EL CUERPO
EL LUJO
LA OBRA
Herberto Helder
En ciertas estaciones obsesivas, insondables por la dulzura y el desorden, yo vi sobre el ruido de los agujeros terrestres las caras abismadas fulgurando hasta la sangre, su tela de huesos cerrada por membranas que respiran con luz propia.
El lujo del espacio es un talento del árbol, el arte del mundo húmedo. Por dentro de la tierra el oro crece en cadena. Vi los flancos sudados de las casas torciéndose en el fondo de la luz, donde el día hace una resaca donde gira la noche con su tronco de planetas.
Eran
rápidas, fuertes, espaciosas las noches del poder. El alimento venía con el apuro de la miel. El dueño desarrollaba en mí esos mismos rostros abiertos al medio, con la luna y el sol dentro y fuera. Trozo a trozo se cerrara la carne en su tejido redondo.
Se ven las raíces animales de los cancros, pero en el corazón estrangulado, así estrangulada el agua por circuitos ciegos, quién ve la quemadura del oro entero?
Las caras irrumpen de los nudos de sangre, los riñones, de una columna enraizada, una constelación calcárea. A veces el mármol refluye en una ola muscular, y sobre la torsión interna las manos crudas arden.
Y el golpe que me abre desde la uretra a la garganta brilla como el abismo venoso de la tierra. La pupila de este animal grande como un párpado al espejo, desnudo, durmiendo, bajo las radiaciones blancas.
Largas estrellas ruedan entre los polos de las salas, se voltean las camisas en la translación de los días ópticos, todo el aire se llena de noches largas. El brazo enjuto plantado. En la límpida tela de las manos, la cuchara que se arquea desde la traza alimentaria a la costura quirúrgica de la garganta donde la voz revienta en un hoyo de sangre. Pero las cabezas, que miran por los lados nuevos de gárgolas vomitando toda la fuerza de la luz interna, viven de la energía de nuestra gracia, de la herida
de la elegancia. La violencia me envenena.
Las aberturas que los brazos hacen en el agua, aquello que yo cierro cuando el sueño me corrompe o cuando incito o ahuyento los paisajes, lo que alimenta a las musas abismadas es todo cuanto me ciega.
También las mujeres se alumbran por la abundancia, por la boca hasta el fondo, el pelo que salta, omoplatos, manos redondas, los borbotones de seda derramada. Estas tienen caras ascensionales, magnéticas. Las inspira el movimiento de los cuartos, la matriz secreta del oro hundida entre la vulva y el corazón, la órbita de las naranjas en torno de la estaca viva.
La estrella voltaica quemando mi obra morosa afina sombríamente cada cara soldad punto a punto, sobre las válvulas, sobre la luz que se abre y se cierra en la carne lunar, implacable. Todo brilla: la fruta que se toma, el haz vertebral, los orificios de sangre entre los poros de la madera. Respira, duele. Como una arteria radial, la atención que duele de abajo hacia lo alto, las meninges abiertas por hendiduras luminosas.
Me alimentaba de los rostros disparados por la red de los nervios negros y las venas hasta la raíz clavada de la voz –– el terrorífico aparato del hambre. Toda la obra. Duele.
La memoria maneja su luz, los dedos, la materia. Es más fuerte así quemada en el ecran donde brilla el agujero de la carne, los espejos cerrados de repente vivos como océanos bajo los antebrazos, las manos.
De esta silla veo la ebanistería del árbol. Los fulcros del oro, la aspiración del medio de la tierra. El sonido espacial de la piedra cae en el fondo del día, pulsa la noche vascular, extendida como una toalla. Y dentro de esa noche llena de aire negro, los planetas lucen como rostros que se aproximan con las hendiduras de sangre. A veces mi sangre se enreda en el fondo de los muertos. El aire, lo abrazan las grandes constelaciones táctiles.
La noche
es un árbol crudo, voraz, entrañado. Si la estrella transborda de la boca, el agua viviente se tuerce entre los brazos feroces. Y de las crateras se arranca el rostro con los poros blancos a toda la vuelta. Cuando las venas de los muertos hacen un nudo vivo con mis venas, la voz se costura con las líneas de sangre de su habla. Y los dedos gravitacionales sobre la quemadura maniobran los pequeños soles enjambrados y bajos.
Con la hondura cristalográfica de las caras enervadas en la claridad, la estrella oficinal crepitando sobre la resaca redonda de la carne. El oro hundido en los pulmones, cortado en la boca. Respira el agujero donde el aire se incendia.
Es el equilibrio lunar del sueño, del poder.
Yo me muevo en el mundo como purpura, la vara de las manzanas cerradas. Y se derrama en mí el caudal nuclear de los astros. Remolinos de miel oscuro. Las fuentes del alcohol. Este vomito de luz por la herida de un espejo. Es el rostro hendido y la claridad arrancada al interior más fuerte de la imagen. Constelación de sangre, el halo de un orificio nocturno.
En el medio, la vorágine hacia un lazo de carne. Rodaba en torno de las válvulas negras la estrella atómica. La frente a lo alto de la belleza áspera, llamaradas vaciadas de lado a lado del cuerpo como una corola cesariana. Y en esa carne focal
curva, el toque de un fierro vivo, un dedo, un hueso cerrado, en el centro de las aberturas donde la energía se desencadena.
Y es cruel sorprender la inocencia frenética, la taciturna dulzura con que devora: a veces la fuerza de los rostros que tiene contra Dios. Así: el nervio que entrelaza la carne toda, de estrella a estrella de la obra.
22-23. XI. 77