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PSICOLOGIA SOCIAL: PERSPECTIVAS TEÓRICAS Y METODOLÓGICAS'"

por J o sé L u is A l v a r o E s t r a m ia n a

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siglo vein tiu n o e d it o r e s MÉXICO ESPAÑA

I ÍNDICE

J% \ siglo veintiuno editores, sa CERRO DEL AGUA. 248 04310 MfcXICO D F

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siglo veintiuno de españa editores, sa C PLAZA í> 28043 MADRID ESPAÑA

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Todos los derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier procedim iento (ya sea gráfico, electrónico, óptico, químico, mecánico, fotocopia, etc.) y el almacenamiento o trans­ misión de sus contenidos en soportes magnéticos, sonoros, visuales o de cualquier otro tipo sin permiso expreso del editor.

238310 Primera edición, septiembre de 1995 © SIGLO XXI DE ESPAÑA EDITORES, S. A

Calle Plaza, 5. 28043 Madrid

AGRADECIMIENTOS .....................................................................................................................

XI

P R Ó L O G O ......................................................................................................................................................

XIII

INTRODUCCIÓN .............................................................................................................................

XVII

1.

COMIENZOS DE LA PSICOLOGÍA SO C IA L................

I. II. III.

1

HISTORIA, ACUMULATIVIDAD DEL CONOCIMIENTO Y PSICOLOGÍA SOCIAL. BREVES APUNTES INTRODUCTORIOS .................................................

1

LA PSICOLOGÍA COLECTIVA.........................................................................................

3

V ÓLKERPSY CH O LO GIE : ANÁLISIS HISTÓRICO Y CONSECUENCIAS

PARA LA PSICOLOGÍA SOCIAL CONTEMPORÁNEA.......................................

4

*IV. LA PSICOLOGÍA DE MASAS..............................................................................................

9

V.

LA PSICOLOGÍA DE MASAS: APUNTES PARA UNA PSICOLOGÍA SO­ CIAL DE LAS MULTITUDES .............................................................................................

10

ORÍGENES DE LA CO N CEPCIÓ N PSICOLÓGICA EN PSICOLOGÍA S O C IA L

19

I. LA TEORÍA INSTINTIVISTA .............................................................................................

19

© José Luis Alvaro Estramiana DERECHOS RESERVADOS CONFORME A LA LEY

Impreso y hecho en España Printed and made iti Spain

2.

Diseño de la cubierta: Pedro Árjona ISBN: 84-323-0895-1 Depósito legal: M. 30.358-1995 Fotocomposición: EFCA, S. A. Parque Industrial «Las Monjas». C/ Verano, 38 Torrejón de Ardoz. 28850 Madrid Impreso en Closas-Orcoyen, S. L. Polígono Igarsa Paracuellos de Jarama (Madrid)

■"II.

EL MODELO INDIVIDUALISTA, CONDUCTISMO Y EXPER1MENTA-

III.

BREVES APUNTES SOBRE LA PSICOLOGÍA SOCIAL HASTA EL PE­

LISMO: TRES RASGOS PARA UNA PSICOLOGÍA SOCIAL PSICOLÓGICA. RIODO DE POSGUERRA........... .................................... ...................................................

23 26

In d ice

VI

3.

M ARCOS TEÓRICO S EN PSICOLOGÍA SO CIAL .....

32

I. LA TEORÍA DEL INTERACCIONISMO SIMBÓLICO ..........................................

32

ín d ic e

6.

vil

EL MODELO ESTRATIFICADO DE LA A C CIÓ N Y EN FO Q U E S T E Ó R IC O S A FIN E S. PR O PU E STA S PARA LA PSICOLOGÍA S O C IA L

94

PE RSPE CTIV A S M E T O D O LÓ G IC A S EN P S IC O ­ LOGÍA SO C IA L ..........................................................................................................

98

II. OTRAS TEORÍAS O ENFOQUES EN PSICOLOGÍA SOCIAL. AFINIDA­ DES CON EL INTERACCIONISMO SIMBÓLICO .................................................. III.

37 7.

EL PARADIGMA CONDUCTISTA EN PSICOLOGÍA SOCIAL: CONDUCTISMO SO C IA L........................................................................................................................

111.1. Conducta e intercambio social.................................................. 111.2. De las teorías del aprendizaje social al conductismo sociocognitivo..................................................................................... ^ IV.

EL COGNITIVISMO EN PSICOLOGÍA SOCIAI.........................................................

41 42

I. TÉCNICAS CUANTITATIVAS VERSUS TÉCNICAS CUALITATIVAS

47

100

50

III. MÉTODO HIPOTÉTICO-DF.DUCTIVO VERSUS MÉTODO INDUCTIVO. EL PAPEL DE LA TEORÍA .................................................................................................

101

• IV. 1.

IV. LA ACUMULATIVIDAD DEL CONOCIMIENTO CIENTÍFICO

10 3

V. RAZÓN CAUSAL FRENTE A INTERPRETACIÓN

104

Teorías de la consistencia. La disonancia cognoscitiva de Festinger........................................................................................... * IV.2. Las teorías de la atribución......................................................... IV.3. La noción de esquem a ................................................................................ IV.4. Sesgos y errores en la cognición................................................

52 54 58 59

VIL EL EXPERIMENTO DE LABORATORIO: ¿UN PARADIGMA METO­

ASPECTOS INDIVIDUALES Y SOCIALES DE LA COGNICIÓN SOCIAL ..

60

VIII. REFLEXIONES FINALES PERO INACABADAS EN TORNO A LA METO­

VI. EL EXPERIMENTO DE LABORATORIO. DISEÑOS EXPERIMENTALES O DISEÑOS CORRELACIONALES...................................................................................... DOLÓGICO PARA LA PSICOLOGÍA SOCIAL? .......................................................

V.

\ 4.

LA PSICOLOGÍA SOCIAL EU RO PE A

65

* I. RELACIONES INTERGRUPAI ES, IDENTIDAD SOCIAL Y CATEGORIZACIÓN ....................................................................................................................................... II.

RIA .................................................................................................................................................

5.

66

LA PSICOLOGÍA SOCIAL DEL CAMBIOtLA INFLUENCIA MINORITA­

III» LA “TEORÍA” DE LAS REPRESENTACIONES SOCIALES .................................

DEL INDIVIDUALISMO AL SUBJETIVISMO. ¿U N A NUEVA PSICOLOGÍA S O C IA L ?

70 74

83

I. NATURALEZA, HISTORIA Y RELATIVIDAD DEL CONOCIMIENTO SO­ II.

99

II. TÉCNICAS CUANTITATIVAS Y TÉCNICAS CUALITATIVAS: ¿SÓLO UNA CUESTIÓN EPISTEMOLÓGICA?........................................................................

CIAL ..............................................................................................................................................

83

SUBJETIVISMO Y OBJETIVIDAD EN PSICOLOGÍA SOCI A l..............................

86

III. PARTICULARISMO VERSUS PSICOLOGÍA SOCIAI. TRANSÍ JUl .TURAL ...

88

IV. CONSTRUCTIVISMO VERSUS OBJETIVIDAD ........................................................

90

8.

106 108

DOLOGÍA ..................................................................................................................................

114

NOTAS FINALES ACERCA DE LAS CARACTERÍSTI­ CAS Y OBJETO DE LA PSICOLOGÍA SOCIAL .............

116

EPÍLOGO ..............................................................................................................................................

125

BIBLIOGRAFÍA ............................................ .....................................................................................

127

ÍNDICE DE NOMBRES.....................................................................................................................

145

Como un cruce de caminos entre los destinos indi­ vidual y colectivo de hombres y mujeres. Ambos tentativos, ambos inacabados, pero ambos narrables y mínimamente inteligibles si previamente se dice y se entiende que la verdad es la búsqueda de la verdad... Carlos Fuentes

AGRADECIMIENTOS

Este libro está escrito en diferentes momentos y lugares. Distintas son las personas que de una u otra forma han contribuido a su culmi­ nación. D urante mi estancia en la U niversidad de Cam bridge, la ayuda de Teresa Garlake y de Colin Fraser fue de un gran valor en la elaboración inicial de este libro. Otras personas han contribuido con sus críticas y sugerencias a la finalización del mismo: Joelle Bergere, Eduardo Crespo, N ydza C o­ rrea, Alicia Garrido, Tomás Ibáñez, Florencio Jiménez Burillo, Frederic Munné, Sagrario Ramírez, José Luis Sangrador, María Ros, José Ramón Torregrosa y Josefina Zaiter. A todos ellos mi agradeci­ miento por el tiempo que dedicaron a discutir conmigo diferentes as­ pectos de este libro. También a Javier Abásolo por su estímulo intelectual y confianza personal y a Felipe Contreras por su trabajo en las correcciones de pruebas, tan “invisible” como necesario.

PRÓLOGO

Este libro constituye un esfuerzo de síntesis de lo que es uno de los posibles caminos en el análisis de la psicología social. Se trata, ante todo, de un camino selectivo antes que de un análisis exhaustivo de todo lo que hoy en día es o constituye el ser histórico de la psicología social. Llevar a cabo esta última tarea correría el riesgo de convertirse en un catálogo de teorías, métodos y aplicaciones para el que dispo­ nemos de una ingente bibliografía cuyo ritmo de publicación excede al de la lectura reposada de cualquier persona. Las páginas que so­ meto a tu paciente criterio de lector todavía anónimo están divididas en ocho capítulos. En el primero, tras unas breves consideraciones sobre la natura­ leza histórica del conocimiento psicosocial, se describen de forma crítica las aportaciones de la psicología de los pueblos de Wundt y las aportaciones de la psicología de las masas. Ambas forman el entra­ mado de lo que autores como Blanco (1988) denominan tradición grupal en psicología social. Ambas tradiciones de pensamiento, im­ portantes a finales del siglo XIX, aunque analizadas en algunos textos o artículos a lo largo del presente siglo, han sido ignoradas sistemáti­ camente por una psicología social predominantemente individualista. En unos momentos como los actuales, de resurgimiento de los nacio­ nalismos y de reforzamiento de los movimientos sociales en todo el mundo, de un nuevo protagonismo social de las masas, la recupera­ ción de estos textos, desde una visión histórica y crítica, no resultaría una tarea baladí para la psicología social contemporánea si entende­ mos que ésta debe ser más social y menos individualista. En el segundo capítulo se analizan algunos estudios iniciales de lo que podríam os denom inar, siguiendo de nuevo a Blanco (1988), como tradición individualista. La contraposición entre los dos m a­ nuales de psicología social de McDougall y de Ross, aparecidos en el mismo año de 1908, resulta interesante para poder situar histórica­ mente la polémica entre dos concepciones divergentes de la psicolo­ gía social. Algo posteriores, los estudios de Floyd Allport vendrán a

XIV

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consolidar dos aspectos claves del paradigma dominante en la disci­ plina, como son su carácter individualista y su fe en la metodología experimental. Un tercer elemento, como es el contexto behaviorista en que se enmarcan sus estudios, tendrá, no obstante, una menor in­ cidencia. El seguimiento del primero de los aspectos anteriormente señalados se realiza en los capítulos dedicados al análisis de algunas teorías contemporáneas en psicología social. Entre la publicación de la psicología social de Floyd Allport en 1924 y la psicología social de posguerra ocurren hechos significativos en el decurso de la disciplina que han sido cubiertos señalando algu­ nos de los desarrollos tanto teóricos como empíricos más importan­ tes que tienen lugar en este periodo. La descripción de aspectos claves del modelo propuesto por Floyd Allport es, obviamente, una de las posibles guías con las que ir estudiando los cambios en la psicología social acaecidos en los últi­ mos años. Así, por ejemplo, al surgimiento de las teorías sobre el in­ tercambio o de la comunicación persuasiva de los años cincuenta, le seguirá una reacción de teorías cognitivas, como la de la disonancia, que serán predominantes en los años sesenta. Los diferentes modelos de la atribución recogerán el testigo de este predominio durante la década de los setenta para, a su vez, ceder terreno a la consolidación de diferentes propuestas y modelos que configuran el paradigma sociocognitivista en nuestros días. Todas estas teorías y modelos expli­ cativos pueden ser analizados desde dos de los ángulos desde los que interpretar críticamente los cambios en los paradigmas dominantes en psicología social, y que son la contraposición entre explicaciones sociales e individuales, por un lado, y entre modelos cognitivos y modelos conductistas, por otro. La inclusión del interaccionismo simbólico, así como de otras teorías que guardan una mayor similitud con los planteamientos de este marco teórico, también puede ser analizada desde esos mismos ángulos a los que me acabo de referir. No olvidemos que el interac­ cionismo se propone como una teoría conductista pero sin exclusión de los procesos mentales. Al mismo tiempo, la división entre teorías centradas en el medio y teorías centradas en el individuo nos será útil para situar las diferentes concepciones del interaccionismo, así como para analizar otras corrientes teóricas afines. 11 capítulo cuarto es una incursión en la denominada psicología social europea. No en balde, uno de los rasgos distintivos de algunos de los modelos teóricos que constituyen dicha psicología social es su

P ró lo go

XV

reivindicación de una dimensión más social para la misma. La psico­ logía de las minorías activas, la teoría de la identidad social y la teoría de las representaciones sociales forman los tres enfoques teóricos a los que está dedicado este capítulo. La finalidad de los capítulos ter­ cero y cuarto es la de ofrecer una visión crítica de algunos de los principales desarrollos teóricos que han tenido lugar en las últimas décadas. Los marcos teóricos que aquí se exponen forman el entra­ mado de la psicología social contemporánea y dan continuación a la constitución histórica de la psicología social tratada en los dos prime­ ros capítulos del libro. En el capítulo quinto, a propósito de las posturas expresadas por psicólogos sociales como Gergen o Bar-Tal y Bar-Tal, se lleva a cabo una crítica de lo que podríamos denominar como el nuevo enfoque individualista en la psicología social actual. En el capítulo sexto se definen las características de algunos mo­ delos no reduccionistas de explicación del comportamiento social, y que sirven para definir una concepción teórica de la disciplina. Finalmente, el capítulo séptimo está dedicado a los aspectos me­ todológicos de la psicología social, con una especial referencia al ex­ perimento de laboratorio. Las conclusiones finales, capítulo octavo, intentan ofrecer una síntesis de lo recogido en páginas anteriores y señalar algunas herra­ mientas teóricas y metodológicas desde las que construir una psicolo­ gía social más social y más abierta a diferentes metodologías.

INTRODUCCIÓN

Durante los últimos años asistimos a un debate en las ciencias socia­ les en general y, más concretamente, en nuestra disciplina sobre el tipo de explicación más adecuado al comportamiento humano. Este debate ha adoptado, y sigue adoptando, diferentes formas en las que diversos dualism os —su b jetiv id ad -o b jetiv id ad , individualism oholismo, naturaleza-cultura, idealism o-m aterialism o, acción-con­ ducta, explicación-comprensión, etc.— han constituido los ejes de una polémica central para la psicología social. Ciertamente, no se trata de una polémica nueva, sino que es con­ sustancial a la propia historia del conocimiento social. Tiene antece­ dentes tan lejanos como los que caracterizan a posiciones filosóficas contrapuestas, como las que representan Platón y Aristóteles. M ien­ tras que en Platón el individuo, para convertirse en un ser social, ne­ cesita de la asociación con sus semejantes, para Aristóteles el hombre es un ser social por naturaleza. Siguiendo a Graumann (1988), en la actualidad, ambas tradiciones filosóficas se corresponderían con dos líneas de pensamiento diferentes. La primera vendría caracterizada por enfatizar el carácter determinante de las instituciones sociales en el comportamiento individual, mientras que la segunda pretendería destacar el carácter autónomo de la conducta y la determinación de las estructuras sociales por procesos de carácter individual. Ambas corrientes de pensamiento pueden ser denominadas, si­ guiendo el modelo de Gergen (1982), como explicaciones centradas en el medio y explicaciones centradas en el individuo, y han consti­ tuido y constituyen, en la actualidad, dos psicologías sociales diferen­ ciadas: una psicología social psicológica y una psicología social socio­ lógica. Si bien hay un cierto reduccionismo en esta división entre ambos tipos de psicología social, lo cierto es que los paradigmas do­ minantes en psicología, y en psicología social, responden a lo que Buss (1978, p. 59) denomina cambios entre dos supuestos diferentes como son: la persona construye la realidad, por un lado, y la realidad construye a la persona, por otro. Ciertamente, los principales para-

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digmas teóricos en psicología, como son el conductismo, el enfoque cognitivo, el psicoanálisis y la psicología humanista, suponen cam­ bios de uno a otro de los supuestos mencionados. No es mi preten­ sión, en este libro, realizar un repaso de los antecedentes filosóficos de las diferentes formas de entender la psicología social, sino tan sólo identificar algunos de los dualismos que han nutrido las polémicas habidas entre los que se dedican a su estudio para, finalmente, descri­ bir mi visión de la psicología social. Se trata de la resolución de una paradoja, para mí sólo aparente contradicción entre lo individual y lo social, en cuya base se encuentra la raison d'étre de la psicología so­ cial. Lejos de mis objetivos, por tanto, el realizar un análisis exhaus­ tivo de las diferentes teorías y modelos que constituyen el entra­ mado, cada vez más confuso y extenso, de lo que conocemos como psicología social, tanto en su vertiente psicológica como sociológica (véase Jiménez Burillo y otros, 1992; Collier y otros, 1991; Stephan y Stcphan, 1991). Esa labor ya ha sido realizada, de forma excelente, por otros autores tanto españoles como extranjeros, que nos han de­ jado constancia de ello en los ya numerosos manuales de psicología social existentes. La elección de los temas aquí desarrollados es, como ya quedó dicho, selectiva antes que exhaustiva, y tiene como hilo conductor el análisis de aspectos que considero que son claves para ejemplificar mi concepción sobre la psicología social.

1.

I.

COMIENZOS DE LA PSICOLOGÍA SOCIAL

HISTORIA, ACUMULATIVIDAD DEL CONOCIMIENTO Y PSICOLOGÍA SOCIAL. BREVES APUNTES INTRODUCTORIOS

Asistimos en los últimos años a un renovado interés por la historia de la psicología social, por desvelar los determinantes sociohistóricos de la producción del conocimiento psicosociológico. Diferentes autores nos alertan acerca de la necesidad de una reconstrucción histórica de la disciplina (Blanco, 1993; C ollier y otros, 1991; Graumann, 1987; Ibáñez, 1990; Lück, 1987; M orawski, 1979). Algunos de estos psicó­ logos sociales nos recuerdan que situar los comienzos de la psicología social en uno u otro estudio, en uno u otro autor, en uno u otro para­ digma teórico o metodológico no es algo intrascendente para la psi­ cología social. Situar un origen supone dar una historia al quehacer de una forma de conocimiento, al tiempo que justifica y legitima la ortodoxia del quehacer presente de ese mismo saber. Asimismo, la propia historia de una forma particular de conocimiento social va dando a quienes la practican la idea de una acumulatividad del saber dentro del paradigma teórico-metodológico al que se está adscrito. Esta noción de la acumulatividad del saber no es ajena ni a la psicolo­ gía social en su conjunto ni a la psicología social española. Reciente­ mente Pettigrew (1991) destacaba como una de las causas de la debili­ dad de la teoría generada en la psicología social contemporánea el hecho de centrarse en efectos aislados y no acumulativos. También, entre nosotros, psicólogos sociales como Meliá (1987), afirman que una de las características que definen a la psicología social es la de te­ ner un carácter acumulativo. Idea ya expresada con anterioridad por numerosos psicólogos sociales, como por ejem plo Zajonk (1980, p. 185), quien afirmaba que «la disciplina ha alcanzado tal grado de desarrollo y sofisticación que permite que muchas de sus conjeturas pronto se conviertan en teoremas comprobados». El establecimiento de principios o leyes universales según las cua­ les se regularía el comportamiento humano, supuesto donde asentar

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la acumulatividad del conocimiento social, no es, sin embargo, apro­ piado para las explicaciones en psicología social. El problema básico reside en reconocer que las ciencias sociales tratan del com porta­ miento humano y que éste no está sujeto a las regularidades del mundo físico, sino que se encuentra inmerso en el devenir histórico y cultural de toda sociedad. Esto no quiere decir que no sea posible ningún tipo de acumulatividad en el conocimiento de la realidad so­ cial. El establecimiento de leyes probabilísticas garantiza dicha acu­ mulatividad, pero la hace contingente del contexto histórico y social. Frente a una idea mecanicista del progreso científico, el análisis histórico nos muestra ejemplos de acomodación ideológica del cono­ cimiento generado en las ciencias sociales (véase Bergere, 1988). Asi­ mismo nos alerta de cómo cualquier pugna de intereses —y la ciencia no es ajena a intereses económicos, políticos y sociales... de poder, en última instancia— entre grupos enfrentados lleva a cada uno de ellos a realizar una particular reconstrucción histórica del conocimiento que legitime sus ideas. No debe extrañarnos, por tanto, que en un manual de la disci­ plina se incluya una teoría excluida en otro. Tampoco que un autor considerado como fundamental en un caso ni tan siquiera sea men­ cionado en otro texto de psicología social (véase Collier, Minton y Reynolds, 1991). Las páginas siguientes de este libro también pueden ser objeto de esta última crítica, pues como en todo texto los presu­ puestos teóricos y metodológicos del autor guían la selección de los autores y teorías que sirven para ilustrar sus ideas. Así, por ejemplo, nos encontramos con interpretaciones históricas de la psicología so­ cial como la de G. W. A llport, publicada en 1954 y reeditada en 1968 y 1-985, en donde se erige como uno de los pilares de la disci­ plina el método experimental utilizado en las investigaciones de Triplett. Partiendo de esta concepción, una parte importante de psicólo­ gos sociales considerarían que todo aquello que no esté sustentado por la lógica expcrimentalista no debería formar parte de la historia de la psicología social. Esta idea puede ejemplificarse en un intere­ sante libro de un psicólogo social como Fernández Dols (1990), quien afirma que: [...] hablar de una psicología “desenmascaradora” desde presupuestos socio­ lógicos y/o históricos (por ej., marxistas) carece de sentido desde el interior de la propia psicología, ya que ésta construye su objeto desde una tradición de pensamiento distinta [...]. Desde mi punto de vista, dicho trabajo puede

C o m ien z o s d e la p sico lo g ía so cia l

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desarrollarse perfectamente con el esquema de la actual psicología social: basta con que el conjunto de signos que ésta genera se articulen en torno a un proyecto de crítica utópica [...]. Nos encontraríamos entonces con una prác­ tica experimental semejante a la actual pero orientada por un programa utó­ pico [Fernández Dols, 1990, pp. 145-146].

Sin negar la importancia que para el desarrollo de la psicología social ha tenido la práctica experimental, en este libro pretendo de­ fender la necesidad de un pluralism o teórico (véase Munné, 1991, 1993) y metodológico; la idea de que son posibles otras formas de in­ terpretación histórica de la disciplina, en donde no queden excluidas perspectivas diferentes para su comprensión. En el análisis del pensa­ miento psicosocial tienen cabida presupuestos sociológicos e históri­ cos; y éstos forman, en definitiva, parte de su historia. Una historia que está sujeta tanto a omisiones como a múltiples reconstrucciones. El caso de Wundt, del que trataré a continuación, es un claro ejemplo de lo que acabo de señalar. En último término, no es sólo en un pasado escrito sino también en un conocimiento atento a los cambios sociales e influido por di­ chos cambios en donde debe radicar el rumbo de la psicología social. Y esto no es válido sólo para sus objetivos sino también para sus pre­ supuestos teóricos y sus prácticas metodológicas.

II.

LA PSICOLOGÍA COLECTIVA

Si atendemos a lo que se ha venido en considerar como los comien­ zos de la psicología social, parece que no tendríamos otro remedio que mencionar a Triplett (1898) y sus estudios experimentales o ha­ cer referencia a la fecha de 1908, momento en el que se publican los manuales en psicología social de Ross, Social Psycbology, y de McDougall, Introduction to Social Psycbology. No obstante, antes de que Triplett publicase los resultados de sus experimentos —Haines y Vaughan (1979) nos muestran cómo la fecha en que Triplett publica sus estudios no puede darse como un acontecimiento histórico en la psicología social por la sencilla razón de que Triplett no fue el primer psicólogo social experimentalista— y de que Ross y McDougall vie­ ran impresos sus manuales, ya existían dos tradiciones que pueden ser consideradas como precursoras y constituyentes de la psicología

4

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social moderna: la psicología de los pueblos y la psicología de las masas. Analizaré, brevemente, las aportaciones de ambas psicologías, in­ tentando enlazar ese análisis o reconstrucción histórica con lo que constituye una visión de lo que, a mi juicio, debería ser el objeto y marco de la psicología social. Casi cincuenta años antes de que Wundt publicase sus primeros escritos sobre la Vólkerpsychologie aparecen en Rusia los primeros en­ sayos sobre una psicología de carácter etnográfico que, de acuerdo con Budilova (1984), constituyen los comienzos de la psicología social en Rusia.VEl estudio de los procesos mentales como un producto cul­ tural e histórico y la importancia atribuida al lenguaje en la construc­ ción de un pensamiento compartido sobre el que se asienta la idea de nación, son los rasgos principales de esta “psicología social” rusa^ La falta de un desarrollo teórico y metodológico será la causa de que esta psicología etnográfica quede sin desarrollar, salvo en lo que se refiere a los estudios sobre lenguaje y pensamiento. Diferente será el caso de Wundt y su Vólkerpsychologie, donde se nos ofrece un desarrollo conceptual y teórico de la psicología social —ciertamente Wundt no utiliza el término psicología social más que en una ocasión (Lück, 1987)— con influencia en el desarrollo de las ciencias sociales contemporáneas así como en la propia psicología so­ cial actual (véase Farr, 1983).

III.

VÓLKERPSYCHOLOGIE: ANÁLISIS HISTÓRICO Y CONSECUENCIAS PARA LA PSICOLOGÍA SO CIAL CONTEMPORÁNEA

La división político-administrativa y el desarrollo de una conciencia nacional son dos de las características de la Alemania del siglo XVIII, esenciales para entender los antecedentes históricos de la Vólkerpsy­ chologie. Como tal, es esencialmente un producto del pensamiento social alemán y de los esfuerzos de creación del Estado-nación ale­ mán, sentimiento que va a cobrar una fuerza especial con el surgi­ miento del nacionalismo (véase Dazinger, 1983). Serán un lilósofo, M. Lazarus (1824-1903), y un filólogo, H. Steinthal (1823 1899), los encargados de dar a conocer en el ámbito científico, a través de los veinte volúmenes de la revista Zeitschrift fu r Vólkerpsychologie und Sprachwissenschaft (1860), las ideas derivadas de esta nueva ciencia

C om ien z os d e la p s ico lo g ía so cia l

5

del espíritu que es la Vólkerpsychologie. Para estos autores es esencial que junto a una psicología individual exista una psicología de los pueblos constituida por el estudio de sus productos culturales, como son el lenguaje, las costumbres y los mitos. Esta nueva disciplina en­ cuentra en la comunidad cultural — Volk— el punto de referencia esencial para explicar esas formas de comportamiento colectivo que trascienden a los individuos y que no pueden ser entendidas más que por la asociación de éstos en una comunidad cultural y por referencia a un espíritu o mente común — Volksgeist— a todos ellos. La descripción que Blanco (1988, p. 37) da de la Vólkerpsycholo­ gie , en relación a Lazarus y Steinthal, es la siguiente: La psicología de los pueblos es una especie de historia psicológica de la hu­ manidad cuyo objetivo se centra en describir cómo son los espíritus, las men­ tes, las almas de los diferentes pueblos, razas y comunidades y encontrar las leyes que están regulando las m anifestaciones concretas de los diversos Volksgeist, es decir, de aquello que convierte la diversidad en comunidad, de aquello que hace de varios individuos un solo pueblo, aquello que configura un modo armónico de hacer, de pensar e instalarse frente al mundo.

No es, sin embargo, hasta W ilhelm Wundt (1832-1920) cuando la Vólkerpsychologie cobra su formulación más detallada en una ex­ tensa obra de diez volúmenes: Vólkerpsychologie: Eine Untersuchung der Entwicklungsgesetze von Sprache, Mythus und Sitte (W undt, 1900-1920). De acuerdo con Farr (1983), podemos distinguir tres planos dife­ rentes en la trayectoria e interés intelectual de Wundt: creación de una psicología experimental, de una metafísica científica y de una psi­ cología social. La postura de Wundt, conocedor de las ideas de Lazarus y Steinthal, es diferente a la que ambos mantienen por su rechazo del isomorfismo entre procesos individuales y procesos interindivi­ duales y su preocupación por el estudio de la evolución humana a través de sus creaciones mentales, más que por una psicología dife­ rencial de las características de comunidades culturales diferentes. Para W undt (1916), la Vólkerpsychologie debe ser entendida como complementaria de una psicología de la conciencia individual. El desarrollo mental de cualquier comunidad no puede ser entendido como el desarrollo de la conciencia individual, de ahí que la investi­ gación de las funciones y productos del pensamiento a través del mé­ todo introspectivo sea en este caso inadecuada. La psicología experi­

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mental de Wundt, para la que propone el método introspectivo como método de análisis de los procesos mentales individuales, se ve com­ plementada por el estudio de los procesos mentales como creaciones colectivas (el lenguaje, los mitos, la religión, etc.), como productos de una experiencia colectiva a la que el individuo aislado no puede tener acceso. Para Wundt, el lenguaje, la religión, el arte, etc., no pueden ser entendidos más que como productos del pensamiento colectivo, mantenidos por la asociación de los miembros de una comunidad: La V ólkerpsychologie puede ser considerada como una rama de la psicología [...]. Su objetivo es el estudio de los productos mentales que son creados por una co­ munidad humana y que son, por lo tanto, inexplicables en términos de una con­ ciencia individual, al presuponer la acción recíproca de muchos. Éste será para nosotros el criterio que defina el objeto de la V olkerpsychogie [...] en el análisis de los procesos mentales superiores, la V ólkerpsychologie es un elemento indis­ pensable de la psicología de la conciencia individual. Si bien esta última descansa en los principios de la V ólkerpsychologie, no debe olvidarse que no puede haber V ólkerpsychologie fuera de los individuos que entran a formar parte de relacio­ nes recíprocas, de forma tal que también la V ólkerpsychologie presupone una psicología individual o, como generalmente se la denomina, una psicología ge­ neral. La primera, sin embargo, es un suplemento importante de esta última, al proveer de los principios necesarios para una interpretación de los complejos procesos de la conciencia individual [Wundt, 1916, p. 3].

