El Cuerpo Ilustrado Ii, Por Esteban Ierardo

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ENSAYO

EL CUERPO ILUSTRADO POR

ESTEBAN IERARDO creadoresadn.blogspot.com

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SAMURAI © BY CHRIS GARVER

© ART+DG By Andrés Gustavo Fernández 2009 / [email protected]

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2 Parte

EL CUERPO ILUSTRADO REALIDAD E IMAGINACION EN RAY BRADBURY

© POR ESTEBAN IERARDO E-Mail: [email protected]

VII s el tiempo de la invasión. Marte conquistará la Tierra presuntuosa. Entre los marcianos, el fervor bélico es casi absoluto. Casi. Porque Etil Vrye es la excepción. Es lector asiduo de la literatura terrestre. Leyó cuantiosos volúmenes fantásticos. Sabe que los terrestres han imaginado muchas invasiones marcianas. Pero todas fracasan. Etil cree que la literatura prefigura la realidad. Desde esta predeterminación textual, la invasión está destinada al fracaso. Además, la guerra es el cercenamiento absurdo de los cuerpos saludables. Bajo la amenaza de una muerte ignominiosa frente a su hijo, Etil acepta lo fatal: ser uno más en el estúpido ataque. Llega a la Tierra donde no lo esperan cañones rugientes, activos fuegos de metralla o misiles. Los terrestres reciben a los invasores con aplausos, hurras y fanfarrias.

Los marcianos son agasajados con frutillas, perfumes, jabones, cervezas, copos de maíz o pescado. Etil es la conciencia lúcida que advierte el inicio de la estrategia contraofensiva terrestre: conquistar a los invasores no por las armas sino por una oferta de comodidades y halagos. Lentamente, los marcianos se tornan «desmemoriados y perezosos». La ilusión de placeres y aventuras en los cines, fiestas continuas, el frenesí por los automóviles, inoculan en los antes fieros guerreros una desorientada fragilidad de sonámbulos. En su carta a Tylla, su esposa marciana, Etil desnuda con claridad la meticulosa sangría de la libertad: «Y hemos sido arrojados en esta civilización como un puñado de semillas, en una mezcladora de cemento. Ninguno de nosotros podrá sobrevivir. Nos matarán a todos pero no con balas, sino con un amable apretón

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de manos. Nos destruirán a todos, pero no con cohetes, sino con un automóvil...» [38]. En la civilización del estrangulamiento silencioso, la pesadez y rudeza de cemento es metáfora del páramo donde no es posible ya germinar. Florecer. Ser. La semilla del posible resplandor individual muere en el disimulado yermo de la vida moderna y sofisticada. Etil es tentado por la industria cinematográfica, por la feria hollywoodense de ilusiones, para oficiar como consejero técnico de un prometedor film que mostrará la invasión marciana a la tierra. Hasta el final, Etil mantiene su alteridad crítica, su independencia radical. Con estremecedora claridad, entreve el futuro: llegarán a Marte las conocidas tecnologías terrestres. Brillantes luces de neón, casinos de juegos, «picnic en cementerios», mareas frenéticas de turistas. Etil entreve que «la guerra es mala, pero la paz puede ser algo horrible». Otra peculiar invasión marciana que imagina Bradbury en El hombre ilustrado ocurre en La hora cero. Aquí los niños terrestres juegan un juego de la invasión, la espera de unos misteriosos visitantes marcianos. Los adultos creen que sólo se trata de ocurrencias infantiles. Pero en «la hora cero», en una noche de zumbidos y sombras inquietantes, el niño Mink conduce a sus aliados, los visitantes del planeta marciano, al cuarto de sus padres. Luego el juego continuará con la dominación del mundo y los niños que ciegan a los que antes despertaron su odio. La sociología de la manipulación que mana de «La mezcladora de cemento» abriga semejanzas con la perspectiva del hombre subyugado en El discurso de la servidumbre voluntaria de Étienne de La Boétie [39]. El joven pensador francés del siglo XVII se enfrenta al hecho del amplio sometimiento de las masas bajo los regímenes monárquicos absolutistas. La esclavitud es voluntaria. Nadie es dominado si previamente no lo consiente. La elección por la pérdida de la libertad es consecuencia de las costumbres y la educación. El poder infunde la amnesia de la libertad, para socavar la energía guerrera y la comprensión de la propia realidad. La Boétie recuerda, como principal ejemplo de una estrategia aplacadora del deseo de libertad, al rey Creso. Creso conquista Sardes, capital del reino de Lidia. Su población es celosa defensora de su libertad. Tras su derrota militar es previsible una inminente y furiosa sublevación en pos de la recuperación de la gema perdida de la vida libre. Reprimir el estallido demandaría a Creso una poderosa guarnición permanente, ingentes recursos, una tensa alerta continua. En una anticipación de la astucia maquiavélica, Creso deci-

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Etil es tentado por la industria cinematográfica, por la feria hollywoodense de ilusiones, para oficiar como consejero técnico de un prometedor film que mostrará la invasión marciana a la tierra. Hasta el final, Etil mantiene su alteridad crítica, su independencia radical. Con estremecedora claridad, entreve el futuro: llegarán a Marte las conocidas tecnologías terrestres. Brillantes luces de neón, casinos de juegos, «picnic en cementerios», mareas frenéticas de turistas. Etil entreve que «la guerra es mala, pero la paz Puede ser algo horrible».

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decide saturar la capital de Lidia de casas de juegos, donde el azar promete lujuriosas riquezas como premio. Los habitantes de Sardes, antes orgullosos guerreros, ansiosos por brillar con el ascua vehemente de la libertad, olvidan su sometimiento. La compulsión lúdica, la avidez por una fácil y fulminante ganancia, los despoja de toda sed de rebelión. La estrategia de Creso se reitera en la ficción bradburiana. Una antigua práctica de consolidación del poder sin armas es isomorfa con los modernos brebajes anestesiantes de las culturas de masas, donde el inmediato placer de la industria del entretenimiento succiona la pasión por el paso libre.

VIII El imperio romano conquista. Agita estandartes. Crea derecho. Sostiene la copa de un cosmos político bullicioso. Y abriga una filosofía. Para la doctrina estoica en el universo obra una ley natural. La virtud del sabio estoico es vivir en conformidad con la naturaleza. En la altura de la ley fulge la luz de un valor continuo, ajeno a las zozobras del cambio azaroso y a la mudanza relativista de las opiniones o de la fortuna. Hoy, alguien resplandece en la cima del poder, de la riqueza o la fama. Pero mañana puede rodar entre rocas y estacas feroces. El vaivén pendular de la fortuna es especialmente activo en la turbulenta realidad política del imperio. Intrigas, disputas, el restallar fulminante de la ambición, condena al derrumbe o la muerte al que antes brillaba complacido en el cielo de los privilegios. Para el estoico, la felicidad dependerá de la apatía o la ataraxia respecto a las cambiantes contingencias de la vida. Cuando aúlla la desgracia, la respuesta no será el lamento, la ira o la queja. La respuesta es la serena aceptación de lo trágico. La apacibilidad estoica ante el infortunio se infiltra entre las hendiduras de La última noche del mundo, otra ficción de El hombre ilustrado. En 1969, con la dirección de Jack Smight y el papel protagónico Rod Steiger, se llevó al cine la fundamental obra de Bradbury. Se adaptan los relatos de La pradera, Lluvia, y la La última noche del mundo. La adaptación en particular de este último relato altera y pierde el espíritu de impasibilidad original del texto [40]. En el relato originario es la mañana. El sol besa con sus labios rojos la tierra. Una vez más. Luego, tras el mediodía, en el sucesivo dorso del tiempo, la tarde; y después descenderá el manto aterciopelado de estrellas. Y el ciclo del tiempo deberá reiterarse. El amanecer. La mañana. La nueva germinación de claridad solar. Y la tarde. La nueva tarde. Después, la

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El vaivén pendular de la fortuna es especialmente activo en la turbulenta realidad política del imperio. Intrigas, disputas, el restallar fulminante de la ambición, condena al derrumbe o la muerte al que antes brillaba complacido en el cielo de los privilegios. Para el estoico, la felicidad dependerá de la apatía o la ataraxia respecto a las cambiantes contingencias de la vida. Cuando aúlla la desgracia, la respuesta no será el lamento, la ira o la queja. La respuesta es la serena aceptación De lo trágico.

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siguiente noche. Pero hoy será la última noche del mundo. El hombre, el esposo, anuncia la novedad a su esposa. Luego del cercano réquiem de oscuridad y antorchas estelares, no habrá una nueva sonrisa Matinal. La causa, quiere saber la mujer. ¿La causa será una guerra bacteriológica, la detonación de una bomba atómica o de hidrogeno? No. El fin no será una destrucción nítida, rugiente. El final será «un libro que se cierra». Todo simplemente terminará. El conocimiento de la extinción no es individual. Es una revelación colectiva que se anuncia en un sueño común, compartido. Todos soñaron el final. Y quizá hoy, «por primera vez en la historia del mundo, todos saben qué van a hacer de noche» [41]. Nada le dirán a sus hijos. Nada se alterará. Ninguna acción especial surgirá para recibir la última noche. Ninguna imploración terminal. El libreto de la existencia no sumará o borrará renglones. El hombre y la mujer, al acercarse la noche definitiva, lavan platos, leen, se distraen con periódicos, escuchan música. Quizá sea inevitable un temblor de despedida. «¿Tienes ganas de llorar?», pregunta el hombre. «Creo que no», contesta la mujer que, luego, extiende su cuerpo en la cama de límpidas sábanas. Y un comentario sobre el placer del reposo es obligado porque «todos estamos cansados». Y la mujer que se aleja por un momento para cerrar un grifo. Y vuelve luego con una sonrisa por ese olvido doméstico. Y los cuerpos cómodos sobre el lecho «con las cabezas unidas y las cabezas rozándose». «Buenas noches», es el sereno saludo final. Y la llegada del viento letal que detendrá el laberinto de los corazones humanos. En su relato, Bradbury ha buscado la impersonalidad. El esposo y la esposa carecen de nombres propios. Son el hombre y la mujer. Sus diálogos postreros, su respuesta apacible al final de todo son así expresión de lo genérico. No un estado individual. Todos han soñado la noche última, y todos están cansados. El agotamiento por el tedio, la saturación de lo repetido sin creación, roe acaso la voluntad de continuidad. El sueño que reveló la conclusión de todo, es productiva afloración de imágenes de un inconciente colectivo. O más exactamente de un deseo común. La decisión de acabar. Un disfrazado consenso para escapar al fin de una vida hace tiempo concluida. Estoica es la serena respuesta ante la inevitable tragedia. Pero la apacibilidad no promete ahora una nueva sabiduría. Es sólo la cansada resignación ante un mundo cuya única alternativa es una última noche. La indiferencia ante lo que sólo es desierto.

