El Porvenir De La Lectura

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EL PORVENIR DE LA LECTURA Al referirme aquí a la lectura no evitaré habérmelas con una duda que durante mi juventud dominó las opiniones que de ella me hacía y que ahora, en la oportunidad que se abre con el tema propuesto aquí a reflexión, encuentra un propicio espacio para encaminar siquiera algunas cavilaciones acerca de su valor, si es que estamos dispuestos a no dar por sabido lo que a partir del título de la convocatoria podría suponerse: que la lectura presta, sin lugar a dudas, un nutriente quizás indispensable para que el habla y el pensamiento se desarrollen fecundamente. No me ocuparé de cuestionar semejante aserto, demasiado fácil de justificar en estos términos, sino que me valdré de la exposición de mi incertidumbre juvenil para interrogarme por una noción de lectura capaz de una fecundidad nada de obvia y aun menos divulgable. Por lo demás, le debo a la persistencia de mi duda las pocas luces que aquí alcanzaré a arrojar sobre un tema que, confieso, no acabo nunca por tener resuelto, retornando como incógnita cada vez que me veo requerido de decidir sobre el valor de la lectura. Quisiera entonces hacer uso de este lugar en provecho de una exposición que espera del juicioso lector una lectura no tan indulgente como tenaz, para encontrar en mis respuestas, todas frágiles, algo de cierto. La susodicha duda, con algún preámbulo, la contaré, pues hay una anécdota que puede no sólo retratarla con nitidez, sino también hacerle justicia al fundirla con la que fuera entonces mi experiencia como lector, que es de donde aquella inquietud provenía. Cuando por primera vez me topé con un libro que me procuró placer, de inmediato pensé que en la lectura se escondía una experiencia capaz de desempeñar un papel funcional para la vida, debiendo de algún modo ligarse a ella mediante la acción inspirada por ese placer. El placer, lo pienso ahora, se correspondía con la sensación de agrado que se experimenta cuando somos interpelados de un modo íntimo, lo que en la lectura se ve potenciado por la soledad en que ocurre y la identificación que por esa vía es capaz de sugerir entre las experiencias leídas y las propias. La sugestión provocada remitía entonces a una suerte de deuda con el libro. Si él me había interpelado, yo debía hacer oír su voz, sacarla de su mudez llevándola lejos de la afónica lectura y su espacio de ineptitud para con las contingencias de la vida. Siguiendo los pasos que pretendían darle o devolverle al libro su sustrato real, para hacer oír la voz que me llamaba debía convertirme en su portavoz, haciéndome eco de lo que había resonado en mí y ahora hablaba por mí. Adoptando el libro, y con él la lectura (provocada de algún modo por el libro) la figura que yo como lector poseído por esta nueva voz y la expectativa de hacerla oír le confería, ambos, libro y lectura, habían ganado la apariencia de algo muy distinto a la simple y pasiva búsqueda de sosiego, distanciándose tanto de la pequeña dicha del placer estético como del ansia de conocimiento ajeno a todo rendimiento práctico. En los libros había experiencias que al leerlas en cierto modo yo también experimentaba. Esta experiencia ganada, experiencia de la lectura, me parecía que podía encarnar y reunir en mí, en mi vida, la sabiduría de muchas otras. El apostolado perseguía entonces un fin que me tenía como primer beneficiario, aquel que deseaba ser impregnado por el vigor de una palabra que traía la experiencia de otro tiempo para que por su aprendizaje pudiera resistir la herencia (que solemos convertir en naturaleza) y el futuro que en ella se me prometía y me comprometía. La voz que me había interpelado tendría que llegar a ser, con alguna modificación, mi propia voz, el fruto de una asimilación de experiencias ajenas a partir de las cuales llegaría a aprender aquello que de otro modo quizá jamás sabría. Surgía empero un reparo. Todo lo que leía no quedaba sin más en mi memoria; ya podía prever, en consecuencia, que la mayor parte de lo leído sería olvidado sin haber producido una marca suficientemente indeleble que volviera perdurable la impresión del

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momento. ¿Para qué leer entonces? Leer, concluía, sería una “pérdida de tiempo”, el placer duraría lo que la lectura y no mucho más, desapareciendo vaporosamente de mi memoria aquello que pudo cautivarme tanto. Las enseñanzas, y aquellos pensamientos que me resultaban sugerentes aun sin acabar de entenderlos, se disolverían en el olvido, quedarían atascados en un tiempo tan inaccesible como ansiado, y nada habría aprendido al fin, salvo una desconsoladora lección: que todo aquello no había valido la pena. Como lector, pues, imaginaba, lleno de inquietud, una futura mirada retrospectiva que descubriría en el tiempo que le había dedicado a la lectura un tiempo perdido. Como se ve, el criterio regente era la memorabilidad de la experiencia, de ella, de al asimilación de las experiencias ajenas dependía que la alteración que le suponía a la lectura fuera duradera, lo suficiente al menos como para producir en mí aquellas modificaciones que me convertirían en algo distinto de lo que llegaría a ser si permanecía expuesto exclusivamente a lo que a mi alrededor se me ofrecía, un ambiente que no me hacía pensar sino en un destino común y a la vez extraño, pues debía estarme reservado, pensaba, algo singular, distinto, que era mi deber activar. La cuestión, por eso, consistía en concederle o no a la lectura una aptitud que me guiara hacia la aventura de verme expuesto a algo otro, conduciéndome por derroteros desconocidos e inimaginables para la herencia valórica - o la inercia valórica- a la que estaba entregado y en la que permanecería anclado si la lectura no hacía carne en mí. El asunto era casi tan urgente como el de una liberación: si no podía evadir la tradición que me presidía y acababa pareciéndome a ella, se repetiría en mí, inalterable, el patrón al que estaba sujeto y del que necesitaba librarme para ganar la identidad que me debía, por mí, en contra de la recibida. Cualquiera puede ver bosquejada aquí el ansia de un asesinato edípico, y sería inútil intentar contrariar esta lectura. Distinta de la fugaz experiencia de la lectura, aparecía la experiencia de la que comúnmente hablamos para referirnos a los sucesos que nos ocurren a nosotros mismos y que se vuelven memorables por mérito propio, debido precisamente a las huellas que dejan en quienes los vivimos o padecemos, pues una palabra no puede ocasionar un dolor inolvidable, para dar con un ejemplo extremo que distinga, sin dilación, dos niveles ontológicos, uno real y otro virtual. Y así las experiencias de un libro, si no se sufren en carne propia, poco es lo que enseñan de manera perdurable. La experiencia de la lectura quedaba fuera de competencia en comparación con la experiencia real, de primera mano, interiorizable en la memoria sin otro esfuerzo que el de su propia fuerza impresiva. Experiencia narrada o inventada, pensamientos, emociones, lo que fuera que leyera vendría a mí como un préstamo y no podría compararse con aquello que me hubiera ocurrido directa, presencialmente, esa experiencia que implantada en el cuerpo como en tierra fértil permite que se actualice en cada quien su secreto y singular destino. Pero de la lectura no desesperaba tan fácil; algunos libros me llevaban por caminos que si bien se abrían gracias al concurso de experiencias leídas, me incumbían de un modo personal porque conseguían despertarme a experiencias que parecían aguardar dormidas el llamado de un parentesco casi mítico o arquetípico, tal como el que podía oír en la voz de otros. Si era posible que las cosas se siguieran dando así, y con esto sellaba mi cálculo optimista, la lectura serviría del mismo modo y para el mismo propósito que las experiencias de primera mano, ambas conducentes al conocimiento de mí mismo como de un libro cuyos caracteres de a poco descifraría. No dejaría, pues, de haber libros, autores a los que me vincularía una férrea e íntima afinidad, tanto como la que debía existir entre yo y mi destino, que afortunado o infeliz, incitaba mi curiosidad. A pesar de haber entablado una relación juvenil con los libros a partir de este narcisismo, el dilema al que me enfrentaba creo que tiene suficiente fondo como para merecer una examinación más exhaustiva. Si, a fin de cuentas, yo no permitía que fuera simplemente mi inclinación por los libros la que decidiera su valor, ni aun los propósitos

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que a ella infundía, avalados además por un cálculo que me prometía obtener provecho de cada una de las dos experiencias, ello se debía a una inclinación profundamente opuesta, tal como alcanzaba a verla ya entonces. El adversario de la lectura no era otro que la sublimada y por eso irresistible disposición hacia la acción heroica, embebida, probablemente, en las viriles exigencias de la edad. La experiencia de primera mano hacía imprescindible mi presencia como testigo y me exponía de ese modo a lo excesivo del acontecimiento, a la fuerza de una instancia que podía embargarme al estar comprometido ahí todo mi cuerpo, sin poder evadirme tan fácilmente como cuando se cierra un libro. Bajo la sospecha de que no había parangón entre una experiencia controlada y otra considerablemente más riesgosa, la alternativa menos desfavorable a cada uno de los intereses en juego era la selección, como he dicho, de lecturas capaces de cultivar y adiestrar mis impulsos, rara vez marginados de la candente contingencia de la vida. Esta restricción a una lectura indiscriminada podría evitarme los costos que ya alcanzaba a avizorar cuando anticipaba la reflexión postrera y seguramente inclemente, debido a que me la imaginaba aún joven. Ella se parecía, lo habrán notado, a las acongojadas súplicas que Fausto dirigía a Mefistófeles, esperando trocar el vano conocimiento adquirido tras tantos años de pesquisar libros y hacer experimentos en busca de la verdad, por los bríos juveniles que confieren a la vida su dicha. Para evitarse un pacto con el diablo, era preciso hacer antes uno con la vida. Que el saber no se viera desvinculado de ella y se ganara en la experiencia, ésa era mi máxima, y a su servicio, y sólo a él, debía estar la lectura, lo que enunciado de un modo apto para hacerle justicia a los abruptos vigores de entonces, suponía una preferencia por aquellas enseñanzas del pasado susceptibles de una oportuna y eficaz reactualización en el presente - y digo pasado para indicar una distancia que no siempre era diacrónica, pero quería yo que fuera sincrónica con respecto a mí, en el sentido de serme tan propia como la vivencia. No sabía yo entonces cuántos hombres de letras habían combatido en sus obras el decaimiento de las energías vitales y así dado muestras del espíritu activista que me alentaba. Pronto lo fui comprobando a la vez que comenzaba a transitar, según creía, la huella de un destino que dibujado en sus obras parecía el mío. Para dar con algunos ejemplos bastaría recordar el ardeur vitale que Baudelaire reconocía como efecto de la lectura de Balzac, quien sin duda buscaba provocarlo. En la lectura de Emerson, a su vez, sería difícil no quedar expuesto al estimulante efecto de la vida, como reconoce Ernst Robert Curtius. Un ejemplo de este efecto y del efecto general de lecturas de este tipo se nos presenta con un insigne lector de Emerson, Nietzsche, en cuyas obras encontramos a cada rato el temple y la decisión con que él se daba a la tarea de impedir el enmohecimiento de la valentía, fuerza fecundadora de la actividad afirmativa y creadora. De habérseme presentado pronto estas filiaciones, quizá las habría seguido sin vacilar en los umbrales del mundo de la acción y de la lectura, en cada uno de los cuales podía ver trazado el perfil de dos vidas muy distintas, una intimista y subjetiva, y la otra aventurera, presidida por la voluntad y decidida para la acción. Mis intentos de síntesis entre ambas direcciones eran hasta entonces sólo conjeturales, y la indecisión vaciaba alternativamente de sentido a cada una de las dos opciones. En este estado de abatimiento, tan inseguro de mi vocación como de mí mismo, llegaron a mis oídos unas palabras cuyo memorable efecto convierto en anécdota para prolongarlas hasta los oídos del lector. Durante los años se enseñanza escolar trabé amistad con un compañero cuya fascinación por los libros y los conocimientos y experiencias que de ellos obtenía le concedieron ante mis ojos y oídos la dignidad de un lector ejemplar, viéndose potenciado este rasgo de cultura por el vigor y la decisión de sus acciones, no menos peregrinas que lideradoras. En él se fusionaban las experiencias inactuales de los libros con la destreza física y la habilidad en el manejo de las circunstancias presentes. Esta reunión de

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facultades adquiridas por entrenamiento y lectura daba por resultado no sólo una maestría en la participación cotidiana con los demás, sino también una intervención inédita y sin embargo rotunda en la cotidianidad misma, aquella extenuante regularidad de los hábitos escolares regidos por el disciplinamiento colegial. Pese a la atracción que hacia él sentí, imaginándome los autores que citaba como la reproducción de experiencias llegadas de tiempos y lugares remotos, a la vez que renovadas en él como si se hubiese llevado a efecto una reencarnación, hubo un profesor que sofocó este sentimiento con una sentencia que aunque lacónica estaba como dictada por mis dudas, nunca extintas e incluso acrecentadas cuando notaba en mi amigo-guía el agotamiento por cargar, como si llevara consigo, exhibiéndola, su biblioteca, una responsabilidad que debía más a su ambición que a las voces que en los libros clamaban vida. ¿Sería la reactualización de la experiencia contenida en los libros una cuestión de oportunismo? Una pregunta semejante podía acosarme debido precisamente a su ingenuidad (la mía), que no estaba del todo dispuesto a deponer en favor de los aplausos que suelen obtenerse cuando se hace gala, a costa de los libros, de las lecturas que de ellos se ha hecho, lecturas que parecen no servir a otro fin que su citación en ocasiones propicias para satisfacer la vanidad del lector, aunque sea en detrimento del vigor de los libros que el erudito, para dar con el caso ejemplar de lo que trato de decir, tan bien sabe asfixiar cuando los cita con el exclusivo propósito de exhibir una memoriosidad en la que deslumbra, más que su sabiduría, la falta de experiencia suscitada por esa lectura, pues la voz con que cita sabe acallar la voz del libro, que de haber sido oído y de algún modo experienciado, habría trastornado la suya. Y esto me parece que da lugar, ojalá que en favor de Schopenhauer más que en el mío, unas palabras que extraigo de su Parerga y Paralipomena: “En presencia de la importante erudición de esos sabihondos, me digo algunas veces: «¡Oh, cuán poco han tenido que discurrir para haber podido leer tanto!»” A Schopenhauer le preocupa el estímulo que aportan los libros para conferirle autonomía al pensamiento, que de modo contrario, si no lo consiguen, sólo desarrollarán la “credulidad sin juicio” que él le adjudica a Plinio el Viejo. 1 De un modo por completo distinto yo era atraído por las experiencias de segunda mano, al tiempo que me contrariaba la posibilidad de una efectiva encarnación de ellas en mi presente. Por eso, no podían pasar de largo aquellas palabras que hasta hoy recuerdo con su correspondiente tono, bastante admonitorio: “el que mucho lee deja de experimentar por su propia cuenta”. La frase del profesor acabó por inmortalizar la duda que hizo de mí un ser paradójico: lector tenaz a la vez que crítico del afán por la lectura, de la que sospechaba no porque la creyera una pasión insincera, sino porque en ella parecía dominar la ausencia de coraje, además de la inercia de pensamientos adquiridos de la que advierte Schopenhauer. Con todo, lo que hasta aquí llevo dicho no ha pretendido ser otra cosa que un retrato del terreno donde las palabras del profesor fueron a implantarse cuando las oí. Ahora me dedicaré a atenderlas como si contribuyeran a plantear una pregunta: ¿para qué leer?

