáneamente, durante esta primera 16

Trastorno Afectivo Bipolar Tipo II.

61

experiencia espacio-temporal en la clínica, las supuestas barreras entre cuerpo y mente se diluyen. De repente, “todo es todo” y las reacciones fisiológicas enuncian plenamente la enfermedad mental: “Sólo hasta ser paciente de la clínica me di cuenta de cómo reaccionaba mi cuerpo, reacciones que uno nunca se imagina”17. La noción de persona en la que se diferencia claramente el dominio de “lo mental” y el de “lo corporal” se transforma en la experiencia de los pacientes, durante la cual emerge una unidad indisoluble en la que solamente la enfermedad puede hacerse comunicable. La UCI carece de temporalidad. Me parece hoy toda una ensoñación, incentivada por los fármacos tranquilizantes –sedantes, hipnóticos y miorrelajantes–, aun cuando a la vista de todos hay un gran reloj y las ventanas permiten saber si es de día o de noche. Desayuno, almuerzo, medias nueves y comida, así como el baño de la mañana, el suministro de medicación y las rondas de médicos y enfermeros, marcan alguna suerte de rutina. Sin embargo, la somnolencia es más poderosa que tales marcaciones, las cuales se asemejan más a fragmentos borrosos de un interminable sueño. La elongación del tiempo es afín al encierro y a la obligación de permanecer en cama amarrado o sedado, sin la posibilidad de deambular por los pasillos o de interactuar con los demás pacientes. La única noción espacial se halla en la introspección, de la cual la exterioridad que apenas se percibe en la tiniebla de la sala es una mera extensión. El control que el equipo clínico ejerce sobre el cuerpo del paciente es total. Se cumple así con el propósito de preparar frontalmente al “pre-paciente” psiquiátrico para iniciar su carrera dentro de la institución. Es en este lugar donde el recién internado se domestica y se instruye para adquirir una nueva condición: la de subalterno bajo la pretensión del alivio. La separación física del mundo exterior y el despojo inicial de las pertenencias, incluso de la vestimenta, atestiguan sobre este tránsito, al igual que la uniformización con los otros internos. Desde este mismo momento se comienza a aprehender la indefectible pérdida de la intimidad y la autorregulación, en donde el encierro, la sujeción y la sedación serán los estandartes.

17

Entrevista informal con Yaneth, paciente diagnosticada con Trastorno Afectivo Bipolar I, Bogotá, Clínica Nuestra Señora de la Paz, julio de 2006.

62

Mientras me encontraba absorbida por esta nueva dinámica, no dejaba de evocar la paradigmática definición de Goffman sobre la institución total “como un lugar de residencia y trabajo, donde un gran número de individuos en igual situación, aislados de la sociedad por un período apreciable de tiempo, comparten en su encierro una rutina diaria, administrada formalmente” (2004 [1961]: 13). Tales rasgos sitúan en el mismo plano a las instituciones psiquiátricas, los ancianatos, los hospitales, las cárceles, los cuarteles y los conventos, entre otros. En todos ellos, la estructura del yo de los internossubalternos se ve radicalmente modificada cuando actividades como el sueño, la alimentación, el trabajo y el esparcimiento son indiferenciadas espacial y temporalmente, realizadas junto a un gran número de pares y sometidas a un único sistema reglamentario y a la autoridad de un equipo de funcionarios. La reclusión o internación en estos establecimientos supone la aplicación de una serie de técnicas de nivelación, despojo, desidentificación e infantilización de los subalternos que recurren básicamente a la mortificación del yo (ibid: 19-129). Y es que, precisamente, para adquirir la condición de “paciente” se debe renunciar a la agencia propia y delegar a otros el cuidado de sí mismo. La identidad de “enfermo mental” exime al individuo de la responsabilidad subjetiva sobre la propia acción, por lo menos desde una perspectiva biomédica de la enfermedad. Aquello exacerba la sensación de despersonalización en el plano cognitivo, puesto que el libre albedrío y la potencialidad de la acción se ven restringidos de hecho en la institución clínica. Todos los comportamientos del paciente son observados desde el prisma del “trastorno” y su evolución, y allí se incluyen las interpretaciones del paciente sobre lo que le está sucediendo. La pérdida de la agencia empieza entonces por el silenciamiento y/o la traducción de la palabra del sufriente, acompañados por un control de sus funciones fisiológicas y de las actividades que pueda premeditar. La figura de “infantilización” a la que recurre Goffman converge, en efecto, con dicha realidad. En principio, los pacientes frecuentemente se consideran como “pacienticos” y son clasificados por las enfermeras como “juiciosos” y “desjuiciados”. La humillación del yo en los recién ingresados comienza por la reducción de su condición de adultos “libres y autónomos”. La desnudez, el arrullo provocado por los

63

fármacos, el aseo general asistido y la regulación del alimento, además de obedecer sin cuestión a los enfermeros, son rasgos inequívocos de este hecho. Quizás quienes sufren una infantilización más evidente son los enfermos en crisis psicóticas y los pacientes de la tercera edad, los que incluso cuentan con pabellones de hospitalización especializados y separados de los demás pacientes. “A todos los que usen pañal, los pasan al Pabellón Gerontopsiquiátrico”, comentaba por ejemplo un paciente afectivo adolescente, hospitalizado en dicha sección por ser menor de edad.

2.2. DEL PASO A PISO: LA HOSPITALIZACIÓN Cuando médicos y enfermeros deciden que el recién interno puede valerse por sí mismo –a pesar de los intensos efectos de los fármacos–, le dan la orden de vestirse de nuevo con su propia ropa y proceder a “darles piso”, es decir, a conducirlos a una habitación en alguno de los pabellones de hospitalización. Para los pacientes afectivos, salir de la

UCI

es salir a “hacer”, a desplegar las propias capacidades con el fin de

demostrar mayor autonomía cada vez hasta alcanzar la remisión. Sin embargo, la percepción espacio-temporal se ha transformado ya en la primera fase del internamiento, lo cual se constituye en una limitante para la acción autónoma. El vértigo y el sopor enlentecen la marcha; las palabras se articulan con dificultad; la mirada no puede fijarse en el objeto; y el único interés en la rutina interna se encuentra en las jornadas de sueño. Tiene lugar entonces una transfiguración en la cual la conciencia de sí cambia. En simultánea al despojo de la autodeterminación –ineludible al someterse a la jerarquía institucional–, los nuevos pacientes inician una carrera hacia la remisión en la que la meta final es, precisamente, la autodeterminación. No puede negarse que los pacientes agudos, una vez hospitalizados “en piso”, disfrutan de mejores condiciones infraestructurales. Cada pabellón goza de una sala de estar con TV, una enfermería y unas veinte habitaciones dobles con cerrojo externo, cada una con baño privado y clóset, ventanas, buena iluminación y temperatura media. La comida, aunque modesta, es suficientemente balanceada. A la mayoría se le permite pasear por los jardines exteriores durante la hora del almuerzo y, sólo cuando el interno

64

recibe una visita, también en horas de la tarde. Pero si el diagnóstico del paciente es considerado muy grave, ordinariamente se mantiene sedado en su habitación o, bien, se encuentra aislado en otra unidad (UCI, PRI, Gerontopsiquiatría o Crónicos). Al arribo de los nuevos hospitalizados, el personal de enfermería se encarga de distinguir muy bien el carácter de cada uno. Las parejas que comparten habitación son constituidas bajo ese criterio: juicioso con juicioso, difícil con difícil, y los casos más graves duermen solos. A los suicidas suelen pedirles que les muestren sus muñecas para saber si corren el riesgo de autolacerarse. En los pabellones, enfermeras y enfermeros son especialistas en la cátedra moral acerca de por qué no deben ejecutarse agresiones contra sí mismo y se empeñan en halagar las bondades de mantenerse activo y despierto para alejar los “malos pensamientos”, para no dirigir la mente a “bobadas”18. De allí que una de sus principales exigencias sea no ocupar las habitaciones mientras se lleve a cabo la rutina diaria de actividades, ni dormirse en otros lugares de la clínica. No hay duda de que el primer reto del interno es mantenerse despierto durante el día, no obstante la miorrelajación y la sedación farmacológicas. Aun cuando es más enfático en el pabellón femenino que en el masculino, la indiferencia y el aislamiento de los recién llegados se transforma a los pocos días. La mayoría de los pacientes entabla rápidamente relaciones solidarias que se van fortaleciendo con el tiempo. Los más antiguos van revelando poco a poco los secretos para desenvolverse con astucia en la institución (cf. Gittins, 1998; Goffman, 2004 [1961]; Montagut, 1997; Pinzón y Suárez, 1989-90; Rodríguez, 2004; Uribe, 1999) como, por ejemplo, el carácter de cada médico y enfermero, las horas de las rutinas, los trucos para poder acceder a cigarrillos –recurso preciado hasta por los no fumadores–, la detección de los compañeros agresivos, los efectos de cada medicina, las redes de circulación de alimentos entre pabellones, las vías más rápidas de remisión, entre otros. Incluso algunos internos, en especial los maníacos, se convierten en la mano derecha de la enfermera de turno, a quien colaboran en la enfermería o en el comedor. Pero hay un tipo de relaciones que se exacerba en la nueva convivencia y que no se limita al pragmatismo de las estrategias adaptativas. Se trata de una expresión 18

Diario de campo de la autora, julio de 2006.

65

exagerada del vínculo a través del contacto físico. Unos y otros comulgan desde su propia enfermedad mediante el toque, la caricia, el abrazo. De repente, aparece una tropa que recorre los pasillos de la institución a la manera de un cardumen. Es más viable unirse a la tropa que separarse de ella. Si el colectivo detecta el aislamiento de alguno, inmediatamente reacciona en su búsqueda. Los solitarios son realmente muy pocos y si perduran en su condición es quizás porque la gravedad de su estado a ello los conduce. Una atmósfera de estrechez en los lazos permite conversaciones en donde se tocan temas personales que no emergen en ninguna consulta psiquiátrica ni psicológica. El principal insumo de esta comunidad es el flujo de sentido compartido entre pares sobre los padecimientos que les aquejan. Sus exégesis comunes echan mano de sus historias vitales, sus propias vivencias del malestar y los múltiples conocimientos expertos sobre los procesos de salud-enfermedad que allí se intersecan. Tal situación era descrita muy acertadamente por una de las pacientes más antiguas del pabellón, cuando se refería a todos sus compañeros como “colegas”. Todo interno debe acudir a la rutina de actividades organizada por dos tipos de profesionales: psicólogos y terapeutas. Es lícito anotar que la gran mayoría de ellos está constituida por mujeres; incluso, durante mi estadía, no había ni un psicólogo hombre y tan sólo había un terapeuta ocupacional. Las jornadas tienen como objeto insistir en el componente psicosocial de la terapia. Aquel es uno de los motivos por los que pululan los talleres psicoeducativos y recreativos, con los cuales se pretende: 1) aliviar los síntomas agudos del paciente; 2) fomentar su conciencia de la enfermedad; y 3) prepararlo para su reintegración social. Por su parte, las terapias ocupacionales y físicas tienen el objeto primordial de ocupar la mente de los internos y activar sus destrezas motoras. Como puede verse, todas estas intenciones son correlatos del ejercicio diagnóstico del

DSM-IV.

No obstante, el énfasis se encuentra en la distracción del

malestar y no precisamente en que el paciente se ocupe de él. Esforzarse por “hacer” no es una tarea fácil para los sedados o los apáticos. A todos se les insta a poner atención, concentrarse, jugar, pintar o coser. Existe la posibilidad de acceder a una precaria biblioteca, pero la lectura es demasiado complicada en esas condiciones. Algunas veces se lleva a la tropa a ver películas en el

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auditorio de la clínica, las cuales, por lo general, contienen románticas moralejas sobre “el verdadero sentido de la vida”, “el valor de la amistad o la familia” y la sobredimensión de la valentía, el honor, la solidaridad, la compasión, entre otros valores de aquellos que bien se instalan en el cine comercial norteamericano. El mismo implícito moral constituye las denominadas “terapias de relajación” que también se aplican a los internos: todos deben acostarse en el suelo a lo largo de un gran salón, cerrar los ojos y, con una melodía New Age de fondo, atender a la voz de una de las psicólogas o terapeutas quien conduce los pensamientos de los presentes, motivando la imaginería personal sobre lugares, personajes y situaciones ideales; suele también leerse literatura de autosuperación. Dicho ejercicio introspectivo derrumba por fin a los somnolientos, mientras que a otros les desvela sentimientos de alegría o nostalgia traducidos generalmente en llanto. Vale anotar que esto sucede en particular cuando se tocan los temas de la familia y la pareja, dos de las “redes de apoyo” perdidas o ausentes para la mayoría.

Figura 12. Sala de terapia recreativa (1967), Clínica de Nuestra Señora de la Paz. Hoy en día los muebles se han reemplazado por sillas y mesas plásticas. La mesa de billar permanece. También hay mesa de ping-pong, juego de rana y una colección de juegos de mesa entre los cuales los internos pueden escoger.

Fuente: Orden Hospitalaria de San Juan de Dios (1967: 65).

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Un día de rutina hospitalaria para los internos comienza a eso de las cinco de la mañana, cuando un enfermero o enfermera pasa por cada habitación repartiendo la primera dosis de medicina. El despertar es súbito: el funcionario enciende la luz tras un fuerte saludo. Una hora y media después, el enfermero o enfermera del piso recorre el pasillo y, a voz en cuello, insta a los internos a bañarse y vestirse. La tropa es conducida a través de las rejas a los comedores para tomar el desayuno, preparado con los lácteos que los hermanos hospitalarios producen en la clínica misma. Psiquiatras y enfermeras arbitran todas las jornadas de alimentación; así es como detectan los apáticos a la comida y los sumamente hambrientos, como signos de evolución. Acabado el desayuno, todos acuden a los talleres de la mañana en los que se incluye un refrigerio caliente a eso de las diez. La jornada incluye trabajos en grupos definidos por categorías de trastornos: los depresivos, los bipolares, los ansiosos, los esquizoides y los diagnosticados con estrés postraumático. Las psicólogas se esfuerzan por clarificar con todas las técnicas posibles cuáles son los síntomas que identifican a cada trastorno. Estos son los ya mencionados “talleres psicoeducativos”: carteleras, tests, socializaciones, psicodramas, reuniones con familias, entre otros, se ponen al servicio de la “conciencia de la enfermedad”. Una conciencia sindrómica limitada a la taxonomía biomédica que no da relevancia alguna a los eventos exógenos comprometidos. El componente psicosocial que se dice enfatizar resulta orientado a la traducción de síntomas al lenguaje psiquiátrico, sin incidir realmente en la historia vital y el contexto sociocultural del sufriente. De hecho, en los talleres, la explicación causal de los trastornos siempre es atribuida a una disfunción orgánica. Otro tipo de actividad es la terapia física. Se realizan prácticas de estiramiento, ligeros ejercicios cardiovasculares y juegos simples con balones de plástico en las canchas de básquetbol de la institución. A aquellos que se encuentren limitados físicamente se les permite jugar ajedrez o parqués, aun cuando todo juego de mesa está expresamente restringido a las salas de terapia recreativa. Por otra parte, las terapias ocupacionales incluyen carpintería básica, pintura en madera y cerámica, fabricación de muñecos, edredones y ornamentos sencillos para el hogar. Los terapeutas deciden

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quiénes son capaces de trabajar con agujas y elementos para cortar, y quiénes deben ocuparse exclusivamente de lijar y pintar, dependiendo de la destreza que los fármacos les permitan. Estas terapias encuentran su origen en la antigua laborterapia que promulga la dignificación humana a través del trabajo y del intercambio comercial de las obras; una terapia mediante la cual se persigue la “recuperación social” del paciente a través de la ficción del “sentirse útil”. Durante la mañana tiene lugar la valoración psiquiátrica individual. Cada interno tiene asignado un profesional a su caso, dependiendo del diagnóstico. La entrevista que a diario se realiza apunta a las mismas preguntas: el paciente debe responder qué día es hoy, cómo se ha sentido respecto a sus síntomas concretos o si han aparecido nuevos síntomas, qué tal ha dormido, si ha recibido visitas, cómo ha influido el tratamiento institucional en su evolución y si este es de su agrado. Con base en esta información, el psiquiatra decide si mantener, aumentar o disminuir la dosis de medicamentos, y si prolonga o acelera la remisión. Signos como la apariencia personal, la manera de hablar y los movimientos del paciente también son indicadores que se corresponden con esos datos. No obstante, la entrevista es rápida y superficial, por lo que puede haber lugar a omisiones o impresiones apresuradas del médico o a manipulaciones de parte del interno. Ejemplo de ello es que si el paciente se queja de modo vehemente sobre la atención puede ser tildado fácilmente como “desafiante a la autoridad”; si hace demasiadas preguntas al médico o revela mucha información sobre su patología puede caracterizarse como “histriónico”; o puede que el paciente manifieste falta de sueño para lograr que el psiquiatra suba su dosis de tranquilizantes y así aumentar sus efectos de los que puede ser ya dependiente. La hora del almuerzo inicia a las doce del mediodía, después de la cual hay una media hora de esparcimiento en los jardines. La tropa de internos es convocada luego por los altavoces desde sus respectivos pabellones para recibir su medicación y esperar en el encierro los talleres de la tarde. Sólo si el paciente recibe visitas tiene la opción de volver a salir. Por cada interno únicamente pueden entrar dos visitantes, quienes son requisados en la entrada para confiscarles elementos prohibidos como drogas, alcohol, cigarrillos, cuchillas y armas. Esta jornada se extiende de dos y media a cuatro y media.

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La comida se sirve a las cinco y los internos retornan a su claustro media hora después. La medicina nocturna cierra la jornada a eso de las ocho. Son pocos los pacientes que logran quedarse viendo televisión hasta más tarde: la mayoría ha deseado todo el día que llegue el momento de dormir. Aun cuando la remisión es el momento más deseado por la totalidad de los internos, el sentimiento generalizado durante la hospitalización es el de la incertidumbre una vez afuera. En cierta medida, el despojo de la autonomía en los pacientes los libera de la responsabilidad por sí mismos y de sus actos. Por demás, la reiteración de una causalidad meramente biológica de su malestar desmotiva la agencia que puedan tener sobre este. En realidad lo único que deben aprender una vez salgan de la institución es la dosis y frecuencia en que deben tomar sus medicinas, así como a acostumbrarse a los efectos colaterales de aquellas. No hay alguna motivación concreta sobre la vida en el mundo exterior, a parte de la insistencia de las terapeutas en hallarle un “sentido” y de valorar las relaciones afectivas que hay en él. Frente a la reintegración a la cotidianidad hay además una angustia generalizada referida a “normalizarse” de nuevo y tener que cumplir con las expectativas que el propio contexto –familiar, laboral, social– exige. El temor a ser incapaz de hacerlo, así como a hallarse fuera de sí, desprovisto del autocontrol necesario para desenvolverse con éxito, es sin duda intenso. Las demandas de productividad y de vínculo social son temas que ocasionan terror en ese paréntesis espacio-temporal que es la internación; en ese “retiro del mundo” donde, a pesar del sometimiento institucional, se ha convivido en medio de una comunidad de pares –quienes parecen ser los únicos dispuestos epistemológicamente para comprender la dimensión global del malestar–. La internación será un ineludible hito que signará la línea temporal del sufriente. Luego de la remisión, el estigma de enfermo mental afectará primordialmente las relaciones con los parientes y la atmósfera de trabajo. Las parejas de muchos terminan su relación incluso durante la internación. Es común que las familias consideren a los pacientes como una carga o les atribuyan sus propios conflictos. El ámbito laboral suele complicarse: algunos quedan desempleados a razón del trastorno; otros serán permanentemente vigilados, vistos con sospecha en la ejecución de sus actividades. Una

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situación que también es corriente tiene lugar en la duda sobre el desempeño intelectual del paciente, de lo cual se duda con frecuencia. En estas condiciones, la hospitalización abre una brecha inespecífica en la línea vital de los sufrientes. Si hay alivio es transitorio. Y, en efecto, se trata de una mera paliación de la crisis. No hay una real esperanza de recuperación; únicamente la ideación de una estrategia para reincorporarse a la sociedad desde el estigma, lo cual afuera se hace apremiante y muy complejo. En principio, los efectos colaterales de los fármacos impiden un desempeño físico del ciento por ciento –como se empeña en medir la

GAF–

y, en consecuencia, es muy problemático seguir obedeciendo los dictados productivos e intersubjetivos del orden establecido. La cronicidad del trastorno empieza por tener que aceptar el tratamiento sin interrupciones. Por otra parte, el paciente tiene razón al aterrorizarse con su salida: allí no hay fármaco que valga, pues los “trastornos del afecto” se recrean en los conflictos intersubjetivos, en las memorias personales, en las vicisitudes de la existencia. Escenarios todos donde el discurso biomédico, la psicoeducación, la autoayuda y la laborterapia son tan sólo distractores que espantan síntomas y relegan la agencia del sufriente sobre lo que lo aqueja a diario.

