Encina Inferioridad

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NUESTRA INFERIORIDAD ECONÓMICA (EXTRACTOS DE LOS CAPÍTULOS IX Y X) CAMBIOS EN LAS CONDICIONES SOCIOLÓGICAS. Unidad 4: La sociedad finisecular: auge y crisis del liberalismo. Contenido: La cuestión social en Chile Fuente: Francisco A. Encina, Nuestra inferioridad económica, Editorial Universitaria, Santiago 1955. Extractos de los capítulos IX y X, pp. 86 y 126. (La primera edición se publicó en 1912). EXTRACTO TEXTO CAMBIOS EN LAS CONDICIONES SOCIOLOGICAS 1. Con la adquisición de Tarapacá se inicia para el Fisco chileno un período de desahogo. El impuesto al salitre, cuyo rendimiento aumenta paralelamente al mayor consumo de este abono, le permite subvenir a las crecientes exigencias de la administración pública impuestas por el desarrollo del país, sin necesidad de elevar las contribuciones existentes ni de crear otras nuevas. De este cambio en la situación financiera fiscal ha tomado pie una teoría, aceptada hasta hoy sin contradicción por la unanimidad de nuestros intelectuales, que explica por el desequilibrio entre la riqueza fiscal y la fortuna privada, las perturbaciones morales que el alma chilena ha experimentado en los últimos años. No es difícil señalar el origen de este exagerado concepto sobre la influencia que el impuesto al salitre ha ejercido en nuestra crisis moral. Para modificar los hábitos y tendencias del alma colectiva, todo factor necesita accionar en un mismo sentido durante largo tiempo. Todo cambio ha sido precedido invariablemente de un trabajo psicológico silencioso y lento, desarrollado con mucha anterioridad a sus manifestaciones aparentes. Lo propio ocurre en las reacciones. Para que la alteración de un hábito y aun de un rasgo del carácter repercuta sobre otros, es menester que medie la influencia prolongada durante algún tiempo. Ahora bien, entre los que han escrito sobre nuestra crisis moral y sus graves repercusiones de carácter económico ¿ha habido quien se haya tomado el trabajo de concordar en el tiempo del advenimiento de la riqueza salitrera con las acciones y reaccionas sobre el alma nacional que se te atribuyen? No lo creo, porque esta sencilla concordancia habría despertado las sospechas, aun de personas enteramente ajenas a los estudios psicológicos. La metamorfosis súbita de un pueblo, hoy sobrio, laborioso, ordenado y sano, que mañana despierta derrochador, desmoralizado y herido hasta en el más vital de sus instintos, el de la nacionalidad, no repugna menos al buen sentido de todo escritor sensato que al criterio del sociólogo, familiarizado con los fenómenos de esta índole. En mi concepto, ha habido más que ignorancia, distracción intelectual en nuestros aficionados a estudios sociales.

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Repitieron sin examen, lo que la opinión pública venía repitiendo, también sin examen, desde tiempo atrás. Es fácil demostrar que todos los cambios en las ideas y sentimientos de la colectividad de que derivan las perturbaciones morales que hoy nos alarman, estaban producidos con bastante anterioridad a la guerra del Pacífico. Las grandes causas de esos cambios son las modificaciones en las condiciones sociológicas de que habré de hacer caudal en los dos números siguientes: la educación y el contacto más intenso con Europa. La educación, omitiendo ennoblecer el ideal económico y en general la de todas las aptitudes que emplea el hombre de negocios y la enseñanza técnica, hizo al chileno inepto para la actividad económica; y acrecentó el desprecio por el trabajo manual, por el comercio y por la manufactura que, como ocurre en todos los pueblos mal evolucionados, aún circulaba por nuestras venas. La propia educación el contacto intenso con Europa, en cuanto estimulando la extraordinaria capacidad de imitación pasiva de todo pueblo atrasado, nos refinaron violentamente, despertando grandes deseos de consumos, sin darnos los correspondientes deseos y capacidades de producción y rebajaron la moralidad en la misma medida en que desequilibraron el alma nacional. 2. En Chile, lo mismo que en las demás repúblicas hispanoamericanas, el deseo de imitar a los países europeos y de nivelarse con ellos, germinó junto con la idea de la independencia, o para hablar con más exactitud, fue uno de los móviles de la emancipación. Entre los elementos directivos se produjo, desde los albores de la República, dualidad de criterio cuanto al camino que convenía seguir para llegar a la meta. La juventud ardorosa e irreflexiva, que no se resignaba a la evolución lenta y gradual; y algunos ideólogos como Infante y Lastarria, reacios a la observación, con una ingenuidad que no excusan los tiempos creían que el simple advenimiento de la libertad, la copia de determinadas instituciones y la difusión de la enseñanza borrarían corto plazo los abismos que mediaban entre las jóvenes nacionalidades derivadas de España y las viejas civilizaciones europeas. Los espíritus observadores como Portales, Montt y Varas, en quienes el apego a los hechos, el sentido innato de la realidad, constituían una especie de instinto científico, fiaban menos las mágicas virtudes civilizadoras que la filosofía de la época atribuía a la libertad y a las instituciones, y no aceptaban, sin beneficio de inventario, las excelencias de la enseñanza. Anticipándose en medio siglo a la sociología comprendían que lo esencial era modificar paulatinamente las ideas y sentimientos de la colectividad, estimulando un desarrollo uniforme de las fuerzas materiales, morales e intelectuales. Pero unos y otros perseguían un mismo ideal; la nivelación con las civilizaciones europeas. Se engañaría mucho sin embargo quien, juzgando por este deseo de nuestros dirigentes, creyera que la influencia de la civilización europea pesó con fuerza sobre el alma chilena desde la independencia. La sugestión producida por el contacto intelectual, por la fuerza de las cosas, quedó al principio limitada a los políticos y a los escritores; al deseo de copiar las instituciones y la literatura. Sólo mucho más tarde, por una larga serie de acciones y reacciones alcanzó al temperamento y al carácter de la raza. En cuanto al contacto social propiamente dicho fue en el primer tiempo poco frecuente y poco íntimo. No obstante la proximidad y el fácil acceso al mar de todo el territorio chileno, la distancia y los medios de que en aquella época disponían la navegación, nos mantuvieron en relativo aislamiento. www.odisea.cl - Unidades Temáticas

