El Fin De La Adolescencia

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¿El fin de la adolescencia? Definiendo el rol del Ministerio Público en un proceso acusatorio Por Guillermo Nicora

Publicado en AA.VV., El Proceso Penal Adversarial. Lineamientos para la reforma del sistema judicial. Santa Fe, RubinzalCulzoni/INECIP, 2008, tomo I, p. 73-108 Pese a que la reforma constitucional de 1994 ya había zanjado la discusión sobre la ―ubicación institucional‖ del Ministerio Público, no es sino hasta fines de los ’90 que el Ministerio Público federal argentino asumió el carácter de adolescente que ya le había señalado Julio Maier con varios años de anticipación (Maier 1993). Pero como hacen a veces los adolescentes, el Ministerio Público federal (en lo que sigue, el MPF) comenzó por irse de casa, reclamar el manejo de su dinero, y tomar decisiones por su propia cuenta1, antes de tener en claro el para qué de la independencia. Pasada casi una década, sin embargo, el muchacho todavía no halla el camino para que la sociedad lo termine de reconocer como un miembro útil y valioso de la comunidad. De hecho, si bien las normas dicen dónde está y qué hace, pareciera que los argentinos aún no se han puesto de acuerdo ni tienen demasiado claro en cuanto a qué pueden esperar y qué deben exigir del conjunto de fiscales de la Nación. Siguiendo con la metáfora, podríamos decir que el adolescente sólo logró diferenciarse, en los hechos, de su hermana la Defensa Pública, pero todavía sigue dependiendo (y mucho) de sus padres, el Poder Ejecutivo y la Judicatura. La idea de este trabajo es proponer un enfoque sobre las posibles razones para esta demorada asunción de la mayoría de edad del Ministerio Público, y la propuesta de algún camino para superarla. En la primera parte, se propondrá una visión macro de la ubicación real del Ministerio Público en nuestro sistema institucional, y un somero análisis de las percepciones sociales de la justicia en general. En la segunda parte, se procurarán delinear las múltiples funciones (que, anticipamos, exceden holgadamente las funciones estrictamente procesales) que competen al Ministerio Público en una sociedad que dirime sus conflictos penales bajo un modelo acusatorio; de este modo, se intentará proponer una nueva visión del perfil a buscar en los futuros fiscales. Ley 24.946. Sancionada: Marzo 11 de 1998. Promulgada parcialmente: Marzo 18 de 1998. B.O.: 23/03/98 1

Si bien en varios tramos de lo que sigue haré referencias al Ministerio Público de la Provincia de Buenos Aires (en adelante el MPBA), es de rigor aclarar que ninguna de las frases que siguen deben entenderse como una comparación valorativa entre los respectivos institutos federal y provincial, ni mucho menos como un panegírico de la institución a la que tengo el honor de pertenecer (que tiene a mi juicio sus propios y agudos problemas, propios del ―estirón‖ que sufrió hacia fines de los ’90, y también de la realidad institucional de la provincia), y que dista bastante del modelo ideal al que adscribo. Sin embargo, entiendo útil la referencia porque como al MPBA le ha tocado moverse en un medio algo más acusatorio que el modelo federal2, ha encontrado condiciones más favorables que su símil nacional para, si no poner en acto, al menos insinuar su potencial.

Primera parte: esquizofrenias y conflictos de rol Comenzaremos por señalar que, a diferencia de su símil provincial, el MPF ha logrado la significativa ventaja de separarse con claridad de la Defensa Pública. Uno de los diagnósticos que suelen hacerse al analizar los problemas organizacionales del MPBA es el de la ―esquizofrenia institucional‖ que implica contener al mismo tiempo, y bajo una misma conducción, a la Acusación y la Defensa públicas. Existe para ello en la provincia de Buenos Aires un condicionante constitucional, que –afortunadamente– en el caso de la Nación no existió: si bien ambas Constituciones, la federal y la provincial, establecen que el Ministerio Público está integrado tanto por los fiscales como por los defensores públicos, existe una importante diferencia entre ambos cuerpos normativos Mientras la constitución bonaerense impone una única cabeza para dos cuerpos3, la constitución federal crea en realidad un ―órgano bicéfalo‖4 que en la práctica no es realmente tal sino dos órganos que se gobiernan y administran en forma independiente: en el orden federal el Ministerio Público (Fiscal) está, según creo, bien separado de la Defensa Pública. A mi juicio, el abandono de esa visión ―bifronte‖ del Ministerio Público sincera y simplifica las cosas. No existen más razones que la tradición (si es que tal honroso rótulo merece el ―siempre fue así‖) para que Fiscales y Defensores pertenezcan a una misma organización, y está muy bien que exista una tajante separación. También lleva ventaja el MPF a la hora de la diferenciación institucional respecto de la judicatura, ya que desde 1994 es la propia Constitución la que se ha encargado de dejar bien claro que los Fiscales de la Nación no integran el Poder Judicial, cosa que no sucede en la provincia de Buenos Aires, donde la división está más bien en las partidas presupuestarias y administrativas, pero a todos los demás efectos, jueces, fiscales y defensores oficiales pertenecen al mismo Poder Judicial. Esto no sería necesariamente malo, si existiese una fuerte diferenciación cultural, pero de ningún modo es así, ya que los regímenes estatutarios en cuanto a dereSi bien desde el diseño procesal el código de la Provincia es de definido corte acusatorio (y en esto las distancias con el código Levene son siderales) la práctica real y concreta de las Fiscalías y los Tribunales es mucho más inquisitiva que lo que dispuso el legislador; aun así, el proceso bonaerense está mucho más cerca del acusatorio que el decididamente inquisitivo sistema federal. 2

Constitución de la provincia de Buenos Aires, art. 189: ―El ministerio público será desempeñado por el procurador y subprocurador general de la Suprema Corte de Justicia; por los fiscales de cámaras (…) por agentes fiscales, asesores de menores y defensores de pobres y ausente (…) El procurador general ejercerá superintendencia sobre los demás miembros del ministerio público.” 3

Constitución Nacional, art. 120: “El Ministerio Público es un órgano independiente con autonomía funcional y autarquía financiera (…) Está integrado por un procurador general de la Nación y un defensor general de la Nación y los demás miembros que la ley establezca (…)” 4

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chos y obligaciones de magistrados y empleados son virtualmente idénticos, los concursos para jueces, fiscales y defensores dependen de un único Consejo de la Magistratura, el Tribunal de Enjuiciamiento de unos y otros es el mismo, y todo ello hace que siga totalmente consolidada la cultura de ―familia judicial‖. Volviendo al MPF, donde no están nada claras las cosas es en lo que atañe al rol procesal de los fiscales frente a los jueces. En tanto se siga asumiendo con naturalidad ese Frankenstein que es el proceso mixto o inquisitivo, seguirá profundizándose esta tara del Ministerio Público, perpetuada y profundizada por sus propios miembros. Digámoslo con todas las letras para ser claros: la primera regla del acusatorio (modelo procesal que, por ser el único compatible con la República, viene exigido por la Constitución, tal como lo afirma la mejor doctrina y lo reconoce la propia CSJN en ―Casal‖) es la separación tajante entre acusador y juzgador. Sin acusación no hay juez, y el que acusa no puede juzgar. Y no debe asumirse esta tajante separación como una mera formalidad pour la galerie, como a mi juicio lo es en el Código Levene la exigencia de un requerimiento fiscal de instrucción, y un requerimiento fiscal de juicio. Se trata de que acusar implica investigar, y el que decide acusar concluyendo sobre el mérito de la investigación ajena no es un acusador sino un amanuense del auténtico acusador, que es el juez de instrucción. Podrá decirse que –al menos desde ―Llerena‖–, nunca juzga el mismo juez que acusa. Pero no puede negarse que –salvo los casi pintorescos casos de delegación, generalmente restringidos a los N.N. (causas sin autor determinado) y demás causas cuya ―investigación‖ suelen ―delegar‖ los jueces de instrucción cuando suponen que no hay nada que investigar– quien investiga es el Juez, y que por lo tanto, el investigador no tiene un controlador imparcial. Suele criticarse –y no sin razón– el proceso penal cordobés, donde el Fiscal allana, detiene y dicta la prisión preventiva con un control ex post (y solo a pedido de parte) del Juez de control. Pero al menos, en Córdoba existe un juez imparcial llamado a contener la demasía persecutoria del inquisidor5. En el sistema Federal, el Juez de instrucción se pide a si mismo las medidas; el control no parece eficaz si es al propio controlado a quien le damos la llave, y la prueba está en que, como suele señalar SUPERTI, no se conoce ningún caso de un juez de instrucción que, velando por las garantías individuales se haya denegado a sí mismo un allanamiento o una prisión preventiva. Si bien volveremos sobre este punto, debo señalar como inadmisible el justificar esta situación diciendo que los jueces son personas probas y prudentes. Aunque la enorme mayoría de los casos fueran así (ojalá lo sean), una sola excepción (y apostaría que son más) justificaría cambiar el sistema. Los contratos, las leyes, las constituciones, se han

Aunque, como suele suceder, no existe en la práctica una contención efectiva ni evidente. Tres cosas me han impactado (negativamente) de la práctica procesal cordobesa en punto al control de la actividad fiscal: una, que el plazo escrito en el Código, que ordena una audiencia del detenido con el Fiscal dentro de las 24 hs. a los fines de ser impuesto de los cargos y permitirle declarar si lo desea, es entendido como un plazo meramente ordenatorio (eufemismo por ornamental), ya que es normal que una persona aprehendida por la policía pase cinco o diez días sin ser oída ni cabalmente impuesta de los cargos en su contra. Dos, que no existe control de oficio de los jueces, pero tampoco de la Defensa: los Asesores Letrados (así se llaman los defensores oficiales) no son siquiera notificados de la detención de una persona, sino hasta el momento previo a la declaración ante el Fiscal. Tres, que el ―control judicial de detención‖ (es decir, pedir a un juez que revise si la detención dispuesta por el Fiscal es legítima) no es demasiado habitual, y es posible (diría, frecuente) que una persona pueda transcurrir dos años en prisión preventiva sin que nunca un Juez imparcial haya tomado una decisión en ese sentido. Esta y otras realidades también preocupantes (de las que no faltan críticos dentro del foro cordobés, por supuesto) llevan a darle la razón a Oscar Pandolfi, que suele decir que el llamado ―inquisitivo reformado‖ ha sido reformado para hacerlo más inquisitivo. 5

