Enemigos Intimos De El Mundo

  • November 2019
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Aquiles vs. Héctor En la “Ilíada” de Homero se narran los 10 años de asedio que sufrió la ciudad de Troya a cargo de los griegos comandados por el rey espartano Agamenón. Entre los expedicionarios sobresalía Aquiles, un despiadado paladín, cuasi inmortal al haber sido sumergido su cuerpo, a excepción del talón, en aguas bendecidas. Por su parte, Héctor estaba considerado el paradigma de la caballerosidad y asumió la responsabilidad de defender Troya frente a los invasores. Durante años ambas partes pugnaron por la victoria, incluso Aquiles llegó a pensar en abandonar la empresa por discrepancias con Agamenón. Pero un imprevisto cambió el signo de los acontecimientos cuando Patroclo – amigo íntimo de Aquiles– ciñó la armadura de éste para combatir con Héctor, el cual, imaginando que cruzaba la espada con su principal enemigo, acabó dando muerte al joven impetuoso. La noticia enfureció a Aquiles, quien retomó su participación en la guerra con la idea de vengar la muerte de su amado. Finalmente, acabó con la vida del hijo del rey Príamo, atando el cadáver a su carruaje y paseándolo ante las murallas de la ciudad sitiada. El propio héroe griego murió por una flecha disparada por Paris, que se clavó en su vulnerable talón.

David vs. Goliat Fue uno de los duelos más famosos de la antigüedad y, a tenor de las últimas averiguaciones arqueológicas hebreas, parece poseer ciertos tintes de verosimilitud histórica, al margen de las conocidas narraciones bíblicas. Hacia el siglo X a. de C., los filisteos pugnaban con los israelíes por el control territorial y político de la antigua Palestina. Las guerras “sangraban” las filas de unos y otros, y se decidió que dos de sus mejores campeones libraran un decisivo combate a muerte en el valle del Terebinto. Por parte filistea se ofreció Goliat, un valiente guerrero de formidable aspecto gracias a sus dos metros de altura y a las terribles armas que llevaba. Las circunstancias quisieron que de las filas judías se destacara David, un modesto pastor que sólo portaba como defensa un bastón y una honda con cinco proyectiles pétreos. El israelí acertó con precisión milimétrica en su primer disparo y el gigante cayó desplomado para luego ser decapitado por su pequeño enemigo. Los filisteos huyeron despavoridos. Con el tiempo, David consiguió suceder a Saúl, convirtiéndose en el segundo rey de Israel.

Leonidas vs. Jerjes Las guerras Médicas fueron posiblemente las más épicas del mundo antiguo. En ellas griegos y persas litigaron por el control de Asia Menor y aun por la supervivencia de la propia Grecia. En 480 a.C., un poderoso ejército persa dirigido por el rey Jerjes I invadió la península Helena. Nada parecía oponérsele. Sin embargo, la disciplina y brillantez del rey espartano Leónidas puso a prueba su mole bélica. Todo aconteció en las Termópilas, un pequeño paso entre las montañas y el mar de apenas 15 metros de ancho en el que, con poco más de 1.000 hombres, Leónidas supo aguantar varios días los envites del invasor. Jerjes, sobrecogido por la tenacidad de los griegos, les amenazó de muerte en caso de no rendirse, advirtiéndoles de que las flechas persas cubrirían los cielos haciendo blanco en sus cuerpos. Ante esto, los hoplitas respondieron: “Mejor, pues así lucharemos en las sombras”. Leónidas y los suyos murieron combatiendo hasta el último hombre. La gesta se propagó por toda Grecia, insuflando valentía al ejército heleno, el cual derrotó a los persas en grandes batallas como Salamina o Platea. En cuanto a Jerjes, regresó humillado a su país, donde murió a manos del jefe de su guardia personal.

Alejandro Magno vs. Parmenión Tras la muerte de Filipo de Macedonia, Alejandro no sólo heredó el reino de su padre, sino también la secular ansia de venganza contra Persia. En su expedición de conquista, le acompañaron 35.000 hombres y los mejores generales que habían ayudado a su progenitor en la reunificación griega. Uno de estos veteranos oficiales era Parmenión, quien viajaba junto a sus hijos. Pronto, todos se percataron de las verdaderas intenciones de Alejandro y, a pesar de los grandes éxitos sobre el rey persa Darío III, la prolongación de aquella aventura comenzó a desatar múltiples murmuraciones sobre la situación mental del Magno. Éste, desconfiado ante todo y acaso imbuido por un pretendido espíritu divino, vio en Parmenión la cabeza visible de una conspiración contra su persona y, aunque el veterano macedonio le fue leal en todo momento, eso no evitó que fuera ejecutado junto a su hijo Filotas. Años después moría el más grande conquistador de la Historia. Nunca sabremos los motivos que acabaron con su vida. Una teoría habla de unas fiebres contraídas en Babilonia, aunque la megalomanía del monarca sugiere una rebelión de oficiales, los cuales, hartos de tantos años de guerra prolongada, le habrían envenenado.

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Catón el Viejo vs. Escipión el Africano Catón, considerado padre de las Letras latinas, se convirtió en el primero que escribió en latín sólo para oponerse a los que hacían lo propio en griego. En el siglo II a.C., un romano era poco más que un bárbaro ante un griego. Catón llegó a ser el personaje más reaccionario de su época, llegando a odiar sistemáticamente a todos aquellos que se dejaban mecer por los dictados helenísticos. Entre estos últimos se encontraba el clan de los Escipiones, una familia de profunda raíz romana, aunque abierta a las influencias orientales. El mejor ejemplo de este linaje lo constituía Publio Cornelio, el llamado Africano, vencedor de Aníbal en la Segunda Guerra Púnica y héroe popular de Roma. No obstante, algunos puristas criticaron la permeabilidad hacia las modas griegas tanto de pensamiento como de estética. Catón, convertido en el dedo acusador, denunció el comportamiento de su enemigo íntimo reclamándole cuentas tras algunas campañas en Oriente. Escipión, a pesar de su posicionamiento social, vio llegar el descrédito a su vida hasta tener que abandonar sus cargos públicos para jubilarse forzosamente muriendo casi olvidado. En cuanto a Catón, jamás se le consiguió observar un solo signo de corrupción.

Viriato vs. Cepión Con frecuencia, las historias más gloriosas han sido teñidas por los miserables trazos de la infamia y la traición. En 150 a.C., Viriato consiguió escapar de una encerrona perpetrada por Galba, pretor de la provincia Ulterior hispana. En la emboscada murió casi todo el pueblo lusitano. No obstante, algunos consiguieron sortear peligros para, tres años más tarde, confiar al indomable guerrero el caudillaje de su tribu. Desde ese momento se desató una auténtica pesadilla sobre las tropas romanas acantonadas en la península Ibérica. Fueron ocho años en los que los guerrilleros derrotaron una y otra vez a las legiones hasta que, finalmente, el Senado romano aceptó el poder de su oponente nombrándole “amicus populi romani”. Al poco se rompieron los acuerdos y se encomendó al general Cepión que acabara con él. El “magister militum” resolvió el asunto sobornando a tres oficiales del líder tribal. Como ya sabemos, estos hombres cumplieron con su horrible traición, más Cepión no quiso, según una leyenda apócrifa, ejecutar su parte del trato espetando “Roma no paga traidores”. Sea como fuere, la potencia latina reprobó al ambicioso militar la manera de acabar con su enemigo y Viriato pasó a la Historia con honores propios de un carismático rey.

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Vercingétorix vs. Julio César La conquista romana de las Galias supuso la catapulta definitiva a la fama para Julio César como gran líder militar y político de la República. Entre 58 y 52 a.C., sus legiones mataron, esclavizaron y sometieron a tres millones de galos. Una gesta sin precedentes que quedó documentada gracias a las crónicas que César iba enviando al senado romano. Sin embargo, esta victoria incontestable encontró diversos obstáculos que casi sepultan el ansia de gloria del insigne general. El principal fue la rebeldía de Vercingétorix, un apuesto príncipe de la tribu de los arvernos, quien a la edad de 20 años fue proclamado rey de su pueblo y líder de la confederación de tribus galas que se enfrentó al poder invasor. Durante meses, los guerreros celtas hostigaron al enemigo practicando la estrategia de la tierra quemada y la táctica de guerrillas. Vercingétorix fortificó ciudades acantonando sus efectivos en ellas, asunto que provocó diversas segregaciones de las tropas romanas, las cuales sufrieron alguna derrota como la de Gergovia. Finalmente, el ingenio “cesariano” derrotó, tras el asedio de Alesia, a su obstinado oponente, que moriría ejecutado en las calles de Roma en 46 a.C. César sufriría parecida suerte dos años más tarde.

Cleopatra VII Philopator vs. Arsinoe IV El fin del periodo ptolemaico en Egipto estuvo cuajado por multitud de conflictos intestinos, que desembocaron en la anexión romana del país del Nilo. La célebre Cleopatra asumió el poder en 51 a. C, al fallecer su padre Ptolomeo XII, con la intención de fortalecer la independencia egipcia ante Roma. Todo lo contrario pensaban sus hermanos, Ptolomeo XIII y Arsinoe IV, más proclives a un acercamiento progresivo a la potencia latina. Pronto estalló el conflicto fratricida en la llamada guerra de Alejandría, donde Cleopatra recibió severas derrotas que le obligaron a un exilio en Siria. Sin embargo, regresó para aliarse con Julio César y enfrentarse a los ejércitos dirigidos por sus opositores, quienes, tras la muerte del joven Ptolomeo XIII, habían proclamado a Arsinoe faraona de Egipto. La contienda terminó con la derrota de los enemigos de Cleopatra y su derrocada hermana marchó, cautiva de César, a Roma para ser exhibida públicamente. En 41 a. C, Marco Antonio (nuevo amante de la Philopator) ordenó la ejecución de Arsinoe IV, atendiendo la petición de una complacida reina egipcia ya libre de molestas oponentes.

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Marco Antonio vs. Octavio Tras el asesinato de Julio César en 44 a.C., el destino de Roma parecía abocado a la confusión. No obstante, la llegada del Segundo Triunvirato integrado por Octavio, Marco Antonio y Lépido, calmó las aguas en espera de mejores signos. Por desgracia, Cleopatra –reina de Egipto– se cruzó en sus vidas, dando paso a una tensa separación entre el oeste, gobernado por Octavio, y el este, dirigido por Marco Antonio, convertido en amante de la astuta egipcia. Muchos criticaron al antiguo lugarteniente de Julio César su actitud irreverente hacia Roma. El propio Octavio ordenó la lectura pública del testamento elaborado por Marco Antonio, lo que escandalizó aún más a la opinión pública tras conocerse su interés por engrandecer Oriente en detrimento de Roma. Lo inevitable sucedió, y los otrora aliados se enzarzaron en una guerra por el control del Mediterráneo. El punto crítico llegó en la batalla de Actium en 31 a.C., con la derrota de Marco Antonio. En el combate, no sólo se zanjó el problema que planteaba quién sería el hombre más poderoso, sino que también se finiquitó de un plumazo el amor de Marco Antonio y Cleopatra. Octavio –vencedor de la contienda– se quedó con todo y al fin pudo fundar un Imperio.

Nerón vs. Petronio Durante el gobierno del emperador romano Nerón (37-68 d. C.) no faltaron escarmientos sanguinarios para aquéllos que disintieran con su forma autoritaria de conducir la nave imperial. El escritor Petronio – considerado “árbitro de la elegancia” por el gran Tácito– fue, en principio, uno de los muchos aduladores que sustentaron el ego del tirano. Sin embargo, su refinado buen gusto y su claro amor por la estética le condujeron a la militancia opositora ante los desmanes del Augusto con ínfulas de músico y poeta. En 66 d. C fue destapada una conjura que pretendía destronar al César, sin descartar el magnicidio. En la conspiración, liderada por Pisón, se encontraban intelectuales relevantes como Séneca, Lucano o el propio Petronio. Todos ellos fueron sentenciados a la pena capital, aunque antes de ser ejecutados prefirieron suicidarse. El célebre autor del “Satiricón” preparó una gran fiesta para todos sus amigos y, antes de cortar sus venas, acertó a escribir una carta en la que desvelaba vicios y defectos del emperador con frases lapidarias como ésta: “Puedo tolerar muchas cosas, pero jamás el mal gusto de tus versos”.

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Alarico vs. Honorio A lo largo de la Historia, no pocas civilizaciones han caído víctimas de la decadencia o de su propia arrogancia. A principios del siglo V, el Imperio Romano se encontraba fraccionado en dos mitades, con mandatarios ineptos que no supieron frenar el ímpetu de los pueblos bárbaros que golpeaban los muros de la otrora potencia latina. En 410 Alarico –monarca de los temibles visigodos– exigió a Honorio –emperador de Occidente– el pago de 1.814 kilos de oro por sus servicios de armas en una hipotética invasión de Oriente, que nunca llegó a producirse. La negativa imperial a desembolsar tal cantidad y la prepotencia esgrimida por el emperador romano dieron como resultado que el jefe bárbaro ordenara la toma y saqueo de Roma, que duró seis días con sus noches. En ese ataque fueron expoliados los mejores tesoros de la Ciudad eterna. Como se comprobaría más tarde, aquellos 1.814 kilos de elemento aurífero que el emperador se negó a entregar podrían ser considerados los más costosos de la Historia, ya que, a la postre, supusieron el principio del fin para todo un Imperio.

Sigerico vs. Ataúlfo Muy pocos de los 33 monarcas visigodos que gobernaron Hispania consiguieron acabar su reinado con éxito, puesto que la mayoría de ellos sufrieron asesinatos y traiciones de sus enemigos. En agosto de 415 d.C., el rey Ataúlfo se encontraba inspeccionando las cuadras de su palacio en Barcino (Barcelona), cuando un sirviente llamado Dubius le asestó por sorpresa varias puñaladas, acabando con su vida. Según parece, el regicidio se consumó a instancias de un sector de la nobleza goda, profundamente disconforme con las actuaciones del líder germano. El principal beneficiado por aquella violenta muerte fue Sigerico, quien ocupó el trono visigodo con ánimo de venganza hacia los seguidores de su oponente. En los siete días que duró su mandato, ordenó ejecutar a los seis hijos de Ataúlfo y humilló a Gala Placidia, mujer del rey y princesa romana de la que pensaba obtener inmensos beneficios por su rescate. Por fortuna para ella y para el resto de los godos, Walia –hermano de Ataúlfo– consiguió derrocar a Sigerico dándole el mismo fin que había tenido el primer jefe visigodo que puso pie en la península Ibérica, Ataúlfo.

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Leovigildo vs. Hermenegildo Leovigildo fue uno de los reyes godos de mayor prestigio, aunque su religión arriana le creó profundas discrepancias con su pueblo, que en su inmensa mayoría profesaba la fe católica. El mejor ejemplo de estas disputas lo constituye el enfrentamiento con su hijo predilecto, Hermenegildo. Todo aconteció en 581 d.C., cuando el príncipe abrazó la fe católica a instancias de su mujer Ingunda. Padre e hijo litigaron sentimental y militarmente sobre estas cuestiones durante cuatro sangrientos años en los que la guerra civil se adueñó del sur peninsular. Hermenegildo poco pudo hacer ante la maquinaria bélica de su padre. Tras comprobar cómo sus aliados suevos y bizantinos se desmarcaban del conflicto, no tuvo más remedio que rendirse en Córdoba ante su progenitor después de escuchar las sugerencias de su hermano Recaredo, futuro rey de los visigodos en Hispania y, paradójicamente, instaurador en 589 d.C. del catolicismo como religión oficial del reino toledano. Leovigildo despojó de todas sus riquezas y prebendas a su díscolo descendiente y le envió prisionero a Valencia, de donde escapó para ser capturado en Tarragona, siendo allí ejecutado por el conde godo Sisberto por orden de su propio padre.