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El alma nacional continuó por cerca de medio siglo su desenvolvimiento espontáneo. Las ideas y pasiones heredadas de las razas progenitoras y los hábitos adquiridos durante tres siglos de vida común, sometida a los mismos medios y a la misma historia, continuaron regulando la vida privada e informando en lo sustancial la actividad cívica. Este orden de cosas sufrió una modificación trascendental durante la segunda mitad del siglo XIX. Los mismos agentes que hasta entonces habían mantenido entre nuestra civilización y la europea un contacto débil y de escasa importancia sociológica, sirvieron de vehículo a un contacto intenso, que marca el advenimiento de un nuevo factor destinado a influir pesadamente en nuestra evolución. El primero de estos agentes es el extranjero que afluye a nuestro país. Viene como jefe o como empleado de empresas comerciales y en menor número de empresas mineras. El bracero, sobre llegar en corta cantidad, después de algunos meses, se hace comerciante o trasmonta los Andes. La esfera de acción del industrial extranjero, cuarenta años antes limitada a una que otra casa comercial mayorista, en el último tercio del siglo XIX abarca ya todo el campo de la actividad comercial, fabril y minera. Durante la primera mitad del siglo XIX, el organismo social absorbió con relativo vigor estos elementos extraños que aisladamente se ponían en contacto con él; pero a medida que aumenta su número y que se canaliza su actividad en la minería y en el comercio, la absorción se debilita hasta llegar casi a desaparecer en las postrimerías del siglo. La influencia económica del industrial y del comerciante extranjero, aquí como en todos los pueblos atrasados y de desarrollo débil, se tradujo en los fenómenos ya conocidos de estímulo a la actividad productora y de desplazamiento del nacional. Su influencia sociológica aportó un valioso contingente al fenómeno de la subordinación de nuestra sociedad a las civilizaciones europeas, como habrá de verse un poco más adelante. Paralelamente al crecimiento del predominio minero y comercial del extranjero no absorbido, la influencia del pensamiento europeo, limitada al principio, como se ha dicho, a un corto número de espíritus escogidos, se extiende a la sociedad entera. El libro extranjero, sobre todo el de origen francés, constituye el único alimento intelectual. Nutre al maestro; guía los primeros destellos de la inteligencia del niño; llena las horas de ocio del adulto; e informa hasta en sus menores detalles la obra del político, del literato y del periodista. Al calor de esta influencia nació una actividad intelectual que recuerda a la precursora del Renacimiento. Los chilenos de la segunda mitad del siglo XIX imitan la producción intelectual europea con el mismo esfuerzo penoso, con la misma inhabilidad que los precursores italianos y franceses de los siglos XIV y XV, las obras de la antigüedad grecorromana. Nuestra mentalidad, sin fuerzas y sin valor para adueñarse de los métodos científicos y de los procedimientos artísticos y literarios para hacer obra propia, se limita a repetir lo que otros pensaron y sintieron. Cierra asustada los ojos delante de la percepción directa de la realidad. No concibe la verdad y la belleza sino revestidas de la expresión o forma que les dio el pensamiento extraño. La palabra de toda eminencia europea llega a ser verdad de www.odisea.cl - Unidades Temáticas