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inventado para regular las relaciones humanas bajo la hipótesis de que no siempre somos todos buenos. La misma lógica que admite el poder incontrolado del juez de instrucción, debiera llevarnos a renunciar a controlar a los demás poderes del Estado, y a la propia derogación de todas las leyes, bajo la base de que los hombres (y no sólo la subespecie ―jueces‖) son normalmente probos y prudentes. Este esquema irracional es el modo en que a diario cumplen su tarea jueces y fiscales del régimen federal, sin cuestionarlo demasiado (es más, he conocido casos de personas que llegan a afirmar que este sistema es tan bueno y constitucionalmente válido como cualquier otro). Pero el problema no acaba allí: que los propios fiscales y los propios jueces no tengan claro cuál es su rol procesal según la Constitución es un problema nada menor; sin embargo, podría solucionarse con algo de decisión, perseverancia y capacitación. Lo que es más preocupante, y no menos difícil de solucionar, es que es la propia sociedad la que no tiene clara la distinción entre jueces y fiscales, y eso es grave para unos y otros. Intentaré profundizar este tema, que entiendo central para definir el rol del Ministerio Público.

El lastre inquisitivo en la cultura judicial En la opinión pública, aún prima el modelo del juez inquisidor, que investiga y juzga, que detiene y sentencia; en definitiva, el omnipresente perseguidor del delito. Los policías, los fiscales, todos los funcionarios del Estado son, en el imaginario social, sus colaboradores y auxiliares, y es el Juez quien empuña la espada de la Ley. Este esquema, profundamente arraigado en la sociedad, es el que emerge de una de las herencias coloniales más persistentes6: el proceso penal inquisitivo. Este modelo (bueno es recordarlo) deriva de la concepción autoritaria del derecho penal infraccional, en el que el delincuente, por encima del agravio sufrido por la víctima, ofende al monarca al violar su ley y su paz, y por eso la Corona toma el lugar de la víctima, designando a un funcionario (el juez inquisidor) que inquiere o investiga lo sucedido, ―descubre‖ la verdad (que es algo preexistente) y aplica en nombre del Rey (o de Dios, que es básicamente el que instituye el poder de aquél) el condigno castigo. En este esquema la víctima directa del delito y el imputado son sólo objetos de prueba, con pocos o ningún derecho. Esta tradición inquisitiva no logró ser modificada por el constituyente de 1853, pese a que junto con el modelo anglosajón de organización política, introduce en la Constitución una concepción diametralmente opuesta del proceso penal. En esta concepción el Estado es una parte, el presunto delincuente es otra, y entre medio de ambos está el tribunal imparcial (jueces independientes de todo otro poder estatal, que toma la forma de un jurado popular para los juicios criminales), que dirimirá el conflicto e impartirá justicia. El proceso penal constitucional argentino, propio de un sistema político republicano, responde sin ambages al modelo procesal acusatorio, centrado en un juicio público y contradictorio entre partes en paridad frente a un juez imparcial, y no tiene puntos de contacto con el siste-

La otra gran herencia colonial es la deliberada y desembozada vocación de violar las leyes, designio fundacional de Buenos Aires (nacida para contrabandear esclavos y mercaderías) y transitivamente, de esta Argentina, que desde la escuela elemental enseña a sus niños que el primer lema de la patria aún no nacida fue ―se acata pero no se cumple‖, y la estrategia de los padres de la patria, una mentira electoral denominada ―la máscara de Fernando VII‖. Quien crea que exagero, puede leer en este sentido a PIGNA, Felipe, Los mitos de la historia Argentina. Buenos Aires, Norma, 2004, passim. Luego de escritas estas páginas, Alberto Binder me señaló que mucho antes de este siglo, el mismo fenómeno había sido advertido por Juan Agustín GARCÍA (h), en Introducción al estudio de las ciencias sociales argentinas, Buenos Aires: Ángel Estrada, 1907. 6

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ma inquisitorial heredado de España. Pero ese modelo quedó en el amplio desván de las ―repúblicas aéreas‖7. En los cotidianos barros de nuestros países, la justicia colonial española pervive en nuestras fojas y autos. Esta esquizofrenia procesal (Constitución acusatoria, leyes procesales inquisitivas) es a mi juicio una de las raíces troncales de nuestra proverbial ineficiencia judicial. Y es por eso que en nuestra tradición inquisitiva, el Ministerio Público aparece como un aditamento exótico, un elemento inútil y hasta molesto (la ―quinta rueda del carro‖, al decir de Tomás JOFRÉ). Desde la cosmovisión del pensamiento único, la sociedad8 no puede tener más interés que el de la ley, y ésta es la que debe primar, impuesta por el Juez, que la conoce y la aplica. Es con esa excusa (el pueblo no sabe tanto de leyes como los Jueces) que desde la cultura autoritaria se resiste la participación del pueblo a través del jurado, como exige nuestra Constitución. Y si los Jueces conocen y aplican por sí el derecho, custodian la legalidad y velan por el interés general de la sociedad, el Fiscal está de más.

El nuevo paradigma procesal desde la reforma constitucional9 En esta pugna de modelos, viene ahora, a partir de la segunda mitad del siglo XX, a terciar el consenso internacional de derechos humanos, que ha aprendido de la Historia que la ley y el Estado se han transformado con demasiada facilidad en herramienta de dominación. Retomando lo mejor de la Ilustración, se intenta volver al cauce antropocéntrico: libertad, igualdad y fraternidad, como manda el Preámbulo de la Declaración Americana de Derechos del Hombre, ahora parte de la Constitución; el Estado es mero medio para la autorrealización del individuo, como prescribe en su primer considerando la misma Declaración base del sistema americano de derechos humanos; también la Constitución exige expresamente, desde los tratados multilaterales, algo que estaba tácitamente presente en nuestro diseño constitucional originario: la figura del juez imparcial. Las personas bajo la jurisdicción de los Estados signatarios de la Convención Americana de Derechos Humanos tienen garantizado el derecho a que no se les imponga una sentencia si ésta no ha sido dictada por un juez ajeno al interés de las partes10. El sistema americano de derechos humanos vuelve a poner al Estado (a la sociedad organizada) como parte, en paridad con el individuo al que acusa, y exige que sea un tercero imparcial quien dirima el conflicto. Nótese que en este esquema (que insistimos, es el que emerge del diseño constitucional y del sistema continental de Derechos Humanos, ambos descendientes de la Revolución Francesa), en rigor de verdad los jueces no pertenecen ni mucho menos representan al Estado sino más bien todo lo contrario. Aclaremos un poco más esta cuestión. 7“Los

códigos que consultaban nuestros magistrados, no eran los que podían enseñarles la ciencia práctica del gobierno, sino los que han formado ciertos buenos visionarios que, imaginándose repúblicas aéreas, han procurado alcanzar la perfección política, presuponiendo la perfectibilidad del linaje humano.” BOLÍVAR, Simón, Manifiesto de Cartagena (1812) Cit. en (BINDER y OBANDO, De las ―Repúblicas aéreas‖ al Estado de Derecho 2004) En la sociedad imaginada desde el autoritarismo, cada individuo no es un ente distinto, sino apenas un pequeño componente del todo, y debe orientar su proyecto de vida a los mismos fines de la sociedad (el bien común), a riesgo de ser disfuncional y por tanto, segregado o corregido, ora en la escuela, ora en la cárcel. 8

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Puede verse un desarrollo de este tema en (CAFFERATA NORES 2003)

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CADH, art. 8.1

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Preservando a los jueces de la Constitución Si los jueces son ―la boca de la ley‖, si los jueces tienen el deber de hacerla triunfar por sobre el interés particular, no serán jueces imparciales. Los jueces, en nuestro sistema constitucional, no pueden ni deben ser parte de la lucha contra el delito, ni tienen el compromiso ni el deber de asegurar la aplicación del programa político del Estado consagrado en las leyes, sino que tienen como claro e indiscutible rol el de mantenerse imparciales, respecto del interés del acusado, pero también respecto del interés general (que suele ser el interés particular de los sectores dominantes, o en el mejor de los casos, el de las mayorías). El juez, última garantía de las garantías, tiene que tener el poder suficiente para plantarse frente a la turba e impedir el linchamiento de quien el clamor popular reputa culpable. Dicho de otro modo, el Juez no está para verificar que se cumplan las leyes (que no es sino el programa contingente de las mayorías parlamentarias circunstanciales, y de los grupos de presión que influyen sobre ellas), sino para verificar que se cumpla la Constitución, especialmente desde los actos de los demás poderes del Estado. Por eso, nuestra institucionalidad adoptó un sistema difuso de control de constitucionalidad: cada juez tiene no sólo la facultad, sino el deber de velar por la vigencia de los derechos y garantías constitucionales 11. Cuando el Estado (es decir, la comunidad organizada, o al menos sus grupos dominantes) enfrenta a un individuo ante los Tribunales, y cuando lo que viene a pretender es quitarle nada menos que la libertad, es menester que el juez tenga muy en claro que su función es contener y limitar ese poder estatal para que el programa humanista de la Ilustración se mantenga incólume. Ahora bien, eso no quita que la sociedad tiene derecho a defenderse de quienes la agreden, y que los mismos instrumentos internacionales que se han mencionado, imponen al Estado la obligación de tutelar el derecho de sus habitantes a gozar de los bienes jurídicos reconocidos por esos instrumentos. Y que la tutela judicial no se agota en el deber estatal de que vigilar para que los agentes del Estado se abstengan de lesionar esos derechos (lo que suele denominarse ―abuso de poder‖, aun cuando en muchos casos también esas figuras se encuentren descriptas en el Código Penal), sino que incluye el deber activo de perseguir y castigar a quienes, desde fuera del Estado, cometen actos lesivos de esos mismos derechos individuales (actos a los que, si están adecuadamente tipificados, los llamamos ―delitos‖). Desde esta perspectiva (el poder punitivo del Estado como servicio estatal a las víctimas, y no como ratificación de la supremacía estatal sobre los individuos) es donde cobra real significación la institución del Ministerio Público: son sus magistrados (y no los de la judicatura) quienes deben bregar por el imperio de la ley, por la defensa de la legalidad y el interés general de la sociedad y por el cumplimiento del deber estatal de tutela de derechos individuales, en pugna con el interés particular del individuo aparentemente contrapuesto. Los fiscales procuran, piden justicia en nombre de la ley, de la sociedad, del Estado. Los jueces la imparten. En tanto el Ministerio Público asuma firmemente la alta función de procurar castigo a la inobservancia de la ley, se libera a los jueces de esa pesada carga, para poder desarrollar adecuadamente la tarea que les es propia: la de equilibrar fuerzas y asegurar que el poder estatal (el poder de los poderosos, que será el de la mayoría cuanto más ancha sea la base representativa del gobierno) no avasalle las garantías individuales.