Si bien la figura y los temas planteados por Wundt en su Vól­ kerpsychologie aparecen escasamente reflejados en los manuales de psicología social, diversas cuestiones planteadas por este psicólogo alemán son esenciales para entender algunos aspectos de la psicología social actual. En primer lugar, la Vólkerpsychologie de Wundt es un intento de estudio de la génesis de la mente humana como producto social e his­ tórico. No nos ha de extrañar que la traducción al inglés de los tres primeros volúmenes de su Psicología de los pueblos lleve el subtítulo de Apuntes para una psicología histórica del desarrollo de la humani­ dad (1916). Es en este texto donde Wundt explica las razones que le llevan a adoptar el nombre de Vólkerpsychologie y que, si atendemos a su contenido, vemos que se trata de una psicología social histórica, ya desarrollada de forma pormenorizada en los diez volúmenes que constituyen su Vólkerpsychologie. La idea de que la cultura es un proceso colectivo sujeto al devenir histórico es central en el pensa­ miento de W undt. U na postura m uy sim ilar a la defendida por

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W undt en su Vólkerpsychologie podemos encontrarla en Vigotski (1896-1934) y Luria (1901-1978), para quienes los procesos cognitivos superiores no son fenómenos naturales sino que tienen una géne­ sis sociohistórica. Asimismo, la incidencia de Wundt sobre Mead es notoria. Ciertamente hay diferencias entre ambos, como es la dificul­ tad de Wundt para relacionar el proceso de comunicación con el sur­ gimiento de los procesos mentales; pero es gracias a su influencia, a través de sus estudios sobre el lenguaje de gestos, como el análisis conductista de Mead será capaz de ilustrar el proceso de ontogénesis de la mente a través de la comunicación de gestos significantes, en el contexto de la experiencia social: La existencia de la mente o de la inteligencia sólo es posible en términos de gestos como símbolos significantes; porque sólo en términos de gestos que son símbolos significantes puede existir el pensamiento [Mead, 1934/72, p. 90].

La relación entre los procesos mentales y el lenguaje la encontra­ mos de nuevo en Vigotski y en Luria, sólo que en este caso se trata de contextualizar dicha relación, de darle unas coordenadas sociohistóricas y no meramente ontogenéticas. En definitiva, la división entre psicología experimental y Vólkerpsychologie no sólo refleja, sino que da respuesta a una interesante polémica en psicología social: de un lado, la interpretación de los procesos cognitivos superiores como procesos individuales y, de otro, su estudio como productos sociales, originados en el transcurso de la historia. La influencia de la Vólkerpsychologie de Wundt en Durkheim, a quien este último visita en Leipizg (1885-1886), es también im por­ tante para comprender la concepción sociológica de este último. Si bien se ha entendido que la influencia de W undt en Durkheim se debe más a su enfoque positivista que a su Vólkerpsychologie, lo cierto es que el rechazo mostrado por Wundt a una explicación psi­ cológica de los procesos mentales colectivos, aunque diferenciada de la del sociólogo francés —ya quedó señalada la proximidad entre la definición que Wundt da de Vólkerpsychologie y una concepción no reduccionista de la psicología social— presenta analogías con la no­ ción que Durkheim tiene sobre el hecho social como algo externo al individuo e irreductible a una explicación psicológica: Nos parece totalmente evidente que la materia de la vida social no puede ex­ plicarse por factores puramente psicológicos, es decir por estados de la con­ ciencia individual [Durkheim, 1895/1976, p. 15].

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La influencia de Wundt en Durkheim (1898) es también percepti­ ble en su separación entre representación individual y representación colectiva (Dazinger, 1983; Farr, 1983, 1986a\ Graumann, 1988). La primera sería objeto de la psicología, la última se correspondería con el campo de estudio de la sociología. Conciencia/representación individual-conciencia/representación colectiva son los dos extremos de una contradicción en la que se va a encontrar la psicología social desde sus orígenes y de la que trataremos posteriormente, al describir la teoría de las representaciones sociales como un intento de superación de ambos polos en dicha polémica. Lo que aquí interesa destacar es no sólo la in­ fluencia que los estudios de Wundt ejercieron en el pensamiento de fi­ guras tan destacadas para la psicología social como George Herbert Mead, o para la sociología, como es el caso de Emile Durkheim, sino, lo que es aún más importante, señalar lo que su Vólkerpsychologie puede aportar para la psicología social contemporánea. Diversos acontecimientos, entre los qué cabe destacar el predo­ minio conductista en psicología, la influencia del paradigma positivista (Farr, 1983, 1990; Dazinger, 1983), el individualismo metodológico, característico de una gran parte de la psicología, y acontecimientos posteriores a la muerte de Wundt en 1921, en los que se asociaba su psicología cultural con el surgimiento del nacional-socialismo, han llevado, sin embargo, bien a ignorar su Vólkerpsychologie, que no será traducida al inglés más que muy parcialmente, bien a una repre­ sentación distorsionada de su pensamiento, que resalta su carácter precursor en los orígenes de la psicología como ciencia experimental y olvida su Vólkerpsychologie: claro ejemplo por otra parte de una psicología social de carácter sociológico, constituida por el estudio de las propiedades de la conciencia individual, como productos de la asociación de las personas, y de la cultura, como producto de dicha interacción. Los orígenes de la psicología social se encuentran asociados a esta segunda perspectiva de carácter sociológico, en la que el objetivo es el estudio de la vida mental colectiva, resultado de la interacción entre individuos (véase Graumann, 1988). La importancia de la Vólkerpsy­ chologie de W undt para la psicología social actual es clara y así ha sido destacada por autores como Dazinger (1983, p. 311), quien des­ cribe excelentemente este hecho de la siguiente forma: Los psicólogos y los psicólogos sociales a menudo encuentran dificultades en considerar los procesos sociales en términos diferentes a los que provee el

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modelo de sujetos independientes que persiguen fines individuales. Es cierta­ mente arriesgado asumir la validez universal de este modelo, a través de cul­ turas, subculturas y en un tiempo histórico. Lo que la Vólkerpsychologie ofrece es un modelo alternativo donde los procesos psicosociológicos son tratados como atributos de un sujeto colectivo constituido por la interacción de las personas y su acción común no intencionada.

Opiniones similares a la expresada por Dazinger las encontramos en otros psicólogos sociales como Jaspars (1986), quien propone una psicología social de orientación sociológica como la que encontramos en los inicios de la Vólkerpsychologie, o Farr (1990), para quien la recu­ peración de los postulados teóricos y metodológicos de la Vólkerpsy­ chologie es necesaria para el renacimiento de una psicología societal. Recuperar los postulados de Wundt para la psicología social con­ temporánea no sólo constituye un ejercicio de memoria histórica sino que es, como acaba de quedar descrito, importante para una psicolo­ gía social contemporánea que, tal y como indica Graumann (1988), tan sólo m uy recientemente ha empezado a tener en consideración los temas centrales de la Vólkerpsychologie. Ciertamente, la psicología social de Wundt adolece de una mayor síntesis entre su psicología individual y su psicología colectiva, entre lo individual y lo social, así como de no haber considerado la posibili­ dad de estudiar la interacción social como objeto de su psicología so­ cial, síntesis que encontraremos formulada en Mead con su concepto del self y su estudio de la interacción social (Dazinger, 1983; Farr, 1986¿i). Sin embargo, el estudio de los procesos mentales como produc­ tos históricos y sociales, y por tanto no reductibles a una psicología individual, la importancia atribuida al lenguaje, tanto en la formación de toda organización social como en la explicación de todo estado psi­ cológico individual, y su apertura hacia métodos no experimentales en el estudio de los productos de la mente colectiva como el lenguaje, la religión, las costumbres o los mitos, son aspectos a tener en cuenta en una concepción no reduccionista de la psicología social.

IV.

LA PSICOLOGÍA DE MASAS

La psicología de masas, junto con la Vólkerpsychologie, constituyen los enfoques principales en la formación moderna de la psicología so­

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cial. El estudio de las masas constituirá una preocupación desde la que se irá construyendo la psicología social europea. No sólo en Ita­ lia y Francia (véase Blanco, 1988), sino también en Rusia (véase Budilova, 1984), los orígenes de la psicología social se encuentran aso­ ciados a los estudios sobre la psicología de las masas. Tampoco Alemania, aunque de forma más tardía, será ajena a esta tradición, como lo demuestra la publicación por Park (1904/72) de su diserta­ ción doctoral, influida por los estudios de Le Bon y Tarde, y donde la diferencia entre masas y público constituye uno de sus ejes centra­ les. Las ideas de Le Bon tam bién tendrán in flu en cia en Freud * (1921/69). Asimismo en España, Ortega y Gasset (1930/83), se preo­ cupará por el tema publicando su libro La rebelión de las masas. En las páginas siguientes no ha sido mi pretensión hacer un exa­ men pormenorizado de los estudios de psicología de masas realizados en los inicios de nuestra disciplina, sino más bien, al hilo de alguno de sus autores más representativos, dar una idea del carácter no indivi­ dualista, al menos en sus objetivos, de la psicología social en sus orícgenes. Una psicología social que con el devenir del tiempo «ha redu­ cido su objeto de interés, pasando de las masas al grupo, del grupo a la diada, y de la diada a los procesos cogmtivos que transcurren en la cabeza del individuo» (Ibáñez, 1990, p. 57). La comparación entre esta tradición psicosociológica y lo que Blanco (1988) llama la tradición individualista, y que no es otra cosa que una psicología social psicológica, nos permitirá analizar uno de los debates que mayor tensión ha generado entre los defensores de ambas tradiciones.

V.

LA PSICOLOGÍA DE MASAS: APUNTES PARA UNA PSICOLOGÍA SOCIAL DE LAS MULTITUDES

Como toda forma de conocimiento social, la psicología de masas tiene unas coordenadas sociohistóricas. El siglo XIX se caracteriza, principalmente, por ser un siglo de cambios acelerados e inestabilidad social: los procesos revolucionarios en diferentes lugares de Europa, la creciente industrialización y consiguiente urbanización y creci­ miento de las grandes ciudades, los desplazamientos migratorios, el surgimiento de los diversos movimientos nacionalistas y la cada vez mayor influencia de los sindicatos, forman un conjunto de factores

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que determinan todo un periodo de convulsiones y agitación política en la mayor parte de los países europeos. En definitiva, el temor al poder de las masas, poder expresado a través del sufragio universal o de un proceso revolucionario, y el miedo a su irrupción en el devenir de la historia son los factores que provocarán la reacción de las clases dominantes y por ende de los científicos sociales «alineados» con la ideología de las mismas. Un recorrido por algunos de los autores más representativos en el estudio de la psicología colectiva nos servirá como pretexto no sólo para indicar los orígenes de la psicología so­ cial europea sino también para hacer una reflexión sobre la importan­ cia de la incorporación de los estudios de psicología colectiva en el quehacer de la psicología social actual. Es en la Psicología de las masas de Le Bon (1895/1983) donde en­ contramos un claro reflejo de los factores anteriormente señalados. En palabras de este autor, el ascenso de las masas es sinónimo del de­ clinar de la raza y de la civilización. Si bien el libro de Le Bon conoció una rápida difusión, sus ideas no son novedosas y se encuentran en escritos anteriores, como los de Gabriel Tarde o de Scipio Sighele (1891), autor de Les foules criminelles, quien acusa a Le Bon de haber plagiado sus ideas. Le Bon comparte con otros autores contemporáneos, si exceptua­ mos la tradición psicosocial rusa, una concepción negativa del com­ portamiento de la masa. En opinión de este autor, al formar parte de la masa organizada, todas las características positivas que definían el comportamiento individual se difuminan, pierden su fuerza, y el in­ dividuo deja de comportarse racionalmente para dejarse llevar por el espíritu irracional de aquélla. El hecho más llamativo que presenta una masa psicológica es el siguiente: Sean cuales fuesen los individuos que la componen, por similares o distintos que puedan ser sus géneros de vida, ocupaciones, carácter o inteligencia, el simple hecho de que se hayan transformado en masa les dota de una especie de alma colectiva. Este alma les hace sentir, pensar y actuar de un modo com­ pletamente distinto a como lo haría cada uno de ellos por separado [Le Bon,

1895/1983, p. 29], Los mecanismos a través de los cuales se puede explicar el proce­ der inconsciente e irracional de las masas son la sugestión y el con­ tagio:

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La desaparición de la personalidad consciente, el predominio de la personali­ dad inconsciente, la orientación de los sentimientos y las ideas en un mismo sentido, a través de la sugestión y el contagio, la tendencia a transformar in­ mediatamente en actos las ideas sugeridas, son las principales características de la masa. Ya no es él mismo sino un autómata cuya voluntad no puede ejercer dominio sobre nada [Le Bon, 1895/1983, p. 32],

Graumann (1988) resume el origen de la psicología de las masas basándose en dos modelos diferentes. El primero deriva de la suges­ tión hipnótica, que de práctica terapéutica es adaptada como modelo de influencia social por los psicólogos de las masas. El segundo se de­ riva de los descubrimientos epidemiológicos sobre el contagio bacte­ riológico de Louis Pasteur (1822-95) y de Robert Koch (1843-1912), y que aplicados a la explicación del comportamiento colectivo devie­ nen en contagio mental. Ambos modelos dan pie a Le Bon para lo que el mismo denomina como ley psicológica de la «unidad mental de las masas», una concepción de la masa organizada como una enti­ dad psicológica diferente e independiente de la de sus miembros. La idea que Gabriel Tarde (1843-1904) tiene sobre la conducta colectiva, aunque diferenciada de la de Le Bon, comparte con este autor ciertos supuestos comunes, como la aplicación de las nociones de sugestión e hipnosis a la explicación de la conducta colectiva. La propia idea que Tarde tiene de la imitación es similar a la de un es­ tado hipnótico. Sus diferencias con respecto a Le Bon y Durkheim provienen de su concepción más psicosocial de la conducta. En su polémica con Durkheim, Tarde mantendrá que la conciencia colec­ tiva no tiene una existencia independiente de los individuos, «un es­ píritu colectivo, una conciencia social, un nosotros, que exista fuera y por encima de las conciencias individuales» (Tarde, 1901/86, p. 41). En consecuencia, dado que los procesos sociales se explican por la combinación de la interacción mental —de la influencia de unas men­ tes sobre otras a través de la imitación y el contagio— y de la innova­ ción de ideas, la explicación del comportamiento colectivo se deriva de unos prin cip io s idénticos (véase M o sco v ici, 1981/85¿*). De acuerdo con esta concepción, los efectos de las masas sobre el com­ portamiento individual ya no son vistos de forma unidireccional, como vemos en Le Bon y otros autores de la época, sino como el producto de «las relaciones recíprocas entre las conciencias» (Tarde, 1904/86, p. 42). El pensam iento de Tarde no está, sin em bargo, exento de contradicciones, al no poder sustraerse a un cierto determi-

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nismo social, que no lo sitúa tan lejano de la doctrina supraindividual de Durkheim, de la ley de la unidad mental de las masas de Le Bon, o del espíritu grupal de McDougall: l.a gran excusa de las multitudes, en sus abominables excesos, es su prodi­ giosa credulidad que recuerda al comportamiento de un hipnotizado [...]. Una multitud de hombres reunidos es mucho mas crédula que cada uno de ellos por separado; porque el hecho solo de tener su atención concentrada sobre un único objeto es una especie de monoideísmo colectivo, los acerca al estado de sueño o de hipnosis, donde el campo de la conciencia, singular­ mente reducido, es invadido por entero por la primera idea que se le ofrezca |Tarde, 1901/86, p. 73].

De nuevo la sugestión, el estado hipnótico, la irracionalidad, la credulidad como características del comportamiento colectivo. La importancia de Tarde reside también en el hecho de que, a di­ ferencia de los estudios dominantes dentro de la psicología colectiva, indica que ésta no debe preocuparse tanto de las multitudes como del público. Un hecho nuevo, como es la irrupción de la prensa escrita y su amplia difusión en las ciudades, con la consiguiente creación de corrientes de opinión que agrupan a personas distintas y alejadas en­ tre sí, es la característica principal de una nueva y diferente multitud, el público, y de un nuevo líder de masas, la prensa escrita: Se ha hecho una psicología de las multitudes, pero queda por hacer una psi­ cología del público, entendido en este otro sentido, es decir, como una coleclividad puramente espiritual, como una dispersión de individuos, físicamente separados y entre los cuales sólo existe una cohesión mental [Tarde, 1901/86, p. 43],

Acabamos de señalar el predominio en Tarde de una visión pesi­ mista de las multitudes, a las que caracteriza de intolerantes, orgullosas e irresponsables. Con respecto al público señala que, si bien en éste predomina en mayor medida lo racional frente a lo irracional, las ideas frente a la pasión, es, al contrario que las multitudes, más ho­ mogéneo en sus opiniones y menos variable, y a través de la opinión modifica el devenir social y político. La psicología de masas no sólo queda restringida al ámbito ita­ liano y francés, sino que encuentra en el segundo volumen de la psi­ cología social de McDougall, The Group Mind (1920), una continua­ ción en el área de in flu e n c ia an g lo sa jo n a . El p u n to de v ista

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expresado por M cDougall en esta obra contrasta fuertemente con el de su Introduction to Social Psycbology (1908). A pesar de que el propio autor indica que su obra posterior no es más que una conti­ nuación de las concepciones expresadas en su primer trabajo, los contrastes son evidentes. M ientras que en su primera obra predo­ mina una concepción instintivista como motor y explicación de la actividad humana, su posterior incursión en la psicología colectiva le lleva a abandonar su anterior enfoque individualista. La introduc­ ción de un punto de vista genético y de una visión globalista en el estudio de la mente humana son los nuevos pilares donde se asienta su psicología social: [...] Mientras que el desarrollo de la mente individual está moldeado por la sociedad en la que se desarrolla, esta última es a su vez el producto de la inte­ racción de las mentes que la componen; en consecuencia sólo podemos en­ tender la vida de esas sociedades si consideramos la interrelación entre ambos elementos [McDougall, 1920, p. 6],

Las acciones grupales o colectivas dejan de ser la suma o el reflejo de acciones individuales o expresión de tendencias particulares de sus miembros. Al formar parte de un grupo, el comportamiento de los individuos se ve modificado. Lo que diferencia a aquél de éste es la existencia de una conciencia colectiva, de un espíritu de grupo que se impone sobre las conciencias individuales, pero que no tiene existen­ cia más que en la estructura organizada de las mismas: La influencia que ejerce el medio en el individuo como miembro de un grupo organizado no es ni una suma de sus miembros individuales ni algo cuya existencia no sea mental. Es el grupo organizado como tal, cuya existencia está en las personas que lo componen, pero que no existe en la mente de nin­ guno de ellos, y que tan poderosamente influye en cada uno de ellos debido a que es algo más poderoso, más globalizador que la mera suma de esos indivi­ duos [McDougall, 1920, p .12].

En consonancia con esta concepción teórica del grupo desarro­ llada por McDougall, su opinión de la muchedumbre no se aleja de la que hemos visto con anterioridad en otros autores: En prim er lugar, el individuo, cuando form a parte de la m uchedum bre, pierde, en cierta medida, su autoconciencia, no se da cuenta de que es una personalidad distinta [...], hasta cierto punto se despersonaliza. En segundo

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lugar, se da una disminución del sentido de la responsabilidad personal [...]. Una segunda condición que coopera con la anterior en mantener los proce­ sos intelectuales de las muchedumbres en un nivel bajo es que sus miembros son altamente sugestionables [McDougall, 1920, pp. 40-41],

¿

La necesaria conexión entre los procesos individuales y colectivos se halla de nuevo en una encrucijada paradójica para McDougall. Su defensa de una psicología instintivista y de una «teoría sociológica» del comportamiento colectivo nos recuerda en gran medida la separa­ ción de W undt entre psicología experim ental y psicología social. I anto W undt como M cDougall y Tarde, representan un esfuerzo por dar cuenta de ambas dimensiones del comportamiento humano. Sin embargo, habrá que esperar todavía para que la psicología social logre integrar el estudio de lo individual y de lo social, algo que sí lo­ grará Mead con la introducción del concepto del self y Kurt Lewin con su noción del «espacio vital». No quisiera acabar estas líneas sin mencionar el estudio de O r­ tega y Gasset (1930/83) sobre el comportamiento de las masas, o más correctamente del hombre masa. M ucho antes de que M oscovici (1985¿) «descubriera» la era de las masas, Ortega ya hablaba de la re­ belión de las masas como el fenómeno característico del siglo XX. El lector interesado por las posibles aportaciones de la filosofía orteguiana a la psicología social puede leer los artículos de O vejero (1992) y Torregrosa (1986). No obstante, sirva como botón de mues­ tra su idea acerca de lo social: [.os problemas humanos no son, como los astronómicos o químicos, abstrac­ tos. Son problemas de máxima concreción, porque son históricos. Y el único método de pensamiento que proporciona alguna probabilidad de acierto en su manipulación es la «razón histórica» [Ortega y Gasset, 1930/83, p. 134].

No está de más recordar que esto fue dicho más de cuarenta años antes de que Gergen (1973) publicase su polémico artículo acerca de la psicología social como historia. Por lo que respecta al análisis que hace Ortega del com porta­ miento colectivo, observamos una concepción de la estructura psico­ lógica del hombre masa claramente psicosocial, alejada del determinismo social (Le Bon, 1983; M cDougall, 1920, etc.) o psicológico (véase Allport, 1924) con los que se ha estudiado el comportamiento colectivo. Pero dejemos hablar a Ortega:

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La vida no elige su mundo, sino que vivir es encontrarse, desde luego, en un mundo determinado e incanjeablc: en este de ahora. Nuestro mundo es la di­ mensión de fatalidad que integra nuestra vida. Pero esta fatalidad vital no se parece a la mecánica. No somos disparados sobre la existencia como la bala de un fusil, cuya trayectoria está absolutamente determinada [...]. Todo esto vale también para la vida colectiva [Ortega y Gasset, 1930/83, pp. 170-171J.

Ortega no ve en el comportamiento colectivo ningún mecanismo por el cual la masa necesariamente se imponga sobre el individuo, ningún principio inexorable que imponga su ley determinando final­ mente su comportamiento. Persiste en Ortega, no obstante, una idea negativa de las masas, contrapuesta a la de elite o m inoría selecta. Sin embargo, el pesi­ mismo que Ortega mantiene con respecto a la masa no deriva de nin­ gún carácter patológico de ésta, no se trata de un pesimismo ahistórico abstraído del contexto cultural, como ocurre, en cierta medida, en los estudios ya citados. Prueba de ello es que, para Ortega, lo que define a la masa no es su número sino su cualidad, su forma de insta­ larse en el mundo. Así, si socialmente lo que caracteriza a la masa es su incapacidad para dirigir su destino, psicológicamente el hombre masa se identifica con el hombre medio incapaz de actuar de acuerdo con ideas propias. No es de extrañar que Ortega encuentre en el es­ pecialista científico el ejemplo prototípico de hombre-masa: incapaz de tener una visión globalizadora debido a su conocimiento especiali­ zado y particularista. Lo dicho anteriormente no presupone que los análisis de O rtega sean ajenos al juicio ideológico-valorativo del autor. Es cierto que el pesimismo de Ortega surge del análisis de las masas en un contexto de auge de las ideologías autoritarias y de deca­ dencia europea, pero, al no alejarse de ese contexto histórico, Ortega critica al hombre-masa de ese tiempo, y no al comportamiento colec­ tivo, como intrínsecamente perverso. Es así como el pensamiento de Ortega, anclado en el devenir his­ tórico de su tiempo y circunstancia, abre una puerta al estudio de la masa desde una perspectiva no reduccionista. Ciertam ente incom­ pleta pero merecedora de ser tenida en cuenta. Si bien psicólogos sociales como Graumann ( 1 9 8 7 ) o Javaloy ( 1 9 9 0 ) han señalado que el estudio del comportamiento colectivo es una de las tareas inacabadas de la psicología social actual, lo cierto es que, salvo excepciones (p. ej., Garzón y Rodríguez, 1 9 8 9 ; Gaskell, 1 9 9 0 ; M ilgram y Toch, 1 9 6 9 ; Moscovici, 1 9 8 1 / 8 5 ^ ; Turner y Killian,

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1 9 5 7 , entre otros), los procesos colectivos no han sido objeto de in­ vestigación o reflexión sistemática por parte de los psicólogos socia­ les. Las razones principales habrá que buscarlas en el desarrollo del individualismo metodológico y el auge del paradigma experimentalista dentro de nuestra disciplina (véase Jiménez Burillo, 1 9 8 5 ) . Este último factor explicaría por qué, por ejemplo, mientras el estudio de las minorías activas propuesto por Moscovici ( 1 9 7 6 / 8 1 ) ha dado lugar a todo un conjunto de investigaciones en psicología social experi­ mental, su psicología de las masas ( 1 9 8 1 / 8 5 ¿ í) no haya generado, comparativamente, una línea tan prolífica de pensamiento, si excep­ tuamos su efecto más bien indirecto en las investigaciones sobre in­ fluencia social. Retomar el estudio empírico sobre los fenómenos colectivos es importante por varios motivos: en primer lugar, supone reconocer su importancia en la vida social e individual del hombre contemporá­ neo; en segundo término, porque es imposible entender el comporta­ miento de las personas sin hacer referencia al comportamiento colec­ tivo y viceversa; en tercer lugar, porque puede facilitar la articulación de una teoría psicosociológica de los fenómenos de masas normal­ mente considerados desde el determinismo social (Le Bon, McDou­ gall, etc.) o desde un determinismo individualista (Allport, Blumer, etc.); en este sentido, cabe señalar los diferentes estudios en los que se analizan los fenómenos de masas desde diferentes tradiciones teóricas en psicología social como el interaccionismo simbólico, la teoría de la categorización social o la teoría de las representaciones sociales (véase Gaskell, 1 9 9 0 ) . En cuarto lugar, puede hacer que se ensanchen aún más las fronteras metodológicas del experimentalismo en nuestra dis­ ciplina. Por último, el estudio de la conducta colectiva nos lleva, necesa­ riamente, a la necesidad de investigar otros aspectos de la realidad ligados a nuesrtra vida cotidiana y de especial trascendencia como, por ejemplo, el impacto de los medios de comunicación. Tal y como, acertadamente, indica Roda ( 1 9 8 9 , p. IX ) en la introducción de su libro sobre la influencia de los medios de comunicación de masas:

[...] una explicación de la conducta colectiva en la sociedad actual no es posi­ ble sin recurrir a los medios y en esto los datos de la investigación confirman lo que la gente tiene por cierto. Gran parte de lo que hacemos, pensamos y sentimos se encuentra m ediatizado por la realidad simbólica que aquéllos crean.

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2.

ORÍGENES DE LA CO N CEPCIÓ N PSICOLÓGICA EN PSICOLOGÍA SOCIAL

En resumen, la investigación sobre la conducta colectiva es una de las formas de recuperar e introducir, en definitiva, una tradición del pensamiento psicosociológico, constituyendo un marco privile­ giado para el desarrollo de una psicología social más sociológica, tal y como señalan autores como Gaskell (1990) o Farr (1990). La preocu­ pación por los fenómenos colectivos nos sitúa en un punto de vista diferente al del individualismo de muchos estudios en psicología so­ cial, al tiempo que recupera la idea de la relevancia social de los mismos. I. LA TEORÍA INSTINTIVISTA

La división entre las concepciones psicológica y sociológica del com­ portamiento humano queda reflejada en los primeros manuales de psicología social. McDougall, en su texto de 1908, considerará como objetivo específico de la psicología social: Mostrar cómo, dadas las inclinaciones y capacidades naturales de la concien­ cia individual, toda la compleja vida de las sociedades se ve modelada por aquéllas, reaccionando en el curso de su desarrollo e influyendo en el indivi­ duo [McDougall, 1908, p. 3].

Esa inclinación y capacidad de la que nos habla McDougall no es otra que la que proveen las disposiciones instintivas, origen de toda actividad humana individual o colectiva: Quítense estas disposiciones instintivas con sus poderosos impulsos y el or­ ganismo será incapaz de realizar actividad alguna; permanecería inerte y sin movimiento como un precioso reloj de pared al que se le hubiesen quitado las agujas o un motor a vapor cuyo fuego se hubiese apagado. Los impulsos son las fuerzas mentales que dan forma a todos los aspectos de la vida de los individuos y de las sociedades [McDougall, 1908, p. 44].

En esta explicación instintivista de la actividad humana, el medio social juega un papel secundario; influye en dichas tendencias innatas incrementando su complejidad pero dejando invariable su naturaleza. Cada instinto se corresponde con una respuesta emocional que lo identifica; así, por ejemplo, el instinto de huida se corresponde con una respuesta emocional de temor, o el instinto de repulsión con una reacción emocional de disgusto. La experiencia puede modificar la conducta del individuo a través de su influencia sobre las percepcio­

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nes de ciertos objetos, pero los componentes emocionales de los ins­ tintos son, para McDougall, de naturaleza inmutable. Ross (1908), fuertemente influenciado por Tarde, propone, por el contrario, una definición de la psicología social claramente diferen­ ciada de la ofrecida por McDougall, considerando a la psicología so­ cial como parte de la sociología: «La psicología social se ocupa de las uniform idades debidas a causas sociales, es decir, a los contactos mentales o a las interacciones mentales» (Ross, 1908, p. 3). Interac­ ciones que, según Ross, están determinadas por los principios de in­ vención y de sugestión e imitación, fundamentalmente. El propio Ross (1904, p. 405), en un reconocimiento explícito a Tarde, es muy claro al respecto: El campo de las interaccioncs y relaciones personales ha sido explorado y no se puede decir que ofrezca problema serio alguno [...]. Lo que nos hace falta resolver es cómo sencillos procesos interindividuales dan lugar a resultados tan espectaculares y difusos como el lenguaje, los mitos, las costumbres [...]. La construcción, difusión y transmisión del lenguaje, los mitos y otros pro­ ductos similares, dependen [...] de dos fenómenos elementales como son la combinación original de ideas en la mente individual —invención— y la ac­ ción de unas mentes sobre otras —sugestión e imitación—.