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fe que se acepta sin examen. El aficionado a estudios sociales se explica ideológicamente los fenómenos con arreglo a tesis preconcebidas formadas en la lectura servil del autor A o B. El político copia, sin consideración ni al estado social ni a las peculiaridades nacionales, todo cuanto lee en los programas de los partidos o en los discursos de los estadistas extranjeros. Si se exceptúan Los recuerdos del pasado, obra en que se vacía el alma de nuestra raza a mediados del siglo XIX, y uno que otro trabajo de menor aliento, nuestra producción literaria sólo tiene de nacional los nombres de los personajes y de los lugares y las descripciones de algunas escenas de la vida chilena. La trama íntima, las ideas y sentimientos que la animan, son exóticos; lo mismo que el corte o forma que la moldea reflejan la sugestión de civilizaciones extrañas. De esta suerte, la producción intelectual chilena pesó sobre el alma nacional en el mismo sentido que el pensamiento extranjero obró como auxiliar de la influencia que le dio vida. El tercer factor del contacto entre el viejo mundo y las jóvenes nacionalidades americanas lo constituye el viajero. A medida que las comunicaciones marítimas se desarrollan, el chileno va a Europa, en viaje de placer o de estudio, con creciente frecuencia; y en corto número, se establece definitivamente en las grandes capitales, sobre todo en París. El hispanoamericano que recorre Europa y se radica en ella por algunos meses 0 años, no recibe en toda su amplitud la influencia intelectual y moral de las sociedades que visita. Con excepción de los rarísimos aficionados a estudios sociales, sólo se pone en contacto con los monumentos, con los edificios y con algunas manifestaciones artísticas, como el teatro, la pintura, la escultura, el vestuario, el menaje, la etiqueta. La verdadera influencia social, la que va más allá de la corteza, la que alcanza al ser moral e influye en los ideales de la vida, la recibe de un medio sui generis, muy distinto de las sociedades francesa, inglesa, italiana, alemana, etc., el de los trasplantados parisienses. El ansia de goces materiales, los deseos de lustre y de ostentación, los atractivos de¡ lujo, de la cultura y del refinamiento y las desilusiones de la vida, reúnen en París un abigarrado conjunto de extranjeros llegados de los cuatro puntos cardinales. Desde el noble ruso hasta el general hispanoamericano, arrojado del Gobierno y del país por una revolución; desde la mujer elegante y frívola, que exhibe su gracia y sus joyas, hasta el industrial enriquecido, que busca un barniz de cultura social para él y para su familia; desde el joven heredero que derrocha la fortuna y la salud en groseros placeres materiales, hasta el intelectual refinado que no soporta el ambiente sano, pero tosco de su patria, va una gama extensa de temperamentos y de caracteres aparentemente inconciliables. Este conjunto heterogéneo tiene, sin embargo, un alma definida, si se quiere, cuya característica más saliente es la ausencia de todas las grandes fuerzas morales que constituyen el nervio de las sociedades, la piedra angular de las civilizaciones: pero alma que informa un medio social propio y que ejerce una enérgica sugestión sobre los elementos que se le acercan. El placer como objeto y fin de la vida; el refinamiento, la elegancia, la alta procedencia social y la fortuna, como únicos valores; el traje, el cultivo de las relaciones sociales, el teatro y otras reuniones con pretextos religiosos o mundanos, como empleo del tiempo; el desprecio por los deberes de ciudadano, el descastamiento y la repugnancia por los esfuerzos y sacrificios que imponen los grandes objetivos de la vida: tal es la www.odisea.cl - Unidades Temáticas

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idiosincrasia moral del medio que envuelve la permanencia en el extranjero, del chileno que desde 1860 en adelante viaja con relativa frecuencia por el Viejo Mundo. Por medio de estos tres agentes tomó paulatinamente cuerpo un contacto intenso entre nuestra civilización y la europea, hasta mediados del siglo, aisladas por la escasez de comunicaciones. Dado el desigual estado de desarrollo de las sociedades en contacto, las consecuencias no podían limitarse al simple intercambio de ideas científicas o artísticas, que las peculiares condiciones en que se desenvuelve la civilización occidental contemporánea, determina entre los distintos pueblos que de ella forman parte. En efecto, en lugar de los vínculos de solidaridad o europeos entre sí, se desarrolló un proceso de subordinación de nuestra sociedad a los núcleos más civilizados y fuertes, en cuyo contacto se encontró. El comerciante extranjero, para realizar sus fines de lucro, estimuló los consumos de artículos exóticos, y moldeó nuestros gustos en armonía con su interés, despertando nuestra admiración por las producciones de las economías extrañas. El libro europeo despertó, a su turno, la admiración por las ciencias, las artes, las instituciones y, en general, por la civilización, de la cual era él mismo un producto. Y por último, el viajero chileno difundió por ejemplo la admiración por el traje, por el menaje, por la etiqueta y por los mil detalles que el sociólogo engloba bajo el rubro de oropel social. Esta admiración por civilizaciones extrañas, despertada por el contacto íntimo, no podía desarrollarse sino disminuyendo la vitalidad propia de nuestro organismo, sino cercenando sus fuerzas espontáneas de desarrollo. En efecto, paralelamente al aumento del contacto, se produjo en el alma chilena una sugestión intensa. Poco a poco se subordinó a las civilizaciones más fuertes que la penetraron, no sólo en las artes y en las letras, como los pueblos europeos respecto a la civilización grecorromana durante el Renacimiento, sino en todas las esferas de la actividad. En el terreno económico, nuestros gustos, formados con arreglo a las necesidades de economía extraña, no crearon la necesidad de consumir sus producciones, encadenándonos a las exigencias de su expansión, aun a expensas de la propia. En el terreno político, la copia inconsciente de las instituciones y de las leyes ahogó el desarrollo espontáneo y torció los rumbos impresos por el genio nacional, Las propias bases de sentimiento y de pensamiento sobre las cuales descansaba nuestra sociedad tradicional, quebrantadas, cedieron, con lo cual lo que una civilización tiene de más íntimo, lo que no puede ser modificado sin hondas repercusiones, la urdimbre moral, quedó entre nosotros sometida a la influencia creada por la sugestión. Esta subordinación de nuestra alma colectiva, como observaba hace poco, marca el advenimiento de un nuevo agente sociológico y un cambio trascendental en las condiciones en que venía desarrollándose nuestra evolución. Desde 1870 en adelante, cesa en Chile el desenvolvimiento espontáneo. El progreso deja de ser el resultado de las fuerzas propias del organismo. Los cambios en las ideas, en los sentimientos, en las instituciones, en las costumbres, etc., son determinados por la influencia de la sugestión europea. De este cambio, el más hondo que haya experimentado nuestra civilización, desde la formación de la raza, sin exceptuar la propia independencia política, derivan numerosas consecuencias www.odisea.cl - Unidades Temáticas