2.3. CRÓNICOS Y CÍCLICOS: CLÍNICA DIURNA Y CONSULTA EXTERNA Para muchos, la remisión no es un parte de victoria ni mucho menos de cura. La recomendación

generalizada

para

los

pacientes

que

han

“evolucionado”

satisfactoriamente en la hospitalización total es pasar a la hospitalización de medio tiempo, es decir, acudir sin falta al Programa de Clínica Diurna, modelo que fue inaugurado en La Paz hace catorce años para abrir el espectro de la atención alternativa. Este programa reduce la estancia de los internos en la institución y favorece la disposición permanente de camas. Y es que el volumen de pacientes es tal en ciertas épocas que muchos deben permanecer en la UCI o en otra unidad de urgencias hasta que se desocupe una habitación. La jornada en la Clínica Diurna es de siete horas en total: de ocho de la mañana a tres de la tarde. Los pacientes deben asistir en este horario a la institución y duermen en

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sus casas. Reciben el mismo refrigerio de las diez y almuerzan junto a los hospitalizados. También reciben valoración psiquiátrica a diario, en la que se les efectúan las mismas preguntas que cuando estaban internos. Las actividades y terapias son del mismo tipo que las de antes. Los encierros ya no se efectúan en los pabellones. Para la Clínica Diurna hay un espacio distinto del de los internos, incluyendo la enfermería, los consultorios, los talleres y los jardines interiores. Los medicamentos son suministrados a la hora de llegada y al mediodía. Las dosis nocturnas son preparadas por la enfermera para cada paciente con las respectivas instrucciones sobre su consumo. Este programa se traza tres objetivos principales: 1) continuar fomentando la ya mencionada “conciencia de la enfermedad”, 2) fortalecer la adherencia al tratamiento, y 3) activar las redes de apoyo del enfermo. El segundo punto hace referencia básicamente a la persuasión del paciente sobre las bondades y ventajas de someterse a las rutinas prescritas y a la toma de medicamentos. Allí también se le insta a no abandonar el tratamiento por ningún motivo, ya que ello agravaría su situación. En esta premisa se sustenta la cronicidad de la enfermedad psiquiátrica: los síntomas pueden retornar en cualquier momento y sólo el fármaco puede domesticarlos de manera eficaz. Por ello, es corriente escuchar esa máxima de los psiquiatras frente a los trastornos afectivos mayores: “Un bipolar o un depresivo es como un hipertenso: debe mantenerse medicado y controlado de por vida”. El tercer objetivo de la Clínica Diurna resalta la importancia de consolidar y activar las relaciones próximas al sufriente, aquellas que en muchos casos son consideradas como “insuficientes”. Este aspecto es registrado en el Eje

IV

del

DSM-IV

como un posible “estresante negativo” desencadenante de la enfermedad. La soltería, la ausencia de alguno de los padres, el abandono o inexistencia de la familia, las escasas amistades, vivir solo y el exilio o el desarraigo, se consideran en el manual como situaciones en las que las “redes de apoyo” tambalean o son insatisfactorias, convirtiéndose en un factor de riesgo para la recuperación del enfermo. Al concebirse como situaciones de contexto en las que el paciente (como paciente) no puede interferir (él está “enfermo”) y que, en últimas, no son constitutivas de su malestar, no existe mayor trabajo en el programa sobre la responsabilidad que este tiene en el

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establecimiento y mantenimiento de relaciones intersubjetivas. El tratamiento de este punto es tan epidérmico como la definición de la incidencia de lo psicosocial en el trastorno. Por lo demás, los supuestos culturales que se dilucidan en tales “estresantes” reducen la sociabilidad a modelos afectivos en los que se idealiza un único tipo de familia, de pareja, de residencia y de vínculos sociales. Los pacientes que se encuentran en delicado estado aún deben ser llevados y recogidos por un acudiente, a quien se le instruye sobre el tratamiento. A pesar de que siempre haya un referente externo por cada paciente, esta es ocasión para que muchos no regresen a la clínica. Tampoco hay un seguimiento suficiente una vez se remiten los internos. Las posteriores recidivas en estos casos pueden volver a ser tratadas con hospitalización total, aun cuando no necesariamente en la misma clínica. Otros pacientes simplemente desaparecen, en particular aquellos que viven fuera de la ciudad o que tienen escasos recursos. La Consulta Externa tampoco es apreciada. De hecho, tiene muy mala reputación entre la mayoría de pacientes psiquiátricos adscritos al Sistema General de Seguridad Social en Salud. Una gran parte de los hospitalizados ya había sido remitida antes a psiquiatría por el médico general. Se trata de una cita mensual con un psiquiatra que renueva la prescripción y la gradúa según la información que el paciente le ofrece. La entrevista vuelve a ser breve, escueta, sin mayores pretensiones empáticas en el encuentro clínico, lo que produce datos superficiales sobre el padecimiento, sus móviles y los elementos constitutivos que lo mantienen o lo acentúan. No hay mayor evaluación acerca de los efectos farmacológicos, especialmente de los colaterales, a menos de que sean evidentemente contraproducentes. Si el paciente expresa insatisfacción con los efectos en general, el médico puede variar su dosis o proceder a explicarle que se trata de “reacciones normales hasta que el organismo asimile el medicamento”. No es un secreto para nadie que este tipo de encuentro clínico no sólo bombardea la llamada “adherencia al tratamiento”, sino que además complica la recuperación o la reemplaza por un estado en el que deben soportarse otros síntomas. El llamado a una “mejor calidad de vida” bajo el tratamiento médico de la enfermedad mental suena irónico cuando los fármacos hacen de las suyas en el sistema nervioso central: temblores

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y tics permanentes, somnolencia persistente, vértigos, pérdida de la memoria, afectación de las funciones motoras, entre muchos otros, constituyen la nueva condición del paciente crónico. Aunado a ello se encuentra la frecuente queja de “los médicos nunca me preguntan qué es lo que me pasa realmente”. La prescripción se vuelve rutinaria y los pacientes optan por acudir a reclamar lo que les quita el insomnio, la ansiedad o el estrés, aunque los móviles de éstos persistan. En ello radica que la mayoría de pacientes afectivos no perciban mejorías significativas. Tarde o temprano emprenden otras búsquedas terapéuticas en terrenos totalmente ajenos a lo clínico, si no claudican antes.

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Capítulo 3 AMOR, PODER Y MUERTE: RELATOS MASCULINOS DE MALESTAR

3.1. WILMER: PASIONES ERÓTICAS, PASIONES TANÁTICAS

“Usted me puede decir que vaya y le casque o mate a cualquiera, y no me importa. Pero las cosas del amor sí me dan tres vueltas, con eso no soy capaz”19.

C

asi arrastrando los pies logré llegar al fondo de uno de los oscuros pasillos de la

clínica. Una puerta de vidrio bajo llave nos esperaba a mí y a la manada de “colegas”, el resto de las pacientes internadas en el pabellón femenino. El vértigo que me producían las escaleras era insoportable; por ello, los largos zaguanes eran un verdadero respiro. Por lo demás, dicho trayecto a la cabeza de nuestra enfermera me revelaba nuevos detalles. Aquel día, el primero de la hospitalización en piso, descubrí por ejemplo la mirada de los no-pacientes sobre nosotros: los ojos evasivos de los funcionarios clínicos y la disección visual de los visitantes. Se trataba de la primera actividad en los talleres de terapia ocupacional. Al encuentro debían acudir tanto hombres como mujeres internos. Un círculo de sillas nos enfrentaba cara a cara, aun cuando la mayoría se hallaba demasiado ensimismada como para fijarse en el resto. Inducidos por las terapeutas de turno, todos debíamos decir en voz alta a los presentes nuestra profesión u oficio actual, y aunque mi curiosidad etnográfica me obligaba a memorizar y relacionar rostros y ocupaciones, los efectos de 19

Entrevista informal con Wilmer, Bogotá, Clínica Nuestra Señora de la Paz, julio de 2006.

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los medicamentos me lo impedían en gran medida. Sólo una voz masculina lograría sacarme del letargo: “Soy reinsertado de la guerrilla”. Levanté el rostro y vi a Wilmer20. Un inexplicable sentimiento de familiaridad se mezclaba con mi temor a encontrarme con alguien conocido, pero, peor aún, con alguno de los fantasmas que solían perseguirme. Me indagaba con sus ojos, aquellos que yo evadía fácilmente en mi arrobamiento farmacológico. Al día siguiente, la psiquiatra asignada a mi caso me comunicó que mi estadía en la clínica se prolongaría, y mi reacción de tristeza e impotencia no se hizo esperar. Aquello afectó mi desempeño en las tareas manuales y despertó la solidaridad de Wilmer, quien se acercó para aconsejarme que cambiara mi actitud: “Intégrese a las actividades —me decía—; los terapeutas observan con cuidado a cada paciente y pasan reportes de su desempeño. Si la siguen viendo así, le alargan la hospitalización”21. Lo escuchaba muy lúcido. Tiempo después me narraría los motivos por los que se hallaba interno. Padecía una amnesia temporal debido a un trauma cráneo-encefálico que él mismo se había ocasionado golpeándose repetidamente contra las paredes. Me causó curiosidad el hecho de que su diagnóstico principal considerara tan sólo dicha lesión, mas no el motivo de la misma: un claro intento de suicidio. Los eventos relacionados con este suceso parecían no haber tenido gran relevancia a los ojos de psiquiatras y psicólogas. Para la internación primó, eso sí, la angustia que Wilmer manifestaba frente a su desmemoria, en especial por no recordar a sus parientes y conocidos más cercanos. Él mismo había decidido recluirse en la clínica.

Un hombre de armas tomar Wilmer es un hombre de 33 años, de origen cundinamarqués, que ha vivido entre su pueblo y la periferia bogotana durante toda su vida. Es de extracción muy humilde, aun cuando logró terminar su bachillerato en una escuela pública de Ciudad Bolívar. Cuando apenas era un niño una tía suya lo raptó y lo llevó a vivir unos meses a la extinta 20 21

Nombre ficticio. Entrevista informal con Wilmer, Bogotá, Clínica Nuestra Señora de la Paz, julio de 2006.

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Calle del Cartucho, en medio de la pobreza extrema y las crisis delirantes de la mujer. Dice haber sufrido el desprecio de sus padres biológicos desde muy temprano y haberse criado con otros parientes. A pesar de ello, Wilmer tiene muchos amigos y siempre alcanza la popularidad en los círculos donde se desenvuelve. A los 15 años, Wilmer materializó su atracción por las armas de fuego, aquellas que ya conocía desde sus andanzas infantiles. Se vinculó como miliciano a una columna guerrillera de Bogotá, reclutado por un hombre mayor del barrio donde vivía. Pronto, su peculiar arrojo y su fuerte carácter le favorecerían en la adquisición de prestigio ante sus vecinos. También ascendería rápidamente a rangos superiores hasta llegar al de mando militar urbano. Pero, paradójicamente, ese agresivo talante sería también el principal obstáculo para escalar más en la jerarquía, aun cuando permaneció en las filas cerca de 16 años. Wilmer no era nada sumiso y, cuando de acciones militares se trataba, sus propuestas rayaban en la insensatez. Por ello, aunque sus jefes le confiaban sin reparo las misiones más riesgosas, también solían castigarlo por sus excesos. El joven se afianzó como patrullero de las milicias subversivas de su localidad. Se encontraba atento al comportamiento de los lugareños y no dudaba en ejercer terror en los lugares públicos. La misma policía estaba al tanto de su militancia y sus acciones, pero hasta por aquella era respetado. Este ascendente estatus le otorgaría la autoridad suficiente para censurar lo que en la guerrilla se conocía como “lumpenización”: tráfico de drogas no regulado, pandillismo, asaltos a la comunidad y abusos sexuales, primordialmente. También los “soplones” o “traidores” debían ser castigados. Su censura oscilaba entre la amenaza y el “ajusticiamiento”22. Sin duda, Wilmer se había convertido en el guardián de una de las zonas de base más importantes de las guerrillas en Bogotá. Durante esta vida como miliciano, Wilmer trasegó por el país realizando tareas arriesgadas como el transporte de armas y la consecución de recursos para la organización guerrillera a través del robo de automóviles. Recibió formación en varias ocasiones en escuelas de combatientes y de mandos militares realizadas en “las 22

Asesinato de un reo, legitimado dentro del propio código de sanciones de cualquier organización militar. El ajusticiamiento, como su nombre lo indica, pretende “hacer justicia” a través de la muerte del culpable, quien ha atentado contra la estabilidad de la organización.

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montañas de Colombia”. Allí se instruyó en el manejo de armas largas y cortas, así como de explosivos de mediano y alto poder. También adquirió conocimientos sobre estrategia militar, especialmente en medios urbanos, y sobre organización política de base en las barriadas. Pronto comenzaría a dirigir células juveniles en localidades marginales de la ciudad que terminarían nutriendo las filas de la guerrilla. Sin embargo, la militancia de Wilmer no le impediría vincularse a otras actividades de calibre ilegal por fuera de su organización, que incluso llegaban a reñir con ella. Trabajó de cerca con los comerciantes de esmeraldas y joyas en el centro de Bogotá, para quienes ejecutó tanto ventas como sustracciones de mercancía de las que ocasionalmente usufructuaba buenas cantidades de dinero. También ejerció como traficante de marihuana y cocaína junto a extranjeros que realizaban este tipo de transacciones en el país. “Y aun así yo nunca probé ni he probado ‘drogas’ de ninguna especie. Ni cuando chiquito en El Cartucho, ni ahora con estos extranjeros. Yo tomo trago y fumo cigarrillo de vez en cuando, pero no le jalo a nada de eso. Lo único que sé hacer es catar la coca y distinguir si está buena o no, pero nada más”23. Después de 15 años de haberse vinculado a la guerrilla, Wilmer cayó preso en una operación militar. Fue sindicado de homicidio agravado, rebelión y terrorismo, y recluido en la Cárcel Modelo de Bogotá. Aun durante el tiempo que pasó allí, Wilmer ostentaba su autoridad dentro del patio en el que habitaba con otros guerrilleros. Seguía portando armas de fuego y se paseaba por los corredores del penal con autorización de los guardias. El hecho de que su organización lo considerara una ficha clave en el medio urbano fue determinante para que se le financiara un abogado experto que lograra liberarlo usando cualquier tipo de mecanismo. Y así fue. Un año después se hallaba libre y con un pasado judicial limpio. “Me dieron la boleta de salida y ya sabía que al otro día tenía una tarea: ir por un carro robado, cruzar la frontera, venderlo y regresar. Y eso fue lo que hice”24. Con el pasar del tiempo, Wilmer abandonó su militancia oficial por numerosos desacuerdos internos, a pesar de que seguiría siendo simpatizante de la guerrilla. Gracias 23 24

Entrevista informal con Wilmer, Bogotá, agosto de 2006. Ibíd.

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a su nueva condición de “reinsertado”, se vinculó a un empleo como conductor y guardaespaldas de un asesor político, y luego como conserje de un conjunto residencial campestre muy exclusivo a las afueras de la ciudad. Esta labor le permitía continuar portando armas oficialmente, aun cuando el lugar que vigilaba se caracterizaba por su seguridad y tranquilidad. Su estilo de vida se transformó sutilmente. Wilmer entabló una relación sentimental con una humilde y sumisa mujer que nada tenía que ver con lo militar o lo ilegal, y se fue a vivir con ella en el “bucólico” ambiente de su nuevo trabajo.

Morir de amor El diagnóstico principal de Wilmer en su ingreso a la Clínica de la Paz fue el de “Trastorno amnésico debido a traumatismo craneal cerrado”. A la semana siguiente, cuando manifestó la evocación de eventos y personas que antes no recordaba, el psiquiatra añadiría la especificación de “Trastorno amnésico transitorio”. Su pérdida de la memoria, no obstante, se debió a un intento de suicidio motivado por un problema conyugal, situación que, según él, nunca había sucedido con su compañera afectiva. Incluso insiste en que, a pesar de que hace once años se había inducido una intoxicación deliberada con pastillas, definitivamente él no es un “suicida reincidente”.

— Me habías contado que tus amigos, conocidos y familiares te decían que tienes un carácter o una personalidad particular. Cuéntame de eso primero. Wilmer: ¿Particular en qué sentido? ¿Temperamental? No sé, lo que pasa es que en 1995 también había intentado suicidarme con las pepas, un poco de pastillas que encontré, y terminé en el Hospital de la Granja. Me hicieron lavado, me hicieron de todo. Eso no tuvo el carácter que tuvo lo de hoy en día. En ese momento sólo se dio cuenta una persona que era allegada a mí, más una amiga, y listo. No hubo tanto escándalo como esta vez que todo el mundo se dio cuenta. — ¿O sea que tú eres reincidente? Wilmer: No, ni mucho, siendo ya hace 10 años no creo que sea reincidente. — ¿Y por qué fue? Si puedo saber...

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Wilmer: Sí, claro. Por una depresión, no sé... Ese día tuve un problema con la hermana de una pelada que yo tenía. — ¿Una novia? Wilmer: Sí, de una novia. La hermana se metió en el cuento. Yo he sido “de buenas” con las cuñadas porque quieren siempre arreglarle la vida a las novias mías y eso sí es como tenaz. (...) Entonces vinieron los problemas. — Pero, ¿en qué sentido? Wilmer: Agresivo, no con ella sino con la cuñada, y las cosas se salieron de lo común. Hubo de todo en ese momento. Llegó la hora en que me sentí solo, piedro, y cogí un poconón de pastillas que había ahí y me las tomé. Lo único que sé es que me dolió el estómago hasta donde más no podía, me llevaron al hospital y yo en una cama y la cuñada en otra. — ¿Le pegaste? Wilmer: Más o menos (Risas). — Si quieres contarme... Wilmer: Sí, le pegué dos tiros. (...) Vivíamos con mi novia y la hermana se empezó a meter. No estoy de acuerdo en que nadie se meta en la relación. Se dañó todo, se esfumó todo. Me quedé ahí en ese momento, pero al ver que la había embarrado, no sé... Me quitaron el arma o si no hasta me hubiera suicidado con ella misma. Y vi que la opción era tomarme las pastillas que había ahí. (...) Entonces no puedo ser como dices, ¿ser qué? — Reincidente. Wilmer: ¿Reincidente? Nada. Después de 10 años no creo que esté volviendo a empezar. Es como volver a decir que soy virgen. — Eso no diría un psiquiatra. Un psiquiatra diría que ya habías tenido un intento de suicidio, además por razones parecidas. Wilmer: No, no son parecidas en ningún caso. En el momento fue, de pronto, depresión, piedra, mal genio, ¿sí me entiendes? — ¿Te dio culpa el hecho? Wilmer: No, no, no... — ¿Exactamente te dio “depresión” haber hecho eso? Wilmer: Sí, de haber herido a esa pelada y todo, pero en el momento.

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— ¿Y te separaste de tu novia? Wilmer: De lógica, no me la iban a dejar... (Risas) Y tiene uno la famosa tusa [despecho]. Pero pasó, me dediqué a lo mío, tomaba trago y seguí normalmente. Es que este caso sí fue muy diferente...25

Lo que sucedió con Wilmer en esta ocasión no fue tan distinto como él se esmera en argumentar. El suceso que causó el traumatismo craneal fue el “broche de oro” de una cadena de escenas desesperadas e iracundas frente al hecho de que su actual compañera afectiva lo iba a abandonar después de seis años de relación y dos de convivencia. La disputa de la pareja fue motivada por una infidelidad de Wilmer que su esposa descubrió: la pareja de amantes yacía en el lecho conyugal cuando ella llegó sorpresivamente a la casa sin que Wilmer la esperara. Luego de las disculpas de rigor y las explicaciones inútiles en medio de la flagrancia, el hombre reaccionó autoagresivamente y de manera súbita, como si la solución a todo se hallara en su propia eliminación. Pasaban las horas de la noche. Intentó en un primer momento quemarse. Se roció gasolina por todo el cuerpo y dice no haber logrado encenderla con los fósforos que tenía. Asumiendo entonces que el combustible se había dañado, procedió a ahorcarse colgándose de una soga en el parque infantil del condominio. Sin embargo, su esposa lo descubrió a tiempo y cortó la horca. Debido a este hecho, Wilmer sufrió algunas laceraciones en el cuello. Nada de esto, en todo caso, había sido suficiente.

Wilmer: Ya eran como las 8 de la mañana. Cuando yo vi que mi esposa cogió la maleta me desesperé. Cuando vi que lo que estaba pasando era real fue cuando me agarré a golpes contra las paredes, cabezazo tras cabezazo, hasta que encontré una columna y ahí ¡pum! No sé, se me borra desde ahí hasta el sábado como a las 4 de la tarde que me despertaron cuando me estaban bañando, me tenían desnudo ahí y había una señora que no conocía. Ahí fue cuando me di cuenta que tenía amnesia.26

El golpe que Wilmer se propinó sería motivo suficiente para que fuera conducido de urgencias al hospital más cercano. Los médicos le efectuaron pruebas de sensibilidad 25

Entrevista semiestructurada con Wilmer, Bogotá, casa de la entrevistadora, 2 de septiembre de 2006, en audio. 26 Ibíd.

