El problema de las representaciones políticas y la “construcción” de un Orden Nacional (1820-1880)
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Introducción El punto de partida del presente ensayo se encuentra en el problema de cómo ha de comprenderse y abordarse el problema de construcción de un organismo de organización nacional, dentro del esquema problemático de las representaciones políticas en América Latina durante el convulsionado siglo XIX en el espacio territorial del ex virreinato del Rio de la Plata, que a partir de 1816 es denominado como las Provincias Unidas del Rio de la Plata. Dentro de este marco me he de centrar en los aspectos teóricos aportados desde la Nueva Historia Política. A diferencia de la Vieja Historia Política que se centró en los personajes centrales y una historia desde arriba que daba cuenta de un fuerte personalismo en los procesos (Rivadavia, Rosas, Urquiza, Mitre, Roca, etc.) mezclado con una tradición de historia militar-acontecimiental (Batalla de Cepeda de 1820, Batalla de Vuelta de Obligado 1845, Batalla de Caseros 1852, Batalla de Pavón 1861, la Revolución de 1880, etc.) como ejes de una historia nacional donde la idea de Nación era algo dado y presente desde la Revolución de Mayo, o incluso antes de la misma; la Nueva Historia Política permite ver dichos procesos desde otra óptica, donde las construcciones del poder, de abajo a arriba, son base para poder hacer una revisión y poder complejizar esta historia en donde, ante un proyecto iniciado (si se puede decir) en 1810 que ha tenido, a partir de 1820 diferentes alternativas matizadas con la idea original y que los conflictos desatados a partir del mismo han marcado profundamente (desde lo social a lo económico) a las gentes de las Provincias Unidas del Rio de la Plata hasta la consolidación de un poder nacional efectivo y organizado, en 1880. A los diferentes grupos políticos1, que han sido parte de este contexto, les han puesto (o se les pone) la etiqueta de Representantes de una Idea o de un conjunto de la población, por ejemplo: federales y unitarios. Sin embargo esta etiqueta (heredada de la historiografía tradicional rioplatense) ha de considerase dentro de un marco historiográfico donde el contexto, la idea en su momento y la construcción del relato de los mismos protagonistas han de comprenderse como un todo integrado y tratar de verlo desde un enfoque complejo
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Se entenderá a grupo político como un conjunto de la población donde hay una concepción teórica de la política, aunque en la práctica y la concepción de la misma hay matices mezclados entre pragmatismo-empirismo, con la propia teoría que (en varios casos en el Rio de la Plata) provocan contradicciones entre el discurso político y la práctica política de dicho grupo.
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y amplio, sin caer en el reduccionismo que lo toma desde uno solo. La historia argentina entre 1820 (con la derrota del centralismo porteño en Cepeda) y 1880 (con la Revolución que significó la federalización de la Ciudad de Buenos Aires) constituyen un amplio campo y periodo en donde el foco de análisis de este ensayo estará en hacer, en la medida de lo posible, un amplio pasaje y síntesis (sin caer en el reduccionismo) de las representaciones políticas, las prácticas políticas y los mecanismos empleados por las diferentes experiencias políticas, tratar de dar a comprender como la creación de una identidad política chocó con varios problemas y resistencias. A la par de esto, para dar un poco más de claridad, se va a exponer el contexto historiográfico de las diferentes cuestiones abordadas. La idea del centralismo y el autonomismo (señalados en el título del presente) son a modo de poder dilucidar como las ideas nacientes de la Revolución de 1810 colapsaron en 1820 (dando fuerza al ideal del autonomismo) y también como esta idea, producto del año veinte, colapsó en 1880 ante el triunfo de aquel orden planteado en la Revolución del diez, ahora denominado, Estado Nacional. Por este camino va el presente ensayo, primero por un recorrido de los diferentes periodos que atravesó el territorio desde la experiencia rivadaviana, pasando por el periodo rosista, la confederación de Urquiza, el nuevo orden impuesto por Mitre y Sarmiento, hasta la consolidación total de la nación, sobre el último reducto autonomista en la Ciudad de Buenos Aires, a manos de Avellaneda y Julio A. Roca.
De la caída del Primer Centralismo a la “Feliz Experiencia” Tras la caída del gobierno central, una problemática que comenzó casi junto al proceso de emancipación era la de legitimidad y control de los territorios del antiguo virreinato. El proceso iniciado en el cabildo de Buenos Aires, en 1810, tenía que conseguir el apoyo de los demás cabildo y de las demás administraciones. Sin embargo, las tensiones acumuladas en el siglo XVIII (por el conjunto de reformas aplicadas durante los gobiernos borbónicos) se agudizaron con la caída de Cisneros y de las autoridades peninsulares en la capital del virreinato. Casi de inmediato, al suceso, se pusieron en acción los diferentes cuerpos administrativos y judiciales de las “provincias”. Y con este accionar comenzaron a surgir diversos problemas, entre ellos el de representación que se reflejó en las tensiones entre los Cabildos y Legislaturas (GOLDMAN, 1998; 112) 3
Con la búsqueda de legitimidad y de unificación se planteó la necesidad de un poder organizador que centralice los principales roles administrativos que requería un nuevo estado. Este proyecto lo encaró el Directorio, respaldados por el Congreso Constituyente (el formado luego del año ’13 y el que proclamó la “independencia” de las Provincias Unidas). Sin embargo el proyecto tuvo su oposición, de la mano de los seguidores de José Gervasio Artigas, en las provincias del Litoral y la Banda Oriental. Este conflicto llegó a su máxima tensión en 1819 con la proclamación de una constitución de rasgos marcadamente centralistas, a manos del Directorio de José María Rondeau. La rebeldía del Litoral llevó al pedido, de Rondeau, a los portugueses
instalados en la Banda Oriental para que