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sociológicas y económicas relacionadas estrechamente con los fenómenos que son objeto de este estudio. A medida que las comunicaciones se perfeccionaron y la instrucción se extendió, se aceleró el éxodo de los habitantes desde los campos hacia las grandes ciudades. La necesidad de educar a la familia y los atractivos de una vida más refinada, arrancaron poco a poco al antiguo chileno de la casa solariega. Las deficiencias de los censos antiguos hacen imposible un estudio rigurosamente exacto del movimiento de la población urbana y rural a través de las distintas fases de nuestro délarrollo; pero las comparaciones permiten constatar una acentuada concentración urbana en el centro del país, durante el último tercio del siglo XIX. Este fenómeno no es en sí mismo sino la manifestación normal de una tendencia común a todas las sociedades civilizadas, Lo que lo hace interesante entre nosotros, son su consecuencias económicas y sociológicas. En los países fabriles, cuya actividad industrial ha alcanzado considerable desarrollo y cuya población tiene ya desenvueltas en alto grado las aptitudes para la vida manufacturera, el aumento creciente de las masas urbanas corresponde casi siempre a una necesidad económica real. El individuo acude a las ciudades solicitado por las necesidades del industrialismo. Al abandonar el campo, deja de ser agricultor y da a su actividad un nuevo empleo compatible con la vida urbana. Entre nosotros las cosas pasaron de distinta manera. Estimulada artificialmente la concentración urbana por las solicitaciones del refinamiento en una época en que la manufactura no existía ni podía existir, el agricultor no encontró desde el primer momento empleo para su actividad que se armonizara con su nueva vida. Inepto para las industrias fabriles, que por otra parte, cuarenta años atrás era imposible crear entre nosotros, continuo siendo agricultor. Siguió dirigiendo desde la ciudad las mismas explotaciones rurales en que antes se había ocupado. Se produjo así el ausentismo, o sea, el hábito contraído por los propietarios rurales, de residir en el pueblo confiando a empleados la administración de sus negocios agrícolas. Sin hacer aún caudal de las consecuencias morales de este hábito, él ha sido uno de los factores que más ha contrariado nuestro desarrollo agrícola durante los últimos treinta años. Confiada la gran propiedad a empleados que, en la mayor parte de los casos, no tienen interés en mejorarla y en incrementar su producción cuando no a campesinos rutinarios, algunos fundos vinieron a menos; muchos han permanecido estacionarios; y todos han dejado de adelantar en la medida en que habrían progresado si sus dueños hubieran continuado residiendo en ellos después de la extensión del riel, de la difusión de la enseñanza y del avance de la civilización en general. Más trascendentales aún han sido los efectos sociológicos de la concentración urbana. Como tenía fatalmente que ocurrir, dadas las causas que determinaron entre nosotros la concentración urbana, en los primeros años, se realizó, casi exclusivamente, a expensas de la población rural en que la sangre española estaba más pura y la civilización más avanzada. Fueron los patronos, www.odisea.cl - Unidades Temáticas

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los individuos pudientes, los de mayor desenvolvimiento intelectual y moral, los que primero abandonaron los campos. Esta selección habría sido perturbadora para el desarrollo de la civilización rural, aun en países normalmente constituidos. En países como el nuestro, cuyas capas están separadas por abismos, por fases enteras de la evolución social, y cuyos elementos superiores juegan un papel civilizador excepcionalmente importante, sus consecuencias tenían que ser fatales. La gruesa masa de los campesinos cargados de sangre aborigen, privada de la eficaz influencia civilizadora que, por sugestión, habían ejercido los elementos superiores, hasta entonces en estrecho contacto con ella, no pudo proseguir la rápida evolución que venía realizando. Su desenvolvimiento moral sufrió serios quebrantos. Falto de guía, se desorientó, se detuvo y aun sufrió regresiones. El campesino no sólo no continuó su jornada hacia aspiraciones más nobles y hacia una vida más regular y holgada, sino que retrocedió moralmente. Se hizo más perezoso, más borracho y más inexacto, cuando no ladrón o bandido. Los servicios municipales, la administración de justicia de menor cuantía y la seguridad, se resintieron. Antes que el desgobierno y el desquiciamiento administrativo hicieran sentir sus efectos, ya la ausencia de los elementos más civilizados y más morales había engendrado en los campos el desarrollo del robo y del salteo, la relajación de la justicia, el abandono de los caminos, etc. Por su parte, los patronos, si bien recibieron la enérgica acción civilizadora de la ciudad, si subió indudablemente su cultura intelectual, no escaparon a la regresión moral transitoria que siempre sigue al cambio violento de los hábitos tradicionales. Como habrá de verse más adelante, el despertar del gusto algo adormecido por la ostentación, las joyas y las construcciones rumbosas, no fue extraño a la concentración en la ciudad de masas de agricultores ociosos. Sus hijos, demasiado elegantes y refinados para soportar el ambiente rudo y polvoriento del campo e inutilizados para la actividad fabril por nuestra enseñanza, han suministrado un abundante contingente al profesionalismo y a la empleomanía. La concentración urbana, que es uno de los más poderosos factores del desarrollo de la civilización, a consecuencia de nuestra originalísima constitución étnica y de otras peculiaridades nacionales produjo, pues, algunas perturbaciones transitorias, cuyos efectos económicos fueron el debilitamiento de nuestro desarrollo agrícola, ya quebrantado por la naturaleza de nuestro territorio y por el gran descenso de precios que los productos de la agricultura experimentaron en el mercado universal; y su contribución al desarrollo del lujo, del profesionalismo y de la empleomanía. En cambio, es hoy un factor muy favorable para nuestra futura expansión fabril. A pesar del gusto por el atavío y la ostentación que el chileno manifestó cada vez que los auges de la minería o de la agricultura derramaron abundancia y bienestar, hasta el último tercio del siglo XIX la vida fue entre nosotros sencilla y barata. El aislamiento en que permanecimos respecto de las civilizaciones refinadas y el hábito, bastante generalizado entre los antiguos propietarios rurales, de residir en sus fundos, mantuvieron www.odisea.cl - Unidades Temáticas