Como vemos, las definiciones de McDougall y Ross difieren cla­ ramente; mientras que en McDougall el comportamiento puede ser explicado, principalmente, mediante los instintos, en Ross se destaca una concepción en la que es la imitación el principio explicativo de la misma. El objetivo y nivel de análisis que ambas orientaciones atribu­ yen a la psicología social es lógicamente divergente. Para McDougall se trata de encontrar los instintos sociales que determinan la con­ ducta social. Ross, por el contrario, se propone estudiar las causas y las condiciones que hacen del individuo un ser social. Aunque las in­ teracciones mentales tienen una importancia clave en el esquema ex­ plicativo de Ross, su psicología social no se reduce a una psicología de las relaciones interpersonales, sino que se centra también en las in­ fluencias sociales del medio sobre la persona y los grupos o forma­ ciones sociales. Tanto los procesos mentales individuales como la es­ tructura mental de los grupos dependen, según Ross, de modos de vida impuestos por su posición en el sistema social. Para Ross, la uni­ formidad en las creencias y los sentimientos determina tanto la for­ mación de grupos sociales como las relaciones entre ellos, siendo un

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producto social. A su vez, la acción de individuos extraordinarios inlluye en la transformación del medio y el progreso social. La orientación instintivista de McDougall contará con partidarios y detractores desde un principio. Su influencia sobre uno de los teó­ ricos de la psicología social con mayor repercusión en los psicólogos sociales de orientación sociológica como George H. Mead, ya seña­ lada por psicólogos sociales como Blanco (1988), merece ser tenida en consideración para comprender algunos aspectos en la evolución posterior de algunas corrientes de pensamiento dentro del interaccio­ nismo simbólico, como es la concepción desarrollada por Blumer. La publicación del artículo «Social psychology as counterpart to physiological psychology» (Mead, 1909), resulta reveladora de la influencia de McDougall sobre el pensamiento de Mead. En él, su autor pro­ pone una psicología social fundamentada en tres características prin­ cipales. En primer lugar, una visión de la naturaleza humana basada en la noción de instinto social. En segundo lugar, una teoría de la in­ tercomunicación social. Por último, una teoría de la identidad como conciencia social. Para el fundador del interaccionismo simbólico, la existencia de instintos sociales en el hombre es condición necesaria para el surgimiento de la conciencia. Aquéllos son los responsables de que el organismo reaccione de formas particulares ante cierto tipo de estímulos y de que dichas respuestas se conviertan en nuevos estí­ mulos que contienen, a su vez, el repertorio posible de actitudes que un organismo diferente puede adoptar ante los mismos: La importancia de los instintos en la organización social de la conducta o comportamiento no está en el hecho de que una forma que pertenece a un grupo social hace lo que otros hacen, sino que la conducta de una forma es un estímulo para que otra lleve a cabo un determinado acto y que este acto se convierta de nuevo en un estímulo para que la primera reaccione de una de­ terminada manera, y así sucesivamente en una interacción indefinida [Mead, 1909, p. 406].

La teoría comunicativa de Wundt va a servir a Mead para elabo­ rar su posición con respecto a la aparición del lenguaje significante. Ln ella considera que la comunicación simbólica es el resultado del desarrollo del gesto vocal que se da en una situación de interacción social. Lo que en un principio es la expresión de emociones indivi­ duales se convierte, como consecuencia de la interacción con otros, en la base de la comunicación. La aparición del gesto simbólico y del

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pensamiento presuponen, por tanto, la existencia de una situación so­ cial de interacción. El surgimiento de la conciencia reflexiva tiene su origen en la conciencia del otro. Es, por tanto, conciencia social antes que conciencia individual. Ahora bien, las formas de interrelación que fundamentan la aparición de una conciencia reflexiva dependen de esas tendencias a actuar de una forma predeterminada ante ciertos estímulos que son los instintos sociales: Anterior al surgimiento de la conciencia reflexiva dentro de la cual existimos, en los comienzos de la sociedad humana, ha tenido que existir esta condición que es la interacción de actos surgidos de los instintos sociales [Mead, 1909, p. 407].

No nos debe extrañar que Mead considerase que la psicología fi­ siológica debería formar parte de la psicología social. La postura defendida por M cDougall en Introduction to Social Psychology fue fuertemente criticada con posterioridad por su inca­ pacidad para explicar la variabilidad de la conducta, así como por su concepción biologicista de la naturaleza humana, erróneamente iden­ tificada con el determinismo del movimiento eugenésico y sus ideas racistas, de las que, desafortunadamente, se hará eco en su libro de 1921, Is America Safe fo r Democracyf (véase Collier, Minton y R ey­ nolds, 1991). Su teoría de los instintos sociales caerá en el olvido hasta la aparición de postulados semejantes defendidos por algunos etólogos (p. ej: Ardrey, 1970; Lorenz, 1978; Eibl-Eibesfeldt, 1983) y, más recientemente, por sociobiólogos como Wilson (1983). El trabajo de Ross ha permanecido relegado en los trabajos con­ temporáneos en psicología social, así como de los estudios sobre in­ fluencia social. Desde el momento de su publicación, su Social Psy­ chology será prácticamente ignorada por los psicólogos sociales de formación psicológica, convirtiéndose, por el contrario, en el autor más citado en los textos de psicología social escritos por sociólogos. Contrasta este olvido con la agudeza de algunos de sus análisis. A este respecto, Collier y otros (1991, pp. 30-51), nos recuerdan, por ejemplo, las evidentes analogías entre el concepto de sugestión en Ross y los estudios de Hovland y colaboradores sobre la comunica­ ción persuasiva, de notable influencia en la psicología social de los años cincuenta: Ross creía que la sugestión variaba en función del prestigio del orador, el nú­ mero de veces que se repetía el mensaje, el tamaño del grupo de referencia y

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las características del receptor, como la edad, el sexo, la raza y el tempera­ mento. Este tratamiento se aproxima al de Hovland, Janis y Kelley (1953). Estos autores encontraron que la persuasión variaba con la credibilidad del comunicador y la organización de los argumentos (incluyendo la repetición, la pertenencia al grupo y la personalidad).

El desarrollo de una psicología social de carácter individualista es la causa principal de que, como señala Pepitone (1981, citado en Graumann, 1988), el pensamiento de Ross no haya formado parte de la tradición dominante de la disciplina.

II.

EL MODELO INDIVIDUALISTA, CONDUCTISMO Y EXPERIMENTALISMO: TRES RASGOS PARA UN A PSICOLOGÍA SOCIAL PSICOLÓ GICA

Las concepciones «supraindividualistas» del comportamiento hu­ mano, «representadas» por autores como Le Bon, McDougall, Durklieim, etc., o la que ilustra Ross (1908) en su Social Psychology, van a ser el centro de ataque de F. Allport (1924). El interés en el análisis de sus ideas reside en haber constituido el punto de confluencia de los elementos del paradigma dominante en psicología social: el análisis conductista, el individualismo metodoló­ gico y la investigación experimental. Elementos que han corrido di­ versa suerte. Mientras que el enfoque conductista ha ido declinando en favor de modelos de carácter cognitivo, el individualismo metodo­ lógico y el diseño experimental han seguido teniendo una influencia notoria en la psicología social. La concepción conductista es claramente perceptible en el manual de psicología-social que F. Allport publica en 1924: en él se señala, como objeto de estudio de la psicología social, la conducta social en­ tendida como «las estimulaciones y reacciones que surgen entre los individuos y la parte social de su medio; es decir, entre los mismos individuos» (F. Allport, 1924, p. 3). En este texto, F. Allport seguirá el modelo «behaviorista» desa­ rrollado por E. B. Holt, en donde, a diferencia del conductismo radi­ cal de Watson, se defiende que, aunque de forma secundaria, la con­ ciencia debe formar parte del estudio de la conducta (véase Jiménez Burillo, 1980). Floyd Allport considera necesario que la psicología

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social realice un estudio descriptivo de la conciencia, llegando incluso a afirmar que tomamos conciencia de nosotros mismos a través de los otros. Sin embargo, la idea predominante en Allport, en consonacia con el pensamiento de Holt, es que la conciencia no es tanto un pro­ ducto de la interacción social, tal y como la concebía G. H. Mead, como la respuesta individual a los estímulos del medio. Mientras que para G. H. Mead la conciencia juega un papel activo en la determina­ ción de la conducta, para F. Allport la conciencia no puede ser nunca un principio explicativo de la conducta. Allport, en alusión al pensa­ miento de Mead, sustituye el concepto de interacción de carácter consciente en la explicación de la acción social por la noción de interestimulación fisiológica. Su posición no es sólo reductible a la del in­ dividualismo metodológico, sino que en diversos momentos deja en­ trever un m ecanicism o de carácter bio lo gicista. Los fenómenos grupales deben ser explicados no ya en función del comportamiento de los individuos, sino en últim a instancia por procesos de origen fisiológico derivados de estímulos sociales: La explicación no se deriva del deseo, el sentimiento, la voluntad o el propó­ sito, por importantes que puedan aparecer a nuestra conciencia inmediata, sino de la secuencia estim ulación-transm isión neuronal-reacción. La con­ ciencia a menudo acompaña esta cadena de sucesos, pero nunca establece un vínculo de unión en dicha cadena [F. Allport, 1924, p. 2].

Con el transcurso del tiempo el propio F. A llport irá m odifi­ cando sus posiciones conductistas y evolucionando hacia una psico­ logía social más cognitiva (véase Collier, Minton y Reynolds, 1991). El carácter individualista de la psicología social de F. Allport es desarrollado, entre otros trabajos, en su psicología de las multitudes. Para este autor, el estímulo social predom inante en una situación multitudinaria es de carácter sugestivo, el cual facilita respuestas que no son otra cosa que la liberación de impulsos o tendencias preexis­ tentes. Nada diferencia, por tanto, una situación grupal o colectiva de una individual: Los miembros de una multitud pueden ser sugestionados en las manos de un líder, pero dicha sugestión debe estar siempre en consonancia con alguna po­ derosa respuesta del individuo en la misma dirección. Es, por tanto, el indivi­ duo la raison d ’étre de la multitud. Su respuesta no sólo provee el motivo para la conducta colectiva sino que limita su dirección. La acción es facilitada

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(.• intensificada a través de la presencia de la multitud, pero aquélla tiene su origen en los impulsos individuales [F. Allport, 1924, p. 295].

Para F. Allport, por tanto, la psicología social no se diferencia de la psicología individual; más aún, la existencia de una supuesta con­ ciencia colectiva, de un espíritu grupal, es totalmente negada: la con­ ducta no es más que una suma de actos individuales. La falacia grupal se corresponde, según este autor, con la afirmación del grupo como una entidad psicológica independiente de la de sus miembros; muy al contrario, afirma, la conciencia del grupo no es más que la acción uniforme de individuos sometidos a estímulos comunes y que res­ ponden de forma singular. En resumen, para él, «la psicología social es la ciencia que estudia la conducta del individuo en tanto en cuanto ésta estimula a otros individuos, o es en sí misma una reacción a la conducta de aquéllos» (Allport, 1924, p. 12). El último aspecto que hay que destacar en este psicólogo ameri­ cano es su defensa del experimentalismo, defensa que ha influido no­ tablemente en el devenir de la psicología social y que constituye, junto con su énfasis en los procesos individuales, una de las principa­ les diferencias con respecto a la tradición sociológica en psicología social. Sus estudios sobre la influencia grupal en el individuo son una excelente ilustración del mismo. Los experimentos sobre facilitación social llevados a cabo por Allport (1924) en el Harvard Psychology Laboratory entre 1916 y 1919 mostraban que la realización de una ta­ rea se veía incrementada con la sola presencia de otras personas reali­ zando esa misma tarea. Esa presencia constituía un estímulo social que desencadenaba un incremento de las respuestas asociadas a la consecución de un objetivo común. Así, por ejemplo, diferentes acti­ vidades mentales (razonamiento, atención, asociación de palabras) se realizaban con mayor frecuencia en situaciones de grupo que en si­ tuaciones de aislamiento; la calidad de dichos procesos se veía, no obstante, disminuida. Un dato que, sin embargo, no parece haber sido tenido muy en cuenta por los defensores del paradigma experimental es la adverten­ cia que el propio Allport (1924, p. 284) hace con respecto a las lim ita­ ciones del mismo: La realidad de la vida social de los grupos en referencia a las interrelaciones que los individuos mantienen entre sí es mucho mas compleja que la de las situaciones experimentales descritas con anterioridad. Es por esta razón que,

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aunque los resultados obtenidos en los experimentos sean de utilidad, las ge­ neralizaciones derivadas de los mismos deban realizarse con cautela.

También su defensa del individualismo es matizada en un artículo posterior (véase F. H. Allport, 1962), donde, si bien sigue manteniendo su crítica a la idea del grupo como poseedor de una entidad supraindividual independiente que se impone sobre las mentes individuales, reconoce como erróneo considerar a la psicología social como disci­ plina individual. En resumen, Floyd A llport constituye un punto de referencia obligado para entender el acontecer de la psicología social. La con­ cepción defendida por este psicólogo social frente a las de Kantor (1924), Kroeber (1917) o Bogardus (1924), para quienes los fénomenos sociales no pueden ser reducidos a fenómenos psíquicos (véase también Blanco, 1988), será hegemónica en la psicología social psico­ lógica, en la que primarán, formando los fundamentos en los que se asentará la concepción dominante de la disciplina, el experimentalismo y la concepción individualista.

III.

BREVES APUNTES SOBRE LA PSICOLOGÍA SOCIAL HASTA EL PERIODO DE POSGUERRA

Entre la publicación de la Psicología Social de Allport en 1924 y la psicología social de la posguerra ocurren algunos hechos significati­ vos que es preciso dejar reseñados. En primer lugar, desde un punto de vista metodológico, el desarrollo de las escalas de actitud (Bogar­ dus, 1925¿z y 1925¿»; Thurstone, 1929; Likert, 1932) dará un gran im­ pulso a la investigación desarrollada en psicología social. Unos años más tarde, en 1935, la publicación del capítulo de G. W . Allport so­ bre las actitudes, en el Handbook of Social Psychology de Murchison, contribuirá al apuntalamiento de una perspectiva más individualista, alejada de concepciones más sociológicas de las actitudes como las mantenidas por Thomas y Znaniecki (1918) en su estudio sobre la migración de campesinos polacos a Estados Unidos y sus consecuen­ cias sobre ei cambio de valores y actitudes (véase Jaspars y Fraser, 1984). El predominio de la concepción más psicológica de las actitu­ des ha generado en nuestros días la «profusión» de numerosos estu­ dios en los que se utiliza la “teoría” de las representaciones sociales

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elaborada por Moscovici y otros psicólogos sociales, y de la que se tratará en páginas posteriores. Autores como Graumann (1988, p. 14) han indicado que la medición de las actitudes es el logro principal de la psicología social de los años treinta y cuarenta (para un estudio histórico de la investigación sobre las actitudes, véase Rodríguez Pé­ rez, 1989). Esto impulsó la consolidación del estatus científico de la disciplina, a la que también contribuirá la creciente utilización del método experimental. En esta década de los años treinta, junto a la aparición de excelentes investigaciones de campo, como la de Jahoda, Lazarsfeld y Zeisel (1933/72) sobre las consecuencias psicosociales del desempleo, o el estudio longitudinal de Bennington, realizado a linales de la década por Newcomb (1943; 1958/82) sobre el cambio de actitudes y pautas de conducta en función de los grupos de refe­ rencia, se publican importantes trabajos en los que se difunden d i­ versos marcos teóricos. Entre estas publicaciones, habría que destacar la aparición de Espíritu, persona y sociedad (Mead, 1934/72), obra clave para el desarrollo del interaccionismo simbólico; la psicología topológica de K. Lewin (1935, 1936), que culminará con la publica­ ción postuma de la teoría del campo (1951); el enfoque sociométrico para el estudio de las relaciones y estructuras grupales de Moreno (1934); y los estudios experimentales sobre el efecto autocinético que servirán a Sheriff (1936) para elaborar su teoría sobre la formación de normas, y que pueden considerarse como pioneros en un cambio en psicología social de un enfoque individualista como el que representa F. Allport por otro de carácter grupal (véase C ollier y otros, 1991). Cabe destacar también los estudios experimentales de Bartlett (1932) sobre la memoria y los factores sociales del recuerdo. Sus ideas ten­ drán una notable influencia en el desarrollo posterior de la psicología (social) cognitiva. Su noción de esquema se ha convertido en un con­ cepto clave en los estudios sobre cognición social. La idea actual de esquema como organización estructurada de conocimiento, depen­ diente de factores sociales y culturales, se encuentra presente en las investigaciones de Bartlett sobre la memoria. Por último, desde fuera de la disciplina, hay que destacar la influencia de la antropología cul­ tural. A través de los escritos de antropólogos como Franz Boas, Ruth Benedict, M argaret Mead y Ralph Linton, la psicología social mostrará una cierta preocupación por la variabilidad cultural de la conducta y las diferencias asociadas a pautas de socialización y perso­ nalidad. Asimismo, un conjunto de conceptos como los de “institu­ ción”, “cultura”, “estatus” y “ro l”, utilizados profusamente en el

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campo de la antropología cultural, se incorporarán a los análisis reali­ zados por los psicólogos sociales (Jackson, 1988). Aunque el interés por los determinantes culturales de la personalidad pierden su impor­ tancia después de la segunda guerra mundial, los problemas plantea­ dos por la antropología cultural han seguido vigentes en algunos de los planteamientos de psicólogos sociales que propugnan una psico­ logía social transcultural, como Bond (1988) o Jahoda (1986). Es también en la década de los años treinta, más concretamente en 1936, cuando se constituye la Society for the Psychological Study of Social Issues, entre cuyos fines primordiales se encontraba la in­ vestigación de problemas sociales y la intervención social. En los años cuarenta, el periodo de la segunda guerra mundial marcará un giro en el predominio de los intereses teóricos de la dé­ cada precedente hacia una psicología social aplicada, caracterizada fundamentalmente por un desarrollo tanto interdisciplinar como de diversos métodos y técnicas de investigación. Los trabajos recogidos en Studies irt Social Psycbology in World War I I (Stouffer y cois., 1949; Hovland, Lumsdaine y Sheffield, 1949) resultan paradigmáticos de este periodo. Su incidencia, tanto teórica como metodológica, se extiende hasta mediados de la década de los sesenta. En esta investi­ gación colectiva, y durante un periodo de cinco años, se realizaron más de trescientos estudios y seiscientas mil entrevistas (para un re­ sumen de los dos primeros volúmenes, véase Lazarsfeld, 1949). La di­ versidad de métodos empleados para la elaboración y examen de los datos obtenidos —cuestionarios para la medición de actitudes, análi­ sis experimentales para el estudio de los efectos de la comunicación en el cambio actitudinal...—; la variedad de temas tratados —comuni­ cación persuasiva, cambio de actitudes, papel de los grupos prima­ rios, satisfacción con el puesto de trabajo, implicación en los objeti­ vos de la guerra, estrés emocional, relaciones interraciales...—, y la profundidad conceptual con que fueron tratados —conceptos como nivel de expectativa, percepción selectiva, privación relativa, etc., han mostrado su utilidad conceptual en otras investigaciones posterio­ res—, han contribuido, de forma notable, al desarrollo de las ciencias sociales. Sirva como ejemplo de dicha influencia, además de lo ya apuntado, su contribución a la teoría de los grupos de referencia y a los estudios sobre el cambio de actitudes (véase con respecto a este último tema el excelente trabajo de Roda, 1989). Corno resumen de lo dicho, sirva la cita de un artículo de Smith (1983, p. 170) sobre la historia de la psicología social:

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I.ns psicólogos, durante la guerra, no trataron de demostrar lo científicos que eran, tan sólo trataban de utilizar sus conocimientos científicos y de todo upo para enfrentarse a problemas que requerían soluciones urgentes.

Si bien el desarrollo metodológico y la aplicación del conoci­ miento a la resolución de problemas sociales son las características principales de la disciplina durante este periodo, también se producen aportaciones teóricas, fundamentalmente desde tres marcos teóricos: las teorías del refuerzo, la psicología de la Gestalt y el psicoanálisis. Enmarcados en el conductismo social e influenciados por la teo­ ría del aprendizaje de Hull aparecerán las contribuciones de Dollard y otros (1939) y de M iller y Dollard (1941). En un primer libro, Do­ llard, Doob, M iller, Mowrer y Sears (1939) expondrán su hipótesis de la frustración-agresión, en la que es perceptible la influencia de la for­ mación psicoanalítica de Dollard y M iller. En el modelo propuesto por estos autores se asume que todo acto agresivo presupone la exis­ tencia de frustración y que la experiencia de frustración conduce a la agresión. Investigaciones posteriores, como las de Berkowitz (1962), cuestionarían la perspectiva de estos psicólogos, demostrando que la relación entre frustración y agresión no es universal: aunque la frus­ tración puede llevar a una conducta agresiva, también pueden darse reacciones no agresivas a la frustración. De manera análoga, la frus­ tración no siempre conduce a una conducta agresiva. También Bandura y Walters (1963) dan cuenta de diversos trabajos experimentales en los que la agresión puede producirse en ausencia de frustración. En los experimentos con niños llevados a cabo por ambos psicólogos, la frustración sólo llevaba a respuestas agresivas en presencia de mo­ delos agresivos. En un segundo libro, M iller y Dollard (1941) expondrán su teoría del aprendizaje, destacando el papel de la imitación. Para estos auto­ res, el aprendizaje es el resultado de «respuestas instrumentales» en las que el refuerzo lleva a la repetición de la conducta imitativa. Bandura y Walters (1963) criticarán posteriormente la teoría, destacando la importancia del aprendizaje observacional. A este respecto, Bandura y Walters (1963/74, p. 18) señalan lo siguiente: [...] los teóricos del aprendizaje conceden cada vez más atención al proceso de imitación, pero lo siguen tratando normalmente como una forma de con­ dicionamiento instrumental, tal y como lo concebían M iller y Dollard. Sin embargo, hay bastantes pruebas de que puede haber aprendizaje por obser­ vación de la conducta de otros, incluso cuando el observador no reproduce

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las respuestas del modelo durante la adquisición y, por tanto, no recibe re­ fuerzo. Dentro de tradición de la teoría de la Gestalt hay que destacar los trabajos de Kurt Lewin, Solomon Asch y Fritz Heider. En el caso de K. Lewin, podemos rastrear, tanto en su teoría del campo (1951/78) como en sus diferentes escritos, diversos aspectos de su influencia en la psicología social contemporánea. El experimentalismo como mé­ todo de análisis de la realidad social, la importancia dada a la expe­ riencia psicológica en la explicación de la conducta y su ahistoricismo son tres de esos rasgos. Ciertamente, la figura de K. Lewin no se re­ duce a esos tres rasgos y habría que señalar entre otros su interés por los estudios grupales así como su énfasis en la investigación encami­ nada a la acción social (para un detallado análisis de la psicología so­ cial de Kurt Lewin, véase Blanco, 1988, 1991). Con respecto a Solomon Asch, hay que destacar sus trabajos so­ bre formación de impresiones (1946) y sobre conformismo (1952); estos últimos de una gran importancia por su efecto en las investiga­ ciones sobre influencia social. Así, por ejemplo, Milgram (1973/80), en sus trabajos experimentales sobre la obediencia a la autoridad, re­ conoce, entre otras, la influencia de Asch. En ellos se describen las condiciones y los mecanismos psicológicos que explican cómo, en ausencia de intimidación, se produce la aceptación, por parte de per­ sonas normales, de órdenes inmorales emitidas por una autoridad y que implican la posibilidad de causar daños físicos a terceros. Tam­ bién la psicología de las minorías activas de Moscovici (1976/81) ten­ drá, en la controversia con el esquema conceptual de Asch y en la reinterpretación teórica de los resultados de sus experimentos sobre influencia mayoritaria, una importante área de referencia. Dos artículos de Fritz Heider (1944, 1946), sobre la atribución de causalidad en los procesos de percepción y sobre la noción de equili­ brio psicológico, respectivamente, supondrán una contribución deci­ siva en posteriores teorías de la atribución y en el desarrollo de las teorías de la consistencia, como la de Festinger. El propio Festinger (1957/75, pp. 21-22) reconocerá su deuda con H eider en la formula­ ción de su teoría de la disonancia cognoscitiva al citar el libro de H ei­ der (1958), The psychology of interpersonal relations, inédito en esos momentos, y en el que este psicólogo recoge las ideas de sus dos pu­ blicaciones ya citadas:

( Orígenes d e la co n c ep c ió n p s ico ló g ica en p s ico lo g ía so cia l

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I)ice Heider: «Resumiendo esta discusión preliminar de los estados de equili­ brio o que se armonizan, podemos decir que se caracterizan por dos o más relaciones que cuadran bien entre sí. Si no existe un estado de equilibrio, apa­ recerán fuerzas dirigidas hacia ello. O bien habrá tendencia a modificar estos sentimientos, o, de lo contrario, se tenderá a cambiar las relaciones unitarias mediante acciones y reorganizaciones cognoscitivas. Si no se puede llevar a efecto el cambio, entonces el estado de desequilibrio producirá tensión, y los estados en equilibrio serán preferidos a los de desequilibrio». Si se sustituye el término «en equilibrio» por la palabra «consonante» y el término «en desequilibrio» por la palabra «disonancia», la fórmula de Hei­ der es casi igual que la nuestra, por lo menos hasta donde hemos llegado. Acabada la segunda guerra mundial, Adorno y cois. (1950) publi­ carán su conocido estudio sobre el antisemitismo y los orígenes del prejuicio, La personalidad autoritaria : m uy probablemente, la mayor contribución de la teoría psicoanalítica al campo de la psicología so­ cial. El estudio de Adorno y cois, servirá de punto de referencia para otras investigaciones posteriores, como las de Rokeach sobre el dog­ matismo (1963/82). El periodo analizado en este apartado trajo, desde el punto de vista humano, la tragedia y el sufrimiento. El imparable ascenso del nazismo llevó a numerosos científicos sociales europeos a la emigra­ ción y al exilio. Desde el punto de vista del desarrollo de la disciplina, la contribución de los psicólogos sociales a la resolución de los pro­ blemas cotidianos de las personas y el desarrollo de nuevas técnicas de análisis pueden mencionarse como dos de sus principales logros. Iras la finalización de la segunda guerra mundial, el espíritu de coo­ peración interdisciplinar se irá poco a poco desvaneciendo (véase Jackson, 1988), la perspectiva cognitivista irá afianzando su predomi­ nio, teorías de alcance medio harán su aparición y los métodos y téc­ nicas de análisis se irán perfeccionando. Las páginas siguientes recogen un análisis crítico de algunos de los marcos téoricos que han ido consolidando su presencia en el área o han ido apareciendo en las últimas décadas.

3.

MARCOS TEÓRICO S EN PSICOLOGÍA SOCIAL

La exposición de algunos de los principales marcos teóricos servirá de conexión entre la psicología social realizada hasta la década de los años cincuenta y la psicología social contemporánea. El método de descripción escogido tiene, en apariencia, una forma más sincrónica en la que se ha procurado no romper con el hilo argumental de pági­ nas anteriores. De nuevo, la dicotomía entre explicaciones psicológi­ cas y explicaciones sociales nos servirá de eje conductor en las si­ guientes páginas. A continuación se exponen de una forma crítica modelos como el interaccionismo simbólico y otras teorías afines, las teorías del apren­ dizaje social, el conductismo sociocognitivo, la teoría del intercam­ bio, la teoría de la disonancia cognoscitiva, las teorías de la atribución y las de la cognición social. El siguiente capítulo estará dedicado a la exposición de otras teorías, como son la teoría de la identidad social, la teoría de las minorias activas y la teoría de las representaciones socia­ les. El estudio de algunos aspectos y autores de estas diferentes co­ rrientes teóricas nos irán sirviendo para exponer algunos aspectos del transcurrir temporal de la disciplina así como para ir perfilando algu­ nos elementos con los que definir el marco y los procedimientos de mi concepción de la psicología social.

I.

LA TEORÍA DEL INTERACCIONISMO SIMBÓLICO

El enfoque interaccionista puede ser considerado como el principal representante del pensamiento sociológico en psicología social. Si bien la publicación de las ideas de Mead (1909, 1934) son bastante an­ teriores, su legado intelectual no alcanzará una amplia difusión hasta después de la segunda guerra mundial (véase Ibáñez, 1990). M eltzer, Petras y Reynolds (1975, p. VII) dan la siguiente defini­ ción del interaccionismo simbólico:

M arcos te ó r ico s en p s ico lo g ía so cia l

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I,a perspectiva conocida como interaccionismo simbólico comprende las si­ guientes ideas básicas: la influencia que los estímulos tienen sobre la con­ ducta humana es mediatizada por el contexto de significados simbólicos en los que aquélla tiene lugar. Estos significados emergen de la interacción com­ partida de los individuos en la sociedad humana. La sociedad misma es cons­ truida mediante la conducta de las personas que juegan un rol activo en el desarrollo de los límites sociales que imponen a su conducta. De esta forma, la conducta humana no es un camino unilineal hacia un fin predeterminado, sino un proceso de construcción activa mediante el cual los hombres luchan por “dar sentido” a su medio social y físico. Este proceso de “dar sentido” es internalizado en forma de pensamiento, ya que el pensamiento es el proceso intraindividual de resolución de problemas que caracteriza la interacción in­ terindividual.

El interaccionismo simbólico tiene sus antecedentes en los enfo­ ques elaborados por W illiam James (1842-1910), Charles Horton C o o ley (1864-1929), John D ew ey (1859-1952) y W. I. Thomas (1863-1947). Todos estos autores desarrollan conceptos que serán retomados posteriormente por los trabajos de los interaccionistas simbólicos, entre los que destaca la figura de George Herbert Mead (1863-1931), a quien ya he hecho referencia en páginas anteriores. Si bien el término interaccionismo simbólico no se debe a Mead sino a Herbert Blumer, es Mead quien elabora el conjunto de con­ ceptos teóricos que conocemos como interaccionismo simbólico. Mead, conocedor de las ideas de Watson, parte del conductismo social en su esquema teórico, pero introduce el análisis de la concien­ cia como esencial en todo estudio de la conducta; este hecho diferen­ ciará radicalmente su teoría de la propuesta por el conductismo radi­ cal de Watson: No es posible negar la existencia del espíritu o la'conciencia o los fenómenos mentales, ni resulta deseable hacerlo; pero es posible explicarlos en términos conductistas que son, precisam ente, sim ilares a los que emplea W atson cuando trata con fenómenos psicológicos no mentales [...]. La conducta men­ tal no es reductible a conducta no mental. Pero la conducta o los fenómenos mentales pueden ser explicados en términos de conducta o fenómenos no mentales [...] [Mead, 1934/72, p. 58J.

