El Prejuicio De La Realidad

  • November 2019
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EL PERJUICIO DE LA REALIDAD Si nos asomamos a la Hª , no tardaremos en descubrir, contra lo que esperábamos, que los hombres, jamás pidieron a la pintura ni a la escultura que les sirviesen de espejo, siendo ésta una reivindicación reciente, poco más o menos del Renacimiento. Poca cosa son cinco siglos (XV-XX) junto a millares de años durante los cuales el arte siempre presentó al hombre no ya la imagen de su efigie mortal, sino a través, de ella, las extrañas flores en que la religión nutría su imaginación. Es verdad que hay gran distancia entre un fetiche negro y una obra de Rafael. Sin embargo, el mero hecho de que ni uno ni otro sean producto de la imitación nos advierte que deben tener algo en común. Y si aceptamos el fresco y rechazamos el fetiche, bajo el pretexto de que aquel nos recuerda el natural mejor que éste, hemos de darnos cuenta de que la buena conciencia de que alardeamos está quedando bastante mal. Ya no hacemos cuestión de que la obra de arte sea imagen de la realidad, sino simplemente de que la “recuerde”. Si admitimos este punto, flaquea la seguridad que creíamos obtener de nuestra posición. No queremos correr el riesgo al que el arte nos convida, pues si cedemos un poco más – nos alarmamos en secreto -, pronto tendrán derecho a nuestra admiración las peores extravagancias de nuestros contemporáneos. Si es verdad que el arte no se confunde nunca con la realidad, en cambio es falso creer que al apartarse de ésta lo más posible, nacen de seguro obras maestras. La Hª del Arte desde el Renacimiento hasta el siglo XIX (invención de la perspectiva, claroscuro, luz, perspectiva aérea, ilusión de la carne, etc.) abrió el cuadro como una ventana e incorporó el mundo de las apariencias en el lienzo, transformando la obra plástica en una vista. A pesar de utilizar elementos realistas en un cuadro, el artista intenta siempre ordenarlos con fines estéticos. Al correr de los siglos el arte parece oscilar entre el realismo y el irrealismo; pero, por un misterioso sentido de su naturaleza, se guarda de franquear uno u otro límite. Agazapado, en la imitación, no es más que pacotilla; metido en lo irreal, no es más que dilución. El naturalismo del Renacimiento no escapa a esta ley. Desde el fondo de las edades hasta nosotros la función del artista sigue siendo la misma: expresar la realidad invisible que, más allá de nuestro ser físico, constituye al hombre en cuanto hombre. Y también el arte moderno intenta, a costa de un esfuerzo inaudito, conservarnos el alma que nos han legado las civilizaciones de antaño. Si el sentido de un cuadro o de una estatua no nos aparece al primer golpe de vista, antes de rechazarlos ¿No conviene examinar si comportan esa calidad en la que reconocemos una obra de arte?. En última instancia es, pues, el valor estético lo que constituye la obra de arte y lo que encierra su realidad. Por tanto el problema del arte y de la “realidad” es un falso problema. Ningún arte hay que se haya esclavizado jamás en la imitación; ninguno que no sea siempre una transformación a favor de la cual el hombre adquiere conciencia de una imagen distinta de la que le da el sentido común. Las civilizaciones de antaño nos demuestran que el arte se ordena en los mitos. En nuestra época, busca. Las obras antiguas o modernas son dignas de un valor que les asegura la vida y que está en nuestra mano conocer. En presencia de una obra que nos desconcierta tenemos el deber de examinarla. La conciencia recta procede de un juicio fundado en el que se cree porque hay razones. No hay más que el valor para suministrar materia a este juicio. Es evidente que existe una relación entre el arte y la sociedad, pero es rigurosamente absurdo ver una relación de semejanza directa. Un ejemplo lo constituye el arte griego: se envidia a los griegos por haber sido tan bellos, imaginándose que todos ellos debían de ser como los modelos de sus estatuas. Al decir de los historiadores el famoso “tipo griego” era muy diferente. Basta visitar un museo para comprender que la escultura griega es un arte sensual, que floreció en una época en que una mujer hermosa y un bello eran tan raros como un mirlo blanco. La época moderna, al renunciar a considerar los objetos como datos fundamentales de la naturaleza, ha cambiado necesariamente su concepción de las relaciones entre el sujeto y los objetos, así como de los objetos entre sí. Al mismo tiempo, esta época moderna ha modificado su modo de existencia diaria y su concepción de las relaciones jerárquicas que sitúan a los hombres los unos en relación con los otros. Por lo tanto, ya no le es posible expresar con claridad las cosas por medio de las siluetas y los ropajes. Ha tenido que ahondar en todos los ámbitos; psicológicos, físicos, geométricos, social. Y así han

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desaparecido los valores de identificación estable de los antiguos signos; el simbolismo espacial y social del Renacimiento ha dejado de ser válido.

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