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adormecida la inclinación al lujo. Los palacios y los mobiliarios suntuosos eran contados. El traje y la vida social, no tenían ni aproximadamente las costosas exigencias de hoy. El consumo de mercaderías extranjeras era limitadísimo. «Las únicas prendas de vestir que se venden públicamente en Chile -decía en 1822, María Graham - son zapatos, o más bien zapatillas y sombreros. Esto no quiere decir que no se puedan comprar también género de Europa o vestido para las clases superiores... » «Es que las gentes del país conservan todavía la costumbre de hilar, tejer, teñir y hacerse todas las cosas para su uso en su misma casa, excepto los zapatos y los sombreros». Estos hábitos se modificaron con mucha lentitud durante los dos primeros tercios del siglo XIX. Todavía entre 1860 y 1870 nuestra sociedad se diferenciaba poco del pueblo patriarcal que pintó la célebre viajera inglesa. Aludiendo a los barrios elegantes y a las gentes acomodadas en esa fecha, dice un observador perspicaz: «La gran mayoría de las casas era de un solo piso al nivel del suelo, o con una o dos gradas de elevación. El material que se empleaba era de adobe, que se enlucía y blanqueaba después...”, «Por la mañana no se andaba sino de manto y se estaba después en la casa con vestidos hechos en la familia con ayuda de las criadas». Así se explica cómo, a pesar de nuestra escasa capacidad productora, de nuestra desidia en la conservación de los objetos y de nuestros hábitos de despilfarro, pudimos en esa fecha crecer con rapidez, mantener equilibrados nuestros cambios y vivir con relativo desahogo. Pero a medida que la enseñanza y el contacto con Europa nos refinaron y la concentración de los agricultores en las ciudades encendió la emulación, se desarrolló el afán por los grandes palacios, por los menajes soberbios, por las joyas y por el lujo en todas sus formas. Padres de familia con más de diez hijos, cuya fortuna no excede de un millón de pesos, invierten seiscientos mil en palacio y menaje. Por su parte, los viajes al extranjero y los nuevos hábitos de vida social imitados principalmente de los trasplantados parisienses, imponen también gastos crecidos. Y el afán de la ostentación no ha quedado entre nosotros circunscrito como en París, a un pequeño grupo de familias ricas, en su mayor parte extranjeras, sino que se ha extendido, sobre todo en Santiago, a la sociedad entera. El rico derrocha casi todas sus rentas, y el pobre hace esfuerzos supremos por seguir un tren de vida que no guarda armonía con su fortuna. Al aumento en los consumos determinado por el ansia de brillo, se une otro que, como él, deriva también de la educación de nuestros gustos por la enseñanza y el contacto. Como se recordará, al hablar de la lucha económica entre las sociedades humanas, hice notar que la sugestión es el arma más poderosa que los pueblos superiores emplean para dominar a los inferiores. Despertando su admiración, inconscientemente los obligan a consumir todo aquello que conviene a las necesidades económicas del superior, los convierten, por decirlo así, en clientes o satélites de su expansión. Pues bien, la intensa sugestión que desde mediados del siglo XIX nos viene encadenando más y más estrechamente a Europa, ha creado en nosotros el hábito de consumir artículos de procedencia extranjera, no sólo en la satisfacción de nuestros lujos, sino también en las mil necesidades de la vida www.odisea.cl - Unidades Temáticas