El segundo concepto im portante para entender la teoría de Mead es el de gesto. Mead, en polémica con W undt acerca de la re­ lación entre la mente y los procesos de comunicación, señalará que

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aquélla surge en el curso de la comunicación y experiencia social de las personas. Mead ilustra dicho proceso ejemplificándolo en un en­ frentamiento entre dos animales en el que cada acto de uno se con­ vierte en un estímulo para el otro, cada acto de uno de los contrin­ cantes se convertirá en una reacción al mismo en una cadena de actos que dan lugar a una «conversación de gestos». Ahora bien, en el ejemplo citado, no se trata de actos conscientes. Cuando los ges­ tos son conscientes, éstos se convierten en gestos simbólicos, que es lo que permite la aparición de la persona: «Cuando ese gesto repre­ senta la idea que hay detrás de él y provoca esa idea en el otro indi­ viduo, entonces tenemos un símbolo significante» (G. H. M ead, 1934/72, p . 88). Para Mead, el lenguaje simbólico es el que hace posible la apari­ ción de formas superiores de organización social que hacen surgir una conciencia reflexiva. La capacidad de la persona de ser un objeto para sí misma sólo es posible gracias al lenguaje. Pero esta capacidad no es consustancial al individuo, sino que es una característica de la interacción humana. Para M ead, la form ación del sí mismo se da como proceso social y evolutivo. En una primera fase, el niño se identifica con los roles de otros significativos como la madre. Esta primera adopción de las actitudes de los otros sobre sí mismo es el requisito imprescindible para que el niño pueda ser también un ob­ jeto para sí, al poder adoptar las actitudes que otros tienen en rela­ ción con él mismo. En esa identificación con roles particulares está la base sobre la que se asienta su identificación con los otros como un todo. Este nuevo estadio del desarrollo de la persona es ejemplificado por Mead comparando el juego con el deporte. Mientras que en el juego el niño aprende a adoptar el papel de los otros, en el deporte tiene que adoptar la actitud de todo el grupo o, en la terminología adoptada por Mead, del otro generalizado: El deporte constituye, así, un ejemplo de la situación de la que surge una per­ sonalidad organizada. En la medida en que el niño adopta la actitud del otro y permite que esa actitud del otro determine lo que hará con referencia a un objetivo común, en esa medida se convierte en un miembro orgánico de la sociedad [Mead, 1934/72, pp. 188-189].

El enfoque de Mead no supone, sin embargo, una idea sobresocializada de la persona, pues, si bien el surgimiento de la persona sólo es posible en la medida en que la actividad social organizada del indi­

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viduo se corresponde con la conducta social del grupo al que perte­ nece, cada persona reacciona ante el mismo de forma diferente. De nuevo Mead ejemplifica esta idea utilizando dos nuevos conceptos como son los de “m í” y de “y o ”: El “yo ” reacciona a la persona que surge gracias a la adopción de las actitu­ des de los otros. Mediante la adopción de dichas actitudes, hemos introdu­ cido el “m í” y reaccionamos a él como un “y o ” [...] las actitudes de los otros, que uno adopta en cuanto afectan a su propia conducta, constituyen el “m í”, y eso es algo que existe, pero las reacciones a ello no se han dado aún. ( aiando uno se sienta a meditar algo, posee ciertos datos que existen. Supon­ gamos que se trata de una situación social que tiene que resolver. Se ve a sí mismo desde el punto de vista de uno u otro individuo del grupo. Estos indi­ viduos, relacionados todos juntos, le confieren cierta persona. Bien, ¿qué debe hacer? No lo sabe, y no lo sabe nadie [...]. El “yo ”, en cuanto reacción a i'sa situación, en contraste con el “m í” involucrado en las actitudes que adopta, es incierto [Mead, 1934/72, pp. 202-204],

En conjunto, la obra de Mead nos provee de una teoría de la so­ ciedad y de un análisis psicosocial de la conducta (véase Joas, 1985; Uriz Pemán, 1992). En ella se destacan los aspectos simbólico-comunicativos como características distintivas del ser humano (véase Rose, 1971/82). La continuación de las ideas de G. H. Mead queda reflejada en diferentes tradiciones de pensamiento interaccionista, como son las escuelas de Iowa y de Chicago, así como en el enfoque dramatúrgico de E. Goffman. Las diferencias entre las escuelas de Iowa y de Chicago, represen­ tadas por M. H. Kuhn y H. Blumer, podrían resumirse, siguiendo a Meltzer, Petras y Reynolds (1975, p. 123), de la siguiente forma: 1.a Escuela de Chicago [...], en oposición a la Escuela de Iowa, pone el énfasis en los procesos, no en la estructura; en la introspección simpática y no en las escalas de actitud, en la emergencia y no en la determinación.

Mientras que Blumer (1969/82) concibe la interacciónn y la defi­ nición de uno mismo como un proceso abierto, Kuhn (1964) enfatiza los aspectos estructurales que dan estabilidad a la interacción y deter­ minan la definición y conducta del yo. En el enfoque dramatúrgico de Goffman (1959/87) la interacción es entendida como un proceso de realización dramática en la que los

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individuos, a través de sus actuaciones, intentan influirse m utua­ mente m ediante el m anejo de im presiones. El propio Goffman (1959/87, p. 27) define los objetivos de su perspectiva de la siguiente manera: [...] cuando un individuo se presenta ante otros tendrá muchos motivos para tratar de controlar la impresión que ellos reciban de la situación. Este in­ forme se ocupa de algunas de las técnicas comunes empleadas por las perso­ nas para sustentar dichas impresiones y de algunas de las contingencias co­ munes asociadas al empleo de dichas técnicas.

Otros textos suyos, entre los que podríamos destacar Internados (1961/70) y Estigma (1963/70), constituyen excelentes tratados de microsociología acerca de la manera en que las personas recluidas en instituciones totales, en un caso, o las que sufren un estigma o son es­ tigmatizadas, en otro, definen y estructuran su identidad en el curso de las interacciones con otros. Los análisis de Goffman han tenido influencia sobre los teóricos del etiquetado, para quienes la conducta desviada es, esencialmente, un producto de las definiciones sociales acerca de la misma. En la actualidad, el interaccionismo simbólico es un enfoque teó­ rico de gran vitalidad e influencia no sólo en sociología sino también en psicología social (véase Stryker, 1987). La inclusión de un capítulo en el Advances in Experimental Social Psychology , de Berkow itz (1983), y en el Handhook o f Social Psychology (Lindzey y Aronson, 1985) demuestran la preocupación por esta teoría psicosociológica. La incidencia del interaccionismo simbólico en la psicología so­ cial es perceptible no sólo por su influencia directa en otros enfoques cuyos conceptos y explicaciones teóricas son deudoras del mismo, sino también porque sus ideas forman parte de otras tradiciones de pensam iento, como es el caso del conductismo sociocognitivo de Bandura (1987), quien, aún sin reconocerlo, introduce planteamien­ tos interaccionistas en su obra. Así, por ejemplo, este autor (Bandura, 1987, p. 39), en la exposición de su teoría social cognitiva, expone lo siguiente: La importante capacidad de utilizar símbolos, que afecta prácticamente a to­ dos los aspectos de la vida, proporciona un medio poderoso de cambio y de adaptación al entorno. Por medio de los sím bolos, los sujetos confieren igualmente significado, forma y continuidad a las experiencias vividas.

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La resonancia interaccionista de esta cita extraída de Bandura (1987) revela que la influencia de este enfoque trasciende los límites de su propio marco teórico. En las páginas siguientes se realiza una crítica a esta teoría, al ana­ lizar otros enfoques que se relacionan estrechamente con la teoría de Mead.

11. OTRAS TEORÍAS O ENFOQUES EN PSICOLOGÍA SOCIAL. AFINIDADES CO N EL INTERACCIONISM O SIMBÓLICO

A finales de la década de los sesenta y hasta finales de la década de los setenta surgen un numeroso conjunto de críticas al paradigma domi­ nante en el área. Además de la falta de relevancia de sus estudios, su ahistoricismo y el uso del experimento de laboratorio como principal herramienta de análisis, numerosos autores critican también el reduccionismo psicológico imperante en la disciplina. Estas críticas desem­ bocarán en la llamada crisis en psicología social (véase Jiménez BuriIlo, 1985). Se argumentaba que el paradigma dominante había sido el de una psicología social psicológica y que ésta debía tener un mayor carácter social. Como consecuencia de estas críticas, las tradiciones de pensamiento sociológico en psicología social, como el interaccio­ nismo simbólico, empiezan a aparecer reflejadas en mayor número en los manuales de la disciplina. Este renovado interés llevaría también a una mayor atención, tanto a teorías afines como la etnometodología o el enfoque dramatúrgico, como a nuevos marcos teóricos como el de la etogenia. Estos enfoques presentan rasgos comunes con el inte­ raccionismo simbólico, y pueden ser considerados como escuelas de pensamiento que derivan algunos de sus conceptos del interaccio­ nismo simbólico, como el enfoque dramatúrgico de Goffman o la et­ nometodología. Mención aparte, aunque también tengan una clara conexión con el interaccionismo simbólico, merecerían el enfoque construccionista de Berger y Luckman (1967/79) y ciertas perspecti­ vas teóricas del concepto de rol. Estos enfoques, pese a sus diferencias, tienen ciertas característi­ cas comunes: una concepción de la acción humana en términos de su intencionalidad, autonomía y reflexivilidad. Todas estas característi­ cas, en tanto en cuanto definitorias de la conducta humana, compar­ ten una visión subjetivista de la misma. Fenomenólogos como Schutz

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(1972) entienden la conducta en términos de los significados atribui­ dos por los individuos. La realidad social es construida a través de los significados surgidos de la experiencia individual y de la interacción social. De forma similar, para el enfoque etogénico, el objeto de la psicología social lo constituye la identificación de los mecanismos generativos que dan lugar a la conducta [...]. El problema central en la explicación de la conducta social es la identifi­ cación de los significados que subyacen a la misma. Para descubrir estos últi­ mos el modelo presupone la obtención de relatos —las propias declaraciones de los actores acerca de la realización de sus actos—, de los significados socia­ les que tanto ellos como otros dan a las acciones [Harré y Secord, 1972, p. 9].

En parecidos términos conciben los etnometodólogos la realidad social. Para la etnometodología la realidad es ante todo una actividad reflexiva e interactiva, construida socialm ente (véase C aballero, 1991). El objetivo de las ciencias sociales para autores como Garfinkel (1967) es el estudio de las expresiones “indexicales” o significados compartidos en cualquier actividad cotidiana. Para este modelo teó­ rico la sociedad humana es el producto de interpretaciones continuas que se dan en el curso de la interacción. La preocupación de los etno­ metodólogos radica en el estudio de lo que Weber denomina «con­ ducta significativa». El análisis de cómo las personas dan sentido a sus acciones no es, sin embargo, el único ni más importante objetivo de la psicología social: Prestando atención a lo que las personas dicen acerca de sus acciones, la et­ nometodología ignora las acciones mismas —y esto en el fondo, lo que las personas hacen, es central para la psicología social [H ewitt, 1988, p. 19].

Los modelos anteriormente señalados continúan la tradición filo­ sófica alemana de la Versteben, cuya preocupación principal es el análisis del significado que los individuos dan a su acción. Compar­ ten todos ellos la idea de que la persona no sólo es libre de escoger, entre el repertorio de conductas posibles, la más adecuada, sino que, al mismo tiempo, su carácter reflexivo le perm ite interpretar correc­ tamente el significado —intenciones y metas— de su acción. Mien­ tras que en el modelo teórico expuesto por H arré y Secord (1972) y H arré (1983) se enfatiza el comportamiento autónomo, y en los aná­

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lisis de Goffman (1959/87) se destacan los aspectos microsociales de las relaciones interindividuales frente a los determinantes estructurales ile la interacción social, en el enfoque etnometodológico la estructura social sólo tiene existencia como experiencia narrable, como signifi­ cado compartido sujeto a un cambio continuo. Para etnometodólo­ gos como Cicourel (1964/82) la estructura social es ante todo un pro­ ducto de la interacción en la vida cotidiana. Esta concepción de la acción social la encontramos también en el interaccionismo simbólico tal y como es entendido por Blumer (1969/82, p. 41): 1.a postura del interaccionismo simbólico sostiene que el propio agente cons­ truye su acción, y que ésta no es el mero desencadenante de la actividad pro­ ducida por la influencia de factores determinantes sobre su organización.

Todas las teorías analizadas comparten una visión opuesta al estructuralismo. Las personas no son receptores pasivos que van aco­ modando sus necesidades a las demandas del medio, sino ante todo actores que reconstruyen simbólicamente el mismo. Como el propio Blumer (1969/82, p. 81) señala en otro lugar: La descripción correcta es que el individuo construye sus objetos basándose en su propia y continua actividad, en lugar de estar rodeado por objetos pre­ existentes que influyen en él y elaboran su conducta [...]. Su acción es cons­ truida o elaborada, en lugar de ser un mero producto de la conducta [...] las fuerzas, externas o internas que supuestamente influyen en el individuo pro­ duciendo su comportamiento, no son las que desencadenan este proceso de autoindicación. Tampoco lo abarcan ni lo explican las presiones del medio, estímulos orgánicos, deseos, actitudes sentimientos, ideas y demás factores.

Este carácter procesual del comportamiento es compartido por teóricos de la teoría del rol, como R. H. Turner (1962) o Strauss (1963), para quienes la estructura social debe ser entendida como un proceso de interacción en el que los roles son definidos y negociados de forma constante en el curso de la interacción. Estos mismos aspec­ tos pueden ser también encontrados en el enfoque dram atúrgico (Goffman, 1959/87), en donde la organización social es considerada como una consecuencia de la interacción social de los individuos preo­ cupados no por el cambio, sino por el manejo de impresiones y la forma en que su conducta es percibida por los otros; concepción si­ milar a la del método etogénico defendido por Harré (1983, p. 300), para quien el análisis psicosocial de la acción y de las relaciones socia­

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les debe centrarse en el «orden expresivo», el cual hace referencia a la motivación de los actores sociales por «mantener su honor y digni­ dad, obtener el respeto del prójimo y evitar su desprecio, mostrarse moralmente valiosos y estéticamente atractivos». El modelo de análi­ sis propuesto por Harré es el del drama. Al igual que en el enfoque dramatúrgico de Goffman (1959/87), se propone estudiar la interac­ ción social como si de una representación dramática se tratara. En resumen, aunque con diferentes matices —por ejemplo, el en­ foque etogénico no niega una explicación estructural de la acción (Harré, 1983)—, la crítica principal que los enfoques aquí expuestos comparten con el interaccionismo simbólico es la de su escasa aten­ ción a la estructura social (M eltzer y otros, 1975; Stryker, 1983). Su relevancia como marcos de comprensión teórica consiste, fundamen­ talmente, en el carácter simbólico atribuido a la conducta humana. El comportamiento de las personas está sujeto al sistema de significados que éstas realizan sobre sí mismas y sobre los otros en el curso de la interacción. El interaccionismo simbólico, así como los diferentes enfoques y escuelas de pensamiento que acaban de ser mencionados constituyen, en definitiva, unos marcos útiles de interpretación del com porta­ miento social, si bien hay dos aspectos que deberían incorporarse a su esquema teórico. El primero es que la conducta humana no puede ser reducida a sus aspectos simbólicos. Como señalan Carabaña y Lamo de Espinosa (1978, p. 181): [...] decir que los objetos se constituyen en la interacción simbólica es decir algo que, siendo cierto, puede acabar encubriendo toda la verdad. La percep­ ción del objeto es siempre resultado de la interacción simbólica, pero de nin­ gún modo lo es el objeto mismo. Reducir el objeto a su construcción en el proceso com unicativo es reducirlo a ser objeto del lenguaje y de pensa­ miento, no objeto real.

Por otro lado, el interaccionismo simbólico, junto con las teorías aquí reseñadas, debe prestar más atención a los aspectos estructurales y no sólo microsociales de dicha conducta. Los significados compar­ tidos en el curso de la interacción deben ser entendidos en un con­ texto más amplio de relaciones desiguales de poder. La paradoja del hombre consiste en ser constructor de su medio y estar subordinado al mismo. Esta paradoja no puede ser explicada de forma completa sin tener en cuenta que los contextos históricos y culturales en que se

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da la conducta, así como las tensiones entre los grupos y clases socia­ les en cada época, constituyen factores determinantes de dichas cons­ trucciones simbólicas. Los procesos de interacción simbólica en los que se da la aparición de la persona como ser social son imprescindi­ bles para entender ésta, pero caeremos en un idealismo social si estas interacciones aparecen aisladas de la estructura social en la cual se dan. Así lo entienden concepciones del interaccionismo simbólico como la ya referida de Kuhn (1964), los últimos análisis de Goffman (1983), en donde se rechaza la idea de que el estudio de las institucio­ nes sociales pueda ser realizado a través del estudio de las interacciones cara a cara, o el enfoque estructural que de la teoría interaccionista tiene Stryker (1983, 1987, 1991). Los elementos teóricos y metodológicos que propongo para la psicología social en capítulos posteriores pretenden tener en cuenta dichos aspectos estructurales, sin por ello negar que la realidad social es construida simbólicamente en el curso de la interacción social y que, por tanto, está sujeta al cambio. En este sentido, el interaccio­ nismo simbólico constituye un modelo teórico de gran utilidad en el análisis psicosocial de la conducta humana en la medida en que incor­ pore al mismo una concepción estructural, tal y como sucede en el enfoque que del interaccionismo nos ofrece Stryker (1987, p. 91), en el que se tienen en cuenta los aspectos simbólicos y estructurales de la realidad social: «el yo guía y organiza la conducta y es moldeado a través de la interacción con otros, pero son las estructuras sociales las que moldean la interacción».

III.

EL PARADIGMA CO NDUCTISTA EN PSICOLOGÍA SOCIAL: CO NDUCTISM O SOCIAL

No creo necesario desarrollar aquí un amplio y detallado resumen de las diferentes teorías conductistas y neoconductistas con los diferen­ tes modelos de explicación del comportamiento o las distintas formas de condicionamiento —el lector interesado puede consultar excelen­ tes revisiones en m anuales como el de M unné (1989) o P inillos (1980)— . Dicha revisión excedería los lím ites planteados en este libro. Quisiera, sin embargo, realizar algunos comentarios sobre al­ gunas teorías que, recogiendo algunos aspectos de la tradición con­ ductista y neoconductista, han elaborado distintas nociones, como las

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de intercambio, aprendizaje vicario, etc., desde las que intentan expli­ car la conducta social. La influencia del modelo conductista en psicología social es per­ ceptible en diversas teorías como las del intercambio, las teorías del aprendizaje social y los estudios sobre persuasión y cambio de actitu­ des de la escuela de Yale, con Hovland a la cabeza (Hovland, Janis y Kelley, 1953). Otras teorías de alcance medio, entre las que cabe in­ cluir el estudio ya clásico de Dollard y otros (1939), la teoría del aprendizaje de M iller y Dollard (1941), la teoría de la autopercepción de Bem (1967), la teoría del locus de control de Rotter (1966), la teo­ ría de la facilitación social de Zajonk (1965), o la de la indefensión aprendida de Seligman (1975), entre otras, también serán deudoras del paradigma conductista y neoconductista. Estas teorías, en pugna con modelos de explicación cognitivista irán, paulatinamente, per­ diendo su importancia ante el predominio durante los años sesenta de la teoría de la disonancia cognitiva y de los diversos enfoques de la teoría de la atribución y de la cognición social durante los setenta y ochenta. Una prueba de este cambio lo constituye la reorientación de alguna de estas teorías, como la de la indefensión aprendida de Selig­ man (1975), que pasa a formar parte de las teorías de la atribución tras la reformulación de Abranson y otros (1978). Pero detengámo­ nos antes en indicar algunos contenidos de dos marcos teóricos de re­ ferencia casi obligada, como son la teoría del intercambio y la teoría del aprendizaje social.

m.i. Conducta e intercambio social Una de las corrientes de pensamiento derivadas del conductismo que mayor auge ha tenido en psicología social está formada por el grupo relativamente homogéneo de teorías del intercambio social. El lector in teresad o en co n trará am plios resúm enes en diferen tes textos (Blanch, 1982; Jiménez Burillo, 1985; Munné, 1989), así como en la monografía de Morales (198 ib). Aunque la investigación sobre el in­ tercambio social ha atraído la atención de la sociología y la antropo­ logía social, en psicología social destacan las aportaciones de Thibaut y Kelley (1959), Homans (1961) y Blau (1964/82), quienes, a su vez, han tenido una influencia decisiva en otros enfoques del intercambio como son la teoría de la equidad y la teoría de la elección racional (véase Jiménez Burillo, 1985; Morales, 1981 b). Serán estos tres auto­

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res los que nos sirvan como referente en la exposición de este enfo­ que teórico en el que, como señala Rodríguez Pérez (1993, p. 73), «se nos presenta un modelo racional de ser humano en el que su con­ ducta esta orientada y regida por la conservación y maximización de sus intereses». Al igual que la teoría de Thibaut y K elley (1959), la teoría de Homans explica la conducta humana en términos de intercambio. El modelo propuesto por este último autor parte del supuesto de que el comportamiento social se rige por las mismas reglas que el comporta­ miento individual. De igual forma, para inferir leyes sobre el com­ portamiento social sólo hay que observar detenidamente aquellos principios que determ inan el com portam iento in d iv id u al. Para Homans (1970/82, pp. 92-100), estos principios fundamentales, to­ mados en gran medida de la psicología de Skinner, son cinco: 1. Cuanto más sea recompensada la actividad de una persona, tanto más pro­ bable es que ésta lleve a cabo esa actividad. 2. Si la actividad de una persona se ha visto recompensada en el pasado, ma­ yor es la probabilidad de que la persona realice esa actividad u otra seme­ jante. 3. Cuanto más valiosa sea la recompensa de una actividad para una persona, tanto más probable es que ésta realice esa actividad. 4. Cuanto más haya recibido una persona una recompensa determinada en un pasado inmediato, tanto menos valiosa le resultará dicha recompensa. 5. Si una persona no recibe por su actividad la recompensa que esperaba o recibe un castigo que no esperaba, mostrará una actitud agresiva que le servirá de recompensa.

En el esquema que vertebra la psicología de Homans (1961) es importante hacer referencia a su noción de «justicia distributiva» para explicar el comportamiento que regula las relaciones de intercambio entre dos personas. Para este autor, las relaciones de intercambio no se darán a menos que las recompensas obtenidas por quienes partici­ pan en la interacción sean proporcionales a sus estatus sociales y a sus inversiones. Es decir, cuando los beneficios obtenidos por una per­ sona no son proporcionales a sus inversiones es poco probable que la relación de intercambio continúe. El reduccionismo psicológico, tanto teórico como metodológico, es consustancial a la teoría de Homans, pues su objetivo es explicar el comportamiento individual y social a partir de principios psicológi­ cos. A este reduccionismo habría que añadir como característica fun­

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damental su intención de establecer “leyes” generales del comporta­ miento humano. El conjunto de proposiciones establecido por H o­ mans para explicar el comportamiento social se refiere al individuo, independientemente de su contexto normativo o cultural, pretensión compartida en su primer libro, El grupo humano (Homans, 1959/77), en donde pretende determinar las uniformidades del comportamiento intragrupal, estableciendo para ello una serie de principios generales de validez transcultural. Sirva como ejemplo de dichos principios el siguiente: «cuanto mayor sea la frecuencia con que las personas interactúen unas con otras, más fuertes podrán ser sus mutuos sentimien­ tos amistosos» (p. 158). Si bien El grupo humano está organizado en torno a las ideas de­ rivadas de la teoría funcionalista, en tanto que en Social behavior, Homans (1961) parte de los principios del condicionamiento ope­ rante de Skinner, el reduccionismo psicologista y el establecimiento de principios generales que regulan el comportamiento de las perso­ nas son dos rasgos que, a mi juicio, dan continuidad teórica y meto­ dológica a su obra. En 1959, Thibaut y K elley publican The social psychology o f groups. En este libro, ambos autores presentan una teoría de las rela­ ciones interpersonales y el funcionamiento grupal. Su postulado bá­ sico es que toda conducta social necesita para su mantenimiento que sea reforzada o, dicho en otros términos, recompensada. Si una con­ ducta social no es reforzada dejará de realizarse. De esta forma, toda interacción puede ser explicada en función de una relación de inter­ cambio en la que dos o más individuos interactúan para conseguir metas que les son mutuamente beneficiosas. Si bien esta teoría tiene un marcado carácter individualista, pues asume que entendiendo las relaciones de intercambio que se dan en la diada es posible explicar las relaciones de los grupos sociales, su mérito consiste, tal y como indican Deutsch y Krauss (1965/84, p. 120), en [...] el hecho de que las recompensas y los costos no se experimentan como absolutos: la importancia psicológica de una recompensa varía según las ex­ periencias pasadas de la persona y las oportunidades presentes. Al ampliar de esta manera el concepto de resultado, T hibault y Kelley establecieron un puente entre los conceptos de los teóricos de la Gestalt y los psicólogos del refuerzo. Tradicionalmente los guestaltistas pusieron de relieve que las re­ compensas se perciben en relación con un contexto, pero dejaron de lado el estudio de las consecuencias de la recompensa sobre el comportamiento; los

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psicólogos del refuerzo, en cambio, acentuaron las consecuencias de la recom­ pensa pero no las condiciones que determinan el modo en que se la percibe.

La satisfacción o atracción de una relación social, así como su per­ manencia o extinción, dependerán, de acuerdo cón ambos autores, del •■nivel de comparación» y del «nivel de comparación para las alternati­ vas». El primer concepto hace referencia al nivel mínimo que los resul­ tados de una interacción deben tener para que dicha interacción resulte satisfactoria. El segundo concepto hace referencia a la comparación entre los resultados obtenidos en una interacción con los que se derivai ían de llevar a cabo otras interacciones; es decir, el «nivel mínimo para que la relación permanezca». Ambos autores ejemplifican su análisis de los procesos de dependencia en las relaciones interindividuales me­ diante el uso de matrices. Estas matrices representan las diferentes es­ trategias y combinaciones de estrategias que pueden darse entre las personas en el curso de su interacción. Las elecciones de cada partici­ pante determinan diferentes costos y recompensas y, en definitiva, di­ ferentes grados de satisfacción. Algunos de los aspectos de la teoría de estos dos psicólogos sociales son revisados posteriormente por ambos autores al analizar aquellas interacciones en que la relación no está guiada tanto por el beneficio propio como por el interés por el otro (véase Collier, Minton y Reynolds, 1991; Munné, 1989). Al comienzo de la exposición de su teoría del «emergentismo so­ cial», Blau (1964/82, pp. 4 y 5) define el concepto de intercambio de la siguiente forma: Para que una conducta desemboque en intercambio social ha de satisfacer dos condiciones. Tiene que estar orientada hacia metas que sólo se pueden satisfacer por medio de la interacción con otras personas y tiene que proveer los medios para la obtención de tales metas [...]. En pocas palabras, el inter­ cambio social puede reflejar cualquier conducta orientada a metas social­ mente mediadas [...]. El intercambio social, tal y como se concibe aquí, se limita a las acciones que son contingentes a las reacciones recompensantes de otros y que cesan cuando estas reacciones esperadas no se producen.

El objetivo de este sociólogo es el de estudiar cómo formas y procesos complejos de asociación emergen de formas de asociación más simples. En contraposición a la teoría de Homans, Blau (1964/82) pro­ pone dar una explicación más sociológica de los procesos de inter­ cambio. En palabras del propio autor:

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Mi desacuerdo con la teoría de Homans brota de esta concepción en la que el intercambio tiene una naturaleza estrictamente social. El objetivo de la teoría del intercambio para los sociólogos es, en mi opinión, explicar la vida y la es­ tructura sociales en términos de los principios de intercambio, derivados de los análisis de los procesos recíprocos que componen el intercambio social, y no explicar la conducta individual implicada en el intercambio recurriendo a principios psicológicos [...]. En otras palabras, no soy un reduccionista psico­ lógico, mientras que Homans lo es, o, más bien, es un individualista meto­ dológico, denominación que él prefiere [Blau, 1982, p. XVI].

Pese a esta afirmación de Blau, su enfoque teórico sigue siendo psicologista, pues si bien su interés es el de fundamentar una teoría sociológica que explique la formación de la estructura social y no la conducta individual, como era el caso de Homans, para ello recurre a principios psicológico-individuales. Así, por ejemplo, las diferencias de estatus y de poder características de la estructura social son vistas como consecuencia de intercambios desiguales de recompensas socia­ les. U na explicación sociológica debería tener también en cuenta cómo la estructura social determina intercambios desiguales. En úl­ tima instancia, y según Blau, la interacción social está basada en ten­ dencias psicológicas básicas como son la atracción entre los indivi­ duos y sus deseos de recompensa (Blau, 1982, p. 16). Los principios que dirigen los intercambios entre las personas son similares a los que se aplican en la teoría liberal económica, siendo la ley de la oferta y la demanda la que regularía los mismos. La teoría del intercambio de Blau propone un modelo universalista de conducta racional estructu­ rado en torno a relaciones de intercambio que se explicarían por los mismos principios que regulan la actividad económica en las socieda­ des de mercado. En resumen, además de la falta de especificidad conceptual de nociones como “valor”, “recompensa”, “beneficio”, “nivel de com­ paración para las alternativas”..., lo que en parte explica su olvido de la génesis social e histórica de estos conceptos, las teorías del inter­ cambio aquí expuestas no se apartan de dos de los pilares sobre los que se ha construido el paradigma dominante en psicología social, como son el reduccionismo psicológico y el establecimiento de prin­ cipios universales del comportamiento humano. Asimismo, aunque los diferentes enfoques que de la teoría se han expuesto presuponen la existencia de procesos simbólicos en toda relación de intercambio, no se detienen en su análisis (véase Morales, 1981 b). Este hecho difi­

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culta una comprensión global de los fenómenos que pretende expli­ car. Se trata, en definitiva, de una psicología social ahistórica y etnoccntrica. Estas críticas no anulan el carácter explicativo de la teoría ni su fecundidad a la hora de guiar la investigación de temas como la te­ rapia conyugal, la distribución de poder dentro de la familia o la co­ municación informal (véase Morales, 1981 b). En resumen, y como señala Torregrosa (1982, p. X III): hn una sociedad en que casi todo puede estar sometido al valor de cambio es ile esperar, casi tautológicamente, que las teorías del intercambio reflejen o, incluso, modelen la lógica de los procesos sociales. Ahora bien, de ahí a pre­ tender que estamos ante un modelo de hombre y sociedad que se correspon­ den con una supuesta naturaleza humana inmutable y ahistórica, y que, por tanto, es universal c intemporalmente válido, es sumamente arriesgado, y creo que, hoy por hoy, insostenible.

ii 1.2. De las teorías del aprendizaje social al conductismo sociocognitivo Ya quedó indicado en páginas anteriores que en las primeras formu­ laciones de M iller y Dollard (1941) sobre la teoría del aprendizaje so­ cial, basadas en la teoría del aprendizaje de H ull y en el psicoanálisis, se destacaban los procesos de imitación y refuerzo. Un nuevo enfo­ que de la teoría es el propuesto por Bandura (1962) y Bandura y Walicrs (1963/74). En él se cuestiona la importancia que los primeros teóricos del aprendizaje social asignaban al papel del refuerzo en el aprendizaje por imitación. Bandura (1962, 1976/82), sin negar la im­ portancia del refuerzo, destaca que en numerosas ocasiones el apren­ dizaje no se da como consecuencia del refuerzo, sino de forma vica­ ria; es decir, por observación de otras personas, anticipando las consecuencias de la propia conducta. La teoría del aprendizaje social de Bandura es también una crítica .il modelo E-R, prototípico del conductismo radical, en el que se pro­ pone una noción del comportamiento humano demasiado mecanicista como para poder perdurar en la explicación de la conducta, y ante la que reaccionarán psicólogos como Bandura. La teoría desa­ rrollada por Bandura (1976/82; Bandura y Walters, 1963/74) supone un cambio de perspectiva con respecto a dicho modelo, en donde el aprendizaje y la conducta son considerados como el resultado de si­

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tuaciones de refuerzo provenientes del medio. En este modelo unidi­ reccional, es el medio el que influye sobre el individuo, reaccionando este de forma pasiva ante las presiones del mismo. Por el contrario, la teoría propuesta por Bandura, tras enfatizar en un primer momento la im portancia del aprendizaje observacional (Bandura y W alters, 1963/74), concibe la conducta como el resultado de la interacción de factores am bientales, personales y com portam entales (Bandura, 1976/82). En ella, no sólo se tienen en cuenta los factores personales como mecanismos de explicación que se situarían entre el estímulo y la respuesta, sino que se señala el papel que juega la cognición en la conducta: Las teorías que niegan que los pensamientos regulan las acciones no se pres­ tan fácilmente a explicar la conducta humana. Podrán repudiarse las activida­ des cognoscitivas en el marco del condicionamiento operante, pero hay algo m uy simple: su influencia en las secuelas causales no puede eliminarse [Ban­ dura, 1976/82, p. 24],

Para Bandura, el comportamiento social obedece a una causalidad múltiple en la que, además de los factores externos y personales, se incluyen los elementos cognoscitivos en forma de «procesos simbóli­ cos», se enfatiza la importancia del aprendizaje vicario —basado en el recuerdo de los efectos de las conductas de otras personas y que hace posible anticipar las consecuencias que se derivan del propio com­ portamiento— y, por último, se recurre a una noción de autorregula­ ción del comportamiento, escapándose así del determinismo del con­ ductismo radical. Volveré sobre este último punto cuando trate de las concepciones relativistas en psicología social, enmarcándolas en el paradigma individualista de nuestra disciplina. La psicología social no parece haber tenido demasiado en cuenta la teoría del aprendizaje social de Bandura, tal vez porque la misma es considerada, comúnmente, como teoría socioconductista, pasada ya de moda ante el auge del cognitivismo. Sin embargo, la concepción del comportamiento social que subyace a esta teoría es estrictamente psicosociológica, alejada de reduccionismos de uno u otro signo: Las perspectivas psicológicas del determinismo, como otros aspectos de la teorización, condicionan la naturaleza y el alcance de la práctica social. Los determ inistas del ambiente tienden a utilizar sus métodos al servicio de modelos de conducta preescritos institucionalm cnte. Los determ inistas personales prefieren cultivar las potencialidades de auto-dirección. Este úl-

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limo enfoque conductual y el humanismo tienen mucho en común [...]. La ética autocéntrica de la auto-realización tiene que ser moderada por la con­ sideración de las consecuencias sociales de la conducta personal. Los conductistas generalmente subrayan las fuentes ambientales de control, mien­ tras que los humanistas tienden a restringir su interés al control personal I Contrariam ente a la visión unidireccional, los logros humanos son el resultado de la interacción recíproca de las circunstancias externas con nu­ merosas determinantes personales, entre los que se incluyen las potenciali­ dades de que está dotada la persona, las competencias adquiridas, el pensa­ miento reflexivo y un nivel alto de iniciativa personal [Bandura, 1976/82, pp. 241-242].

