El Mito De La Motivacin Cmo Escapar De Un Callejn Sin Salida.pdf

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EL MITO DE LA MOTIVACIÓN

III

Introducción

IV

Introducción

REINHARD K. SPRENGER

EL MITO DE LA MOTIVACIÓN Cómo escapar de un callejón sin salida

Con ilustraciones de Thomas Plaßmann Traducción: Augusto Gely Alonso

DIAZ DE SANTOS V

Introducción

Título original: Mythos Motivation. Reinhard K. Sprenger. © Campus Verlag GmbH, Frankfurt Main, 2002 Reservados todos los derechos. «No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright.» © Ediciones Díaz de Santos, S. A., 2005 Internet: http://www.diazdesantos.es/ediciones E-Mail: [email protected] ISBN: 84-7978-657-4 Depósito legal: M. 3.419-2005 Diseño de cubierta: Ángel Calvete Fotocomposición: Fer Impresión: Edigrafos Encuadernación: Rústica-Hilo Impreso en España VI

Prefacio

ÍNDICE

Prefacio

VII

Introducción

1

PARTE PRIMERA Enfocar Capítulo 1

La práctica, nuestro punto de partida

7

Capítulo 2

La confusión lingüística sobre la “motivación” 11 Capítulo 3

La comodidad personal y el ocio como valores supremos Capítulo 4

La acción motivadora: una tecla bastante ineficaz Capítulo 5

La sospecha como cultura empresarial Capítulo 6

La gramática de la seducción VII

55

37

27

19

Índice

PARTE SEGUNDA Desenmascarar Capítulo 7

Sísifo: recompensar y sobornar

69

Capítulo 8

Elogiar, un cinismo de los dominadores 83 Capítulo 9

Los sistemas de incentivo como juegos de suma cero 101 Capítulo 10

Doping 127 Capítulo 11

Las ideas dan dinero. ¿Da el dinero también ideas? Capítulo 12

La pasividad como concepto directivo 153 Capítulo 13

Pasando revista a la devaluación

161

Capítulo 14

Contrarréplicas

181

Capítulo 15

Management de la retribución

193

PARTE TERCERA Dirigir A Capítulo 16

Exigir en vez de seducir VIII

219

137

Índice

Capítulo 17

Digresión: dirigir mediante el diálogo

233

B Capítulo 18

Evitar la desmotivación

239

Capítulo 19

Relaciones petrificadas

245

Capítulo 20

Falta de confianza en la capacidad ajena

253

Capítulo 21

Pedir menos de lo debido a la capacidad de rendimiento 265 Capítulo 22

La división del trabajo

275

Capítulo 23

La carencia de espacio libre como causa de la imposibilidad del rendimiento 285 C Capítulo 24

Epílogo: ensayo sobre el respeto a sí mismo

IX

307

Prefacio

PREFACIO El mito de la motivación Diez años después

Comenzar. Ese es el destino del individuo. Comenzar siempre de nuevo. Lo queramos o no, vivimos en la libertad de la autodeterminación, estamos obligados a encontrar nuestro propio camino a través de una maraña formada por fines, intereses y opiniones. Y en ello, como ya sabía el poeta, hay algo de magia. La misma que en un timo. Pues ¿quién podría realmente empezar de cero? Incluso quien empieza a escribir está ya contestando a algo que le ha pasado antes, a algún contratiempo, a un suceso que le apremia como si fuera una pregunta. El mito de la motivación respondía probablemente a una idea que yo había leído en un antiguo libro de pedagogía que, años después, volvió a caer por casualidad en mis manos. Decía: “No creo que se pueda motivar a los alumnos”. Yo (¿fui yo realmente?) había subrayado la frase con un fino trazo... y era evidente que a continuación la había olvidado. Pero no del todo: no pudo convencerme por completo ni una sola de las teorías de la motivación con las que tuve que bregar en mis años de estudiante. Eso es precisamente lo que me parecían: demasiado... “teóricas”. Más tarde, durante mi etapa de prácticas en el centro escolar, tuve ocasión de conocer las “fases de la motivación” y la “presentación motivadora” que debía abrir cualquier plan para el aula. La idea era quizá que el profesor tenía que colocarse una nariz postiza, ponerse de un salto frenXI

El mito de la motivación

te a los alumnos y entusiasmarles exclamando: “Y hoy.... ¡la Constitución de la República de Weimar de 1919!”; ante lo cual los alumnos, hasta entonces repantingados con desidia en las sillas, reaccionarían saltando electrizados encima de las mesas, dándose golpes en el pecho y recitando con ardiente mirada: “¡Capitán, mi capitán!”... En fin, algo así se suponía de todos modos. Cuando hice al respecto una observación escéptica, preguntando por qué no podía uno olvidarse simplemente de todo aquello, lo cual no quería decir en modo alguno que hubiera que dar clases aburridas, la directora de mi departamento contestó secamente: “Eso es lo que llevo 30 años pensando”. Por último, en el mundo empresarial he sido testigo de variadísimos intentos para estimular el rendimiento de los colaboradores, darles impulso o mantener de algún otro modo su buena disposición. Ante todo, al prestar servicios externos. Estaba claro que, tácitamente, muchos colaboradores esperaban que yo hiciera algo para que ellos estuvieran motivados. Luego me ocurrió lo mismo cuando, como director de seminarios, tuve que enfrentarme constantemente a la pregunta de los directivos: “¿Qué debo hacer para motivar a mi gente?” Me contenía para no contestarles con otra pregunta: “¿Qué es lo que ha hecho usted para des-motivarla?” Pronto comprobé que quienes no dejaban de preguntar por nuevas fórmulas de motivación eran sobre todo los malos directivos: los que ni querían dirigir ni eran capaces de ello. En aquella época surgió el presente libro. Cuando se publicó en 1991, yo no tenía en absoluto la sensación de estar tratando un tema de especial actualidad. Simplemente, estaba furioso por las leyendas sobre la motivación y los problemáticos intentos de elevar el rendimiento de los colaboradores por medio de incentivos externos. Hoy, diez años después, el tema no ha perdido nada de su actualidad; incluso puede decirse que ha ganado mayor frescura provocativa. Pues, respecto al asunto que nos ocupa, en conjunto hay más retroceso que progreso: apenas nadie cuestiona ya la “retribución según el rendimiento” –ni siquiera en las administraciones públicas, los hospitaXII

Prefacio

les, las escuelas–; los vendedores ambulantes de la industria de la consultoría van ofreciendo por cualquier parte “planes de remuneración según resultados”; es ya un lugar común hablar de la “motivación como tarea de management”. En este sentido, el éxito del libro tiene carácter sintomático. Es la expresión de un problema general serio. Lo que está claro es que el oscuro horizonte ante el cual despiertan interés ideas como estas no ha surgido de la nada. Esta reedición (17ª en alemán), por tanto, aparece en un momento en el que se está planteando con especial insistencia la cuestión de los fundamentos motivacionales del rendimiento. La constante demanda demuestra que el libro resulta “imprescindible” para muchas personas. Se ha convertido en un “clásico”. De ahí que me haya parecido conveniente liberarlo de lo que estaba demasiado condicionado por el momento en que se hizo. En cualquier caso, he conservado su estructura básica, tal como fue surgiendo a vuelapluma cuando lo escribí entonces. Y ello ha causado que se conserve igualmente su modo de exposición ejemplar-narrativo, no estrictamente sistemático. He eliminado algunos desarrollos excesivos, introduciendo asimismo algunas observaciones nuevas (por ejemplo sobre las stock options) y completando la bibliografía. Pero incluso en aquellos pasajes que yo hoy reformularía de manera más tajante, he respetado la versión primitiva. Por lo demás, en lo que respecta al contenido no hay razón alguna para rectificar el análisis que realiza el libro. Al contrario: hasta donde yo sé, la investigación más reciente sobre la motivación ha confirmado mi análisis casi punto por punto (Cfr. Frey/Osterloh 2000). El profesor de Harvard Alfie Kohn escribe: “No se ha publicado en ninguna parte del mundo estudio alguno que haya demostrado un aumento duradero del rendimiento por medio de sistemas de incentivos”. Hoy, aun más que en el momento en que se escribió este libro, estoy convencido de que existe una relación negativa entre incentivos extrínsecos (basados en el dinero) y rendimiento intrínsecamente motivado: motivar destruye la motivación. Y bajo la bandera de la “retribución por rendimiento”, lo único que haXIII

El mito de la motivación

cemos es tratar síntomas, no la enfermedad. Al hacerlo, no somos capaces de ver los efectos a la larga y secundarios, cuyos costes puede que recaigan en terceras personas, o incluso en todos nosotros como “sociedad”. Esa inteligencia que solo hace remiendos pone aquí en escena su aparente activismo, para no tener que resolver el auténtico problema: una dirección pasiva e inconsecuente. Que numerosos sectores del management hagan oídos sordos, negándose a darse por enterados de estas relaciones de causa-efecto, prueba una vez más el hecho de que las empresas serán muchas cosas, pero de ningún modo organizaciones guiadas por los principios racionales de la explotación económica. En bastantes de sus partes esenciales, El mito de motivación es un informe sobre casos prácticos. Podría decirse que se gestó en el asiento delantero de los automóviles, mientras “mis” colaboradores en la prestación de servicios externos conducían de un cliente a otro y yo trabajaba con mi cuaderno de notas y mis papeles sobre las rodillas. Se completó por medio de mis experiencias como director de seminarios, como compañero de fatigas y circunstancias de mis colegas managers, como padre de dos niños y, también, como un damnificado directo de actuaciones motivadoras que ha tenido que pasar por más de un tormentoso intento ajeno de controlar su voluntad... Por lo cual, como se ha observado en algunas reseñas, la obra puede leerse también como contribución a una “filosofía del arte de vivir”. Como libro procedente de la práctica y destinado a la práctica, su argumentación da rodeos en dirección a la teoría, pero sin pretender teorizar. Si es válido que, como sentenció Bertrand Russell, resulta imposible combinar inteligibilidad y exactitud, yo (¡así lo espero!) me he decidido por la inteligibilidad. En algunos de sus pasajes, se trata también de un libro polémico, de un escrito de combate en el mejor sentido de la expesión. Y, en ciertas ocasiones, provocar y justificar la carcajada, que me pareció que era la respuesta que más convenía a lo absurdo del asunto examinado. XIV

Prefacio

De las abundantes reseñas del libro, quiero asumir un motivo crítico: no expuse en él suficientemente cuál sería la manera “correcta” de proceder en el asunto de la motivación. En efecto: en las dos primeras partes del libro tienen preponderancia las consideraciones críticas, o, si se prefiere decir así, las “malas noticias”. Reconozco que confié demasiado en la fuerza positiva del pensamiento negativo. Omitir cosas me pareció muchas veces más convincente que añadirlas. Y, por otra parte, es claro que tampoco conseguí que en la tercera y última parte del libro aparecieran las “buenas noticias” tal como debía haber sido. El impulso crítico de las dos primeras partes del libro quizá se haya impuesto excesivamente en la percepción de muchos lectores. Por ello diré aquí una vez más: la parte Dirigir es mi respuesta a la pregunta: “¿Cómo mejorar entonces?” A quien quiera profundizar en ello le recomendaría mis libros El principio de la auto-responsabilidad y La rebelión del individuo. Essen, mayo de 2001

XV

Introducción

Introducción

as empresas petroleras “Super” e “Hyper” organizan todos Lsiguiendo los años una regata entre embarcaciones de ocho remeros, el ejemplo de las universidades de Oxford y Cambridge. Los últimos años, el equipo de “Super” ha perdido siempre. En vista de ello, la dirección ejecutiva de la empresa acuerda analizar los vídeos de la última prueba: se ve a ocho remeros y un timonel en la embarcación de “Hyper”; pero, para sorpresa general, en la de “Super” se ve a ocho timoneles y solo un remero. “¿Qué podemos hacer al respecto?”, pregunta el director ejecutivo al jefe de personal. Y este contesta: “¡Motivar! ¡Motivar mejor a ese hombre!” Esta historia se ha propagado mucho en las diversas versiones que ha llegado a tener. Nos está señalando algo que, claramente, muchos de los que colaboran en nuestras empresas perciben de manera similar. Y en ella, como en un foco, confluyen también muchos de los aspectos que habrán de ser desarrollados y fundamentados en el presente libro. Me gustaría mostrar que el sendero, bien conocido para todos nosotros, por el que se intenta motivar a los colaboradores es un camino que no lleva a ninguna parte. Me gustaría mostrar que esa práctica propulsora que recibe el nombre de “motivación” y que, por más astucias y máscaras que emplee, consiste en estimular a los demás es algo que no funciona. Y “no funciona” quiere decir que trae consigo muchos efectos secundarios y consecuencias a la larga contraproducentes, que anularán el resultado al que se aspiraba: elevar el rendimiento. 1

El mito de la motivación

Desarrollaré la tesis de que quien motiva se asemeja a un empresario que, como hechizado, no quitará la vista de la ascendente curva de ventas, pero sin dedicar ni una sola mirada a la evolución de los costes. En ese contexto, yo presto mi atención a las consecuencias que, en forma de comportamientos, tendrá más tarde cualquier acción motivadora que en principio parezca “exitosa”: me refiero a esos efectos secundarios psicosociales que los entusiastas de la motivación se niegan a ver. Mostraré que la práctica de motivar a los demás ignora relaciones de causa-efecto en el ámbito de la ecología del comportamiento, obstaculizando así de modo permanente la motivación interna del individuo; y que la habitual sospecha de que en los otros la disposición para el rendimiento muestra carencias o debe ser incrementada tiene implicaciones que llegan hasta muy lejos. En pocas palabras, mi tesis es: Todo motivar es desmotivar En efecto, se invierten cantidades considerables de energía en técnicas de dirección y sistemas de motivación que, en conjunto, dañan a la empresa en vez de serle útiles. Además, la motivación proporciona un modelo de conducta en virtud del cual ya no se exige, sino que solo se mima, y este veneno se extiende por toda la cultura organizativa: en ella, todo con-ducir se convierte en un se-ducir. Esta es una sentencia que habrá que fundamentar. Pues, de hecho, son legión los psicólogos, pedagogos, investigadores del comportamiento y teóricos de la organización que se han ocupado del análisis de la motivación humana y de su influencia sobre los orígenes del rendimiento; de hecho, es irrebatible que, a través de sistemas de incentivos, los colaboradores pueden ser “impulsados” a la conducta deseada; de hecho, el ramo de los incentivos está viviendo un boom; de hecho, hoy, y desde hace ya largo tiempo, las retribuciones variables para “elevar la motivación de cara al rendimiento” siguen gozando de una coyuntura favorable. 2

Introducción

Pero quien aspire a llegar a un terreno nuevo tiene, en primer lugar, que romper intelectualmente con el medio al que nos hemos acostumbrado desde hace mucho, el gabinete de espejos de la motivación. Pues aquí son nuestros propios sistemas los que nos están impidiendo avanzar en cualquier dirección. Volveremos a encontrar las huellas que nuestros planificadores de sistemas dejan por donde pasan, planteándonos una necesidad de adaptación tras otra. Y si aun así conseguimos abrirnos camino hasta las profundidades de la lógica de la motivación, nos veremos forzados a pensar sin cable salvavidas. Y me gustaría invitarles a ello. Mi intención principal no es exponer una serie de casos más o menos anecdóticos que prueben la solidez de mis reflexiones, tal como prefieren hacer muchos de mis colegas norteamericanos. Procediendo así, no llegaríamos a penetrar lo suficiente en los problemas que nos ocupan. Tampoco en este libro se trata de técnicas que indiquen cuál es entonces el modo “correcto” de motivar a los colaboradores. No existen respuestas tajantes a la pregunta: “¿Cómo conseguir que mi colaborador haga algo que no quiere hacer por propia iniciativa?” Pues ninguna técnica directiva va nunca más allá del plano instrumental, y, precisamente por ser una “técnica”, los demás en seguida la conocen a la perfección y la contrarrestan. De lo que se trata más bien es de una actitud interior que interprete de otra manera las aplicaciones instrumentales; para ello, las técnicas de motivación no serán más que patrones de conducta observables en el plano de las apariencias. Pero no se puede aprender a dirigir, si por tal se considera solo un conjunto de trucos, desatendiendo así el requisito básico sobre el que todo descansa, es decir, las actitudes, los valores, los rasgos de carácter, en una palabra: la personalidad del directivo; y del mismo modo, poco podremos entender acerca de la mecánica de la motivación si fijamos la vista solo en el plano instrumental. Por lo tanto, habrá que discutir también sobre la eficacia funcional de los sistemas incentivadores. Habra que discutir sobre las presuposiciones fundamentales que están detrás de 3

El mito de la motivación

los procedimientos de motivación. Habrá que discutir sobre las consecuencias psicosociales que resultan de las amables-siniestras artes de seducción de muchos directivos-seductores. Habrá que discutir –¡más todavía!– sobre la desmotivación. Pero no por eso se trata en este libro de una “humanización del mundo del trabajo” sobre bases morales. Aunque acerca de este tema también habría que hablar. Pero se trata ante todo de productividad, rentabilidad, tipos de fluctuación, presencia y ausencia físicas y psíquicas en el puesto de trabajo, calidad y cantidad del rendimiento; se trata de un comportamiento espontáneo y creativo más allá de las expectativas de rol. Se trata, en último término, del beneficio. Y para ello, sin embargo, se deberá hablar también sobre qué imagen tenemos del ser humano, aunque esto lleve aparejado el riesgo de que entonces lo demás quede envuelto en cierta dudosa penumbra. Mientras escribía, los lectores que yo deseaba eran esas personas que, cuando alguien las “motiva”, perciben, como un soplo helado, que no las toman en serio, que las manipulan y, ocultamente, las desprecian; a ellas es a quienes este libro podría decirles algo. Pero también pretendo que llegue a quienes, trabajando en el mundo empresarial, se han decidido a llevar a la práctica una imagen distinta del ser humano, quizá porque saben, más por intuición que con certeza, que el mundo está al servicio de los actos de nuestra voluntad. Y no al revés.

4

Introducción

Parte primera Enfocar

5

Introducción

Capítulo

1

La práctica, nuestro punto de partida a “motivación” es un arma arrojadiza en las disputas internas de la empresa: “¿¡Quizá usted no ha motivado bien a su gente!?” ¿Pregunta? ¿Afirmación? En cualquier caso, un proyectil certero tomado del arsenal para atemorizar managers. Aunque el concepto “motivación” tiene connotaciones positivas para casi la totalidad de los directivos, observamos una y otra vez cómo en seguida se echa mano de él para denigrar la tarea de la dirección (sin que tal asociación esté justificada, como veremos más adelante). Como un disco rayado se repite también la pregunta correspondiente: “¿Cómo motivar a los míos?” Pero en cuanto que alguien, sea libremente, bajo presión o en virtud de un sistema de asignación de roles, acaba de asumir la responsabilidad por la motivación de los colaboradores, la delega a su vez en otro tan pronto como le sea posible. Consideremos un ejemplo aplicado al training. Un director de ventas puso en mis manos a su personal de servicios externos con estas palabras: “¡Motívemelos bien de una vez!”. Era irritante: ¿pretendía que un training hiciera lo que él no conseguía en contacto con sus colaboradores? Y en mis oídos aún resuenan las desesperadas lamentaciones de un directivo en un congreso de management: “¿Cómo vamos a motivar a nuestros colaboradores, cuando desde arriba destruyen todos los días nuestra propia motivación?” No hay duda: los directi-

L

7

El mito de la motivación

vos se sienten responsables de la motivación de sus colaboradores (y en cierta manera lo son, aunque no del modo que quieren hacernos creer en tantísimas reglas de oro), pero suelen enfrentarse a esta tarea sin recursos, por sólidos motivos que tendremos que precisar más de cerca. Otra de las extrañas situaciones observables en la práctica que me llevaron a abordar el asunto “motivación” son los estragos que está causando la fiebre del pago por rendimiento y de los incentivos, que, en forma de planes de stock options, ha terminado por alcanzar también los más altos niveles, incluidos el control de gestión y el departamento de personal, tareas siempre de resultados difícilmente cuantificables. Fue conversando con directivos de estas áreas como me quedó claro que la introducción de cualquier iniciativa con la esperanza de ingresos extra conduce a toda una serie en cadena de paradójicos efectos secundarios, que me llevaron pronto a dudar de la sabiduría de tales sistemas: los mismos directivos decían que el ambiente entre los compañeros se enrarecía, las bonificaciones

DEP. I

DEP. II DEP. III

8

La práctica, nuestro punto de partida

individuales imposibilitaban una acción cooperativa, se aguijoneaba el egoísmo de los departamentos en una medida desconocida hasta entonces (¡“departamento” tiene que ver con “apartarse”!). Con ironía apenas encubierta, un directivo de área de un importante grupo químico me contó cómo la norma de su empresa era estipular primas para objetivos y proyectos realizados hacía ya mucho tiempo: easy money... que solía ir a parar, justamente, a manos de esos managers que defienden con vehemencia que los incentivos de cualquier tipo actúan elevando el rendimiento. En el ámbito de la dirección pueden hacerse, además, otras dos observaciones adicionales. Ante todo, son los directivos más débiles quienes se interesan por los consejos y las mañas para motivar a los colaboradores; pero los que alcanzan más éxito se comportan de distinta manera: ¡no motivan! Se muestran más bien escépticos frente a los sistemas de incentivos, y jamás se dan en ellos comportamientos propulsores. Tambien las empresas consultoras, tradicional foco de charlatanes de la acción motivadora, parecen guardar cierta prevención al respecto de los sistemas de incentivos. En mis viajes con colaboradores de servicios externos, me han dejado clara innumerables veces, hablando en voz baja, la secreta ineficacia de los sistemas de bonificación: pues los planes de bonificación, según me contaron, se negocian de tal manera, que gracias a ellos no hay que dar “ni un palo al agua” más de lo necesario. Maravillado, supe de los innumerables trucos que pueden llegar a guardarse en la manga para eludir los planes. El cinismo era el remedio más extendido para combatir el más que frecuente efecto desmotivador de las llamadas “listas de resultados”. La gente ha aprendido a vivir con la acción motivadora, se han adaptado a ella. Cuando en la conversación se tocaba el tema, no podía dejarse de oír un silencioso desprecio. Lo que causó mi curiosidad no era mi oposición a alguna postura teórica, sino mi experiencia práctica. Tenía que existir alguna explicación para estos fenómenos paradójicos, pues de hecho una gran parte de la industria está organizada según los 9

El mito de la motivación

esquemas mentales de las teorías de la motivación. Seguí la pista de estas contradicciones a través de entrevistas y viajes en compañía, observando a mi alrededor y en encuestas a equipos de trabajo. Para mí, ahora está claro que “motivar” no quiere decir más que estas cinco cosas: recompensar, elogiar, sobornar, amenazar, castigar. Para mí, ahora está claro que dirigir, bajo el sol frío de los sistemas incentivadores es siempre “seducir” y no “conducir”. Y para mí es un hecho irrefutable que toda acción motivadora consigue con mecánica seguridad su contrario: la desmotivación. Lo cual se intentará demostrar.

10

Introducción

Capítulo

2

La confusión lingüística sobre la “motivación” otivar... ¡pero no de cualquier manera!”, “Cómo moti“Mvar con éxito”, “Recursos prácticos para la motivación”: títulos así pertenecen al arsenal literario, que llenaría ya bastantes estanterías, compuesto por los libros editados sobre el tema “motivación de los colaboradores”. “Experiencia en motivar equipos” es uno de los requisitos indispensables más exigidos en las ofertas de trabajo para directivos. Por tanto, no hay duda de que “saber motivar” se cuenta entre las destrezas fundamentales del management. Apenas quedará algún training en cuyo foco de atención no estén las teorías de la motivación, consideradas desde el punto de vista de la teoría del aprendizaje o de la psicología; apenas habrá algún sistema de dirección, algún artículo sobre la dirección que no dedique un epígrafe a los “Procedimientos propulsores para elevar el rendimiento” que aplicará el personal superior. Distintas versiones de un mismo mito. Elevar el rendimiento: he ahí el fin de tales esfuerzos. Se presupone que hay algo que elevar y que es muy conveniente hacerlo. A veces, esto hace florecer especies grotescas: las “Cassettes hipnóticas de motivación” de un proveedor muniqués prometen al usuario que gracias a “la motivación selectiva del subconsciente conseguirá (...) los fines que se haya propuesto”. A gusto del consumidor: “liberarse de los sentimientos de culpa”, “¡alto a la caída del cabello!”, “quiero ser amado”. Desde 11

El mito de la motivación

entonces, en la zona de despachos directivos ondean las melenas al viento, se oyen los susurros de los juramentos de amor... Un sinónimo de dirección “Motivación” es hoy una palabra clave; directamente, un sinónimo de “dirección”. La idea de fondo es que existe un algo latente (o sea: la motivación), como un barco inundado que se limita a cabecear, hasta que una intervención adecuada (la dirección) lo “incita”, para después volver a sumergirse en la fase de latencia, pues el caso es que el ser humano tiende a descender a un estado de reposo. Por lo tanto, los significados de “motivar” vienen a ser estos: 1. Equipar a alguien con motivos que antes no tenía. 2. Descubrir las motivaciones que tiene cada uno y ofrecerle posibilidades para alcanzarlas. 3. Conseguir que ciertas conductas adquieran significado y/o importancia subjetivos. 4. Desatar el entusiasmo. 5. Estimular. Si dirigir significa guiar a un equipo en dirección a un fin, su conexión con motivar está también probada etimológicamente (lat. movere = mover). Y, sin embargo, esta cercanía es algo que lleva a error, tanto si conscientemente la damos por buena, como si la pasamos por alto pudorosamente. Pues la motivación es un concepto complejo y polisémico. Motivación y acción motivadora Bien pueden los norteamericanos aprovechar la palabra motivation; pero su adaptación a nuestra lengua es causa de imprecisión: el término se refiere a las razones de una acción, entendidas como respuesta al “porqué” de la conducta. “De cualquier manera en que pueda definirse la motivación, se re12

La confusión lingüística sobre la “motivación”

ferirá siempre a aquello existente dentro de nosotros y en torno de nosotros, que nos lleva, nos impulsa, nos mueve a comportarnos así y no de otro modo”. Así lo expone un manual. Y, en esta línea, la reflexión llega a remontarse incluso hasta llegar a uno de los documentos más tempranos de la investigación motivacional: la Biblia. Los actuales expertos en psicología de la organización e investigadores del comportamiento preguntan: “¿Por qué una persona elige para trabajar esta empresa y no más bien aquella otra?” “¿Por qué esta persona se implica en esta tarea, pero no tanto en aquella otra?” “¿Por qué el Sr. Meier ha dejado de esforzarse, cuando le sigue esperando el incentivo de un viaje turístico tan atrayente?” Por tanto, lo que en primer término se entiende por motivación es el estado de un colaborador cuya disposición para realizar una determinada conducta está activado. Si el colaborador consigue un alto rendimiento es porque se interesa por el trabajo en sí mismo (intrínsecamente). Esto es la auténtica “motivación” en el sentido propio de la palabra. Si seguimos la pista del origen del término (lat.: in movitum ire = entrar en aquello que mueve [al ser humano]), podemos, sin duda, interpretar este “entrar” como un “comprender” receptivamente las razones de la acción. Pero también puede interpretárselo como un “apropiarse” guiado por intereses, como un “aprovechar”, de lo cual entonces uno derivará no solo la posibilidad, sino, lo que es más, la necesidad de una dirección efectiva y consciente de su responsabilidad. Y es justo en este punto cuando, de un salto y maullando, aparece el gato que había encerrado: mientras que los psicólogos de la motivación dan vueltas y más vueltas al “porqué”, los managers se preguntan ansiosos por el “cómo”. “¿Cómo conseguir de mi equipo el máximo rendimiento?” “¿Cómo prevenir el despido interior?” “¿Cómo motivar a mi gente para que haga horas extras?” Así pues, al manager no le interesa tanto por qué ocurre algo, sino cómo puede influir en la conducta de los demás. Con este propósito, y en una época de situaciones motivacionales 13

El mito de la motivación

sensiblemente distintas, el manager se ve obligado también a introducirse en las hondonadas del “por qué”, para desde allí, en contacto con el individuo, elevar con mayor eficiencia su rendimiento; lo cual hace las cosas aún más complejas. El resultado es la fuerte demanda de ofertas de training del tipo how to. Y, sin embargo, la búsqueda de fórmulas del éxito tiene que fracasar: son más que demasiado rígidas para un entorno en permanente transformación. Todas ellas ignoran el presupuesto esencial: la personalidad individual del directivo. Lo único que este puede ganar de ahí es poderío verbal, algo que, en todo caso, los participantes del seminario recibirán encantados como una gran ayuda. Y además estas fórmulas —last but not least— prenden la mecha de todos los efectos secundarios de una acción motivadora con “éxito”. Por lo tanto, como motivación se entiende también la acción de crear, mantener y elevar la disposición para realizar una determinada conducta, y ello a través de los superiores jerárquicos o bien por medio de incentivos. En esta concepción, el rendimiento se consigue porque el colaborador ha sido incentivado desde fuera (extrínsecamente), o simplemente: porque se le paga. Para denominar este control ajeno sobre la voluntad de una persona utilizo el término “acción motivadora”, delimitándolo con claridad frente al control del individuo sobre sí mismo. Así pues, la motivación es a la acción motivadora lo que el porqué al cómo. Ambas cosas son interdependientes, y de ahí que no pueda considerárselas por separado. Tengo pocas esperanzas de que esta distinción lingüística consiga imponerse. Pero, para lo que sigue, es irrenunciable. Insinuaciones “Motivación”...: un ropaje lingüístico que nos deja adivinar la cercanía de una idea, pero sin revelárnosla. Desde muy pronto presentí que el término estaba destinado a pasar por situaciones penosas. 14

La confusión lingüística sobre la “motivación”

En efecto, de un modo tan pudoroso como característico, el uso de la palabra encubre el núcleo del problema: el lenguaje habitual mete en el mismo saco la actitud interior del dirigido y la acción plenamente intencional de quien dirige (acción que, desde este punto de vista, es lo único que puede producir motivación). El fin y los medios se convierten en una y la misma cosa. El uso impreciso o ambiguo de un concepto no ofrece resistencia alguna frente a malas utilizaciones. Pero, además, quienes se niegan con desprecio a precisarlo, tal como vemos en los libros de management, no solo fomentan aún más su mala utilización, sino que saben perfectamente lo que hacen o, cuando menos, están seguros de las sólidas razones que lo justifican. Una de estas razones apunta al modelo clásico del directivo que siempre tiene éxito. Del mismo modo en que la actividad del directivo que motiva, que propulsa hacia adelante, queda sin más metida en el mismo saco que la actitud del colaborador, este modo de pensar nos insinúa que la consecución de los fines es una evidencia inatacable: “El superior no tiene más que hacer algo motivador, y entonces aparecerá necesariamente la motivación de los miembros del equipo”. Se supone que la competencia para alcanzar objetivos se transmitirá a los demás desde el directivo de primera categoría, el cual, por su parte, encontrará el medio y la vía necesarios, pero negándoles cualquier valor propio. En este modo de pensar, el directivo se asemeja al carnicero que ve ya las salchichas donde aún están los cerdos vivos. Yendo más allá, el lenguaje habitual nos dice: “¡Como directivos, sois responsables de la motivación de vuestros colaboradores!”, lo cual, a su vez, corresponde a la popularísima imagen del manager que “actúa” (y no, por ejemplo, del que “piensa”). Lo que se está pidiendo aquí es un manager que “saque” lo mejor de su equipo, con lo que —así se cree— conseguirá resultados positivos para su empresa. Ahora está ya claro por qué el manager percibe algo así como sentimientos de culpa ante un equipo desmotivado: debe de ser que ha “hecho” demasiado poco o que no ha “hecho” lo 15

El mito de la motivación

correcto. Pero un directivo volverá siempre a fracasar mientras no capte la doble naturaleza de la “motivación”, mientras no entienda que la confusión lingüística de la “motivación” encubre la diferencia entre el control de la persona sobre su propia voluntad y ese control ejercido por otros. Por lo tanto, se debe diferenciar con claridad entre: • “Motivación”, con la que se describe el control del individuo sobre sí mismo y que, por consiguiente, es cosa exclusivamente suya, no pertenece a nadie más que a él. • “Acción motivadora”, entendida como una acción plenamente intencional de un superior jerárquico o como efecto de sistemas incentivadores en funcionamiento; y que, por ello, es necesario que interpretemos como un control ajeno sobre la voluntad del individuo. Acción motivadora y manipulación Los libros de management evitan la expresión coherente, “acción motivadora”, como el diablo el agua bendita. Pues, en efecto, la intención totalmente consciente a la que se refiere quedaría así relativamente al descubierto, haciéndose demasiado patente su afinidad con el control ajeno sobre la voluntad de otros, con la manipulación. Manipulación, sí. Por más vueltas que le demos, la “acción motivadora” es y seguirá siendo controlar la voluntad ajena, seguirá siendo manipulación (término latino que significa: mover algo con la mano). La intención de manejar a otro es clarísima. Incluso aunque uno se defienda por sistema hablando y hablando sin ir al asunto. Y al afirmar esto, no estamos aún en principio pronunciando ningún juicio sobre su validez moral. Manipular es influir con éxito sobre la conducta de otro (pero no necesariamente en perjuicio suyo) por medios más o menos ocultos. Con sus artimañas, el manipulador lleva a otros a prestar algún servicio sin provocar su oposición directa. Proporciona informaciones conscientemente alteradas, exage16

La confusión lingüística sobre la “motivación”

radas, embellecidas, limitadas o falseadas para disponerlos a que se comporten como él desea. “La motivación es la facultad de hacer que una persona haga lo que queremos, cuando queremos y como queremos... pero que lo haga porque ella misma quiera”. En realidad, lo más que hace este soberbio canto a mayor gloria de la manipulación debido a Dwight D. Eisenhower —un lugar común en los manuales de management— es maquillar a duras penas, por medio de una paradoja aparentemente lingüística, la pérdida de control sobre los propios actos. La idea es “utilizar” al otro para satisfacer nuestras propias necesidades. Pero eso no se dice expresamente. Para legitimarlo, suele decirse que es un “mal necesario”, con el fin de que la influencia ejercida sobre el colaborador redunde también –y como por casualidad– en beneficio suyo. Pero ¿en qué consiste ese beneficio? Eso lo decidirá el manipulador. Lo importante en todo esto es que el manipulador tiene que haberse hecho cierta idea de las ocultas apetencias, necesidades y debilidades de su víctima. Hoy, dando por concluido en apariencia el furioso combate que desde hace ya decenios sostenían la (legítima) motivación y la (despreciable) manipulación, se ha impuesto una delicada atención a los motivos del colaborador con vistas a seducirlo. Para denominar esta práctica, una mente ingeniosa (Rolf Balling) acuñó el término “motipulación”. Una ironía, sí, pero que en último término sigue siendo una manera de escabullirse frente al dilema planteado por un modo de pensar incoherente. Pues quien diga que hay que profundizar en la situación motivacional del colaborador para dar campo libre a sus motivos dice algo verdadero y falso a la vez. Algo falso, porque ninguna empresa, ninguna sociedad puede salir adelante si nadie dirige, y dirigir implica controlar los actos de otros. Pero eso no tiene que ver con motivar en el sentido de “mover-algocon-la-mano”, sino con la abierta exposición de los intereses, con la negociación, con la claridad y la coherencia. Volveremos sobre ello más adelante. 17

Introducción

Capítulo

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La comodidad personal y el ocio como valores supremos

El desentendimiento Un fantasma recorre nuestras empresas: el fantasma del “desentendimiento”. La rotunda expresión de Reinhard Höhn (una actualización de la tradicional “ley del mínimo esfuerzo”) para definir a los colaboradores que trabajan con la cabeza siempre puesta en asuntos extralaborales forma hoy ya parte del vocabulario básico del manager. En ningún caso podrá decirse que este fantasma sea una mera imaginación de gente que reaccione frente a lo que no entiende poniéndole un nombre a la ligera o que, con un buen “golpe”, quiera dejar marcados a los renegados de la sociedad competitiva. No es un espectro que se dedique a pegar sustos solo durante las innumerables reuniones de alto nivel, durante los congresos y seminarios que estudian, denominan, clasifican y estigmatizan todo aquello que se niega a amoldarse a los acostumbrados mecanismos de los sistemas motivadores. Directivos que no parecen tener en común más que la hora en que viven se alían para acabar con el fantasma. Pues hace que todos salgan perdiendo: quien en su mesa sueña que está en Hawaii no está ni en su mesa ni en Hawaii. Vista desde fuera, la conducta del colaborador desentendido interiormente viene a ser esta: ha perdido cualquier interés 19

El mito de la motivación

en discutir y analizar, convirtiéndose en la típica persona que dice sí a todo. Como el encargado de un paso a nivel, está esperando a que toque el timbre. Ya no hace propuestas, y sigue mostrando una resistencia bien dosificada antes de aceptar las decisiones de su jefe, en particular las que invaden el ámbito de competencia propia. Verdad es que todavía acaba exponiendo su opinión en ciertas situaciones, pero en seguida da su brazo a torcer en cuanto el jefe insista en que mañana lloverá hacia arriba. Su lema vital reza: “evitar los fallos”. Con frecuencia se toma “descansos” por enfermedad. El interés en su carrera profesional se ha desplomado en beneficio de alguna apasionada actividad extralaboral. En el caso del director de un gran departamento, la cosa suena así: “Hace ya algún tiempo, presenté a mi jefe mi desentendimiento. Cumpliré las tareas de rutina que me correspondan cada día, no volveré a ponerme nervioso, seré puntual, pero sobre todo para irme a casa, y me dedicaré a mi vida privada, es decir, a mi familia y a mis hobbies”. Pero no por eso esta autojubilación mental limita necesariamente la carrera profesional. Al contrario: en vez de entender ese cambio en la conducta como una señal de alarma, muchos directivos creen que han “domado” al testarudo colaborador, y ascienden al antes inadaptado en retribución de un rendimiento que se debe a ellos mismos. Los que se implican en el trabajo sacan de ahí la enseñanza de que, en último término, se consigue más trabajando “a medio gas solo lo imprescindible”. La consecuencia para la empresa: la “prejubilación en activo” se extiene como una enfermedad altamente infecciosa. Organizaciones enteras pueden hallarse bajo la influencia del desentendimiento. Se reconoce en el modo en que te saludan al recibirte, en el tono con que tratan a la gente en el vestíbulo y en la centralita, en las conversaciones con los conductores de empresa, en cómo los colaboradores hablan de la empresa a terceras personas, en el diseño impersonal de los lugares de trabajo, en la falta de quejas y en la falta de humor: “La vida empieza a las 5 de la tarde”. 20

La comodidad personal y el ocio como valores supremos

Igualmente, hace ya largo tiempo que el ambiente de trabajo en los despachos directivos tampoco goza ya de buena salud. Ante todo, parece que han surgido conflictos en la relación que la nueva generación de directivos mantiene con el concepto de carrera profesional y con los objetivos de empresa tradicionales. Hoy, apenas algún directivo de la nueva generación estaría ya dispuesto a vender su tiempo vital a cambio únicamente de dinero y status. Entretanto, las bases de datos sobre el desentendimiento rebosan de información; aterradoras y vertiginosas, las cifras sobre trabajadores que practican el desentendimiento a tiempo completo, media jornada o por horas obligan a plantearse oficialmente: “¿Qué hacer?” La misma vieja historia: cuando los aprendices de brujo ven, azorados, que el agua les llega al cuello, y sigue subiendo, llaman a gritos al viejo mago para que devuelva las cosas a su debido curso: ¡para que motive! Y a nadie se le ocurre pensar que la misma mecánica de la motivación podría ser causa del desentendimiento. Sucede al contrario: el “¡tenéis que motivar correctamente a los equipos!” vuelve a gozar de una coyuntura favorable. Nuevas ideas, nuevas máscaras mágicas para hacer invisible la sonrisa seductora del propulsor. Pero, salta a la vista, la oferta de estímulos materiales e inmateriales se vuelve más ineficaz cada día. Las promesas y pretensiones de la motivación no arrojan ya un balance equilibrado. La imaginaria estabilización se tambalea. Una de las explicaciones para ello se llama: “el cambio de valores”. El cambio de valores Ya en 1975, tronaron varias voces de Casandra profetizando que la “ley del mínimo esfuerzo”, aplicada en el trabajo por algunos, se estaba convirtiendo en una amplia tendencia a la negación. El sociólogo estadounidense Daniel Bell pronosticó que se impondrían “la comodidad personal y el ocio como valores supremos”, y que se rechazaría el trabajo que exigiera disciplina. La palabra latina industria (diligencia) parecía haber 21

El mito de la motivación

perdido cualquier valor intrínseco. Desde entonces, Elisabeth Noelle-Neumann se ha mostrado especialmente incansable a la hora de aportar datos que certificaran esa actitud negativa respecto al trabajo y a la actividad profesional. Y, hasta donde yo sé, fue también la primera que desligó de las condiciones marco internas a la empresa el supuesto descenso de la disposición al rendimiento laboral, para fundamentarlo con la categoría sociológica del “cambio de valores”. “Cambio de valores” es un concepto cuyo significado se vuelve menos sólido cuanto más intentamos fundamentarlo. No hace referencia a los valores en sí mismos, sino más bien a las actitudes de las personas frente a ellos y a las acciones resultantes de tales actitudes. La literatura sociológica que sopesa el cambio de valores hasta en sus más pequeñas ramificaciones sociales ha ido creciendo hasta resultar hoy inabarcable. Y lo mismo ocurre con sus conclusiones. Para entender cómo ha cambiado la actitud frente al trabajo y al rendimiento, resulta interesante intentar comprender desde dentro las transformaciones de la mentalidad habidas desde los años 50 del siglo XX. Los límites entre trabajo, ocio y formación se han ido difuminando cada vez más hasta el presente, en que la aspiración es una nueva totalidad, una vida no compartimentada. En correspondencia con ello, los centros de gravedad del reconocimiento social han experimentado intensos desplazamientos: hasta los primeros años 70, ante todo son decisivos al respecto “retribución” y “prestigio”; a partir de comienzos de los 80 cobran además mayor importancia la calidad del trabajo y las posibilidades de desarrollo personal. La nueva capacidad crítica (iniciativas ciudadanas), las ideas sobre la democracia de base, el feminismo y el movimiento ecologista no se detienen en las puertas de las empresas. Ante todo, los años 90, en la estela del boom de Internet, mostraron que muchos, entre los que predominaban personas muy jóvenes y altamente cualificadas, volvían a entender la “empresa” en un sentido completamente literal: en el sentido de emprender algo por uno mismo, siendo creativo, fundando la propia com22

La comodidad personal y el ocio como valores supremos

pañía... en vez de incorporarse a una gran organización. Las personas de alto potencial emigraban en masa a trabajar en pequeñas empresas de internet recién fundadas, más allá de las jerarquías de una carrera profesional planificable. Y ello asumiendo con frecuencia —en principio— retribuciones claramente inferiores y cargas de trabajo casi siempre mayores. Y aunque después se haya mostrado que una denominación comercial terminada en dot.com, tres estudiantes de empresariales y un garage no forman por sí solos lo que se llama una empresa, quedó claro —también para muchos managers— en qué medida tan elevada se aprecia hoy en la vida laboral la posibilidad de decidir por uno mismo. Las personas buscan hoy una actividad cuyos objetivos puedan aceptar, en la que puedan reconocer un sentido y que esté llena de significado para la propia vida. ¿Un descenso en la moral laboral? ¿Podemos descubrir en estas tendencias una caída de la disposición al rendimiento? Hoy sabemos con seguridad suficiente (y sigo aquí en gran medida las investigaciones de Helmut Klages) que la disposición al rendimiento en sí misma permanece intacta, y que lo único que ocurre es que las posibilidades de realización de valores ofertadas por el mundo laboral no sintonizan con las nuevas actitudes. Empresas que en el pasado reaccionaban rápida y certeramente a las transformaciones del mercado no reaccionan casi ante la transformación de las nociones valorativas de sus colaboradores, o bien, con demasiada frecuencia, reaccionan tarde. Si, recapitulándolos para nuestro tema, intentamos resumir los resultados de los informes realizados por los diversos organismos investigadores, tendremos que tomar nota de los siguientes hechos: • La “profesión que me gusta” y la “actividad de ocio que me gusta” reciben una valoración semejante. 23

El mito de la motivación

• En porcentaje que tiende a crecer, los trabajadores quieren asumir “más responsabilidad” en su vida profesional, prefiriendo hacerlo en puestos de “segunda fila” con más frecuencia que antes. • Las personas que responden “sí” a la pregunta: “¿Cree usted que lo más hermoso sería vivir sin tener que trabajar?” son apenas unas pocas más que hace cuarenta años. • De modo significativo, las personas están más satisfechas cuanto más amplio sea su ámbito de acción durante el trabajo. • Para quienes ejercen una profesión, un “trabajo divertido” es tan importante como unos ingresos superiores. • Un “trabajo que tenga sentido” adquiere una importancia significativemente creciente frente al estatus y la carrera profesional. Por ello, no resulta nada claro que los valores relativos al trabajo estén siendo sustituidos por valores de ocio sobre una base más o menos hedonista. Antes bien, la persona, como individuo, espera hoy con más intensidad tener oportunidades de ponerse en juego a sí misma con todo el potencial de su personalidad, es decir, oportunidades para ser aceptada en serio como un todo, para ser tomada en serio, para que se la tenga en cuenta y se la reconozca. Es especialmente importante lo siguiente: ya no se hace una diferencia esencial entre la esfera laboral y los demás ámbitos vitales. La esfera laboral y la esfera del ocio pierden su posición de aislamiento. Nuestros colaboradores están cada vez menos dispuestos a que sus actitudes ante la vida y sus orientaciones valorativas se queden en el vestíbulo de la empresa por la mañana. En una medida creciente, exigen que la política de la empresa tenga en cuenta que sus colaboradores ahora ven las cosas de otra manera. Por otra parte, es innegable que ideales propios del ocio, como la diversión, el sentirse activo y el desarrollo de uno mismo, ejercen cada vez más influencia sobre el comportamiento en el puesto de trabajo. El “trabajo ideal” con el que se sueña 24

La comodidad personal y el ocio como valores supremos

coincide casi exactamente con lo que muchos de los trabajadores practican ya de hecho en su tiempo libre. Así pues, resulta patente que, a pesar de una creciente orientación vital por los valores del ocio, no se está dando ese tan temido negarse a rendir en la vida profesional. Sino completamente al contrario: la necesidad de prestar en la empresa un servicio que tenga sentido y sea divertido es mayor que nunca. Incompatibilidades Nuestras consideraciones han alcanzado así un punto en el que, despejado el paisaje, podemos volver a valorar esa masiva tendencia al desentendimiento que tantos observadores interpretan como una deriva de los valores sociales en dirección a una orientación hedonista basada en el valor del ocio. Resulta claro que, en principio, las nuevas orientaciones valorativas se aplican indistintamente a todo el entorno de la persona, y, en consecuencia, también a la esfera laboral. Sin embargo, es patente que el mundo laboral no sintoniza lo bastante con ellas, de manera que esas energías libres se desvían hacia el tiempo libre..., donde, claro está, encontrarán más fácilmente posibilidades de desarrollo, tal como por ejemplo da a entender —una confirmación entre muchas otras— el buen momento que disfruta el “turismo activo”. La “dimensión subjetiva del trabajo”, de la que ya hablaba Juan Pablo II en su encíclica Laborem Exercens, es descubierta ahora en un plano más amplio. Ya no satisface la oposición entre mundo laboral y cultura del ocio. Los conceptos del trabajo como recurso económico y como cumplimiento del deseo humano de configurar la vida y de rendir un servicio vuelven a aproximarse el uno al otro. Este, por tanto, es el núcleo del cambio de valores: poner en práctica durante el ocio los propios valores de un modo, por así decir, “involuntario”, como compensación. Pero, suspicaces, los paladines de la acción motivadora nunca pierden de vista la disposición al rendimiento. Persisten 25

El mito de la motivación

en ignorar el cambio en los juicios de valor. Recupera sus derechos la figura del colaborador “indolente”, y se lo investiga pensando en su “motivabilidad”. El nuevo lazo para atraparlo se llama “individualización” de los mecanismos retributivos. Por regla general, la creciente obligación de motivar encuentra como respuesta el correspondiente refinamiento de los sistemas incentivadores clásicos (dinero y estatus). Por su parte, las empresas más “progresistas”, arrastradas por la ola de la identidad corporativa, desencadenan una tras otra infinitas medidas para la gestión del ámbito del sentido, pero sin desviarse ni un centímetro del principio de deslumbrar y sobornar al personal. El ademán del seductor continúa ahí. El espíritu de la acción motivadora sigue haciendo ondear las banderas de los incentivos. No se está tomando realmente en serio al trabajador. Y a casi nadie se le ocurre la sencillísima idea de que posiblemente sea la acción motivadora misma lo que no cesa de insuflar nueva vida al fantasma del desentendimiento; la sencillísima idea de que esa íntima falta de lealtad a la empresa sea justamente efecto y resultado de las prácticas motivadoras. Mi tesis: la acción motivadora es seducir en masa hacia el desentendimiento.

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Introducción

Capítulo

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La acción motivadora: una tecla bastante ineficaz n la práctica puede observarse por doquier que allí donde hay que motivar suele ser ya, sin embargo, demasiado tarde. Volver a hacer del “empleado no empleado” un auténtico “empleado” es un negocio sobremanera difícil. ¿Qué tecla pulsar? Casi todas las técnicas motivadoras pulsan teclas pertenecientes a la esfera laboral. Pero incluso aunque todas las condiciones relativas al puesto de trabajo se dejaran configurar de modo óptimo, con ello habríamos satisfecho en todo caso un requisito necesario, pero no suficiente. Pues, simplemente, estaríamos pasando por alto el hecho de que la motivación de un equipo se nutre de innumerables influencias, de circunstancias y hechos diversos, que en grandísima parte no pertenecen a la esfera laboral. Teclas bastante inefectivas, por lo tanto. La situación laboral de un colaborador es todavía controlable, en cierta medida, por su superior a través de elementos como el contenido de las tareas, la estructura organizativa, los presupuestos, el acceso a la información y la dirección. Pero incluso en este nivel resulta complicado ejercer esa posible influencia, porque, según hoy sabemos, hay que partir de desmotivaciones grupales, sobre todo cuando se ha producido un incumplimiento de expectativas a muy largo plazo. Con ello nos estamos refiriendo a situaciones de desmotivación ampliamente extendidas que, a través de canales de comunicación formales e informales, dejan profunda huella en las disposicio-

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El mito de la motivación

nes y actitudes favorecedoras de la formación de grupos. Las célebres “asociaciones de descontentos” son los fenómenos más conocidos de este tipo, de veloz dinámica infecciosa. Resta mostrar ahora qué límites tan estrechos dejan para los intentos de acción motivadora estas esferas de influencia, únicas de que disponemos. El individuo El análisis de la motivación humana para el rendimiento y su influencia sobre las decisiones han ocupado a los teóricos de la organización tanto como a los filósofos y psicólogos. Al respecto, entre las constantes presentes en toda la teoría de la organización se cuentan estas dos afirmaciones: que los motivos de la acción no pueden ser reducidos a motivos meramente externos a la persona, y que, en particular, los motivos puramente económicos se han mostrado por completo insuficientes para explicar las distintas conductas humanas. Si con frecuencia las cuestiones relativas a tales elementos externos son tratadas por separado (también, y en particular, aislando el factor económico y concediéndole preferencia), ello se debe a prejuicios filosóficos heredados. Hoy existe un acuerdo relativamente general sobre cuál es el punto de partida: en las decisiones conducentes a la acción se entrelazan unos con otros elementos éticos, psicosociales y económicos, y además lo hacen siempre de modo muy determinado por el individuo y, en parte, de modo extraordinariamente distinto según la situación. Numerosos estudios han demostrado que no es válida la concepción según la cual los “factores motivacionales” de Herzberg llevan a un rendimiento cada vez más elevado, pues habría también variables situacionales que desempeñarían un papel esencial. De ahí que para los directivos partidarios de la acción motivadora aparezca un nuevo problema: sondear cuidadosamente la situación motivacional de cada uno de sus colaboradores, observar eventuales desplazamientos a medio plazo e, incluso, atajar con las co28

La acción motivadora: una tecla bastante inefizaz

rrespondientes contramedidas rechazos condicionados por la situación. Y, de hecho, en la literatura especializada vemos cómo se insiste en exigir la individualización de los sistemas de incentivos, cómo se eleva a virtud cardinal del directivo la facultad de captar empáticamente cada específica situación motivacional en la que se encuentre el colaborador. “¡Imposible!”, oigo gritar a la mayoría de los altos cargos. “Para eso, todos nosotros tendríamos que hacer ahora la carrera de psicología, y, además, una jornada de 25 horas”. Entonces, la escapatoria está en leer los informes de investigación que se publican regularmente sobre la situación motivacional general. Y según la escuela del autor, unos datos probarán la orientación material de los trabajadores, mientras que otros mostrarán cómo alborea en el horizonte la era de la sed de placeres reacia al rendimiento. Los estudios plantean alguna pregunta: “Si usted pudiera elegir entre más tiempo libre (con el mismo sueldo) y más sueldo (con el mismo tiempo libre), ¿cuál sería su elección?” De allí salen entonces cualesquiera porcentajes, que se supone describen con suficiente seguridad la situación motivacional general de los trabajadores. Se identifican ciertos “tipos”, formas mixtas de ellos, según la edad y el sexo, y formas mixtas de formas mixtas; para uno no vale nada lo que es importante para el otro; el método práctico general de “dar-siempre-trato-personalizado” va dando bandazos sin dirección de un tratamiento motivador a otro. Poco queda que no haya ido a parar al saco de la individualización integral; el autor respira de alivio agarrándolo y concretándolo en forma de conclusiones que, se supone, suministran exactas instrucciones para manejar los mecanismos de la acción motivadora. Desde luego, los investigadores son conscientes de la imprecisión de sus datos. Y, sin embargo, las más de las veces los directivos, a los que se supone que estos resultados deberían proporcionar orientación para actuar, pasan por alto las matizaciones y toman el resultado como si fuera “la verdad”. Ahora bien: desde hace algún tiempo, en la metodología del diagnóstico social se sabe que los motivos que explican la ac29

El mito de la motivación

ción (señalados después de la acción) no son necesariamente los mismos que los que dirigen la acción (activos antes de la acción). Las explicaciones —es también cosa sabida— son racionalizaciones posteriores de procesos decisorios, casi todos inconscientes, que, además, intentan ponerse en armonía con lo habitual. En su mayor parte, los motivos que realmente han dirigido la acción permanecen en la oscuridad. Por lo tanto, cierta precaución es precisa si se quieren extraer conclusiones significativas de las publicaciones que regularmente aparecen sobre el “estado motivacional de la nación”. Nos suministran indicaciones, pero no más. Lo que debemos retener es que las causas intrapsíquicas de la elaboración de decisiones son de una complejidad extraordinaria y —como ya demostró Hawthorne en los años 30 del siglo pasado en el caso de Western Electric— se articulan de modo imprevisibleespontáneo en una proporción considerable. El directivo que bajo el lema “todos quieren siempre lo mismo”, aplique para todos los trabajadores sin distinción la misma política motivadora estará en realidad tendiendo un cebo equivocado para muchos peces a la vez. Pero aquel otro directivo que, con sensibilidad psicológica, intente entender desde dentro las motivaciones (cambiantes en cada caso) de sus colaboradores tendrá no solo que emplear en ello un tiempo considerable (lo cual tendría aún su justificación, por más que el problema se acentúe dada la tendencia a proliferar de los márgenes directivos). En la mayoría de los casos, este otro directivo —según todo lo que hoy sabemos acerca de la psicodinámica humana— tendrá que contar con una gran imprecisión que afectará a sus análisis, una imprecisión que seguirá creciendo aún más debido a la proyección, tan fácil como peligrosa, de las propias necesidades sobre el colaborador. Así pues, ¿quién se sorprenderá de que los colaboradores, en razón de sus diferentes estructuras motivacionales, no reaccionen igual ante los instrumentos empresariales de canalización? Todas las formas de conducta retraída, así como un desasosiego muy característico, son las costosísimas conse30

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cuencias de un sistema motivador que el individuo percibe como “inadecuado” para él. Quien pretenda basar aquí su actuación estará, por tanto, obligado a apoyar la completa individualización de los estímulos para el rendimiento. Lo cual, desde luego, no va a ahorrarle tiempo. Y es dudoso que vaya a funcionar. La familia Otro ámbito que influye en la motivación del colaborador para el rendimiento es, sin duda, la familia. Los “problemas de pareja” son un significativo freno de la productividad. Igualmente, la valoración que los miembros de la propia familia concedan a la profesión del trabajador, a su empresa y al trabajo que le dedica (como causas por las que él pasa tiempo sin ellos) tiene gran importancia para la autoestima. En último término, los motivos que llevan a nuestros colaboradores a colaborar en nuestra empresa no son accionados por la empresa, ni tampoco guardan relación con ella. Están determinados por otras instituciones; en concreto, y en una porción completamente esencial, por la familia. En ella se desarrolla la dotación motivacional que el trabajador lleva consigo a la empresa. Y también en ella los mecanismos sancionadores actúan con todo su rigor manifiesto. Tales sanciones pueden estar enraizadas en el ámbito de los valores, como, por ejemplo, cuando el trabajo en la industria nuclear choca con una protesta generalizada en el interior de la familia. En otros casos, por ejemplo en sectores laborales de (a primera vista) elevada carga ética, el trabajo goza de un apoyo integral. Pero las sanciones pueden también referirse, simplemente, a la envergadura puramente cuantitativa de la actividad, o bien a las exigencias de movilidad planteadas por el mercado de trabajo a la forma de vida del trabajador, exigencias que pueden convertir al padre en un “tío lejano” del que apenas nadie se acuerda ya, poniendo así en peligro la estabilidad de la cohesión familiar. 31

El mito de la motivación

Por ello, las empresas van dedicando una atención cada vez mayor al entorno familiar de sus colaboradores (es bien conocida la imprescindible foto de familia sobre los escritorios de los jefes estadounidenses, con lo que se mantiene la fachada incluso cuando lleven ya largo tiempo sin verse). Cada vez más, se introduce a los cónyuges en la vida profesional, con idea de “transmitirles la sensación” de que la empresa piensa también en ellos (aunque, por supuesto, piensa en ellos solo indirectamente, como si se tratara de un mal necesario; el objetivo final es mantener el compromiso del colaborador y elevar su rendimiento). Las posibles teclas que puede pulsarse para contrarrestar el potencial de frenado que posee el cónyuge son bien conocidas: vales por una comida para dos, programas familiares, incentivos en forma de viajes, fiestas de empresa en las que se cuente con la pareja..., hasta llegar a enfocar la cultura empresarial como una campaña de relaciones públicas. También se ofrecen a las esposas cursos para adquirir una formación adicional. El lema de todo ello: “El éxito no da la felicidad, pero la felicidad produce el éxito”. El entorno social Al igual que ocurre con su trasfondo familiar, la psicodinámica del individuo, con todas sus necesidades, deseos y expectativas, está encapsulada en el marco formado por toda la sociedad, circunstancia que pone límites y más límites a la “motivabilidad” de los colaboradores. Un análisis sereno de esta esfera extralaboral de influencia debe partir de las siguientes reflexiones: • Ciertamente, el primado de lo político sobre lo económico no parece ya tener casi ninguna oportunidad de imponerse; pero, por otra parte, la esfera económica está obligada a rendir a la sociedad contraprestaciones a través de diversos canales. Quien quiera encontrar aquí alguna tecla motivadora debe saber esto: cada vez son más los colaboradores que 32

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comparten las legítimas aspiraciones de la opinión pública a atribuir a la actividad económica una responsabilidad muy amplia. Y esta circunstancia causa ya por sí sola que la vida empresarial se politice, que adquiera implicaciones de valor, cuando menos en el sentido de que los escrúpulos frente a ella tienden a acentuarse (por ejemplo, en el caso de procesos de fabricación contaminantes, productos ecológicamente dudosos, desatención de necesidades locales). La mala fama de una empresa es una desventaja competitiva en esa carrera cuya meta es conseguir la aprobación de la propia plantilla; difícilmente podremos nunca dar demasiada importancia a esta desventaja (y difícilmente encontraremos alguna “tecla” para contrarrestarla). Y de nada sirve aquí ninguna “filosofía” empresarial impresa sobre papel satinado. Pero, además, en la característica lucha por quedarse con los mejores de cada promoción, es cada vez más importante para una empresa disfrutar por principio de aprobación pública dentro del clima de opinión de su entorno. Una vida que permita que profesión y tiempo libre se rijan por idénticas orientaciones de valor se está convirtiendo en el objetivo ideal que guía la acción de cada vez más personas (sobre todo jóvenes). Los trabajadores no se dejan ya a la entrada de la empresa sus actitudes ante la vida. Y motivar en contra de estas actitudes es tarea ardua y poco fructífera, y siempre a largo plazo. Pero ya a corto y medio plazo producirá un entorpecedor conflicto de valores, impidiendo que surja lo único que, por sí solo, basta para que se trabaje realmente con éxito: el entusiasmo. • Esta evolución que acabamos de mencionar es paralela a un fenómeno al que, seguramente no en vano, se le ha dado el nombre de “nueva capacidad crítica”. Los trabajadores actuales han crecido en un relativo bienestar, disfrutando de una educación infinitamente mejor que las generaciones anteriores. A ello se añaden cambios en las 33

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condiciones de socialización: cada vez más jóvenes crecen en hogares monoparentales, como hijos únicos con un alto grado de responsabilidad propia y una individualidad muy marcada. A causa de la vertiginosa evolución tecnológica, con sus muy diversas exigencias profesionales, los jóvenes suelen recibir una formación como especialistas altamente cualificados (de modo que, en particular, muchos managers de más edad se enfrentan a comprensibles problemas). Y tanto el bienestar como la educación cambian la actitud ante la vida, dando a las personas más capacidad crítica. Para el asunto que estamos examinando, lo importante es que de esta situación surgen personas a las que interesa particularmente la sinceridad, la credibilidad y la participación estable en un proyecto. Credibilidad, autenticidad e integridad personal son las cualidades más deseadas, ante todo por los trabajadores jóvenes. Con solo echar un vistazo a la gerontocracia que predomina en muchos departamentos de dirección, resultará clara la fuerza explosiva de la dinámica de los nuevos valores: solo unos pocos altos directivos están hoy a la altura de este nuevo reto. En la despierta conciencia crítica de las generaciones recientes, no veo qué tecla podría pulsarse para motivar con éxito a largo plazo. Y no la veo, en particular, considerando que en los despachos directivos prevalecen la falta de credibilidad, la carencia de sensibilidad social y la pose de general en jefe. Lanzar cortinas de humo será un remedio solamente provisional. No existe habilidad para dar rodeos, no existen falsedad ni hueco patetismo que escapen a los avezados ojos de estos jóvenes individualistas. Y es precisamente a los mejores de ellos, a las personas de alto potencial, a los que no se puede engatusar ni seducir. Quieren que se les tome en serio. Las cifras sobre la evolución de la población son inequívocas: va a haber cada vez menos jóvenes. Incluso a fecha de hoy, las memorias anuales de los grandes gru34

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pos están llenas de quejas acerca de que muchos puestos no pueden ya cubrirse con el deseado nivel de calidad. Bajo el dictado demográfico de la escasez, sería desidia no tomar en serio a estos pocos de los que se dispone. De otra manera, la derrota es el único resultado posible en la competición para ganarse a la minoría excelente. Que, por lo demás, haya o no que pulsar teclas en las personas... depende de la imagen que se tenga del ser humano.