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Espero que de nuevo sea a propósito de lo dicho que traeré una vez más a colación al enciclopedista romano Plinio el Viejo, siempre a partir de su solo nombre, esta vez presente en un cuento fundamental de Borges, Funes el memorioso, donde se prueba que el exceso de memoria puede ser perjudicial para la vida. Ireneo Funes había leído la Naturalis historia del latino, consistente en 37 volúmenes y que se basa en observaciones personales de 20 mil hechos importantes y en la lectura de por lo menos dos mil volúmenes de cien autores diferentes, como refiere en la epístola dedicatoria al emperador romano Tito. Cuando lo visita quien relata el cuento, se encuentra a Funes citando de memoria el primer párrafo del vigesimocuarto capítulo del libro séptimo de la Naturalis historia. “Sin el menor cambio de voz, Ireneo me dijo que pasara.” El párrafo en cuestión enumera los casos de memoria prodigiosa. Cuando luego se dedica a dar cuenta de las proezas de su memoria, Funes demuestra cómo podía reconstruir un día entero, lo que le demoraba otro día entero, de modo que para la vida esta memoria no demostraba sino la necesidad del olvido, claro que no de uno absoluto.

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Enunciada en un tono de perplejidad, esta pregunta tiende a restarle valor a la lectura. Si ella implica algún valor, tal parece que éste no arraiga en ella misma, aunque sí en la utilidad que por su mediación podría obtenerse. A un mismo tiempo podríamos señalar y adscribir a las promociones de la lectura en los jóvenes por el doble efecto benéfico que proporciona considerarla como medio: sea para desarrollar sus habilidades lingüísticas, o para interiorizar la cultura que yace en los libros, tanto si son obras de literatura, como de historia, filosofía, química, etc. Los libros son los medios del saber, a través suyo generaciones enteras se han instruido en lo que otros, aún vivos o ya muertos, pensaron, vivieron o investigaron. Advertido no obstante del espacio del que aquí dispongo para referirme a lo que quiero, sería inútil meditar acerca del favor que presta el inculcamiento del hábito de lectura a la culturización de los individuos, cuestión de la que deberé abstenerme porque me desviaría de mi tema tanto como otra que también me parecería oportuno tratar, me refiero a los diferentes efectos observables entre alumnos expuestos a la lectura o a los nuevos medios de divulgación, cada día más vigentes y entronizadores de saberes actuales, lo que a su vez tendría que acarrear una reflexión acerca de la consistencia de la cultura medida en su alcance histórico, es decir, de acuerdo al provecho que extrae del pasado en contraste con el que le depara la actualidad, cuestión que de todos modos tocaré más adelante, aunque sólo tangencialmente y en el sentido de otra oportunísima diferencia, aquella que discierne entre distintas lecturas, como es el caso cuando se lee el periódico o un libro, siendo la primera una lectura irreflexiva, meramente informativa y sin pliegues. Por último, también evitaré detenerme en el provecho que presta la lectura al favorecer los primeros contactos con los conocimientos que exige la práctica laboral de ciertas disciplinas. Es claro que al existir un hábito de lectura se hace más expedita la posibilidad, incluso, para un potenciamiento de estas prácticas, al concederle a sus participantes la oportunidad de instruirse por los libros que periódicamente van actualizando sus metodologías de trabajo. Pero si reconocemos que la existencia de un hábito de lectura haría más próspera la “capacitación” y la “actualización” de estos operadores, quedaría pendiente, tanto en este ejemplo como en los anteriores, también referidos al ámbito utilitario de la lectura, la pregunta acerca del surgimiento de este hábito, y esta pregunta sí parece pertinente al asunto que aquí me atarea: porque leer, a mi juicio, no equivale a leer por mandato de otro o por mandato propio; en una lectura semejante no se observa la espontaneidad de ningún hábito y tampoco se vislumbra el sentido de la lectura que intentaré atender y que es el que me interesa. Según se desprende de lo que llevo dicho, prefiero pensar la lectura desde la perspectiva de lo que ella misma produce y a partir del placer que ocasiona en el lector, pues es en esa dimensión que parece escapar al universo de la utilidad y los fines. Como Montaigne apunta al caso, la lectura obligatoria, exenta de placer, es una falsa lectura, que él aconseja apartar si no depara felicidad. Dejando de lado entonces la consideración de la lectura como herramienta indispensable para obtener conocimientos, que encontramos concentrados en textos, presentes a su vez en libros o en formatos de información virtual, y hasta audiovisual - que pueden reemplazar muchas de las facetas utilitarias a las que ha solido servir la lectura- , conviene detenerse, aunque sólo sea por un momento, en la formación del hábito de lectura: cómo ocurre y se desarrolla. Creo necesario cavilar al respecto, en primer lugar, porque a diferencia de lo que ocurre con el lenguaje y el pensamiento, que deben su aparición a un efecto espontáneo, afín a la socialización, la lectura depende, y rara vez prescinde, de una enseñanza, suponiéndose con ella una mediación profesoral, sea que se ejerza por medio de alguno de los padres o por medio de algún docente. En este sentido, la mediación en cuestión debe esclarecerse si se desea alcanzar una definición de la lectura que no esté gobernada por la utilidad que ella dispensa para la adquisición de

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conocimientos. Cuando se discuten las modalidades más eficaces para promover la lectura entre los jóvenes suele olvidarse lo que entra en juego con esta mediación. Nadie cree que el solo inculcamiento del hábito de lectura resulte suficiente para lograr su óptimo desarrollo, incluso si éste se refuerza con una obligación. La lectura y su hábito dependen de un placer o de una predilección, de algo que antecede a una lección o adiestramiento dado por otro, ejercida con o sin convencimiento, de manera entusiasta, dócil, persuasiva, o como se quiera. El desarrollo del hábito no depende de la estimulación de una voluntad de lectura. Es cierto que muchos lectores voraces le deben esta afición a algún mayor que les acercó a la lectura o al que por admiración quisieron imitar en sus costumbres, pero la lectura no llega a convertirse en un placer porque alguien dé a leer un libro ni porque se lo proponga. La pregunta que resta es por el placer de la lectura, ¿puede promoverse?, ¿de qué depende? Para un análisis y quizá una genealogía de la constitución del hábito de lectura convendría determinar la importancia que le cabe al libro mismo y el efecto capaz de provocar en quien lo lee. La gestación y el afianzamiento del hábito de lectura suponen una mediación que debe tal vez proponer la lectura de un modo involuntario, sin hacer hincapié en sus ventajas ni en su necesidad para rendir adecuadamente las asignaturas, al mismo tiempo que confiriéndole al libro, y sólo a él, un aura especial, ajena a al lógica de las exigencias y responsabilidades escolares. En otras palabras, creo que la mediación debe sustraerse cada vez que da a leer, lo que quiere decir que debe solamente dar, escondido el gesto dador y desgravando a la lectura del impuesto al que está sometida en cuanto toma parte en un intercambio, consistente en leer para cumplir y leer, por eso, en aras de un fin que no es la lectura misma, la que sólo dándose fuera del campo de utilidad consigue operar su seducción. Dicho resumidamente, la mediación tendría que desaparecer para no restarle presencia a la inmediatez en que se destaca el libro mismo, pudiendo oírse desde él, cuando las demás voces callan, su apelación, requerida de un bloqueo de las funciones habituales para que la lectura, provocada por el libro, acontezca como diálogo interior del lector. No en vano suele ocurrir que durante un periodo de convalecencia, cuando la funciones habituales son interrumpidas, este otro hábito cobra vigor. De vuelta al asunto que me atareaba, pregunto una vez más: ¿para qué leer? Esta pregunta es extraña a la experiencia del lector que lee llevado por el placer que le provoca un libro. Quien lee por placer no se hace una pregunta semejante, simplemente lee, se entretiene haciéndolo y se le pasa así el tiempo, sin darse cuenta, porque no espera obtener un provecho al hacerlo. Pero una entretención semejante podría parecerle a un hombre de acción un despropósito. Esta disyuntiva entre el tiempo “invertido” o “bien gastado” en la acción y el tiempo “perdido” en la lectura, relacionable por eso con la indecisión, la digresión, la omisión y hasta la pusilanimidad, no ha dejado de ser, como ya recordaba, motivo de inquietud para los hombres de letras. Bastará ahora con citar a Erasmo, en quien, como en tantos otros, se entrecruzan, polémica y hasta paradójicamente, erudición y vitalidad. En su Elogio a la locura, leemos: “Contemplad esos rostros pálidos sumidos en el estudio de la filosofía, en medio de arduas y profundas cuestiones; esos jóvenes todavía parecen ya viejos; el trabajo y la tensión incesante del cerebro han secado en ellos la savia de la vida.” Y más adelante: “El sabio, metido hasta el cuello en los libros de los antiguos, no aprende más que vagas sutilezas; el loco, en medio del torbellino de los negocios y de sus peligros, adquiere, si no me equivoco, la verdadera prudencia.” Uno de los tantos ejemplos que usa Erasmo para contrastar su Locura con la sabiduría de los sabios, donde la lectura concierne sólo en cuanto estudio que malgasta las energías juveniles, es el de la guerra. Como “la sabiduría perjudica al éxito de las cosas”, “¿qué habría sido de estos filósofos si se hubieran visto precisados de esgrimir la espada?” No vamos a discurrir aquí acerca de la utilidad de la acción que se corresponde con el mundo de los fines y la inutilidad del arte, incluyendo a la lectura, que en contraste podría entenderse como una

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pasión inútil. Brevemente: la acción reclama tiempo, insta a las fuerzas a acogerse al momento y darse a él sin pérdida de tiempo. Así al menos habría de retratarse una acción decidida y eficaz, tan dueña de sí como lo requiere el instante, sierva suya y por eso en perfecta atención hacia lo actual, tensionada por sus inesperadas exigencias y presta a ellas. El lector, en cambio, debe su calificativo - el pasivo, el inactivo- precisamente a lo contrario. Parece difícil que en los libros se aprenda lo que en la ejercitación de la vida, aun si a través suyo nos son transmitidas experiencias que se fusionan con las nuestras para instruirlas. Por eso, si hemos de interrogarnos por la lectura, no debiera ser al margen de esta tensión. Aquí, creo, encuentra asidero la pregunta que dejáramos postulada. Entre la lectura y la acción parece prometedor esperar, quién no lo ha hecho, un lugar de encuentro, un pasaje por el que la sabiduría que encontramos en los libros sirva a la vida, sea para reflexionar sobre su duración y sentido, o para auxiliarnos en el perpetuo presente de su ocurrencia. Precisamente a este encuentro parecen estar dedicadas las máximas, aquellas que Flavio Arriano, por ejemplo, recoge de las enseñanzas orales de su maestro estoico Epicteto (Manual de Epicteto ), y que los soldados llevaban consigo a las batallas; o las de La Rochefoucauld, cuyas enseñanzas, más cortesanas, nos permiten dar una segunda mirada a lo que creíamos entender porque la costumbre nos lo había enseñado, sin darnos cuenta de que al dejarnos guiar por el sentido aportado por ella no hacíamos más que perpetuarla sin siquiera comprender su necesidad. Pero en ambos casos servirán las máximas para dictar a priori lo que deberá probarse a posteriori, en la vivencia. De este modo, el libro hace las veces de un consejero, que al acertar en su utilidad previsora nos demostrará el provecho de sus palabras con la evidencia del dolor que precavieron. Podría objetarse, no obstante, que al evitarnos la caída por hacerle caso a un consejo previsor como éste, dejamos de hacer la prueba por nosotros mismos y nos distanciamos de la experiencia directa, en ausencia de la cual parece imposible que aprendamos algo, al menos si el aprendizaje es indisociable del padecimiento, como reza un dicho popular (y he aquí la pertinencia de los refranes, adagios o proverbios, que deben su valía a la prueba que testimonian todos los siglos que han durado en boca de la gente). Exentos del dolor íncito en la experiencia aprendemos a ser precavidos, pero no a serlo cuando corresponde, lo que se aprende sólo por experiencia, que es como alguien llega por ejemplo a ser astuto o perspicaz, o prudente, como postula Erasmo. Al esquivar la experiencia real, la transferencia de experiencias por medio del lenguaje no educa al instinto, que se instruye únicamente en el ejercicio, y particularmente en el fracaso. Por eso, para asegurar su provecho sin rehuir el dolor contenido en la experiencia, sería oportuno que las palabras oídas o leídas nos fueran recordadas por la propia vida, a la que esperando retratar dándole sentido, le hubieran ceñido una enseñanza con tanta precisión como acontecimientos singulares o anecdóticos hay. Es el caso que Montaigne le atribuye a los escritos de Terencio: “En cuanto al buen Terencio, con la delicadeza y la gracia del lenguaje latino, lo encuentro admirable para reflejar a lo vivo los movimientos del alma y la condición de nuestras costumbres; a todas horas nuestras acciones me lo traen a la memoria.” La impresión que suscitan los hechos es retratada tan fielmente por Terencio que la fisura entre lenguaje y realidad queda salvada y con ella la habitual unilateralidad e inutilidad de la “teoría” en presencia de los hechos. Pero para quien insistiera en la utilidad de la lectura como en la del auxilio que presta un buen consejo, donde ciertamente se prueba el valor de las experiencias transmitidas, los fieles retratos de Terencio tendrían que basar su mérito en la eficacia de su ejemplaridad, de modo que se destacaran en ellos circunstancias más o menos regulares de cuyo conocimiento pudieran desprenderse lecciones para esquivar los infortunios. De otro modo, la lectura no habrá servido como el mapa maestro que nos