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diaria. En la estadística de nuestras importaciones, al lado de los renglones útiles a la actividad productora, como el carbón, la maquinaria, etc., figuran con cantidades crecidísimas las mercaderías que, sin ser propiamente de lujo, están destinadas a llenar necesidades nuevas creadas por el refinamiento o necesidades antiguas que antes abastecía la producción nacional. Tomando las cosas en un sentido absoluto, nuestro consumo irreproductivo no es exorbitante. Santiago queda a este respecto muy por debajo de Buenos Aires. Una familia de la clase media, no gasta en Chile más que en Inglaterra, bien que los desembolsos se realizan con objetos más frívolos. Más si relacionamos nuestros consumos con nuestra capacidad productora, la perspectiva cambia. El chileno, como se ha visto al bosquejar su sicología, tiene todavía mal desenvueltas y pésimamente educadas las aptitudes económicas. Sus grandes facultades naturales o están aún adormecidas o se esterilizan en gran parte faltas de dirección. Los elementos físicos por su parte, no sólo no suplen, como en otros países jóvenes, con su superabundancia de fuerzas los defectos de aptitudes de la población, sino que exigen, para ser fecundos, grandes capitales y grandes capacidades económicas. En sentido relativo, es decir, habida cuenta de nuestra capacidad de producción, nuestros consumos irreproductivos son hoy una verdadera sangría suelta, que debilita nuestra expansión económica y mantiene abatidos nuestros cambios internacionales. El chileno lleva hoy una vida de estrecheces y de angustia. Sus hábitos de consumo y su capacidad de producción atraviesan por un desequilibrio agudo. Su actividad, su arte industrial, sus aptitudes productoras en suma han doblado; pero sus necesidades de consumo han cuadruplicado. Otra de las consecuencias de los cambios en las condiciones económicas y sociológicas de nuestra evolución, es el desarrollo del parasitismo. En el último tercio del siglo XIX y en lo que va corrido del actual, ha crecido desmedidamente el número de individuos que, como los abogados, médicos, empleados públicos y ciertos intermediarios, viven a expensas de la colectividad sin concurrir eficazmente a la producción. Entre 1830 y 1867 la Universidad tituló por término medio, dieciocho abogados por año; en los cuarenta años siguientes el número pasó de sesenta y cinco; es decir, cuadruplicó, mientras la población no ha aumentado en más de sesenta a setenta por ciento. Lo propio ha ocurrido en las demás profesiones liberales. El número de los empleados públicos ha crecido, por su parte, desproporcionalmente con relación a las necesidades de los servicios. Se han multiplicado las reparticiones administrativas y se ha aumentado la planta de empleados de las que existían, más en consideración a la pecha de los postulantes a ocupar los puestos, que a exigencias reales del desarrollo de la administración. Como en la Grecia de nuestros días, el reparto de los empleos públicos ha llegado a ser en la práctica, si no en la teoría, el número más real y efectivo del programa de los candidatos a Diputados o a Senadores y el anhelo más sinceramente abrigado por los partidarios. Políticos que vacilan delante de los desembolsos que requiere la construcción de los puertos, el complemento del equipo ferroviario y el saneamiento de las ciudades, dominados por la presión de los partidarios y por el medio moral que los envuelve, no retroceden delante del aumento de los empleados públicos innecesarios.

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Los individuos que no alcanzan empleos de planta, recogen las migajas del presupuesto fiscal por medio de las jubilaciones, de las pensiones y de los contratos y comisiones para los objetos más variados, o enteran los días volteando en rededor de los personajes influyentes, mientras les llega su turno. Por último, el gremio de los intermediarios, desde el aristócrata corredor o comisionista, hasta el humilde chalán de puercos o de otras menudencias análogas, ha crecido en proporción que no guarda armonía con la potencia económica del país. Las causas inmediatas de este fenómeno son, como ya lo anticipé al hablar de sus consecuencias económicas, algunos rasgos psicológicos que accionan y reaccionan entre sí haciendo recíprocamente de causa y de efecto: la admiración por las profesiones liberales, el desprecio por el trabajo manual, por el comercio y por las industrias fabriles, y la ineptitud comercial e industrial. Pero sus causas mediatas, o sea, el origen de los factores que lo determinan, derivan, en gran parte, de las tendencias y vacíos de nuestra enseñanza sistemática y de nuestro estado de civilización a la fecha en que principió a ejercer su influencia. Entre las consecuencias de los cambios en las condiciones sociológicas de nuestra evolución que han repercutido más enérgicamente sobre nuestro desarrollo, debe contarse, también nuestra crisis moral. No pasó por la mente de Lastarria, de Amunátegui, de Barros Arana, ni por la de ninguno de los escritores y educacionistas de las dos generaciones precedentes, el temor de que la penetración íntima de nuestra alma por civilizaciones extrañas, pudiera ser causa de graves perturbaciones morales. Creían, con la filosofía de su época que el andamiaje de la sociedad tradicional, podía ser reemplazado impunemente por remedos de las sociedades europeas. Confiaban en que el resultado de este cambio sería una simple aceleración de progreso. No tomaron, pues, en los rumbos impresos a la educación las precauciones que habrían podido atenuar notablemente los hondos trastornos morales que de él iban a derivar. Como ya se ha visto, la influencia de las civilizaciones europeas, tardó bastante en penetrarnos íntimamente. Entre los intelectuales de la generación anterior, tal vez es Barros Arana el más sugestionado; y, sin embargo, por poco que se ahonde en su sicología, se percibe que, más allá de la cultura científica y literaria netamente europea, está en toda su integridad moral el acervo de ideas y de sentimientos acumulados por el alma chilena en trescientos años de vida propia, realizada al amparo del aislamiento creado por la ubicación geográfica y la deficiencia de las comunicaciones. Pero, cuando en el último tercio del siglo XIX las propias bases de sentimiento y de pensamiento sobre las cuales descansaba nuestra sociedad, minadas por la educación exótica en el interior y atacadas desde afuera por la sugestión cada vez más intensa de civilizaciones más fuertes, cedieron, el desenvolvimiento moral del pueblo chileno, que venía desde el origen de la raza, realizándose en condiciones excepcionalmente favorables, se hizo más lento, se detuvo en absoluto poco más tarde, y desde 1880 en adelante, experimentó una franca regresión. Se extendió rápidamente en la colectividad una postración, un malestar confuso y generalizado, cuyas líneas más salientes son el www.odisea.cl - Unidades Temáticas