Al revés de la lógica de la Revolución Francesa continuada por el bonapartismo en cuanto las leyes debían ser cuidadas de los poco fiables jueces (y de allí el origen de la Casación), el diseño norteamericano del cual proviene nuestra Constitución pone a los Jueces a custodiar la Constitución de los lábiles intereses que pugnan en el Parlamento. 11

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Por supuesto, hoy estamos muy lejos de esta situación. Cuando un fallo absuelve a quien se reputaba culpable, los cañones de la indignada opinión pública apuntan al Juez que abrió la puerta de la prisión, olvidando o ignorando que, en salvaguarda del derecho de cada uno de los miembros de la sociedad, justamente es deber y función del Juez evitar que alguien sea castigado sin respetar los principios de inocencia (es decir, sin pruebas decisivas) y de debido proceso (sin violar normas con el pretexto de hacer triunfar la ley). En vez de cargar contra el acusador que no supo o no pudo probar su caso, la sociedad censura al Juez, que lo único que hizo fue ser imparcial, justo y prudente: exactamente aquello que tenía que hacer. Esta distorsión social, producto de nuestra herencia inquisitiva, no parece tener hoy miras de corrección. Ni los jueces (que bajo el lema de sólo hablar por sus sentencias, no encuentran el modo de defender su rol, y que suelen reivindicar un poder persecutorio que no les brinda mayor provecho y es la fuente de su creciente debilidad), ni mucho menos los Fiscales (que se pueden sentir beneficiados al eludir la censura pública desde el segundo plano de la escena, pero que contribuyen así a su propio destierro y consiguiente falta de relevancia institucional) están actuando para poner las cosas en su lugar. Y hasta tanto este nudo no se desate, nuestro sistema judicial seguirá dando vueltas en un laberinto cada vez más profundo, y cada vez más intrincado; el Ministerio Público seguirá perdiendo día a día el rol central que legítimamente le corresponde en la construcción y defensa de una sociedad verdaderamente democrática, y los jueces, arrinconados por la presión de las campañas autoritarias de ley y orden, tenderán a olvidar (no por decisión libre sino por instinto de supervivencia) que la nota central de la democracia no es el predominio de la mayoría (cualidad que comparte sin problemas con varias manifestaciones concretas del fascismo, por ejemplo), sino el respeto de las minorías.

El rol social de las instituciones judiciales Una de las cláusulas del nunca escrito contrato social, prescribe que los ciudadanos entregan algunas libertades y algunos bienes a cambio de seguridad. Entre esas cesiones al Estado, el individuo entrega su propia violencia, esto es, renuncia a ejercerla por mano propia en defensa de sus intereses. Esta cesión conlleva algo más, porque salvo las situaciones intrafamiliares (y no todas), y un cierto margen de entredichos comerciales y vecinales, es palpable que entregamos al Estado un número creciente de decisiones que tienen que ver con nuestros conflictos interpersonales. Es decir, delegamos en el Estado buena parte de la gestión de la conflictividad. Desde que éramos monos y peleábamos por el árbol más cargado de frutas, hemos desarrollado básicamente cinco sistemas o niveles de resolución de conflictos: el modo más natural y espontáneo consiste en que las partes discutan entre sí el modo de dirimir el litigio (autocomposición); si no lo logran, buscan una norma común (un tabú, una costumbre, un pacto, una ley) que ambos reconozcan como vigente y apropiada, que diga quién tiene razón (heterocomposición normativa); si ese examen no arroja una solución adecuada al caso, acudirán a un tercero que ambos estén dispuestos a reconocer como idóneo, quien dirá cuál es la pauta de resolución (arbitraje, jurisdicción). Si alguno de los contendientes no acatara la decisión, ésta podrá transformarse en un mandato imperativo y ejecutable bajo amenaza de violencia (es el plano que podríamos llamar de ejecución de sentencia, que es cuando la abstracción llamada juicio civil opera sobre la realidad). Sólo en el quinto y último paso, cuando el pertinaz resistor se rebela contra las mismas bases de la organización social al no acatar el mandato estatal, o cuando no se ha dado el marco para que funcione ninguno de los cuatro sistemas anteriores, la violencia torna de amenaza en real dolor. Este es el nivel en el que se ubican tanto lo que solemos llamar justicia por mano propia, cuanto lo que llamamos sistema penal, dependiendo del respeto o no a las reglas del debido proceso. 7

Existen varios casos (cada vez más) de conductas que entendemos suficientemente reprobables como para saltar todas las etapas y pasar sin más a la directa respuesta violenta. No intentaré adentrarme en los vericuetos de estos complejos mecanismos, pero entiendo imprescindible este boceto ultra simplificado para dejar más claro lo que sigue12. El conflicto es un dato de la realidad de las sociedades humanas, y no es posible pretender el desarrollo de actividades antrópicas sin conflictos interpersonales. La clave de la paz social no está en la ausencia de conflictos (que en realidad sólo es soterramiento o represión de la conflictividad consustancial al sino gregario del hombre), sino en la eficiencia de los mecanismos para gestionarlos. Esa ubicuidad del conflicto deriva en otra propiedad curiosa: todo conflicto que no es resuelto, tiende a crecer y deformarse. Esto es: si un conflicto es negado, ignorado o desatendido porque parece demasiado pequeño como para perder tiempo preocupándose por él, lo más probable es que crezca y cambie la forma en que se manifiesta, hasta que se torne lo suficientemente notable y molesto como para que podamos permitirnos ignorarlo. De ahí que todo conflicto que no puede ser solucionado en el nivel de la autocomposición, evolucionará a los niveles siguientes (a veces, a grandes saltos) hasta que encuentre su nivel resolutivo. Por lógica, entonces, el sistema penal siempre debiera ser el mecanismo residual de resolución de conflictos, es decir, aquél al que la sociedad echará mano cada vez que tenga que dar respuesta a un conflicto que no halló su solución en un estadio anterior de gestión de la conflictividad. ¿A qué viene esto? A que si no se comprende el sistema penal como parte necesaria y último eslabón del sistema social de gestión de la conflictividad, se corre el riesgo de seguir errando en su consideración, y recaer en los inocuos desvaríos escolásticos que jalonan buena parte de la literatura penal13. Dentro del sistema de gestión de la conflictividad, el sistema judicial ocupa varias funciones. Entre ellos, viene al caso señalar una que me parece de la mayor relevancia: cuando un conflicto golpea a las puertas de las instituciones judiciales, lo hace en busca de alguna solución, que no es necesariamente la que en forma explícita reclama el que tomó la iniciativa. Cortando camino: quien formula una denuncia penal no siempre busca la imposición de una pena, sino antes bien, una respuesta a su problema. Así las cosas, debe quedar claro que una cosa es lo que los usuarios demandan del sistema judicial, y otra lo que realmente esperan de él. Pero peor aún, otra muy distinta es lo que generalmente reciben. Especialmente, cuando los operadores del sistema judicial se aferran a conceptos peligrosos y falaces (como el principio de legalidad procesal, el bien jurídico o el orden público) que sólo existen para generar falsas tranquilidades a los propios operadores del sistema y sus exégetas, los juristas. No se trata sólo de impotencias presupuestarias: si se multiplicara el presupuesto consolidado de los veinticinco poderes judiciales del país por el número de veces que las causas que no llegan a sentencia superan a las causas penales que sí son sentenciadas, la suma final del ―presupuesto ideal para la Justicia‖ sería tan absurda que nadie en su sano juicio la aprobaría. Más aún: si tal dislate se admitiese, eso no solucionaría el problema.

Para un amplio desarrollo de estas ideas (o al menos, de la visión que inspiró lo que se acaba de exponer), puede verse (BINDER, Introducción al derecho penal 2004) 12

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Cf. BINDER, op. cit.