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enseña los escollos que hay en el camino antes de caer en ellos. ¿Pero es esta improbable utilidad de la lectura la única que podemos adjudicarle? Este tópico de la oposición entre acción y lectura útiles para la vida lo reencontramos en la modernidad bajo otro aspecto, escindido ya de una manera rotunda el campo de la erudición del campo de la acción, que durante la Antigüedad todavía podían encontrarse hermanados. En un escrito de su juventud, Nietzsche se interrogaba por Las ventajas y las desventajas de la historia para la vida 2, donde se daba a pensar el modo como la historiografía podía servir a la vida sin que la vida se convirtiera en su servidora, esclava de una atención prestada al pasado en provecho del saber científico y de un interés museológico o anticuario - como vimos en el caso de los eruditos- por la historia. Inversamente, Nietzsche imponía un criterio impertinente a los fines del obstinado cultivo del saber especializado. Su criterio no era otro que “el provecho para la vida”, persistente rasero con el que midió el valor de la empresa humana.3 Si seguimos su consejo, parece en efecto que cuando hablamos de la lectura importa más si ella produce o no un provecho - y cuál provecho- en el lector, pensando en él como en un futuro que el pasado textual es 2

El escrito apareció en 1874 como la segunda de las Intempestivas. En él pueden entreverse algunos rastros de la polémica que a finales del siglo diecisiete entablaron en Francia los defensores de los Antiguos y los defensores de los Modernos, aunque, como veremos, el enfoque es totalmente novedoso. Sólo hacia el final del presente ensayo daré curso más acentuado a los rasgos problemáticos de este dilema, que impregnan el conjunto de este texto. 3 En indudable vena nietzscheana, una novela publicada hace exactamente cien años trenza lectura y acción poniendo el acento en torno a la polémica oposición que distingue entre la pertinencia del pasado y su estudio, y la del presente y su fuerza, que es la de lo actual, el factum ineludible que reclama la liberación de las fuerzas humanas capaces de vida y futuro. La novela es de André Gide y se llama L’Inmoraliste. Seleccionando pasajes, en ella leemos: “Cuando quise, en Siracusa y más adelante, reanudar mis estudios, hundirme otra vez como antaño en el examen minucioso del pasado, descubrí que algo había, si no suprimido, por lo menos modificado el deseo: era el sentimiento del presente. La historia del pasado adquiría ahora a mis ojos esa inmovilidad, esa fijeza aterradora de las sombras nocturnas en el patiecito de Biskra, la inmovilidad de la muerte. Anteriormente me complacía en esa fijeza, que facultaba la precisión de mi espíritu; todos los hechos de la historia se me aparecían como las piezas de un museo, o aun mejor, las plantas de un herbario, cuya sequedad definitiva me ayudaba a olvidar que un día, ricas de savia, habían vivido bajo el sol. Ahora, si aún podía encontrar agrado en la historia, era imaginándola en el presente. Los grandes hechos políticos debían, pues, conmoverme menos que la emoción renaciente en mí de los poetas, o de ciertos hombres de acción.” “¿Sabe usted qué es lo que hoy vuelve letra muerta a la poesía, y sobre todo a la filosofía? El haberse separado de la vida. Grecia idealizaba incluso la vida; de suerte que la vida del artista era ya en sí misma una realización poética; la vida del filósofo, una puesta en acción de su filosofía. […] Hoy la belleza ya no actúa; la acción no se cuida de ser bella; y la sabiduría opera aparte. - ¿Por qué - le dije- no escribe sus memorias, usted que vive su sabiduría? O por lo menos - agregué al ver que sonreía- los recuerdos de sus viajes. - Porque no quiero recordar - repuso Menalcas- . Me parece que impido al futuro llegar, que ayudo a ganar terreno al pasado. Es como el perfecto olvido del ayer que creó la novedad de cada hora. Jamás me basta el haber sido feliz. No creo en las las cosas muertas, y confundo el no ser más con el no haber sido nunca.” “Ya he dicho cómo había podido encariñarme nuevamente con el pasado, apenas creí ver allí turbias semejanzas; a fuerza de urgir a los muertos, me había atrevido a esperar de ellos alguna secreta indicación sobre la vida […] ¿Qué puede todavía el hombre? Tal era lo que me importaba saber. Lo que el hombre ha dicho hasta aquí, ¿es todo lo que podía decir? ¿No ha ignorado nada de él? ¿No le queda sino repetir? Y diariamente crecía en mí el confuso sentimiento de riquezas intactas, que las culturas, las decencias, las morales ocultaban, cubrían, sofocaban.” En el libro de Gide se combina la vocación de presente con el descubrimiento de un pasado oculto, salvaje, en el que el protagonista atisba, bajo la apariencia de sus fuerzas infantiles borradas, su secreto destino, capaz de liberarlo de la moral que lo ha mantenido preso de un ansia de conocimiento estéril. Esta novela forma parte de una filiación moderna de pensamiento y acción política que es deudora, como decíamos, de Nietzsche y el nietzscheanismo, entre otras fuentes. Más adelante se convertirá ella en tema, si bien de modo polémico: en torno a la diferencia entre muerte y pasado, por un lado, y vida y presente, por el otro, lo que se hará posible a partir de una lectura de Baudelaire. Pero lo que ya leemos aquí acerca del rol de la imaginación sirve de guía para lo que diremos entonces.

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capaz de forjar alimentando al presente. El matiz moderno que en su postura podemos reconocer consiste en la misma disyuntiva de la que nos venimos ocupando, pero con un ingrediente que debe su aparición precisamente a la consideración moderna del mundo y del hombre. Este matiz es la historia, o más exactamente: la historicidad de la experiencia. Quizás fue Baudelaire el primero en acuñar una noción de la modernité, que al basarla en la experiencia de la singularidad, de lo insólito y de la fugacidad, acabó por superar el dominio de todo concepto. Uno de los alcances de esta experiencia moderna formulada desde el dominio estético es el spleen , aquel tedio que ya podíamos encontrar entre los latinos bajo la divisa del taedium vitae. El tiempo como fardo inesquivable se lo impone a la vida la memoria. Una experiencia muy similar es la que leemos en el escrito de Nietzsche cuando compara al hombre con el animal, que aquél envidia porque “enseguida se olvida y ve cada instante morir de veras, volver a hundirse en la niebla y en la noche y extinguirse para siempre.” “Vive así el animal en forma ahistórica: pues se funde en el presente como un número, sin que quede restante ninguna extraña fracción.” Esta fracción - lo histórico- es desde Kant constitutiva de la conciencia moderna: cuando ella comienza a hacerse cargo de la temporalidad histórica a la que se debe, aparece un pretérito que efectúa un diferimiento en el presente perfecto que Descartes reclamaba para que la autoconciencia fuera posible. Si bien Nietzsche piensa hacer frente a este fardo siguiendo el ejemplo de los animales, es decir, olvidando, su problemática quiere incluir de todos modos el pasado histórico, claro que en cuanto se encuentre “dominado y guiado por una fuerza superior”, aquella capaz de “poder usar lo pasado para la vida y hacer nueva historia”.4 La consigna por la que la experiencia pasada puede servir a la vida es entonces otra que la reducción del presente a un repertorio de casos a priori para saber enfrentar - bajo la estrategia del anticipo, la estrategia misma- los sucesos por venir. Se trata ahora, más bien, del futuro como apertura a lo inédito o a lo esperado que el presente echa en falta, como hicieran ver los socialismos utópicos tras la Revolución Francesa. Si el pasado ha de servir a los fines de la vida, ello dependerá de si es o no posible provocar nuevos acontecimientos sobre la base de lo acontecido. Reclamando aquí pertinencia para nuestro tema, diré, por lo tanto, que si el provecho que el pasado ha de prestar debe resolverse en aras de la configuración de un futuro que escape a la inercia de este pasado condicionador del sujeto (durante la Ilustración, de modo parecido, se había acusado al prejuicio y a la tradición como lastres en el devenir articulado del sujeto), el papel que a la historia le cabe en ello depende de lo que la lectura, pensada de un modo productivo, pueda hacer. No se renuncia a la memoria, aunque sí a aquella que no hace sino apilar detrás suyo las ruinas de lo acaecido para convertirlas en museo o en inventario de pre-visiones. La atadura entre lectura y memoria puede ya entreverse de momento que ambas basan su consistencia en la elaboración de signos. Por su parte, Borges advierte esta atadura cuando al comienzo de una conferencia sobre “El libro” dice de él que “es una extensión de la memoria y de la imaginación”. Al decir esto está pensando en la biblioteca como memoria ya no individual, sino histórica, lo que podría entenderse al modo jungiano: como una suerte de memoria colectiva inconsciente. Reconsiderada bajo este prisma, la pregunta que Nietzsche se hace en vistas de una memoria activa se dirige ahora a un pasado de algún modo pendiente, en espera de aquellos lectores que lo reactiven. Pero ¿qué podemos decir acerca del rol que en este encuadre le cabe a la imaginación? La cuestión, por lo menos para Borges, parece clara, pues al introducir la imaginación está concibiendo la “idea de lector” que mejor parece atender al problema. De hecho, más adelante en su ensayo, ambas facultades, memoria e imaginación, se nos muestran en una labor de asistencia recíproca que las vuelve indiscernibles entre sí; como cuando se describe la función del libro en Oriente: “En todo Oriente existe aún el concepto de que un libro no 4

Cito siempre su segunda Intempestiva.

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debe revelar las cosas; un libro debe, simplemente, ayudarnos a descubrirlas. A pesar de mi ignorancia del hebreo, he estudiado algo de la Cábala y he leído las versiones inglesas y alemanas del Zohar (El libro del esplendor) y del Séfer Yetzirá (El libro de las relaciones). Sé que esos libros no están escritos para ser entendidos, están hechos para ser interpretados, son acicates para que el lector siga el pensamiento.” Más adelante pone Borges la rúbrica a esta ambigua tarea de “seguir el pensamiento”. Por cierto, no se trata de seguir al modo como se dice que alguien sigue las lecciones al obedecerlas; pues escribe: “[…] un libro tiene que ir más allá de la intención de su autor. La intención del autor es una pobre cosa humana, falible, pero en el libro tiene que haber más.” Este “más” parece ser un aporte del lector, y uno que permite confiar en un fértil cruce entre memoria e imaginación; pero quedaría aún por vislumbrar si la labor de la lectura, por lo menos aquí, no es hasta cierto punto propia al libro, claro que a una inhabitualconcepción suya. El cruce entre memoria e imaginación nos conduce a un tema reiterativo en la tradición occidental, ya sea bajo la dicotomía literatura/filosofía o literatura/historia, pero que expuesto desnudamente no es otro que la diferencia entre lo real y lo ficticio, la verdad y el fingimiento, haciéndose cuestión localizar, si acaso existe, la frontera entre ambas nociones. Me referí recién a la modernité que Baudelaire acusa en la experiencia esplenética del tiempo, agobio que él liga a la memoria. Más que un recuerdo de lo sido, del instante recién transcurrido y fenecido, esta memoria hastiante percibe un diferimiento en el presente mismo de la experiencia. De acuerdo con las palabras que recién citábamos de Borges, con la memoria, para Baudelaire, surge en el presente una escisión o un hueco por el que un pretérito indigerible para la conciencia interrumpe el presente de su perfecta posesión de sí. Y digo que esto conviene a las palabras de Borges porque a este pretérito que cala el presente se debe que la memoria guarde una atadura con la imaginación, de cuya simbiosis llega a haber futuro. Pero antes de continuar en esta línea haré una detención que si bien estimo necesaria, espero que el don de la brevedad y la claridad sirva para atenuar el fastidio que creo legítimo en el contexto de un concurso. Correré este riesgo, no obstante, por la fertilidad de las consecuencias que de este arduo tramo espero extraer para encarar las cuestiones que han quedado pendientes. De acuerdo a lo que Kant dice en su Crítica de la facultad de juzgar5, en el instante constitutivo de la experiencia estética del gusto la subjetividad queda transida y ahuecada por un tiempo que no puede digerir y se abre como diferencia insalvable con el presente de su autoposesión y autocertificación. De este modo, Kant cae en la cuenta de que ya hay siempre un antes, un tiempo que precede a la conciencia y que la memoria será incapaz de restituir en su ser. Pero, paradojalmente, no es sino a la memoria, aquejada por el temple del hastío, a la que cabe atribuir este darse cuenta de la inherente mortalidad del tiempo, cuyo paso desvirtúa las pretensiones de la subjetividad para erigirse como un faro sobre todo lo que ocurre. Si la conciencia sólo alcanza a llegar tarde, pasado un tiempo, de ese tiempo pasado no hallará más que su huella y respecto suyo no podrá ser sino conciencia a posteriori, restándole siempre un tiempo previo cuya sustracción jamás podrá evitar. Por este diferimiento temporal que afecta a la conciencia, pero a ella, sobre todo, en su fundación como autoconciencia, sólo hay conciencia de lo sido, aquello que ha dejado de ser o que ni siquiera ha llegado a ser y que el spleen baudeleriano avista por doquier, agobiado por el paso mortal e indiferente de las horas, pero dotado también de un temple sereno, vaciado del entusiasmo con que solemos rellenar cada minuto a fin de esquivar todo fin. Esta conciencia hastiada, siendo notación de eso que no llega a ser, o deja de ser, 5

Sigo aquí la interpretación de Pablo Oyarzún, quien además de traducir esta obra fundamental para el proyecto filosófico moderno (en cuanto intenta poner al descubierto la raíz de la validación del juicio estético), desprende las conclusiones que a partir suyo ligan con Baudelaire. Ver Una estética de la subjetividad, en Pensar y Poetizar, revista del Instituto de Arte de la UCV, 2001.