intervinieran a su favor sobre los disidentes de los territorios de Entre Ríos y Santa Fe, lo que desencadenó una reacción armada, que desembocó en la Batalla de Cepeda, el 1° de Febrero de 1820. Esto llevo a que se firmase el Tratado de Pilar donde se propuso la creación de una “federación” en un Congreso Constituyente que debía reunirse en San Lorenzo al año siguiente, lo cual nunca iba a suceder. La caída del Directorio aceleró la disgregación de la antigua estructura virreinal, y con ello todo intento de instalar una organización nacional. El proyecto centralista había tenido su primer gran contratiempo. Sin embargo en octubre de 1820 los confederales porteños (una de las facciones que había en la Asamblea del año 13 que respondían a la teoría federal impulsada por Artigas en el Litoral), que habían ganado en Cepeda, son derrotados por Martín Rodríguez. La victoria de los centralistas contribuyó a que un sector de la elite económica porteña, junto a otro grupo conformado por personas que, tras la Revolución de 1810, se habían comenzado a dedicar exclusivamente a la política, se perpetúe en el poder y ganen terreno político. Dentro de este grupo existía una idea: ordenar el caos producido luego de la caída del poder central. El Partido del Orden, como se denominó a este grupo, se compuso de manera heterogénea, pero principalmente por miembros de la elite porteña (entre ellos los allegados a Rodríguez, como Manuel García y Bernardino Rivadavia) empeñados en un plan de reformas tendientes a modernizar la estructura administrativa heredada de la colonia, y a ordenar la sociedad surgida de la Revolución en los diversos aspectos de la misma (sociales, económicos, culturales, etc.). Y para ello poseían los recursos necesarios, que antes habían 4
sido utilizados en la guerra de independencia, para poder inaugurar una etapa de reconstrucción y transformación en todos los niveles de la realidad social porteña. De este modo se da comienzo a la feliz experiencia de Buenos Aires (TERNAVACIO, 1998; 163). Con ello se había dado inicio, paralelamente, a un proceso de constitución de un nuevo tipo de orden en la provincia de Buenos Aires, el cual se vio en la creación de la Sala de Representantes que pasó de ser una mera Junta electoral (para resolver el problema del ejecutivo tras Cepeda y la caída del Directorio) a constituirse en el auténtico poder Legislativo de Buenos Aires. Sus funciones fueron más allá de la elección de nuevos gobernadores, y aprobaba las reformas, votaba presupuestos anuales, creación de impuestos, evaluar al Ejecutivo, y a fijar el periodo de sucesiones de gobernador. Su poder, durante este periodo que va desde Cepeda hasta 1824 fue de consolidación de su poder. Este provenía de un cuerpo de Leyes Fundamentales que, si se puede decir, actuaba como un cuerpo constitucional, puesto que la Provincia de Buenos Aires no poseía una carta orgánica, que limitara su poder, y no la poseyó hasta 1854. La Sala se constituía de un Reglamento Interno que se baso casi exactamente al elaborado por Jeremías Bentham que intento darle un desarrollo ordenado y racional al cuerpo legislativo. Este proceso fue, paulatinamente, eliminando las viejas formas de representación, encarnadas en el Cabildo. Y para ello recurrieron a la Ley Electoral, de 1821. Esta misma permitía, a grandes rasgos, el sufragio amplio, y buscaba crear una participación más vasta del electorado potencial para evitar, por un lado, el triunfo de facciones minoritarias, y por otro la realización de asambleas que cuestionaran la legitimidad de las elecciones por el escaso número de votantes presentes en ellas. La prescripción del voto sin restricciones tendió a ampliar la participación, lo cual sirvió para disciplinar a través del canal electoral la movilización iniciada con la Revolución y legitimar con este gesto al nuevo poder provincial creado en 1821. MARCELA TERNAVACIO (1998; 171) da cuenta de cómo emergió esta nueva representación, en el siguiente apartado: La representación antigua, derivada de la teoría monárquica en la que los cuerpos y estamentos representaban a sus mandantes frente al rey, en el caso de la monarquía española reconocía a los cabildos como los únicos cuerpos a través de los cuales se había ejercido este tipo de representación en América. En cambio, la nueva representación, a la que Rivadavia denominaba lisa y llanamente "liberal", era 5
aquella que había comenzado a plasmarse luego de la Revolución, momento en el que "la autoridad suprema retrovertió a la sociedad", y que intentaba consolidarse con la ley electoral dictada en agosto de ese mismo año. A la par de este proceso de consolidación de las fuerzas legislativas, el por entonces ministro de gobierno, Bernardino Rivadavia, había proclamado una de las reformas más importantes: la supresión de los cabildos, tanto de Buenos Aires, como de Lujan. Y con ello comenzó un proceso de Reformas que llevaron a la supresión de los diferentes organismos institucionales, heredados de la colonia, y que en la Revolución había tenido un papel protagónico e importante, por nuevas instituciones que tendían a representar el nuevo orden y las nuevas prácticas políticas, con un profundo aire secularizador. Esto permitió que se crearan nuevos espacios de socialización (y por lo tanto de representación) que fueron reemplazando a los viejos espacios tertuliares. Uno de estos espacios fue la Prensa y con ella los nuevos círculos que aparecían, como la Sociedad Literaria o la Sociedad de Beneficencia que aglutinaban en sus senos a los integrantes de la tradicional elite económica porteña y la nueva elite política porteña que emergió producto de la consolidación del Partido del Orden. Estas reformas provocaron un cambio en las estructuras de dominación y de organización política de Buenos Aires, desde lo militar hasta lo eclesiástico. Con la consumación del proyecto rivadaviano y la estabilización del poder y el orden en la provincia, en 1824 Rivadavia viaja a Londres para crear acuerdos económicos, sin embargo la necesidad de tener un estado nacional estable para poder consumar dichos acuerdo llevó a que se propusiera un congreso constituyente en Córdoba para 1824. Y en dicho congreso confluyeron los debates sobre la soberanía (si la misma reacia en la nación o en las provincias), se ponía en debate el problema de la Banda Oriental (que había sido anexada por el Imperio del Brasil), y se proponía la creación de un órgano Ejecutivo Nacional. Una característica de este congreso es que en el nacimiento de las facciones unitarias (centralistas) y federales (confederalistas), que marcaran fuertemente los debates en dicho congreso y de los años venideros. De la caída del segundo Centralismo al primer gobierno de Rosas Los debates acerca de la Capitalización y la Ley de Presidencia fueron aislando a la facción unitaria, encarnada en alguno de los representantes porteños, ante la facción federal. La apertura a mayor número de representantes al congreso tuvo como objetivo la entrada de 6