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efinir un problema quiere decir plantearlo. Al hilo de los D siguientes planteamientos de un mismo problema, el lector podrá revisar sus reacciones personales y reconocer sus implicaciones. El problema es este: “Las personas no hacen por propia voluntad lo que deberían hacer”. 1. “El ser humano siente un rechazo innato hacia el trabajo, e intenta escapar de él siempre que puede. Lo que busca es placer sin esfuerzo. Por ello, para hacer que la persona preste su contribución para conseguir los fines de la organización, es necesario someterla a presión, coerción, amenazas de castigo y control”. Siempre que el problema quedaba “planteado” así, era necesario pulsar alguna tecla en el colaborador “incentivándolo” a trabajar. El único problema de la empresa era lograr la docilidad del colaborador. Más tarde, se reformuló el problema, planteándolo ahora como un resultado de la mentalidad hedonista de la época: “¡Se acabó el gozo de trabajar!” Entonces, la empresa se consideró responsable, pero por la sola razón de que dirigía todos sus esfuerzos a la heroica tarea de inculcar en sus colaboradores un decidido “¡no!” a la mentalidad de la época, o bien a influir sobre esta mis37

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ma mentalidad por medio de relaciones públicas de todo tipo. 2. Pero el problema puede ser descrito también como sigue: “Emplear en el trabajo sus energías corporales y anímicas es tan natural para el ser humano como jugar y descansar. Cuando la persona ve un sentido a su trabajo, cuando los fines de su trabajo son también sus ‘propios’ fines, entonces está dispuesta a rendir por sí sola y a controlarse a sí misma. En un marco de condiciones adecuado, el ser humano no solo está dispuesto a asumir responsabilidad, sino que, incluso, la busca. La aversión a la responsabilidad no es innata, sino consecuencia de malas experiencias. El ser humano es por naturaleza inventivo y creativo, solo con que se le deje. Y, sin embargo, en el puesto de trabajo ni se exigen estos potenciales, ni se los utiliza”. De cada una de estas dos maneras de formular el problema resulta una imagen que puede o no gustar... en correspondencia con el sistema de valores de uno mismo. El planteamiento que reformula el problema negándolo será rechazado al instante, pero, por regla general, sin que tal rechazo se fundamente en una imagen del ser humano, sino recurriendo a pruebas científicas, entiéndase por prueba “científica” lo que se quiera. La pregunta básica En el trasfondo de la acción motivadora encontramos un planteamiento semejante del problema. La pregunta básica del directivo reza así: ¿Cómo obtener de mis colaboradores toda su fuerza de trabajo? Esta pregunta esconde una presuposición tácita: por sí solos, mis colaboradores no prestan el rendimiento que deberían, al que se han comprometido por contrato y por el cual se les paga. Dándole un giro antropológico: en el fondo, los seres 38

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humanos no quieren trabajar, prestar un rendimiento; aspiran a un placer sin esfuerzo, a la relajación y no a la tensión vital. Y para darle una formulación más aguda: en el fondo —tal es la suposición implícita—, todos los colaboradores tienden a ser embaucadores. Embaucan al empresario escamoteándole una parte de la fuerza de trabajo por la que les paga. A duras penas creía yo que alguien pudiera llegar a afirmar tal cosa con semejante radicalidad... cuando el viejo maestro de la teoría del management me desengañó, pero para peor: “Si usted es jefe, entonces su colaborador está empeñado en embaucarle”. Así se pronunció Peter F. Drucker, o bien proyectando sus propias experiencias, o bien no esforzándose mucho en ver las cosas más de cerca. “Algunos, como temían ser engañados, han inculcado en otros el engaño”, algo que ya sabía Séneca. Proyección, sí: desconfiados son sobre todo aquellos que sufrieron una decepción, aquellos a los que la vida jugó una mala pasada. La desconfianza es la inteligencia de los que han sufrido daño. Y ya en los años 50 del siglo pasado, Morton Deutsch demostró que un superior se inclina a desconfiar de sus colaboradores sólo y exclusivamente cuando desconfía de sí mismo: un jefe que sospecha de sí mismo abrigará las expectativas correspondientes, con lo cual pondrá en marcha el círculo vicioso “desconfianza-control-maniobras para eludir el control-desconfianza”. Probablemente, a Peter F. Drucker nunca se le pase por la cabeza que haya que cargar en la cuenta del directivo la parte en que este contribuye al comportamiento del colaborador. Pero la pregunta propiamente interesante es justo esa: ¿En qué contribuye el directivo a que el colaborador se comporte como se comporta? El origen de la acción motivadora De este modo, por tanto, hemos identificado el origen de toda acción motivadora: el origen de toda acción motivadora es un 39

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déficit, supuesto u observado, entre el rendimiento posible y el rendimiento real. La acción motivadora, pensada para cubrir este déficit, supone por ello una conducta cuyo principio axiomático lo forman, ostensiblemente, la sospecha y la desconfianza. El sistema de la acción motivadora es la desconfianza hecha método

La fosa de la desconfianza Llegados a este punto de nuestras reflexionaes, queda ya definitivamente claro (¡y ello ha de aplicarse también a este libro!) que cualquier cosa que se diga sobre la motivación arrastra consigo (tácitamente las más de las veces) la imagen del ser humano que tenga quien habla en cada caso, esa amalgama en la que intervienen suposiciones antropológicas básicas, experiencias individuales y la mentalidad de la época, y que determina las distintas variaciones personales e históricas del tema. Discutir sobre motivación significa directamente discutir sobre imágenes del ser humano. Imágenes pesimistas, casi siempre: en las encuestas, la mayoría de los directivos clasifica incluso a sus más íntimos colaboradores como reacios al trabajo, y afirma que se dejan impulsar solo mediante incentivos materiales y disciplinar solo mediante controles. Resulta interesante, sin embargo, que también sean mayoría los directivos que valoran su propia disposición al rendimiento como varias veces más elevada. Y, por el contrario, en lo que respecta a sus relaciones con sus superiores jerárquicos, los managers —en la medida en que son subordinados— parten del principio de igualdad. En porcentajes no pequeños, estiman que incluso aventajan a sus superiores en creatividad, flexibilidad y disposición para innovar. Por mi parte, puedo aducir aún una experiencia de muchos seminarios y congresos de management. A la pregunta: 40

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“¿Con qué tanto por ciento de su posible rendimiento laboral realiza usted su trabajo?”, los directivos de todos (¡!) los niveles jerárquicos responden unánimemente que con cerca del 100%. Es decir: la imagen de uno mismo y la que se tiene de los otros son, con toda claridad, inconciliables. Y, entonces, a la pregunta: “¿Cómo le gustaría a usted que su superior le motivara?”, los directivos, casi sin excepción, reaccionan con una negativa, mientras que, muy significativamente, consideran imprescindible motivar a sus colaboradores... Una actitud algo grotesca, teniendo en cuenta que casi todos los directivos son simultáneamente, a su vez, colaboradores de otros directivos. “Al factor productivo ‘hombre’ hay que hacerlo sudar bien”, dijo Wolfgang Röller siendo jefe del Dresdner Bank. Pero ¿quién se encargará de hacer sudar a Wolfgang Röller? Se diría que el mirar esquinado de la sospecha nunca se dirige a la jerarquía... sino hacia “abajo”, donde se encuentran los objetores laborales, los autojubilados. Una fosa donde va acumulándose el absurdo de la desconfianza. La cultura de la sospecha Aquí vemos bosquejarse ya dos hechos. Primero: pertenece a la esencia del motivar su aplicación asimétrica, solo de arriba abajo. Segundo: con ello se revela la ambigüedad inmanente de la acción motivadora, que solo resulta posible si se pone en parte a favor del mal que parece combatir. Los efectos que ello tiene sobre la cultura de cualquier empresa son innegables. Hasta el punto de que cualquier labor conjunta dentro de una empresa se ve hoy forzada a aceptar los “servicios” de la desconfianza, pues ha llegado hoy a constituirse en oferta casi única y sin competencia. Ahora que en tantos seminarios se explica que la filosofía del Dirección por Objetivos es tan convincente desde el punto de vista ético, como efectiva en cuanto a fines y a conducción, bien puede un equipo de expertos introducir en la empresa un sistema direc41

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tivo de MbO que garantice la transparencia; pero incluso en ese caso se seguirá “estimulando” y “seduciendo” sin descanso. ¿Por qué? Por la única y sencilla razón de que, tanto antes como después, la desconfianza domina la relación de la dirección con los dirigidos. El resultado: una organización de la sospecha. Fui testigo de una conversación entre los altos directivos de una organización de distribución. Un jefe de área decía: “A ver si de una vez agarramos por los... al servicio externo”. Todo esto hablando más que nada en susurros. Pero es que también el susurro es, sin duda, el tono habitual para tratar sobre acción motivadora. Hay muchas cosas que no pueden decirse en voz alta. ¿La palabra “incentivar” dicha de modo que se la oiga en toda la sala? Lo más frecuente entre directivos es echarse miradas de tácito acuerdo cuando alguien manifiesta su opinión de que, en general, los colaboradores son apáticos y reacios a tomar la iniciativa (con lo cual no están reparando en que la aparente confirmación que recibe cada día esta imagen del ser humano puede explicarse en buena parte como efecto de una profecía que se cumple por sí misma). Aquí está de nuevo: la profecía que se cumple por sí misma. La desconfianza, según el sociólogo de Bielefeld Niklas Luhmann, posee la invencible tendencia de confirmarse y acentuarse en la convivencia social. Si soy desconfiado, mis temores se cumplirán. Entonces crearé un sistema de control que, sin embargo, funcionará solamente hasta el momento en que los demás encuentren el modo de escapar a mi control. En español se dice: “Pensar la ley, pensar la trampa1” (entender la ley significa descubrir sus fallos). Y Robert K. Merton apoya esta tesis: “Los superiores desconfiados comprobarán siempre que los colaboradores se comportarán después de manera que se confirmen las sospechas”. Si los directivos tienen a sus colaboradores por torpes, apáticos y faltos de autonomía, estos se comportarán entonces así. O, cuando menos, los filtros perceptivos no permitirán ningún otro juicio al respecto. Se ma1

En español en el original (N.d.t.). 42

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nifiesta entonces el desdoblamiento tan típico de la acción motivadora: por una parte, aspira a cubrir el “déficit motivacional”; por otra parte, ella misma sabotea este propósito, pues prevé que va a ser engañada por una voluntad ajena. También se suele hablar, ciertamente, de “márgenes de control”, una expresión oportuna y certera en el marco de la acción motivadora, ya que una cultura empresarial edificada sobre la sospecha determina que entre el jefe y sus colaboradores se dé una correspondiente relación de control. Por el contrario, a medida que la pirámide jerárquica se ensancha por la base, habrá que prescindir de la palabra “control”, reemplazándola por “margen de confianza”. Si ciertas organizaciones comparables por su estructura —orquestas, iglesias, hospitales, empresas formadas por socios— funcionan a pesar de unos “márgenes de confianza” que suelen ser extremadamente amplios, ello se debe a que se fundamentan en valores que todos los implicados conocen y practican. Es decir: cuanto más amplia la base de la pirámide, más importancia adquiere una cultura empresarial construida sobre la confianza. Pero lo propio de la imagen pesimista del ser humano es pensar que la naturaleza humana abandonada a sí misma no merece en esta vida ni optimismo ni confianza. Este modo de pensar pretende ser positivista al respecto. Sus argumentos remiten a la experiencia. Los casos de gente que engaña son aducidos como prueba de a dónde le lleva a uno volverse sentimental y ceder ante las “ideologías de moda”. Sin preguntarse desde un principio por causas ni efectos, ciego completamente para el carácter autorreferencial de sus fenómenos, quien piensa así toma nota de que las personas con bastante frecuencia se comportan rompiendo lo acordado, llevadas por la codicia y en contra de los intereses de la comunidad. Sí, por eso el abuso de confianza era y es tan sumamente importante para la teoría conservadora del management: porque aporta la prueba definitiva para una concepción pesimista del ser humano, la cual constituye a su vez la base de una reglamentación autoritaria o de una acción motivadora con propósitos de seducción. 43

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Por tanto, desde este punto de vista existen ya por naturaleza personas embaucadoras, apáticas y que se niegan a rendir en el trabajo... exactamente del mismo modo en que existen árboles, animales y estrellas. Pero al pensar así se ignora que el ser humano se convierte en lo que llega a ser socialmente. Que conozcamos de hecho a personas mentirosas, codiciosas o apáticas no prueba aún nada acerca de lo que son por su esencia. La universalidad de un fenómeno no es, en principio, una prueba de que, por ejemplo, tenga una base genética (y, del mismo modo, tampoco sería una prueba contra la existencia de una base genética el que encontrásemos tal excepción o tal otra a la regla universal). Pues el ser humano no está, por decirlo así, programado para ninguna conducta. Lo único innato en él es nada más que un rastro cianotípico en un papel secante, y es preciso que se produzcan en el entorno unos factores concretos en momentos concretos para que de ahí surjan unas características personales distintivas. Al pensar así, se ignora que, inmerso en procesos en red altamente complejos, el pronóstico de la desconfianza se autocumplirá siempre. Y se ignora, ante todo, que uno mismo forma parte de la piedra del escándalo: el “déficit motivacional” pasa de ser “supuesto” a ser “observado”. Como consecuencia de este modo de pensar, se produce en muchas empresas una cultura de la sospecha, en la que la desconfianza, presta a saltar, acecha a la vuelta de cada esquina. Un clima, que, sometiendo la responsabilidad a un régimen de oligopolio, entorpece la iniciativa y el desarrollo de las ideas; un clima en el que la información deficiente, las decisiones unilaterales y la formación de camarillas fijan el orden del día; un clima en el que para todo hay que poner reglas y –constantemente (¡y justo por la misma razón!)– motivar. De inmediato se pone en marcha una mentira para que la desconfianza del directivo parezca interés por el rendimiento. Y así todo queda sumido en esa media luz que caracteriza más de una empresa actual: sospechas de engaño por todas partes, la desconfianza como principio, directivos que, al no confiar en sí mismos ni en nadie, proyectan en otros el engaño que es posi44

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ble que ellos mismos estén cometiendo; en pocas palabras, esa situación en la que los embaucadores llaman embaucadores a los embaucadores. ¿Qué queda de todo esto? La doctrina de la sospecha. Su punto de partida es que a la gente no le gusta por principio hacer su trabajo, por lo que hay que aguijonearlos para que lo hagan. Y tal imputación es la obertura que anuncia la interminable serie de confirmaciones que recibirá, creándolas ella misma, la profecía que se cumple por sí misma. Una de ellas es que, de hecho, existen “inempleados” sin ganas, víctimas del desentendimiento. Pero no se partirá entonces de que es gente en el fondo dispuesta a trabajar, pero desmotivada por alguna razón. Antes bien, se les imputará justo lo contrario: que por principio no les gusta trabajar, por lo que hay que suministrarles razones adicionales para que... ¿Nos encontramos ante una cuestión de fe? Por mi parte, estimo que existen buenas razones para pensar que la reflexión optimista al respecto crea ciertos problemas y tiene sus puntos débiles, de modo que una cultura empresarial fundada en ella seguiría siendo imperfecta. Pero una empresa que tome como base la suposición pesimista se encontrará sobre las arenas movedizas de una irresoluble paradoja. Y eso nunca funciona. Un libro de teoría de la dirección varias veces reeditado dice al respecto con todo el aplomo posible: “Unos colaboradores motivados son el resultado, no el punto de partida de la acción directiva”. ¡No! Mi intención es mostrar que, al contrario, los colaboradores motivados son el punto de partida, y los colaboradores desmotivados, el resultado de esta manera de pensar. En una palabra: todo motivar es desmotivar. Modelos, teorías Lo que me ocupa aquí son los efectos de la acción motivadora. Para ese propósito, sería completamente innecesario perdernos en la maraña de las teorías pseudorracionales de la motivación. Vienen y se van... tan efímeras como casi todos los modelos 45

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diseñados en el campo del management. Calzaferri lo expresó con este caos hilarante: “Trabajamos en estructuras de ayer, con métodos de hoy, en problemas de mañana y, principalmente, con personas que construyeron las estructuras de ayer sobre cimientos culturales de anteayer y que pasado mañana ya no trabajarán en esto”. Podríamos poner todo nuestro empeño en distinguir entre “factores motivadores” y “factores higiénicos o de mantenimiento”, aquella proeza lingüístico-creativa de Frederick Herzberg; podríamos resucitar la vigencia de la teoría “X” y la teoría “Y” (Mc Gregor), o bien de la teoría “Z” (Ouchi); podríamos lanzarnos carretera adelante montados en los más peregrinos esquemas sobre la satisfacción de las necesidades basados en un Abraham H. Maslow simplificado hasta la caricatura (¡la persona como un manojo de necesidades dispuestas jerárquicamente!)... Pero eso me parece muy irrelevante por lo que respecta a la lógica de la acción motivadora (cuando, además, la llamada pirámide de Maslow, cuya insostenibilidad quedó científicamente demostrada hace ya largo tiempo, sigue siendo celebrada por asesores de todo el mundo como la clave para motivar a los colaboradores, lo cual quizá se deba a que resulta tan “elegante” y “comprensible” y tan semejante a la pirámide jerárquica de las organizaciones. En ese sentido, sería interesante investigar hasta qué punto este modelo se relaciona con la concepción dominante de un vértice supremo ocupado por directivos motivados que despliegan toda su personalidad y una base de colaboradores apáticos que vegetan en su ínfimo nivel de necesidades y a los que, por tanto, hay que motivar). E incluso aunque recientemente se dé preferencia a la “teoría del valor esperado” de las ciencias de la conducta, el hecho es que las infinitas variaciones de la teoría de la acción motivadora, ninguna de las cuales aporta nada nuevo bajo el sol frío de la técnica de la seducción, parecen proceder de acuerdo con la concepción de la ciencia de Paul Feyerabend: todo vale. Todas se caracterizan por su alto porcentaje de arbitrariedad y capricho. Su reputación científica es más que penosa —por 46

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más aires cientifistas que lleguen a darse—. Y ninguna “funciona”, por una parte, porque trasladar al mundo laboral modelos de este tipo presupondría unas condiciones organizativas semejantes, por ejemplo, al modelo de la burocracia ideal de Max Weber en su coherencia y su racionalidad utópicas. Y no funcionan, por otra parte, porque ven en el colaborador una máquina manipulable estímulo-respuesta, en vez de considerarle un interlocutor adulto y con iguales derechos; no funcionan, porque no toman realmente en serio al trabajador como interlocutor en una negociación; no funcionan, porque su núcleo sigue siendo el que era: desconfianza y manipulación. Y, ante todo, no funcionan por ignorar los efectos a la larga y secundarios de su aplicación. Y de ello nada dicen tantos miles de páginas. ¿Satisfacción de las necesidades? ¿Tendremos todavía que perder mucho tiempo con Maslow y sus sucesores? Dado que siguen siendo innumerables los expertos de la acción motivadora que buscan apoyo en él, haremos solo unas breves observaciones. Cualquier psicología de la motivación parte de que los seres vivos aspiran a satisfacer necesidades. La acción motivadora viene luego a trabajar sobre ese campo trazado por la producción humana de deseos. Las escuelas de pensamiento más antiguas, que no por ello han perdido actualidad, se basan en la idea de que el ser humano, que se considera a sí mismo algo muy carente de sentido, es un ser en el que casi no hay nada más que necesidades; por medio de ellas y ofreciéndole satisfacerlas, puede llevársele a que haga prácticamente cualquier cosa, con la única condición de no actuar contra ninguna de sus necesidades. Dicho con ese tono cínico-provocativo que se tiene por inteligente: “Todo se compra y se vende; la cuestión es solo el precio”. La teoría consiguiente puede expresarse mediante esta ecuación: necesidad comprobada + estímulo correspondiente = conducta deseada. 47

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Esta ecuación no es un espantajo que yo me haya inventado para propinarle golpes más espectaculares, sino que es de hecho una manera de pensar que ha influido intensamente hasta hoy en las estrategias directivas de un amplio sector de la industria. Para vencer la repulsión que el hombre común siente hacia su propio trabajo, el directivo se conduce conforme al lema “palo y zanahoria”. Al advertir que la zanahoria siempre acababa imponiéndose al palo, se intentó perfeccionar con atractivos adicionales el arsenal incentivador original, que permitía pocas variaciones combinando ingresos y estatus. La pirámide de las necesidades de Maslow y la teoría de los dos factores de Herzberg no pudieron aparecer más oportunamente para simplificar contextos tan complejos. Solo que dichas concepciones no pudieron resistir mucho tiempo sometidas a examen científico. Y así surgieron cosas nuevas. Por ejemplo: n

M = IVb + P1 × [IVa + Y (P2i × EVi)] i=1

¿No les dice nada? Pues se trata tan solo de la ecuación motivacional para la “teoría de la vía y el fin” de la dirección. O sea (espero que puedan seguirme): “Hoy debemos partir de una pluralidad de necesidades concretas que dirigen la acción, las cuales constituyen el fundamento de un repertorio individual de disposiciones conductuales (¡!) que, sobre la base del surgimiento de diferentes intensidades motivacionales a causa de experiencias de socialización tempranas —léase: previas a la vida profesional—, y contando con el agregado de las componentes ambientales antes desatendidas, evoca en el individuo una expectativa de esfuerzo-resultado-gratificación que ha de ser captada por la empresa como corresponde y que tiene como consecuencia la individualización de los perfiles estimulativos como principio configurador general de la dirección”. ¿Todo claro? Con su sintaxis algo sádica, esta frase describe (por supuesto que de manera completamente insatisfactoria) el “último grito” de la psicología motivacional: la “teoría del valor esperado”. Así, ¡resulta fácil identificarse con un au48

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tor que escribe que “motivar a los colaboradores es tarea nada fácil”! Maniobras de reconocimiento En la práctica, con menos ambiciones, lo normal ha sido dedicarse a “despertar” necesidades, lo cual terminaba convirtiéndose en una campaña intrapsíquica de relaciones públicas cuya tendencia a la seducción era más que clara. El punto de partida era la presuposición de que todas las necesidades se hallan potencialmente en la persona, por lo que solo hay que incitarlas y actualizarlas, y todas se desatarán entonces con entusiasmo. Los directivos que pretenden dirigir así gozan en su intento de la complicidad de la psicología. Y la psicologización de todas las relaciones vitales ha contribuido también a que se generalice la cultura de la sospecha, al sostener nada menos que la existencia de un meta-nivel desde el cual un “en-el-fondo” controla ocultamente las voluntades tras los fenómenos observables. Y saber localizarlo, así se piensa, es el arte de la dirección. Para ello, esas tipificaciones que la psicología ofrece con todos los matices posibles y los directivos cogen al vuelo agradecidos parecen ordenar la compleja y desesperante variedad de las mentalidades de los colaboradores, disponiéndolas en una gama comprensible y, ante todo, manejable. Una vez que el caos de las individualidades está por fin concretado en tipos que lo hacen abarcable, entonces ya podemos darles un “tratamiento” (una palabra harto elocuente) aplicando también criterios completamente típicos. En no pequeña medida, las raíces de la elevada receptividad que tantas personas muestran hacia todo tipo de modelos psicológicos de las necesidades se encuentran en las culturas del osito de peluche y en los endémicos debates sobre las necesidades de la generación del 68. Se trata de algo que conocemos de sobra. El hambre de sentido de dicha generación bien puede también haber sido lo que preparó el terreno a la especí49

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fica “labor motivacional” de nuestras empresas. Pero incluso aun cuando estos clichés resultaran demasiado simplificadores, el hecho es que la psicología sigue siendo una gran ayuda cada vez que se presenta con modelos de necesidades jerarquizados. Ya se sabe: “cada colaborador vive en un mundo propio”; lo que quiere decir que hay que saber conectar con las necesidades más diferentes. Y de aquí sale el célebre “método-búscaleen-su-mundo-propio”, con la idea de identificar en qué medida puede influirse sobre la motivación de cada colaborador y controlar su voluntad. El directivo puede, pues, concebir esperanzas, en un momento en que se encontraba completamente desesperado al ver que sus diferentes colaboradores nunca aceleraban a la vez, nunca reaccionaban del mismo modo a los instrumentos estimuladores y de canalización de la empresa. La individualización radical de los perfiles de estimulación promete conseguir las reacciones deseadas. Ahora el superior no tiene “nada más” que empatizar sensiblemente con el estilo de vida, metas y motivos de cada uno de sus colaboradores, y seguir el rastro a la cambiante situación de las necesidades de cada uno, o podría decirse: seguir el rastro a cada uno de esos manojos de necesidades en su volubilidad, simultaneidad y fluctuante intensidad. Podemos hacernos una idea bastante aproximada de estos directivos, de cómo se sientan en sus despachos y se pasan todo el santo día mirando por sus telescopios las galaxias del interior de sus colaboradores. Consiguiendo pasar más o menos desapercibidos, observan en qué “nivel de necesidades” se encuentra cada uno en ese momento. Entonces el directivo se repasa toda la taxonomía de tipos psicológicos, y ya sabrá exactamente cómo hay que impulsar hacia delante a este colaborador; al momento prepara el aperitivo correspondiente, y se lo da a oler. Por su parte, la “entrevista motivadora”, un procedimiento menos disimulado, se asemeja a una maniobra de reconocimiento, en la cual (en palabras de Rolf Balling) “examinaremos cada recodo del terreno para terminar encontrando cuál tuerca está aún sin apretar en la motivación del colaborador”. 50

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Aquí se hace valer la convicción de que solo hay que encontrar la tuerca correcta (la necesidad correcta) en el colaborador, para poder ajustar su motivación a las propias ideas —y que el mal jefe será quien no lo consiga—. Tan “sencillo” como eso, y además en una época de crecimiento de los márgenes directivos y bajo los dictados del ajetreo cotidiano. ¿Quién podrá tomarse el tiempo necesario para esta continua observación de los colaboradores? ¿Quién seguirá estando dispuesto a prestar atención a las necesidades en permanente cambio, cuando en el márketing hace ya tiempo que se conoce a ese cliente “paradójico” que apenas muestra ya unos hábitos de consumo uniformes y tipificables? ¿No tendremos igualmente que pensar en un colaborador “paradójico”? Pues, de hecho, también por lo que respecta a juicios de valor y actitudes ante la vida la velocidad de transformación ha aumentado mucho, ante todo en la generación joven y, más débilmente, también en la generación de más edad; de modo que ya no podemos, como antes, partir de unos juicios de valor constantes que, una vez analizados, constituyan el fundamento estable de la acción motivadora. Y sea cual sea el modo en que se entienda lo que se llama “estilo de dirección cooperativo”, ¿es así como se tratan recíprocamente las personas que cooperan? Hoy en día, se celebran seminarios de training sobre “conocimiento de las personas como requisito para la interpretación de la personalidad y el comportamiento” (y entonces aparecen siempre directivos a los que no hay quien saque de los estímulos basados en el dinero y el estatus. Con ellos, uno sabe bien lo que se trae entre manos; y es que “tiran” de cualquiera). En ello hay una verdad: no puede dirigirse de la misma manera a todos los colaboradores. Con seguridad, lo adecuado es una “dirección situacional” según el grado de madurez del colaborador. Pero ¿interpretación de la personalidad y el comportamiento? ¿Una maniobra psicológica de reconocimiento? ¿Andar revolviendo entre los perfiles de necesidades? Una única observación acerca de estos trainings: “Sé mucho sobre ti” es una de las afirmaciones menos favorables para el entendimiento que puedan existir. Saber sobre... produce la certeza de la 51

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propia superioridad; produce y mantiene el dominio sobre los otros, en vez de buscar un modo de relacionarse con ellos aspirando al entendimiento. “Y, sin embargo, si quiero tratar correctamente a alguien tengo que entenderle”: tratar a alguien, sí, he aquí algo completamente distinto. Aunque siempre haya y seguirá habiendo bastantes personas que consideren la red de un matamoscas como un modelo de pensamiento. Pero, entonces, ¿cómo puede uno acercarse a las necesidades de sus colaboradores? “Cualquiera sabe que existe algo que pone en movimiento sus decisiones; qué es ese algo, no puede saberlo nadie. Cualquiera sabe también que en su interior hay una fuerza que le impulsa; de qué clase es esa fuerza y de dónde viene, eso tampoco lo sabe nadie”, nos dice el viejo psicólogo Séneca, anticipando así en cierta medida lo que hoy está volviendo a ser de dominio público: que los motivos de los que nos ocupamos (pues rechazo conscientemente hablar de que “dirigen nuestra voluntad”) son realmente diversos y contradictorios, a veces de igual rango y a veces jerarquizados, a veces simultáneos y a veces no simultáneos. ¿Pueden coexistir con cierta armonía? Sí, ¿por qué no? En el interior del ser humano casi nunca se da la claridad absoluta, sino la discrepancia, la diversidad, una confusión de distintos impulsos. Y nada cambia en ello porque algunos colaboradores declaren, por ejemplo, que su insatisfacción y su desasosiego se deben a unas retribuciones de categoría relativamente baja. Ni tampoco porque los resultados de encuestas publicados regularmente muestren un empeño irritante en demostrar a toda costa que el aumento en la retribución es un instrumento motivador. Pero si contrastamos estas estadísticas con otras, numerosos colaboradores se nos aparecerán de repente como personas intrínsecamente motivadas que, ante todo, buscan un sentido en su actividad. La sensible diferencia entre unos resultados y otros —hoy lo sabemos con la suficiente seguridad— depende en gran medida de cómo estuvieran planteadas las preguntas de la encuesta. Además, ¿qué es eso de la “satisfacción”? ¿Son las necesidades —el presupuesto fundamental de la psicología de la motiva52

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ción— algo a lo que en general pueda uno dar “satisfacción” más o menos definitiva? Cuando corremos en pos de la satisfacción, aún no la tenemos. Cuando la obtenemos, se desvaloriza rápidamente. Una vez alcanzado el objetivo del que se trataba, la satisfacción deja de ser satisfacción. Se convierte en cosa del pasado. ¿Dónde está, entonces, el futuro? Ninguna satisfacción es tan perfecta como para que no la hubiera podido superar la que es un poco más intensa, otra distinta o, simplemente, alguna satisfacción que aún no se haya inventado. Así que ¡vamos allá!, ¡superémosla! Pero ¡un momento! ¿Qué satisfacción es esa que, apenas ha llegado, estamos al momento desplazándola al futuro? Siempre está alejándose de aquel que acaba de alcanzarla. “Detrás del horizonte, el camino continúa”, cantaba Udo Lindemberg, uno de los últimos filósofos alemanes de amplia repercusión pública. Trastocando una frase de Freud muy citada, podría decirse que en la creación del mundo no estaba prevista una capacidad humana de satisfacer realmente las necesidades. Las necesidades satisfechas son fenómenos episódicos de carácter esencialmente efímero. La idea de una satisfacción de las necesidades aproximadamente estable es una pura ilusión, cuanto más teniendo en cuenta que la producción de deseos comenzó en la infancia a causa de experiencias carenciales de tendencia neurótica. Si intentamos edificar sobre esa base, dirigir se convierte en jugar a la sorpresa escondida: nunca se sabe lo que vamos a encontrar ahí dentro. Recapitulando, la imagen que la acción motivadora tiene del ser humano viene a resultar más o menos esta: • Los seres humanos tienden a ser objetores laborales. • Los seres humanos son un manojo de necesidades escalonadas jerárquicamente. • Los seres humanos son máquinas estímulo-respuesta.

53

Introducción

Capítulo

6

La gramática de la seducción Las cinco grandes reglas motivadoras ¿Cómo cubrir, por tanto, los déficit motivacionales? De acuerdo con lo que llevamos dicho, podemos comenzar precisando la “pregunta fundamental” del directivo que nos sirvió para entrar en materia. Ahora quedaría así: ¿Cómo conseguir que un colaborador haga algo que, si por él fuera, nunca querría hacer por iniciativa propia? La respuesta es: por medio de estrategias motivadoras. Tales estrategias consisten en esas combinaciones de diversos procedimientos con las que muchos directivos dirigen a sus equipos y los padres educan a los hijos o amaestran al perro. Pueden reducirse a seis palabras: Haz esto, y tendrás aquello. En las empresas se ha ido formando toda una gramática caracterizada por las cinco grandes reglas motivadoras: • • • • •

Recompensar. Elogiar. Sobornar. Amenazar. Castigar. 55

El mito de la motivación

En lo que sigue, desarrollaré los tres patrones combinatorios básicos más usuales, caracterizándolos en su forma extrema. Aunque, de hecho, al ser aplicados en la práctica, estos patrones se mezclan entre sí e interfieren con otros de muy diversas maneras (en parte, seguiré el apreciable intento de estructurar esta materia llevado a cabo por Rolf Balling). Estrategia “por la fuerza” En este caso, el superior jerárquico típico es el “aprieta-tuercas por la fuerza”. Es el que grita a su colaborador: “¡Haz lo que digo, o te castigaré!”, o bien, en forma de una promesa formulada positivamente: “¡Cumple tu función, y así seguirás entero!” Las técnicas motivadoras aquí son ante todo: amenazar y castigar. Podemos añadir, por ejemplo, la “disuasión motivadora” (nunca he sabido a qué podría referirse el término). Tal superior está dispuesto a aceptar la reacción de sus subordinados —miedo y rabia—, con tal de conseguir el rendimiento laboral que ha planeado al milímetro. Si observa temor, eso es para él una señal de estabilidad. Lo importante es que la actitud interior de los colaboradores, lo que piensan y sienten, no le interesan nada, ya que no desempeñan papel alguno para el rendimiento maquinal al que aspira. La efectividad de la estrategia “por la fuerza” depende de si tenemos a nuestra disposición castigos a los que el colaborador tema tanto que prefiera mostrar la conducta que deseamos. Así las cosas, el colaborador intentará, por supuesto, trabajar lo menos posible y burlar la coerción que se le aplica, y, llegado el caso, “huirá”. Hay que instalar un sistema de control visual y otro para impedir fugas. La nada novedosa estrategia “por la fuerza” lo tiene difícil cuando: a) La posibilidad de huida no puede impedirse usando violencia, leyes, contratos o excluyendo mejores alternativas. b) El rendimiento laboral que se desea no es exactamente medible y/o asignable a una sola persona. 56

La gramática de la seducción

El rendimiento de un ingeniero que, desempeñando labores de garantía de calidad, evita fallos futuros mediante una acción preventiva es muy difícilmente medible. Igual que el rendimiento del director económico de personal. En una cadena de producción de tubos catódicos, ¿cómo podrá determinar la instancia de control final cuál de los 20 operarios que intervienen en el proceso ha inutilizado este tubo dándole un golpe? Los sistemas de control no admiten casi ningún perfeccionamiento adicional con un gasto razonable, y fue ante todo por esta razón por lo que hubo que desarrollar una segunda estrategia: “Hoy en día hay que motivar a la gente. Ya no sirve limitarse a rugirles”. Estrategia “cebo” Los directivos típicos de esta clase son los que llamo “aprietatuercas por bonificaciones”. Siempre tienden a la amabilidad. Su lema: “Haz lo que digo, o te perjudicarás a ti mismo”. Su promesa: “¡Esfuérzate, y así conseguirás lo que te corresponde!” Los instrumentos de los que se ayuda principalmente esta acción motivadora son el pago directo y el castigo indirecto; pero un pago y un castigo que se autorregulan, es decir, siguen un sistema que funciona sin intervención del directivo, a partir solamente de la iniciativa del colaborador: si este se esfuerza, conseguirá automáticamente una recompensa previamente calculada; si permanece pasivo, desaparece la recompensa. En este sistema, la recompensa está en principio descontada porcentualmente de la retribución total en concepto de “cebo para el anzuelo”; oficialmente se la considera “cuota variable” o “bonificación”, y podríamos decir que es “reembolsada” solo en el caso de que se alcance el rendimiento fijado. Si el rendimiento ha sido extraordinario, pueden incluso aparecer en el horizonte incrementos reales en la retribución. Análogamente a como ocurría en la estrategia “por la fuerza”, la actitud interior del colaborador resulta aquí irrelevante. Pero su gran ventaja desde el punto de vista del directivo es es57

El mito de la motivación

ta: el sistema se regula por sí mismo; el colaborador tiene un amplio margen para decidir él solo cuánto va a trabajar y cargará con las consecuencias... para lo bueno y para lo malo. El sistema se ve en dificultades (lo cual no es raro que lleve a la restauración provisional de la estrategia “por la fuerza”) cuando: a) Es posible hacer trampa en el sistema de bonificaciones o eludirlo de algún modo. b) Un número elevado de los colaboradores no reaccionan de la misma forma frente a los estímulos, que son los mismos para todos. c) Las inevitables injusticias crean malestar entre los colaboradores. d) El rendimiento laboral no es cuantificable. Es en particular la última condición —cada vez más trabajos exigen un rendimiento que solo es valorable en términos cualitativos— la que nos ha brinda la tercera estrategia: Estrategia “seducción” El “aprieta-tuercas moral” es aquí el jefe típico. Clama a su colaborador: “Haz lo que digo... ¡pero disfruta!” Su promesa: “¡Sé mío, y te sentirás estupendamente!” Es como si introdujera “de contrabando” sus propios fines en la personalidad del colaborador, sin que este se dé cuenta. El objetivo es “que se identifique”; el lema: Esté bien o esté mal es mi empresa. Las correspondientes técnicas motivadoras son: sobornar, recompensar, alabar. Cito a Balling: “Lo que aquí se pretende es crear partidarios capaces de estabilizar su sentimiento de autoestima a través de su pertenencia y adhesión a este sistema. Suele intentarse tal cosa con promesas de este calibre: ‘Somos el número uno en el mercado, y tú también serás el más grande si te identificas con nosotros’. O bien: ‘Nuestro producto es fantástico, y tu serás fantástico si lo vendes’. (...) Un sistema 58

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así ofrece posibilidad de identificarse con algo grande a un yo débil, del que espera un comportamiento creativo a su misma altura. En el plano psicológico, esta oferta se traduce como: ‘Sígueme/síguenos, te utilizaremos, pero te ahorrarás los esfuerzos de hacerte adulto”. He aquí la importante diferencia respecto a las estrategias “por la fuerza” y “anzuelo”: la actitud interior de los colaboradores ya no es indiferente, sino decisiva. Se exige veneración. Y no es precisamente raro que, bajo la máscara mágica de la progresista corporate identity, lo que se desee en realidad sean trabajadores dispuestos, como adolescentes, a tatuarse para siempre en el brazo el logotipo de la empresa. Pero esta cultura del fan usada por la estrategia “seducción” será inefectiva cuando la prometida grandeza resulte vana y se rompa en pedazos; por ejemplo, cuando los productos resulten un fiasco, cuando se critique a la empresa en la opinión pública o, simplemente, cuando la conducta de la dirección no merezca crédito (“¡Por sus hechos los conoceréis!”). El sistema “por la seducción” es esencialmente incapaz de aprender: comete errores, sin duda, pero no los reconoce, ya que podrían perjudicar la identificación con la entidad. Resulta ejemplar comprobar cómo de numerosas quiebras empresariales se deduce que allí se negaron a ver los errores hasta que ya fue inevitable percibirlos. En la cultura del fan, cualquier crítica se vive como un insulto a la propia familia. Particular interés ofrece el comportamiento de estas organizaciones frente a “desertores” e “inadaptados”. Son empresas (por aducir un ejemplo algo remoto) como los Rolling Stones: “¡En los Stones, nadie se larga; se le echa!”, decía con idignación un Mick Jagger profundamente insultado por la dimisión voluntaria del virtuoso de la guitarra Mick Taylor. La aspiración totalitaria no tolera deserciones. Sin duda, este o aquel de los que se han quedado envidiarán semejante “valor”, pero sabrán hacerse pagar su perseverancia: “Yo renuncio a algo (a largarme), ¡así que tú también vas a tener que renunciar a algo!” (la estructura básica de cualquier conflicto: nada resulta más insoportable que la libertad que otro se ha tomado). El re59

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negado es etiquetado como “traidor”, y tendrá que contar, llegado el caso, con la inmisericorde venganza del sistema. Y si el desacarriado intenta regresar, estas empresas nunca reaccionarán alegrándose por la vuelta del “hijo pródigo”, sino —aun cuando ello les suponga pérdidas económicas objetivas por tratarse de especialistas muy solicitados— con manifiesto revanchismo: El Imperio contrataca. En tales empresas, los inadaptados tienen la vida difícil. Y eso que el sistema los crea necesariamente. Pues la sensación de ser “mejor que la competencia” es muy difícil de mantener a la larga. El espejismo termina por disolverse. Un globo de aire caliente necesita en todo momento más aire caliente. O, dicho de otro modo: aire cálido. Y, en esta lógica, cualquier interrupción en su marcha significa una “crisis de identificación” del colaborador. Y cuando, a pesar de todo, el colaborador deja de andar a trompicones ciego de entusiasmo tras los colores de su equipo —e incluso aunque siga implicándose en su trabajo—, surge el conflicto. En un primer momento, aumenta la presión sobre este “excéntrico”, “cabezota” o “listillo” para que se adapte. Si se resiste, se formará una burbuja a su alrededor, se le aislará y se le rechazará una vez tras otra. Podrá salvarse despidiéndose. Pero si permanece “fiel”, terminará abandonándose al cinismo –en mi opinión, la actitud predominante en la actual generación de managers. Estrategia “visión” Los grandes grupos multinacionales han comprendido especialmente bien que ya no pueden “motivar” a sus colaboradores aplicando (solamente) los antiguos métodos. Hay que tomar nota de la transformación de los juicios de valor, dotados ahora de fuerza centrífuga. Además, es preciso diseñar un escenario creíble en el que se pueda “superar”, o al menos reinterpretar bajo una luz consoladora, tantas pequeñas concesiones forzosas, tantas desvalorizaciones y derrotas cotidianas. Cuando el individualismo, avanzando a grandes pasos en pos 60

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del sentido, hace crujir las necesidades organizativas y las estructuras que lo limitan, hay que conseguir mostrar la majestad de esa idea en virtud de la cual se limitan las posibilidades del desarrollo individual. “Motivar”, por tanto, sigue siendo el objetivo de estas empresas, solo que ahora han refinado su instrumental. Ha de venir una nueva verdad empresarial. Examinemos, pues, uno de los métodos más progresistas (y, con ello, a la vez uno de los más disimulados) de la acción motivadora moderna: la visión. ¿Veremos luz al final del túnel? ¿O veremos un túnel al final de la luz? Cuando los incentivos materiales dejan de mostrar el efecto deseado, se reclama la presencia de la “idea”, el poder de sugestión de unas posibilidades excitantes que se propaguen hasta el más pequeño rincón de la empresa, en último término: visión dividida. El objetivo es alcanzar la “completa identificación”: “¡La empresa podrá con ello!” Una empresa forjada “de una sola pieza” (y solo se forja desde arriba). Mirada más de cerca, esta exigencia tiene un filo totalitario que nos permite, sin mayores problemas, ubicarla en el disperso territorio de los adversarios de la libertad humana. El colaborador se convierte en “adepto”. La “identificación” estimula una “cultura de fans” de rasgos profundamente adolescentes, un tentador “¡Hazte mío! ¡Serás grandioso!”, que difícilmente podrá despertar una “lealtad” adulta (que es la que yo preferiría por definición). Esta distinción no es, en absoluto, una sutileza lingüística, sino que tiene una enorme utilidad práctica, pues, de hecho, con la mente puesta en la “identificación” y en un clima verdaderamente fanático y proselitista de camaradería varonil, toda crítica recibe la etiqueta de “derrotismo”. Amenazados constantemente por el desentendimiento y por las distracciones externas, los colaboradores tragan ahora vorazmente la insípida poción de los valores empresariales supremos, y están listos para rechazar no ya a quienes critiquen tan dudoso placer, sino incluso a aquellos a los que, simplemente, no les gustaría sentarse a esta mesa. Así se evita, bien es verdad, la erosión que causan las críticas, pero la organización pierde al mismo tiempo su capacidad de aprender. Pero ¿y si —como suele ocu61

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rrir— las decisiones cotidianas, mínimas, no comparten el espíritu de la visión, y si surge un vacío en la credibilidad de la empresa, arraiga la duda, y si, incluso, asoma amenazante la desmotivación...? ¡Una mano de pintura de filosofía empresarial para disimularlo todo! Ya no se trata de impulsar a las personas hacia adelante, sino de tirar de ellas (push and pull); como Bennis y Nanus dicen sintómaticamente, se trata de “proporcionarles la sensación de hallarse en el centro de actividad del orden social”. Aquí la tenemos de nuevo: esa pose de generosidad que (¡astuta ella!) se contenta con proporcionar al colaborador una “sensación” —creada de alguna manera con fines de manipulación—, en vez de esforzarse seriamente para crear las condiciones en las que pueda verificarse la participación activa en el devenir de la empresa. Dado que los antiguos motores para controlar la voluntad —la recompensa y el castigo— siguen aún en funcionamiento, la acción motivadora ha llegado a convertirse en una locuaz fórmula mágica que, con el objeto de producir ciertos estados de ánimo, mezcla profecías de un futuro dorado, amenazas de castigos y promesas halagadoras. “Atrapar el interés de las personas mediante una visión” que aúne las energías, proyectando y transmitiendo la imagen de un futuro realista, creíble y atractivo para la organización, la imagen de un futuro que arrastra en pos de él, movilizando la fuerzas disponibles: esta es la imagen que intento empañar. Y no porque yo no crea que la acción empresarial ha de tener un rumbo para atraerse a los colaboradores y aglutinarlos. “Si no existe visión, el pueblo se corrompe”, decía ya el rey Salomón. Pero la espesa pócima que la literatura más reciente amasa mezclando Context-Management, Management by Vision, New Age, Light Age y la nueva conciencia ética de la actividad económica (aunque, en la realidad, la ética del estamento directivo no piensa más que en la “rentabilidad de la ética”) tiene algo que por sí mismo es paternalista-autoritario, incluso, sí, totalitario. Para mí, la cuestión esencial es el camino que se ha seguido: quién y cómo ha contribuido a modelar la visión. Volvemos a encontrar los mismos patrones de conducta paramilitares: ahí tenemos a un general solitario que, con gesto de caudillo, mira 62

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a sus tropas, hambrientas de objetivos y de un rumbo vital, y entonces les aclara con un discurso arrebatador qué sentido tiene lo que hacen. Su verdad es la única. La nueva moda de la energetización de los colaboradores se caracteriza por reclamarse sucesora de las grandes sagas de emprendedores: el primero de todos, John F. Kennedy con su visión de los viajes a la luna, seguido de Alfred P. Sloan de General Motors, Lee Iacocca de Ford y Chrysler, Steve Jobs de Apple, Edwin Land de Polaroid, hasta llegar al “hoy tengo un sueño” de Martin Luther King. Son los sueños de estos grandes hombres lo que les pone en camino, se supone que absorbiéndolos, electrizándolos... para luego rechazarlos y olvidarlos cuando dejen de moverse por allí cerca en trance, cuando ya no les ciegue el entusiasmo ni les hipnotice un ideal que no es el suyo. Y, sin embargo, esto no tiene por qué ocurrir siempre ni necesariamente. Esos hombres podrían llegar a asumir en parte el ideal, pero es asunto de negociación, no de hipnosis. Por el contrario, la visión no se modela entre todos, sino por decreto supremo. No se interesa por el individuo con su propia verdad tan concreta, ni por la manera tan individual en que planea su vida. La visión no se interesa por la capacidad que el trabajo tiene de formar a la persona, permitiéndole desarrollarse y encontrar su propio significado. La visión pretende establecer un significado universal. Macro, en vez de micro. Planes generales, en vez de verdad individual. Una rapsodia lírica preñada de identidad corporativa, en vez de una negociación para equilibrar intereses. En la actualidad —un standard de innumerables seminarios—, suele recurrirse a una frase de Antoine de SaintExupéry para ilustrar con relativo refinamiento el poder sugestivo de una visión. Con qué inocencia nos interpela: “Si quieres construir un barco, no convoques a los hombres para conseguir madera, distribuir tareas y organizar el trabajo, sino enséñales a anhelar el ancho mar infinito”. Pero... ¿de quién es el anhelo? Y ¿de quién es el barco? El (quizá demasiado) sublime arte de influir en los demás puede revestirse de cuantos ornamentos poéticos desee, pero eso en nada cambia el hecho de 63

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que quien aquí “enseña” está encubriendo sus intereses primordiales, está usando “trucos” y seduciendo a otros, controlando su voluntad para que trabajen. Los hombres que construyen el barco son los tontos de esta historia. Seducidos para su vergüenza. Y además: ¿quién va a viajar en el barco? Es probable que, como castigo, los obreros no puedan participar en el viaje. Y además: ¿por qué por el mar? No se ha planteado discusión alguna sobre el fin concreto al que se aspira. Pero, incluso considerado como una indicación práctica para directivos (“dirigir mediante una visión”), la imagen de Saint-Exupéry tiene un significado ambiguo, y, lo que es peor, al mirarla más de cerca descubriremos en ella un núcleo de cinismo. La imagen no da ninguna respuesta a la natural pregunta de los capitanes de la industria: “¿De dónde me saco yo un mar en cuanto lo necesite?” El ejemplo se volvería completamente malévolo si, contra lo esperado, los hombres pudieran finalmente embarcar, y entonces el capitán de la industria se viera obligado a sacarse de la chistera otra visión más. Sería una visión más vieja, y pensada más bien para los malos tiempos, pero no ha perdido aún nada de su efecto seductor: “Todos estamos en el mismo barco”, se le oye ahora clamar al capitán, armonizando así todos los intereses individuales incómodos (algo parecido a: “en formación por medio de la información”), limando todos los conflictos internos, fundiendo en una “comunidad de destino” a todos los inadaptados y pensadores transversales. Eso es manipulación. Visión: la acción motivadora después de la acción motivadora. ¿Cómo defenderse? La “tripulación”, con humor, sabe algo al respecto. Rápidamente, el barco se convierte en galera: “¡Todos a los remos! ¡El jefe va a hacer esquí acuático!” Buscadores de éxitos/Evitadores de fracasos Las estrategias que acabamos de esbozar representan en conjunto un enorme gasto de energías cognitivas e instrumentales 64

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para cubrir ese déficit que, según diagnostica la desconfianza hecha método, existe entre el rendimiento real y el rendimiento posible de los colaboradores. Aunque se nos presenten de muy diversas maneras, estas estrategias comparten una constante: la sospecha. Ahora bien, ¿es el déficit motivacional algo meramente supuesto, o existe realmente? En lo que sigue, examinaré ambas posibilidades. Para ello, estableceré dos tipos de colaborador, concentrados y simplificados; representan los dos modelos fundamentales para los colaboradores de cualquier empresa, y probaré en ambos los efectos de la acción motivadora. 1. A aquellos colaboradores en los que no existe el déficit motivacional, sino que, completamente motivados, buscan en su trabajo el éxito y la satisfacción, les llamaré “buscadores de éxitos”. 2. A aquellos colaboradores en los que existe de hecho el déficit motivacional y que, cada cual en su propio grado de desmotivación, “despachan” sus tareas dosificando esfuerzos e intentando en la mayor medida posible no lllamar la atención por sus fracasos, les llamaré “evitadores de fracasos”. Pongamos en marcha los mecanismos de la acción motivadora aplicados a ambos tipos: para los evitadores de fracasos, preferentemente amenazas y castigos; para los buscadores de éxitos, preferentemente sobornos, recompensas y alabanzas. Lo habitual son formas mixtas que intentan actuar sobre ambos tipos de colaboradores a la vez y “de un solo tiro”. Se trata de motivar aún más intensamente a los buscadores de éxitos (o, cuando menos, de mantener su buena disposición), ya que, en efecto, podrían tener un poco más de éxito, lo cual a su vez —he aquí un punto importante— ¡nos lleva a pensar que están dejando de prestar cierto rendimiento y que existe un déficit motivacional! Y en cuanto a los evitadores de fracasos, se trata de convertirlos en buscadores de éxitos. ¿Lo conseguiremos? Investiguemos qué resultados tiene la acción motivadora en ambos casos. 65

El mito de la motivación

Mi tesis es esta: los buscadores de éxitos se convertirán —con una sola vez que se los haga pasar por el rodillo de la acción motivadora— en evitadores de fracasos. Los déficit motivacionales, que no existían originalmente, se harán reales. Y con los evitadores de fracasos se conseguirá solamente sumirlos aún más en su desmotivación. En pocas palabras: este sistema pierde siempre.

66

Introducción

Parte segunda Desenmascarar

67

Introducción

Capítulo

7

Sísifo: recompensar y sobornar

Toda acción motivadora se caracteriza por la insolubilidad del dilema de Sísifo ¡Recompensar! Es la palabra mágica que enseguida nos sacamos de la manga cuando pretendemos que los motivados buscadores de éxito lo encuentren todavía un poco más. Y no es tarea fácil, bien es verdad: la recompensa “justa”, con la cuantía “justa”, en el momento “justo”, y además todo hecho “correctamente”. “Usted debe poner alguna recompensa a la vista de su equipo” sigue siendo, sin embargo, el sempiterno consejo que promete un crecimiento instantáneo..,. consejo que, conforme al dicho popular en su sentido más verdadero, “se vende caro” si a lo que se está refiriendo es, por ejemplo, a primas, pluses e incentivos. Además, es un consejo que, una vez puesto en práctica, “ayuda” de hecho. En apariencia. La curva de ventas describe un ligero ascenso. Por poco tiempo, desgraciadamente. En el instante en que uno va a abrir las primeras botellas de champaña, la curva toma un suave descenso. Y ahora, qué ¿Quejarnos sobre lo poco fiables que son nuestros colaboradores? ¿Empezar a jugar otra vez? ¿Que las primas queden acopladas para siempre como motores auxiliares al eterno sigamos-así? Comienza un absurdo baile de refina69

El mito de la motivación

mientos por ambas partes, sin que suela saberse si en realidad no es el cazador el que está siendo cazado. Incentivos: en bote neumático por el desierto En este juego, las “apuestas” no están sujetas a un límite máximo: si hace tres años bastaba con una bicicleta de carreras, un año después tenía que ser ya un viaje de una semana al Tour de Francia. El año pasado, para que los colaboradores movilizaran todas sus fuerzas, se los estimuló con una vuelta al mundo. Y para el año que viene se piensa ya en ganárselos sacando de la reserva todo un catálogo de premios gordos. Oferta número uno: en bote neumático por el desierto. En este campo, como en otros, la oferta se personaliza para adecuarse a los gustos más refinados: la cadena de hoteles Marriot, por ejemplo, ofrece viajes individuales programados a medida, en los que el ganador puede señalar por sí mismo a dónde y en qué condiciones viajará. En el National Premium Incentive Show (NPIS), en Chicago, las ofertas empezaban por una licencia para conducir tranvías, seguían con la construcción de cabañas en las Bahamas, danzas en tumbas faraónicas egipcias y extinción de fuegos en Manhattan, y terminaban en cenas con los caníbales de las Islas Fidji o en un desayuno en un hotel de Singapur con un auténtico gorila sentado a la mesa. Más rápido. Más lejos. Más grotesco. ¿Y cuando eso ya no propocione el suficiente push? Entonces, ¡más de lo mismo! La cumbre del disparate se debe a la mente de un conocido metalúrgico del sur de Alemania. Demostrando una creatividad manifiestamente anómala, se ha permitido inventar los “incentivos negativos”. Bajo el lema “nadie va a salir de aquí con las manos vacías”, ofrece a los grupos de ventas con poco movimiento cosas como un tour en bicicleta por el macizo de Hunsrück durante las lluvias torrenciales de noviembre (si luce el sol, el viaje se anula), con lo cual se pretende estimular a los empleados a elevar su rendimiento para ganar, el año que 70

Sísifo: recompensar y sobornar

¡La próxima vez van a tener que ponerle un poco más de imaginación!

viene, diez días en Mallorca. ¿Simple tontería? En todo caso, un diez en la escala de los incentivos, que aún permite calificaciones más altas. ¿A dónde llevará todo esto? A poco más que al boom del ramo de los incentivos. ¡En este boom y en los costes que origina a las empresas sí que son realmente cuantificables las consecuencias de la acción motivadora! Los nuevos incentivos están haciendo su agosto. Como todos los analgésicos. Pero el ramo es cínico, y lo sabe: los incentivos no van a llegar muy lejos. Pues cualquiera entiende que solo puede motivarse al precio de tener que volver a motivar permanentemente. La recompensa, quizá inesperada la primera vez y apreciada sinceramente como un merecido agradecimiento, se transforma, mira al frente y avanza en dirección al soborno: toda prima se convierte en un derecho adquirido, pues lleva en sí la promesa de que, al prestar servicios semejantes, entonces habrá otra vez que... y ¡ay cuando la recompensa no aparezca o sea menor de lo que se esperaba! 71

El mito de la motivación

Los estímulos al rendimiento ofrecidos en los programas de incentivos se van acumulando año tras año. Pero la fascinación que despierta este soborno disminuye con cada nueva ronda. Su utilidad marginal desciende. Se ofrece cada vez más a cambio de un rendimiento que relativamente es cada vez menor (por no hablar —¡ganancia valorable en dinero!— de los problemas fiscales. Para evitar las cargas impositivas de los incentivos en forma de viajes, se declaran como eventos de formación continua dentro de un programa-marco). Por contra, en el caso de incentivos manifiestamente peregrinos, surge en más de un colaborador la pregunta: “¿Cuánto estará ganando la empresa conmigo cuando se puede gastar semejantes cantidades en incentivos?” ¿Son quizá motivadoras semejantes reflexiones? El problema de la justicia Todo lo contrario. Pues, por lo que respecta a los colaboradores de servicios externos, estos muestran en el mejor de los casos una mentalidad muy permeable, que, tras adaptarse, acepta todo lo que pueda aceptarse. En un caso algo peor, los efectos son desmotivadores: comienzan a alimentar la sospecha de que no participan adecuadamente de los resultados empresariales. Y en el peor de los casos, los efectos son catastróficos: en primer lugar, para los colaboradores que se vayan de vacío. Pues en una de cada dos empresas que organicen este tipo de competiciones, solo uno de cada diez conseguirá el anhelado billete. Los que no lleguen a “paladear” el incentivo considerarán injusto el sistema, para lo cual tienen razones subjetivamente sólidas y bien comprensibles. Pero las recompensas tienen que ser valoradas como justas por la mayoría de los colaboradores, incluidos aquellos que no las han obtenido. Esto no suele ocurrir. Y quien conozca cómo se plantea un plan de incentivos sabrá que, en ellos, el problema de la justicia es irresoluble. Un trabajo de Sísifo. Un sueño de la impotencia. Hay quien, imperturbable, intenta ascender hasta una cima a la 72

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cual le arrastra la fuerza de una prometida salvación. Pero a este ser imperfecto no le está permitido experimentar ese momento: y nunca la alcanza. ¿O lo alcanza, quizá, cuando por un instante se le nubla la conciencia al recibir la placa de algún premio? La comparación constante produce criterios de medida y escalas de valor; cualquier punto alcanzado es relativo, jamás será realmente una cima. “Pero ¿y el empuje que eso da a la motivación...?” Sí, de acuerdo: “empuje” viene de “empujar”, y si a usted lo que le interesa son colaboradores a los que siempre haya que andar empujando... Una imagen del eterno querer y no poder: al igual que aquella piedra que Sísifo jamás conseguía transportar hasta su objetivo, a la tuerca de los nuevos incentivos siempre, siempre —en cuanto se la haya empleado una sola vez— habrá otra vuelta que darle. Sea con sensibilidad psicológica y un buen entrenamiento, como hacen los directivos aprieta-tuercas morales, sea lanzando el anzuelo abiertamente, tal como en este caso hacen los aprieta-tuercas por incentivos. Pero sigue abierta esta cuestión: ¿quién aprieta a quién? Como si de Douglas Fairbanks se tratase, los directivos van dando saltos entre las jarcias de los incentivos, con el sable desenvainado, a veces vencedores, a veces vencidos, a veces propulsores, a veces impulsados por una fuerza ajena, sin que pueda preverse cuándo caerán dándose el planchazo en el océano de la manipulación. Y no, no me conmueve la respiración entrecortada de los retóricos de la acción motivadora cuando se lamentan de la inflación en las pretensiones de sus colaboradores y de cómo estos se hacen adictos a los mimos. Pues en cada uno de ellos, tras la aparente racionalidad de la teoría de la acción motivadora, puede descubrirse un núcleo dogmáticamente irracional. De este modo, queda identificado otro elemento característico de la acción motivadora: tiende a una contradicción insoluble, lleva en sí un trabajo de Sísifo. Las arenas movedizas de la cultura del estímulo: todos los participantes se hundirán en las traicioneras dunas de los viajes incentivadores, tanto más cuanto con más fuerza pisen. 73

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¿Son motivadoras las recompensas? ¿Cómo puede explicarse este dilema? ¿Qué fuerzas psíquicas están actuando detrás de todo esto? La investigación etológica ha sacado a la luz del día datos muy notables al respecto. Un anciano recibía a diario las burlas y los insultos de los niños de los vecinos. Un buen día, recurrió a un ardid. Ofreció a los niños un marco si volvían al día siguiente para repetir sus insultos. Los niños acudieron, le hicieron rabiar y se llevaron a cambio su dinero. Y el anciano les prometió de nuevo: “Si volvéis mañana, os daré cincuenta céntimos”. Y acudieron otra vez y, tras insultarle, fueron pagados. El anciano les animó a seguirle haciendo enfadar al día siguiente, pero esta vez a cambio de 20 céntimos, y los niños se indignaron: no iban a insultarle por tan poco dinero. Y desde entonces el anciano vivió tranquilo. El psicólogo social estadounidense Alfie Kohn, del que he tomado esta historia, confirma con ella toda una serie de estudios psicológicos recientes que parecen refutar una ley fundamental del aprendizaje: la recompensa no es el mejor medio para elevar el rendimiento. En nuestra historia, los niños estaban al principio motivados intrínsecamente para enfadar al anciano. Pero luego le hacían enfadar tan solo porque ello tenía una recompensa: su motivación intrínseca quedó destruida por obra de la acción motivadora, transformándose en una motivación extrínseca. Y habían desaparecido la emoción, la tensión, la curiosidad. Al ofrecer a estudiantes universitarios la posibilidad de elegir entre tareas fáciles y difíciles, se deciden mayoritariamente por las difíciles. Pero cuando se les habla de recompensas monetarias, eligen casi exclusivamente las tareas simples y fácilmente medibles (Shapira 1976). De manera estereotipada, se repite la conducta que siempre ha funcionado, la conducta que, conforme a la experiencia hasta entonces acumulada, promete un éxito rápido y directo. La innovación y la creatividad se quedan por el camino. 74

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En otro estudio, se pidió a unas muchachas que enseñaran un nuevo juego a niños más pequeños, prometiéndoles una entrada gratis para el cine siempre que la “clase” tuviera éxito. La misma tarea se le propuso a otro grupo de muchachas, solo que sin que pudieran pensar en recompensa alguna. El sorprendente resultado: fueron mejores “profesoras” las que lo, habían aceptado trabajar, por así decirlo, “de balde”. Otros experimentos de diseño semejante confirman este resultado: cuando se gana a los niños con recompensas para que realicen una tarea, pierden rápidamente el interés, empiezan a sentirse insatisfechos y alcanzan logros bastante menores que los de aquellos que se han encargado de una tarea sin que se les prometiera recompensa. La razón de ello: ya no actúan porque le encuentren sentido a su acción, sino porque para ellos una recompensa “reemplaza” el sentido. “Niños, sí, ¡pero ellos aún no están corrompidos!”, oigo objetar al escéptico; “pero quien tenga a sus espaldas toda una carrera profesional de recompensas, ese ya no hace nada sin incentivo adicional”. ¡Qué hermoso es que esta persona se equivoque! Todavía recuerdo muy bien a un colaborador de un grupo del sector electrotécnico que vendía con gran éxito a otras empresas un sistema para la selección de personal. Un día, la dirección de la empresa le entregó un cheque de más de 5.000 marcos. Según se leía en la tarjeta de agradecimiento adjunta, la prima iba unida a la esperanza de que él siguiera aplicándose con la misma intensidad para vender el sistema. Ipso facto, el colaborador cesó en sus esfuerzos. Puede que este no sea el caso habitual, es cierto. Pero lo que nos debe hacer reflexionar es el hecho de que las primas atraen sobre todo cuanto tocan la maldición del desencantamiento. Y, en particular, tratándose de un trabajo hecho con entusiasmo e iniciativa. “A veces, el dinero es como una patada en el trasero”, dice en Wall Street el padre con mono azul a su hijo broker que, después de una subida bursátil, quiere devolverle más dinero del que le había prestado. Pero incluso aceptando que el colaborador del que hablábamos antes quizá “no tenía por qué” haber reaccionado así, una cosa es segura: cual75

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quier entusiasmo por el ideal se disuelve en las primas como en un líquido corrosivo. Los incentivos devalúan a todos los equipos de trabajo en conjunto, hasta convertirlos en una horda de “niños” a los que ya no les importa lo que hacen, sino solamente la recompensa que vendrá después. Todos pasan a hallarse profundamente determinados por la voluntad ajena. Y aun cuando tratáramos con adultos menos egocéntricos, las cuentas nos saldrían solo en apariencia. Pues independientemente de que sea verdad o mera suposición que sin el incentivo motivador nuestro colaborador “adulto” no habría llegado a comportarse tal como deseábamos, el estudio biológico del comportamiento ha revelado con toda claridad que el ser humano se habitúa rápidamente a niveles de estimulación cada vez más altos, y que, por tanto, en la práctica no tarda en mostrar una menor disposición al rendimiento si no media algún estímulo “adicional”. El dilema de Sísifo En este contexto, resulta interesante tomar del estudio biológico del comportamiento el principio de la “cuantificación doble”, en virtud del cual una acción se explica por la relación entre dos variables, la “intensidad del impulso” (motivación) y la “intensidad del estímulo” (acción motivadora). Dada una intensidad de estímulo concreta, se requiere un autoimpulso relativamente menor para que la acción se desate; y cuanto más elevada sea la intensidad del estímulo, se requerirá una intensidad del impulso tanto menor. Ahora bien: puesto que, como es bien sabido, los estímulos pierden intensidad rápidamente, tienen que acumularse cada vez más, lo cual lleva a esa inflación en las pretensiones que causa estragos en todas partes. Y el autoimpulso va descendiendo en esa misma proporción. De estos hechos se deriva una ley a la que doy el nombre de “el dilema de Sísifo” de la acción motivadora. Reza así: 76

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Toda acción motivadora destruye la motivación Tal ley —inabarcable en la riqueza de sus consecuencias— hace que los que eran colaboradores, de una motivación sin tacha, se transformen, con mecánica seguridad, en esa legión que puebla nuestras empresas, formada por desmotivados evitadores de fracasos. Si hasta el momento siempre se había afirmado que existía un déficit motivacional entre el rendimiento laboral registrado y el posible —afirmación que es el origen de la idea de una acción motivadora—, ahora ese déficit es ya un hecho. En una palabra: la acción motivadora es la enfermedad que ella misma cree curar. Es en virtud de esta misma ley como aparece en los consumidores una actitud en la que se mezclan la constante insatisfacción y un negligente estar a la expectativa; la actitud del consumidor que espera el pusher/puller que lo estimule, sabiendo que terminará por venir siempre que uno persevere lo suficiente. Las personas se han acostumbrado a que las mimen. En el salvaje oeste, el cazador de recompensas espera hasta que el dinero que dan por el asesino ascienda a una cifra lo bastante elevada; del mismo modo, hoy no tiene uno más que echarle aguante, esperando hasta que los managers se ahoguen por la presión del tiempo y tengan que recurrir al anzuelo de las primas. Esta mecánica produce la exigencia de seducción que tantos trabajadores plantean a sus managers y que han ejercitado hasta llegar a acostumbrarse a ella de tal modo, que parece que ya no le llama a nadie la atención. Y si los managers entonces, correspondiendo a la expectativa, ceden a la exigencia de seducir, están produciendo justamente aquello que trataban de evitar y eliminar: la desmotivación. Cada vez más pretensiones. Cada vez menos iniciativa propia. Esperar la recompensa en vez de asumir responsabilidad sobre uno mismo. Jadeantes, los managers corren tras las siempre renovadas exigencias. La jauría acosa al cazador. 77

El mito de la motivación

La insatisfacción, consecuencia de los mimos Causa un efecto directamente grotesco ver cómo en la misma medida en que se está destruyendo la iniciativa, el compromiso con uno mismo, en una palabra: la motivación, se escriben disparates en papel satinado acerca del carácter emprendedor interno, la intrapreneurship, la autorresponsabilidad. Como si con palabras y palabras quisieran ahora desenterrar lo que dejaron bien sepultado. Y esto no es todo: dado que, al elevarse la intensidad de los estímulos, el individuo recurre nada más que a una cantidad mínima de su propia energía impulsiva, van a permanecer inutilizados diversos potenciales de la acción humana; por ejemplo, la gozosa disposición de ver cómo salen los planes adelante, de poner en marcha algo y, ante todo, la creatividad y la curiosidad. La consecuencia: frustración, aburrimiento agresivo, pretensiones en constante ascenso, desvío de energía para dedicarla a la crítica y a las lamentaciones. Corriendo en el vacío, el virtuosismo estimulador propio de la mecánica incentivadora produce –¡ironía de las cosas!– un latente carácter quejica, la insatisfacción como consecuencia típica de los mimos. Combustible para las asociaciones de descontentos en nuestras empresas. Eso son los beneficios que se consigue invirtiendo en la continua renovación de los incentivos. En este contexto, la ingratitud de nuestros colaboradores no solo es irremediable desde el punto de vista de la ecología del comportamiento, sino que también está justificada moralmente. ¡Pues, desde luego, no tienen nada que agradecernos! Los incentivos y las bonificaciones se van convirtiendo progresivamente en parte integrante del salario, en una retribución dineraria presupuestada de antemano que solo “injustamente” podríamos luego negarles. Además, hay que contar con que los incentivos son usuales entre la competencia. Así pues, por lo menos jugaríamos limpio no intentando hacer creer a nuestros colaboradores que los incentivos son una prestación “adicional”. Se trata de costes salariales y de márketing calculados de antemano. No hay razón para el agradecimiento. 78

Sísifo: recompensar y sobornar

No abrigo demasiadas esperanzas de que el manager de nuestros días quede ya en condiciones de modificar su conducta solo por haber tomado conciencia del dilema de Sísifo de la acción motivadora. Mis dudas se basan en la estructura del sistema del management. Pues el planteamiento incentivador es un complemento esencial de una cultura directiva que tiende financieramente a plazos cortos, éxitos rápidos, veloz rotación laboral y a una mentalidad de después-de-mí-el-diluvio. Las indudables ganancias en control de la voluntad que los incentivos generan a corto plazo alimentan análogos puntos de vista y conductas a corto plazo. La mecánica que se origina de ello podría describirse como una privatización del beneficio y una socialización de los costes (indirectos). En caso necesario, los aprieta-tuercas mediante incentivos siempre podrán consolarse con la interpretación que daba al mito de Sísifo Albert Camus, el cual reconocía en el héroe mítico el arquetipo de hombre heroico que asume conscientemente lo contradictorio y absurdo de la vida. ¡Adelante, pues! Plateaued employees (Empleados no promocionables, estancados) Examinemos brevemente un efecto secundario del dilema de Sísifo, que constituye una importante prueba a favor de la tesis de que toda acción motivadora destruye de forma persistente la motivación. Ahora que las jerarquías se han nivelado y la “cebolla” ha reemplazado a la pirámide, los directivos deletrean una nueva palabra: heterarquía. Y en el marco de la proliferación de márgenes directivos, que son la consecuencia de la racionalización de los planos jerárquicos acometida bajo la consigna de acortar los canales de comunicación (y ahorrar costes), cobra inesperada actualidad la vieja pregunta: “¿cómo motivar a mi gente?” De súbito, se han hecho más pequeños los pasos adelante planeables en la carrera profesional. Parece que no queda ya ni una sola vuelta que dar a la tuerca de la acción motivadora. Y 79

El mito de la motivación

ello origina en las empresas un nuevo y gigantesco problema: los plateaued employees. Son aquellos colaboradores y directivos que, en las circunstancias apropiadas, habrían alcanzado el siguiente nivel jerárquico, hoy desaparecido, y a los que, sin embargo, se les niega su potencial para asumir un nivel aún superior de responsabilidades, o bien, por razones de cultura organizativa, se considera que no debe seguírseles ascendiendo. He aquí el fruto maldito del pecado (de la acción motivadora): durante decenios se ha venido motivando extrínsecamente a los colaboradores con la promesa de una carrera, utilizando altas retribuciones y muy notorios signos honoríficos para que los puestos superiores atrajeran sus ávidas miradas de reojo... y, de repente, se proclama que todo aquello es un anticuado fantasma del ayer. Empleados con ganas de hacer carrera forman ahora masas de desmotivados “inempleados”: una generación de frustrados. ¿Cuál es la nueva meta? “La organización tiene que ampliar los criterios de éxito de forma que la mayoría que está estancada sientan que son ganadores”. Difícil ser más cínico: “sentirse ganadores...”. Un agitado movimiento defensivo, pero siguiendo los mismos antiguos patrones. Hábilmente se prepara un nuevo disfraz para los sistemas de acción motivadora, forzando los lateral moves (movimientos laterales) entre las unidades de la empresa, repensando los títulos jerárquicos, organizando trainings dilatorios, ampliando el espectro del prestigio simbólico (en el que ahora se incluye la “medalla de oro a la trayectoria en meseta”). Un activismo como táctica de disimulo, derrochador pero transparente en sus manejos, que solo en rarísimas ocasiones conseguirá si acaso lo que pretende hacernos creer: energía e iniciativa; en una palabra: motivación. Los aprendices de brujo no pueden ahora deshacerse de los espíritus a los que se ha despertado. Durante decenios, las siempre renovadas gratificaciones extrínsecas han ido minando la motivación intrínseca sin un momento de reposo. Y hoy es necesario seguir apretando la tuerca. Y a casi nadie se le ocurre todavía que, si alguien hace algo, es porque quiere hacerlo. 80

Sísifo: recompensar y sobornar

El primer paso para volver a liberar esta fuente de energía, sepultada pero latente en cada pecho, lo daríamos siendo claros, abordando abiertamente la situación y renegociándola. El segundo paso consistiría en encerrar de nuevo en la botella al espíritu de la acción motivadora y desmontar los instrumentos de estimulación, pues, en otro caso, volverían a servir para atizar el fuego de unas expectativas que ya no pueden ser satisfechas. Sin duda, algo así resulta difícil tratándose de costumbres muy arraigadas. Pero también la más larga marcha comienza con un primer paso.