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a cada instante, requiere de la memoria, pues si al instante olvidáramos cada instante, no habría modo de retratarlo, no habría ni muerte ni finitud, que son sus rasgos peculiares, sino eterna novedad, sin antigüedad ni historia. Este a posteriori de la conciencia sella, por último, la propia condición de la conciencia como conciencia historizada, precedida (y en esto consiste la finitud kantiana) por un pretérito que deberá intentar interiorizar - como creerá oportuno el idealismo postkantiano- si quiere restablecer la vigencia de la subjetividad. Baudelaire, en cambio, persiste en esta escisión desistiendo de cualquier intento de consumición del pretérito ya siempre sido e inaprehensible, de modo efectivo, para la conciencia. De acuerdo con una de las interpretaciones más habituales de la modernidad, ha solido decirse que en ella se inaugura el mundo de la imaginación. En 1964, Geoffrey Hartman rompió radicalmente con el modo habitual de considerar al poeta romántico inglés William Wordsworth, tenido habitualmente por poeta natural. Un reseñista del libro de Hartman sentenció que a este crítico le interesaba el conflicto de Wordsworth con la imaginación en sí misma, es decir, su miedo a la imaginación como fuerza apocalíptica que amenaza con aplastar el mundo exterior, con destruirlo como complementación de la imaginación. Esta escisión con el mundo exterior se parece al dictum baudeleriano que demanda al artista bastarse con la imaginación en detrimento de la copia de la naturaleza, que la fotografía había llevado a su catástrofe. Pero quizá en el mismo Wordsworth, y pienso en su famosa frase: “The child is the father of the man”, se encuentre un movimiento en la dirección opuesta, como un intento, tal vez en contra de esta escisión, por recobrar la unidad extraviada, talante nostálgico que ya se anuncia en el temor a la imaginación que se le adjudica al poeta lakista. El valor de la infancia en el romanticismo lo describe Paul de Man con las siguientes palabras: “estado ideal del que nos hemos separado libremente, pero que actúa en la memoria como una fuerza redentora.”6 En un artículo dedicado a Keats y Hölderlin, recogido en el mismo libro, de Man cita un poema de este último: “En los días de mi infancia / solía salvarme un dios / del ruido y los azotes de los hombres; / jugaba entonces, sin ningún temor, / con las flores del campo, / y las brisas del cielo / jugaban conmigo”. Aquí leemos una mutua y armónica compenetración entre hombre y naturaleza. Y en la misma dirección, agrega Hölderlin refiriéndose al niño: “Es totalmente lo que es, y por eso es tan hermoso”. No se registra aquí el fraccionamiento al que se refería Nietzsche, aquél que comienza cuando la conciencia, adjudicándose soberanía sobre la naturaleza, mutila la placidez infantil. Y de hecho, el tema del regreso al origen como retorno al hóspito refugio de la naturaleza supone el mismo olvido (propio al animal y también al niño) que ya viéramos alentado en el escrito de Nietzsche acerca del provecho de la historia. Escribe Hölderlin: “Ser uno con todo lo que vive, volver, en dulce olvido de sí mismo, a la unidad de la naturaleza”. La conciencia marcará, como dice de Man, “el comienzo de la separación entre el hombre y la naturaleza”7. Dejando de lado la interpretación que hace de Man de estos poemas, conviene recordar el propósito romántico, consistente tanto en historizar la naturaleza como en naturalizar la historia. Entre ambos, el resultado debía ser la apertura de un futuro promisorio a partir de un pasado denso de sentido que el recuerdo recuperaría como fundamento desde el cual garantizar la eficacia emancipadora de ese futuro esperado. Esta recuperación del sentido pasado no dista mucho del retorno al hogar originario desde el cual se hace posible la restauración del vínculo entrañable entre hombre y naturaleza, todo lo cual se encuentra como tendencia intrínseca en la memoria del adulto orientada hacia la infancia. De este modo, como si pasáramos sin apremio de una ontogénesis a una dimensión filogenética, el hombre se reencuentra consigo mismo en la unidad eterna del origen, necesariamente historizado si ha de hacerse 6 7

Escritos críticos, p. 151 Op. cit., p.129.

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cargo de su propia historicidad, pero historicidad, ésta, que escapa a la escisión gracias a una memoria capaz de reapropiar todo el pasado y hacerlo uno con el presente que se convierte así, como proyecto romántico a alcanzar, en el ideal de emancipación. La injerencia de la memoria en el romanticismo aparece, probablemente, como respuesta a la tesis de la finitud en Kant, que piensa la posibilidad de la realización del sujeto bajo una condición temporal, haciendo de la conciencia de la escisión una conciencia de la temporalidad histórica. El romanticismo se propone resolver esta escisión unificando la esfera subjetiva y la objetiva. Al estar marcada por un pretérito que debe ser superado, la conciencia debe hacerse cargo del devenir articulado del sujeto para que haya porvenir como proyección emancipatoria. Pero es en Hegel donde el problema de la finitud viene a resolverse en favor de la articulación del sujeto como sujeto históricamente forjado. Él será el primero en estimar necesario que la razón haga inventario de sus propiedades históricamente. Toda la historia, todos los hechos pueden ser descritos como sedimentos de las categorías del pensamiento, sedimentos que pueden tener un carácter ilustrativo de estas categorías, con lo cual la historia sería la ilustración del pensamiento, y cada suceso histórico una articulación del pensamiento. El pasado en tanto pensamiento sedimentado se convierte así en una estructura trascendental de la conciencia, su a priori. “Por eso, este recuerdo hegeliano (Erinnerung) recuerda (interiorizándola) la condición desde la cual él mismo se hace posible, y que se recupera, así, plenamente en su presente.”8 Pero en Baudelaire, a partir de una cierta sensibilidad del tiempo, que sería por lo demás la moderna, ya vimos cómo la memoria recuerda la ausencia de todo origen y fundamento. Aquí se abre la brecha por la que el presente se verá impedido de saber su condición de posibilidad, condición de su propio saber, quedando por eso aquejado por un no saber. Como escribe Oyarzún: “El pasado, la condición pretérita que condiciona al presente, se mantiene así, en última instancia, inaccesible para el discurso que trata de hacerse cargo de ella, de modo que la modernidad, en el poema, es un saber que sabe su condición sólo como diferencia respecto de la sustancia historizada de lo antiguo, y que en tal saber padece esta diferencia”9. Este “padecimiento”, este no saber la propia condición como condicionamiento del presente respecto de un pasado que no se sabe porque se evade a todo saber, lo hemos atendido en consonancia con el spleen en Baudelaire. Ahí la memoria no lleva de regreso a casa ni recupera la totalidad del tiempo histórico convertido en el despliegue del sentido que liga presente y pasado en la continuidad del Espíritu. Muy por el contrario, si la memoria es el momento originario de la constitución de la subjetividad, para Baudelaire, porque la memoria es memoria de la ausencia de origen, esta constitución fracasa. En otras palabras, la memoria, que era el lugar de constitución del sujeto, ahora lo desfonda. Dejando de ser una facultad del sujeto, ella marca la finitud temporal que impide el dominio sobre sí mismo que haría del sujeto el señor en el imperio de la razón. La memoria no recobra, como en Hegel, el ahora pasado, no restituye lo sido en su ser al certificarlo en el presente del recuerdo. No hay, por lo tanto, esa apropiación histórica del sujeto hecha posible porque todo el pasado es recordado y traído al presente vía el pasado presente propio del recordar. No: la temporalidad en Baudelaire no es una secuencia continua de ahoras. La temporalidad labra en el presente una diferencia que lo escinde, y la tarea del arte es dar cuenta de ese presente como experiencia de esa escisión, lo que implica hacerlo presente, presentarlo como obra, y obra que se debe, en cierto modo, a la memoria. ¿Cómo así? Ya hicimos referencia al tiempo que se le escapa a la conciencia y que ella sólo puede retratar a posteriori, gracias a una memoria, paradójicamente, del presente, que debido a su inherente fugacidad instala un hiato que 8

Pablo Oyarzún, Lo trágico, de Hölderlin a Nietzsche, Revista de filosofíia, UCH, 2001, p. 153. Op. cit., p. 154. En este texto, Oyarzún lee este saber de la finitud, especialmente, en Hölderlin y su memoria (Gedächtnis), distinta del recuerdo (Erinnerung) hegeliano. 9

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hace de la conciencia, al retardarse en ese ahuecamiento, una memoria: la demora, en otras palabras, propia al darse cuenta, ya que, inevitablemente, siempre nos damos cuenta tarde. Cabe aún preguntarse si este retrato es o no efecto de una constatación fiel y copiosa del objeto externo al que se aboca. Doy cita a Baudelaire: “¡Ay de quien estudie en lo antiguo otra cosa que el arte puro, la lógica, el método general! Por sumergirse demasiado en él, pierde la memoria del presente; abdica del valor y los privilegios otorgados por las circunstancias; pues casi toda nuestra originalidad viene dada por el sello que el tiempo imprime a nuestras sensaciones.”10 Hace falta la memoria del pasado histórico únicamente para aprender de él la inteligencia que trasciende la especificidad de cada época y su irrepetible acontecer, que es de todos modos lo que verdaderamente cuenta (lo que hace época y se vuelve antiguo) y que debe aprehenderse bajo la presión del instante. Pero la obra, como efecto de este sometimiento a la impresión, no puede arrogarse la perfecta imitación del acontecimiento que se da por objeto. Necesariamente acontece un tiempo entre el suceso y la mediación que el sujeto impone para su captación, tiempo que desplaza al hombre de la naturaleza o, en términos kantianos, la ausenta a ella. El arte, desprendiendo las consecuencias irremediables de este diferimiento, se despide de la naturaleza y acoge resueltamente el concurso de la imaginación. De esto depende que Baudelaire se refiera a una “memoria del presente”. La fórmula, de inmediato, no puede sino evocar fugacidad. Por eso, si se trata de la pintura, el trazo ha de ser tan económico y frágil como lo es para la escritura una esquela. No hay tiempo para intentar traer el devenir, en su acontecer, a la apariencia; entre él y su captación se abre una brecha irremontable para la percepción. Sólo gracias a su imaginación podrá el espectador o el lector ver con nitidez - son las palabras, traducidas, que usa Baudelaire- la impresión producida por las cosas en el espíritu del artista. La copia de la realidad requeriría en cambio la duración que la fugacidad del instante le niega. No obstante, la memoria puede retenerla, evocándola, en la imagen poética. Esta imagen implica ausentamiento y caducidad, pues en ella se rescata la realidad de la muerte como muerte. La muerte, por eso, asienta la finitud del hombre concreto sin dar paso a la infinidad del fin del hombre trascendental como idealidad, que es el modo según ocurren las cosas para Hegel, gracias, eso sí, a la infinitud del Espíritu, que le permite a todo acontecimiento sido sobrevivir en la idealidad del sentido que la memoria recobra resucitándolo. La figura en que esta muerte y finitud quedan expresadas es la alegoría, donde se hace lugar a la anterioridad inalcanzable a la que aludiéramos 11. La 10

La Modernidad, en El pintor de la vida moderna (1863). Walter Benjamin ha destacado el uso de la alegoría en Baudelaire y lo ha puesto en relación con el uso que de ella hizo el barroco alemán. V. El origen del drama barroco alemán. Por su parte, siempre en la órbita del pensamiento alemán, Hans Robert Jauss ha vuelto sobre estas consideraciones más recientemente. Me parece oportuno, pues, dar aquí una sucinta explicación de lo que ocurre en la alegoría. La alegoría inside en el rendimiento de la percepción alterándola. En ella (la alegoría) se evapora la cosa testimoniada en el instante del testimonio. Dicha ausencia es obra del tiempo, que modifica la noción de presente como lo presente a la conciencia. Como resultado, la imagen alegórica no es el correlato inteligible de su equivalente sensible. La imagen alegórica es únicamente la cripta, como resto de reminiscencia, de su equivalente sensible, que está ya ausente. Por eso la alegoría está siempre fechada, siendo esa fecha la de un tiempo caído, tiempo que se deja leer como signo, en cuanto cruda materialidad que no alcanza la idealidad que en cambio se le supone al símbolo, donde lo físico es espiritualizado y salvado así de su caducidad. En la alegoría la subjetividad se hace cargo de su contingencia hasta destituirse. Extraigo a continuación un pasaje del Origen del drama barroco alemán: “Sólo es significante ella [la consideración alegórica, barroca, mundana, de la historia como historia sufriente del mundo] en las estaciones de su caída. Tanta significación, tanta caducidad mortal, porque la muerte graba de la manera más profunda la tajante línea demarcatoria entre physis y significación. Pero si la naturaleza está desde siempre en mortal caducidad, entonces, es también alegórica desde siempre.” La muerte señala la caducidad esencial del ser desde la cual, y sólo desde ella, hay sentido, que surge, de modo inevitable, póstumamente. La muerte, entonces, separa naturaleza y lenguaje, y la alegoría sería, como 11