Con posterioridad, todos estos aspectos de la teoría del aprendi­ zaje social son desarrollados y profundizados por Bandura (1987), acercando sus ideas al campo de la cognición social y recogiendo, aunque sin citarlo, las aportaciones del interaccionismo simbólico. El propio Bandura (1987) propone una nueva definición para su enfo­ que: teoría social cognitiva. En ella se enfatiza el papel de la capaci­ dad simbólica de la persona, la conducta propositiva y autorregulada, el aprendizaje por observación y las autopercepciones de eficacia (véase, en relación con este último punto, su teoría de la autoeficacia, Bandura, 1977). Algunos autores como Munné (1989) han calificado la teoría de Bandura de conductismo sociocognitivo, afirmando que se trata de una interpretación hedonística del esquema E-R. En cualquier caso, los postulados teóricos de Bandura han subrayado algo que muchas de las teorías en psicología social parecen ignorar: el «determinismo recíproco» entre el medio y la conducta de las personas. El entorno ejerce un control a través de las «limitaciones de la situación» y del repertorio de posibles respuestas a la acción de los otros. No todos los medios posibilitan un mismo grado de posibilidades para una conducta autónoma y autodirigida. Esas mismas diferencias en las características del entorno condicionan y delimitan la conducta. Las ca­ racterísticas del medio son, por tanto, una condición necesaria para una elección real en el curso del comportamiento. El reconocimiento de este factor es básico, y así ha sido considerado por psicólogos so­ ciales como Himmelweit (1990), para quien es un requisito necesario en la construcción de una psicología social más «societal», o Jahoda (1989), para quien supone una de las características imprescindibles en pos de una psicología social no reduccionista. Pero, si el ambiente

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influye en la conducta, aquél es, a su vez, un producto de las acciones de los individuos: En general, el entorno es sólo una potencialidad hasta que es actualizado por las acciones adecuadas; no es una propiedad fija que de forma inevitable se imponga a los individuos [Bandura, 1976/82, p. 230J.

Esta misma idea es desarrollada por Bandura en su exposición de la «teoría cognitiva social» (Bandura, 1987, p. 44) al referirse al con­ cepto de «reciprocidad triádica», según el cual «la conducta, los fac­ tores cognitivos y demás factores personales y las influencias ambien­ tales operan de forma interactiva como determinantes recíprocos». Si el modelo conductista presentaba en la concepción de la psico­ logía social de Allport el marco donde desarrollar su concepción in­ dividualista de la psicología social, desarrollos ulteriores como los de Bandura (1976/82, 1987; Bandura y W alters, 1963/74), constituyen explicaciones más sociales del com portam iento hum ano, lo que unido a su rigor teórico y metodológico (Munné, 1989) hace de ella un marco de interpretación al que los psicólogos sociales deberíamos prestar más atención.

IV.

EL COGNITIVISMO EN PSICOLOGÍA SOCIAL

Pese a las matizaciones posteriores introducidas por Floyd Allport (1962) en sus planteamientos individualistas, la explicación de fenó­ menos grupales o colectivos en términos individuales ha encontrado una enorme resonancia ulterior, siendo predominante en la psicología social contemporánea. La cada vez menor influencia del paradigma conductista y neoconductista en psicología social, y el predominio del paradigma cognitivista, con su énfasis en la consideración de que las personas no son meros objetos sometidos a la influencia del me­ dio sino que es en el procesamiento de la información de dicho me­ dio donde radica una explicación correcta del comportamiento, no supondrá, en muchos de los estudios realizados, un cambio en dicho modelo individualista. Aunque este reduccionismo individualista no aparece tan explí­ cito como en la conocida e ilustrativa sentencia de un psicólogo social como Berkowitz (1962, p. 167), según la cual, «el estudio de los gru­

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pos es en última instancia un problema de psicología individual. Son los individuos los que deciden ir a la guerra; son los individuos quie­ nes luchan en las batallas y son los individuos los que deciden la paz», lo cierto es que sigue persistiendo en gran parte de la psicología social esta misma visión, a pesar de las transformaciones acaecidas en el paradigma dominante de la psicología social. Si bien la preocupación mostrada por los primeros teóricos de la Vólkerpsychologie y la psicología de masas por los procesos de ca­ rácter colectivo pierde importancia con el dominio en psicología del paradigma conductista, su sustitución por el modelo cognitivo tam­ poco ha supuesto un cambio radical a este respecto. Al paradigma cognitivista en psicología puede criticársele el que haya sustituido un individualismo de carácter reactivo por, en el mejor de los casos, un individualismo ilustrado. En este sentido, merece la pena citar el interesante artículo de Sampson (1981, p. 734) sobre los aspectos ideo­ lógicos de la psicología cognitiva: Id conductismo nos da una idea de la persona como receptor pasivo sobre el que un mundo activo escribe sus mensajes; el cognitivismo ha cambiado esta perspectiva ofreciéndonos una realidad pasiva sobre la que la persona cognilivamente activa escribe.

Este supuesto de la psicología cognitiva no difiere en gran medida cuando nos trasladamos a la psicología social, tal y como podemos comprobar en esta cita de un psicólogo social cognitivo como es Eiser: En sus supuestos teóricos, el modelo cognitivo en psicología social ha sido construido sobre el punto de vista del individuo como procesador activo de la información. La hipótesis principal es la de que el efecto de cualquier estí­ mulo depende de cómo es éste categorizado e interpretado por el perceptor, y cómo esta interpretación depende de los atributos de los estímulos y de las expectativas previas y niveles de comparación previos del perceptor [Eiser, 1986, p. 343].

Para ilustrar el predominio del carácter individualista de la psico­ logía social cognitiva me centraré en el análisis crítico de distintas teorías, modelos e hipótesis que constituyen el núcleo de lo que co­ nocemos como sociocognitivismo. Asimismo, en las páginas siguien­ tes se incluyen algunas reflexiones sobre la necesidad de que en los estudios sobre procesos cognitivos se tenga en cuenta una perspectiva

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interaccionista, con el objeto de superar el sesgo individualista de una gran parte de los estudios en psicología social cognitiva.

iv.i. Teorías de la consistencia. La disonancia cognoscitiva de Festinger Las teorías de la consistencia cognitiva ocupan un lugar preeminente en la psicología social de los años sesenta, persistiendo su influencia en los años setenta (véase Aronson, 1980). El supuesto que subyace a los diferentes enfoques que podemos agrupar en este marco teórico —teoría del equilibrio de Heider (1946), de la congruencia de Osgood y Tannenbaum (1955) y de la disonancia de Festinger (1957/75)— está basado en la idea de la persona como un organizador cognitivo, ra­ cional y consistente del medio. De las teorías incluibles en este mo­ delo, la teoría de la disonancia cognoscitiva de Festinger (1957/75) es la más conocida y la que ha dado lugar, hasta hace poco tiempo, a un mayor número de investigaciones, particularmente en el campo del cambio de actitudes. Es en esta área de estudio donde radica la princi­ pal aportación de la teoría. Su enfoque cognitivo-motivacional del cambio de actitudes supone un giro importante en el predominio de las explicaciones de los teóricos del refuerzo durante los años cuarenta y cincuenta. A su vez, otras perspectivas teóricas, como la teoría de la autopercepción de Bem (1967) o la teoría del manejo de impresiones de Tedeschi y otros (1971), han propuesto, corí posterioridad, inter­ pretaciones alternativas de los resultados ofrecidos en las investiga­ ciones de Festinger. La proposición motivacional básica de esta teoría es la de que todo organismo tiende a una situación de equilibrio. Cuando dicho equilibrio se quiebra, por la contradicción de elemen­ tos comportamentales, cognitivos o motivacionales de carácter diso­ nante, la persona tiende a restablecer dicho equilibrio. En la teoría de Festinger, el foco de atención se encuentra en los mecanismos indivi­ duales de reducción de la tensión psicológica que provoca toda diso­ nancia. El propio autor es muy claro al afirmar que el contexto social no cambia en nada la naturaleza individual de los procesos de reduc­ ción de la disonancia. Todo lo más, la dificulta o la facilita (Festinger y Aronson, 1968/82). Sin embargo, esta tendencia motivacional diri­ gida a reducir la tensión que origina la disonancia no es generalizable a todas las personas, como pretende Festinger, y difícilmente puede considerarse como una disposición individual (véase Huici, 1987
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La disonancia ni puede explicarse exclusivamente en términos psico­ lógicos ni puede ser entendida si no es formando parte de un con­ texto normativo y valorativo. Estos contextos normativos son cons­ trucciones sociales antes que individuales. Es en ellos donde se define el carácter disonante de cualesquiera dos elementos. La contradicción cognitiva es, antes que nada, una contradicción entre sistemas de creencias ancladas en identidades grupales. En este sentido, la teoría de la disonancia es incapaz de explicar por qué o en qué circunstancias surge la disonancia; simplemente parte del supuesto de su existencia para, a continuación, señalar que todo organismo tiende a su reduc­ ción. Como señala Gergen (1973, p. 318), no son los mecanismos psi­ cológicos de reducción de la disonancia los que deben ser objeto de preocupación para el psicólogo social, sino su inteligibilidad en dife­ rentes contextos sociohistóricos: La teoría de la disonancia depende del presupuesto de que las personas no pueden tolerar cogniciones contradictorias. La base de dicha intolerancia no parece estar genéticamente dada. H ay personas que sienten de forma muy d i­ ferente con respecto a dichas contradicciones. Así, por ejemplo, los primeros existencialistas celebraron el acto inconsistente.

Desde esta perspectiva histórica a la que se refiere Gergen, es po­ sible evaluar tanto el contenido de la teoría de la disonancia cognosci­ tiva como su evolución en el marco de la psicología social. En este sentido, resulta pertinente la consideración que C ollier, M inton y Reynolds (1991, p. 211) hacen al respecto: El supuesto central de las teorías de la disonancia y de la consistencia es que el conflicto es estresante y que las personas buscan el equilibrio y la armonía, lo cual no es más que un reflejo de las tendencias sociales que tienen lugar tras la segunda guerra mundial. El crecimiento de la economía de mercado y el consumo reforzaron el “ethos” americano del individualismo posesivo. En una sociedad orientada hacia el consumo, el conflicto es visto como una fuerza disruptiva que interfiere con las habilidades personales para perseguir el interés propio en una atmósfera de armonía y equilibrio [..], la consonancia cognitiva más que la disonancia era el mejor modelo para una conducta psi­ cológica típica.

En resumen, la teoría de Festinger sitúa en la mente de los indivi­ duos lo que es un producto social o, dicho en otros términos, reduce lo que es un proceso estructural e interpersonal a un proceso intra-

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psíquico. Parte de la existencia de la disonancia sin tener en cuenta cuáles son las circunstancias sociales, culturales e históricas que hacen que los elementos de una misma situación sean percibidos o no como disonantes por distintos grupos sociales. O tra de las críticas realiza­ das a esta teoría se refiere a la vaguedad conceptual con la que está formulada y a la falta de validez metodológica de los experimentos realizados para contrastar las hipótesis derivadas de este enfoque. Fi­ nalmente, a diferencia de Festinger, podemos concebir la contradic­ ción de cogniciones opuestas, no como antecedentes de procesos uni­ versales de reequilibrio que tienen lugar en la mente del individuo, es decir, como un proceso intrapsíquico, sino como la consecuencia de sistemas de creencias sociales contradictorios. Dichos sistemas de creencias sirven para el mantenimiento de la identidad grupal e indi­ vidual. Surgirá disonancia allí donde la identidad grupal se vea ame­ nazada. Los cambios cognitivos o en la conducta no tienen por qué basar su explicación, exclusivamente, en la búsqueda del equillibrio individual tras la aparición de la disonancia, y pueden también ser in­ terpretados como el resultado de una amenaza a la identidad grupal o colectiva. Asimismo, la disonancia puede ser interpretada, como se­ ñala Crespo (1982, p. 254), como un cuestionamiento del sentido de la acción. Pese a las críticas señaladas, la teoría propuesta por Festinger y colaboradores es una perspectiva original que ocupa un lugar desta­ cado en la historia reciente de la psicología social, al poner en cues­ tión las predicciones de los teóricos del refuerzo y proponer una teo­ ría alternativa al cambio de actitudes.

iv.2. Las teorías de la atribución Los diferentes enfoques que constituyen la teoría de la atribución tie­ nen su origen en los análisis de Heider (1944,1958), aunque no alcan­ zarán una importancia clave en la psicología social cognitiva hasta la década de los setenta. Fleider (1958), con su libro The psychology of interpersonal relations, y años antes con su estudio «Social perception and phenomenal causality», constituye un punto de referencia inelu­ dible en la construcción de las teorías posteriores sobre la atribución, como son las de Jones y Davis (1965) y Kelley (1967, 1973). Si bien Heider (1958) es consciente de las limitaciones de su enfoque, su pre­ tensión es la de construir una psicología del sentido común desde un

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punto de vista que podemos calificar de reduccionismo metodológico individualista, al considerar que la unidad de análisis es la persona. Un aspecto clave de dicha psicología será para este autor el estudio de los procesos de atribución. Tal y como el propio Heider señala: «Las atribuciones en términos de causas personales e impersonales (...) son un factor determinante de nuestra comprensión y reacción ante el medio» (1958, p. 16). La necesidad de las personas de establecer las causas de los sucesos sociales como un elemento esencial de sus rela­ ciones interpersonales constituye la idea central de los posteriores de­ sarrollos de la teoría de la atribución. Explicar el proceso mediante el cual la persona construye sus inferencias causales acerca del medio y cómo dichas inferencias constituyen mecanismos cognitivos centrales para la compresión del comportamiento, serán los objetivos de los psicólogos de la atribución. De estas nuevas teorías, dos son de particular importancia: la teo­ ría de las inferencias correspondientes de Jones y Davis (1965) y el modelo de la covariación de Kelley (1967, 1973). M uy brevemente, el modelo presentado por Jones y Davis parte de la consideración de que la persona que observa una acción atribuirá dicha acción a dispo­ siciones personales si infiere que la conducta se corresponde con una disposición e intención estable por parte de quien la realiza. De acuerdo con Jones y Davis (1965, p. 222): Se asume que, generalmente, el perceptor comienza con la acción pública de otro [...] entonces toma ciertas decisiones sobre la habilidad y el conoci­ miento que le permitan enfrentarse con el problema de atribuir intenciones particulares al actor. La atribución de intenciones es, a su vez, un paso nece­ sario para la asignación de características más estables al actor.

Cuando el perceptor infiere que el actor conoce las consecuencias de su acción y tiene la capacidad para llevarla a cabo, el origen de d i­ cha acción será atribuido a una disposición del actor. Dos principios, el de «los efectos no comunes» y el de «la deseabilidad social», determinan la probabilidad de que el actor realice una inferencia correspondiente. Cuanto menores son los efectos no co­ munes, por ejemplo, cuando la acción escogida tiene un sólo efecto, o cuanto más inusual o socialmente no deseada es una acción, mayor será la probabilidad de atribuir esa acción a una disposición personal. En el modelo propuesto por Kelley, el que una persona atribuya la causa de una conducta o acción a la persona que la realiza, a la enti­

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dad a la cual va dirigida su acción o a las circunstancias, dependerá de tres factores: distintividad, que hace referencia a si la persona se com­ porta de igual forma o de manera distinta en otras situaciones, con­ sensualidad, que hace referencia a si la persona se comporta igual que otras personas ante la misma situación o de forma diferente, y consis­ tencia, que hace referencia a si la persona se comporta igual o de forma diferente en distintos momentos del tiempo ante la misma si­ tuación. Ateniéndonos al principio de covariación propuesto por Ke­ lley, la presencia o ausencia de cada uno de los tres factores mencio­ nados dará lugar a un tipo diferente de explicación causal. Por ejemplo, la conducta que refleja una alta consistencia, una baja distin­ tividad y un escaso consenso, será atribuida a la persona; se atribuirá a las circunstancias cuando la conducta de la persona tiene una baja consistencia, alta distintividad y bajo consenso; por último, cuando la información de una conducta refleja una alta consistencia, una alta distintividad y un alto consenso, la atribución de responsabilidad se realizará no sobre la persona que realiza la acción sino sobre el objeto de la misma. Kelley reconoce que su modelo de covariación es un modelo idealizado, al suponer que la persona ha realizado múltiples observaciones y dispone de la información necesaria para la atribu­ ción de causalidad. Lo normal es que una inferencia causal se dé partiendo de una sola observación. En este caso, según Kelley (1973), el proceso de atribución se realiza sobre la base de una configuración de las causas plausibles de la acción o de la conducta observada. El supuesto principal que subyace a la teoría de K elley (1973, p. 112), que a su vez recoge de la teoría de Heider (1958), es que cuando realizamos una inferencia atributiva lo hacemos de forma análoga al científico:

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Se asume que el hombre de la calle, el psicólogo ingenuo, utiliza una visión ingenua del método científico. No hay duda de que su versión no es una buena réplica de la del científico [...]. Sin embargo, posee ciertas propiedades generales comunes al análisis de la varianza tal y como éste es utilizado por los científicos del comportamiento.

teorías formuladas desde una perspectiva conductista, como la de la indefensión aprendida, han sido reformuladas en términos atributi­ vos, y nuevos modelos teóricos como el de Weiner (1986) han hecho su aparición, incorporando elementos de carácter motivacional. Fi­ nalmente, se ha ido desarrollando todo un conjunto de hipótesis acerca de los sesgos y errores producidos en los procesos atributivos, entre los que podríamos destacar: el del «error de atribución funda­ mental», que consiste en la tendencia a atribuir la conducta a factores personales, obviando las características situacionales; el de «las dife­ rencias actor-observador», que consiste en atribuir nuestra propia conducta a factores situacionales, mientras que la misma conducta, cuando son otros quienes la realizan, tiende a ser atribuida a factores personales; y, por último, el del «efecto del falso consenso», que hace referencia a la tendencia a pensar que nuestras acciones son comparti­ das por otras personas y no el reflejo de disposiciones personales (para un resumen más detallado de los errores o sesgos de atribución, véase Echevarría, 1991; Hewstone, 1992; Hewstone y Antaki, 1988; Pennington, 1988; Ross y Nisbett, 1991, etcétera). Las críticas realizadas a los diferentes modelos y/o enfoques que forman lo que se ha venido en denominar teoría de la atribución han sido numerosas. Si exceptuamos algunos enfoques recientes (véase Echevarría, 1991; Hewstone, 1992; Huici, 1987a\ Pennington 1988),' en los que los procesos de atribución son estudiados en el marco de las relaciones intergrupales, sociales y culturales, las teorías expuestas se caracterizan por ignorar el contexto social en el que se dan los di­ ferentes estilos atributivos. La tendencia de estos enfoques a explicar la asignación de causalidad como un proceso interindividual olvida la causación social de las atribuciones, favoreciendo una explicación in­ dividualista. Esta concepción de los procesos de atribución y el isomorfismo establecido entre la persona y el psicólogo se olvida, en úl­ timo término,'de analizar los determinantes ideológico-culturales de las atribuciones. Resumiendo, la crítica que H owitt y otros (1989, p. 110) realizan a los sesgos o errores de atribución puede hacerse extensible a una gran parte de los estudios sobre atribución:

Las teorías brevemente descritas constituyen tres contribuciones esenciales en la teoría de las atribuciones. Desde que fueron formula­ das, la proliferación de estudios ha ido en aumento hasta fechas muy recientes. Nuevos enfoques han complementado los ya existentes;

Los teóricos han asumido que estaban estudiando principios generales de los juicios sociales. Los sesgos se entiende que son universales, que afectan a to­ dos los perceptores sociales, independientemente de su origen social, y son vistos como propiedades inherentes del proceso perceptual [...] así, por ejem­ plo, la distinción entre explicaciones personales y situacionales, y el sesgo ha­

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cia la primera, no refleja, necesariamente, ningún aspecto de la naturaleza hu­ mana. Alternativam ente, puede ser visto como ideas actuales acerca de las personas y la moralidad [H owitt y otros, 1989, p. 110].

iv.3. La noción de esquema Además de los estudios sobre los procesos de atribución, otro campo de análisis, central en las investigaciones sobre cognición y cognición social tras la finalización de la segunda guerra mundial, focaliza su atención en los procesos de decodificación de la información (véase Grande y Rosa, 1993). La idea que subyace a este enfoque es la metá­ fora del ordenador: de forma similar a aquél, los individuos son con­ cebidos como procesadores de datos. Se trata en última instancia de conocer las leyes que regulan el procesamiento, almacenamiento y utilización de la información en analogía con el funcionamiento computacional. Este modelo racionalista tan influyente en la psicología experimental cognitiva tiene también una gran influencia en psicolo­ gía social. Un concepto clave en este enfoque es el de esquema. Según Fiske y Taylor (1984, p. 140) un esquema social se define como una estructura cognitiva que representa el conocimiento organizado acerca de un concepto dado o clase de estímulos [...]. El concepto de esquema man­ tiene que la información es almacenada de una forma abstracta [...]. En otras palabras, el conocimiento original de las personas nos permite decidir qué in­ form ación es relevante para un determ inado tema o esquema, y, de esta forma, lo que es central para el procesamiento de la información. En resu­ men, el conocimiento originario acerca de las personas y de las situaciones permite a los perceptores sociales dar sentido a nuevos encuentros.

El contenido de los esquemas orienta el conocimiento de las per­ sonas, del yo, de categorías sociales más amplias, como las que carac­ terizan las relaciones intergrupales y los procesos de estereotipación, de situaciones sociales concretas (guiones), o, finalmente, sirven para seleccionar la información relevante a un esquema (Fiske y Taylor, 1984). Tanto el concepto de esquema como la tipología de esquemas parten, sin embargo, de dos nociones contradictorias entre sí: la pri­ mera hace referencia a la idea de persona como perceptor que cons­ truye activamente la realidad social, la segunda está centrada en la búsqueda de los principios cognitivos según los cuales se regula el procesamiento de toda información. La cognición social nos da, en

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definitiva, una idea contradictoria, pues nos presenta una noción del individuo como generador de conocimiento, y por otro lado postula que dicho conocimiento está sometido a idénticos procesos para to­ das las personas, los cuales regulan la forma en que percibimos el mundo. Dichos procesos mentales no se derivan exclusivamente de aspectos sociales o históricos sino también de rasgos de carácter cog­ nitivo e individual. En cualquier caso, y sin negar la utilidad de estos postulados para la comprensión de la conducta, aíslan al ser social del medio histórico y cultural, al no considerar que la simetría entre los modelos cibernéticos y la mente humana es en sí misma un producto social de nuestra época, como lo fueron los modelos hidráulicos en la explicación de la agresión en su momento. Por otro lado, la noción de esquema debería incorporar los aspectos afectivos, motivacionales y normativos de la conducta (véase Zajonk,1980) y no reducir todo proceso de categorización social a un proceso de categorización cog­ nitiva. Finalmente, cabe señalar la crítica que a este enfoque han reali­ zado autores como Forgas (1981, p. 5), quien señala que, si bien las investigaciones sobre el procesamiento de la información deben ser tenidas en cuenta en psicología social, ésta no puede constituir parte esencial de la psicología social por su carácter individualista y no so­ cial, así como por la ambigüedad del enfoque: La psicología social no es, en primer lugar, el estudio de cómo procesadores individuales y aislados se las arreglan para dar sentido a los estímulos que se les presentan. Es un campo dedicado a comprender la conducta social nor­ mativa y motivada. El estudio de las estrategias del procesamiento de la in­ formación es sólo uno de los muchos campos que deben ser estudiados.

iv.4. Sesgos y errores en la cognición Otra área de investigación dentro del enfoque cognitivo en psicología social parte de la concepción del individuo como procesador imper­ fecto que simplifica la información que recibe, lo que provoca distor­ siones en la percepción del medio. De acuerdo con este modelo, di­ chos errores en la evaluación de situaciones físicas o sociales son debidos, principalmente, a principios cognitivos de carácter psicoló­ gico: tendencia a interpretar situaciones ambiguas en función del grado de accesibilidad a alguno de los elementos que las caracterizan, mayor accesibilidad a explicaciones de carácter emocional que racio­

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nal, negación de información que contradice nuestras creencias pre­ vias, acentuación de las diferencias entre objetos pertenecientes a ca­ tegorías diferentes, etc. (véase Leyens y Codol, 1988). Una gran parte de la evidencia experimental en que se basan estos resultados tiende a ignorar, de nuevo, los aspectos más sociales de dichos procesos an­ clándolos en una supuesta naturaleza idéntica para todos los organis­ mos. Estas explicaciones hacen que los mecanismos de percepción in­ dividual se conviertan en principios generales con los que explicar nuestros errores en la interpretación cognitiva del medio. Al no reco­ nocer las variables sociales, culturales e históricas implicadas en los procesos perceptivos, se naturalizan los mismos convirtiéndolos en atributos comunes a todos los individuos. M uy probablemente, tanto los errores o sesgos atributivos como otras distorsiones en la cognición serían más el reflejo de sesgos culturales que propiedades psicológicas de la mente. En este sentido, los psicólogos sociales cog­ nitivos deberían preocuparse más por indagar acerca de la validez transcultural de sus afirmaciones realizando estudios comparados con los que poder confirmar o refutar la universalidad e invariabilidad de los procesos cognitivos descritos (véase Collier y otros, 1991).

V.

ASPECTOS INDIVIDUALES Y SOCIALES DE LA CO G N ICIÓ N SOCIAL

Tanto la teoría de la disonancia cognoscitiva como los enfoques que acaban de ser mencionados reducen la explicación del com porta­ miento social a principios psicológico-cognitivos de carácter univer­ sal. No es de extrañar que finalmente estos procesos de carácter cog­ nitivo sean entendidos como mecanismos perceptivos de carácter asocial. Heider ya señalaba en 1944 (Heider, 1944, p. 358) que la or­ ganización perceptiva del medio físico sigue las mismas leyes que la percepción de unidades sociales. Una concepción similar la encontra­ mos posteriormente en numerosos estudios de psicología social en los que los mecanismos reguladores de la cognición social se derivan de la aplicación de los mismos principios encontrados en la investiga­ ción en psicología cognitiva, reduciendo las características y el con­ texto social de la cognición a sus aspectos perceptivos o de procesa­ miento de la información (véase Eiser, 1986). Recientemente, Leyens y Codol (1988, p. 109) afirmaban, refi­ riéndose al carácter social de la cognición, que:

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Por legítima que esta preocupación pueda ser, es cada individuo quien se apropia y transforma el conocimiento social de los grupos y culturas a los que pertenece. La pregunta que debemos plantearnos no es ni la naturaleza social de la cognición ni la expresión de esta naturaleza social en el compor­ tamiento individual, sino el contenido y los mecanismos en que ésta se basa. En tanto en cuanto procesos de conocimiento social —elaboración y comu­ nicación— pueden ser revelados no solamente a través del complejo estudio de las relaciones entre grupos e individuos, sino también a través de un estu­ dio estrictamente cognitivo de los mecanismos de recepción y reconstrucción de personas individuales.

Si bien el reduccionismo psicológico caracteriza una gran parte de las investigaciones que constituyen el enfoque sociocognitivo (véase Huici, 1987#; Rodríguez Pérez, 1993; Sangrador, 1991#), no todos los psicólogos sociales que han defendido esta corriente teórica han sus­ tentado los mismos planteamientos. Autores como Zajonk (1980, p. 203) señalaban a este respecto que, sometidas a un examen más detenido, la percepción social y la cognición so­ cial nos muestran rasgos bastante diferentes de los mostrados por los estu­ dios realizados por los psicólogos experimentales. La percepción social y la cognición social crean una realidad social, afectando tanto al perceptor como a los objetos percibidos.