más seguidores de la causa unitaria, pero en también permitía la entrada a líderes opositores porteños, como Manuel Dorrego. La ley presidencial fue la más debatida, y opuesta por la facción federal, encarnada en Dorrego. Este proyecto de ley transformaba una facultad provisoria en una magistratura destinada a perdurar en el futuro ordenamiento constitucional. Sin embargo, otro problema faccioso que emergía era el de la Capitalización de la nueva nación. Y que, ante la elección de Buenos Aires como sede del poder nacional, los poderes provinciales perdían al sector más rico y que proporcionaba los mayores ingresos para la elite dirigente porteña. Este proyecto causo fuertes divisiones en el seno del Partido del Orden, y entre los representantes porteños. Sin embargo, la oposición federal a la ley de capitalización venia más acercada a las doctrinas de no tener una capital ya establecida, y proponían el modelo norteamericano de crear una nueva capital (como Washington), puesto que se temía que el gobierno nacional estuviera presionado por la opinión porteña. Sin embargo, la necesidad de conformar un orden nacional, llevo a que la facción porteña-unitaria, promulgase en 1826 una constitución que se presentó en el congreso. La emergencia de la Guerra con el Imperio de Brasil fue aprovechada por la facción unitaria-porteña que decidió proclamara a Bernardino Rivadavia como el nuevo presidente de la insipiente nación. Sin embargo esta medida “de emergencia” había provocado fuertes tensiones entre las facciones federales y algunos sectores de las elites porteñas que, ante el avance del proyecto de capitalización se vieron privados de su capital que les proveía grandes recursos financiero. Sin embargo, ante la presión de los grupos federales que imponían su presencia en las regiones, principalmente de Córdoba y el Litoral, y ante la fuerte presión fiscal que traía la guerra a las arcas porteñas, en 1827 Rivadavia decide, ante la tutela británica, firmar un tratado de paz en donde la Banda Oriental era reconocida como estado independiente (o estado tapón), lo que provocó el malestar entre los dirigentes, el congreso y la elite porteña que consideraban humillante el tratado firmado, y esto llevo a un clima profundo de tensiones políticas y de tumultos en Buenos Aires que, sumado al ahogo fiscal, fueron consumiendo el poder del presidente que, en Junio se vio obligado a renunciar y volver a poner las vieja estructura provincial a Buenos Aires. En este contexto su suceso, el presidente provisorio Vicente López y Planes no tuvo legitimidad para gobernar. El congreso constituyente se disuelve y desaparece el poder ejecutivo. En este contexto de la 7
segunda disolución del poder central y ante un contexto de guerra, la sala de representantes, ajena a las ideas del ex Partido del Orden, y con miembros a favor de la facción federal eligen a Manuel Dorrego como gobernador. Dorrego intentó recuperar a Buenos Aires como Estado autónomo y, a la vez, restablecer las relaciones con el resto de las provincias a través de pactos bilaterales, procurando asegurar en la República la primacía de la facción federal. Sin embargo las medidas tomadas por el federal, tanto en lo económico (como la suspensión del curso forzoso de los billetes y los decretos emitidos para frenar la especulación y apropiación de grandes extensiones de tierra que se amparaban en el régimen de enfiteusis) como en el plano de las relaciones internacionales (La firma de la paz con Brasil aceptando la independencia de la Banda Oriental, aunque en mejores condiciones internacionales que las que había aceptado Rivadavia) y en lo locales (el apelo al recurso de restricción de la libertad de prensa, que atacaba ferozmente al gobierno de Dorrego), intensificaron el clima hostil entre el gobernador y los principales grupos mercantiles económicos que se vieron perjudicados más que nada por las medidas económicas. Dichos grupos pertenecientes a la elite porteña, comenzaron a conspirar, y uno de ellos fue el Gral. Juan Lavalle que volvió a Buenos Aires tras la exitosa campaña en Ituzaingo. Los rumores de un levantamiento rápidamente fueron apartados de las preocupaciones de Dorrego puesto que se les había pagado el sueldo a los soldados que volvían del frente, sin embargo esto facilitó el camino, y el 1 de Diciembre de 1828 sucede el levantamiento de Lavalle, y su posterior proclama como gobernador de Buenos Aires. Esto produjo un tenso clima político, que solo se agudizó con el fusilamiento de Dorrego. El levantamiento rural producto de esto se lo puede dar con una cierta autonomía en las acciones de los sectores subalternos rurales, más que como un movimiento dirigido por los líderes federales porteños, como Rosas. Entre las motivaciones, que argumentan esta autonomía, se distingue la presencia de tensiones sociales derivadas de la expansión ganadera que condujo al Estado a intensificar las levas y a volcar principalmente sobre los sectores populares los costos de la incorporación de nuevas tierras mediante los impuestos indirectos. Todo esto dentro de un contexto de "escasez crónica" de mano de obra ya existente desde la época colonial (PAGANI, SOUTO y WASSERMAN, 1998; 295). 8
Dorrego había representado para estos sectores una oportunidad para tener un mejoramiento de sus condiciones y les permitió posicionarse frente a los intereses urbanos, sin embargo, luego del golpe de Lavalle, las tensiones existentes estallaron en un levantamiento de la campaña contra la ciudad. Y como señala GUSTAVO PAZ (2011; 37): La reacción federal no se hizo esperar. Los gauchos de la campaña bonaerense organizados en milicias […] se levantaron contra el gobernador Lavalle, a quien los federales porteños consideraban un usurpador. Sitiado en la ciudad y sin poder controlar la campaña que se hallaba en abierta rebelión […] Es decir, que el papel de las representaciones en este momento había ya comenzado a jugar un papel clave. Y el fusilamiento de Dorrego no es la excepción, puesto que sirvió como un motor para que el sector rural, subyugado ante una ciudad que desde principios del siglo XIX había conseguido acaparar todo el poder, se levantase y ganase terreno protagónico y peso político (antes impensado por las elites intelectuales de la ciudad), por lo que fue emergiendo de este clima político efervescente, un nuevo orden, alternativo al centralismo unitario, se alzase, de la mano del caudillo bonaerense: Don Juan Manuel de Rosas. Pero para comprender su ascenso, hay que primero entender cómo logró conformar y crear su imagen, como el sucesor y representante