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y de reflejos y no respondió a ninguna. Se encontraba inconciente y cuando despertó no tenía visión ni memoria. No obstante, las tomografías y resonancias magnéticas de cráneo indicaron tan sólo una inflamación superficial, mas no lesiones de gravedad. Por tal razón, fue remitido de medicina interna y decidieron llevarlo a la Clínica Nuestra Señora de la Paz. Con el diagnóstico psiquiátrico y neurológico que allí recibió, Wilmer regresó a su casa con la orden de que si no recuperaba la memoria en 48 horas debía volver. Al día siguiente, lo invadió una insoportable angustia debido a su amnesia, malestar que se incrementó al escuchar a sus supuestos parientes discutir sobre quién cuidaría al nuevo enfermo. Nadie quería hacerse cargo. Su esposa no hacía más que llorar y manifestar el “asco” que Wilmer le producía luego de su infidelidad. En la noche, Wilmer escapó de su casa. Caminó un larguísimo trecho sin conocer nada ni a nadie, hasta que una patrulla de policía lo encontró. Corrió con suerte. Sus influyentes jefes lo habían reportado ya como desaparecido. La fuga fue determinante en su decisión de recluirse en la clínica donde había estado el día anterior. Y así fue. En la mañana del lunes, su esposa y su hermana lo llevaron a La Paz. Los tres ingresaron a la consulta con una psicóloga que les preguntó cómo habían sucedido los acontecimientos. La esposa narró el encuentro sorpresivo de Wilmer con su amante, frente a lo que él sólo atinó a cuestionar: “¿Pero al menos esa mujer sí valía la pena?”. La psicóloga escandalizada lo interpeló: “¿Usted está loco? ¿Cómo se le ocurre preguntarle eso a ella? A usted valdría la pena dejarlo aquí...”. Wilmer, sin reparo, le expresó su deseo de quedarse interno. Momentos después de la valoración psiquiátrica, los enfermeros lo condujeron a la

UCI,

donde recibiría un muy buen trato debido a su

diagnóstico de amnesia. Independientemente de que los sucesos narrados dilucidaran un potencial agresivo en la conducta habitual de Wilmer, el hecho de que su trastorno no implicara en sí mismo la agitación –era tan solo una amnesia– lo clasificaba de inmediato dentro del grupo de los “pacientes juiciosos”. De allí en adelante, su tratamiento consistiría en un seguimiento a su capacidad para recordar, el cual estaba a cargo de una psiquiatra especialista en trastornos afectivos y de una psicóloga. Un médico revisaría su lesión a diario. Le suministrarían

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antiinflamatorios y analgésicos para aliviar su traumatismo, y el único medicamento psiquiátrico que recibiría sería una dosis baja de Haloperidol27 en gotas antes de dormir. Para contrarrestar la irritación gástrica producida por los fármacos le recetarían también un antiácido. Por lo demás, después de permanecer en la

UCI

el primer día, Wilmer

debería someterse a una semana de hospitalización en piso y a otra en Clínica Diurna. A su salida tendría que acudir a su cita mensual con el psiquiatra de la Consulta Externa y procurar continuar con la medicación.

Adioses al pasado doloroso Durante sus días como interno psiquiátrico, Wilmer aprendió cómo moverse en la clínica respecto al personal médico y a sus mismos compañeros. Dice que, en todo caso, ya había tenido una experiencia similar mientras estuvo preso. Para alcanzar el nivel adaptativo que exige toda institución total, es necesario urdir una trama de tácticas y estrategias que eviten las sanciones y hagan un poco más tranquila la experiencia. Por lo general, este complejo de mecanismos es aprendido durante la internación a través de la información recibida por los pares con quienes pueden establecerse solidaridades o bien pueden generarse conflictos. No obstante, gran parte del aprendizaje se lleva a cabo en carne propia, a través de la propia observación o de las distintas pruebas que deben superarse, como aprender a dormir con desconocidos, ver vulnerada la propia intimidad, obedecer las órdenes de los clínicos o adaptarse a los efectos colaterales de las medicinas. Desde que Wilmer estuvo en la

UCI

comenzó a entrenarse en esa suerte de

mecanismos a través de la observación meticulosa del comportamiento de los otros y de las consecuencias que cada tipo de actitud podía generar:

— ¿A ti te trataron mal en algún momento? 27

El Haloperidol es un fármaco neuroléptico usado en el tratamiento de las psicosis, generalmente para manejar estados de agitación. Actúa sobre las funciones psicomotoras, por lo cual se considera como tranquilizante. Este fármaco es ampliamente usado en tratamientos psiquiátricos, incluso en trastornos no psicóticos.

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Wilmer: No. A mí me daba miedo moverme o hacer un movimiento malo porque de pronto me amarraban. Entonces como que yo estaba tranquilo. Ya por la noche me dieron otras pastillas y hasta luego, fue cuando me dormí. (...) Yo me daba cuenta de que yo no estaba loco, yo lo que tenía era amnesia. Porque la gente hablaba cosas... — ¿Qué? Wilmer: Unos gritaban, otros rezaban, otros se persignaban, otros echaban madres. Había [una paciente] frente a mí que tenía la manía de que si veía algo en el piso, ella se levantaba, lo recogía y lo ponía allá. Le decían: “Si no se acuesta la amarramos”. (...) No veo que estuviera haciendo algo fuera de lo común, ella era en el cuento del ordenamiento. Creo que se había envenenado, tiene problemas de drogadicción según lo que oí en ese momento. Entonces estaba un poco “deschabetada”, pero se me hacía una pelada bien y no veía por qué le decían “la vamos a amarrar” porque se levantó y cuadró el vaso, lo quitó de donde está el paciente y lo puso donde se ponen los vasos. Además, como que no se podía hablar muy duro porque ellos son los que mandan, son los que gritan, son los que ordenan y todos tienen que hacer eso o si no los amarran. — ¿Los enfermeros hacían eso? Wilmer: Sí, los enfermeros. Hay ahí como una barbarie de que llaman al King-Kong y “venga a ver o si no siéntese”. Creo que el trato debería ser mejor. (...) — ¿Hacían valoraciones médicas? Wilmer: A mí me hicieron una psiquiátrica y una médica por la mañana. — ¿Con ronda de estudiantes o sólo el psiquiatra? Wilmer: No, fue solo el psiquiatra. Pero sí hubo una que vi en la que entraron varios. No sé si por ética ellos lo hacen, pero a mí me parecía que era como uno cuando uno va al zoológico y todos se paran a mirar el león, o “mire ese animal tan raro”. Así veía yo que miraban a la gente. Y pasaban a mirar la otra, y este tiene esto o aquello. Entonces creo que yo estaba normal porque no tenía ese problema. — O sea que tú no eras un león en el zoológico. Wilmer: Pues me miraron, pero sólo preguntaron qué tenía. — ¿Crees que el hecho de que tú fueras menos agresivo te favoreció en el trato? Wilmer: Sí, claro, porque si no, no sé cómo me hubieran tratado. — ¿Nunca te dijeron malas palabras, te amenazaron? Wilmer: No, a mí no, pero lo que veía de los demás sí.

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— ¿Ni siquiera por el historial, por los antecedentes? Por ejemplo, por la forma en que tú llegaste, te golpeaste contra las paredes, ¿ni siquiera por eso te dijeron “usted es posiblemente agresivo, entonces amarrémoslo”? Te sedaron todo el tiempo... Wilmer: Sí, estuve más bien sedado. Y estuve calmado. Yo trataba de hacer los menos movimientos posibles. — Conscientemente. Wilmer: Sí, porque “ojo me amarran”. Me parecía tenaz. — Tú dices: “Yo no estaba loco”. Pero, entonces, ¿por qué crees que termina uno en una clínica psiquiátrica si no está “loco”? ¿Por qué crees tú que terminaste allá? Tú ibas con tu problema médico de la amnesia, pero eso es un problema distinto. Wilmer: Sí, con lo del problema mental, lógico, la diferencia es grande. — Pero el intento de suicidio sí da para... Wilmer: Para locura. — ...para que lo lleven a uno a una clínica psiquiátrica. Wilmer: Sí, sí. — ¿Por qué crees entonces que uno termina allá si no está “loco”? Había muchos que estaban, digamos, más “cuerdos”... Wilmer: A ver, ahí sí no sabría yo decir porqué llega uno allá en el momento, pero sí había gente más cuerda y otros más “despistados”. Pero llegar uno a ese punto... Yo digo que deberían evaluarlo a uno antes de meterlo a una famosa UCI. Yo no estaba loco, yo lo que tenía era amnesia, y no debería haber llegado a ese piso donde está todo el mundo. Allá meten a todo el mundo revuelto con todo el mundo. Yo creo que deberían evaluarlo a uno antes de meterlo allá y decir “este man está loco loco, entonces lo metemos allí; este está medio loco, acá; y este está así entonces acá”. O sea, que tengan un pabellón para cada caso.28

De allí en adelante, Wilmer procuró entablar relaciones cordiales con los enfermeros y seguir todos sus mandatos. Nunca tuvo conflictos con sus compañeros, ni siquiera por los desacuerdos que con frecuencia aparecían entre ellos. De hecho, hizo muchas amistades compartiendo comida y cigarrillos. Se destacaba en las actividades psicoeducativas, en las terapias físicas y ocupacionales. Su desempeño mejoraba 28

Entrevista semiestructurada con Wilmer, Bogotá, casa de la entrevistadora, 2 de septiembre de 2006, en audio.

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notablemente a la par que iba atrapando más y más recuerdos, razón por la cual su tiempo de internación fue relativamente corto. Fue evocando poco a poco familiares y eventos, e incluso su última tentativa de suicidio, lo cual era signo inequívoco de mejoría ante los médicos. No obstante, para Wilmer, el malestar continuaba creciendo a medida que se hacía consciente de su ineludible nueva condición. Su esposa lo visitó mientras estuvo en la clínica, advirtiéndole que una vez terminara su internación lo dejaría, y así lo hizo. Aunque algunos de sus parientes también lo visitaban, ninguno se ofreció a cuidarlo durante su convalecencia. Junto a la familia de su esposa, sus allegados se empeñaron en condenar moralmente su infidelidad y señalarlo como culpable. Sus jefes decidieron despedirlo por el incidente, pues cuando volvió a su empleo como conserje interno, ya no era apto para la vigilancia: la medicación que tomaba en la noche le producía un sueño muy profundo29 y nadie confiaba en que debiera manejar armas. Con la pérdida de su trabajo, vendría también la pérdida del lugar donde vivía, por lo cual tendría que salir a buscar nueva casa. El incidente se convirtió en una grieta en la vida de Wilmer: repentinamente, como en el relato de su primer intento de suicidio, “todo se había esfumado”. Durante las semanas posteriores a su salida de la hospitalización en piso, Wilmer tuvo que lidiar solitario con una intensa angustia y una profunda tristeza que lo atacaban especialmente en la noche. Suspendió la medicación para retornar a su estado normal de lucidez y poder hacerse cargo de sí mismo, y aun así, bajó cerca de 12 kilos de peso en menos de un mes. Los episodios de ansiedad lo condujeron a un consumo excesivo de cigarrillo y a un insomnio incontrolable durante el cual fantaseaba con el suicidio como única salida a su actual situación. Renunció a efectuarse los demás exámenes médicos que le habían ordenado y jamás asistió –ni desea hacerlo ahora– a los controles psiquiátricos en Consulta Externa para continuar su tratamiento farmacológico. Sólo regresó a una unidad de urgencias semanas después cuando sucumbió ante un aparente ataque de ansiedad.

29

Aunque se dice que el Haloperidol, por ser narcoléptico, no tiene propiedades hipnóticas, Wilmer manifestaba con su consumo una somnolencia permanente y un efecto casi inmediato a la toma que, según él, lo dejaba “noqueado”.

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Wilmer: (...) Había ratos que venían las crisis... Pero entonces me doy cuenta que la crisis mía era, o ha sido hasta el momento, afectiva. La última vez me dicen: “Hermano, usted está es loco de pena moral; si usted no habla con esa mujer o arregla sus cosas, usted se va a morir pero de pena moral”. Un jueves me enfermo otra vez pero la enfermedad es del dolor de cabeza, la presión en el corazón que me estaba doliendo, un vómito tenaz. Me tengo que aguantar desde la 1 de la mañana hasta las seis de la mañana que me ven. Vuelven y me llevan a la Cardio Infantil, y otra vez que hay que hacerle un TAC, un electrocardiograma... que nunca hice.30

Y es que Wilmer siempre supo que su amnesia había sido provocada, que su malestar no radicaba tanto en la lesión como en lo que la había producido. Más que a la idea de morirse, Wilmer atribuye su cadena autoagresiva a una “crisis afectiva” que disparó un arrebato de desesperación: “Uno no piensa en nada en ese momento”, decía. Él mismo considera que siempre ha poseído un doble carácter, subrayado a menudo por la gente que lo rodea. En particular, resalta su impulsividad y agresividad frente a situaciones en que pudiera controlarse. Sus reacciones explosivas le han ocasionado numerosos problemas interpersonales, pero a través de ellas ha construido una imagen de hombre inquebrantable, valiente, de temple e incluso que causa temor. Al mismo tiempo (¡qué gran paradoja!), dice no poder sortear los desamores y amilanarse ante las vicisitudes románticas, aquellas que –como hemos aquí notado– constituyen mojones en el relato de su malestar. Estos motivos alimentan la renuencia de Wilmer a un tratamiento biomédico de su padecimiento. En primera instancia, no se considera ni “enfermo” ni “loco”, pero la dimensión de sus actos lo ha hecho reflexionar sobre los comentarios de sus parientes y conocidos sobre sus conductas extremas: ahora las considera “problemáticas”. Esto desemboca en un segundo tema: según él, ningún fármaco ni tratamiento hospitalario pueden remediar algo asociado a su propio carácter, a su propia personalidad afirmada, por demás, a través de una imagen agresiva ante los otros. Y, en tercer lugar, Wilmer asocia su ansiedad y tristeza actuales con la ruptura conyugal, pérdida que le significó una desestabilización generalizada, hasta en el plano social y económico.

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Entrevista semiestructurada con Wilmer, Bogotá, casa de la entrevistadora, 2 de septiembre de 2006, en audio.

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— Tú llegaste por amnesia. ¿Pero tú consideras que tienes algún problema depresivo o algo así? ¿Te dijeron eso en la clínica? ¿La psicóloga o el psiquiatra te dijeron: “oiga, usted no se acuerda, pero tiene tal cosa”? Wilmer: Sí, pero no me acuerdo el nombre de ese título... Es una persona... Lo que estaba escrito ahí es lo que yo tengo mirándolo en la realidad. Soy una persona afectiva amorosa, pero a la vez soy agresivo, soy contrario. No me acuerdo el nombre que tiene, pero tiene su nombre. Tengo un problema psicológico de infancia. Creo que sí necesito como el psicólogo; no el psiquiatra sino el psicólogo. — ¡Por qué no el psiquiatra? Wilmer: Porque creo que no estoy en el punto de estar demasiado loco. — ¿Y tú crees que el psiquiatra es para los locos? Wilmer: Y el psicólogo para los medio locos (Risas). — Como tú. Wilmer: Exacto (Risas). Pues no sé, es que entre psiquiatra y psicólogo yo creo que la diferencia es el nombre (Risas). No, sí hay mucha diferencia. Pero siempre me lo han dicho. Antes del problema a mí me había dicho mi esposa: “Hermano, usted debería ir donde el psicólogo y hacerse tratar, porque usted reacciona muy brutalmente, de un momento a otro, usted está bien, alguna cosa no le gusta y la reacción suya es de un loco”. A mí sí me decían y siempre me han dicho: “Usted es como muy loco”. Todo el mundo me lo decía y, después del problema, sí, soy como loco, ya se da uno cuenta de que sí. La reacción, el temperamento, la forma de ser varían de un momento a otro. — ¿Tú crees que eso es un problema? Wilmer: Sí.

Debo decir que de las palabras que más me impactaron durante mis charlas con Wilmer fueron la que sirven de epígrafe a este aparte: “Usted me puede decir que vaya y le casque o mate a cualquiera, y no me importa. Pero las cosas del amor sí me dan tres vueltas, con eso no soy capaz”. Y creo que en ellas se encuentra una de las claves de su padecimiento si se analizan a la manera de un palíndromo, o quizás de un oxímoron: tal vez sea precisamente porque el amor “le da tres vueltas” que debe ejercer violencia y lo hace tan diestramente. La dificultad del vínculo oscurece el reconocimiento de los otros, distorsionándolos y convirtiéndolos en monstruos a los que no se resiente eliminar. Pero allí cabe el riesgo de levantar la mirada y, como en una relación especular, descubrirse a

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sí mismo en ese otro deformado (cf. Castillejo, 2000; Girard, 1995; Uribe, 2003). Es en ese instante –las más de las veces precario– cuando no se tolera vivir.

3.2. SATURNINO O EL CABALLERO DE LA ARMADURA OXIDADA

Hace ya mucho tiempo, en una tierra muy lejana, vivía un caballero que pensaba que era bueno, generoso y amoroso. Hacía todo lo que suelen hacer los caballeros buenos, generosos y amorosos. Luchaba contra sus enemigos que eran malos, mezquinos y odiosos. Mataba a dragones y rescataba a damiselas en apuros. Cuando en el asunto de la caballería había crisis, tenía la mala costumbre de rescatar damiselas incluso cuando ellas no deseaban ser rescatadas y, debido a esto, aunque muchas damas le estaban agradecidas, otras tantas se mostraban furiosas con el caballero. Él lo aceptaba con filosofía. Después de todo, no se puede contentar a todo el mundo. (Robert Fisher, El Caballero de la Armadura Oxidada, 1994)

S

i Fisher hubiese conocido a Saturnino31, no habría dudado en elegirlo como protagonista en

la versión teatral de su popular cuento El Caballero de la Armadura Oxidada. Este texto engruesa hoy los estantes de literatura de automotivación y autoayuda contemporánea, y se clasifica dentro de la categoría de “libros inspiradores” junto a Juan Salvador Gaviota (1970), El alquimista (1988), ¿Quién se ha llevado mi queso? (1999) y otros de su estirpe. El Caballero, escrito por este guionista norteamericano, inicia con las líneas que transcribo arriba. Como las demás en su género, la historia de Fisher desemboca en una serie de moralejas respecto al modelo de vínculos sociales y de identidad subjetiva imperantes en las sociedades post-industriales, y sólo mediante los cuales se alcanza la felicidad, el bienestar. La literatura de autoayuda se caracteriza por fundar y masificar 31

Nombre ficticio.

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directrices para el legítimo comportamiento humano, a través de la circulación de estilos de vida “saludables” en el plano corporal, psicológico, ético, moral y “espiritual”. Un lugar común en este género es la insistencia en el autoconocimiento individual. A través de la vida de un guerrero medieval, en el cuento de El Caballero se expone la necesidad de “encontrarse a sí mismo” para poder establecer vínculos exitosos con otros. La figura de la armadura es el típico cliché análogo a las “barreras personales” que impiden la felicidad y a las “máscaras” que el ser humano se pone en su vida diaria. El caballero debe emprender un camino para quitarse de encima la armadura que ama, luego de que descubre que se le ha quedado adherida. Liberarse de la armadura por medio de una senda de dolores y aprendizajes desencadenará la realización individual. Como se ve, no es un tema muy original. Desde la hospitalización, había observado la inclinación de Saturnino por el mundo de la “automotivación” y, en especial, por ese que fluye sin cesar por los nodos de Internet, del que era asiduo navegante. Parecía ser su única “tabla de salvación” en momentos de crisis, incluso por encima de la atención psicológica o psiquiátrica. Meses después de salir de la Clínica, Saturnino me incluyó dentro de su lista de contactos electrónicos, a los que frecuentemente enviaba mensajes masivos cuyo objeto era circular textos de autoayuda. En un par de correos que me dirigió en particular, me envió un fragmento del texto de Fisher con algunos comentarios:

De: “Saturnino” <[email protected]> Para: <[email protected]> Asunto: El caballero de la armadura oxidada Fecha: Miércoles, 6 de septiembre, 2006 9:31:18 El libro es de Robert Fisher y lo recomiendo ampliamente. En su comienzo me dice que debo recapacitar sobre lo que soy o lo que he pretendido ser, sin saber de pronto lo que realmente responde a mis sentimientos y emociones. Tal vez confundí el estereotipo que me inculcaron con lo que realmente yo sentía. (...) Siempre pensé que era un modelo a seguir, siempre preocupado por servir, rescatar y un don de gentes que no se podía igualar, todo un caballero en modales actitudes y buen trato hacia los demás. No digo que hoy en día no lo sea, considero que el respeto y las buenas maneras no son simple educación sino una forma de vida organizada y si es sincera mejor. (...)

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*********************************************************************** De: “Saturnino” <[email protected]> Para: <[email protected]> Fecha: Miércoles, 11 de octubre, 2006 13:40:02 Releyendo El Caballero de la Armadura Oxidada, me encontré con algo que es bien interesante. De tanto mirar para atrás no vemos el presente y dejamos de soñar. Nos toca llenar el vacío y comprender la diferencia entre lo que amamos y lo que necesitamos. Corresponde abrir los ojos y ver si hemos vivido dependiendo o queriendo vivir y así como nacimos perfectos y sin ambiciones, siendo generosos de pronto la vida nos cambia y nos da frutos inimaginables. A mi tierna edad veo tantas cosas simples y dejadas de ver cuando la razón y el corazón se distanciaban cada vez más. Es tan simple simplemente vivir.

Debo decir que no conocía el texto de Fisher. Al leerlo, me encontré con un rosario de moralejas insípidas que me desagradaban, aun cuando evidenciaban las afinidades electivas que había entre Saturnino y el mercado de sentido de la autoayuda. Además, ciertos temas allí tocados como las agendas vitales y los tipos afectivos ideales serían más adelante puntos claves en la explicación que otorgaba Saturnino a su propio malestar. A pesar de mis molestias con el texto, encontré en las líneas que transcribo al principio una figura apropiada para describir algunos aspectos de mi compañero de internación. Si se quiere, fue su misma identificación con El Caballero la que me condujo a usar aquí ese símil. Y su apariencia física también: su piel y ojos desteñidos, el par de lentes viejos que portaba, su olor a biblioteca antigua, el crucifijo metálico que resguardaba su pecho y, por supuesto, su cabello color de óxido.