IX El cohete se hunde en la longitud interminable del

espacio. Dentro del tubo de fuego y movimiento, un astronauta fuma nervioso. Cerca, otro viajero no fuma. Escucha los extraños comentarios de Hitchcock envuelto por una retahíla de humeantes cigarrillos. El fumador compulsivo recuerda por un instante la Tierra, el supuesto lugar de su anterior vida, el planeta que es, que debería ser, en alguna parte. Pero todo lo que desaparece de las más directa percepción desaparece también. «No creo en nada que no puedo ver o tocar». Sólo existe lo que está frente a los ojos. Si un hombre 5 abandona nuestro campo perceptivo, deja de existir. Pero si Hitchcock se reencuentra con ese sujeto en la calle, es «como una resurrección». El recuerdo podría corregir el drástico proceso de las desapariciones y ausencias. Alguien ya no está, pero si lo recordamos su existencia no se interrumpe. Mas para Hitchcock los recuerdos son «como puercoespines». Recordar lastima, fuerza la desconcentración, inhibe la eficacia en el trabajo. Y sólo existe lo inmediatamente visible, en el vuelo por el espacio la Tierra ya no es. La única realidad es el espacio que abraza a la nave. Sólo es verdadera la conciencia que piensa ese espacio. O, en último término, el espacio al que arriba esa conciencia. Hitchcock come frenético, voraz, como si fuera la última vez. A través de la ventanilla del cohete columbra las estrellas remotas. Su afligido y perplejo interlocutor, Clemens, le asegura que los fuegos estelares son demasiados distantes: «no vale la pena ocuparse de cosas tan lejanas». Si Hitchcock alude al pecho extenso y vacío del espacio es por la atracción del espacio, de la vacuidad espacial donde nada hay arriba ni abajo, ni nada hay entre esas imprecisables posiciones. Clemens arriesga que pensar en el pasado podría recuperar los antiguos pensamientos de su compañero de viaje. Acaso podría ser una meseta para expulsar viejos errores o dudas y luego evolucionar hacia un nuevo estado sin desesperación. Pero lo pasado no tiene entidad. Es también espectro sin sangre ni sudor. Hitchcock insiste: «no creo en nada que no exista y actúe en mi presencia» [42]. Entre la tripulación crece el consenso de que la escéptica filosofía compulsiva de Hitchcock precisa auxilio psiquiátrico, porque éste «ha caído en un pozo sin fondo». Pero la psiquiatría a bordo no podrá, con palabras y caricias, suturar las grietas. Hitchcock sube hasta un piso superior. Duda nuevamente de su existencia. Acaricia frenético los mamparos. Los toca. Sólo así sabe que es real. Clemens le comunica que abajo lo espera el resto de la tripulación. ¿Pero cómo probar su existencia? Ahora, en este instante, no tiene ninguna evidencia sensorial de su realidad. No es posible llevar consigo

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Y se produce el silencio, el choque de un meteorito, y el estremecimiento de la columna metálica de la nave en el frágil abismo cerebral del astronauta de la duda continua. Y Hitchcock mudo, recluido en sí mismo. Con los viejos puentes verbales ya rotos. Sus piernas recuperan la movilidad sólo para embutir su conmoción neuronal en un casco y un traje. Luego, abre una Compuerta. Y Hitchcock flota sobre un camino de siniestras mariposas ingrávidas...

las cosas físicas, incorporarlas, incrustarlas en un cuerpo expandido para así, siempre, poder, por una vía física, verificar su continuidad. Al abandonar la Percepción directa de algo, este algo se desmenuza en la nada. Por eso, Hitchcock confiesa: «odio los objetos físicos. Los dejas atrás y no puedes creer en ellos». La imposible comprobación empírica constante sólo podría ser remediada por la mente; la demostración mental de la realidad de algo permitiría «saber cómo es algún sitio cuando ya no estoy allí». Pero la realidad es que todo acto pasado estalla en la desintegración. Y Hitchcock recuerda que alguna 6 vez quiso ser escritor. Sintió, una vez, que su nombre estampado sobre un cuento publicado no era ya su nombre. El relato ya concluido era un acto pretérito, algo ya sin inmediatez ni realidad. Así, el nombre asociado a un acto irrecuperable «sería siempre una mancha de hollín, unas cenizas». Y si nada puede demostrarse, la única felicidad concebible sería perderse en la nada oceánica del espacio. Y se produce el silencio, el choque de un meteorito, y el estremecimiento de la columna metálica de la nave en el frágil abismo cerebral del astronauta de la duda continua. Y Hitchcock mudo, recluido en sí mismo. Con los viejos puentes verbales ya rotos. Sus piernas recuperan la movilidad sólo para embutir su conmoción neuronal en un casco y un traje. Luego, abre una compuerta. Y Hitchcock flota sobre un camino de siniestras mariposas ingrávidas... El astronauta perdido en el espacio sideral pone en acto, dentro de un veloz cohete, la perplejidad filosófica. Hitchcock evoca las figuras filosóficas que repliegan la realidad al único imperio del instante vivido. La realidad es sólo ahora en este instante actual. Predominio de la inmediatez. Equivalencia de una figura puntual del espíritu en el pensar hegeliano: la certeza sensible. El verdadero conocimiento es totalidad conciente de sí misma. Pero la precariedad de un saber rayano en el no saber es la verdad restringida al instante inmediato. En la certeza sensible hegeliana sólo es verdadero lo que es percibido en el ahora; el pasado se ahoga en la tiniebla del olvido, o en el mañana, en lo posterior, en lo que aún no contiene ninguna presencia. Pero lo sensible no es conciente, por sí mismo, de su precariedad, como sí lo es Hitchcock. La reducción de lo real al ahora que se puede ver o tocar es actitud afín a la ingenuidad positivista. Al más elemental positivismo donde lo verdadero es lo verificable por alguna evidencia sensorial. Hitchcock no entreve la liberación del empirismo más primario de la inmediatez en pos de una primacía del pensamiento, de un orden psíquico o mental, ajeno a los datos sensoriales inmediatos. Sabe de la miserabilidad de una realidad aplastada por la comprobación física.

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Por eso, el «odio de los objetos físicos» espolea un predominio «de la mente sobre la experiencia. El deseo de saber cómo sería un lugar cuando yo no estoy allí», un orden mental que asegure la existencia y su continuidad más allá de un sujeto individual y su comprobación personal de los hechos. Berkeley, tal vez, pudo ayudar a Hitchcock, con su obra Tres diálogos entre Hilas y Filonus. Allí donde no está el individuo el espacio continúa en tanto la mente divina piensa, y construye desde su pensar, ese lugar. Pero el idealismo filosófico no salvará al astronauta perplejo.

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Allí donde no está el individuo el espacio continúa en tanto la mente divina piensa, y construye desde su pensar, ese lugar. Pero el idealismo filosófico no salvará al astronauta perplejo. Clemens informa sobre las últimas palabras de Hitchcock al abandonar la nave: «Ya no existe el cohete. Nunca existió. Ni la gente. No hay nadie en todo el universo. Nunca hubo nadie. Ni planetas. Ni estrellas. Ya no tengo mano. Nunca las tuve. Ni cuerpo. Ni boca. Cara. Ni cabeza. Nada. Solamente el espacio. Solamente abismo»

El último acto de su duda filosófica es una suerte de epojé husserliana sin conciencia. El gran creador de la fenomenología perfecciona un viejo recurso filosófico: la epojé como puesta entre paréntesis de la actitud natural, como suspensión de las creencias habituales aceptadas sin discusión. En el escepticismo antiguo la epojé, en la andadura filosófica de Pirrón de Elis, es suspensión de la atribución de realidad a una existencia sobre la que nada puede decirse con seguridad. En Descartes se produce una momentánea y metódica suspensión de las creencias en la realidad del mundo exterior. En Husserl lo aceptado habitualmente se suspende para llegar al fundamento que actúa como primera fuente de sentido: la conciencia [43]. Clemens informa sobre las últimas palabras de Hitchcock al abandonar la nave: «Ya no existe el cohete. Nunca existió. Ni la gente. No hay nadie en todo el universo. Nunca hubo nadie. Ni planetas. Ni estrellas. Ya no tengo mano. Nunca las tuve. Ni cuerpo. Ni boca. Cara. Ni cabeza. Nada. Solamente el espacio. Solamente abismo» [44].. Radicalización de una epojé al rozar las playas del espacio sin fin. Suspensión enfática, convertida en negación explícita, de las viejas creencias. Lo que antes es una «actitud natural» daba por ciertas certezas del mundo exterior, los hombres y los planetas, y el cuerpo y sus partes, ya no es tras la remoción de los antiguos contenidos «reales». Sólo subsiste la única realidad que no puede ser negada, suspendida, impugnada: el espacio. Que no es conciencia que luego devolverá el sentido de las cosas, sino abismo, situación final que teatraliza la paradoja del hombre moderno y newtoniano que descubre una ley válida para el gran espacio cósmico. El hombre capaz de viajar, por el ingenio tecnológico, en la amplitud del espacio, no puede trascender la cercanía y la inmediatez. El espacio, tras la epojé radical de Hitchcock, ya no es presencia ilimitada. Es sólo espacio infestado de cenizas y angustia. Laberinto sin «nada arriba, nada abajo», y «mucha nada en el centro».