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Introducción

Capítulo

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Elogiar, un cinismo de los dominadores

“Y ¿cómo conseguiste acabar con él?” “Elogiándolo…” (E. Kishon) Fue ya Abraham Lincoln quien formuló este principio para los manuales de management: “Todos somos muy receptivos para los halagos, es verdad. Todos queremos reconocimiento, y además reconocimiento que salga del corazón, y el hecho es que lo encontramos muy raras veces. Todas las personas tienen un hambre de reconocimiento que las reconcome y que nunca se calma. Pero algunos pocos consiguen de hecho calmar este hambre en los demás, y solo esos pocos son los que tienen poder real sobre las personas; al morir uno de ellos, le llora incluso el enterrador”. Frases de Lincoln: uno debe leerlas con toda atención. Entonces se le revelará la extraña tensión mental que contienen y que, partiendo de un reconocimiento que “sale del corazón”, llega hasta una necesidad que significa “poder sobre las personas”. Vaya por delante: este capítulo está dirigido ante todo a directivos “progresistas”. Si algunos puntos de mi análisis reciben el apoyo de algunos hardliners, tan solo puedo asegurar que cualquier conformidad con ellos me desagradaría profundamente. 83

El mito de la motivación

La atención, una necesidad básica Que no solo de pan vive el hombre es cosa bien conocida desde hace mucho tiempo. Ante todo, el reconocimiento es algo a lo que ningún hombre puede renunciar si no quiere vivir inseguro, amargado e infeliz. Raramente tenemos bastante de ello, a lo que se añade que bastantes personas son como si dijésemos “déficits de reconocimiento andantes”, por lo ahorrativas que ellas mismas y quienes las rodean suelen ser con dicha mercancía. Absorben por todos los poros de su ser el cálido sentimiento de la aprobación. La necesidad básica de atención y reconocimiento ha sido un particular y constante objeto de investigación para la psiquiatría infantil. Como otros estudiosos antes que él, René A. Spitz ha señalado que, incluso siéndoles favorables las demás circunstancias, los lactantes que no reciben atención a través del contacto corporal, siendo levantados en brazos y mediante un tono de ternura en la voz, retroceden en su desarrollo y se hacen más propensos a enfermar, pudiendo incluso llegar a morir. Y sucede absolutamente al contrario en el caso de los niños que, siéndoles desfavorables las demás circunstancias (faltos de higiene, infraalimentados), crecen en contacto con personas que les dedican atención. Según la opinión científica más aceptada, el niño de entre tres y seis años, que posee todavía pocos criterios para hacer o no hacer, necesita perentoriamente el elogio de sus padres como pauta de comportamiento. Por nuestra parte, no discutiremos aquí el asunto; elogiar a los niños hace hoy, con demasiada frecuencia, las funciones de una atención fast food para la generación de la falta de tiempo. Lo seguro es que los niños, cuando no reciben atención positiva, se la buscan de algún modo negativo. Con otras palabras: un niño al que no se le dedica atención, o solo una atención insuficiente, prefiere llevarse palabras y miradas de enfado, o incluso golpes, a que no se le haga absolutamente ningún caso. Este reflejo parece funcionar bien, como demuestra un estudio británico: los niños investigados de aquel 84

Elogiar, un cinismo de los dominadores

país tenían como promedio diario una “cosecha” de 412 comentarios negativos ¡y solo 37 positivos! La economía del reconocimiento Los adultos, es evidente, también necesitamos nuestras “dosis” de “caricias”. Una cita de la conversación de un manager: “Si le doy vueltas a por qué me levanto por las mañanas, no es porque tenga que ganar dinero, sino porque espero que en algún momento habrá alguien que me diga: ‘eso lo has hecho bien’”. Pero el concepto de “dosis” de caricias remite ya a un manejo instrumental, mecánico. Precisamente en nuestras empresas, una “administración ahorrativa de las caricias” —es decir, un enfoque económico del reconocimiento— es lo que está dando pie a tantos “juegos psicológicos” en torno a la atención y la cercanía. Las encuestas de colaboradores no cesan de certificar un déficit de reconocimiento en las organizaciones, el cual suele ser percibido como un lastre. Pues aunque tenemos a nuestra disposición un número ilimitado de “dosis de caricias”, se han convertido en un bien escaso a consecuencia de la forma de trato interpersonal que usualmente se practica: bastantes para mi pareja y mis hijos; algo menos ya para mis amigos; aún menos para mis colaboradores, etc. La atención que unas personas dedican a otras y el caso que se hacen no pueden sobrepasar ahora unos límites artificales, y se convierten así en un recurso muy moldeable para la manipulación y que me sirve —como el tuteo— para dosificar distancia y cercanía. Este gesto de generosidad es también propio del elogio: el elogio es algo que uno “dispensa” a otro. Aunque solo sea porque despierta expectativas materiales inmediatas, según saben tantos directivos por propia experiencia.

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El mito de la motivación

Elogiar está in Cuando hemos hecho un trabajo y otra persona nos dice que le parece bueno, eso por lo general nos da alegría. Nos sentimos reconocidos, y tenemos más ganas y más ánimos para seguir trabajando así. Pero si todo lo que hacemos es aceptado sin más como algo evidente, o también si toda nuestra labor es objeto de crítica, perdemos entonces las ganas, el ánimo y, a largo plazo, también la autoconfianza. O así parece, en cualquier caso. De ahí que el “elogiar” como técnica directiva haya gozado de una coyuntura favorable en la teoría del management de estos últimos años. Elogiar está in. Desde el momento en que las armas del arsenal de los tiempos de la guerra fría directiva (la coerción, la amenaza) se quedaron ya romas y mohosas, elogiar al colaborador pasa por ser una forma de trato laboral recíproco especialmente humana, “solidaria”. Las organizaciones son hoy más “de carne y hueso”. Análogamente al lema de Baden Powell para los boy-scouts: “una buena acción al día”, la fórmula suprema de la sabiduría directiva se supone que es: “Elogiarás a tu colaborador una vez al día”.

¡Y DEBO RECORDARLE QUE HOY NO HA ELOGIADO TODAVÍA A SU COLABORADORES!

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Elogiar, un cinismo de los dominadores

En estas circunstancias, los estilos de dirección cooperativos, más entronizados por todas partes que practicados realmente, no han cesado de sutilizar y desarrollar la “técnica” del elogio, creando así la figura del manager “elogiador” como suprema encarnación de los procedimientos directivos enfocados a equipos de trabajo. Se supone que el elogio “motivador” es como apretar directamente una tuerca moral dentro de los colaboradores, liberando allí energías insospechadas... aunque más de un manager ha comprendido enseguida que manejar por sistema el elogio diario consigue rápidamente el efecto contrario al esperado. El problema está en que los consejos concretos se convierten en instrumentos usados de forma mecánica desde el mismo momento en que se decide aplicarlos. Aquí, esto significa establecer “intervalos para el elogio”. Se empieza a “llevar cuentas” de los elogios. Managers que eran auténticos ogros aparecen de repente como máquinas de disparar elogios, mientras que a su paso los colaboradores dejan que caiga también en saco roto este nuevo capricho de la técnica directiva, comentando con un meneo de cabeza: “Ya ha estado en otro seminario”. Lo concedemos: muchas personas sienten un déficit de reconocimiento en sus puestos de trabajo, y ello les resulta penoso, pero la cuestión es: ¿sienten también un “déficit de elogio”? El escepticismo parece aquí oportuno. Pues, examinado más de cerca, elogiar resulta ser un procedimiento pérfido y contradictorio consigo mismo, cuyos fatales efectos tardan en salir a la luz. Y además, en ciertas circunstancias, el daño que causa en la relación entre superiores jerárquicos y colaboradores es mayor que los beneficios que pueda producir. Debemos aclarar esto. El dilema del elogio Sin duda, existe un dilema del elogio: si el superior nunca elogia, los colaboradores se quejan; si elogia con demasiada fre87

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cuencia (el famoso “agobiar a elogios”), el elogio deja de ser tomado en serio. Pero ¿qué frecuencia da lugar a la “demasiada frecuencia”? Podría variar mucho dependiendo del colaborador y de la situación. Y, además, más de uno ha visto cómo le criticaban duramente un trabajo del que estaba muy orgulloso, mientras que le ponían por las nubes por haber hecho otro trabajo en el que él mismo apenas veía nada de particular. Pero quizá es que habría que establecer algún “intervalo para el elogio”... El problema de la justicia del elogio es igualmente irresoluble. Lo que en uno llama la atención y es elogiado pasa desapercibido tratándose de otro. “Con cada título que concedo consigo noventa y nueve envidiosos y un ingrato”, decía ya Luis XIV. Es muy difícil salir de uno de estos círculos del tipo “haga lo que haga, me equivocaré”. Algo sabía de esto otro de los grandes psicólogos de la dirección: Jesús nunca elogió a quienes le seguían. Usos manipuladores Actuar de manera justificable y leal presupone que la acción se desarrolla en un ámbito fidedigno, previsible. Pero desde el momento en que, bajo la influencia de la acción motivadora, dirigir ha degenerado en seducir, la manipulación acecha siempre atenta y la credibilidad ha desparecido de amplias parcelas de la vida económica, puede estar emponzoñado incluso el elogio más bienintencionado, más de corazón: es y seguirá siendo sospechoso de tener una intención manipuladora. Esta es justamente la cuestión: en nuestras empresas, se da al elogio un uso manipulador en muy alto grado. Más de uno, tras una entrevista verdaderamente agradable, con muchos elogios y dosis de caricias, se habrá sorprendido a sí mismo sintiéndose tenso y presionado de una manera indefinible, o, sencillamente, no sintiéndose bien. La explicación es de lo más sencillo que puede pensarse: lo han manipulado por me88

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dio del elogio sin que lo notara. Aplicando el lema: “acariciar fuerte al principio, y solo después sacar el conejo de la chistera (o sea, la negativa o la crítica, ¡pero ‘constructivas’, por supuesto!)” Este método tiene su tradición. “Elogio y reproche”, como expresión ya hecha, han pertenecido desde siempre el uno al otro. Es más, se supone que el elogio incluso acrecienta la efectividad del reproche, tal como podemos leer en una obra sobre teoría de la dirección: “Solo en los superiores que elogian cobra el reproche todo su valor”. Después, quizá el “reproche” pareció ya demasiado vetusto, y se modernizó convirtiéndose en “crítica”. El “elogio”, claramente menos sospechoso, siguió siendo lo que era: la “parte buena” del palo y la zanahoria. “Elogio y crítica”, como se dice ahora, pertenecen inseparablemente el uno al otro. El resultado es patente: una manipuladora política de bandazos, la cual aporta sin duda cierta variedad al sumir en la niebla el hecho de que el colaborador sigue dependiendo de hacia dónde se incline el pulgar del jefe, pero que en nada mitiga tal estado de cosas, por no hablar ya de sustituirlo por claridad. El elogio degenera en una obertura que anuncia la crítica “constructiva” que se aproxima. Suavizar con jabón como táctica para las entrevistas. Una táctica, por regla general, que el otro capta rápidamente y que, con ello, pierde todo valor propio. Por eso resulta tan habitual la imagen de un colaborador lleno de impaciencia mientras aguarda que pase la mecánica introducción elogiosa, pues bien sabe él que “después de todo eso” empezará “lo bueno”, lo realmente importante. Es como una rampa de lanzamiento para las interminables discusiones sobre quién tiene o no la razón. Y resulta aún más claro cuando se trata de un “elogio a la trayectoria”. Aquí, como en una caricatura, el carácter manipulador del elogio se transforma en su rasgo distintivo. Lo mismo ocurre cuando se procede con toda intención a hacer un “elogio del enemigo”, que tantas veces ha sido la introducción de un descenso oficial de categoría. Quienes se sientan en 89

El mito de la motivación

los consejos de administración de las grandes empresas saben el extraordinario peligro que corren cuando el presidente los elogia antes de una gran reorganización. Variante: el elogio “compensatorio” Algunos lectores conocerán también esa situación en la que uno querría rechazar un elogio porque procede de una persona que, según el elogiado, carece de la capacidad necesaria. O porque intuya que suele honrarse a quien se deja utilizar. O porque el jefe deforme de tal manera lo que uno ha propuesto, que el elogio parezca casi una burla. Quizá el así elogiado haya desenmascarado la alabanza, comprendiendo de manera intuitiva e inmediata que se trataba de un elogio compensatorio, pero seguramente no lo habrá rechazado por faltarle el valor para ello. Ha obedecido este mandamiento: ¡jamás rechaces un elogio, ni siquiera cuando no lo desees! ¡Cómo vamos a herir el amor propio de alguien que seguramente estará hablando “con toda su buena intención”! Pero justo así es como puede ser empleado el elogio: porque restringe la libertad de acción del colaborador. Lo cual ocurre a partir del momento en que se le ha “cubierto” a uno de elogios. ¿Quién sabrá entonces defenderse del elogio? Manipulado y avergonzado, ahí tenemos indefenso y privado de su libertad a quien ha recibido las alabanzas. “Podemos defendernos si nos atacan; somos impotentes contra el elogio” (S. Freud). El elogio acaba con la libertad Un instrumento muy poderoso y pérfido. Muy poderoso, por lo inocente que parece.

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Variante: el elogio “táctico” Ante el predominio alcanzado por la estrategia de manipulación a través del elogio, muchas personas, con moderación prácticamente inofensiva, reaccionan rechazándolo “avergonzadas”: “Pero no se podía hacer otra cosa”. O bien: ”Pero si sólo cumplí mi deber”. Con seguridad, una de las causas de que los afectados se resistan es que, sometidos desde su infancia a las reglas de la “economía de las caricias”, no han tenido apenas ocasión de aprender a enfrentarse a este procedimiento (una tradición reflejada en el matiz despectivo del verbo “lisonjear”). Con igual seguridad, ello también se debe a que captan instintivamente la intención manipuladora y desconfían: “Eso lo dice solo porque quiere algo de mí”. Y es verdad: hay directivos que guardan el elogio como en conserva, para “distribuirlo” en “caso de necesidad” —es decir, cuando se espera del colaborador una “prestación extraordinaria” y se le dispensa el elogio, por así decir, “en pago” por ella—. Las primas también son empleadas como si se tratara de “elogios”. Y quizá las tres primeras veces el colaborador elogiado salga corriendo radiante y consiga las cosas más increíbles, pero a la cuarta vez tendrá sus reservas, y a la quinta dirá en voz baja: “no”. Ha captado el propósito ajeno y ya no está tan animado. Además, los elogios exagerados, rotundos, también plantean de manera subliminal ciertas exigencias de cara al futuro, expresadas en no pocos casos en el “¡sigue así!” que se les añade. Y también aquí la falta de claridad resulta contraproducente. Especialmente si se trata de evitadores de fracasos, lo que se consigue es que aumente su miedo de no estar a la altura de lo que se les exige. Ante elevadas expectativas, muchos colaboradores se quedan agarrotados e intentan ponerse a cubierto. Los efectos deseados se evaporan. O bien la idea puede ser esta: hay que avergonzar a los vagos y a los inútiles por lo poco que rinden a la empresa, mientras que a los buenos y eficientes hay que ponerlos sobre un pedestal donde se les vea de sobra, para que sirvan de ejemplo a la plantilla. Por lo demás, se produce una considerable canti91

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dad de envidia social, que une a los colaboradores (excepto a los elogiados) en su común resentimiento —lo cual no es despreciable como cemento social para una época como la nuestra, en la que se supone que el arrogante individualismo ha de ser sacrificado a la corporate identity (identidad corporativa)—. Así pues, tras el elogio compensatorio, identificamos ahora un elogio táctico, proceder que, entre managers con experiencia de acción motivadora, culmina en esta máxima directiva: “Hay colaboradores a los que, sencillamente, solo se puede impulsar a fuerza de elogios”. Pero eso ya lo sabe el proverbio desde hace mucho tiempo: “El elogio es un medio para hacer que una persona llegue tan lejos como merece”. Entonces, ¿qué hacer en la empresa con los críticos, con los inoportunos que se han dado cuenta del juego? El director de área sonríe: “Sencillísimo: matarlos a elogios. El elogio que demos nosotros, los dominadores, es algo que acabará siempre con todos los críticos. Los presentes pensarán que si somos capaces de elogiar a nuestros adversarios más duros por su importante labor, las cosas no pueden estar tan mal”. ¿Comunicación franca? Nada más lejos. En vez de ella, ese seductor canto de las sirenas en forma de elogios. De este canto puede decirse que sus fuerzas llegan a ser tanto más seductoras cuanto más secretas sean y mejor escondidas estén. Quien ha caído en su trampa está a la vez entontencido y avergonzado. Y eso que las sirenas no se limitan sencillamente a despedazarlo a uno, sino que además le hacen burla por haber escuchado sus melodías sin resistirse a ellas. En el elogiado siempre hay vergüenza. Porque se ve a sí mismo en situación expuesta. Porque la vergüenza es la penosa sensación de haberse quedado al descubierto sin estar preparado para ello. Es un hecho: el elogio avergüenza. Con cuánta persuasión seduce el canto de las sirenas en forma de elogio lo muestra el hecho (que podemos ilustrar con ejemplos clásicos) de cómo su música, recordándonos nuestra infancia, nos llena de una aspiración sin sosiego posible; cómo nos hace desear afanosamente no un resultado de nuestra acción, pues se diría que lo pasa por alto, sino más 92

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bien el anhelado elogio: hasta el punto de que su objeto termina siéndonos casi indiferente. Séneca lo expreso admirablemente: “No se elogia tales cosas porque sean deseables, sino que se las desea porque se las elogia”. ¿Y en la vida profesional? En ella, la racionalidad del resultado del trabajo desaparece frente a la posible aprobación de alguna autoridad. La consecuencia es la desesperante “cultura de la presentación” de tantas empresas. Ya no es el asunto lo que importa, sino que le guste al jefe. Y, entonces, la esperanza del elogio es lo que motiva las numerosas “actuaciones especiales” que se reservan para el jefe. Hasta que este, un día, recibe al colaborador con la cínica pregunta: “¿Cree usted que su trabajo podría gustarme?” El campeonato de los marrulleros A quien motiva elogiando le castigan anunciándole éxitos. Esto podría ser aún aceptable en el caso de que así quedara satisfecha la dependencia del elogio en los individuos, pero por lo demás se consiguiera aguijonear a los colaboradores para que alcancen los objetivos con más rapidez y eficiencia. Pero el peligro de que los éxitos anunciados sean falsos es grande: puede tratarse de timos de todo tipo que juegan con los rótulos, las estadísticas, las genialidades repentinas, o de un activismo errático de efectos inconstatables. Al descubrir el truco, el jefe que ha ido repartiendo elogios lamenta ahora, profundamente insultado, el egoísmo y la trapacería de sus colaboradores... teclas que él mismo, un momento antes, quería tocar en su propio beneficio. ¡Mala suerte en el campeonato de los marrulleros! En el fondo de todo esto adivinamos la absurda suposición de que pequeños ambiciosos, deseosos de elogios y bien conscientes de cómo hacer carrera, persiguen objetivos en gran parte idénticos a los de la empresa. Quizá esto pueda aplicarse al principio, pero... una vez que unos cuantos éxitos les hayan sido elogiados, la situación se invierte por completo: el ambicioso utiliza la empresa para labrarse un perfil pro93

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pio. Todo es ahora para él un material con el que presentarse a sí mismo forzando el aplauso general. Las consecuencias que de ello se derivan para la empresa son dudosas en el mejor de los casos. Monopolistas de la interpretación La reflexión precedente nos proporciona ahora un nuevo enfoque: resulta claro que el elogio está siempre precedido de un proceso valorativo que, al juzgar una prestación o un comportamiento, no está referido propiamente a la persona como tal, sino a algo que ella ha hecho. De ahí que pueda reconocerse claramente un carácter de objeto de intercambio: elogio a cambio de prestación. Con ello se relaciona íntimamente una característica esencial del elogio: el hecho de que siempre está afirmando que existe un monopolio de la interpretación. Esto es, tenemos a alguien autorizado a decir qué está bien y qué es lo correcto, y a otro obligado a aceptar que este juicio se le aplique. El elogio es una categoría jerárquica. Se elogia de arriba abajo (por lo demás, igual que ocurre con el silencio, solo que en sentido contrario: se mantiene silencio de abajo arriba). Así, el elogio determina un “arriba” y un “abajo”, dicho crudamente: una relación amoesclavo. Schiller lo dice en Gang nach dem Eisenhammer: “El conde elogiará a su servidor”. Y el elogio, es más, no solo lleva indirectamente a ser jefe, sino que también se lo utiliza activamente para alcanzar posiciones superiores. Van Leyden, el personaje de Peter Sloterdijk, dice con agresivo empuje: “Me pregunto quién se arrogará el derecho de juzgar allí donde solo tiene permiso para mirar. Pues juzgar significaría proclamar la aspiración de que se está por encima...” Así hay cartas laudatorias de amplia distribución que a quien “ensalzan” es ante todo al que las escribe. Y a todos —aparentemente— les llegará algo de aquello. Y así hay jefes que por esta razón (y de manera más intuitiva que consciente) tienen siempre el brazo ligeramente alzado, listo para 94

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una carantoña en la mejilla, y la boca ya con el halago bien preparado. Es cosa sabida: el esclavo hace al amo.

En alemán esta relación está recogida en el verbo be-lobigen, en el que aparece todavía con claridad que la comunicación se establece en dirección “de arriba abajo”, ya que el prefijo be– suele describir un “desde, hacia afuera”. Según esto, el elogio viene de arriba, de una benévola posición paternal que se dirige a un niño dócil que lo recibirá agradecido. También el lenguaje corporal expresa este poder unidireccional: en el gesto de la “palmada en el hombro”. Suele significar “reconocimiento”, y sin embargo no deja de ser, expresamente, un golpe, un gesto de arriba abajo. Simboliza poder (¿da usted palmadas en la espalda a su jefe en señal de reconocimiento?). La palabra inglesa stroke ha mantenido el doble significado de elogiar verbalmente y de palmear la espalda noverbalmente: por una parte, significa “acariciar” con ternura; por otra, también significa “golpear, enojar”. Elogiar a un superior jerárquico tiene, por tanto, un matiz irritante. Es percibido como algo despectivo e insolente. “Aquí hablo yo, aquí elogio yo”. 95

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El elogio, por tanto, se basa esencialmente en dicha unilateralidad y asimetría de la relación. Produce relaciones paterno-filiales, creando —también, y especialmente, en las empresas— legiones enteras de niños sin autonomía dependientes del elogio: irresponsables, con carencias notorias, adaptados. ¿Son estos los emprendedores que todo el mundo busca? ¿Es esta la excelencia que va a asegurar y afianzar nuestra posición competitiva con su espíritu pionero y su creatividad? Al contrario: ¡el elogio impide la excelencia! Quien depende del elogio se esforzará solo hasta el momento en que obtenga lo que busca. Se esforzará hasta alcanzar la “barrera del elogio”. Y tomará como criterio de su excelencia el elogio del jefe y, con él, sus criterios valorativos. ¿Puede una empresa contentarse con eso? Así jamas ha nacido nada extraordinario. Solo quien presta su completa atención a un asunto, quien entusiasmado pone manos a la obra sin que lo distraigan posibles elogios tiene derecho a que se le califique de “excelente”. Hablamos, pues, de aquellos que, sin depender de la aprobación ni del rechazo, emprenden una marcha briosa y resuelta y no necesitan hacer que los elogien. Estas personas que se entregan de lleno a su tarea (y no los acróbatas que actúan para hacerse su perfil) son los verdaderos pilares de la empresa. Mucho más preocupantes todavía son, con todo, los efectos que el elogio ejerce sobre el individuo. Pues al depender de algo resulta fácil perder el equilibrio. Da igual lo maduros que podamos ser: si las personas miran con franqueza en su interior, muchas encontrarán que desean una instancia materna o paterna que las mantenga y proteja (una de las razones por las que tantos superiores aplican sin más en la dirección de sus equipos los principios de la educación infantil). Desde la infancia, muchas personas llevan dentro la necesidad insatisfecha de que otros les den fuerzas. Por fuera, bien puede su conducta hacer creer que se trata de personas maduras en muchos aspectos. Y, sin embargo, nunca han conseguido aceptar un hecho decisivo de la existencia humana, a saber: que el centro de gravedad de una persona no está en ninguna parte más que 96

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en sí misma. Muchos, tácitamente, esperan de su entorno que les proporcione lo que ellos, equivocándose, creen no poseer por sí mismos: confianza en sí mismos, en el sentido más verdadero de la expresión; la fuerza vital del auténtico yo. En la dirección contraria, el elogio educa para sentirse sin fuerza. Si estos sentimientos rigen nuestra vida, determinando nuestro modo de existir y convirtiéndose en el impulso decisivo de todos nuestro actos, entonces nunca seremos independientes. Aquel cuya vida esté regida por estos principios sufrirá, en el sentido estricto del término, un trastorno de su personalidad que le hará depender pasivamente de algo, uno de los trastornos psíquicos más frecuentes en nuestra cultura tecnológica. Lo que M. Scott Peck dice acerca de la dependencia de la persona amada puede aplicarse también al elogio: “Es lo peor que usted puede hacerse a sí mismo. Sería mejor para usted ser adicto a la heroína. Mientras le quede alguna, la heroína nunca le abandonará y siempre le hará feliz. Pero si usted, en cambio, espera de otra persona que le haga feliz, su decepción será inexorable”. Quizá más de uno considere esto una exageración. Una cosa es segura: quien esté en condiciones de elogiar a alguien estará autorizado también a hacerle reproches. Y quien sea dependiente del elogio de otros vivirá con la continua angustia de no recibirlo. Siempre saldrá perdiendo: si no llega el elogio, perderá su autoestima; si llega, perderá su respeto a sí mismo, ya que ahora depende del juicio ajeno y su seguridad es “dependiente”, como ocurre con la seguridad infantil. En su avidez de que el entorno les aplauda, muchos van haciéndose mayores, pero nunca adultos. Elogio de ida y vuelta ¿Hay que evitar el elogio? En primer lugar, era importante para mí destacar que el elogio tiene varios significados. Yendo más allá, también sería perfectamente posible discutir sobre el elogio con los colaboradores, ajustar expectativas, no aceptan97

El mito de la motivación

do sin más su deseo de elogios, sino fomentando que tomen conciencia de la situación. Sin duda, conforme a sus condicionamientos educativos y a la tradición, muchos de nuestros colaboradores esperan que su superior les elogie, incluso cuando ello les obligue a una infantil actitud adaptativa. Les invadirá la inseguridad cuando se vean frustradas sus expectativas, sus esperanzas de elogio. El elogio, por lo menos, deja clara una cosa: que el jefe está de acuerdo. Y, por lo tanto, es mejor que una reacción inexistente o poco clara. Además, podría objetársenos que la cuestión siempre depende del modo y el tipo del elogio: una cosa es que el jefe, sin más pretensión, encuentre algo “fenomenal”, y otra cosa distinta ocurre cuando cualquier afirmación proporcionada queda como recubierta por una melaza entontencedora porque el jefe quiera elogiar a toda costa o someter al halagado a una verdadera exhibición pública. Repito, ya que para mí es importante ser bien comprendido: en el contexto de las superioridades y subordinaciones jerárquicas, incluso el más magnánimo gesto está bajo sospecha de albergar una intención manipuladora. Eso no podemos eliminarlo de la discusión remitiéndonos a la existencia del elogio “sincero”. Pues la valoración que hagamos del elogio depende siempre de las condiciones del entorno. En las empresas, por regla general, el elogio se usa como compensación o como táctica. Solo unas pocas relaciones superiores-colaboradores son tan simétricas y abiertas que hacen posible un elogio auténtico, libre y no-manipulador. Y aún eso es poco más que un espejismo bajo un sistema de poder. Solo cuando —a la inversa— el colaborador esté en condiciones de elogiar también a su superior (y sin que este, por su parte, se vea obligado a concebir la sospecha de que se trata de un elogio estratégico), solo entonces podríamos considerar el elogio como una forma de atención positiva, de la cual todos estamos tan necesitados, sin anzuelos ocultos. Así, puede valer esto como regla: ¡Elogia solo cuando el elogio pueda realmente ser de ida y vuelta! Pero tampoco importa tanto: el elogio es y seguirá siendo second best. En su lugar, me gustaría proponer otra manera de 98

Elogiar, un cinismo de los dominadores

actuar, para la que “reconocimiento” y “tomar en serio” resultan seguramente denominaciones aún imprecisas y provisionales. Percepción, dedicación, deferencia El primer mandamiento del reconocimiento suena más bien trivial: ¡compartir las alegrías ajenas! Alegrarse por el éxito del colaborador. Y expresarlo abiertamente, con gestos corporales y faciales... algo que les resultará difícil a esos directivos que experimentan el éxito de sus colaboradores como una amenaza para su autoridad jerárquica. El segundo mandamiento es independiente de los logros alcanzados. Dice así: ¡percibir al colaborador! Muchos colaboradores comparten la sensación de que no se les ve, no se les percibe, la sensación de que en la práctica se les “pasa por alto”. Sus propuestas e iniciativas no encuentran eco alguno. El superior apenas demuestra alguna reacción ante su mera presencia, o bien solo una reacción ligerísima que además casi le distrae de esas “cosas más importantes” que está intentando hacer en ese momento. “El reconocimiento es una planta que crece sobre todo en las tumbas”, escribió Robert Lemke. Captar la reacción del otro, mantener el feedback... nadie lo ha expresado con palabras tan sencillas y claras como las de Botho Strauß: “Vas detrás de alguien que tú sientas que ha percibido que existes. Alguien a quien le hayas parecido algo tan serio. Por lo demás, siempre someras miradas de mala fe, crepitantes chispas de un observar impreciso. Aun así, ser percibido: ahora sientes como un apacible desahogo ese proceso inexorable que ya ha empezado su curso para agotar, vaciar, consumir las fuerzas de tu persona”. El “reconocimiento” y la “atención positiva” se exteriorizan, además, por medio de la gentileza y la deferencia, aplicadas como principio y de modo permanente. Se exteriorizan por medio de la dedicación, verbalmente y no-verbalmente, por medio de un interés real por los colaboradores, en el sentido de 99

El mito de la motivación

“estar entre” (latín: inter esse), por medio del carácter amistoso del contacto cotidiano. Tal actitud de gentileza y dedicación no debería —lo repito— estar ligada a condiciones relativas al rendimiento ni tampoco tomar como referencia un logro concreto y elogiable del colaborador, sino que debe aplicarse a la persona como tal; debería serle ofrecida a todos los colaboradores. Por la única y exclusiva razón de su “existencia” como miembros de la comunidad empresarial. Hoy en día, solo unas pocas personas podrán concebir la idea de que tienen un derecho a que se les preste atención positiva, a recibir deferencia y reconocimiento, y no porque hayan “hecho” esto o lo otro, sino solo... por estar “aquí”. Para mostrar esta aspiración humana, Hans Jonas ha recurrido a la imagen arquetípica del niño recién nacido dirigiendo a su entorno un irrecusable llamamiento para que le preste atención y se encarge de él. “Bien, bien”, oigo decir a más de un lector; “pero ¿eso también para el trabajo diario?” Yo mismo pude experimentarlo en una ocasión. Acababa de entrar hacía unos meses en 3M Alemania, y una tarde, tras un largo y agotador día de reuniones, estaba sentado en la sauna junto a un superior “muy por encima de mí” en la jerarquía. Casi de pasada, me hizo esta observación: “Me alegro de que esté usted entre nosotros”. Muchos elogios los he olvidado. Pero estas palabras, no.

100

Introducción

Capítulo

9

Los sistemas de incentivo como juegos de suma cero

La práctica de los incentivos en las empresas produce la enfermedad que ella misma cree curar

El color del dinero “¡Porque todo corre tras el dinero, todo depende de él!” (Goethe). “Los 100 managers que más ganan” (una revista de economía). “How to win the money game” (un best-seller). “La disposición para el rendimiento es única y exclusivamente una cuestión de cuánto se paga” (un empresario). Uno podría llevarse ya la impresión de que a los hombres de éxito les mueve siempre lo único: el dinero. El dinero mueve el mundo. Y cualquiera hace cualquier cosa por él (lo cual supondría de hecho la solución del enigma: no habría más que pagar sueldos más elevados al personal improductivo, y ya les tenemos saltando de un resultado récord al siguiente). Pero resulta que las encuestas, con tendencia creciente, confirman justo lo contrario. Según ellas, disfrutar y divertirse trabajando, desarrollar una actividad variada y que nos plantee retos, trabajar determinándose uno a sí mismo, recibir una 101

El mito de la motivación

formación, o bien perfeccionar la que se posee, y contar con una dirección participativa son, en todos los casos, factores mucho más importantes que una retribución atractiva. Pero independientemente de las modas en la dinámica de los valores: que el dinero tiene solo un efecto mínimo como “motivador” es una verdad de perogrullo de la psicología industrial. El tiempo de vida media “motivadora” de un aumento de sueldo es de 48 horas. Solamente bajo las condiciones del periodo que se extendió desde la posguerra hasta bien avanzada la década de los 70 podía tomarse como punto de partida que, en virtud de la latente demanda reprimida de bienes materiales, las personas tendían a dejarse “mover” con dinero. Y esta condición se viene abajo hoy en día, cuando, a principios del siglo XXI, las necesidades materiales de los países occidentales industrializados se hallan cubiertas más que de sobra. Para que no se me malentienda: todos quieren ganar mucho. No estoy diciendo que por medio de dinero no se pueda animar a las personas —por lo menos a medio plazo— a hacer un esfuerzo adicional. Y muchos managers que precisan éxitos a corto plazo se agarrarán a ello como a un clavo ardiendo. De aquí puede sacarse un refrán: en el mejor de los casos, el clavo ardiendo de la acción motivadora se apagará siempre muy pronto (y las más de las veces es otro quien cargará después con las consecuencias). Ahora bien: muchos indicios apuntan a que —más allá de tantas tesis como continuamente aparecen sobre el cambio de valores— el dinero está dejando cada vez más de ser suficiente para compensar a largo plazo los déficit de sentido, la ausencia de espacio libre y una desmotivadora cultura empresarial. Apenas queda hoy ya quien venda su tiempo a cambio solo de dinero. Los mensajes que recibimos de la investigación empírica, sin embargo, no son uniformes. Y seguirán sin serlo. Los valores, los estilos de vida, las corrientes sociales se han vuelto fragmentarias. Vivimos en una sociedad de múltiples opciones, tal como la ha llamado John Naisbitt; una sociedad en la que los individuos, los grupos y las corrientes no dejan de diferenciarse progresivamente, creando así una “nueva incomprensibili102

Los sistemas de incentivo como juegos de suma cero

dad” que no solo causa quebraderos de cabeza a los estrategas de márketing de las empresas. El éxito y el empuje de empresas sin ánimo de lucro como Greenpeace, Amnistía Internacional, la Cruz Roja, diversas instituciones eclesiásticas y, ante todo, la enorme organización y capacidad asociativa que exigen los deportes populares muestran que la cuestión no es únicamente el dinero: los participantes trabajan como voluntarios o a cambio de retribuciones comparativamente bastante bajas... pero con resultados excelentes no pocas veces. Por supuesto, las empresas de negocios no son clubs de natación, ni siquiera son algo como la Cruz Roja. Y aun así seguimos teniendo que plantearnos si aquellas no podrán aprender todavía algo de estas. Como poco, esto: el rendimiento no puede comprarse solamente con dinero, y hoy menos que nunca. El dinero quizá atraiga a muchos, pero no “motiva” de forma duradera para elevar el rendimiento. Si una empresa no está a la altura del trabajo que desean sus empleados, un trabajo más lleno de sentido y de resultados reales, más divertido, serán justamente los mejores colaboradores los que se marchen de ella. Así es: los colaboradores más valiosos suelen estar en condiciones de cambiarse a la competencia en cualquier momento. Los que se queden serán, por el contrario, aquellos a los que ninguna otra empresa pagaría tanto por lo que están dispuestos a hacer y son capaces de hacer. De ello se deduce: una buena retribución puede llegar a ser incluso factor de una selección negativa de los colaboradores (aunque esto no “tenga razón” aplicado a otros ámbitos, muy amplios, de la empresa). Un indeseado efecto selectivo, que favorece justamente a los colaboradores con “la comodidad personal y el ocio como valores supremos”. Los que dicen que el dinero es la única solución no tienen solución. La motivación como instrumento de poder El nuevo manager tendrá que saber aceptar a la vez varias verdades que, aparentemente, se contradicen entre sí. Ya el 103

El mito de la motivación

B ca oni ció fin

físico atómico Niels Bohr señalaba que ninguna teoría es la única exacta. Sin embargo, la voluntad directiva que intenta dominar la motivación de los colaboradores elimina la complejidad de lo real en su afán de conseguir “comprensibilidad”. Quien piensa linealmente está obligado a inventarse realidades simples, libres de contradicción, para ponerse en condiciones de actuar linealmente. Solo eso parece asegurar el poder.

De este modo, en una sociedad de relatividad valorativa y con tan extremas diferenciaciones, cobra nueva, incluso dramática actualidad la antiquísima fuente de esos mecanismos estimuladores que se autorregulan: la idea, desagradable en alguna medida, de que existe en el colaborador una motivación ininfluenciable, brusca y caprichosa. Una motivación que parece escaparse a la influencia del directivo y, con ella, a toda calculabilidad. Y cuando alguien intenta cubrir esta variable incalculable e inconstante con una red de estímulos conductuales, eso es poco más que un intento de racionalizar lo irracionalizable y hacerlo controlable. Un intento que nace del 104

Los sistemas de incentivo como juegos de suma cero

miedo a perderse en la jungla de lo individual y lo imprevisible, en el caos que, de alguna manera, nos amenaza. Para garantizar que la situación sea calculable y manejable, estas personas acuerdan unas simple truths, algo que asegurará una motivación duradera y que, claramente, todos buscan: el dinero. El presupuesto es este: la motivación puede comprarse. Pero en esta época turbulenta, en la que se acelera el ritmo de las transformaciones y coexisten juicios de valor divergentes unos junto a otros, justo un modo de pensar como este, supuestamente “pragmático”, puede resultar dañino para las empresas. Y si aun así, con el mismo o incluso con mayor afán todavía, sigue recurriéndose a la “acreditada” receta de ofrecer dinero, eso ocurre porque subsiste el deseo de tener poder sobre/a través de la motivación de los colaboradores. Cuanto más desorientada se halla la mentalidad del factótum ante la complejidad del presente, más perentorio y enérgico resulta el recurso a lo aparentemente “acreditado”. El recurso al dinosaurio de la acción propulsora: los sistemas de bonificación. Todos quieren lo único Hasta ahora hemos venido hablando más bien sobre las interpretaciones y los presupuestos que constituyen la base de un modo de pensar, pero ahora examinaremos las estructuras materiales correlativas de estas ideas. Los sistemas de bonificación son la forma mecánico-institucional que toma el deseo de dominar y manejar la motivación de los colaboradores. No habrá duda de que, en todas partes, la era del taylorismo está tocando a su fin, pero con los sistemas de bonificación sigue existiendo una confianza incansable en la imagen mecanicista del ser humano: son recetas mágicas de una acción motivadora entendida como algo matemático, y pretenden engatusar de modo manifiesto. Su presuposición incuestionada es que la persona es un “aparato estímulo-respuesta”. Y, sin embargo, los sistemas de bonificación no hacen ninguna diferencia entre los distintos colaboradores al verter so105

El mito de la motivación

bre ellos sus seducciones y castigos. ¿Ya hemos atrapado otra vez a los mecanismos de bonificaciones jugando a la gallina ciega? En efecto: los directivos aprieta-tuercas mediante bonificaciones se asemejan a niños jugando a la gallina ciega, como si anduvieran con los ojos vendados dando golpes sin control por aquí y por allí con la esperanza de que en el colaboradorgallina en el que acaban de pegar exista la debida necesidad de dinero. Olvidan —en su afán de “comprensibilidad”— el simple hecho de que el perfil incentivador puramente económico y el perfil de las necesidades individuales suelen divergir considerablemente. Y para saberlo no hace falta remontarse al tan citado cambio de valores, sino que ¿quién se sorprenderá de que los colaboradores, en razón de los diversos motivos de cada uno, no reaccionen de la misma manera frente a los instrumentos de canalización de la empresa? Esto sería, sí, muy lamentable, si los sistemas de bonificación no consiguieran más que buenos resultados (o sea: motivación) en las personas que reaccionan frente a ellos de manera positiva (posibilidad que trataremos de examinar más adelante). Pero en aquel al que deja frío el reclamo de su jefe al agitar el billete, un sistema de incentivos que él sienta que no se “ajusta” a su personalidad tendrá costosísimas consecuencias: desarrollará todo tipo de conductas retraídas, así como un marcado desasosiego. Y, cuando menos, una desidentificación gradual con el trabajo y con la empresa. Un castigo “negativo” basado en la sospecha Lo que sigue nos va a llevar a la zona candente de mis reflexiones. No todos querrán seguirme hasta allí... hasta el núcleo de lo que significan los sistemas de incentivo. Hagamos memoria: el origen de toda acción motivadora es la sospecha. Y esta sospecha dice: “Si yo no tengo la posibilidad de retener algo de tu dinero, tú no trabajarás con todas tus fuerzas”. Con ello se está presumiendo que también el colaborador retiene una parte de su posible rendimiento laboral, de modo que surge un 106

Los sistemas de incentivo como juegos de suma cero

déficit motivacional entre el rendimiento real y el rendimiento posible de su trabajo. La acción motivadora se inventó para cubrir este déficit. Representada gráficamente, la situación viene a ser así: Rendimiento real

0%

Déficit motivacional

Rendimiento acordado

100%

Y es justo por este gráfico como se orienta quien planea las bonificaciones. Una escasez fingida: se crea una situación de carencia que debe estimular al trabajador a hacer especiales esfuerzos. Se establece conforme al plan empresarial un sueldo que corresponde al cien por cien del rendimiento laboral acordado; a continuación, se le sustrae una parte de los ingresos, que queda identificada como “parte variable de la retribución”. Así, el bonus es en realidad un malus que para disimular se viste lingüísticamente como “bueno”, lo cual suena mejor (pues ¿a quién le gustaría un “sistema de penalizaciones”?). Si lo expresamos con el mismo gráfico anterior, queda así: Fijo

0%

Bonificación

Retribución debida

100%

Con ello se ve a plena luz la lógica del sistema bonificador: en esta variante, la bonificación no es otra cosa que una retención a cuenta por desconfianza, una penalización basada en sospechas, encubierta previamente y, como si dijésemos, negativa. “Ingresos dependientes del rendimiento”, se dice. “Ingresos dependientes de la desconfianza”, es lo que se piensa. La expresión dice: “No te creo cuando dices que quieres aportar el rendimiento laboral acordado. Pero si respetas el acuerdo, tendrás todo tu salario. Si no, te estarás perjudicando a ti mismo”. 107

El mito de la motivación

Uno de los fallos esenciales de la dirección es que con esta bonificación-palo se destruye el compromiso adquirido consigo mismo por el colaborador para cumplir los objetivos acordados. Pues, en el oculto plano de lo social-psicológico, la penalización basada en sospechas tiene no efectos motivadores, sino precisamente desmotivadores. Hay que partir de que los colaboradores, por propia decisión, se emplean a fondo, con disposición al rendimiento y capacidad para tomar acuerdos (y esto solo lo niega la penetrante forma de mirar de la desconfianza). Pero, entonces, la bonificación sería absurda y contraria a la exigencia individual de un pago justo. Por ello, en la conciencia del colaborador la parte de la bonificación pertenece por completo a su salario, y ¡a quién no le parecerá denigrante correr tras una porción salarial a la que en toda justicia tiene derecho! El difuso revanchismo consecuencia de este menosprecio es algo de lo que aún he de hablar. ¿Es calculable? ¿Es justo? Hace años que las encuestas realizadas entre colaboradores certifican que más del 95% de ellos califican de “alta” su moral laboral. Así, resultaría completamente absurdo por parte del managemet querer poner en duda estas cifras o incluso indicar en el colaborador una carencia de disposición al rendimiento. En la situación del mercado confluye una suma tan inabarcable de variables, que solo rarísimas veces puede conseguirse aislar el factor “disposición al rendimiento” en el caso, por ejemplo, de una disminución en el volumen de negocio. El colaborador tenderá siempre a percibir una injusticia cuando no alcance el salario conforme al plan empresarial (es decir, el fijo más la bonificación), siendo totalmente irrelevante que el management sea de otra opinión al respecto. Aunque la parte variable de la retribución se calcule con toda exactitud, siempre quedará en ella cierto déficit de legitimación, una inseguridad que después se intenta “parchear” echando mano de bonifica108

Los sistemas de incentivo como juegos de suma cero

ciones de garantía, bonificaciones fijas, bonificaciones mínimas, pool de bonificaciones, bonificaciones reconocidas adicionalmente, etc. Cualquier “pago a posteriori” caerá en saco roto. De ninguna manera impedirá que los beneficiados piensen que se les está dando lo que se les debe, al tiempo que se quejarán por que les parece arbitrario el cálculo de la cuantía de las bonificaciones. Por otra parte, existen empresas que no solo recompensan los rendimientos de ventas, sino también el cumplimiento exacto de las previsiones. En estos casos, la cuota de participación en las ganancias puede ascender rápidamente hasta alcanzar el hito del 100% para quienes hayan cumplido lo planeado. Pero esto presupone que las condiciones marco de las actividades no cambiarán durante el transcurso del periodo planificado, lo cual recuerda a las premisas ceteris paribus de los economistas nacionales: es hacer como si no existieran en absoluto turbulencias en el mercado. Y hoy, sin embargo, en razón de la permanente fluctuación de las condiciones del mercado, resulta corriente que solo dos semanas después de haberse diseñado los planes de bonificación, los datos del pronóstico hayan sufrido una transformación tan profunda, que desaparece así la condición fundamental de los sistemas bonificadores: la calculabilidad del rendimiento. Así —por nombrar un ejemplo tomado de las organizaciones de distribución—, el punto de partida, de una u otra manera, suele seguir siendo este: tenemos unos mercados regionales que se corresponden con los límites de nuestras áreas comerciales; por lo tanto, la gestión de ventas puede asignarse individualmente con exactitud. Pero las redes comerciales que actúan en ámbitos suprarregionales convierten esto en pura ilusión. Asimismo, la creciente influencia internacional de las llamadas ventas fuera de la frontera reduce a la nada el requisito de cualquier retribución variable: la correspondencia individual y directa entre rendimiento y volumen de ventas. Dos equipos de servicios externos de la misma empresa de tecnología médica se hacían la competencia recíprocamente debido a la regulación de las bonificaciones: el equipo A, que 109

El mito de la motivación

distribuía dentro del hospital a precios inferiores, quería seguir ocupándose de los antiguos médicos hospitalarios que se habían establecido por su cuenta. El equipo B, que visitaba a los médicos establecidos por su cuenta ofreciéndoles precios superiores, quería asegurarse las nuevas cuotas de bonificación trayendo a su redil a estos otros médicos... Y los médicos — con lo que la situación se hizo crítica— comenzaron a jugar todos de común acuerdo. Así son las cosas: al imponer un sistema de bonificación siempre se tendrá mala conciencia. Porque da lugar a inmensos problemas de justicia. Porque rara vez podrá diseñarse una descripción de objetivos adecuada y que refleje con suficiente detalle la complejidad del mercado. Esta constatación se halla en manifiesto contraste con la opinión de muchos managers, que —al contrario— ven el “pago por objetivos” como algo particularmente justo: “Cuando aportes tu rendimiento, tendrás tu dinero. Si no lo aportas, ganarás menos en esa misma proporción”. En principio, esto suena plausible, suena a juego limpio, al principio de rendimiento, a economía de mercado: y, sin embargo, lo único que consigue es calmar en cierto grado una sed de venganza. La necesidad arcaica del ojo por ojo se cuenta entre los elementos que constituyen y mantienen el poder en las culturas primitivas. Y tiene la inmensa ventaja de que el castigo se autorregula de modo mecánico: ¡el improductivo se castiga a sí mismo! Y eso proporciona al agraviado completa satisfacción. Pero lo que así se está creando es una sensación falsa de justicia. Tales sistemas punitivos autorregulados ponen al “delincuente” fuera de la ley sin contemplaciones... y se contentan con ello. Empiezan por no preocuparse en absoluto del intrincadísimo contexto causal que forman el mercado, su coyuntura, los precios, el producto, la competencia, la política directiva, y reducen toda esta complejidad a un único parámetro: la disposición al rendimiento del colaborador. No intentan averiguar causas. No dan soluciones. Tan solo empeoran los problemas que se supone deberían solucionar. 110

Los sistemas de incentivo como juegos de suma cero

De este modo, en un complejísimo comportamiento del mercado, no se desarrolla con los colaboradores una relación basada en la responsabilidad, sino que se los “castiga”. No es que sea una equivocación. Pero tiene sus consecuencias. Pues cuando se pone a alguien fuera de la ley, él querrá por su parte, y con seguridad mecánica, poner fuera de la ley a ese “otro”, al “sistema”. Por más técnicas de penalización que puedan llegarse a inventar, siempre serán vistas como algo injusto. En el más estricto de los sentidos, jamás será demostrable la “relación directa” entre rendimiento y facturación, el princpio constitutivo de todos los planes de bonificación. La consecuencia es el tantas veces cantado blues de la justificación. Desmotivación y deseos de revancha. Una “ventaja”: costes flexibles Se ve y no se cree: managers que soportan impasibles las negociaciones más maratonianas y a los que no hay manera de dar gato por liebre no prestan la más mínima atención al núcleo irracional de los sistemas bonificadores. Inclinan la cabeza ante las absurdas contradicciones de tales mecanismos, una carta magna de la desconfianza. Pero los estrategas tampoco están completamente convencidos de que con el descuento salarial por desconfianza hayan encontrado la tuerca correcta para poner en funcionamiento al colaborador, pues en tal caso nadie se quedaría ya nunca —en primer lugar— por debajo de los objetivos previstos, es decir, siempre se cumpliría con la previsión, y —en segundo lugar— bastaría con darle más dinero a los colaboradores para que el éxito fuese ya imparable. Pero lo que convence de la bondad probada de los sistemas bonificadores, obligando aparentemente a su aplicación, es una ventaja mecánica de otro tipo, una razón profunda: al no haberse alcanzado los objetivos previstos (las cifras de ventas, por ejemplo), los costes salariales también descienden, automáticamente, por causa de la porción no abonada de las retribuciones (calmando así —como describimos antes— una re111

El mito de la motivación

torcida necesidad de desquite). Desde el punto de vista del empresario, esto es una ventaja. Pero sigue una lógica que bien puede calificarse de peregrina. Pues si la retención a cuenta de una parte de la retribución —tal como se supone— libera de hecho energías y actúa con efectos motivadores, entonces unas cifras bajas de ventas tienen que deberse más bien a la influencia de otras magnitudes del mercado, influencia de la que, por regla general, apenas podrá responsabilizarse a los colaboradores. Pero precisamente aquellos que tienen en su retribución una elevada cuota variable son los que tienen que pagar el pato y hacerse cargo de los gastos... con parte de su sueldo. Al disminuir el volumen de negocio, los costes de personal descienden también, ya que el riesgo empresarial recae ahora sobre los colaboradores. Y más aun: un problema de previsión social se cierne sobre esos mismos colaboradores que durante su vida profesional han recibido en proporción alta bonificaciones variables dependientes del rendimiento, ya que estas no cotizan para la pensión. ¿Es justo? Cuando menos, cuestionable. Un castigo “positivo” basado en la sospecha Como ya se ha dicho: al imponer un sistema bonificador siempre se tendrá mala conciencia... si no fuera un arma que se puede emplear de dos maneras: 1. Bonificación (propiamente malus, y no bonus) como castigo negativo basado en la sospecha, aplicado a aquellos cuya disposición al rendimiento creemos fingida y a los que amenazamos con rebajar sus ingresos en caso de que no cumplan los objetivos. 2. Bonificación (en el sentido propio de la palabra) como castigo basado en la sospecha pero, por así decir, “positivo”, aplicado a aquellos cuya disposición al rendimiento creemos sincera y a los que pretendemos dar 112

Los sistemas de incentivo como juegos de suma cero

oportunidad de que, empleándose más a fondo, ganen más allá del salario debido. Representada gráficamente, la situación viene a ser así: Fijo

0%

Bonificación

Rendimiento acordado

Déficit motivacional

100%

120%

Suena bien: poder ganar más empleándose más a fondo para rendir mejor. Pero, antes que otra cosa, no se trata más que de una seducción que sigue un modelo bien conocido. En primer lugar, se utiliza este sistema para hacer creer que los sueldos son altos, en el caso de que la situación del mercado de trabajo obligue a elevar el nivel salarial. En segundo lugar, vemos cómo aquí nos sonríe de nuevo tentadora la cabeza de Jano del viejo e insensato principio de la sospecha. Su boca cacarea: “La realidad es que, si tu quisieras, tu rendimiento podría superar el acordado 100 %. Pero esa parte de tu disposición al rendimiento te la reservas conscientemente, y solo estás dispuesto a ofrecerla si te dan una recompensa adicional por ella”. Por tanto, también este colaborador es en realidad un mentiroso. Aparenta ser incapaz, y por ello se le impone una especie de castigo basado en la sospecha, pero “positivo”. Un soborno conforme al lema: “Si haces además tal o cual cosa (que en circunstancias normales no estás dispuesto a hacer), obtendrás esta o aquella recompensa”. De ahí resultan dos posibilidades: 1. Se trata efectivamente de un embaucador, que, al esconder conscientemente su capacidad de rendimiento, tan solo estaba negociando con habilidad para obtener una ventaja competitiva (de modo semejante a como ocurría con el antiguo sistema para medir el handicap en el tenis). En la obra del profesor de Harvard Thomas v. Bonona, podemos leer así la cuestión: 113

El mito de la motivación

“Cuando usted piense que tiene ya en sus manos una cuota de mercado del diez por ciento, prometa usted ocho, ya que su retribución depende de en qué medida sobrepase la prestación debida, no de lo que haya conseguido realmente [y tampoco, en modo alguno, de lo conseguible, R.S.]. Porque usted no va a dejar que se le escape ninguna bonificación, ¿no es verdad?” Surge así el absurdo campo para un juego de disfraces y engaños. Solo hay que ser espabilado. 2. No es un embaucador, pero podríamos elevar su rendimiento. Mediando el estímulo correspondiente, podría movilizar una especie de reservas para el rendimiento. En el primer caso, vale el mismo análisis que expusimos más arriba. En el segundo, tenemos el clásico caso de doping. Y sobre ello diremos más en el próximo capítulo. Antes, quisiera mostrar todavía algunas aberraciones que trae consigo la aplicación de sistemas bonificadores. Los mix de productos y sus consecuencias Está muy extendida la práctica de controlar la evolución comercial de algunos productos agrupándolos en un mix, formado mediante la bonificación de determinados productos o grupos de ellos. Existen dos alternativas: o bien dividir cuotas de bonificación entre grupos de productos, en diferentes proporciones según los objetivos fijados (split de bonificaciones); o bien —un procedimiento mucho más complejo— fijar para productos concretos, según sus valores respectivos, unos coeficientes que, multiplicados por el volumen de ventas, arrojarán las cuotas de bonificación (regulación por coeficientes). No es momento de discutir si la ganancia de control a la que se aspira con ello no podría conseguirse sobre la base de acuerdos claros (una idea, en cualquier caso, que parece no ocurrírsele a nadie). Pero el conjunto se vuelve absurdo cuando, en las sesiones de coordinación, los expertos de márketing 114

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se quejan desesperados sobre la pésima situación del mix de productos, pretendiendo que la dirección de servicios externos se preocupe también de vender los productos no bonificados. Al momento se activan nuevos sistemas con el objeto de recuperar los espacios de distribución perdidos. Esta es la consecuencia fatal de la mala acción anterior: resulta directamente esquizofrénico vincular la retribución del colaborador a la venta de productos concretos, para en seguida enojarse porque el colaborador entonces se concentra solo en aquellos productos de los que depende su retribución. El absurdo llega a ser completo cuando echamos un vistazo a la didáctica de los trainings de ventas. En ellos se prescinde ya ampliamente de la antigua mentalidad del vendedor insistente, pues en la actualidad se entrena, con derroche de medios audiovisuales, para los “procedimientos estratégicos de venta”, el soft selling, el “asesoramiento” y la “fidelización” a largo plazo del cliente, pero sobre todo —un standard de todos los trainings de ventas— para un análisis sobrio de las necesidades del cliente durante la entrevista de venta. Pues tales necesidades se supone que son el instrumento básico de sondeo para el profesional de ventas. Así, se proyectan escenas de vídeo en las que una y otra vez las necesidades del cliente son averiguadas, confirmadas y finalmente captadas mediante la oferta correspondiente... y a continuación se envía al vendedor al frente de batalla con el “bonificado” encargo de colocar en el mercado tantas o cuantas unidades de tal producto. Y por supuesto que lo consigue, toda vez que, para subrayar la importancia de su misión, ha vinculado a ella gran parte de sus retribuciones variables. Ridículo. Y tiene sus consecuencias, ya que genera cinismo. Faltas de concentración Las reflexiones precedentes dejan claro que aquí hay algo que no encaja: o bien es que los estrategas del training entrenan sin tener en cuenta la práctica, limitándose a escenificar para el 115

El mito de la motivación

colaborador de servicios externos una ficticia actividad seria y orientada al cliente; o bien puede resultar que el control de los mix de productos mediante bonificaciones sea una reliquia, completamente superada, de la época del hard selling. Es facilísmo deducir cómo resolverá este dilema el vendedor: orientando su acción no a las necesidades del cliente en primer término, sino a las de su plan de bonificaciones. Concentrará sus energías en satisfacer las condiciones impuestas que garantizan sus emolumentos. Tal es el resultado de los sistemas de bonificadores: un modo de pensar que intenta cumplir planes, y no un carácter emprendedor. Esto recuerda un informe del politburó emitido por Jrutschov a comienzos de la fase de desestalinización acerca de la situación de la industria soviética: las fábricas rusas, decía, habían sido víctimas de las autoridades centrales de planificación, de sus cifras de producción y de los objetivos fijados, los cuales dejaban poco campo de acción. Para las fábricas de muebles, refiere Jrutschov, las cifras de producción habían sido dadas en rublos. De no alcanzar los objetivos del plan, se cernía sobre los directores la amenaza de Siberia (en los mejores casos), o bien de algo peor si mediaban sospechas de maquinación contrarrevolucionaria. Ahora bien: se conseguía cumplir el plan más fácilmente produciendo sillones hechos del material más caro posible. En consecuencia, los almacenes estaban llenos hasta el techo de gigantescos sillones que no cabían en ninguna vivienda social, mientras por todas partes se carecía de sillas corrientes. Y algo parecido pasaba con las lámparas. Faltaban por todas partes, ya que las cuotas de las fábricas de cristal habían sido fijadas por el peso, y el cristal producido era, lógicamente, muy grueso, inutilizable por tanto para lámparas. Pero no nos hace ninguna falta rebuscar en el desván del socialismo de otros tiempos. Un director de ventas de un grupo empresarial organizado en divisiones me contó que, por regla general, cada vez que su gente de servicios externos entraba en pequeñas tiendas de comestibles del sur de Alemania, poco faltaba para que los propietarios, nada más ver la tarjeta de vi116

Los sistemas de incentivo como juegos de suma cero

sita, los apedrearan y los mantearan: hacía años, los servicios externos de otra división de la misma empresa habían vendido a los pequeños comercios cantidades inmensas de esponjillas de limpieza del hogar (y seguro que cosecharon con ello elevadas bonificaciones). En los Estados Unidos, una compañía aérea intentaba mejorar la puntualidad en la salida de los vuelos. Fijando como criterio el momento en que el avión abandonara la sección de embarque, vinculó cuotas de la retribución de las tripulaciones a la obtención de determinados objetivos. En vista de ello, las tripulaciones hacían embarcar puntualmente a los pasajeros, el avión abandonaba puntualmente el embarque... y entonces aguardaban en la pista de espera, muchas veces durante horas, a que llegara el permiso de despegue. Lo cual, como era de esperar, encolerizaba considerablemente a los pasajeros, encogidos en los estrechos asientos. ¿Orientación al cliente? Lo esencial es esto: los sistemas motivadores mecánicos, como resulta patente, llevan a que los colaboradores se concentren en calcular y manipular la parte variable de su retribución, en lugar de preocuparse por el cliente y la competencia. Su energía fluye hacia adentro (al salario), en vez de hacia afuera (al mercado). Incluso quienes han empleado sistemas de este tipo durante años se muestran inseguros acerca de sus efectos positivos. Su experiencia es que las reacciones reflejas adquiridas suelen aparecer ya al poco de haberse alcanzado en condiciones óptimas el objetivo de las bonificaciones, y la conducta práctica que resulta de ello no es en absoluto la esperada intensificación del esfuerzo, sino, por ejemplo, un continuo tomar y dejar tales o cuales retenciones, lo cual normalmente termina convirtiéndose para la empresa en un juego de suma cero. Los sistemas de retribución por objetivos suelen seducir a los colaboradores a ver solo el éxito a corto plazo, para así embolsarse su buena suma a fines de año o del trimestre. ¡Y si aún pudiera hablarse de “éxitos” reales! Las facturas se extienden por acuerdo a día 31, para anularlas el día 1. Justo a finales del ejercicio es cuando todos “agarrarán” lo que pueda 117

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agarrarse para tener derecho a disfrutar de las bonificaciones. El colaborador externo correrá bajo presión a ver a “buenos amigos” y, presionándolos, les colocará todavía unos cuantos productos por pura amistad. Los vidrios rotos habrá que pagarlos durante el siguiente ejercicio: estancamiento en los pedidos, devoluciones, abonos. O también puede ser que, no teniendo ya oportunidades de entrar en la categoría top ten de las bonificaciones, se “ahorre” para el año próximo. Cualquier vendedor lo sabe: ¡nada mejor que un mal año anterior! Pues, dado que, efectivamente, estos sistemas penalizarán el año que viene por el éxito de este año (el 120% de este año será el 100% del año próximo), hay que pintar un futuro lo más sombrío posible, ya que hay “¡problemas enormes!” en el mercado, nos esperan difíciles fluctuaciones en la competencia... La cuestión es atrincherarse para que la tuerca de las bonificaciones no siga apretándose hasta el infinito. Los colaboradores se guardan de vender mucho, ya que ello tendría una influencia desagradable en la discusión sobre las bonificaciones para el año próximo. ¡El sistema bonificador impide las ventas! Yo mismo conozco un pequeño departamento de ventas de instrumental médico especializado que lleva ya años poniendo todo su afán en postergar negocios por esta razón. ¿Retribución orientada a resultados? Como consecuencia, la práctica ha revelado que, durante el diseño de un sistema de incentivos, el 20% del tiempo aproximadadmente es dedicado al sistema mismo, y el 80% restante a cómo prevenir abusos. El plan de bonificaciones determina lo que hay que hacer. Esto origina una tendencia a la indiferencia y el desinterés respecto al cliente, una actitud que luego debe ser contrarrestada tanto más insistentemente con lemas del tipo “el cliente manda”. Quita y pon, y vuelve a quitar. Una comedia bufa. Adicción a la recompensa Esto nos lleva a una reflexión de base aún más profunda y que dentro del mundo laboral adquiere una fundamental impor118

Los sistemas de incentivo como juegos de suma cero

tancia: el papel que las expectativas individuales desempeñan en el comportamiento humano. En tal sentido, conviene distinguir cuidadosamente entre dos tipos diversos de expectativas individuales. La primera categoría agrupa las nociones que uno tenga acerca de si su esfuerzo o trabajo le llevarán a objetivos y resultados absolutamente concretos, y bajo cuáles circunstancias lo harán. Se trata de la expectativa esfuerzo-resultado: EAR Anexo, en cierta medida, a esta expectativa se halla otro modo distinto de anticipar idealmente los acontecimientos, el cual puede ser denominado expectativa resultado-recompensa: R A R’ Por tanto, la cadena completa de la expectativa quedaría así: E A R A R’ Los sistemas de recompensas tienen un efecto condicionante que se ejerce sobre el ser humano en tanto que trabajador, dirige su comportamiento y termina influyendo también sobre la organización (por ejemplo, cuando buscamos colaboradores que se interesen “de corazón”, que sean más o menos maduros, equilibrados y capaces de asumir responsabilidades... y apenas los encontramos). Si, en caso de que existan partes variables de la retribución, el esperado salario total anual resulta potencialmente incierto o susceptible de aumentar, la experiencia enseña siempre que la energía y la concentración se desplazan, desviándose del contenido y los resultados del trabajo hacia la recompensa. La cuestión ya no es: “¿Qué tengo que hacer para crear la máxima utilidad con mi trabajo?”, sino: “¿Qué tengo que hacer para conseguir la mayor recompensa posible?” Este colabo119

El mito de la motivación

rador, por así decir, se “salta” el proceso de su trabajo, pero, más aun, el valor del trabajo prestado, con la vista puesta en la insinuante recompensa: E R R’ “Haz esto, y tendrás aquello” hace que la persona se vaya concentrando cada vez más en el “aquello” y no en el “esto”. Esta es la razón por la que tantos colaboradores dan su aprobación al principio “¡yo trabajo para vivir!” y, por tanto, comienzan su vida verdadera solo a partir de las 5 de la tarde. La consecuencia es que se trabaja por la recompensa. Que se trabaja para financiar el tiempo libre. Un gigantesco programa de reeducación no para impedir, sino para producir que la comodidad personal y el ocio sean los valores supremos. Así es como nuestro personal se convierte en “trabajadores extranjeros”. Cuando el interés en el trabajo mismo se ve completamente superado por el interés en la retribución, no se asume la responsabilidad por la utilidad que pueda crearse, por el resultado del trabajo. El “para...” desvía las energías (por supuesto, se trata de un hábito practicado desde muy pronto: “Cuando hayas dejado el plato vacío, podrás ver la tele”. O: “Cuando entres en la universidad, entonces ya podrás llegar a la hora que quieras”. Haz esto para...). Esta mediación del “para...” se convierte también en el criterio para establecer distintos niveles retributivos por medio de aumentos en el salario. El sistema bonificador recomienda hacer algo para obtener la bonificación. Seduce con una recompensa que es la consecuencia de resultados del trabajo. El sistema de salarios es más inflexible; pero en esa inflexibilidad radica una ventaja crucial: el colaborador puede centrar sus energías en el “contenido” de su trabajo con intensidad muchísimo mayor. El trabajo no está entonces directamente ligado desde un principio a la recompensa, y la relación con el dinero no es un reflejo inmediato de recompensas o penaliza120

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ciones. Muy al contrario, las energías pueden concentrarse en el trabajo mismo.