directo de los intereses federales, casi heredados por Dorrego. Esto se debió a que fue designado, como comandante general de Milicias de Campaña en 1827 por el entonces presidente Vicente Fidel López, sucesor de Rivadavia. Esto se debía a la consolidación de un perfil empresario-político que forjó en los debates contra Rivadavia por la división administrativa de Buenos Aires. A la par de esto, y atendiendo a los planteos de ROSANA PAGANI, NORA SOUTO Y FABIO WASSERMAN (1998), cabe señalar que el grado de autonomía que poseía el movimiento rural de 1828-1829 explicaría la incidencia de redes de relaciones y de comunicaciones propias de ese ámbito rural. Espacios, como la pulpería, parecen haber sido el lugar de difusión del sistema de representaciones de esa comunidad que sólo reivindicaba un mundo tradicional más justo. Este mundo cultural seria el que Rosas apropiaría la unificación en su persona de los roles de integrador social y de protector de una comunidad que, ante las agudas transformaciones que sufría la campaña, sentía peligrar las bases de su existencia. De modo que, para comprender el ascenso rosista de los años posteriores a 1829 se debe
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ver como la construcción de los diferentes símbolos culturales,2 los cuales giraron en su entorno lo consolidaron como la figura del federalismo porteño que, en la construcción imaginaria, había sido iniciada en 1827. Juan Manuel de Rosas tomó el lugar simbólico de Manuel Dorrego, en el imaginario del colectivo rural, de la campaña. Con la derrota de Lavalle ante las milicias federales, Rosas logró imponer el mandato federal por sobre el unitario. La firma del pacto de Cañuelas en 1829 llevó a que se propicie la creación un Senado que reemplazase a la Sala de Representantes, y designe como gobernador provisorio al Gral. Viamonte quien, por un breve periodo tuvo la capacidad de pacificar a Buenos Aires, y de restablecer las relaciones interprovinciales. Sin embargo un nuevo obstáculo va emergiendo en las provincias del interior, principalmente Córdoba donde el general tucumano José María Paz derrotó al Gral. Bustos y se proclama gobernador de Córdoba, e inicia una exposición de sus ideas, por medio de la fuerza entre las demás provincias. De una fuerte etiqueta unitaria, Paz mina el camino de los intereses porteños en el interior, sin embargo, los problemas de Rosas, Viamonte, y el gobierno porteño eran atravesados por la debilidad del ejecutivo frente al legislativo. La propia instauración del Senado se convirtió en materia de discordias en el interior del grupo federal. Rosas, se manifestaba disgustado con los que lo rechazaban y se oponía a la propuesta de gran parte de los federales que pedían el restablecimiento de la Sala de Representantes. Sin embargo, como señalan los autores PAGANI, SOUTO Y WASSERMAN (1998; 299): En estas circunstancias, Rosas bregó por la convocatoria a elecciones para luego ceder a la postura de reinstalación de la Legislatura de Dorrego, aclarando que lo hacía como desagravio al mártir del federalismo popular. Esta situación marca las profundas disputas que acarreaba la apropiación del legado de Dorrego, las cuales se proyectarían durante el primer gobierno de Juan Manuel de Rosas, una vez derrotada la opción unitaria en la provincia de Buenos Aires. Por otra parte, la pervivencia unitaria en el Interior atenuaría, mas no eliminaría, las disidencias en el seno del federalismo de la República.
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Se entenderá símbolos culturales como aquellos elementos, ya sean micro, como las ropas de la época, o macro, como lo son los espacios de sociabilización, que juegan un papel importante en la construcción de imaginarios, sentimientos de pertenencia, ideales, e incluso mentalidades o colectivos sociales. En este caso, para el ascenso de J. M. de Rosas, fueron los espacios de la campaña, como la pulpería.
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Se puede decir durante este primer gobierno de Rosas, las dificultades de consolidar su poder mediante la construcción simbólica de su figura, mediante la expropiación de la bandera del federalismo popular de Dorrego, trajo diversas dificultades para su mandato. Pero a pesar de ello, su primera experiencia como gobernador ha sido importante debido a que su imagen ha ido, no solo ganando adeptos, sino enemigos, tanto dentro, como fuera del federalismo porteño. Su designio en 1829 vino acompañado de dos elementos: cuando fue investido de las “Facultades Extraordinarias”, otorgadas por la Legislatura, dichas facultades fueron conferidas hasta tanto se inaugurase una nueva Sala de Representantes en mayo del año entrante y ante la cual el gobierno debía rendir cuentas de su uso; y también se lo nombró como el "Restaurador de las leyes y de las instituciones de la provincia", uno de los ámbitos donde se hizo evidente la brecha que separaba a los federales partidarios del equilibrio entre los poderes y de las libertades individuales, de aquellos que estaban dispuestos a respaldar con una sanción legal la voluntad rosista de prolongar el poder excepcional asegurado por las facultades extraordinarias. Tanto los informes que el ejecutivo debió rendir acerca del uso de estas facultades como el tratamiento de su renovación, fueron motivo de espinosos debates en el Senado porteño. A la par de este afianzamiento del rosismo en los espacios urbanos, en la campaña motivó la intermitente presencia del gobernador, que buscó extender y afianzar la acción del Estado y de tal modo ir consolidándose en dichos espacio. Pero para poder comprender dicho afianzamiento y consolidación del nuevo régimen, hay que comprender también como se dio la construcción de las identidades. Y en el caso de Rosas se dio mediante dos elementos: la construcción del enemigo y la coerción a la población. La primera tuvo sus raíces en la época de la guerra civil tras la muerte de Dorrego, pero el enemigo usado fue Paz y la Liga del Interior, es decir: los unitarios. El segundo elemento tiene relación a la creación de fuerzas de choque, organismos adherentes al régimen y prácticas de adoctrinamiento cotidiano que, la historiografía rioplatense, ha denominado como el Terror, ya más característicos durante el segundo gobierno de Rosas. De la Confederación de Rosas a la Confederación de Urquiza Avanzados en 1830, las provincias del Litoral sienten la amenaza del general unitario y que concertaron pactos individuales entre sí, aunque por el momento fue imposible la 11
concreción de una alianza que las reuniera a todas.