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Y es que la sociedad, en realidad, no precisa de sentencias de condena, sino de soluciones. El ejemplo de la insensata campaña del gobierno bonaerense de hace algunos años, que desde un discurso ” manodurista” elevó los índices de prisionización a un nivel que casi duplicó la media nacional, dio como resultado social concreto dos realidades paradójicamente opuestas y simultáneas: cárceles totalmente desbordadas de presos, y una cada vez mayor sensación de inseguridad; eso demuestra que tampoco es ―prisión para todo el mundo‖ el camino por el cual el sistema penal dará respuesta a los problemas de la sociedad. Esto no significa adscribir a un programa abolicionista de corto ni mediano plazo. Por el contrario, parece impensable hoy el diseño de un sistema de gestión de conflictividad que no contenga al menos un escalón de respuesta violenta, de cárcel. Pero es imperioso adoptar un cambio rotundo en el modo de aplicar ese mecanismo. Si la solución incluye cierta dosis de violencia, de prisión, es evidente que el paso más urgente y postergado es el de comenzar a someter con violencia a los que tienen poder real, y no a los más vulnerables. No se trata sólo (aunque el argumento debiera ser suficiente) de una cuestión de igualdad: es evidente que la perspectiva de ir preso es más eficaz para disuadir conductas no queridas entre aquéllos que tienen una posición que perder, que entre los desplazados y excluidos de casi todos los beneficios de la vida moderna, y para quienes (aunque parezca increíble) la cárcel no aparece como un infierno tan distinto de su realidad cotidiana. Y es en este terreno, el de la reorientación de la selectividad del sistema penal sobre bases racionales, hacia el refuerzo del poder de los postergados y no al revés, donde el rol protagónico corresponde, entre todas las agencias del sistema penal, a un nuevo Ministerio Público, que debe encontrar la forma de conjugar los principios del sistema internacional de derechos humanos y la lucha contra el delito y el abuso de poder, en sintonía con los intereses concretos (y no supuestos) de la comunidad.

Segunda parte: Los trabajos del Ministerio Público Anticipé párrafos atrás que la labor que en un modelo realmente acusatorio compete al Ministerio Público no se limita al cumplimiento de su rol acusatorio. Intentaré demostrar que ésta (la actuación ante los tribunales penales) en realidad es sólo una pequeña parte de las misiones y funciones del Ministerio Público.

Primera clarificación conceptual: Conflictos, Casos y Causas. Si bien existen variaciones según los tiempos y los lugares, convengamos en que, punto más, punto menos, nuestras estadísticas dicen que de cada cien causas iniciadas, tres o cuatro llegan a sentencia por los mecanismos previstos en los códigos procesales. El doble, el cuádruplo o la mitad de este número no cambiaría la cosa: el ―procedimiento ordinario‖ parece ser una rareza. También sabemos a esta altura (aunque nuestras estadísticas no nos permitan demostrarlo) que esta cifra no puede traducirse linealmente en ―más de 90% de fracasos‖ ni ―eficiencia menor al 10%‖. Enorme cantidad de esos más de 90 casos concluyen sin juicio por varias causas:   

El hecho denunciado no era delito No existen líneas de investigación promisorias Denunciante y denunciado redefinieron el conflicto (con o sin acompañamiento de las agencias del sistema)

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El sistema decidió no intervenir en el caso por un criterio de oportunidad14

Sin embargo, este análisis no lineal (que entiendo apropiado) de los datos entregados por el sistema, no se mantiene con la debida consecuencia. Y es que seguimos pensando que cada vez que una persona firma una ―denuncia‖ tenemos una ―causa‖. Y no es así. El número de ―actuaciones‖ que se producen en un lapso de tiempo y jurisdicción determinadas, es un número ficticio que nada nos dice sobre la dimensión real de los problemas a atender: no representa el total de ―conflictos‖ penalmente relevantes (no hace falta explicar el concepto de ―cifra negra‖15), pero tampoco habla del total de ―conflictos sometidos a proceso penal‖, ya que en realidad sólo una mínima fracción (estimativamente, no más del 10 al 15%) de esos ―casos de cuya existencia se toma conocimiento‖ son ―causas judiciales‖ propiamente dichas. Tampoco, vale la pena decirlo aquí, el número de ―delitos denunciados‖ más el de ―delitos no denunciados‖ da cuenta del total de casos en que la conducta de una persona o grupo de persona lesiona ―bienes jurídicos‖ penalmente tutelados: por caso, el ―bien jurídico propiedad‖ o el ―bien jurídico vida‖ han sido mucho más gravemente lesionados por el conjunto de decisiones políticas (penalmente atípicas, pero además nunca o casi nunca denunciadas) tomadas al amparo de la oleada neoliberal, que produjo enormes transferencias de recursos desde los sectores medios y bajos a favor de élites y concentraciones transnacionales de poder, y un sustancial crecimiento de las tasas de mortalidad infantil y decrecimiento de expectativas de vida, que lo que afectaron esos bienes jurídicos los ―delitos‖ formalmente tipificados. Partiendo pues de la base de que el ―delito‖ es una construcción cultural y no un ente del mundo material, debemos admitir que el universo de casos que constituyen la ―materia‖ del sistema de gestión de conflictividad social llamado ―sistema penal‖, no es el de los casos de afectación de bienes jurídicos, sino el número de ―conflictos‖ traídos a conocimiento del sistema por las personas que han decidido (y podido) hacerlo por considerarse lesionadas en sus derechos. Fuera de este universo, la llamada ―cifra negra‖, aunque sea preocupante en términos de acceso a la justicia, es sólo un dato extraño a este análisis. O sea, los ―casos‖ son sólo una fracción de los ―conflictos‖: la fracción de la que se debe ocupar el sistema penal. Ahora bien: como en varios de esos casos no se podrá brindar la respuesta supuestamente estándar del sistema (condena penal) porque no están dadas las condiciones para ello (generalmente, faltan elementos de convicción que permitan decidir sin dudas la existencia del hecho, la autoría o la adecuación típica del conflicto), sólo una fracción de esos ―casos‖ se traducirá en ―causas‖. Es decir, casos en los que se cubre el estándar mínimo que justifica la apertura de un proceso en el que el Estado o la víctima pretenderán una solución violenta del conflicto. En el resto de los casos, existió alguna actividad estatal tendiente a determinar si el ―caso‖ merecía pasar a ―causa‖, y se decidió que no.

Esto sucede en todos los sistemas, todo el tiempo: cuando un caso aún sin decisión conclusiva, es depositado junto con otros en un lugar del que nadie lo sacará salvo que alguna persona interesada lo requiera, o se remite a una dependencia policial para que supuestamente prosiga una investigación sin instrucciones precisas, se trata de una decisión de la más pura oportunidad, pero, lamentablemente, adoptada en forma secreta e incontrolable. 14

Aunque no puedo resistirme a la tentación de transcribir la bella descripción que de este concepto ha hecho María Inés HORVITZ LENNON: “No todo delito cometido es registrado; no todo delito registrado es denunciado; no todo delito denunciado es perseguido; no todo delito perseguido es averiguado; no todo delito averiguado llega a juicio, y no todo juicio llega a sentencia” (HORVITZ LENNON 1997) 15

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Esta actividad estatal no ha sido suficientemente estudiada, categorizada ni legislada en nuestra tradición procesal, y por tanto, se cumple en forma más bien caótica, irracional e ineficiente.

Segunda clarificación: la ―judicialización‖ de causas penales El título de este apartado parece ilógico, desde la visión de la ―inderogabilidad de la jurisdicción‖ y el ―principio de estricta jurisdiccionalidad‖, conceptos estos indudablemente valiosos, siempre que se los aplique en su justo punto y medida, y no se pretenda hacer de ellos toda una cosmovisión. El punto que pretendo desarrollar es el de que las tradiciones inquisitoriales nos llevan a creer que cada vez que hay un ―caso penal‖, hay o debiera haber un ―juicio penal‖, como requisito sine qua non de la aplicación de una pena. Y la verdad es que no es así: como dije anteriormente, un importante número de veces, cuando la víctima trae un delito a conocimiento de la autoridad, busca solución a su problema, y no necesariamente la imposición de una pena. En otro número también importante de casos, éstos no reúnen el estándar mínimo exigido por el estado de Derecho para someter a una persona a la persecución penal. Entramos, pues, en el pantanoso terreno de las múltiples actividades que genérica e impropiamente quedan involucradas en la ―etapa‖ del proceso llamada investigación preliminar o (para los muchos nostálgicos) sumario.

La investigación preparatoria, o el reino del revés La discriminación entre los casos que alcanzan o no ese umbral (probatorio o típico) para pasar a la categoría de causa, es una parte central del trabajo que denominamos ―investigación preliminar‖, y por lo general es el verdadero eje de las regulaciones procesales de nuestros países. Existen dos grandes mitos respecto a la investigación preliminar. El primero, en afirmar que se trata de una ―etapa‖ del proceso penal, cuando en realidad, consiste en ―todo‖ el proceso penal para nueve de cada diez casos ingresados al sistema. El segundo mito consiste en afirmar que está en la esencia de esta etapa el actuar en forma escrita (por expediente) y sin una auténtica y completa contradicción. El error aquí no es de observación (ya que de hecho, la actividad que llamamos ―investigación preparatoria‖ consiste casi sin excepciones en la construcción prácticamente unilateral de un expediente), sino que consiste en creer que ―así debe ser‖, por derecho y por conveniencia16. Esta labor, consistente en reunir información para decidir si llevar o no una causa a juicio, es la tarea que el Código federal vigente asigna a los jueces de instrucción. Una mirada ingenua podría llevar a decir que en realidad, los jueces de instrucción son auxiliares de los fiscales: sólo pueden investigar un caso cuando el Fiscal así lo requiere, y su tarea tiene por objeto reunir información para que el Fiscal decida si presentará la causa a juicio. Esta visión bucólica y sumisa del Juez de Instrucción se derrumba a poco que advirtamos que, en la práctica (y como suele suceder en otros ámbitos) el poder está en las manos del supuesto siervo, y que el supuesto amo en realidad encuentra fortísimos límites a su decisión en la actitud de aquél.