X Hitchcock se confunde con su abismo. Aquí no hay

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premeditada estrategia de fuga o de negación conciente del dolor. La premeditada evasión de un presente agobiante ocurre en El zorro y el bosque, otra de las prosas de El hombre ilustrado. Roger y Susan Kristen acuden a los servicios de Viajes por el tiempo S.A. para escapar al futuro de su presente en el 2155. Kristen trabaja en una fábrica de bombas, y Susan en un laboratorio de cultivos patógenos. Escapan de un mundo concentrado en perfeccionar los poderes de destrucción. Escapan al México de 1936. Pero el supuesto refugio seguro para la evasión es vulnerado: un supuesto director de cine les presenta una idea de film que es su propia historia. Recurso shakespereano para producir la nerviosa reacción de una verdad oculta en los rostros de los sospechosos de un delito [45]. Evasión de la acción destructiva. Otra forma de fuga es la negación conciente de una ausencia imposible de obturar. En El hombre del cohete, un astronauta se ausenta durante largos períodos. Al regresar con su hijo y su esposa, desea convencerse de que la Tierra con sus mares, con sus ciudades y paisajes, son «cosas buenas». Para así ya no regresar al reino de las distancias cósmicas. Pero siempre lo absorbe la nostalgia, y sus ojos, con un inevitable parpadeo repetido, contemplan las «joyas de Orión». Y de nuevo se inicia el largo viaje, la ausencia y la soledad. Y su esposa vive en la aceptación de una muerte acontecida en una misión sin regreso: «y cuando tu padre regresa -le revela la madre a su hijo- tres o cuatro veces al año, no es él realmente, sólo es un sueño, un recuerdo agradable, o el sueño se interrumpe, o el recuerdo se borra, y ya no puede durar mucho. Así que casi siempre me lo imagino ya muerto» [46]. El hombre del cohete finalmente morirá, de hecho, en la ardiente caída de su nave en el sol. El largo viaje en el espacio le enseña al astronauta la imposibilidad de arraigarse en una amplitud inacabable. El contrapunto de esta angustia es la simple y dulce seguridad en una realidad de horizontes cercanos, ajena al remoto dorso estrellado de las galaxias. Realidad sin distancias vertiginosas, como la de Hernando, en La carretera. El hombre que trabaja en una estación de servicio. Entre el largo frío y soledad de la carretera, descubre cambios imprevistos, flujos de automóviles y viajeros. Y la llegada de un auto con jóvenes bajo la lluvia. Muchachas que lloran. Y el juvenil conductor le anuncia: «ha empezado...». Ha empezado el grito letal de las bombas. Los rayos atómicos de la devastación. Es el fin del mundo. Pero Hernando se despide y regresa al surco donde destilará sudor sobre un arado. Y no puede evitar un asomo de confusión: «¿A qué llamarán el mundo?» [47]. Dentro de la multitud de

ficciones de El hombre ilustrado, afiebrada de distancias espaciales, la simplicidad de la rusticidad de Hernando, un sobreviviente de lo rural y medieval, que desconoce toda abrumadora lejanía. Indiferencia respecto a la amplitud. Contrapuesta a la avidez por la travesía en lo lejano de Fiorello Bondoni, otra figura de la humildad, un trabajador en un depósito de chatarra. Una labor incapaz de alejarlo de la pobreza a él, y a su esposa, María, y a sus tres hijos. El destino le trae el ofrecimiento de un cohete que nunca viajó, un primer modelo de aluminio, de una nave futura. El cohete brilla en el 8 depósito. A diferencia de Hernando, Bondoni siempre quiso la exploración espacial. Siempre acarició la posibilidad del viaje, de una travesía física que le es negada por la estrechez, la pobreza. Y Bondoni juega en la cabina del piloto. Grita, ordena, insulta, para que la nave rompa la estéril inmovilidad. Para que comience el movimiento que promete la llegada a la roja superficie marciana. Pero lo inmóvil y pesado determinan la imposibilidad de la travesía. Sólo la imaginación puede crear una nueva posibilidad. Entonces, nuevos arreglos, el perfeccionamiento del ingenio mecánico. Y el anuncio a los niños de un viaje a Marte. María estalla en quejas y advertencias sobre el peligro de volar en un cohete precario. Pero Bondoni se empecina. Él y sus hijos suben al cohete. Entonces, el viaje comienza dentro de un relato. El padre pide a su descendencia: «Oled los olores del cohete. Sentid». Y Bondoni anuncia la visión de la Luna, la llegada a Marte. En la ensoñación, los niños duermen para después despertar. El viaje de millones de kilómetros concluye. Afuera sigue el depósito de chatarra. Los niños despiertan. Recordarán por siempre la gran travesía hacia Marte. Y le reprochan después a su madre: «Mamá, tendrías que haber venido, a ver Marte y los meteoros, y todo!» [48]. La esposa comprende. Acaricia al «mejor padre del mundo». Y marido y mujer proyectan un futuro «viaje corto». La precariedad material estimula otra forma de travesía. La fuerza de la evocación imaginativa. Que contrasta con el viaje físico de una tecnología futura sofisticada. Como el dispositivo técnico que permite el periplo dentro del sol. Una tecnología que ahora no es sombra sobre lo humano (como en La pradera por ejemplo) sino medio de expansión o refinamiento de la conciencia. La nave Copa de Oro crea una corteza hiperhelada para recibir el fuego y los secretos de la gran estrella. La nave se sumerge en el sol mientras el capitán pide «extender la mano con la copa del mendigo» [49]. Religiosidad nacida en el viaje físico dentro del astro solar, convertido en un «árbol en llamas». Sus frutos son doradas manzanas cuyo «culto crece y se

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extiende» en los hombres, en astronautas místicos, que ya no perciben la magnificencia del sol como una incandescente masa gaseosa sin espíritu, sino como misteriosa poesía de la luz. También, en Canto del cuerpo eléctrico, en Fanstasmas de lo nuevo, el despliegue tecnológico concentrado en un humanoide corporiza un modelo de elevado pensamiento, lucidez y sensibilidad. Una máquina, un humanoide eléctrico, una abuela destinada a cumplir su rol de tal en una familia, actúa como fuente de enseñanzas; es una colmena de abejas-pensamientos que poetizan el mundo. El cuerpo eléctrico, la máquina espiritualizada, transmite a sus nietos una visión más alta de la existencia. Función similar al cohete Copa de oro que es el portento tecnológico que dona a los hombres la oportunidad del viaje hacia el núcleo mágico de la fuerza solar.

XI La modernidad racional y el positivismo de la ciencia clásica enseñaron que lo vivo es lo orgánico. Lo inorgánico no posee las funciones de la sensibilidad nerviosa o de la conciencia. Una montaña no puede vivir en este sentido. Y tampoco una ciudad. La ciudad moderna es aglomeración de construcciones artificiales, de entidades mecánicas. Las ciudades antiguas, en cambio, son un microcosmos, una duplicación de un modelo celeste.La ciudad antigua es fundada bajo ritos ancestrales que sacralizan el espacio urbano. La urbe romana, por ejemplo, nace desde un rito fundacional, que le asegura una fluida comunicación con las fuerzas divinas de lo alto y las potencias subterráneas de lo telúrico. La ciudad así no se reduce a una función de refugio y hábitat humano. Para la mentalidad mítica, la ciudad es una forma de vida sacralizada. Pero dentro de la desacralización del tiempo moderno, la ciudad es sitio colectivo de valor estético, histórico, o mero lugar. La ciudad sólo es círculo de resonancias y valores humanos. Carece de vida propia. En la cultura de la vida concentrada en la humanidad, la ciudad viviente sólo puede ser redescubierta por la libertad imaginativa. Tal es lo que ocurre en la ficción La ciudad de El hombre ilustrado. Aquí, unos viajeros espaciales de la Tierra visitan un planeta. Allí propagan una enfermedad letal. La lepra, monstruo feroz de incontables dagas, extermina a muchos habitantes del otro mundo. Los sobrevivientes construyen una ciudad conciente, capaz de sentir y pensar para cristalizar un propósito expreso: la espera y la venganza. Luego de doscientos siglos, los astronautas de la humanidad retornan al planeta antes devastado por los

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Aquí, unos viajeros espaciales de la Tierra visitan un planeta. Allí propagan una enfermedad letal. La lepra, monstruo feroz de incontables dagas, extermina a muchos habitantes del otro mundo. Los sobrevivientes construyen una ciudad conciente, capaz de sentir y pensar para cristalizar un propósito expreso: la espera y la venganza. Luego de doscientos siglos, los astronautas de la humanidad retornan al planeta antes devastado por los demonios patógenos. Los visitantes creen que la ciudad está desierta. Que es un lugar de muerte y olvido. No es así. La ciudad está despierta, viva.