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memoria que rescata el ser como devenir, es decir, en - y no de- su caducidad intrínseca, puede hacerle justicia de una manera que no tendrá en la fidelidad absoluta a la realidad su criterio decisivo. Si persistiera ateniéndose a este criterio, ello no sería sino efecto de un error y una pretensión, pues el presente, tal como lo muestra Baudelaire, sólo es posible a partir del diferimiento en el que toma parte la memoria, para póstumamente, ya transcurrido un tiempo, producirlo como sentido. Es aquí donde se introduce la imaginación. Si en Baudelaire tiene lugar una “pérdida de la realidad”12, ello no ocurre porque se desee o porque su sentido estético lo exija, sino más bien porque la realidad no puede representarse tal y como ella es, así, redondamente. La memoria a la que hemos hecho referencia rescata entonces lo que no llegó a ser completamente, lo que no pudo convertirse en objeto de percepción para el sujeto. Ella, de este modo, aniquila el presente de la percepción cada vez que toma nota del diferimiento al que está expuesto, aunque sea a su pesar. Y esta memoria de lo que no fue (en el sentido de que no fue presente perceptible), implica necesariamente, tal como decía, imaginación. Este largo rodeo nos permite ahora regresar con suficientes elementos de juicio, así lo espero, a la atadura que exponía Borges entre memoria e imaginación a propósito del libro. La lectura sirve tanto a la memoria como a la imaginación, pero no simplemente porque beneficie el potencial de cada una, sino porque en la lectura participan ellas dos en una mutua complicidad. Si hemos recién reparado en la imposibilidad de una cuenta absolutamente fidedigna de cualquier suceso, al estar la experiencia inexorablemente expuesta al diferimiento, resulta que en el ámbito de la percepción se introduce un elemento de ficción imposible de subyugar por y para la verdad, cuyos intereses le demandan guardar férrea fidelidad a lo real. Abusando casi de oportunismo, traeré a colación un ejemplo del propio Borges, que en una entrevista con María Esther Vazquez, dice: “Es que él [se refiere a Thomas de Quincey] tomaba los hechos históricos como punto de partida. No era realmente un historiador. Soñaba con todas las cosas. Sospecho que se documentaba poco; tiene una página espléndida sobre los tártaros de Siberia. Parece que eso está basado en una versión alemana de un texto ruso de diez líneas, donde no se dice todo lo que de Quincey ha dicho en setenta estupendas páginas, en que vuelve a recrear todo. Es mejor tener memoria inventiva. Los historiadores no tienen ni una cosa ni otra: lo que tienen son papeles. Sin duda, ¿qué puede importarnos el Hamlet de Saxo Grammaticus comparado con el de Shakespeare? Posiblemente los dos sean igualmente irreales, salvo que uno es irreal de un modo más vívido y más complejo […] es tan fácil modificar el pasado.”13 De esta fácil modificación era consciente Thomas de Quincey cuando dijo a propósito de las anécdotas: “Todas las anécdotas, me lo temo, son falsas […] todos los mercaderes de anécdotas están teñidos de mendacidad.” La razón con que de Quincey justifica esta adulteración del hecho prístino en el relato no es otra que el placer: “Más raro que el fénix es aquel hombre virtuoso (es un monstruo, no, es un hombre imposible) que consienta en perder una historia próspera en consideración a que resulta ser representación, la representación de un fantasma, de un simulacro, a lo que me referiré más adelante a propósito de Platón. 12 La frase, de Hugo Friedrich, aparece en su libro La estructura de la lírica moderna, comentado en el libro de Paul de Man, Visión y ceguera, p. 190s. 13 Viene a colación recordar que el relator de la historia de Funes, a la que hacíamos mención más atrás, en el momento de hacer la narración de la importante conversación que sostuvo con su memorioso amigo, advierte que, muy a diferencia de lo que podía hacer la exacta memoria de Ireneo Funes, él no trataría “de reproducir sus palabras, irrecuperables ahora”. “Prefiero - dice- resumir con veracidad las muchas cosas que me dijo.” Esta “veracidad” no es copiosa memoria, sino inventiva verosimilitud, que supone un olvido sin el cual la memoria, en buenas cuentas, no sería lo que efectivamente es. Este olvido parece entenderlo Borges como sueño y negligencia. Si de Quincey “soñaba con todas las cosas”, Funes, como indica Borges en el Prólogo, “es una larga metáfora del insomnio”. Demás estará decir que el insomnio es funesto para la vida.

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una mentira.” En estas palabras, y principalmente en las de Borges, vemos depuesta la dignidad que la historiografía suele concederle al testimonio y a la fatigosa pero necesaria documentación, aquí replicadas en su arrogante integridad objetiva precisamente por una insoslayable subjetividad, esa que aparece en estas líneas como el arte de la recreación más vívida: la inventiva, arte de la “reina de las facultades”, que es el título que Baudelaire le concede a la imaginación. Suponerle a lo sido un sentido que puede restaurarse porque ha quedado sedimentado, esto es, perfectamente conservado en la prestancia de su ser sido, y susceptible de ser retornado a la vida por medio del recuerdo, no escapa a los problemas que le hemos reconocido al testimonio, pues esta memoria (la Erinnerung hegeliana) no funciona de modo alguno fuera de su lógica, la lógica de la presencialidad. Por eso, según creo, aquí se está poniendo en entredicho la posibilidad misma de devolverle a lo sido su verdad, lo que resulta cuestionable cuando se advierte la inevitable mediación que efectúan los intermediarios, es decir, aquellos testigos que deben toda su valía al simple hecho de haber estado ahí. Ellos se verán impedidos de acceder directamente al sentido del hecho, lisa y llanamente porque éste, como hemos visto, sólo se da a posteriori, como producto de la mediación, por mucho que el testigo consiga, como se lo propondría un historiador en aras de la objetividad, omitirse a sí mismo. A su vez, para restringir la mendacidad y conseguir un testimonio completamente fehaciente, se haría requerible un testigo del testigo, y así sucesivamente, lo que nos llevaría obviamente a una eternización de la inesquivable mediación ya siempre dada en el primer testigo respecto de lo que testimonia. El testigo querrá narrar la historia de lo acaecido, pero al hacerlo se habrá distanciado de la inmediatez, que por ello sólo podrá re-tratar. Y este retrato, según lo señaláramos refiriéndonos a Baudelaire, es un efecto de impresión, y efecto, por eso, de un desplazamiento temporal. Esta distancia o mediación que interviene entre lo real y su experiencia puede entenderse, en mi opinión, como lectura. Si no hay inmediatez en la experiencia que hacemos de la cosa, parecerá consecuente afirmar que el traspaso de la experiencia a través del lenguaje es posible, ya que la experiencia misma toma cuerpo únicamente como diferimiento, el que traducido a las palabras, si no da cuenta fiel de la cosa, lo hace al menos de su impresión. Pero sostener esto implicaría que la índole del testigo, de aquel que está ahí cuando ocurren las cosas que luego relata, es circunscribible completamente al lenguaje. En cambio, la experiencia parece guardar un secreto respecto de su comunicabilidad, en cuanto ha sido afectada por ese tiempo inédito, intransferible al lenguaje. En este sentido, debemos afirmar que la experiencia no es traspasable a través del lenguaje. En cambio, sí hay una experiencia del lenguaje, y es a ella, aludida de manera sólo tácita hasta ahora, que me referiré en lo sucesivo. Una experiencia semejante, que de algún modo alberga el secreto sin jamás develarlo, está en consonancia con la noción de lectura que me interesa atender, en cuanto se trata de una experiencia de la lectura y no, simplemente, de una lectura de la experiencia, como si la lectura no fuera ya una experiencia (y por lo tanto una acción activa, no pasiva, como veremos más adelante), lo que de todos modos parece suceder entre muchos eruditos, según dejáramos consignado. En definitiva: el diferimiento que se da entre conciencia y acontecimiento puede entenderse, y es próspero hacerlo, como lectura. Esto equivale a decir que la memoria del presente de la que hablaba Baudelaire es la lectura de la inscripción que deja la impresión del instante. Aquí es oportuno decir “inscripción” por la misma razón que antes hablamos de huella, en la medida que el presente mismo, el instante exacto de la impresión, no puede sino conjeturarse, quedando siempre fuera del alcance de la conciencia, de modo que se convierte en su límite, que es también el límite de la verdad y de la absoluta fidelidad al hecho, imposible de concebir,

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por lo tanto, en independencia de esta signatura14. Como consecuencia de la fisura temporal que impide la coincidencia en el presente entre la ocurrencia y su testimonio, todo testimonio es póstumo y es por eso lectura, claro que no del acontecimiento en tanto presente, sino sólo de su huella o escritura. Al tener el carácter de la lectura, el testimonio supone a su vez otra lectura - y otra experiencia- cuando su testificación es oída (o leída, estrictamente hablando). Aquí, en el medio del lenguaje, tiene lugar la historia, que si no es crónica, es mediación de la mediación15, según lo cual no debe resultar extraño, como puede desprenderse de las palabras de Borges, que sea un espacio de ficción, eso que inútilmente el historiador insomne pretende reducir, tal vez esperando desnudar el pasado en procura de esos hechos absolutamente fidedignos, capaces de enseñarle lo que la historia, paradójicamente, le oculta, razón por la cual querrá “abolirla como agencia de falsificación”.16 Así como la distancia entre acontecimiento y lenguaje implica a la imaginación17, en el sentido de aquella ficción que retrata (o repite) lo sido recreándolo (tal como la imagen poética en Baudelaire o la vívida recreación a la que alude Borges), a la lectura no le está dada la posibilidad de habérselas con lo escrito como si se tratara de un hecho al cual tiene acceso inmediato. La lectura es tan alegórica como vimos que lo era la experiencia. El lector no se enfrenta sino a un texto muerto, tal como debía entender Platón la lectura cuando hacía ver que lo escrito, a diferencia del habla, sufre la condición de ser 14

Al hecho le es insuprimible el momento de una signatura. De otro modo, entendemos el devenir como sucesión de “ahoras”. Lo que digo tal vez se entienda mejor acudiendo al ejemplo de la fotografía, que por rescatar un hecho que pasa desapercibido al ojo humano, rescata lo sido póstumamente. Lo que es es ya siempre la huella del tiempo. Esta asistencia la hemos de entender como auxilio, según veremos. 15 Para Heidegger, al igual que para Hegel y en parte, como vimos, para Kant, la conciencia no es transparente para sí misma: ella no dispone inmediatamente del sentido que se encuentra disperso en la historia. Una conciencia semejante sabe por lo tanto su mediación histórica, sabe que se debe a la historia como efecto suyo y que es en ella, tras recuperar el sentido pasado, donde ha de alcanzar su coincidencia, apropiándose de su condición de posibilidad (que para Kant, eso sí, no es histórica). Pero para Heidegger, el sentido histórico es residual, resultando imposible que la mediación pueda apropiárselo en plenitud. En otras palabras, y a diferencia de Hegel, la historia no es reducible al dominio de la conciencia, como si consistiera en el itinerario de su constitución. De este modo, la historia entera puede ser Historia Universal, ya que el sentido de todos los acontecimientos es remisible a una sola conciencia, aquella que al final de la historia se revela como la conciencia absoluta, que no es sino Espíritu absoluto, es decir, una conciencia inmortal que recorre la historia trascendiendo su contingencia. En cambio, para Heidegger, la mediación residual del sentido supone un diferimiento del sentido en el presente al cual el Dasein - una manera ontológica de referirse al “hombre” e intentar resistir su procedencia metafísica- está arrojado como a su ser. En otras palabras, la historia y el lenguaje lo anteceden, lo que viene a robustecer ontológicamente la finitud antropológica kantiana que Hegel esquiva. Heidegger considera que hay una diferencia entre el presente y su presencia (que es, bajo otros términos, la que hemos atendido como mediación, a la que entonces habría que agregar esta mediación histórica a la que Heidegger se refiere tomando pie en la finitud kantiana hasta delinear una misma y muy aguda diferencia temporal). La historia excede siempre a la conciencia impidiendo que pueda ella alcanzar jamás su autoconciencia, pues siempre está requerida de una asistencia histórica del sentido que se sustrae (he aquí su residualidad) en su donación. La historicidad de la conciencia, en efecto, implica a su vez la historicidad del sentido, en cuanto éste tampoco llega a su consumación, que sería el fin de la historia como recorrido para dar con la verdad total del mundo y de todos sus entes. El Dasein tiene tras suyo un pasado imposible de reducir al presente. Entre ambos, entre el presente del intérprete y el tiempo pasado de un texto, media el trabajo de la historia, resultado de interpretación de interpretaciones. De este modo, es imposible agotar el sentido de un texto, pues el presente desde el que acontece su interpretación es tan histórico como ese pasado, entablándose entre ambos - como sostiene Gadamer- una suerte de diálogo por el que llega a darse un sentido que no pertenece ni al texto ni al intérprete, pero en el que según este filósofo, epígono domesticador (creo que es la expresión que utiliza Habermas) de su maestro Heidegger, se conserva, acrecentándose como tradición, la familiaridad del sentido histórico, contra el que más adelante haré unos descargos. 16 Remito al capítulo quinto del perspicaz libro de Pablo Oyarzún, El dedo de Diógenes. 17 Baudelaire no está lejos de Nietzsche cuando éste concibe el lenguaje como un “ejército de metáforas”. Cfr. su ensayo de 1873: Sobre verdad y mentira en sentido extramoral.