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descontento, la falta de fe en el porvenir, la pérdida de los hábitos y tradiciones de gobierno y administración y una especie de desequilibrio agudo entre las necesidades y los medios de satisfacerlas. No es difícil señalar el origen de esta regresión, que se ha denominado la crisis moral de Chile. La base, la piedra angular de la moral de toda sociedad, la constituyen las ideas y sentimientos tradicionales. Buenos o malos, sublimes o ridículos, para el crítico que los juzga por comparación con los de otros pueblos o con referencia a determinadas sectas religiosas o sistemas filosóficos, la experiencia social demuestra que no pueden ser quebrantados o modificados bruscamente, sin grandes trastornos morales. El advenimiento del cristianismo marcó para la humanidad un gran paso; y sin embargo, al quebrantar el patrimonio hereditario de la sociedad romana, influyó en la disolución del Imperio, más que los latifundios, que los bárbaros y que la propia corrupción, con ser grande. Ahora bien, la admiración por las civilizaciones europeas que el libro, la enseñanza y otros factores despertaron en nuestra sociedad, tenía fatalmente que debilitar nuestras ideas y sentimientos tradicionales. La admiración por lo extranjero disminuye, en igual medida, la admiración por lo propio. No se da impunemente una enseñanza calculada para enaltecer sociedades extrañas, en un pueblo joven sensible a los efectos de la educación. El descontento de sí mismo, las dudas sobre el porvenir y aun el desprecio abierto por todo lo nacional, no se hacen esperar largo tiempo. Nuestra sociedad, al pasar bruscamente del enclaustramiento colonial a un contacto íntimo con las civilizaciones europeas, experimentó, pues, un verdadero desquiciamiento de su antiguo andamiaje moral, por la socavación de las bases en que estaba asentado. Nada vino a reemplazar el edificio derruido, porque las adquisiciones que hicimos por imitación, por ser exclusivamente intelectuales, fueron tan heterogéneas que su influencia moralizadora tenía fatalmente que anularse. Voy a explicarme. Los pueblos, como los individuos, tienen temperamento y carácter propios, que imprimen su sello personal y exclusivo a todas las manifestaciones de su actividad. No existen dos razas que piensen, sientan y obren exactamente igual. No obstante las tendencias cosmopolitas de la civilización contemporánea, el alemán, el inglés, el italiano, etc., conciben de una manera particular aun instituciones que, como la religión, la patria, la propiedad y la familia, constituyen las bases fundamentales de su civilización común. Ahora, si de pueblos próximos, como los que acabo de recordar, pasamos a pueblos de civilizaciones distintas, como los indios, los japoneses y los austriacos, o a naciones que tienen una civilización común, pero desigualmente desarrollada, como Chile, Bolivia, Francia y Estados Unidos, sus ideas y sentimientos están separados, no ya por el sello que le imprime la idiosincrasia nacional, sino por verdaderos abismos. Son clásicas las ideas estrafalarias que los indios educados a la europea se forman de la libertad y de otros conceptos igualmente familiares a los pueblos occidentales. Nada más interesante para el psicólogo que los remedos que nuestros literatos, políticos, pedagogos y periodistas hacen de las ideas, sentimientos e instituciones europeas.

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Como consecuencia de esta diversidad de complexión intelectual y moral, los productos de una civilización no pueden ser asimilados por otra, sin amoldarse al carácter y al grado de desarrollo de esta última; y si, como ocurre en el caso nuestro, el alma nacional, enervada por la propia intensidad de la sugestión, llega a hacerse impotente para realizar la transformación, quedan las ideas y sentimiento imitados, faltos de armonía y de coherencia entre sí y con respecto al patrimonio hereditario o índole propia de la sociedad inferior. De aquí que, al infiltrarse por sugestión las ideas, sentimientos e instituciones francesas, alemanas, inglesas, etc., se formara en nuestra mentalidad una mezcla abigarrada y contradictoria en que todo choca y se hace fuego, determinando una verdadera interferencia moral, semejante a la que se produce en el orden físico por la destrucción recíproca de los rayos luminosos. Las adquisiciones que fueron la consecuencia del contacto, lejos, pues, de suplir el vacío que dejó el derrumbamiento de la moral tradicional, agravaron la crisis con la anarquía que produjo la interpolación de ideas y sentimientos exóticos. Este debilitamiento sin compensación del prestigio de las ideas y sentimientos tradicionales, determinó en nuestra sociedad un estado de amoralidad, 0 sea, la relajación de la fuerza de los hábitos que regulaban su conducta y su modo de ser, semejante al que el pueblo inglés experimentó en el período comprendido desde la Restauración hasta el advenimiento de la casa de Hannover. Otro fenómeno, originado también por el contacto y la educación, agravó sus consecuencias. Creían nuestros padres -y aún continúan creyéndolo casi todos nuestros intelectuales- que en el contacto íntimo con los pueblos europeos, nuestra sociedad iba a asimilar armónicamente toda su civilización; es decir, que el contacto nos elevaría moralmente en la misma medida en que iba a desarrollar nuestra inteligencia; y que junto con refinarnos, nos daría las aptitudes económicas necesarias para subvenir a las nuevas exigencias creadas por el progreso. Desgraciadamente las cosas no pasaron así. Como ha ocurrido siempre que un pueblo inferior se ha puesto en contacto intenso con otros más desarrollados, asimilamos los refinamientos y la capacidad de consumo propios de las civilizaciones superiores, sin ninguna de las grandes fuerzas económicas y morales que constituyen su nervio. Aprendimos a asearnos, a vestirnos elegantemente, a vivir con comodidad, a oír música, a apreciar las bellezas de la escultura y de la pintura, a leer versos y a presenciar representaciones teatrales, pero no adquirimos al propio tiempo el sentido práctico, la aplicación regular y constante, la exactitud, la capacidad para la asociación, la honradez en sus variadas formas y la competencia técnica, en la medida que permiten al europeo desarrollar una eficiencia económica en armonía con las necesidades creadas por el refinamiento. Aprendimos a remedar la etiqueta social y las instituciones; pero no asimilamos las virtudes privadas y cívicas que elevan la vida y hacen posible el gobierno democrático. Dada la sensibilidad de nuestra alma nacional a la acción de todos los agentes sociológicos, la enseñanza pudo evitar el trastorno que iba a ser la consecuencia de la excesiva facilidad con que los pueblos nuevos asimilan, por contacto, las frivolidades y el oropel de las sociedades antiguas. Para ello www.odisea.cl - Unidades Temáticas