Sin embargo, a pesar de la
imposibilidad de llegar a un acuerdo, las negociaciones continuaron para concretarse, por fin, en la firma del Pacto Federal el 4 de enero de 1831. El pacto partía del reconocimiento de la libertad e independencia de las provincias signatarias y creaba un cuerpo que con el nombre de Comisión Representativa de los Gobiernos de las Provincias Litorales de la República Argentina ejercería por delegación expresa de éstas una serie de atribuciones, entre las cuales se encontraban las de celebrar tratados de paz, declarar la guerra y por tanto la de organizar un ejército para hacerle frente, y la de "invitar a todas las demás provincias de la República, cuando estén en plena libertad y tranquilidad a reunirse en federación con las litorales" (PAGANI, SOUTO y WASSERMAN, 1998; 303). Esto fue el principio de la Confederación Argentina, comandada por Juan Manuel de Rosas. Si bien esto es importante para comprender, hay que tener en cuenta que la consolidación de Rosas sucede a partir de su segundo gobierno en la provincia de Buenos Aires, donde, además de ser su gobernador, su rol en la Confederación era del encargado de las relaciones exteriores. Sin embargo, cuando en 1832 la Legislatura no le otorgó las Facultades Extraordinarias, se alejó del Ejecutivo, pero no por eso dejó de actuar como eje de poder en la provincia. A lo largo de los año que van de 1832 a 1835, la presión ejercida sobre los demás gobernadores que sucedieron a Rosas (encabezado por la esposa de Rosas, Encarnación), con la idea de generar un clima que propiciase a la Legislatura a otorgarle, no solo las facultades extraordinarias, sino también la suma del poder público (es decir, la concentración de todos los poderes en la figura de Rosas). El asesinato del caudillo riojano, Facundo Quiroga, en Barranca Yaco, Córdoba (aparentemente) a manos del Clan de los Reynafé, provocó un profundo temor en Buenos Aires, ya que parecía materializarse el tan proclamado complot unitario agitado por el rosismo. Esta situación fue aprovechada por Rosas, quien obtuvo por fin los instrumentos legales que él consideraba necesarios para ejercer el poder. El 6 de marzo de 1835 la Sala lo nombró gobernador y capitán general de la Provincia por cinco años con la suma del poder público y, por supuesto, las facultades extraordinarias. A partir de entonces se da inicio al segundo gobierno de Rosas. Una vez en el poder, Rosas, comenzó un proceso de construcción y consolidación dentro de la provincia de Buenos Aires, y a la vez en toda la Confederación, de su nuevo régimen. El 12
cual fue, efectivamente, una República: un lugar en el que los ciudadanos elegían a sus representantes y en el que éstos llevaban adelante los mandatos de sus representados. Aquellos que habían levantado sus armas contra el gobierno legítimo (de Buenos Aires) no pertenecían a esta República y debían ser combatidos. Sin embargo, el orden político instaurado en 1835 no era liberal: no pretendía defender los derechos de las minorías ni de los individuos. Sólo interesaba defender el sistema federal y, por medio de éste, los derechos adquiridos de los pueblos. En este sentido, para comprender el discurso republicano rosista, RICARDO SALVATORE (1998; 335-337) explica que: […] Estuvo asentado sobre cuatro componentes. El primero de ellos fue el ideal de un mundo rural estable y armónico, con fronteras claras a la propiedad y con jerarquías sociales bien delimitadas, una sociedad en que cada uno tenía un rol social "natural" […] Labradores y pastores, convertidos en ciudadanos por obra de la revolución, convivían en paz y armonía, luego de haber derrotado a los profetas de la anarquía, es decir, luego de haber recuperado la república […] Un segundo componente importante de este imaginario fue la imagen de una república amenazada por una banda de conspiradores de clase alta. Los unitarios identificados en el discurso rosista con los intelectuales, los comerciantes, los artistas, las personas de gustos refinados y dinero- aparecían como un grupo irreformable de alienados mentales, perversos morales y herejes, siempre dispuesto a subvertir el orden institucional […] Un tercer componente del republicanismo rosista fue la defensa del "Sistema Americano". Para responder a las amenazas que se cernían sobre la "causa federal" y sobre la integridad territorial y la soberanía de los estados de la Confederación Argentina, los publicistas de Rosas hicieron uso de un imaginario "Sistema Americano", una confraternidad de repúblicas americanas enfrentadas con las ambiciosas monarquías europeas […] Un último componente del discurso republicano rosista se refería principalmente a esta adaptación entre teoría y realidad políticas. El orden republicano requería restaurar el orden social, calmar las pasiones de la revolución, para poder funcionar. De nada servían las instituciones si los ciudadanos no obedecían la ley, si bandas facciosas se sublevaban contra el gobierno legítimo […]. En este sentido cabe señalar que, con este discurso, y su aplicación sistemática mediante medios de coerción, como lo fue el grupo de la Mazorca, y de consenso, como fue la Iglesia Católica, que tenía un gran arraigo dentro de la población, y por lo tanto era menester tener una relación abierta y pacifica con la misma, se fue construyendo lo que sería conocida por la historiografía rioplatense como la Hegemonía Rosista. La construcción de una imagen de Rosas, casi sacralizada, y de un restaurador de leyes y defensor de la soberanía no solo fue una construcción de los historiadores revisionistas de 13
la década de 1930, sino que fue una construcción de los publicistas de Rosas y sus seguidores a lo largo del siglo XIX que, a pesar de los métodos “represivos”, lograron, de alguna forma para sus contemporáneos, justificar el accionar rosista. Y esto se lo detentaba en el discurso que proclamaba una sociedad agraria estable y armónica, un americanismo moderno y pragmático enfrentado a la tradicional y monárquica Europa, la amenaza permanente de conspiradores unitarios y una obsesión por el orden constituyeron las bases del discurso del republicanismo rosista. Sin embargo, esta construcción trajo como contrapartida una paulatina, pero poderosa, acumulación de tensiones que llevaron a conformación de una oposición al régimen rosista. Y en este sentido hay que destacar que un grupo de pensadores, conocidos como la Generación del 37, serán quienes encarnen esta oposición al régimen y que, a partir de la década de 1850, constituirán el foco alternativo al federalismo rosista. Y la principal diferencia, con respecto a otras generaciones de pensadores, como señala JORGE MYERS (1998; 384): En todos ellos aparecía una problemática común que los mancomunaba: el de la "nación", cuestión típicamente romántica que en un país nuevo como la Argentina se intensificaba por la indefinición propia de un Estado de creación reciente. Toda su obra, en cualquier género, acerca de cualquier tema estar necesariamente supeditada a las necesidades que imponía un país nuevo, cuya tarea primordial era alcanzar un conocimiento adecuado de su propia realidad, para así poder definir su identidad nacional. Se puede decir que los unitarios exiliados del rosismo habían confluido con un contexto ideológico que predominó en Europa: el romanticismo. Aunque, la fuerza encargada de terminar la hegemonía de Rosas vendrá de adentro, y no de afuera. Del Litoral. Específicamente el gobernador de Entre Ríos: Justo José de Urquiza. Quien en 1851 publicó su pronunciamiento en el que expresaba la decisión de su provincia de reasumir el ejercicio de las facultades delegadas en Buenos Aires hasta tanto se produjera la organización constitucional de la República (SALVATORE, 1998; 377). Esto desembocó en la Batalla de Caseros, 1852, donde los ejércitos (uno conformado por una coalición de fuerzas internacionales, y el otro por los leales al régimen) se enfrentaron, dando como triunfador al entrerriano dando fin al régimen, que paso a llamarse como la tiranía de Rosas. Pero antes de continuar, hay que reconocer que las herencias, y las deudas, de Rosas fueron importantes. Tal como señala GUSTAVO PAZ (2011; 51):
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¿Cuál es la herencia del rosismo? Después de veinte años de manejó del país desde Buenos Aires, la hegemonía de esta provincia quedo afianzada. En la década de 1840, Rosas había logrado imponerse como jefe informal de la Confederación Argentina mediante el control de la mayoría de las situaciones provinciales. Rosas se situaba en la cúspide de una jerarquía de caudillos acostumbrados a brindarle apoyo y lealtad. La economía de Buenos Aires, basada en la exportación pecuaria a los mercados atlánticos, se había consolidado durante el régimen […]. El mantenimiento del orden republicano: elecciones periódicas, funcionamiento de la justicia, respeto y obediencia a las leyes. […] (Sin embargo) la gran deuda del rosismo era la organización constitucional del país. Dicha constitución es la inicia Urquiza luego de Caseros. La sanción de la Constitución de 1853, producto del Acuerdo de San Nicolás efectuado un año antes, determina un punto final para el federalismo rosista, y un punto de inicio para un federalismo republicano netamente. Sin embargo, este acuerdo produjo un nuevo panorama político en donde, los exiliados del régimen conformaron una oposición que vio amenazada su posición privilegiada (si se aceptase el acuerdo), decidieron tomar el poder de la provincia derrocando al gobernador urquizista Vicente López y Planes, separando el 11 de septiembre de 1852 a Buenos Aires de la Confederación Argentina. De este modo nace el Estado de Buenos Aires, como una unidad autónoma a las decisiones de Urquiza.