TIMO A V - N CIÓ

Volvemos a escuchar al empresario al que citamos antes: “La disposición al rendimiento es única y exclusivamente una cuestión de la paga. Si la garantizamos y empeñamos nuestra palabra en ello, el rendimiento tendrá lugar. Absolutamente nadie hace horas extraordinarias voluntarias. Todo colaborador intenta que su ámbito de responsabilidades siga siendo lo más reducido posible. La iniciativa propia viene a ser algo inexistente en la práctica”. ¿...? Asombra oír que a los colaboradores solo les interesan estatus y dinero. Pero bien puede ser verdad: porque se les ha impedido por sistema tener interés por los contenidos de su mismo trabajo. Por sistema, con sistemas bonificadores. Cuando el pensamiento, por condicionamientos estructurales, gira en torno a la bonificación, la persona solo se interesará por la bonificación. Como uno de esos círculos clásicos de la profecía autocumplida. Este es el efecto represivo: el interés por la recompensa reprime el interés por la verdadera tarea. La acción motivadora (extrínseca, procedente de fuera) reprime la motivación (intrínseca, procedente del interior). La conexión entre motivación y 121

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acción motivadora no tiene —como suele presuponerse— la forma de una suma, sino la de una resta. Símbolo del menosprecio Las grandes organizaciones se dirigen a través de símbolos y rituales. El sistema de bonificaciones es uno de ellos. Bonificar o no bonificar: la cuestión es la imagen que se tenga del ser humano. Si alguien percibe un salario, es que se le considera capaz de negociar y tomar acuerdos; se le acepta como verdad su disposición al rendimiento. Si alguien percibe una retribución variable “dependiente del rendimiento”, es que detrás ese rendimiento hay un signo de interrogación. No se puede menospreciar a alguien más a las claras. Siguiendo una tendencia general (y muy aceptable, desde mi punto de vista) a la individualización y la flexibilización, se ofrecen ahora las llamadas concepciones “autoservicio” como una innovadora política de remuneración. ¿Qué significa eso? Motivar, por supuesto: el prospecto de un seminario sobre el tema “Retribución del management” promete “intensificación de la motivación para el rendimiento”. Y también: ¡“incentivos económicos como instrumentos de dirección”! Aquí nos quedamos sin aliento: ¿es eso dirigir? El remate, en tono más bien avergonzado: “Costes más ventajosos configurando la remuneración por rendimiento”. Luego, de modo manifiesto, la sospecha de que es posible no alcanzar los objetivos es ya una pieza más del mecanismo. Cuanto más desorientada se encuentre la mentalidad del factótum, y cuanto más íntimamente desee el control sobre la motivación de los colaboradores, tantos más ámbitos de la empresa se verán atrapados en el vértigo de las “retribuciones flexibles”. “Más de lo mismo”: así es como se riza el rizo de la neurosis. Hasta ahora, la gestión de los sistemas de incentivos había absorbido ya gastos enormes (¡y todo el mundo se queja de la proliferación de controles burocráticos!); pero ahora estos gastos van a crecer no solo en términos cuantitativos, sino tam122

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bién cualitativos, en busca de nuevos sistemas, criterios de rendimiento, normas y descripciones de objetivos. “Las tradicionales diferencias salariales” —dice un prospecto de las Jornadas de la Sociedad Alemana para la Dirección de Personal (Deutsche Gesellschaft für Personalführung, DGfP) sobre el tema ‘Remuneraciones variables para directivos’— “serán en el futuro menos reveladoras. Más bien, lo importante será encontrar criterios de valoración para cada una de las componentes elementales de la remuneración total, criterios que posibiliten establecer diferenciaciones en las retribuciones y permitan una mejor gestión y control de las mismas”. Para los convocantes de las Jornadas, el sistema de incentivos es incluso un incentivo para atraer candidatos: “En el futuro, las retribuciones se configurarán siempre con carácter variable, pues los sistemas de incentivos por rendimiento son un factor competitivo decisivo para las empresas a la hora de encontrar una nueva y cualificada generación de directivos”. Dudo que las empresas vayan a hacer una buena jugada con los candidatos que atrapen así. Cada vez con más frecuencia, suelo leer: “Remuneración parcialmente variable por objetivos como instrumento de motivación para directivos”. Esta enormidad parece que ya no escandaliza a nadie. ¿Cómo van a seguir los directivos siendo directivos si ni siquera a ellos se les cree cuando dicen estar dispuestos al rendimiento? Si ni siquiera puedo confiar ya en mis directivos, ¿en quién voy a confiar entonces? Esto no tiene nada que ver con una imagen idealista del ser humano. Es tan solo una cuestión práctica: ¿están justificadas estas dudas a la hora de seleccionar directivos? En tal caso, ahí radicará seguramente el problema, y no podremos remediarlo aguijoneando la disposición al rendimiento. En estos últimos años, la llamada remuneración “dependiente del rendimiento” ha llegado a extenderse hasta alcanzar el top management. Y aquí la cuestión es: ¿quién determina el rendimiento, quién lo mide? So capa de remuneraciones dependientes de objetivos o rendimiento, las retribuciones de los manager durante los años 90 han ascendido hasta cifras que, 123

El mito de la motivación

en la cumbre, causan auténtico vértigo. “Es conforme al mercado”, se dice, como si con remitirse al “mercado” quedara definitivamente resuelto cualquier debate sobre legitimidad y justificación. Con todo, quienes se benefician de esto son, en no pocos casos, los mismos managers que fijan las bases para medir las bonificaciones, las pagas extraordinarias y las stock options. Con esto sale a la luz del día, y con muchísima claridad, un segundo efecto, el cual es característico de todos los sistemas de acción motivadora, solo que aquí, al darse en un nivel superior, puede por eso mismo causar perjuicios superiores: la actividad de los managers se dirige a conseguir los objetivos bonificados. Pues resulta evidente que a ello puede ayudar la “contabilidad creativa”, con la que pueden registrarse los logros a corto plazo y escamotear los costes. Quede claro en este momento: nada se está diciendo en contra de una participación general en las ganancias empresariales. Cierto es que induce a la cortedad de miras. Pero si se ha trabajado bien, es que todos han trabajado bien. ¿O acaso de repente deja de tener aquí importancia esa disposición para el trabajo en equipo exigida en todas partes? Extraño contrasentido: oímos, por un lado, cómo se habla en voz muy alta de conceptos de equipo, cooperación, comunicación. Vemos cómo se invierte en training y en campañas de relaciones públicas internas, para conseguir dentro de la empresa una “conviencia” más fluida y más productiva. Vemos cómo se descubre el “pensamiento en red”, para intensificar la responsabilidad individual respecto al todo de la organización. Pero, por el otro lado, sigue hablándose a favor de atribuir rendimientos individualmente; se recompensa el rendimiento individual (sea lo que sea esto hoy), y, con lemas como “la competencia aviva el negocio”, se echa leña al fuego de la competitividad interna por distinguirse de los demás y exponer los propios servicios, hasta llegar al extremo de la dirección causando impresión. Dado que los factores menos rígidos (equipo, comunicación) son manejados por regla general sin salir del nivel de los llamamientos y los buenos discursos, mientras que con las 124

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recompensas individuales por rendimiento se trata de hechos “duros” de consecuencias estructurales, bien puede adivinarse lo que resulta de ahí: ambigüedad y ausencia de credibilidad. Incluso han llegado a “enriquecerse” con prácticas competitivas y sistemas bonificadores los departamentos de personal, ante todo en grandes empresas estadounidenses. En un seminario, el Director de una sección central de Human Resources Development en un gigante informático norteamericano explicaba al respecto, sin inmutarse, que, ante este absurdo, él había respondido con otro absurdo semejante: “Hice que me bonificaran por todos los proyectos de los dos últimos años que estaban ya cogiendo polvo en los cajones de mi mesa. Fue un dinero fácil de ganar”. La realidad deja en ridículo los planes Las personas han aprendido solo en raros casos a querer hacer su trabajo ante todo por el trabajo en sí mismo, y se las puede seducir con dinero. El aprovechamiento cínico de estas circunstancias fortalece la ilusión de que por medio de retribuciones parcialmente variables puede “crearse” motivación y conservarla permanentemente y puede “comprarse” la disposición al rendimiento, asegurando así con efecto duradero una conducta que disminuye costes, incrementa la facturación y multiplica las ganancias. Pero la realidad deja en ridículo los planes. Los sistemas bonificadores bloquean lo que quieren hacer creer que fomentan: la motivación centrada en el trabajo mismo. “Anunciar lluvias lo sabe hacer cualquiera. Construir un arca...: eso es lo que cuenta”. Así, seguimos sin contestar a la pregunta: “entonces, ¿cómo mejorar?” En este momento, solo puedo decir: la supresión de los sistemas bonificadores aparece una y otra vez ligada a ciertos presupuestos que a su vez están ligados a otros presupuestos ligados a otros presupuestos... “Sistemas de incentivos sí o no” no es para mí una cuestión para intentar experimentarla en la práctica, sino, en último 125

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término, una cuestión de la voluntad. Me parece más adecuado decidirme claramente a favor de una cultura empresarial del acuerdo entre personas adultas. Contando con que los acuerdos pueden revisarse. Siendo así, las cosas se plegarán a la voluntad. Pues si quiero superar los retos del futuro necesitaré personas voluntariosas, capaces de tomar acuerdos y conscientes de sus responsabilidades; personas a las que les guste participar a nuestro lado y que, en el marco de acuerdos y reglas de juego comunes, se autoexijan, desarrollándose y poniéndose sus propios límites, pero que siempre manden sobre sí mismas. Que les guste participar significa que participen por voluntad propia. A personas de esta clase tendré que tomarlas en serio en todos los aspectos, pues de otro modo les estaré cortando el suministro del “combustible para la motivación”. Y a personas de esta clase no podré clavarles la espina de mi desconfianza por medio de remuneraciones variables, sistemas bonificadores o cualesquiera otros sistemas de incentivos cuya intención es crear una conducta refleja. Pues, en todos los casos, lo que resulta de ello para la empresa es un juego de suma cero.

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Introducción

Capítulo

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Doping

stá bien documentado el dicho de un conocido industrial alemán sobre un manager separado: “Mire usted, si este hombre no es fiel a su familia, yo tendría que ser un idiota para pensar que va a ser fiel a la empresa. Así que tarde o temprano tendré problemas con él”. No es este el sitio para hablar de las carencias de tal comparación, pero sí, decididamente, del fondo tan cínico como falto de inteligencia que descubriremos al examinarla más de cerca. Supongamos que alguien, para asegurar a su familia un nivel de vida adecuado, trabaja tanto que apenas le queda tiempo para dedicarse a ella, tal como sería el caso de quien pasa nueve meses al año en viajes de negocios, o de quien trabaja en una empresa que mide el grado de rendimiento y la productividad en términos puramente cuantitativos guiándose por el tiempo empleado en el lugar de trabajo. Pues bien: si así ocurre, el resultado será con frecuencia que la vida familiar se resienta (y precisamente quienes claman en pro de la armonía familiar suelen ser los mismos que, sin guardarle ahora consideración, exigen un estilo de vida conforme al mercado de trabajo y con los correspondientes requisitos de movilidad). Para que no se me malentienda: no ignoro la autorresponsabilidad del individuo para aceptar los sistemas de elogios e incentivos o para resistirse a ellos. Tampoco estoy llamando a la conciencia empresarial para que renuncie a ejercer esa pre-

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sión abusiva sobre el rendimiento o para que deje absolutamente de seducir a sus colaboradores, como tampoco remito a un deber asistencial por parte de los superiores jerárquicos (y no es que aquí fuera superflua una argumentación ética, sino que tan solo temo que no surtiría —aún— su efecto). El problema que estoy tratando es el de si a la empresa le interesa estimular continuamente un gasto de energías sobredimensionado por medio de primas, incentivos o bonificaciones, plantear exigencias por encima del límite fisiológico, trabajar “en alerta roja”. Pues nadie puede hacer esto impunemente durante mucho tiempo. Tensión y relajación son los dos polos de cualquier todo viviente. Pero el propulsor no fuerza a los demás a la tensión, sino a la sobretensión, a un estado de contracción, la cual nunca hasta hoy ha fomentado el rendimiento. Aquí nos resultará de ayuda una comparación con el empleo del doping en el deporte; no en vano, a menudo se embellecen los sistemas de bonificaciones y primas con metáforas del mundo deportivo y de la competición. Para ello, en lo sucesivo tomaré como punto de partida el tipo del buscador de éxitos, un colaborador completamente motivado que no ha andado todavía manipulando los límites de su rendimiento medible; un tipo de colaborador en el que no existe el déficit motivacional, pero que está siendo atrapado por la omnipresente acción motivadora, y que, con el debido incentivo, podría aún poner de su parte “una miaja más”, movilizando una especie de reservas para el rendimiento. ¿Incansable? En el ser humano, tan solo en torno al 80% de su capacidad máxima de rendimiento resulta utilizable con un empleo normal de su fuerza de voluntad. Este 80% es el umbral de lo bien equilibrado, que cada uno percibe en sí mismo. Max Hulber, profesor de medicina: “Cualquier persona tiene esta sensación de nivelación individual, un estado personal de equilibrio en su conducta productiva que no puede ser sobre128

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pasado impunemente durante un espacio prolongado de tiempo”. Con esto se está describiendo también ese rendimiento que el individuo está dispuesto a prestar por voluntad propia, durante un espacio prolongado de tiempo y con una sensación de equilibrio interior; un set point, más allá del cual solo puede motivarse a corto plazo y que, sin embargo, permanece estable a largo plazo. El 20% restante de la capacidad máxima de rendimiento se encuentra al margen de la disponibilidad voluntaria, y se conoce como “reservas autónomas protegidas”. Estas reservas son accesibles solo en situaciones extremas (peligro de muerte, ira, miedo intenso). Normalmente (¡y hay muchísimo sentido en ello!), el acceso a estas reservas resulta “bloqueado” por la sensación de cansancio y la disminución del rendimiento que lleva asociada. Por tanto, desde tal estado de cansancio hasta el agotamiento completo queda aún un “stock de seguridad”. Las sustancias dopantes rompen la barrera de acceso a las reservas autónomas protegidas. Por esta causa, el deportista siente señales de cansancio solo después de haber empleado las reservas para el rendimiento, es decir: al hallarse ya en estado de agotamiento. Al demorar la aparición de los umbrales del cansancio, el precio pueden ser estados de agotamiento latentes o agudos y, en el extremo, colapsos circulatorios con resultados mortales. En el deporte igual que en los negocios. La acción motivadora es como el doping en el deporte: deja de sentirse el dolor Gracias a la acción motivadora/doping se hace posible una sobrecarga por encima del límite fisiológico que puede resultar muy perjudicial para la salud. Instrumentos de doping como primas, incentivos, elogios y bonificaciones dejan disponibles unas reservas para el rendimiento que, en circunstancias normales, están protegidas por el dolor. Y precisamente a estas reservas es a donde apunta la acción motivadora, que quiere esti129

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mular para un rendimiento mayor del usual, regulado en contrato e, incluso, en el “contrato de familia” (véase más arriba). El riesgo del burn out (El riesgo de estar quemado) El estímulo, como una espina que queda clavada, duele, y deja tras de sí un rastro de sangre. Bajo la casi dictadura del be positive, de la ideología del “sonríe siempre” y de los mecanismos incentivadores, legiones de managers han dicho “sí” aunque lo que de verdad querían decir era “no”. Tras la fachada de su ajetreada gravedad, se han ido quemando poco a poco hasta consumirse como bengalas. Primero intentaban atrapar el dinero con la salud, y después la salud con el dinero. Como si de una manada en migración se tratara, han terminado todos en el llamado burn out (“estar quemado”), ese moderno síndrome de los directivos, un típico resultado del propulsarse y ser propulsado del que se alimentan los invernaderos de la industria del outplacement. Pero este síndrome del burn out no es, en modo alguno, consecuencia de una carga laboral cuantitativamente elevada. Es, antes bien, un resultado de la actitud interna frente al propio trabajo, del modo en que uno vive su trabajo. Quien se identifica plenamente con su tarea vivirá una carga laboral elevada como un “reto” en todo caso, pero no como algo “estresante”. Desde el punto de vista que hemos adoptado aquí, la acción motivadora obliga oficialmente a que el significado y el resultado del trabajo retrocedan en la conciencia del colaborador, dejando su lugar a la expectativa de una recompensa y a su búsqueda sistemática. Lo importante no es ya aquello que llamo “mi tarea”, sino cumplir unos requisitos como medio para alcanzar la recompensa. La consecuencia es una desidentificación. Y esa es la verdadera raíz del estrés. Por tanto, puede decirse que la identificación con la propia tarea disminuye en el mismo grado en que intervenga la ación motivadora. De este modo, existe un vínculo, que perfectamente podemos cali130

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ficar de mecánico, entre el fenómeno burn out y los efectos de la acción motivadora. La indemnización por los daños podrá ascender aún a cuanto se quiera; los daños seguirán ahí. Y la lista de damnificados crece cada día. El típico colaborador quemado siente que se le exige de modo permanente en toda la esfera de su existencia, y es cada vez mayor la amenaza de que se pierda entre tanta exigencia. Percibe que su ser una mera pieza del mecanismo no se limita a la empresa, sino que prosigue en casa; que vive en un mundo lleno de otras piezas; que el reconocimiento que se le presta no va dirigido a él como ser humano, sino nada más que a su función y a su posición, y que así su humanidad se va atrofiando progresivamente. Tiene entre 45 y 50 años, trabaja permanentemente en “alerta roja”, sufre arritmias cardiacas, una primera úlcera de estómago, colesterol alto; se agarra a lo que queda de su matrimonio vacío, pues los niños nunca son muy rentables; apenas mantiene ya amistades. La familia, si es que existe aún algo que pueda llamarse así, ha pagado un elevado precio (en todo caso, mucho más elevado de lo que los interesados estarían en general dispuestos a reconocer): suelen ser poco más que la infraestructura para la carrera profesional de este hombre. Como dice certeramente la pintada: “Una mujer de un directivo es una viuda cuyo marido vive todavía”. Ha dejado sin cesar que lo motivaran (sin parar de quejarse del “estrés”), asumiendo por su parte la responsabilidad por la motivación, por la disposición al rendimiento de sus colaboradores, desoyendo las señales de alarma de su cuerpo, pero llevando a todas partes su rebosante agenda como si fuera una condecoración. Finalmente —como usando un freno de emergencia, pero sin resultado—, todavía ha participado en el top hit de los trainings de la conducta, “¡Aprende a decir no sin remordimientos!”... y, con todo, van a trasladarlo ahora, “con todas las recomendaciones”, desde la primera línea hasta la periferia de la empresa, a un enormemente importante puesto de caridad en el que —sobre-estimulado y sobre-motivado— ya no tendrá que acertar mucho, pero tampoco podrá fallar en mucho. La cima de su carrera: un ataque al corazón. 131

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Incentivados hasta que se han quedado sin ningún incentivo: quemados y moralmente arruinados, ven ante sí no solo el montón de escombros en que se ha convertido su carrera, sino que sufren además secuelas físicas, exprimidos hasta el agotamiento. ¿Es esto, al menos, bueno para la empresa? En esta cuenta, como en todas las de la acción motivadora, hay también muchos costes. Los costes de un manager quemado que no deja de ser un capítulo de gastos en la contabilidad, un directivo que comete errores de graves consecuencias, llegando incluso al sabotaje; que funda asociaciones de descontentos, difunde comentarios cínicos y “arrastra” consigo moralmente a todos los que le rodean, para terminar siendo trasladado a un puesto irrelevante en la periferia de la empresa. Y esto con una enorme remuneración que ya no se corresponde ni por aproximación con su capacidad de acción real, relevado de cualquier responsabilidad sobre otros colaboradores, reducido al silencio. Aún habría que examinar si son más elevados los costes del puesto de caridad o los del outplacement. En contraste con muchos otros ámbitos empresariales, en los que hay que pagar constantemente el precio de la acción motivadora por la única razón de que va ocultamente incluida, apenas perceptible en los gastos generales de explotación, la contraproductividad en este otro caso es patente, casi cuantificable. Y ahora solo hay que echar la cuenta. Este precio tan alto que todos deben pagar resulta más claro, más tangible hasta extremos casi macabros, en aquellos sectores que han de preocuparse por las conductas de riesgo de sus trabajadores en puestos con peligro de accidentes. Así, por ejemplo, en la minería el rendimiento sigue midiéndose por metros excavados, y las primas otorgándose conforme a ello. De ahí que solo pueda conseguirse una retribución alta asumiendo un riesgo físico comparativamente alto. El ascenso de las cifras de accidentes es, además, particularmente amenazador al tratarse de plantillas muy ajustadas. Por ello, las empresas se ven llevadas a ocuparse cada vez más del tema “seguridad”. Ofrecen con creciente insistencia seminarios sobre la seguri132

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dad en el trabajo, para que esforzados trainers intenten lograr con fórmulas mágicas lo que las condiciones estructurales impiden completamente. Absurdo y caro. Los submundos de la adicción Pero ¿qué ocurre si a través de los años, y los decenios, se ha ido formando una dependencia de los sistemas de incentivos y la exigencia de seducción sigue planteándose en voz bien alta? ¿Podemos dominar la técnica de la acción motivadora que nosotros mismos hemos creado? De hecho, la acción motivadora, con sus incentivos, bonificaciones y primas, no cesa de producir nuevas dependencias de este sistema, una dinámica que nos empuja siempre en la misma dirección y que parece privarnos de toda decisión libre. En un proceso casi forzoso, los colaboradores se convierten en pacientes crónicos enganchados al goteo de la acción motivadora. La acción motivadora hace que la empresa se defina como un submundo de adictos, y los instrumentos del doping, “prima, incentivo, bonificación”, como drogas. No es casual que se hable de “inyecciones” de motivación. En ese programa educativo llamado “recompensar y sobornar” se crean necesidades que solo podrán ser satisfechas por poco tiempo, pero nunca en grado suficiente. Los efectos de la droga “recompensa” resultan excitantes y estupefacientes a la vez, y el “placer” que proporciona puede llegar a hacerse tan importante para quien la necesita, que creerá no poder seguir viviendo sin las sensaciones estimuladas por la droga. La dependencia es el resultado. Si se le retira temporalmente la droga (al no haber logrado los objetivos), ello produce síndrome de abstinencia, síntomas de enfermedad psíquica y la intención de emplear cualquier medio para procurarse droga de nuevo (¡algo que vivimos a diario en nuestras empresas!). Al volver a disfrutar de ella, los síntomas de abstinencia desaparecen rápidamente, pero no de forma duradera. Dado que —como se sabe— los efectos de la droga se debilitan paulatinamente si la dosis se 133

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mantiene constante, Sísifo emprende su tarea: traficantes y consumidores elevan la dosis para conseguir... ¡el mismo efecto que antes! Cuando al adicto, por las razones que fuese, le resulta imposible procurarse la droga por vías (de rendimiento) legales, se resigna emigrando al mundo de la desmotivación o bien dedicando una energía, criminal en ciertos aspectos, para granjearse la recompensa subrepticiamente. En razón de la doble moral de la empresa motivadora, el adicto que se haya granjeado suplementos con métodos prohibidos pagará directamente por ello recibiendo un castigo impuesto por otras personas, pero también castigándose a sí mismo en forma de inquietud, sentimientos de envidia, angustia, enfermedades psicosomáticas y pérdida del respeto a sí mismo. Deshabituar No existen drogas inofensivas. Todo consumo de drogas, también si se trata de los mimos hechos con incentivos y primas, no es nada más que autodestrucción. La destrucción de la motivación. De ahí que el directivo tenga que decidir si lo que quiere es invertir continuamente en nuevas drogas para mantener la moral de sus colaboradores o atenuar sus síndromes de abstinencia, o bien si lo que va a apoyar es la autorresponsabilidad y la disposición a correr riesgos. Si la acción motivadora es la huida autoculpable frente a las duras exigencias de la autorresponsabilidad, entonces se trata de un camino reversible. A quien crea que los “mejores” de los suyos le abandonarían si les negase primas e incentivos le ofrezco un modo de reexaminar los criterios con los que juzga la situación. ¿Son de verdad los “mejores” los que se despedirían por la sola razón de que no se les ofreciera primas? Una vez que los colaboradores han dado ya unos cuantos pasos hacia el desentendimiento, la experiencia enseña que el dinero ya no servirá nunca para sacarlos del valle de las lamentaciones. Al preguntarles por las razones de su insatisfacción, 134

Doping

la mayoría de los colaboradores echa mano de lo más inmediato y de lo que menos explicación requiere: “Más dinero nos motivaría ahora”. Y, de nuevo, la profecía se cumple a sí misma: ¿quién diría “no” a una prima en perspectiva? De este modo, las nuevas recetas motivadoras frente a la propagación del desentendimiento siguen siendo las de antes. Más de lo mismo. No me parece atrevido considerar que la rotación a que daría lugar la ausencia de incentivos y primas supondría incluso una selección positiva de personal. Comparativamente, resultaría fácil de soportar la marcha de personas a las que siempre hay que andar aguijoneando (y que reaccionan desarrollando una actividad frenética y profunda dedicación, autoexponiéndose a los otros y fingiendo que trabajan). No tan insatisfactorio, y seguramente también más exitoso a largo plazo, sería en cualquier caso trabajar con colaboradores que —sin esperar más estímulos— hacen lo que hacen sobre la base de condiciones marco fruto de un acuerdo claro. Colaboradores para los que signifique algo el resultado de su propio trabajo —y no la recompensa que pueda seguirle—. Colaboradores que hacen algo porque esa es “su tarea” (dicho sea de paso: examinar si se da esta actitud hacia el trabajo es el cometido más importante de los procesos de selección de personal. Pues la claridad, si llega tarde, suele resultar cara... para ambas partes). Ya sé que todo esto suena sumario y terriblemente simplificador, pero ¿no será que el asunto es terrible de por sí? Repito: esto no es un apasionado discurso contra la participación en los beneficios. Ni tampoco contra el establecimiento de distintos niveles de retribución sobre la base de acuerdos claros acerca del rendimiento. Y, para que no se me malentienda, tendré que volver a decirlo una y otra vez: esto no es absolutamente ningún discurso en contra del principio del rendimiento. El problema que trato es si en conjunto trae cuenta para la empresa la “retribución por objetivos a largo plazo” y, en especial, la sobreestimulación del colaborador para que preste un rendimiento que no aportaría sin estímulo adicional y que le fuerza a abandonar su estado individual de equilibrio 135

El mito de la motivación

productivo. Nadie ignora impunemente durante un espacio prolongado de tiempo esa sensación individual de nivelación interior, en la que los procesos que suministran energía y los que la consumen vienen a contrapesarse mutuamente. Incentivar permanentemente hace que las personas estén “sobreestimuladas”. El penoso prurito de sobrepasar los objetivos planificados las enferma. Esto es algo que han comprendido los responsables empresariales de la política retributiva. Por ello han desarrollado una graduación en las bonificaciones, en la que el valor de la cuota bonificada asciende bruscamente poco antes y poco después del 100% de las cifras de producción previstas, para luego, al alcanzar en torno al 120%, acodarse hasta alcanzar la horizontalidad. A partir de ahí, trabajar todavía más ya casi no “compensa”. Por ello, la idea es impedir que la cuota de bonificación se dilate en exceso y que, como consecuencia —y contando con la reacción a las realidades del mercado— , el colaborador se “queme”. Esto es tratar solo los síntomas. No altera nada en el principio del soborno, en la relación entre el asno y la zanahoria.

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Introducción

Capítulo

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l poder de lo fáctico, ese “¡siempre lo hemos hecho así!” o E el “¡pero otros también lo hacen!”, suele interponerse ante nuestra mirada a la hora de examinar lo que tenemos delante. ¿Sigue resolviendo los problemas para los que fue inventado en su momento? El Buzón Empresarial de Ideas [Betriebliches Vorschlagswesen] (BEI) es también un patrón para resolver problemas acordado por personas en condiciones históricas determinadas. Se basa —sigue basándose hoy— en el deseo de volver a hacer dialogar los dos “campos” separados de la planificación y la ejecución, ya que, de hecho, teoría y práctica suelen tomar direcciones distintas. Las primeras raíces del BEI podemos localizarlas en los años 80 del siglo XIX: unos astilleros suecos y el célebre Reglamento General de Alfred Krupp abrieron el camino. De ahí que resulte muy útil dirigir nuestra vista al problema organizativo originario para el que entonces fue inventado e institucionalizado el Buzón Empresarial de Ideas. Sus términos venían a ser aproximadamente estos: • La tradicional separación entre “planear” y “hacer” ha traído consigo fenómenos de ineficiencia. • En el conjunto de los colaboradores se esconde una ingente reserva de creatividad. 137

El mito de la motivación

• Voluntariamente, los colaboradores no ponen dicha creatividad a disposición de la empresa. • Hay que instituir incentivos para que los colaboradores hagan propuestas de mejora y su experiencia práctica se refleje en la planificación. • Hay que crear una institución que juzgue las propuestas y las recompense conforme a su eficacia en la optimización. Arriba y abajo El punto de partida para este modo de pensar era la unidireccionalidad de la corriente motivacional en la empresa. En el caso de los directivos (los motores inmóviles), se da por evidente, y por ello se les paga, que se dediquen a la constante mejora de productos, procedimientos y condiciones laborales, mientras que en el extremo inferior de la jerarquía se hallan los que aún están por movilizar. “Allí abajo”, la motivación para mejorar algo tiene poco o absolutamente ningún anclaje. Por ello, a los de allí hay que “ponerlos en marcha”, “darles un empujón”, ordenarles “paso ligero” o como quiera que expresen el dinamismo las imágenes lingüísticas ideales. Pero lo que en realidad está impulsando este sistema de intención tan propositiva no es más que el menosprecio: un denigrante intento de soborno dirigido a aquellos de quienes en la empresa, “hablando a las claras”, no se espera que lo hagan. Hoy como ayer, el viejo esquema tecnocrático para terminar con todos los problemas del mundo estableciendo un arriba y un abajo es lo que forma la columna vertebral del BEI, que sigue sosteniéndose de esta manera sin demasiadas molestias, aunque con cierta escoliosis. Lo principal es tener un “procedimiento” que hace calculable la creatividad y ahorra así la verdadera comunicación humana, que, por serlo, fomentaría realmente la creatividad. El paradigma antihumanístico del control: ideas, sí; pero, por favor, con moderación, con orden 138

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y en fila. ¿Transmitir responsabilidades a los colaboradores? ¿Dirigir dialógicamente en redes holísticas de asociados? ¿Desarrollar en común proyectos en el marco de una “organización inteligente”? ¡Chatarra social postmoderna! No, no, eso nosotros lo hacemos de muy otra manera. Mimamos y elogiamos, estrechamos manos y acariciamos cabezas, repartimos dinero y hacemos regalos con altanería (y, si no fuera así, entonces sí tendríamos que cambiar muchas cosas para que todo siguiese igual). Tener ideas/Expresar ideas Nos resultará muy útil representarnos el desarrollo de una propuesta de mejora como un proceso con dos pasos: • Tener ideas de mejora • Proponer las ideas de mejora Tener ideas de mejora: ¿alguien se cree en serio que el acicate de la “prima” puede hacer que las personas se vuelvan realmente creativas? Sean cuales sean nuestros conocimientos sobre la fuente de la creatividad, lo seguro es que nunca puede inducírsela desde fuera. El palo y/o la zanahoria consiguen (por lo menos a corto plazo) que las personas trabajen con más cuidado o más rapidez, pero nunca que sean innovadoras. La creatividad responde siempre a una motivación intrínseca: se basa en la curiosidad y en la alegría sentidas al hacer algo. La atención que reclama de por sí una tarea no puede intensificarla ninguna recompensa (que, procedente de afuera, no se halla en la cosa misma). No podemos esforzarnos para ser creativos. Las ideas de mejora “suceden”, llaman la atención; un interés reforzado con dinero no obra absolutamente ningún efecto sobre la capacidad de prestar un rendimiento creativo. La creatividad no puede ni mandarse ni comprarse. Al contrario: 139

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Las recompensas destruyen la creatividad

Hasta la fecha, contamos con dos docenas largas de estudios científicos que demuestran sin sombra de duda que una recompensa impulsa a las personas a conceder su preferencia a tareas simples, rápidas y de carácter cuantitativo. De ese modo, las personas sienten cada vez menos inclinación a asumir riesgos por cuenta propia, a sondear nuevas posibilidades, a interesarse por procesos complejos y de largo desarrollo. John Condry, de la Universidad de Cornell, lo resume así: las recompensas son los “enemigos de la curiosidad”. Las ideas dan dinero. Pero el dinero no da ideas. La segunda cuestión está en si la idea de mejora llegará también a ser dada a conocer: ¿en qué condiciones abrirá la boca el colaborador? En un primer momento, parece que aquí una prima sí podría ser un apoyo. Y oiremos montones de gritos de júbilo al respecto: “Desde que tenemos un BEI, el número de ideas presentadas se ha multiplicado por tres”. Mi opinión: la mayoría de las cifras son fruto de la pura imaginación. En los ejemplos de éxitos “tomados de la práctica”, el deseo y la realidad, las mediciones esperadas y las mediciones tomadas suelen ir mezcladas sin ningún pudor. En particular, el cálculo de las ganancias de productividad no es más que fantasía. Además —y esto tiene mucha más importancia—, no me siento capaz de compartir la euforia que causan tales anuncios de “éxito”. ¿Es que soy el único al que, en un caso así, el júbilo se le queda atravesado en la garganta? ¿Están todos tan cegados como para no darse cuenta ni por un momento de lo desmesurado de semejante “éxito”? Pues la cultura empresarial jamás podría recibir una respuesta más catastrófica que esta. Es un testimonio sobre la dirección, sobre unas relaciones laborales desmotivadoras, sobre el modo en que se comunican los jefes y sus colaboradores. ¡Este éxito es toda una declaración en quiebra de la cultura empresarial! 140

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O bien —en caso de que exista ya un BEI en la empresa— alguien conversando plantea una reflexión acerca de suprimir las primas, y se le responde: “¡Entonces las propuestas descenderán un 40%!” Repito: ¡jamás podrá usted encontrar otra encuesta a sus colaboradores más efectiva! Pues, de hecho, ese descenso en las propuestas está revelando los problemas de los que realmente se trata. ¿Hasta dónde llega la lealtad de los colaboradores? ¿En qué grado se implican, en qué grado se identifican con la empresa? ¿Qué idea se han formado de su función? ¿Qué es lo que impide el despliegue de la creatividad? ¿Qué cultura de la comunicación tiene usted en su empresa? Para aprovechar las reservas de creatividad y para movilizar los cerebros, el BEI apuesta por establecer primas, con lo cual están siendo ampliamente ignoradas las condiciones que permitirían ese tipo de rendimiento. Por eso, el BEI se limita a tratar síntomas, conservando sin embargo la situación que obstaculiza la innovación y la implicación del personal. El BEI es, así, una anticuada instancia de reparaciones, un “apaño” para ir tirando, un arreglo para descargar tensión. Y un sistema de inmovilidad resignada para poder permanecer pasivo. Se grita victoria sin comprender que se está perdiendo el combate. Como tantas veces ocurre en la empresa, si tampoco aquí llega a buen término lo que se ha planeado con la mejor intención es porque, a partir de un modo de pensar erróneo, se pone en movimiento una energía que, dejando de lado sus objetivos originales, acaba produciendo resultados no queridos. Mientras tanto, sea por puro frenesí de intervención o sea por costumbre, los bienhechores activistas son incapaces de ver cómo los automáticos efectos a la larga y secundarios van boicoteando sus intenciones. Examinemos algunas de estas consecuencias. Adicción a la recompensa La investigación etológica nos ha enseñado que el aumento del nivel de estimulación (acción motivadora procedente de “afuera”) trae consigo la disminución del impulso propio (motiva141

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ción desde “dentro”). Sin una gratificación extrínseca adicional, en poco tiempo el individuo dejará de ejecutar su acción. Al procederse así, el peso del interés se desplaza desde la tarea misma hacia la recompensa. La única creatividad que se consigue con ello es la creatividad para aprovecharse del sistema. El director técnico de un grupo químico me contó que en los meetings los participantes aguardaban hasta que el ingeniero decía algo, y entonces, disculpándose o interrumpiendo la reunión, corrían a sus despachos y lo difundían en la intranet como si fuera una idea propia. ¿Trabajo en equipo? ¿Cooperación? En un folleto empresarial interno sobre el BEI puede leerse: “... con cada propuesta de mejora, el colaborador da testimonio de su interés por la empresa”. ¡No! Está dando testimonio de su interés por la prima. Está diciendo: “¡Quiero dinero!” El efecto secundario: “¡Sin ingresos extra aquí no funciona nada!” Gracias al Libro Guinness de los Récords tenemos noticia del británico John Drayton, que durante su vida laboral en los ferrocariles de su país llegó a proponer 31.400 mejoras, de las cuales unas 100 (¡!) fueron puestas en práctica. Prescindiendo de que un activismo semejante supone un gigantesco programa contra el desempleo de los examinadores, con lo cual habrá generado gastos inmensos, es razonable temerse que el Sr. Drayton habrá tenido que permitirse ir descuidando cada vez más su trabajo habitual... siempre a la caza de la prima suplementaria. La extendida práctica de elegir como criterio de éxito el número de propuestas de mejora produce, inequívocamente, enormes exageraciones. Quien se dedique a cazar nuevos récords de propuestas bien podría calcular cuándo los costes que acarrea procesarlas superarán las ganancias en eficiencia. El activismo de las mejoras: la experiencia nos muestra que, en los sistemas de primas, la energía y la concentración siempre se alejan de los contenidos del trabajo, para dirigirse hacia la posibilidad de recompensa. Así, según declaraciones de personas muy experimentadas, existen no pocos colaboradores que dedican entre el 20 y el 30% de su tiempo de traba142

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jo a averiguar dónde y cómo puede hacerse otra mejora más. Y sí en algunas empresas resulta usual hacer presión, por así decir, sobre los programas de primas por medio de la pasividad. La gente espera el tiempo necesario hasta que sale la superbonificación, y entonces saca de la cartera las peticiones aparcadas y se embolsa el dinero. Y también a muchos directivos les agrada verse en el papel del pariente mayor que regala bombones. Una forma simpática de entrar en la espiral adictiva que terminará en lean motivation. El BEI no solo falla el disparo, sino que apunta a nuestra propia portería. Cultura persecutoria El personal de fabricación, podría decirse, aguarda impaciente a que los planificadores cometan fallos que, entonces, ellos podrán explotar por medio de propuestas, pues comunicarlos directamente supondría desperdiciar primas. De modo especial en empresas con fabricación en serie —en las que la tradicional distancia social entre el pensamiento y la práctica es especialmente grande—, el BEI suele ser una válvula de escape para personas frustradas. Si en su pasado quedan aún antiguas cuentas sin cerrar, el planificador sabe que en algún momento le van a dar un buen repaso en toda regla. Como consecuencia, los planificadores intentan, cada vez más y en todas partes, asegurarse frente a cualquier contratiempo: “Si no, nos machacan”. Otra cita más, tomada de un documento de BEI: “Nuestra empresa se alegra de que la propuesta de mejora pueda llegar a ser examinada por los superiores”. Pero es siempre una cuestión del punto de vista desde el que uno lo vive: “¿Es que puede ser bueno que la central incite a los colaboradores a inmiscuirse en los asuntos de su jefe?”, dicen los unos. “Cuando se entra en materia, todos los jefes sienten como si los estuvieran calumniando”, dicen los otros. Y tienen razón: toda pro-puesta pro-pina un golpe. Y los golpes duelen. En particular, cuan143

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do el colaborador intenta jugarle al jefe una mala pasada por medio del BEI: mostrarle un “¡soy mejor que tú!” sin tener que decirlo. En particular, igualmente, por el hecho de que la imagen ideal de la profesión está por tradición profundamente anclada en las autoimágenes de rol de los directivos. Y así la propuesta del colaborador cobra un filo de desprecio. El jefe se siente criticado o, cuando menos, postergado: “¡Ya podía haber hablado conmigo antes!” Por lo demás, la acumulación de propuestas podría dar lugar a la opinión de que algo no funciona en el departamento. Ambientes persecutorios. El modelo ganador/perdedor celebra su inesperada resurrección (constituir entonces una comisión neutral o recurrir a un experto no hace sino aplazar el problema para más tarde, pues el hecho es que en algún momento el superior tendrá que enterarse de la propuesta de mejora de su colaborador). ¿Qué deberá hacer ahora el superior/examinador? Según el manual, deberá en principio demostrar neutralidad frente a los diversos intereses, independencia, una óptima distancia respecto al remitente y al destinatario de la propuesta. Ya es bastante difícil, pero es que además, bajo las circunstancias hoy prevalecientes, podría decirse que la propuesta empuja al examinador a un delirio interpretativo: aceptarla es un menosprecio para el jefe; rechazarla es un menosprecio para el colaborador. Ante todo, y partiendo de elementales consideraciones de derecho laboral, el examinador deberá trazar un claro límite entre la prestación extraordinaria y el ámbito de tareas del colaborador, dado que solo en ese caso estaría justificado el abono de una prima. En cuanto a la comunicación jefe-colaboradores, esto significa volver a insistir en otro aspecto valorativo más, en vez de lo que tendría mucho más sentido: insistir en fomentar esa comunicación como desarrollo de la capacidad de rendimiento. Y sería cínico que el dilema valorativo planteado estructuralmente por el BEI lo individualizásemos apelando a la capacidad del directivo para afrontar conflictos y sin cuestionarnos la estructura como tal. 144

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A ello se le añade un dilema de la psicología de las organizaciones: por una parte, la descripción de puestos de trabajo para proteger al colaborador encauza la iniciativa de este a través de las tareas que se le han asignado; pero por otra parte, se le está insinuando al oído: “¡Sáltate los límites y serás recompensado!” Esto es un ejemplar químicamente puro de doble juego: o bien me quedo en mi terreno, y entonces la propuesta de mejora entra dentro de lo evidente y yo no tendré prima; o bien sobrepaso los límites de mis atribuciones (porque solo así cumpliré el requisito para las primas), y entonces invadiré como un furtivo el territorio del otro miembro de mi equipo, de mi compañero de mesa, de mi compañero o de mi jefe, pero conseguiré mi prima y, automáticamente, estaré haciendo del otro un perdedor: “Bueno... ¡la próxima vez pon más atención, estimado compañero!” El BEI supone legalizar y premiar la denuncia como método para los asuntos internos de la empresa

La rivalidad como cultura empresarial. Así no se fomenta precisamente que las personas asuman una responsabilidad por el conjunto de la organización. En vez de ello, se insiste en un modo de pensar departamental-delimitador. Pues cualquier compañero es para mí un perseguidor potencial. Y si se la he jugado anticipándome con una propuesta de mejora, lo más seguro es que él espere solo a que llegue una oportunidad de vengarse. Simultáneamente, la última ola de la identidad corporativa proclama la “sensación del ‘nosotros’”, el “compañerismo” y la “disposición para la ayuda mutua”. Su único resultado es una sonrisa amarga. Sea cual sea la opinión que nos merezcan la organización “flexible”, la empresa “ilimitada” y el “pensamiento en red”, el hecho es que de este modo nadie podrá jamás trazar en el interior de la empresa unos límites constructivos, elásticos y dignos de confianza. 145

El mito de la motivación

¡Ah, sí, lo de la disposición para la ayuda mutua! Muchas personas experimentadas informan de que es usual montar algún numerito para boicotear la competitividad interna alentada por el BEI. Por ejemplo —ahora que nadie nos oye—, puede sacársele el jugo al sistema de una manera sencilla, intercambiando propuestas de mejora con alguien de otro sector: te doy la mía y tú me das la tuya. Requisito cumplido, la prima ya viene, todo a pedir de boca. Esto es dejarle el campo abierto a legiones enteras de actores y embaucadores de las propuestas. Pero es, simplemente, coherente con lo demás, aunque quienes precisamente alaban en su propio provecho los efectos vivificantes de la distribución de primas serán los que ahora, indignados, censurarán esta forma de cooperación como un abuso. El sistema tiene lo que merece. Mientras, los marrulleros no pueden aguantar la risa. Insolubles problemas de justicia La burocracia del BEI está profundamente graduada: “redactar-presentar-examinar-valorar-seleccionar-planificar su puesta en práctica-responder-activar las task forces-poner en prácticaevaluar”. El planificador piensa: “¡Peones de albañil!” El trabajador piensa: “¡Calientasillones!” Pero, ¿qué ocurre cuando la propuesta resulta rechazada? El colmo del absurdo es, en algunas empresas, la posibilidad de reclamar entonces una “revisión”, haciendo así posible que una tercera instancia realice un nuevo examen. Pues, en contraste con la filosofía japonesa de la dirección, para la cual ninguna propuesta de mejora es tan insignificante como para no tomarla en serio, las exigencias planteadas en Alemania para concederle una prima a la propuesta tienden a ser más elevadas. Esto tiene como consecuencia dos efectos. En primer lugar, muchas propuestas de mejora no llegan a presentarse por el temor a ser rechazadas. Y, en segundo lugar, muchas propuestas se ven, efectivamente, rechazadas. Entonces, ¿qué ocurre cuando se rechaza una propuesta? 146

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Supongamos el caso de que el examinador/superior jerárquico es de esta opinión (justificada o no): la propuesta es una fruslería. “Eso lo sabemos ya desde hace mucho...”, “¿de verdad tengo que informar sobre esto?”, “¿para qué ocuparnos con estas tonterías?” Y la rechaza. Él mismo sentirá su déficit de legitimación para hacerlo. También la inseguridad que le queda después. ¿Y el colaborador? Lo que a uno le parece importante no vale nada para el otro. La resistencia es especialmente intensa cuando se da preferencia a premiar y poner en práctica las propuestas que elevan la eficiencia, pero no las que mejoran las condiciones laborales. El colaborador siempre percibirá el rechazo como injusto, dando absolutamente igual que el examinador sea de otra opinión. Sobre todo si la propuesta ha sido después enviada al miserable teatro de la pasarela pública. Y cuando alguien siente que le tratan injustamente, querrá, con seguridad mecánica, demostrar que el “otro” ha cometido actos injustos. Se vengará cada día un poco. La aparente justicia basada en el carácter de transacción de la prima es ilusoria. Igualmente, las sistematizaciones, a veces impresionantes, del Buzón Empresarial de Ideas emprendidas en algunas empresas llevan tan solo a una racionalización aparente de la injusticia. Una victoria pírrica. Probablemente, es en la prima misma donde podemos encontrar una razón esencial del tratamiento, tan costoso en dinero y en tiempo, que se dedica a las propuestas de mejora. Se trata del intento desesperado de lograr justicia otorgando y midiendo las primas: es como caer de rodillas ante la engañosa esperanza de que un premio es tanto más justo cuanto mejor se lo pueda calcular. ¡No a las drogas! Pregúntese usted a sí mismo: ¿debería existir el Buzón Empresarial de Ideas? Cualquier persona que piense sobriamente estará de acuerdo en que sería mejor que pudiésemos renunciar por completo a este sistema de una inteligencia que se conforma con arreglos superficiales. 147

El mito de la motivación

Por tanto, ¡suprimamos el Buzón Empresarial de Ideas! Cuando menos, creemos las condiciones marco para que se vuelva superfluo este hijo de la crisis y de la desconfianza. Aquí hay una oportunidad real de reducir costes. Ahorrémonos esta gigantesca y equivocada inversión que se limita a gestionar la carencia y que, por el simple hecho de existir, impide una auténtica participación en procesos creativos (y no crea usted que podríamos agarrarnos al BEI “solo de momento”, durante una especie de fase de tránsito. Ocurre como en la fractura de un hueso: el entablillamiento también puede estar fijando una postura viciada). Dejemos ya de convertir nuestras empresas en una cultura del mimo con esa costosísima política del anzuelo. Bien puede ser que, sin primas, algunas propuestas no lleguen nunca a ver la luz (al menos no en este preciso momento). Pero esas propuestas ¿valdrían tanto como sus gigantescos costes, a los que hay que añadir especialmente los muchos y desastrosos efectos secundarios? La única razón por la que las empresas se aferran al BEI es la de vanagloriarse con vertiginosas cifras de propuestas (lo cual tienen por buena señal), llegando a cuantificar con mucho aparato incluso el ahorro de costes que suponen. Pero, entre tanto, no dedican ni un solo momento a los efectos a la larga y secundarios que esta política adictiva ejerce sobre la vida interna de la empresa. Si es verdad que las propuestas, tal como se pronostica, van a descender en torno al 40%, ello sería —en primer lugar— un interesante indicio sobre el estado de la cultura empresarial, y por tanto un llamamiento a la acción, y —en segundo lugar— no tendríamos que apenarnos, como poco, por la mitad de esas propuestas perdidas, pues de cualquier manera no habrían tenido más que un valor como entretenimiento. Pero ¿qué ocurre entonces con el otro 20% de las que sí contribuirían a minimizar costes en la empresa? Eso sí es un asunto esencial. Desde mi punto de vista, el Buzón Empresarial de Ideas es un camino falso hasta el absurdo para hacer aflorar las reservas creativas de los colaboradores. Y eso está en conexión con una concepción, completamente superada, que es un fun148

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damento del BEI. Para esa concepción, la propuesta de mejora es un número extra al alcance de pocos colaboradores, algo en realidad fuera de lo corriente, inesperado (en la industria química, por ejemplo, tan solo un promedio del 8% de los trabajadores participan en el Buzón Empresarial de Ideas). Un servicio extraordinario, además, ensalzado moralmente: muchos llamamientos a la participación están formulados en tono tan perentorio, que quien no quiera tomar parte en este torneo de exhibición andará por la empresa con muy mala conciencia. Todo esto es un modo de pensar propio de la primera época industrial. Una vez más, centrémonos en el problema organizativo originario: la cuestión es conseguir que el colaborador creativo se considere responsable para ayudar a resolver problemas constantemente. La cuestión es integrar la creatividad y la mejora permanente en el proceso directivo diario. La cuestión es crear las condiciones marco para que la mejora sea cotidiana, para que sea exactamente esto: • No la excepción, sino la regla. • No un deber moral, sino algo evidente. • No algo para unos pocos, sino para todos. ¡Que todos asuman la dirección! El BEI delega una de las tareas directivas, el “aprendizaje en común”, en manos de un sistema de incentivos. Así, los directivos no necesitan afrontar la responsabilidad, pudiendo permanecer pasivos. Consideremos como ejemplo la seguridad laboral, asunto sobre el que, por regla general, versan un tercio de las propuestas. No puede ser verdad que las mejoras en este área, que devora cada año miles de millones en costes, las integremos en una política del anzuelo, gratificándolas como servicios extraordinarios y, para rizar el rizo, recubriéndolas con un barniz moralista. Aquí, por el contrario, hay que asumir activamente la dirección. Aquí la dirección tiene que formular expectativas claras y conseguir un acuerdo para alcanzar objetivos. Aquí hay que lograr que las iniciativas de mejora y la creativi149

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dad —que por ello quedarán vinculadas a la valoración general del rendimiento— se conviertan en un elemento irrenunciable del proceso directivo diario. Eso sería la buena y vieja tarea directiva a pie de obra, una tarea que —tomada en serio y puesta en práctica de forma coherente— funciona, ahorrando a la empresa más costes de los que se pueda ganar por medio de todo el activismo motivador. Que, siguiendo la moda, haya que llamarlo “kaizen” o “KVP”2, eso bien puede decidirlo cada uno. Lo importante es: todos los colaboradores pueden y deben participar, independientemente de si trabajan solos, en equipos especiales kaizen o en círculos de calidad. Lo importante no es la propuesta de mejora, sino mejorar sistemáticamente. No es la repentina idea brillante lo que hay que premiar, sino el trabajo común, ajerárquico y dialógico en los procesos cotidianos de optimización. Se trata del continuo intercambio de experiencias por parte de todos los implicados. Debemos dar la razón a Guido Sandler, miembro del Consejo de August Oetker: “Si los colaboradores se mantienen en contacto con sus jefes y mejoran entre todos trabajando en grupo, no me hace falta ningún Buzón Empresarial de Ideas”. Eso es: la cuestión es tener creatividad para resolver infinitos problemas, grandes y pequeños, para encontrar muchas posibilidades de mejora. Mejor es una mejora permanente y noburocrática hecha entre todos, que no una mejora excepcional, burocrática y costosísima hecha por individuos. Invertir en creatividad Cualquiera lo sabe: si fuésemos más innovadores podríamos olvidarnos tranquilamente de todas las llamadas “desventajas regionales”, desde los costes salariales accesorios hasta los procedimientos de autorización. Si hemos de sobrevivir económicamente con un alto nivel en nuestra región (Alemania), será 2

KVP = Kontinuerlicher Verbesserungsprozess, Proceso de mejora continua (N.d.t.). 150

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solo gracias al desarrollo del conocimiento y a la alta velocidad para poner en práctica innovaciones. ¿Es para ello el BEI el camino adecuado? No: el BEI es la quintaesencia de la anticreatividad. Un pozo fétido de la primera época industrial, que intenta remediar la falta de competencias de los colaboradores por medio de recompensas, desatendiendo así las condiciones que permiten la prestación de un rendimiento. Pero la creatividad no se deja incentivar con dinero. La creatividad surge de divertirse aprendiendo, y florecerá solo en una cultura de la confianza que sea tomada realmente en serio. Para el comportamiento directivo, esto significa: ¡no ceder a la presión, no justificarse! Bajo la obligación de tener que justificarse, no prospera ninguna creatividad. ¡Invirtamos en la capacidad de rendir creativamente de nuestros colaboradores, en lugar de remirar con desconfianza su disposición al rendimiento! Así, me parece que merece más la pena que nos ocupemos con mayor intensidad del tema “creatividad” y de las condiciones para ella, por ejemplo en workshops. Hoy ya se discute parcialmente sobre esto bajo la rúbrica “organización inteligente”. Pero Organización Inteligente y Buzón Empresarial de Ideas son como el ratón y el gato. En 3M —una de las empresas más innovadoras del mundo—, se ha suprimido el BEI no hace mucho. Por la razón de que resultaría anacrónico seguir recompensando adicionalmente la creatividad a comienzos del tercer milenio y en una empresa cuya existencia ha dependido tradicionalmente, y depende cada día más, de su capacidad innovadora. Pero al examinar el BEI, lo primero que debemos hacer es “des”-aprender algo: esa capacidad nuestra de aferrarnos a una equivocación y darle nuestro consentimiento hasta el extremo de identificarnos completamente con ella.

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El mito de la motivación

Innovation Management

Buzón Empresarial de Ideas Desconfianza: los colaboradores se guardan conscientemente sus reservas de creatividad.

Confianza: los colaboradores quieren ser creativos.

Propuestas relativas al ámbito de competencias de otros.

Propuestas relativas al propio ámbito de compentencias.

Propuestas como excepción.

Mejora como comportamiento usual.

Llamamientos moralizantes.

Práctica habitual natural.

Pocos participantes.

Participantes: toda la plantilla.

Interés centrado en irregularidades concretas.

Interés centrado en procesos orientados al cliente.

Propuestas, por regla general, planteadas por individuos.

Mejora en equipo (cooperación).

Directivos “no tenidos en cuenta”.

Directivos tenidos en cuenta.

Primas.

No hay primas.

Redactar propuestas en vez de actuar.

Actuar en vez de redactar propuestas.

Gran aparato burocrático.

Pragmatismo no-burocrático.

Valoración realizada por una instancia central (retrocesión de la responsabilidad directiva).

Innovación y creatividad como tareas directivas.

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Introducción

Capítulo

12

La pasividad como concepto directivo

Para el directivo, el recurso a sistemas de incentivos autorregulados es una declaración de insolvencia “¡La motivación de los colaboradores es la clave del éxito!” Así se anuncia un libro sobre “La motivación de los colaboradores. Métodos-Concepciones-Ejemplos de éxitos”. De acuerdo. Pero entonces viene una frase digna de notarse: el libro, dirigido “tanto al empresario como al manager, tanto al director de un departamento como al profesional liberal”, se ha fijado como tarea “mostrarles métodos y ejemplos concretos de cómo pueden motivar a sus colaboradores con toda efectividad... y, aun así, seguir siendo una persona”. ¡Vaya! Parece entonces que alguien ha percibido una particular conexión entre el peligro de la deshumanización de los directivos y la tarea (que ellos se arrogan) de motivar a los colaboradores. Motivar y, al tiempo, seguir siendo persona parece un problema. ¿Acaso será que motivar no es un trabajo más o menos limpio? La revista suiza de management “IO” lo tiene muy claro: “¡Desarrolle usted su sistema salarial convirtiéndolo en un instrumento de dirección altamente efectivo! Descubra 153

El mito de la motivación

las reservas de motivación del actual esquema retributivo”. Este es el modo de insinuar la “utilidad” que los directivos sacarán de esos sistemas motivadores que parecen “autorregulados”. Pues, además de la automática regulación de costes y de la consiguiente sensación de haber actuado con justicia, los sistemas de incentivos formal-organizatorios ofrecen mecánicamente una tercera ventaja: los directivos pueden permanecer pasivos. Pueden sentirse exentos de la incómoda tarea de tener que hablar claramente con sus colaboradores sobre algún fallo en su rendimiento, pues estos ya se están perjudicando a sí mismos. En lugar de decir a las claras: “¡No estoy contento con su rendimiento!”, queda instalado un refinado instrumental de incentivos para tapar el “agujero motivacional”, observado o meramente imaginario, entre dirigentes y dirigidos. Las bonificaciones como estrategia para evadirse de los conflictos. No hacer nada como concepción directiva. Una herencia completamente malentendida de la ideología del “pensar en positivo” –“elogiar siempre”–“dirigir sin conflicto”. Bajo esta óptica, en la solicitud de instrumentos motivadores se hace reconocible una simple concepción basada en la pasividad. El deseo de técnicas motivadoras se debe muchas veces nada más que a la necesidad de esquivar la comunicación abierta y el peso de los conflictos. Esquivar, una conducta que adoptan gustosamente esos directivos que quieren evadirse de prestar atención directa a los demás y de cultivar intensamente las relaciones interpersonales. Pero, por otra parte, esquivar es también una manera de rehuir un problema que se haya presentado, olvidándolo, sin querer afrontarlo o, simplemente, no atreviéndose a resolverlo. Y el problema se llama... dirigir. Dirigir en el sentido más completo de la palabra. Los superiores traspasan su autoridad al sistema de incentivos. En la solicitud de sistemas de estímulos podemos reconocer el intento de muchos directivos (sobre todo los débiles) para no hacer precisamente aquello por lo que les pagan. Pues parece que así la cosa se dirige por sí misma. Y eso tiene sus ventajas. 154

La pasividad como concepto directivo

La exculpación del directivo Una de las ventajas ya la hemos mencionado: el sistema penaliza y recompensa sin que tengamos que intervenir. Otra es que: el directivo mismo deja de estar en el punto de mira como posible causa de la desmotivación de sus colaboradores. El directivo recurre a sistemas de incentivos para mantener lejos de sí dos cosas: sus colaboradores y sus tareas directivas. Dispone la situación de manera que él nunca pueda equivocarse. Nunca será responsable. En todo caso, será que el sistema de incentivos no está ajustado correctamente. La ausencia de riesgos de este proceder se oculta a ojos de todos. Quedan ocultos problemas que están en conexión con el comportamiento de estos directivos como tales, con su frialdad social y sus carencias a la hora de prestar atención a los demás. En pocas (malas) palabras: exculpación del directivo e inculpación del sistema. Dado que uno mismo no entra en consideración como causa, no necesita entonces hacer nada al respecto. En vez de ello, tratamos solo los síntomas de la enfermedad. Se hace como si no existiera el capítulo de gastos “estilo directivo”. También puede ser que al superior le disguste la mentalidad del aprietatuercas, o que el interesarse con sensibilidad y atención permanente por la situación motivacional del colaborador le robe demasiado tiempo o le parezca algo demasiado confuso; pero en ese caso, también para este directivo se aclarará la situación: ¡el dinero gobierna el mundo! Sin adornarlo más, se apuesta por la virtud “preventiva” de las retribuciones flexibles y de la retención a cuenta por desconfianza (el malus), en lugar de investigar más seriamente las causas. El problema directivo parece resuelto; el déficit motivacional deja de ser una preocupación; la desmotivación está superada gracias a una falsa acción directiva. Pero los sistemas de incentivos no superan nada; eluden. Son una compensación de las verdaderas causas de la desmotivación y de la conducta retraída. Más aún, tienden a reemplazar a la dirección: son —tan simplemente como parecen fun155

El mito de la motivación

cionar— (co-)responsables de que hoy se dirija de un modo tan poco activo. Hemos dicho al comienzo de este libro que los directivos asumen la responsabilidad de algo que de ninguna manera forma parte de sus competencias: la motivación de sus colaboradores. De esta manera, se hallan sobreresponsabilizados, es decir: cargan con la responsabilidad por la motivación de otros, y entonces —¡extraña paradoja!— sienten que los sistemas de incentivos les alivian agradablemente el lastre y el gasto de tiempo de actuar dirigiendo activamente. En este sentido, se comportan de manera infraresponsable: sobre todo ante las consecuencias de los sistemas de incentivos, que —como ya mostramos— radican en los efectos secundarios y a la larga de la acción motivadora, de la infantilización, del no tomar en serio a las personas. Para el directivo, el recurso a sistemas de incentivos autorregulados es una declaración de insolvencia. Entre los mecanismos internos de la pasividad y de la actitud esquiva frente a los problemas se halla el ya descrito menosprecio en todas sus manifestaciones: menosprecio del propio directivo (“¡No sé cómo dirigir!”), del colaborador (“¡No eres un asociado al que pueda tomarse en serio ni con quien pueda llegarse a acuerdos!”) y, también, de la situación problemática concreta del mercado. Con mucha frecuencia comprobamos en la práctica cómo las generalizaciones lingüísticas sirven para rehuir la solución de un problema concreto “hinchándolo”: por ejemplo, cuando la discusión sobre la mengua en el rendimiento de un colaborador desemboca en la cuestión de si el dinero hoy sigue o no motivando, de si vivimos o no en una sociedad competitiva... Las alternativas para resolver el problema son desestimadas, menospreciadas. Una lógica contraria al rendimiento “Pero la evolución del mix de productos hay que controlarla mediante bonificaciones...” Sobre las consecuencias de este enfoque ya me he pronunciado antes. Lo que me interesa en 156

La pasividad como concepto directivo

este punto es algo distinto: el proceso por el que se disocia de la remuneración base una parte variable para considerarla como retribución por objetivos sigue una lógica condicional que, fundamentalmente, podría decirse que es contraria al rendimiento. Supongamos el caso de un director de grupo que liga su retribución variable a la realización de determinados proyectos. Su directivo le está diciendo de manera implícita: “Si consigues realizar los proyectos (cosa que en principio no me creo), entonces obtendrás este dinero”. La auténtica enormidad radica precisamente en el hecho de que el directivo acepte por un solo momento esa condición “si..., entonces...”. De un modo absurdo, la duda implícita redefine la consecución de los objetivos como algo dependiente del libre albedrío del colaborador, el cual, sin embargo, acaba precisamente de comprometerse a ella por un acuerdo hace solo un momento. La tarea de un directivo es dirigir a una persona o grupo conforme a unos objetivos y una situación. Para ello, llega a acuerdos. En tal caso, debe perseverar en que esos acuerdos se respeten. Pues un acuerdo es un acuerdo. Sin condiciones y sin peros. Un acuerdo que no haya que tomar en serio y que no esté tomado en serio no es un acuerdo. Estas reflexiones dejan al descubierto el fundamento contrario al rendimiento: resulta patente por completo que estos mecanismos no tienen nada que ver con la dirección de una empresa conforme a unos objetivos, sino, antes que cualquier otra cosa, con simples amenazas de castigo y con la satisfacción de un sentido de la justicia totalmente desorientado que, en conjunto, no hace avanzar ni un solo paso en dirección a los objetivos empresariales. El directivo se contenta con la penalización, satisfaciendo así cierto sentido de la justicia, pero acepta por lo demás que el colaborador no va a conseguir los objetivos. La consecución de los mismos aparece en la segunda parte, después de la amenaza. Pero esto no puede ser lo que realmente se pretende. Los directores de grupo están ahí para dirigir grupos. Los directores de departamento están ahí para dirigir departamentos. 157

El mito de la motivación

¿Qué clase de directivos son estos, que dejan que mutuos compromisos adquiridos y tratos claros degeneren hasta carecer de significado y perder su carácter vinculante? Quizá pudiera decirse en favor de los sistemas de incentivos que funcionan como una ayuda y un apoyo para directivos débiles: pero incluso siendo así, quien haga de ese efecto el verdadero objetivo de los sistemas de incentivos autorregulados estará proclamando públicamente que abdica de cualquier tarea directiva. Ya no será un directivo; será una marioneta de la acción motivadora de la empresa. El (relativo) éxito no deja ver las consecuencias de la autodesvalorización. Tanto en un caso como en otro: cualquier acción motivadora externa destruye la motivación interna. En sus últimas consecuencias, por tanto, la institucionalización de sistemas de incentivos autorregulados equivale al menosprecio de sí mismo por parte del directivo. En vez de construir una cercanía respecto al colaborador, es un sistema lo que queda instalado entre jefe y colaborador. Eso produce distancia. De modo análogo a como los sistemas motivadores generan entre los trabajadores pasividad y actitud consumista (“¡Sin bonificación aquí no funciona nada!”), su resultado entre los directivos es que estos esquivan la comunicación abierta y automutilan sus funciones. Entonces ya no queda más tarea directiva que mirar y estimular. Pero la pasividad no es solo una cámara de reposo para directivos. Pues también los colaboradores experimentan las penas que causa el no querer hacerse responsable. A veces son los productos defectuosos, a veces es que no resulta la colaboración con el departamento de márketing; ahora los coches de la empresa se han puesto imposibles, ahora la información es demasiado escasa, la libertad de acción demasiado restringida, las remuneraciones demasiado bajas, las demasiadas horas extras. Y es que, oiremos decir, el sistema jerárquico convierte por principio a todos en perdedores, no da a la persona casi ninguna oportunidad de desarrollar su individualidad, reprime sin misericordia a los outsiders y luego... que tal como va el agujero de ozono, en 20 años aquí no quedamos ninguno. Además, 158

La pasividad como concepto directivo

que la mayoría de los directivos son completamente incapaces. Ni por una sola de vez terminan de conseguir... motivarme. “Mentalidad de niños malcriados”, se dice el superior a sí mismo. Y, en efecto, la actitud de mantenerse a la expectativa con ese “ahora-motívame-bien” caracteriza a muchos colaboradores. ¡Se está tan bien no queriendo responsabilidades! Creen que no entra en sus competencias y se remiten a “los de arriba”, a procesos irremediables o a la “situación”. Sustrayéndose a las exigencias de la autorresponsabilidad, entran en acción a duras penas... pero siempre entre lamentaciones. Lo nefasto de ello para el colaborador es que así se está perjudicando a sí mismo: pues quejarse y mantenerse pasivo, no hacer nada constructivo para arreglar el asunto son actitudes que trituran a la persona y dañan la propia autoestima. Y lo hacen de una forma apenas perceptible, pero por eso mismo tanto más permanente. Desertores Por tanto, los sistemas de incentivos autorregulados pueden conseguirlo: los directivos desertan en masa de sus verdaderas tareas y buscan entre la maquinaria de la acción motivadora. A la razón instrumental no le queda ya más que un fin, a saber: poder mantenerse pasivo y no tener que responsabilizarse. No creo que esto sorprenda a nadie, dado que ha sido mediante mecanismos motivadores cómo la mayoría de los directivos han sido estimulados para asumir una tarea señalada por el dinero y el estatus que proporciona. Raramente están ahí porque realmente quieran dirigir, porque les divierta tratar con las personas. Suele bastarles con el poder, con exhibir el número de sus colaboradores como insignia de su estatus; por lo demás, les atrae poder seguir resolviendo problemas de su especialidad sin que les molesten. Y, de este modo, la empresa suele encontrarse dos problemas a la hora de nombrar directivo a uno de sus trabajadores: pierde un buen gestor especializado y gana un directivo débil. Al observar cuánto tiempo están los 159

El mito de la motivación

directivos dispuestos a invertir en tareas de auténtica dirección (y no de mera gestión de grupos) me resulta cada vez más claro que los directivos ganan dinero a cambio de algo que no hacen en absoluto: dirigir. Tales managers agradecerán que los sistemas autorregulados les priven de gran parte de aquello que ellos entienden como tareas de dirección (o sea: ¡motivar!). Por tanto, mientras continuemos empleando incentivos para hacer atractiva la “dirección” como un fin profesional y sigamos creando directivos como hasta hoy, tengo pocas esperanzas de que podamos dejar atrás estos sistemas que formentan la pasividad y cuyos hijos son estos mismos directivos. Y los directivos no renunciarán a los mecanismos de la acción motivadora mientras esta les prometa alguna ganancia en pasividad. Mi propósito, en cambio, es que la dirección sea asumida; mi propósito es sacarla de ese estado de flaqueza del que ella misma es responsable. Mi propósito es que la tarea directiva vuelva a ser la tarea directiva. Que las personas se alegren y se diviertan con lo que hacen antes de las cinco de la tarde. Y no solo después de las cinco. Cómo puede conseguirse tal cosa, cuál es la opción “positiva”, lo sabremos en la parte tercera, Dirigir (hasta ese momento pido al lector con prisa que tenga aún algo de paciencia).