En realidad existen otros dos mitos de consagración más reciente y menos generalizada: uno, que la etapa de investigación preliminar no es el centro del proceso (que utópicamente se dice que está puesto en el juicio, cuando casi todos los juicios orales son teatralizaciones de los expedientes de investigación, verdadera fuente de la información sobre la que se basa la decisión judicial), y la otra, que la investigación preliminar es una etapa ―breve y desformalizada‖, broma de mal gusto que a esta altura, ni siquiera creen los más ingenuos y desinformados alumnos de nuestras escuelas de derecho, mucho menos los miles de personas bajo prisión preventiva esperando su juicio, muchas veces por años. 16

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Pero no se agotan allí los problemas: cuando en el transcurso de esa tarea de recolección de información para decidir, aparece como necesario el avasallamiento de los derechos individuales, el responsable de la instrucción es juez y parte: no parece sencillo justificar de qué modo una persona cuya libertad está cercenada por una prisión preventiva dictada por el juez de instrucción del procedimiento federal, tiene garantizado el derecho reconocido en los arts. 7.6 y 8.1 de la CADH (por mencionar sólo una de las múltiples fuentes del más evidente y antiguo derecho individual) a que su libertad sea custodiada o restringida por un juez imparcial. En definitiva, se hace difícil analizar racionalmente los roles procesales en el marco de un código que ha logrado travestir las cosas de un modo tal que el requirente es el controlador del decisor, que el que elige la estrategia de investigación se llama ―juez‖ y el que lo controla y le puede impedir investigar, y además el que decidirá la suerte posterior de la actividad investigativa, se llama ―fiscal‖, un proceso en el que los derechos individuales de las personas constitucionalmente inocentes están infinitamente peor garantizados que los de las personas juzgadas y declaradas culpables, y en el que la garantía constitucional de un juez imparcial, piedra angular de la justicia a escala planetaria, esté sólo reconocida17 para el tres a cuatro por ciento de los casos. Este enrevesado esquema produce un problema adicional, que dificulta grandemente la evaluación de la utilidad del sistema judicial, y deteriora muy fuertemente el prestigio social de los propios jueces. Es que por este camino de entender que la investigación preliminar es una actividad eminentemente jurisdiccional, no se puede advertir que en realidad, y salvo los escasos momentos en que un control judicial se hace indispensable (típicamente, para dictar medidas de coerción, autorizar actos de investigación que vulneren la privacidad u otros derechos individuales, o para adelantar la producción de pruebas que no pueden demorarse hasta el eventual juicio), la actividad de investigación preliminar no es, necesariamente, una cuestión que requiera un juez. Entiendo imprescindible el incorporar a nuestra cultura penal el concepto de ―judicialización‖ del caso. Esto es: cada vez que el Fiscal recibe, de la policía o del denunciante, una notitia criminis, su tarea consiste en establecer si existen razones suficientes o no para pedir una pena, una medida de coerción, una medida de investigación que afecte derechos individuales o un anticipo probatorio. Sólo en estos casos ―presenta‖ el caso ante un juez. Si no se da esta situación, no habrá lugar para ―el ejercicio de la acción penal pública‖, y adoptará alguna decisión no judicial, que, por supuesto, puede llegar a ser la drástica e insatisfactoria desestimación de la denuncia18.

Y valga dejar en claro que ni siquiera esa garantía está tutelada para los raros casos de juicio oral: un juez que tiene facultades para preguntar a los testigos y ordenar de oficio la presentación de prueba, y que puede mutar el ―encuadre típico‖ condenando por algo distinto de lo que se acusó, o cuando el Fiscal desistió de la acusación, o a una pena mayor de la pedida, no es, definitivamente, un juez imparcial. Y que no se diga (como suele hacerse) que cuando el juez ordena prueba de oficio o medidas para mejor proveer, lo hace sin saber de antemano el resultado de la prueba: la inocencia no requiere ser probada, y si la prueba de cargo no alcanza, un juez penal verdaderamente imparcial, debe absolver, y no ―sacarse la duda‖ que el acusador no supo aventar. 17

18 Por

supuesto, aquí se abre todo un campo de problemas referidos al modo en que la víctima puede hacer efectiva la tutela judicial de sus derechos, constitucionalmente consagrada. Estas soluciones pueden ser dirimidas por un juez (como es el caso alemán de la acción judicial para compeler al Ministerio Público a la persecución penal), o bien pueden depender de otros mecanismos para controlar las decisiones no acusatorias del fiscal (recurso al fiscal superior, control parlamentario del Ministerio Público, carácter electivo de los cargos de decisión), o bien lisa y llana-

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Este es el esquema teórico del sistema procesal bonaerense, en el que la decisión de desestimar un caso por inexistencia de delito, o de archivarlo por falta de pruebas, compete exclusivamente al fiscal. Pero ni siquiera en el marco de la Provincia de Buenos Aires se maneja este concepto con claridad. Al contrario, suele no advertirse que la gran mayoría de los expedientes iniciados en una fiscalía, comienzan y acaban sin que el juez de garantías haya tenido que tomar siquiera una decisión19. Ninguno de esos ―casos‖ llega a ser una ―causa‖ judicial. Aún en los casos en que el Fiscal requiere la autorización judicial para un allanamiento, una intervención telefónica, etc., puede discutirse que haya realmente una ―causa‖ judicial, si (como suele suceder) el resultado de la medida es negativo, no se formula una imputación contra persona alguna, y el propio fiscal termina por archivar el caso sin controversia. La investigación a cargo del fiscal, asumida como una actividad prejudicial o mejor, extrajudicial, permitiría poner las cosas en su lugar, sobre todo, desde una fuerte diferenciación: cuando el investigador ha decidido imputar un hecho determinado a una persona determinada bajo la hipótesis de un delito, es cuando propiamente comienza la persecución penal. No sólo se produce allí el primer acto procesal interruptivo del curso de la prescripción de la acción (cf. CP, 67, 4º párr., letra b), sino que es el momento en el que propiamente nace un auténtico ―estado de sospecha‖ que otorga a una persona el derecho a que su situación se resuelva, positiva o negativamente, de forma definitiva y en un plazo razonable. Todo este proceso desde la notitia criminis hasta la imputación puede insumir meses o hasta años de investigaciones (con o sin autorizaciones judiciales para medidas investigativas en el ínterin) pero también puede reducirse a unas pocas horas si la autoridad policial ha aprehendido a una persona por entendérsela sorprendida en flagrante delito. Lo importante es que si la investigación penal no se ha direccionado hacia una persona determinada, no puede sostenerse propiamente que exista una causa judicial, ni mucho menos contradicción. Y en lo que hace a la ―eficiencia‖ judicial, estos casos no deben contar como si fueran siempre fracasos20.

mente pueden ser entregadas (más bien devueltas) a la víctima, como hacen el proyecto INECIP para la reforma del CPPN, o el reciente anteproyecto de reforma para la provincia de Santa Fe. Una propuesta de conversión por vía de pura operatividad constitucional, (sin aguardar reforma legislativa), puede verse en (NICORA 2004) El Código Procesal Bonaerense prescribe que cada vez que se inicia una investigación penal preparatoria, debe comunicarse al Juez de Garantías, y que la resolución de archivo (tomada por el Fiscal) también debe ser comunicada. Esta disposición en realidad carece de sentido, salvo claro está, los casos de flagrancia, en los que el inicio de una IPP van de la mano con la aprehensión del imputado. Por otra parte, vale la pena señalar que, dado que más de la mitad de las IPP que se inician en la provincia quedan bajo el rótulo ―NN‖ y carecen de pistas investigables, el archivo por decisión del Fiscal en los términos del art. 268 4º párr. del CPP es la forma más común de finalización de causas, por lejos. 19

Es menester aclarar que existen dos supuestos en que, a mi juicio, estos casos no judicializados podrían serlo en contra de la decisión del Fiscal: uno, cuando una persona se siente investigada, y tiene (y los ordenamientos procesales deben reconocérselo instrumentando la acción pertinente) el derecho a requerir una orden judicial para exigir al Ministerio Público formalizar la imputación o cesar la investigación, salvo que el Ministerio Público pueda justificar que no existe ninguna afectación al estado de inocencia o la privacidad del investigado, o que no es razonable exigírsele aún una resolución en relación a la complejidad del caso o el escaso tiempo para una encuesta preliminar diligente. El otro caso, inverso, ya mencionado, se da cuando a la víctima debe otorgársele alguna acción para forzar la persecución penal, si es que la decisión del Ministerio Público cercena su legítima expectativa de tutela de los derechos afectados por la acción presuntamente delictiva. En este segundo caso, si la decisión no persecutoria del Ministerio Público no aparece como arbitraria sino fundada en principios de racionalidad en el empleo de recursos o priorización por cau20

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Y como podrá advertirse, esta tarea de recolección de antecedentes para decidir si promover o no una persecución penal, no es (salvo caso de conflicto con los derechos individuales) materia de preocupación para los jueces, pero sí un trabajo del Ministerio Público. La ventaja de esta clarificación conceptual radica en que comenzaremos a tener un poco más claro de qué hablamos cuando evaluamos las respuestas que recibe la sociedad de parte del Poder Judicial, y de parte del Ministerio Público. En definitiva, aclarar este punto mejora la posibilidad de que los ciudadanos puedan ver y controlar el desempeño de los funcionarios que integran los poderes del Estado, como corresponde a una República.