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demonios patógenos. Los visitantes creen que la ciudad está desierta. Que es un lugar de muerte y olvido. No es así. La ciudad está despierta, viva. Posee una Oreja que escucha. Una nariz poderosa que percibe aromas, perfumes. Y unos ojos que, ante la llegada de los extraños, dispersan las brumas del letargo, para ver con alerta agudeza. Así, «todos los sentidos de la ciudad hormigueaban ahora como ante la caída de una nieve invisible», y «contaban las respiraciones, y los sordos latidos de los corazones ocultos...» [50]. La ciudad examina a sus visitantes. Realiza evaluaciones precisas. Y la urbe revivida posee una Mente, que luego de los metódicos cálculos necesarios, determina que los recién llegados son hombres «de un planeta llamado Tierra, que hace veinte mil años declaró la guerra a Taollan, que nos esclavizó y nos arruinó y nos destruyó con una peste mortífera». La ciudad ha cumplido su primer meta: la espera. Ahora debe ser arrancada la rama de la venganza de un árbol predestinado. La ciudad inicia la matanza serena, implacable. Antes de completar su tarea reparadora ejercita otra de sus capacidades programadas: el lenguaje. Con voz humana anuncia un nombre: «el nombre de esta ciudad ha sido y es una venganza». El exterminio es completado. Luego, son creados los simulacros, los hombres-simulacros, los astronautas artificiales que dirigirán un cohete hacia la Tierra, con varias bombas de gérmenes patógenos. La venganza alcanzará la madriguera del mal. La ciudad entonces ya no tiene misión. Puede disfrutar ahora del placer de una suave expiración. La ciudad de la venganza vive «en el planeta de las Sombras, a orillas del mar de los Siglos, al pie de la montaña de la Suerte» [51]. una descripción que hace recordar algo de la atmósfera mítico-poética de La maldición que cayó sobre Sarnath de Lovecraft. Otro ejemplo de vida en lo supuestamente inanimado es la ficción El que espera, en Las maquinarias de la alegría. Aquí, un pozo de agua es conciente de sí, es voz en primera persona. Los astronautas terrestres llegan hasta la superficie del Planeta Rojo. Clavan una bandera. Anuncian la colonización del territorio marciano. Ven el pozo. De agua. Una construcción antiquísima. De indeterminable antigüedad. Y los curiosos exploradores y colonizadores investigan el agua. Un astronauta, Stephen Leonard, toma ese agua. Y el agua viviente, plena autoconciencia, es fuerza posesiva, contaminante. Absorbe y enajena la conciencia de Leonard, del viajero. Después de diez mil años, ahora el agua-hombre se piensa, respira. Y las palabras son como agua: «me maravilla las palabras. Se forman como agua en la lengua y caen con una lenta belleza en el aire» [52].. Y Jones, otro

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Los astronautas terrestres llegan hasta la superficie del Planeta Rojo. Clavan una bandera. Anuncian la colonización del territorio marciano. Ven el pozo. De agua. Una construcción antiquísima. De indeterminable Antigüedad. Y los curiosos exploradores y colonizadores investigan el agua. Un astronauta, Stephen Leonard, toma ese agua. Y el agua viviente, plena autoconciencia, es fuerza posesiva, contaminante. Absorbe y enajena la conciencia de Leonard, del viajero. Después de diez mil años, ahora el agua-hombre se piensa, respira. Y las palabras son como agua: «me maravilla las palabras. Se forman como agua en la lengua y caen con una Lenta belleza en el aire»

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viajero que bebió el agua, se afiebra. Tiembla su cuerpo. Muere. Y el agua del pozo, del pozo del Alma, cada vez que es bebida se apodera de una nueva conciencia. Y trabaja en un submarino secreto para que cada astronauta, uno por uno, detenga su corazón y regrese al fondo oscuro del pozo. En una narración de magnéticas transformaciones, la conciencia del agua es vida versátil, metamórfica. El agua es forma sin forma definida. Así puede devenir y mutarse en las distintas conciencias individuales de los viajeros recién llegados. El agua es, como advertimos antes al encontrarnos con «La lluvia», memoria de un magma primario, que espera el regreso de lo separado y dividido a su profundo y oscuro cuerpo líquido. Y, así, todos los astronautas caen al pozo. Vuelven al agua. Que es viva conciencia. De una larga espera.

XII Cada nuevo mundo es un desafío para los evangelizadores. Fue primero América. La Europa cristiana desembarcó para llevar el conocimiento de la «verdad superior» al nuevo mundo, a los pueblos indígenas. Y Marte es un nuevo mundo. El deseo de conquista de las almas se reaviva. La compulsión evangelizadora llega a las áridas extensiones marcianas mediante el tesón misionero del padre Stone y el Padre Pelgrine. Es preciso ayudar a los marcianos para que reciban la verdad. Tal vez los nativos del Planeta Rojo aún no conocen el pecado original y viven en la gracia de Dios. Acaso haya un Adán y Eva marcianos. Sea como sea, la voluntad del único dios quiere que los nuevos idólatras ignorantes de la revelación sean bendecidos por los translúcidos rayos del Señor que es uno y tres. Para cumplir con esa misión es menester construir una iglesia, dotarla de órganos, pilas bautismales, vitrales jaspeados de imágenes hagiográficas. Los cruzados de la fe cristiana en el planeta marciano edifican entonces la iglesia. El padre Pelgrine desliza sus dedos sobre las teclas del órgano. La solemne resonancia del instrumento sacro crea el ave delicada de la música. La dulzura musical apacigua el aire, y se vierte sobre cercanas colinas. Los hombres de la fe ortodoxa romana creen que los otros, los marcianos, los desconocidos, se manifestarán al fin. Esperan. Rezan. Oran. Suspiran. Para que el encuentro se produzca. Y los otros llegan. Entonces, en el pensamiento, con una sutil voz, se revelan los «viejos marcianos». Seres que viven en colinas, luego de una superada vida material. Fueron alguna vez hombres encarnados en una anatomía, con los

debidos brazos y piernas. Pero un hombre sabio, mediante un «método que ha sido olvidado», descubrió la vía de liberación de la mente, y fue así que «tomamos esta forma de luz y fuego azul y comenzamos a vivir, para siempre en el viento, el cielo y las colinas, ya nunca orgullosos ni arrogantes, ni ricos ni pobres, ni apasionados ni fríos» [53]. Los viejos marcianos son ahora inmortales, y viven libres de toda ambición de bienes. Se han emancipado de las pasiones violentas. No les absorbe los antiguos deleites del cuerpo. No los seduce la 11 guerra. Están libres del Pecado. «Sus pecados han ardido como hojas», y no es preciso levantar ningún templo para su purificación, porque «cada uno de nosotros es un templo en sí mismo». Por lo que los padres pueden llevar sus templos a las ciudades. «Vivimos felices, y en paz». Los evangelizadores lloran. El Padre Pelgrine comprende: «No podemos levantar una iglesia para vosotros. Sois la belleza misma! ¿Qué iglesia puede competir con el fuego de una alma pura?». Y tal vez los globos de fuego azulado sean otra manifestación de Él. Quizá cada mundo, entre el carnaval de estrellas, posee su verdad. Y las distantes formas de la verdad diseminadas en las titilantes praderas cósmicas «son parte de una misma verdad. Un día todos se unirán como trozos de un gran rompecabezas» [54]. Los evangelizadores iniciaron su obra como mensajeros de la humanidad poseedora del monopolio de la verdad. Dios sólo se ha revelado a los humanos, en su bello planeta azul. Lo sagrado a su vez se refugia en un templo, en un lugar especial del espacio, en un locus sacer. Pero los globos de fuego marcianos enseñan una verdad más amplia. La realidad secreta divina traspasa y puebla la completa multiplicidad de los mundos. La tierra no es el único altar que recibe la verdad. La verdad es puente esquivo de misterio, cuyas escamas vibran en todas partes. Y el templo no es el edificio separado. El cristianismo concentra la sacralidad en sus casas de oración. Para la sensibilidad pagana, el templo es el construido por el hombre. Pero también es la naturaleza. Y para los viejos marcianos el templo es la propia identidad de profundidad radiante. El cuerpo que flota sobre la cumbre no es pesadez orgánica. Es luz ingrávida. La antigua materia devenida vivaz luminosidad. Futuro de una corporalidad espiritualizada semejante al cuerpo que se muta en pensamiento luminoso en 2001. Una odisea en el espacio [55]. Y los evangelizadores parten del presupuesto de su presunta superioridad espiritual sobre los seres que deben ser esclarecidos. Los presuntos seres confundidos, se revelan como una forma de existencia superior. Un proceso de transformación del lugar de la sabiduría muy próximo a Los tres staretzi, de Tolstoi. En este relato, un Arzobispo se encuentra en una isla con tres

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staretzi (tres ermitaños) que viven, desaliñados, desentendidos del mundo e ignorantes de la correcta forma de pronunciar el Padre nuestro. El Arzobispo se despide luego de enseñarles la fundamental oración cristiana. El pomposo dignatario de la Iglesia ortodoxa regresa a su barco. Los tres staretzi olvidan algún verso de la plegaria al único Padre. Y van en busca del Arzobispo para pedirle larepetición de la oración. Van en busca del alto prelado eclesiástico flotando sobre el río como ligeras esferas de luz [56].

Los viejos marcianos son ahora inmortales, y viven libres de toda ambición de bienes. Se han emancipado de las pasiones violentas. No les absorbe los antiguos deleites del cuerpo. No los seduce la guerra. Están libres del Pecado. «Sus pecados han ardido como hojas», y no es preciso levantar ningún templo para su purificación, porque «cada uno de nosotros es un templo en sí mismo». Por lo que los padres pueden llevar sus templos a las ciudades. «Vivimos felices, y en paz». Los evangelizadores lloran. El Padre Pelgrine comprende: «No podemos levantar una iglesia para vosotros. Sois la belleza misma! ¿Qué iglesia puede competir con el fuego de Un alma pura?».