Musa vs. Tariq En 711 d.C., diversos contingentes mahometanos de tribus bereberes bajo el mando de Musa ben Nusayr –gobernador norteafricano al servicio del califa Al-Walid– ocuparon militarmente la península Ibérica. Atravesaron el Estrecho de Gibraltar y vencieron a las huestes de Don Rodrigo en la célebre batalla de Guadalete, cerca de la localidad gaditana de Barbate. Tariq –el lugarteniente de Musa– cumplió con eficacia la tarea de someter los reductos visigodos que aún se oponían al invasor. Sin embargo, la incautación de la mesa del rey Salomón –uno de los grandes tesoros godos– estuvo a punto de poner en serio peligro la expansión musulmana por Hispania, y cuya presencia se prolongaría hasta 1492. Los otrora amigos protagonizaron un encendido debate sobre quién debía asumir los honores sobre la captura de tan importante pieza. Finalmente, ambos militares acabaron frente al califa de Damasco discutiendo la autoría de la hazaña, pero, en mitad de la discusión, Tariq mostró una pata de oro recubierta de piedras preciosas que encajó perfectamente en la fabulosa reliquia hebrea. Ante esto, el líder omeya no dudo en otorgar grandes prebendas al valiente general reprobando de inmediato la actuación engañosa del gobernador Musa. Como consecuencia de esta disputa, los dos artífices de la invasión de Al-Andalus no volvieron a tratarse nunca más.

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Enrique IV vs. Gregorio VII Durante el siglo XI tuvo lugar un agrio desencuentro entre el Vaticano y algunos de los representantes del poder político en Europa que pasó a la Historia con el nombre de “Contienda de las investiduras”. Sus principales protagonistas fueron el papa Gregorio VII y el emperador Enrique IV de Alemania, cabeza visible del Sacro Imperio Romano Germánico. El motivo de la querella no era otro sino dilucidar cuál de los dos estamentos –religioso o terreno– debía prevalecer ante el otro en el designio de los altos cargos eclesiásticos. En diciembre de 1075 el Sumo Pontífice exhortó –mediante documento– al monarca alemán a cesar en el nombramiento de obispos, amenazándole con la excomunión e incluso con la privación de su reino. La respuesta del germano fue tan rotunda como agresiva, proclamando la ilegalidad de Gregorio VII, al que tildó de “falso monje”. Mientras tanto, el monarca nombraba por su cuenta un nuevo pontífice en la figura de Clemente III. La disputa entre ambos llegó incluso a las armas. Roma quedó sembrada de cadáveres y con el Santo Padre exiliado en Salerno, donde falleció en 1085 sin apoyos.

Tomas Becket vs. Enrique II A mediados del siglo XII fue célebre en Inglaterra el enfrentamiento entre Enrique II y su otrora hombre de confianza, Toms Becket, arzobispo de Canterbury. La disputa surgió tras la firma de las Constituciones de Clarendon, en las que el rey asumía el control sobre los movimientos y las decisiones de la Iglesia Católica en el país. Por su parte, Becket defendiá los postulados independientes y ortodoxos de la reforma gregoriana, impulsada desde el Vaticano. El arzobispo mostró su encendida discrepancia con un autoexilio y posterior excomunión de todos aquellos afines a la orden monárquica. Finalmente, el 29 de diciembre de 1170 Toms Becket era asesinado en su catedral, a manos de cuatro caballeros, presuntamente enviados por el soberano. A partir de ese momento, el eclesiástico se convirtió en héroe y mártir de la causa católica y fue santificado años más tarde. Enrique II aceptó su error y peregrinó a instancias del Papa hasta el sepulcro de Becket, donde recibió publicamente varios latigazos por su participación moral en los hechos. En 1538 Enrique VIII reafirmó su cisma de Roma destruyendo la tumba del prelado.

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Saladino vs. Ricardo Corazón de León Estos héroes de la Tercera Cruzada en Tierra Santa pasaron a engrosar las crónicas más nobles de la Edad Media gracias a sus actos guerreros y amorosos. Ambos encarnaron para sus respectivas culturas los más altos ideales. Saladino fue el azote de la cristiandad arrebatando a los reinos cristianos de Oriente amplios territorios, incluida Jerusalén. Asimismo, humilló a los cruzados en batallas como la de Hattin, convirtiéndose en el hombre más carismático e influyente del islam. Por su parte, Ricardo I de Inglaterra se sumó junto a Felipe II de Francia y Federico I Barba Roja, a la santa Cruzada convocada por el papa Gregorio VIII, siendo el único que se plantó con sus ejércitos en la zona dispuesto a reconquistar terrenos en Palestina. Entre 1189 y 1192, Corazón de León y Saladino combatieron, se estudiaron y, según algunos, se amaron. Finalmente, parece que una tibia amistad surgió entre ellos, lo que facilitó un curioso acuerdo de paz por el que se decretaban cinco años de armisticio durante los cuales los peregrinos cristianos que visitaran los santos lugares serían respetados. Saladino falleció al poco, víctima de una enfermedad, y Corazón de León moriría combatiendo en la Bretaña francesa en 1199.

Simón de Montfort vs. Pedro II de Aragón Uno de los capítulos más cruentos del siglo XIII se inició cuando, en 1209, el papa Inocencio III ordenó la cruzada contra los albigenses o cátaros, una facción disonante del cristianismo oficial cuyos integrantes moraban en su mayoría en la comarca del Languedoc francés. El encargado de acabar con aquella herejía fue el caballero Simón de Montfort, hombre valeroso que se enfrentó al rey aragonés Pedro II, defensor de aquellos territorios bajo su corona. Las duras negociaciones sostenidas por los dos notables culminaron en enero de 1211 con la entrega de Jaime, hijo primogénito de Pedro II y de sólo 3 años de edad, bajo promesa de un futuro enlace matrimonial entre el muchacho y la hija del guerrero anglonormando. A pesar de ello, la paz se rompió y, dos años más tarde, el honesto monarca de Aragón falleció defendiendo a sus vasallos ultrapirenaicos en la batalla de Muret. Tras este hecho, el pontífice intercedió para que el futuro Jaime I el Conquistador fuera devuelto a su país natal, convirtiéndose en uno de los reyes más influyentes de su época.

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Alfonso X vs. Sancho IV Uno de los principales conflictos dinásticos del siglo XIII español se dio en la corte de Castilla y León entre el rey Alfonso X y su segundo filogenético, Sancho. La disputa sucesoria se originó después de la muerte del primogénito real Fernando, ocurrida en 1275. Este hecho dividió a la aristocracia en dos bandos antagonistas que reflejaban la difícil situación interna del reino. Por un lado, los Lara, garantes de la tesis esgrimida por el monarca Sabio, el cual se decantó por la opción al trono de sus nietos mayores –conocidos como infantes de La Cerda– en detrimento de su segundo vástago, que era apoyado por la poderosa casa de Haro. El litigio se prolongó varios años, hasta que, finalmente, los correligionarios del futuro Sancho IV “el Bravo” impusieron su postura ante los oponentes. El propio Alfonso X marchó al exilio sevillano maldiciendo a su hijo, quien, por cierto, no destronó a su padre respetándole hasta su muerte en 1284. El 30 de abril de ese mismo año el tenaz Sancho se coronaba como rey de Castilla y de León en Toledo junto a su esposa María de Molina.

Felipe IV el Hermoso vs. Bonifacio VIII Durante el transcurso de la Edad Media europea fueron célebres las disputas entre el Papado y los diferentes reinos que integraban la cristiandad. En el caso de Francia, su monarca, Felipe IV el Hermoso (1285-1314) se obstinó en no seguir rindiendo tributo a los Estados pontificios y en consecuencia ordenó diferentes medidas, como evitar la salida del país de oro y plata o el pago de impuestos directos de la iglesia francesa al Papado. Por su parte, el pontífice Bonifacio VIII (1294-1303) reaccionó de forma enérgica con bulas como “Unam sanctam” (1302), en la que se reivindicaba el poder supremo de los papas sobre los reyes terrenos. La réplica del soberano galo no tardó en llegar, enviando a Roma a su lugarteniente Guillermo de Nogaret. Éste, al frente de una numerosa hueste, tomó al asalto los palacios vaticanos, capturando por unas horas al atónito Papa. Bonifacio VIII murió pocos días después, según algunos, a causa de la humillación sufrida en aquel lance histórico. Este capítulo fue la piedra de toque para el futuro traslado de los papas a la localidad francesa de Aviñón.

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Andrónico II vs. Roger de Flor En 1304 la situación para el imperio bizantino era sumamente delicada al estar amenazado por la sublime puerta otomana. Dicha gravedad motivó que el emperador Andrónico II solicitara ayuda a la corona de Aragón. Desde allí partió una fuerza de choque, compuesta por 4.000 infantes y 1.500 jinetes. El ejército estaba comandado por Roger de Flor, un bravo mercenario reconvertido ahora en capitán general de las compañías almogávares. Los aragoneses protagonizaron en Grecia violentas batallas que hicieron retroceder la amenaza turca. En agradecimiento a la valiosa actuación del líder almogávar, Andrónico le concedió los títulos de megaduque y César de Oriente. Sin embargo, los recelos anidaron en el alma del trémulo gobernante, el cual, de forma injustificada, comenzó a temer por su trono y más aún por su vida, a manos del influyente guerrero. El 5 de abril de 1305, Roger de Flor y 130 de sus oficiales fueron asesinados a traición por aquéllos a los que con tanto acierto habían socorrido. La reacción de los ofendidos aragoneses supervivientes no se hizo esperar y arrasaron despiadadamente los territorios griegos, en lo que se llamó: “venganza catalana”.

Jacques de Molay vs. Clemente V En el año 1307, el papa Clemente V a instancias de su protector –el monarca francés Felipe IV el Hermoso– daba su consentimiento para la detención de los mandatarios más significados de la Orden del Temple con su gran maestre, Jacques de Molay, a la cabeza. En 1312 esta hermandad de monjes guerreros era disuelta por mandato expreso del Sumo Pontífice. Dos años más tarde, el propio De Molay, después de haber sufrido horribles torturas, era condenado a morir en la hoguera bajo severas acusaciones de herejía, apostasía y satanismo. El acontecimiento tuvo lugar en París el 19 de marzo de 1314, pero antes de su ejecución el prisionero profirió una maldición. En ella aseguraba que aquéllos que le habían condenado de un modo tan injusto le seguirían en su suerte antes de cumplirse un año desde su fallecimiento. Desconocemos si el último jefe templario tuvo una premonición o no, pero lo cierto es que Clemente V murió un mes más tarde de su amenaza, y el fatídico monarca Felipe IV hizo lo propio en el mes de octubre de ese mismo año. Sin embargo, casi todos los testigos aseguraron que ambos personajes fallecieron por causas naturales, y no por las palabras de Jacques de Molay.

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Guillermo Tell vs. Hermann Gessler Este célebre enfrentamiento se encuentra teñido por los tintes legendarios que precedieron la independencia de Suiza, acontecida a finales del siglo XV. Según se cuenta, Guillermo Tell era un modesto ballestero que vivía en el cantón helvético de Uri. En dicho lugar ejercía su poder el gobernador Hermann Gessler. Éste, con el ánimo de sojuzgar a los suizos, les sometió a innumerables humillaciones. Una de ellas consistía en inclinarse ante un sombrero colocado en la plaza pública de Altdorf (capital de Uri) y que representaba el poder de los Habsburgo en la zona. Tell se negó a realizar el saludo y por ello fue condenado a disparar una flecha contra una manzana situada en la cabeza de su hijo, Gualterio. El impacto fue certero, lo que no impidió decir al héroe suizo que, en caso de haber fallado, el siguiente dardo hubiese sido para matar al tirano. Éste, enojado, ordenó apresarle. Pero Tell logró escapar y mató al odioso gobernador en una emboscada. Este episodio supuso un aldabonazo vital en las luchas helvéticas por su independencia del poder imperial austriaco.

Fernando IV vs. Hermanos Carvajal El rey castellano leonés Fernando IV (1285-1312) tuvo que asumir el cetro de un reino cuajado de insidias y ataques externos sin descuidar las acciones de reconquista. Precisamente, durante una de estas campañas, su carácter altivo le hizo condenar a muerte a Juan y Pedro Alfonso de Carvajal –dos caballeros de la Orden de Calatrava y naturales de Martos (Jaén)–, quienes al parecer habían asesinado a traición a Juan Alfonso de Benavides, lugarteniente del monarca. Éste, con la intención de dar un escarmiento público, ordenó una ejecución inmediata, pese a las reiteradas proclamas de inocencia de los hermanos Carvajal. Pero nada impidió que se cumpliese su voluntad y los reos fueron despeñados tras haber sido horriblemente mutilados. Cuenta la leyenda que, antes de morir, los infortunados emplazaron al rey para que acudiera a una corte infernal en el plazo de 30 días. Lo curioso es que, justo un mes después, Fernando IV falleció víctima de una trombosis. Como es obvio, el sentir popular quiso que desde entonces llevara por sobrenombre “el Emplazado”.

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Pedro I el Cruel vs. Enrique II de Trastámara Durante el siglo XIV, la península Ibérica se vio inmersa en múltiples avatares de toda índole. La reconquista cristiana de Hispania quedó paralizada por pestes, crisis económicas y, principalmente, una guerra Civil por el control del reino castellano. En el periodo 1356-1369, Pedro I “el Cruel” –rey legítimo de Castilla– se enfrentó al aspirante Enrique de Trastámara, hermano bastardo habido de la relación entre su padre Alfonso XI con doña Leonor de Guzmán. El punto álgido para el conflicto fratricida llegó en 1364, cuando Aragón y Castilla entraron de lleno en la guerra de los Cien Años gracias a las respectivas ayudas que los reinos peninsulares efectuaron a Francia e Inglaterra. Durante cinco años, se sucedieron batallas decisivas ganadas por el rey Pedro, verbigracia Nájera. El odio entre los hermanastros fue incrementándose y al fin, tras el combate de Montiel en 1369, los intereses de los Trastámara se vieron beneficiados con la propia muerte del monarca castellano. Según se dice, Pedro I solicitó parlamentar con su enemigo desde su refugio en el castillo de Montiel. Enrique accedió y con la complicidad de su aliado Bertrand de Du Guesclin, concertó una reunión engañosa donde cometió el terrible regicidio.

Enrique de Bolingbroke vs. Ricardo II de Inglaterra Cuando Ricardo II (1367-1400) ocupó el trono de Inglaterra apenas contaba 10 años de edad, por lo que su parentela no tardó en enzarzarse en disputas que dirimieran quién dirigiría los destinos del reino. Los más notables de dichos familiares eran sus tíos Juan de Gante, duque de Lancaster, y Tomás de Woodstock, duque de Gloucester. Finalmente, el joven soberano alcanzó su mayoría de edad sin haber demostrado la más mínima competencia, intentando, eso sí, acumular más poder del que podía controlar, con lo que terminó por agraviar a sus pretendidos protectores. Algunos dedujeron que fue el propio Ricardo II quien había maquinado la muerte de su tío, el duque de Gloucester, para luego ordenar, sin oposición, el injusto destierro de su primo Enrique de Bolingbroke, hijo de su otro tío, el duque de Lancaster. La venganza de Bolingbroke se concretó en 1399, cuando regresó a Inglaterra al frente de un ejército pagado de sus arcas con el objetivo de destronar al débil Ricardo. Al cabo de un año, éste moriría asesinado, mientras que su primo se coronaba bajo el nombre de Enrique IV.

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Enrique IV de Inglaterra vs. Owain Glyndwr de Gales Al ocupar el trono en 1399, el rey inglés Enrique IV de Lancaster tuvo que enfrentarse a fuertes disensiones internas, protagonizadas por la nobleza desafecta a su causa. Asimismo, el País de Gales aprovechó dicha circunstancia para levantarse, una vez más, y reivindicar su pretendida independencia. El elegido para encabezar esta rebelión fue el líder guerrero Owain Glyndwr, quien se levantó contra los ingleses el 16 de septiembre de 1400, con una suerte de éxitos iniciales apoyados por Francia. El conflicto se prolongó durante 12 años, en los que los guerrilleros galeses –apodados popularmente “los muchachos de Owain”– pusieron en jaque al bien pertrechado ejército inglés. Finalmente, la escasez de efectivos y la retirada francesa del escenario bélico provocaron la derrota del proclamado Owain IV de Gales. No obstante, este personaje considerado “padre de la patria galesa” nunca fue capturado por su enemigo y, desde 1412, se perdió su pista, cubierta por la bruma del misticismo y la leyenda, asuntos que fueron ensalzados por el dramaturgo William Shakespeare en su obra “Enrique IV”.