Linealidades, iteraciones y silencios Saturnino nació en la capital del país hace aproximadamente 50 años en el seno de una familia extensa de clase media. Terminó su secundaria con el único tropiezo de que “en vez de estudiar, escribía”32. Se ocupaba de redactar diarios –como el que usaré aquí como fuente–, cuentos y poemas de alto contenido romántico y existencial; incluso vendía a sus amigos las tarjetas y cartas de amor que él mismo elaboraba. Su carácter fue 32

Diario personal de Saturnino (nombre ficticio). Versión electrónica suministrada por su autor. p. 1.

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siempre signado por un excesivo histrionismo que le sirvió en la vida escolar para potenciar su talento como actor tragicómico y que revestiría posteriormente su dramática visión del mundo. En alguna etapa de la adolescencia confiesa haberse sentido atraído por la opción sacerdotal, dado su interés por la actitud mística. Se evoca como un infante y preadolescente feliz y travieso, al que todos sus parientes y amigos querían. No obstante, pronto aparecieron los conflictos: “[Fui] siempre apreciado por todos y opacado después por el nacimiento de otros críos (...) Mucho tiempo crecí solo, porque pensaba que era distinto y que nadie me comprendía. Resultó que el que entendía era yo”33. Al mismo tiempo, Saturnino recuerda los constantes castigos físicos y verbales que recibía de sus padres cuando era descubierto en alguna pilatuna: su relato está atiborrado de “muendas”, “correazos” y “vaciadones” que “se ganó” por su comportamiento, pero nunca se refirió con desdén a sus padres. Inmediatamente salta a su temprana juventud, en la cual dice haber conocido las fiestas y el trago, mientras tachaba la actitud de sus coetáneos quienes disfrutaban del sexo y la marihuana: “Ellos la consumían y viajaban y yo me elevaba a lo más sagrado con el vino de misa”34. Su narración autobiográfica continúa con un talante lineal cuando habla luego de sus primeras experiencias románticas: Una mujer me conoció y sin ton ni son, resultó llevándome al lecho impuro ya recorrido por quién sabe cuántos. Qué experiencia tan sublime y desastrosa. No sé qué fue más grave, si el susto o el ataque de risa que me dio y el cual no pude contener ni después de la vaciada que la mamá de ella nos pegó. Hasta ahí creí que era virgen porque escasamente sentí problemas con mi cremallera. Poco tiempo después, resulté ennoviado con la mejor amiga de aquella y eso sí fue fantástico, ambos dejamos de ser castos y puros y el sexo era nuestro pan de cada día.35

Durante sus estudios universitarios en contaduría pública, Saturnino conoció a la mujer con quien se casaría años después en ceremonia católica, a pesar de un largo y atropellado noviazgo en el que las peleas no cesaban. Él mismo se culpa por ello, pues 33

Ibíd., p. 1, 40. Ibíd., p. 2. 35 Ibíd., p. 3. 34

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afirma siempre pelear por asuntos sin importancia. De la unión nacieron dos hijos: el mayor tiene actualmente 19 años y la menor tiene 14. Luego de seis años de convivencia, la pareja se separó en muy malos términos hasta el punto de que Saturnino no volvió a ver a los niños y su madre instaló en ellos una cruel indiferencia hacia él. Sin embargo, el hombre continúa enamorado de su ex esposa, a quien le escribe incontables poemas plagados de simples figuras románticas evocando sus momentos felices y el dolor que le causa su distancia y la de sus hijos. Es precisamente en este punto del relato donde Saturnino cambia la estrategia narrativa. Poco habla de los motivos de su separación. En sus escritos se nota una especie de estancamiento en el tema: retorna a los mismos eventos una y otra vez, en particular al momento en que inició el noviazgo con su ex esposa, reiterando lugares, frases y sensaciones. Pero cada vez que repite la historia hay un dato fundamental que cambia: el nombre de la mujer. El lector o el escucha se quedan sin saber a ciencia cierta cómo se llama ella, la musa virtualizada que le inspira a Saturnino una anamnesis lírica sobre su relación romántica. Un vínculo afectivo que parece anquilosado en el tiempo y que vela con la iteración los demás aspectos de su vida. De hecho, la poesía que prosigue en el diario luego de este hito narrativo se hace lastimera y dolorosa, e incluso aparecen cartas de despedida como preludios del suicidio. Hay otras situaciones, no obstante, que Saturnino dilucida en paralelo a su tragedia conyugal. Ejemplo de ello es la permanente referencia a su asiduo consumo de licor: desde el vino de consagrar con que se embriagaba en su adolescencia, pasando por una juventud bohemia, hasta desembocar en su solitaria madurez ahogada en el alcohol: “Hay ocasiones hoy en día en las que estoy tan desesperado, que me siento con una botella en medio de un parque y, si me animo, me pongo a hablar con cualquier desconocido”36. Su hábito alcohólico es evidente. Yo misma aprecié varias veces el estado de embriaguez en que arribaba a la Clínica Diurna. Al preguntarle por su halitosis, Saturnino me eludía molesto. Aun así, en su diario confiesa que casi siempre que escribe lo hace bajo los efectos del licor. Incluso en algunos de sus textos relata la situación: 36

Entrevista informal con Saturnino, Bogotá, vía telefónica, noviembre de 2006.

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(...) pensaba que el fino elixir de una botella es irrepetible (...) es ilusión, alegría y encanto fugaz. Es virtual transparencia y transformación de todo nuestro ser. ¡Salud amigos! (...) Pero un día se comprende que el alma de un borracho carece de destino y que el infierno te espera37.

Por otra parte, hay decenas de escritos dirigidos a sus hijos, algunos entretejidos de manera retrospectiva en los que se narran con detalle desde su concepción hasta los pocos años que compartió su crianza con la madre. Su lamentación constante es frente a la frustración en su rol paterno. Ligado a ello, tanto en sus diarios como en sus conversaciones, Saturnino se refiere a su incursión en la vejez, la cual se esmera en esquivar aferrándose al discurso de la autoayuda –plagado de figuras revitalizantes y renovadoras dirigidas al “espíritu”–. Al mismo tiempo, es corriente su despliegue de fantasías eróticas en las que mujeres mucho más jóvenes que él son protagonistas: se figura colegialas con falda escocesa, chicas veinteañeras a quienes enseña sexualmente y jovencitas con traseros bien torneados. No sé si lamentable o ventajosamente, durante nuestra estadía en la clínica, yo me convertiría en objeto de esas fantasías, razón por la cual nuestra relación siempre fue tan compleja. Él se empeñaba en exigirme afecto y procuraba señalar su atracción por mí, incluso de manera agresiva. Yo no dudaba en expresarle mi disgusto, a pesar de que me esforzaba por entablar una serena amistad. Lo cierto es que la mayoría de nuestras conversaciones era en extremo difícil, pues su actitud se hacía intolerante cuando yo no respondía a sus demandas. La escritura nos permitió otra vía de comunicación en la que los excesos de la mirada no intervinieran. Pero siempre fue inevitable sentirme como una de aquellas damiselas que rehusaban a ser salvadas por el insistente caballero de la armadura oxidada.

Ni “adherencia al tratamiento”, ni “conciencia de la enfermedad” Saturnino fue diagnosticado en su ingreso a la Clínica de La Paz bajo la categoría de “Trastorno depresivo mayor”, originado en un posible manejo de estrés recurrente 37

Diario personal de Saturnino (nombre ficticio). Versión electrónica suministrada por su autor. p. 7.

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durante los seis meses anteriores. La sintomatología asociada agrupaba ansiedad, angustia, tristeza, llanto y distanciamiento emocional, entre otros. Su medicación estaba orientada a manejar estos estados: debía someterse a un estricto coctel de antidepresivos y ansiolíticos. Las sesiones de psicología se enfocaban en la resolución de su estado actual, mediante la evaluación cotidiana de su estrés e insatisfacción vital, dirigidos en ese momento a un evento concreto:

De: “Saturnino” <[email protected]> Para: <[email protected]> Fecha: Miércoles, 16 de agosto, 2006 15:56:08 (...) Todo ello fue producto del viaje de mi hija, desde el mes de mayo me desubiqué por completo, sentía miedo y no por mi consciencia, sino por las preguntas que ya veía venir. Seis años sin verla, 8 tenía entonces, hoy es una mujer, resolver sus inquietudes, creo que no supe adecuadamente hacerlo, faltaba la mamá, y dar testimonio y explicaciones sobre hechos relativamente viejos, es difícil teniendo en cuenta que ella tenía tan solo 7 años. Ese fue el complique y todo terminó con una corta, pero provechosa estadía en una clínica psiquiátrica, la incapacidad fue hasta el lunes pasado y sigo en control. Pero te confieso que tanto mi hija como yo nos quitamos una carga emocional de 14 años. Me siento tranquilo y deseo recuperar a la brevedad posible mis plenas capacidades físicas, mentales y laborales, pues el tiempo perdido tengo que recuperarlo. Se lo debo a DIOS que me cuidó, a mi familia que me apoyó y a mí mismo. Lamento quitarte tanto tiempo. Un abrazo (No estoy loco)

Según Saturnino, el reencuentro con su hija y la obligación de explicarle los motivos de su distancia le habían demandado un extremo esfuerzo que pronto adquiriría las fauces de la inestabilidad. Sus roles frustrados debían resucitarse en pro de un resarcimiento con su hija. No sólo debía dar respuestas como padre; también tenía que darlas como esposo de la madre. Y, sumado a esto, cargaba con la cruz de adentrarse en la adultez mayor habiendo malogrado todos sus proyectos masculinos: una familia, una vivienda, un trabajo estable y exitoso, una completa independencia económica. Era

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necesario, además, que su hija comprendiera las razones de su fracaso como hombre, la única información que sobre él había recibido de parte de su madre. A pesar de que Saturnino consideraba este actual momento angustioso –el reencuentro con su hija– como el desencadenante de su crisis, por las grietas de sus relatos en los talleres grupales de la clínica dejaba entrever otros eventos, tan dolorosos para él que se esmeraba mucho por velarlos. De hecho, frente al resto de internos se esforzaba por parecer entusiasta, con mayor razón cuando hacía gala de sus apuntes “positivos” calcados de los textos de autoayuda. Sólo un día en el que el grupo de “afectivos” se encontraba a su suerte en una actividad, sin la presencia de terapeutas, médicos o enfermeros, Saturnino hizo una rápida revelación, interpelado por una paciente maniaca que insistía en que conversáramos sobre la muerte: “Yo me he intentado suicidar tres veces”38. Sólo varios meses después de conocernos, Saturnino accedería a contarme sobre sus autoagresiones, datos que no aparecían en los antecedentes de su historia clínica: “Esto no se lo he contado a ningún psiquiatra, a ningún psicólogo, no me interesa decírselos porque en últimas no les importa. Ellos lo tratan a uno como enfermo y yo no estoy loco”39. Recuerdo incluso que lo narró todo en medio de una álgida discusión que sosteníamos al teléfono, donde incluso me agredió verbalmente por no comunicarme con él a menudo. Al notar mi reacción molesta, procedió a relatarme su primera tentativa de suicidio. Cuenta que fue a sus doce años. Su padre solía tomar licor y arribaba a su casa agresivo. Una noche en la que se repitió la situación, la madre le reclamó furibunda. El padre, envuelto en ira, sacó su revólver y amenazó a la mujer. La escena tuvo lugar en su totalidad en presencia del pequeño Saturnino, quien apenas siendo un infante se endilgó en ese instante la condición de víctima propiciatoria: desesperado, en medio de los gritos, se abalanzó hacia su padre para arrebatarle el arma y matarse él. Acto seguido, me narró su último intento autolítico. Sucedió hace dos años, en medio de una terrible depresión. En sus palabras, llevaba meses de haber descubierto que su vida era una sucesión de frustraciones: cargaba a cuestas un divorcio, la distancia 38 39

Diario de campo de la autora, julio de 2006. Entrevista informal con Saturnino, Bogotá, vía telefónica, noviembre de 2006.

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de sus hijos, un rosario de imposibilidades románticas y decenas de proyectos laborales echados a perder, hasta el punto de depender de los ingresos de su padre y hermanos, cuya contraprestación era encargarse del cuidado de su anciana madre. Según él, había fracasado como hombre. Comenzó a perder la voz hasta el silencio absoluto. Decía sentirse incómodo en los ascensores, donde su mirada se encontraba inevitablemente con otras: “Ya no quería ni podía mirar a nadie a los ojos. Así que un día me cansé de los ascensores y decidí botarme desde el quinto piso por la baranda de las escaleras”40. En esta narración, a fin de cuentas, Saturnino sólo identifica dos hitos críticos: el comienzo y el final. Cuarenta años se quedan entre el tintero, enredados en la reiteración lastimera de su matrimonio malogrado. Sin embargo, en medio de los silencios aparece una nueva línea temporal a la que nunca se refirió en las consultas psiquiátricas ni en las sesiones psicológicas. Su “trastorno” se remonta hasta la infancia y desemboca en esa vejez que dice ostentar hoy. Aunque la causalidad que le imputa a las autoagresiones parece ser efusiva, circunstancial, el énfasis en los hitos de apertura y cierre otorgan a la historia del malestar un halo de larga data, ocultado intencionalmente a los facultativos. Su insistencia en que “no está enfermo ni loco” puede sustentar esta estrategia narrativa, pues logra velar la cronicidad de su padecimiento ubicándolo dentro de un “natural” momento de crisis (cf. Uribe, 1999). Saturnino considera que su estancia en la Clínica fue ocasión para un retiro de su cotidianidad, un momento provechoso que le permitió “aclarar sus ideas” y conocer nuevas personas que compartían su condición. No obstante, afirma que ni el tratamiento psicoterapéutico ni el farmacológico allí recibidos lo condujeron al alivio: “Se lo debo a DIOS que me cuidó, a mi familia que me apoyó y a mí mismo”41. Saturnino detecta su mal en sus amores y desamores, y no en sus órganos. Siempre hizo caso omiso a las indicaciones respecto a la medicina psiquiátrica: vulneraba su rutina y continuaba tomando licor a pesar de que el médico se lo prohibía. De allí que, para sacarse el óxido de encima, se hubiese decidido por las letras –la poesía epistolar, los textos de

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Diario de campo de la autora, julio de 2006. Correo electrónico enviado por Saturnino a la autora, miércoles 16 de agosto, 2006, 15:56:08.

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autoayuda–, en detrimento de la ayuda clínica. No en vano promulga que la escritura le ayuda a “poner en orden las etapas de su vida”42. El malestar en Saturnino no cesa. Su excesivo romanticismo y su vocación dramática lo sumergen en los eufemismos del afecto, como si la vivencia del dolor fuese la única lícita. La cacería de “princesas”, por demás, ha sido otro de sus proyectos fallidos, en particular porque, como en la historia de Fisher, muchas no quieren ser ni cazadas ni princesas. Su avidez afectiva pasa por el tamiz de sus propias fantasías frente a un objeto ideal: la joven doncella que lo rejuvenezca, a través de su fresca sexualidad, y que inocente acceda a ser cazada y a soportar la tragedia de sus batallas perdidas. En su cacería, Saturnino acude insistentemente a trilladas técnicas epistolares de conquista:

Cuando te encontré, vi en ti tanta alegría, que hiciste que rejuveneciera y mi primer impulso fue lanzarme a ti... todo me dice que eres piedra preciosa y princesa valiosa... ...estoy dispuesto a hacer lo que me pidas, eso incluye cualquier cosa... ...pareces una niña que quiere ser mujer (...) sigue soñando, no quiero una princesa triste... Mujer joven y lozana (...) de cuerpo fuerte y juvenil (...) sin temores y dispuesta (...) en mi sueño pensé: como tú no hay otra. Amor: Infeliz verdugo de nobles corazones. Compañero maldito de un joven corazón Tristeza: Compañera eterna del alma enferma, que solo espera cubrir con manto negro su dolor eterno. 43

Frases todas que, además de recrear los rasgos de su objeto fantasioso de deseo, dan cuenta de las características de sus expectativas afectivas, sustentadas en los bien conocidos códigos del amor romántico, el amor-fusión o el amor-dolor (cf. De Rougemont, 1997 [1978]; Thomas, 1994). Como en tales discursos amorosos, Saturnino se enamora del amor –aquel análogo a la eterna juventud y a la vocación de redimir a su objeto femenino (Thomas, 1994)–, pero también parece enamorado del sufrimiento. Aquí toma sentido uno de los preceptos amorosos del Eros griego, estereotipado en nuestra tradición histórico-cultural: “Eros es el amor de alguna cosa, Eros desea la cosa 42 43

Diario personal de Saturnino (nombre ficticio). Versión electrónica suministrada por su autor, p. 7. Ibíd., p. 8-11.

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que ama porque es algo que le falta (...). Si el amor poseyera todo lo que desea, no desearía más. La carencia es necesaria para seguir deseando” (Thomas, 1994: 35, 37). Saturnino, el melancólico, se regodea en la falta, una sorda carencia afectiva que resuena desde la infancia. Este vacío nunca satisfecho sustenta su drama eterno: ante sus ojos, llegar al final de su vida en soledad es la máxima expresión de su fracaso como hombre. El guerrero romántico, aquel rechazado por diversas damiselas, el mismo que anhela vampiresco usurpar la vitalidad de una doncella, descubre además que ha perdido la guerra. Que se halla cubierto de óxido tempranamente, atrapado en un dolor reiterativo. Que los años, a medida que van pasando, le arrebatan la oportunidad del vínculo. Y aquellos días en que la autoayuda no ayuda mucho, termina claudicando ante la vida gracias a la imposibilidad del amor, de lo cual ha culpado siempre a otros: De: “Saturnino” <[email protected]> Para: <[email protected]> Fecha: Jueves, 31 de agosto, 2006 8:59:15 Estoy mamado de tantas clases de historia, de consejos, de palabras hermosas y tanta hipocresía. También me cansé de comer arroz del que yo hago, me saturé de la gente que me rodea y del sol, y la noche me asusta como también me aterra subir un puente o encontrarme con alguien de ayer o sentir pasos cerca.

3.3. LOS DEMONIOS DE ÁNGEL

Apenas saltó de la barca, vino a su encuentro, de entre los sepulcros, un hombre con un espíritu inmundo (...) a quien nadie podía ya tenerle atado ni siquiera con cadenas (...) y nadie podía dominarle. Y siempre, noche y día, andaba entre los sepulcros y por los montes, dando gritos e hiriéndose con piedras. Al ver de lejos a Jesús, corrió y se postró ante él y gritó con gran voz: «¿Qué tengo yo contigo, Jesús, Hijo del Dios Altísimo? Te conjuro por Dios que no me atormentes». Es que él le había dicho: «Espíritu inmundo, sal de este hombre». Y le preguntó: «Cuál es tu nombre?». Le contestó: «Mi nombre es Legión y somos muchos» (Marcos 5, 1-9).

C

uando ingresé al programa de Clínica Diurna, me sorprendí por la diversidad etaria que matizaba el grupo: había desde muchachos de

trece años hasta señores de sesenta. Dado que los subgrupos en que las psicólogas

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dividían a los pacientes eran más bien pocos, me era

San Miguel Arcángel

relativamente fácil relacionar el factor edad con el tipo de diagnóstico. Una de las categorías, por ejemplo, sobresalía por el gran número de adolescentes que la constituía: era el subgrupo de los trastornos de ansiedad, en el cual solían reunir también a los diagnosticados con trastornos de la conducta alimentaria (TCA). Siempre me pareció curiosa la distinción diagnóstica entre estos pacientes y los más adultos. A muchos de los jovencitos que ingresaban por tentativa de suicidio o desórdenes alimentarios no se les dictaminaba “depresión” o “trastorno afectivo bipolar”. Sus autoflagelaciones eran atribuidas por los clínicos a pronunciados “estados de ansiedad”, medicalizados en torno a valoraciones supuestamente propias de la adolescencia. Así, en este grupo etario abundan los diagnósticos de anorexia y bulimia –exclusivamente entre las chicas–, trastorno por déficit de atención con hiperactividad (TDAH), fobia social, trastornos de pánico, trastorno obsesivo-compulsivo (TOC) y algunos tipos de estrés; todos padecimientos atribuidos a disfunciones orgánicas tempranas y, en el nivel psicosocial, a la crisis por la entrada a la adultez o a estresantes externos como el conflicto con la autoridad y con los pares. Al parecer, la efusividad de un estado de ansiedad no es comparable con aquellas patologías de larga duración como los trastornos depresivos mayores o los bipolares, bajo los cuales los adultos sí suelen ser diagnosticados. Pero, a pesar de la impulsividad que caracteriza a los jóvenes ansiosos, en muchos de ellos pueden detectarse antiguas y profundas tristezas en torno a las que narran su malestar. Y es que quizás esta diferencia valorativa aluda a la escasa importancia que se le otorga en nuestra sociedad al sujeto infantil, aquel que no sólo es depósito de la socialización sino que interviene e influye activamente en ella. Las relaciones establecidas alrededor del infante esculpen su subjetividad, pero también la de los otros. De hecho, mediante el lenguaje y la

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transmisión social, la norma cultural se instala desde muy temprano en el ser humano, labrándole conflictos intrapsíquicos que se evidenciarán con el tiempo. La postura moral que sustenta la ignorancia ante estos hechos incrementa la sorpresa frente a los niños superdotados, la sexualidad precoz y el suicidio infantil, fenómenos que en nuestro país están a la orden del día. Esto hace palmaria la posición adultocéntrica que rige las relaciones sociales y los flujos simbólicos respecto a las taxonomías de lo etario. La voz de los infantes, siguiendo a Uribe y Vásquez (2006), es reemplazada en dicho régimen por la voz del adulto; situación que se dilucida con mayor fuerza cuando los menores enferman y, en particular, cuando se “trastornan mentalmente”, ya que su “natural” escasez de criterio se torna doble: la del niño y la del “loco”. En los parámetros de evaluación del

TOC,

por tanto, también aparecen tales

consideraciones:

Por definición, los adultos que presentan un trastorno obsesivo-compulsivo reconocen en algún momento del curso del trastorno que las obsesiones o las compulsiones son excesivas o irracionales. Este requisito no se exige en el caso de los niños debido a que, por su edad, puede que no dispongan todavía de la suficiente capacidad cognoscitiva para llegar a conclusiones de este tipo (American Psychiatric Association, 1994: “Trastornos de ansiedad”).