El viejo cuerpo se enciende de luminosa conciencia. 12 Un anatomía que se muta en destello, en resplandor asombroso también acontece en «Calidoscopio» [57]. Una nave es golpeada de muerte por una lluvia de meteoros. Los hombres caen en el vacío cósmico. Sólo los une la posibilidad de la comunicación por radio. Todo está perdido. Nadie los salvará. La certeza del final desinhibe. Por lo que fluyen ahora, sin diques represores, los rencores antes silenciados. Es un rocío de sinceridad antes del silencio final. Uno de los astronautas, Hollis, regresa «a la vieja madre Tierra», a más de diez mil kilómetros por hora. El humano en su caída conoce su destino: «arderé como un meteoro». Al penetrar en la atmósfera su resignada humanidad fosforece como una fúlgida y breve estrella blanca en el cielo terrestre. La última luz que mana de la carne consumida es contemplada por un niño. Al que su madre le pide: «desea algo». El astronauta no puede convertirse en inmortal irradiación de sabiduría, como los circulares seres ígneos de Marte. Pero es, al menos, una fugaz claridad propiciatoria. El deseo de una esperanza.

XIII La magia de la imaginación en Bradbury cristaliza varios juegos. Uno de ellos es la lúdica liberacion del tiempo lineal. En El zorro y el bosque, en El hombre ilustrado, es posible viaje al pasado (réplica a la proyección en el futuro de la Time machine de H.G.Wells). En El Ruido del trueno, en Las doradas manzanas del sol, una empresa del futuro organiza safaris al pasado para matar dinosaurios. Y desde la distancia temporal llega al presente una mariposa (también réplica-homenaje de la flor del futuro que el Viajero del Tiempo recibió de Genna). La alquimia de lo temporal, los saltos del futuro al pasado, integran a Bradbury al típico juego imaginativo de la literatura fantástica: la transformación temporal. Pero una mayor obsesión bradburiana es la proyección estelar, la constante invocación al salto al enjambre remoto de las estrellas. En continuidad del gran anhelo nietzscheano, la imaginación en Bradbury arroja la flecha que siempre ansía la lejanía. Como en Withman, Dylan Thomas, Theilhard de Chardin, o Giordano Bruno, en Bradbury siempre burbujea la pasión por la

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Pero el viaje a lo lejano pude borbotear también en la inmediatez de una travesía mental. Wilder es personaje de La ciudad perdida de Marte, un relato de Fantasmas de lo nuevo. En una cámara de la urbe antigua marciana, Wilder recuerda la infancia. Rememora una noche estrellada en la Tierra. Las estrellas distantes, indiferentes. Recuerda «un viejo sentido de la belleza». Y de nuevo se derrama hacia los millones de billones de fibras eléctricas en la noche cósmica; y sin necesidad del viaje tecnológico, de la incomodidad dentro de la pequeñez alada de un cohete, experimenta la proyección al universo como «Una catedral, una multitud de vastos santuarios universales»

amplitud espacial. Una forma de religiosidad. El rasguño humano sobre los bordes de una cima de plateada espiritualidad surge al extender la piel y los sentidos hacia los fuegos de las galaxias. El cohete es el altar movedizo, un sustituto del viejo tabernáculo, para llevar la devoción hasta los límites de la divinidad del espacio. En su poema No han visto las estrellas, el escritor lírico se alza en vuelo religioso que aletea entre las constelaciones. Libera su anhelo de puentes de devoción hacia la distancia estrellada: Despierta, dice Dios. Mira allí. Ve a buscarlas Las estrellas, oh señor, muchas gracias, las estrellas (58). Y, en otra poesía de Bradbury, en el El este está arriba se confirma la vehemencia del ascenso felino a lo lejano: «Nuestro propósito es mirar más allá del cielo... Y conocer primero la Luna, después Marte...Un mundo y después un mundo y después un mundo». Proyección del humano hacia la progresión vertiginosa y apabullante de los mundos. Mundos inacabables, como la energía creadora. Y si la Tierra es nuestra prisión de piedra y agua, «rompamos la cerradura», «soltemos nuestras naves espaciales», y auscultemos el sol que arde más allá de nuestro sol. Dejemos entonces «los dogmas terrestres, Vamos a descubrir y a tocar...» [59]. Pero el viaje a lo lejano pude borbotear también en la inmediatez de una travesía mental. Wilder es personaje de La ciudad perdida de Marte, un relato de Fantasmas de lo nuevo. En una cámara de la urbe antigua marciana, Wilder recuerda la infancia. Rememora una noche estrellada en la Tierra. Las estrellas distantes, indiferentes. Recuerda «un viejo sentido de la belleza». Y de nuevo se derrama hacia los millones de billones de fibras eléctricas en la noche cósmica; y sin necesidad del viaje tecnológico, de la incomodidad dentro de la pequeñez alada de un cohete, experimenta la proyección al universo como «una catedral, una multitud de vastos santuarios universales» [60]. Es un viaje mental a los fuegos del dragón universal. La exaltación religiosa en el escritor de las múltiples aventuras marcianas, encastra en un mismo anillo expansiones cósmicas e himnos de renacimiento. La cantata «Cristo Apolo» es el verbo más emocionado donde se canta al «octavo día del hombre, en el octavo día de Dios», desde donde el poeta de El hombre ilustrado anuncia: «Volverás a nacer y oirás la trompeta que irrumpe en el aire tembloroso de cohetes, todo humilde, todo despojado de orgullo. Pero libre de suspensión Escucha ahora? ¡Oye ahora! Es la mañana del noveno día» [61].

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Pero, en Bradbury, la religiosidad espacial no aleja del desamparo sufriente del hombre aún aplastado en la Tierra. Para comprobar esto basta con leer El mendigo del puente de O’ Connell [62], o su poema Cuando mueren los mendigos no se ven cometas [63].

otro pie, otra de las ficciones de El hombre ilustrado, donde la división es racial. El negro Willie, antes lleno de odio y resentimiento, acepta la integración, la igualdad con el blanco al verlo, por primera vez, en su fragilidad luego de llegar a Marte sin hogar, tras dejar atrás la Tierra envuelta en llamas y destrucción.

La pulsión destructora tiene muchas formas: la alienación tecnológica, la tiranía racional, la destructividad bélica, el poder represivo y manipulador. Diversos rostros de la oscuridad del propio tiempo. Que Bradbury impugna desde el promontorio lateral del relato imaginativo. La humanidad dividida, afiebrada por el enfrentamiento continuo, es incapaz de la cooperación. El deseo de reconciliación y reintegración flota como libre modelo utópico en la hermosa narración bradburiana La dorada cometa, el plateado viento. Dos ciudades se refugian tras murallas. Las murallas de una ciudad exhibe la forma de un cerdo. Y la otra de una naranja. El mandarín de la urbe-naranja afirma que el cerdo devorará la naranja. «La vida está llena de símbolos y presagios», por lo que un nuevo símbolo podrá contener al cerdo simbólico de la ciudad enemiga. El mandarín ordena la fatigosa reconstrucción de sus murallas, con la nueva forma de un garrote para golpear al cerdo. La ciudad de Kwan-Si replica rediseñando sus muros con el trepidante fulgor de una hoguera. Estalla una guerra de símbolos. Las cambiantes permutaciones de formas de las ciudades constituyen una estrategia de enfrentamiento, donde la agresión y el temor no son claramente distinguibles.

El espectro del dolor también carcome al hombre en un posible futuro donde es negada la hechicería elevadora de la lectura. La incendiaria descomposición del sentido de humanidad y belleza tal como ocurre en Fahrenheit 451. Y aquí, como sabemos, 14 ante el olvido la respuesta más poderosa es el arte de la memoria. Ese arte desplegado por los hombre y mujeres que memorizan y recuerdan en los bosques las antiguas y grandes obras. El recuerdo que custodia la palabra creadora es afín a la contemplación poética que percibe al sol como «un árbol en llamas».

La energía que demanda el conflicto perjudica el tiempo pleno del amor, de la pesca, la caza, la devoción familiar o la veneración de los antepasados. Los mandarines de las dos ciudades al fin comprenden. En la loma donde se reúnen unos niños remontan cometas. Una cometa en el suelo es inerte cuerpo frío. Para ser necesita del viento. La ciudad de Kwan-Si cambiará, por última vez, la forma de sus muros para que sea viento. La ciudad que antes fue su enemiga, adquirirá la apariencia de una cometa dorada. Una será La Ciudad del Viento plateado, y la otra La ciudad de la Cometa Dorada. Y «la cometa quebrará la uniformidad de la existencia del viento y le dará sentido. Uno no es nada sin el otro. Juntos, todo es cooperación y una larga y prolongada vida» [64]. Desde un horizonte utópico de reintegración se invoca la salud de la unidad, y la existencia de la diferencia complementaria. La ancestral sabiduría china es el lugar desde donde Bradbury imagina una crítica simbólica de la cultura de la división y el conflicto sin cooperación. La superación del conflicto acontece también en El

Y George Smith también recuerda. En En una estación de buen tiempo [65], Smith admira a Picasso. Sin entenderlo, sin comprenderlo, encuentra al genio español en una playa. Con un humilde palito de helado, el artista dibuja sobre la arena un jeroglífico de imágenes de docenas de sátiros, toros, unicornios, ninfas. El artista crea espontáneamente. Sin premeditación. Sin pensar. Como la escritura zen que pide Bradbury. Y el artista se va. Y Smith recorre, una y otra vez, «el friso de arena» hasta que lo noche se compenetra con la tierra. Y el mar murmura con las sentencias pendulares de olas y espumas. Smith sabe lo que pasará. Entonces, el testigo recuerda. Y preserva la fuerza del relámpago espontáneo del arte cuando la marea sube y trae los líquidos murmullos del olvido. Y, como Smith, Bradbury ejerce, mediante su oficio de la imaginación, un arte del recordar: la memoria de la omnipresencia del espacio. La divinidad del espacio, como antes lo llamamos, a propósito de los arrebatos poéticos bradburianos. Una mirada apresurada puede reducir la profusión de cohetes y vastedades espaciales a mera escenografía. Pero el viaje a otros escenarios planetarios, el recorrido de inmensas distancias astronómicas, no es decorado o trasfondo arbitrario. El predominio del elemento espacial no es sólo punto de partida para arribar luego a lejanos horizontes planetarios. Las últimas afirmaciones de Hitchcock en una de las ficciones de El hombre ilustrado son especialmente reveladoras. Se podrá dudar de todo. Las certezas podrán desvancerse en hogueras de agresiva incertidumbre. Pero algo siempre sobrevive al aguijón de la duda. No es el pensamiento (como en Descartes), o la conciencia (como en Husserl). Es la videncia indestructible del espacio. El poder de la ilusión o el engaño tiene un límite. Aun cuando todo fuera sueño, bruma, o devastación, siempre será el espacio el que