Carlos de Orleáns vs. Juan de Borgoña Durante la Guerra de los Cien Años (1337-1453) que enfrentó a Francia e Inglaterra se produjeron fuertes disensiones internas en el campo galo. Acaso, la principal querella se dio entre las casas de Armañac y Borgoña, las cuales se disputaban ejercer influencia sobre el monarca. En 1407 Juan I, duque de Borgoña –llamado popularmente Juan “Sin Miedo” por su valor en combate– ordenó el asesinato de su rival Luis, jefe de los Armañac y representante de la familia Orleáns. Carlos, hijo del asesinado, juró vengar la muerte de su progenitor, y el odio entre ambas facciones se crispó de tal manera que fue imposible reconciliarles para que detuvieran la invasión de Francia, dirigida por el monarca británico Enrique V. Después del desastre franco en la batalla de Agincourt (1415), Carlos de Orleáns fue capturado y enviado preso a Inglaterra, donde perpetró un plan de venganza contra su enemigo borgoñés. Juan “Sin Miedo” fue asesinado en 1419 en el puente de Montereau, cercano a París, lo que desató mayor zozobra en aquel escenario teñido por los rigores de un conflicto agotador para la causa francesa.

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Enrique V vs. Carlos VI Uno de los trances más dolorosos de la historia europea fue la agotadora guerra de los Cien años (13371453), protagonizada esencialmente por ingleses y franceses. Dicha contienda quedó jalonada de renombrados sucesos dinásticos y de batallas sangrientas, como la de Azincourt, celebrada el 25 de octubre de 1415, con victoria aplastante para las tropas del rey inglés Enrique V. Éste avanzó desde entonces sin oposición ante la impávida desolación de su enemigo, el rey francés Carlos VI, hombre atormentado por continuos episodios de enajenación mental, lo que le procuró el apelativo de El Loco. Ambos gobernantes se profesaban un odio mutuo, pero la conquista de París, en 1420, a cargo de los ingleses, no dejó más opción al monarca galo –dada su debilidad manifiesta– que aceptar, mediante el tratado de Troyes, los derechos de Enrique V y sus herederos a ocupar el trono de Francia en detrimento de su propio linaje. Sin embargo, nada de esto se pudo consumar, pues en 1422 fallecieron, en un corto periodo de tiempo, los dos soberanos, dejando a Francia abonada a un cruel conflicto civil.

Isabel la Católica vs. Juana la Beltraneja Después del fallecimiento en 1474 del rey castellano Enrique IV de Trastámara, se plantearon numerosas incógnitas sobre quién debía asumir el trono del reino. Por un lado se encontraba su carismática hermana Isabel y por otro estaba su hija Juana, llamada la Beltraneja al entenderse que era el fruto adúltero de las relaciones mantenidas entre doña Juana de Portugal, mujer de Enrique IV, con Beltrán de la Cueva, valido del soberano hispano. Durante cinco años, ambas facciones pugnaron por el poder: Isabel estaba apoyada por su marido, el rey Fernando II de Aragón, mientras que Juana recibía la alianza de Alfonso V, rey de Portugal, quien aportaba tropas y recursos económicos. Finalmente, la situación bélica terminó decantándose por el bando isabelino con una clamorosa victoria en la decisiva batalla de Albuera, en 1479. El triunfo consolidó a la Católica como reina de Castilla, dejando a Juana recluida de por vida en el convento de Santa Clara de Coimbra, donde falleció en 1530, 26 años después de que lo hiciera su máxima oponente.

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Boabdil, el Chico vs. Muhamad, el Zagal La guerra de Granada (1482-1492) se vio envuelta por múltiples e importantes sucesos protagonizados por los bandos cristiano y musulmán. Precisamente, en éste último, la contienda civil hizo acto de presencia cuando las facciones del gobernante granadino Muley Hacén y las de su hijo Boabdil, “el Chico”, chocaron por la forma de plantear la resistencia ante el imparable avance cristiano. El dirigente nazarí depositó el mando de su ejército en su hermano Muhammad, conocido por sus enemigos con el sobrenombre de “el Zagal”. Éste se convirtió en un tenaz opositor a Boabdil, con lo que los ejércitos sarracenos se desgastaron en combates sangrientos y, a la postre, inútiles, que finalmente beneficiaron a las tropas de los reyes Isabel y Fernando. El Zagal fue derrotado por las armas de Boabdil, quien se refugió en la ciudad de Granada dispuesto a resistir hasta las últimas consecuencias. Sin embargo, la diplomacia y las promesas de respeto hacia los suyos formuladas por los cristianos, consiguieron su rendición el 2 de enero de 1492. Era el fin de la presencia musulmana en la recién nacida España.

Julio II vs. Alejandro VI El 11 de agosto de 1492, el valenciano Rodrigo Borja era designado Papa con el nombre de Alejandro VI. Aunque al parecer la elección fue unánime, existieron algunos cardenales discrepantes, que a partir de entonces, y dada la costumbre de la época, comenzaron a tejer la urdimbre de la conspiración contra el flamante heredero de San Pedro. Uno de los disconformes fue el cardenal Giuliano Della Rovere, personaje proclive a los intereses franceses en Italia, justo lo contrario que defendía el Papa español, que se halla más centrado en la expansión de los estados pontificios y en la alianza con el reino de Nápoles bajo influencia española. El 18 de agosto de 1503 el carismático papa Borgia fallecía después de una terrible agonía, acaso provocada por un veneno suministrado por sus enemigos. Nunca sabremos si Della Rovere tuvo que ver en esta presunta conjura, pero lo cierto es que tras el breve reinado de Pío III, él mismo asumió el papado con el nombre de Julio II. Desde ese momento, una de sus principales prioridades fue difamar sin escrúpulos de ningún tipo la memoria de su antecesor en el Vaticano.

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Cristóbal Colón vs. Juan de la Cosa Durante los cuatro viajes que capitaneó Cristóbal Colón hacia el Nuevo Mundo no faltaron encendidas disputas con gobernadores, caballeros o cartógrafos, como el cántabro Juan de la Cosa. Éste aportó a la primera expedición colombina una nao llamada “La Gallega”, luego rebautizada como “Santa María”, y que sirvió de nave capitana en aquella inmortal travesía hacia las Indias. El 25 de diciembre de 1492 el buque se fue a pique frente a las costas haitianas en extrañas circunstancias. Con sus restos se construyó el Fuerte Navidad, primer asentamiento español en América. No obstante, a Colón no le tembló el pulso a la hora de culpar del hundimiento a De la Cosa, lo que agrió ostensiblemente su relación personal. El litigio llegó a la corte española. Allí, el célebre autor de los primigenios mapas americanos fue absuelto de la acusación, gracias a una complacida Isabel la Católica quien, además, reparó los gastos que el cosmógrafo había sufrido en la expedición. Ignoramos cómo le sentó esta decisión al soberbio almirante de la Mar Océana, aunque sospechamos que no le debió agradar en exceso.

Jerónimo de Savonarola vs. Francisco de la Apulia En 1494 Francia invadió la península italiana con el pretexto de reivindicar en la figura de su rey Carlos VIII el trono de Nápoles. Esta circunstancia fue aprovechada por Jerónimo de Savonarola, un fanático agitador dominico, para expulsar de Florencia, mediante revuelta popular, a la por entonces odiada familia Medici. El fraile instauró en la ciudad Toscana una dictadura teocrática que sumió en la oscuridad a la otrora luminosa urbe renacentista. Frente a él se posicionó la iglesia oficial, y durante años hubo reiterados cruces de insultos e improperios proferidos por Savonarola, quien alardeaba en sus predicaciones multitudinarias de ser profeta de Dios y defensor del fuego purificador para erradicar el pecado de la Tierra. Precisamente, en este último detalle se fijó el clérigo franciscano Francisco de la Apulia. Éste retó al dictador religioso a comparecer juntos ante sendas hogueras, con la intención de averiguar a quién concedía el Ser Supremo la razón en aquella contienda. Savonarola rehusó el duelo de las llamas, siendo detenido poco después para ser juzgado y ejecutado ante el alivio de aquéllos que habían sufrido su inclemencia.

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Cristóbal Colón vs. Nicolás de Ovando Al descubridor oficial de América le cupieron diversos honores por la hazaña realizada. Su gesta, sólo comparable a la conquista de Siberia o a la llegada del hombre a la Luna, se vio, sin embargo, teñida por la rivalidad o la envidia de los que le siguieron en tan digna empresa. En el caso de Nicolás de Ovando, tercer gobernador de las Indias y hombre de máxima confianza de los Reyes Católicos, nadie sabe cómo se inició su odio hacia el almirante de la mar océana. En una ocasión, Colón advirtió a su oponente que la flota dispuesta para partir hacia España, en 1502, estaba en riesgo de sufrir las inclemencias de un huracán. Ovando hizo caso omiso y ordenó zarpar a los buques en los que viajaba Francisco de Bobadilla, anterior gobernador y enemigo atroz de don Cristóbal. El pronóstico se cumplió y la flota se fue a pique sin supervivientes. Asimismo, durante el cuarto viaje colombino, la situación se complicó quedando la pequeña escuadra de Colón varada en Jamaica y en condiciones lamentables. Incomprensiblemente, Ovando demoró el envío de pertrechos nada menos que siete meses. No hay duda que en muchas ocasiones lo personal se antepone al empeño común y, la colonización de América no fue, por desgracia, una excepción.

Núñez de Balboa vs. Gaspar de Espinosa La conquista de América nos ofreció grandes hitos históricos, como el descubrimiento oficial del océano Pacífico –el 26 de septiembre de 1513– a cargo del extremeño Vasco Núñez de Balboa. No obstante, la azarosa vida del adelantado de los mares del Sur le impidió mayores glorias y le ocasionó numerosos enemigos. Entre ellos, Gaspar de Espinosa, un sevillano que asumió la alcaldía de Santa María de la Antigua, en Panamá, cuando Balboa preparaba una expedición rumbo a los territorios ignotos del Perú. Por su parte, Espinosa demostró una actitud sanguinaria con los indios, masacrando numerosos poblados. Se trataba de los mismos indígenas que anteriormente habían aceptado, gracias a la diplomacia de Balboa, permanecer leales a la corona española a cambio de respeto para sus tierras. Este vergonzoso episodio desató un enfrentamiento abierto entre los dos españoles. Finalmente, Espinosa tejió en torno a Balboa una engañosa trama “conspiranoica” que dio con los huesos del descubridor en el cadalso, donde fue ahorcado y decapitado el 21 de enero de 1517.

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Francisco Pizarro vs. Diego de Almagro La conquista de América es fuente de historias asombrosas. Desde el siglo XVI, las narraciones sobre un inmenso y rico imperio en el sur del continente encendían sueños de poder en las tabernas de Panamá, donde se encontraban los más arriesgados aventureros. Dos de éstos eran el extremeño Pizarro y el manchego Almagro, quienes, en compañía del clérigo Hernando de Luque, planificaron varias expediciones a los territorios incaicos. Tras algunos fracasos, la empresa culminó con éxito, si bien las capitulaciones concertadas por Pizarro con el rey Carlos I no fueron aceptadas por el resto al entender que beneficiaban al de Trujillo. Finalmente los otrora amigos acabaron a mandobles y arcabuzazos por la gobernación del Perú, protagonizando la primera guerra civil española en el nuevo mundo, cuyo punto álgido fue la batalla de las Salinas de 1538, con la derrota de las tropas almagristas y la muerte de su líder. Tras esto, dos confrontaciones más salpicaron de sangre hispana y nativa el albor de uno de los episodios más apasionantes que vieron los tiempos. El propio Pizarro también fue víctima de esta guerra cuando, en 1541, fue asesinado por los hombres de Almagro “el Mozo”, hijo mestizo de su enemigo íntimo.

Juan Calvino vs. Miguel Servet Durante el siglo XVI se produjeron diferentes cismas en el seno del cristianismo. Estos desembocaron en crueles y singulares enfrentamientos protagonizados por líderes de las nuevas iglesias y defensores de postulados religiosos más heterodoxos. En el caso del aragonés Miguel Servet, su particular duelo con Calvino trascendió más que su imprescindible descubrimiento sobre la circulación sanguínea pulmonar. Lo cierto es que, durante años, ambos mantuvieron una difícil relación epistolar que acabó cuando el intransigente preboste social declaró al español enemigo público de la fe. A pesar de la advertencia, Servet llevó su osadía a la ciudad suiza de Ginebra y, mientras presenciaba disfrazado una homilía del dictador religioso, le descubrieron entre la multitud. Más tarde fue sometido a un juicio sumarísimo en el que se le negó abogado defensor. La sentencia se dictó casi de inmediato, siendo conducido el 27 de octubre de 1553 a Champel, donde se celebró su ejecución mediante la pena de ser quemado en la hoguera. Utilizaron leña verde para que la agonía fuera más lenta.

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Enrique VIII vs. Tomás Moro El divorcio entre el monarca inglés Enrique VIII (1491-1547) y su esposa, Catalina de Aragón, provocó además de la ruptura de Inglaterra con la iglesia católica, una grave convulsión político religiosa. Acaso la principal discrepancia a dicha actuación estuvo protagonizada por el insigne pensador Tomás Moro. Después de renunciar al cargo de vicecanciller, este humanista –autor de la famosa obra “Utopía”– se negó a jurar fidelidad al rey en su condición de cabeza visible de la flamante iglesia anglicana. La reacción de Enrique VIII contra su otrora leal amigo fue desmedida y, en 1534, se ordenaba el internamiento de Tomás Moro en la torre de Londres, donde fue sometido a toda suerte de presiones psicológicas con la intención de reconducirle en sus posicionamientos ideológico y religioso. Sin embargo, la firmeza moral del intelectual británico le impidió aceptar el capricho de su señor, lo que finalmente le condujo a un juicio sumarísimo, en el que fue acusado de alta traición a la corona. Fue decapitado el 6 de julio de 1535. En el año 2000, Santo Tomás Moro fue declarado por el papa Juan Pablo II patrono de los gobernantes y políticos.

Cabeza de Vaca vs. Martínez de Irala El 15 de agosto de 1537 se fundaba el fuerte de La Asunción, enclave que daría paso a la futura capital de Paraguay. Poco después, el asentamiento contaba con unos 600 colonos, los cuales –a la espera de un gobernador llegado desde la metrópoli– eligieron de forma provisional en ese puesto a Domingo Martínez de Irala, hombre ambicioso y obsesionado por encontrar los supuestos tesoros indios albergados en la sierra de la Plata. Pero en marzo de 1542, apareció en La Asunción Álvar Núñez Cabeza de Vaca, ostentado el flamante cargo de gobernador que le había concedido la corona española. Pronto surgieron las fricciones entre ambos dirigentes. El autor de “Naufragios” y aventurero por excelencia no era hombre de vocación política como su enemigo, así que Cabeza de Vaca no tardó en caer en las redes de una conjura urdida contra su persona por el círculo próximo a Martínez de Irala. Éste hizo circular toda suerte de calumnias sobre el gobernador hasta conseguir encarcelarle para, más tarde, enviarlo a España cubierto de grilletes. Sin embargo, el asunto no restaría un ápice de fama a Cabeza de Vaca, paradigma de la exploración americana.

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María Tudor vs. Isabel I La histórica obsesión de los monarcas por asegurar sus linajes ha sido constante semillero de controversias, conjuras y guerras. En el caso de Inglaterra, Enrique VIII no dudó en contraer seis matrimonios, separarse de la Iglesia católica para fundar una propia y ajusticiar arbitrariamente a alguna de sus cónyuges con tal de hacer prevalecer sus deseos. De estos matrimonios nacieron varios hijos, pero las dos mayores, María e Isabel, fueron declaradas bastardas por su condición de féminas. Más tarde, reconciliadas con el padre, se enfrentaron entre sí por causas personales y religiosas. María –hija de la española Catalina de Aragón y católica convencida– obtuvo la corona en 1553 dispuesta a devolver a Inglaterra al catolicismo llegando a encarcelar a su hermanastra Isabel, hija de Ana Bolena y anglicana hasta la médula. No obstante, la inteligencia y pericia de la futura reina Isabel I la ayudaron decisivamente a proclamar desde su cautiverio en la Torre de Londres lealtad “entre dientes” a la reina. Este gesto salvó su cabeza y, en 1558, pudo coronarse tras el fallecimiento de la mujer a la que tanto había odiado.