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expósito, pues su progenitor permanece ausente y no responde a las preguntas que el lector le dirige.18 Esta observación de Platón esclarece el aspecto escindido que le hemos reconocido al testimonio: el testigo habla por lo ocurrido como un pintor por lo pintado, pero no puede simplemente transparentar eso sido. El autor en la escritura está muerto porque no responde, pero lo mismo le sucede a la naturaleza, cuya indiferencia tantas veces han querido remediar los poetas. Lo común entre escritura y naturaleza es que ambas no son sino signos, pese a que ha habido enormes intentos por convertir esos signos en significados, sea que consideremos el caso de las Sagradas Escrituras, como lo haremos en breve, o el caso del Libro de la Naturaleza, que le sirve a Bacon para autonomizar el pensamiento respecto del principio de autoridad bíblico, leyendo en ella los caracteres que remiten igualmente a su autor divino - como presencia original y eterna sustraída a toda contingencia. Pero muy al contrario, al decir Platón que lo escrito no tiene padre, además de hacer ver un contraste con el habla (cuyo sentido está respaldado por el mismo hablante, siempre presente y responsable de lo dicho al grado de responder por su sentido, aquello que quiso decir), muestra que tras los signos hay una considerable distancia respecto del origen (la escritura ni siquiera es su copia, sino el simulacro - phantasma- ), que ha llegado a extraviarse en la penumbra de la polisemia o en la diseminación a la que queda expuesto el sentido gráfico cuando es leído. Leer, para Platón, sería como buscar a ciegas (en lo más profundo de la caverna) el sentido, esa luz que es inmediata al pensamiento gracias a la anamnesis, que se parece tanto a la memoria hegeliana como al retorno que nos invita Wordsworth 19, y donde la lectura sería un desciframiento inmediato del sentido original del texto, pero de uno que sí habla: un texto vivo o revivible en su esencia. Simplificando las cosas, me parece justificado decir que Pablo de Tarso, o San Pablo, si se prefiere (es cosa de lectura, claro que de lecturas canónicas), concedió a la escritura el atributo que Platón le creía exclusivo al habla. La comparación no se debe en todo caso al hecho de que la escritura fuera capaz de contestar a las interrogaciones que los lectores le dirigieran, sino más bien a la posibilidad de leer por encima de los signos su significado, la presencia u origen a la que ellos remitirían como sus huellas, revelando en la difuminación de su materialidad sígnica la intención del decir que ahí habla. Por eso, aunque encubre la claridad del habla, la escritura es un medio por el que esta palabra clara habla, volviendo a decir lo mismo cada vez que se le da lectura. La lectura, por lo tanto, puede tomar contacto directo con el sentido, tal y como sucedería en un testimonio sin escisión, donde sujeto y objeto, para ponerlo en los términos modernos, coinciden en un presente de revelación. Para Pablo, la palabra se espiritualiza, trasciende la finitud del texto y se eleva como palabra que permanece siempre íntima a su sentido, el que sustraído al signo se hace legible - revelable- si se lo considera alegóricamente, lo que le supone al verbo divino una interpretación desocultante de su significado profundo. Por cierto, esta noción de la alegoría no se corresponde con la que describiéramos antes. La que Pablo utiliza es una de raigambre estoica, y consiste en “ver por sobre” la letra, en descubrir la presencia que la trasciende, presencia que, al fin y al cabo, es permanente, unívoca, y por 18

Cfr. Fedro, 275 e. No tengo a mano el nombre de este poema de Wordsworth, pero dice así: “El nacer no es sino sueño y olvido. / El alma que amanece con nosotros, estrella de nuestra vida, / se ha puesto tras un ocaso que ignoramos, / y viene de lejos, sí; / más no privada del todo de recuerdos / y no completamente desnuda, / pues arrastra nubes gloriosas de donde venimos / desde Dios, que es nuestra morada.” Hegel, por su parte, entiende su recuerdo (Erinnerung) como remedio a la devastación que ha dejado la Ilustración en su lucha contra el dogma cristiano, haciendo ver que el testimonio del recuerdo - ya que él piensa la memoria como un testimonio de lo sido, pudiendo el recuerdo presentificarlo, esto es, repetirlo sin alteración- , a la manera del recuerdo platónico, recibe de fuera lo que ya era propiamente suyo. Y al revés, la anamnesis podría ser comparada con la Erinnerung, como remembranza en la viva interioridad del alma, interioridad donde la Erinnerung reúne y preserva la experiencia. 19

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eso testimoniable tal y como si estuviera, tras despojarla de sus ropas, ahí desnuda, entera y sin falta.20 Actúa aquí la devaluación que puede pesquisarse, desde Platón, en todo el pensamiento occidental, y que consiste en una jerarquía que comienza su degradación con el primer representante de la cosa misma: la idea pensada en el diálogo interior y silente del alma, testimonio perfecto de presencia plena en que se le muestra a la mente el sentido de la cosa, su inteligibilidad, primer representante del ser mismo de las cosas que se irá reproduciendo a la vez que alejando del origen hasta desvirtuar, en sus sucesivos representantes, cada vez más bastardos, a la cosa misma. Estos representantes espurios son: la palabra hablada y, por último, la escrita. Todo este esquema se basa en la diferencia entre realidad y lenguaje (el lenguaje es el representante del ser de lo real en cuanto él está ausente, pero dicha representación está regida por ese origen cuya presencia se intenta recobrar), intentándose siempre salvar esta escisión en la palabra divina, que no sería jamás signo, ya que éste, como dice Agustín de Hipona, es una huella de la presencia eterna de la palabra divina, que permanece para siempre y no se borra por el tiempo, al que la palabra humana, caída, se encuentra sometida. En comparación con lo que dijéramos a propósito de Baudelaire, las cosas aquí parecen estar invertidas, pues el signo para él no lleva más allá de la impresión que produce en los sentidos, y tampoco hay, por eso, un pasado originario al que remitirlo como a su significado pleno. La importancia eminente que la tradición cristiana le concede al original (las Sagradas Escrituras) en desmedro de las interpretaciones y comentarios que de él se hacen, no coincide con la tradición judaica, donde, como lo decía Borges en una cita expuesta más atrás, los libros están hechos para ser interpretados y su lectura debe ir más allá de la intención de su autor, siendo su propósito, y el del libro mismo, la prolongación del pensamiento y no su confiscación a un sentido revelado de una vez y para siempre. Para los hebreos intérpretes de la Torá, se suponía que en todos los textos sagrados circulaba un exceso de significación acorde con la vida infinita de Dios; de ahí que las interpretaciones fueran tan canónicas como el original, no debiendo remitir siempre, para restablecerlo, a una interpretación definitiva, aquella capaz de descifrar el 20

Estas consideraciones están recogidas con toda claridad y amenidad en el excelente libro de Andrés Claro, La Inquisición y la Cábala, que aquí sigo en lo concerniente a la alegoría cristiana y, brevemente, a la tradición de comentaristas hebreos de las Sagradas Escrituras. “Para convencer a los griegos del carácter trascendente del Hijo de Dios miserablemente asesinado, y a los judíos de la abolición de los antiguos textos y comentarios - dice Claro en la p. 95s. del segundo volumen de su libro- , Pablo debió mostrar a ambos que las Escrituras hablaban de algo más que lo que aparecía a primera vista, que contenían un doble lenguaje, que más allá de la letra se hallaba el espíritu. Debiendo mostrar que el Antiguo Testamento encontraba su sentido último en la venida de Cristo, nació la alegoría cristiana, que subsistiría en el mundo medieval como la figura de interpretación absolutamente dominante. Un Dios hecho hombre y luego sacrificado en una cruz, supone un misterioso juego de sustituciones, en que la carne muere para dar vida al espíritu. Este modelo de sacrificio sustitutivo, en el cual el logos silencioso desciende a la carne, muere, y es finalmente elevado a Dios, es análogo al sacrificio y sustitución de la letra por el sentido trascendente que se efectúa en la alegoría. La palabra está desde siempre en Dios y para toda la eternidad como Espíritu, como significado pleno al que toda letra humana tiene por fin retornar trascendiéndose. Al igual que su discípulo Orígenes, Clemente fue influenciado por Filón de Alejandría, instaurándose la alegoría (único método exegético hebreo capaz de atravesar el filtro del platonismo) como método básico. Orígenes dejó el método alegórico definitivamente establecido, reafirmando así el patrón metafórico de la ontología griega y rechazando la diseminación a la que lleva la exégesis hebrea. Aunque incluso este único método recibió ataques al interior del cristianismo, desde los padres capadocios a Lutero, logró finalmente imponerse y dominar el medioevo, en parte gracias a que los padres latinos (Hilario, Ambrosio y especialmente Agustín) adhirieron a él.” La noción de alegoría aquí expuesta se asemeja más al símbolo, figura cara a Hegel, donde se trata, como Gadamer hace ver en Verdad y método, de la indistinción entre experiencia y representación de la experiencia. Por eso es la imagen simbólica el correlato inteligible de su equivalente sensible. En el símbolo se daría una íntima unidad entre la percepción sensorial y la totalidad suprasensorial que sugiere. De este modo, lo que Claro indaga acerca de la alegoría cristiana se parece aquí al símbolo. En él encontramos el significado ideal, de carácter más general, de su equivalente sensible, o sea, una imagen espiritualizada de lo sensible.

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original de una vez por todas. El original quedaba así desplazado en cada nueva y original interpretación.21 Aquí es siempre la palabra el referente último de la cosa, con lo que se invierte la jerarquía ontológica fundada por los griegos, para quienes la palabra representa la cosa ante la ausencia del verdadero ser. Para la tradición hebrea, en cambio, la palabra es el secreto más íntimo de la realidad. Concebían el lenguaje por tanto como un ente independiente, autónomo, cuya vida propia no podemos controlar, ni menos adaptar a una realidad que pudiera regirlo desde fuera. La cantidad de consecuencias que se derivan de la aceptación de estas tesis es enorme. Por de pronto, no hay origen, cada texto se produce sólo por la transformación de otro texto, de lo cual puede derivarse una conclusión que debe resultarnos tan atingente como severa: la lectura, y lo diré con las palabras de Jonathan Culler, “produce el sentido del texto”. “Hablar del significado de la obra es contar la historia de una lectura”22. Aquí se entiende una obra por lo que le sucede al lector, dándosele tanta importancia a la obra como a sus efectos de lectura, lo que se hace volviendo indiscernible la diferencia entre ambas. Esto último es lo que ha trabajado Derrida cuando se ha referido a la el ctura como a una reescritura (que deconstruye el texto hasta des-autorizarlo desde él mismo), dando a entender, en primer lugar, aquello que ya encontráramos en la exégesis hebrea, a saber, que no hay texto original, pues todo texto ya es efecto de uno anterior, y más de uno. Con todo, podemos desde aquí devolvernos a la ausencia de origen que desprendiéramos de la lectura de Baudelaire, donde un antes, que se parece a este ya, le impedía al presente coincidir consigo mismo como conciencia que es absolutamente consciente de sí. Según habíamos comprobado, la escisión que se lleva a efecto en la modernidad e instala un hiato entre la conciencia y la naturaleza, encuentra en Baudelaire un alcance que dota al arte de una fuerza renovadora. Emancipado de la tiranía de la naturaleza a la que estaba ligado con la obligación de imitarla, se independiza de ella sentando carta de ciudadanía en la imaginación, que ya no tiene por misión referir lo natural sino recrearlo artificialmente. Los Paraísos artificiales de Baudelaire se parecen sólo paródicamente a la pretensión de reencuentro con el paraíso perdido, y afirman, contrariando este regreso al origen, su falta o ausencia. En lugar de haber en Baudelaire una nostalgia optimista, sólo hay memoria de su falta, y lejos de privilegiar el gusto por la verdad propio de una descripción ajustada al modelo, se entronizan los productos de la imaginación y la ensoñación, capaces, por lo demás, de un acto que Baudelaire considera divino: el poder de suplir - y suplir en primer lugar el origen, su falta, que si bien queda acusada por la memoria, según hemos visto antes, la imaginación puede, en complicidad con ella 21

Op. cit., p. 277. Sobre la deconstrucción, p. 36. Alrededor de este excelente recensor podríamos agolpar una tradición bastante extensa de autores que de uno u otro modo combaten la noción de autoría y fortalecen la del lector, siempre influenciados por la tradición exegética hebrea, y particularmente por la cabalística, aunque también nutridos por el formalismo ruso y, por supuesto, por el estructuralismo. Refiriéndose al “texto-lectura”, Roland Barthes señala que “desde hace siglos nos hemos estado interesando desmesuradamente por el autor y nada en absoluto por el lector; la mayor parte de las teorías críticas tratan de explicar por qué el escritor ha escrito su obra, cuáles han sido sus pulsiones, sus constricciones, sus límites. […] … el autor está considerado como eterno propietario de su obra, y nosotros, los lectores, como simples usufructuadores; esta economía implica evidentemente un tema de autoridad: el autor, según se piensa, tiene derechos sobre el lector, lo obliga a captar un determinado sentido de la obra, y este sentido, naturalmente, es el bueno, el verdadero… lo que se trata de establecer es siempre lo que el autor ha querido decir, y en ningún caso lo que el lector entiende.” Más adelante se refiere a la lectura como a “ese texto que escribimos en nuestro propio interior cuando leemos”. Y en la misma página: “«El texto, el texto solo», nos dicen, pero el texto solo es algo que no existe: en esa novela, en ese relato, en ese poema que estoy leyendo hay, de manera inmediata, un suplemento de sentido del que ni el diccionario ni la gramática pueden dar cuenta.” (El susurro del lenguaje, pp. 36-37.) Más adelante atenderé brevemente este “suplemento” en relación a un tiempo inédito albergado en el presente. 22