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15 contiene y permite el tejido de los sueños o las dudas. Y ese espacio es vasto. Pero lo vasto debe ser pensado en sus resonancias más finas. Sólo secundariamente lo espacial es escena que soporta a los hombres y sus historias. En primer término, el espacio es lo real como amplitud poética. La distancia entre la piel de un hombre y una remota constelación no es ya sólo cantidad o información, inmensidades de frío o silencio. Lo poético de lo amplio, o la amplitud del espacio como poesía física, enciende en la mirada Despierta la posibilidad de la gran expansión. Expandir es ponerse más allá del límite de lo cotidiano o de nuestra posición en lo pequeño y cercano. Cohetes y viajes espaciales se convierten, mediante una escritura imaginativa, en gramática de la percepción que se expande, con asombro poético y un secular fervor religioso, hacia los secretos que tiemblan en los párpados estelares. Si la amplitud del espacio es matriz y posibilidad de toda vida, el destino poético ineludible del hombre es desplegarse, expandirse, ponerse fuera de sí en la fuerza de lo grande y lejano. La proyección en la distancia espacial despierta ineludiblemente la sospecha de evasión. Sin embargo, la experiencia literaria que respira en la detonación de lo amplio es un puño conceptual que golpea las variantes de la existencia monadológica del sujeto. Mónada es realidad replegada sobre sí, con escaso o nulo contacto con la exterioridad. Es el sujeto lógico enclaustrado en la unilateralidad de su pensar racional. Y la autorreferencia de la mónada es también la megalópolis, la ciudad-océano,

universo artificial, sin percepción de la presencia distinta del viento, la lluvia, la luz solar. Las estrellas. La gran ciudad gira sobre su sombra sin conciencia de borde o frontera. Lo exterior a la mónada es distancia sembrada de diferencias. Y la mónada es efecto del poder que oprime y encierra el torrente de las sensaciones y posibilidades de cada individuo dentro de lo cerrado. La conciencia de la inmensidad espacial, en una literatura como la de Bradbury, es salto de una humanidad que redescubre que lo real continua fuera de la mónada, en lo amplio. Y la distancia entre la hierba del campo y el lienzo llameante de una remota galaxia es, paralelamente, la amplitud donde no puede agotarse la proyección del libre acto creador. Y la expansión en lo amplio puede ser también implosión. Retorno de lo distante a la superficie de la piel, a la intimidad del cuerpo del hombre ilustrado, cuyo mundo interior contiene mundos lejanos. La implosión de lo lejano vive sobre y dentro del hombre constelado de ilustraciones. Una realidad extraordinaria que parece tortura o castigo. Pero que quizá es también preámbulo de un nuevo cuerpo futuro, y de otra sensibilidad. Si el espacio y su amplitud es evidencia inconmovible, el cuerpo propende hacia lo amplio. Y en esa experiencia los fuegos de las galaxias, o los jardines o volcanes a espaldas de las estrellas, se acercan, rozan y propagan dentro del cuerpo que venera el vértigo de las distancias. Y la catedral invisible cuyo altar se reparte entre cada estrella. Las estrellas. Siempre las estrellas. [*]

ESTEBAN IERARDO ES DIRECTOR DE TEMAKEL WWW.TEMAKEL.COM

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CITAS

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[1] Ray Bradbury, El zen en el arte de escribir, Barcelona, Minotauro, 1995. La obra se compone de diez ensayos, escritos durante treinta años, y una entrevista para la revista Film Comment realizada por Mitch Tuchman. [2] R. Bradbury, El zen en el arte de escribir, op. cit., p.35. [3] Ibid., p.44. [4] Los recuerdos de la infancia de Bradbury en su ciudad natal de Waukegan, Illinois, donde nace el 22 de agosto de 1920, se expresan en su obra A este lado de Bizancio. El vino del estío. [5] R. Bradbury, La ciencia ficción: antes de Cristo y después del 2001, en Fueiserá. Respuestas obvias a futuros imposibles, Emecé, p.264. Una ineludible discusión respecto a su escritura es si pertenece o no efectivamente al género de la fantasy science. Bradbury, por ejemplo en el recién mencionado artículo La ciencia ficción: antes de Cristo y después del 2001, o en El arte y la ciencia ficción (también en Fueiserá) piensa el género de ciencia ficción en términos muy amplios, que trascienden en mucho el elemento exclusivo de la anticipación de tecnologías futuras o de reflexiones sobre sus fundamentos científicos. La literatura bradburiana, estimamos, se afinca, íntegramente, en los vergeles del género fantástico. La imaginería espacial, los cohetes, los viajes a Marte o Venus, no obran dentro de una ima-

ginación condicionada por los parámetros monopólicos de la ciencia y la tecnología. La anticipación de mundos futuros impregnados de avance tecnológico no es el centro de la dinámica creadora en Bradbury. La travesía espacial o el desplazamiento temporal al futuro es el horizonte narrativo elegido para activar una crítica del hombre enajenado por sus medios tecnológicos, o por diversas amenazas a la libertad. También, el escenario futurista es corteza sobre la que ondulan arroyos de reflexiones filosóficas que salpican el sentido mismo de la existencia. En Bradbury, tras el aparente anclaje en la ciencia ficción bulle un humanismo apostado sobre la gramática de la imaginación. [6] R. Bradbury, El zen..., op. cit., p.87. [7] La relación con el cine es vasta en Bradbury. Desde su vínculo, también presente en su literatura, con el suspenso o lo policial, Bradbury escribió cuatro episodios de Alfred Hitchock presenta (1955); como guionista participa también en Moby Dick (1956); y en Steve Canyon (1958) de Arthur Miller. En 1959, la célebre serie En los límites de la realidad, de Rod Serling, adaptó el relato de Bradbury Canto del cuerpo eléctrico. Francois Truffaut participa en la adaptación de su Fahrenheit 451 (1966); Jack Smight hace lo propio Con El hombre ilustrado (1969). Serge Bourguignon y Robert Sallin adaptan el cuento En

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una estación de buen tiempo en The Picasso Summer (1969); Crónicas Marcianas (1980) es adaptada por Michael Anderson. En 1983 Jack Clayton filma La feria de las tinieblas con guión del propio Bradbury. El comic El pequeño Nemo (1992) de Windsor McCay tiene guión también de Bradbury y Chris Columbus; y también oficia de guionista en The Halloween Tree (1993) de su obra El árbol de las brujas, que fue también convertido en una serie de televisión. Recientemente, Peter Hyams adaptó el relato bradburiano El ruido del trueno. [8] Bradbury participó en dos obras con ilustraciones del fotógrafo argentino Aldo Sessa: Fantasmas para siempre (1980); y Sesiones y Fantasmas (2000), prólogo de Ray Bradbury, fotografías de Aldo Sessa. [9] Bradbury cultivó sus experiencias teatrales en Los Ángeles y Nueva York. Leviathan 99, a pesar de su condición de ópera, fue escrita como obra de teatro. En 1969 presentó en el Royce Hall de la Universidad de California de Los Ángeles su cantata Christus Apollo, con texto leído por Charlton Heston y música de Jerry Goldsmith para orquesta, coro y soprano. También escribió unos Madrigales para la Era espacial (1972) con música del argentino Lalo Schifrin. [10] Las herramientas más típicas del tatuaje son punzones dentados de hueso. Se los untaba con pigmento y eran golpeados sobre la piel con un pequeño martillo, el color se impregna en los agujeros producidos por los pinchazos. El tatuaje era logrado por maestros tatuadores. [11] Sailor Jerry Collins (1911-1973) fue efectivamente marinero. Viajó alrededor del mundo como hombre de mar; esto lo puso en contacto con los tatuajes de Oceanía. En Chinatown de Honolulu, abrió la primera tienda de tatuajes. [12] Foucault, en su célebre obra Las palabras y las cosas, realiza un exhaustivo análisis de la cosmovisión del Renacimiento donde las palabras aún se corresponden estrictamente con las cosas y expresan un orden divino superior. Para Paracelso, el g r a n m é d i c o, p e n s a d o r y a l q u i m i s t a d e l Renacimiento, la voluntad de Dios no queda nunca oculta y se manifiesta por signos exteriores, visibles, como señales de un tesoro diseminadas en la naturaleza. Un signo o signatura es necesaria para que lo invisible salga a luz. Los signos o signaturas son blasones o jeroglíficos que se deben descifrar. El espacio de la naturaleza es así «un gran libro abierto ... plagado de grafismos; todo a lo largo de la página se ven figuras extrañas que se entrecruzan y, a veces, se repiten. Lo único que hay que hacer es descifrarlas», en M. Foucault, Las palabras y las cosas, México, ed. siglo XXI, p.35. [13] Ray Bradbury, Fahrenheit 451, Barcelona, Minotauro, p. 157. [14] Ray Bradbury, El hombre ilustrado, Barcelona, Minotauro, p.11. [15] El body art se halla fuertemente relacionado con los conceptuals performances donde el cuerpo del