Isabel I vs. Felipe II En ocasiones, la Historia universal se ha movido bajo el caprichoso dictado de las circunstancias más insospechadas. En el siglo XVI, la emergente Inglaterra pugnaba con la poderosa España por el control e influencia sobre el contexto político internacional. Pero estas dos potencias enemigas estuvieron a punto de ser aliadas. En 1558, Isabel, hija de Enrique VIII y Ana Bolena, ocupaba el trono inglés con el sueño de entroncar su linaje con el de Felipe II de España. Según se dice, la Tudor estaba secretamente enamorada del Austria. Sin embargo, la noticia de una posible malformación genital de la reina virgen llegó a oídos del español, quien desestimó el hipotético enlace. Desde ese momento, Isabel I desarrolló una fatal inquina personal contra su otrora amado y, en su venganza, resucitó el anglicanismo de su padre persiguiendo a los católicos, y llegando a ejecutar a su propia prima María Estuardo en 1587. La reacción de los españoles no se hizo esperar enviando a la Armada Invencible para invadir Gran Bretaña. Los resultados catastróficos de aquella expedición son de sobra conocidos. Pero lo cierto es que nunca sabremos qué habría sido de la historia europea si las partes pudendas de esta monarca no hubiesen estado tan afectadas.

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Lope de Aguirre vs. Pedro de Ursúa En 1559 el virrey de Perú, Antonio Hurtado de Mendoza, organizó la enésima expedición a El Dorado. Se trataba de un mítico reino enclavado, supuestamente, en la intrincada amazonía y donde los indígenas aseguraban que existía oro suficiente para colmar la ambición de cualquier emperador. En la aventura, que debía remontar el río Marañón, se enrolaron diversos buscadores de fortuna, bajo el mando de Pedro de Ursúa, más interesado en su amante, Inés de Atienza, que en la obtención de tesoros. Por su forma de dirigir la empresa se situaron, de inmediato, frente a él muchos descontentos, liderados por un modesto sargento llamado Lope de Aguirre. Éste envidiaba hasta tal punto a su capitán que, el 1 de enero de 1560, lo mandó asesinar para asumir el mando de los denominados desde entonces “marañones”. Éstos, víctimas del terror infundido por aquel psicópata, no dudaron en seguirle en una sangrienta correría que, como es obvio, acabó en tragedia con la muerte –en octubre de 1561– del enajenado caudillo que pretendía proclamar la independencia del Perú ante España.

Juan de Austria vs. Alí Bajá La batalla de Lepanto, librada el 7 de octubre de 1571 entre las escuadras cristiana y otomana, no fue tan determinante como algunos creyeron ver, aunque frenó el ímpetu, hasta entonces imparable, de los turcos. Uno de los participantes en aquel combate de gloria para la marina española fue Miguel de Cervantes, quien dijo haber vivido en ese día “la mayor ocasión que vieron los siglos”. Los almirantes Juan de Austria y Alí Bajá se enfrentaron con la convicción de vivir un momento decisivo para la Historia. El choque de sus naves capitanas “Real” y “Sultana”, y la feroz refriega que surgió del envite así lo atestiguan. Durante varias horas la incertidumbre se apoderó del escenario, pero la tenacidad de los Tercios españoles acabó doblegando la resistencia musulmana y el propio Alí Bajá fue derribado por siete impactos de arcabuz tras luchar con heroísmo hasta el final. Un soldado marbellí, llamado Andrés Becerra, se adueñó en rápida maniobra del estandarte de guerra turco y un galeote cortó la cabeza de Alí Bajá mostrándosela a don Juan, quien horrorizado por la escena, ordenó arrojarla al mar.

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Antonio Pérez vs. Felipe II Durante el siglo XVI, el fulgor del imperio español no quedó exento de variadas disensiones internas, acompañadas además de severos conatos conspiranoicos. En aquel tiempo, dos facciones se disputaban ejercer influencia sobre el monarca Felipe II. Por un lado, el bando conservador, liderado por el duque de Alba y don Juan de Austria. Por el otro, el liberal, cuyos representantes más destacados eran don Ruy Gómez de Silva –príncipe de Éboli– y Antonio Pérez, a la sazón, secretario de Estado del prudente soberano español. En 1578 las fricciones entre ambos partidos alcanzaron un momento álgido cuando Juan de Escobedo, secretario de Juan de Austria, fue asesinado en Madrid víctima de una conjura urdida por Antonio Pérez. Durante varios años, el homicidio fue causa de agrias discusiones acerca de quiénes se encontraban detrás de la autoría moral del suceso. Finalmente, en 1590 el alterado político liberal confesó su implicación en la muerte de Escobedo, eso sí, después de haber recibido tormento. No obstante, Pérez logró huir, primero a Francia y después a Inglaterra. Desde estos dos países colaboró en la construcción de la terrible leyenda negra que cayó sobre su odiado Felipe II.

Giordano Bruno vs. Clemente VIII A finales del siglo XVI se desató un agrio debate científico religioso, protagonizado por el filósofo italiano Giordano Bruno. Este antiguo dominico defendía el heliocentrismo dentro de un universo infinito y habitado por otros mundos inteligentes, bajo el omnímodo poder de Dios, afirmando que el Ser Supremo formaba parte de todas las cosas en contraposición a las posturas oficiales sostenidas por la Iglesia. En 1592, tras un periplo por Europa que le llevó a enfrentarse con los calvinistas o a impartir magisterio en la universidad británica de Oxford, fue detenido en Venecia para ser internado durante ocho años en las prisiones vaticanas. Durante ese tiempo estuvo sometido a rigurosos interrogatorios por orden del Papa Clemente VIII, quien finalmente decidió que el proceso pasase a los tribunales seglares, donde Bruno fue condenado a muerte por hereje y apóstata. Según se dice, nada más escuchar el veredicto fatal, el reo exclamó: “Tal vez dictáis contra mí una sentencia con mayor temor del que tengo yo al recibirla”. El 17 de febrero de 1600, en la plaza romana de Campo dei Fiori, el indómito librepensador fue quemado en la hoguera.

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Johannes Kepler vs. Tycho Brake Finalizando el siglo XVI, el danés Tycho Brake era uno de los astrónomos más prestigiosos del momento, tras estudiar unas 700 estrellas y haber elaborado su particular teoría sobre la elipsis planetaria en torno al Sol. Corría el año 1600 cuando contrató al alemán Johannes Kepler para que le ayudase en su observatorio – situado cerca de Praga– a llevar de forma ordenada y matemática las mediciones que efectuaba sobre el cosmos. De inmediato, se confirmó un evidente antagonismo entre ambos. Sus diferencias personales y científicas acabaron por distanciarles, tanto que el maestro restringió a su díscolo ayudante el acceso a las informaciones que iba obteniendo. Finalmente, Tycho Brake falleció en 1601 en extrañas circunstancias, y Kepler consiguió hacerse con los datos que su jefe custodiaba con tanto empeño, lo que le permitió confeccionar sus famosas leyes astronómicas. Tres siglos después, en 1901, se exhumó el cadáver de Brake para un estudio forense. Entonces se descubrió una excesiva presencia de mercurio en su cuerpo, detalle que abonó el campo de la sospecha sobre un posible envenenamiento sufrido por el investigador a manos de su ambicioso colega.

Luis de Góngora vs. Francisco de Quevedo Las ideas intelectuales y artísticas promulgadas por el Barroco son uno de los pilares fundamentales en la cultura de nuestro siglo de Oro. En el terreno literario se abrieron paso el culteranismo y el conceptismo, movimientos opuestos con representantes que no tardaron en dirimir cuitas mediante sus escritos. Del primero, su fiel garante fue el cordobés Góngora, quien elevó la sonoridad evocadora de la palabra a dimensiones desconocidas hasta entonces. Del segundo fue adalid el madrileño Quevedo, ácido defensor de la ideología por encima de la estética. La polémica entre ambos surgió a principios del XVII, cuando el autor de El Buscón inició una suerte de ataques sobre el artífice de Soledades, llegando a decir que su poesía era judaizante, en alusión a su presunto pasado hebreo. Por su parte, Góngora espetó que en ningún caso debería atender las bufonadas de un lenguaraz experto en banalidades infantiles. Ante esto, el pertinaz Quevedo optó por seguir enfatizando los pecadillos del religioso, del que hizo sorna cruel por su constante ruina a causa del juego de naipes.

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Cervantes Vs. Lope de Vega Nadie sabe fehacientemente cuáles fueron los motivos de tan ilustre desafecto literario y personal. A decir verdad, estos dos genios del Siglo de Oro tuvieron vidas muy parejas y aventureras, y ambos participaron en diversas empresas militares. Cervantes en la célebre batalla de Lepanto. Por su parte, Lope de Vega fue miembro de la expedición a las Azores bajo el mando de don Álvaro de Bazán y parece que también sirvió como soldado en la Armada Invencible. Los dos fueron exiliados y prófugos por sus pendencias y amoríos, y, finalmente, consiguieron la inmortalidad por sus magnas obras. En todo caso, la abundante producción y popularidad de “el Fénix de los Ingenios” provocó la inquina desatada de algunos autores, entres ellos Góngora, quien achacaba a Lope su generosidad hacia el público vulgar. Lo de Cervantes fue todavía más mordaz, pues dedicó buena parte del prólogo que anticipaba la primera parte de “El Quijote” a su oponente literario. No repara en ataques de todo calado y, como es lógico, Fray Lope de Vega se molestó con estas alusiones contestando bajo seudónimo. Cervantes aún fue más allá y, con cierta ironía amarga, denominó a su adversario “monstruo de la naturaleza” y “monarca de la comedia”.

Richelieu Vs María de Medici Uno de los enfrentamientos más renombrados en la Francia del siglo XVII fue el protagonizado por Armand Jean du Plessis (el cardenal Richelieu) y la italiana María de Medici, madre del rey francés Luis XIII y regente desde 1610, fecha en la que su marido –el monarca Enrique IV– fue asesinado. Tanto el eclesiástico como la soberana fueron aliados en los años iniciales de la regencia. Pero los postulados absolutistas de Richelieu –quien erradicó en su casi totalidad el poder nobiliario en beneficio de la corona– contrastaron notablemente con las tesis defendidas por la Medici y su nuera española Ana de Austria. Ambas apostaban por la paz con España, país odiado por el cardenal al entender que impedía la expansión internacional de Francia. Las disputas agriaron el ambiente de la corte parisina hasta que finalmente Luis XIII, muy a su pesar, pues detestaba a Richelieu, se inclinó por la estrategia de su mejor consejero en detrimento de una consternada María de Medici. Ésta tuvo que partir al exilio en 1630, tras haber encabezado una conjura aristocrática que no tuvo éxito.

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Miguel de Cervantes vs. Alonso Fdez. de Avellaneda Mucho se ha elucubrado sobre quién se escondía tras el nombre de Alonso Fernández de Avellaneda, autor que publicó un Quijote apócrifo en 1614 para dar respuesta ofensiva a Miguel de Cervantes. A decir verdad, se han barajado diferentes especulaciones en las que se dan nombres de personajes tan insignes como Lope de Vega o los prebostes de la Santa Inquisición. En esta relación de enemigos cervantinos figura un soldado aragonés llamado Gerónimo de Pasamonte. Éste fue compañero de armas del “manco de Lepanto” y sufridor pasivo de sus mofas, ya que en el capítulo dedicado a los galeotes (en la primera parte de “El Quijote”) existe un tal Ginés de Pasamonte, identificado con el militar y que es muy mal tratado en el texto. En todo caso, el presunto Avellaneda descargó, nada más iniciar su relato, toda su ira contra Cervantes llamándole “viejo, manco, orgulloso, deslenguado...”. La respuesta de nuestro autor más universal no se hizo esperar: en 1615 publicó la segunda parte quijotesca, con lo que el ataque literario pasó a un olvidado segundo plano del que jamás se recuperó.

Albert von Wallenstein vs. Fernando II de Habsburgo La Guerra de los Treinta Años (1618-1648), librada entre países católicos y protestantes, aportó a la Historia innumerables personajes de diverso calado. Acaso uno de los más significativos fue el militar y aventurero bohemio von Wallenstein, quien bajo el mando del emperador austriaco Fernando II obtuvo en las fases iniciales de la contienda brillantes resultados para los intereses imperiales. Sus victorias le encumbraron de tal modo que hizo temblar el mismísimo trono de su jefe y valedor. Las correrías de este militar y su ejército de mercenarios sembraron el terror por el norte de Alemania y, pronto, su carácter desafiante y autoritario provocó el recelo de los leales a Fernando II. En 1630, le fue arrebatada la dirección de los ejércitos católicos y, meses más tarde, Wallenstein negociaba en secreto una alianza con el otrora enemigo protestante. Las circunstancias volvieron a situarle en el vértice del poder militar imperial, aunque su presunta traición llegó a oídos del emperador, el cual, harto de tanta soberbia por parte de su mejor general, ordenó asesinarlo en Egra en 1634. De esa forma tan expeditiva, el Habsburgo se deshizo, posiblemente, de su mejor hombre, pero también del más infiel y traidor.

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Oliver Cromwell vs. Carlos I de Inglaterra A mediados del siglo XVII el Reino Unido fue convulsionado por una auténtica revolución social, precursora en algunos aspectos de la francesa, acontecida décadas más tarde. Uno de sus principales instigadores fue Oliver Cromwell, enemigo acérrimo del absolutista monarca Carlos I, quien vivió durante su mandato a espaldas del pueblo que gobernaba. En 1642 los representantes parlamentarios y las clases medias se agruparon en torno al movimiento puritano de cabezas redondas, en cuyos ejércitos destacaban los jinetes de Cromwell, llamados popularmente Ironsides (costillas de acero). Frente a ellos estaban los máximos representantes de la aristocracia, que no podían consentir una pérdida de su evidente influencia sobre el soberano. El 14 de junio de 1645, las tropas parlamentarias derrotaban en la batalla de Naseby a las monárquicas provocando la huida del rey a Escocia, el cual, a pesar de sus intentos de resistencia, fue finalmente entregado a los sublevados para ser juzgado y decapitado el 30 de enero de 1649. Cromwell asumió el protagonismo de aquel acto para mayor felicidad de sus leales, quienes le proclamaron dictador y Lord protector de Inglaterra.

Isaac Newton vs. Gottfried W. Leibniz Constituyó una de las batallas científicas y dialécticas más resonantes de la Historia. Estos dos genios pugnaron durante el último tercio del siglo XVII por la autoría del cálculo diferencial e integral. El inglés Newton descolló con intensidad gracias a sus estudios sobre la luz, la gravitación y el cálculo matemático. Por su parte, el alemán Leibniz desarrolló su pasión por lo infinitesimal con máquinas calculadoras y certeras teorías matemáticas, lo que provocó un enfrentamiento directo con las hipótesis defendidas por su colega. Durante años se acusaron de plagio, llegando a lamentables insultos personales que desembocaron en la ruptura de relaciones matemáticas entre las Islas Británicas y el continente. Lo cierto es que Newton fue el primero en intuir los fundamentos del cálculo universal. Pero su temor a ratificar sus convicciones en una publicación, hizo que Leibniz se adelantara a divulgar sus teorías en las primigenias revistas científicas. Y aunque cualquier análisis objetivo percibe dos génesis distintas en cuanto a las concepciones de cálculo elaboradas por los dos herederos del griego Arquímedes, nada les privó del desencuentro y de la dolorosa afrenta.

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Isaac Newton vs. Robert Hooke A mediados del siglo XVII, la recién fundada Royal Sociaty británica ya atesoraba un notable patrimonio de conocimientos científicos para mayor gloria de la Humanidad. No obstante, cada nuevo descubrimiento suscitaba agrias discusiones entre aquéllos que defendían ser padres de tal o cual innovadora teoría. Precisamente, Isaac Newton, uno de los más encendidos polemistas de la época, sostuvo sonoras disputas con diferentes compañeros. Acaso su principal rival fue el célebre físico y astrónomo Robert Hooke. Al parecer, fue éste quien intuyó, por primera vez, los fundamentos de la ley de gravitación universal. Sin embargo, nunca pudo desarrollar dicha fórmula de manera matemática, asunto que sí logró Newton, si bien éste jamás reconoció que Hooke pudo ser el inspirador de su más renombrado hito científico. Más tarde, ambos investigadores volvieron a chocar, en esta ocasión por la paternidad sobre la teoría de la luz. En 1676 un airado Isaac Newton envió una carta a su enemigo en la que, entre otras lindezas, le decía: “Si he llegado a ver más lejos, fue encaramándome a hombros de gigantes”. Ésta era una clara y sarcástica alusión a la baja estatura de su colega.