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Introducción

Capítulo

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Pasando revista a la devaluación

La devaluación genera costes que anulan el efecto al que se aspiraba Llego ahora al argumento central contra la charlatanería de la acción motivadora en nuestras empresas. Así que en este momento hago sonar una irónica campanilla y reclamo toda la atención del auditorio. Ya introduciendo el tema, reconocí que la acción motivadora tiene “éxito” a corto plazo al adaptarse el colaborador al sistema de seducción, pero señalé los efectos a la larga y secundarios de tal “éxito”. He comparado al directivo motivador con un empresario que, como embrujado, no puede apartar la vista de la curva ascendente de ventas (los resultados en la adaptación de los colaboradores), pero sin dedicar una sola mirada a la evolución de los costes. Y si actúa así es, ante todo, porque los costes, que se están generando permanentemente, solo serán reconocibles —si es que llegan a serlo— con efectos retardados, e incluso entonces muy difícilmente podría nadie remontarse en sus causas hasta hallar el origen. Al llegar a este punto debatiendo con managers, suelen objetarme que tal variable, no siendo medible, tampoco puede ser una guía para la acción. Yo entonces respondo que lo real161

El mito de la motivación

mente decisivo para un manager bien puede ser reflexionar sobre si un factor es importante, pero no sobre si es medible. Hay que prestar atención a lo importante, también cuando tengamos que renunciar a registros cuantitativos. Sería simplemente absurdo no darse por enterado de algo importante tan solo porque se escapa a una medición exacta. El directivo que lo ignore se asemejaría al hombre que perdió sus llaves por la noche y se puso a buscarlas cerca de un farol. Otro que pasaba por allí, ofreciéndose a ayudarle, le preguntó: “¿Y por dónde han caído las llaves?” “Por allí”, le respondió el hombre, “pero allí no hay nada de luz”. Me dispongo a tratar ahora mismo estas consecuencias ocultas, estas formas de reaccionar frente a la acción motivadora que no son medibles y que se manifiestan a la larga y como efectos secundarios. Y pretendo llegar hasta su influencia en la totalidad de la cultura empresarial, que, bajo la dudosa luz de la acción motivadora, se convierte en una cultura de la devaluación. En ese sentido, la mirada se centra especialmente en el desmotivado evitador de fracasos, ese colaborador que está sacando adelante el programa “seguridad absoluta” y que, de manera mecánica, es más tarde o más temprano el resultado de la acción motivadora. Aplicaremos en lo que sigue una argumentación más bien psicologista, como medio de bondad probada para desvelar esa acción oculta. Máquinas estímulo-respuesta Como ya se expuso antes, muchos directivos parten de que solo con inventarse un instrumental lo bastante refinado bastará para llevar a las personas a hacer lo que no harían voluntariamente (siendo usual que, además, esperen no solo que los colaboradores lo hagan, sino que —debidamente “motivados”— también les guste hacerlo). La presuposición que se esconde tras ello es que las personas tienden a ser objetores laborales y a escamotear al empresario una parte del rendimiento acordado, 162

Pasando revista a la devaluación

y esto representa ya de por sí una devaluación. Si además se recurre a teorías motivadoras que ven al ser humano como un manojo de necesidades escalonadas jerárquicamente y que recomiendan controlar su voluntad conforme a nuestros objetivos manejando la perspectiva de la satisfacción de esas necesidades (“¡todo se puede comprar!”), entonces no puede haber ya ninguna duda sobre qué imagen tenemos del ser humano. “Los colaboradores son máquinas que hay que ‘engrasar’ para ponerlas en marcha”. Un cinismo que suscitará la burlona aprobación de todos aquellos que se han incorporado al pelotón de la devaluación tan desvergonzadamente, que se ven en cabeza al término de cada etapa. Pero no queda ahí la cosa: el modo mecanicista de pensar ve a las personas como máquinas estímulo-respuesta, comparables a perros de Pavlov a los que se les hace la boca agua en cuanto se da la señal con una campanilla. La teoría del cuerpo animal como un autómata, formulada por el filósofo René Descartes (1596-1650), celebra con ello su feliz resurrección. Descartes imaginaba estos autómatas como seres sin sentido cuyo funcionamiento planteaba tan solo el problema del “cómo” (la típica pregunta de los managers, recordará el lector), pero no el del “para qué”. Cuerpos huecos, sin interioridad de ninguna clase. La pura finalidad de estos animales-máquina es su funcionamiento, en el que los inputs determinan forzosamente los outputs según las leyes de la mecánica: estímulo-respuesta-estímulo-respuesta, etc. La acción motivadora se basa esencialmente en este bien conocido modelo ideal, denominado trivial machine por el teórico de sistemas Heinz v. Foerster: si aprieto a este botón de aquí, se encenderá la luz allí. Y si aun así seguimos a oscuras, entonces nos encontramos ante algún trastorno que habrá que investigar y remediar según el mismo esquema. Por lo tanto, todo es completamente sencillo. ¿Libertad humana? ¿Autodeterminación? ¿Los seres humanos como sistemas altamente complejos en su búsqueda del sentido? ¡Paparruchas! Para componer sus cebos, los correspondientes mecanismos motivadores recurren (antes exclusivamente, hoy todavía 163

El mito de la motivación

en la mayoría de los casos) al arsenal de la economía. Se supone que estimulan el dinero, los coches, un poder bien visible. Pero lo económico —como J. Lopez ha demostrado plausiblemente— pertenece a los condicionamientos externos de la acción humana. El ser humano, sin embargo, al sentir, querer y actuar, está marcado muy esencialmente por condicionamientos internos como los valores, los ideales y la moral. La acción motivadora externa ignora ese ámbito, y todo lo que puede tener un sentido para el ser humano lo reduce a lo que se supone que posee validez para todos: lo económico. Y con ello está aceptando pagar un alto precio. Que esta manera de pensar devalúa resulta evidente. Algo de esta devaluación oculta se hace aún tangible cuando preguntamos a empleados en puestos de gestión si les gusta que otros les motiven aplicando técnicas de alguna clase (¡pruébenlo!). En esa situación, como por encanto, ¡cuánta orientación idealista vemos aparecer, cuántas acrobacias metafísicas con los valores, cuántas ideas de autorrealización y modelos de sentido! No quieren que otro los motive; están, o quieren estar, motivados. Pero eso (¡naturalmente!) no puede aplicarse a los colaboradores tomados en conjunto; porque, ya se sabe, hay que... Con que la salchicha que se pone ante la nariz del colaborador se haya tostado hasta estar lo bastante crujiente, con que la zanahoria que se balancea ante los ojos turbios del asno parezca lo bastante jugosa, entonces —¡hop!— ahí tenemos al colaborador, que antes se arrastraba con pereza, alzándose ahora vibrante hasta insospechadas cotas de rendimiento. En los anuncios a doble página de una empresa automovilística alemana, conocida mundialmente por su dinámica imagen y por la “alegría de conducir”, leemos así esa misma idea: “El modo más moderno de promocionar a su personal. Leasing motivacional (...) Su colaborador recibirá un vehículo para viajes de empresa y para uso privado. Por un momento, compare serenamente este modelo motivacional con un sustancial aumento de sueldo. Con el mismo gasto para la empresa, el valor neto y el efecto motivador desde el punto de vista del colaborador 164

Pasando revista a la devaluación

son incomparablemente más elevados. (...) No hay duda, este modo de promoción libera energías adicionales. En forma de una implicación y una identificación con su empresa aún más intensas. Como el propio término lo dice: leasing motivacional”. En un cálculo comparativo directamente grotesco, la empresa tiene la frescura de dar un valor del 44% para el “efecto motivacional” de un aumento retributivo de 670 marcos brutos al mes, mientras que al leasing de un coche de empresa de serie media superior se le calcula un “valor motivacional” de exactamente el 76%. Hay que pensar que los consumidores son declaradamente lerdos para creer que se podrá hacerles tragar estos —me atreveré a decir— métodos de flautistas de Hamelín (pero el problema rara vez son los flautistas, sino las ratas). El reembolso (pay off) Esta problemática se plantea todavía con mayor claridad en el caso de colaboradores presa del desentendimiento. Apenas nadie se ocupará seriamente de las razones de su dimisión moral. Apenas nadie preguntará cómo es que aún aguantan ahí. Apenas nadie se esforzará seriamente por ser de alguna ayuda. En el caso preciso de los evitadores de fracasos, no habrá manera de llegar a ellos si nos limitamos a considerar que su ausencia de disposición al rendimiento tiene la culpa de su desmotivación, pero hacemos como si no existieran condiciones marco desmotivadoras. Bien pueden los directivos hablarles y darles palmaditas en la mejilla con la mayor amabilidad posible: el déficit motivacional (¡aquí nadie dejará de verlo!) ha surgido por alguna razón, por una razón que rara vez podremos encontrar en las malas intenciones o en la vaguería “innata” de los colaboradores. Cuando en un colaborador no se cumplen las expectativas de rendimiento, quizá sean estas las que primero haya que someter a prueba. Acaso sea que su incorporación despertó expectativas que luego no se han cumplido. Acaso el colaborador está infra/sobreexigido. Acaso se le ha colocado en 165

El mito de la motivación

el sitio equivocado, en un trabajo quizá que él en realidad no quiere. A estas personas no podré llegar usando la acción motivadora ni reflotando su disposición al rendimiento, pues en ese caso estaré hundiéndolos más en la desmotivación. Pues esto tiene su importancia: cuando solo se tratan los síntomas, tanta más rudeza se pone en el tratamiento. El efecto llega a convertirse en causa. Y así puede uno quedarse pasivo. Nunca terminan las discusiones sobre la cuantía de la “indemnización”. Pero es al contrario: no tomarse en serio las causas de la desmotivación, pretendiendo vadear así el déficit motivacional solo con amenazas y castigos, significa no tomarse en serio a la persona, lo que a su vez significa hacer más profunda la desmotivación. Muy pocos de los afectados son conscientes de que esta forma de pensar supone una devaluación. Pero en nosotros existe un órgano muy sensible que registra con exactitud todas estas pequeñas devaluaciones, este mirar a los demás solo de pasada, este no-tomar-realmente-en-serio: este órgano se llama “autoestima” (más adelante volveré sobre ello). Es capaz de percibir incluso cosas apenas perceptibles. Desvela lo que la psicología denomina “transacciones veladas” (esto es, informaciones transmitidas junto a la información “patente” o por debajo de ella). Lleva una contabilidad meticulosa y exacta de si aquel que tenemos enfrente nos respeta realmente, nos toma realmente en serio, o de si su intención es echarnos el anzuelo, seducirnos y “jugárnosla”. Lo esencial del asunto es que la persona lo capta. Lo sabe en lo profundo de sí, sin ser siempre consciente de ello. Sabe que va recolectando y acumulando sensaciones inquietantes, coleccionándolas como bonos de descuento. Pero esta parte inconsciente de nuestra identidad también actúa: de modo igualmente velado, o bien abiertamente, se venga, se resarce —medie o no reflexión— de que la hayan “engañado” usando algún hábil truco. Se cobra el descuento, una vez acumulados todos los bonos. Consigue que el manipulador expíe su culpa. En una paradójica inversión, los motivados convierten en víctimas a los motivadores: hacen que se 166

Pasando revista a la devaluación

les reembolse por la pérdida autoculpable de su dignidad. En psicología esta reacción se denomina pay off...: reembolso. Las situaciones de pay off son puestas en escena con gran astucia: empezando por el sutil rechazo a cooperar, la factura por gastos de viaje manipulada, las “deducciones” privadas de material de oficina o de productos, las habituales “vacaciones” por enfermedad, la asociación de descontentos en el que se “mata” el tiempo con sentimientos legítimos, el desvío de energías hacia actividades ajenas al trabajo, y terminando en el extremo de la autojubilación. A primera vista, resultaría difícil establecer una relación causal reconstruible entre estos reembolsos y la devaluación precedente. Y, sin embargo —y según todo cuanto sabemos al respecto—, tienen “mucho sentido” como reacciones de la autoestima amenazada. Acción motivadora desenmascarada Más consecuencias aún aparecen en el caso de que la acción motivadora no actúe de modo manifiesto, pero sí transparente para los colaboradores: el sentimiento de autoestima responde —de modo completamente normal— desarrollando una reacción defensiva manifiesta o latente. Gracias a Christian Badura conozco el ejemplo de aquella madre a la que no bastaba que su hijo sacase la basura solo cuando ella se lo ordenaba. Quería conseguir como fuera que él lo hiciese por iniciativa propia y, además, que hacerlo le gustara lo más posible. ¡Qué no llegó a ocurrírsele para conseguirlo! Después de que fracasaran sus intentos, leyó libros sobre educación infantil y discutió con expertos, sin dejar de probar y probar nuevos trucos. Pero su objetivo seguía siendo mera ilusión. En cuanto le ordenaba que sacara la basura, el chico lo hacía... a veces a regañadientes y murmurando, pero lo hacía. Con gusto y por iniciativa propia, eso sí, no lo hacía jamás. Cuanto más astutos los trucos de la madre, más fuerte se volvía la resistencia del hijo. 167

El mito de la motivación

El problema de la basura es el material del que deducen la justificación de su trabajo legiones de asesores —pedagogos, psicólogos, sociólogos y otras autodenominaciones—. Por todas partes se ofrecen sin cesar nuevas teorías, interpretaciones y, sobre todo, remedios (“Las diez reglas de oro de la motivación”). Pero la primera impresión no engaña: cuanto más armamento acumula una parte, más fuertes se vuelven las resistencias por la otra. Toda acción sobre alguien genera su reacción. De modo comparable, podemos observar cómo las nuevas técnicas del jefe recién llegado de vuelta de un seminario encuentran como respuesta desconfianza y resistencia. Una reacción comprensible. ¿A quién le gustaría convertirse en balón para que jueguen con él los más recientes métodos motivadores? Imagínese usted la siguiente escena: el lunes, con la más encantadora de las sonrisas, su jefe le pone a usted sobre la mesa un buen montón de trabajo. “Usted es el único que podría tenerlo listo para el viernes, y el hecho es que la semana pasada rindió usted tan extraordinariamente...” Suena bien, ¿o no? Usted sabe que muy difícilmente podrá tenerlo listo para el viernes; pero dice “sí” aunque está pensando “no”. ¿Quién podría resistirse a tanto encanto? El miércoles se pone usted furioso (con su jefe, y no —como sería lo correcto— consigo mismo). El jueves quiere usted telefonear al jefe y... Pero uno tiene que mantener su palabra. El viernes por la tarde, con el rostro contraído de furor, arroja usted el trabajo terminado sobre la mesa de la secretaria de su jefe (él está ya de fin de semana). Usted ha aprendido esto: ¡nunca me volverá a pasar nada parecido! Y usted va a cobrarse el reembolso: en adelante, comienza por bloquear todo lo que otros pidan. Usted niega su cooperación, se pone muy pronto a la defensiva, dice rápidamente “¡no puedo!” (en vez de “¡no quiero!”). Se vuelve profundísimamente desconfiado frente a las siniestras artes de seducción de ese jefe tan entrenado. Usted lo sabe: gracias a la ventaja de su ejercitada retórica, él volverá ventajosamente a retardar la aparición del conflicto, pase lo que pase. Los colaboradores a los que se ha seducido son niños que se hicieron una quemadura. Debido a la creciente madurez ge168

Pasando revista a la devaluación

neral, un buen colaborador se deja hoy manipular nada más que una vez, si es que se deja. Moraleja: con que se haya seducido solo en una ocasión, resulta ya imposible cualquier acuerdo en términos claros. La técnica conversacional, una vez desenmascarada, desmotiva con efectos rotundos y duraderos. La autenticidad del encuentro entre personas queda destruida, el interlocutor pierde toda credibilidad. El directivo, el “conductor”, se ha dado a conocer como “seductor”. Esta seducción muestra como una urgencia por destruir; hasta tal punto, que se hace casi tangible el menosprecio subyacente: tal es el efecto aniquilador de eso que llaman “técnica directiva”. Y cuando los trucos y añagazas, poco después de atizar un fuego que se apaga rápidamente, no son capaces ya de volver a conseguir la deseada elevación del rendimiento, a nadie se le ocurre pensar que la semilla del desastre se encontraba ya en el gesto manipulador, en un modo de ejercer la dirección que, en su raíz, se alimenta del no-tomar-en-serio al colaborador. Des-identificación temprana Con bastante frecuencia, la cadena de la devaluación oculto comienza ya en la selección de personal (por sus muchas consecuencias, la tarea más importante de entre las del management). La empresa quiere “motivar” a los candidatos estrella a que firmen el contrato, y despierta en el peticionario expectativas de alta tensión. Ya las ofertas de trabajo, en las que por sistema se busca colaboradores con capacidad directiva, jóvenes, dinámicos, altamente cualificados, capaces de imponer sus puntos de vista, conscientes de su responsabilidad, dotados para trabajar en equipo, etc., contribuyen a generar la expectativa de que a los candidatos les aguardan tareas incitantes y ricas en desafíos. Durante la estricta criba de los procesos de selección, sigue dándose pábulo a tales expectativas. En la entrevista de presentación, la actividad que se ofrece es embellecida, y los problemas silenciados. 169

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Y, a continuación, los nuevos colaboradores suelen regresar al suelo y verse en una actividad que ofrece mucho de rutina, pero solo muy poco de reto y de posibilidades para la iniciativa. El trabajador de servicios externos encuentra por sí mismo los puntos débiles del producto, sobre los que no se le había informado hasta entonces. En razón de “circunstancias imprevisibles”, los presupuestos no resultan tan abundantes como estaba prometido. La mujer de márketing traduce al alemán solo prospectos. En este momento tan temprano puede ya estar comenzando la des-identificación, la separación “yo/estos”. El colaborador califica a la empresa de embaucadora, y a sí mismo de embaucado. Y eso justifica de ahí en adelante todo cuanto él quiera hacer en perjuicio de la organización. Cuando sea descubierto embaucando al embaucador, se le estará haciendo algo que, a su vez, él volverá a utilizar para justificar un futuro ataque a la organización. Comienza la espiral de la desconfianza recíproca.Terminará arruinándolo todo. Y no hay absolutamente ninguna razón para ello. Pues un experimento realizado en una sociedad aseguradora estadounidense llamó la atención sobre tres efectos en virtud de los cuales un reclutamiento realista influye favorablemente en el proceso de integración: a) una mejorada autoselección de los candidatos; b) los candidatos desarrollan “fuerzas de resistencia internas” que amortiguan la aparición de efectos secundarios negativos de su actividad (“efecto vacuna”); c) quien, a pesar de informaciones negativas, se ofrece para un puesto desarrolla una vinculación más intensa y se siente comprometido con más fuerza (pues se ve “tomado en serio”) que otro candidato que se haya decidido por un puesto basándose solo en informaciones positivas. Lo contradictorio tiene su atractivo: los más listos de entre los mecánicos de la acción motivadora querrán integrar esto 170

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también en su sistematización, utilizándolo para sus fines. Los hay que no aprenderán nunca. La conferencia anual de clasusura Para ilustrar los efectos que el menosprecio oculto tiene sobre los colaboradores, elegiré escenas representativas tomadas de la gran celebración litúrgica de las organizaciones de ventas: la conferencia anual para clausurar el ejercicio. Un manager de 3M Alemania me contó al respecto la increíble historia siguiente: “Me alojaba en un hotel de Múnich, y a punto ya de irme a dormir fui un momento al bar a tomar una copa. Allí había muchos colaboradores de una gran aseguradora alemana, que debía de estar celebrando en ese hotel su conferencia anual de clausura. Al poco rato me llamó la atención un hombre de pelo entrecano que, con un séquito de acompañantes, iba hablando con unos y con otros, dejando tras de sí una estela de muy buen humor. El séquito se me acercaba, y pude oír algunos retazos de las conversaciones: se trataba de cifras récord, de resultados anuales, del glorioso futuro. Justo acababa yo de haber comprendido bien la situación, cuando el del pelo entrecano me echó el ojo; irradiando alegría, puso rumbo hacia mí, me cogió la mano, me palmeó en el hombro como señal de reconocimiento y dijo con la risa más triunfal: ‘también me gustaría felicitarle a usted por su resultado anual tan completamente extraordinario. Sé de las dificultades que existen precisamente en su área; por eso, su rendimiento merece un reconocimiento tanto mayor. ¡Gracias por su esfuerzo! ¡Gracias por su éxito!’” Orgías de agradecimiento ¿A nadie se le ha ocurrido todavía pensar que nadie se toma en serio las orgías de agradecimiento de las conferencias anuales de clausura? Y lo que es más: ¿nadie ha pensado que estas ma171

El mito de la motivación

nifestaciones de agradecimiento provocan en el colaborador sospechas de que el director gerente quizá tenga, efectivamente, algo por lo que tiene que mostrarse agradecido con toda la razón del mundo, es decir: algo que va más allá de lo acordado por contrato, pero algo de lo que solo él saca provecho, mientras que el colaborador tiene que contentarse con las gracias? Pues por hacer mi trabajo no merezco una bonificación en forma de agradecimiento. ¿No es verdad? Para que no se me malentienda: contra lo que estoy hablando es contra el agradecimiento impersonal en fórmulas rotundas, el agradecimiento universal; contra el agradecimiento cuyo propósito es manipular, adormecer como a un niño; contra el agradecimiento escenificado nada más que con buenas formas; contra un agradecimiento para despachar a las personas con las manos vacías, un agradecimiento que, como sustituto de un claro intercambio honesto, pretende no compartir la ganancia conseguida entre todos (lo cual es comprensible) y encubrir este hecho (lo cual tiene sus consecuencias). Si se ha trabajado bien, entonces es que se ha trabajado bien entre todos, y resulta superflua la división que el agradecimiento presupone entre quien da las gracias y quien las recibe. De ningún modo estoy hablando aquí contra el agradecimiento personal por un servicio individual digno de agradecimiento. Pero eso no tiene nada que ver con las conferencias anuales de clausura. Al enfrentarse a la habitual retórica motivadora, la mayoría de los colaboradores —lo sabremos si les preguntamos a solas y con tranquilidad— o bien no la oyen, o bien se la toman a beneficio de inventario con una sonrisa torcida. En el mejor de los casos, los colaboradores externos más experimentados, curtidos en numerosas tormentas motivadoras, aceptan como si tal cosa que se les intente convertir repitiendo una y otra vez el “sois los más grandes”. Apenas conceden ya ningún crédito a esos consabidos “dirección de personal orientada por valores“, etc., que fluyen de boca del orador como la saliva de los perros de caza. Es un potaje verbal que desde siempre llevan saboreando hasta hartarse. Comentario: “Lo único que me 172

Pasando revista a la devaluación

motiva de todo esto son esos incentivos rubios por la noche en la barra”.

II P. DE OIS S ¡ OS ES! L R JO ME

DEP. V ¡SOIS LOS MEJORES!

Pero en los casos menos buenos, las cosquillas en el amor propio y los truquillos retóricos muestran muy pronto efectos desmotivadores. Cunde la sospecha: ¿no estará sirviendo esta retórica para darnos gato por liebre o para encubrirnos una falsedad? Acción motivadora mediante retórica: una equivocación. ¡Lo que yo quiero son directivos que digan sin rodeos de qué se trata, con palabras simples, pero sinceras, incluso aunque se atasquen al hablar! Los colaboradores y los compañeros captan rápidamente si en eso que se les expone con tanta destreza hay credibilidad y no doble fondo, si tiene sustancia y validez más allá del instante solemne. ¿Está dicho en serio y está dicho tomándonos en serio? Sócrates jamás tomó en serio a los interlocutores que se rebajaban a ser meros repetidores de fórmulas. Los ciudadanos de Atenas le condenaron a beber la cicuta. 173

El mito de la motivación

¡El cliente manda! Para animar la actitud de servicio de los colaboradores no hay año en que falte alguna conferencia anual de clausura que toma como lema del ejercicio uno de las consignas más ambiguas que existen: ¡El cliente manda! Ambigua, porque expresa algo correcto y, sin embargo, tiene efectos muy desdichados. Expresa algo correcto, pues sin duda hay que fomentar que se establezca con el cliente un trato íntimo, es decir: que toda la actividad económica esté pensada desde el punto de vista del cliente y organizada para él. Es a la vez trivial, porque el trabajo, si es que quiere ser legítimo, ha de tomar como referencia siempre a otras personas. Trabajar es siempre trabajar para otros. No obstante, en su esencia, el lema del cliente al mando es de naturaleza histórico-feudal: es un “decreto” del top management. Y estos, por regla general, son gente que tienen relativamente poco contacto con el cliente y que en muy raros casos declararán su obediencia a ningún cliente; aún más, son gente que con bastante frecuencia, cuando hablan entre ellos, describen al cliente como un mal necesario. Son gente que nunca se aplica realmente a sí misma su propia consigna. Sin embargo, plantan en la cara del colaborador el sometimiento a la voluntad absoluta del cliente como el ideal de conducta al que se debe aspirar. Con este tipo de frases se ha lanzado a generaciones enteras de vendedores a un devoto comportamiento adaptativo, a una actitud, por lo demás, que desde hace largo tiempo ya no encuentra acogida en los clientes: ¡el servilismo es hoy una desventaja competitiva! Vemos emplear enormes sumas en medidas de training para fortalecer en los colaboradores de servicios externos el sentimiento del propio valor. Y vemos al director de servicios externos quejarse de cómo sus colaboradores se dejan doblegar por el cliente que se aferra a un precio, pero...: el cliente manda. Con tales frases en su equipaje, el vendedor nunca conseguirá andar derecho, cosa que necesita para que pueda reconocérsele como “asociado” del cliente. Pues el vendedor quiere 174

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vender algo; pero el cliente quiere también comprar algo, lo cual define, desde un primer momento y por principio, una relación simétrica, sin ningún grado de sometimiento. Sobre este asunto me basta solamente con apuntar de nuevo que las personas a las que se ha exigido autodevaluarse se cobran el reembolso. Y eso no trae ventajas ni para el cliente ni para el empresario. Un precio elevado por los pequeños gestos del no-tomar-en-serio. Un colaborador externo sumido en la rutina me dijo una vez: “Si el cliente es el rey, entonces yo soy el emperador”. El trabajo como olimpiada El intento de comprar sin más el rendimiento ajeno suele maquillarse haciendo referencia a la “vena deportista” que hay en todo ser humano, a un comportamiento competitivo, aparentemente innato, que nos lleva a querer comparar y medir el rendimiento. Es como si tal argumentación aspirase a una validez “antropológica”. Ahora bien: todo el que tenga la más mínima noción sobre el deporte (y quizá haya practicado también personalmente alguna vez un deporte competitivo) sabe que nadie todavía ha ganado en los Juegos Olímpicos porque pudiera esperar tal o cual cantidad de dinero. El extendido vicio de hacer del trabajo una competición olímpica es, además, un ejemplo suplementario de la devaluación oculta en la acción motivadora. “Todos contra todos”: esa es la idea fundamental con la que las direcciones de las empresas pretenden traducir a su actividad económica lo que ellas ven como una característica esencial del deporte moderno. Y lo hacen en la esperanza (sigo aquí a Georg Wolff ) de conseguir así mejorar el rendimiento laboral individual. A la vez (¡!) pretenden con ello una elevación del rendimiento conjunto de la empresa. En cuanto se desea controlar algún aspecto concreto, o incluso instituir una “olimpiada permanente”, se convocan competiciones, se crea el top ten club, se publican “listas de ganadores”. Aparecen colgadas tablas de clasificación, como 175

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las de la página de deportes de los diarios, que reflejan cifras de ventas, retrocesos en el número de reclamaciones, captaciones de nuevos clientes o el número de propuestas de mejora. El “colaborador del mes” recibe su premio (de manera totalmente conforme al modelo socialista). En caso de que falten datos sólidos para configurar estos “ejercicios libres”, se recurre a la bonita acrobacia de las propuestas entre compañeros, y así comienza un animado “yo te hago propuestas, tú me haces propuestas”. Se recomienda una autoexposición buena: para no perder comba o para llamar la atención, hay que presentarse, por lo menos un día de cada dos, en los canales de comunicación desde el nivel directivo medio para arriba atascándolos con un memorándum: “Aquí Fulano de Tal a toda la tripulación: ¡Rápido! ¡Urgente! ¡Importante!” Entonces es coronado como “héroe del trabajo”, condecorado con un cheque y puesto en exposición en la revista interna para los colaboradores. ¿Motivador? ¡Denigrante! Nadie puede creer en serio que los colaboradores vayan a aumentar a largo plazo su rendimiento por estar midiendo sus fuerzas “unos contra otros” —y esa es la esencia de la competición— en una especie de olimpiada interna permanente. Quizá a corto plazo tenga lugar la reacción esperada. Pero ¿debería alegrarnos? Un experimentado director de ventas me dijo: “Al colaborador externo que alcance el 120% solamente si es en una competición, lo que tendría yo que hacer es despedirle”. Y de éxitos pasajeros no puede vivir hoy ya ninguna empresa. A lo que se añade que pagará por ello un alto precio: habrá que idear algo nuevo continuamente. El conjunto se convierte en una gran trampa, de modo que incluso el último de los colaboradores acaba comprendiendo, más tarde o más temprano, que solo se la están intentando jugar una y otra vez con nuevos anzuelos. Como ya se ha dicho: el colaborador compensará de alguna manera oculta esta devaluación. La pretensión de obtener un “complemento por toxicidad” más alto se convertirá en una exigencia permanente. El ideal de la competición deportiva se vuelve absurdo al tener como telón de fondo el concepto de equipo que la empresa 176

Pasando revista a la devaluación

impone en todo momento. El “principio de vencedores/perdedores” del moderno deporte competitivo se halla en una insoslayable contradicción frente a ello. Sencillamente, no concuerda que, por una parte, se exija a todos la cooperación y el trabajo en equipo y, por otra, se escenifique por sistema y se recompense el “unos contra otros”. El “ideal lúdico” es algo completamente distinto. Análogamente, no todas las personas han interiorizado de la misma manera el principio agonal, combativo, de la competición deportiva. No todas salen disparadas con entusiasmo cada vez que esté en juego la victoria en alguna competición. Hoy (¡como antiguamente!), la inmensa mayoría disfruta como espectador deportivo, prefiere el sillón a la pista. Y también los deportes populares están cada vez más determinados por motivos como “diversión”, “salud” y “cooperación”. Desde la escuela, decimos que nos “rompen el juego” aquellos a los que la idea lúdica del “unos contra otros” no les dice nada. Sencillamente, no participan. El impulso motivador de la competición no encuentra en ellos un punto donde ejercerse. Porque prefieren jugar “todos juntos”. Quizá en ocasiones pueda atraerles la competición: pero incluso en ese caso competirán empleando una considerable energía para vencer su resistencia interna. Y esa energía que debe desviarse sería más efectiva aplicada de otra manera, además de que así no se estará precisamente fomentando la identificación con el “sistema” de la empresa. Pero la competición acaba gastándose a la larga también entre los colaboradores más dados a una conducta combativa. Es más: considerando la cuestión en conjunto, la competición deportiva tiene efectos contraproductivos para la empresa. Un estado de competición permanente llega en seguida al management by terror. En la olimpiada permanente —como en el deporte real—, son muy difíciles de evitar los gastos psíquicos considerables (de hecho, el deporte competitivo está limitado a un grupo mínimo de personas que solo algunas veces al año demuestran su máximo rendimiento, para el cual se han preparado concienzudamente el resto del tiempo). A ello se añade que, sencillamente, el problema de justicia 177

El mito de la motivación

no puede resolverse. Los “eternos segundones”, el grupo de los “standards” y, no en último lugar, los “farolillos rojos”, a los que también todos ven siempre en los “listados”, suelen tener buenas y comprensibles razones para explicar cómo es que no pueden llegar a los puestos de cabeza. Perciben como algo injusto el sistema en su totalidad, no referido a sus propias personas. ¿Motivador? Más bien todo lo contrario. La consecuencia: unos pocos ganadores y legiones enteras de perdedores desmotivados. Por último, ahí tenemos a los “corredores estrella”, los que han competido hasta ganarse un lugar bajo el sol gracias a sus buenos resultados, a la suerte o a su activismo a la hora de autoexponerse: naturalmente, quieren “hacer valer” su clasificación. Y para ello, a más de uno le parecerá bien cualquier medio de manipulación; probablemente, serán más bien las cualidades “equivocadas” las que obtengan recompensa; además, poner fuera de juego al contrincante “interno” puede absorber mucha energía —una energía que estaría bastante mejor empleada dirigida, tal como se debe, al cliente y al competidor “externo”—. Resulta patente lo absurdo de pensar que los objetivos de un colaborador en el combate por diferenciarse y destacar dentro de la empresa son idénticos a los objetivos de esta. “La competencia es vida para el negocio”, se dice. Yo tengo mis dudas al respecto por lo que se refiere a la competencia enfocada hacia adentro. Una vez más: el trabajo no es una competición olímpica. Y, vistas en conjunto, las listas de ganadores son más desmotivadoras que motivadoras. Resulta en cierto modo ingenuo creer que se puede aguijonear la ambición del individuo elevando además a la vez el rendimiento conjunto de la empresa en una lucha de “todos contra todos”. En la factura final, las indeminizaciones ocultas y, en su caso, las reacciones defensivas de los colaboradores contrarrestarán el buscado aumento del rendimiento: la devaluación oculta provoca un reembolso igualmente oculto que, muy pronto, anula el efecto buscado. Por lo demás, habría aún que investigar si la mala imagen que tenía y tiene el vendedor en nuestro ambiente cultural no 178

Pasando revista a la devaluación

se deberá a efectos, igualmente ignorados como tales, de estos mecanismos motivadores. Si es verdad que el 50% de todos los vendedores fracasan por su escasa fuerza de convicción, por las carencias con que interiorizan su capacidad de entusiasmar y por la falta de confianza en sí mismos, entonces seguramente resultará muy difícil que una práctica propulsora, con su devaluación oculta, vaya a conseguir un giro a mejor de estos déficits de personalidad, que son el verdadero problema. Lo que en un trabajo de vendedor se necesita para desarrollar sus posibilidades son precisamente esa fortaleza del yo, esa seguridad al orientarse y esa autorresponsabilidad cuyo aprendizaje se ve constantemente socavado por los mecanismos-anzuelo y el menosprecio que implican. La contradicción entre las promesas económicas y materiales y las sobreexigencias psicosociales que, como efecto secundario de aquellas, se imponen al individuo se transforma en su propia negación. A nadie extrañará que, en una situación así, vacile la creencia de que la acción motivadora es una varita mágica que siempre vuelve a sanar las heridas que ella misma ha causado.

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Introducción

Capítulo

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Contrarréplicas

motivar es desmotivar”. Esta idea central recorre mi “ Todo argumentación como el hilo que le da su sentido, y puede

que este hilo se convierta rápidamente en una maldición para muchos. Sería ingenuo pensar que uno pueda quedar impune tras cuestionar un “saber cierto” estructuralmente que ha conseguido parecer moralmente neutro y cuyo “éxito” está demostrado; sería ingenuo pensar que uno, empleando su despierta conciencia crítica, pueda quebrar y sacar a debate acuerdos tácitos de tanta magnitud y la seguridad que proporcionan. Si no me equivoco, en casi todas las organizaciones el pensamiento disidente se encuentra sometido a la instrucción de un juicio por falta de amor al orden, por (al pie de la letra:) ensoñaciones antieconómicas, por haberse alejado valientemente del grueso de la tropa. Sin embargo, hay discusiones en las que me parece que el especial celo con que se rechaza un examen crítico de la acción motivadora es un intento de hacer como si no existieran la propia asfixia y la disponibilidad a someterse que existen bajo el cinismo motivador. ¡Igualitarismo por abajo! ¡Abjurar del principio del rendimiento! ¡Colaboracionismo con el letargo! Y tantos otros sambenitos igual de generosos que recaen sobre quien intenta pensar hasta el final la lógica de la acción motivadora. No faltan, incluso, quienes creen olfatear el olor a azufre de una revuelta socialista. Contra esto, el único 181

El mito de la motivación

reproche de radicalismo salvaje que yo haría valer aquí sería el reproche en nombre del rendimiento. Es natural: desde tiempos inmemoriales, los seres humanos siempre han percibido lo antiguo como lo verdadero, y lo nuevo como dudoso. Además, todos tenemos nuestra experiencia al respecto. Manifestarse en contra de la testaruda resistencia de costumbres inertes y puntos de vista confirmados, en contra, sobre todo, de prejuicios que se presentan como tesis antropológicas; manifestarse, en resumen, contra una imagen desconfiada del ser humano es un negocio difícil, en particular para quien se dispone a dialogar con las manos casi vacías, nada más que con un apasionado discurso en favor del mejor argumento. Escuchemos algunos argumentos en contra: “¿Acaso no aparecería la desidia si renunciásemos a los sistemas de incentivos?” Al respecto nadie da ninguna garantía. Pero, si la hubiera, sería inutilizable, pues alguien que pregunta algo así no cree ya en las garantías. Pues, en primer término, una nutrida mayoría de los colaboradores seguirá queriendo rendir en el futuro pase lo que pase. Siempre habrá muchos que todavía se diviertan trabajando y que lleven a cabo sus proyectos con maestría a pesar de todas las acciones motivadoras-desmotivadoras. Son estos precisamente los que estarán financiando en último término los costes de la acción motivadora: las remuneraciones de los convulsivos buscadores de éxitos y de los frustrados evitadores de fracasos. Queda entonces pendiente un problema de cierta dificultad en el ámbito de la economía de la empresa: los costes que una organización dedique a los sistemas de incentivos no podrán exceder los del aumento de la productividad que intentan conseguir. Precisamente aquí es donde tiene sus raíces la antigua intuición de que son las ganancias las que miden la calidad de una empresa. Pero las ganancias concebidas siempre como la diferencia entre el valor producido y el valor de los incentivos necesarios para el proceso productivo. Estas ganancias así entendidas estarían expresando en qué medida esta empresa permite que las personas desplieguen en ella su moti182

Contrarréplicas

vación. ¡Un dato importante a la hora de diseñar una cultura empresarial! De todas formas, lo que sabemos no basta, desde luego, para encontrar una respuesta definitiva. En cualquier caso, la cuestión es si debemos valorar las ideas por su capacidad de predicción, o más bien por su capacidad creadora: por su capacidad para estimular el debate, ir al fondo de los asuntos que ya se dan por hechos y ofrecer nuevas pespectivas vitales a nuestra empresa. “¡Pero el hecho es que la acción motivadora funciona!” Lo que aquí parece un “hecho” está solo “dado” por hecho. Por supuesto que las personas son manipulables. Por supuesto que usted, con algunos billetes o con un atractivo viaje, puede seducir a sus colaboradores para que presten un rendimiento “adicional”. Y por supuesto que, además, se ha vuelto chic hacer como que se minusvalora el papel que el dinero desempeña en la alegría de producir. En este momento, no es necesario que hablemos de esas trivialidades acerca de que todo el mundo quiere ganar un buen dinero pero también, y sobre todo, un poco más de otra cosa. Pero la cuestión es: el colaborador ¿trabaja mejor (conscientemente no digo “más”) cuando se le promete un dinero adicional? Y —una vez que el colaborador se ponga efectivamente manos a la obra con mayores ánimos— ¿cuánto tiempo aguantará el empujón motivacional? La remuneración tiene que ser adecuada, eso seguro. Pero el tiempo de vida media “motivadora”, estimulante, de un aumento en la remuneración es corto. Incluyamos en la factura los efectos secundarios y las consecuencias derivadas que hemos descrito: ¿resulta bueno para la empresa? Lo que usted conseguirá es un rendimiento adaptativo de poca duración. Humo de pajas. Pero ¿qué pasará después? Pues “asumir la dirección” significa también no dejarse engañar por la primera impresión, no contentarse con lo aparentemente seguro, sino arriesgarse a un segundo examen. Es todo un absurdo de economía de la empresa aplaudir solo el ascenso de la curva de ventas, mientras que se cierra los ojos ante los costes a la larga, secundarios y derivados: y estos costes son inmensos, por más 183

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ocultos que puedan llegar a estar. Pero quien mira solamente una mitad del asunto no encontrará más o menos la mitad de la verdad, sino que se equivocará íntegramente: la acción motivadora es la causa de los fenómenos que están socavando nuestras empresas por dentro. Así pues, la misma acción motivadora es la enfermedad que ella misma cree curar. Y por eso este será un libro discutible y discutido: es una salida frente al asedio obstinado, inasequible a la provocación, al que nos tienen sometidos esos mecanismos motivadores que, con el grito de guerra “¡pero el hecho es que funciona!”, siempre consiguen maquillar los perjuicios derivados de su actuación, convirtiéndolos en base para la legitimidad de renovadas acciones motivadoras. “¡Pero el hecho es que la gente quiere que la seduzcan!” ¿Seguro? En primer lugar, reafirmarse en esta opinión suele ser, con bastante frecuencia, precisamente eso: reafirmarse. Un modo de ver las cosas “desde arriba” y, por lo demás, muy interesado, ya que la recompensa parece un medio insustituible de control, y raramente alguien busca qué hay en verdad detrás de ella. La disposición psicológica de los colaboradores que, supuesta o realmente, se vuelve cómplice del sistema motivador es una parte de ese mismo sistema, no su disculpa. La gigantesca medida de reeducación que, por medio de la acción motivadora, convierte a todos los colaboradores en drogadictos, consiguiendo así el control sobre sus voluntades, está férreamente calculada. Uno encuentra por todas partes la causa del efecto de la causa del efecto... “¡Pero el hecho es que la gente no conoce otra cosa! ” Entonces ha llegado el momento de hacerse adulto. ¿Qué le impide a usted discutir con sus colaboradores sobre la situación que estamos tratando aquí? ¿Qué le impide crear conciencia al respecto? ¿Y asumir la dirección? Aceptar esta contrarréplica significaría de hecho negar al ser humano la facultad cognoscitiva. Y, en último término, siempre ha sido y será una clara decisión de management el que una empresa quiera realmente o no trabajar con personas completamente lábiles, adictas a la recompensa. 184

Contrarréplicas

“¡Pero el hecho es que tenemos tanto éxito!” He aquí ese orgulloso agarrarse a la rentable tradición, una insistencia que no mostrará el menor interés por conceder al pensamiento disidente el derecho a participar en el debate. Cuando el análisis y la experiencia se contradicen mutuamente, quien vence, por regla generalísima, es la experiencia. Mi respuesta al respecto tiene tres partes. En primer lugar, una tesis, una provocación: 1. Usted no tiene éxito gracias a la acción motivadora, ¡sino a pesar de ella! Naturalmente, esto es indemostrable. A personas que viven siempre en habitaciones cuadradas es imposible contarles cómo es vivir en habitaciones redondas. E igualmente dudoso resulta, de entre los muchos parámetros responsables del éxito, entresacar con todo cuidado justo aquel —a saber: la acción motivadora— que sería su causa principal. Sería una racionalización que no ganaría claridad alguna por más que la gente vuelva a efectuarla una y otra vez. Yo creo, antes bien, estar en condiciones de razonar que las empresas que proceden así son víctimas de su éxito. Mi contrapregunta, entonces, rezaría así: “¿Cuánto éxito habría tenido usted si no hubiese hecho...?” A quien esto le resulte demasiado hipotético le ofrezco una segunda respuesta: 2. Nada pone más en peligro el éxito de mañana que el éxito de ayer. “Solo la experiencia propia tiene la preferencia de la completa certeza”, dice Schopenhauer evitando sabiamente el término “verdad”. “Y, en correspondencia con ello, esta certeza se refiere solo al pasado”, debemos completar la frase. Pero los managers (y no son los únicos) tienden con el tiempo a considerar como el único posible el comportamiento que tuvo éxito en el pasado. Sin embargo, las reglas tomadas de la experiencia se convierten en un lastre una vez han dejado de existir las condiciones del entorno bajo las cuales surgieron –dice el filósofo Henri Bergson. Lo mismo que ocurre con un buen slogan sucede con los éxitos rotundos: puede blo185

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quear la reflexión durante 20 años. Pero al surgir turbulencias en el mercado, muchas empresas reaccionan intensificando sus anteriores procedimientos, en un método psicótico de “más de lo mismo”: más publicidad, más servicios externos, más incentivos... sin entender que han cambiado las reglas de juego y los parámetros competitivos. Una de las mayores dificultades comunicativas en el interior de la empresa es la que se presenta cuando hay que abordar los problemas con criterios propios del presente, no enfocados hacia el pasado: “¡Pero si eso siempre lo hemos hecho así!” Y estas energías de inercia echan raíces tanto más profundas cuanto más éxito haya tenido la empresa hasta entonces. Seguramente sea un ejemplo inolvidable de la trampa del éxito el seguimiento que Bussiness Week, en colaboración con McKinsey y Standard & Poor’s Compustat Services Inc., llevó a cabo sobre aquellas empresas que Peters y Waterman había calificado con un excellent en su libro En busca de la excelencia. En el capítulo Oops! se llegaba al resultado de que al menos 14 de las 43 empresas antes premiadas habían decaído en solo dos años (¡!) hasta el fracaso. Causas principales: dormirse en los laureles del pasado; aplicar de cara al futuro las mismas prácticas de bondad confirmada; falta de sensibilidad para desarrollarse en su entorno social. Sí, la experiencia del éxito es el mayor enemigo del cambio. Howard Ruff dio en una ocasión con la frase justa para expresarlo: No llovía cuando Noé construyó el Arca. 3. Mi tercera “respuesta” es una pregunta: ¿a qué éxito se refiere usted? ¿Al éxito entendido exclusivamente como resultado de explotación representado con cifras? ¿O también al éxito como calidad de vida, diversión, crecimiento personal? Y los miembros de la organización, ¿en cuánto cifran ellos esas cifras, a cuánto asciende el precio anímico y corporal que ellos pagan? Por último ¿hay algunos que paguen más que otros? 186

Contrarréplicas

Si con éxito se quiere decir el puro resultado en cifras, nos estaremos moviendo en el terreno de una lógica corta de miras, aunque sea la que hoy prevalece. Pero existen otras dimensiones del éxito. ¿Qué ocurre con el capítulo de gastos “estilo directivo”, en el que los colaboradores depositan sus pagos cada día? ¿Qué ocurre con los costes psicosociales consecuencia de la devaluación que se esconde tras los sistemas de la desconfianza? ¿Cuánto cuesta la pérdida del respeto a uno mismo? ¿A cuánto ascienden los costes ecológicos que apenas aparecerán en la cuenta de pérdidas y ganancias de las industrias, pero por los que tendrá que pagar la “otra” sociedad? De acuerdo: ningún balance toma en cuenta a cuántas personas se ha hecho felices o infelices. Y los discursos vacío-formales sobre el-ser-humano-lo-primero son siempre una especie de jarana. Pero para las empresas, en la creciente turbulencia y complejidad del entorno es necesario y vital encontrar personas que sean capaces de “actuar para resolver problemas de forma original y sorprendente en cada situación” (Rieckmann), personalidades autorresponsables y capaces de autorregulación. Los mejores colaboradores, por su parte, en estos tiempos de veloz dinamismo en los valores y de disminución del relevo generacional, buscarán, más que nunca, aquellas empresas que les posibiliten un balance personal satisfactorio y en cuya buena fama esté implícita la “calidad de vida”. Así, este modo “blando” de ver las cosas vuelve a convertirse en un argumento de peso para la economía de la empresa. Pues tales colaboradores nos plantearán este tipo de preguntas. “Pero ¿acaso no habrá que motivar en el caso de tareas desagradables?” Eso tampoco vale. Desde nuestra perspectiva, el asunto está así: si hay alguien que haga esa tarea con dedicación, entonces bien. Si no lo hay, entonces tendremos que cambiar la tarea, reorganizarla o suprimirla. “Pero eso suena demasiado simple”, pensará alguno. Y con razón. Pero no veo otra alternativa, si es que queremos abandonar el círculo vicioso de la acción motivadora. Está en un error quien crea que con un truco va a poder escaparse de las consecuencias de la acción motivadora. Pero quien crea que la alternativa que he 187

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propuesto no es realizable en la práctica debería conocer el precio que tendrá que pagar. “La crítica de la acción motivadora se aplicará quizá a los trabajadores de corbata, ¡pero no a los de mono azul!” En efecto, se aplica con toda validez en el caso de managers y especialistas altamente cualificados que se encargan de tareas más bien complejas. Pero ¿por qué no también en el caso de los (y las) que trabajan de azul? ¿Tienen menos respeto por sí mismos? ¿Son menos susceptibles a la desmotivación? ¿No tienden a cobrarse el reembolso? ¿Resulta más barato no tomarlos en serio? ¿No se estará expresando en esta pregunta esa mirada desdeñosa “desde arriba”, que reclama para sí dignidad y sensibilidad, pero que a las personas del otro extremo de la jerarquía las percibe nada más que como una masa inconsciente, amorfa, como “laborales” manejados por control remoto? Un profesor de economía, el suizo Hans A. Wüthrich me contó una experiencia que tuvo en Delta Airlines, en los Estados Unidos. Al analizar un vídeo en el que se veía caer un avión de la compañía, una empleada de limpieza que se encontraba allí casualmente rompió a llorar. Nada podía consolarla de que “su” empresa fuera responsable de la pérdida de vidas humanas. ¿Lo valoraremos en poco? “Pero ¿qué ocurre si trabajo en una empresa en la que durante decenios se ha motivado extrínsecamente?” A partir de un determinado nivel, los managers se ven siempre enfrentados a sistemas integrales y a problemas globales, no solo a ámbitos problemáticos particulares como cuestiones financieras, márketing o producción. De ahí que deban pensar al mismo tiempo en el efecto simbólico de su actuación, en los efectos a la larga y secundarios que se deriven para la totalidad de la empresa, sin olvidarse de los efectos simbólicos dispersos que puedan ejercer sobre la cultura empresarial las decisiones menos importantes e incluso las más nimias. Además, su cometido no es solamente resolver los problemas actuales, sino imaginar situaciones nuevas y mejores, previendo o creando oportunidades y temáticas. En ese sentido, los managers cobran por “nada”: por algo que (todavía) no existe. No cobran 188

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por gestionar el status quo, ni por la cómoda aplicación de recetas ya comprobadas, sino por configurar activamente un futuro incierto, por tentar e intentar posibilidades. Mientras no lo hayamos intentado, eso, que podría llegar a ser una realidad mejor que esta, seguirá escapándose (todavía) a nuestro conocimiento. Solo una vez que nos hayamos atrevido, todas estas reflexiones, sometidas al test de la realidad viviente, quedarán refutadas o confirmadas, y deberán acatar la sentencia. Es un riesgo. Pero una empresa sin riesgo no es una empresa. Y por más que algunas circunstancias de nuestras empresas lleguen a preocuparnos, quien, como individuo, sienta aquí alguna responsabilidad por el conjunto deberá poner cuidado para no deprimirse o, incluso, convertirse en un Michael Kohlhass. Con demasiada fuerza de fijación actúa ya la inercia de aquellos que prefieren callarse sobre lo aparentemente comprobado, antes que hablar sobre lo incierto. Es posible que en el futuro todo vaya a ser vivamente discutido, y, por lo tanto, tomado en serio. No faltarán quienes piensen que estoy exagerando para provocar. Mi exposición es unilateral, dicen, pero lo es porque ellos mismos son unilaterales. Algo intentarán otros para relativizar y trivializar mis afirmaciones esenciales. O bien temerán cualquier movimiento porque si no, supuestamente, todo se vendría abajo. Como quiera que sea, tendremos que unirnos a otras personas para, entre todos, iniciar (de nuevo) la discusión sobre esa estructura sistemática de la acción motivadora que determina previamente toda actuación en nuestras empresas. Despertarnos —lo ha señalado Robert Spaemann—, despertarnos significa ver toda la realidad. Las dudas sobre la capacidad funcional del sistema no caerán en el olvido una vez que hayan aparecido por vez primera. Pero ¿qué haremos si no encontramos partidarios? Aun así: ¡comenzar! Dar un paso al frente ante nuestros colaboradores y decirles: “¡No estoy aquí para motivarles a ustedes! ¡No estoy aquí para mantener alta su moral!” La desesperación y la ineficiencia de la acción motivadora se han manifestado ya con demasiada claridad. Da igual el grado de habilidad o de disimulo 189

El mito de la motivación

con que se emplee el instrumental incentivador: sometida a la acción motivadora, toda dirección, toda con-ducción de personas se transforma en se-ducción. La tarea de dirigir-conducir se transforma en la tarea de se-ducir. El colaborador se convierte en la marioneta de las necesidades accionadas por otros. Su relación con ellas es la del asno con la zanahoria. Pero ¿no estaremos presuponiendo en esta crítica la imagen ideal de un ser humano autónomo que “hace lo que hace” sin que le influyan en absoluto las condiciones marco de su acción? ¿La imagen ideal de un ser humano que da lo mejor de sí porque eso es lo mejor para ella misma? ¿Un ser humano que no necesita ningún incentivo, ninguna recompensa, ningún reconocimiento, ningún elogio? ¿Un ser humano que hace su trabajo exclusivamente por el trabajo mismo? No. En cualquier caso, no lo presuponemos en principio. Para mí se trata ante todo de mostrar las consecuencias de las prácticas motivadoras y evaluar el elevado precio que, en forma de efectos a la larga y secundarios, pagan por ellas cada día los colaboradores, los directivos y la empresa entera. Pues es un error pensar que el problema del desentendimiento podrá resolverse siempre mediante una renovada acción motivadora. La verdad es que ella misma es la que lo desencadena. Por esta razón, la imagen de una personalidad ideal que hemos tratado antes no tiene por qué ser considerada aquí como un argumento a favor de una dirección de empresas completamente libre de acción motivadora. Y por supuesto que los seres humanos son influenciables. Precisamente algunas de las formas más empáticas de ejercer influencia –ayudar, cuidar, amar– no están, en modo alguno, libres de manipulación, poder, seducción y egoísmo. Y tampoco existe nadie que preste sin interrupción un rendimiento siempre sobresaliente. Cualquiera tiene alguna vez una “pájara”. Sin valle no hay montaña. Aquí no es cuestión de exigir en términos de “todo o nada”, pues ya nos advertía Aristóteles: “La esencia de la tragedia política radica en hacer de lo perfecto un enemigo de lo bueno”. Y el antropólogo Robert Ardrey señaló que “mientras aspiremos a lo inalcanzable, estaremos impidiendo la realización de lo posible”. 190

Contrarréplicas

De esta manera, lo que precede no es ningún llamamiento a la pasividad, a perseverar inactivo esperando el advenimiento del nuevo ser humano automotivado e ininfluenciable. Esto tampoco supone el final de cualquier tarea directiva. Pero se trata de que rompamos la fuerza paralizante de la seducción por medio de la fuerza unitiva de las relaciones racionales. Veamos, por tanto, qué es lo que podemos hacer. La verdad es que tampoco nos será muy difícil despedirnos de la acción motivadora: ¿dónde estarían esos paraísos cuya pérdida podríamos lamentar?