artista es el medio de la acción artística. Yves Klein, con sus antropometrías (impresiones de cuerpos desnudos impregnados de pintura en lienzos o paredes), es pionero en esta forma artística. Gunter Brus con su perfomance Autopintura, en 1965, donde pintó su propio cuerpo, es otro ejemplo típico de arte corporal. [16] Ray Bradbury, El hombre ilustrado, op. cit., p.13. [17] Ibid. [18] Ver R. Bradbury, La mujer Ilustrada, en Las maquinarias de la alegría, Barcelona, Minotauro, pp. 115-126. Una mujer muy gorda, Emma, se encuentra 17 en una feria con el Hombre que Adivina el Peso, quien entabla una relación afectiva con la obesa mujer con el propósito de plasmar su arte del tatuaje sobre la piel de su ingente cuerpo. Así, en pp.120-121: «...¿por qué crees que he trabajado años enteros en la feria como el Hombre que Adivina el Peso? ¿Por qué? Porque he estado buscando toda la vida a alguien como tú. Noche tras noche, verano tras verano, he estado observando las sacudidas y temblores de las balanzas. ¡Y ahora al fin tengo el medio, la manera, la pared, la tela en que expresar mi genio!». [19] En La Tabla de Esmeralda, importante texto de la tradición hermética, se afirma: «Es verdad, sin mentira, cierto y muy verdadero: lo que está abajo es como lo que está arriba y lo que está arriba es como lo que está abajo para hacer milagros de una sola cosa...», en Hermes Trismegisto, La Tabla de Esmeralda, en Obras completas. Corpus Hermeticum, Barcelona, ed. Continente, p.453. [20] R. Bradbury, El hombre ilustrado, op. cit., p.11. [21] Entre los taoístas, un sendero indispensable para propiciar un existir sin conclusión es la retención de los dioses que habitan en los diversos órganos y regiones corporales. Es así que «nuestro cuerpo rebosa de dioses, y estos son los mismos que los del mundo exterior. He ahí una de las consecuencias de que el cuerpo humano sea idéntico al mundo (...) Los dioses que moran dentro del cuerpo son muchísimos...es un múltiplo elevado de 360, y se habla generalmente de 36.000 dioses. A cada extremidad, articulación, víscera, órgano o parte del cuerpo le corresponde uno o varios dioses», en Henri Maspero, En busca de la inmortalidad. El taoísmo en las creencias religiosas de los chinos durante la época de los seis dinastías (ca.400600d.c)», en Mircea Eliade, Historia de la creencias y de las ideas religiosas, Barcelona, Editorial Herder, pp.87-88. Por otra parte, en la moderna investigación médica, mediante el estudio de los tejidos histológicos se abre una perspectiva de variados y apasionados paisajes o mundos intracorporales. Mediante el coloreado de las muestras de tejidos éstos adquieren diversas combinaciones cromáticas que, en muchos casos, parecen superficies de otros Planetas, pero que existen dentro del orden corporal. [22] R. Bradbury, El hombre ilustrado, op. cit., p.15. [23] Ibid., P.20. [24] Paula «...concentra su deseo en los ojos,

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proyecta la mirada sobre la mesa baja puesta al lado de la mecedora, toda ella se lanza tras su mirada hasta sentir de sí misma como un vacío, un gran molde hueco que antes ocupara, una evasión total que la desgaja de su ser, la proyecta en voluntad...Y ve surgir poco a poco la materialización de su deseo», en Julio Cortázar, Bruja, La otra orilla, en Cuentos Completos 1, Buenos Aires, Alfaguara, pp.66.72. [25] R. Bradbury, El hombre ilustrado, op. cit. p.200. [26] Ibid., p.80. [27] Ibid., p.80-81. [28] Ibid., p.94. [29] Sobre la filosofía estoica puede consultarse el clásico Anthony A. Long, La filosofía helenística, capítulo El estoicismo, pp.111-203; o Filosofía helenística: Cínicos y estoicos, en A. H. Armstrong, Introducción a la filosofía antigua, pp.188-213. [30] R. Bradbury, El hombre ilustrado, op. cit. , p.142. [31] Es interesante el listado completo de las obras «desterradas»: Cuentos de misterio e imaginación, por Edgard Allan Poe; Drácula, por Bram Stoker; Frankestein, por Mary Shelley; Otra vuelta de tuerca, por Henry James; La leyenda del. valle del sueño, por Washington Irving; La hija de Rapaccini, por Nathaniel Hawthorne; Un incidente en el puente del arroyo del Búho, por Ambrose Bierce; Alicia en el país de las maravillas, por Lewis Carroll; Los sauces, por Algernon Blackwood; El mago de Oz, por L. Frank Baum; La extraña sombra sobre Insmouth, por H. P. Lovecraft. ¡Y más! Libros por Walter de la Mare, Wakefield, Harvey, Wells, Asquith, Huxley... todos autores prohibidos.», en R. Bradbury, El hombre ilustrado, op. cit., pp.142-143. [32] R. Bradbury, El hombre ilustrado, op. cit. , p.146. [33] Ibid., p.155. Luego de un ciclón que lo lleva hasta El país de Oz, Dorothy debe llegar hasta La ciudad esmeralda de Oz, donde vive el Mago de Oz para buscar el auxilio de éste para regresar hasta su rural hogar en Kansas. [34] Ray Bradbury, Usher II, en Crónicas marcianas, Barcelona, Minotauro, p. 170. [35] Irritado, el Sr. Stendahl le recrimina a Garrett: «Oh, ya nadie se acordaba de Poe, de Oz y de los otros. Pero yo tenía mi pequeño refugio. Unos pocos ciudadanos conservamos nuestras bibliotecas hasta que llegaron ustedes, con antorchas e incineradores, y destrozaron y quemaron mis cincuenta mil libros», en R. Bradbury, Usher II, en Crónicas marcianas, op. cit., p. 171. [36] Ver Julio Cortázar, El perseguidor, en Las armas secretas, en Cuentos completos, Buenos Aires, Alfaguara. En la p. 246 de esta edición, Johnny Carter, el músico de jazz personaje central del relato, dialoga Bruno, su amigo, crítico musical, que escribe su biografía. Entonces, le recuerda su internación en un hospital. Esta es la ocasión para criticar las ilusiones de conocimiento seguro de la ciencia: «Eso era lo que me crispaba, Bruno, que se sintieran seguros. Seguros de qué, dime un poco, cuando yo, un pobre diablo con más pestes que el demonio debajo de la piel, tenía bastante conciencia para sen-

tir que todo era como una jalea, que todo temblaba alrededor, que no había más que fijarse un poco, sentirse un poco, callarse un poco, para descubrir los agujeros. En la puerta, en la cama: agujeros... Pero ellos eran la ciencia americana, ¿comprendes, Bruno? El guardapolvo los protegía de los agujeros; no veían nada, aceptaban lo ya visto por otros, se imaginaban que estaba viendo». [37] R. Bradbury, El hombre ilustrado, op. cit. , p.79. [38] Ibid., P.218. [39] Así, La Boétie (1530 -1563) manifiesta: «Pero esa astucia de los tiranos, que consiste en 18 embrutecer a sus súbditos, jamás quedó tan evidente como en lo que Ciro hizo a los lidios, tras apoderarse de Sardes, capital de Lidia, al apresar a Creso, el rico monarca y hacerlo prisionero. Le llevaron la noticia de que los habitantes de Sardes se habían sublevado. Los habría aplastado sin dificultad inmediatamente; sin embargo, al no querer saquear tan bella ciudad, ni verse obligado a mantener un ejército para imponer el orden, se le ocurrió una gran idea para apoderarse de ella: montó burdeles, tabernas y juegos públicos, y ordenó que los ciudadanos de Sardes hicieran uso libremente de ellos. Esta iniciativa dio tan buen resultado que jamás hubo ya que atacar a los lidios por la fuerza de la espada. Estas pobres y miserables gentes se distrajeron de su objetivo, entregándose a todo tipo de juegos; tanto es así que de ahí proviene la palabra latina (para los que nosotros llamamos pasatiempos). Ludi que, a su vez, proviene de Lydi. No todos los tiranos han expresado con tal énfasis, su deseo de corromper a sus súbditos. Pero lo cierto es que lo que éste ordenó tan formalmente, la mayoría de los otros han hecho ocultamente. Y hay que reconocer que esta es la tendencia natural del pueblo, que suele ser más numeroso en las ciudades; desconfía de quien le ama y confía en quien lo engaña. No creáis que ningún pájaro cae con mayor facilidad en la trampa, ni pez alguno muerde tan rápidamente el anzuelo como esos pueblos que se dejan atraer con tanta facilidad y llevar a la servidumbre por un simple halago, o una pequeña golosina. Es realmente sorprendente ver cómo se dejan ir tan aprisa por poco que se les dé coba. Los tragos, los juegos, las farsas, los espectáculos, los gladiadores, los animales exóticos, las medallas, las grandes exhibiciones y otras drogas eran para los pueblos antiguos los cebos de la servidumbre, el precio de su libertad, los instrumentos de la tiranía», en Étienne de La Boétie, El discurso de la servidumbre voluntaria», Barcelona, ed. Tusquets. [40] La versión fílmica de El hombre ilustrado fue realizada por Jack Smight en 1969. En el resto de la Filmografía de Smight quizá sobresale La batalla de Midway (1976). El guión es de Howard B. Kreitsek. La adaptación se sitúa en la época de la Depresión en Estados Unidos. Un joven, Willie (Robert Drivas), se encuentra con el «hombre ilustrado», Carl (Rod Steiger), quien vaga por el país realizando breves trabajos en circos o ferias. Su cuerpo está cubierto