Blas de Lezo vs. Edward Vernon En 1739 estalló entre Inglaterra y España la llamada guerra de “la oreja de Jenkins”. Las pretensiones inglesas pasaban por asestar un golpe definitivo y humillante a los españoles, arrebatándoles puntos clave de sus posesiones americanas, como la vital plaza de Cartagena de Indias, defendida por el comandante general Blas de Lezo. La expedición punitiva británica dirigida contra la ciudad colombiana estaba capitaneada por el almirante Edward Vernon, quien contaba con 186 buques de guerra y transporte en los que se distribuían casi 25.000 hombres. Frente a ellos, el bravo militar guipuzcoano apenas podía oponer 2.230 soldados, más 600 arqueros indios. Durante 67 días los españoles soportaron el cañoneo incesante de los buques ingleses, para luego rechazar el ataque terrestre hasta la total retirada del ofuscado enemigo. La derrota se digirió mal en Londres y el propio monarca Jorge II ordenó que no se escribiera nada sobre lo acontecido con el consiguiente e injusto soterramiento histórico. Por su parte, Blas de Lezo, malherido en los combates, falleció poco después, recibiendo por sus méritos a título póstumo el marquesado de Ovieco.

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Catalina de Rusia vs. Pedro III En el año 1745 se celebró en San Petersburgo (Rusia) la que, según los expertos, se puede considerar la boda más suntuosa de la Historia. Los contrayentes fueron la aristócrata alemana Catalina de Anhalt-Zerbst y el duque Pedro Petrovna, heredero oficial del trono ruso. Todo hacía ver que la pareja disfrutaría de felicidad y de un gran bienestar. Sin embargo, la fragilidad e inmadurez del príncipe lograron que la distancia y el desdén se impusieran entre ambos durante más de ochos años en los que jamás yacieron juntos. Finalmente, el 9 de julio de 1762, el ya proclamado zar Pedro III sufrió un golpe de Estado, urdido por su propia esposa. Con la ayuda de cuatro regimientos de la guardia imperial y la aquiescencia imprescindible de la nobleza, Catalina de Rusia consiguió derrocar a su marido para asumir ella misma, tras la abdicación de éste, la corona imperial. Curiosamente, el infortunado zar falleció pocos días después, mientras se encontraba cautivo en prisión. La explicación oficial argumentaba que el derrocado mandatario había fallecido en la cárcel por causas naturales, aunque casi de inmediato se confirmaron las lógicas sospechas sobre su asesinato.

Isabel de Farnesio vs. Barbara de Braganza A principios del siglo XVIII los borbones ocuparon el trono de España con Felipe V como primera figura. Tras la muerte de su esposa, María Luisa de Saboya, contrajo un segundo matrimonio con Isabel de Farnesio, con quien tuvo nuevos herederos como el futuro Carlos III. No obstante aún restaba de su matrimonio anterior, tras la prematura muerte del primogénito Luis I, un segundo filogenético que se ciñó la corona, en 1746, bajo el nombre de Fernando VI. La mujer de éste, Bárbara de Braganza, está considerada modelo de reina ejemplar y amantísima esposa, méritos que no mitigaron la inquina de la Farnesio hacia ella. Pese a la presunta esterilidad de la soberana, ésta no dejaba de ser un claro obstáculo para la consumación de sus planes, que pasaban porque su hijo primogénito, Carlos, asumiera el trono español. Durante años la madrastra de Fernando VI conspiró maliciosamente en la corte hasta que, al final, la propia Bárbara instó a su esposo a desembarazarse de tan molesto personaje. Isabel fue desterrada en el palacio segoviano de la Granja.

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Conde de Floridablanca vs. Conde de Aranda A finales del siglo XVIII dos facciones pugnaron por el poder del Estado en España. De un lado los “golillas”, liderados por el murciano conde de Floridablanca, hombre carismático ante los Borbones. Por otro, el oscense conde de Aranda, líder del partido “aristócrata” o “aragonés” y personaje con claras influencias de la Francia ilustrada. El primero impuso el establecimiento de secretarías para una mejor administración estatal, así como la defensa de los valores tradicionales de Iglesia y Monarquía, mientras que el segundo abogó por la permanencia de los consejos y la progresión hacia fórmulas de gobierno próximas a las ideas revolucionarias francesas. Tras largos años de intrigas palaciegas Floridablanca fue depuesto, cediendo el poder al conde de Aranda, quien ordenó la detención de su eterno enemigo con las imputaciones de corrupción y abuso de autoridad, cargos por los que pasó un breve tiempo en la cárcel. Aunque para el supuesto vencedor el asunto no fue mejor, dado que la Santa Inquisición, María Luisa de Parma y otros elementos se conjuraron para que al poco fuera sustituido por Manuel Godoy.

Maximilien Robespierre vs. Joseph Fouché Tras la Revolución Francesa de 1789 se implantó el “reino del terror”, dirigido por Maximilien Robespierre, quien no reparó en firmar sentencias de muerte en la defensa de su ideologa jacobina. Sus correligionarios no le fueron a la zaga. Uno de ellos fue Joseph Fouch, artifice del asesinato de más de 1.600 opositores en la ciudad de Lyn. Una sangría excesiva que provocó el recelo de Robespierre ante los crueles métodos esgrimidos por este personaje, capaz de transitar sin pudor por el amplio espectro de la política gala. Para evitar la probable represalia, el propio Fouch inició, en 1794, una conspiración. Visitó a los diputados que mostraban dudas o temores hacia el incorruptible Robespierre y les hizo creer que figuraban en las listas de inminentes purgas. Al final, la urdimbre de la conjura quedó ultimada y el líder revolucionario fue detenido en el famoso golpe de Termidor, para luego ser ejecutado en compañía de 100 seguidores. Por su parte, el malévolo Fouch supo navegar en gobiernos tan dispares como el napoleónico o el monárquico, falleciendo en 1820, mientras disfrutaba de un dorado exilio.

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Charlotte de Corday vs. Jean Paul Marat La Revolución Francesa de 1789 dio paso al sangriento reino del terror en el que miles de franceses fueron guillotinados. Precisamente, fue el periodista y político jacobino Jean Paul Marat uno de los que con mayor fuerza alentó el uso de la violencia contra los opositores al nuevo régimen desde las páginas de su periódico “El amigo del pueblo”. Las columnas diarias de Marat eran leídas con temor, pues cada nombre que allí figuraba terminaba siendo pasto del cadalso. Este desasosiego provocó que una joven llamada Charlotte de Corday – simpatizante de los girondinos, facción moderada de la Asamblea de la Convención francesa– intentara frenar por su mano la ira, lengua y pluma sanguinaria del preboste revolucionario. Con el pretexto de entregarle una lista de traidores, la muchacha se plantó en su casa el 13 de julio de 1793 y le asestó varias puñaladas que acabaron con su vida. Charlotte de Corday fue detenida y ejecutada cuatro días más tarde. Sus últimas palabras fueron: “Le maté para que mi país pudiera al fin vivir en paz”. Por desgracia para ella este propósito no se pudo cumplir.

Napoleón Bonaparte vs. Madame Staël El reinado de terror que siguió tras la Revolución Francesa de 1789 provocó que diferentes librepensadores alzasen sus voces para denunciar aquella situación insostenible. Una de estas quejas fue protagonizada por la escritora Anne-Louise-Germaine Necker, más conocida como Madame Staël por su matrimonio con el barón de Staël-Holstein. La intelectual abandonó su inicial afinidad con la causa revolucionaria en beneficio de tesis que abogaban por el regreso de la monarquía bajo mandato constitucional. Durante un viaje por Italia, conoció a Napoleón Bonaparte, en quien adivinó virtudes para reconducir la situación política en Francia. Sin embargo, cuando el corso tomó el mando del país, estas esperanzas se disiparon, con lo que la autora ejerció una dura crítica contra el dictador. En 1802 Madame Staël publicó “Delphine”, una novela que desató la ira napoleónica al entenderse que el texto encerraba mensajes negativos contra el futuro emperador. La reacción de éste fue la de enviar al exilio a su opositora, mientras ordenaba la censura de sus obras. Por su parte, Staël mantuvo a ultranza sus ideas hasta ver como su enemigo caía en 1815.

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Beethoven vs. Napoleón Bonaparte Durante 20 años los ejércitos napoleónicos se enseñorearon de buena parte del territorio europeo. Su comandante llegó a ser considerado como el perfeccionador absoluto de la Revolución Francesa. Mas, en 1799, se dejaron ver sus verdaderas intenciones al proclamarse cónsul vitalicio de Francia. Aun así, siguió conservando una legión de seguidores, los cuales veían en él un modelo de gobernante a seguir cara a un prometedor futuro europeo. Entre ellos se contaban intelectuales de variada procedencia y calado social, verbigracia Beethoven, quien había compuesto su Tercera Sinfonía pensando en este corso universal. Empero, todo cambió en 1804, momento en que Napoleón se coronó emperador con la idea de crear su propia dinastía hereditaria. Fue entonces cuando el músico alemán montó en cólera y cambió el título de la obra por La Heroica, dedicada desde entonces a la memoria de un héroe muerto. Beethoven llegó a decir: “¡No es más que un hombre vulgar! ¡Sólo satisfará su ambición y como tantos otros hollará los derechos del hombre para ser un tirano!”.

Horatio Nelson vs. Pierre Charles Villeneuve El 21 de octubre de 1805 se libró la decisiva batalla naval de Trafalgar frente a las costas de Cádiz. En ella midieron sus fuerzas 27 buques británicos y 33 navíos francoespañoles con un resultado nefasto para estos últimos, pésimamente dirigidos por el almirante francés Pierre Charles Villeneuve. El galo temía profundamente al prestigioso almirante inglés Horatio Nelson. Previo al combate, el temor manifiesto a los ingleses había provocado que Napoleón destituyera a Villeneuve comentando: “Este inepto, cobarde y traidor es incapaz de gobernar una fragata”. Empero, fechas antes de que se produjera su relevo, enterado el militar francés sacó la escuadra refugiada en la bahía gaditana para congraciarse con el emperador. Todo resultó infructuoso y el desastre fue total, a pesar de las advertencias y heroísmo demostrados por los oficiales españoles Gravina, Churruca y Alcalá Galiano. Los aliados sufrieron 4.400 muertos con 23 buques capturados o hundidos. Por su parte, los ingleses sólo registraron 449 muertos, entre ellos, Horatio Nelson. Villeneuve fue hecho prisionero y, más tarde, una vez liberado, falleció en extrañas circunstancias.

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F. Javier Castaños vs. Pierre Dupont El 19 de julio de 1808 las tropas españolas, dirigidas por el general Francisco Javier Castaños, derrotaron con estrépito en la batalla de Bailén (Jaén) a los ejércitos franceses, comandados por el general Pierre Dupont. Esto supuso el primer revés de importancia en Europa para las hasta entonces incontestables armas napoleónicas. Castaños fue, en principio, comprensivo con las peticiones expresadas por Dupont. Así, aceptó que los más de 20.000 prisioneros galos capturados en la batalla regresasen a su país bajo escolta española. Pero las circunstancias posteriores lo impidieron y más de 10.000 franceses acabaron con sus huesos en la balear isla de Cabrera. Allí, abandonados a su suerte, muchos de ellos sucumbieron víctimas del hambre. Aunque no participó presencialmente en el choque, sí que fue el gran estratega de aquella jornada, por lo que fue considerado héroe nacional, dejando para la Historia la publicación de su famosa proclama en la que, dirigiéndose a sus paisanos, dijo: “Hemos vencido a los vencedores de Marengo, Jena y Austerlitz... Ya tenéis una patria: ya sois una gran nación”.

August Maquet vs. Alejandro Dumas El inmortal autor de títulos como “El conde de Montecristo” o “Los tres mosqueteros” realizó a lo largo de su vida una ingente producción bibliográfica que levantó sospechas sobre la autoría de los textos. En su febril actividad llegó a publicar 40 novelas por año con unos ingresos económicos que superaban los 200.000 francos anuales. Seguramente, su ambición sumada a las constantes peticiones editoriales, le empujaron a contratar a no menos de 73 ayudantes o, dicho en el argot, “negros” literarios que le ayudaron con la redacción de sus libros. Uno de estos colaboradores fue Auguste Maquet, quien, tras 10 años de trabajo en la sombra, se destapó con un artículo publicado en 1845 bajo el título “Casa de Alejandro Dumas y Cia. Fábrica de novelas”, donde el vengativo amanuense contaba desde el odio todos sus oscuros métodos de trabajo. A pesar de ello, la popularidad de Dumas no se hundió y años después de su fallecimiento ingresó con todos los honores en el panteón de hombres ilustres galos junto a escritores de la talla de Victor Hugo o Émile Zola.

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Antonio de Orleáns vs. Isabel II de España El 10 de octubre de 1846, Isabel y Luisa Fernanda, hijas del rey Fernando VII, contraían nupcias respectivamente con Francisco de Asís de Borbón y con Antonio de Orleans, hermano del soberano galo Luis Felipe. Lo cierto es que ambas parejas jamás llegaron a congeniar y, en el caso del francés (duque de Montpensier), nunca ocultó que aspiraba al trono ocupado por su cuñada, Isabel II. Durante años, el aristócrata conspiró en compañía de los desafectos a la corona borbónica. En 1868 ayudó a financiar, con casi seis millones de pesetas, la llamada Revolución Gloriosa. Se trataba de un golpe de Estado –encabezado por los generales Prim y Topete– que acabó con el reinado de Isabel II, quien tuvo que exiliarse en Francia. No obstante, dicha circunstancia resultó insuficiente para que Antonio de Orleans pudiese imponer su elección al cetro español y tuvo que asumir resignado un segundo plano durante el resto de su vida. Paradójicamente, su hija, María de las Mercedes, sí consiguió ser reina durante un breve tiempo al casarse en 1878 con Alfonso XII, hijo de su odiada rival y flamante rey de España.

Charles Robert Darwin vs. Alfred Russel Walace El 24 de noviembre de 1859 se publicó El origen de las especies, libro que impulsó a la fama universal al científico y naturalista Darwin. En la obra se compendiaban todas sus averiguaciones en torno a la selección natural de las especies. Sus estudios fueron la piedra angular para las teorías evolucionistas sobre la raza humana. Aunque en aquellos tiempos decimonónicos, afirmar que los humanos evolucionaban por sí mismos sin apoyo divino, era poco menos que una terrible herejía. De igual modo, estudiosos como Wallace habían ahondado en las tesis de la selección natural, pero no concebían un avance de la especie sin la mediación de un ser superior. Darwin y Wallace compartieron en principio sus ideas científicas publicando juntos en 1858 sus postulados. Sin embargo, terminaron enfrentándose agriamente dadas las profundas divergencias mostradas en sus planteamientos sobre esta difícil cuestión. Evolucionistas y creacionistas siguen hoy en día litigando en juicios con amplia repercusión social.

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Ulysses S. Grant vs. Robert E. Lee La Guerra de Secesión norteamericana, librada entre 1861 y 1865, se convirtió en el escenario de grandes episodios históricos jalonados por épicas batallas como Gettysburg, pieza clave del conflicto, y en la que se vieron las caras dos antiguos compañeros separados ahora por una contienda fratricida. Grant, como general de las tropas unionistas, acosó sin cesar a los confederados comandados por Lee. Durante años, los combates se sucedieron y, aunque los sureños siempre llevaron la peor parte dada su fragilidad en cuanto a número de efectivos y abastecimiento, los yanquis tuvieron mayor número de bajas al tener que asumir siempre la iniciativa bélica. El general Lee se descubrió como un brillante estratega ante su rival el general Grant, quien fue apodado “el Carnicero” por su sangrienta forma de entender la guerra. Finalmente, los estados del Sur se rindieron el 9 de abril de 1865 en una localidad de Virginia llamada Appomattox. Un impecable Lee entregó su bandera al joven general George A. Custer, quien la recibió en nombre de un desaseado Grant. Con este gesto se rubricó uno de los episodios fundamentales en la historia de Norteamérica. Atrás quedaban 600.000 muertos, víctimas de la barbarie.