De la Batalla de Pavón a la “Revolución” de 1880 Entre 1852 y 1859 el Rio de la Plata fue testigo de un nuevo enfrentamiento entre las fuerzas de la confederación de Urquiza y el ejército del Estado Autónomo de Buenos Aires. Sin embargo, dentro de los grupos políticos porteños iban emergiendo dos tendencias: una encabezada por Valentín Alsina que proclama la secesión completa de Buenos Aires del resto de las provincias y el rechazo a una unificación con la confederación, serán los Autonomistas; y la otra, encabezada por Bartolomé Mitre, que era partidario por la unificación y la organización de un estado nacional liderado por Buenos Aires, serán los Nacionalistas. (PAZ, 2011; 56). A la par de esto las presiones de la confederación sobre Buenos Aires se hicieron sentir constantemente, y todo se agudizó tras la segunda Batalla de Cepeda en 1859, donde el rebelde estado debió subordinarse a la nación comandada por Urquiza y que luego la dejaría en las manos de Derqui. Sin embargo, dos años después, en la Batalla de Pavón, en 1861, las tropas porteñas, encabezadas por el ex-general unitario, 15
Bartolomé Mitre se hace con el triunfo. Sin embargo esto significo grandes cambios al momento. Como señala ISIDORO RUIZ MORENO (2000; 454): Únicamente significó una victoria militar, no política, ya que no se exploraron las consecuencias favorables de la batalla […]. Una rebelión había provocado la caída de las autoridades de la Nación constituida […] era preciso intenta superar el hecho imprevisto, cubriendo la acefalia. Por lo pronto quedaba algo claro: el fin del predominio del Partido Federal. Ante este panorama se comenzó a producir, para la historiografía rioplatense reciente, la verdadera construcción de estado nacional argentino. Pero los obstáculos que hubieron de sortear las nuevas autoridades ya no provenían de las provincias, salvo la incursión de diferentes grupos de caudillos o leales al autonomismo en las provincias y el rechazo a la nación, sino de adentro de la misma Buenos Aires. El conflicto entre autonomistas y nacionalistas iba en creciente ascenso. Pero esto no detuvo el proyecto mitrista de un estado nacional. El congreso de 1862, reunido en Buenos Aires, designó a Mitre como el presidente provisorio de la naciente nación. Sin embargo, la administración de Mitre debió enfrentar las resistencias provinciales al nuevo orden. Esas resistencias provinieron de dos frentes: la provincia de Buenos Aires, cuya clase política veía con malestar que su ciudad capital pasase al ámbito federal y las provincias del interior, gobernadas por federales, que veían con desconfianza el gobierno del porteño. Entre 1863 y 1870 suceden conflictos diversos entre los principales caudillos provinciales y el ejército nacional de Mitre que había iniciado un proceso de modernización, lo que le dio una amplia ventaja por sobre las montoneras de los rebeldes. (PAZ, 2011; 60). Pero, el foco intenso del problema, residía en el universo de elites continuó incluyendo una heterogénea gama de actores: funcionarios de la tradición colonial que pervivieron y reacomodaron sus vínculos con el Estado nacional e incluso bajo el rosismo, mercaderes, hacendados, militares, caudillos locales, profesionales. No pocos de ellos tuvieron que revalidar su predicamento frente a algunos recién llegados. No obstante, unos y otros compartían una lógica de funcionamiento común con fuertes perduraciones de la tradición anterior: mantuvieron una marcada identidad corporativa, sustentada en redes parentales que resultaban funcionales para consolidar un sistema de alianzas, apelaban al patronazgo y al clientelismo como modus operandi frente al poder. Desde esta visión del
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poder, la preocupación central no residía en la construcción o ampliación de las identidades ciudadanas, sino en pensar al voto, y por ende en la representación, como la herramienta a través de la cual podían diseñar estrategias de control. Sin embargo el problema no solo iba en cómo controlar a este universo de elites, como señaló NATALIA BOTANA (1994; 26): El significado último del conflicto entre Buenos Aires y el interior residía, aunque ello parezca paradojal, en su falta de solución, pues ambas partes se enfrentaban sin que ninguna lograra imponerse sobre la otra. De este modo, un empate inestable, gobernaba las relaciones de los pueblos en armas mientras no se lograra hacer del monopolio de la violencia una realidad efectiva y tangible. El monopolio de la violencia, el hecho por el cual un centro de poder localizado en un espacio reivindica con éxito su pretensión legitima para reclamar obediencia a la totalidad de la población […] en dicho territorio. Este enfoque, del monopolio de la violencia, es un punto que permite tomar al problema de la consolidación del estado nacional como una cuestión de coerción y control de la población. En este sentido es posible dilucidar el plan mitrista, y posteriormente sarmientista, de conformar y modernizar una Fuerza de Seguridad Nacional que garantice el real control del naciente estado. Dicha fuerza la de una Ejército Nacional que entre 1863 y 1880 logró la supresión de todos los focos de resistencia (encabezado por caudillos fieles al federalismo de Urquiza en algunos casos, y en otros solo defensores del autonomismo de sus respectivas provincias), y en este sentido puede hacerse una relación entre la búsqueda del monopolio de la violencia y el control de las elites provinciales. Puesto que para esas clases dirigentes locales, la presencia del ejército porteño, después de Pavón, era más tranquilizadora que disruptiva (PAZ, 2011; 68). Puesto que, al perder el poder de movilización de las masas rurales, estos grupos buscaron refugio seguro en esos ejército que se transformaron en la garantía de la supervivencia política. El poder nacional encontró en esto un medio privilegiado con quienes armar una trama política que condujera a la consolidación de una elite política nacional cuyas lealtades estuvieran con ese horizonte nuevo, que era la Nación. La consolidación institucional, a partir del final de la década de 1850, ha permitido allanar el camino político para el ascenso de esta elite política nacional. La creación de un Banco Nacional en 1872 permitió que las provincias con mayores necesidades tuvieran una oportunidad de financiamiento importante. Esto genero una inevitable dependencia del