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con los tatuajes que le hizo la misteriosa mujer del futuro, Felicia (la bella Claire Bloom). Sobresale la brillante actuación de Steiger que, un año después del film en cuestión, protagonizó magistralmente a Napoleón en Waterloo (1970). Carl y Willie se encuentran en un lugar solitario, cerca de un camino y dominado por la bella presencia de un río, las montañas y un radiante cielo azul. Carl le revela sus tatuajes a su ocasional interlocutor. Con acento irritado y sombrío, recrea la especial historia de su cuerpo ilustrado. Alternativamente, Willie se concentra en tres ilustraciones del extraño nómada tatuado que lo conducen a la adaptación de tres historias, tres relatos de la obra de Bradbury: La pradera, Lluvia y La última noche del mundo. La mejor adaptación es quizá la del Cuarto de Juegos de los niños en La Casa de la Vida Feliz con su pradera africana. La lluvia se concentra en la gradual desesperación de los astronautas sobrevivientes en un planeta Venus apabullado por la lluvia constante. En la época en que Bradbury escribió el relato, aún no había llegado al segundo planeta del Sistema Solar la sonda rusa Venera que, en 1975, sobrevivió sólo unos minutos en la atmósfera venusina, compuesta esencialmente de dióxido de carbono, con un desaforado efecto invernadero, que precipita la temperatura de la superficie a 470 grados centígrados; una temperatura superior a la de Mercurio y capaz de fundir el plomo. Este infierno dantesco hace imposible, obviamente, el libre deambular humano sobre su superficie. En el último relato «La última noche del mundo», el guionista introdujo notables modificaciones respecto a la versión original ya que, en el texto bradburiano, el matrimonio reacciona con serenidad estoica ante la certeza del inminente final. En la adaptación de Smight la acción dramática se concentra en la discusión entre los esposos sobre la cuestión de sacrificar o no a los niños para evitarles el sufrimiento. En apariencia, no se toma ninguna decisión final. Pero la noche que supuestamente sería la última, pasa y, horrorizada, la esposa descubre, bajo la luz de una nueva mañana, los cuerpos exánimes de sus hijos junto al rostro de espanto irreversible de su esposo. La película exhibe buenas actuaciones (donde, como ya se comentó, sobresale la de Steiger). Tal vez, se concentra demasiado en los diálogos y escenas compartidas entre Carl, el hombre ilustrado, y Willie. De todos modos, logra establecer un clima de intriga y los tres relatos recreados se interpolan de forma fluida en la narración central del solitario hombre ilustrado que, entre paisajes solitarios, exhibe sus ventanasimágenes de las ilustraciones que cubren su piel. [41] R. Bradbury, El hombre ilustrado, op. cit. , p. 136 [42] Ibid., p.160. [43] La epojé se relaciona con la reducción eidética, donde se deja de lado todo lo fáctico de un hecho para llegar a la esencia, un trasfondo invariable que ya no puede ser reducido. Que es la conciencia.

mientras que, en el relato de Bradbury, para Hitchcock el único sustrato que no puede ser negado es el espacio. Ver E. Husserl, Ideas para una fenomenología pura y una filosofía fenomenológica, trad. José Gaos, México, Fondo de cultura económica. [44] R. Bradbury, El hombre ilustrado, op. cit. , p. 167. [45] En el relato se aclara que, al viajar al pasado, los viajeros del futuro sufren una «barrera psicológica», que asegura que no hagan revelaciones sobre la realidad futura de la que proceden: «No era posible decir dónde o cuándo se había nacido, ni hablar del 19 futuro con los hombres del pasado. El futuro y el pasado debían protegerse el uno del otro.», en R. Bradbury, El hombre ilustrado, op. cit. p.177. [46] R. Bradbury, El hombre ilustrado, op. cit. , p.109. [47] Ibid., p.64. [48] Ibid., p.268. [49] Ray Bradbury, Las doradas manzanas del sol, Barcelona, Minotauro, p.218. [50] R. Bradbury, El hombre ilustrado, op. cit. , p.240. [51] Ibid. p. 243. La ciudad viviente en Taollan es asociable con la casa de Vendrán lluvias suaves en Crónicas Marcianas. Sus habitantes han desaparecido, pero la casa vive y repite sus funciones y rutinas sin necesidad de una directa o constante intervención humana. La ciudad viviente capaz de la imitación de la voz y el pensamiento humano se reitera como ejemplo de un «animismo urbano», en la casa como conciencia narradora de la novela La casa, del escritor argentino Manuel Mujica Lainez. Todos estos modelos de ciudades animadas difieren de la imposibilidad y el abandono corporizados por la ciudad del relato borgiano «El inmortal». [52]Ray Bradbury, El que espera, en Las maquinarias de la alegría, Barcelona, Minotauro, p.30. [53] R. Bradbury, El hombre ilustrado, op. cit., p.131. [54] Ibid., p.132. [55] En 2001 de Arthur Clarke se abre la postulación imaginativa de lo que podríamos llamar alteridad corporal. El cuerpo orgánico es quizá sólo el comienzo de una evolución superadora. Esta primera forma de corporalidad es superada por un cuerpo cibernético, compuesto por metal y plástico, posible vía hacia la inmortalidad, dirigida por el órgano cerebral; así, el cerebro dirige «sus miembros mecánicos», y observa «el universo a través de sus sentidos electrónicos...sentidos muchos más finos y sutiles que aquello que la ciega evolución pudiera desarrollar jamás». De esta forma, la escisión mentemáquina encuentra una «completa simbiosis». Y, en un peldaño más alto de la especulación biológica en relación a la alteridadcorporal, algunos biólogos de tendencias místicas «especulaban que la mente terminará por

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liberarse invariable que ya no puede ser reducido. Que es la conciencia. Mientras que, en el relato de Bradbury, para Hitchcock el único sustrato que no puede ser negado es el espacio. Ver E. Husserl, Ideas para una fenomenología pura y una filosofía fenomenológica, trad. José Gaos, México, Fondo de cultura económica. [44] R. Bradbury, El hombre ilustrado, op. cit. , p. 167. [45] En el relato se aclara que, al viajar al pasado, los viajeros del futuro sufren una «barrera psicológica», que asegura que no hagan revelaciones sobre la realidad futura de la que proceden: «No era posible decir dónde o cuándo se había nacido, ni hablar del futuro con los hombres del pasado. El futuro y el pasado debían protegerse el uno del otro.», en R. Bradbury, El hombre ilustrado, op. cit. p.177. [46] R. Bradbury, El hombre ilustrado, op. cit. , p.109. [47] Ibid., p.64. [48] Ibid., p.268. [49] Ray Bradbury, Las doradas manzanas del sol, Barcelona, Minotauro, p.218. [50] R. Bradbury, El hombre ilustrado, op. cit. , p.240. [51] Ibid. p. 243. La ciudad viviente en Taollan es asociable con la casa de Vendrán lluvias suaves en Crónicas Marcianas. Sus habitantes han desaparecido, pero la casa vive y repite sus funciones y rutinas sin necesidad de una directa o constante intervención humana. La ciudad viviente capaz de la imitación de la voz y el pensamiento humano se reitera como ejemplo de un «animismo urbano», en la casa como conciencia narradora de la novela La casa, del escritor argentino Manuel Mujica Lainez. Todos estos modelos de ciudades animadas difieren de la imposibilidad y el abandono corporizados por la ciudad del relato borgiano El inmortal. [52] Ray Bradbury, El que espera, en Las maquinarias de la alegría, Barcelona, Minotauro, p.30. [53] R. Bradbury, El hombre ilustrado, op. cit., p.131. [54] Ibid., p.132. [55] En 2001 de Arthur Clarke se abre la postulación alteridad corporal. El cuerpo orgánico es quizá sólo imaginativa de lo que podríamos llamar el comienzo

de una evolución superadora. Esta primera forma de corporalidad es superada por un cuerpo cibernético, compuesto por metal y plástico, posible vía hacia la inmortalidad, dirigida por el órgano cerebral; así, el cerebro dirige «sus miembros mecánicos», y observa «el universo a través de sus sentidos electrónicos...sentidos muchos más finos y sutiles que aquello que la ciega evolución pudiera desarrollar jamás». De esta forma, la escisión mentemáquina encuentra una «completa simbiosis». Y, en un peldaño más alto de la especulación biológica en relación a la alteridad corporal, algunos biólogos de 20 tendencias místicas «especulaban que la mente terminará por liberarse de la materia. El cuerporobot, como el de carne y hueso, sería solamente un peldaño hacia algo que, hacía tiempo, habían llamado los hombres «espíritu». El cuerpo, en esta línea evolutiva, deviene finalmente luz. Ver Arthur Clarke, 2001. Una odisea espacial, Hyspamérica ediciones Argentina, Buenos Aires, 1986, (trad. Antonio Ribera) [56] Ver León Tolstoi, Los tres staretzi, en Antología del cuento extraño, Buenos Aires, Editorial Hachette, 1976, pp.95-104; traducción Rodolfo Walsh. [57] Ver R. Bradbury, Calidoscopio, en El hombre ilustrado, op. cit., pp.33-43. [58] R. Bradbury, No han visto las estrellas, en Antología poética, Ediciones Instituto Movilizador de Fondos Cooperativos, Buenos Aires, 2000 (selección y traducción Marcial Souto), p. 64. [59] Ibid., P.73. [60] R. Bradbury, Fantasmas de lo nuevo, Barcelona, Minotauro, p. 281. [61] R. Bradbury, Cantata Apolo, en Fantasmas de lo nuevo, op. cit., pp. 288-295. [62] Ver R. Bradbury, El mendigo del puente de O’Connell, en Las maquinarias de la alegría, op. cit., pp.169-185. [63] R. Bradbury, Antología poética, op. cit., p.105. [64] R. Bradbury, Las doradas manzanas del sol, . pp. 11-17. op. cit., p.84. [65] Ver R. Bradbury, En una estación de buen tiempo, en Remedio para melancólicos, op. Cit., Pp.11-17.

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