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(reconvertida desde facultad del pasado en potencia de presentación), suplirla también. ¿Pero cómo suplir aquella falta que es constitutiva del sujeto? Así como el pintor dibuja de memoria y no de acuerdo a un modelo, el arte se emancipa como soberano artificio recreando el presente sin dejarse arrastrar mórbidamente por la nostalgia de lo sido y su intento de representar aquello que ya no está pero que puede reaparecer gracias al recuerdo anamnésico, que se consuela resucitándolo gracias a la idealidad del sentido pasado como pasado que había sido presente (Hegel). En cambio, como potencia de presentación, la memoria compromete el futuro. La anterioridad a la que nos hemos referido es una ficción, y por eso la restitución del presente a partir del tiempo que se le escapa y que la memoria trae en calidad de imagen poética es la configuración de un presente nuevo, completamente inédito, como retorno de un tiempo que no fue ni pudo ser, pero que siendo la condición del sujeto como falta, lo constituye a él como figura, esto es, como efecto de lectura; en el fondo: como escritura. Así, en lugar de una autoconciencia entendida al modo de un acabado conocimiento de sí, el hombre adquiere de sí mismo una representación que no calza con el modelo - eso que él sería efectivamente- , sino que lo desplaza de sí representándolo, ahora, como se dice que alguien representa un papel en el teatro, pues la conciencia de sí es configuración de una identidad, no revelación de algo dado. Desde aquí pueden considerarse, a mi parecer, las importantes aportaciones que Baudelaire ofrece sobre la moda. Hay novedad en la medida que el conocimiento, que también podemos concebir como lectura, no se atiene a un significado presuntamente albergado en un antes recuperable. Si sólo podemos acceder a las huellas de ese antes, el conocimiento no da con la cosa misma, y no es por eso, como en la anamnesis, reconocimiento. Si la memoria, por el contrario, es función de futuro, la experiencia (experiencia que la memoria hace posible) no hace las veces de un a priori que sirve para anticipar el evento por venir reduciéndolo a su saber. En cambio, si pensamos en una suerte de memoria alegórica, aquella que no encuentra apoyo en un pasado que haya sido presente y sirva para restituir al sujeto en la totalidad de lo momentos históricos de su experiencia pensante, nos encontramos con un pasado capaz de interrumpir más que de anticipar y pronosticar la presentación de lo singular, como ocurre cuando su capitalización en el saber presente lo vuelve administrable para lo consabido, ese saber experto de lo pasado que sirve de marco categorial para deducir de todo instante singular su regla general. De este modo, lo que ya dijéramos a propósito de Kant, encuentra aquí una fructífera repercusión, pues la presentación de lo singular se prueba, gracias a su noción de finitud presente en la Crítica del juicio, “antes como la irrupción de un futuro aún no conocido que como la confirmación de un presente que se prolonga desde el pretérito”23. Y esta irrupción, según viéramos, se debe a un pasado indigerible para el saber que quiere presentificarlo, retornando únicamente gracias a una memoria que al presentarlo de manera póstuma, en su ser pasado, irremisible, permite que se dé lo nuevo, lo absolutamente nuevo, y no, en cambio, ese futuro que es mera proyección de un putativo presente perfecto, como ocurre en las utopías y en general en al noción de progreso, donde el tiempo se convierte en el campo continuo de despliegue del sujeto, que amplía el espacio de lo familiar absorbiendo todas las dimensiones del tiempo, reducidas, claro está, al presente de la autoposesión. Si la experiencia no es simplemente este relato donde lo experienciado se capitaliza en provecho del saber que permite cada vez anticipar el instante de la presentación de lo singular, ella no queda cifrada según el modelo de la Bildungsroman, donde la sucesión de los hechos, en lugar de ser mero accidente del destino, enseña una primera aproximación a una ley de crecimiento gradual, aquella que cohesiona las experiencias fragmentarias haciéndolas converger en una memoria que las totaliza en función de la constitución 23

Pablo Oyarzún, La dialéctica en suspenso, p. 14.

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acabada del sujeto - como puede verse al final de Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister. Si la Bildungsroman le da sentido al accidente, la Fenomenología del espíritu sería, muy en esta línea, lo opuesto al Quijote , donde se narran peripecias completamente accidentales y que entre sí no cuajan ninguna identidad; tal como ocurre, a su vez, en Tristram Shandy, donde el instante en que pasado y presente coinciden como conciencia biográfica de sí, aunque se promete, no llega nunca, y la narración - la memoria- se extravía en incesantes digresiones (como la memoria inventiva y el sueño a los que se refería Borges). Distinto a estos ejemplos, el tiempo continuo que se postula en la novela de formación infrige una borradura a la diferencia tempórea que hemos reconocido. Si ella desvirtúa este momento de autoconciencia donde el pasado es totalizado como saber disponible para el presente, bien podría parecernos que dibuja los contornos menos difusos de la modernidad, entendida como demarcación de un presente histórico que se halla con las suficientes fuerzas creativas como para menospreciar todas las experiencias pasadas en favor de la exaltación de las energías que en el presente pueden forjar futuro. Así, en efecto, se ha leído la apología que hace Nietzsche del olvido, como una afirmación que pone el acento en el presente de la acción a costa del pasado, del que se emancipa precisamente porque limita la audacia de la acción afirmativa, aquella que la experiencia suele reprimir por la misma razón que el adulto castiga las insensatas aventuras juveniles, expuestas a un riesgo que gracias a su experiencia (convertida, como memoria protectiva, en administración) aprende a evitar. A propósito, escribe Paul de Man: “… el olvido implacable de Nietzsche, la ceguera con la que se lanza a una acción, descargado de toda experiencia previa, capta el espíritu auténtico de la modernidad. Es el tono de Rimbaud cuando declara que no tiene antecedentes en la historia de Francia, que todo lo que hay que esperar de un poeta es ‘du nouveau’ y que hay que ser ‘absolutamente moderno’; es también el tono de Antonin Artaud cuando afirma que ‘la poesía escrita tiene valor para un solo momento y debería después ser destruida. Que los poetas muertos [exhorta] abran espacio a los vivos… [pues] el tiempo de las obras maestras ya pasó.’ La modernidad existe en la forma de un deseo de borrar todo lo que vino antes, con la esperanza de llegar a un punto final que pueda ser llamado el verdadero presente, un punto de origen que marque un nuevo punto de partida. Este entrejuego combinado entre un olvido deliberado y una acción que es también un nuevo origen alcanza todo el poder de la idea de la modernidad”.24

De Man avista especialmente en la literatura esta afinidad constitutiva con la acción, “con el acto libre sin mediación, inmediato, que no conoce pasado alguno”, como un empeño por librarse de toda coacción previa. A diferencia de lo que ocurre con el lenguaje del historiador, el del escritor, dice, “es en cierta medida el producto de su propia acción”, y por eso “la atracción de la modernidad persigue a toda la literatura”25, en cuanto se quiere destruir la mediación con la acción. Esta resistencia la ejemplariza de Man tomando en cuenta a Baudelaire, y en torno al ensayo El pintor de la vida moderna, ni más ni menos. Ahí, dice él, “encontramos la tentación de la modernidad a salir fuera del arte, su nostalgia por lo inmediato, la facticidad de las entidades que están en contacto con el presente e ilustran la capacidad heroica para ignorar u olvidar que este presente contiene en sí mismo 24

Paul de Man, Visión y ceguera, p. 165. Pero tras decir esto, de inmediato advierte de Man que “la grandilocuencia estridente del tono podría hacer sospechar que el asunto no es tan sencillo como podría parecer en un principio.” Tomando en cuenta el intento de Nietzsche, sin éxito, por reunir los términos incompatibles: la historia y la modernidad, agrega más adelante: “La modernidad y la historia parecen condenadas a estar vinculadas en una unión autodestructiva que amenaza la sobrevivencia de ambas.” 25 Op. cit., pp. 169-170.

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el conocimiento prospectivo de su final.”26 Para de Man, todo el asunto consiste aquí en superar la “oposición latente entre la acción y la forma”,27 de ahí que Baudelaire, dice él, elige como tema asuntos que existen en la facticidad, “experiencias que se encuentran fuera del lenguaje y que están fuera de la temporalidad sucesiva, de la duración implicada en la escritura”. 28 Contrariando esta lectura, aquí, en este ensayo ya hemos advertido que Baudelaire declara una inevitable mediación precisamente en la percepción del instante como “memoria del presente”, combinación que de Man piensa como la mezcla de “un patrón repetitivo con otro instantáneo sin clara conciencia - dice él- de la incompatibilidad que existe entre ambos”, haciendo notar, en cambio, que “las perspectivas de distancia y diferencia dentro de la manifiesta singularidad del instante” - tal como las entiende Baudelaire- , no le impiden que su modernidad, “como la de Nietzsche, sea también un olvido o una supresión de la anterioridad”.29 ¿Pero en qué consiste esta anterioridad? Que lo literario no quiera diferir de la facticidad es lo que marca el empeño de Constantin Guys, el pintor de la vida moderna, por rescatar el fantasma del hecho empírico. Pero la obra debe temer que el fantasma escape, y por eso se hace necesaria la rapidez del trazo. Baudelaire quizá pretenda la inmediatez, pero insiste en observar y apuntar la mediación - y la diferencia, como advierte de Man- que ineludiblemente interviene en ella. De aquí que la anterioridad sea capital, claro que entendida de otro modo a como la entienden los que defienden lo moderno en contra de lo antiguo, pues no se trata de la historia como de la vigencia o el lastre del pasado, sino de una anterioridad en el presente como pasado, una diferencia temporal que escinde el presente de la presentación y desplaza la oposición memoria-olvido de su habitual esquema temporal radicado en el valor incuestionado de la presencia. Si volvemos a brindarle atención a de Man, leemos que la “duración implicada en la escritura” que para la acción no existe o no quiere ver, se inscribe en toda acción como el diferimiento que respecto suyo marca la conciencia.30 Así, sería erróneo, a mi parecer, adjudicarle sin más a Baudelaire la tentación de la modernidad a eludir la distancia entre arte y vida, eso que más tarde pretenderán desaforadamente las vanguardias, postulantes de una fusión entre ambas con el fin de interrumpir el continuum mediante una 26

Op. cit., pp. 176-177. Op. cit., p. 176. 28 Op. cit., p. 177. 29 Op. cit., p. 175. 30 De Man comprende esto como un movimiento posterior al de escape hacia fuera del lenguaje, al descampado de la pura acción. Este movimiento de regreso lo observa en Baudelaire de acuerdo a lo que ya dijéramos acerca de la “pérdida de la realidad” y la alegoría en la obra del poeta. “Después del momento inicial en que la literatura huye de su propia especificidad, sigue un momento de regreso que lleva a la literatura de vuelta a lo que es - aunque hay que tener presente que términos como ‘después’ y ‘sigue’ no designan momentos concretos de una diacronía, sino que se utilizan únicamente como metáforas de duración [es decir, como narración ficticia]. El texto de Baudelaire ilustra este regreso con singular claridad. […] Pero estos temas [se refiere a aquellos que subtitulan El pintor de la vida moderna, diversos comentarios de Baudelaire sobre figuras actuales retratadas en la obra de Monsieur Guys] llegan a ser cada vez menos concretos y sustanciales, aun cuando en la descripción de las superficies son evocados con realismo creciente y rigor mimético. Mientras más realistas y pictóricos llegan a ser los temas, es cuando resultan más abstractos y cuando menor es el residuo de significado que existiría fuera de su especificidad como mero lenguaje o mero significante. […] En el último tema que Baudelaire evoca… el significado temático, sustancial, del coche como tal ha desaparecido. […] El coche se ha alegorizado hasta no quedar nada de él y existe como una vibración puramente temporal de un movimiento sucesivo que sólo tiene existencia lingüística.” Baudelaire acaba, según dice de Man, confinándose, con la literatura, dentro de sus propios límites, una dependencia de la duración y de la repetición que él experimentó como una maldición. Este es un regreso, como decíamos, “a un modo de ser literario, como una forma de lenguaje que se sabe una mera repetición, una mera ficción y alegoría, por siempre incapaz de participar en la espontaneidad de la acción o de la modernidad.” (op. cit., pp. 178-179.) 27

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acción, digamos así, emancipatoria y coludida, por eso, con la idea de progreso, que de rebote vuelve a ligar con la de continuum, aquella que Baudelaire también intenta interrumpir, si bien de otro modo. 31 La ingenuidad de la pura acción no impedirá que sucumbamos a la tentación de su inmediatez y a la belleza de su espontaneidad, pero si le concedemos importancia al testimonio y a la elaboración de la experiencia, puede ser que en lugar de negarla porque sirve a la conciencia que busca inútilmente saber su condición de posibilidad histórica, lleguemos a pensarla en función de un rendimiento que no resiste el diferimiento temporal, aquel que imposibilita la consumación del pasado en el presente categorial vía una memoria capitalizadora, sino que se asienta en él como en una memoria que da ocasión a la novedad, eso que la experiencia que repite y ampara lo mismo suele olvidar en su singularidad porque lo somete a su saber. Pero esta experiencia, como cualquier otra, requiere para su elaboración del lenguaje. En su medio entrarán en tensión la experiencia y las categorías que quieran reducir a su encuadre lo nuevo. Una lengua despierta a las constantes visitas de lo contingente no ha de pretender equiparar la experiencia misma, la original, con su repetición escritural, pues ahí - como hemos mostrado empecinadamentese da un desplazamiento que impide considerarlas en el mismo plano, al ser la segunda, porque acontece como lenguaje, propia al orden de la ficción. Habría entonces que reconocer la actualización de la experiencia como narración que toma el pasado en su condición mortal, pues es ésta la condición de posibilidad de la novedad. La experiencia literaria sería de este modo el fruto, en al lengua (y habría que agregar: en el habla y en el pensamiento), de la elaboración de la experiencia. La repetición, la escritura y su legibilidad son una copia espectral del original, que de todos modos cobra dimensión de presencia únicamente gracias a este desvanecimiento del instante de su deseada presentación. El trazo de la inscripción incurre sin remedio en la borradura del acontecimiento singular u original, reteniéndolo en una figura fantasmal y ficticia. Pero este trazo es el que asegura la legibilidad del acontecimiento, del suceso o la data, cuyo rescate póstumo supone un tiempo irremontable que provoca el diferimiento de la data respecto de sí misma, al grado de resultar dañada, con ello, la diferencia entre realidad y ficción, en cuanto no hay data sino a posteriori, es decir, en el lenguaje, y en el lenguaje como alegoría, ahí donde lo real se ha difuminado. En fin, para terminar intentaré hacer caso al título convocante del concurso. Ahí se trenzan lectura, pensamiento y habla. Aquí, por mi parte, he intentado hacerme cargo principalmente de la lectura, pero no sólo en torno a la relación que ella guarda con la experiencia - y pensando en particular en su elaboración memoriosa- , sino también de acuerdo con la distinción que a partir de dos diferentes tipos de lectura puede concluirse para determinar la relación entre lectura y vida, eso que Nietzsche entendía como provechoso para que se franqueara el paso a lo venidero, al advenimiento. Creo que una lectura que no espera encontrar en el libro un significado que dé cuenta de lo real, es, por de pronto, una lectura que hace experiencia de la lectura. Y es de esta experiencia, en cuanto experiencia que se sustrae a la acción inmediata tomando una distancia que le permite ver el mundo como posibilidad y no como dato resuelto (y aprehensible en su esencia mediante el conocimiento), que cabe esperar lo que Nietzsche le atribuía al pasado como promesa de futuro. En cambio, la lectura que espera dar con el significado, ya sea de lo que el autor quiso decir o de lo que el mundo en resumidas cuentas es, como lectura pasiva que quiere alcanzar la verdad y a través suyo una saciedad y un descanso para esta 31

Las burlas de Baudelaire en contra del progreso son variadas y muy ácidas. En el apunte sobre la Exposición universal de 1855, la considera una infatuación en la que se diagnostica una decadencia ya muy visible.