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Introducción

Capítulo

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Management de la retribución

¡Desvincule usted “dinero” y “motivación”! El dinero es importante. Es el resultado de las mejores fuerzas que hay en uno mismo y simboliza las estimaciones de valor de los participantes en un intercambio. Ciertamente, en todas partes se ha vuelto chic hacer como que se minusvalora el significado del dinero para la satisfacción laboral; podríamos remitirnos a los cada vez más numerosos estudios que, como contestación a la pregunta “¿Qué es importante para usted?”, señalan para el factor ‘dinero’ un lugar entre los puestos medios y bajos. Pero eso no cambia nada en el hecho de que el dinero atraía y atrae sobre sí un gran interés. Un testimonio no menor de ello es la discusión sobre el tema “retribución por objetivos”, debate en el que hoy ha llegado ya a participar la sociedad entera. Sin embargo, esta discusión —lo cual con bastante frecuencia resulta pasado por alto o silenciado— es cada vez menos una polémica sobre los fundamentos motivacionales de la dirección de empresas, sino que más bien ha nacido de la presión ejercida por los costes, o sea, es una consecuencia de la falta estructural de libertad: si uno no puede desprenderse de los trabajadores flojos en rendimiento, al menos querrá “castigarlos” de alguna manera. En primer término, a los elementos 193

El mito de la motivación

“variables” que se quiere introducir en la remuneración se les pone una nueva etiqueta como elementos “dependientes de objetivos”. Sencillamente, suena mejor. Pero la segunda intención tiene un filo personal: quien rinda poco deberá recibir también menos. Con lo cual bajan los costes. Amenazando con penalizaciones en caso de disminución del rendimiento ¡se pretende aumentar el rendimiento! Hasta la fecha, no ha funcionado nunca. ¡Y si por lo menos se tratase realmente del “rendimiento”, de los “objetivos”! Si preguntamos a los apologetas de el-rendimiento-tiene-que-volver-a-valer-la-pena qué rendimiento es ese por el que con tanta elocuencia abogan para nuestra región económica alemana, veremos cómo el concepto de rendimiento estrecha sus márgenes rápidamente hasta convertirse en un binario “conseguido”/”no conseguido”. No hay más preguntas, señoría. No, eso que pretendían que debería volver a valernos la pena es el “éxito” simple y llano. La polisemia del concepto de rendimiento no les interesa. Y aún menos el proceso de la prestación del rendimiento, pues para eso los señores directivos tendrían que remangarse la camisa. Por lo tanto, a lo largo de la discusión no se trata del rendimiento, sino de éxitos recompensados, fracasos penalizados y del “respiro” que ello da a los costes de personal. Según mi experiencia, vaya esto por delante: al diseñar nuevos sistemas de retribución, en lo que se piensa normalmente es en reducir o redistribuir la suma total de retribuciones de explotación. Entonces, la pregunta que hay que responder ahora vendrá a sonar así: ¿quién determina qué rendimiento hay que retribuir y con qué cuantía? Adivina adivinanza. Si en la década de los 80 las remuneraciones de los altos ejecutivos eran aproximadamente doce veces más altas que el promedio, hoy ascienden aproximadamente a 40 veces el promedio. Antes de que aparezcan los acomodadores ideológicos con sus camisas de fuerza del mercado libre, me apresuro a asegurar algo: no estoy defendiendo en absoluto como principio justo —¡todo lo contrario!— una participación equivalente en los beneficios sea cual fuera el diseño que siguiese. Estoy discutiendo sobre casos extremos: ¿cuándo se 194

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desvanece la legitimidad y cuándo la identidad colectiva que mantiene a una empresa unida como una sola empresa? Otra cuestión completamente distinta es la de si puede “comprarse” la motivación. En lo que antecede, me he esforzado en contestar esta pregunta con un decidido “no”. El profesor de Harvard Alfie Kohn ha mostrado que no se ha publicado en todo el mundo un solo estudio que hubiera probado un aumento duradero del rendimiento por la aplicación de sistemas de incentivos (Punished by Rewards)... en lo cual debe subrayarse la palabra “duradero”. Por supuesto que con dinero pueden conseguirse empujones motivacionales de corta duración (con las correspondientes consecuencias contraproducentes a largo plazo). Las fuentes de una motivación permanente son otras: libre campo de acción, oportunidades de aprendizaje, tareas que planteen retos, amplia información, colaboración en completa confianza, relaciones satisfactorias, casi de amistad, con el jefe y los compañeros, la sensación de poder prestar una contribución plenamente significativa en un entorno laboral totalmente respetuoso y en el que tenga importancia la alegría. En la práctica, esto solo puede significar: ¡Desvincule usted “dinero” y “motivación” ! Problemas fundamentales para el moderno management de la retribución Entonces, ¿cómo diseñar un sistema de remuneraciones? Quien intente dar respuesta a esta pregunta saldrá siempre escaldado. Pues no existe un sistema que pudiera reunir todas las cualidades y evitar todos los puntos de crítica. Siempre tendremos sistemas mixtos más o menos “sucios”, respecto a los cuales cada uno, según sus criterios valorativos, podrá nada más preguntarse si tal o cual de ellos recoge una mayoría de las cualidades deseables. Se tratará siempre de una mezcla entre manejabilidad metódica y equilibrio de intereses. ¡Y aquí no existe la justicia! (lo que no quiere decir que deba permitirse todo). La exigencia de mayor justicia salarial 195

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puede sin duda contar con el aplauso seguro del público, pero, como vacía fórmula programática no resuelve ninguno de los problemas de método conocidos desde hace largo tiempo. No se trata de justicia; se trata de llegar a acuerdos manejables. A lo más que podemos aspirar en todo caso es a la menor injusticia posible. E incluso eso es ya tarea bastante ardua. Y que cualquiera dará siempre a su propio rendimiento una valoración más alta que al de su compañero es un lugar común ya tradicional en esta discusión. Busquemos, entonces, un sistema que arroje el menor número posible de efectos negativos. Para ello, deberemos examinar cuestiones en tres distintos planos lógicos: • Coparticipación o control. • Predominio del corto o del largo plazo. • Resultado individual o resultado en equipo. Resulta claro que la elección de un sistema de retribución no podrá usted desvincularla del conjunto de la cultura directiva de su empresa. Las tradiciones, los sistemas de personal y el grado de madurez de los directivos desempeñan un papel no despreciable. Por esta misma razón, ningún sistema de retribución puede adaptarse simplemente de una empresa a otra. En primer lugar se plantea esta cuestión: ¿qué quiere usted, pagar por rendimiento o por resultados? Rendimiento y resultado —aunque siempre se lo suponga tácitamente— no son lo mismo en modo alguno. En caso de que quiera usted pagar por rendimiento, deberá tener presente todo el entrelazado de interrelaciones entre disposición al rendimiento, capacidad de rendimiento y posibilidad de rendimiento. Deberá tener en cuenta su propia aportación como directivo al rendimiento del colaborador. Deberá hablar con él sobre rendimiento. Sobre causalidades, sobre las posibilidades que su colaborador tiene de influir en los procesos. Todo esto resulta agotador. Y eso que aún no se trata de cuestiones de dirección, sino, simple y llanamente, de retribuciones. 196

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Así que mejor por resultados. Ahora bien: el enfoque por resultados implica expresamente una perspectiva a corto plazo. Además, los resultados —cualquier controller lo sabe— son, en último término, una prestación de las habilidades contables. A lo que se añade que está ampliamente desvinculado de conjeturas causales. Pero aun así: concentrémonos en el resultado, y, en consecuencia, hablemos en lo sucesivo de pago por resultados. La ley básica Recordemos la estructura básica de la acción motivadora: “¡Haz esto, y tendrás aquello!” Hace que la persona se concentre prontísimo en el “aquello” en vez de en el “esto”. Por tanto, comencemos nuestra reflexión con la ley básica del dinero en una cultura directiva responsable y activa: Pague usted a los suyos bien y en regla. Y después haga todo lo posible para que se olviden del dinero Esto es lo más importante. Preocúpese de que sus colaboradores se concentran en su trabajo, en el cliente, en lo que interesa para la supervivencia de la empresa a largo plazo. Y no en el dinero. Solo así asumirán una responsabilidad de calidad y duradera por el resultado de su trabajo. Y esto significa que usted debería dar preferencia a un sistema de retribuciones lo más sencillo posible. Cuanto más aparatoso, detallado y complejo sea el sistema de remuneración, más energías de los colaboradores absorberá. Los sistemas-autoservicio, por ejemplo —y prescindiendo aquí de precisiones técnico-fiscales sobre la optimización del valor monetario neto—, son programas de fomento del empleo para los especialistas que los diseñan. Así la energía se concentrará hacia dentro, fluirá directa hacia la retribución, ocupada en todas las estrategias de mani197

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pulación posibles (“¿cómo obtendré la bonificación más alta?”); una energía que echaremos de menos para avanzar en el mercado y de cara al cliente. Tales sistemas fomentan ante todo la capacidad de probar el rendimiento. Optimizan la inteligencia para sacarle partido a la empresa, pero no las oportunidades de negocio. Y cuanto más estrecha sea la ligazón del dinero con el resultado del rendimiento, mayor será el daño. Diversificación de las remuneraciones ¿Qué significa entonces “bien y en regla”? Bien: según mi experiencia, resulta de ayuda comparar las remuneraciones de empresas comparables. Compare usted sus remuneraciones con las de empresas del mismo sector, de dimensiones parecidas, etc. No compare usted denominaciones de los puestos de trabajo, sino sus cometidos. Un director de departamento en la empresa X no será nunca equiparable a un director de departamento en la empresa Y. A continuación, divida por tres las remuneraciones más altas de entre las comparadas, y pague usted en torno al margen inferior del tercio superior de la comparación. Ahí está el punto que absorberá menos energía. Es lo bastante elevado como para evitar conductas reflejas de huida condicionadas por la retribución, pero no tan elevado como para que los colaboradores se aferren a la empresa por el dinero como causa principal. Si usted paga muy por encima del nivel del mercado, se quedará para siempre con los colaboradores flojos en el rendimiento, ya que en ninguna otra parte obtendrán esas remuneraciones por su rendimiento. En regla: no espero contar con demasiada aceptación si propongo que la remuneración tenga en cuenta la evolución del rendimiento personal del colaborador. Por lo tanto, me quedan los otros cuatro elementos de una retribución justa. En primer lugar, el valor del puesto de trabajo (valor que tiende a ir asociado con el rango jerárquico y que, con cierto chiste, suele concretarse en virtud de la cuantía máxima por perjuicio que pudiera resultar en caso de rescisión). Siguiendo la concepción 198

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lean, muchas empresas han rebajado el número de rangos laborales, ampliando a la vez considerablemente en cuanto a número de colaboradores los rangos conservados. Así se reducen los efectos de diversificación. Junto al volumen de los posibles perjuicios, tienen aquí también su importancia los acuerdos de convenios colectivos y la máxima cualificación adquirida. El valor en el mercado laboral se rige por la oferta y la demanda en los mercados laborales interiores y exteriores. Si solo existen diez personas que puedan ofrecer el rendimiento requerido, esta magnitud será alta, lo cual puede dar lugar (en casos excepcionales) a que la retribución de un colaborador sea superior a la del jefe. Por el contrario, si se produce un exceso coyuntural en la demanda, muchas empresas, al contratar a nuevos colaboradores, tienden a bajar esta magnitud, es decir, los compran “baratos”. ¡Una astucia muy corta de vista! Pues el colaborador se dará cuenta en seguida de que está infrarremunerado en comparación con los más antiguos; sentirá que le han embaucado. Y se vengará. En silencio e inadvertidamente. El mayor problema actual está en la circunstancia de que se piensa que el valor que un puesto de trabajo tiene en el mercado laboral seguirá una línea siempre ascendente a lo largo de una vida laboral. Pero con la creciente flexibilización de las estructuras empresariales (por ejemplo “directivos contratados a plazo”), resulta también pensable un descenso temporal de este criterio de valoración. En conjunto, el valor en el mercado laboral tiene un grado de influencia cada vez mayor en el diseño de una buena política de remuneraciones. De muy distinta manera ocurre con la antigüedad (tanto por edad como por pertenencia a la empresa). Un criterio peliagudo. Los valedores de una concepción binaria del resultado han conseguido recubrir este criterio con una atmósfera anacrónica y polvorienta. Y tienen sus buenas razones para ello; no hará falta ahora que dediquemos nuestra atención a la Administración Pública, una zona que con frecuencia sigue aún estando “libre de rendimiento”. En la actividad económica también conocemos de sobra los sistemas de antigüedad. Cuando un colaborador se queda mucho tiempo en una empre199

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sa, no es raro que saque un provecho desmedidamente mayor de su pertenencia a la organización que de su rendimiento real. Pero el problema es resuelto hoy de otro modo: “Si los colaboradores están aquí mucho tiempo, deberíamos pagarles una buena cantidad. Pero ya no están aquí”. Este cinismo remite a la práctica usual de mandar para casa a los colaboradores cada vez más pronto. Cada vez me encuentro con más empresas en las que no puede verse ya a ninguna persona de 60 años, e incluso tampoco de 50. Uno corre el peligro de que le metan en el mismo saco con todos los archirreaccionarios de este mundo si —como yo— piensa que una organización que no honre los años de alguien por ser tales años tendrá inmensas desventajas. En una organización semejante, usted no podrá encontrar la confianza necesaria para complejas relaciones de cooperación. Además, me he ido haciendo cada vez más escéptico acerca de que el activismo que despliegan los colaboradores jóvenes con miras a hacer carrera marche en una dirección esencialmente igual a la de los intereses de supervivencia de la empresa. Vemos cómo se organizan muchos torneos de exhibición que pretenden, ante todo, hacer brillar al mismo activista. La benévola resignación de algunos de sus compañeros más antiguos tiene también una buena porción de serenidad, lo cual puede resultar un importante fermento en tiempos de turbulencias. Quede claro: de ninguna manera estoy abogando por absolutizar la antigüedad como en Japón o como en nuestra Administración Pública (“Con tiempo, subdirector. Con más tiempo, director”). Pero sí me gustaría saber que este elemento de una retribución justa es tenido en cuenta cuando los demás elementos son comparables. Como último elemento de la diversificación de las retribuciones nos queda el rendimiento. Mensaje para los apóstoles del rendimiento: Dios os mantenga la gracia de que no vivamos en la llamada sociedad competitiva, basada solo en el rendimiento. La gracia de que junto a él rijan aún otros valores, como la pertenencia a algo, la solidaridad, la edad, el respeto a la ley. También usted será viejo alguna vez. Y quizá entonces, 200

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conforme a los criterios de su empresa sobre el rendimiento, se contará usted ya entre los marginal performers. Quién sabe. ¿Puede medirse el rendimiento? “Rendimiento” es una palabra que hace babear a los profetas de las crisis como las golosinas de colores a los niños. “¡Tenemos que pagar por rendimiento!” Pero al preguntarles qué es el rendimiento (¡hágalo usted alguna vez!), vemos aparecer algo así como sangre, sudor y lágrimas. Se quitarán de encima el hecho de que las condiciones marco en las que debe ser prestado el rendimiento contribuyen de modo completamente esencial al resultado del mismo, pues según ellos es una magnitud despreciable o lleva a confusión. Recompensar y castigar: de eso es de lo que se trata. Como cuando educamos niños. La medibilidad del rendimiento es un mito que, probablemente, no conseguirían eliminar del todo ni unos cuantos decenios más de investigación racional. Desde hace ya largo tiempo, se sabe que los aspectos cualitativos del rendimiento no pueden medirse. Igualmente, se ha discutido ya largo y tendido sobre el hecho de que, hoy más que nunca, todo depende de los aspectos cualitativos, no medibles, del rendimiento: ¿cómo podré medir el valor de un “ideal”? El problema se acentúa una vez que la predominante orientación al mercado interior y la optimización de grandes volúmenes han sido reemplazadas por una intensificada orientación al mercado exterior y por la optimización cualitativa. ¿Cómo podré “medir” la calidad que se deriva de las expectativas del cliente? ¿Cómo podré medir la optimización de la fiabilidad? ¿Y la flexibilidad? ¿Y la conducta comunicativa? Pero también el rendimiento de volúmenes, más cuantificable, seguirá dependiendo siempre de las expectativas. La cuestión es el límite de la medición del rendimiento. Y, como bien se sabe, ese límite puede ser manipulado por abajo hasta donde se desee. De esa manera, podré crear rendi201

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mientos aparentes que, en último término, estarán optimizando la utilidad del sistema, pero no las oportunidades en el mercado. “¡Pero una previsión de 98 es algo objetivo!” ¿De verdad? Entonces dirá alguien: “¡En el contexto de la evolución del mercado, 98 es un rendimiento excelente!” Y otro dirá: “¡2 por debajo de la previsión! ¡Un drama!” Y un tercero: “Tenemos que mejorar nuestras estimaciones actuales”. Y un cuarto: “La planificación lo único que hace es sustituir la casualidad por el error”. Una cifra, cuatro observadores, cuatro “mediciones”. Porque también las cifras están sometidas a interpretación subjetiva. Y eso por no hablar del rendimiento de departamentos de logística o de pura tramitación, cuya contribución a los resultados de negocio jamás podrá exponerse en cifras. La medibilidad del rendimiento es una ilusión. Los sistemas que la ponen en práctica no recompensan el rendimiento, sino el grado en que se haya alcanzado objetivos. En la práctica, esto quiere decir: ¡Valorar en vez de medir! Si, con todo, quiere usted absolutizar el principio del rendimiento, le propongo una remuneración en negociación permanente. Lo que tiene lugar al comenzar una relación cooperativa, es decir: la negociación de la remuneración, ¿por qué no seguir haciendo eso mismo después, a intervalos regulares (por ejemplo anualmente o cada dos años)? Nos liberará del tema del dinero, dejándonos la cabeza libre para la tarea, y además se basa en un fair exchange que ambas partes volverán a revisar en plazos prefijados: ¿sigue habiendo equilibrio entre lo que se da y lo que se toma? Si se pregunta a los colaboradores: “¿cuánto quiere usted ganar?”, anunciándoles al mismo tiempo una revisión recíproca y en fechas prefijadas de la remuneración acordada, mi experiencia es que suelen comportarse con un extremo realismo. ¡Dé usted a sus colaboradores la responsabilidad por la remuneración que reciben! 202

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En muchas secciones de la empresa de parafarmacia dm, las remuneraciones son fijadas de nuevo cada año en entrevistas en grupo. Las bandas de guía son cinco parámetros-bisagra en los que tareas concretas tienen asignadas las remuneraciones respectivas. Si un grupo es bueno en la medida en que consiga integrar a su miembro más débil, ¿por qué no repartir el dinero disponible mediante un proceso común de reflexión? Solo la libertad hace responsables a las personas. Un rendimiento impreciso Una remuneración en negociación continua resulta hoy impracticable en muchos casos en virtud del derecho laboral y de los convenios colectivos. Entonces, tal negociación —espero que usted haya seguido mi escepticismo frente a los sistemas de incentivos autorregulados— queda en manos del monopolio interpretativo del jefe. Él es quien tendrá que diversificar según las contribuciones al rendimiento y exponerlas también en la entrevista. Y aquí debemos introducir una reflexión que podría ser de fundamental importancia para cualquier dirección empresarial de colaboradores: El concepto de rendimiento es impreciso: ¡en esa imprecisión radica su eminente utilidad!

La gran mayoría de los colaboradores no ven ningún problema en que el jefe estime en un valor u otro el rendimiento y —quede claro: según criterios puramente subjetivos— haga los correspondientes ajustes de onda larga en las remuneraciones. Pero si usted, presionado por los abonados a la objetividad y a la justicia, desmenuza el concepto de rendimiento en términos binarios, matemáticos, entrará en un delirio analítico que ya no podrá curarle ningún médico no especialista. Y, ante todo, usted en ese caso no podrá ya salir de la orgía de la 203

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justificación. Enarbolando la bandera de la máxima comprensión y de la transparencia, se pone aquí en marcha una objetividad ficticia que producirá denigrantes espectáculos en las dos partes que han de valorar el asunto. Cuanto más diversificado esté el sistema de valoración del rendimiento, tanto más ajeno a la práctica y más impracticable será el concepto de rendimiento. Por tanto (y lo subrayo conscientemente): ajustar las remuneraciones con talante feudal es exactamente lo que mejor se corresponde con la imprecisión del concepto de rendimiento. Seguramente será de ayuda fingir que se está empleando un parámetro-bisagra para los ajustes como si fuera una banda de guía. Pero no es más transparencia lo que hay que exigir al decidir las remuneraciones; no, lo que hay que exigir es menos transparencia. Más aún: si usted, adoptando una práctica muy extendida, vincula un sistema de objetivos acordados y un sistema de retribuciones, estará influyendo, con efectos extraordinariamente condicionantes, en los procesos valorativos que dirigen el comportamiento. En esa situación uno viene a pensar más o menos así: “Si llevo tres sacos de objetivos alcanzados, obtendré cuatro sacos de aumento de sueldo”. En consecuencia, existe el inmenso riesgo de que los colaboradores se agarren a los objetivos acordados. Para no tener que asumir cargas económicas, las personas se concentran entonces exclusivamente en los fines acordados, ignorando corrientes y posibilidades de negocio nuevas e imprevisibles; el apoyo a otras áreas es desatendido y desciende la flexibilidad en la percepción de las propias tareas. El resultado final es la introducción de un concepto de rendimiento, lo cual, sencillamente, no hace justicia a la realidad empresarial, e incluso más bien puede dañarla. Durante un seminario, invité a los managers de una empresa a que pusieran en común sus objetivos acordados, y a continuación les pedí que pensaran en grupo qué pasaría si todos alcanzasen ni más ni menos que sus objetivos. En un cuarto de hora, el resultado estuvo claro: la empresa entera se vendría abajo. Con aquellos managers, la empresa tenía a su disposición un espectro de rendimientos mucho más amplio 204

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de lo que puede reflejar un sistema de acuerdos. Y ¿acaso no es también un rendimiento el carácter constantemente amistoso de un colaborador con el que sus otros compañeros y los demás departamentos trabajan a gusto? Por tanto: acuerde usted el menor número posible de objetivos (cinco como máximo), y este sistema ¡desvincúlelo del sistema de remuneraciones! Que, aun así, el grado de consecución de los objetivos influirá en el ajuste de las remuneraciones pasando por el jefe, eso es evidente. Pero es precisamente en esta falta de transparencia donde radica esa gran ventaja práctica para la vida que solo se niegan a reconocer, obstinadamente, los que vuelan a ciegas guiándose por la llamada “objetividad”. Si se vincula aquí el sistema de remuneraciones, al tratar de cómo ha de juzgarse el rendimiento se estará hablando solo de dinero, y ya no de rendimiento. Se llegará a una priorización condicionante, que hará que las conversaciones no se centren ya en el proceso de creación de rendimiento, de cooperación, de fomento del desarrollo, sino que quedarán definidas como una lucha por el reparto. Los acuerdos sobre objetivos sirven para aunar energías, para crear rendimiento; son lo primero que habría que tener en cuenta para valorar resultados –¡si es que se debe valorarlos en general! Al hablar sobre rendimiento, usted se interesa por cómo surge o no surge el rendimiento, usted toma en consideración influencias que no son responsabilidad del colaborador, usted habla sobre cómo fomentar el desarrollo, usted se ve a sí mismo como una parte del proceso por el que su colaborador presta un rendimiento. Y entonces usted está tomándose en serio su tarea como directivo. Es absurdo que, al terminar un periodo de cooperación, echemos en cara a un colaborador un incumplimiento de objetivos. Las desviaciones respecto a los objetivos no son fallos, sino importantes informaciones para nuestro futuro proceder, para la cooperación, para fomentar el desarrollo de los individuos. Subrayemos esto, pues para mí es importante: orientarse hacia el objetivo como único criterio puede bloquear los procesos de aprendizaje. Esa orientación fomenta más bien una mentalidad monocolor muy limitada. Así, al vincular a la re205

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muneración la consecución de objetivos definidos se estará obstaculizando que las personas piensen, valore, juzguen y asuman responsabilidades por sí mismas, que es lo que desde el otro lado nos están reclamando furiosamente. La desviaciones intencionadas respecto al objetivo son lo que diferencia a los colaboradores listos de los robots. Tales desviaciones tienen siempre sus razones, sea una valoración inadecuada de la situación en la que el colaborador tiene que actuar, sea una alteración en los criterios para medir su acción. Un procedimiento creativo para la ejecución satisfactoria de tareas, independientemente del tipo de actividad de que se trate, tiene tres características esenciales generales: • crea continuamente nuevas categorías, • está abierto a nuevas informaciones, • es consciente de que hay más de una sola perspectiva. Sin embargo, los acuerdos sobre objetivos suelen desembocar en el método pinta-por-números. En lugar de dar al colaborador la posibilidad de que, en su ámbito de trabajo, desarrolle nuevas ideas y las ponga a prueba en el ámbito de su propia experiencia, se sugiere que el objetivo material esté a la vista de todos, así como los medios para alcanzarlo. Con toda seguridad, algo no es este método: motivador. Valoración del rendimiento A la pregunta: “¿aplicar la diversificación de las remuneraciones también a los directivos?”, respondo, por consiguiente, con un “sí”. Los sistemas de incentivos autorregulados llevan a trazar unos límites demasiado estrechos al concepto de rendimiento y a enfatizar los aspectos cuantitativos de los objetivos, lo cual resulta, sencillamente, muy poco práctico y, en las empresas, demasiado reduccionista. Si los objetivos cualitativos han de tener una importancia particular, entonces debe reforzarse la posición del directivo como instancia interpretativa. 206

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Si, aun así, usted persistiera en acoplar mecánicamente valoración del rendimiento y sistemas de retribución, será importante que deje caer, al menos para ir introduciendo el tema, la imprecisión del concepto de rendimiento. Concretando: ¡no se someta usted a sistemas de retribución sofisticados! Limítese a elegir tres categorías valorativas: rendimiento no aceptable-rendimiento aceptable-rendimiento más que aceptable, y deje a los jefes que utilicen el campo de juego que les ofrecen sus presupuestos. Todos los sistemas valorativos tienden a distinguir, al correr de los años, tan solo a los colaboradores excelentes. A ello contribuyen el consenso aplastante de los igualitaristas, el desánimo, la carencia de escrúpulos y el abuso de la valoración del rendimiento para manipular la remuneración. Lo cual lleva, por ejemplo, a que no esté teniendo lugar una auténtica diversificación retributiva por rendimiento. Dado que el pastel se reparte entre demasiadas personas, los performers excelentes siempre obtendrán a la larga una retribución similar al promedio. Un ejemplo: un colaborador estuvo durante 23 años recibiendo valoraciones extraordinarias, hasta que en la empresa se decidieron por diseñar una valoración más fidedigna; antes de dos años, se desprendieron del colaborador aplicando la cláusula de rescisión. El colaborador, que ya tenía 53 años, se despidió con estas amargas palabras: “Si ustedes me hubiesen dicho esto claramente hace diez años, aún habría tenido una oportunidad de buscarme un trabajo en alguna otra parte...” ¿Control o coparticipación? La cuestión central es: ¿qué es lo que pretendo con la diversificación retributiva por rendimiento? Esencialmente se trata de las funciones “control” y “coparticipación”, entre las cuales, si bien no una distinción tajante, sí puede establecerse una diferenciación bastante clara: 207

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1. Control En el contexto de los argumentos aportados en este libro, puede deducirse que sería un camino equivocado el pretender controlar el rendimiento por medio de recompensas/castigos. Con eso no resolverá usted el problema. Controlar el rendimiento es asunto de la dirección. Si un colaborador no presta a largo plazo el rendimiento requerido, tendrá usted que buscar otro puesto en la empresa donde este colaborador se sienta productivo, donde pueda poner en juego sus capacidades. Por lo tanto, usted tiene un problema de empleo del personal. ¡Encuentre para este colaborador una tarea con un valor menor de puesto de trabajo! El problema siempre puede crecer hasta obligar a una separación... si bien es cierto que las dificultades de este tipo tienen su verdadera causa en el desánimo, la incoherencia y la dejadez en la selección del personal, dificultades que, luego, y de manera completamente inadecuada, se pretende parchear por medio de los sistemas de remuneración. Si el colaborador muestra a largo plazo un potencial más elevado de lo exigido en su actual ámbito de tareas, tendrá usted que encontrar un puesto que pueda absorber ese potencial, pues en otro caso el colaborador terminará a largo plazo emigrando hacia la desmotivación. Con una inyección de dinero no resolverá usted el problema de la infraexigencia. Por tanto: ¡reaccione actuando! ¡Resuelva el problema de empleo del personal! 2. Coparticipación Atribuir individualmente resultados y rendimientos resulta hoy altamente problemático en todos los mercados. Además, el clima cooperativo se enrarecerá si usted, con los sistemas de remuneración, convierte en competidores a los miembros de una misma cadena. Por consiguiente, en la era del trabajo en equipo y en red tiene una validez cada vez mayor el principio: si se ha trabajado bien, es que todos han trabajado bien. En tal caso, ha prestado su contribución cualquiera que 208

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haya colaborado con la empresa. No puedo, por un lado, conjurar el espíritu de equipo, mientras que, tratándose de los hechos “duros” de la retribución, insisto en lo individual. Al respecto, encontramos en las empresas con mucha frecuencia increíbles reglamentos expresos que muchos colaboradores perciben como paradójicos y paralizantes. Quien exija trabajo en equipo no puede fomentar la guerrilla individual a la hora de diseñar las remuneraciones. El sistema retributivo suele ser la piedra de toque para la credibilidad de la dirección de una empresa y su compromiso con el ideal del trabajo en equipo. Por tanto, lo mejor es: una participación general en los resultados de la empresa. Asociados en ganancias y pérdidas Aunque en el asunto de la distribución sigan predominando, todavía hoy, posturas ideológicas trasnochadas, en el marco de la competencia entre regiones económicas desaparecen las oposiciones de intereses entre trabajo y capital. De ahí que yo simpatice con una coparticipación que nos permita vivir la empresa como una comunidad solidaria, como un grupo de asociados para el rendimiento en ganancias y pérdidas. Así, el dinero que los asociados reciban de la empresa, independientemente de los resultados no sería más que una retribución mínima. Los salarios y las remuneraciones no tendrían ya qué elevarse mecánicamente cada año. Los costes por remuneraciones reflejarán entonces parcialmente la evolución de la rentabilidad de la empresa. En caso de un mal resultado empresarial, esto puede cobrar importancia como válvula de escape para responder a la crisis: ¡antes disminuir la cuota de coparticipación que despedir a nuestra gente! Pasada la crisis, y permaneciendo estable la plantilla, se producirá una ganancia adicional en costes y continuidad. La decisión de si —dándose un resultado positivo— se debe redistribuir la cuota de coparticipación con criterios jerárquicos dependerá de la propia escala de valores. En cualquier 209

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caso, la cuota de coparticipación no puede llegar a ser tan elevada respecto al total de la retribución, que, en caso de no ser abonada, la existencia material resulte amenazada. Y, por otra parte, tampoco puede ser tan baja que resulte ridícula (por ejemplo, para un manager de alto rango). Un enfoque sobrio del asunto nos recomienda más bien una distribución graduada. Pero en ningún caso estas coparticipaciones deberán estar reservadas solo para directivos, ni siquiera solo para empleados con funciones de gestión. Eso, ciertamente, concuerda con el modelo jerárquico clásico, pero pasa por alto que los directivos solo obtienen resultados a través de sus colaboradores, que el resultado de los directivos es indirecto. Dejar a los colaboradores con las manos vacías es, simple y llanamente, absurdo. Una indicación práctica más: ha demostrado ser de mucha ayuda no dejar que el total coparticipado “se pierda” al mezclarse con los habituales pagos fraccionados por meses. La coparticipación tiene también que ser percibida. Además, no deberíamos minimizar previamente su efecto óptico practicando en ella retenciones. Es recomendable una entrega de la suma total acentuada simbólicamente (por cheque/acompañándola de un escrito/por transferencia especial). Ahora bien: una coparticipación general en los resultados empresariales es inseparable de una política informativa intensiva y permanente. La dirección de la empresa debe informar a todos los colaboradores permanentemente acerca de su evolución comercial. ¡Las cifras más relevantes de la empresa deben comunicarse, por lo menos mensualmente, en intranet! Solo así podrá impedirse que al cierre del ejercicio se tenga una impresión de arbitrariedad o, incluso, de engaño. Por principio, debe aplaudirse la circunstancia de que el capital no se aleje mucho de los fines empresariales. Viéndolo por la otra cara: redistribuir el aumento de productividad por el simple procedimiento de elevar los salarios planteará cada vez mayores problemas. Un camino practicable sería aumentar el nominal de los salarios hasta compensar los efectos de la inflación, y, en caso de darse una buena situación coyuntural, pagar una parte de la retribución como cuotas de participa210

Management de la retribución

ción por beneficios en la capacidad productiva de la empresa. Otro camino serían las acciones de personal, aunque no sea siempre valorado positivamente por el llamado “sector obrero” institucionalizado. Muchos comités de empresa ven cómo con estas acciones se desvanece la oposición amigo-enemigo que les resulta útil políticamente. Un plazo de suspensión que prohíba la posible reventa por al menos cinco años, o mejor diez, garantiza la responsabilidad del titular por las consecuencias a largo plazo. Análogamente, y por lo que respecta a las remuneraciones del consejo de administración, se han conseguido buenas experiencias retrasando los pagos (deferred compensation). Stock options: inefectivas y caras Las stock options están permitidas en Alemania desde mayo de 1998, y disfrutan de creciente preferencia. Casi todas las empresas Dax-30 y más de la mitad M-DAX ofrecen stock options a sus consejeros y altos directivos. Pero un absurdo no es menos absurdo porque todo el mundo hable mucho de él. Los argumentos a favor de este tipo de sistemas retributivos son: la creciente internacionalización de los mercados; el problemático acoplamiento con la práctica retributiva norteamericana en las fusiones transatlánticas; capacidad de atracción en mercados laborales afectados de escasez; ventajas fiscales. Pero el modelo general económico en el que se basa este método tiene raíces más hondas: de nuevo, el punto de partida es el problema de la motivación. Según parece, el trabajo es algo realmente horrible; el aumento del valor de las empresas es un camino de la pasión plagado de espinas, y solo podremos llevar por él a los altos ejecutivos indemnizándoles adicionalmente por los “perjuicios”. Los intereses de los propietarios (los accionistas) y los de los directivos, se dice, son distintos en este momento, pero gracias a las stock options podríamos conducirlos en una misma dirección y con el mismo rumbo. Y, al 211

El mito de la motivación

fin y al cabo, de eso se trata en esto del management (debe de haberse vuelto muy sencilla esta disciplina, me parece). Todo esto supone una alegría para los analistas financieros: en sus recomendaciones para la inversión, se obstinan en valorar los planes de acciones positivamente, y su ausencia, como señal de atraso empresarial. ¿Quizá ha empezado ya la reacción de los accionistas? Entre tanto, contamos con un rico material de investigación (Frey/Osterloh 2000) para formarnos una visión sinóptica de los años 90. Los resultados no podrán sorprender al sano sentido común. Los estudios demuestran, sin excepción, que las stock options no cumplen las elevadas expectativas depositadas en ellas. Dicho breve y bruscamente: no pasa nada, y encima son caras. Ni un solo estudio aporta indicios de que las stock options ejerzan efectos reales para una gestión de negocio exitosa. Incluso en los casos en que el valor de la empresa ha crecido a la par que las stock options, la relación de causalidad no es clara. Con frecuencia, las empresas de éxito se limitan a pagar a sus altos ejecutivos, sencillamente, retribuciones elevadas. Incluso quien durante mucho tiempo ha sido el más combativo paladín de los instrumentos orientados a incentivar, el norteamericano K.J. Murphy, reconoce en su última publicación que no existen indicios de que “el auge de los incentivos basados en acciones haya hecho que los consejeros delegados trabajen más duro, más rápido y más en interés de los accionistas”. Para las subidas en la cotización existen antes otras razones más plausibles: circunstancias externas, crecimiento económico, manipulación de las cotizaciones (recompra de acciones, recorte de dividendos), e incluso la profecía que se cumple a sí misma (la introducción de planes de opciones es interpretada por los mercados financieros como una expectativa optimista de futuro). Las cotizaciones suben sin que la causa haya sido una gestión de negocio exitosa. En cualquier caso, los datos del mercado de capital no demuestran que las stock options sean plenamente eficientes como incentivos. Aún más: hacer depender de stock options la motivación de los colaboradores puede llevar a un fatal desplazamiento en las 212

Management de la retribución

prioridades. Los consejos de administración se ven llevados a alimentar permanentemente los mercados de capital; no tienen ojos más que para la cotización, trátese de las acciones que fuera; compran para provocar alzas; intentan embellecer sus cifras con trucos contables, o bien emiten comunicados alcistas ad hoc. Y descuidan su auténtico negocio. Lo que en época de alforjas llenas quizá funcione se volverá contra la empresa en los tiempos difíciles. Los clientes pueden presionar sobre los precios porque saben con cuánta urgencia necesita la empresa un pedido para no decepcionar las expectativas bursátiles. Managers esclavos de la bolsa. Fracaso de la acción motivadora químicamente puro. Pero si las stock options no pueden justificarse con el argumento de su efecto motivador, ¿por qué entonces están tan extendidas? Noam Chomsky ha explicado así el mecanismo: Las malas ideas quizas no sirvan para los “objetivos expresados”, pero típicamente se convierten en buenas ideas para sus principales artífices. Ha habido muchos experimentos en el desarrollo económico de la era moderna, con regularidades que es difícil ignorar. Una es que los diseñadores tienden a conseguir una situación bastante buena para sí mismos. Por lo tanto, la explicación es completamente simple: porque los top managers lo quieren. Los planes de opciones rara vez reemplazan una parte antes fija en la retribución, sino que son un suplemento a lo que ya se gana. Así es como hay que explicar por qué los aumentos retributivos de los managers norteamericanos han llegado a rozar el absurdo durante los últimos años. Pero también si las bolsas flojean (y en muchas empresas se vuelve a las remuneraciones fijas o bien a los antiguos modelos profit-sharing), estos directivos saben cómo apañárselas: con instrumentos finacieros derivados o mediante recipring de las opciones tras pérdidas en la cotización se reducirá el riesgo de pérdidas. Y también los standards contables le vienen muy bien a este comportamiento verdaderamente “empresarial”: dado que los costes de los planes de opciones no pueden ser contrapuestos a las ganancias de las empresas, así puede uno generarse inadvertidamente unos ingresos adicionales. 213

El mito de la motivación

Por no hablar de las ventajas fiscales en el caso de stock options incondicionales. Charlie Munger, director del ya legendario holding financiero Berkshire Hathaway: “Los métodos para incluir las stock options en el balance como elementos integrantes de la remuneración son defectuosos, corruptos y polémicos”. ¿Cosas de los malvados top managers? No, son personas normales que intentan maximizar su remuneración. Hacen lo que todos harían si les fuera posible. Reprochárselo sería, en cierta medida, poco inteligente. Quien quiera impedir algo así tendrá que cambiar el sistema. Y eso solo pueden hacerlo los accionistas. Pero no se defienden. Al contrario: siguen creyendo ciegamente en la conexión entre los planes de opciones y la motivación de los managers. Una conexión que, en efecto, existe: gracias a las opciones, los top se hacen con enormes patrimonios a costa de los accionistas. Pero si nos tomamos en serio el tema de la motivación, deberemos tener en cuenta los efectos que la creciente distribución retributiva ejerce sobre la disposición al rendimiento de la totalidad de los colaboradores. Por investigaciones muy recientes, sabemos que actuar en un medio en el que se juega limpio y se da un comportamiento correcto es un importante factor motivacional. Percibir que se juega limpio influye sobre la motivación intrínseca. Cuando este juego de equilibrios se disloca desproporcionadamente, ello tendrá considerables efectos sobre la actitud y el comportamiento de los colaboradores. Deberían pensar en ello esos managers que proclaman convencidos su deseo de “tirar de la misma cuerda” con sus colaboradores y exigen un esfuerzo y una identificación “en común”. Con las stock options están rescindiendo esa comunidad. Por tanto, espero que lleguen tiempos en los que los analistas financieros reciban la introducción de planes de opciones con un “¡vendan ustedes!”. La lógica económica estaría de su lado. Esto ha sido lo que yo debía decir sobre el tema “dinero”. Lo manejen de una manera u otra, siempre se cumplirán las palabras de Otto Rehagels: “El dinero no mete goles”. 214

Introducción

Parte tercera Dirigir

215

Introducción

Capítulo

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A. Exigir en vez de seducir

Que cada cual esté motivado es el orden natural de las cosas “De un ser humano, ¿qué podemos... esperar? Cúbrale usted con todas las riquezas de la tierra, húndalo usted en la dicha hasta que le cubra las orejas, hasta que le cubra la cabeza, de modo que en la superficie de la dicha, como en un estanque, solo se vea llegar las burbujitas que suben; asígnele usted una dotación pecuniaria para que no tenga que hacer nada más que dormir, tragar pastelillos y preocuparse por el progreso de la humanidad... Pues bien, este hombre, este mismo hombre, en ese mismo momento, por pura ingratitud... le jugará a usted una mala pasada”. Dostojevskii, para Nietzsche el mayor psicólogo de todos los tiempos, escribió estas palabras, ya conocidas de antes para la sabiduría popular: “Nada es más difícil de aguantar que varios buenos días seguidos”. En medio de la aspiración general a los mimos y al placer sin esfuerzo, ha caído no pocas veces en el olvido algo que no se ha cansado de proclamar la voz, ayer y hoy desoída, de la etología: que las personas son seres motivados. Bajo las condiciones de principios del siglo XX y desde el punto de vista de F.W. Taylor, quizá pudo parecer como si existiera “un instinto 217

El mito de la motivación

innato y una inclinación del ser humano a no trabajar más de lo estrictamente imprescindible”. Las investigaciones de, entre otros, K. Lorenz, I. Eibl-Eibesfeldt y F.v. Cube (que, por lo demás, no se ocupan solo del comportamiento de percas, gaviotas lacustres y macacos rojos) ya no autorizan tal suposición: todos los seres humanos disponen por naturaleza de una energía creativa que apremia para desplegarse. Los seres humanos disponen de un elevado potencial de acción, por lo que hay que entender una capacidad y una disposición esencial para el trabajo. Resultados de la investigación sobre comportamientos Antropológicamente estamos constituidos para realizar una actividad dirigida a algún objetivo. Como seres humanos, poseemos elevados potenciales de acción que buscan irse descargando... si no queremos que se transformen en agresión y tedio. El comportamiento inquisitivo para resolver problemas, la “curiosidad”, caracteriza la verdadera naturaleza de nuestra especie. Activar nuestra curiosidad, sentir la alegría de descubrir algo y el placer de estar actuando: eso es lo que queremos, aunque en ocasiones estas fuentes de nuestra energía parezcan sepultadas. La voluntad de rendimiento está dentro de todos los seres humanos. Así, los investigadores del comportamiento han descrito casos de niños que, a los pocos días de habérseles permitido jugar sin interrupción durante la jornada lectiva, querían por propia voluntad volver a tener clase, ya que esa diversión monocolor se les había hecho demasiado aburrida. Cuando se propone a los monos ciertos ejercicios de habilidad difíciles, el interés de tal ocupación les hace olvidar al momento el hambre y la comida que se les ha ofrecido. Animales a los que, en los laboratorios, se les deja elegir entre lograr su comida por sí mismos mediante determinadas acciones (por ejemplo, presionando una pequeña palanca) y, simplemente, recibirla, prefieren siempre trabajar por ella. 218

A. Exigir en vez de seducir

Martin Seligman, de la Universidad de Pennsylvania, cita en su trabajo de la “competencia” una investigación según la cual los bebés ríen cuando consiguen poner en movimiento un objeto que cuelga de un hilo, y, sin embargo, no ríen si no son ellos los que han causado el movimiento. Según Seligman, esto ocurre porque la capacidad para dominar la situación (nosotros la llamaríamos “voluntad”) hace que aparezcan la alegría y el placer de estar actuando. Lo mismo en la vida profesional: a los vendedores, por ejemplo, les alegrará especialmente un pedido por el que hayan tenido que luchar. No hay ninguna duda: todos buscamos tensión en nuestra vida. Autoevaluación: la moral laboral es alta “Imagínate, hay trabajo y nadie lo quiere”. Esta frase de una canción de comienzos de los años 80, que parodiaba el aumento del paro en la República Federal de Alemania, era humorística solo hasta cierto punto. Pues, aunque solemos hablar de “ofrecer” y “aceptar” trabajo, los enfoques de la etología han demostrado la imprecisión de tales denominaciones, desenmascarando ese engaño de decir “prestación” mientras se estaba pensando en la “contraprestación”: el trabajador no toma trabajo, sino dinero; el trabajo lo toma el supuesto “dador” del trabajo, el empresario. El nuevo enfoque radicaba en reconocer que las personas no solo toman dinero, sino que también quieren dar su trabajo. Hans Thomas escribe con toda razón: “Aquellos que pretendían prestar un servicio a la dignidad humana exigiendo que el trabajo fuera cada vez menor han llegado hasta el límite en el que se enfrentan a los que quieren más trabajo del que tienen. Se encuentran ante un dilema: quieren abogar por un derecho fundamental al trabajo, pero, al tiempo, desean cada vez menos trabajo”. Reacapitulando los resultados de la investigación del comportamiento, obtenemos: la práctica de la acción motivadora parte de una suposición fundamental falsa. ¡El déficit motiva219

El mito de la motivación

cional no existe en principio! Y la ignorancia de este hecho etológico trae consigo graves consecuencias. Pero por supuesto que los técnicos motivadores saben bien de qué hablan, pues, en efecto, nadie puede negar la existencia de esas multitudes de colaboradores desmotivados. Pero ¿dónde está la causa y dónde el efecto? Lo que yo pretendo recalcar es que son víctimas de su propio éxito. Y, una vez que lo han sido, entonces por supuesto que tienen, finalmente, razón. Se atribuye a Pavlov la frase: “La motivación es la nueva forma de la explotación”. Solo muy en parte comparto ese punto de vista. “La motivación es la nueva forma de mimar”. Esto me parece más adecuado. En este punto, habrá lectores que no den crédito a lo que están leyendo: la postura que he presentado aquí, ¿termina defendiendo que dirigir es hacer restallar un látigo basándose en los hallazgos de la etología? ¿Es esto una restauración bajo cuerda del brusco “el-colaborador-puede-si-le-da-la-gana”? De verdad que me resulta sorprendente: no he visto aún una sola encuesta a colaboradores en la que un enunciado del tipo “Yo calificaría mi moral laboral como elevada” no haya sido contestado afirmativamente en más del 90% de los casos, incluso habitualmente por encima del 95%. En las encuestas que tengo delante ocupa, con mucho, el primer lugar entre todos los resultados positivos. Y, sin embargo, sigue motivándose sin descanso. ¿Tan descomunal esfuerzo solo para cubrir un déficit motivacional de menos del 10%? ¿Cargar al 90%, y más, de todos los colaboradores con la sospecha de la desconfianza, solo para volver a meter en vereda a menos del 10%? Pero la sospecha ha calado demasiado hondo en los valedores de la cultura incentivadora, como para que ahora concedan credibilidad a los resultados de estas encuestas. “¡Una coartada!”, dicen (dando quizá a entender, involuntariamente, algo verdadero: es posible que, de hecho, los colaboradores pretendan “escapar” a los esfuerzos motivadores de sus jefes), y luego: “¡Es una verdad subjetiva!” En efecto, es una verdad subjetiva. Pero la palabrería que la pone en duda está presuponiendo que hay alguien que sabe 220

A. Exigir en vez de seducir

“objetivamente” o “mejor que nadie” qué es “realmente” la moral laboral. Alguien que define la “verdadera” moral laboral alta, situándola por regla general un poquito más alta de donde la sitúa el encuestado. Esta actitud, de modo no expreso, acusa a los encuestados de una autoevaluación falsa, y está segura de poseer el verdadero criterio de medida. Eso tiene sus consecuencias. Como poco, la de poner en marcha un mecanismo que transmitirá al colaborador la idea de que la disposición al rendimiento que acaba de manifestar es algo con lo que no se puede contar y que tendrá que recibir siempre nuevos estímulos. Pero ¿de verdad cree alguien en serio que un número significativo de colaboradores va a dejarse convencer de que su autoevaluación es errónea y de que sus afirmaciones tienen solo una validez relativa? ¿De verdad cree alguien en serio que los colaboradores dejarían que, impunemente y a largo plazo, se les motive hasta más allá de lo que ellos perciben subjetivamente como el umbral de una moral laboral alta? Que cada cual esté motivado es el orden natural de las cosas. Esto será difícil de reconocer para más de uno. Pero no solo por razones etológicas se nos plantea esta cuestión: ¿no tendría mucho más sentido creer, sin más, a los colaboradores cuando manifiestan su disposición al rendimiento y a continuación... exigírsela? Consideremos una vez más el fenómeno de las empresas sin ánimo de lucro, cuyos responsables, de hecho, suelen realizar un trabajo excelente. Estoy pensando en Greenpeace, Amnistía Internacional, la Cruz Roja, en tantas otras iniciativas caritativo-eclesiásticas y, sobre todo, en los millones de ciudadanos que trabajan como voluntarios, con dedicación muchas veces intensísima, en la organización de deportes populares. Son ejemplos de la esencial voluntad de rendimiento que muestran las personas... cuando encuentran un campo de acción en el que tenga sentido para ellas una dedicación completa. A estas organizaciones no les faltan ni miembros, ni pegada, ni éxito. Como es patente, ponen a disposición de las personas “campos de juego” en los que resulta divertido “jugar” y en los que siempre puede casi palparse la respuesta a la pregunta por el 221

El mito de la motivación

“¿para qué?” Daniel Goeudevert, antiguo miembro del consejo de administración de Ford y de Volkswagen, refiere la frase del representante de una gran organización caritativa de los Estados Unidos: “Antes exigíamos poco a nuestra gente porque les podíamos pagar poco. Hoy no les pagamos absolutamente nada y les exigimos mucho”. Dimensiones del rendimiento Consideremos ahora las tres dimensiones cuya suma da lugar al rendimiento: • Disposición al rendimiento • Capacidad de rendimiento • Posibilidad de rendimiento Si distribuimos estas tres dimensiones entre la responsabilidad del colaborador y la del directivo, la etología es inequívoca al respecto: la disposción al rendimiento —que es la que la acción motivadora dice elevar— cae esencialmente dentro de la responsabilidad del colaborador. Como si dijésemos, este la trae “de casa”. Pero incluso aunque la etología no hubiera llegado a resultados concordantes con esto, habría llegado también el momento de que el management tomara una clara decisión, el momento de la voluntad de configurar la debida cultura empresarial. Y ello porque toda acción motivadora acaba quitándose el disfraz y revelándose como desmotivación: la disposición para rendir es asunto de cada uno de los colaboradores, no del directivo. Por supuesto, el directivo también ejerce cierta influencia sobre la disposición al rendimiento de su colaborador (y, por desgracia, una influencia más bien negativa, como habremos de demostrar). Sin embargo, mal aconsejado estará si piensa que es su deber estimularla o, lo que es más, que puede mantenerla en un nivel superior a través de un periodo prolongado 222

A. Exigir en vez de seducir

de tiempo y contra la libre voluntad de rendir por parte del colaborador. Cuando el directivo se crea obligado a asumir “motivando” responsabilidades por la disposición al rendimiento, estará invadiendo un ámbito que no es de su competencia, lo cual consumirá sus fuerzas y, por lo tanto, tendrá efectos desmotivadores. Ya lo hemos demostrado. En todo caso, es cierto que la motivación del colaborador se esfuma en la medida en que el directivo ponga en duda la disposición al rendimiento de aquel e intente aguijonearla. Este es el preciso sentido en el que afirmamos que hay que descargar al directivo de la tarea de una acción motivadora siempre renovada. El fracaso de la acción motivadora salta a la vista de manera particular cuando uno repara en que el rendimiento se produce siempre por la acción conjunta de las tres dimensiones, mientras que la acción motivadora —¡y esto es de una extraordinaria importancia!— apunta nada más que a una de ellas, a saber: la disposición al rendimiento. Un gasto gigantesco para un pequeño objetivo. No podré nunca decirlo con la claridad suficiente: toda acción motivadora apunta exclusivamente a la disposición al rendimiento. ¡Sus instrumentos no captan las otras dos dimensiones del rendimiento! Pero cuando, en caso de rendimiento débil, las causas radican en la carencia de capacidad de rendimiento o, incluso, en la ausencia de posibilidad de rendimiento, todo el aparato motivador funcionará a toda marcha sin conseguir el menor efecto. En sentido positivo, no cambia nada en la situación. Al contrario: destruye —como hemos mostrado— incluso aquello que quizá siga todavía intacto: la disposición al rendimiento. A veces resulta difícil no escribir sátira. Exigir Hay que recordar algo que yace sepultado bajo los escombros de la acción motivadora: el derecho del directivo a plantear exigencias claras, llegar a acuerdos y controlarlos. El directivo tiene el derecho a que los acuerdos y los contratos laborales sean 223

El mito de la motivación

respetados, y a exigir rendimiento sobre la base de unos objetivos definidos. Tiene el derecho (¡y el deber!) de reclamar y criticar abiertamente en caso de que alguien no mantenga lo convenido (“abiertamente” significa “con claridad” y “sin subterfugios”, de ningún modo ”jugando sucio” o “con grosería”). Tiene el derecho a sacar consecuencias y actuar al respecto. Pues no puede ser que una empresa, al producirse rendimientos débiles, se contente con satisfacer un torcido sentido de la justicia por medio del automatismo de los bonus/malus, primas no abonadas u otros sistemas autorregulados de penalización. Es tarea del directivo averiguar cómo es que no se ha prestado el rendimiento acordado (incluyéndose a sí mismo como posible factor inhibidor del rendimiento). Si no, ¿cómo justificarán los directivos su existencia? Además, un directivo —y esto creo que debe ser especialmente enfatizado— puede acordar con el colaborador que este preste un rendimiento que, propiamente, no quiere prestar voluntariamente y por propia iniciativa. Pero no debería “seducir”, no debería, en palabras de Eisenhower, intentar engañar al colaborador haciéndole creer que él mismo es quien “lo quiere”. Viendo la cuestión en conjunto, me parece que una clara relación de exigencia entre directivo y colaboradores está considerablemente más orientada al rendimiento y es más coherente que los sistemas autorregulados de recompensa-castigo. Es más coherente en interés del rendimiento. Estaríamos entendiendo literalmente la palabra “dirección”. Si alguien cree que mi propuesta desembocaría en una suerte de apostolado social y en formas sociales de difuso igualitarismo, no ha comprendido nada. Lo que me interesa, antes bien, es el restablecimiento de la dirección como dirección. Todos quieren que el directivo sea un activo emprendedor. Pues bien: al emprendedor se le llama emprendedor porque emprende algo, y no porque permanezca pasivo. También W. Bennis y B. Nanus, en su muy citado libro Directivos, describen como ejemplo a los que no miman, sino que retan. Como testimonio de ello citan a Edwin Land, fun224

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dador de Polaroid: “Lo primero que uno hace por naturaleza es dar al interesado la sensación de que la tarea de que se trate es muy, muy importante y casi imposible de dominar... Ese el aguijón imprescindible para hacer fuertes a las personas y ponerlas espiritualmente en el camino acertado”. Pero ¡no! Así no. En estas palabras continúa viviendo el mismo espíritu del engaño, del proceder a dos bandas, de la seducción. No es una exigencia clara, sino simple y llana mentira. Dicen también Bennis y Nanus: “La confianza es el lubricante que mantiene en marcha las ruedas de una organización”. Sí. Pero en cualquier caso: del modo antes citado, jamás sería posible la claridad entre directivo y colaborador, jamás sería posible la confianza en unas exigencias realistas y adecuadas como base para acordar el rendimiento. Por tanto, me parece que es mucho lo que ganaríamos reemplazando por una clara relación de exigencia esa práctica motivadora, con su oculta devaluación y sus numerosos y desconocidos efectos secundarios que la hacen contraproducente. Tomar acuerdos Dirigir es difícil. Sobre todo, cuando no se reconoce con exactitud este hecho. En tal caso, suele echarse mano de manuales de dirección del tipo How to... Y casi siempre decepcionan. Pues han sido escritos renunciando a tener en cuenta el requisito más importante: la personalidad individual de todo directivo. Y no existen mil páginas de teoría de la dirección en las que quepa ni de lejos la complejidad del día a día directivo. En este, no hay consejos a priori buenos o malos. Lo que funciona para uno, y por tanto es “bueno”, se convierte para el otro en un paso en falso. Todo lleva en sí mismo su propio contrario; todo tiene sus lados oscuros, todo tiene consecuencias no deseadas. Mi opinión es que resultará mejor en cualquier caso intentar una estimación previa del comportamiento individual del directivo en cualquier situación, llevándola lo más lejos 225

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posible (hasta un segundo y un tercer nivel de repercusión). Y entonces, decidir conscientemente. Me parece que exactamente ahí radica el arte de la dirección. Entonces, las cosas acontecerán tal como yo he elegido que acontezcan. Y hay algo que ya no podré hacer en ningún caso: quejarme de que dirigir es difícil. Dado que no suele prestarse atención a esto, van ya escritas entre tanto unas cuantas bibliotecas sobre la dirección de empresas. Entre las publicaciones habrá, seguramente, mucho digno de saberse y útil. Mi escepticismo lo despiertan los llamados estilos directivos y las técnicas directivas. Al elaborar los procedimientos, cargados con una alta eficiencia económico-ética, que se ofrecen bajo tales títulos, suele haberse pasado por alto que, en un abrir y cerrar de ojos, se volverán imitables, como si dijésemos “de libre elección”. Los estilos directivos reciben entonces un manejo no muy diferente al de cintas de vídeo: uno las pone en el aparato, las mira por encima y, si le gustan, “sigue”. Ahora bien: si es que hay un asunto en general del que se ocupen intensamente los directivos, ese es, por condicionamiento profesional y a partir de una edad aproximada de 30 años, el saber sobre la comunicación y la dirección de personas —en una edad en la que muchas maneras de comportarse están ya sólidamente acuñadas y en la que los patrones de conducta que hasta el momento se hayan manifestado como “exitosos” (¡pues así es como se ha ascendido!) estarán cargados con una gran energía inercial—. Si a ello añadimos que la idea de un estilo directivo presupone en cierta manera un “modelo único” de colaborador, que naturalmente no existe jamás, entonces resulta claro que limitarse sin más a copiar estilos de dirección no puede hacer justicia ni a las individualidades del directivo y del colaborador ni a la complejidad de la realidad. Y, para mí, muchas de estas cosas nos “dirigen”, al pie de la letra, “demasiado lejos”. Lo que yo pretendo desarrollar ahora y en lo sucesivo es considerablemente más sobrio y limitado (¡aunque no más fácil!) que la mercancía ofrecida al asombro general, sobre todo en la literatura de management norteameri226

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cana. Pues he ido llegando cada vez más a la convicción de que —si por una vez prescindimos de lugares comunes como la amabilidad y la cortesía— solo está justificada una dirección que se reduzca a algunas funciones estrictamente delimitadas, y toda dirección que sobrepase esta frontera lesiona la dignidad humana y, por tanto, es inadmisible. Y a la convicción de que esta dirección de mínimos tiene tanto éxito como razón. Aunque ahora en algunos lugares hagan sonar las campanas por el “fin de las estrategias”, entre estas pocas funciones me parece que ha sido y es la más importante esta: llegar a acuerdos sobre el rendimiento y controlarlo. Una y otra vez, resulta grotesco contemplar a directivos quejándose de la falta de rendimiento de sus colaboradores (en la mayor parte de los casos se están refiriendo a su disposición al rendimiento), cuando solo en casos muy raros son capaces de formular en términos positivos cuál vendría a ser realmente el rendimiento elevado que ellos exigen. ¿Qué significa eso de un 100% del rendimiento acordado? Además, hay estadísticas que demuestran que los directivos de todos los niveles jerárquicos tienden a valorar como elevado el propio rendimiento y a minusvalorar el de otros colaboradores, pues creen haber prestado una contribución decisivamente mayor al éxito de la empresa. Paradójicamente, siguen alimentando la creencia, todavía muy extendida pero carente de todo fundamento, de que existe una conexión entre trabajo, rendimiento y remuneración: de manera que, en efecto, las remuneraciones altas motivan para realizar particulares esfuerzos. El rendimiento no es un absoluto. El rendimiento está en función de las expectativas. El éxito de una campaña de ventas, por ejemplo, depende mucho de cómo resalten los resultados efectivamente alcanzados frente a las expectativas de la dirección de la empresa. Tales expectativas debe definirlas el directivo y acordarlas con el colaborador. Y lo mismo da que se trate de “hechos duros”, en términos de cifras de ventas u otros aspectos similarmente cuantificables, o de hechos “blandos”, como conductas u otros elementos accesibles a una estimación más bien cualitativa: lo que necesitamos son procesos de co227

El mito de la motivación

municación y negociación que funcionen generando de continuo acuerdos aceptables por igual para ambas partes. Desde este punto de vista, los departamentos de personal, que suelen ser poco más que la oficina del censo de la empresa, tienen ante sí la tarea de crear estructuras que permitan un acuerdo lo más individualizado posible sobre prestaciones y contraprestacines. “Ya me lo sé; nosotros lo hacemos desde hace mucho. Nosotros lo llamamos MbO —Dirección por objetivos—, y es algo muy viejo”. Sí, así es: algo muy viejo. Pero jamás he tenido la experiencia de que, acordando con un colaborador mío algunos objetivos y llegando entre ambos a un compromiso claro, me haya surgido alguna razón para motivarle adicionalmente. O bien me tomo a mis colaboradores en serio, y entonces son capaces de tomar acuerdos; o bien no me los tomo en serio, y entonces no necesito ningún acuerdo y puedo ahorrarme el esfuerzo de discutir. Pero la dificultad se halla en otra parte: se dice “dirigir consensuando objetivos”; pero lo que eso suele significar es “dirigir ordenando objetivos”. Los directivos en la cúpula empresarial suelen imponer a sus directivos de nivel medio objetivos financieros a plazo extremadamente corto. De esta manera, lo único que en realidad consiguen es traspasarles los costes de sus urgentes aspiraciones a un resultado visible en forma de dinero, responsabilidad que irá pasando de mano en mano. Al final no suelen quedar más que órdenes de alcanzar ciertas cifras. “Nuestro director de grupo llega a la sesión de planificación con una cifra de ventas inamovible que tenemos que conseguir como grupo. A su vez, él la ha recibido de su superior. Lo que nosotros todavía podemos negociar es cómo repartirnos la cifra total. Nuestras experiencias en el mercado no tienen ninguna importancia a la hora de confeccionar la cifra del plan”. Palabras de un experimentado colaborador externo que, encogiéndose de hombros, acepta todo esto como parte del juego. ¿Motivador? Prefiero en este punto no entrar en los procesos técnicos, puesto que lo que me interesa ahora ante todo son los efectos de objetivos puramente “superiores” en cuya formación no ha intervenido el colaborador. En cualquier caso, nunca se esti228

A. Exigir en vez de seducir

mará demasiado la importancia de tales efectos. En el nivel psicológico se está expresando con ello una minusvaloración, un no-tomar-en-serio, que devalúa al colaborador y, además, tampoco se detiene ante el directivo, que se convierte en un mero capataz. Quien como directivo crea que debe limitarse a ordenar objetivos, sin negociarlos con su colaborador como asociado, tendrá que cargar con las consecuencias. El objetivo que consiga así será quizá un rendimiento adaptativo del colaborador. Pero jamás obtendrá su completa aprobación a estos objetivos, un “sí” íntegro, que salga del corazón, pues eran y seguirán siendo los objetivos del jefe, no los suyos. El colaborador quizá diga “sí”, aunque quiera decir “no”. Esto y solo esto es la raíz de todo estrés, de toda des-identificación. Así surge de hecho el déficit motivacional. Management consensual Decidir significa separar unas posibilidades de otras. Quien crea que debe decidir a solas estará, con demasiada frecuencia, separándose de sus colaboradores. En lugar de eso, lo que necesitamos es un management consensual, decisiones que se apoyen en el consenso, no en el poder. “Con-senso” significa “sentido compartido”. Lo que necesitamos son directivos que se tomen en serio como asociados a sus colaboradores, pudiendo llegar con ellos a un consenso, a un compromiso; directivos que no polaricen, sino que integren; que no excluyan, sino que incluyan. Componer en vez de imponer. Lo cual significa, seguramente, prolongados procesos decisorios con grandes gastos de tiempo y energía, en los que habrá que tener en cuenta el mayor número posible de puntos de vista, para así decidir sobre la base de un consenso amplio. A quien diga que se gastará demasiado tiempo en ello, le contestaré que, sin este consenso, lo único que estaríamos haciendo es demorar el momento de emplear el tiempo, que tras la decisión deberemos invertir en quejas y lamentos y en arreglos di229

El mito de la motivación

versos, por esta sencilla razón: ¡una acción sin la completa aprobación de todos los afectados se desarrollará en peores condiciones! Un juego abierto con un final abierto, en el que actores soberanos cierren recíprocamente contratos libres o entren en relaciones de intercambio: tal parece ser el futuro de las relaciones en una organización. Con ello quiere decirse tomar acuerdos sobre objetivos en un proceso a contracorriente, que ni aprueba los objetivos de manera puramente democrática, ni tampoco los ordena autoritariamente desde arriba, sino que los acuerda como resultado de un enfoque elaborado en común. Si existen acuerdos claros de este tipo, no hay problemas de motivación.

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Introducción

Capítulo

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Digresión: Dirigir mediante el diálogo omunicación” ha llegado a convertirse en un lema muy “Cpresente en nuestra sociedad moderna. Todos hablan de ella —también los directivos—, aunque con demasiada frecuencia están refiriéndose solamente a la “información”, una comunicación a medias, una versión unidireccional de la auténtica (y bidireccional) comunicación. Y, dado que hablar “unos con otros” resulta realmente tan dificultoso, podemos aprender “tecnicas” de comunicación en los correspondientes trainings... lo cual es un afán sin demasiado sentido si uno se limita solamente a eso sin tener en cuenta su actitud interior al respecto. Para hacer más tangible qué es esta disposición interior, resulta de ayuda pensar en el par lingüístico “monólogo-diálogo”. Monólogo significa, según el mismo término, hablar consigo mismo; diálogo significa hablar varios, o aún mejor: hablar dos. Esta es una determinación más bien formal. Todavía no expresa nada sobre una disposición interna, “dialogante”. Esta significaría en principio: comprender mejor el lugar donde se halla el otro al escucharle atentamente. Max Frisch dice sobre ello: “Todo intento de darse a otro en comunicación puede resultar solamente con la benevolencia del otro”. Se trata, por tanto, de un escuchar “benevolentemente”. Pero quedarse ahí supondría dejar que la cuestión siguiera dentro de lo puramente formal. La ciencia de la comunica231

El mito de la motivación

ción ha demostrado convincentemente que mucho de lo que llamamos realidad se escapa de la observación del individuo. La verdad es lo que nosotros tomamos como verdad. De ahí que todos vivamos en provincias interpretativas, con ciertos patrones de comportamiento que no son diferentes a los que siguen los niños cuando decimos que “extrañan”. El miedo a lo extraño excluye esa parte de la realidad que un otro está ofreciendo. Una disposición dialogante real significa reconocer que el individuo nunca puede percibir como verdadera más que una sola porción de la realidad. Pero no solo la percepción, también todas nuestras valoraciones son siempre demasiado profundamente subjetivas y están determinadas a partir de experiencias personales. Nunca forman más que una sola parte de la “verdad”. Según mis observaciones, sin embargo, aquellos superiores que insisten en recalcar su individualidad, la singularidad del individuo (mientras que, con más que demasiada frecuencia, se están refiriendo a la perseveración en sus rutinas), lo que hacen es justamente aferrarse a criterios de valor “objetivos”, válidos para todos. La mejor condición para que surjan malentendidos: todos son como yo. Todos perciben como verdadero lo mismo que yo. Todos lo valoran también como yo... Exponer una opinión como tal opinión ya es bastante difícil de por sí, pero exponerla además como la única correcta... cae ya en la ridiculez. Disposición dialogante significa, por tanto, reconocer la fundamental diversidad de dos seres humanos al percibir y valorar y convertirla en punto de partida de la conversación. Partiendo de esta disposición, la contribución del otro a la conversación es entonces una oportunidad, aunque —o precisamente porque— quizá no coincide en absoluto con mi propio modo de ver las cosas. Una contribución a la perfecta integridad de la imagen general: un enriquecimiento. El diálogo amplía nuestra imagen del mundo. No por casualidad, la expresión griega “di-a-logoi” se traduce también como “origen del mundo”: por medio del diálogo surge el mundo. 232

Disgresión: dirigir mediante el diálogo

Un comportamiento dialogante Significa tener curiosidad, afán de algo nuevo; significa pensar y hablar incluyendo, permitiendo. Significa, cuando menos, no quitarnos de encima el modo ajeno de ver las cosas con la observación “¡Pero mírelo usted objetivamente!” Significa también no acudir a una reunión con una opinión preconcebida (que equivale ya a una decisión “inamovible”). Significa no querer imponer la “única” solución “posible” de algún problema. Significa estar esencialmente abierto a posibilidades de acción alternativas. Puede que además de las alternativas A y B haya otra alternativa C. Deponer una actitud interna escondida, a saber: “¿Cuándo saldrá por fin de ti pensar y actuar como a mí me gusta?” Quien como directivo quiera imponer el propio modo de ver las cosas como el único que lleva a la “salvación” habrá separado esta de las demás posibilidades... con lo que quizá se habrá separado también de su colaborador. No es ni bueno ni malo, sino que tiene sus consecuencias, pues reduce las posibilidades económicas sin que sea necesario. Debido a la complejidad de nuestro mundo vital y a la velocidad de su incremento (¡sabemos menos cada día!), los espacios vacíos que surgen son presa para la obligación de poner etiquetas, a la que solemos enfrentarnos con prejuicios de esos que exponemos hinchando los carrillos. En conjunto, la proporción de prejuicios presentes en las decisiones está aumentando dramáticamente. Pero yo también puedo ampliar mi horizonte decisorio. Dialogando. Tomando en cuenta muchos modos diferentes de ver las cosas. Me parece que las empresas no pueden evadirse de la tarea de distribuir mejor el saber para que así haya más cabezas implicadas en la búsqueda de soluciones; incluyendo aquellas a las que hasta ahora no se confiaba tradicionalmente ninguna decisión porque se pensaba en téminos de cualificaciones. Quiero decir claramente que manifestarse a favor de un pensamiento y una acción dialogante no se debe a ninguna suerte de “apostolado social”, sino que se trata de eficiencia y productividad, incluso, quizá, de nuestra supervivencia económica. Con todo, solo hay que dar un pequeño paso para 233

El mito de la motivación

burlarse del gasto de tiempo que supone el ideal del diálogo. Pero quien lo discuta debería reparar en que hay que añadir en la cuenta el tiempo que se pierde por conversaciones no mantenidas. Así, no es infrecuente que el tiempo ahorrado en decisiones rápidas y tomadas a solas haya que reinvertirlo luego en gastos de reparaciones. Malentendidos, transmisiones de información defectuosas, cumplimiento insatisfactorio de tareas debido a la poca claridad de los objetivos, trastornos y malos humores en la relación jefe-colaborador son otras consecuencias adicionales de una rapidez solo eficiente a primera vista. Pero, ante todo, algo no se conseguirá así: ¡un auténtico compromiso! Una costosa pérdida de tiempo. Y ¿quién tiene hoy tiempo que perder? De esta manera, otros modos de ver las cosas son situados por la disposición dialógica dentro, no fuera, de su propio terreno; esta disposición vive del abierto intercambio comunicativo y fomenta resoluciones tomadas sobre un consenso amplio. La disposición dialógica concentra todas las energías para componer: y no está obligada a agotarse en el imponer. De ahí que, en el nivel de las conductas, dirigir dialogantemente signifique: • Invitar a la conversación. Ir a buscar al otro; ser su huésped. Y plantear las preguntas acertadas. • Respetar la simetría formal en la conversación. • Desarrollar una comunicación reversible: “Yo puedo decirle lo que usted también puede decirme a mí”. • Tener en cuenta el mayor número posible de modos de ver las cosas. • Tomar resoluciones basadas en un consenso amplio. ¿Cuándo, entonces, puede usted estar seguro de que se ha dado un auténtico diálogo? Cuando usted salga de la conversación siendo distinto de cuando entró en ella. Tal es el criterio de bondad del diálogo. Un diálogo del que usted salga sin haber cambiado no ha sido diálogo. Pues nadie tiene arrendada para sí toda la verdad. En la entrevista de admisión, algunos candidatos dicen: “He aprendido a resolver problemas yo solo”. Si se dirige de forma dialogante, tendrán que reaprender. 234

Introducción

Capítulo

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B. Evitar la desmotivación

Respecto a la disposición al rendimiento, solo podemos obstaculizarla Las personas están motivadas. La motivación no puede aumentar sin inmensos costes a la larga y secundarios para todos los implicados. Cuando el colaborador no presta el esperado rendimiento, entonces algo le ha desmotivado. O puede que la carencia esté en la capacidad de rendimiento o en la posibilidad de rendimiento. Pero ¿qué hacer cuando las agencias de viajes ya no puedan ofrecer más destinos atractivos para los “tours-soborno”? Respuesta: ¡cambiar el billete y emprender el vuelo con el pensamiento! Y, por ello, la cuestión es distinguir entre lo que destruye una fructífera cooperación en la empresa y lo que sirve para que la vida se desarrolle en ella. Pues la acción motivadora llega siempre demasiado tarde. No se puede motivar al desmotivado. Solo se puede hundirle aún más abajo en su descontento. Mejor sería tomarle en serio, preocupándose por las razones de su desmotivación. Por eso me gustaría invitar a un cambio de enfoque: de la acción motivadora a la acción desmotivadora.