Benito Juárez vs. Maximiliano de Austria La intervención francesa en México, a mediados del siglo XIX, supuso una convulsión en la política internacional. Ante la difícil situación por la que atravesaba el país, los conservadores mexicanos buscaron en Europa la figura de un emperador que unificase la patria bajo postulados monárquicos. El carismático Maximiliano de Habsburgo fue el elegido. Hermano del emperador austriaco Francisco José, era muy apreciado por el francés Napoleón III, quien apoyó esta proclamación con el envío de un gran contingente militar. Frente a esto se posicionaron los republicanos mexicanos, liderados por el liberal Benito Juárez, primer presidente indígena de América y que mantenía excelentes relaciones con Estados Unidos. Entre 1862 y 1867 una terrible guerra fratricida sangró México, hasta que las tropas juaristas redujeron la resistencia de los imperiales a Querétaro, ciudad en la que se había refugiado Maximiliano con su ejército. El asedio concluyó con la rendición del emperador. Tras ser sometido a un juicio sin garantías, fue fusilado el 19 de junio de 1867.

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Friedrich Nietzsche vs. Richard Wagner En ocasiones es difícil establecer la frontera de ruptura para una amistad que se creía inquebrantable. En el caso de estos dos talentos germanos, parece que ese punto de no retorno llegó con el estreno de las óperas wagnerianas “El anillo de los Nibelungos” y “Parsifal”. Hasta entonces, el filósofo que había concebido la teoría del “superhombre” tenía al músico entre sus favoritos, pero tras la contemplación y escucha de las obras anteriormente citadas, su percepción cambió drásticamente. Nietzsche creyó entender que Wagner se había alejado del mundo terreno a favor de universos mitológicos y sobrenaturales con la grandilocuencia propia de alguien despegado de la realidad más auténtica, llegando a decir: “Wagner es un enfermo que ofende a la propia música. Alguien que hace retroceder el lenguaje a un estado primitivo, lo que le imposibilita para expresar ideas”. Por su parte, el creador de “La cabalgata de las walkirias” hizo caso omiso ante los ataques furibundos de su detractor y finalizó sus días aclamado como genio musical de todos los tiempos y como el máximo exponente de la música romántica.

George A. Custer vs. Caballo Loco El 25 de junio de 1876 pasó a la Historia como una de las fechas más trágicas para el ejército norteamericano. En ese día se libró la batalla de Little Big Horne, en la que el Séptimo Regimiento de Caballería dirigido por el teniente coronel Custer fue masacrado por una confederación de sioux, cheyennes y arapahoes liderados por valerosos jefes como Toro Sentado o Caballo Loco. Precisamente, éste último se encargó junto con sus más de 3.000 guerreros de rodear el grupo de Custer, quien a duras penas pudo organizar una resistencia ante la temible avalancha india. La ambición del legendario oficial arrancaba tiempo atrás, desde su participación en la Guerra de Secesión. Más tarde, se especializó en la lucha contra los indios, quienes le apodaron Cabellos Largos. Su desmesura y crueldad le convirtieron en un personaje temido y odiado por los pieles rojas. Custer murió en aquella refriega, pero Caballo Loco ordenó que, a diferencia de lo que se hizo con los otros soldados, su cuerpo fuera respetado. Sólo se le amputó la falange de un dedo y se le practicaron cortes en los oídos para que pudiera escuchar mejor las voces sobrenaturales de los espíritus en su camino hacia el más allá.

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Thomas Alva Edison vs. Nikola Tesla En 1888 el uso general de la electricidad comenzaba a desatar una auténtica revolución tecnológica. No obstante, en Estados Unidos germinó un conflicto que ha pasado a la Historia como “la guerra de las corrientes” y que enfrentó a Thomas Alva Edison, inventor de la corriente continua, con Nikola Tesla, artífice de la corriente alterna. Todo empeoró entre ambos personajes cuando Tesla –que fue antiguo empleado de Edison– logró demostrar que su sistema para la distribución de electricidad a gran escala era mucho más eficiente que el que proponía su rival. El propio Edison contraatacó, intentando que su enemigo fuese el beneficiario de la concesión que las autoridades norteamericanas estaban a punto de otorgar para proporcionar energía a la recién instaurada silla eléctrica. El propósito del célebre científico no era otro que desacreditar a Tesla, pues pensaba que la opinión pública rechazaría de plano utilizar en sus hogares aquella mortífera electricidad que era suministrada para matar convictos. Como es obvio, la treta no funcionó, lo que supuso un terrible cortocircuito para el polémico Edison.

Alfred Nobel vs. Gösta Mittag-Leffler El 27 de noviembre de 1895, Alfred Nobel –inventor de la estruendosa dinamita– dejaba su gran fortuna, cifrada en más de 30 millones de coronas suecas, a una fundación benéfica con la misión de conceder premios anuales a todos aquellos que hubiesen mejorado la vida de sus congéneres desde sus diferentes campos de investigación profesional. De ese modo, nacieron los renombrados premios Nobel en homenaje a su creador. Sin embargo, entre los consabidos galardones en Física, Química, Medicina y Fisiología, Literatura y a favor de la Paz (a los que posteriormente se sumó el de Economía), muchos echaron en falta un reconocimiento a la imprescindible ciencia matemática. Según las malas lenguas, esta exclusión se debió a que el célebre inventor sueco no quiso incorporar dicha distinción a la nómina de premiados por el odio que sentía hacia Gösta Mittag-Leffler. Éste era un prestigioso matemático escandinavo que tiempo atrás había mantenido algún escarceo amoroso con la novia de Alfred Nobel. De esta forma, se habría vengado de su molesto rival y más que posible premiado de haber instituido la categoría de Matemáticas entre sus premios.

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Henri Matisse Vs. Picasso Henri Matisse y Picasso representaban dos escuelas pictóricas enfrentadas. El primero, al lado de los “fauves”, apostaba por una visión intensa y colorista de la pintura. El segundo lideraba el movimiento cubista desde que, en 1908, empezara a destruir y crear estructuras en sus lienzos. Nunca fueron amigos y en las reuniones artísticas discrepaban hasta la amargura. En una de ellas, Picasso le propuso un intercambio de obras para estudiarse mejor. Matisse le dio un retrato de su hija, al que los seguidores del malagueño lanzaron dardos con ventosas. Más tarde, Picasso lamentó ese hecho.

Robert E. Peary vs. Frederick A. Cook La exploración y conquista del Polo Norte dejó episodios sumamente enigmáticos sobre quién debía arrogarse el derecho de pasar a la Historia como el primer ser humano en hollar los 90º latitud norte. El 6 de septiembre de 1909 el ingeniero naval Robert E. Peary comunicó –mediante telegrama al periódico “New York Times”– la culminación de esta hazaña ártica sin aparentes precedentes. Sin embargo, cinco días antes su antiguo amigo, el doctor Frederick A. Cook, había hecho lo propio en las páginas del “New York Herald”. El primero aseguraba haber llegado al centro geográfico del Polo Norte el 6 de abril de ese mismo año, mientras que el segundo defendía que había alcanzado idéntico objetivo el 21 de abril de 1908. De inmediato, germinó una agria polémica en la que ambos exploradores cruzaron acusaciones de fraude en diferentes foros. Finalmente, la sociedad National Geographic y el propio Congreso de Estados Unidos, después de examinar las pruebas aportadas por uno y otro, determinaron conceder aquel triunfo histórico a Peary. Éste fue nombrado con todos los honores contraalmirante de la marina norteamericana.

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Roald Amundsen vs. Robert F. Scott En 1911 tuvo lugar una de las carreras más hermosas y a la vez dramáticas de la exploración antártica. Sus protagonistas: el noruego Roald Amundsen y el británico Robert F. Scott. Ambos capitaneaban sendas misiones con el sueño de ser los primeros en llegar el centro geográfico del Polo Sur terrestre. Durante meses la actividad fue frenética. Los ingleses apostaron por trineos motorizados y potentes ponis como fuerza motriz que les condujera al éxito. Los noruegos, por su parte, depositaron sus esperanzas en trineos convencionales tirados por más de un centenar de perros árticos. Scott y los suyos sufrieron un constante infortunio: sus caballos murieron congelados, las orugas mecanizadas se averiaron casi de inmediato y, después de un aterrador viaje, fallecieron exhaustos tras haber llegado al objetivo un mes más tarde que sus competidores. En cambio, los perros polares de los escandinavos rindieron al máximo llevando en volandas a Amundsen y su grupo. El 14 de diciembre de 1911 la bandera noruega era clavada en el extremo más austral de la Tierra. Con ello concluía la era de las exploraciones en nuestro planeta.

Raquel Meller vs. Mata Hari Durante la Primera Guerra Mundial se originaron cuantiosos episodios relacionados con el espionaje entre los bandos contendientes. España era neutral, y en los cafetines madrileños, aliadófilos y germanófilos discutían hasta la saciedad sobre las batallas de aquel sangriento conflicto, mientras aplaudían en los teatros a la gran estrella patria Raquel Meller. A finales de 1915, la rutina capitalina se vio alterada por la presencia de Mata Hari, una exótica y sensual diva de danzas orientales que tomó habitaciones en los hoteles Ritz y Palace, dispuesta a incrementar su larga lista de amantes entre los que se encontraban militares de alto rango de los países en guerra. La rivalidad profesional entre las dos artistas quedó agravada por culpa del escritor guatemalteco Enrique Gómez Carrillo, quien había seducido a ambas. Según se dice, fue la propia Meller, quien atacada de celos, denunció a Mata Hari por espía, provocando la huida de la bailarina a Francia, donde fue detenida y fusilada el 15 de octubre de 1917. El turbio asunto nunca se llegó a aclarar definitivamente y los supuestos implicados jamás hablaron.

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John J Pershing vs. Pancho Villa El 9 de marzo de 1916 las tropas mexicanas de Pancho Villa incursionaron por sorpresa en los Estados Unidos de América, atacando con furia la localidad de Columbus (Nuevo México), donde causaron decenas de muertos. La reacción norteamericana no se hizo esperar y el irritado presidente Woodrow Wilson ordenó al general Pershing que dirigiera una expedición punitiva contra el país vecino, con la misión de capturar vivo o muerto al insolente revolucionario. El ejército yanqui se adentró con miles de efectivos y la mejor maquinaria bélica del momento en el estado de Chihuahua, donde su adversario se refugiaba amparado por la difícil orografía y por la población civil. Durante 11 meses los gringos buscaron, de manera infructuosa, al líder guerrillero. Emplearon métodos tan expeditivos como inútiles, incluida la última carga de caballería que realizó en su historia el ejército norteamericano. Finalmente, se suspendió la búsqueda, y Pershing tuvo que regresar a su país sin cumplir su misión. Se dice que Pancho Villa comentó lo siguiente tras comprobar el repliegue de su contrincante: “Vinieron como águilas y se van como gallinas mojadas”.

Manfred von Richthofen vs. Roy Brown Existen varias hipótesis sobre cómo fue derribado el legendario as de la aviación alemana durante la Primera Guerra Mundial. Sus 80 victorias en combate le imprimieron un halo casi sobrenatural de invencibilidad, y muy pocos osaban entrar en combate abierto con él por los cielos de Francia o Bélgica. No obstante, en la primavera de 1918, una nueva hornada de pilotos canadienses se integró en la RAF británica con el ánimo de dar un giro trascendental a la contienda. El 21 de abril, un confiado Richthofen, apodado “el Barón Rojo”, patrullaba las riberas del río Somme (Francia), cuando se topó con una escuadrilla de aviones Sopwitch Camel liderados por el capitán Roy Brown quien, viendo el peligro que corría uno de sus pilotos a manos del germano, no dudó un instante en trabar un duelo con aquel soberbio rival. La suerte fue esquiva, esta vez, para Richthofen, y tras recibir varias andanadas de ametralladoras, sufrió el impacto fatal de una bala en el corazón, lo que provocó que su “fokker triplano” cayera en picado cerca de unas baterías antiaéreas australianas que también le disparaban. A pesar de todo, se cree que fue la acción decisiva de Brown la que acabó con el mayor azote de los cielos aliados.

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Clara Campoamor vs. Victoria Kent El 1 de octubre de 1931, las recién constituidas cortes republicanas españolas aprobaron –por 161 votos a favor, frente a otros 121 en contra– el derecho de las mujeres a votar. Esta medida histórica se ratificó, no obstante, tras acalorados debates y agrias disputas a cargo de los representantes del pueblo. Lo más llamativo fue, sin duda, el enfrentamiento dialéctico protagonizado por las diputadas Clara Campoamor y Victoria Kent. La primera abogaba por la incorporación de las féminas a la vida política nacional mediante su voto. La segunda seguía los dictados de su partido (Partido Republicano Radical Socialista) y defendía que las mujeres aún no estaban preparadas para participar en sufragios universales, pues, por entonces, muchos, incluida la Kent, sostenían que la mujer votaría masivamente a la derecha siguiendo el consejo de su confesor religioso. Finalmente, se impusieron las tesis preconizadas por Clara Campoamor y, en 1933, hombres y mujeres participaron por igual en las elecciones generales. La curiosidad radica en que ninguna de las dos litigantes consiguió un escaño en el congreso y, tal y como algunos se temían, ganaron los conservadores.

Charles Lindbergh vs. Bruno Hauptmann En mayo de 1927 el estadounidense Charles A. Lindbergh y su avión, bautizado como “Espíritu de St. Luis”, entraban en la leyenda aeronáutica al conseguir, por primera vez, unir sin escalas las ciudades de Nueva York y París. La consiguiente repercusión mediática hizo del piloto uno de los personajes más renombrados del momento. Sin embargo, esta alegría se tornó en desgracia cuando el 1 de marzo de 1932 su pequeño hijo Charles, de 19 meses, era secuestrado. La entrega del dinero exigido como rescate no evitó la muerte del niño. Desde ese momento, Lindbergh puso todo su empeño en descubrir a los culpables del asesinato. Un año más tarde, se detuvo a Bruno Hauptmann, un modesto carpintero de origen alemán al que se le habían confiscado 14.000 dólares pertenecientes al botín. Nunca quedó claro si Hauptmann fue el asesino del infortunado bebé. Pero lo cierto es que la presión social provocó que todos, incluida la Justicia, viesen al acusado como único culpable del hecho. Con su muerte, el 3 de abril de 1936, en la silla eléctrica, se dio por cerrado uno de los sucesos más populares de la Historia.

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Mao Tse-Tung vs. Chiang Kai-Shek Tras la caída del modelo imperial chino, no tardaron en aflorar diferentes ideologías que culminaron con la creación de grandes movimientos políticos. En 1921 se fundó el Partido Comunista chino con la impresionante fuerza del proletariado. Más tarde, se creó el democrático Kuomintang, que amparaba los intereses nacionalistas de la burguesía y el ejército. Mao Tse-Tung se convirtió en líder de los comunistas y Chiang Kai-shek asumía el mando nacionalista. Las fricciones entre ambos grupos desembocaron en una sangrienta guerra civil, en la que los dos dirigentes se midieron constantemente con episodios terribles. Un ejemplo, en la Larga marcha de 1934 sucumbieron 100.000 seguidores del Ejército rojo. No obstante, se dieron episodios de alianza frente al enemigo común japonés tras su invasión de China en 1937. Pero después de la Segunda Guerra Mundial, los viejos rivales volvieron a enzarzarse en una contienda fratricida que terminó con Kai-shek en su refugio de la isla de Formosa (Taiwan), mientras que el llamado “Gran timonel” proclamaba, el 1 de octubre de 1949, la República Popular China.