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poder central, y de tal modo, legitimar su importancia, no solo en el sentido político y militar, sino también económico. Los subsidios nacionales fue un modo de sujetar a las provincias al nuevo poder nacional. Sin embargo, en el sentido político, la entrada de las elites locales como los nuevos burócratas y cuerpos funcionales del gobierno nacional, y la captación de estos grupos “letrados” como los nuevos diputados del congreso nacional permitieron al poder nacional poder interrelacionarse con las provincias, y lograr los acuerdos y negociaciones que propiciaron la consolidación de nuevas prácticas políticas que se harán presentes para el siglo XX. Estos mecanismos se lograron mediante el monopolio del sufragio, que era el medio republicano que los consolidaba ante la población. Sin embargo, la erosión de la tendencia nacionalista mitrista, ante un federalismo urquizista (tendiente a favor del partido autonomista porteño) fue ganando terreno político a fines de la década de 1860. Sin embargo, los autonomistas no lograban la presidencia puesto que los nacionalistas tenían el apoyo de los jefes militares (en especial los miembros de la Guardia Nacional) que en este contexto poseían un peso importante políticamente. Dentro de este contexto hay que entender, entonces, el ascenso de Sarmiento en 1868, luego de la presidencia de Mitre, ya que las tendencias nacionalistas se mostraron neutrales ante las elecciones, y los autonomistas porteños, irónicamente, no poseían el peso político suficiente para imponerse en la presidencia de la Nación. En palabras de GUSTAVO PAZ (2011; 77): La paradoja de esta situación era que ningún candidato en Buenos Aires podía hacerse con la presidencia sin el apoyo de las provincias y los jefes militares. El sistema de elección presidencial indirecto (colegios electorales en cada provincia) garantizaban un peso electoral decisivo a las provincias del interior sobre la de Buenos Aires. Pero a los gobernadores provinciales les era imposible que su candidato a presidente triunfara sin contar con algún apoyo partidario en Buenos Aires. En este sentido el autonomismo porteño se mostro mucho mas flexible a la hora de las negociaciones electorales con el interior que el mitrismo, cuya red de alianzas tejida a comienzo de la década de 1860 estaba en franca retracción. Por ende, cuando había de resolver la sucesión de Sarmiento en 1874, los nacionalistas se volvieron a presentar con Mitre, y los autonomistas con Alsina. Sin embargo, ante este conflicto el presidente decidió dar su apoyo, junto a una liga de gobernadores, a Nicolás Avellaneda quien asumió su cargo ese mismo año. Aunque tuvo que hacer frente a un problema que periodo a periodo iba subiendo de intensidad, y ese problema era la 18
subordinación de la autonomista Buenos Aires al orden nacional. Este problema era el peso de la provincia más rica y poblada, por ende, someterse a una autoridad nacional, y por ende a una federalización (puesto que la idea de integrar a Buenos Aires al esquema nacional era la de tomar transformar a su capital, la Ciudad de Buenos Aires, en la capital de la nueva nación) que pusiera en riesgo sus rentas aduanera que seguían a cargo del gobierno de los autonomistas. He aquí uno de los motores de la resistencia porteña al poder nacional y sus constantes conflictos. A esto se le suma la sublevación de los nacionalistas mitristas que se oponían a las medidas de Avellaneda, y propiciaron una serie de levantamientos a lo largo de gobierno del mismo. Este escenario planteaba la necesidad, para el estado nacional, de poder unificar los intereses porteños con los nacionales. En este sentido la creación de un partido en donde los sectores conciliadores de las dos ramas políticas pudieran unirse, y ese fue el Partido Autonomista Nacional (que impulsó Avellaneda mediante un pacto con Alsina) el cual fue aglutinando a las nuevas generaciones de pensadores e intelectuales que fueron engrosando sus filas, y de este modo fueron acaparando el escenario político nacional. Sin embargo, un problema imprevisto desatará un nuevo conflicto. La muerte de Alsina en 1877 va a abril un escenario que, como señala ISIDORO RUIZ MORENO (2000; 477-478): El antagonismo volvió a desatarse, personalizado por los dos candidatos a asumir el Poder Ejecutivo Nacional, que lo fueron el nuevo ministro de Guerra, general Julio A. Roca y el gobernador de Buenos Aires, doctor Carlos Tejedor. Al primero lo sostenía casi todo el país, a través del Partido Autonomista Nacional; pero el mandatario porteño lo acusó de querer entronizarse mediante la utilización de los recursos oficiales, lo que su provincia estaba en el deber de resistir incluso por la fuerza, para salvarse de ser humillada por la imposición de […] la voluntad del pueblo. Lo cierto es que los autonomistas y los antiguos federales en la mayor parte de la provincia querían mantener la política que había triunfado durante el mandato que fenecía (la antigua alianza de Avellaneda con Alsina) Ante este escenario es posible comprender los mecanismo aplicados en 1880, cuando el candidato por Nicolás Avellaneda, el Gral. Roca (quien se había consolidado como figura de poder, luego una serie de batallas contra Mitre y los nacionalistas, y de la exitosa “campaña del desierto” que le aseguro el apoyo de las elites económicas porteñas), triunfa en los comicios, y ante ello, la reacción armada de Carlos Tejedor, el 2 Junio de 1880, que llevó a enfrentar a las fuerzas del ejército nacional contra los grupos armados porteños dirigidos por el gobernador rebelde. La derrota de Buenos Aires significó el fin de la 19
tendencia autonomista como fuerza política, y la federalización de la Ciudad de Buenos Aires (y de su Aduana) como consecuencia de ello. A los pocos meses, Julio A. Roca asume como presidente y en su proclama “Orden y Progreso” se matizaba el fin de un periodo signado por la construcción de un orden nacional.