La “enciclopedia china” del TOC Ángel44 se encontraba en el grupo de los trastornos de ansiedad. Llevaba un mes entre la hospitalización interna y la de medio tiempo. Con tan sólo 15 años, compartía con otros pacientes jóvenes las innumerables cicatrices del autocastigo en su piel. Por alguna razón especial, ambos nos acercamos mucho desde el primer momento. Al verlo las primeras veces me impresionaba duramente su condición. En primer lugar, como a muchos nos sucedía, la medicación solía derrotar su entusiasmo y fácilmente caía rendido ante los efectos soporíferos tanto de los fármacos como de las terapias. Algunos 44

Nombre ficticio.

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como Rubén y Estefanía45, de 17 y 16 respectivamente, presas del mutismo y la catatonia de sus estados esquizoafectivos, apenas si lograban arribar a la terapia y mantenerse en pie con ayuda de sus padres, pues los fuertes antipsicóticos que recibían los consumían en el letargo. Pero quizás lo más impactante para mí era su apariencia de niño desvalido, muy pálido y con los ojos hundidos, desgarbado, de corta estatura y extremadamente delgado. Todos esos rasgos eran producto de su precaria alimentación, su asiduo insomnio y su evidente malestar. En medio del sopor me buscaba con sus ojos –como los otros jovencitos y jovencitas–, a lo cual yo intentaba responder desde mi propio aturdimiento. El diagnóstico de Ángel, establecido hace más de un año, apuntaba a un trastorno obsesivo-compulsivo (TOC) muy delicado. Se trataba de un padecimiento tan incapacitante que sus padres habían decidido, a la mitad del año escolar, retirarlo del colegio donde llevaba a cabo el grado noveno. Su vida entera giraba ahora alrededor del trastorno, el cual según él lo tenía “totalmente dominado”. Según el

DSM-IV,

el

TOC

se

caracteriza por

la presencia de obsesiones o compulsiones de carácter recurrente (...) lo suficientemente graves como para provocar pérdidas de tiempo significativas (p. ej., el individuo dedica a estas actividades más de 1 hora al día) o un acusado deterioro de la actividad general o un malestar clínicamente significativo (...). En algún momento del curso del trastorno el individuo reconoce que estas obsesiones o compulsiones son exageradas o irracionales (American Psychiatric Association, 1994: “Trastornos de ansiedad”).

Por lo demás, en el manual se definen las obsesiones como “ideas, pensamientos, impulsos o imágenes de carácter persistente que el individuo considera intrusas e inapropiadas” (American Psychiatric Association, 1994: “Trastornos de ansiedad”), provocando un estado egodistónico en la persona. Esto sucede por la sensación de que las obsesiones no pueden ser controladas y se consideran como pensamientos 45

Nombres ficticios.

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indeseables, incluso ilegítimos o indebidos dentro del marco de significado del individuo. La tenue línea entre las ideas obsesivas y los pensamientos delirantes o alucinatorios está determinada por el hecho de que la persona con

TOC

puede reconocer

que sus obsesiones son absurdas, “exageradas o irracionales (...), [que] son el producto de su mente y no vienen impuestas desde fuera” (American Psychiatric Association, 1994: “Trastornos de ansiedad”). Las compulsiones, por su parte, son concebidas por el manual como prácticas reiterativas que pretenden el alivio de la obsesión, pero que no obstante producen un profundo displacer. Generalmente, estas prácticas funcionan bajo una lógica estricta que puede equipararse con el cumplimiento de un ritual. Las obsesiones y compulsiones más comunes tienen que ver con el orden, la limpieza, la sexualidad y la agresión o la autoagresión. Sin embargo, los dos primeros tipos suelen pasar desapercibidos en sociedades que normalizan e idealizan la asepsia en todos los ámbitos de la vida cotidiana, a pesar de su contenido estrechamente vinculado al temor a la contaminación (cf. Cortés Duque, 2003). De hecho, el contenido mismo de las ideas y prácticas obsesivo-compulsivas sólo es tocado por los psiquiatras a la hora de efectuar un diagnóstico diferencial, el cual, por lo demás, es en exceso sofisticado:

El diagnóstico de trastorno obsesivo-compulsivo no debe efectuarse si el contenido de las ideas o rituales se relaciona exclusivamente con otro trastorno mental (p. ej., preocupación por la propia apariencia en el trastorno dismórfico corporal, inquietud por un objeto o situación temidos en la fobia específica o social, estiramiento del cabello en la tricotilomanía) (American Psychiatric Association, 1994: “Trastornos de ansiedad”).

Otros rasgos como las cavilaciones fatalistas en los depresivos, las inquietudes excesivas en los diagnosticados con ansiedad generalizada, el temor a la enfermedad en los hipocondríacos, las ideas delirantes recurrentes y las conductas estereotípicas en los esquizoides, los tics (en el trastorno de tics) y los movimientos estereotipados (en el trastorno de movimientos estereotipados), los excesos alimentarios y sexuales, el

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alcoholismo, el juego patológico, las supersticiones y las comprobaciones cotidianas, se distinguen afinadamente de los “verdaderos” síntomas del

TOC

(American Psychiatric

Association, 1994: “Trastornos de ansiedad”). Hay incluso divagaciones sobre la diferencia entre el delirio y la obsesión cuando el diagnosticado con

TOC

sufre una “pérdida del sentido de la realidad”. Sin embargo,

tanto la exagerada taxonomía expuesta arriba como esta última ambivalencia, parecen ser más confusas que aclaratorias. ¿Cuándo un sujeto puede distinguir si la idea que lo acosa es delirante o no, en la medida en que la considera “real” aun cuando no necesariamente “externa” a sí mismo? ¿Cuál es el grado de tangibilidad de toda idea? ¿Por qué motivo algunas creencias religiosas no se consideran como delirantes y otras sí? Y, por otra parte, ¿es una taxonomía tan especializada verdaderamente útil en la comprensión del padecimiento mental? El aparte del

TOC

en el

DSM-IV

me recordó

inevitablemente la enciclopedia china del popular escrito de Borges El idioma analítico de John Wilkins:

Esas ambigüedades, redundancias y deficiencias recuerdan las que el doctor Franz Kuhn atribuye a cierta enciclopedia china que se titula Emporio celestial de conocimientos benévolos. En sus remotas páginas está escrito que los animales se dividen en (a) pertenecientes al Emperador, (b) embalsamados, (c) amaestrados, (d) lechones, (e) sirenas, (f) fabulosos, (g) perros sueltos, (h) incluidos en esta clasificación, (i) que se agitan como locos, (j) innumerables, (k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, (1) etcétera, (m) que acaban de romper el jarrón, (n) que de lejos parecen moscas (Borges, 1998 [1955]).

Refiriéndose a esta excesiva taxonomía, Borges asevera que “notoriamente no hay clasificación del universo que no sea arbitraria y conjetural”, afirmación que a Foucault serviría como inspiración del prólogo de su libro Las palabras y las cosas. Los síntomas del

TOC,

en este sentido, son tan difícilmente aprehensibles que el único

criterio que puede asignárseles para reunirlos sindrómicamente es el malestar que generan en el individuo. Y este malestar, concebido como sufrimiento, sólo puede

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valorarse bajo los raseros de la matriz simbólica del sujeto, más allá de la mera traducción al sistema clasificatorio de la biomedicina. Sólo atendiendo a la exégesis del sufriente sobre su propio padecimiento, podría establecerse el motivo de la obsesión y la compulsión, no como reacciones anormalmente estereotípicas dictadas por una suerte de disfunción orgánica, sino como prácticas legítimas o ilegítimas dentro de un marco particular de significado.

Autoagresión: yo soy otros

Ángel se encontraba atrapado en el contenido agresivo de sus obsesiones y compulsiones. Toda su sintomatología se adhería a una idea recurrente: voces internas lo instigaban a matarse y, ocasionalmente, a violentar a otros, por ejemplo, a sus padres. Reconocía, no obstante, que aunque era un “sonido” el que lo acosaba (voces), se trataba de una especie de imagen auditiva que no provenía del exterior. A pesar de esta conciencia, el contenido de lo que aquéllas decían le era insoportable. Tal era la razón para contrarrestarlas mediante prácticas estereotipadas y conductas autoagresivas. Según Ángel, sólo obedeciendo las voces podía apaciguarlas, aun cuando algunas veces le causaban tanta angustia que sólo podía ahuyentarlas estrellándose contra la pared: “Es que siento mucho estrés y mucha ira por lo que me dicen que haga”46. Las prácticas estereotipadas incluían rigurosas etiquetas en su vida cotidiana: antes de entrar por una puerta debía dar dos pasos atrás; para bañarse invertía demasiado tiempo (2 horas) haciendo rituales para entretener a las voces; decía no poder vestirse solo, así que sus padres se encargaban de hacerlo por él. Además, desplegaba corrientemente una serie de tics, todos en respuesta al hostigamiento de las voces: trataba de “espantarlas” o “alejarlas” con sus manos como si le revolotearan en derredor o sacudía con fuerza su cabeza; también propinaba puños repentinos a muebles y muros o se estremecía de cuerpo entero, tensionando hasta los músculos del rostro. Según dice, el hecho de que esto se manifestara incluso en los lugares públicos motivaba ciertos

46

Diario de campo de la autora, julio de 2006.

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comentarios de la gente: “A veces voy en los buses o estoy en visitas y las personas me ven como un loco, y dicen ‘uy, a este chino qué le pasa, está como corrido’”47. De otro lado, Ángel se practicaba autolaceraciones impulsiva o flemáticamente con el objeto de aliviar su ira. Sus brazos eran territorio interminable de las marcas de cortaduras y rasguños, algunos emulando el suicidio por el corte de las venas. Nunca, en todo caso, intentó matarse, a pesar de que las voces se lo solicitaban. Durante las terapias, no obstante, tenía una curiosa costumbre que pude detectar: llevaba siempre en los bolsillos de sus amplios pantalones un frasco de crema para manos. Tenía por costumbre aplicársela en los brazos y en los labios, pues su piel era demasiado seca. Lubricante sobre las cicatrices... un toque de autocuidado que contrastaba con el autocastigo. En alguna de nuestras charlas en las horas de descanso, Ángel me comentó que su mal había sido desencadenado por un misterioso suceso que no quiso explicar. Sólo me reveló que se relacionaba con cierta persona que había intentado “hacerle daño” a su familia, precisamente durante la época de fin de año. Desde ese entonces, manifestó no poder entrar a ninguna iglesia, a pesar de que su familia siempre cumplía con los ritos católicos. Ángel no le encontraba explicación a ello; sólo decía sentir un gran impedimento para ingresar a cualquier templo, además de que las imágenes religiosas le parecían lesivas a su vista. Todo ello se aunaba a las afirmaciones de muchos de quienes lo rodeaban, alusivas al carácter extraño de su padecimiento: para ellos, no existía otra razón diferente al hecho de que Ángel estaba “poseído” por algún espíritu maligno. Su profesión de la fe católica daba buen sustento a esta hipótesis, en concreto cuando se trataba de encontrar una explicación verosímil a lo absurdo. Esa fue la razón que lo condujo a aceptar la invitación de un compañero suyo a una comunidad cristiana juvenil:

Mi amigo me decía que yo estaba muy lejos de Dios y que por eso seguramente es que estaba enfermo. Y yo en un momento pensé que podía tener razón. Entonces fui a una de esas reuniones de jóvenes donde le cantaban a Dios y bailaban y aplaudían. Pero ir a esos grupos a mí nunca me ha gustado, así que no volví más48.

47 48

Ibíd. Ibíd.

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En otra ocasión, durante una salida de esparcimiento organizada por las terapeutas, la causa que él mismo le imputó al trastorno fue distinta. Me relató que, por razones económicas, él y su familia debieron mudarse a casa de su abuela, donde pretendían vivir por unos tres meses. Sin embargo, su estadía en el lugar se prolongó por cerca de un año. Ángel afirmaba que la atmósfera del sitio era tan excesivamente restrictiva y autoritaria que comenzó a padecer un estrés exagerado. Se sentía observado desde todos los rincones y cuestionado permanentemente por sus decisiones. En esta conversación en particular, había desplazado el desencadenante de su malestar desde un secreto maleficio al conflicto con una nueva autoridad materna. Pero las exégesis de otros continuaban circundando a Ángel. Su trastorno era inexplicable incluso para los compañeros de internamiento. Uno de ellos49, quien era policía de profesión, se atrevió a lanzar su propia hipótesis: “Lo que a ese chino le falta es conocer mujer... Él lo que necesita es iniciarse donde las niñas malas...”50. Para otros, cualquier intento de suicidio podía entenderse mucho mejor que una conducta de automutilación como la de Ángel. Esto los conducía a pensar que el muchacho no debía estar junto a los pacientes afectivos sino interno en el pabellón de psicóticos. Y, realmente, lo único que les hacía desistir de dicha idea era esa apariencia frágil tras la cual forcejeaba con sus propios demonios. Empecé a notar que las ideas intrusas asediaban a Ángel en cualquier momento, independientemente de su estado de ánimo o de la actividad en la que se encontrara. Las psicólogas y terapeutas se acercaban a él una vez mostraba señas de estremecimiento y le daban un masaje en los hombros. Yo me fui sumando a esta tarea. Cada vez que estaba cerca de él y notaba su malestar repentino, tomaba sus manos –muy frías casi siempre– y las masajeaba con las yemas de mis dedos en pequeños círculos. Él no se resistía. Parecía, por lo demás, favorecerle mucho en sus estados de angustia. Lo relajaba de inmediato y siempre lo agradecía. En alguna oportunidad pensé que quizás no recibía suficientes muestras físicas de afecto en su hogar, así que se lo pregunté abiertamente. Él me respondió que, por el contrario, sus padres siempre eran muy cariñosos con él. 49 50

Precisamente, a quien me refiero en el siguiente aparte. Diario de campo de la autora, julio de 2006.

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La ternura que Ángel me inspiraba motivó muchas de nuestras conversaciones, en las cuales emergieron sus dudas sobre el tratamiento y su intensa molestia por no poder ir al colegio al igual que sus amigos. El tratamiento prescrito por los psiquiatras reunía, de nuevo, sesiones psicológicas dos veces a la semana y farmacoterapia con antidepresivos y ansiolíticos –Fluoxetina51 y Clonazepam52–. Durante su hospitalización, se le recomendó asumir actividades deportivas y de carácter manual que distrajeran su atención del dominio de las voces. Y aunque todo ello lograba los efectos requeridos, constituían tan sólo breves y momentáneos alivios a su sintomatología, mas no le permitían al jovencito una comprensión satisfactoria sobre lo que le sucedía. Lamentablemente, Ángel salió antes que yo de la Clínica. Sólo me dejó un número celular en el que nunca pude contactarlo. Nuestros encuentros quedaron suspendidos, al igual que las interpretaciones que juntos hubiéramos podido construir en torno a nuestros respectivos padecimientos. Sólo algunos de los temas sobre los cuales intercambiamos se quedaron conmigo para lanzarme a una comprensión de su narración. En primera instancia, aunque para los clínicos el pronóstico del TOC trae consigo la marca de la cronicidad y, por ende, los pacientes que consultan por ello lo hacen relativamente tarde –a pesar de que puede aparecer muy temprano–, Ángel fue llevado por sus padres al psiquiatra a su corta edad. Varias de las características del

TOC

se

relacionan con la sobrevaloración del orden y la limpieza, fáciles de naturalizar en nuestra sociedad tan temerosa del caos y la contaminación (Cortés Duque, 2003). Por tal razón, el malestar puede permanecer oculto durante gran parte de la vida tras el velo de “lo normal”. En el caso de Ángel, sus obsesiones y compulsiones implican el ejercicio de la violencia sobre sí, hecho moralmente censurado e incluso comúnmente concebido como un acto contra-natura. El control social sobre el autocastigo es tal, que a quienes se 51

La Fluoxetina –cuyo nombre comercial más popular es Prozac– es un fármaco antidepresivo de última generación de tipo inhibidor selectivo de la recaptación de serotonina. Se lanzó al mercado estadounidense en 1986 con una aceptación masiva dados sus reportes de “acción segura” y su supuesta disminución de efectos colaterales respecto a los anteriores antidepresivos, sustentados inicialmente en amplios estudios estadísticos. No obstante, en los últimos años una gran cantidad de pacientes ha reportado recidiva en el tratamiento de su depresión con Fluoxetina, al mismo tiempo que entre los pacientes menores (niños y adolescentes) parece asociarse su consumo con una creciente tendencia al suicidio. 52 Como las demás benzodiazepinas, el Clonazepam se usa comúnmente como ansiolítico o reductor de los estados de ansiedad. Es depresor del sistema nervioso central actuando como sedante, hipnótico y miorrelajante.

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acepta cometerlo se les confiere la cualidad de santos o mártires, en tanto lo realizan con una sacralizada intención de sacrificio. De allí que el sinsentido de la autoagresión de Ángel permita una fácil patologización de parte de quienes lo rodean. De hecho son todos los que rodean a Ángel quienes aventuran explicaciones mágicas sobre el absurdo de su padecimiento, como aquella en donde es víctima sacrificial de un trabajo de brujería o de una guerra entre deidades. Él mismo asume que las voces que lo asedian constituyen una legión informe, ambigua, absurda, que posee tal grado de realidad como tan poco de tangibilidad. Duda al localizar completamente el origen de su padecimiento en el maleficio a su familia. No obstante, su sentimiento iconoclasta lo perturba hasta el punto de considerar la opinión de quienes dicen que está poseído por algún demonio; consideración fortalecida por el hecho de haberse formado en el catolicismo y sentirse imposibilitado para entrar a cualquier iglesia. Así mismo, Ángel evoca la época de su mudanza como un hito desencadenante de su malestar. El tono en que me narraba la permanencia obligada en casa de su abuela era de un gran desdén. Sólo se atrevía a relatar el exceso represivo que imperaba en el sitio, mas nunca quiso ahondar en la situación. Al tiempo, adopta la categoría medicalizada de “estrés” para señalar lo que experimentaba en ese entonces. Dos temas se encuentran en correspondencia con las causalidades mágico-religiosas expuestas anteriormente: el conflicto con la autoridad y con la norma. Tanto la familia como la religión le han sido en algún momento hostiles y, dentro de las normas aprendidas, es explícito que no puede responder agresivamente ante dichas instituciones, solicitud que la legión de voces sí hace reiterativa. Los padres de Ángel optaron por consultar a un psiquiatra de adolescentes, en la medida en que el deterioro físico del muchacho se incrementaba; en ese instante, el padecimiento comenzó a adquirir la cualidad de enfermedad orgánica. En el encuentro clínico apareció otro modelo explicativo de su condición, el TOC, a través de una lectura de carácter estrictamente descriptivo de su sintomatología. La extrema incapacidad que el padecimiento había generado en él podía corresponder a un cuadro depresivo mayor o a un trastorno esquizoafectivo. Sin embargo, su valoración excluyó estos síndromes en tanto la observación prestaba toda su atención a “lo obsesivo” y “lo compulsivo” de su

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conducta que, a pesar de ser exagerados, no fueron clasificados como delirantes o alucinatorios. Precisamente el resto de internos “afectivos” partía desde ese punto para sustentar que Ángel sí debía ser atendido como “psicótico”, pues sus fantasías rayaban en la demencia. Ángel luchaba en el limen entre la infancia y la adultez por atender al modelo de autoridad que debía regir su vida. Las ideas obsesivas y las prácticas compulsivas parecen mostrar siempre ese cuadrilátero donde el sujeto combate con distintos modelos superyoicos. La pregunta que aquí merecería respuesta, esa sobre las razones de los diagnosticados con

TOC

para dirigir toda su atención e invertir su energía en obsesiones

concretas, podría tener resolución en el caso de Ángel revisando su experiencia con las múltiples interpretaciones que ha otorgado a su trastorno. Y es que la legión de voces que lo ofuscan es afín a distintos modelos explicativos entre los cuales se debate, pues ninguno le satisface por completo. De hecho, ninguno incluye su propia voz, esa que ni es de infante ni de adulto.

3.4. NOÉ Y LA IRA DE LA GUERRA

“A mí me han diagnosticado muchas cosas. Pero yo lo que tengo es rabia”53.