Niceto Alcalá Zamora vs. Manuel Azaña Ambos fueron magníficos oradores con grandes intervenciones parlamentarias, pero también enemigos declarados. Este enfrentamiento personal venía desde su juventud, cuando coincidieron como pasantes en el bufete del abogado Díaz de Cobeña. Niceto Alcalá Zamora siempre hizo gala de su profunda fe católica, acompañada de una erudición fuera de lo común que le mantuvo en diferentes cargos políticos durante la monarquía de Alfonso XIII. Más tarde, entregado a la causa republicana, fue elegido primer presidente de la II República. Sin embargo, la obstinada persecución religiosa del momento y las discrepancias con Azaña precipitaron una situación que cristalizó en abril de 1936. Fue destituido por haber disuelto las Cortes a instancias de los mismos que después le depusieron, entre ellos, Azaña, quien el 11 de mayo asumía la presidencia del país. El estallido de la Guerra Civil le sorprendió de viaje por Escandinavia. Algunos le tacharon de traidor y expoliaron sus bienes, incluido el manuscrito de sus memorias. El viejo liberal siempre acusó de esta rapiña a su eterno enemigo, Manuel Azaña.

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José Millán Astray vs. Miguel de Unamumo En 1936 se dio, posiblemente, uno de los duelos dialécticos más singulares de nuestro conflicto fratricida. Ocurrió el 12 de octubre de dicho año en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca, cuyo rector era por entonces el insigne filósofo y escritor vasco Miguel de Unamuno. En dicho lugar pronunciaba un encendido discurso patriótico el general legionario Millán Astray. Éste, entre vítores, no cesaba de gritar “Viva la muerte. Abajo la inteligencia”, calificando de paso como cáncer de España a las regiones de Cataluña y Vascongadas. Al escuchar estas frases, el autor de “Del sentimiento trágico de la vida” se levantó con decisión para espetar a su adversario: “Éste es el templo de la inteligencia. Y yo soy su sumo sacerdote. Estáis profanando su sagrado recinto. Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis. Para convencer hay que persuadir. Y para persuadir necesitaréis algo que os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil pediros que penséis en España. He dicho”. Tras esto Miguel de Unamuno fue arrestado en su domicilio, falleciendo triste y amargado el último día de 1936.

Heinz Thorwald vs. Vassilli Zaitsev El 8 de mayo de 1945, un día después de haberlo hecho ante los aliados occidentales, el alto mando alemán se rendía a los soviéticos poniendo fin a la Segunda Guerra Mundial en Europa. Posiblemente, la batalla más atroz de todo el conflicto tuvo lugar en el invierno de 1942-1943 en la ciudad rusa de Stalingrado, escenario en el que, al margen de acontecimientos mayores, se dio un enfrentamiento singular recubierto por la leyenda y protagonizado por dos francotiradores de elite. En el duelo participaron Heinz Thorwald, coronel de la SS y jefe de la escuela de francotiradores alemana y Vassilli Zaitsev, un simple tirador de la 28 división de rifles del ejército rojo. Durante tres días los dos hombres se buscaron entre el amasijo de ruinas de la destrozada urbe, encontrándose en tierra de nadie. El ruso concibió una treta en la que su ayudante elevó el casco haciendo pensar al alemán que se encontraba ante una presa fácil. El disparo del nazi contra el señuelo delató su posición y el astuto soviético le derribó de un mortal balazo. Esta historia fue llevada al cine con el título “Enemigo a las puertas” en 2001.

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Adolf Galland vs. Hermann Goering Durante la II Guerra Mundial descollaron diversos ases de la aviación militar. Uno de los más admirados fue el germano Adolf Galland quien, con 104 derribos en su haber, llegó a ser el general más joven del conflicto. Pero este héroe del aire chocó frontalmente con Hermann Goering, máximo dirigente de la Luftwaffe alemana y obsesionado por organizar grandes operaciones aéreas de ataque que casi siempre acabaron en desastre. En 1943 las oleadas masivas de bombardeos aliados sobre suelo alemán provocaron que un exaltado Goering criticase abiertamente la supuesta ineficacia de Galland, quien por entonces comandaba la fuerza aérea de cazas. El jefe de la Luftwaffe acusó a los cada vez más escasos pilotos germanos de “cobardes y mentirosos a la hora de contabilizar derribos con el único propósito de acumular condecoraciones”. Hastiado de la megalomanía de su jefe, el aviador protagonizó aquella famosa escena en la que, durante una reunión de altos oficiales, se arrancó su merecida Cruz de caballero, arrojándola con orgullo ante las narices del atónito preboste nazi. Éste no supo reaccionar frente a tan arriesgado desafío contra su persona.

J. Edgar Hoover vs. Charles Chaplin El entrañable Charlot constituye uno de los iconos más queridos de la cinematografía universal. Sin embargo, su artífice, el actor británico Charles Chaplin, no fue tan idolatrado en su azarosa vida real y se granjeó innumerables enemigos, tanto políticos como personales. Éste fue el caso del sempiterno director del FBI Edgar J. Hoover, quien le persiguió de forma obsesiva durante la “caza de brujas” hollywoodiense. En 1947 Charles Chaplin fue acusado ante la Comisión de Actividades Antiamericanas de ser proclive a la ideología comunista, y fue el propio Hoover quien inició una encarnizada campaña contra él, destinada a hacerle reconocer la paternidad de un niño habido de su relación con la joven Joan Barry. Aunque las pruebas sanguíneas determinaron que Chaplin no era el padre de aquel bebé, en 1952 fue condenado por inmoral e izquierdista, lo que provocó que el genio de “Tiempos modernos”, “El gran dictador” o “Candilejas” se exiliara en Suiza, donde pasó el resto de su carrera. En 1958 estrenó “El rey de Nueva York”, donde criticó abiertamente el sistema judicial norteamericano que tanto daño le había hecho.

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Américo Castro vs. Claudio Sánchez-Albornoz La forja de un país y las circunstancias que provocaron su nacimiento quedan siempre a expensas de las múltiples interpretaciones que los historiadores puedan hacer sobre tal capítulo. En el caso de España son varias las posturas que defienden una raíz fundacional sumergida en tiempos romanos con los visigodos a modo de continuadores del legado latino. En dicha tesis se situó el insigne Claudio Sánchez-Albornoz, con una firme y radical posición que se enfrentó a la sostenida por el no menos laureado Américo Castro, quien apostó por la conjunción medieval protagonizada por cristianos, judíos y musulmanes como artífices y modeladores del carácter español. El primero argumentó que en la época hispanorromana se configuró la urdimbre de nuestra nación, mientras que el segundo explicó que, gracias a lo aportado por hebreos y mahometanos, surgió la moderna España durante el siglo XV. Sea como fuere, esta eterna disputa –en la que los citados autores no repararon en cruces constantes de vilipendios escritos y orales sobre quién llevaba la razón– parece hoy un debate en apariencia superado.

John F. Kennedy vs. Nikita Kruschev La Guerra Fría enfrentó durante más de 40 años a Estados Unidos y a la Unión Soviética, en un clima nuclear que amenazaba con la destrucción total del planeta. Acaso el momento más complicado de este conflicto se dio el 14 de octubre de 1962, cuando un avión espía norteamericano –modelo U2– fotografió un silo de misiles rusos de medio alcance, ubicado en la isla de Cuba en manos de los revolucionarios castristas. El hallazgo dio paso a 13 días de máxima tensión entre ambas potencias, durante los cuales sus líderes, el presidente estadounidense Kennedy y el “premier” soviético Nikita Kruschev, cruzaron toda suerte de acusaciones que hicieron temer por la seguridad del mundo. Finalmente, el miedo ante una devastadora guerra mundial provocó un acuerdo “in extremis”, por el que se desmantelaron los misiles cubanos de la polémica y, en compensación, otros norteamericanos desplegados en la frontera turca. El epílogo para este renombrado acontecimiento quedó rubricado con la creación del famoso “teléfono rojo” que desde entonces estableció línea directa entre los dos dirigentes más importantes del Globo.

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“Los Libros Malditos” Por Juan Antonio Cebrián 1351d.c. 1632d.c. 1723d.c. 1856d.c.

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Giovanni Boccaccio – “Decamerón” Galileo Galilei – “Diálogo Sobre Los Dos Máximos Sistemas del Mundo” François Marie Arouet (Voltaire) - “La Henriade” Gustave Flaubert – “Madame Bovary”

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Giovanni Boccaccio - “Decamerón” Esta obra fue la precursora del Renacimiento italiano. Escrita en lengua vernácula, consagró a su autor como el representante y difusor de la prosa hablada por el vulgo toscano. Sin embargo, sufrió la persecución de las autoridades religiosas, que interpretaron que el texto era inmoral y obsceno. Muchos códices fueron a la hoguera. La causa era que varios cuentos estaban protagonizados por frailes y monjas corruptos. Una vez que éstos personajes fueron cambiados por damas y caballeros, el Vaticano concedió un discreto indulto que sacó al libro del Index o lista de títulos prohibidos por la Iglesia. La terrible plaga de peste negra que devastó el continente europeo a mediados del siglo XIV fue, paradójicamente, la fuente de inspiración de numerosos autores literarios, entre ellos, Boccaccio, quien utilizó este pretexto para encuadrar el paisaje en el que se movieron los diez personajes elegidos para dar sentido al Decamerón. El argumento nos presenta a siete féminas y tres varones que, huyendo de la peste en Florencia, se refugian en una villa campestre a la espera de mejores noticias. Juntos pasarán diez jornadas en las que buscando fórmulas que los entretengan, contarán cuentos al resto de sus compañeros hasta completar un total de cien. Cada jornada estará dirigida por uno de los integrantes del ocasional grupo con la misión de ofrecer diez relatos breves a sus amigos poniendo epílogo al día con una canción que todos bailarán con absoluta complicidad festiva. Boccaccio consigue una narración magistral en la que se combinan la perfección literaria de la época con una estética absolutamente renovadora y evolucionada. El florentino aporta indiscutibles muestras de humanismo al ofrecer al hombre y su destino, lejos de las imposiciones eclesiásticas dominantes en aquel contexto medieval. En El Decamerón los humanos se desnudan en todos los sentidos, mostrando al lector el catálogo de imperfecciones interiores que dan, en cierta manera, sentido a su existencia: celos, envidias, traiciones, sexo..., nada permanece oculto a la incisiva mirada de Boccaccio quien, por otra parte, expone, sin tapujos, que el libro sólo pretende entretener mientras orienta la futura actitud de las nobles y bellas damiselas que lo lean. Lo cierto es que esta deliciosa colección de cuentos consiguió romper con el misticismo imperante. Los lectores primigenios descubrieron con asombro que los cielos se alejaban para dar paso a lo mundano, al hombre pícaro, lascivo, terrenal metido en situaciones tragicómicas llenas de atrezzos vitales que confortan al que lo descubre.

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Las jornadas transcurren plácidas en el campo lejos de la enfermedad que diezma a Florencia, y los jóvenes –"educados, afortunados y discretos"– siguen relatando historias breves entresacadas por el autor de sus influencias clásicas, así como de cuentos populares y viejas narraciones francesas. Al fin, concluye el peligro, y los protagonistas regresan felices a su ciudad, tras haber pasado los días más estimulantes y sensuales de sus vidas. Giovanni Boccaccio necesitó cinco años (1348–1353) para completar El Decamerón. El texto se popularizó con rapidez y, pronto, cientos de burgueses italianos poseyeron su códice leyéndolo con fruición en las inciertas noches de aquellos años tan difíciles. No obstante, la siempre temerosa Iglesia se vio obligada a tomar medidas disciplinarias contra aquel libro que alejaba al hombre de los designios divinos y que, incluso, presentaba a los propios religiosos capturados por el pecado y la promiscuidad. En consecuencia, no es de extrañar que desde su aparición El Decamerón fuera hostigado por los valedores de la fe y que sus ediciones quedaran congeladas en algunos países, verbigracia España, en la que, tras ser traducido al catalán y al castellano a principios del siglo XV, pasarían más de tres centurias hasta conseguir ser impreso nuevamente. Boccaccio era un intelectual de alta erudición, sus conocimientos sobre la poesía y su métrica asombraron a los consagrados prerenacentistas. Tal fue el caso de Petrarca, al que conoció mientras escribía los primeros cuentos decameronianos y que llegó a ser su mejor amigo. Nuestro protagonista nació en 1307, seguramente en Florencia, aunque algunos exegetas suyos afirman que fue en París, pues ésa era la procedencia natal de su madre. En cuanto a su padre, un vulgar comerciante llamado Boccaccino di Chellino, lo poco que sabemos es que pretendió para su vástago ilegítimo el mismo oficio que lo sustentaba. De ese modo, el joven Boccaccio fue enviado a Nápoles para ser instruido como mercader, oficio que detestaba por lo que intentó aprender otras formas de ganarse la vida. Ya, por entonces, había desarrollado el gusto por la literatura componiendo algunos poemillas que deleitaron a la corte napolitana. Mas, en 1340, tuvo que regresar a Florencia para intentar administrar el escaso patrimonio dejado por su padre ya fallecido. Desde ese momento comienza la verdadera historia de nuestro personaje. Una misteriosa dama a la que él llama Fiammetta le sirve de musa para sus primeros relatos; algunos estudiosos ven en ésta Fiammetta a María de Aquino, una bella joven que el florentino conoció en Nápoles y de la que quedó prendado platónicamente. Boccaccio manejó, con pulcritud exquisita, el latín y la lengua vernácula italiana. Admiró con entusiasmo la figura de Dante Alighieri, convirtiéndose en el mejor analista de su obra, de hecho, fue nombrado en 1373, lector oficial de la Commedia dantesca, asunto que lo motivó especialmente. Un año más tarde moriría su gran amigo Petrarca, custodio de los manuscritos originales de El Decamerón, y el propio Boccaccio, no esperaría mucho, dado que falleció víctima de la enfermedad el 12 de diciembre de 1375 tras haberse entregado a la vida religiosa en los últimos años de su vida. Sobre la polémica y el escándalo generados por El Decamerón el propio Boccaccio se justificó de este modo: “Cada cosa en sí misma es buena para algunas cosas, y mal empleada puede ser nociva para muchos. Y esto mismo digo de mis cuentos. Al que de ellos quiera sacar mal consejo o mala obra, ellos no se lo impedirán si eso contienen, o si, desvirtuándolos, se los hace contenerlos; mas quien de ellos quiera sacar utilidad y fruto, no se lo negarán tampoco, y siempre por útiles y honestos serán tenidos...”.

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Galileo Galilei “Diálogo Sobre Los Dos Máximos Sistemas del Mundo” Su publicación en 1632 supuso el arranque oficial de la ciencia moderna, si bien en aquella época condujo a su autor a la Santa Inquisición, con lo que estalló una guerra abierta entre los defensores del heliocentrismo copernicano y los geocentristas ptolemaicos y aristotélicos. Galilei fue condenado, tras abjurar de sus creencias a cadena perpetua –más tarde rebajada a reclusión menor– y, por fin, en 1992 el Papa pidió perdón por las tropelías cometidas en la figura del célebre científico. Quizá este justo pronunciamiento llegó un poco tarde. Nuestra historia comienza el 24 de mayo de 1543 cuando el astrónomo polaco Nicolás Copérnico publica su libro La revolución de los cuerpos celestes, casi sin pretenderlo había dado un inmenso salto cualitativo sobre la concepción de los mecanismos que movían el universo. Por desgracia, este adelantado falleció al poco de ver impresa su obra, con lo que se perdió el terremoto científico en el que desembocó su hipótesis heliocentrista. Según Copérnico, la Tierra no era, como se creía, el núcleo estático del firmamento, sino que la actividad dinámica del Sol, los planetas y las estrellas se podía explicar admitiendo el doble movimiento de la Tierra, es decir, la rotación diaria sobre su eje y la traslación anual alrededor del sol. Con este pensamiento se desmontaban las viejas teorías del astrónomo Claudio Ptolomeo, quien en el siglo II a.C estableció que la Tierra era el centro de referencia universal y que todo giraba, incluido el sol, en torno a nuestro planeta; algo muy parecido a lo planteado por el griego Aristóteles algún siglo antes. Esta última hipótesis era la admitida por la Iglesia católica, por lo que no es de extrañar que los defensores de Copérnico, en su casi totalidad protestantes, fueran considerados herejes de la ciencia impuesta y admitida. Incluso algunos, como el fraile Giordiano Bruno, acabaron en la hoguera. Finalmente el debate se recrudeció en 1632 tras la publicación de Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo. La obra nos presenta en su argumento principal a tres personajes que discuten sobre la teoría expuesta. Por un lado Salviati, hombre progresista y abierto, que defiende los postulados copernicanos. En el otro extremo se encuentra Simplicio, personaje reaccionario y encastillado con las propuestas científicas imperantes en la época. En medio de los dos se sitúa, a modo de juez y árbitro de la contienda, Sagredo, quien se va decantando por los postulados razonables de Salviati. A medida que pasan las páginas y se suceden los diálogos, nos percatamos de las claras intenciones de Galileo, un gran divulgador científico que sabe en todo momento manejar la situación hasta conseguir su propósito sobre la difusión de la postura copernicana.