La selección de casos bajo el paradigma del derecho penal mínimo El otro gran campo de acción que conviene delimitar (con mayor dificultad que en el caso anterior, como se verá) es el de aquellos casos que encuentran solución en lo que suele llamarse ―salidas alternativas‖ y no en el trámite lineal denuncia-imputación-juicio. Una de las peores consecuencias de la falta de claridad en este punto, está dado por la errónea lectura de los datos estadísticos, que por lo general no brindan información relevante sobre la calidad de las resoluciones conclusivas. Una aclaración necesaria: cuando digo ―calidad‖, me refiero específicamente a una perspectiva humanística y no economicista: la calidad del modo de resolver un conflicto, está en función del grado de satisfacción de las expectativas, deseos o intereses de alguna –o todas– las partes involucradas en él. Aunque resulte infrecuente esta mirada, afirmaré categóricamente la posibilidad concreta de que un conflicto que llegó a conocimiento del sistema penal encuentre una solución en la que todas las partes queden satisfechas. No viene al caso narrar anécdotas, y basta remitir en sufragio de esta afirmación a la profusa literatura sobre medios alternativos de resolución de conflictos21. Pero al menos ruego al lector quiera, a los fines de esta exposición, aceptar que al menos alguna parte involucrada en el conflicto penal debe recibir alguna forma de satisfacción22. A mayor satisfacción, mayor calidad de la salida adoptada para el caso. Retomando: uno de los caminos para recomponer la relación entre la sociedad y su sistema de administración de justicia, es el de eliminar los malos entendidos: las salidas alternativas no deben orientarse prioritariamente a la descongestión del sistema23, sino a la búsqueda de soluciones de más calidad. Y afirmo sin dudas que la sentencia condenatoria no es (como muchos creen) la respuesta preferente, la mejor y más deseable de las formas en que termina un proceso penal; por el contrario, la imposición coactiva de una solución a una parte patenti-

sas de política criminal (oportunidad en sentido estricto), el sistema procesal debe permitir al menos que la acción penal que el Estado decidió no ejercer, vuelva a la víctima en forma de acción privada. V. al respecto la nota 18 y mi trabajo allí citado. 21

Por todos, v. (HIGHTON, ÁLVAREZ y GREGORIO 1998)

Quien piense que el sistema penal de resolución de conflictos sólo reparte mal y nada bueno puede salir de él (posición ésta decididamente respetable, y posiblemente más humanista que la de quienes creemos que no es así), no puede sino ponerse en la vereda opuesta del sistema en procura de su abolición, salvo los casos de hipocresía o incoherencia irredimibles. 22

No es que quiera negar la importancia que tiene la descongestión del sistema, que es la única forma de elevar simultáneamente la tutela judicial de las víctimas y la vigencia de las garantías de los imputados, y de eliminar los peores efectos de la prisión preventiva. Sólo estoy señalando que la descongestión del sistema no es ni la principal ni la mejor razón para el uso de las salidas alternativas. 23

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za el fracaso del modelo de gestión de ese conflicto, casi tanto como el archivo o la prescripción implican el mantenimiento coactivo del statu quo que motivó la denuncia. En ambos casos extremos, a alguna de las partes del conflicto se la obliga a tolerar lo que para ella es la peor solución posible. Así las cosas, queda claramente justificada la opción por el minimalismo penal: siempre que se pueda aplicar al caso una solución sin punición que contemple los intereses de las partes, debe hacérselo. Y quien haya explorado en la práctica este tipo de abordajes, habrá comprobado que, sorprendentemente, un enorme número de víctimas acepta de buen grado estas soluciones, más aún que una sentencia condenatoria. No es que hayan renunciado al humano sentimiento de venganza: es que pocas son las personas dispuestas a inmolarse en el altar de la reivindicación vengativa, cuando tienen al alcance soluciones dignas y constructivas, que le brindan mejor respuesta que la mera destrucción del contrario y la suya propia.

¿Y el ―interés general‖? La opción preferente por la víctima que se propone como meta del Ministerio Público Fiscal no excluye ni ignora en modo alguno el interés general de la sociedad, ni mucho menos pretende la existencia de una solución uniforme para todos los conflictos penales. Al contrario, se postula resignificar y fortalecer el rol del Ministerio Público en la representación del interés general de la sociedad en la persecución del delito, a través de una adecuada ponderación de todos los intereses en juego en el conflicto social que llamamos ―delito‖. Partamos de afirmar que es posible la existencia de casos en los que el interés general de la sociedad difiera del interés de la víctima: por ejemplo, cuando ésta recibe de su victimario una oferta de indemnización que le resulta aceptable, pero que trae como condición el cese de toda acción penal en su contra, y el Ministerio Público entiende que esa condición no es admisible por haber trascendido el hecho la mera esfera privada de las partes. El argumento para sostener la persecución penal más allá de la voluntad de la víctima no debe hallarse en la abstracta afirmación de una infracción contra la autoridad: es mucho mejor verificar que –en verdad— el imputado no está haciéndose cargo de desinteresar o reparar a todas las víctimas, sino sólo a la más evidente. Si todas las víctimas que tienen algo que decir frente al delito pueden sentarse a la mesa de la justicia (y de esto se trata el llamado acceso a la justicia), el rol del ministerio público se reduce básicamente a: por un lado asegurar y viabilizar la comunicación entre las partes en busca de una solución que si no satisface a todos satisfaga la mayor cantidad de intereses. Y, por el otro lado el ministerio público siempre quedará representando al conjunto de víctimas que no ha podido ser debidamente individualizadas o que no ha podido ser traído al litigio24. Desde ya que existe un número creciente de organizaciones de la sociedad civil que vienen a tomar parcialmente algunas de estas funciones del ministerio público en defensa de lo que se suele llamar intereses colectivos o difusos. Y siempre que exista una entidad de ese tipo, conviene abrir la legitimación para integrar el bando de los acusadores.

El mejor ejemplo que he hallado para grupos de víctimas que no pueden ser traídas a la mesa del litigio si no es por la representación oficiosa del Ministerio Público (y, con algunas reservas y en algunos casos, por entidades de bien público) es, en materia de conflictos ambientales, el de "las futuras generaciones". 24

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¿Todos contra uno? Suelen criticarse estas posturas tendientes a la apertura de legitimación activa de las partes acusadoras, entendiendo que refuerzan y subrayan las diferencias entre el Estado perseguidor y el individuo imputado. Y ello no es así desde que la pluralidad de intereses representados en forma plural, significa una mayor claridad de la pretensión a la que debe oponerse aquél el que se defiende. Las posiciones son más claras y más naturales; también la posibilidad de renunciar o redefinir la pretensión fundante de la acusación es mucho más fácil en el caso de que estén actuando las personas directamente interesadas y no sus mandatarios, a veces tan ficticios como el ministerio público que interpreta intuitivamente a una víctima a la que muchas veces ni siquiera ha escuchado. El interés persecutorio en manos de los propios interesados no es, obviamente, un aumento de la pretensión punitiva estatal. En ocasiones vendrá directamente a reemplazarla, y en otras reubicará al ministerio público en un rol coadyuvante de la víctima y no al revés25. Pero en todos los casos, el protagonismo de las partes naturales del proceso, y la atenuación del rol hoy excluyente del Estado, no puede sino ser una buena noticia para las garantías del imputado. La más encarnizada y vengativa de las víctimas no puede siquiera compararse con el ―poder de fuego‖ del Estado. Y la evidencia de un conflicto entre pares asegura más aún la imparcialidad del Juez, llamado a decidir un conflicto entre personas y no entre el Estado (o la sociedad) y un imputado. No debe perderse de vista que el ―Estado‖ nació como una abstracción que simboliza y concentra la suma de intereses colectivos, aunque luego se transformó (de la mano de los intereses de los grupos de poder que suelen tomar el poder del aparato estatal) en una especie de fin en sí mismo. Es decir, que cuando postulamos ―quitar‖ al Estado de la persecución penal, siempre que los intereses colectivos en juego puedan jugar por sí mismos, no hacemos más que simplificar el conflicto, eliminando intermediarios y facilitando, en definitiva, el juego de todos los actores, especialmente el de aquél que se defiende.

Nuevas misiones, nuevas tareas El Ministerio Público debe asumir como su misión principal la de seleccionar la respuesta adecuada a cada conflicto que llega a su conocimiento, y –al menos- procurar por sí mismo una de esas posibles respuestas (la pena, previo juicio) cuando no exista una víctima o una organización de la sociedad civil en mejores condiciones para procurarla ante los tribunales. Esto significa un cambio muy fuerte en la lista de tareas del Ministerio Público. Ya no es un ―auxiliar de la justicia‖, ni tan sólo una ―parte del proceso‖, sino un actor social que tiene más tareas fuera que dentro de la sala de audiencias. Si bien tiene aún dentro de sus tareas la de litigar causas penales, ésta no es, sin dudas, la primera ni la más agobiante de sus labores. Y no estoy postulando una utopía: ya hemos visto que sólo una mínima parte de los casos llega a juicio. En las enormes porciones de torta que tienen otro trámite, es donde se desarrolla el mayor espectro de funciones del Ministerio Público. Veremos seguidamente algunos de estos casos, que si no agotan el complejo menú de la conflictividad, al menos ofrecen un abordaje diferenciado, luego del que quedará totalmente claro que la visión lineal del procedimentalismo (un único modelo básico de ―proceso pe-

Así lo recomendó por mayoría la comisión 2 del antes citado Congreso Nacional sobre Rol de la Víctima en el Proceso Penal (La Plata, 2004): “Deben crearse mecanismos para que la función del Ministerio Público Fiscal sea coadyuvante a la participación (voluntaria) de la víctima en el proceso penal”. 25

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nal‖ que tiene ligeras variantes, pero que básicamente responden a un único paradigma del trámite) es de una insuficiencia total para el mundo de problemas con el que se encuentra el Ministerio Público.