Pese a estas críticas, a las que habría que sumar las de otros psicó­ logos sociales, (p. ej., Forgas, 1981), en el sentido de que los estudios sobre cognición suponen procesos que no pueden ser reducidos a la sola investigación del procesamiento de la información, lo cierto es que el carácter social de la cognición como proceso y producto de la interacción sim bólica no ha sido suficientem ente reconocido, p ri­ mando una imagen mecanicista de las leyes que regulan los mecanis­ mos cognitiyos de los cuales depende el comportamiento. No obs­ tante, es dentro de esta última concepción, anclada en la corriente de pensamiento del interaccionismo sim bólico, donde podría darse un m ayor desarrollo de la psicología social cognitiva, pues si bien el interaccionismo simbólico nos provee de un marco teórico donde in­ terpretar la conducta humana en su especificidad, no dispone de un cuerpo de herramientas tanto heurísticas como teoréticas de alcance medio donde poder explicar el entramado complejo de producción del conocimiento que todo proceso de interacción simbólica implica. Si bien la unión de ambas corrientes no es tarea fácil ni exenta de

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contradicciones, lo cierto es que el sociocognitivismo puede aportar algunos instrumentos de análisis útiles si su énfasis en lo social no queda en un mero adjetivo, como ha venido sucediendo en gran me­ dida hasta ahora. Esta visión no es nueva, y así ha sido puesta de ma­ nifiesto por Ibáñez (1990, p. 176): Para que el estudio de la cognición social alcance una dimensión genuinamente social, aún sería preciso dar un paso más, y pasar del incipiente interés por la subjetividad al tema mucho más fundamental de la intersubjetividad. Asimismo, sería conveniente pasar desde unaskformulaciones en términos de cognición social a unos planteamientos mucho más psicosociológicos centra­ dos en el estudio de «mente social», tal y como la concebía, por ejemplo, George Herbert Mead.

En resumen, más que considerar que hay elementos comunes en­ tre el cognitivismo y el interaccionismo simbólico —ciertamente en­ tre ambas teorías existen elementos comunes, como es su explicación no determinista del comportamiento y su énfasis en el carácter activo de la persona en la construcción simbólica de su entorno—, lo que el interaccionismo simbólico y el sociocognitivism o pueden aportar son, respectivamente, el marco teórico y los procesos intermedios con los que analizar la realidad social. Si bien el interaccionismo sim­ bólico nos da cuenta de una teoría en la que la interacción comunica­ tiva juega un papel determinante en la construcción social del yo, los procesos a través de los cuales el individuo maneja, procesa, mani­ pula, recrea o distorsiona el conocimiento recibido en ese proceso de comunicación y lo integra en su conocimiento anterior sobre la reali­ dad social —que en definitiva constituye la base sobre la que enten­ der su comportamiento— no han sido objeto de desarrollo por parte del interaccionismo simbólico. Esto hace que los postulados del so­ ciocognitivismo no sólo no sean incompatibles con los del interaccio­ nismo simbólico sino que la conjunción de ambos marcos teóricos constituiría una posibilidad de fructífero desarrollo para la psicología social. Como señala Zajonk (1989), todo proceso cognitivo no puede ser estudiado más que en relación a los procesos comunicativos. En resumen, la aportación fundamental del interaccionismo simbólico al campo de la cognición social es la de considerar la génesis de los pro­ cesos mentales como el producto de la interacción simbólica, y no como procesos internos individuales. Además de la integración de ambos enfoques, se hace indispensa­

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ble la incorporación al campo de la cognición social de las dimensio­ nes afectiva y motivacional, así como la relación entre cognición y conducta (Sangrador, 1991#). Finalmente, cabe señalar que, aunque los estudios sobre cogni­ ción social tengan sus orígenes en la psicología cognitiva (Garzón, 1984), deberían incorporar también tradiciones de pensamiento que, por su carácter sociológico —caso de la sociología de Weber o las ideas interaccionistas de Mead— o por su naturaleza descriptiva y no experimental —p. ej., la fenomenología de Schutz—, no han sido ob­ jeto de atención. Sería conveniente que estas tradiciones de pensa­ miento fuesen incorporadas al campo de la cognición social. A si­ mismo, los estudios sobre cognición en psicología social deberían prestar más atención a la génesis sociocultural de las estructuras cognitivas (Sangrador, 1991#) y sustituir una visión mecanicista —bús­ queda de principios generales que regulan los procesos cognitivos in­ dividuales— por una visión más histórica y menos individualista de los mismos. Los estudios de Vigotski (1934/85), Luria (1976/87), Lu­ ria y Yudovich (1984) y Leontiev (1959/81), entre otros, sobre la de­ pendencia de los procesos cognitivos de factores histórico-culturales y sociales, así como la importancia atribuida al lenguaje en la génesis de los procesos mentales, indican una adecuada línea a seguir en los estudios sobre el papel de la cognición en el comportamiento hu­ mano. En este sentido, hay que destacar el estudio dirigido por Luria y realizado entre los años 1931-32 en una región del Uzbekistán, en donde se analizaron los cambios colectivos en los sistemas cognitivos de su habitantes como consecuencia de los cambios económicos, po­ líticos, religiosos y culturales acaecidos tras la introducción de las re­ formas sociales propiciadas por la revolución bolchevique. Como conclusión de dicho estudio, Luria señala que: Estos datos han mostrado convincentemente que la estructura de la actividad cognitiva no es la misma en diversas etapas del desarrollo histórico y que las formas primordiales de los procesos cognitivos —la percepción y la generali­ zación, la deducción y razonamiento, la imaginación y análisis de su vida in­ terior— tienen un carácter histórico y se modifican al modificarse las condi­ ciones sociales de vida y al asim ilar el individuo nuevos conocim ientos [Luria, 1976/87, p. 186],

También cabe destacar la contribución de la psicología social europea al desarrollo de una perspectiva más social en las investiga­

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ciones sobre cognición social (véase H uici, 1987#). Más concreta­ mente, los estudios sobre categorización social y la teoría de la iden­ tidad social de Tajfel, los estudios sobre las representaciones sociales de Moscovici y los estudios sobre desarrollo cognitivo y cognición social de la escuela de Ginebra, de los que se tratará en páginas poste­ riores, presentan la posibilidad de una psicología social menos preo­ cupada por el estudio de mecanismos individuales y más atenta a pro­ cesos sociales. Las críticas y sugerencias recogidas en las páginas anteriores tie­ nen por finalidad última la de señalar los riesgos de un cognitivismo extremo según el cual no hay otra realidad que la realidad percibida. En este sentido, la anécdota de Stryker (1991, p. 89) sobre el signifi­ cado diferente que un psicólogo y un sociólogo atribuyen a la estruc­ tura social puede resultar ilustrativa. Señala este autor la tendencia de los psicólogos a traducir el concepto sociológico de estructura social por el m uy diferente de percepción de la estructura social: Q uizá como una consecuencia de su aceptación implícita de la doctrina lewiniana de que la única realidad psicológica es aquella que entra en el campo psicológico del individuo, la realidad social de la estructura social era disuclta en el disolvente universal de la percepción [...].

4.

LA PSICOLOGÍA SOCIAL EUROPEA

Diferentes teorías psicosociales difundidas en el contexto europeo han coincidido en señalar la necesidad de contribuir a la construcción de una “nueva” psicología social. El análisis de algunas de las teorías generadas en dicho ámbito es útil para dar idea de la posibilidad de construir una psicología social más social. Ciertamente, no todo el conocimiento originado en la disciplina puede caracterizarse por su carácter individualista. Si bien, como es lógico, las diferentes teorías que se han generado en las dos últimas décadas difieren en aspectos esenciales, podemos también encontrar en la psicología social europea ciertos rasgos comunes que la alejan de la americana. En concreto, cabe destacar su mayor preocupación por un análisis psicosociológico no reduccionista en el que se enfati­ cen los aspectos sociales (véase Tajfel y Fraser, 1978; Tajfel, Jaspars y Fraser, 1984). Esta es, al menos, una característica común a tres de las teorías o modelos teóricos que mayor impacto han tenido entre los psicólogos sociales europeos y que han dado lugar a un mayor nú­ mero de investigaciones. Me refiero a la teoría de la identidad social, a la teoría de las minorías activas y, por último, a la teoría de las re­ presentaciones sociales. Obviamente, no son éstos los únicos enfo­ ques que se han producido en Europa. Ya me he referido a algunos aspectos del enfoque etogénico, que tiene su continuación en la psi­ cología de la acción (Harré, Clarke y De Cario, 1989). Aunque no podamos considerarlas como teorías propiamente dichas, también han surgido otras perspectivas, como son el análisis del discurso (Potter y W etherell, 1987), la psicología retórica de Billig (1991) o el «método deconstructivista» (Parker, 1989; Parker y Shotter, 1990). Son, sin embargo, las tres teorías referidas con anterioridad y, parti­ cularm ente, la teoría de las representaciones sociales, las que han constituido un permanente marco de reflexión tanto teórico como empírico en el contexto de la psicología social europea actual.

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I.

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RELACIONES INTERGRUPALES, IDENTIDAD SOCIAL

La p sico lo g ía socia l eu ro p ea

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valencia en relación con nuestras acciones, creencias, actitudes, intenciones o sentimientos [Tajfel, \978a, p. 305].

Y CATEGORIZACIÓN

La aportación de Tajfel a la psicología social es fundamental para en­ tender el desarrollo de los estudios sobre relaciones intergrupales e identidad social (véase Huici, 1987b, 1987c). La perspectiva de Tajfel supone no sólo la inclusión de una dimensión de carácter más social en los estudios tanto sobre las relaciones intergrupales como sobre la identidad, sino que en su esquema teórico es imposible el estudio de uno de dichos campos sin referencia al otro. De esta manera, las rela­ ciones intergrupales son indispensables para entender la identidad so­ cial de las personas: [...] los aspectos psicológicos y las consecuencias de la pertenencia a un grupo son capaces de cualquier tipo de definición sólo a causa de su inserción en una estructura multigrupal. En consecuencia, la identidad social de un indivi­ duo, entendida como su conocimiento de que pertenece a ciertos grupos so­ ciales, junto con alguna importancia de valor y emocional para él de su perte­ nencia a ese grupo, sólo puede ser definida a través de los efectos de la categorización social que divide el entorno entre su propio grupo y los otros [Tajfel, 1983, p. 195].

Esta idea de que tanto la identidad personal como el comporta­ miento individual y colectivo deben ser entendidos como parte de la pertenencia a un grupo es una constante del trabajo de este autor (véase Tajfel, 1982#). Es importante recordar aquí la utilización por parte de Tajfel (1981, 1982#), así como de otros autores (Turner, 1982), del concepto de categoría social. Con la introducción de este término se pretende dar una perspectiva más social a la teoría, al entender las re­ laciones interpersonales en el contexto más amplio de la pertenencia a diferentes categorías sociales. Al mismo tiempo, la pertenencia a dife­ rentes categorías sociales da lugar a diferentes formas de categoriza­ ción social. La categorización social puede ser entendida como: [...] proceso que consiste en la organización de la información recibida del medio en diversas maneras. Así, tendemos a ignorar ciertas diferencias entre objetos individuales si estos objetos son equivalentes para ciertos propósitos [...]. Al mismo tiempo, tendemos a ignorar ciertas similitudes de los objetos si éstos son irrelevantes para nuestros propósitos, si revelan una falta de equi­

Este proceso de categorización es esencial para explicar las rela­ ciones intra e intergrupales. De acuerdo con Tajfel (1982 b), el pro­ ceso de categorización lleva tanto a una acentuación de las diferencias intergrupales como a una asimilación de las diferencias endogrupales. Proceso ya observado con anterioridad por Tajfel en relación a otros procesos cognitivos, así como en los estudios sobre el paradigma del grupo mínimo, en donde Tajfel y otros (1971) describen las condicio­ nes mínimas de categorización social que generan conductas discriminativas en contra del exogrupo y conductas de favoritismo con respecto al endogrupo. De manera análoga, el propio Tajfel (1981) indica que los estereotipos sociales pueden ser entendidos según el proceso de categorización descrito con anterioridad. En resumen, la teoría de Tajfel representa una teoría tanto de la identidad social como de las relaciones intergrupales desde una perspectiva no indivi­ dualista: [...] las necesidades de la identidad social, en relación con la naturaleza de las relaciones objetivas y subjetivas entre los grupos, con el funcionamiento de las comparaciones sociales intergrupales, y con el significado de la legitim i­ dad percibida en su funcionam iento, nos permite considerar la conducta intergrupal en contextos sociales reales, por encima y más allá de su determi­ nación por las necesidades o motivos que se supone que operan con anterio­ ridad o independientemente de los sistemas sociales en los que viven las per­ sonas [Tajfel, 1978¿>, p. 444].

Algunos de los elementos utilizados por Tajfel en la construcción de su paradigma como, por ejemplo, los diseños experimentales sobre el grupo m ínim o, han sido objeto de num erosas críticas (véase Brown, 1988; H uici, 1987c). También ha sido objeto de crítica su én­ fasis en los procesos intergrupales a expensas de los intragrupales (Morales, 1987) o su insuficiente articulación entre los procesos psi­ cológicos y sociales en la explicación del comportamiento intergrupal (véase Huici, 198 7b). Sin negar la pertinencia de algunas de estas crí­ ticas, la aportación de Tajfel a la psicología social es relevante no sólo por sus propuestas teóricas, que se sitúan en un nivel de explicación psicosocial (véase Stroebe, 1979), sino también por su contribución a una comprensión más profunda de las relaciones intergrupales y, en

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definitiva, de la discriminación, estereotipos, prejuicios, etc., que permean una gran parte de dichas relaciones. El haber sabido integrar esta nueva perspectiva con una teoría de la identidad es otro de sus méritos. Los supuestos teóricos que subyacen a los procesos de cate­ gorización e identidad descritos con anterioridad y su aplicación a la explicación de la conducta intergrupal no sólo han dado lugar a un gran número de estudios, sino que también han constituido la base sobre la que se han asentado nuevas formulaciones teóricas, entre las que podríamos destacar, por un lado, la llevada a cabo por dife­ rentes autores de la escuela de Ginebra *como Doise y Deschamps (véase Huici, 1987b; Huici y Morales, 1991) y, por otro, la de Turner (1987/90). La teoría de la categorización del yo de Turner está basada en un conjunto de postulados e hipótesis entre los que destacan tres con­ ceptos fundamentales como son los de «metacontraste», «prototipicalidad» y «despersonalización» de la percepción del yo individual. El último concepto es clave para la formación de una conducta grupal y supone la tendencia a la percepción del yo como ejemplar intercambiable de alguna categoría social, más allá de la percepción del yo como persona única, defi­ nida por las diferencias individuales respecto a los demás [...] es el cambio desde el nivel de identidad personal al social [Turner, 1987/90, p. 84].

Aunque Turner afirma que la identificación como miembro de un grupo no supone una pérdida de identidad, pudiendo incluso repre­ sentar una «ganancia» en la misma, la contraposición que establece entre identidad personal y social no es correcta (véase Jahoda, 1986#). En otro lugar, Turner (1988, p. 106) vuelve a referirse a esta idea, a l ' indicar que [...] alguien puede definirse a sí mismo simultáneamente tanto en el nivel per­ sonal como al nivel social. Al mismo tiempo cabría pensar que la percepción del yo varía a lo largo de un continuo en el que un extremo es simplemente la percepción personal del yo y el otro extremo es la percepción social del yo o identidad social, de tal forma que existe un continuo en esc sentido.

Sin embargo, la identidad personal no puede ser entendida más que como identidad social (véase Torregrosa, 1983). En este sentido, el interaccionismo simbólico, en sus conceptos de “y o ” y “m í”, re­

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suelve desde un punto de vista teorico esta supuesta contradicción: toda persona ni es una réplica de losr otros ni un yo único. En cuanto a la noción de «metacontraste», ésta hace referencia al proceso mediante el cual cualquier conjunto de individuos se categorizará como grupo en la medida en que, en las «dimensiones perti­ nentes de comparación», las diferencias subjetivas intragrupales sean menores que las intergrupales. El concepto de «prototipicalidad» se refiere al grado en que el miembro de una categoría es visto como re­ presentativo de dicha categoría. Turner, basándose en estos supuestos, establece una serie de hipótesis genéricas sobre la conducta grupal. La teoría de la categorización del yo recoge algunos aspectos de la teoría de las relaciones intergrupales de Tajfel, al tiempo que presenta aspectos diferenciados. En palabras del propio Turner (1987/90, p. 19): La teoría de la categorización del yo contempla la identidad social como la base cognitiva de la conducta de grupo, el mecanismo que la hace posible (y no sólo los aspectos del yo derivados de la pertenencia al grupo), y afirma que la función de las categorizaciones del yo en distintos niveles de abstrac­ ción hace que tanto la conducta de grupo como la individual se produzcan desde el yo.

Como podemos com probar por esta cita, la teoría de Turner tiene un marcado carácter cognitivista y, si bien se formula como una teoría no individualista (véase también Turner y Oakes, 1986), intro­ duce un cierto sesgo psicologista. Aunque Turner es muy claro al afirmar que la conducta grupal no puede ser interpretada en términos exclusivamente psicológicos, lo cierto es que su explicación del pro­ ceso a través del cual se actúa como un grupo está anclada en una perspectiva que sitúa al yo como eje central de su esquema teórico. Un yo en cierta manera ahistórico y que es conceptualizado como es­ tructura cognitiva. Si bien la teoría elaborada por Turner ha sido objeto de una buena acogida por parte de diferentes psicólogos sociales europeos, también ha recibido duras críticas, como las de W iller (1989, p. 646), quien describe la teoría de Turner (1987/90) en los siguientes términos: La teoría de la categorización del yo de Turner y colaboradores no es una teoría en un sentido técnico, sino una perspectiva orientativa que ofrece su visión del mundo. Los términos que forman esta perspectiva no se exponen con precisión y las hipótesis no están formuladas de manera que puedan ser

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contrastadas. Tampoco han tenido en cuenta las aportaciones de otras inves­ tigaciones [...].

II.

LA PSICOLOGÍA SOCIAL DEL CAMBIO. LA IN FLUEN CIA MINORITARIA

Al igual que en el siglo XIX se da un incipiente protagonismo político de las masas, en la segunda mitad del XX tienen lugar diversos aconte­ cimientos sociales en los que son las minorías las que ocupan un pa­ pel destacado. Éste es el caso, entre otros, de los movimientos de pro­ testa contra la guerra de A rgelia en Francia, contra la guerra de Vietnan en América, la revuelta checoslovaca o el movimiento del mayo francés. Movimientos “minoritarios” que irrumpen con fuerza en la escena política y a los que se pretende dar una respuesta desde la psicología social. Atento espectador de su época, Moscovici plantea el estudio de este “nuevo” protagonista histórico, confrontando una psicología de las mayorías con una psicología de las minorías, una psicología social funcionalista cuya principal preocupación es el orden social, el equili­ brio y los procesos de influencia frente a una psicología genética preo­ cupada por el conflicto como motor del cambio social. Para lograr este objetivo propone que el individualismo del fun­ cionalismo psicológico sea transformado en interacción y la depen­ dencia en interdependencia, y que la relación entre mayorías y mino­ rías sea vista de forma no mecanicista o simétrica. Los contrastes entre ambos modelos quedan reflejados en el cuadro de la página si­ guiente. Se trata, por tanto, de una perspectiva contraria y a la vez com­ plementaria a la psicología de masas. Una psicología de las minorías activas que para Moscovici queda definida de la siguiente forma: Se ha descrito y estudiado la conformidad desde el triple punto de vista del control social sobre los individuos, de la eliminación de las diferencias entre éstos —la desindividuación, para ser más precisos— y de la aparición de uni­ formidades colectivas [...]. Ha llegado la hora de cambiar de orientación, de buscar una psicología de la influencia social que sea también una psicología de las minorías consideradas como fuente.de innovación y cambio social [Moscovici, 1976/81; p. 23]. v- '

M odelo Funcionalista

M odelo G en ético

Naturaleza de las relaciones entre la fuente y el blanco

Asimétricas

Simétricas

Objetivos de la interacción

Control social

Cambio social

Factor de interacción

Incertidumbre y reducción de la incertidumbre

Conflicto, negociación del conflicto

Tipo de variables independientes

Dependencia

Estilos de comportamiento

Normas determinantes de la interacción

Objetividad

Objetividad, preferencia, originalidad

Modalidades de la influencia

Conformidad

Conformidad, normalización, innovación

FUENTE: Moscovici, 1976/81, p. 261.

Moscovici (1976/81) señala las condiciones que requiere el com­ portamiento de una minoría para ejercer influencia social. Estas con­ diciones son «independientes» del poder o estatus de la minoría y se derivan de su capacidad de consistencia, de su coherencia y no de su competencia. Del consenso intram inoritario, de su consistencia in­ terna, derivaría su visibilidad y reconocimiento social, características esenciales de su posible influencia social. La capacidad de influencia de una minoría sobre una m ayoría sólo es posible si aquélla asume de forma consistente un sistema de normas y valores interiorizados que sirvan de guía a su comportamiento: Sólo un grupo nómico, sea a favor o en contra de la norma, es capaz de ejercer influencia en su entorno social. Dicho de otro modo, es el carácter nómico o anémico de un grupo social lo que importa, y no el hecho de ocupar una posi­ ción de poder o de constituir o no una mayoría [Moscovici, 1976/81; p. 120].

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El desarrollo de la teoría de las minorías activas, ha permitido, gracias a la contribución de posteriores aportaciones, tanto del pro­ pio Moscovici (1980, 1985¿»), con su inclusión del concepto de con­ versión, como de diferentes psicólogos sociales de la escuela de Gine­ bra, ir avanzando en algunos aspectos iniciales de la teoría. Así, por ejemplo, algunos diseños experimentales iniciales que se utilizaron como sostén empírico de la teoría de Moscovici (1976/81) inducían a identificar una posición minoritaria en función del número de miem­ bros que la formaban y no por el lugar que ocupaban en una estruc­ tura de poder social. Sin embargo, desarrollos posteriores inciden en considerar a una minoría desde el punto de vista de su posición so­ cial. Así se expresa M ugny (1981, p. 8): Adelantamos que nosotros definimos el hecho de ser mayoritario o minori­ tario no en términos de relaciones interindividuales inmediatas, numéricas sobre todo, sino en términos de respuestas que en un momento histórico son dominantes o no en un sistema social. Así, incluso si diez personas respon­ den de manera distinta que el sujeto experimental de Asch, no los considera­ mos mayoritarios, sino minoritarios, puesto que defienden una posición que, sin la menor duda, podemos afirmar es impopular, no dominante, en el me­ dio social en que evolucionan los sujetos considerados.

En segundo lugar, los teóricos de la influencia m inoritaria han hecho hincapié en analizar el conflicto desde una perspectiva social, y no meramente interindividual. Mientras que en el primer enfoque de­ sarrollado por Moscovici se destaca el intercambio de conocimientos divergentes, en el segundo se enfatiza la confrontación de intereses antagónicos entre grupos sociales diferentes dentro de la dinámica de cambio social generada por una minoría. Asimismo, si bien los expe­ rimentos iniciales de Moscovici se refieren básicamente a la emisión de juicios sobre tareas de carácter perceptivo en las que están «exclui­ das» las relaciones de poder, los estudios posteriores sobre influencia minoritaria han tenido en cuenta este hecho y han estudiado otros as­ pectos más anclados en la realidad social, como la contaminación, la xenofobia, el aborto, etc. (M ugny, 1981; Pérez y M ugny, 1988). La elección de estos temas hace más viable entender la situación minori­ taria en el contexto de la dominación social y de las relaciones de po­ der establecidas en una sociedad. Los estudios sobre el impacto de las minorías han supuesto, en definitiva, un avance y complementación de los estudios sobre in­

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fluencia mayoritaria, poniendo de manifiesto sus diferencias y, a tra­ vés de ellas, los diferentes procesos mediante los que se produce la in­ fluencia social. El mérito de Moscovici consiste en haber construido una teoría psicosocial de las condiciones requeridas para un cambio dentro de las relaciones entre grupos que ocupan distintas posiciones en la estructura social, en contraposición a una psicología social preo­ cupada tan sólo por las uniformidades de la conducta humana y la in­ fluencia de las estructuras sociales en el comportamiento individual. Estudios posteriores se han encargado de describir las distintas for­ mas de influencia minoritaria, los mecanismos cognitivos implicados en dicha influencia, su anclaje en un modelo explicativo caracterizado por un constructivismo sociocognitivo, su interpretación en términos de pensamiento divergente en contraste con el pensamiento conver­ gente de la influencia mayoritaria, su estudio desde el punto de vista de la conversión, el análisis de la resistencia a la minoría mediante la psicologización de su comportamiento, etc. (véanse estudios inclui­ dos en Canto, 1994; Moscovici, M ugny y Pérez, 1991, o Moscovici, M ugny y Van Avermaet, 1985). Todas estas aportaciones teóricas su­ ponen un encomiable punto de partida para una psicología social de la influencia minoritaria. Cabe, sin embargo, realizar dos críticas a la teoría. En primer lu­ gar, indicar que la identificación entre minoría y cambio e innovación social y mayoría y orden social no es necesariamente correcta. Tam­ bién el cambio y la innovación social pueden ser promovidos por una mayoría, existiendo minorías que mantienen posiciones dominantes y contrarias al cambio social. En este sentido, y de una forma paradó­ jica, existe una confluencia, todo lo indirecta e inintencionada que se quiera, pero real, entre los teóricos de la influencia minoritaria y los teóricos de principios de siglo sobre el comportamiento de masas. Ambos “comparten” una idea “negativa” del comportamiento colec­ tivo en un caso y de la influencia m ayoritaria en otro. Asimismo, el uso de una metodología experimental para el estudio de la influencia minoritaria resulta insuficiente para abordar un tema de la compleji­ dad del que nos ocupa. Si se entiende el cambio social como un pro­ ceso diacrónico e histórico, difícilmente puede estudiarse utilizando exclusivam ente una m etodología experimental. Estudiar un fenó­ meno tan complejo requiere de la utilización de una metodología va­ riada que sea capaz de dar una explicación del fenómeno de forma más precisa. La formación de minorías, el éxito en la implantación de sus ideas, las tensiones y conflictos entre grupos sociales mayorita-

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rios y minoritarios, las condiciones sociales e históricas que permiten o dificultan el acceso de una minoría al poder, son todos ellos proce­ sos que requieren para su consum ación de periodos extensos de tiempo, inaprehensibles en su complejidad mediante una herramienta metodológica como el experimento que, como todas, tiene sus lim ita­ ciones. Pese a las críticas señaladas, los trabajos de Moscovici y de otros estudiosos de la influencia m inoritaria tienen la virtud de haber traído al campo de la psicología social una polémica de origen socio­ lógico, si bien no soy tan optim ista como Jaspars (1986), cuando afirma que, con sus estudios sobre las minorías activas, Moscovici ha introducido una orientación sociológica en los estudios de psicología social.

III.

LA “TEORÍA” DE LAS REPRESENTACIONES SOCIALES

Una de las teorías que mayor impacto ha tenido en la psicología so­ cial europea ha sido y sigue siendo la “teoría” de las representaciones sociales presentada por Moscovici (1961), y que este autor define ini­ cialmente como: [...] sistema de valores, nociones y prácticas que proporciona a los individuos los medios para orientarse en el contexto social [...] un corpus organizado de conocimientos y una de las actividades psíquicas gracias a las cuales los hom­ bres hacen inteligible la realidad física y social, se integran en un grupo o en una relación cotidiana de intercambios [...] [Moscovici, 1961/79, p. 18].

El concepto de representación social se construye a partir de la crítica que Moscovici realiza al concepto durkheimniano de repre­ sentación colectiva, y se propone como una alternativa al concepto de actitud. La “teoría” de las representaciones sociales ha dado lugar a un gran número de investigaciones. Al igual que en su día científicos so­ ciales como Thomas y Znaniecki (1918-20) propusieron el estudio científico de las actitudes como objeto de la psicología social, en la actualidad numerosos psicólogos sociales han propuesto el estudio de las representaciones sociales como objeto de la misma (véase Doise y Palmonari, 1986).

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Antes de adentrarnos en otros aspectos de las representaciones sociales es imprescindible analizar brevemente las relaciones de este concepto o teoría con otros conceptos o teorías similares en ciencias sociales. Durkheim utiliza el concepto de representaciones colectivas para referirse a «la forma en que el grupo piensa en relación con los obje­ tos que le afectan» (Durkheim, 1895/1976, p. 16). Tal y como señala Lukes (1973), el concepto de representación en Durkheim se refiere tanto a los aspectos formales del pensamiento como al contenido de lo representado. Estas «form as de representarse la sociedad a sí misma» son para Durkheim de una naturaleza distinta a las represen­ taciones individuales. Las representaciones colectivas, como los m i­ tos, las leyendas populares o la religión, no pueden explicarse, según Durkheim, por la psicología individual. Estos hechos sociales de ca­ rácter simbólico que son las representaciones colectivas resultan de las asociación de mentes individuales que acaban por ser externos a cada una de dichas conciencias tomadas por separado y se imponen sobre los individuos reforzando su cohesión: Los hachos sociales no difieren sólo en calidad de los hechos psíquicos; tie­ nen otiro sustrato, no evolucionan en el mismo medio ni dependen de las mismas condiciones. Esto no significa que no sean también psíquicos de al­ guna manera, ya que todos consisten en formas de pensar o actuar. Pero los estados de la conciencia colectiva son de naturaleza distinta que los estados de la conciencia individual; son representaciones de otro tipo: tienen sus le­ yes propias [Durkheim, 1895/1976, p. 15].

Como ya quedó indicado, el concepto de representación social en p sico lo gía so cial arranca de la crítica realizad a por M oscovici (1961/79) al concepto durkheimniano de representación colectiva. Para Moscovici, lo que diferencia a las representaciones colectivas de las representaciones sociales es el carácter dinámico de estas últimas frente al carácter estático de las primeras. Las representaciones socia­ les son definidas por Moscovici como explicaciones de sentido co­ mún, formas de entender y comunicar lo ya sabido que se crean y re­ crean en el curso de las conversaciones cotidianas.^ A diferencia de las representaciones colectivas, lejos de imponerse sobre la conciencia, son producidas por las personas y los grupos en la interacción social. En palabras de M oscovici:

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En el sentido clásico, las representaciones colectivas son un mecanismo expli­ cativo, y se refieren a una clase general de ideas o creencias (ciencia, mito, re­ ligión, etc.); para nosotros son fenómenos que necesitan ser descritos y expli­ cados. Fenómenos específicos que se relacionan con una manera particular de entender y comunicar —manera que crea la realidad y el sentido común—. Es para enfatizar esta distinción por lo que utilizo el término “social” en vez de colectivo [Moscovici, 1984, p. 19].