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El mito de la motivación

Por ejemplo Primero me gustaría dedicarme a los vendedores. Los buenos vendedores quieren, como es natural, ganar un buen dinero. Pero, además, vender es para ellos un reto, una motivación interna. Conforme a mi experiencia, en el modo en que se comportan los vendedores realmente buenos uno percibe que están convencidos de prestar un servicio al cliente, de ofrecerle algo bueno a cambio de su dinero. Cuando estos vendedores ceden en sus rendimientos de ventas, suele plantearse la cuestión del ajuste “correcto” de sus incentivos: ¿mayor o menor remuneración fija? ¿Primas individuales o bonificaciones en grupo? Tales preguntas casi nunca dan en el blanco del auténtico problema, es decir, en la desmotivación, consciente o inconsciente, de los vendedores: no tienen nada bueno que vender. No están convencidos de la calidad de la mercancía que deben vender. Básicamente, no quieren vender. Quizá el dulce látigo de las bonificaciones consiga que el vendedor coloque en el mercado una mala mercancía: pero, aun así, a largo plazo los resultados de este proceder son para la empresa, cuando menos, cuestionables. Para un buen vendedor, es una pesadilla tener que vender algo de lo que no está convencido. Aquí surge, de hecho, un déficit motivacional. Si alguien cree poderlo cubrir con incentivos al rendimiento, que nada tienen que ver con el auténtico problema (y que, de un modo u otro, apuntan a la disposición al rendimiento), no está tomando en serio el temple ético-laboral de esta persona. Y eso tiene sus consecuencias. Pues motivar a un desmotivado es tarea muy penosa. Casi imposible: intentará manipular a la baja los límites de ajuste del rendimiento, para alcanzar sus objetivos sin esfuerzos especiales. Y se hará pagar su reembolso por no tomársele en serio, por la falta de interés en las causas reales de su desmotivación. Captará que se le quiere seducir... y se llevará lo que haya que llevarse. Por eso no va a cambiar nada en la situación. ¡Preparados para el próximo asalto! Por poner otro ejemplo, recuerdo a un general manager logistic que, en unas pocas semanas, pulverizó por completo la motivación de sus colaboradores. Por una reestructuración or236

B. Evitar la desmotivación

ganizativa, había recaído sobre ellos una mayor carga laboral, que su jefe compensó con primas. En lugar de negociar recolocaciones, quiso ganar puntos adicionales ante la dirección ejecutiva y demostrar su sensibilidad para los costes. Se había comprometido en una reunión: “¡Lo conseguiremos sin refuerzos de personal!” Cuando el ánimo entre los colaboradores, a pesar de las primas, descendió perceptiblemente, cuando se amontonaban las bajas por enfermedad, la cuota de errores adquiría dimensiones dramáticas y se elevó una queja general de que así ya no era divertido, el directivo actuó elevando las primas. O bien este: las grandes empresas están intensificando sus esfuerzos centrados en el tema “salud”; por una parte, para satisfacer la creciente sensibilidad de sus plantillas ante las amenazas para la salud, pero, por otra parte, seguramente también para dar un buen maquillaje a la imagen pública de la empresa. En el peliagudo campo de la industria química, por ejemplo, Bayer AG ha implementado un amplísimo programa de salud en colaboración con la dos veces campeona olímpica Ulrike Meyfarth: un centro de asesoramiento sanitario, proyectos de prevención, seminarios para la prevención del estrés, muy diversas ofertas de ocio en el ámbito deportivo, gimnasia en el lugar de trabajo. Contra ello, seguramente, nada hay que objetar. Pero se oye decir en voz baja que sería más provechoso para la salud de los colaboradores que la empresa respetara todas las disposiciones de seguridad laboral. Y fomentaría más la autoestima de la mayoría de ellos que depositara menos sustancias perjudiciales en el medio ambiente. Y aún otro: cuando en los seminarios se indaga por los temas con los que los directivos se queman la cabeza realmente día a día, nunca falta la lógica pregunta: “¿cómo motivar a mi gente?” Sin embargo, jamás preguntan: “¿Qué es lo que he hecho para desmotivarlos?” Esa sí sería una pregunta que —como habremos de ver— realmente valdría la pena investigar. Pero eso, claro, significaría “reconocer” los propios puntos débiles, o por lo menos mirarse en un espejo en el que aparecería la “imagen de otro”. Y, sin embargo, si además el directivo cree 237

El mito de la motivación

que podrá motivar a la contra de una relación destructiva jefecolaborador (y los ejemplos antes aducidos no son más que fruslerías comparados con este), acabará completamente atrapado en el lazo de contradicciones irresolubles. El espectáculo que ello produce se parece al del teatro del absurdo. Aunque, de hecho, el teatro del absurdo pretende reflejar la “vida real”... Más adelante volveremos sobre ello. Por eso me gustaría enfocar la atención del lector a los numerosos factores desmotivadores que obstaculizan la disposición a la dedicación y la riqueza de ideas del colaborador. Al respecto hay muchas cosas que hacer... y muchas otras que dejar de hacer. ¿Entrevistas motivadoras? ¡Entrevistas des-motivadoras! Si por sus abundantes consecuencias contraproductivas, resulta patente que “es posible motivar”, también vale asimismo el principio: “¡es posible des-motivar (con mucho éxito)!” Si la motivación es el libre fluir de nuestra energía innata, entonces la desmotivación es energía bloqueada, sin movimiento. En ese sentido, dirigir es fomentar que la energía fluya dentro de la empresa. Y eso significa ante todo rastrear el origen de los bloqueos de energía, de la desmotivación. Donde quiera que haya energía bloqueada, tendremos que encontrar vías para liberarla. ¿Por qué medios? Observar y preguntar. Observar lo que ocurre en la empresa, identificar patrones y estructuras, “escanear” energías, respirar ambientes (pues la desmotivación suele ser grupal), desarrollar un sexto sentido para captar el descontento laboral, abordar problemas y conflictos a cara descubierta, no cubriéndolos. Y preguntar. Dialogando sobre aquello que desmotiva, sobre lo que quizá día a día nos esté llevando pendiente abajo. Pero mi experiencia es que no se pregunta por las razones de la desmotivación, sino que se prescinde de ellas. Cuando el rendimiento de un colaborador disminuye visiblemente, son en par238

B. Evitar la desmotivación

ticular los directivos de alto rango jerárquico, alejados en esa misma proporción del día a día laboral del afectado, los que en seguida creen conocer la raíz del mal: falta de disposición al rendimiento. Más raramente se pregunta por la capacidad de rendimiento, y casi nunca por la posibilidad de rendimiento. “Presionar” apunta siempre a la disposición al rendimiento. No, preguntar resulta pesado, preguntando podrían también salir a la luz cosas desagradables, irremediables a corto plazo; preguntar obligaría, incluso, a renunciar a nuestras expectativas. Y así, a pesar de todo, uno prefiere seguir proyectando su propia imagen del ser humano. No tiene demasiado sentido especular sobre los factores desmotivadores. El directivo solo puede hacerse con algunas explicaciones al respecto por medio de entrevistas directas y regulares, face to face, con sus colaboradores. Entrevistas que habría que mantener continuamente en todos los niveles, por lo menos en las grandes empresas. Mi experiencia es que, en este punto, la realidad es bastante deplorable, tanto por lo que respecta a la frecuencia como, sobre todo, al modo de conducir las entrevistas. Pero ese no es ahora mi asunto. Con todo, la denominación ya es desenmascaradora: “entrevistas motivadoras”, se las llama en no pocos casos. Más bien son maniobras para reconocer el terreno, en las que se va mirando detrás de cada arbusto hasta dar con la tuerca acertada para motivar a cada colaborador. De este modo, Humm y Gurlit recomiendan: “Las entrevistas motivadoras deberían estar basadas en los perfiles motivacionales”. Imaginémonos la escena: antes de cada entrevista, el jefe saca la carpeta que contiene el perfil motivacional. El colaborador desmotivado, como un neumático vacío que hay que hinchar, recibe del jefe “nueva energía de efecto inmediato” a intervalos regulares, es “montado” de nuevo en su sitio y aguanta durante un tiempo... hasta la próxima gasolinera. En lugar de eso, yo propongo entrevistas que se concentren en lo desmotivador. En ellas sería mucho más probable que lográsemos identificar esos elementos que están absorbiendo energía y que el pujante activismo motivador no consi239

El mito de la motivación

gue sino encubrir. La pregunta del directivo a su colaborador debería ser: “¿Qué le desmotiva a usted? ¿Qué está obstaculizando que usted preste su rendimiento con alegría?” Esta pregunta debe ser planteada en dos planos fundamentales: • lo condicionado por la relación; • lo condicionado por la estructura laboral. Ambos planos se solapan de muy diversas maneras, hasta el punto de que no existen buenas razones para separarlos, con independencia de si se hallan inmediatamente o no en la esfera de influencia del directivo. Los he diferenciado por razones expositivas, pero no siempre con la conciencia tranquila al respecto. En el marco de medidas para el desarrollo organizativo, he realizado en distintas empresas investigaciones con el objeto de analizar los factores desmotivadores o, en su caso, los elementos del descontento laboral. Las 418 declaraciones recogidas en total pueden condensarse en unos pocos complejos de factores distinguibles entre sí. Los explicaré a continuación.

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Introducción

Capítulo

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Relaciones petrificadas

Dirigir es ante todo evitar la desmotivación Jefe y colaborador miran la gráfica de la curva de ventas, que se desplaza horizontalmente durante todo el año exceptuando una acentuada extrasístole hacia arriba en verano. “¡Es el mes en que usted cogió las vacaciones, señor director... !” La historia es de hace mucho. Pero atrapa de un fogonazo algo que sigue sin ser suficientemente reconocido en su trascendencia para la vida en nuestras organizaciones, para la política de empresa y, ante todo, para la formación del management: la mayor influencia desmotivadora sobre los colaboradores la ejerce su superior inmediato. Ningún otro factor de relevancia empresarial desmotiva con mayor intensidad. Incluso otras investigaciones que —siguiendo, por ejemplo, la concepción de Herzberg— intentan todavía asignar al superior una influencia también positiva— “motivadora” dan para el coeficiente desmotivador una cifra entre tres y cuatro veces mayor. En las investigaciones realizadas por mí, el factor “Relación con el superior inmediato” resulta responsable de un total del 56% de todos los casos de desmotivación. Un conocido chiste lo expresa con tono irónico-amargo: en las empresas hay dos tipos de personas, las que signan y las que se resignan. El problema no es en principio, por tanto, la insuficiente mo241

El mito de la motivación

tivación de los colaboradores, sino el comportamiento desmotivador de muchos directivos. La relación con el superior inmediato es el talón de Aquiles de la satisfacción laboral. Esto ya no sorprenderá al lector, una vez identificado el comportamiento propulsor “motivador” como un impulsor esencial de la desmotivación. En cualquier caso, nuestra imagen de la situación termina por completo de estropearse (antes aludí a ello) cuando, con los resultados de estas encuestas como telón de fondo, recordamos el eterno retorno de la pregunta de los directivos: “¿qué tengo que hacer para motivar a mi gente?” Justamente aquí se demuestra que la pregunta está completamente mal planteada. Lo absurdo queda tan cerca, que apenas se lo ve. En vez de —como sería lógicamente de esperar— empezar reflexionando sobre posibles razones para la desmotivación, en vez de investigar por qué los colaboradores se han despedido interiormente o demuestran poco rendimiento, lo que estos directivos pretenden es “hacer” algo de inmediato. Intentan buscar los caminos por los que se podría “recuperar” a este colaborador. Quieren saber cómo pueden volver a “motivarle” (y no es raro que las respuestas giren monótonamente en torno al diseño de los sistemas retributivos). En su modo de comportarse, tales directivos parecen amantes rechazados que le dan vueltas a cómo podrían recuperar a la mujer anhelada, y no a por qué se ha ido. Más aún: a muchos directivos no les importan en realidad sus colaboradores, que al fin y al cabo es la empresa la que los ha puesto en sus manos. Lo que les importa ante todo es su propia imagen como directivos, su cualificación para dirigir, su soberanía en el control de los trabajadores. En pocas palabras: les importa el poder. Parece que temen más el reproche de que su gente se les haya ido “de las manos” que el que un empleado pagado por la empresa se sumerja dentro de sí mismo. ¿Qué supone esta actitud para el colaborador desmotivado y con rendimiento bajo, para ese al que hemos denominado “evitador de fracasos”? No hay duda: esta actitud le devalúa. Le deja tan desmotivado como estaba. No se toma en serio las 242

Relaciones petrificadas

razones de su insatisfacción. Y resulta patente que estas se encuentran con demasiada frecuencia en el directivo mismo. Por tanto, la pregunta debería evidentemente plantearse así: “¿Qué es lo que he hecho yo para desmotivar a mi gente?” Los colaboradores son desmotivables Pero, además, casi podríamos decir que es un delito de imprudencia por parte de la empresa el ignorar otra importante circunstancia: bajo la perspectiva de la acción motivadora, todo directivo, como motivador, es también un desmotivador en potencia. Si hay directivos que, por medio de su acción o disponiendo incentivos, logran generar en el colaborador un rendimiento adicional, eso implica a sensu contrario que la ausencia de dichos incentivos, e incluso la recepción de una influencia percibida negativamente, actuarán con efectos desmotivadores. Ahora bien: de esta forma de dependencia se desprende para la empresa un enorme problema de gobierno: si quiere colaboradores motivables, entonces serán también desmotivables. Y en estos tiempos de pujante miseria de la dirección, ignorar esta circunstancia sería de una comicidad directamente trágica. No vayamos a formarnos una idea equivocada: no pocos directivos son analfabetos en comunicación, siempre aferrados a la manía de tener “razón”, de hacer prevalecer sus puntos de vista, de imponerse, de manipular a otros, de exigir aplauso, de actuar de cara a la galería. Acróbatas del ritual de la delimitación y la diferenciación. En comparación, preocuparse por la desmotivación de sus colaboradores sería poco espectacular. ¿Qué saco yo a cambio? Montantes millonarios son depositados cada día en el capítulo de gastos “personal directivo”: hay que cargar en su cuenta más desmotivación que en todos los demás factores de relevancia empresarial. Y la causa de ello está, seguramente, en que muchos colaboradores viven su dependencia del jefe de un modo que podríamos decir “existencial”. 243

El mito de la motivación

En la cercanía diaria y en la frecuencia del contacto, surgen situaciones de alta densidad psicológica: cuando el jefe tiene “fichado” a alguien, esto puede convertise para él en un auténtico infierno. Y si entonces el colaborador se hace pagar su “reembolso” y, con sutileza o completamente a las claras, se venga de quien le desmotiva, tendremos como resultado eso que se llama “psicoterror” o mobbing. Fenómenos no precisamente raros en nuestras empresas. Echemos al respecto un rápido vistazo a la ciencia de la comunicación. Esta nos dice: el plano relacional de la comunicación prevalece siempre sobre el plano del contenido. Cuando falta el “hilo adecuado” entre jefe y colaborador, las perturbaciones en la relación actúan como un filtro que no deja pasar muchas señales comunicativas de la colaboración diaria, de manera que esas pérdidas de comunicación pueden terminar deformando por completo los contenidos expresados: no se dice lo que se piensa. No se oye lo que se dice. No se entiende lo que se oye. No se está conforme con lo que se entiende. El directivo que se solivianta: “¡Eso se lo he dicho a usted ya cien veces!” tendría que partir de que, por su parte, el colaborador lleva otras cien veces sin haberlo oído. Si la relación entre jefe y colaborador queda perturbada, podemos estar seguros de que para un “equipo” así será muy difícil trabajar de manera óptima. Por lo tanto, si es cierto que dirigir es ante todo evitar la desmotivación, entonces una tarea directiva de la más alta prioridad será la de clarificar la dimensión relacional dentro del equipo. Puede llegarse así a plantear expresamente todo aquello que obstaculiza a diario la motivación del colaborador. En el ambiente pesan las numerosas conductas casi imperceptibles, los numerosos y mínimos gestos no verbales con los que uno no hace caso a otro, le oye sin escucharle, le desprecia. Suelen ser casi siempre inconscientes, pero para el directivo, no para el colaborador que las conoce y las sufre a diario. A algunos de estos jefes podríamos considerarles “asesinos” de la motivación, pues están dotados de una mentalidad verdaderamente persecutoria. Pero aun en el caso de que actúen con 244

Relaciones petrificadas

buena intención respecto a los demás, son incapaces, con demasiada frecuencia, de ver las consecuencias de sus comportamientos: y la razón está en que no escuchan, no exigen feedback, no se interesan realmente por conocer su propio “punto ciego”, se han petrificado a fuerza de guardar la distancia, están melancólicamente enamorados de las dimensiónes y la dureza de su autoimagen (¡si solamente la fuerza que necesitan para separar y guardar las distancias la emplearan en unir y en comprender con benevolencia...!) Más allá de esto, el requisito básico de motivar lleva al directivo a obligaciones de rol muy concretas. Con la fatalidad de haber asumido la responsabilidad de motivar a sus colaboradores, se hace propenso a sentir una excesiva presión, cuyo contrapeso no es la serenidad, sino, con demasiada frecuencia, el abatimiento, la incomprensión que le lleva a acusar sin más a sus colaboradores por su “ingratitud”. Es muy común esa viva atención cuyo propósito, ante todo, es asegurar la “posición” propia. Se trata de la posición del motivador que es dueño de la situación, que domina el asunto, que tiene en sus manos la motivación de sus colaboradores. Ese es el lugar desde el que emiten sus órdenes los “tipos duros” conscientes de su influencia. Pero en toda presión excesiva se está vehiculando una querencia de seguridad. Y eso nos señala una falta de confianza y de autoconfianza, un afán angustiado-sensible de grandeza; eso significa, de modo activo o pasivo, autoprotección y reacción defensiva. La persona presionada no pregunta. Prefiere adoptar alguna actitud. Pues quien no quiere oír sabe cómo hacer que los otros se lo noten. Resulta interesante comprobar cómo la mayoría de los directivos sabe llamar por su preciso nombre el comportamiento desmotivador de sus jefes. Pero es raro que se les ocurra pensar que exactamente lo mismo está sucediendo entre sus colaboradores. Quien, además, sigue viéndose a sí mismo como un jefe que no desmotiva está moviéndose ya en lo imposible, y de ahí que una imposibilidad más no le llame particularmente la atención. A un directivo así sería exactamente al que aquí nos estamos refiriendo. 245

El mito de la motivación

Cuando los superiores se dedican a “hacer polvo” a sus colaboradores, la manera en que estos viven el proceso sigue siempre idénticos patrones básicos: • El jefe puede y sabe siempre más que su colaborador. • Las decisiones se toman a solas en el castillo del señor feudal. • El jefe habla mal del colaborador a sus espaldas. • La crítica es exagerada, altanera, falta de objetividad, pública, referida a características personales. • El jefe desarrolla una conducta dominante dinámicopública: quita al colaborador continuamente la palabra de la boca, atrayendo en segundos la conversación hacia sí y dominándola. • El colaborador es pasado por alto, se prescinde de él, es tratado como si no existiera. • El colaborador recibe una información insuficiente, unilateral, atrasada o referida tan solo a su ámbito de trabajo inmediato. Nada nuevo, por tanto. Y, sin embargo, en el material que estoy manejando destacan particularmente tres aspectos. Pedantería En primer lugar: la pedantería del jefe. Sin duda, encabezarían la lista su compulsivo amor al orden, su fanatismo de la exactitud y su inútil detallismo. La pedantería entorpece cualquier colaboración creadora y viva. Desgasta en silencio. Y, en estas descripciones, suele ir vinculada a un supuesto terror del jefe ante la mayor competencia técnica de su subordinado, ante la pujante vitalidad del más joven. Suena plausible: “Nada nos sirve mejor para escondernos que la exactitud”. Lo escribió Hubert Fichte. El afilado lápiz es más poderoso que el texto. El alma funcionarial consigue que sus ideas del orden se conviertan en obligatorias sin más para 246

Relaciones petrificadas

todos: porque para eso se es jefe. Y así no hace falta exponerse a una discusión objetiva sobre el mejor argumento. Ahora bien: desde Freud sabemos que el orden simpre mira “hacia atrás”, es una especie de compulsión de repetición que ya no necesita justificarse en ningún momento. Y la compulsión de repetición nace del instinto de muerte... En fin, una de las vías más seguras para convertir a implicados colaboradores en pasivos figurantes laborales. Para que no se me entienda equivocadamente: no estamos hablando de respetar unas reglas de juego, sino de descartar posibilidades alternativas sin examinarlas, sin pensarlas y sin excepción; estamos hablando de esa respuesta refleja: “¡Estáfuera-de-consideración!” Pero siempre que se trata de cuestiones de principio, las organizaciones racionales funcionan de manera bastante irracional en cualquier caso. Falta de credibilidad En segundo lugar: falta de credibilidad. Por lo que parece, la imagen de rol del manager de éxito terrorífico, siempre ágil, como suspendido en un túnel aerodinámico —no mostrar sentimientos, no tener puntos débiles, por no hablar ya de “admitirlos”— se encuentra en plena bancarrota. Muchos colaboradores perciben como extremadamente desmotivadores esa retórica del “sois-los-más-grandes” y lo excesivamente transparente de las técnicas propulsoras. No son pocas las referencias a que los principios directivos, cuando uno piensa en su propio jefe, tienen menos valor que el papel en que están escritos. Constantemente mencionada: la franqueza verbal combinada con una gran rigidez en los comportamientos. La política a bandazos del “palo y la zanahoria” destruye la credibilidad per se. Aquí están involucradas una conciencia acentuada y un nuevo talante crítico venido “desde abajo”, que están exigiendo credibilidad. Como si fueran sismógrafos, los colaboradores detectan comportamientos “inauténticos” en los directivos. 247

El mito de la motivación

Un colaborador escribe: “Mi jefe solía repartir entre muchos de nosotros artículos de determinadas revistas en los que podían leerse muchas cosas dignas de pensarse y bastante progresistas. Yo siempre los leía todos, y conservaba los más importantes. Pero cuando un día, durante una discusión, aludí a uno de esos artículos, cuya tesis principal me parecía justo lo contrario de como se estaba comportando mi jefe, él me contestó amigablemente: ‘Pero mi querido amigo... eso no es más que papel. Y usted y yo sabemos que la vida es muy de otra manera’”. Mucho más útil resultaría apostar por la credibilidad, la integridad y la claridad para enfrentarse a los propios sentimientos —incluidos los de la duda y la impotencia—, y así los directivos serían comprendidos también por sus colaboradores y no necesitarían motivar adicionalmente en medio del caos del día a día. En tercer lugar, pero lo más importante: falta de confianza en la capacidad del colaborador. A ello debemos dedicar un capítulo propio.

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Introducción

Capítulo

20

Falta de confianza en la capacidad ajena

Si usted considera que sus colaboradores no son autónomos, nunca lo serán Quien motiva devalúa. No cree en la disposición al rendimiento de la otra persona. Ahora bien: quien no se dé cuenta por sí mismo de esa devaluación, quien no lo quiera admitir, estará haciendo que la fatalidad de sus efectos sea aún mayor. En este sentido, los directivos que se creen en la obligación de motivar a sus colaboradores suelen negarse a reconocer los efectos que están ejerciendo sobre su plantilla. Ellos, los desconfiados, los que devalúan, los de las expectativas limitadas, solo someten a valoración el comportamiento de sus colaboradores, poniéndoles nombres y graduándolos mediante clasificaciones. Pero no están dispuestos a plantear ni por un momento que ellos mismos hayan podido ser los causantes de ese comportamiento. Self-fulfilling prophecy (La profecía que se cumple por sí misma) J. Sterling Livingston describía, hace ya decenios, el “efecto Pigmalión” de la tarea directiva: los seres humanos tienden a 249

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comportarse como creen que se espera de ellos. Self-fulfilling prophecies: previsiones que son la causa de su propio cumplimiento. La actitud de expectativa por parte de los superiores ejerce en la práctica una poderosa influencia en la evolución y el rendimiento de la mayoría de los colaboradores. En cualquier caso —¡y esto es importante!—, los directivos demuestran mayor capacidad de persuasión al transmitir expectativas malas que expectativas buenas... por más que la mayoría de ellos crea justamente lo contrario. Volviendo la vista atrás sobre su viejo artículo, Livingston dice, significativamente, que hoy otorgaría mucha más atención al efecto Pigmalión negativo. En las recogidas de datos que he llevado a cabo, el bloque de criterios “falta de confianza en la capacidad” ocupa el primer lugar en la escala de factores desmotivadores dentro de la relación jefe-colaborador. Resumiendo, este bloque recoge aspectos como: • expectativa muy pequeña de rendimiento; • desprecio de la competencia técnica; • falta de confianza en la capacidad para desarrollar un trabajo con responsabilidades propias (al jefe suele gustarle inmicuirse); • el jefe siempre sabe y puede más; • control exagerado. La ciencia de la comunicación puede enseñarnos cómo tiene lugar el mecánico proceso del circuito desmotivador. Suele empezar al no aceptarse el modo y manera en que un colaborador se comporta o hace su trabajo, o, incluso, al no aceptarse su aspecto exterior. El modo de ser del colaborador no se corresponde con la imagen de cómo debería ser, con cómo al jefe le gustaría que fuese. El colaborador no corresponde a las expectativas del directivo en cuanto a rendimiento. El ciclo desmotivador, por tanto, empieza siempre en el directivo mismo, por más que este rara vez esté dispuesto a reconocerlo. Las limitadas expectativas se transmiten a través de muchas señales comunicativas —verbales y no verbales, en parte 250

Falta de confianza en la capacidad ajena

inconscientemente y sin proponérselo—. Mínimos actos de desdén, cosas poco dramáticas: uno “olvida” responder a una iniciativa del colaborador, “no ha oído” su propuesta; un encogerse de hombros ligeramente despectivo, una sonrisa dulce pero muy expresiva; al discutir el asunto, gestos de rechazo y de estar ocupado; instrucciones a las que le sobra un poco de concisión, interrupciones malhumoradas... Todo esto genera en el colaborador una base anímica desmotivada. En virtud de la tendencia, presente dentro de todos nosotros, a desarrollar un comportamiento conforme con nuestro entorno social, el colaborador empieza paulatinamente a comportarse de tal modo, que resulta cada vez más justificada la convicción de que su capacidad de rendimiento es limitada. Pero incluso aunque el colaborador haga algo que se desvíe de las expectativas del jefe, este no suele darse cuenta (percepción selectiva). O bien lo reinterpreta para incorporarlo a su convicción negativa. El directivo va reuniendo razones y testimonios del bajo rendimiento del colaborador. Y entre ellos, nada que se refiera al directivo mismo. Sin expectativas Algunos ejemplos tomados del material que estoy manejando: • Un directivo se despidió de una conocida empresa alemana de seguros porque sentía que, durante años, solo le habían sido asignados los colaboradores de menor rendimiento. El rendimiento de su grupo no cesaba de descender. Al tener que enfrentarse a su renuncia, el jefe de este directivo, tras negarlo (¡todavía!) repetidas veces, terminó confesando que sus expectativas en este colaborador nunca habían sido más que limitadas. • Un colaborador de un grupo farmacéutico dejó, durante años, de esforzarse por alcanzar un alto rendimiento, ya que creía que su jefe no le concedía ninguna libertad de acción real por haberle sido impuesto obligatoriamente 251

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tras una absorción empresarial. Esto se había ido manifestando porque el jefe no le prestaba atención, le dedicaba un tiempo mínimo y ni una sola palabra personal, le encomendaba tareas poco exigentes, se inmiscuía continuamente en el ámbito de competencias del colaborador y le decía a menudo: “Usted tendrá su experiencia; pero yo tengo la responsabilidad aquí”. • Especialmente desmotivadora le resulta a un directivo la actitud indiferente de su superior, el cual no ahorra precisamente palmadas en el hombro ni proclamas de grandes expectativas, pero sin embargo favorece regularmente a otros a la hora de asignar presupuestos. • Una empleada en un laboratorio químico escribe que se ha vuelto desconfiada porque su jefe no ha parado de intentar aguijonear su rendimiento con promesas del tipo “Si-usted-hace-X-entonces-tendrá-Y”. La cosa ha llegado hasta tal punto, que ella lo ha interpretado como una exigencia encubierta para que se despida. • El mismo Livingston describe un interesante examen de eficiencia llevado a cabo entre los directores de las filiales de un banco de la costa oeste norteamericana. Debido a elevadas mermas en los ingresos, se les limitó su atribución para conceder créditos. Para prevenir más recortes en sus atribuciones, los directores empezaron por otorgar solo créditos “seguros”. Esto llevó a pérdidas de negocio, de las que se beneficiaron entidades de la competencia. Además, descendieron los depósitos y las ganancias en las sucursales. Para invertir el proceso, pasaron al extremo contrario, recomendando ahora créditos baratos y asumiendo riesgos directamente descabellados. Este comportamiento tenía su origen menos en una falta de sensatez que en su voluntad de evitar más riesgos para su autoestima y para su carrera. Self-fulfilling prophecy: las limitadas expectativas de sus superiores llevaron a pérdidas aún mayores en las operaciones de crédito. La expectativa de un rendimiento bajo provoca un rendimiento bajo. Si los directivos consideran que sus colaboradores 252

Falta de confianza en la capacidad ajena

rinden poco, rendirán poco. De ahí que los directivos tengan que ser en todo momento claramente conscientes de qué expectativas expresa su comportamiento y cómo influye eso en sus colaboradores. Y, entonces, ajustar cuentas consigo mismos al respecto, mejor si es junto con sus colaboradores. Hablar sobre el asunto, poner las cartas sobre la mesa y asumir la responsabilidad de las propias expectativas: esa es la única posibilidad para romper el círculo vicioso de la desmotivación. En caso de que no haya manera de poner de acuerdo las expectativas recíprocas, lo mejor será, seguramente, separarse. Pues, por desgracia, una aplicación positiva del efecto Pigmalión —“cualquiera puede rendir más solo con que su jefe lo quiera”— no es algo que se produzca con intensidad siquiera comparable. De ello es responsable ante todo un desplazamiento psicológico en la percepción de estos efectos: la mayoría de las personas son considerablemente más sensibles frente a cualquier forma de desdén y menosprecio que frente a valoraciones positivas. Una mínima observación despectiva, un ligero movimiento de reprobación con las manos se graban en nosotros con acción más profunda y duradera que cualquier manifestación de reconcimiento. El menosprecio no tiene fecha de caducidad. Ciertamente: hay quienes han crecido para poder vestirse el traje que otros han pensado para ellos, y las obras de management (sobre todo las norteamericanas) no dejan de informarnos sobre esos heroicos managers que consiguen movilizar solamente con su pura presencia (como tan bellamente se dice) “reservas de rendimiento tenidas por imposibles” en sus colaboradores. Yo no me creo ni una sola palabra de ello. Pienso, antes bien, que lo que hacen estas películas es individualizar y glorificar una actuación económica muy racional (la eliminación de obstáculos desmotivadores, por ejemplo), terminando por expresarla en los términos de la ideología, tan americana, del great man. Y poco consigo ver ahí que pueda servir de modelo a un directivo normal en las oficinas de una empresa alemana cualquiera. Aplicado aquí, el poder del pensamiento positivo, por provechosas que puedan ser tales concepciones en otros contextos, me parece que acaba convirtiéndose en una 253

El mito de la motivación

especie de “discurso de borracho”. De seguir esta tendencia de pensamiento, al directivo le bastaría con aplicar los conocidos trucos técnicos para sacar de la chistera, con la mayor credibilidad posible, una actitud expectante positiva respecto a su colaborador, y al momento veríamos a este rompiendo todas las barreras que hasta entonces habían obstaculizado su rendimiento. Pero ¿de dónde tomar esta actitud básica positiva? Pues, en realidad, la actitud expectante de los managers —inmersa en un círculo psicológico— tiene preferentemente su origen en aquello que ellos piensan sobre sí mismos, sobre sus capacidades para seleccionar a sus colaboradores, exigirles y promoverlos. La actitud expectante depende del respeto que se tengan a sí mismos. Confiar en que los colaboradores aspirarán a la calidad por propia iniciativa presupone grandeza interior. Lo que los managers piensan de sí mismos influye de modo sutil en las expectativas que se forman sobre sus colaboradores. “Estudia a los seres humanos, no para engañarlos con astucia ni para aprovecharte de ellos, sino para despertar lo bueno que hay en ellos y ponerlo en movimiento”, escribió una vez Gottfried Keller. Suena simpático. Pero ¿qué es lo bueno? Sin duda, lo que tenga por tal quien juzga, quien sea el jefe. Otra vez, la profecía que se cumple por sí misma. Pero estamos hablando ya de todo un programa de autoconocimiento. A ello hay que añadir que el directivo tendría que preocuparse en todo momento de seguir manteniendo la zanahoria al alcance del asno y nunca más allá, puesto que la motivación del colaborador volvería a desaparecer por completo en cuanto la probabilidad de éxito se desviara del 50%, como ocurriría en el caso de expectativas que apunten demasiado alto. Nos lo dice la psicología desde hace ya algunos años. Y, para el día a día de la tarea de cualquier directivo “normal”, me parece considerablemente más práctico (aunque menos espectacular) concentrarse en el efecto desmotivador de unas expectativas de rendimiento limitadas y reflexionar de cuál colaborador no se espera nada o poco más que nada, pero, eso sí, sabiendo que él lo nota y toma sus medidas al respecto. Y entonces: hablar de ello con el colaborador. 254

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El jefe más influyente A pesar de todo (“¿Dónde queda lo positivo...?”): hay un caso en el que considero que una actitud básica positiva es el requisito imprescindible —¡pero no suficiente!— para un rendimiento elevado: cuando la empresa está empleando a una nueva generación de gente joven. Pues es probable que ningún otro jefe ejerza tanta influencia sobre una persona joven como su primer superior; puede marcar toda su futura carrera. Cuando los directivos no muestren la capacidad o la voluntad de relacionarse con los nuevos colaboradores guiándose por un pronóstico optimista y promoviéndoles cuanto sea posible, estos se impondrán a sí mismos unos standards personales de rendimiento más bajos de lo que corresponde a su potencial. Su autoimagen estará siendo dañada. “Nuestro potencial individual tiene su origen directo en el respeto que nos mostramos a nosotros mismos. Este respeto consiste en una buena sensación con respecto a uno mismo. Si desarrollamos un mayor respeto de nosotros mismos, comenzamos a esperar más de nosotros...”, dice Irwin Federman, Presidente de la empresa estadounidense de high tech Monolithic Memories. Por tanto, si los primeros superiores avanzan al encuentro de su nuevo colaborador con expectativas elevadas y positivas, estarán poniendo —en la medida de lo posible— los pilares de un alto rendimiento, un alto potencial y una carrera exitosa. Con esta gran influencia del jefe más influyente —del primer jefe— como telón de fondo, resulta patente que los primeros superiores del nuevo colaborador ¡habrán de ser los mejores de toda la empresa! (y “los mejores” son en esta circunstancia los que formulan sus expectativas con claridad y ajustándolas con sus colaboradores). Si ahora volvemos a dirigir la atención al punto de partida de nuestras consideraciones y tomamos conciencia del inmenso potencial desmotivador que puede originarse en el superior inmediato, quizá resulte plausible plantear: ¿por qué no emplear a los directivos a plazo? Por refinados que puedan llegar a ser los métodos para el diagnóstico de personal, nadie 255

El mito de la motivación

puede juzgar a priori si alguien realizará o no cumplidamente sus tareas directivas. Sin embargo, un nombramiento equivocado podrá tener efectos fatales a largo plazo para la empresa por la gravedad de sus consecuencias. La miseria de la acción motivadora describe círculos. Pues muchos de los empleados a los que empleando la acción motivadora se ha seducido para desempeñar tareas directivas se revelan como lastres vitalicios en sus efectos desmotivadores. Los costes ocultos e indirectos de un paso en falso en el nivel directivo son... imprevisibles. De ello se siguen tres cosas: 1. La selección de directivos es una de las decisiones más importantes —quizás la más importante— que puede existir en el management. 2. Esta decisión debe ser reexaminada regularmente y a conciencia. 3. Esta decisión debe ser revocable sin mayor problema. Y esto da problemas. ¿Qué criterios de examen? ¿Qué métodos de examen? ¿Qué hacer con aquellos que “suspendan”? Además, las dificultades de los sistemas rotatorios son bien conocidas. Pero así, sin duda, la autoselección de los candidatos mejoraría, y el compromiso interior con las dimensiones cualitativas de las funciones directivas concretas sería tomado más en serio. Siendo lo importante el rendimiento, queda abierta la cuestión de si realmente podemos permitirnos la práctica, habitual hasta ahora, de solo en algunos casos relevar de las responsabilidades de personal a los managers completamente incompetentes, para “desterrarlos” en puestos decorativos bien pagados en la periferia de la empresa. En último término, no es sino una cuestión de cultura empresarial el que declaremos como principios fundamentales de ella la elegibilidad de los cargos y, con ella, también de las destituciones, incorporándolas así a la normalidad. Una normalidad en la que nadie quede estigmatizado por no ser apropiado como directivo. Y que ofrezca numerosas posibilidades profesionales en igualdad de condiciones. Y se trata también 256

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de que comprendamos los efectos de la equívoca acción motivadora, que dota de gran atractivo todas las tareas directivas en bloque. Una acción motivadora que, en el marco de decisiones difícilmente reversibles, estructuras rígidas y patrones ordenadores, permite que al final surja algo así como una “estrategia de arreglos”, pero que impide ver el origen de la situación: ese sistema de recompensas que no convierte en directivo a quien actúa sobre su equipo promoviendo y permitiendo el flujo de energías, sino a quien ostenta los máximos índices de crecimiento, la puesta en escena más decidida, la capacidad de imponer sus puntos de vista bien consciente de cómo usar los codos. Esta práctica es la que me parece insostenible a la vista del elevado potencial desmotivador de los directivos. El problema, por tanto, no es en principio la insuficiente motivación de los colaboradores, sino el comportamiento desmotivador de muchos directivos. En este sentido, Hörst Rückle los compara con conductores de autobús: “Si conducen mal, los colaboradores se bajarán”. Y, entonces, se sumergirán en el desentendimiento o se marcharán de la empresa... y ambas alternativas son caras para ambas partes. No hacer, sino dejar hacer Así pues, en este sentido hay que invertir el planteamiento motivador acostumbrado: no más “¿Qué debo hacer (motivando y como complemento)?”, sino: “¿Qué debo dejar hacer?” Cuando los directivos perciben que en la relación con sus colaboradores faltan viveza, lealtad y sinceridad, la comprensión de su propio rol suele prescribirles un “hacer”. Antes o después no podremos ya ignorar que toda nuestra hiperactividad, nuestros constantes ejecutar, intervenir y manipular no son sino una grotesca especie de inmovilidad resignada con la que lo que hacemos es atraer sobre nuestras cabezas el desentendimiento de muchos colaboradores. Propongo, no que hagamos más, sino menos. El directivo debería dejar de hacer las cosas que obstaculizan la motivación de sus colaboradores e 257

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impiden el desarrollo de unas relaciones naturales en su vida empresarial. Y, en primer término, esto se refiere a motivar. La parte más importante del remedio para la enfermedad consiste, por tanto, en no emplear las medicinas; la otra parte, en investigar medicinas que ayuden más de lo que perjudican. Dejar hacer no significa solo dejar atrás un determinado modo de ver las cosas, sino también abandonar el comportamiento práctico correspondiente a ese punto de vista. Así, “dejar hacer” significa también abandonar una disposición interna según la cual todo proceso que emane del directivo presupone o representa obligatoriamente un “hacer”. Muchos directivos están, lo que podría llamarse “poseídos”, por ideas de cómo deberían ser “en realidad” sus colaboradores. Apenas se les pasa entonces por la cabeza el pensamiento de que así están declarando subrepticiamente sus propios criterios como vinculantes para todos los demás (¿con qué derecho? ¿Con el que da ser jefe?). Pero dejar hacer significa permitir que la personalidad del colaborador sea la que es, y significa dejar de hacer todo lo que podría desmotivarle. A las personas solo puede aceptárselas tal como son, no como a uno le gustaría que fueran (lo cual no quiere decir de ninguna manera no acordar rendimientos y controlarlos). Al igual que el buen innovation management (en completo contraste con la salvaje estética de creatividad de su fase inicial) comienza hoy por plantearse qué prácticas, lisa y llanamente, habría que abandonar, también la dirección puede ahora consistir ante todo en una renuncia sistemática. Quien lo haya comprendido actuará con mucha mayor solidez que aquel que sigue empuñando la pala cada vez con más brío hasta que le abandonan las fuerzas. Y eso le hace creerse más fuerte. No hacer, sino dejar hacer: una desacostumbrada perspectiva para los managers, a los que al fin y al cabo les pagan por hacer, no por dejar hacer. Y así, en un congreso de management, me tuve que enfrentar al argumento: “Si nuestros directivos ‘dejan hacer’ más, la suerte nos ‘dejará’ a nosotros en seguida”. De acuerdo. Pero toda fuerza puede convertirse en debilidad, exactamente del mismo modo que toda debilidad 258

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puede llegar a ser fuerza. “La razón se hace absurdo, los buenos actos se hacen plaga”, como ya sabía Goethe acerca de las ambigüedades del pensamiento consecuente-lineal. Lo que yo defiendo es que los directivos, en la relación con sus colaboradores, “dejen” atrás el comportamiento desmotivador y “dejen” actuar al gozo de cumplir una función, a la curiosidad activa, a la persona que fomenta su propio desarrollo. Sobre esto último hablaré en el próximo capítulo.

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Introducción

Capítulo

21

Pedir menos de lo debido a la capacidad de rendimiento

Todo jefe termina teniendo los colaboradores que se merece Viajes, premios y primas hacen que los consumidores dediquen su atención a ciertos mensajes y “motivan” a los colaboradores a prestar determinados rendimientos. Este es el enfoque habitual de la cuestión. A un hallazgo interesante al respecto se llegó gracias a una pregunta planteada por Bernd H. Feddersen: “¿Qué lleva a los concursantes a participar en los concursos?” Respuesta: el tipo de prueba es significativamente más importante que el tipo de premios. Como puede reconocerse, la tarea es lo que está exigiendo un rendimiento al consumidor. ¿Una sutileza de márketing? Para nuestro asunto, más que un simple indicio: un preludio de lo esencial. Ausencia de “móviles” para la acción Hoy sabemos que en el programa genético del ser humano sigue estando inscrito un potencial de atención adaptado a una existencia activa y esforzada como cazador y recolector en un 261

El mito de la motivación

entorno natural. Unos cuantos milenios de civilización son irrelevantes para la historia de la especie. Pero si no existen “móviles” que nos muevan, nos exijan, no tendremos tampoco la posibilidad de conocer nuestra capacidad de resolver problemas, nuestra creatividad. A la mayoría de las personas, sin embargo, les resulta extraordinariamente difícil soportar el aburrimiento. Si este se presenta, tienen que inventarse problemas para superarlos y poder experimentar así sus propias capacidades. Podemos estar bien seguros de que la gente hace exactamente eso. Lo usual es que acaben provocando algún drama en su vida: promueven una disputa por una nadería, intrigan, sabotean o (el caso más frecuente) invierten sus energías en lamentarse. Suelen ser conscientes de que con eso no cambia nada la situación. Pero, al menos, ahora ya no es aburrida. Esto quizá pueda sorprendernos en principio, y, sin embargo, lo podemos vivir cada día en nuestras empresas en forma de luchas por el territorio, rivalidades, trifulcas verbales por cuestiones jerárquicas y asociaciones de descontentos. Y también en nuestras calles, en forma de agresividad creciente, “batallas” en los estadios de fútbol o en sus inmediaciones, aburrimiento agresivo entre los jóvenes. Por lo tanto, mimar y seducir no tienen como única consecuencia que las pretensiones y los estímulos sean cada vez más elevados, sino también un atasco de la acción y un aumento del potencial agresivo. Mucho de lo que hoy en nuestras empresas se clasifica como “despido interior o desentendimiento” se debe, en último término, al mimo y a la infraexigencia. Y no a ninguna sobrecarga de trabajo ni a la sobreexigencia. Con más que demasiada frecuencia, lo que faltan son exigencias en el sentido de retos. • En una investigación de gran alcance realizada por Public Agenda Forum entre trabajadores norteamericanos, una mayoría aplastante del 75% declaró que podría rendir muchísimo más de lo que rendía en ese momento. • Una encuesta de la Academia de Management de Múnich dio este resultado: el 58% de los managers y el 262

Pedir menos de lo debido a la capacidad de rendimiento

63% de los trabajadores técnicos querían pensar y actuar en sus puestos con más autonomía de lo que habían podido hasta ahora; se sentían, por tanto, desaprovechados en sus facultades intelectuales. • Según un estudio norteamericano, el porcentaje de directivos que declara “infraexigencia” como motivo para cambiar de empresa no baja nunca del 17%. Tal desperdicio de talentos es una práctica cara... en estos tiempos en los que el cambio demográfico hace que la busca y captura de jóvenes altamente cualificados adquiera en parte dimensiones dramáticas. • Stroebe/Stroebe citan un estudio según el cual el grado de aprovechamiento del potencial profesional en la economía norteamericana es estimado entre el 30 y el 40%. Así, por ejemplo, existe en nuestras organizaciones — por nombrar solo un grupo— una alta cifra de mujeres muy capacitadas a las que se emplea por debajo de su valor. Muchas de ellas están, en el más verdadero sentido de la palabra, “ocupadas” como secretarias, un verdadero callejón sin salida para el desarrollo profesional. Wolff/ Göschel se remiten a una encuesta en la que el 35% de las encuestadas se sentían infraexigidas en sus trabajos. La tasa de infraexigencia puede describir pronunciados descensos de una empresa o de una administración a otra, dependiendo en cada caso de si al personal joven se le encarga o no desde muy pronto tareas integrales. De cualquier modo, la queja al respecto nunca deja de oírse en mis seminarios. “La capacidad trae consigo la necesidad de usar esta capacidad”, dice Szent-György, bioquímico y premio Nobel de la paz. La sensación de estar infraexigido causa los efectos desmotivadores correspondientes. La infraexigencia lleva a trastornos corporales y anímicos semejantes a los de la sobreexigencia. Un trabajo simple en el marco de un nivel bajo de exigencia lleva a la monotonía; esta produce aburrimiento e insatisfacción laboral; y esto tiene como consecuencia, a su 263

El mito de la motivación

vez, largas ausencias, rotación de personal y disminución cualitativa y cuantitativa de los outputs emitidos. Pero plantear exigencias determinantes al potencial personal es de una extraordinaria importancia desde el punto de vista de la ecología del comportamiento, pues en otro caso la energía fluye hacia la lamentación. Desarrollo del personal Lo que necesitamos, por tanto, es una imprescindible transformación en la disposición interior de los directivos: no que “expriman” ni “propulsen” a pasmarotes sin autonomía, sino que planteen exigencias y retos a agentes creativos. Que vayan más allá de lo que se ve en este momento, aprovechando hasta el fondo y ampliando los potenciales individuales. Un proceso por el que dirigidos y dirigentes sigan desarrollándose recíprocamente. Con ello, la dirección fomentará a los dirigidos en su personalidad íntegra: para empezar, en y para su ámbito de tareas tal como, por ejemplo, constan en la descripción de puestos de trabajo. No se limitará a poner en marcha. Creará condiciones marco que descubran facultades ocultas. Posibilitará la alegría de confirmar su existencia. Liberará el talento y el excedente subjetivo que todo individuo lleva consigo a la empresa y al que tan raramente suelen planteársele exigencias. “No vayan ustedes a desanimarse solo porque las cosas no marchen como ustedes habían pensado”, fue el mensaje de Alfred Herrhausens a un auditorio de aprendices; “la actividad y el desarrollo de su propia personalidad los llevarán al éxito”. Más de un manager descubrirá al respecto qué bien le marcha todo una vez que se concentre en exigir y fomentar la competencia de sus colaboradores en contactos discutidos y aprobados por todos. Y en ello va también incluida la supresión de un falso deber asistencial, fruto de una disciplina jerárquica exagerada. Así, cuando por ejemplo surge una crítica sobre el trabajo de un colaborador, suele aplicarse el principio catarata y ser desviada hacia su superior, que tendrá que cargar con ella 264

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(y se producirán los consabidos daños en la comunicación). Se “protege” al colaborador, que llevará una vida poco responsable lejos de primera línea, sin poder responder por su error ante la instancia competente. Le está siendo arrebatada la responsabilidad. Mimar en vez de exigir. Y el hecho es que, dependiendo siempre del grado de madurez del colaborador, sería mucho más “exigente” que el jefe le pusiera en contacto directo con el crítico: una oportunidad de crecer. Bien mirado, el argumento de que la comunicación establecida “sin pasar por” el superior inmediato socava la posición de este no tiene valor alguno. Por una parte, el jefe puede hablar con sus colaboradores sobre las ventajas e incovenientes de unos canales de comunicación más cortos, y así hacerles tomar conciencia de ello. Por otra parte, el superior inmediato puede (y debe) estar informado sobre ese contacto directo. Pero además, por último, las pirámides jerárquicas de base cada vez más amplia no permitirán en el futuro casi otra forma de comunicación que no sea la directa. La presión del mercado Examinemos brevemente esta cuestión: ¿por qué los colaboradores cambian de empresa? La tesis presentada en Bochum por Walter Jochmann atrapa al responsable inequívoco de ello: la falta de acceso a proyectos, formación y desarrollo personal que supongan un desafío para el trabajador. En particular, los managers de mayor cualificación no están dispuestos a contentarse por espacio de varios años con el mismo campo de tareas. Por lo tanto, las empresas que deseen retener a sus directivos tendrán que ampliar sistemáticamente los retos planteados a la responsabilidad y la capacidad de rendimiento de aquellos a los que quieren cortejar Y los directivos saben que les están cortejando. Las empresas —es algo que poco a poco ha ido pasando de boca en boca— van a encontrarse con una escasez creciente de directivos, cualitativa y cuantitativa. Transmitir con más fuerza una imagen pública, el márketing interno y la formación interna de gene265

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raciones de relevo están convirtiéndose en exigencias. Además, las empresas tienen que intentar evitar los altos costes derivados de la contratación y el adiestramiento de nuevos colaboradores. Y es para ellas igualmente importante mantener la vinculación con sus directivos cualificados durante el mayor tiempo posible. Con este objeto, parece tener un significado sobresaliente la oportunidad para adquirir nuevas capacidades o para ponerlas a prueba en nuevos ámbitos. De hecho, algunas empresas muy conocidas, como por ejemplo Unilever, Coca-Cola o Procter & Gamble, siempre han estado en condiciones de atraerse talentos estrella, incluso cuando no podían prometerles ninguna oportunidad de ascenso. Eran precisamente los candidatos jóvenes los que veían en estas empresas buenos campos para ejercitarse y valiosos cimientos para su carrera. Hoy más que nunca, la cuestión va a ser retener a esta gente. Desafíos cambiantes y crecientes en el marco de una “organización inteligente”...: quizá esa sea la solución. Y no solo por razones de márketing interno: cuanto más amplia es la formación de las personas, en tantos más puestos se las podrá emplear y tanto mayor será la capacidad de adaptación de la empresa en tiempos de turbulencias generalizadas. Capacidad de adaptación significa capacidad de supervivencia. Conforme a la máxima la estructura sigue a la estrategia, una organización de alta capacidad adaptativa queda diseñada de tal modo, que, con sus colaboradores polifacéticos, puede mantener permanentemente móvil su estructura, siempre de manera provisional, experimental, innovadora, arriesgada. Y esto no significa sino que el directivo, junto con sus colaboradores, tiene ante sí la tarea de identificar talentos individuales, fomentarlos y emplearlos. Con ello, el directivo desempeña un papel clave en el proceso del desarrollo del personal. Desarrollo del personal: no quiere decir solo training, coaching y puestos rotatorios. Dirigir grupos de proyectos o participar en ellos fomenta la capacidad de coordinación y cooperación, así como el desarrollo de la creatividad. Las tareas 266

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especiales fomentan la capacidad de resolver problemas, la destreza para manejar la complejidad y el adiestramiento en contextos interdisciplinares. Los trabajos en el extranjero fomentan la flexibilidad y la competencia comunicativa en otras lenguas. Para algunos sería muy provechosa una estancia como oyentes en el departamento de personal, e incluso un trabajo como “trainer a plazo”. Eso fomenta la inteligencia comunicativa y social y enseña a preparar contenidos teóricos de forma metódica y didáctica. Todo lo dicho equivale a una elevación y ampliación de la capacidad de rendimiento del colaborador. Probablemente, seguirá siendo una propuesta inaudita esta de tachar de nuestro diccionario de uso la expresión “motivar a alguien”. Pero yo no la tacharía si con ella nos refiriésemos a posibilitar a nuestros colaboradores la actualización y el desarrollo de sus talentos. Por tanto, en vez de darle más vueltas a la disposición al rendimiento de los colaboradores, lo que yo ofrezco es que nos concentremos en su capacidad de rendimiento. Corresponsabilidad del colaborador “Un puesto de trabajo seguro, un trabajo que sabes hacer bien: corazón de empleado, ¿qué más puedes desear?” Quizá no sea terriblemente excitante. Pero cuando el trabajo se vuelva demasiado insípido, siempre puede uno salir indemne agarrándose a su pequeño, seguro y bien amueblado hogar, porque al fin y al cabo —¡gracias a Dios!— para eso puede permitírselo... ¿Es así realmente? Un colaborador que vea su camino profesional también como un camino vital, como un camino de crecimiento personal, no siempre querrá buscarse un directivo “cómodo” con el que sea posible aguantar hasta llegar a ser “el abuelo” de la empresa. Buscará, antes bien, a uno que le ayude a arriesgarse, que le plantee retos y que, incluso, le exponga a la posibilidad de fracasar. Ahí está la dignidad del valiente. Se trata de librarse del falso anhelo de una armonía sin tensión y de una fácil superfi267

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cialidad. En esta vida, nunca se trata de la comodidad, sino de estar más vivo. Se trata de atreverse a vivir. Se trata del riesgo. El crecimiento personal solo se produce al sobrepasar los límites de seguridad autoimpuestos y arriesgarse al fracaso (como un requisito necesario para el éxito). Trabajar —entendido como “vivir”— significa un permanente conocer, rectificar y refundir los caminos trillados, las actitudes de seguridad y las rutinas que usamos para creer engañosamente que estamos más vivos. Desde mi punto de vista, por tanto, el colaborador es corresponsable de su capacidad de rendimiento. Bien aconsejado estará si busca afanosamente tareas que supongan un desafío, si promueve por iniciativa propia medidas de desarrollo. Quien espere que sea su jefe quien le “desarrolle” podrá, en según qué circunstancias, esperar mucho tiempo. Pues, hoy como ayer, muchos directivos siguen cultivando con completa dedicación una imagen de sí mismos completamente anacrónica, en virtud de la cual siempre tienen que saber hacerlo todo un poco mejor que sus colaboradores. Viven una vida estresante. Una vida de “jefe de cocina”: ¡Aquí lo cocina todo el jefe en persona! Una vida que por fuerza acaba en drama: pues la creciente complejidad de los ámbitos técnicos, el creciente nivel educativo de sus colaboradores y los equipos interdisciplinares (task forces) están poniendo en duda su derecho a “mandar” en el trabajo de sus llamados “subalternos” e, incluso, a comprenderlo. Esta es la verdad: todo jefe termina teniendo los colaboradores que se merece. Y sin embargo, al enunciar la tesis (que admito es provocativa) “¡El buen manager es el que se hace prescindible!”, suelo cosechar, en un primer momento, protestas e incomprensión. Lo que quiero decir es: tal manager no logra la mayor efectividad posible por medio de lo que él sabe, sino por medio de las facultades y destrezas ajenas. Delega en su gente, exigiéndola y fomentándola, trátese del asunto del que se trate. Al tomar cualquier decisión, piensa también sobre los efectos secundarios en las posibilidades de desarrollo de sus colaboradores. Se preocupa por formar cuanto antes a re268

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presentantes suyos, a posibles sucesores, de manera que la empresa no tenga que temer que, de faltar él durante algún tiempo por vacaciones, enfermedad o incluso algo peor, su ámbito de responsabilidades se tambalee acercándose al caos. Me resulta, por ejemplo, completamente incomprensible que, en las jornadas de clausura, los directivos tengan que estar permanentemente localizables por teléfono: directivos así sufren el síndrome de imprescindibilidad. No han organizado su ámbito de tareas, descuidando así en último término una parte importante de su trabajo. Más aún: son un peligro para la empresa. Todos los departamentos de desarrollo del personal buscan con desesperación directivos de los que se sepa que a su alrededor crecen y florecen personas de alto potencial jóvenes y esperanzadores; buscan managers para los que tenga importancia su tarea de contribuir al desarrollo del personal. En nuestros sistemas de evaluación del rendimiento seguimos calificando, es cierto, el aprovechamiento de los equipos o, incluso, los métodos de trabajo, pero no consideramos digno de nuestra atención el rendimiento de un directivo para desarrollar colaboradores capacitados, o bien, en el mejor de los casos, tratamos este aspecto solo muy marginalmente; mientras sigamos actuando así, las cosas no dejarán de ser como son ahora. La infraexigencia —se exige solo una fracción de lo que alguien sabe y puede, sus capacidades y destrezas permanecen inutilizadas— tiene mucho que ver con la estructuración del trabajo y, especialmente, con la división del trabajo.

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Introducción

Capítulo

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La división del trabajo

Fue al dejar de verle sentido a nuestro trabajo cuando empezamos a hablar de motivación Para el psicólogo de las organizaciones Burkhard Sievers, la acción motivadora es un método “que fue creado en el momento en el que se perdió en gran medida todo lo que fuera un sentido del trabajo en nuestras grandes organizaciones industriales, ya que el trabajo está tan escindido y fragmentado en pequeñas partes, que difícilmente podrá todavía alguien establecer relaciones significativas con el producto final, con la empresa, con el entorno y con su propia vida a través de su propia actividad, a través del producto parcial que elabora o de la función parcial que desempeña”. En el pasado, efectivamente, se quiso aumentar el rendimiento total dividiendo el trabajo en partes cada vez más pequeñas. Este enfoque podía aspirar a seguir teniendo validez durante la primera mitad de nuestro siglo, caracterizada aún en gran medida por formas de trabajo manuales con el apoyo de máquinas. Hoy, por el contrario, la progresiva desmembración del trabajo y la consiguiente unilateralidad del desarrollo del potencial humano están alcanzando unos límites psicológicos y, por lo tanto, indirectamente, unos límites también 271

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económicos: los contenidos del trabajo son cada vez menos estandarizables y, donde sí lo son, están automatizados en la mayor medida posible. La infraexigencia respecto a capacidades y destrezas jamás es satisfactoria ni para el individuo ni para la empresa. Cuando la propia contribución al producto final no puede ya determinarse apenas, la autoestima del individuo es la de “una ruedecilla en la máquina”. Incapacidad lingüística La identificación con el conjunto de la empresa como un asunto común a todos no resulta ya posible, sino que ha descendido hasta el nivel del “departamento”, donde se cierran filas y uno se siente en su hogar; y no es raro que su identidad frente al exterior sea mantenida simbólicamente a través de una sutil renuncia a cooperar con otros departamentos. Esto requiere un enorme esfuerzo de coordinación. La consecuencia es una incestuosa cultura del meeting. Meteóricos gastos generales. La energía se dirige hacia el interior, en vez de hacia el mercado y el cliente. Los problemas para establecer una interfaz entre los departamentos nos hacen dudar con frecuencia de la sensatez de la segmentación. Directamente tangibles resultan las consecuencias de la división del trabajo cuando los especialistas de los diversos ámbitos de la empresa se reúnen para un asunto o una tarea común en revisiones de formación o task forces. Normalmente, no puedo evitar la impresión de que estos especialistas trabajan en empresas completamente diferentes. Han desarrollado patrones interpretativos de alta especificidad, y viven en contextos completamente distintos. Se aferran a sus territorios perceptivos, haciendo casi imposible alcanzar algún consenso sobre lo que es importante y valioso para la empresa. Es más: de vez en cuando se rinde culto piadoso al mito de “las trincheras” entre distintos ámbitos de la empresa, con el fin de no tener que abandonar el terreno seguro de la propia región de sentido. Los representantes del departamento “Investigación y Desarrollo” 272

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custodian el grial de la teoría pura, y temen que su trabajo se vea profanado, es más: ensuciado, por las exigencias del mercado; la gente de márketing impone en todas las discusiones la utilidad del éxito rápido, mientras que los de distribución echan pestes de lo alejados de la práctica que se encuentran los otros dos. Se desvanece la capacidad de conversar con benevolencia, comprendiendo y asintiendo. Aún más: apenas podrá percibirse la más mínima inclinación al consenso. Las pérdidas por fricción son escandalosas. Las pérdidas de comunicación se acumulan hasta formar auténticos muros. Y no son solo los términos especializados, puestos en escena sin expresión pero con mucho efecto, los que dejan claro que estas personas ya no van a hablarse por regla general en “el mismo idioma”. Ante este telón de fondo, surge para el departamento de desarrollo del personal una tarea a la que hasta ahora se prestaba una atención demasiado escasa: puede, y debe, elevar la capacidad lingüística interdisciplinar, posibilitando la búsqueda de un común horizonte de entendimiento y ensamblando en una conexión significativa las regiones de sentido especializadas. Más allá de toda formación especializada y técnica, esto es una formación continua en el estricto sentido de la palabra. Diversión por decreto Algunas investigaciones sobre la organización laboral señalan particularmente que la falta de un concepto unitario, la infraexigencia y los daños en la autoestima, todos ellos efectos secundarios de la profunda división del trabajo, provocan en el individuo sensaciones de vacío interior y de extrañamiento. Y tanto más, en la medida en que el cambio de valores, con su exigencia de un concepto unitario, de significatividad y de una vida “integral” regida por valores, ha dinamizado en conjunto las aspiraciones a un trabajo acorde con estos criterios. Desde el punto de vista de la ecología del comportamiento, los seres humanos reestablecen su equilibrio por medio de agresión, retraimiento, huida, enfermedad, renuncia a colaborar y todas las formas del 273

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“reembolso”. El gozo de rendir disminuye en el individuo. Las consecuencias para todos los afectados son las imaginables. “Al dejar de verle sentido a nuestro trabajo, fue cuando empezamos a hablar de motivación”. Esta frase ingeniosa lo plantea muy certeramente: la pulverización del trabajo y, con ella, la deplorable carencia de sentido son lo que se pretende compensar por medio de la acción motivadora. Y ya tenemos a los mecánicos de la motivación activos de nuevo, poniendo en marcha una medida de gestión del ámbito del sentido detrás de otra: comienzan por la cultura empresarial “por decreto” (entrégame uno el lunes) y la identidad corporativa entendida como proyecto para el diseño de un membrete; continúan con los principios directivos “dictaminados” por una comisión de expertos y con el arrebatador “estamos-orgullosos-de-vosotros” de una cacareada visión que atrapará a todos; y se termina llegando a ese ridículo topmanager a la moda que, desde hace poco, concluye todas las reuniones con la frase hecha ¡diviértete! Diversión por decreto. En la medida en que se van agotando las tradicionales fuentes de sentido laboral, se conjura la “diversión” como nueva metáfora compensatoria. Nadie ve un problema en el desmenuzamiento de las tareas, que es lo que más esencialmente está echando a perder la diversión. Así, inadvertidamente, la “diversión” queda sometida a la presión del rendimiento: “divertirse” y “ser majo” pasan a ser un “rendimiento” en la imagen individual que pretenden transmitir los nuevos managers. El trabajo de la diversión, en vez de la diversión de trabajar. Encontrar el sentido “Quien exige rendimiento ha de ofrecer sentido”, se dice rotundamente por ahí, en la estela de Viktor Frankl. Y ese sentido que se pretende ofrecer es un sentido unívoco predeterminado, autoritario. Pero el sentido no puede ser “ofrecido”, sino que tiene que ser encontrado por cada colaborador de manera completamente individual. En todos los casos se aplica lo siguiente: si alguien rinde, es porque ve sentido en ello. 274

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El directivo puede, únicamente, crear las condiciones de posibilidad para que los individuos encuentren el sentido por sí mismos (condiciones que lo serán a la vez de un desarrollo óptimo del rendimiento). Cualquier otra cosa sería arrogante y supondría un concepto de dirección extralimitado, al asumir también responsabilidades por aquello de lo que la dirección no puede ser responsable —por ejemplo, la disposición al rendimiento—. Apoyándonos en Manfred Antoni, el trabajo es percibido como satisfactorio por la persona cuando cumple los siguientes criterios: • Es una actividad física y espiritual; siendo irrelevante en principio que se desempeñe una actividad física o espiritual. Lo importante es tan solo que haya una correspondencia íntima entre la planificación y la ejecución, para que así pueda experimentarse vitalmente el placer de cumplir tareas. La separación entre pensar y hacer recibe un rechazo creciente. La satisfacción intensa se deriva, las más de las veces, de tareas que pueden ser realizadas por uno mismo —solo o en equipo— desde el principio hasta el final y que, por tanto, conforman una unidad cerrada, por ejemplo: “controlling para filiales, desarrollado e introducido con éxito”. • Es una actividad creativa; por medio de su trabajo, las personas quieren cambiarse a sí mismas y su entorno; para ello, tiene que poder darse satisfacción al comportamiento humano de la curiosidad; para ello, tienen que respetarse los derechos de su potencial productivo y creador. • Es una actividad productiva; es decir, la relación entre energía empleada y energía resultante debe ser lo más equilibrada posible. • Es una actividad interactiva; la mayoría de las personas buscan, y usan, las posibilidades que su puesto de trabajo les ofrece para establecer muy diversos contactos sociales; quieren que se les preste atención, buscan el intercambio y les alegra colaborar. 275

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• Lo completaré así: es una actividad con alguna orientación; el sentido nace de una obra que disfrute de vigencia y reconocimiento en el entorno, en un servicio prestado a la comunidad. Por ello, trabajar es siempre “trabajar para otros”, es decir: para el individuo, el destinatario de su trabajo tiene que ser tan reconocible como la utilidad que su rendimiento produce para este. Por su etimología, la palabra Sinn (“sentido”) pertenece en antiguo altoalemán a la familia del verbo sinnan, y significa “marchar por su camino hacia un fin”. El ser humano, por tanto, no solo quiere producir, sino también poder pensar en el fin de su acción. Conforme a ello, una de las tareas directivas es crear condiciones marco que hagan posible experimentar el propio trabajo como trabajo para otros. Los hallazgos de la ciencia laboral testimonian que la ausencia de una o más de estas dimensiones de un concepto unitario del trabajo causa insatisfacción, aburrimiento, infraexigencia en una palabra: desmotivación, siendo así responsable en gran parte de la discusión que se origina entonces acerca del estilo directivo “correcto”, acerca de la acción motivadora “correcta”. Dice Herbert Kubicek, profesor de informática en la Universidad de Bremen: “En el camino marcado por la burocratización y la mecanización, las transformaciones en las estructuras organizativas, los sistemas de control y los contenidos del trabajo destruyen más motivación y más identificación de la que pueda generar psicológicamente la acción de los superiores, por hábil que sea”. Por ello, una tarea directiva no poco importante sería desarrollar con criterio totalmente pragmático un programa de recuperación para las desmotivadas víctimas de un trabajo vacío de sentido. Remuneraciones “sucias” ¡Con cuánta frecuencia puede oírse: “Si la remuneración es la correcta, el rendimiento será también correcto”! Como en Dinner for one: ‘Same procedure as every year’. De hecho, es una 276

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idea muy extendida la de que la implicación de los colaboradores puede comprarse con dinero. Es más: incluso en los casos de poco rendimiento, la indignación ante ellos se acrecienta en virtud del reproche de que, a cambio de su remuneración por encima de la media, esta persona debería rendir también por encima de la media. En contra de esto, muchas investigaciones de los últimos años coinciden en demostrar que justamente los colaboradores eficientes y con un rendimiento siempre alto no trabajan en primera instancia por el dinero, sino que su intención es experimentar su trabajo como algo con sentido y eficaz. Ciertamente: la remuneración tiene que ser la correcta. Ahora bien: la implicación activa, la creatividad y la iniciativa no pueden comprarse. La dirección debe “posibilitarlas”, creando un entorno en el que se “encienda” la motivación propia del colaborador. El directivo debe ser un “posibilitador” más que un “productor”. Por tanto, está abordando el problema por el extremo equivocado quien no cesa de intentar compensar perentoriamente con dinero u otros “motivadores” la división del trabajo, la falta de potencial para la exigencia y el sin-sentido de tantos puestos de trabajo, en vez de organizar la actividad de manera que volviese a ser reconocible como un todo unitario conectado claramente con el rendimiento total de la empresa. Esto podría llevar a revisar el principio estructural de la delegación. Pues no es casualidad que el ir delegando hacia abajo, hasta llegar a las más pequeñas ramificaciones organizativas, corra en la misma dirección que los fenómenos de atomización del trabajo. En el polo opuesto se halla la transmisión integral de la responsabilidad. En el marco de su plan “dirigir asociativamente”, Christian Dräger traspasa amplias responsabilidades, desde muy pronto, a los aún aprendices en los Talleres Dräger. Estoy oyendo la objeción: “¡Pero la responsabilidad no es divisible!” En W.L. Gore & Associates Inc. (Gore-Tex) se aplica este principio: sea quien sea el que haya asumido un commitment (competencia en un asunto y cumplimiento de lo prometido), sobre él recaen dos cosas: la decisión y la responsabilidad. Casi un fenómeno marginal: colaboradores a los que les gusta incluso ser ellos mismos los que presentan “a los de arri277

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ba” sus propios proyectos y los resultados de su trabajo. Y los “mejores” jefes dejan de conceptuarse a sí mismos como centrales de bombeo para el circuito de la delegación. Y renuncian a apropiarse los laureles ajenos. Si reunimos todo el conjunto, quizá tengamos que replantearnos la misma palabra “colaborador”. Consumar la obra En este momento, algún directivo se habrá puesto a revisar mentalmente las estructuras de los puestos de trabajo de sus colaboradores, buscando posibilidades de mejora. Y eso es, seguramente, muy útil, además de algo que debe exigirse. Pero, aun así, me gustaría recordar una vez más que el sentido no puede manerjarse como si fuera un “anzuelo metido en la oferta” (Neuberger), sino que se trata de un rendimiento muy personal, que tiene que ser hallado exclusivamente por el individuo. Jürgen Habermas ha dicho al respecto las palabras precisas: “No existe la creación administrativa del sentido”. Además, es poco útil “aclarar” al colaborador el sentido de su actividad, tal como se ha escrito con bastante frecuencia. Del mismo modo, resulta problemático repartir entre todos los colaboradores de manera indiferenciada las bendiciones de este concepto unitario del trabajo. Puede que para más de un colaborador, la íntima correspondencia mutua entre todas las dimensiones del trabajo no sea forzosamente el requisito necesario para su satisfacción laboral. Quizá, por ejemplo, la ausencia de frecuentes contactos sociales pueda no ser percibida como desmotivadora en ningún sentido. Las reflexiones y discusiones en torno a la cultura directiva de BMW han devuelto a nuestra conciencia un concepto que era ya casi arcaico: la “obra”. Concepto que fue completado con los adjetivos “perfecta”, “terminada” y “llena de sentido”. El punto álgido llega en esta exigencia: “Una tarea especial de los directivos consiste, a nuestro parecer, (...) en proporcionar al colaborador la sensación de haber culminado, o de poder culminar, una obra”. Para mí, esto se queda corto. Pues el len278

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guaje es traicionero. Ahí la tenemos de nuevo: esa pose del que da algo, contentándose (astutamente) con una “sensación” del colaborador, sin importarle con cuánta manipulación lo haya conseguido, en vez de esforzarse intensamente por las condiciones que hagan posible “culminar la obra”. Y esas condiciones de posibilidad significan ante todo: ampliación de las posibilidades de elección; fácil reversibilidad de las decisiones que afecten a la carrera profesional; transparencia en los itinerarios profesionales; colocación de los directivos ligada a fases estratégicas y en correspondencia con sus rendimientos e inclinaciones; mayor diversidad de posibilidades de carrera escalonadas de manera menos jerárquica (de modo que “dirigir” no parezca importante solo por el dinero y el prestigio); en pocas palabras: preparación de numerosos y diversos campos de experiencia. Pues la autorrealización no debe entenderse como si ese “auto” existiera ya antes de la “realización”, ya que, antes bien, es solo actuando y probando posibilidades como llega a poder ser percibido. Se consiguen buenas experiencias cuando el individuo o también grupos enteros son incluidos en el proceso de configuración de los procedimientos laborales de la organización del trabajo y de sus ámbitos. Y de gran ayuda es preguntar: “¿Qué hay en su puesto de trabajo que impida su entusiasmo? ¿Cómo podemos entre todos hacer su trabajo más cabal? ¿Qué pediría usted?” No todo lo relativo a una totalidad laboral unitaria será realizable; pero, normalmente, el terreno de la fantasía ofrece posibilidades inagotables.