E

n las conversaciones que sostuve mientras me hallaba interna, existía la sensación de que al pabellón masculino solían arribar pacientes de

talante más agresivo. Su mismo ambiente se tornaba distinto al femenino. Había mayor número de conflictos entre los internos, por motivos que iban desde desacuerdos por el programa que se veía en la sala de TV, hasta robos, resistencia a los medicamentos y rutinas, e incompatibilidad de caracteres con los compañeros o el personal médico. Los casos de esquizoides afectivos, bipolares en fase maníaca y sujetos con estrés postraumático eran de mayor proporción entre los hombres que entre las mujeres. Este

53

Entrevista informal con Noé, Bogotá, Clínica Nuestra Señora de la Paz, julio de 2006.

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último diagnóstico es muy frecuente en la institución, debido a que la clínica mantiene un convenio con la Policía Nacional, de donde se remiten casos de estrés postraumático relacionados con el ejercicio de sus miembros. Noé54 pertenecía a este grupo de pacientes. Lo conocí en el momento de mi ingreso a la Clínica Diurna. Parecía un hombre muy serio y distante, aunque durante los descansos se convertía en un buen conversador con sus compañeros, en especial con los hombres. Poco tiempo después de conocerlo, comenzó a acercárseme y era común que hablara sobre mí con los otros. Me causaba curiosidad su relación con Wilmer, pues charlaban a menudo a pesar de encontrarse en categorías opuestas dentro de la taxonomía militar de este país: cada uno era víctima y victimario del otro al mismo tiempo, pero allí parecían haber bajado la guardia. Noé así lo reconoce: “A pesar de que él había sido guerrillero, me cayó bien desde que lo conocí. Nos la pasábamos de arriba para abajo sin problema. Simplemente, es que allá no estábamos en combate”55. Los íconos que solían ornar los accesorios de Noé delataban su ocupación: portaba morrales, gorras y chaquetas contramarcadas con los escudos de la Policía o del Departamento Administrativo de Seguridad (DAS). En los talleres de terapia ocupacional, le daban a elegir entre los materiales de mejor calidad, con lo cual muchos disentían. Esto sucedía dado que, como manifestaban los terapeutas, diversas organizaciones de caridad conformadas por “señoras de la alta sociedad” realizaban corrientemente donativos a la Clínica para los policías enfermos. Entre los funcionarios solía decirse que dichos pacientes eran quienes realmente sostenían económicamente a la institución, motivo que argumentaban con frecuencia a la hora de exigir una mejor atención en relación con el resto de pacientes. 54 55

Nombre ficticio. Entrevista informal con Noé, Bogotá, noviembre de 2006.

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Cada mañana que nos encontrábamos, Noé me expresaba su malestar con la máxima “Hoy amanecí con mucha rabia”56. Yo acostumbraba bromearle al respecto, amenazándolo con mi pequeño puño sobre su pecho y preguntándole por qué estaba malhumorado. Pero jamás recibía respuesta de su parte. Tanto psicólogas como terapeutas lo asociaban en las dinámicas de grupo dentro de los pacientes con trastornos de ansiedad. Pero durante los seis meses que estuvo en tratamiento hospitalario como interno, su diagnóstico fue muy ambiguo. El complejo de síntomas que parecían acosarlo se aproximaba en alguna medida al trastorno por estrés postraumático. Sus escuetos relatos, no obstante, obstaculizaban la adopción absoluta de dicha categoría diagnóstica.

Hitos luctuosos: secuencia I Al mejor estilo de las historias sobre el sicariato y los reportajes sobre narcotraficantes y paramilitares en Colombia, Noé me habló sobre su precaria infancia en un pueblito antioqueño. Allí nació y creció en medio de una familia presidida por un rígido padre –que había elegido la carrera de policía–, una madre sumisa y un hermano mayor que muy pronto seguiría los pasos de su progenitor. Hoy, a sus 32 años de edad, Noé afirma con énfasis que “le ha tocado duro”, dado que su situación económica no fue satisfactoria en ese entonces y que ha debido afrontar durante su vida la muerte violenta de varios parientes cercanos, en medio del contexto sociopolítico característico de nuestro país en los últimos cincuenta años. Cuando Noé era un niño de diez años, la guerrilla mató a su padre en una operación de inteligencia mientras se encontraba a cargo de una estación de policía. “Mi papá se murió por perro”57, afirma con decepción y relata uno a uno los sucesos trágicos del asesinato. Cuenta que su padre “se dejó enredar” por una hermosa rubia con la cual mantuvo un romance paralelo a la relación con su madre. La rubia terminó siendo agente de inteligencia de las FARC y tenía la misión de recoger información que sirviera 56 57

Diario de campo de la autora, julio de 2006. Entrevista informal con Noé, Bogotá, noviembre de 2006.

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de soporte a un posterior ataque a la estación de policía. La operación se realizó con éxito. La estación terminó saqueada y el padre de Noé fue abaleado por la rubia; los demás guerrilleros decidieron quemar su cadáver. Seis años después, recién terminó la secundaria, Noé decidió reclutarse en las filas de la Policía Nacional, tras una campaña realizada por la institución entre los jóvenes su pueblo. Él afirma que lo hizo por la crisis económica en la que había quedado su familia tras la muerte del padre. Como la mayoría de muchachos de su pueblo, durante su adolescencia había recibido propuestas para vincularse con las FARC, el ELN y las Autodefensas Unidas de Carlos Castaño, y aun cuando su fascinación con las armas era latente, no aceptó ninguna por darle gusto a su madre. La única forma de armarse legítimamente ante sus ojos era la de enlistarse como policía. De tal manera, se ordenó como agente y recibió distintos cursos especializados – impartidos por oficiales norteamericanos, ingleses e israelitas– para calificarse en manejo de explosivos y combate en la selva, la montaña y la ciudad. A sus 21 años fue seleccionado para las Fuerzas Especiales de la Policía, concretamente en la Unidad Antinarcóticos, creada durante la década de 1990 para la lucha contra la guerrilla y el narcotráfico en los albores del Plan Colombia. En todas las misiones demostró un desempeño brillante y fue destacado por su arrojo y valorado como pieza clave dentro de la Unidad. Sin embargo, durante sus quince años de carrera nunca alcanzó rangos mayores:

— Durante todo este tiempo que te has desempeñado en la carrera en la Policía, ¿te ha ido bien en términos de que has podido ascender en la jerarquía? Noé: ¿En el escalafón de nosotros? Resulta que yo no he podido porque yo me agarro... yo tengo un genio muy bravo y me he agarrado con todos mis comandantes. — ¿Con los comandantes? Noé: Con los comandantes que he trabajado casi siempre me he agarrado. Y lo que me sostiene a mí dentro de la institución son mis buenos operativos porque todos han salido bien. Pero si no, ya me hubieran echado hace mucho tiempo porque nadie me quiere. — ¿Eres de mal genio o cómo es tu carácter?

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Noé: No, yo peleo lo injusto. Todo lo injusto que yo veo, yo lo peleo. (...) — Bueno, no sé si me quieras contar, pero, ¿por qué se agarraban siempre? Bueno, las injusticias y eso, pero, ¿había problemas personales también con ellos? ¿Como de carácter? Noé: No. [Sube el volumen de la voz] ¿Sabés qué? A mí no me gustan las injusticias y así es la vida.58

En el año de 1994, Noé padeció la muerte violenta de otros dos familiares, su tío y su hermano mayor, quienes también eran policías. El primero fue víctima de una emboscada del

ELN

en la que resultó herido, pero, según parece, antes de que lo

apresaran vivo se suicidó con su propia arma. El segundo cayó en combate con las FARC. Además de los rencores allí generados, las apreciaciones de Noé al respecto dan cuenta de ciertos códigos militares de honor que se despliegan en la guerra colombiana: “Al menos mi hermano murió haciendo lo que tenía que hacer; pero a mi papá y a mi tío sí los mataron a traición y eso no se perdona”59. El no perdón, en este contexto, significa la venganza ineludible. Más tarde, en 1998, tanto las Fuerzas Militares como la Policía Nacional de Colombia sufrieron varios golpes certeros de parte de las organizaciones guerrilleras. Entre ellos, uno de los más severos fue el ataque a la Base Antinarcóticos de Miraflores, Guaviare, fortín de la Policía en su avanzada contra el narcotráfico en las selvas del sur. Decenas de policías y soldados murieron en este hecho, y unos sesenta fueron retenidos y convertidos en “canjeables” por los guerrilleros. Noé se encontraba en ese momento trabajando en la Base. No obstante, un par de días antes de la toma él había tenido que ausentarse por enfermedad y se encontraba hospitalizado en Bogotá. Desde allí, escuchó la fatal noticia.

Noé: (...) Yo me paré con mi suero y todo, fui hasta un radio y oía a mis compañeros pidiendo auxilio, que los ayudaran, que era mucha gente. Entonces yo me quité todo, fui y pedí el uniforme y lo demás. A los generales les rogaban, había un capitán al que le rogaban: “Mi general, mándenos que ya estamos el grupo listo. Ahí hay uno que hasta está enfermo y se regaló”. Y no nos mandaron en toda la noche. Mira que una noche en 58 59

Entrevista semiestructurada con Noé, Bogotá, lugar público, 17 de noviembre de 2006, en audio. Entrevista informal con Noé, Bogotá, noviembre de 2006.

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Bogotá casi siempre es lloviendo y ese día estaba seco todo Bogotá. Hubiéramos podido alzar vuelo a cualquier hora desde la Dirección General. — ¿Y alguna vez supieron por qué no los mandaron? Noé: No sé, no sé por qué no nos mandaron. Llegamos al otro día. Encontré casi todos los muchachos destrozados, encontré que se habían llevado como 15 secuestrados. — ¿Esos son los que todavía están allá? Noé: Hay varios todavía. Y había gente que yo conocía. — ¿Que mataron? Noé: Sí. Vi muchos amigos ahí con los que trabajé. A mí me correspondió esperarme como ocho días así, todavía enfermo, porque a muchos de los compañeros los dejaron encima de bombas, entonces si ustedes los movían, ¡pum! Tocó traer expertos en explosivos de todas las unidades. Vinieron del DAS, del CTI, que nos colaboraron mucho, yo los quiero mucho por eso. Vinieron de la Policía y del Ejército y se hizo el despeje minado como en quince días. Ya fuimos recuperando cadáver por cadáver, se fueron embolsando y llevando para Bogotá, y acá en Bogotá se mandaban para... Fueron casi setenta bajas.60

Esta atropellada carrera como agente de la Policía le sirve a Noé para sustentar su argumento en contra de que cualquiera de sus dos hijos se enrole en la vida militar. Aunque todavía son unos niños, ya ve en el mayor un interés en dicha actividad. Por lo demás, el pequeño de 10 años admira mucho a su padre y emula su ocupación en juegos y fiestas de disfraces. En todo caso, Noé no denigra de su carrera, más aun cuando a través de ella logró resolver sus problemas económicos. Ahora tiene mucho dinero. Con él mantiene ampliamente a su madre, sus hijos y su esposa, y ha podido darse gustos materiales y sostener una vida social de fiestas con sus compañeros de trabajo.

La ley del Talión: secuencia II Uno a uno fueron ejecutados los secuestradores de mi padre (...) Nuestra venganza duró dos años. Encontramos y ejecutamos a todos los que participaron en el secuestro. Y como ya habíamos ejecutado a la mayor parte de los asesinos 60

Entrevista semiestructurada con Noé, Bogotá, lugar público, 17 de noviembre de 2006, en audio.

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de mi padre, comenzamos a ser justicieros. Éramos unos pistoleros vengadores. Así de sencillo. A los 16 años ejecuté al primer guerrillero. Era el hermano de uno de los que mataron a mi padre. Recuerdo que le grité: No creas que me vas a matar a traición y amarrado, como a mi padre, hijoeputa... Le metí tres tiros en la cabeza (Palabras de Carlos Castaño, dirigente de las AUC. Mi confesión. 2001).

No puede negarse que este relato hace gala de un estereotipo histórico que sustenta una doble violencia sobre el mismo objeto: el padre, símbolo y recreador de la norma social y cultural en el Occidente patriarcal. El asesinato del padre, aun cuando deseado por sus hijos, es un hecho crudamente censurado; constituye una doble moral en tanto la venganza de la muerte es ocasión para usurpar el lugar paterno. Al tiempo, dicha narración legitima las luchas por la restitución de la norma perdida o en crisis –como las múltiples “regeneraciones” que ha tenido este país–, en los términos de una supuesta “guerra justa” en la que se oscila entre el monopolio de la violencia y su generalización. Por ello, no es de extrañar que en las regiones más conservadoras esta doble moral alimente las narrativas autobiográficas masculinas de todas las estirpes. En nuestro país, desde los sicarios del Valle y Antioquia, pasando por los jefes paramilitares, hasta el mismo actual Presidente de la República despliegan el mismo relato de vida como exégesis de sus programas vitales, verdaderas agendas de venganza que son justificadas moralmente ante la sociedad. Tales programas parecen encarnar lo promulgado por la antigua Ley del Talión: una medida normativa que regule la “libre venganza” mediante la ejecución de un castigo conforme al acto censurado. Pero, más allá de esta equivalencia, el Talión implicaba que el castigo debía ser idéntico a lo censurado para alcanzar una total retribución –“ojo por ojo, diente por diente”–, lo cual es una constante en las narraciones.

***

Noé llegó a la Clínica de la Paz remitido del Hospital de la Policía. Había consultado por una amnesia ocasional y una agresividad excesiva. Al no recibir la

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atención que decía merecer, tomó una varilla que encontró y repartió golpes a los enfermeros, dejando a varios de ellos heridos de gravedad. Ese hecho fue el motivo determinante para remitirlo de urgencias a una institución psiquiátrica. Al arribar a La Paz ya se encontraba más calmado y los policías que lo trasladaron decidieron desatarlo. Su ingreso, como el de todos, fue por la

UCI.

Una vez allí, volvió a demandar a voz en

cuello una atención adecuada. Uno de los enfermeros le respondió: “Tenía que ser un tombo hp para venir aquí a dar órdenes”. Noé reaccionó desenfundando el arma de dotación que aún no le habían confiscado y apuntó a los funcionarios, insultándolos de forma inclemente. La Unidad tuvo que anunciar el Código Rojo por el altavoz y sus compañeros policías, que todavía no habían partido, acudieron a desarmarlo. El trato que Noé recibiría de allí en adelante sería de gran deferencia de parte del personal clínico. Incluso le dieron a elegir la cama en la que debía dormir en la

UCI,

donde permanecería cerca de una semana. Durante la hospitalización en piso, al menor incidente con terapeutas y psicólogas reclamaba sin reparo ante la administración de la clínica. Lo único que no logró cambiar fue la comida, la cual le parecía de mala calidad. Recuerdo que siempre que pasaba frente a la puerta de la cocina vociferaba su incomodidad al respecto: “¡A ver si preparan comida de verdad! ¡Nos están matando de hambre! ¡Cuándo dejarán ver un buen pedazo de carne!”61. Lo cierto es que, en la vida exterior, Noé solía derrochar su dinero en suculentos platos y licores, y la sencilla comida de la clínica le parecía poco agradable. Noé ingresó a la institución con un posible diagnóstico de estrés postraumático. Según él, hace ocho años una psicóloga de la Policía le diagnosticó “Síndrome de Casco”, al parecer análogo a la antigua neurosis de guerra. Pero nunca estuvo interno en una unidad psiquiátrica hasta este año. En La Paz fue tratado en principio con benzodiazepinas (Lorazepam), que luego fueron combinadas con estabilizadores del estado de ánimo (Ácido Valproico) y antidepresivos (Fluoxetina) con el fin de manejar sus episodios agresivos. La hospitalización fue indicada en su caso dado el peligro que significaba para otros y para sí mismo, especialmente por manejar armas de dotación oficial, además de mantener una colección de estas en un escaparate de su casa: “Es que 61

Diario de campo de la autora, julio de 2006.

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además de ser fanático de las armas, yo me acostumbré a siempre ir armado a todas partes. Yo me siento desprotegido si voy sin mi arma”62. En el aparte anterior organicé el relato de Noé en una secuencia distinta a la que él usó en nuestras conversaciones, ya que el objeto de mi narración era diferente al suyo. Por otra parte, su actitud evasiva diluía la posibilidad de conseguir respuestas concretas correspondientes con las preguntas que se le formulaban. En su serpentear narrativo, sin embargo, emergen claves para la interpretación de su malestar. He aquí un ejemplo:

— Hablemos de la Clínica. ¿Por qué llegaste allá? Tú dices que hace algunos años una psicóloga de la Policía te diagnosticó o te dijo que lo que tenías era “Síndrome de Casco” que era como el mismo síndrome del que sufrían... Noé: ...los veteranos de la guerra de Vietnam. — Eso creo que también se llama “Delirio de Guerra”, tiene muchos nombres... ¿No te dijeron alguna vez que era “Estrés Postraumático” o algo así? Noé: Sí, por ahí me lo han nombrado. Me han nombrado un poco de vainas. — ¿Tú vienes sintiéndote mal hace cuánto tiempo? Noé: Como desde hace 5 años. Pero creí que eso lo podía arreglar yo solito y mire. Uno cree que puede arreglar las cosas solito y, nada, a lo último me ganaron las cosas. Pues ya salí de allá de la Clínica, pero esa clínica no me hizo a mí nada porque aquí me ve. Me tiene es como embobado a punta de droga y ya estoy aburrido de tanta droga. — Hablemos en orden un poquito. Tú me cuentas lo que quieras. ¿Qué era lo que te daba o qué sentías? ¿Qué síntomas tenías? Noé: A mí me comenzó bien fue cuando las FARC en 1988 [en realidad es 1998] se toman la Base de Antinarcóticos de Miraflores, Guaviare. — Pero entonces eso fue hace más rato. No fue hace 5 años... Noé: En 1988 [en realidad es 1998] me dio mucha rabia.63

Noé jamás me habló sobre sus síntomas cuando se lo pregunté directamente. Es más, a lo largo de sus relatos sólo aludió a los conceptos de “amnesia” y “agresividad” de forma tangencial. En cambio de referirse a síntomas, como cuando un paciente habla 62 63

Entrevista informal con Noé, Bogotá, noviembre de 2006. Entrevista semiestructurada con Noé, Bogotá, lugar público, 17 de noviembre de 2006, en audio.

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sobre su enfermedad, Noé traía a colación una serie de eventos significativos para él en los que se manifestaban la pérdida de memoria y los accesos de ira, aunque en términos justificados. Es decir, no aparecían como síntomas sino como “reacciones normales” ante situaciones que así lo demandaban. La narración tiene en el despliegue de una ética y una moral particulares –el prestigio, el honor, la valentía del hombre y del policía– su principal sustento. Noé justificaba sus reacciones violentas bajo estos códigos. Los eventos que reemplazaban el listado de síntomas en el relato de Noé se concatenaban también de una manera particular. La evocación que yo motivaba desde su nueva condición de paciente se entretejía como una secuencia de hitos traumáticos. Sin embargo, no estaba organizada en una cronología desde el primer evento sucedido hasta el último. Por el contrario, Noé iba refiriendo estrictamente en orden desde el hito más reciente hasta el más antiguo. Cada vez que recordaba un nuevo hecho parecía como si estuviera abriendo gradualmente el espectro de la explicación de su padecimiento. De hecho, entre evento y evento relatado podía pasar mucho tiempo. Esto explica las variaciones en la antigüedad que él mismo le imputaba a su malestar. Al preguntarle por vez primera sobre cuándo y cómo empezó su “trastorno”, Noé se remonta ocho meses atrás al momento en que perdió su trabajo como agente antinarcóticos, durante su consulta en el Hospital de la Policía y posterior internación en la Clínica La Paz. Al cuestionarlo por segunda vez dice haberse empezado a “sentir mal” hacía cinco años y reconstruye de nuevo el relato hasta la hospitalización psiquiátrica, a donde dice haber llegado por no haber podido manejar solo la situación hasta que “se salió de las manos”. Ya en la tercera vez –como aparece en el anterior fragmento de entrevista– me dio una respuesta fría pero contundente: “A mí me comenzó bien fue cuando las FARC en 1988 se toman la Base de Antinarcóticos de Miraflores, Guaviare”. Aquí refiere un año equivocado (1988) al año real en que ocurrió la toma (1998), aun cuando nunca lo rectifica. No obstante, enfatiza mucho en el evento, en las muertes de sus compañeros, en la negligencia de sus superiores y en su sentimiento de culpa por haberse salvado y no haber podido ayudar a quienes murieron o fueron secuestrados. En el desarrollo de la conversación, Noé salta años atrás a la muerte de su tío y de su hermano a manos de la guerrilla en 1994. Y, para cerrar la secuencia de hitos,

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remata con el asesinato de su padre, el cual describe con riguroso detalle. Al terminar, habla del sufrimiento de su madre ante estos hechos: “Pobrecita, ella ha sufrido mucho, ellos le deben muchas... Ellos nos deben muchas”64, apunta refiriéndose a los guerrilleros en general. Y una muletilla que usa indistintamente en todas sus intervenciones es la de “Tengo rabia por eso” o incluso “Tengo tristeza por eso”. Es común que, en ese momento, Noé solicite a sus interlocutores no continuar con el tema: “No me gusta hablar de eso”. Pero, “eso” que Noé no quería nombrar se teñía casi siempre de un tinte de misterio. Durante el tiempo que compartí con Noé, aquello era evidente. Él no solía hablar de su malestar, a menos que le preguntaran y, aun así, sus escuetos relatos se intercalaban con verdaderas brechas de puntos suspensivos. Sin duda, era más lo que callaba. En nuestra última entrevista, fuera de la Clínica, me amplió los recovecos de su historia, luego de citarme en un lugar público y de advertirme que estaba armado, pero que no temiera porque yo le agradaba mucho. Tal razón sustenta el hecho de que yo no haya querido grabar la totalidad de lo que me contó.