Salta en el XIX: De la caída de Güemes al Roquismo, las representaciones políticas Con la caída del gobierno central tras la batalla de Cepeda en febrero de 1820, la emergencia de una forma de organización “provincial”, y esto llevo a que en agosto de 1821, tras la muerte del Gral. Martin Miguel de Güemes en junio, se consolidó un grupo que buscaba este objetivo, sin embargo no estaba bien claro el mismo. La incertidumbre y la ambivalencia para alcanzar la organización política se refleja en el texto del Armisticio donde aparece la instalación de una Asamblea Provincial o Junta Provincial que, mediante una serie de normas, imprecisas, que hace referencia a un proyecto de constitución, reglas constitucionales o leyes municipales. Se puede decir que en la reunión convocada, para cumplir el acuerdo del Armisticio, se constituyó en un audaz golpe de mano, quienes supieron maniobrar y dirigir las sesiones de los comisionados de las ciudades, para crear una representación provincial que, partiendo de la presentación otorgada por los cuerpos municipales, procedieran a crear nuevos poderes, entre ellos la Junta Provincial que asumió la representación de la “voluntad soberana” de los “pueblos libres”. El paso de una soberanía de “los pueblos” a esta soberanía “provincial”, y en este sentido se debe señalar los siguientes aportes teóricos referidos a la soberanía en el plano político de fines del siglo XVIII y principios del XIX, y como se lo entendió en la emergencia de la crisis de la Monarquía Hispánica. En este sentido, se debe tener en cuenta el criterio de Xavier Guerra que era que: ante la ausencia del rey, producto de la forzada abdicación en 1808, se trató de buscar una forma de organizar un gobierno frente al vacío de poder, y esto solo sería posible, a partir de que los “reinos”, las “ciudades”, “villas” y los “pueblos” afirmaran sus derechos al reasumir la soberanía, que era entendida como el auto-gobierno de las repúblicas, que podían ser cualquiera de estas unidades administrativas ya mencionadas. 20
Este fue el principio de “retroversión de la soberanía al pueblo”. Por lo tanto la salida a la crisis era restablecer ese lazo, y reconstruir la unidad política, que antes era el virreinato. (CORREA, FRUTOS, QUINTANA; 22). Luego de la emergencia de 1820 y la muerte de Güemes se practicaron un menú de opciones que combinaba procedimientos pactistas con republicanos, una concepción orgánica de la sociedad y una apelación a los valores liberales. El paso de las soberanías de los pueblos a la soberanía provincial tuvo como eje la consolidación de la Asamblea Provincial, que representaba este nuevo pacto de dominación que intentaron recrear los dirigentes salteños, y que esporádicamente intentaron con el proyecto de organización nacional. Dentro de este sentido, hay que señalar, que la cuestión del voto es interesante de analizar, puesto que existe una hibridación entre el voto directo y el mandato imperativo que, basándose en el Reglamento Provisorio de 1817, se combinaba la participación colectiva con el derecho individual a sufragar libremente y sin coacción por los candidatos de tu preferencia. Se puede ver la coexistencia del mandato imperativo y el mandato libre, evidente en la persistencia del consentimiento como una autorización, y no como un acto electoral destinado a la selección de representantes, aunque a esto no se lo debe generalizar. Además, un rasgo central del sistema político provincial fue la prolongada coexistencia de las antiguas y nuevas formas de sociabilidad y participación política que combinaban una amplia ciudadanía con un sistema electoral restrictivo con el objetivo de hacer previsibles la elección de los Representantes. Estas prácticas van a pervivir durante casi todo el siglo XIX en la provincia, en donde las luchas facciosas podían deponer o imponer gobernadores y clausurar la sesiones del cuerpo legislativo, pero la formula que legitimaba la autoridad del ejecutivo provenía indefectiblemente de la Sala de Representante, y ella se aglutinaban los representantes de las familias más poderosas de las familias. (CORREA, FRUTOS, QUINTANA; 40) A partir de la década de 1870, las transformaciones en la composición de las esferas del poder en la provincia van a tomar otro rumbo, más centrado la consolidación de una oligarquía basada en una red familiar de un reducido grupo de terratenientes (CORREA; 75) que vieron, en el proceso de construcción del estado nacional, una oportunidad para tomar espacios en el nuevo estado. Como plantean los estudios de Saguier (1991) se puede 21
hablar de que fue emergiendo un Nepotismo provincial para la década de 1870 y 1880. Si bien la adhesión de Salta al P.A.N. y la candidatura de Roca, los intereses y mecanismos de dominación y representación, por lo menos, parecían ir radicalizándose en un reducido grupo familiar, a diferencia de los años anteriores en donde el poder recaía en el cuerpo representativo provincial (la Sala de Representantes).
Conclusiones aproximadas. A lo largo del presente ensayo se ha podido dar cuenta de un proceso histórico bastante extenso y que, básicamente, constituye a la historia de formación del mismo estado nacional argentino. Las visiones de un proceso que, dependiendo del foco de atención, se pueden ver tanto las rupturas, como el continuo, de los procesos. Si bien la intención de un proyecto que lograse aglutinar a todos los sectores dirigentes en pro de la futura nación argentina, para 1820, era una utopía. Las bases del centralismo tras la Batalla de Cepeda abrió el camino a nuevas experiencias políticas, y de representación política, que a lo largo del presente se dieron cuenta. Primero con la experiencia de Dorrego que fue un pie de la Campaña en la Ciudad, algo antes nunca pensado. Sin embargo la emergencia del Rosismo ha dado un proceso dialectico (si se puede decir) entre un discurso que promulgaba la autonomía de las provincias y una alianza militar en el Pacto Federal, y entre unas prácticas políticas que, mediante los elementos rivadavianos producto de las reformas hechas en el año 24 (conocido como la Feliz Experiencia), habian dado lugar a un proceso opresor y de consolidación de los intereses porteños que dirigía el caudillo bonaerense. Pero así como Rosas ganó su designio como gobernador, Rosas consolido la hegemonía porteña en toda la Confederación sentando, sin saberlo, las bases para el futuro estado nacional producto de la derrota de Urquiza en la batalla de Pavón. Dicho estado, iniciado por Mitre, encontraría resistencia dentro de los diferentes grupos dirigentes porteños, al punto que en 1880 la reacción autonomista tuvo como consecuencia un enfrentamiento armado, en donde Buenos Aires perdió, y de ese modo se consolido la Nación, con un estado Federal-Nacional. Si bien, comprender el proceso de formación del Orden Nacional es lo que me incumbe, los problemas de Representación que están siempre emergiendo a la luz de las diferentes coyunturas político-social-económica. Se puede decir que, para poder 22
ver y comprender la Argentina del siglo XX, hay que mirar el siglo XIX, y ver la génesis de los problemas y las instituciones que hoy en día las tenemos tan naturalizadas. El éxito del centralismo, si se puede decir, ante el autonomismo fue total tras 1880, y un largo proceso de conflictos es la herencia que todo historiador ha de tener siempre en cuenta cuando va a hacer una historia, primero de las Provincias Unidas del Rio de la Plata, luego como la Confederación Argentina y finalmente la Republica Argentina, a lo largo del siglo XIX.
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