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le habría bastado reducir la educación intelectual a los límites estrictamente necesarios para hacer posible una sólida educación moral y económica. Pero, como ya se ha visto, nuestra enseñanza general, sobre estar especialmente calculada para atrofiar el desarrollo de las aptitudes que conducen a la actividad industrial omite dar el ideal económico, y confía la educación moral a «la influencia de las luces del espíritu». Reducida a una simple instrucción, no sólo no podía evitar los inconvenientes del contacto, sino que tenía fatalmente que aumentarlos, estimulando la admiración por la ciencia, por las artes liberales y por el oropel social, y creando en el individuo, con el refinamiento, necesidades nuevas. Se produjo así un desequilibrio en nuestra alma, determinado por el desarrollo excesivo de las facultades intelectuales sin el correspondiente desarrollo moral, por las grandes necesidades impuestas por una vida más civilizada a un pueblo desviado de la actividad económica por la enseñanza que recibe, y finalmente, por la importancia desmedida que el oropel social pasó a ocupar entre los ideales de la vida. Desde mucho antes que se hicieran aparentes los síntomas de nuestra crisis moral, se venían, pues, realizando grandes cambios en el alma chilena. Cuando adquirimos el salitre, hacía ya tiempo que la acción combinada de la enseñanza y del contacto con civilizaciones más avanzadas, había quebrantado el andamiaje tradicional de nuestra sociedad y desequilibrado nuestro desenvolvimiento mental. El trabajo lento y silencioso que precede a los grandes trastornos morales, estaba realizado. Como ocurre casi siempre en los fenómenos sociales, los efectos tardaron algo en seguir a las causas. Las propias esperanzas quiméricas que cifrábamos en el remedo de las sociedades europeas, aplazaron nuestra desmoralización. Mientras confiábamos con fe sencilla en que el simple advenimiento de la libertad, el desarrollo de la instrucción y la copia de las instituciones nos harían virtuosos, ricos y grandes, la sugestión optimista mantuvo nuestra moral. Pero en cuanto la realidad disipó el ensueño, en cuanto palpamos que la instrucción no nos había tornado sobrios, trabajadores y honrados, ni las libertades nos habían hecho grandes y fuertes, ni el sistema parlamentario había aumentado nuestras virtudes cívicas, ni mejorado el gobierno y la administración, desapareció la sugestión, dejando no la realidad desnuda, sino el pesimismo que sigue al derrumbamiento de las grandes ilusiones. Perdida la fe en nuestras ideas y sentimientos tradicionales, atrasados y rudos bajo más de un punto de vista, pero definidos y perfectamente adaptados a nuestro entendimiento, como que era el producto de su trabajo secular, sobrevino la amoralidad, la relajación general de las fuerzas directrices de la vida. Desquiciado nuestro cerebro por la interpolación de ideas y sentimientos exóticos, filosóficamente todo lo elevado que se quiera, pero vagos, contradictorios e imposibles de ser asimilados sin desfiguración, para nuestra complexión mental, falta de correspondencia con la de los pueblos que los elaboraron, se produjo la angustia intelectual y moral, Moldeados por la enseñanza para el cultivo de las ciencias y de las artes liberales en una sociedad que, a diferencia de las antiguas, no tiene la institución de la esclavitud para satisfacer sus necesidades económicas, ni tiene, como otros pueblos jóvenes, un medio físico pródigo que supla las deficiencias de aptitudes de la raza nos encontramos en la imposibilidad de subvenir a las grandes necesidades materiales impuestas por una www.odisea.cl - Unidades Temáticas

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vida más culta y más refinada. Obligados a rehacer en la vida adulta los ideales y a rehabilitar aptitudes que la enseñanza atrofió cundieron entre nosotros la desorientación, la duda y el desaliento. Las virtudes cívicas y las tradiciones administrativas, aún no bien consolidadas, desaparecieron con rapidez en cuanto se debilitaron las fuerzas morales en que descansaban. El descontento, el abatimiento y la falta de fe en sí mismo, inherentes a todo intelecto anarquizado y a toda alma desequilibrada, nos envolvieron en un malestar confuso y vago, que todos palpan pero que nadie define. Tal es el origen de la crisis moral que nos azota, en parte consecuencia ineludible y fatal de las transiciones bruscas a que está sujeta toda soledad inferior que evoluciona en estrecho consorcio con otras superiores; Y en parte, hija de la miopía intelectual de los directores de nuestra enseñanza, empapados en una pretendida ciencia de la educación que es hoy una fraseología rancia des, provista de todo valor. Hay en ella mucho de transitorio, de perturbación pasajera, que el propio juego de las fuerzas sociales habrá de enmendar; pero hay, también, algo grave y alarmante que amenaza nuestros propios destinos. El concepto de deber, que siempre estuvo en el chileno menos desenvuelto que el de derecho, se ha debilitado considerablemente. La tendencia a hacer del placer y del bienestar el objeto y el fin de la vida ganan terreno con rapidez; y lo que hoy es, todavía una desviación fácil de corregir, si no se interviene en el transcurso de algunas decenas de años se incorporará firme en el alma nacional.

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