***

Cerrada la secuencia retrospectiva de hitos de dolor, comienza de nuevo la historia de Noé, en un nuevo punto de partida del pasado al presente. El relato sobre la muerte violenta del padre se constituye como un primer detonador del malestar. Esta narración es descarnada: lo seduce una guerrillera rubia, lo traiciona, ella misma lo abalea y sus cómplices queman el cuerpo. Seis años después, Noé inicia su carrera como policía atraído por la seguridad económica y por la posibilidad de vengar a su padre. Su madre le da su bendición. “Yo sólo quería buscar a los asesinos de mi papá y cobrárselas”, afirma mientras hace referencia al libro sobre un supuesto amigo suyo y que se titula Mi confesión: “Él dice en ese libro que puede perdonar todo, menos el asesinato de su padre”65. 64 65

Entrevista informal con Noé, Bogotá, noviembre de 2006. Ibíd.

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Desde que se enlistó, Noé preparó su propia agenda para hallar a la guerrillera que “enredó” a su padre, así como a los otros tres miembros de las FARC que incineraron su cadáver. Se valió de información oficial y extraoficial, de uno y otro bando, para procurar sus objetivos. A la manera del Talión, Noé deseaba aplicar una suerte de “justicia retributiva” recreando la misma escena violenta que los asesinos habían perpetrado hacia su padre. Y así lo hizo. Cuando encontró a la mujer la mató a tiros y la quemó, no sin antes explicarle sus motivos. La búsqueda continuó: “Y sólo me falta uno. Con los otros tres ya acabé”66. La muerte de su hermano y la de su tío sólo exacerbaron este deseo. Durante sus misiones en pueblos y veredas, así como en la capital, aprovechaba cada asalto, cada emboscada, cada combate para alcanzar su objetivo: “Cada vez que en alguna zona me decían que alguien era guerrillero, al otro día no amanecían ni él ni su familia”67. La toma de la Base de Miraflores fue el evento que terminó por ratificarle a Noé el código del “ojo por ojo”: la tragedia había golpeado nuevamente a su familia, esta vez a sus amigos de la Unidad Antinarcóticos, a su tropa. Un golpe del que además reprocha la negligencia de sus comandantes, los mismos que se negaron a reaccionar a tiempo: “Por eso es que yo admiro al presidente Uribe Vélez, porque él sí ordena operativos para contrarrestar inmediatamente los ataques de la guerrilla. Pastrana, en cambio, nunca lo hizo”68. Noé habla amarga y elusivamente de esta sed de resarcimiento con sangre. La venganza directa contra los asesinos de su padre no fue suficiente. El enemigo se había generalizado. Narra cómo llegó a conducir operativos en donde murieron muchas mujeres y niños: “Me miraban a los ojos llorando y me rogaban que no los matara, pero yo igual lo hacía. No sentía nada en ese entonces, pero ahora me da mucha tristeza... No pude ni volver a entrar a la iglesia y eso que yo soy católico”69. Arrasaba con los culpables y sus vínculos afectivos sin culpa alguna. Dice haber cometido hechos atroces con sus víctimas, hechos que no se atreve a narrar o que afirma no recordar. 66

Ibíd. Ibíd. 68 Ibíd. 69 Ibíd. 67

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Además, contaba con el pleno respaldo de sus superiores militares a quienes sin falta reportaba sus “bajas”. En el motivo de la consulta psiquiátrica, lo más cercano a la manifestación de síntomas fue enumerado así por Noé: - Sentir ira. - Tener olvidos (especialmente sobre las atrocidades que dice haber cometido en su ejercicio y sobre asuntos cotidianos sin importancia). - Ser muy agresivo y reaccionar violentamente sin control. - Sentirse como “robot” que actúa mecánicamente sin sentir emoción. Enfatiza en que este último punto le afectó de manera radical su vida afectiva y laboral. Se trataba de una anestesia frente a su faceta sanguinaria, justificada bajo el código retributivo al que ya he hecho mención. Es insistente al afirmar que ese fue el entrenamiento que recibió en la Policía, especialmente en Antinarcóticos –un agente no siente, no llora, no es débil–. Apunta que llegó el momento en que no podía escuchar la palabra “guerrillero” porque estallaba en ira; más aún, ya no podía tener conocimiento de que cualquiera fuese sospechoso de subversión, porque sentía el llamado a eliminarlo sin compasión alguna. La anestesia ante el clamor por la vida que demandaban sus víctimas inocentes se extendió a otros niveles hasta el punto de limitarlo en el establecimiento de vínculos intersubjetivos:

Noé: Ya no siento alegría en las fiestas que organizan mis amigos, no disfruto, todos me dicen que soy un amargado y nadie entiende lo que me pasa. (...) Cuando estaba en La Paz, mi esposa fue a terminarme. Llevábamos doce años juntos. Ella me dijo que no quería tener un muñequito en su casa. Creo que peló el cobre, ella no me quería realmente, no estaba dispuesta a estar conmigo en las buenas y en las malas. Sólo me quería por mi plata. (...) Hace ocho meses que estoy sin trabajo. Me retiraron del grupo de antinarcóticos cuando me mandaron a La Paz. Ahora me miran raro y sólo puedo ir al gimnasio y a comer gratis de vez en cuando. Me siento inútil. Aunque tengo mi paga estoy desesperado porque no estoy haciendo nada. Se supone que me daban ya la pensión, pero eso está muy enredado. Si me cambiaran de lugar en el trabajo, de pronto seguía allá, pero no creo que hagan eso. Dicen que han invertido mucho en mí como para dejarme ir, pero al tiempo me creen incapacitado.70

70

Entrevista semiestructurada con Noé, Bogotá, lugar público, 17 de noviembre de 2006, en audio.

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En el

DSM-IV,

la sintomatología que aquí se dilucida puede concebirse como

indicador de un trastorno por estrés postraumático según los criterios diagnósticos que para este aparecen:

A. La persona ha estado expuesta a un acontecimiento traumático en el que han existido (1) y (2):

(1) la persona ha experimentado, presenciado o le han explicado uno (o más) acontecimientos caracterizados por muertes o amenazas para su integridad física o la de los demás, (2) la persona ha respondido con un temor, una desesperanza o un horror intensos. (...) B. El acontecimiento traumático es reexperimentado persistentemente a través de una (o más) de las siguientes formas: (1) recuerdos del acontecimiento recurrentes e intrusos que provocan malestar y en los que se incluyen imágenes, pensamientos o percepciones. (...), (2) sueños de carácter recurrente sobre el acontecimiento, que producen malestar (...), (3) el individuo actúa o tiene la sensación de que el acontecimiento traumático está ocurriendo (se incluye la sensación de estar reviviendo la experiencia, ilusiones, alucinaciones y episodios disociativos de flashback, incluso los que aparecen al despertarse o al intoxicarse) (...), (4) malestar psicológico intenso al exponerse a estímulos internos o externos que simbolizan o recuerdan un aspecto del acontecimiento traumático, (5) respuestas fisiológicas al exponerse a estímulos internos o externos que simbolizan o recuerdan un aspecto del acontecimiento traumático C. Evitación persistente de estímulos asociados al trauma y embotamiento de la reactividad general del individuo (ausente antes del trauma), tal y como indican tres (o más) de los siguientes síntomas: (1) esfuerzos para evitar pensamientos, sentimientos o conversaciones sobre el suceso traumático, (2) esfuerzos para evitar actividades, lugares o

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personas que motivan recuerdos del trauma, (3) incapacidad para recordar un aspecto importante del trauma, (4) reducción acusada del interés o la participación en actividades significativas, (5) sensación de desapego o enajenación frente a los demás, (6) restricción de la vida afectiva (p. ej., incapacidad para tener sentimientos de amor), (7) sensación de un futuro desolador (p. ej., no espera obtener un empleo, casarse, formar una familia o, en definitiva, llevar una vida normal) D. Síntomas persistentes de aumento de la activación (arousal) (ausente antes del trauma), tal y como indican dos (o más) de los siguientes síntomas: (1) dificultades para conciliar o mantener el sueño, (2) irritabilidad o ataques de ira, (3) dificultades para concentrarse, (4) hipervigilancia, (5) respuestas exageradas de sobresalto, E. Estas alteraciones (síntomas de los Criterios B, C y D) se prolongan más de 1 mes. F. Estas alteraciones provocan malestar clínico significativo o deterioro social, laboral o de otras áreas importantes de la actividad del individuo (American Psychiatric Association, 1994: “Trastorno por estrés postraumático”).

Pero aun cuando los hitos críticos que relata Noé parecen engranar perfectamente con la explicación psiquiátrica de su padecimiento, la nula mejoría que él mismo expresa ante los médicos, psicólogas y terapeutas constituye un indicador de ambigüedad en el diagnóstico. Ocho meses de tratamiento institucional y farmacoterapia no han arrojado mayores resultados. Dice que los talleres ocupacionales que se incluyen en la terapia de la Clínica son “para niños”, que a los pacientes sólo los “emboban” con la medicación y que hoy estando fuera no se siente aliviado. Durante las sesiones de psicoterapia no vio resultado alguno; incluso recuerdo que esto le causó tanta ira algún día que desesperado le dio un golpe a la mesa del consultorio y la rompió. Su psicóloga entró en pánico. A raíz de esta indefinición del diagnóstico y su posible tratamiento, decidieron en las últimas semanas efectuarle una tomografía de cráneo y una resonancia magnética, en las cuales se evidenció un proceso de desmielinización, anomalía neurológica que puede indicar una enfermedad degenerativa. Ello, en la opinión de los médicos, podría

124

constituir el origen fisiológico de su amnesia y su irritabilidad. Con todo, Noé no se encuentra satisfecho: “Nadie entiende qué es lo que siento, menos los psiquiatras que ni siquiera me preguntan por lo que me pasa. A mí me han diagnosticado muchas cosas, pero yo lo que tengo es rabia”71. A través de las múltiples cadenas que emergen en las intervenciones de Noé, intercaladas a su vez con silencios reveladores, atisba la teleología de su narrativa autobiográfica. Puede considerarse la secuencia de claves explicativas que refiere en sus primeras consultas: ira, agresividad, descontrol, incapacidad afectiva, insensibilidad emotiva y desmemoria. Todos se encuentran articulados por dos ejes paralelos, la venganza y la culpa, constituyentes de un dispositivo moral en el que cohabitan la avanzada del odio y las estaciones del arrepentimiento. La venganza (la ira) es el fermento de la agenda vital de Noé. Y es sólo cuando aparece la culpa que siente malestar por la ejecución de dicha agenda. Tanto la una como la otra atavían la restricción de sus afectos y emociones. La anestesia aplicada a la culpa, no obstante, es la desmemoria. Esta configuración del padecimiento pone en evidencia que la patologización puede incidir tanto en la legitimación social de la violencia –por ejemplo, al naturalizar las reacciones agresivas–, como en la falta de responsabilidad subjetiva sobre los actos realizados. Una inyección de olvido frente a las propias ignominias permite el extrañamiento ante lo monstruoso que puede cohabitar con la propia dimensión humana. Porque el olvido es una emulación del desconocimiento: lo que no se mira, no se reconoce. Cuando un acto se olvida, se relega también al ejecutor, sus móviles, su contexto. El olvido engrana con el descontrol y la insensibilidad, mecanismos que velan lo siniestro que puede hallarse en la razón y la lucidez. Noé olvida horrorizado. Olvida los móviles de las atrocidades cometidas, silenciándolos incluso en sus relatos. Desconoce su propia “monstruosidad”, avalada por los códigos morales de su propio contexto. Vela su violencia programática, racionalmente ejercida, a través de una auto-patologización. Pero sus recuerdos se transforman en una sorda e inexplicable ira. Ira irresoluta, aun cuando él parece saber 71

Entrevista informal con Noé, Bogotá, Clínica Nuestra Señora de la Paz, julio de 2006.

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cuándo terminará con ese malsano sentimiento: “Yo ya quiero que se acabe todo esto. No quiero seguir haciendo lo que hago, yo quiero cambiar. Y yo sé que cuando encuentre al último asesino de mi padre, yo descansaré y todo esto acabará. Me iré a vivir a mi pueblito o compraré una casita frente al mar, comeré pescado y descansaré en una hamaca”72.

72

Entrevista informal con Noé, Bogotá, noviembre de 2006.

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CONCLUSIONES: LA CUESTIÓN DEL VÍNCULO

E

l incremento de las tasas de suicidio en el mundo a razón de los

trastornos afectivos, según la Organización Mundial de la Salud, ofrece

perspectivas desalentadoras: el suicidio consumado se ubica entre las diez primeras causas de muerte; la depresión mayor aparece en la actualidad como la primera causa de discapacidad; y se espera que en el 2020 sea la segunda causa de morbi-mortalidad a escala global (Colombia,

CIECS,

Secretaría de Gobierno, 2002; Colombia, Ministerio de

la Protección Social, 2003). En el informe preliminar del Estudio Nacional de Salud Mental en Colombia (2003), la prevalencia de los trastornos afectivos y de ansiedad es del 34.3%, incluyendo a quienes al menos los han sufrido una vez en su vida. Según el mismo reporte, los trastornos afectivos se concentran en la población de adultos jóvenes y en la de mayores de 60 años, y los trastornos de ansiedad son registrados como los de aparición más temprana (ibíd.). A pesar de la evidencia que arrojan estos estudios, es manifiesto también que la masificación del conocimiento experto psiquiátrico ha contribuido a medicalizar al cual más una serie de estados y rasgos que se alejan de los cánones admitidos de comportamiento. La creciente sofisticación en la taxonomía de las enfermedades mentales no sólo se ha restringido a los consensos psiquiátricos. Hoy en día, la literatura de masas y la Internet sirven a los propósitos de la difusión de este saber, a modo de “información” al alcance de cualquiera. Las instituciones jurídicas y religiosas, a su vez, todavía se valen de las categorías de enfermedad mental que la psiquiatría produce, con el fin de refinar sus propios modelos categoriales. Y, aunque en el mismo

DSM-IV

se

plantee que “una concepción errónea muy frecuente es pensar que la clasificación de los trastornos mentales clasifica a las personas; lo que realmente hace es clasificar los trastornos de las personas que los padecen” (American Psychiatric Association, 1994: “Definición de trastorno mental”), su taxonomía termina derivándose y, al tiempo,

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sirviendo a la institución de modelos arbitrarios de normalidad y anormalidad. Como bien apunta Porter respecto al DSM:

Lo más revelador del manual es la abrupta explosión en la escala de esta empresa editorial: la primera edición tenía unas cien páginas, [la segunda] llegó a las 134 páginas, [la tercera] a casi 500 y la última revisión [DSM-IV-TR] (2000) ¡alcanza la asombrosa cifra de 943 páginas! Al parecer ahora se diagnostica a más personas como víctimas de trastornos psiquiátricos que nunca antes en la historia: ¿es eso un avance? (2002: 201).

La medicalización de ciertos estados de ánimo, ideaciones repetitivas y compulsiones corresponde en la actualidad con un afán masivo por alcanzar el bienestar por el camino más eficaz. La ciencia y la tecnología hacen parte hoy de las llamadas “creencias últimas”; su desarrollo progresivo puede llegar a resolver hasta las situaciones más hostiles al sujeto. La actual fe en el pensamiento científico favorece así su circulación en un amplio registro: lo “científicamente comprobado” otorga una sólida confianza al escoger una solución específica a las propias incertidumbres. En el caso de la medicina, se trata de una fe en la tangibilidad de los padecimientos, una característica que permite la detección y posterior tratamiento de cualquier enfermedad. Cuando la práctica psiquiátrica asume esta vía epistemológica, se legitima como terapéutica ante los creyentes del progreso. De allí que se publiciten con tanto ahínco los programas de investigación y los supuestos hallazgos respecto a la condición biológica de la enfermedad mental; estudios que apuntan cada vez más al ámbito bioquímico, neurológico y genético. Tal es el principal sostén histórico de la psiquiatría organicista: su predilección por la localización corporal de la enfermedad mental. De hecho, la promoción mediática de esta “verdad” médica conduce a una popularización de aquellas terapéuticas relacionadas con uno u otro disciplinamiento del cuerpo. No es de extrañar, por ejemplo, que las técnicas corporales orientales hayan engranado bien en este contexto como posibles terapias para el malestar psíquico. Pero, de igual manera, tanto la clasificación

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psiquiátrica de los trastornos mentales como su tratamiento vía farmacológica se presentan hoy como una opción común para sanarse emocional, mental o incluso “espiritualmente”, al decir de la mayoría de “dolientes psíquicos”. Medicalizar el ánimo, el comportamiento y el sentimiento despoja al sujeto de cualquier agencia sobre su malestar. En la vía de la cura mágica, en este caso a través del fármaco, siempre se delega la responsabilidad a otras instancias –distintas de la propia decisión y acción–, no sólo respecto al origen y rasgos del padecimiento, sino también a su tratamiento y pronóstico. La idea de la “enfermedad en el cerebro” característica de la psiquiatría biomédica, a la que aluden Uribe y Vásquez (2006), contribuye a desplazar esa responsabilidad subjetiva al nuevo locus del trastorno mental: la bioquímica del sistema nervioso central. Una definición del afecto trastornado en esos términos exalta su constitutivo biológico en detrimento de su dimensión vincular. De allí que el común de la gente, además de las expresiones de “sentirse triste”, “angustiado” o “nervioso”, incluya cada vez con mayor frecuencia en sus narrativas de malestar otras como “estar deprimido”, “estresado” o “ansioso”, o poseer un carácter “obsesivo”, “neurótico” o “paranoico”. Este lenguaje medicalizado opera, además, bajo preceptos clasificatorios sobre el ser y estar en el mundo, en este mundo. La fe en la cura psiquiátrica es apenas un elemento más en la configuración de las exégesis del sufrimiento entre los pacientes afectivos. Para muchos de ellos, el psicofármaco es el “nuevo milagro” –como suele además difundirse en la publicidad de los hallazgos a ese nivel, ilustrada con “familias funcionales” de hombres, mujeres y niños arios, hermosos y sonrientes73–. No obstante, el correlato generalizado de la farmacoterapia es la cronicidad de la enfermedad. El psiquiatra advierte que el tratamiento puede llegar a ser muy largo o vitalicio. En ese marco, cuando no existe cura total y sólo se espera un control de síntomas, algunos pacientes adoptan el diagnóstico en la explicación de su propio pathos: “soy depresivo”, “soy agresivo”, “soy bipolar”, “tuve un trauma”, y delegan a la medicina la tarea de lidiar con los episodios críticos de su “enfermedad”. Muchos otros, sin embargo, consideran insuficiente una terapéutica

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En comunicación personal con Carlos Alberto Uribe, 2006.