Policía y Ministerio Público: la violencia congénita Por una parte, es imprescindible rediscutir (y aquí sólo me limito a señalar el problema, sin profundizarlo) cuáles son las labores del Ministerio Público en relación con la Policía. Parece agotado el modelo de ―dirección funcional‖ de una policía que depende del Poder Ejecutivo, pero que debe ―obedecer‖ en algunos segmentos de su accionar a las directivas del Ministerio Público. Tampoco ha mostrado las virtudes que prometía el modelo de ―policía judicial‖. No parecen nuestras instituciones policiales gozar de la mínima fiabilidad institucional como para generar un modelo de interacción autónoma no subordinada como el que –con distintas variantes– predomina en el sistema anglosajón. Es necesario, pues, procurar al menos algunas soluciones transitorias que den respuesta al problema. En ese sentido, creo que una de las acciones posibles para comenzar a desenredar la madeja, pasa por circunscribir la tarea policial a los conflictos que desde el inicio se manifiestan en forma violenta. No debiera existir duda que frente a un asalto bancario con toma de rehenes, una turba de vándalos, e incluso, un arrebatador callejero, no tiene ninguna utilidad llevar al escenario del hecho a un Fiscal, ni un Ayudante Fiscal, ni un instructor judicial, ni ningún otro género de Abogados, y lo que hace falta es poner en ese conflicto personal policial armado y entrenado para el uso de la famosa ―fuerza física imprescindible‖. Dicho de otro modo, el campo primario de interacción entre la Policía y el Ministerio Público pasa principalmente por la flagrancia, la cuasi flagrancia y la flagrancia presunta. En este orden, deseo señalar, dentro del ámbito de mis observaciones personales, dos innovaciones organizacionales que estimo relevantes, ambas provenientes del ámbito de la provincia de Buenos Aires: una, la creación en Mar del Plata de una Unidad Fiscal de Flagrancia, cuya tarea es atender todos los casos de este tipo. Funciona dentro del paradigma del equipo de trabajo, donde existe una baja cantidad de personal administrativo, un conjunto de fiscales (6) que trabajan en una única Fiscalía, que casi han eliminado el ―despacho‖ de expedientes, que litigan oralmente y llevan a juicio sus propios casos, y que ha demostrado que buena parte de los recursos que tradicionalmente destina el sistema a atender las causas ―con preso‖ han sido sistemáticamente subutilizados26. La otra innovación es la creciente utilización de las instrucciones generales que la Ley de Ministerio Público de la provincia autoriza dictar a los Fiscales Generales y Agentes Fiscales para establecer normas generales de actuación, y que en algunos casos constituyen verdaderos protocolos o manuales de procedimientos policiales y periciales27.

Para una adecuada descripción de lo que significa el Plan Piloto Mar del Plata, marco innovador en el cual se dio este rediseño institucional, puede verse (RIQUERT 2006) 26

He podido observar también en la Fiscalía Regional Metropolitano Sur del Ministerio Público chileno, el diseño de un ―call center‖ dirigido específicamente a la atención de consultas de la policía por distintos niveles funcionales, incluyendo un Fiscal de turno como último escalón del equipo de atención y evacuación de consultas; esta experiencia (haciendo abstracción del alarde tecnológico y la enorme disponibilidad de recursos materiales que evidencia) marca especialmente un concepto que para Latinoamérica entiendo totalmente novedoso: la Fiscalía en un rol más cercano al ―asesor letrado‖ que al ―director‖ de la policía, en la función específica de ésta de atrapar una persona en delito flagrante empleando un procedimiento legalmente correcto y adecuadamente documentado. Obviamente, este paradigma presenta sus propios problemas, pero estimo que constituye todo un nuevo campo de investigación, siempre que se entienda limitado al fenó27

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La investigación criminalística Un segundo orden de conflictos, generalmente confundido con el anterior, es el de aquellos delitos en los que se aplican métodos investigativos vinculados tradicionalmente con la policía: homicidios, violaciones, robos elaborados, etc. En estos conflictos, en los que el imputado no aparece –como en los casos flagrantes– desde el principio con un cartel virtual que lo identifica como tal, se aplica, según los casos, una combinación de investigación científica (balística, identificación dactiloscópica o por ADN, y demás tareas hoy claramente englobadas en el concepto de ―Policía Científica‖), ingeniería social (interrogatorios, informantes, rumores, etc.) y el creciente uso de información sistematizada (bases de datos, generalmente de propiedad del propio Ministerio Público o de otras agencias estatales). Este tipo de investigaciones, exaltado como paradigma de ―lucha contra el delito‖ desde la novela policial, el cine y las series de TV, no necesariamente debiera estar asociado (aunque de hecho lo está en casi todo el mundo) a la Policía. Obviamente, esto depende de una redefinición de la institución policial: si además de las funciones de patrullaje y choque violento, decidimos conservar en la misma institución la ―inteligencia‖ vinculada con las redes de informantes y los siempre peligrosos puentes entre el mundo legal y el ilegal, también aquí el Ministerio Público debe asumir –y en forma urgente– una estrategia de interacción con la Policía. Pero no necesariamente esto debiera ser así: está bastante claro que toda la Policía Científica mejoraría mucho su calidad y su potencial si se separara definitivamente de los cuerpos policiales, que la expone a una profesionalización relativa (nunca la Policía ha admitido con agrado entre sus filas personas no entrenadas en el ejercicio de la violencia, al menos en su grado simbólico de la obligada portación de armas28), y a enormes compromisos y debilidades frente a los desgraciadamente habituales abusos y delitos cometidos por los propios efectivos policiales. Obviamente, existen enormes intereses (vinculados con los presupuestos, pero también con cierto control sobre los resultados de las pericias) que impiden o dificultan seriamente la a esta altura impostergable decisión de crear cuerpos periciales especializados en escena del crimen e investigación criminalística, bajo la órbita institucional del Ministerio Público, y totalmente independientes de las instituciones policiales. La separación de los investigadores (los ―detectives‖) de la Policía de seguridad es más traumática aún, pese a que no debiera presentar tampoco dificultades conceptuales: la mayoría de los investigadores policiales sólo funcionan eficazmente cuando logran disimular su estado policial: casi no existen detectives de uniforme. Sin embargo, se insiste en que estos grupos de investigadores sean entrenados por las escuelas de policía, con la excusa autorreferente de que sólo la policía tiene el know how de ―la calle‖, situación ésta que podría revertirse en forma medianamente sencilla, y con ganancia ética y legal.

meno del delito emergente, y que no se crea que con ello se agota el espectro de la persecución penal. Y qué decir de la muy frecuente y preocupante política de ―trasladar‖ personal con una importante formación pericial, a las menos específicas pero más redituables (desde el punto de vista de una política de marketing institucional de supuesto compromiso con la eficiencia) tareas de seguridad: muchas veces personas con una importante formación técnica o científica pasan buena parte de su carrera policial a bordo de un patrullero y con un chaleco antibalas, sólo porque ―cayeron en desgracia‖ –a veces porque se negaron a encubrir pericialmente un delito cometido por un policía– o simplemente porque había que transferir un cierto porcentaje de efectivos policiales desde las supuestas ―tareas de oficina‖ a la ―operatividad‖ del patrullaje. 28

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Sucede que, patológicamente, la penetración de estos detectives en el submundo del delito suele venir de la mano de variables niveles de connivencia e impunidad, cuando no de directa participación de los ―servicios de calle‖ en las actividades delictivas. Obviamente, se logra la confianza del informante cuando uno demuestra que puede controlar la actividad de patrullaje y prevención, garantizando zonas liberadas o directamente asociaciones delictivas en las que los propios cuadros policiales perciben dividendos29 y hasta presta apoyo logístico a ciertas actividades ilegales (tradicionalmente, el juego clandestino, la prostitución, la reventa de objetos robados, pero también la venta minorista de drogas y el tráfico de armas). Si los detectives no tienen ninguna influencia o vinculación con los responsables del patrullaje, pareciera imposible construir estos puentes que –supuestamente– serían el único modo de conseguir información para esclarecer otros delitos. Este es otro campo donde falta aún mucha investigación y mucha reflexión, para sustentar las muy fuertes y difíciles decisiones políticas que podrían llevar a solucionar buena parte del problema policial en nuestra región. La experiencia de la provincia de Buenos Aires, que creó instructores judiciales a partir de Abogados a los que se les dio una visión epidérmica de criminalística y se los puso (en muchos departamentos judiciales) atrás de los escritorios a despachar expedientes, no es para nada auspiciosa, como tampoco lo ha sido el reciente intento de acercar la Policía Científica a los Fiscales promoviendo cursos donde se pretendía que los Fiscales y otros Abogados de las fiscalías aprendan criminalística, en lugar de formar técnicos e investigadores que no tienen por qué (al contrario, creo que es contraproducente) tener título de Abogado.

Las investigaciones estratégicas Este es un campo si no virgen, al menos de un mínimo desarrollo, pero que indudablemente constituyen el futuro más promisorio del nuevo Ministerio Público. Para combatir los delitos de mercado (robo de autos, distribución de drogas, piratas del asfalto, etc.) no sirve ni el patrullaje ni los informantes. El atrapar a cada uno de los ―perejiles‖, últimos eslabones de la cadena (el levantador de autos, el dealer de barrio, etc.), nunca será una estrategia eficaz, cuando los enormes sectores marginales de nuestra sociedad proveen infinito número de excluidos, desesperados y adictos que no tienen mejor oportunidad laboral que la que ofrecen estas empresas criminales. La delación suele tener no sólo un alto costo (al informante no se lo soborna con dinero, sino con impunidad para su propia actividad delictiva, como vimos recién), sino que además suele estar sesgada por las guerras entre empresarios criminales, que alternativamente usan de la Policía para eliminar competencia, y por el enorme poder corruptor que tiene una actividad económicamente muy fuerte, como son los múltiples mercados ilegales. Así, las mejores ―campañas‖ policiales contra este orden de actividades ilícitas suele tener un efecto benéfico (análogo al de la poda de árboles y arbustos), que termina por eliminar del mercado a los débiles e incompetentes, reforzando el poder de los delincuentes más exitosos. En este campo, sólo puede esperarse algún descenso en los terribles niveles de impunidad, si el Ministerio Público puede desarrollar investigaciones estratégicas, que manejen en forma profesional el enorme volumen de información que significa el conjunto de causas conocidas

Que si bien han enriquecido y enriquecen a innumerables comisarios, muchas veces han sido destinados al propio funcionamiento operativo de la actividad oficial de la policía, como parte de una política de desfinanciamiento y tolerancia infinita del poder político (muchas veces asociado a partir del uso de parte de este dinero para el financiamiento de campañas electorales) a la corrupción estructural. 29

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como ―N.N.‖, el uso de herramientas provenientes del campo de la economía, un adecuado enlace con los organismos administrativos de control y reglamentación de las actividades lícitas vinculadas a los negocios ilícitos, y fundamentalmente, la generación de equipos investigadores inmunes a la corrupción. Y queda claro, que en este campo no parece posible contar con la colaboración policial, al menos, mientras no se produzca una total reconversión institucional. Las dependencias fiscales especializadas en este tipo de causas no serán de ninguna utilidad si siguen siendo meros equipos de trámite y archivo. Cuando se tienen a la vista algunas experiencias en este sentido, en las que ni siquiera se ha establecido una política de carga informática de datos (ni hablar del procesamiento de estos datos para obtener información) pareciera que el problema es insoluble. Pero, otra vez, la adecuada capacitación y sobre todo, la decisión política clara en esta materia, son las herramientas para hacer la diferencia.