A mi juicio, el concepto de representación social es difícilmente distinguible del de representación colectiva. La idea de Durkheim como defensor de una mente grupal es, en parte, incorrecta, y se debe a una interpretación parcial del pensamiento durkheimniano reali­ zada por F. H. Allport (1962) y no rectificada por los teóricos de las representaciones sociales. En este sentido, parece importante destacar que la noción de representación colectiva hace referencia a una cons­ trucción simbólica de carácter social generada en el curso de la inte­ racción. El propio Durkheim es claro al afirmar que: Si es posible afirmar que las representaciones sociales son, en cierto sentido, externas a las conciencias individuales, lo que queremos decir es que no se derivan de los individuos aislados, sino de los mismos considerados como agregado, y esto es una cuestión bien distinta. Sin lugar a dudas, en la elabo­ ración del resultado común cada uno contribuye en su medida, pero los sen­ timientos individuales se transforman en sociales sólo bajo el impulso de fuerzas desarrolladas en la asociación [...]. Éste es el sentido en que la síntesis es exterior a los individuos. No hay duda de que contiene algo de cada uno de éstos, pero no se encuentra por entero en ninguno de ellos [Durkheim, 1898/1950, pp. 35-36].

Pero no sólo el concepto durkheimniano de representación colec­ tiva está relacionado con el de representación social. También en la sociología de orientación marxista [la noción de sistemas ideológicos actuaría como equivalente del concepto de representación social, si bien derivaría hacia los problemas de falsa identificación, entendida esta última como falsa conciencia o alienación. De igual forma, enfo­ ques similares al propuesto por Moscovici los encontramos en la teo­ ría construccionista propuesta por Berger y Luckman (1967/79), para quienes la realidad material es una realidad de sentido común cons­ truida socialmente y objetivada a través del lenguaje. En esta misma dirección se manifiestan autores como Gaskell y Smith (1982), quie­ nes señalan que la teoría construccionista de Berger y Luckman, así

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como la teoría del interaccionismo simbólico, tal y como es interpre­ tada por Blumer, comparten con la teoría de las representaciones so­ ciales elementos comunes que las hacen difícilm ente distinguibles salvo en aspectos no centrales, como es el mayor énfasis empírico de la teoría propuesta por Moscovici. Asimismo, la distinción que Mos­ covici establece entre universos reificados —conocimiento cientí­ fico— y consensúales —conocimiento de sentido común—, caracte­ rístico este último de las representaciones sociales, situaría a esta “teoría” en la tradición de la psicología de Heider (1958). Tampoco las distinciones entre el modelo de la psicología de los constructos de K elly (1955) y el modelo de representaciones sociales de Moscovici son nítidas. Tal y como señala Fransella (1984, p. 161), si bien los constructos de Kelly pueden equipararse a las representaciones indi­ viduales de Durkheim, nada impide que se les pueda considerar desde un punto de vista grupal o social: Podemos permanecer de pie en el Monte Olimpo y abstraer ciertas propieda­ des comunes a ciertos grupos y darle el nombre de “culturas” a estas dife­ rencias y similitudes. También podemos bajar en el nivel de abstracción y considerar que, como personas, nuestros constructos nos llevan a esperar ciertas actitudes y comportamientos de ciertas personas en determinados contextos.

La teoría de las representaciones sociales, si bien reconoce algu­ nos puntos de conexión con algunos aspectos de algunas de estas teo­ rías (Moscovici, 1988), no ha elaborado un análisis exhaustivo con el que comparar las aportaciones diferenciales de aquélla, problema éste que afecta a su estatuto como teoría dentro de las ciencias sociales. Ciertamente, aunque la similitud no implica una misma identidad, si­ gue siendo necesaria una mayor clarificación cuando se quiere pre­ sentar un producto del pensamiento como paradigmático de todo un área de las ciencias sociales como es la psicología social. M uy proba­ blemente esto último no sea posible mientras la propia definición de representación social se presente, en ocasiones, de forma tan ambigua como la que nos recuerda Sangrador (199l£, p. 79), al criticar su falta de precisión conceptual en el siguiente texto extraído del manual de psicología social de Moscovici: Las representaciones sociales se presentan bajo formas variadas, imágenes que condensan un conjunto de significados, sistemas de referencia que nos

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permiten interpretar lo que nos sucede, categorías que permiten clasificar las circunstancias, los fenómenos y los individuos, teorías que permiten estable­ cer hechos sobre ellos. Y a menudo [...] todo ello junto.

Esta cita nos ilustra sobre el grado de ambigüedad definicional, lo que no sólo dificulta su comparación con otras teorías, tal y como acaba de quedar señalado, sino que cuestiona su valor como herra­ mienta de investigación. La introducción en psicología social del con­ cepto de representación social no ha supuesto un avance en la clarifi­ cación del confuso panoram a definicional constituido por otros conceptos básicos en la disciplina como los de actitud, creencia, opi­ nión, valor o estereotipo (véase, Montero, 1994b). Las diversas matizaciones introducidas en la teoría, acorde con los intereses particulares de cada investigador, han dado lugar a que algunos autores consideren las representaciones sociales como una herramienta heurística antes que una teoría claramente definida. Así, mientras algunos autores acentúan los aspectos comunicativos de la teoría (Farr, 1986b), otros destacan que forma parte de un conoci­ miento de sentido común (Jodelet, 1986), o enfatizan su carácter de­ pendiente de la estructura social (Doise, 1984), su nivel de estructura­ ción (Di Giacomo, 1987), etc. La propia ambigüedad definicional, a la que me he referido, hace confusos sus límites y contornos así como su diferenciación con teorías afines. A este respecto creo conveniente incluir en este apartado el con­ sejo dado por otro psicólogo social como Billig (1991, pp. 70-71): Los teóricos deben estudiar también lo que no son representaciones sociales. La paradoja consiste en que los teóricos de las representaciones sociales de­ ben buscar aquellos aspectos de las creencias sociales compartidas que no pueden ser clasificados como representaciones sociales, de la misma forma en que dichos teóricos se preocupan de estudiar las representaciones sociales. Esto implicaría un cambio en el rumbo de la investigación [...]. Sin una estra­ tegia que fuerce al investigador a establecer contrastes, éste se dejará llevar por la tendencia a deslizarse hacia una concepción cada vez más universal de representación social, en la medida en que fenómenos de todo tipo empiecen a etiquetarse de «representaciones sociales». De esta forma el concepto se volverá cada vez más y más amorfo.

Si bien no veo que el consejo de Billig se tenga que derivar, nece­ sariamente, de un enfoque retórico de la psicología social, tal y como propugna este psicólogo so c ia le s lo suficientemente clarividente en

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su sencillez como para no caer en saco roto por parte de los teóricos de las representaciones sociales. Algunos intentos llevados a cabo en esta dirección (Elejabarrieta, 1991), ayudarían a conseguir una mayor precisión conceptual, si bien esto está aún lejos de conseguirse mien­ tras se mantenga que la ambigüedad del concepto de representación social supone un estímulo y una necesidad para el desarrollo de la teoría. Otro de los aspectos centrales en la polémica entre los partidarios y detractores de la “teoría” de las representaciones sociales es su afi­ nidad o diferencia con respecto al concepto de actitud. Al contrario que en el caso de las actitudes, donde encontramos una discusión sobre las similitudes y diferencias entre éstas y otros conceptos afines, la teoría de las representaciones ha dado por su­ puestas dichas diferencias, siendo escasos los estudios (C respo, 1991 b] Ibáñez, 1988; Jaspars y Fraser, 1984; Montero, 1994b) donde se realiza un análisis comparativo con conceptos similares. En este sentido, algunos autores han expresado sus dudas acerca de si la teo­ ría de las representaciones sociales se diferencia de otras áreas de es­ tudio como la de las actitudes. En un sentido negativo se pronuncian Jaspars y Fraser (1984) cuando señalan que las diferencias entre las representaciones sociales y las actitudes sólo aparecen si comparamos a las primeras con una determinada concepción de estas últimas, más concretamente la que deviene de la definición dada por G. W. Allport (1935, p. 810) y que considera a las actitudes como disposiciones psí­ quicas que se encuentran en el individuo: Una actitud es un estado mental o neural de alerta, organizado a través de la experiencia, que ejerce una influencia directiva o dinámica sobre las respues­ tas individuales a cualquier clase de situaciones y objetos con los que se rela­ ciona.

Para Jaspars y Fraser (1984, p. 123) es bajo la influencia de este último autor como «el concepto de actitud se vuelve más y más indi­ vidualizado y es normalmente interpretado como una disposición de respuesta individual, combinada, en ocasiones, con una representa­ ción cognitiva individual». Si bien esta idea de las actitudes ha sido la predominante en psi­ cología social, también es posible detectar otra concepción diferente de las actitudes. Esta otra tradición arrancaría, siguiendo a Jaspars y Fraser (1984), de la introducción del concepto por Thomas y Zna-

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niecki (1918-20) en su libro sobre el campesinado polaco y se caracte­ rizaría por ser una concepción más social de las actitudes, lo que no la hace tan lejana del concepto de representación social. Si bien para Thomas y Znaniecki (1918-20) las actitudes son entendidas como manifestaciones individuales, estas últimas se refieren a valores cuya naturaleza es social en un doble sentido: por su origen cultural y por ser compartidos por grupos sociales que se sirven de ellos para guiar, su acción. De igual forma, son numerosos los estudios en los que en­ contramos una concepción de las actitudes no como mecanismos de respuesta individuales sino como un conjunto de creencias que tiene un origen social y que son compartidas por un conjunto de indivi­ duos o grupos sociales. Este énfasis en los aspectos sociales es, por ejemplo, el que guió la investigación llevada a cabo por Jahoda, Lazarsfeld y Zeisel (1933/72) y donde se estudiaron las actitudes de los desempleados de una comunidad austríaca en la que tras el cierre de la única fábrica todos los habitantes se quedaron sin empleo. Las acti­ tudes bajo condiciones de desempleo descritas por Jahoda y otros (1933/72) están muy lejos de ser definidas como mecanismos de res­ puesta individual para ser entendidas como conjunto de creencias y comportamientos compartidos cuyo origen es social. Una concepción sociológica de las actitudes es la que Torregrosa (1968) nos proponía hace ya unos cuantos años. Merece la pena citar a este psicólogo social, ya que, como ha quedado señalado, la crítica fundamental al concepto de actitud es la de su carácter individual: Quiero poner de manifiesto que muchas actitudes no son sólo sociales en el sentido de que su objeto es un valor social cuya contrapartida subjetiva son las actitudes, o que éstas están socialmente determ inadas —son aprendidas en los procesos de interacción social—, sino también en el sentido de que cons­ tituyen propiedades o características de grupos y situaciones sociales, creen­ cias y modos de evaluación de los mismos, independientem ente de que lo sean de los miembros individuales de tales grupos y situaciones; y que, por tanto, la perspectiva teórica adecuada para su com prensión y explicación debe ser una perspectiva sociológica [Torregrosa, 1968, p. 157].

Más recientemente, encontramos form ulaciones de las actitudes que muy bien podrían haber sido realizadas con el fin de definir con­ ceptualmente a las representaciones sociales. A sí, por ejemplo, Eiser (1986, p. 36) señala que las actitudes están condicionadas socialmente y dependen de sistemas com partidos de representación y conoci­

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miento. Punto de vista muy similar al de otros teóricos de las actitu­ des como Kerlinger (1984), para quien las actitudes son sociales en un triple sentido. En primer lugar, suponen estructuras compartidas de creencias sociales. En segundo lugar, se dirigen a objetos sociales del medio y a comportamientos hacia esos mismos objetos y, por último, para su mantenimiento o cambio es preciso la interacción con otros. Si bien Kerlinger (1984, p. 1) destaca el carácter reactivo de las ac­ titudes frente a la realidad social, éstas son consideradas como una forma de construcción simbólica de la misma: Las actitudes representan reacciones emocionales, motivacionales y cognitivas de la gente hacia los «objetos sociales» del medio y su predisposición a actuar hacia esos objetos sociales. Tal y como señala W illiam James, las acti­ tudes dan sentido al medio.

Otro de los aspectos que se ha señalado como distintivo de las re­ presentaciones sociales frente a las actitudes es el hecho de que las primeras determinan tanto el estímulo como la respuesta a ese estí­ mulo, mientras que las últimas son entendidas como meras respuestas a un estímulo externo (Moscovici, 1984). De nuevo, nos encontramos ante una crítica, no al concepto de actitud, sino a una concepción conductista de las actitudes (véase Crespo, 1991 b). En resumen, pese al poco eco que entre los teóricos de las repre­ sentaciones han tenido las dudas expresadas por algunos psicológos sociales acerca de que el concepto de representación social difiera del de actitud, estas críticas deberían tenerse más en cuenta. Esta opinión es la expresada, por ejemplo por Fraser (1986), para quien el con­ cepto de representación social no se diferencia del de actitud social, proponiendo que el estudio de las representaciones sociales se centre en lo que denomina sistemas de creencias compartidas y que pode­ mos entendercom o sistemas estructurados de actitudes sociales (Fra­ ser y Gaskell, 1990). A juicio de Fraser (1986) los estudios sobre re­ presentaciones sociales no han sido capaces de confirmar la existencia de diehas representaciones. El propio Fraser (1986, p. 9) ejemplifica su posición realizando una crítica al trabajo original de Moscovici (1961/79) sobre el psicoanálisis en los siguientes términos: Kl estudio de Moscovici sobre la representación social del psicoanálisis [...] no presenta sus datos en forma tal que nos fuerce a admitir la existencia de

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5.

DEL INDIVIDUALISMO AL SUBJETIVISMO. ¿UNA NUEVA PSICOLOGÍA SOCIAL?

una representación social del psicoanálisis más que la de un conjunto inco­ nexo de actitudes sobre el psicoanálisis.

En respuesta a las críticas realizadas acerca de la no diferencia en­ tre los conceptos de representación y actitud, el propio Moscovici (1988) afirma que pese a su proximidad conceptual, lo que les dife­ rencia es el hecho de que las actitudes hacia un objeto de la realidad social son, en cualquier caso, el resultado de representaciones previas sobre dicho objeto. De nuevo, Moscovici (1988) reduce el concepto de actitud a uno de sus componentes, como es el comportamental, excluyendo intencionadamente la función cognitivo-evaluativa de las actitudes. El elemento representacional en la forma de percepciones, evaluaciones, etc., forma parte de las definiciones multidimensionales de las actitudes y no es, tal y como considera Moscovici (1988), un nuevo factor o dimensión que se derive de la teoría de las representa­ ciones sociales. En resumen, aunque la teoría ha dado lugar a un gran número de investigaciones (véase Ibáñez, 1988) no parece tan claro que suponga una alternativa al concepto de actitud, y mucho menos el eje central de la psicología social. Si bien es cierto que el paradigma dominante en psicología social ha hecho de este último un concepto excesiva­ mente psicologista, otras perspectivas más sociales de las actitudes han seguido presentes en la psicología social. La crítica que los teóri­ cos de las representaciones sociales hacen del concepto de actitud sólo está justificada, por tanto, para una determinada concepción de las mismas. La “teoría” de las representaciones sociales constituye un loable esfuerzo por reorientar la psicología social hacia una perspectiva más social que la que se deriva de la utilización del concepto de actitud, aunque tal vez innecesario si se tiene en cuenta que, en realidad, di­ cha crítica ha de circunscribirse al enfoque más psicologista de las actitudes.

Si bien hay autores para quienes la reivindicación del individuo como única realidad psicológica o social (por ejemplo, Turner y Oakes, 1986) ha caído en un descrédito científico, la reemergencia del mo­ delo individualista sigue ocupando un lugar predominante en la ex­ plicación del comportamiento humano. Como ilustración de la im ­ portancia que dicho modelo sigue teniendo en la psicología social actual, cabe analizar las propuestas que para la psicología social hacen autores como Gergen (1973, 1982) Gergen y Gergen (1982) o Bar-Tal y Bar-Tal (1988). En las páginas siguientes se realiza un análisis crítico de los mis­ mos. El fin de dicho análisis no es tanto el de describir de forma por­ menorizada los planteamientos teóricos y epistemológicos de estos autores como el de rescatar algunos temas teóricos y metodológicos centrales en el debate actual entre diferentes concepciones de la psi­ cología social.

I.

NATURALEZA, HISTORIA Y RELATIVIDAD DEL CO N O CIM IEN TO SOCIAL

La postura manifestada por Gergen (1973), en un artículo ya clásico pero aún con una notoria influencia —«Social psychology as histo ry »—, parte de una clara división entre ciencias del com porta­ miento social y ciencias naturales. Para Gergen, la interacción hu­ mana, al contrario que los fenómenos de carácter físico, está sujeta a una inestabilidad y cambios continuos a lo largo del tiempo, lo que hace imposible la formulación de leyes universales sobre el compor­ tamiento. Al mismo tiempo, las teorías, métodos y conceptos utiliza­ dos para describir la realidad social, en la medida en que son difundi­ das entre la población y forman parte del conocimiento colectivo,

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dejan de tener carácter predictivo. Las personas, tras el conocimiento de los principios que regulan su comportamiento, pueden reaccionar de forma diferente a la esperada, desconfirmando los supuestos teóri­ cos que pretendían explicar su conducta. La conclusión que Gergen (1973) deriva de estos supuestos es que como consecuencia de la im­ posibilidad de predecir el comportamiento humano, toda teoría so­ cial que se formule sobre el mismo está sujeta a alteraciones, propo-( niendo para la psicología social un enfoque histórico. Sin negar la validez de una concepción histórica para la psicología social, la contraposición entre conocim iento histórico y conoci­ miento científico no está, en mi opinión, justificada: el que la psicolo­ gía social deba adoptar una perspectiva histórica en la explicación del comportamiento humano no significa que no pueda ser una ciencia. Munné (1986, pp. 159-160) formula la misma opinión con gran clari­ dad cuando escribe que: No se puede contraponer la psicología social como ciencia a la psicología so­ cial como historia. Ciertamente la psicología social no puede prescindir del tiempo y, por consiguiente, tampoco de la historia. El conocimiento psicosocial está fuertemente condicionado por la temporalidad del acontecer. Pero la psicología social tampoco puede prescindir de la espacialidad de ese aconte­ cer que se da en sendos procesos de estructuración constante, cuya ignoran­ cia no sólo impide un conocimiento en términos científicos sino que desvir­ túa gravemente la realidad social. Por esto, el radicalism o gergeniano es rechazable. Para no perder la realidad como proceso borra la realidad como estructura. Reduce, de esta manera, las constancias y diferencias culturales.

A sí pues, no parece haber contradicción alguna en señalar que tanto la historia —el hombre como «deudor del pasado», diría Laín Entralgo— como el análisis empírico de la realidad, constituyen ele­ mentos indispensables del quehacer cientifíco de una psicología so­ cial del acontecer humano (véase, por ejemplo, Zaiter Mejía, 1992). El relativismo epistemológico de Gergen le lleva a afirmar que el cono­ cimiento humano no puede ser validado por critéTros-Gientífic os, sino a través de principios de carácter ideolpgico-evaluativo (G ergen, 1982). En opinión de este autor, son elementos de carácter metateórico y generativo los que sustituyen a los de carácter científico en la elección de las teorías más adecuadas para la descripción del compor­ tamiento humano. En último término, la validez del conocimiento descansaría en su capacidad de generar direcciones alternativas en la

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conducta humana, de cuestionar el conocimiento adquirido. En resu­ men, para Gergen la realidad objetiva se convierte en un conjunto de convenciones sociales que regulan modos diversos de comunicación, en formas diferentes de describir la realidad, en modelos generales de comunicación verbal sobre los que no es posible establecer supuestos de validez científica (Gergen, 1982). Otra de las características del pensamiento de Gergen es su reduccionismo psicológico, o subjetivismo si se quiere, que le lleva a afirmar que: «Si la persona construye conceptualmente el medio, el medio es esencialmente un producto de la persona» (Gergen, 1982, p. 157). La idea de hombre que subyace es la de un organismo autó­ nomo que no sólo percibe sino que también construye el mundo a su manera. Se elimina así toda posibilidad de conocimiento objetivo. Al mismo tiempo, la abstracción que hace Gergen del medio sitúa al in­ dividuo en un vacío social que invalida el contenido histórico que él mismo atribuye a la conducta humana. En el análisis de Gergen se ol­ vida que la agencia es el reconocimiento de una necesidad y que el ac­ ceso a la misma es una condición para que aquélla se pueda ejercer. No es el individuo en abstracto, sino su posición en un grupo o clase social y en un momento histórico lo que determina el grado de auto­ nomía alcanzado. Hablar de persona o individuo sin referencia a nin­ gún marco cultural o histórico no deja de ser una paradoja en uno de los mayores defensores del método histórico para la psicología social (para una crítica a la psicología social de Kenneth Gergen, véase G. Jahoda, 1986). Las opiniones expresadas por Gergen con respecto a la psicología social tienen una clara continuación en autores como Bar-Tal y BarTal (1988). En opinión de estos psicólogos sociales, tres son los ele­ mentos que deben caracterizar una nueva perspectiva en psicología social: el subjetivismo, la distinción entre generalizaciones particula­ res y universales y la filosofía no justificacionista. El prim er supuesto está basado en la idea de la persona como constructor activo del medio. La segunda distinción hace referencia a la inviabilidad de establecer generalizaciones que no estén referidas a individuos particulares o situaciones concretas. El tercer aspecto se­ ñalado por estos autores sostiene que toda forma de conocimiento, incluido el científico, es arbitraria, lo que hace imposible cualquier forma de conocimiento objetivo. Estos tres aspectos me servirán de pretexto para comentar algu­ nas cuestiones centrales sobre la psicología social actual.

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II.

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SUBJETIVISMO Y OBJETIVIDAD EN PSICOLOGÍA SOCIAL

Claramente, la teoría del conocimiento mantenida por Bar-Tal y BarTal necesita de claras matizaciones. En primer lugar, el subjetivismo por el que abogan estos autores no supone en realidad más que una forma extrema de cognitivismo en la que la realidad objetiva es asimi­ lada a la experiencia perceptiva. Dado que existen tantas realidades como individuos que perciben la realidad, no es posible, según ambos autores, ninguna forma de conocimiento objetivo. Nada es verdad o mentira, tan solo mera conjetura en la mente de individuos o grupos sociales. El único mundo existente es aquél del cual tenemos concien­ cia. La realidad exterior deja de tener una entidad propia para con­ vertirse en un caleidoscopio en el que la mano azarosa de quien lo maneja va determinando una de las múltiples combinaciones en que la realidad se nos presenta y es posteriormente evaluada. Se elimina así el problema de la falsa conciencia, pues todo acto cognitivo es en sí mismo igualmente válido y plausible. Se olvida, asimismo, que el ser, las condiciones objetivas de existencia, condicionan modos pre­ valecientes de cognición; en otras palabras, que los procesos cogniti­ vos no son procesos ni autónomos ni individuales, sino ante todo formas ideológicas de representación de la realidad en las que juegan un importantísimo papel las diferencias entre grupos sociales con in­ tereses antagónicos. Dichas cogniciones son en el plano individual el reflejo de condicionantes sociales que pueden, en el curso de la inter­ acción, devenir en nuevos repertorios cognitivos que a su vez sirven de guías en los procesos de transformación o mantenimiento del or­ den social existente. Es esta concepción, más sociológica y que está ausente del núcleo argumental defendido por ambos psicólogos, lasque a mi juicio debe­ ría adoptar la psicología social. Junto a esta forma de entender los procesos cognitivos, anclada en la tradición del pensamiento socioló­ gico marxista, se encuentra la escuela psicológica representada perr Vigotski (1896-1934), Luria (1901-19-78) y Leontiev (1903-1979), quienes ponen de manifiesto, como ya quedó señalado anterior­ mente, el carácter social y cultural de los procesos psíquicos superio­ res. El compromiso intelectual que este enfoque realiza con el carác­ ter social e histórico de toda la actividad cognitiva no es incompatible con el énfasis que numerosos psicólogos sociales cognitivistas ponen en el carácter mediador que los procesos cognitivos tienen en la con­

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ducta social, y que sigue constituyendo una de las principales aporta­ ciones de la psicología social de origen guestáltico (Asch, 1932/87; Heider, 1958, etc. Véase Eiser, 1986; Fiske y Taylor, 1984). Ambas tradiciones de pensamiento pueden contribuir a una mejor compren­ sión de la conducta. Otro de los aspectos que se derivan de esta concepción subjetivista es la asunción de que el relato que la persona hace sobre su conducta es la única base posible de análisis de la misma y que su ex­ plicación sólo puede estar basada en un proceso de negociación lin­ güística. Claros representantes de esta posición son Harré y el mé­ todo etogénico —que desde un punto de vista empírico tan pocos resultados ha dado, si exceptuamos el ya clásico estudio de Marsh, Roser y Harré (1978) sobre la violencia entre “aficionados” británi­ cos al fútbol—, así como Potter y Whetherell (1987) y su análisis del discurso. Tam bién el sociorracionalism o de Gergen y M oraw ski (1980) y Gergen (1982) y el constructivismo social de Gergen (1985) pueden incluirse en esta concepción. Sus defensores olvidan que, si bien la reflexivilidad sobre el comportamiento es una característica del ser humano, la capacidad de autoconciencia del mismo es depen­ diente de las condiciones sociales. No todas las personas tienen el mismo grado de conciencia sobre los condicionantes tanto externos como internos que regulan su comportamiento, ni tampoco la misma capacidad para articularlo. Tampoco cualquier medio social permite un desarrollo igual de dicha capacidad autorreflexiva. Son estos dos as­ pectos los que hacen inviable el que la explicación última del com­ portamiento de las personas esté sometida siempre a un proceso de negociación sobre el significado adscrito a la acción. Como nos re­ cuerda otro psicólogo social (Billig, 1977) en su estudio sobre el fas­ cismo, se trata de una nueva forma de relativismo cultural en el que el respeto por los puntos de vista de los otros y la defensa de que el in­ vestigador adopte el punto de vista de las personas investigadas lleva a ignorar el antagonismo entre los contenidos ideológicos de las per­ sonas y los del investigador. Otro de los riesgos en que incurren estas orientaciones teórico-metodológicas es el de un idealismo extremo, al reducir la realidad social a contenidos de carácter lingüístico. Riesgo al que apunta Crespo (1991#, p. 96) cuando señala que: Los enfoques discursivos están necesitados con frecuencia de una teoría del “poder” que explique la relación de estructuras discursivas y no discursivas

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(económicas, sexuales...) en el mantenimiento y cambio de las condiciones de existencia y en la construcción social de la realidad.

El que la realidad social sea una realidad simbólica, es decir, do­ tada de significado, y que no exista independientemente de las perso­ nas, no supone que no ejerza una presión directa sobre éstas (véase Berger y Luckman, 1967/79; Páez y otros, 1992^).

III.

PARTICULARISMO VERSUS PSICOLOGÍA SOCIAL TRANSCULTURAL

El segundo aspecto al que hacen referencia Bar-Tal y Bar-Tal es su propuesta de un enfoque particularista para la psicología social. Aun estando de acuerdo con este supuesto, es necesario hacer algunas matizaciones al mismo. Bar-Tal y Bar-Tal (1988, p. 99) definen este en­ foque de la siguiente manera: La investigación particularista centra su atención en el estudio de los conteni­ dos con la finalidad de caraterizar cierto tipo de individuos, grupos o situa­ ciones. Los estudios particularistas, por ejemplo, pueden describir el reperto­ rio de cogniciones de un determinado grupo en un campo específico para así describir las cogniciones que caracterizan a ese grupo específico en una situa­ ción dada, o estudiar las relaciones existentes entre cogniciones y conducta en un grupo y en una situación determinada.

Es clara la necesidad en psicología social de un nivel de análisis' particularista como el defendido por Bar-Tal y Bar-Tal, pero dicho enfoque es insuficiente para comprender el comportamiento social si no se corresponde con un análisis transcultural a través del cual po­ der describir y explicar lo que caracteriza la conducta de individuos o grupos específicos, pues es sólo en el contraste entre grupos de per­ sonas de culturas diferentes como podemos llegar a establecer lo que es específico de cada uno de ellos (véase A lvaro y M arsh, 1993; Marsh y Alvaro, 1990). No se trata tanto de establecer principios teó­ ricos de carácter general, allí donde tales principios se den, como de destacar la variabilidad y especificidad cultural de la conducta hu­ mana inmersa en el devenir de la historia (véase Bond, 1988). En re­ sumen, el enfoque particularista que Bar-Tal y Bar-Tal (1988) nos proponen es insuficiente para contrarrestar la tendencia de la psicolo­

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gía social psicológica a ignorar las variaciones culturales del compor­ tamiento, dándonos en última instancia una visión etnocéntrica del mismo. Una psicología social que hasta el momento se caracteriza, en gran medida, por la pretensión, no justificada, de establecer como universal lo que en la inmensa mayoría de los casos no es representa­ tivo ni tan siquiera del contexto cultural que se pretende analizar (véase Georgudi y Rosnow, 1985; Jahoda, 1988). Es por esto por lo que la psicología social debería adoptar un ca­ rácter transcultural, es decir, tender más hacia una psicología social comparada. Para el establecimiento de comparaciones, Berry (1979) hace una interesante propuesta que consiste en proponer diferentes criterios sobre los que basar diversos niveles de equivalencia: equiva­ lencia funcional —cuando las conductas observadas cumplen idéntica función—, equivalencia conceptual —cuando los significados de los conceptos utilizados en la investigación son iguales—, y equivalencia métrica —cuando las propiedades psicométricas del material empí­ rico utilizado son las mismas—. La propuesta de Berry (1979) pre­ tende hacer compatible el análisis de los problemas sociales locales con el desarrollo de teorías de carácter más general. Ejemplos de aná­ lisis en los que se utiliza la metodología propuesta por Berry los en­ contramos en trabajos como los de Triandis sobre la construcción de tipologías de comportamientos sociales, en los estudios del propio Berry sobre el etnocentrismo, o, más recientemente, en los estudios de Hofstede (1984) acerca de las variaciones culturales en valores so­ ciales. El estudio transcultural de la conducta no se debe centrar tanto en la observación de universales, es decir, de «un proceso psico­ lógico o relación que ocurre en todas las culturas» (Triandis, 1978), como en la observación de las relaciones entre las personas y los gru­ pos sociales y su medio cultural. Si bien en un nivel no complejo de la conducta humana es posible establecer universales —ejemplos de esto los encontramos en el campo de la percepción, más concreta­ mente en la «percepción indirecta» y en ciertos aspectos de la «repre­ sentación pictórica» (Jahoda, 1981), así como en el campo de las emo­ ciones y, más concretamente, en la expresión facial de las mismas (Ekman y Friesen, 1971/82)—, la conducta humana se caracteriza por un mayor grado de complejidad que el referido en estos estudios. La explicación en estos casos debe dejar paso a un enfoque en el que se describan las condiciones culturales que dan lugar a determinado tipo de relaciones sociales. La idea defendida en este libro no es la de una psicología social

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empeñada en el estudio de procesos universales. M uy al contrario, di­ chos procesos no son entendidos como mecanismos que operan en todos los individuos independientemente del contexto sociocultural, sino que este último es entendido como una parte, tanto de la defini­ ción que la persona hace del medio en que tiene lugar su conducta, como de los límites impuestos a su acción.