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exclusivamente orgánica, ya que aun cuando el fármaco alivia algunos de sus síntomas, el malestar que dicen sentir permanece en su vida diaria. Aquí es cuando la “adherencia al tratamiento” tambalea. El encuentro clínico de enfoque biomédico coarta la narrativa. Tal situación es identificada por el paciente en el escaso contacto e interés de parte del psiquiatra frente a por qué siente lo que siente. El formato preestablecido de las entrevistas valorativas apunta a la detección de los síntomas y su evolución para efectos de su sistematización, razón por la cual el médico lleva a cabo un ejercicio de traducción del relato de su paciente. De allí que el valor que se le otorgue a este último sea dimensionado en la medida en que encaje en el libreto clínico. Mucha información sobre el “trastorno” es por ello excluida, bien por el psiquiatra en su traducción, bien por el paciente quien la omite en un encuentro clínico, el cual, ante sus ojos, es poco o nada empático. Y es que el paciente suele vincular sus malestares del afecto con dominios muy íntimos que sólo está dispuesto a revelar a un interlocutor que considere comprensivo. Como ya lo expuse antes, aun cuando el escenario de lo afectivo tenga un estrecho vínculo con lo corporal, no se constriñe exclusivamente a su dimensión orgánica. Así como el cuerpo humano se hace corporeidad en la relación con el otro (Le Breton, 2002), el afecto es la expresión por excelencia del vínculo social –al menos en las sociedades occidentales–. De este modo lo apunta Octavio Paz (1993) cuando propone que tanto el amor como el erotismo son estrategias simbólicas de humanización de la función biológica sexual. Así, en la medida en que estas dimensiones están articuladas con una trayectoria y una carga cultural, dilucidan diversos tipos de prácticas sociales legítimas que varían según su propio contexto. El afecto trastornado, por ende, no se limita a una manifestación de síntomas orgánicos: si se quiere, antes que la “abulia” y la “irritabilidad” se encuentran la tristeza, la desesperanza y el desamor. En parte esto es reconocido por los pacientes. La escena de su malestar toma el carácter de tragedia existencial (Uribe, 1999b), cuyo baluarte es la imposibilidad del vínculo. El lenguaje biomédico lo traduce en términos de “discapacidad”, “relaciones disfuncionales” e “insuficiencia de redes de apoyo”. No obstante, más allá de la de la disposición “operativa” para establecer relaciones interpersonales, en las narrativas de

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los pacientes afectivos emerge un tipo de vínculo que no puede alcanzarse. Y ese vínculo en concreto corresponde en su totalidad con una simbólica amorosa ideal. El drama afectivo personal concentra su razón de ser en la frustración de las propias agendas amorosas frente a un paradigma de intersubjetividad que se exalta social y culturalmente. Las cuatro narrativas analizadas nos indican los rasgos que prevalecen en ese tipo de vínculo que parece imposible. Por una parte, dado su carácter, todos los relatos dibujan las aristas de un modelo ético y moral masculino. Se hace gala, por ejemplo, de la naturalización de la violencia entre los hombres y de su legítimo uso para lograr ciertos objetivos. Uno de ellos es la supuesta resolución de los conflictos conyugales. Según Jimeno, aun cuando se prohíba normativamente el uso de la violencia, es común que se disculpe a los varones cuando aquella deriva de una “intensa emoción”74 (2004: 242-243), un dominio ajeno a su tradicional asociación con lo racional. Allí emerge el contenido generizado de las relaciones de poder en nuestras sociedades, basadas en la analogía entre lo emotivo y lo femenino, ambos cubiertos con el manto de la sospecha que produce el subjetivismo en la racionalidad científica occidental. Pero, al mismo tiempo, en aquel argumento sobre la violencia masculina se encuentra campante la sobredimensión del amor-pasión y del amor-fusión (De Rougemont, 1997 [1978]; Jimeno, 2004; Thomas, 1994; Uribe, 1999b) que todavía sustentan hoy la seguridad ontológica tanto de hombres como de mujeres. Cualquier amenaza a esta condición legitima la opción violenta contra otros o contra sí mismo. En otras palabras, el “exceso de amor” justifica morir o matar por él. El truco está en hacerlo parecer como un instante efusivo donde la emoción nubla el buen juicio; un momento de “ira e intenso dolor” en el que el sujeto muta en “inimputable”. Los móviles y rectores de la acción violenta truecan la propia responsabilidad en la famosa “locura por amor”. Y es que pareciera no existir otro motivo distinto a la emoción trastornada para que un varón, dueño de la razón como es, cometa una atrocidad contra la vida. Más allá de la detección del grado de insania que se implica en el acto violento, 74

Jimeno desarrolla esta argumentación para analizar las configuraciones emotivas comprometidas en el caso del llamado “crimen pasional”.

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hay que discutir la configuración de ese pathos que se dice masculino y que, a pesar de la supuesta anestesia varonil del sentimiento, se encuentra aquí ubicado en el afecto. Dos historias de guerra se cuelan dentro de los relatos expuestos. La casualidad reunió en una clínica psiquiátrica a dos combatientes de bandos opuestos: Wilmer y Noé. Ambos autodenominados guerreros, desde su infancia han participado directamente en el conflicto armado colombiano, uno como subversivo y otro como agente antinarcóticos. Los dos han esgrimido sus propias causas militares como pretexto para ejecutar sus venganzas personales, así como han debido labrar su propia identidad masculina bajo los códigos normativos de sus respectivos ejércitos. La milicia guerrillera le ofreció a Wilmer un ámbito en el cual crecer como hombre poderoso que, por medio del terror, alcanza un “lugar de respeto” frente a otros. Noé, por su parte, encontró en la policía la posibilidad de vincular su propia agenda de venganza con la misión de eliminar al enemigo del Estado. En ambas situaciones, las organizaciones a las que pertenecen aprovechan hábilmente la disposición emocional de estos sujetos: a los dos se les entrena para ser “valientes” y anestesiarse frente al miedo a matar o ser asesinado. El único móvil emocional permitido a estas “máquinas de la muerte” es el odio, la rabia y la sed de venganza, sentimientos desplazados de sus blancos originales hacia el nuevo “enemigo”. Ninguno de estos dos sujetos se siente hoy tranquilo sin un arma de fuego a la mano. Wilmer adhiere al desamor desde la época temprana de su abandono. En su narración, sin embargo, hace parecer como si desbordara en afectos, en simultánea a un ininterrumpido accionar como “rebelde” que le exige despojarse de todo escrúpulo. Diversos códigos morales se traslapan en su camino, desdibujando las fronteras entre la causa revolucionaria y la delincuencia común; entre el “ajusticiamiento” y el sicariato; entre la “recuperación” de recursos y el robo o los tráficos ilícitos. Noé también sucumbe desde niño ante el desencuentro afectivo, el mismo que concibe imposible desde la muerte violenta de su padre a manos de una mujer que lo sedujo y lo incitó a serle infiel a su “buena madre”. Este hecho, junto a los demás asesinatos de sus seres queridos, define la trayectoria de su venganza, dentro de la cual no repara en la indefensión de sus víctimas ni siente culpa al cometer actos atroces.

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Mágica mimesis del rebelde y del defensor [...]. Después de todo, ¿quién puede distinguir a unos guerreros de los otros guerreros en el mare mágnum? [...] Todos son una copia que produce terror. Todos son imágenes especulares, más allá de sus retóricas ideológicas, que al proyectarse en la pantalla del terror, revelan “dobles monstruosos” atrapados dentro de un sistema de pensamiento delirante y paranoico (Uribe, 2003: 68).

Aunque estos hombres se empeñen en afirmar que el dominio de sus afectos está muy bien separado de su accionar en la milicia, lo que encontramos en sus relatos, por el contrario, vincula las dos dimensiones. Eros y Tánatos comulgan de nuevo en la ética masculina de una sociedad pacata y de doble moral que acude a “códigos de honor centrados en la fidelidad y el sacrificio” (ibíd.) para justificar la violencia varonil. Wilmer, en su pasión por el objeto amado, despliega ante su posible pérdida un histrionismo agresivo que involucra a otros y a sí mismo. Una escena que cumple la doble función del terror y la culpabilización para conseguir mediante la fuerza que su pareja no se vaya. Noé dice no ocuparse de su vida afectiva, aquella que “poco le importa”, pero ha ocupado más de la mitad de su vida en vengar la muerte de su padre ejecutada por una seductora mujer. Una venganza por honor que lleva hasta el émulo de la muerte original como forma de cobrarle a la asesina no sólo el homicidio de su padre, sino además su seducción y alevosía. Y hoy también le cobra con desprecio a su actual pareja el haberle abandonado durante su “enfermedad”, “cuando más la necesitaba”. Saturnino, a pesar de no plegarse al uso de la violencia física, también echa mano del recurso de la manipulación y de la agresión a través de la palabra. Su narrativa vital es una caricatura magnificada del amor romántico caballeresco. Su eterno lamento por la insatisfacción amorosa oscila entre la tragedia del desafecto y el regodeo en la falta. Ese disfrute inexplicable de la carencia de objeto amado hace que los sentimientos hacia las mujeres de sus fantasías aparenten el “amor verdadero”: “Lo que se hace realidad ya no es amor” (De Rougemont, 1997 [1978]). No obstante, la perversión que contienen sus fantasías le otorgan un fuero gozoso que domina sus intenciones: Saturnino desea poseer

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una doncella y eso implica usurpar un cuerpo, en este caso, el de una joven sumisa e impenetrada. Pero otro de los temas que aparece en el relato de Saturnino bien corresponde con los ideales de hombre instalados en nuestra cultura. Él mismo se describe como un “fracasado”, ya que a sus cincuenta años no tiene un empleo estable, ni una vivienda propia, ni tampoco una pareja afectiva. Tanto su proyecto de familia como sus planes a nivel laboral se echaron a perder. La adicción al alcohol se suma a los demás móviles de su perpetua melancolía. Y esa vocación trágica que lo caracteriza le hace sobredimensionar hoy su vejez prematura y la imposibilidad del vínculo con otros. Aquello lo conduce por las vías agresivas de la exigencia del afecto, así como por el dramatismo de la autólisis. El palimpsesto del catolicismo y la autoayuda es la única vía terapéutica que parece ser afín con sus demandas y con su exageración vitalicia del amor romántico, “platónico” ante las mujeres y “espiritual” ante sí mismo. Del otro lado se encuentra Ángel, quien apenas se está preparando ante las vicisitudes del ser hombre en esta cultura. Para lograr sortearlas debe someterse a un modelo normativo legítimo, un canon de comportamiento acorde con el ideal masculino que se le exige en sociedad. Ello parece provocarle una angustia expresada en la legión de voces que lo asedia y que lo insta a cometer actos violentos sobre sí y sobre sus padres. La paradoja de su cíclico malestar se refleja en que para contrarrestar el contenido agresivo de las voces se ve obligado a usar la agresión misma. En consecuencia, así no lo desee, termina cediendo a las peticiones de su coro fantasioso. El “estrés” que dice haber desencadenado su padecimiento tiene lugar en los panópticos hogareños que imbrican la sumisión a una autoridad y a unas normas con los códigos sagrados que circulan en su entorno: la violación a la norma supone un castigo, sea este de origen divino o neurológico. Ángel, sin embargo, al tiempo que teme al castigo, se encuentra indefectiblemente fascinado con vulnerar los cánones, incluso los de la vida misma. Como vemos, la totalidad de estas narrativas autobiográficas incluye una urdimbre de elementos que significan el afecto, en términos de los discursos amorosos dominantes. A la vez, los temas comunes que allí subyacen, como la familia, la guerra y

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el amor romántico, atestiguan sobre los actuales sufrimientos varoniles. Masculinidades atropelladas o hipertrofiadas emergen de los artilugios afectivos propios de una sociedad en donde el dolor se exacerba. Se hace así inconcebible obviar el modelo explicativo del “paciente afectivo”, pues la escena primordial de su pathos se encuentra en la imposibilidad de hecho frente al vínculo y no en una propiedad biológica disfuncional que debe corregirse en la neuroquímica del individuo. Es manifiesto, además, que las tramas argumentales de estos pacientes afectivos redundan en una vocación trágica, dramática (Uribe, 1999). La matriz de significado que le otorga sentido a la experiencia subjetiva del padecimiento gira en torno a una sobrevaloración social del dolor del desafecto, desdeñando la posibilidad real de aprender a amar. Hay en medio de estos relatos una absurda fascinación con la muerte y, aun más, con la escena que le precede: la puesta en escena del suicidio, la autolaceración o el asesinato justificado como recurso en el que emerge toda la simbólica trágica amorosa. Aquellos elementos se dilucidan en el tapiz narrativo cuando aparecen – muchas veces esquivos– mojones, discontinuidades temporales, olvidos y silencios. De un lado, es ostensible el hecho de que los pacientes no hablen acerca de sus síntomas orgánicos como preponderantes en su trastorno. Su relato no es el mismo de un paciente frente a su médico. Aquí prevalecen, en cambio, las cadenas de eventos que constituyen hitos en sus vidas. La exégesis sobre el origen y dinámica del padecimiento tiende a ser rastreada en la articulación de esos hitos. Wilmer, Saturnino y Noé, por ejemplo, despliegan dos de los tipos de narrativa trágica que Uribe (1999) detecta en los pacientes psiquiátricos: el de un modelo explicativo en torno a un hito doloroso y traumático en la historia vital; y el del padecimiento como expresión de rasgos biológicos y comportamentales propios del sujeto avalados a su vez por la cultura. En el caso de Wilmer, el único mojón que concibe definitivo en su malestar es la autoagresión a raíz de su inminente separación conyugal. Su insistencia en “no estar loco”, expresada en su obstinada distinción del resto de pacientes de la clínica, vela toda una historia de desamor que lo ha vulnerado. Incluso, a pesar de que habla de un intento de suicidio anterior, no se considera “reincidente”. Este tipo de relato magnifica un evento efusivo, actual, que puede

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congelarse en el tiempo como un “episodio” producto de la “intensa emoción” del momento. A ello se aúna ese doble carácter que le endilgan sus conocidos: Wilmer es al mismo tiempo “sociable-afectuoso” e “impulsivo-agresivo”, rasgos normales propios de su personalidad. Dicha explicación lo libera de la responsabilidad frente a los hechos violentos que relata y cubre por completo la historicidad de su padecimiento. La narración de Saturnino es en estricto lineal hasta que revela el hito que, según él, desencadenó su crisis depresiva: la separación de su familia. Allí el relato se hace iterativo y parece estancarse, como si dicho evento hubiese arrobado su memoria hasta el punto de quedar él mismo atrapado en un pasado perpetuo. Una línea narrativa paralela la constituyen, por lo demás, los ecos de una melancolía antigua, casi infantil, que ha signado su carácter durante toda su vida. Esa es la explicación para el romanticismo exagerado que atavía su personalidad, el cual lo ha conducido incluso por los caminos del alcoholismo. Allí mismo, por demás, quedan fijadas sus fantasías con la doncella ideal. Toda esta trama protege a Saturnino de una posible revelación: en la exigencia del afecto femenino podría bien hacer uso de su fuerza, de su violencia, para someter a quien quiera a sus designios. La historia de Ángel señala una condición germinal en la que se vale de otras voces que han hablado por él. Varía en los motivos que le imputa a su sufrimiento, aun cuando las resistencias que manifiesta ante distintos tipos de autoridad se levantan paralelas en una yuxtaposición de modelos normativos. Como suele suceder entre los niños y adolescentes con enfermedad mental, otras formas narrativas –no verbales– predominan en sus relatos de malestar como aquella que está signada en sus cuerpos. El síntoma toma el lugar entero del lenguaje hasta el punto del silencio: Ángel expresa su sufrimiento en una apariencia frágil y lacerada. Y, paradójicamente, un palimpsesto exagerado de voz resuena en paralelo a su confusión silente. Noé, por su parte, se instala en una línea temporal retrospectiva, llena de velos y silencios. En el relato de su padecimiento mantiene una narrativa que excluye otros eventos de su vida distintos de los hitos luctuosos a los que alude. Y es que no refiere haber tenido felicidad alguna. Su actitud durante el relato es parca, muy poco efusiva y en varias ocasiones prefiere callar o dice haber olvidado lo que sucedió, particularmente

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cuando de sus propias atrocidades cometidas se trata. Omite todas sus experiencias sentimentales con mujeres y, escasamente, habla de la actual separación de su esposa. También, como Wilmer, hace referencia a una agresividad que siempre lo ha caracterizado y a un sentimiento de “ira” contra “lo injusto”; la venganza parece ser el único móvil de su acción y reconoce que puede ser el fermento de su padecimiento. Cuando Noé señala el hito más antiguo en esta narración y decide continuar su relato de pasado a presente, la trama argumental se torna en otro de los tipos que ubica Uribe (1999b): el de la enfermedad como producto de un rosario de infortunios. Según Noé, la secuencia de mojones trágicos que refiere sólo puede tener como resultado su locura y, como única expiación, su propia muerte. La obsesiva pretensión localizadora de la psiquiatría, en consonancia con el dualismo soma/psykhé y las dominantes analogías de género, había hecho de la sinrazón el fermento exegético de la vesania masculina y de las pasiones el terreno inextricable de la locura femenina. La amenaza social del hombre en la escena pública y la potencial inutilidad de la mujer en la esfera doméstica, así como su subversión (perversión) sexual, eran los causales predilectos del estigma de la insania y de los móviles de su aprehensión empírica. Sin embargo, aunque tales dicotomías correspondieron siempre con el imaginario moral dominante, terminaron eludiendo una comprensión satisfactoria de los trastornos mentales y su verdadera dimensión cognitiva y afectiva. Los relatos aquí expuestos son ejemplo de cómo dicha constante histórica ha relegado el lugar de la emoción como aspecto de la cognición (Jimeno, 2004), favoreciendo la estereotipia dualista que vulnera los afectos de hombres y mujeres. Y es que estas narrativas cuestionan la naturalización de tales categorías: ¿Son las mujeres únicas dueñas del rasgo histriónico, aquel que trastornado deriva en histeria? ¿Son ellas únicas actrices del drama manipulador y/o fatalista de la autólisis? Y, de otra parte, ¿la elusión masculina del sentimiento favorece la supuesta sanidad del buen juicio? ¿Las hipertrofias de lo viril, instaladas en esta lógica, no desencadenan acaso una atrofia del afecto? Wilmer, Saturnino, Ángel y Noé despojan a las mujeres de su naturalizada supremacía dentro del ámbito del afecto trastornado.

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De los anteriores argumentos se derivan otras cuestiones atinentes a la moderna psiquiatría de este tipo de trastornos. Sin excepción, todos los pacientes con los que traté durante la realización de este trabajo consideran el tratamiento psiquiátrico institucional como ineficaz frente a sus dilemas afectivos, pues ni los fármacos ni la hospitalización apuntan a su resolución medular. Por ese motivo, muchos abandonan sus medicinas y dejan de acudir a la Consulta Externa. La mayoría cuestiona la calidad del encuentro clínico y opta por omitir información ante un médico indiferente a su conflictiva condición existencial. De hecho, aquellos que como pacientes aprenden sobre los efectos de sus medicinas, manipulan sus relatos en pos de cualquier variación en la prescripción. Aunque quienes nunca llegan a conocer cuál es la acción exacta de los fármacos que consumen, poco recurso tienen frente a la indiscutible autoridad del médico, cuya única advertencia es no interrumpir el tratamiento. Aquí la cronicidad no implica solamente la no-cura; también supone vivir permanentemente bajo efectos colaterales que, en más de un sentido, pueden ser igual de incapacitantes a los síntomas del trastorno mismo. Y, finalmente, lo que se persigue como “psicoeducación” en el tratamiento hospitalario se limita a proveer a los pacientes de una conciencia sindrómica de la enfermedad, en donde simplemente deben memorizar la traducción biomédica de sus relatos de malestar. Poco espacio queda en esta vía terapéutica a la agencia del paciente frente a su padecimiento. Él nunca llega a adueñarse de sus síntomas. En la medida en que la palabra no es valorada dentro del proceso clínico de la psiquiatría institucional, quien sufre no tiene otra opción que seguir llevando “su procesión por dentro”. El componente psicosocial que hoy se tiene en cuenta dentro de la valoración psiquiátrica –el llamado Eje

IV

en el

DSM-IV–

queda en manos de la psicología clínica y moral, plagada de

mujeres de buena voluntad que aplican un pastiche de técnicas psicoterapéuticas traslapando desde la terapia de grupo, la socialización y los ejercicios de modificación comportamental, hasta “modernas” estrategias como los talleres de autoayuda, los psicodramas y las terapias de relajación con música New Age. La locura sigue siendo tratada en alguna medida como “mal moral” y su contrarrestación a nivel del Eje

IV

apunta a la reproducción de ideales comportamentales y de vínculo intersubjetivo. Lo que subyace en la hibridación entre esta psicología y la biomedicina es una perpetua

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tensión entre la cacería empírica del trastorno afectivo y lo sociocultural como constitutivo innegable de la enfermedad mental. Debo confesar haber llegado a este punto con cierto sinsabor. Sin desmeritar los avances que en el plano neurocientífico se han alcanzado y la evidencia que arrojan los actuales estudios epidemiológicos, cabe anotar que este sistema psiquiátrico institucional no incide demasiado en el alivio real de los pacientes afectivos. De otra parte, el encuentro que tiene lugar en un servicio de salud mental dilucida entre los pacientes los más íntimos conflictos, pero también el sello de otros más amplios. He tenido ocasión de sentarme frente a frente con un par de asesinos, cuyo “pronóstico” es aterrador, y en sus relatos se hace patente que los grandes aparatos del status quo, más que ocuparse de sus tragedias, las eluden, las patologizan o, peor aún, las aprovechan en su propio beneficio. Otros cuantos hombres y mujeres que conocí habían optado por la muerte o el autocastigo, a falta de una vía fáctica para aliviar sus sufrimientos. ¿Soportaremos más sin la posibilidad del vínculo?

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ANEXO CONSENTIMIENTO INFORMADO Yo, ___________________________________________________, identificado con Cédula de Ciudadanía No._________________________ de ______________________ certifico que acepto participar voluntariamente en el estudio “Los pacientes afectivos frente a la práctica psiquiátrica en Bogotá”, trabajo para optar por el título de Magíster en Antropología Social de la Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia, realizado por la antropóloga María Angélica Ospina Martínez, identificada con Cédula de Ciudadanía No. 52.353.727 de Bogotá. Manifiesto estar de acuerdo en contestar sus entrevistas y en aportarle la información necesaria para hacer un relato sobre mi experiencia como paciente psiquiátrico. Accedo a que los relatos que yo decida sean grabados en audio. La investigadora me ha explicado suficientemente los riesgos y beneficios del estudio, así como sus objetivos y su metodología. También me ha informado que puedo consultar y discutir el informe final antes de que este se remita a instancias evaluadoras, así como en cualquier otro momento. Igualmente, tendré la seguridad de que toda la información que ofrezca será usada con fines estrictamente académicos y que será manejada con responsabilidad y confidencialidad. Por último, se me ha aclarado que puedo retirarme del estudio en cualquier momento si así lo decido, sin necesidad de dar justificaciones y sin que me implique consecuencias a ningún nivel. Lugar y fecha: ___________________________________________________________

____________________________________________________ Nombre de la persona que participa en el estudio

____________________________________________________ Firma y documento de identificación de la persona que participa en el estudio

____________________________________________________ María Angélica Ospina Martínez (Investigadora) C.C. 52.353.727 de Bogotá Antropóloga, Maestría en Antropología, Universidad de los Andes

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