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Como el lector puede intuir, Salviati representa al propio Galilei, mientras que Simplicio encarna la figura del Papa Urbano VIII, muy amigo suyo en otro tiempo y que, a raíz de este libro, fue incapaz de denunciar ante la inquisición al supuesto transgresor de las leyes científicas. En realidad el mismo pontífice había dado permiso para la publicación de la obra confiado por las explicaciones de Galileo, quien se comprometió a no seguir encendiendo la hoguera de la controversia en este asunto tan delicado para Roma y su milicia intelectual, encarnada por entonces en la Compañía de Jesús. Sin embargo, nuestro personaje, comprometido con la verdad, no quiso eludir su responsabilidad científica y utilizó el texto a conciencia para denunciar el inmovilismo de los estamentos sociales dominantes en aquel periodo histórico. No era la primera vez que Galileo se enfrentaba a las autoridades eclesiásticas. Ya desde la aparición en 1610 de su libro El mensajero sideral, donde se apuntaban las virtudes copernicanas, el Vaticano intentó desacreditarle como astrónomo, llegando a formular contra él una acusación de hereje en 1615. El proceso culminó con una seria advertencia hacia Galileo en la que le conminaban a no seguir difundiendo las erróneas teorías de su maestro polaco. Ante esto el físico pareció callar convencido de la inutilidad que suponía seguir combatiendo, casi solo, frente al muro de la incomprensión oficial. Pero él había visto con su telescopio primigenio las manchas del Sol, las montañas de la Luna, cuatro satélites de Júpiter y las fases crecientes y menguantes de Venus, todos estos descubrimientos asombrosos le convirtieron en un testigo privilegiado de lo intuido por Copérnico. ¿Quién podría ocultar semejantes hallazgos? Con lo que volvió a importunar en 1623, cuando publicó El ensayador, una obra muy aplaudida por toda Europa en la que revelaba buena parte de sus ideas con respecto a las matemáticas como genuino lenguaje de la naturaleza y, de paso, aprovechó para cargar las tintas sobre Horacio Grassi, un influyente jesuita considerado su peor enemigo. Nueve años más tarde, el religioso de la Compañía cobraría venganza alentando a los tribunales que juzgaban a Galilei por su Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo. El proceso fue sinuoso e injusto. La presión sobre él se incrementó al punto que no tuvo más remedio que abjurar de sus creencias para evitar una más que segura condena capital. Galileo tenía 68 años, estaba hastiado de tanta batalla científica, diezmado por la enfermedad, casi ciego y sordo, tan sólo ansiaba terminar con aquello y retirarse a reposar en su modesta casa de Arcetri, muy cerca de Florencia. En 1639 publicó Discursos y demostraciones matemáticas en torno a dos nuevas ciencias, que después iluminó a Newton para afinar su teoría sobre la gravitación universal. Tres años más tarde, Galileo falleció sin que el Vaticano hubiese corregido su error. En 1870 se publicó la documentación sobre el juicio y, gracias a ello, se pudo comprobar que no sólo la Iglesia fue culpable en el dictamen sino también los filósofos que asesoraron en aquel trance. Según la leyenda, mientras firmaba su abjuración masculló entre dientes: “Y sin embargo se mueve”. Un buen epitafio para un genio inconformista abanderado de la verdadera y única ciencia.

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François Marie Arouet (Voltaire) “La Henriade” El título original concebido para esta obra fue Poéme de la ligue, aunque durante una estancia de su creador en la parisina cárcel de la Bastilla, terminó transformándolo en el definitivo La Henriade. Al igual que otros libros de Voltaire, esta narración épica estandarte del liberalismo europeo, sufrió la persecución del implacable y católico Estado francés, lo que desembocó en su impresión clandestina. Más tarde, tras un abrumador éxito en Inglaterra, su autor consiguió introducir en Francia varios ejemplares alojados en fardos que, presuntamente, portaban papel de envolver. Toda una aventura literaria. La Henriade rinde homenaje a la tolerancia religiosa del rey francés Enrique IV, considerado por todos como el primer gran patriota galo. Este monarca fue autor de la célebre frase: “París bien vale una misa”, acuñada tras acceder a ciertas imposiciones religiosas del clero franco a fin de obtener con todas las garantías el trono del país. Era un declarado ateo que supo navegar entre las procelosas aguas del catolicismo y del calvinismo más recalcitrantes. En una ocasión alguien le reprochó su vacío de fe en Dios, a lo que él respondió: “No me preocupo de lo que no existe”. Enrique IV creó para su reino una estabilidad económica y social sin precedentes y, de ahí la devota admiración de algunos liberales anticlericales como Voltaire, quien en su poema alabó el espíritu noble del rey en un texto perfectamente construido y equilibrado en todos sus términos literarios. En la narración se conjugan alegatos, exposiciones de los hechos y una emoción pura sin concesiones grandilocuentes para la galería. La Henriade vio nacer sus primeros capítulos en La Bastilla, lugar en el que su creador pasaba 11 meses debido a la publicación de un poema satírico dedicado a la figura del rey Luis XIV. Lo cierto es que la vida pública de François-Marie Arouet –el verdadero nombre de Voltaire– no fue nada apacible, su talante subversivo y, sobre todo, su eterno espíritu crítico con el sistema, le granjearon no pocas enemistades, así como, exilios y dos visitas a la Bastilla. La Henriade fue prohibida por las autoridades galas por su canto laudatorio hacia la posibilidad de convivencia entre varias religiones, a pesar de ello Voltaire publicó de forma clandestina el libro y, pronto, una miríada de lectores ávidos de sensaciones nuevas frecuentó los establecimientos que vendían la obra en el transfondo secreto de sus bibliotecas. Con el tiempo nuestro protagonista tuvo que buscar refugio político en Inglaterra, dando paso a unos años interesantísimos en los que se relacionó con lo mejor de la sociedad británica. Muchos nobles de ese país, incluida la reina, animaron al francés para que editara La Henriade en inglés y, así lo hizo, en una versión ampliada, gracias a las críticas positivas y negativas que había recogido a lo largo de cinco años. De esa forma consiguió innumerables adeptos que compraron ese libro prohibido en Francia, como si se tratase de una obra revelada por dioses paganos.

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A pesar de su éxito en Inglaterra y de los muchos amigos que lo arropaban, incluidos los grandes científicos de la época, Voltaire soñaba con regresar a su país natal dispuesto a seguir provocando escándalo y controversia. Una vez consumado este propósito y –con algunos volúmenes de La Henriade camuflados como papel de embalaje– consiguió permiso de las autoridades para publicar su poema épico y de paso las famosas Cartas filosóficas o inglesas, texto en el que ensalzaba, sin ambages, la predominancia intelectual, religiosa y social de Inglaterra sobre Francia. Como el lector puede entender, el disgusto fue mayúsculo y, de nuevo, la obra recibió todos los ataques posibles por parte de las instituciones políticas y eclesiales francesas. Las Cartas filosóficas fueron no sólo censuradas, sino que se ordenó a un verdugo que desgarrara y quemara públicamente todos los ejemplares incautados en la imprenta y librerías. Voltaire regresaba con más virulencia que nunca al combate, sus detractores lo odiaban profundamente y sus admiradores lo consideraban el Virgilio francés, es decir, el mejor poeta vivo de su país. Mientras tanto, él lidiaba con nobles y plebeyos en la defensa de su ideario filosófico y vital. La Henriade alcanzó fama internacional, miles de ejemplares circularon por el continente europeo. El propio Federico de Prusia invitó al autor a residir en su corte, aunque la diferencia de caracteres entre el monarca y el pensador sólo hizo posible tres años de tumultuosa relación. Voltaire ansiaba residir en su tierra natal, una y otra vez lo intentó, pero el destino o la fatalidad, siempre le empujaron hacia otras latitudes mientras crecía su leyenda como escritor prolífico. En ese sentido, hay que añadir a sus poemarios obras en prosa como una biografía dedicada al rey Carlos XII, o varias obras teatrales que le dieron una gran popularidad. Poco a poco, su prestigio le acercó al palacio de Versalles donde residía Luis XV con su amante oficial Madame Pompadour –la verdadera dirigente de Francia–. Junto a ella el literato preparó el camino para la Enciclopedia; era el gran momento de la Ilustración en un siglo que llenaba de luces a la Europa de la revolución industrial. Los enciclopedistas consiguieron su propósito, si bien Voltaire acabó enfrentado con una hostilidad extrema al propio Jean Jacques Rousseau; dicen de ellos que fueron los más acérrimos enemigos en la batalla cultural francesa. Voltaire elevó la sátira a su máxima expresión con su obra Cándido y sentó los cimientos de la Ilustración con obras tan resonantes como el Tratado de la tolerancia o El diccionario filosófico. En ellos se reflejaba vivamente la libertad de pensamiento, la crítica social y el respeto ideológico de los que hizo gala este indispensable autor universal durante su longeva vida. Falleció en París el 30 de mayo de 1778 y acabó siendo enterrado en el Panteón de Hombres Ilustres. Faltaba poco más de una década para la Revolución francesa, un estallido social, en buena parte, animado por la libertad, igualdad y fraternidad de Voltaire, un convencido anticlerical que, sin embargo, creía firmemente en la existencia de Dios. Nunca sabremos cómo hubiese digerido los acontecimientos de 1789 o la llegada de Napoleón Bonaparte, quizá nos ayude una de sus frases legendarias: “No estoy de acuerdo con lo que dices, pero defendería hasta la muerte tu derecho a decirlo”.

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Gustave Flaubert - “Madame Bovary” Hoy en día esta obra señera de la literatura francesa se nos antoja deliciosa, puramente realista y con claras impregnaciones románticas. Sin embargo, cuando se publicó en 1856 generó un escándalo de tal magnitud que su autor y el atrevido editor que lo amparó se dieron de bruces ante los tribunales de justicia, acusados de inmorales, pornográficos y anticlericales. Tras unos meses de encendida polémica, fueron absueltos, si bien el lanzamiento del libro quedó deslucido y tuvo que pasar algún lustro para que la gran mayoría reconociese la importancia fundamental de esta novela perfecta y exquisita. Madame Bovary es una opus mágnum de la narrativa universal. Gustave Flaubert precisó seis agotadores años en jornadas de 12 horas para completar su más ambicioso proyecto. El texto es un alarde minucioso de complejidad argumental basada en la decadencia burguesa decimonónica. No en vano, el subtítulo de la novela, Costumbres provincianas, es absolutamente indicatorio sobre los escenarios que podemos encontrar en su interior. La protagonista principal es la bella Emma Rouault, una provinciana con elevadas aspiraciones de progreso social. La joven encuentra refugio en las novelas románticas que la inducen a buscar mundos mejor construidos que el que le ha tocado en suerte. Es por eso que no se niega al compromiso con el médico Charles Bovary, hombre de buena posición, pero aburrido y vulgar, lo que le incapacita para satisfacer los anhelados deseos de su díscola amada. La nueva Madame Bovary permanece a la expectativa, conoce a otros seductores como el prometedor abogado León o el epicúreo Boulanger, los cuales la merodean, la buscan y, por fin, la encuentran en vericuetos amatorios idealizados por la flamante dama. Emma sueña con situaciones excitantes, aunque sus intensas ensoñaciones no suelen concluir del mejor modo. Al fin, la Bovary entra en una peligrosa espiral que la conduce a deudas económicas insalvables y, antes de que su esposo se entere de su vida paralela y pecaminosa, opta por el suicidio a través del arsénico. Gustave Flaubert no realiza ninguna concesión en esta novela inspirada en hechos reales. Cada personaje, bien sea protagonista o secundario, está estudiado hasta el último detalle. El realismo se palpa en cada renglón, en cada pasaje, en cada diálogo. El lector avanza en la narración consciente y admirado del trabajo efectuado por el creador. La Reveu de París, una célebre publicación de la época apostó por este manuscrito, ignorando sus responsables el alud escandaloso que se cernía sobre Flaubert y su obra. Entre los años 1851 y 1856, apareció por entregas; fue un proceso lento y doloroso a juicio del propio escritor. Y, cuando por fin se publicó el libro en 1857, las autoridades no dudaron ni un minuto en denunciar lo irreverente del texto.

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El juicio fue seguido día a día por cientos de parisinos curiosos ante aquel proceso inusual. Flaubert, de salud frágil y dominado por las alteraciones nerviosas que le acompañaron durante toda su vida, sufrió más de la cuenta, aunque se esforzó en demostrar indolencia ante lo que estaba ocurriendo. Al fin y al cabo, aquel trance jurídico daba cierto sentido a la existencia que él había pretendido desde niño. Nacido en Ruán (Normandía) el 12 de diciembre de 1821, se propuso desde bien joven que su localidad natal no fuera sólo recordada por la muerte de Juana de Arco, sino también por la huella literaria dejada por algunos de sus lugareños. Su padre era un magnífico cirujano que lo orientó hacia la jurisprudencia. Empero, la fijación vocacional del muchacho estaba centrada en el camino de las letras. Buscó fortuna en París y contempló como testigo privilegiado la revolución social de 1848. Gustave se sentía un salvaje domesticado por una sociedad opresiva, fundió conceptos tales como democracia y capitalismo, sin discernir entre ellos, de igual modo no hizo distingos entre ciencia y pseudociencia. Aprendió y se empapó de la decadencia que dominaba a las elites sociales francesas. El Romanticismo quedaba atrás para dar paso al crudo y detallado Realismo: había que contarlo todo, tal y como era, describir situaciones cuál fotografías contemporáneas, dar muestra fidedigna de lo acontecido en una época que no volvería a repetirse jamás. Y Flaubert lo hizo como nadie creando una escuela que desembocaría firme en el siglo XX. Viajó por Grecia y Oriente Próximo en compañía de su buen amigo Máxime du Camp y juntos descubrieron paisajes exóticos que posteriormente servirían al escritor para adornar sus obras; pero, es, sin duda, Madame Bovary donde alcanzó su máxima expresión como literato. El propio Baudelaire aseguró que era una de las mejores novelas de todos los tiempos y que, con juicio o sin él, obtendría el respeto de los lectores. Tras el dictamen absolutorio de los jueces franceses, Flaubert siguió escribiendo desde su retiro normando en Croisset. Llegarían otras obras, aunque de menor calado popular, fueron los casos de Salambó, una novela ambientada en el Cartago del mundo antiguo y publicada en 1862 o La tentación de San Antonio, basada en las dudas filosóficas y religiosas del santo en su desértico retiro. En total, completó 10 obras de las que buena parte eran textos de impecable factura. A él le cupo la responsabilidad de ejercer su oficio entre la cuna de su romanticismo hasta la concepción del estilo realista. Odió profundamente a la clase burguesa, aunque él mismo viviera como tal. La única diferencia es que Flaubert tenía un sentido artístico de la vida, amaba el arte por encima de cualquier apreciación económica. De hecho, acabó sus días arruinado y a expensas de una modestísima pensión concedida por el gobierno de su país. Sobre los burgueses siempre dijo que eran humanos superficiales de ideas recibidas, egoístas e incapaces de usar la creatividad para otra cosa que no fuera su lucro personal. Falleció el 18 de mayo de 1880, a esas alturas nadie especulaba sobre el importantísimo legado literario de este padre fundador del Naturalismo narrativo. Aún así, nos inquieta un comentario realizado por él sobre su contradictoria personalidad: “Soy un bárbaro: tengo de los bárbaros la apatía muscular, las languideces nerviosas, los ojos verdes y la alta estatura. Pero también tengo su ímpetu, su terquedad, su irascibilidad...”.

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