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ansia apremiante, esta lectura lo que en el fondo quiere es el fin, la revelación. Pero para la lectura, y así también para el pensamiento y el habla, no hay fin. Una lectura infinita, por su parte, no hace sino participar en un juego en el que ella es actor, y no mero espectador. Esta participación, a su vez, consiste en entender, en primer lugar, que se puede hacer retroceder hasta el infinito los límites de lo legible. De esta ausencia de origen o meta, de la ausencia de un sentido revelado, aquel que se ha requerido fundar para convertir el libro en un aparato de dominio (ejercido testamentariamente por el privilegio de una autoría que funciona como autoridad32), se desprende la posibilidad misma del futuro, en cuanto los textos del pasado (y la textura de lo real, su ficcionalidad) deparan asociaciones inéditas, entrecruzamientos de contextos de los que cabe esperar siempre una novedad. Al contrario, si de la lectura sólo sabemos esperar algo, lo que encontremos tal vez satisfaga ese anhelo, pero no habrá abierto el pasado a su porvenir, ese tiempo inanticipable que adviene gracias a una lectura que se da al libro. Este darse es también un recibir. En realidad, uno como lector se da para recibir, pero lo que recibe no es palabra dada en su sentido, sino palabra que al darse, en cierto modo, entrega y pierde, pero nunca impone su sentido. Por eso, como decía, le corresponde al lector ser actor. Pero no un actor en la búsqueda de un sentido que estaría presente en el texto, debiéndose únicamente descorrer los velos que lo oscurecen para que reluzca en su secreto más íntimo. La experiencia de la lectura, como experiencia del lenguaje, enseña la inviolabilidad de ese secreto, con el cual sólo puede coquetearse. Del mismo modo creo inconveniente creer que de la lectura pueda extraerse una verdad del mundo, que de otro modo también puede ser captada por la experiencia inmediata, esa que llamaba de primera mano. En ambos casos se descorren los velos en provecho de un deseo impúdico que transforma la experiencia de la lectura, y la experiencia sin más, en meros medios para alcanzar un fin, que vendría siendo el fin del deseo mismo, el acabamiento de un ansia que sufre por su intrínseca insaciabilidad. Cuando más joven, creí en la lectura como en un medio, uno que incluso podría, haciendo las veces de espejo de mi porvenir, reflejarme en mi más profundo ser. Con el tiempo he reparado que en ella no se encuentra lo que se busca a menos que eso se haya puesto antes ahí (y suele ponerse de un modo encubierto, tanto que a veces el que lo pone es el más engañado), y que su placer, y no la angustia que también es capaz de provocar, depende de la serenidad, de la ausencia de un fin. El provecho de la lectura lo comparo con el de la alimentación. No hay comida que sacie absolutamente el apetito, que siempre volverá, y el placer de comer a veces depende menos de la exquisitez del alimento que del aprecio con que se recibe y saborea. Así pues, el lector que sabe recibir la savia de un libro se alimentará de él no para acabar de una vez por todas de sentir hambre, como ocurre, al menos me lo parece a mí, cuando se lee un sólo libro, haciéndose de él palabra inquebrantable, palabra en la que ese lector se sentirá seguro porque permanecerá agazapado detrás suyo, que para eso ha de ser libro poderoso; tampoco se lee como lo haría un sibarita, en procura de adquirir tantos conocimientos como recursos para ganarse la adulación de los demás. Si se compara la lectura con la alimentación en busca de la práctica que puede hacer de ambas algo virtuoso, habría que entenderlas según son capaces de brindarle a la vida un beneficio. Y el beneficio del alimento para la vida no es otro que de el darle a ella más vida. Roger Laporte decía que una lectura que no estuviera llamando a otra escritura era para él algo incomprensible. La experiencia de la lectura no creo, por mi parte, poderla escindir de la necesidad de escribir. 32

La de la última voluntad, que es también última palabra y por eso ley para todos sentido dado, entregado de una vez y para siempre para que así, tal cual se ha dado, sea tergiversación e impedida, para ello, la lectura que no responda a la voluntad testamentario. Es claro que en esta noción de escritura y lectura al lector no le cabe espectador de un sentido para el que sus sentidos no tiene ninguna pertinencia.

sus lectores, es decir, recibido, prohibida su del decir del autor otro papel que el de

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Este futuro, que viene del pasado como texto y se extiende, modificado, horadando el presente, no es aquel futuro condicionado por el saber del presente como saber que rige en el presente y como presente, actualísimo. Aquí, de nuevo, me parece atisbar el ansia del fin, el ansia de la revelación. Lo actual, en efecto, es lo que permite entrar en comercio con los demás en el mejor pie, y la lectura instala ahí un paréntesis, la abolición de la realidad tal cual ella suele mostrarse al que vive de la moneda de cambio que cifra lo actual, en donde ella, la realidad, aparece como algo dado e imperturbable. Cuando a Borges le pregunta María Esther Vazquez por la literatura actual, él responde: “Puedo hablar con escasa autoridad sobre estas cosas. Hace once años que he perdido la vista y me he dedicado a la literatura actual de los siglos octavo y noveno.” Después le preguntan por la literatura del futuro, cómo cree que será. Responde: “Si yo quisiera conocer la literatura del futuro o una de las literaturas futuras, ya que hay una sucesión interminable de porvenires, me bastaría con poder leer mágicamente la más modesta de las páginas actuales, digamos una página mía, tal como la leería un lector del año 2100. Sin duda, esa página habría variado mucho. […] El tiempo va variando lo que escribimos, suele ser un colaborador que puede ser generoso. […] El mundo de los libros no es un mundo estático sino creciente, que se está moviendo y que puede hacer que se modifiquen totalmente las cosas.” En otro momento, le pregunta qué es lo mejor que ha recibido de su padre; responde: “El hábito, que no siempre observo, de no recibir las cosas sin examinarlas. Veo que la mayoría de la gente tiende a aceptar la realidad sin detenerse a observarla, sin pensar que puede ser cuestionada. Todo es admitido como real, y en especial lo que sucede el día de hoy. Se entiende que lo actual tiene una gran fuerza. Claro que el único tiempo que conocemos es el actual, pero como va renovándose, no sé si tiene un valor para el porvenir.” Esta “renovación” es mera repetición de lo mismo. Habría en cambio que celebrar al padre de Borges, para quien, recuerda su hijo, “son los jóvenes los que educan a los mayores”. Por cierto, hay en los libros muchas experiencias que aguardan el auxilio de la lectura, ese rescate al que nos refiriéramos a propósito del pasado que sólo vuelve a título póstumo, como un padre que en su ausencia nos da consejo brindándonos, a los hijos lectores, palabras que vienen sueltas, desprendidas de cualquier voluntad de sentido, para que seamos nosotros, los vivos, quienes hagamos la experiencia - en la lectura- de lo que en ellas se guarda como un secreto. Si leemos los libros como si fueran nuestros padres, que en cierto modo lo son, no es para que hagan las veces de autoridades o guías de lo que los lectores hemos de pensar y hacer, sino para recibir y darle, a su tiempo, lugar en el nuestro, tal como ocurre cuando se cita, pues en una cita tiene oportunidad el presente de verse renovado por el suplemento de sentido que resulta como efecto de la lectura. Jamás llegaremos a asimilar todo el pasado, y por eso es conveniente una buena digestión, pues en ella hay olvido, y gracias a él, como a la memoria que habrá asimilado ese pasado incrustándolo en el presente, futuro. Este futuro, por lo demás, ya se encuentra, claro que secretamente albergado, en el presente, y por la lectura (del texto realidad) aparece como tiempo insólito, un destiempo del sentido presente que produce más sentido y más tiempo: la novedad. ¿Y qué decir, en lo que queda de espacio, del habla y del pensamiento? Creo que más de una lectura sabrá encontrar en las palabras aquí brindadas alguna pista que conduzca en la dirección de esas relaciones. Para bien del habla, la lectura, en primer lugar, proporciona un repertorio más amplio de nombres con los que elaborar y hacer comunicable las experiencias, que de otro modo pasarán sin pena ni gloria. El mismo destiempo que es propio a la lectura trabaja en la experiencia cuando ella rescata lo sido en su caducidad y le da vida en el lenguaje, ya sea como relato o escritura, como sea con tal de que ese tiempo reciba algún auxilio, pues si se pierde, perderemos la oportunidad de

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hincarle el diente al presente perfecto donde habitamos bajo la luz de arrogantes certidumbres. La lectura, a su vez, también da a pensar, tal como sucede en una conversación entre amigos no tan asimilados entre sí, pues en los libros leemos frases que sólo podríamos oír si las pensáramos o alguien nos las dijera en el trance de un diálogo que se asienta en lo inactual del presente. Y pensar, aunque Schopenhauer diga lo contrario33, es obra, en nosotros, del pasado. Dice Hölderlin: La Psiche entre amigos, el nacimiento del pensamiento en la conversación y la correspondencia es necesaria a los artistas. Por otra parte, no tenemos ningún pensamiento que nos pertenezca a nosotros mismos, sino a la constelación sagrada a la que intentamos dar figura.

Estas mismas frases son ya pensamiento, y como tal pueden servir para que el nuestro se encamine en esa dirección o prefiera otra, de todos modos abierta gracias a la lectura, que entonces merece ser entendida como una voz que viene de más allá, de muy lejos, pero que puede hablarnos muy cerca y sernos más oportuna y provechosa que muchas de las manoseadas palabras con las que hablamos diariamente para decir lo mismo y cerrarle al futuro las puertas del presente por donde, desde el pasado inédito, ha de entrar.

Francisco Eichholz (Eco Tácito), Agosto 2001.

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“Si leemos, piensa otro por nosotros; sólo repetimos su proceso mental. Es como si el discípulo trazara con la pluma los rasgos escritos con lápiz por el maestro. La lectura nos quita en gran parte el trabajo de pensar. […] Así sucede que pierde poco a poco la capacidad de pensar por sí mismo aquel que lee mucho y casi todo el día, distrayéndose con pensamientos irreflexivos en los intervalos, igual que pierde la manera de andar quien siempre está montando a caballo. […] Cuanto más se lee, menos huellas de lo leído quedan en el espíritu… así no llega a asimilar, y no se consigue el apropio de lo leído.” Y en otro capítulo de sus Parerga, citando a Goethe, dice: “Lo que has heredado de tus padres, merécelo para poseerlo.” El tema de la asimilación apenas lo hemos rozado, y no cabe duda que en él se concentra buena parte de lo que aquél profesor hiciera ver con su juicio sentencioso. Incluso Nietzsche, en su escrito sobre las ventajas y desventajas de la historia para la vida, comienza citando a Goethe: “Por lo demás, detesto todo lo que no hace más que instruirme sin aumentar mi actividad o vivificarla inmediatamente”. También podríamos citar aquí a Emerson y las corajudas palabras de su ensayo Autoconfianza. Pero nos estaríamos engañando si creyéramos que en todas estas citas se impugna la lectura en general; lo que se repugna es su exceso, que queda perfectamente retratado en su efectos nocivos o inútiles en la novela póstuma de Flaubet, Bouvard et Pécuchet. En este libro, lo mismo que la novela de Cervantes, la mella a la vida es producida por el exceso de lectura, un ansia de encontrar recetas que se espera la vuelvan domesticable a la voluntad y hóspita a la imaginación, como en el caso del Quijote. Después de estudiar casi todas las materias sobre las que se extiende el conocimiento humano con una expectativa casi invulnerable a los embates de la realidad, Bouvard y Pécuchet, hipertrofiados de saber al tiempo que profundamente decepcionados de él, se rinden a su ruina económica y acaban por desistir de este proyecto que podría entenderse como la conversión de la experiencia en ilustración, no teniendo más remedio, al final del libro, que regresar a la labor de copistas de la cual se habían evadido en un comienzo. De buenas a primeras, yo estaría de acuerdo en condenar este exceso, y para ello me sentiría apoyado con una frase del siempre sencillo y astuto Mark Twain: “las cosas de una a una, es mi lema; y siempre exprimiéndolas al máximo.” Pero ya hemos visto que el tiempo de la acción y el de la lectura no coinciden, son dos experiencias que acontecen, cada una, en un plano distinto (bien lo sabía Cervantes).

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