Los delitos de empresa Este otro campo también tiene un desarrollo incipiente: la evasión fiscal, el lavado de dinero, los delitos ambientales, etc., son actividades delictivas de muy alto impacto sobre la calidad de vida de los ciudadanos, pero que normalmente suelen aparecer ―descafeinados‖ frente a la opinión pública por empresas mediáticas que, si no están directamente involucradas en estas actividades ilegales, al menos no están dispuestas a perder a sus mejores anunciantes. Estos delitos tienen varios elementos en común, pero uno muy especial que constituiría una rama delictual autónoma, si no fuera porque su vinculación con los delitos de empresa es estrechísima: la corrupción de funcionarios públicos que debieran aplicar las normas que impedirían estas actividades, y que suele ser una de las herramientas imprescindibles para la comisión de los grandes delitos. Es aquí donde el Ministerio Público debe, a mi juicio, poner la mira estratégica de su labor en este campo: si se lograra que los funcionarios del poder administrador y del legislativo cumplan con eficiencia y probidad las misiones institucionales que les son propias, se vería seriamente dificultado el accionar de las empresas criminales. Eso sucede en los países con un alto nivel de transparencia y conciencia republicana, y lo inverso en los países atravesados por una corrupción estructural generalizada. La tarea del Ministerio Público en este campo, entonces, es fuertemente política: debe bajar drásticamente el nivel de impunidad de los funcionarios públicos, generando lazos de compromiso y entendimiento con la sociedad civil, tendientes a elevar el nivel de calidad de la República, la expectativa social sobre los funcionarios, las buenas prácticas democráticas y la labor de las entidades no gubernamentales vinculadas con los derechos civiles y de consumidores, que suelen poner entre sus objetivos el monitoreo de los niveles de transparencia institucional. Sólo de este modo –aunque sin descuidar la fuerte capacitación de los funcionarios del Ministerio Público en las reglas del mundo económico y empresarial– puede esperarse algún éxito en este sentido. Aquí vale la pena poner de resalto los horizontes ofrecidos por fiscalías especializadas, que en algunos casos han mostrado éxitos notables, pero también con frecuencia rayan en la ineficiencia absoluta, generalmente cuando se las transforma en depósitos de causas que nadie quiere investigar, y que tampoco hallan respuestas en equipos humanos insuficientes, tanto desde el número, el nivel de capacitación, la disponibilidad de recursos, y la posibilidad de obtener colaboración de otras agencias estatales.

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Los conflictos interpersonales Llegamos por último a un ámbito también problemático, pero en el que la solución está, quizás, más cerca. Es verdaderamente importante el volumen de casos que se inician por denuncia (aunque muchas veces, también aparecen casos violentos que inician por la intervención policial inmediata), pero que no tienen ninguna vía de solución si no son abordados con una estrategia bien diferencial, que atienda principalmente al conflicto de base, subyacente a los generalmente recurrentes episodios de denuncias (amenazas, daño, lesiones, etc.) Cuando dos personas o grupos de personas, vinculados por relaciones familiares, vecinales o comerciales, entran en conflicto interpersonal, y este conflicto no responde a los mecanismos espontáneos de gestión, comienza una serie generalmente dilatada de denuncias cruzadas y actos de pequeña o gran violencia personal recíproca, ninguno de los cuales suele llegar a buen puerto, generalmente por ausencia de pruebas o de relevancia penal. Tratados en forma individual, cada caso termina en un archivo o en una desestimación, que en este caso no es otra cosa que un portazo en la cara de quien vino a pedir auxilio. Es éste el tipo de conflictos que tiende a crecer hasta que uno de los contendores mata al otro (y ahí se trata como un caso penal tradicional), y donde el Ministerio Público debe imperativamente desarrollar estrategias de intervención temprana. Pero no significa (al modo de la tolerancia cero) que la solución consista en penalizar los primeros episodios (la primera ventana rota), sino en asumir desde el comienzo una visión más panorámica del conflicto epidérmico. Por supuesto, intentar un abordaje de este tipo con las herramientas del sistema penal equivale a extirpar granos a cañonazos. Es éste el campo más fértil para la mediación penal, la mediación comunitaria, los centros de promoción de derechos civiles (casas de justicia), etc. Y en esta tarea, el Ministerio Público debe, imperiosamente, articular su labor con redes de organismos públicos, privados y del tercer sector, intentando una coordinación de los muchos y muy eficientes recursos (actuales y latentes) que tiene la comunidad para gestionar los conflictos en un marco pacífico, dejando la amenaza penal como eso, una amenaza más o menos distante, que persuada a las partes a sentarse a la mesa del diálogo. En este orden de problemas, es auspicioso el creciente desarrollo de una política de solución pacífica de conflictos en distintos departamentos judiciales de la provincia de Buenos Aires, a veces de la mano de las fiscalías descentralizadas (donde la reducción del ámbito de actuación ha permitido un mejor abordaje sociológico de los conflictos), otras veces desde la generación de Oficinas de Resolución Alternativa, Centros de Mediación y estructuras análogas. Recientemente, este movimiento ha tomado forma legislativa en la ley de Mediación Penal, cuya deficiente redacción no ha impedido un fuerte impulso de esta estrategia decididamente fructífera, tendiente a dar respuestas reales (y no inocuos expedientes) a problemas reales.

El rediseño estructural Queda claro que –como se preanunciara–, la enumeración precedente no agota la enorme diversidad de casos a los que los fiscales tienen que hacer frente. Pero he pretendido ilustrar la necesidad de asumir que el Ministerio Público tiene una misión crucial, que involucra un complejo conjunto de tareas, y que demanda por lo tanto un diseño organizacional innovador, totalmente diverso al esquema judicial30, que se haga cargo de la enorme diversidad de demandas, de procesos y de respuestas.

Adviértase que fuera de la totalmente anacrónica estructura celular de ―fiscalías‖ a la manera de los Juzgados de Instrucción, tampoco dará respuesta la mera generación de la ―fiscalía-gran30

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No es motivo de este trabajo el proponer un modelo organizacional, pero sí el de señalar que el Ministerio Público tiene una enorme incógnita a la hora de darse sus estructuras. Y básicamente, comprender que el diseño organizacional, y la capacitación de las mujeres y hombres que deben ponerle nombre a los múltiples ―ravioles‖ de ese organigrama, (excepto algunos – que no todos- de los funcionarios destinados a las oficinas de litigación judicial) no son tareas de la incumbencia profesional de los Abogados, y por lo tanto, debemos buscar las respuestas a esa incógnita fuera de nuestras escuelas de leyes. Y es que el conflicto, y su principal agencia de gestión, el Ministerio Público, son demasiado relevantes como para dejarlos sólo en manos de los Abogados. Mar del Plata, primavera de 2006

Trabajos citados BINDER, Alberto M. Introducción al derecho penal. Buenos Aires: Ad-Hoc, 2004. BINDER, Alberto M., y Jorge OBANDO. De las “Repúblicas aéreas” al Estado de Derecho. Buenos Aires: Ad-Hoc, 2004. CAFFERATA NORES, José I. «Nuevo paradigma de procuración y administración de justicia penal.» XXII Congreso Nacional de Derecho Procesal. Paraná: Rubinzal-Culzoni, 2003. 195-201. HIGHTON, Elena I., Gladys S. ÁLVAREZ, y Carlos G. GREGORIO. Resolución alternativa de disputas y sistema penal. La mediación penal y los programas víctima-victimario. Buenos Aires: Ad-Hoc, 1998. HORVITZ LENNON, María Inés. «Ministerio Público y selectividad.» Pena y Estado (INECIP-Editores del Puerto), nº 2 (1997). MAIER, Julio B. J. «El Ministerio Público: ¿un adolescente?» En El Ministerio Público en el Proceso Penal, 15-36. Buenos Aires: Ad-Hoc, 1993. NICORA, Guillermo. «Conversión de la acción pública en privada: una opción disponible que optimiza la tutela judicial de la víctima.» Congreso Nacional sobre Rol de la Vìctima en el Proceso Penal. La Plata, 2004. RIQUERT, Marcelo. El proceso de flagrancia. Oralidad, simplificación y garantías. Buenos Aires: Ediar, 2006. Copia de este trabajo disponible en: http://es.pdfcoke.com/doc/21553897/El-Fin-de-LaAdolescencia

estudio-jurídico‖, que si bien supera el modelo feudal, es aún insuficiente, ya que una enorme parte del trabajo requiere destrezas y modos de pensamiento y acción totalmente ajenos a las escuelas de leyes. Mientras los Ministerios Públicos sigan poniendo la prioridad en la contratación de Abogados y estudiantes de Derecho, la puerta del cambio seguirá cerrada.

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