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Introducción

Capítulo

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La carencia de espacio libre como causa de la imposibilidad del rendimiento

Todo lo que quieren los seres humanos es poder elegir “¿Trabaja usted para vivir o vive usted para trabajar?” Al ofrecer a los participantes en los seminarios la oportunidad de fundamentar su filosofía personal sobre esta cuestión, muestran tendencia a decidirse por la primera alternativa. En la discusión que sigue suele quedar claro que el tiempo de trabajo es percibido como un tiempo controlado por voluntad ajena, desindividualizado y, no pocas veces, como “vida vendida” (siendo proporcionalmente elevadas, en ocasiones, las aspiraciones a una “indemnización”). Como particularmente desmotivadora se percibe la falta de espacio libre para el individuo, la falta de posibilidad de rendimiento. El “éxito” consiste entonces en que las energías correspondientes son desviadas hacia la esfera privada, dejando a un lado la empresa, de modo que el enrevesado “para...” se convierte en un factor determinante de la mentalidad: trabajar para (después) vivir. Todas las investigaciones empíricas de los últimos años apuntan a que estos fenómenos no representan pereza, cansan281

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cio o carencia en la disposición al rendimiento, sino una adaptación, por así decir, “con mucho sentido” frente a una situación laboral opresiva (y, por tanto, también un desafío para la renovación del entero ámbito de la “política de personal”). Es de una extraordinaria importancia reconocer que si muchas personas están desmotivadas, declaran su desentendimiento y emigran hacia el tiempo libre, ello no ocurre porque los nuevos valores sean valores del ocio, sino porque se reclama que sean válidos indistintamente en todo el entorno de la persona. Y dado que en el mundo laboral no pueden ser vividos suficientemente, se los orienta hacia la esfera del tiempo libre. La investigación social habla de una “realización compensatoria de los valores” durante el ocio. Pero tampoco aquí tenemos una imagen unívoca. Pues, por las noticias que llegan del sector de los asesores de personal, resulta claro que son cada vez más los directivos que rechazan ofertas de puestos relumbrantes y cargados de prestigio, para decidirse por otros que les dejan mayor libertad para determinar sus propias actividades y sus propios caminos. La “segunda fila” tiene un atractivo inesperado. Hacer carrera, sí; pero no a cualquier precio. Un manager que despreció la posibilidad segura de una posición en la cúspide de una gran empresa dejó dicho: “¿Top manager en una jaula dorada de representación y formalismo? Eso para mí no es vivir, sino des-vivir”. Por esta razón, es cada vez más urgente para las empresas despedirse de toda regulación burocrática y abrir más espacio libre para la autorresponsabilidad en todos los niveles. Esto atrae a los mejores talentos y los retiene. Vivir durante el trabajo Nunca deja de demostrarse: todo lo que quieren los seres humanos es poder elegir. Sin embargo, echando un vistazo general a la investigación, constatamos que la “sensación de ser libre e independiente en las decisiones profesionales” ha descendido claramente en todos los círculos profesionales de 282

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la República Federal. Según un estudio de Lutz von Rosenstiels, solo el 54% de los encuestados creía poder participar en las decisiones relativas a su propio trabajo y a su propio puesto laboral. Esta evolución explica más que de sobra la tendencia a una decreciente satisfacción por el trabajo en conjunto. Esta tendencia gana en dinamismo por la innegable pujanza de los llamados “valores de autodesarrollo”: para una mayoría de las personas, la posibilidad de autodesarrollo en su vida laboral está vinculada al espacio libre de que dispongan para actuar y decidir. Quienes echan de menos esos espacios libres están significativamente más insatisfechos con su trabajo. ¿Cómo podré dedicarme a un asunto con entusiasmo, cuando continuamente se me está intentando “manejar” desde arriba? Esta tendencia se corresponde con los resultados de las encuestas que tengo delante, con la precisión de que la carencia de espacio libre es claramente percibida como más desmotivadora por los trabajajadores más jóvenes, de menos de 40 años, que por los mayores. Estas personas más jóvenes están, como promedio, esencialmente mejor y más ampliamente formadas y —lo cual parece tener particular importancia— individualizadas en gran medida. No distinguen ya, como antes, entre esfera laboral y esfera de ocio. Del trabajo de hoy esperan, además, mayores oportunidades para poder implicarse con toda su personalidad, para ser tomadas en serio, tenidas en cuenta como personas. Les gustaría poder emplear su capacidad de autoorganización y de actuación autónoma. Vivir durante el trabajo: eso quieren. Característica de ello es la coyuntura favorable, antes descrita, del concepto de diversión. Del mismo modo que la moderna civilización industrial necesita ámbitos más amplios, el colaborador también necesita hoy espacios libres en cuya amplitud pueda desarrollarse. Pero las empresas parecen vehículos cisterna: sus huellas de frenado tienen varios kilómetros, esto es, la evolución de las estructuras organizativas apenas puede mantener el paso de dichas tendencias sociales. La mentalidad de la exacta descripción de las tareas laborales, excesiva aunque seguramente también útil en ciertos momentos y circunstancias, ha terminado per283

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mitiendo que muchos puestos de trabajo se vuelvan aburridos, mecánicos, rutinarios, sin atractivo. La consecuencia son potenciales de acción desperdiciados por falta de exigencia, y tampoco suele darse una vivacidad que entusiasme y se entusiasme. Sigue teniéndose mala opinión acerca de sobrepasar los límites. Los terrenos heredados son defendidos con mucho gasto de energía: no es raro que se llegue a la guerra interna. Y el colaborador tiene que quedarse en su rincón, léase: coto. Así estarán protegidos los demás cotos... mientras que las vallas que los separan se cubren de oportunidades desaprovechadas. Mengano-busca-un-Menganito A ello se añade que los detentadores del poder ejecutivo están todos resueltos a no admitir nada que no se adapte a su concepto de buen colaborador y, ante todo, a lo que son ellos mismos. El mejor ejemplo de ello es el síndrome “Mengano-busca-unMenganito” en la selección de personal: el candidato “bueno” es el que más se me parece, pero, eso sí, un poquito más débil.

¡ALGUIEN COMO USTED ES LO QUE YO ANDABA BUSCANDO!

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Lo que en la vida privada pasa por ser particularmente digno de esfuerzo, lo individualista, lo extravagante, lo único, pero también lo autónomo, el corazón, la energía, han sido y son cualidades muy poco solicitadas en las empresas, ya que parecen amenazar la estabilidad de la organización. De ahí que la innovación, cada día más necesaria, provenga casi solo de outsiders inconformistas que gustan bien poco a los que se consideran a sí mismos insiders. Es frecuente que estos pioneros tengan que vencer resistencias durante años, un periodo para imponer sus ideas durante el que son motejados de fantásticos, testarudos, sabihondos, y a veces, incluso, de renegados. Pero los peldaños del reconocimiento en la empresa se llaman: persecución, ridículo, aislamiento, siempre lo habíamos dicho, principio básico empresarial. Branco Weiss dijo en un congreso de management en Zúrich: “Innovación significa ver lo mismo que todos y pensar al respecto del modo más diferente posible”. El pequeño arte de la desobediencia constructiva En la práctica, “espacio libre” y “organización” parecen excluirse mutuamente por la lógica misma de los conceptos. La psicología de las organizaciones ha analizado fríamente que las personas que tomen parte en ellas han de ser “intercambiables” y “elásticas”. Intercambiabilidad: hay que conseguir que el personal sea previsible, de confianza, planificable y controlable. El objetivo es “autonomía limitada” (¿?), “fantasía disciplinada” (¿?), etc. Elasticidad: el personal debe ser capaz de adaptarse y ser dócil. Lo cual significa también: ¡tiene que ser “motivable”! Por otra parte, renombrados teóricos del management llevan ya mucho tiempo señalando que, en muchas empresas, junto a las estructuras lineal-delegativas existe además algo así como una cultura informal autoorganizativa. En unas oficinas pude leer: “No tendremos espacio, pero lo aprovechamos”. Sí, se diría que esa es la única causa de que muchas empresas funcionen. Las órdenes no son obedecidas, o no al pie de la letra. 285

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Las mejoras son incorporadas a los planes, pero sin discutirlas. Se saca provecho de las ambigüedades, las contradicciones y los vacíos en el reglamento: una micropolítica, una especie de pequeño arte de la desobediencia constructiva. Los Principios Directivos de la BMW se permiten al respecto una picardía muy significativa: no se dice solo que las decisiones deben ser ejecutadas, sino también, “ejecutadas con inteligencia”. Zona de juego La única organización para la que trabajamos todos se llama “yo”. Sin embargo, las empresas no suelen ofrecer una zona de juego para poner a prueba este “yo” y llevar una vida feliz también en el trabajo: la posibilidad de vivir autodeterminándose, autoorganizándose y autocontrolándose, que es, por tanto, la mayor aventura que existe, la de conocer la propia personalidad y sobrepasar los propios límites mediante el aprendizaje. “Busco zona de juego para mi motivación”: es el encabezamiento que una joven licenciada en empresariales puso en su solicitud de empleo. Y es una expresión completamente certera: lo que todo el mundo busca es una zona de juego, un contexto en el que se encienda la motivación, en el que al individuo le merezca la pena esforzarse. Y, según esto, dirigir significa crear posibilidades de desarrollo para la motivación del colaborador, la cual le pertence solo a él. Que él haga algo porque es bueno para él mismo. Un trabajo en beneficio propio. La mayoría de las empresas siguen dando un valor demasiado pequeño a este “fomento de la personalidad”. Lo que necesitamos es una política empresarial sin ambiciones de dar sentido a la vida de nadie. Necesitamos una política empresarial que permita al individuo la búsqueda de sus verdades personales, una política sin ningún patetismo de filosofía empresarial y sin ese lirismo preñado de identidad corporativa. No la gran metáfora totalitaria de la “visión”, sino la insistencia, modesta pero muy ambiciosa, en el crecimiento individual a través del traba286

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jo. No son la obediencia ni la fidelidad nibelunga, sino el desarrollo lo que tiene que convertirse en principio supremo de la cooperación. Espacios libres “Espacio libre” es, sin embargo, una palabra tornasolada, desbordante. Aquí significa: 1. El grado de posibilidades de elección, el grado de autodeterminación y espacio libre para decidir que se posea dentro del propio ámbito de tareas; muchos resultados laborales pueden ser alcanzados de maneras distintas, pero igualmente satisfactorias; las posibilidades de elección pueden ser concedidas en lo que respecta al método, a los instrumentos, a la actividad y a la sucesión temporal de las partes de una tarea. 2. El grado de desregulación del trabajo al suprimir las directrices, políticas y ordenanzas que no sean totalmente imprescindibles. 3. La porción de tiempo para una actividad autónoma y creativa. 4. Tareas y proyectos más allá del ámbito de tareas prefijado que al colaborador le resulten especialmente interesantes en razón de sus talentos e inclinaciones. 5. Las exigibles actividades de aprendizaje. Yo siempre he visto a la gente vivir en un casilla del organigrama. Pero en las casillas del organigrama no se crece. Se atribuye a Lew Lehr, manager en 3M, esta frase sobre la estrechez de la mentalidad encasilladora obediente al organigrama. Y también convendría que todos supiesen el hecho de que, entre tanto, esta empresa llega hoy a conceder a sus investigadores una porción de tiempo de libre disposición de hasta el 25% para que se desarrolle libremente su alegría de investigar: “zona de juego” para la motivación de cada uno. 287

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¿Comerciantes? ¡Mercachifles! Como contraejemplo, ha quedado en mi memoria el caso de un alemán, director ejecutivo de un grupo británico de la electrónica, que quiso encasquetar en una empresa recién adquirida el corsé de la organización y de la descripción de los puestos de trabajo de la sociedad matriz británica. Entre los dos controllers de la empresa antes independiente se había conformado a través de largos años una división de tareas por mutuo acuerdo; ambos se complementaban estupendamente, asumiendo cada cual tareas parciales que correspondían propiamente al ámbito del otro. Llevaba años funcionando sin problema, con el visto bueno de ambas partes. Pero el nuevo director ejecutivo era del tipo “alumnos modelo con mentalidad de listarlo todo”. Difícilmente le habría convencido el principio de los teóricos de sistemas: “cuanta más libertad, más orden”. Sin más tardar, prohibió esos acuerdos que sobrepasaban encasillamientos y exigió una organización “clara” y “más limpieza” en las descripciones de tareas y en los límites. La víctima fue la motivación de ambos controllers. Como ya se ha dicho: la disposición al rendimiento podemos solo obstaculizarla, por ejemplo, recortando la posibilidad de rendimiento. Con ello llegamos al fondo de la cuestión de por qué tantas empresas no están dispuestas a permitir espacios libres de acción autoorganizados con un alcance relevante: porque eso significa (en apariencia) renunciar al poder. ¡No por casualidad, “angosto” —lo contrario del espacio libre— tiene la misma etimología que “angustia”! Los espacios libres hacen a las organizaciones menos dominables, controlables y manejables, y a las personas menos dóciles; léase: menos motivables. Ya se sabe, la idea es que la gente haga por su libre voluntad lo que otros quieren. Pero, a pesar de la retórica, por encubridora que pueda llegar a ser, se hace cada vez más reconocible que el énfasis no está tanto en “libre” como en “voluntad”. El poder aquí viene del hacer. Se refiere ante todo al poder sobre sí mismo. Y todas las sensaciones de felicidad tienen algo que ver con el difuminarse de algún límite. Límites que, ahora, puedo sobrepasar. 288

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Límites trazados en torno a la estrechez de mi trabajo. Y, casi siempre, es más fácil pedir disculpas que pedir permiso. Objetivos individuales/Objetivos económicos Participar a gusto supone tener libertad de elección. Así podrían todos ser los ganadores. Y no se trata de asegurar la autodeterminación y el propio control sobre sí mismo porque eso fuese “más humano”. Se trata de eliminar el potencial desmotivador. Hay que comprender de una vez que cualquier persona busca la tarea que la hace avanzar personalmente, y que, si ocurre de otro modo, habrá dado ya un paso en el terreno del desentendimiento. En la actual situación, lo importante es, ante todo, unas tareas con un alto grado de libertad de elección, autodeterminación y autocontrol. Quien quiera alcanzar unos objetivos económicos tendrá que alcanzar unos objetivos individuales, que a su vez solo son posibles a través de éxitos económicos que se basan en éxitos individuales, que a su vez solo a través de éxitos económicos... “Las personas mejores y más inteligentes se sentirán atraídas hacia las empresas en las que puedan realizar sus objetivos personales”, dice la primera de las “Diez tesis para la reorganización de una empresa”, en Naisbitt/Aburdene. La cuestión es dar espacio de juego a la inteligencia, la creatividad y el entusiasmo de cada uno de los colaboradores, para así poder sobrevivir frente a la competencia internacional. Las organizaciones ganan (¡y de eso es de lo que se trata!) con el “excedente de subjetividad”, como han señalado Krell/Ortmann. Las personas son atractivos factores de producción precisamente a causa de sus actos espontáneos, inexigibles e improgramables. Así puede lograrse un verdadero consenso sobre el objetivo, y después libertad de acción. El circuito del fracaso Con espacios libres mínimos, los colaboradores entran rápidamente en un desmotivador circuito del fracaso. Al no tener 289

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apenas posibilidades de elección (sobre niveles de dificultad, cuestiones de método, empleo de instrumentos, organización de su tarea, de su tiempo de trabajo, etc.), tampoco podrán basar en las propias capacidades el exitoso cumplimiento de sus tareas y las propias capacidades. Saben que la reglamentación establece una probabilidad de éxito de casi el 100%. Saben que si han sido elegidos para esta tarea, esto suele deberse a que su superior o la dirección de la empresa les han estimado un rendimiento bajo. Por lo tanto, cumplir con éxito la tarea no reforzará una imagen positiva de sí mismos, ni contribuirá apenas al desarrollo de un sentimiento de autoestima basado en el “propio” rendimiento... lo cual es condición suficiente para que en lo sucesivo les sigan siendo confiadas tareas poco exigentes. Las actividades autorresponsables, por el contrario, movilizan la capacidad de aprendizaje de todos los colaboradores y, con ello, la capacidad de adaptación y supervivencia de la empresa. De ahí pueden resultar innovaciones que serán ventajas competitivas. Se trata de algo bien conocido en algunas organizaciones de nuestra sociedad industrial, por ejemplo en el ámbito universitario. Algunas empresas también garantizan tales espacios libres en sectores parciales de su actividad. Pero en conjunto —si recurrimos de nuevo al estado de opinión que nos transmite la estadística—, resulta patente que en nuestras empresas se concede a las decisiones personales un margen de acción organizativa demasiado escaso. Un futuro empresarial mejor, es decir: menos desmotivador y más rentable para todos los interesados, sería, por tanto, aquel en el que aumentaran las posibilidades de elección, los espacios libres. Pero ¿qué significa esto para la dirección? Des-regulación En este sentido, dirigir significa revisar constantemente en qué medida los límites internos de la organización muestran estas tres cualidades: 290

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• flexibilidad; • permeabilidad; • modificabilidad. Todos tienen su justificación en su momento, y todos deben ser revisados constantemente al objeto de comprobar si están obstaculizando o fomentando el libre flujo de energías. Esto sería el principio fundamental. En la actual situación, esto tiene para la dirección una primera consecuencia, más bien modesta: des-regulación. Cuanto más estrechamente se ciñan las empresas el corsé de reglamentos y ordenanzas, orientaciones directivas y políticas, más rápidamente los managers se quedarán, literalmente, sin aire que respirar. Cuanto más estrictamente estén reglamentados los métodos de rendimiento, más marcada será la tendencia a adaptar al nivel mínimo exigible la calidad y la cantidad de las prestaciones. Así no surgirá ese rendimiento espontáneo y creativo, requisito para la eficiencia de la empresa, que va más allá de las expectativas de rol prefijadas. Y eso es también desmotivación. Pues los reglamentos crean orden, pero cohesión raras veces. En nuestras empresas, sin embargo, se da una conducta mágica para invocar ritualmente la presencia de aquello tan apasionadamente anhelado: en un estado casi de trance chamánico, se recitan las plegarias de la “empresa dentro de la empresa”... con la misma tenacidad con la que se pretende reglamentar, organizar, ordenar, jerarquizar, purificar y ofrecer al ídolo “control” de todo lo que está vivo. ¿Realmente tiene que ser tan tupida esa red de comprobaciones y balances? Según todas las investigaciones presentadas hasta la fecha, el bien supremo para los vendedores es su autonomía profesional, el ser realmente los “jefes de su zona”. Pero se están anquilosando cada vez más, convirtiéndose en una especie de funcionarios de ventas. En muchas empresas ya no les empiezan pidiendo el volumen de ventas, sino que rellenen como niños buenos informes diarios (que luego nadie va a leer), que respeten la cifra mínima de contactos con los clientes 291

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(sin que importe en absoluto lo que salga de ahí), que detallen la cuenta de gastos con tanta minuciosidad como en una investigación criminal, y que, por lo demás, se adapten del modo más obediente a la opinión de su superior. La cuestión no es hacer lo que se debe, sino hacerlo como es debido. Eso supone la autodestrucción interna de todo lo vivo de una empresa. No por casualidad los elementos de juicio se llaman elementos de “juicio”. Desde hace ya largo tiempo, la productividad sufre por la obcecación con la que la dirección se aferra una y otra vez al esquema de la semana de 40/39/38... horas. En el marco del conflicto vida familiar-profesional, la notoria mala conciencia de muchos colaboradores no está fomentando precisamente el gozo de trabajar. El testarudo aferrarse a patrones laborales inflexibles, a monótonos modelos de carrera profesional que no armonizan con los ritmos vitales de las familias; un concepto de la justicia completamente anticuado, y un sistema de estimación del rendimiento que, al medir la productividad por horas, confunde el gasto con el resultado: todo esto hace que hoy resulte cada día más difícil encontrar gente lo bastante buena que estén dispuestos a hacer los sacrificios tradicionales por su carrera profesional. En el grupo farmacéutico Merck se llegó al siguiente resultado: los padres que percibían la política de la empresa como poco favorable a la familia y poco comprensiva, se quejaban de estrés más que los restantes, se ausentaban con más frecuencia del trabajo y se mostraban menos satisfechos con su posición. Apple Computer gestiona un jardín de infancia propio para los niños de sus trabajadores. DuPont facilita dinero y espacio para la construcción de una guardería. Los colaboradores de Kodak Eastman pueden elegir entre tabajo a tiempo parcial, trabajo compartido y horario flexible variable según la situación. Rodgers/Rodgers señalan que, en cuanto al trabajo a tiempo parcial, muchos trabajadores no lo prefieren en forma de media jornada, sino, con la misma frecuencia, en forma de semana de cuatro días o bien de 30 horas. En la lucha por los mejores de cada promoción, pero ante todo por las mujeres, la empresa que quiera seguir siendo competitiva tendrá que flexibilizar las regulaciones tradicionales. 292

La carencia de espacio libre como causa de la imposibilidad…

¿Debe haber una norma (aunque sea oficiosa) para vestir? Un tipo como Thomas Gottschalk3, ejemplo para millones de personas, no sería ni siquiera jefe de grupo en un departamento de producción, con sus botas vaqueras y sus orejas agujereadas. En el sector bancario y de seguros, el encargado de personal le colocaría inmediatamente en el archivo. No es extraño que para muchos, y con frecuencia para las mejores cabezas, el trabajo productivo equivalga a normalización y a adaptación vacía de sentido. ¿Hay que dedicar tan enorme esfuerzo para montar todo un código legal sobre las dietas de viaje? ¿Tan importante es que un hotel pueda costar 150 o 250 marcos? ¿Hay que poner atención en que, durante los viajes de trabajo, las llamadas telefónicas a casa no duren más de cinco minutos? ¿Hay que comprobar constantemente las facturas, las cajas de gastos, las dietas de alojamiento? ¿Todo por atrapar al 5% de ovejas negras y al 95% restante tenerle observado y reglamentado cada vez más de cerca? Ricardo Semler, presidente de Semco S/A, el mayor fabricante brasileño de maquinaría, pregunta: “Si no podemos confiar nuestro dinero a las personas ni fiarnos de su criterio, ¿por qué entonces las enviamos por todo el mundo para hacer negocios en nuestro nombre?” ¿No habría que permitir a todos los colaboradores acceso permanente a los libros de cuentas? ¿No sería mejor que tuvieran en todo momento una noción de cómo marcha la empresa? ¿Por qué no habrían los colaboradores de acordar entre ellos la hora de entrada por las mañanas? Incluso el llamado “horario laboral flexible”, que muchos perciben como un progreso, tiende a establecer criterios de juicio, un “tiempo” de trabajo puramente cuantitativo, socavando así involuntariamente la autoorganización, el autocontrol y el pensamiento cualitativo. Algunas empresas han llegado a desarrollar de este modo una cultura de eficiencia por puntos, en la que el rendimiento se mide por horas extras, no por un output cualitativo. Por supuesto que la función encomendada a un puesto de tra3

Famoso showman de la televisión alemana (N.d.t.). 293

El mito de la motivación

bajo debe ser cumplida en sentido estricto. Pero ¿siempre y exclusivamente de esta misma manera? ¿De la manera que el jefe estime como la única correcta? ¡La mejor manera de hacer las cosas de Taylor no ha existido jamás! ¿No sería más aconsejable centrarnos en resultados en vez de en procedimientos? ¿Acaso no es la valoración de la “metodología laboral” un vestigio, completamente anacrónico, de una concepción taylorista de la empresa? Dirigir, en este sentido, no significa que yo dirijo sin más mediación al señor X o a la señora Y ocupando en cada caso su lugar, sino que preparo un espacio en el que el señor X y la señora Y puedan colaborar responsabilizándose cada uno de sí mismo. Esto es: del modo y manera que ellos personalmente perciban correcto y acuerden como tal. “Dirigir sin dirigir”, se dice, y la expresión, en su enrevesamiento paradójico, produce más confusión que claridad; pero, aplicada aquí, dice algo verdadero. Dejar que las energías fluyan De nuevo, dirigir puede significar aquí tanto un “dejar hacer” como un “hacer”: permitir que las energías fluyan sin ser obstaculizadas y que el carácter emprendedor individual pueda abrirse camino, pero también suprimir bloqueos reglamentarios, barreras, atascos que absorben la energía. La supresión de más de una directriz fomentará la permeabilidad; sería parecido a un lavado de las vías energéticas esclerotizadas en el interior del organismo empresarial. Simultáneamente, habría que exigir una actitud interior de “serena permeabilidad”. No necesitamos colaboradores que se apresuren por ser los primeros en obedecer a sus superiores o a cualesquiera normas, sino colaboradores que sirvan a la empresa con inteligencia y preparados para la crítica y el riesgo. Necesitarán, entonces, espacio libre en el que tomar impulso y ejercer su espíritu pionero; necesitarán “aire para respirar”. Al hablar contra las directrices, no estoy reclamando que todas las directrices sean anuladas, sino que permanentemente 294

La carencia de espacio libre como causa de la imposibilidad…

se las revise para comprobar si tienen o no sentido. Las regulaciones formales no tienen por qué ser tabú. ¿Prestan realmente el rendimiento que se supone que prestan? ¿Con qué efectos secundarios contraproducentes hay que contar? Ricardo Semler escribe: “Todo el mundo sabe que ninguna gran organización puede ser dirigida prescindiendo de cualquier regla, pero todo el mundo sabe también que la mayoría de las reglas son pamplinas. Es raro que sirvan para resolver algún problema. Al contrario, lo usual es que entre las normas haya algunas bastante oscuras que, además, legitiman cosas que solo se les podrían haber ocurrido a las personas más obtusas”. A ello se añade que las normas tienen un alto potencial desmotivador. Pues bien: las normas son directrices de conducta aprobadas por las personas provisionalmente, y en su mayor parte son hijas de la crisis, un origen que luego suele olvidar su carácter provisional. Pero las directrices también pueden volver a ser cambiadas por las personas, cuando impiden hacer lo correcto en el momento correcto. Algunas directrices pretenden también ser “motivadoras” (¡de hecho es una hija de la crisis!), y sin embargo casi nunca se las percibe más que como una traba. Un ejemplo En el caso de la filial alemana de un gigante químico norteamericano, conocí de primera mano un ejemplo de cómo la planificada acción motivadora del servicio externo se tornó en desmotivación, ya que las posibilidades de elección fueron limitadas hasta un punto difícilmente justificable o se las vinculó a modos de pensar completamente agotados. Siguiendo un conocido y antiguo patrón, la empresa había diseñado su política de automóviles para los servicios externos como si pasara por una mala época, fingiendo escasez. Asoció las grandes cilindradas a las posiciones jerárquicas, en la esperanza de que los colaboradores pondrían un ánimo especial en su trabajo no solo por el posible ascenso a directivo, sino también con la vista puesta en ese coche más grande y de tanto prestigio. 295

El mito de la motivación

La empresa que había planeado esta acción motivadora se merecía lo que consiguió con ella: nunca habría podido lograrse que aquella jerarquización resultara comprensible para el servicio externo, cuyo principal instrumento de trabajo es, precisamente, el automóvil. Los vendedores se retorcían en cajas de cerillas sin aire acondicionado durante cientos de kilómetros, mientras los directivos del servicio interno, viviendo quizá a solo diez minutos de las oficinas centrales, disfrutaban de las comodidades de la gama superior. Sin embargo, la cuenta de gastos de la empresa reveló que un coche de gama media-superior, que no estaba disponible para el servicio externo y que solo un número relativamente pequeño de managers estaba autorizado a conducir, era, y con diferencia, el coche que más económico le resultaba a la empresa. En ese momento, seguramente nadie se hizo ya la ilusión de que el mundo empresarial se rige siguiendo consideraciones de racionalidad económica. Tras algún toma y daca, el coche siguió reservado a esos pocos directivos (¿cómo iba uno a haberse esforzado tantos años para eso? ¡Hay que mantener las diferencias!) Naturalmente, el servicio externo se enteró del asunto, sobre el que hubo discusiones tan acaloradas como se puede suponer; discusiones que, por lo demás, seguían la misma lógica de la escasez fingida que lleva a que en las reuniones de los servicios externos muchas veces parezca no existir más que un tema: los coches. Los escépticos objetarán ahora que siempre ha ocurrido así. Puede ser, pero seguramente no siempre con esta energía: y entonces una energía que tendría que orientarse hacia el mercado y los clientes o hacia las relaciones internas de cooperación es absorbida sin necesidad por un tema que no aporta lo más mínimo a los resultados de la empresa. En el ejemplo descrito, se terminó anotando en cuenta la decisión, con un encogimiento de hombros, como un testimonio más de la ignorancia del servicio interno. Lo que pretendía motivar se tornó en desmotivación. ¿Por qué, entonces, no elegir con (mayor) libertad y no calcular sobre la base de unos criterios económicos? Esta pre296

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gunta no significa estar hablando en favor de ninguna especie de igualitarismo social-romántico. Pero sí que debemos, con toda nuestra resolución, revisar sin miramientos la potencia desmotivadora y contraria al rendimiento que pueden tener todas las directrices, reglas y normas, y también, en particular, las del principio jerárquico, y probar a corregirlas una y otra vez. ¿Personas para un trabajo? ¡Un trabajo para las personas! No es raro que la ausencia de espacios libres sea el resultado de una específica mentalidad delegativa que extrae de la cantera de responsabilidad del superior algunos bloques de piedra exactamente medidos y los pone en manos del colaborador para que los mejore. Y ¡ay de él si busca piedras preciosas en otra mina! En este aspecto, dirigir significa dejar atrás la estrecha mentalidad encasilladora y las estrecheces que produce. Significa exigir que los límites sean sobrepasados. ¡Y dejar hacer! Sin denunciar la iniciativa como falta de disciplina. Las dificultades que las descripciones de “puestos” de trabajo causan a muchos colaboradores (que las malentienden, no pocas veces, como si se tratara de descripciones de “personas” y ven en ellas una minusvaloración, al no reconocerse a sí mismos como “personas” en el “puesto”) nos están señalando algo importante: en lo sucesivo, ¿podemos permitirnos, como hasta ahora, buscar “personas para un trabajo”, dejando escapar así el excedente subjetivo de muchos talentos polifacéticos? ¿No tendría mucho más sentido crear “trabajos para las personas”, es decir, diseñar los trabajos de forma muy individualizada, dotándolos de unos límites flexibles y modificables e integrando “personalmente” a los colaboradores en la empresa? Eso significaría “incorporarnos” intensamente los objetivos personales del colaborador. Una consideración adicional me interesa particularmente. Por desgracia, los superiores suelen entender el proceso de in297

El mito de la motivación

corporación de nuevos colaboradores como un mero proceso “de adaptación”. Solo muy raras veces aprovechan el impulso crítico que el recién llegado puede ofrecer a la empresa desde su punto de vista “ingenuo”, aun no cegado de pura actividad. Al nuevo colaborador, por tanto, debería reclamársele que hiciese propuestas propias sobre la organización de su trabajo y de su campo laboral. Pues, al fin y al cabo, el objetivo de la incorporación es un colaborador con iniciativa propia y autorresponsabilidad. ¿No es así? Por supuesto: los espacios libres no dejan de ser espacios, y los espacios tienen límites. Pero dentro de ellos debería reinar la libertad de elección. Una vez más: la función encomendada a un puesto tiene que ser cumplida. Pero proyectos nuevos, más allá de esa función, suponen una variación emocionante. Se debe reflexionar sobre si los jefes no deberían liberar a sus colaboradores con una frecuencia mucho mayor, permitiéndoles así trabajar en sus proyectos preferidos. Hoy estamos viendo ya abrirse por sí solos muchos campos de acción a causa de las crecientes turbulencias del mercado. Permitir y apoyar que la energía fluya en esa dirección: eso sería una dirección que ha comprendido las consecuencias de la mentalidad encasilladora y sus efectos desmotivadores. Mano ancha En los pasados años, muchos directivos han cargado sobre sí un pesado “lastre gerencial”. Muchos son los que pretenden reflejar la imagen ideal del “perfecto” directivo que tiene todo “bajo control”. En el colaborador, eso frena el libre desarrollo de su autoimplicación en espacios libres buscados por él mismo y de los que él se autorresponsabiliza. Además, los sistemas directivos y de personal han llegado a alcanzar hoy un grado de complejidad del que apenas pueden ya hacerse una idea ni siquiera los expertos. La dependencia generada por sistemas y controles ha liquidado también muchas cosas que estaban vivas. Por tanto, a alguien beneficia, y no poco, que el 298

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colaborador disponga de espacio libre: al directivo mismo. Quien tiene mano ancha con los demás queda, él mismo, libre. La medida en que se deba abrir la mano debe, seguramente, ser determinada según los individuos y la situación específica. Y en la libertad siempre hay también en juego un cierto atrevimiento. Sin embargo, las más de las veces se responde a esta cuestión de un modo demasiado precavido o, incluso, con un innecesario pesimismo. Lo cierto es, en cualquier caso, que la idoneidad del colaborador para moverse responsablemente en sus espacios libres se desvanece en la medida en que el directivo intenta hacerse allí el gobernante, con lo cual está olvidando que su primera tarea es proteger este espacio libre. Y así alcanzamos una concepción transformada de la dirección: si algo hay que “hacer”, no es ya asumir la responsabilidad por la motivación del colaborador, sino responsabilizarse por la protección su espacio libre. Imperativos Si traducimos este modo de ver la cuestión al proceso empresarial de toma de decisiones, obtendremos que, hoy como ayer, ha de exigirse que la decisión se tome sobre una base consensual lo más amplia posible. Ahora bien: tal cosa no será siempre posible en el ajetreo operativo cotidiano. En ese caso, este será el postulado válido: “Decide de tal manera que los espacios libres de tu colaborador sean después más amplios de lo que eran antes de tu decisión”. Tal principio, puramente formal, tampoco podrá ser siempre puesto en práctica; de ahí que sea más precavida, más realista, esta exigencia: “Decide de tal manera que los espacios libres de tu colaborador no sean después menores de lo que eran antes de tu decisión”. Por su parte, el mínimo exigible de sabiduría directiva debería formularse: “Sé bien consciente de que tus decisiones tendrán consecuencias sobre los espacios libres de tu colaborador, y calcula el precio que él y, de modo indirecto, también tú mismo pagaréis por ello”. Y ese precio puede llegar 299

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a ser extraordinariamente alto para ambos: la diversión y la alegría de vivir mientras —precisamente mientras— se trabaja. Así pues, aquí resulta válido: La motivación es, innegablemente, asunto del individuo. Proporcionarle espacio libre es asunto de la dirección Tomando como apoyo el dicho de Karl Jaspers, “lo que es el ser humano, lo es en virtud de aquello que él convierte en asunto suyo”, hay que llevar a los hechos la tan invocada “empresa dentro de la empresa”. Lo cual significa crear espacios libres, libertad de movimientos, y suprimir los desmotivadores bloqueos (reglamentarios) de las energías y las voluntades de desarrollarse. Eso implica levantar el tabú que pesa sobre las reglamentaciones formales, decidiéndonos a plantear problemas. Eso quiere decir fomentar permeabilidades, elevar posibilidades de elección. Es verdad: delante del éxito, los dioses colocaron la diversión. Necesitamos, así pues, una cultura empresarial en la que los colaboradores reconozcan en el respeto que se les dispensa una oportunidad para encargarse responsablemente de su propio espacio de acción constructiva. Así podré convertir ese asunto en mi asunto. Y solo entonces estaré “metido” por completo en el asunto. Solo entonces trabajaré con pasión en mi tarea. ¿Entusiasmo? Sí. Pero entusiasmo por mi asunto, ya que solo puedo entusiasmarme por un asunto mío. Todo lo demás es ilusorio. Y también el Mito de la motivación. “Convertir un asunto en asunto mío” es, al mismo tiempo, una llamada a la autorresponsabilidad del colaborador (y casi todos los directivos son simultáneamente, a su vez, colaboradores subordinados). Cuando las carreras profesionales están perdiendo su seguridad y el futuro de las empresas se vuelve imprevisible, las personas pueden —y, hoy en día, deben— asumir la responsabilidad por su propia vida laboral. Eso se 300

La carencia de espacio libre como causa de la imposibilidad…

aplica a la hora de elegir empresa. Eso se aplica a la hora de elegir un puesto de trabajo. Pero eso se aplica también para los espacios libres dentro del trabajo. Nadie puede hoy seguirse permitiendo quedarse, sencillamente, esperando a que las cosas por sí solas se vuelvan mejores, más justas, más llenas de oportunidades. El espacio libre no es, como sucede en todas partes, algo cuya existencia haya que postular donde no se da en absoluto, sino algo que hay que conquistar. Pues difícilmente una empresa, por propia iniciativa, dará al individuo el espacio libre que él necesita. Tiene que empezar por tomárselo él mismo.

301

Introducción

Capítulo

24

C. Epílogo: ensayo sobre el respeto a sí mismo

La vulneración fundamental de la dignidad humana es el delito más frecuente en la vida económica Las personas, con más que demasiada frecuencia, son tratadas en nuestras organizaciones como si fueran niños, no adultos. Fuera de las empresas, los que trabajan en ellas son hombres y mujeres que eligen y revocan gobiernos, dirigen proyectos en sus comunidades, organizan clubs deportivos, fundan familias, educan niños y toman, a diario y de forma responsable, decisiones referidas al futuro. Pero en el momento en que se cierran tras de ellos las puertas de las empresas, parece como si dejaran en la entrada su edad adulta. La empresa los degrada a la condición de adolescentes: y ellos lo permiten. Jovencitos a los que se recompensa, alaba, soborna, amenaza y castiga. Las posibilidades de elección se reducen; la determinación de las propias acciones resulta posible solo dentro de unos límites estrechos, reglamentados. Distintivos jerárquicos, insignias de estatus, filas de a uno, relojes para fichar, tarjetas de acceso, instrucciones que hay que seguir sin preguntar, decisiones que hay que rectificar porque el jefe lo quiere de otra manera, di303

El mito de la motivación

rectrices en las que nadie puede ver ya un sentido, reglas sin excepciones, disposiciones, normas de vestir, dietas de viaje jerarquizadas, controles. No puede negarse: la vulneración fundamental de la dignidad humana es el delito más frecuente (y más cargado de consecuencias) en la vida económica. Apenas nos llama ya la atención de tanto como nos hemos acostumbrado a ello. Al ir poniendo por escrito estos pensamientos y experiencias, fui siendo cada vez más consciente de que mi crítica de la acción motivadora gira en torno a las consecuencias de esta infantilización, este menosprecio y esta degradación de categoría que tienen lugar en la empresa, mientras que, por el contrario, la concepción directiva que estaba ofreciendo se situaba al lado de conceptos como autoestima, respeto de sí mismo y dignidad. Las consecuencias de la devaluación ya las he descrito. Pero ¿qué es el respeto a uno mismo? El respeto a sí mismo es, sin duda, un concepto abstracto que, sin embargo, se aclara por sí solo en cuanto le prestamos atención. Muchos lo sienten, seguramente, como algo lejano, temiendo su afectada seriedad. Tampoco parece, en principio, venir muy a cuento en un libro para managers. Y, sin embargo, en lo profundo de nuestra vivencia interior es algo muy concreto, cercano, y muy digno de consideración en cuestiones directivas. En el sentido del intento de aproximación de Sullivan, el respeto a sí mismo es esa instancia, siempre presente en nuestro interior, que, registrando como un sismógrafo todas las señales comunicativas relativas a nosotros, tasa su tendencia valorativa. Ese órgano, por tanto, que percibe con sensibilidad incluso lo apenas perceptible y registra también datos incoscientes. Ese órgano cuya viva atención incansable rastrea, al modo de un detective, e incluso en las interacciones más ocultas, esa tendencia que está diciendo algo acerca de cómo el emisor del mensaje nos aprecia, valora o desprecia. Ese sí mismo que se autorespeta es bastante más que el inflado ego que, tras tomar a discreción cuantos disfraces desea 304

C. Epílogo: ensayo sobre el respeto a sí mismo

en la sastrería del teatro de las identidades, se imagina después ser algo, a saber: esa imagen de sí mismo. Es más que el ciego afán de aprobación que, aterrorizado y a la vez ardiendo de orgullo, bebe el aplauso por todos sus poros. Es también más que la “conciencia de sí mismo” basada en los propios éxitos, tal como se usa la expresión coloquialmente. Y guarda relación con algo más que con las capacidades propias, los intereses, opiniones, sentimientos y necesidades que surten al “yo soy”. *** Si el respeto a sí mismo queda marcado en cada uno por su educación e historia individuales, y si, por tanto, se encuentra ya en el individuo en mayor o menor medida, es una cuestión para la que aún no hay respuesta. Pero una cosa sí se sabe con certeza: que ese respeto a sí mismo podemos destruirlo, y que esa destrucción significa lo mismo que la completa rendición personal. Además, parece asegurado lo siguiente: las personas son conscientes del respeto a uno mismo en diferentes grados. Y con el correspondiente mayor o menor grado de conciencia es como anotamos en cuenta la tendencia valorativa presente en lo que nos dicen y lo que se dice sobre nosotros, o bien en el trato que recibimos. Lo que percibimos ante todo (ya señalé el desplazamiento psicológico del efecto) es la devaluación: cuando alguien desconfía de nosotros, no nos presta atención, no nos ha visto, no nos ha oído, nos desprecia, no nos toma en serio, no confía en nuestra capacidad. El respeto a sí mismo —¡y esto es importante!— me parece la verdadera fuente de toda motivación. Es el requisito de un “sí” integral ante un asunto que convierto en asunto mío. Se hace tangible en la libertad de acción y de elección, en la autodeterminación y la posibilidad de elegir. El menosprecio (la ignorancia del respeto a uno mismo) se revela así como la fuente de toda desmotivación. Lo que es hecho con idea de motivar, atenta contra la dignidad. El gozo de prestar un rendimiento muere. 305

El mito de la motivación

Una espina clavada El sentido de la acción motivadora es un sentido que devalúa. Está diciendo: “No te creo cuando dices que, por propia iniciativa y libremente, vas a hacerlo lo mejor que puedas; por eso tengo que motivarte”. “No eres digno de confianza, ni alguien con quien se pueda negociar tomándole en serio”. “No eres capaz de proponerte objetivos realistas ni de mantener lo que hayas acordado”. “Debes dejar que te aguijonee con recompensas y castigos, para que yo pueda conducirte más fácilmente”. Un aguijón es una espina clavada. Duele. Eso no es ni bueno ni malo en principio; simplemente, tiene sus consecuencias. A saber: la acción motivadora va socavando el respeto a uno mismo de forma tan sutil como plenamente efectiva. Cuanto más sistemática la acción motivadora, tanto más sistemática la demolición. Con cuanto más “éxito” los sistemas, cada vez más sutiles, consumen la obra de la acción motivadora, tanto más infaliblemente estarán, en contra de su propósito, estorbando el que se alcance el objetivo por el que fue puesto en marcha todo el proceso. Paso a paso, con seguridad mecánica, los refinados medios cobran una existencia independiente contraria a sus fines. Tales instrumentos, como es bien sabido, suelen ser empleados de manera especialmente sistemática entre los vendedores, el objetivo predilecto de los mecánicos de la motivación. En el Wall Street Journal pudo leerse que más del 50% de todos los vendedores no es capaz de superar una gran falta de confianza en sí mismos. ¿A alguien le parecerá increíble o le sorprenderá? ¿Alguien se sorprenderá de que el contrasentido integral de la acción motivadora muestre unos perfiles aún más definidos visto ante el telón de fondo del respeto a sí 306

C. Epílogo: ensayo sobre el respeto a sí mismo

VI

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mismo? ¿A quién puede sorprender a estas alturas que las bonificaciones, incentivos, elogios y reproches, la guerra psicológica decretada por los superiores y el adiestramiento militar en los trainings no consigan casi nunca más que crear en el vendedor una actitud adaptativa infantil; a quién puede sorprenderle que ese instrumental que conforma la miseria de la “motivación” esté socavando cualquier standing en los trabajadores de servicios externos? Es forzoso que lo socave. ¿Dan “su brazo a torcer” en cuanto se les dirige una sola objeción de cierto peso? ¿A quién puede sorprender que aquellos a los que se ha engañado y seducido sean luego los que engañan a la empresa? Pues, simplemente, están dando un solo paso más por el camino que emprendieron con la bendición y para la bendición de la dirección de la empresa: aplican hacia adentro los mismos instrumentos (un proceso psicológicamente correcto). ¿Y a quién puede sorprender a estas alturas que la limitación arbitraria de las posibilidades de elegir, la lógica de la escasez ficticia, sean percibidas como un ataque a la propia dignidad? 307

El mito de la motivación

Que se las perciba consciente o inconscientemente no es aquí la cuestión, pues el sensor interno del respeto a uno mismo reacciona en cualquier caso. Dice Robert Degré: “Todo es memoria. (...) El ser vivo percibe y almacena. El organismo no olvida nada jamás”. El respeto a uno mismo capta también la lógica implícita en el complicado juego de la acción motivadora, que, mostrando un rostro aparentemente amable al recompensar y elogiar, intenta hacer creer que lo que hace precisamente es reforzar el respeto de la persona a sí misma. ¡Pero el elogio da ánimo! ¡Pero las recompensas son un apoyo para la autoestima! ¡Pero una bonificación es algo bueno, como indica la propia palabra...! Dependencia La esencia de la devaluación radica en algo más profundo. Radica en el hecho de que una persona haya elegido por sí misma depender de los bandazos del propulsor. Por ello, la esencia de la devaluación está dentro de cada uno: si alguien puede motivarme, puede también desmotivarme. Y entonces estoy invitando a todo el mundo a decidir cuál va a ser mi vida. Entonces estoy entregando a otros un poder sobre mi respeto a mí mismo. Si consigo mi bombón, me va bien; si no lo consigo, mal. Si esto es verdad, ¿por qué me hago daño así? Quien depende de algo pierde fácilmente el equilibrio. Ese equilibrio al que se llama “motivación” y que es, en realidad, el respeto a uno mismo. Y eso entraña, también para las empresas, perjuicios de considerable gravedad. Buscando colaboradores motivables... consiguen colaboradores desmotivables. Pacientes crónicos dependientes del suero motivador, ya que la cultura empresarial está edificada sobre la desconfianza. Una desconfianza que pretende venderse como “experiencia”, pero que luego no se encuentra más que con su propio resultado: la desmotivación. Y esa es la consecuencia de un trabajo vacío de sentido, un trabajo sin exigencia, sin autodeterminación, sin espacio libre ni posibilidades de elegir: un trabajo que no permite “vivir” el respeto a uno mismo. 308

C. Epílogo: ensayo sobre el respeto a sí mismo

El “no-tomar-en-serio” de la acción motivadora es una devaluación. Sobre muchos cimientos podrá edificarse una empresa, pero no sobre esta. Así estarán construidas sobre arena. Sobre arenas movedizas: cuanto más pisen las empresas sobre la acción motivadora, más se estarán hundiendo en la acción desmotivadora. Pero si los emprendedores son necesarios en todos los ámbitos para la supervivencia de nuestras empresas, de nuestro nivel de vida y de nuestra posición competitiva en el mercado, se trata de personas con ideas propias y con una identidad muy viva en su centro. Y a esas personas no puede clavárseles la espina de la desconfianza. No se puede exigir libertad en una sociedad libre, vivir la libertad, preservar la libertad, mientras que al tiempo se arrebata a las personas la responsabilidad por su propia motivación. O mejor dicho... sí se puede. Y tiene sus consecuencias. Una organización basada en la desconfianza y en los incentivos, una cultura empresarial contaminada por la sospecha, eleva los costes hasta lo inconmensurable. Y no solo los costes visibles. Ante todo, los invisibles. El trato con otros Las empresas, por tanto, tienen que decidir si lo que quieren es seguir invirtiendo en drogas nuevas, o bien dejar vía libre para que el respeto a sí mismo sea algo vivido y vivible. Vía libre para: • estructuras organizativas que hagan justicia a personas “adultas”; • directivos que confíen tareas y confíen en las personas; que exijan, fomenten y tomen en serio; • colaboradores que vean en el respeto a sí mismos su bien supremo y que salgan adelante sin constantes palmadas en el hombro. El respeto a uno mismo, por tanto, está siempre referido al trato con los otros. El respeto a uno mismo capta si el otro le 309

El mito de la motivación

hace “justicia”; y ese jamás es el significado de la actitud manipuladora y seductora que hace del colaborador un objeto “que ha de ser movido”. La única actitud que le hace “justicia” es la que le respeta en su forma de ser, le toma en serio en su subjetividad y le percibe como un individuo. Hay que empezar, por tanto, por un cambio de disposición interna: por una disposición para captar, tomar en serio, aceptar y dejar hacer al individuo, con sus estados de ánimo y, también sus épocas bajas de forma o de rendimiento. Esta disposición interna toma en cuenta a la persona no solo como un potencial de rendimiento, sino como una persona en su integridad. Alguna vez habrá por fin que comprender realmente qué significa tomarse a sí mismo y a los demás en serio, en la individualidad y la profundidad de la persona. Y esto significa: abandonar la intervención motivadora. Averiguar qué es desmotivador y prescindir de ello. Permitir el libre juego de tensión y relajación. Reconocer la tensión y la distensión como dos polos de un todo viviente. Sin embargo, en nuestras empresas la dirección se ve inducida a tomar en serio al colaborador solamente en su significado funcional para los objetivos empresariales, pero no en su profunda aspiración personal-existencial. Eso tiene sus consecuencias, pues —repito— todos desean una tarea que les haga avanzar personalmente, reforzando así su respeto a sí mismos; de lo contrario, habrán dado ya un primer paso en el terreno del desentendimiento. La nueva forma de pensar que se requiere aquí supone un esfuerzo mucho mayor de lo que comúnmente se acepta. Con las disculpas presentadas bajo el lema “la-persona-es-lo-más-importante”, o con las medidas de gestión del ámbito del sentido tomadas por una “cultura” empresarial obstruida desde arriba, se habrá hecho en realidad tan poca cosa como con sermones dominicales sobre el “colaborador-como-nuestro-capital-más-importante” (¡mucho mejor es tomar el lunes decisiones para ampliar su campo de acción!). Si las empresas se deciden a tomar realmente en serio a sus colaboradores, muchas formas de trato practicadas en ellas 310

C. Epílogo: ensayo sobre el respeto a sí mismo

abandonarán la oscuridad de esos enfoques que llevan implícito un menosprecio consciente o inconsciente, y quedarán ahora bajo una nueva luz. Para la dirección, esto significa que tendrá que decidir si elige entrar por la puerta principal de la exigencia, la negociación y el acuerdo, o si, por el contrario, va a continuar introduciéndose de puntillas en la casa por las escaleras traseras de la seducción con destrezas psicológicas. Tendrá que elegir entre el espíritu del respeto a sí mismo y el fantasma de la acción motivadora. “Donde reinan los fantasmas, comienza el tiempo de la psicología”, dice Peter Sloterdijk. Por provechoso que sea todo lo que la psicología puede decirnos acerca de la comunicación, el hecho es que no deja de ser una fuente de molestias bajo el signo dominante de la acción motivadora. Y también la psicología se halla constantemente al borde del peligro de convertirse en un lubricante en la gran máquina del menosprecio. Pues cuanto más se compromenten los directivos con la acción motivadora, tanto más tienen que buscar sus armas en los arsenales de la psicología. En la dudosa luz de los recíprocos propósitos de engaño, dirigir se convierte así en un campeonato de marrulleros. Y la psicología entonces no puede ayudar a dar ni un paso más allá de los problemas a los que se enfrente. Es más: al enmascararlos mejor, los hace incluso más profundos. Está “re-dirigiendo” el menosprecio con otros medios. Y, de este modo, es probable que los directivos “traficantes” de “drogas” estén entendiendo de manera puramente instrumental el planteamiento alternativo que se ofrece aquí para una nueva concepción directiva. Intentarán abordar de manera puramente técnica esos defectos en la actitud interior, pretendiendo incorporarlos a su técnica directiva desde un punto de vista meramente pragmático, es decir, orientándolos a un mejor funcionamiento. Quizá comiencen ya, con el mismo ánimo manipulador, a “construir” en sus colaboradores el respeto a sí mismos, “dándoles” la conciencia de su dignidad y su autodeterminabilidad. Pero así no estarán escapando a las contradicciones de una dirección que socava con los medios el fin que desea. Malentenderán algunas de mis afirmaciones como 311

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trucos directivos útiles (pero esperarán a que sus colaboradores respondan abierta y honradamente). En ese caso, lo aquí dicho se convertirá en algo desesperadamente opuesto a lo que se quería decir. Las “técnicas” directivas actúan así como vendajes provisionales, proporcionando al directivo la capacidad de perseverar en sus defectos de actitud interior con un “éxito” mayor, pero transitorio. Es posible “tomar en serio”, pero no “jugar” por algún tiempo sin ser descubierto. Los colaboradores captan si los directivos los aceptan tal como son, o si lo único que se pretende es que funcionen de un modo prefijado. Pero mientras los directivos, en virtud de una convicción interna, no perciban, tomen en serio y acepten a sus colaboradores en toda su personalidad, no serán directivos. No tendrán ningún derecho a dirigir. El trato consigo mismo Esto es, por tanto, lo que se exige: una dirección que sitúe como centro de su comprensión el respeto que uno se debe a sí mismo, la dignidad humana; una dirección que tome en serio y respete... a los demás, pero ante todo a sí misma. Y eso significa empezar por... resistirse: resistirse a ese cinismo rampante que, con una mueca de dolor, sigue riéndose de la lucidez desengañada, la decepción y la falta de ilusiones. El cinismo —y, a mi modo de entender, son legión los managers que han emigrado allí— no es otra cosa que la devaluación de uno mismo. El cínico ha dejado de tomarse a sí mismo en serio. Se las da de experimentado, maduro, inmune a los deslumbramientos, desencantado, casi con un buen humor permanente: se ha despedido de pamplinas idealistas que no son más que un impedimento para quien quiere alcanzar poder e imponerse. Es casi su último cartucho. Demasiado profundo es el abismo entre los valores de ayer y la falta de ilusiones de hoy. Los puentes levadizos de la comunicación han sido levantados como medida de protección contra ataques insoportables. Las ideas de un presente mejor han sido arrojadas por la borda. O quizá 312

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es que se han encogido tanto, al ponerse traje y corbata... Demostrar públicamente que uno es imprescindible actúa como último baluarte para la dignidad. Una melancolía amortiguada por medios intelectuales planea sobre los cementerios de los anhelos envejecidos y los sueños abandonados. La imagen despectiva del ser humano se desprecia a sí misma. Pero se comporta como si se tratara de experiencia, de un saber que hace poderoso. Esta persona poseerá, sí, la lucidez, pero sigue pasiva, viendo la situación desde fuera. La relación entre el asno y la zanahoria se refiere siempre a los demás. No queda más que hacer que analizar agudamente la situación. El precio de este cinismo es el de la devaluación de uno mismo: la pérdida del respeto que uno se debe a sí mismo, de la percepción de la propia dignidad. La “ganancia” consistirá en ir recorriendo todas las enfermedades del síndrome psicosomático correspondiente. Resistirse: a autoexplotarse bajo los excesivos requerimientos del eterno “sí”; a renunciar a los ideales cambiándolos por un arte de “pillar” óptimamente; a la omnipresente infantilización obrada por estructuras oganizativas que desprecian a la persona; a la destrucción de la vitalidad por las tentaciones de la comodidad; a aceptar lo que solo en apariencia es inevitable; a la desconfianza que, bajo los párpados entornados, acecha siempre dispuesta a saltar, mirando de reojo en busca de fallos; a hacerse ricos gracias a la inteligencia pero en la medida en que se renuncia a ella. Pues de algo estoy profundamente convencido: el mayor precio que puede pagar una persona es la pérdida de su respeto a sí mismo. Ahora bien: no existe nada ni nadie, ningunas circunstancias de fuerza mayor ni ningún poderoso individuo, que sean capaces de arretabarle a la persona su respeto a sí misma. Solamente ella puede permitirlo. Y es su propia responsabilidad. Solamente ella puede arrebatarse su respeto a sí misma. Y no mediante un grandioso, dramático gesto de victimismo, sino mediante los numerosos y mínimos actos de automenosprecio que irremisiblemente traen consigo el adaptarse al sistema de la acción motivadora: al hacerse dependiente del arre y 313

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el so de los que incentivan y estimulan, de los sutiles intentos de soborno, las atractivas recompensas y el adictivo elogio, en resumen: de todas las drogas utilizadas en la con-ducción de personas entendida como se-ducción, drogas nacidas todas, sin excepción, del desprecio y de la falta de confianza en la capacidad ajena. Si obra así, estará dejando que otros determinen cuál ha de ser su vida. Estará convirtiéndose en la pelota con que jugarán los intereses de otros. Ya no será quien se siente al volante del automóvil de su vida, sino que estará dejando que otros conduzcan. Y se sorprenderá de verse en el asiento de atrás, arrojado de un lado a otro. Automotivación El episodio más breve en la historia de las aventuras del barón de Münchhausen es a la vez, curiosamente, el más conocido, aquel en el que consigue sacarse del pantano a sí mismo y a su caballo tirando de su propia coleta. Esta imagen y su atractivo enigmático nos lleva, en nuestro asunto, a plantearnos lo siguiente: ¿qué significa “motivarse a uno mismo”? No significa reemplazar los propulsores externos por otros internos. No significa un llamamiento al postulado moral de un deber proveniente de “fuera”. No significa colorear de rosa la gris realidad valiéndose de la autosugestión positiva. No necesitamos aquí ningún método del pensamiento en positivo, ningún halago como técnica de supervivencia. La cuestión es, antes bien, llegar a ver claro el hecho de la libertad de elección de los seres humanos. La situación, tal como está ahora, la he elegido yo, y yo puedo también revocarla. Y cargar con las consecuencias. Tal libertad de elección es la fuente de mi respeto a mí mismo. Y lo primero que esto significa es: dejar de quejarme de situaciones que no son siempre como a mí me gustarían; asumir la responsabilidad de configurar mi vida creativamente, diciendo sí a los vaivenes de la vida y aprovechándolos como oportunidades para aprender; una disposición in314

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terior que acepte como algo humano las fluctuaciones en el rendimiento, sin pervertirse convirtiéndose en un permanente “estar arriba”. La automotivación, por tanto, solo puede significar: asumir uno mismo la responsabilidad de la motivación y la disposición al rendimiento. Ese es el asunto “interno”. A la empresa le corresponde decidir si invierte en la libertad de elección de sus colaboradores, en su autocompromiso... o en nuevas drogas. Los seres humanos no son independientes. Pero son libres. Son libres para elegir las condiciones, normas y alternativas bajo las que quieren vivir y trabajar. Y, de este modo, cada uno juega en el terreno que él mismo ha elegido. Y por eso puede siempre en principio revocar esta elección, por más que la presión de las llamadas “situaciones sin elección” parezca, muchas veces, impedirle esta fundamental libertad de elegir. Algunas empresas son —más que otras— campos de juego que dejan en manos de los individuos la responsabilidad de la propia motivación y cuya arquitectura interna toma al ser humano más en serio de lo que hacen otras organizaciones. Él puede dirigirse a ellas. Pero también puede vivir y hacer vivible su respeto a sí mismo en el terreno de juego en, que ahora se encuentre. Y también esta última elección ha de tomarla cada uno por sí mismo.

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Elogios, primas, bonificaciones, incentivos, retribuciones variables dependientes del rendimiento: todos los trucos y artimañas practicados en las empresas para motivar a los colaboradores son contraproducentes. Reinhard Sprenger muestra cómo puede usted conseguir que su personal rinda con alegría y que no le abandonen los buenos colaboradores.

“De manera inteligente y, a menudo, humorística, el autor desenmascara la engañosa lógica de los sistemas de recompensas (y de castigos) en las empresas” Der Spiegel “Las ideas de Reinhard Sprenger son revolucionarias para la dirección de equipos de trabajo. Quien quiera configurar en el futuro el management y la cultura directiva empresarial deberá haber leído El mito de la motivación”. Rainer Goldammer Director de Recursos Humanos, 3M Europa

“El recomendabilísimo libro de Reinhard Sprenger trata una de las cuestiones más importantes de nuestra época”. Rupert Lay Autor de Die Macht der Moral (El poder de la moral)

ISBN 84-7978-657-4

9 788479 786571

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