IV. CONSTRUCTIVISMO VERSUS OBJETIVIDAD

El últim o punto defendido por Bar-Tal y B ar-T al es el de la im posi­ bilidad de un conocim iento objetivo de la realidad. Bar-Tal y B ar-T al (1988, p. 87) definen a la teoría no justificacionista de la siguiente forma: De acuerdo con este enfoque, el conocimiento nunca puede ser probado como verdadero ni justificado apelando a una autoridad superior. En conse­ cuencia, éste consiste en información en forma de opiniones y conjeturas.

La postura defendida por estos autores es coincidente con las del sociorracionalism o (Gergen y M orawski, 1980), teoría generativa (Gergen, 1982) y constructivismo (Gergen, 1985). De ser consecuentes con este argumento, y llevándolo hasta sus últimas consecuencias, la psicología social, así como todas las ciencias sociales, debería desaparecer. Si nada permite distinguir el conoci­ miento generado por el «hombre de la calle» del generado por un es­ tudio psicosocial (cosa que en algunos casos no deja de ser cierta), la propia disciplina queda en tela de juicio. La actitud más acertada, de seguir este razonamiento hasta sus últimas consecuencias, sería pedir que se cerrasen todos los centros donde se enseñan “ciencias socia­ les”. Una crítica a este tipo de razonamiento la encontramos en un brillante, aunque poco conocido, artículo de Lazarsfeld (1949). En él, el autor describe seis proposiciones de «sentido común» relativas a diferentes aspectos del estudio de Stouffer y otros, The American Soldier (1949). Ninguna de las proposiciones enunciadas encontró verificación empírica. Al contrario de lo esperado, todas y cada una de ellas fueron refutadas (véase Lazarsfeld, 1949, pp. 378-380). Sin negar que los criterios de validación del conocimiento están sujetos a cambios históricos, que el desarrollo del conocimiento se encuentra

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delimitado por el contexto cultural en que se produce, y sin necesi­ dad de llegar a contraposiciones extremas entre verdades absolutas y relativismos extremos, podemos concebir la objetividad como un co­ nocimiento de la realidad social delimitado por su mayor o menor aproximación a la misma. Sirva como ejemplo las dos formas de co­ nocimiento divergentes que caracterizan a Don Quijote y a Sancho Panza acerca de su polémica sobre los molinos. En este caso, la terca realidad se encargó de enseñar al bueno de Don Quijote que, en ver­ dad, y tal y como le recordase Sancho antes de emprenderla a lanza­ das, no se trataba de gigantes sino de molinos de viento. Pero dejemos a ambos personajes y volvamos a la psicología so­ cial. Supongamos que, por ejemplo, nos encontramos ante dos opi­ niones divergentes ante un mismo problema como las expresadas por los dos textos siguientes: Es un hecho bien establecido, sin embargo, que la inteligencia de la raza blanca es de una versatilidad y complejidad superior a la de la raza negra [Allport, 1924, p. 386], La función del prejuicio es la de facilitar la segregación de grupos opuestos entre ellos [Young, 1945, p. 258].

I

Estas dos formas ¡de conocimiento de las relaciones raciales difie­ ren radicalmente. Mieittras que Floyd Allport da una explicación de las diferencias raciales en función de la inferioridad de la raza negra, Young encuentra que las diferencias entre ambas son fruto del prejui­ cio social. De acuerdo con las diferentes versiones de la postura no justificacionista (sociorracionalismo, enfoque constructivista, etc.), defendida por Bar-Tal y Bar-Tal, no es posible distinguir cúal de las dos interpretaciones de un mismo problema, en nuestro caso las dife­ rencias raciales, es la verdadera, ya que ninguno de los argumentos que forman el razonamiento de ambos psicólogos puede ser probado o rechazado. En conclusión, el conocimiento generado por ambas líneas de pensam iento revelaría formas de conocim iento igual de erróneas o igual de verdaderas, puesto que cualquier «hipótesis puede ser verificada o falsada» (Gergen y M orawski, 1980). En resumen, no me parece correcta la afirmación de que no existe ninguna autoridad o criterio que confirme o desconfirme nuestras teorías tal y como supone la postura no justificacionista, y que tanto eco ha tenido en autores como Gergen (1982, pp. 108-109). Para este

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psicólogo social, la contrastación empírica no es un criterio apro­ piado de validación teórica, y propone una nueva forma de validación del conocimiento consistente en comparar teorías alternativas en fun­ ción de [...] su capacidad para poner en cuestión los principios esenciales de una cul­ tura, para indicar problemas fundamentales de la vida social contemporánea, para reconsiderar lo que se considera como ya establecido y en consecuencia generar nuevas alternativas para la acción social.

La idea defendida en estas páginas es opuesta a la expresada, entre otros psicólogos sociales, por Gergen o Bar-Tal y Bar-Tal, pues con­ sidero que es en últim a instancia esa misma realidad social la que debe encargarse de corregir o confirmar el conocimiento de la misma. Esto no quiere decir que dicha validación sea aproblemática, tal y como queda reflejado en el capítulo metodológico. Los criterios ex­ puestos por Gergen no pueden ser un principio de validez del cono­ cimiento generado en ciencias sociales sino un objetivo de la propia psicología social, independientemente de cúales sean los modelos teó­ ricos y prácticas metodológicas que utilicemos. En resumen, no se trata de abogar por un empiricismo asistemático y meramente acu­ mulativo, pero sí de defender que todo desarrollo teórico debe ser validado mediante su contrastación con la realidad. La posición sos­ tenida en este libro es contraria, tanto al relativismo en ciencias socia­ les, como a la pretensión de establecer una ciencia única resultado de la acum ulación del saber y cuya pretensión final sea el estableci­ miento de leyes universales del comportamiento, tal y como se des­ prende de la idea de algunos psicólogos sociales, quienes señalan como la principal debilidad de la disciplina su incapacidad para haber constituido una teoría genérica compuesta por proposiciones que puedan ser falsables y enfocada al estudio de efectos de carácter acu­ mulativo (véase Pettigrew, 1991). Frente a ambos extremos, es posi­ ble defender una posición según la cual todo conocimiento debe ser contrastado con la realidad, al tiempo que se propugna que no exis­ ten teorías correctas y teorías incorrectas, tal y como es defendido por el enfoque contextualista en psicología social (véase Axsom, 1989; McGuire, 1983). Al mismo tiempo, es necesaria una perspectiva transcultural e histórica para darnos cuenta no sólo de la imposibili­ dad de establecer una ciencia unificada generadora de principios uni­ versales, sino también de que, mientras unas explicaciones teóricas y

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principios metodológicos pueden ser apropiados en un contexto cu l­ tural, en otro pueden no serlo. Se trata en definitiva de abogar por una pluralidad teórica y m etodológica. La psicología social abarca un campo tan am plio de temas y situaciones que ninguno de los p resu­ puestos de una teoría puede abarcarlos en su totalidad. Esta visión se aleja de todo relativism o al afirm ar que toda p ro p o sició n teórica puede ser contrastada con la realidad y que no toda explicación de la realidad social es igual de correcta.

6.

EL MODELO ESTRATIFICADO DE LA A CCIÓ N Y ENFOQUES TEÓRICOS AFINES. PROPUESTAS PARA LA PSICOLOGÍA SOCIAL

El m od elo estratificado de la a cción y en foq u es teóricos afines

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para centrarse en lo que Giddens (1982, p. 180) denomina consecuen­ cias no intencionadas de la acción social: La historia no es un proyecto intencional. Toda actividad intencional tiene lugar en el contexto de instituciones sedimentadas a lo largo de extensos pe­ riodos de tiempo. Las consecuencias no intencionadas de la acción son de una trascendental importancia para una teoría social, especialmente en la me­ dida en que son incorporadas sistemáticamente en el proceso de reproduc­ ción de las instituciones.

La polémica entre las concepciones derivadas de las nociones de ac­ ción humana y estructura es interesante no sólo desde un punto de vista histórico, sino también desde la perspectiva de la explicación del comportamiento humano. Frente a la tradición que representan interaccionistas simbólicos como Blumer, o enfoques teóricos como la etogenia, la etnometodología o el enfoque dramatúrgico, encontramos los modelos estructuralistas, así como los enfoques funcionalistas del comportamiento hu­ mano, predominantes hasta hace poco tiempo en las ciencias sociales. De acuerdo con Giddens (1967/87), mientras que los teóricos de la acción social han centrado su atención en la reflexibilidad del com­ portamiento sin haber desarrollado ninguna idea de la estructura so­ cial, el estructuralismo y el funcionalismo tienden a caracterizar la conducta como el resultado mecánico derivado de un proceso de re­ producción de estructuras sociales preexistentes. Una polémica que, en parecidos términos, observamos entre las escuelas de pensamiento conductista y cognitivista en el caso de la psicología. Las posturas representadas por ambos modelos teóricos no son sin embargo incompatibles. Junto a una concepción del comporta­ miento humano en la que se destaca el carácter intencional y proposi­ tivo del mismo y en la que los actores sociales tienen la capacidad de dirección reflexiva de su acción y el conocimiento de las condiciones sociales en las que áquella se desarrolla, también es posible una inter­ pretación estructural en la que se tengan en cuenta los condiciona­ mientos y constricciones institucionales que facilitan el cambio o re­ producción de la estructura social. Como indica Giddens (1967/87), el dominio de la actividad humana es limitado; los hombres producen la sociedad, pero lo hacen como actores históricamente situados, no en condiciones de su propia elección. El concepto de estructura deja de tener así un contenido determinista o exclusivamente coercitivo,

El modelo estratificado de la acción propuesto por Giddens y re­ tomado por otros autores como Manicas (1982) es compatible con la concepción socioestructural del interaccionismo simbólico de Stryker (1983), y que propone como modelo teórico para la psicología social. En la visión del interaccionismo simbólico de Stryker, los sis­ temas de significados que sirven de guía al comportamiento deben ser interpretados en función de las divisiones sociales en clases y diferen­ cias de poder: La idea de que se debe situar a las personas formando parte de relaciones en­ tre roles, determinadas por estructuras sociales más generales, al igual que la idea más tradicional del interaccionism o sim bólico de que el com porta­ miento de las personas esta mediado por el significado de la identidad perso­ nal, de sí y de los demás, que deriva de la localización y de la interacción so­ ciales, todas estas ideas son las que tienen más importancia intelectual para la psicología social [Stryker, 1983, p. 59].

Más recientemente, el mismo autor (Stryker, 1991, p. 88) vuelve a hacer hincapié en su propuesta de una psicología social sociológica al afirmar que: Claramente, concebir una estructura social significa admitir que existe una realidad social que va más allá de procesos psicológicos individuales y que condicionan a estos últimos de una forma importante. El reconocimiento de este argumento significa que hay que ir más allá de procesos psicológicos in­ dividuales, por no mencionar los procesos de interacción social.

La perspectiva teórica de Stryker es muy semejante a la sociología del conocimiento de Berger y Luckman (1967/79), para quienes la rea­ lidad está constituida por universos de significado compartidos so­ cialmente que, al institucionalizarse, controlan el comportamiento

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humano. En el enfoque construccionista de estos autores la sociedad sólo puede ser interpretada en la dialéctica entre realidad objetiva y subjetiva. Como nos recuerda Eberle (1993, p. 12) en un oportuno artículo, en el que se argumenta la importancia de la sociología del co­ nocimiento de estos autores para el desarrollo teórico de la psicología social: La psicología no puede ser otra cosa que psicología social. Los mundos sub­ jetivos no pueden ser separados de los procesos en cuyo seno son construi­ dos, comunicados y mantenidos [...] las identidades personales no pueden ser separadas de la estructura social en la cual son constituidas.

De una forma similar, Totman (1980) indica que la psicología so­ cial dejaría inacabado el análisis de la acción social si no analizase ésta en términos de normas y seguimiento de normas. Su distinción entre reglas constitutivas y reglas normativas es de un gran valor heurís­ tico. Las reglas constitutivas posibilitan el entendimiento de la con­ ducta en un contexto cultural específico. Las reglas normativas defi­ nen y dirigen la acción social, permitiendo ciertos tipos de conducta y sancionando otros. Ciertamente, la capacidad de dirección de la acción social y el co­ nocimiento que permite al actor dar razón de la misma —conciencia discursiva— y llevarla a cabo —conciencia práctica— no se dan en un vacío normativo. Una teoría psicosocial es incompleta en tanto no considere las condiciones sociales en que viven las personas y su in­ fluencia en las creencias y comportamiento colectivos. Más concretamente, una concepción de la conducta humana en la que no se tengan en cuenta conceptos de carácter estructural puede llegar a convertirse en una nueva forma de idealismo social. Como nos recuerda Tajfel (1977, pp. 653-654): Cualquier sociedad en la que haya diferencias de estatus, poder y prestigio entre sus grupos sociales —y en todas las hay— nos sitúa en diferentes cate­ gorías sociales vitales en la definición de nosotros mismos. Dichas definicio­ nes que creemos compartir con otros son las que hacen que nos comporte­ mos de la forma en que lo hacemos.

En resumen, los modelos propuestos por Giddens, Stryker o Totman, a los que se podrían añadir otros, como la propuesta de una psicología social no reduccionista de M. Jahoda (1986 b), el enfoque

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construccionista de Berger y Luckman (1967/79) o la perspectiva contextualista de Georgudi y Rosnow (1985), así como algunos as­ pectos de la perspectiva dialéctica —como son su insistencia en un enfoque contextual e histórico, así como su consideración de la per­ sona y el medio social como realidades no contrapuestas (Georgudi, 1983; Martín-Baró, 1985)—, constituyen enfoques y nociones desde los que es posible realizar un análisis no reduccionista de la conducta y la interacción social.

7.

PERSPECTIVAS METODOLÓGICAS EN PSICOLOGÍA SOCIAL

En páginas anteriores he tratado de exponer un análisis crítico de al­ gunos de los enfoques teóricos sobre los que se ha ido constituyendo la psicología social, ofreciendo un conjunto de perspectivas desde las que enmarcar el estudio de la conducta social. Estas consideraciones tendrían un carácter parcial si no se considerasen a un mismo tiempo los aspectos metodológicos de la disciplina, pues si bien considero acertada la ya conocida frase de Kurt Lewin de que no hay nada tan práctico como una buena teoría, no es menos cierto que todo avance teórico debe tener en la contrastación con la realidad que pretende analizar su fuente de validación. Teoría e investigación son dos partes de un mismo proceso: de reproducción y creación del conocimiento. Queda implícito en la aseveración antes realizada un punto de vista opuesto a la perspectiva de la teoría sociorracional (Gergen, 1982) y/o constructivista del conocimiento en psicología social (Gergen, 1985) —que no tiene que ver ni con la crítica constructivista que McGuire hace al empiricismo lógico tradicional ni con el enfoque desarrollado por Berger y Luckman—, según la cual no existe un conocimiento ob­ jetivo de la realidad, pues éste responde a convenciones de carácter lingüístico, considerando el método científico como una forma discur­ siva más. En realidad, si esto fuese así, debería admitirse que el conoci­ miento científico no es en absoluto superior al conocimiento religioso o al de una secta. Como nos recuerda con agudeza Marsh (1982, p. 52): N o debem os con fun dir un relativism o m o ral con un relativism o lógico y arg u ­ m entar q u e, dado qu e es equiv o cad o co n sid e rar a un a c u ltu ra com o m o ra l­ mente su p erio r a otra, es igualm en te equivocado d ecir qu e cu alq u ier explicación sobre el m undo, desde la religiosa a la m ágica, tienen el m ism o tipo de estatus.

Al igual que en el caso de los enfoques teóricos, la discusión en torno a la metodología adecuada para las ciencias sociales constituye uno de los aspectos que ha suscitado y suscita una mayor polémica.

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Polémica a la que no es ajena la psicología social, y que adopta la forma de posiciones contrapuestas entre los partidarios y detractores de posiciones dicotómicas expresadas por términos antónimos, como los de técnicas cualitativas o cuantitativas, paradigma racional frente a paradigma naturalista, explicación causal versus interpretación herme­ néutica, método hipotético-deductivo frente a método inductivo, mo­ delo ideográfico de explicación frente a modelo nomotético, etcétera. Otro aspecto fundamental en la polémica acerca de la metodolo­ gía apropiada para la psicología social lo constituye la polarización existente entre los defensores y detractores del método experimental, aspecto éste clave para entender el porqué de la llamada crisis en psi­ cología social, uno de cuyos pilares fue el cuestionamiento de dicho enfoque metodológico. Las páginas siguientes se centran en dos polé­ micas que podríamos resumir en, por un lado, la contraposición entre los enfoques cualitativos y cuantitativos y, por otro, la crítica al uso del experimento de laboratorio como paradigma metodológico para la psicología social.

I.

TÉCNICAS CUANTITATIVAS VERSUS TÉCNICAS CUALITATIVAS

La característica fundamental de las técnicas cuantitativas en ciencias sociales es la creencia en la posibilidad de obtener un conocimiento objetivo de la realidad. Dicho conocimiento se caracterizaría por un monismo metodológico según el cual los métodos de las ciencias na­ turales se consideran directamente aplicables al estudio de la realidad social. Como contrapartida, los partidarios de la utilización de una m etodología cualitativa señalan que los métodos utilizados en las ciencias naturales son inapropiados para el estudio del com porta­ miento social. Desde esta perspectiva se insiste en que el mundo so­ cial se diferencia del mundo físico en que el primero es construido en la interacción social y que, por tanto, es una realidad de significados compartidos. Este énfasis en la realidad como construcción simbólica hace que los partidarios de una metodología cualitativa enfaticen que la investigación debe tener por finalidad el estudio de lo social desde el punto de vista de los actores implicados. Así se expresa Cicourel (1982, pp. 11 y 289) cuando afirma que: El arg u m en to g en eral, re p etim o s, es q u e q u iz á no p o d am o s co m p ren d er cuál será un m étod o ap ro p iad o p ara ex am in ar o v e rific ar una teo ría sin un a e x p li­

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cación de cómo piensan, sienten y actúan las personas al ocuparse de sus asuntos en la vida cotidiana [...]• La expresión cuantitativa de los resultados cosifica necesariamente los hechos de estudio, pero nuestras interpretaciones —aun tras las habituales excusas y advertencias formales sobre su generali­ dad y precisión— se toman como conclusiones positivas que se finge creer válidas y repetibles. Así, se viene a hacer de la investigación algo concluso, en vez de una búsqueda de conocimiento sobre una época determinada.

En su versión contemporánea, esta posición crítica con respecto al uso de las técnicas cuantitativas tomaría como punto de referencia diferentes tradiciones de pensamiento, como son la fenomenología, especialmente a través de los escritos de Schutz, el interaccionismo simbólico, el enfoque etnometodológico y la etogenia. Frente a las posiciones extremas de unos y otros encontramos una tercera posi­ ción que trataré de argum entar en las páginas siguientes, y que es aquella que defiende la necesidad de considerar a ambos enfoques metodológicos no como contrapuestos sino como complementarios. Dicho punto de vista sostiene que es en la definición del objeto de es­ tudio y de los objetivos de la investigación donde se configuran los límites en la elección tanto del paradigma metodológico a utilizar como de las técnicas de análisis. Esta perspectiva parte, en defini­ tiva, del supuesto de que la utilización de diferentes recursos meto­ dológicos puede, en un mismo estudio, darnos una visión más enriquecedora de la realidad que se está estudiando. En resumen, el argumento principal que se desarrolla en las siguientes páginas es el de que, aun reconociendo que las tradiciones metodológicas en las que se basan las técnicas de análisis cuantitativo y cualitativo hunden sus raíces en posiciones epistemológicas diferentes, no existe contra­ dicción alguna en utilizarlas de forma conjunta en la investigación social.

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Cuando hablamos de metodologías cuantitativas o cualitativas, estamos ha­ blando, finalmente, de un conjunto de premisas interrelacionadas acerca del mundo social que son filosóficas, ideológicas y epistemológicas. Conlleva, en resumen, algo más que unas técnicas de recogida de datos.

El problema surge, sin embargo, cuando se intenta especificar el tipo de implicaciones que ambas metodologías conllevan. La utiliza­ ción de un tipo u otro de metodología no supone, necesariamente, la adscripción a todo un conjunto de postulados metateóricos o episte­ mológicos. Incluso es posible concebir un paradigma teórico en el que conviven paradigmas metodológicos y técnicas de análisis con­ trapuestas. El caso del interaccionismo simbólico y la contraposición metodológica de las escuelas de Chicago y Iowa es ilustrativa. Así, por ejemplo, mientras que para Blumer (1982, p. 35) «la postura me­ todológica del interaccionismo simbólico es la del examen directo del mundo empírico social», criticando la utilización de los tests de hipó­ tesis y la operacionalización de variables, autores como Kuhn y M cPartland (1954) desarrollan, dentro de la teoría del interaccio­ nismo simbólico, un instrumento de medida de las actitudes hacia el yo — «Twenty Statements Test»— cuya descripción y contenido, así como el análisis propuesto, se enmarcan en la orientación científica del naturalismo (véase M eltzer, Petras y Reynolds, 1975). Las cuestiones anteriormente expuestas llevan a la conclusión de que si bien la utilización de un tipo específico de metodología, así como sus correspondientes técnicas de análisis, no puede desligarse de ciertos supuestos epistemológicos y teóricos en los que se funda­ menta, tampoco implica una aceptación global de todos y cada uno de los mismos. No debe extrañarnos, por tanto, que la utilización de un mismo enfoque metodológico parta de supuestos epistemológicos divergentes e incluso contrarios, o que dos metodologías supuesta­ mente contrapuestas partan de un mismo enfoque teórico y episte­ mológico.

II. TÉCNICAS CUANTITATIVAS Y TÉCNICAS CUALITATIVAS: ¿SÓLO UN A CUESTIÓN EPISTEMOLÓGICA? III.

Cabe señalar, en primer lugar, que la elección de un tipo u otro de metodología es algo que tiene implicaciones que trascienden los as­ pectos puramente metodológicos. En este sentido creo acertada la opinión de autores como Rist (1977, p. 62), cuando señala que:

MÉTODO HIPOTÉTICO-DEDUCTIVO VERSUS MÉTODO INDUCTIVO. EL PAPEL DE LA TEORÍA

La utilización de un método hipotético-deductivo puede ser conside­ rada como un supuesto derivado de la lógica positivista sobre la que

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se erigen los estudios cuantitativos. Estos estudios tienen en dicho modelo el eje sobre el que se establecen las diferentes fases de la in­ vestigación científica. Según el mismo, todo proceso de investigación debe seguir unas fases que irían desde la formulación de una teoría o modelo del cual poder derivar un conjunto de hipótesis em pírica­ mente observables hasta la obtención de datos que remitirían a la teo­ ría enunciada. Si bien este modelo es considerado como ejemplo de racionalidad científica, lo cierto es que, como nos recuerda Bryman (1988), una gran parte de la investigación cuantitativa en ciencias so­ ciales no sigue dicha lógica, y en muchos casos no es la teoría la que guía la investigación sino que es esta última la que sirve de guía a la teoría. Esto no quiere decir que se abogue por un empiricismo desli­ gado de toda formulación teórica. Como nos recuerda Marie Jahoda (1989, p. 77): Concentrarse en la teoría es, ciertamente, una importante función de la inves­ tigación, pero no la única [...]. Más aún, la investigación orientada exclusiva­ mente por la teoría puede actuar en algunas ocasiones como una camisa de fuerza para el pensamiento y la observación, siendo en parte responsable de la falta de preocupación por la validez externa.

A su vez, los que critican los enfoques cualitativos señalan que en éstos no se considera a la teoría como un antecedente del análisis em­ pírico sino como una consecuencia del mismo. Se trata, en definitiva, de una crítica al modelo inductivo como inferior al hipotético-deductivo. Se olvida en esta crítica el hecho de que, al igual que muchos es­ tudios realizados desde un enfoque cuantitativista no siguen dicho modelo hipotético-deductivo, numerosos estudios cualitativos parten de marcos teóricos que guían la investigación, siendo la finalidad principal de los mismos comprobar el poder explicativo de las teorías utilizadas, tal y como, de nuevo, nos recuerda Bryman (1988). En úl­ timo análisis, la polémica está basada en una falsa contradicción entre ambos modelos. Toda investigación incluye necesariamente ambos procesos, inductivo y deductivo, independientemente de que se trate de un estudio cuantitativo o cualitativo. Desde este punto de vista, resulta irrelevante si el proceso de investigación se origina en la for­ mulación de un enfoque teórico o parte de la observación de la reali­ dad para finalmente arribar a una teoría. La polémica es parecida a aquella otra con que nos deleitaban cuando éramos niños sobre qué era antes, si el huevo o la gallina. En resumen, la utilización de un

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modelo hipotético-deductivo no es una prem isa necesaria de los estu­ dios basados sobre una m etodología cu an titativ a. De igual form a, tampoco constituye una prem isa de los m étodos cualitativos la u tili­ zación de un modelo inductivo. Más aún, la discusión entre la supe­ rioridad de uno u otro modelo carece de fundam ento, pues todo es­ tudio en ciencias sociales debe considerar a am bos como parte del mismo proceso de investigación (véase Sarabia, 1992).

IV. LA ACUMULATIVO)AD DEL CONOCIMIENTO CIENTÍFICO

Una de las premisas sobre las que se asienta el positivismo es la creen­ cia en la acumulatividad del conocimiento científico. De acuerdo con la misma, el refinamiento metodológico y el perfeccionamiento de las técnicas de análisis llevaría a un conocimiento cada vez más preciso de la realidad. Esta premisa parte de la idea de progreso aplicada a di­ cho conocimiento. Un ejemplo de esto lo constituyen los denomina­ dos meta-análisis. En ellos se pretende realizar una revisión de todos los resultados obtenidos en un área de estudio específico con el fin de llegar a una conclusión final sobre la misma. Dichos análisis se basan en la creencia de que el avance del conocimiento es el resultado de una acumulación de evidencia empírica. Así, por ejemplo, al estudiar la asociación entre dos variables se tienen en cuenta todos los resulta­ dos obtenidos en diferentes estudios de los que se dispone de infor­ mación estadística. De esta manera, se pretende obtener la significatividad estadística media o magnitud de la asociación entre las variables y, finalmente, dar una conclusión definitiva acerca de la existencia o no de asociación entre las variables consideradas. Si bien en este tipo de análisis se emplean criterios selectivos en la elección de las investi­ gaciones que entran a formar parte del meta-análisis y se utilizan ri­ gurosos procedimientos estadísticos, el objetivo principal de los mis­ mos es el resultado acum ulativo final. Si bien la acum ulación de evidencia no es incompatible con la explicación de la variación de los resultados en estudios diferentes (véase Bangert-Drowns, 1986), pre­ domina el intento de encontrar una tendencia central en los resulta­ dos de un conjunto de investigaciones. Este objetivo relega, en el me­ jor de los casos, a un segundo plano lo que debería ser tarea principal del conocimiento: la contextualización sociohistórica de los resulta-

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dos, antes que dar por confirmada o refutada una hipótesis o asocia­ ción entre variables. Podemos considerar a este tipo de análisis como una errónea me­ táfora de la acumulatividad del conocimiento psicosocial. Ya en páginas anteriores ha quedado expuesta mi opinión acerca de la imposibilidad de establecer una ciencia social unificada o, lo que es lo mismo, establecer principios o leyes generales del com por­ tamiento social. La utilización de una metodología cuantitativa no supone, tampoco, una necesaria adscripción a este postulado del po­ sitivismo. Si bien hay que reconocer que en las tradiciones de pensa­ miento en las que se basan los métodos cualitativos se hace hincapié en los aspectos situacionales, la utilización de una metodología cuan­ titativa no es incompatible con una interpretación de la realidad so­ cial analizada en términos del contexto social y cultural-nacional en el que se realiza la investigación. Ciertamente, éste no es un hecho frecuente en psicología social (véase Bond, 1988; Marsh y Alvaro, 1990), pero no debemos interpretar esto como una consecuencia de la metodología y técnicas de investigación dominantes, sino como un aspecto más del etnocentrismo que permea todos los aspectos de nuestra vida social y a los que la psicología social, tanto americana como europea —anglosajona al fin y al cabo—, no es ajena. Una con­ cepción histórica tanto de la conducta social como de las formas del conocimiento no es, en resumen, una cuestión que esté ligada necesa­ riamente a una u otra metodología.

V.

RAZÓN CAUSAL FRENTE A INTERPRETACIÓN

La contraposición entre comprensión y explicación es otro de los ejes centrales en la polémica sobre el método apropiado para las ciencias sociales. En Dilthey (1833-1911), ya encontramos este dualismo en el que se sitúan las ciencias naturales y las ciencias sociales. Para este autor las ciencias del espíritu deben utilizar una metodología cuya fi­ nalidad sea la comprensión y no la explicación. Siguiendo esta tradi­ ción del pensamiento, la psicología debería tener un carácter ideográ­ fico en el que el objetivo final fuese de carácter hermenéutico; revelar, en definitiva, a través de la observación, la subjetividad de los actores sociales. Destacar la importancia del significado que los actores dan a su acción es una característica común a diferentes tradiciones de pen­

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samiento en ciencias sociales, y más específicamente en psicología so­ cial. En ciencias sociales, podemos resaltar la posición de los fenomenólogos y, especialmente, la sociología de la acción de Max Weber. En psicología social, diferentes teorías enfatizan la importancia del significado que los sujetos dan a su conducta. Tanto para los interaccionistas simbólicos como para las diferentes teorías “afines” (la etnometodología, la etogenia, etc.), éste es un aspecto central, p ri­ mándose una metodología cualitativa como la más apropiada para captar el significado que los actores sociales dan a su conducta. Esta postura queda bien ejemplificada en la siguiente cita de Ibáñez (1990, pp. 247-248), cuando afirma, refiriéndose a los enfoques cuantitativo y cualitativo, que: Es obvio que a partir del momento en que se está convencido de la importan­ cia que tienen las dimensiones simbólicas de lo social, y del papel que desem­ peñan los significados, se llega lógicamente a la conclusión de que las técnicas interpretativas son efectivamente las más adecuadas a la naturaleza del objeto social. El problema surge en la medida en que el significado es, por propia definición, inaprensible en los formalismos necesarios para proceder a una cuantificación.

A mi juicio, la idea de que sólo la utilización de técnicas de aná­ lisis cualitativo puede llevarnos a una comprensión de la conducta social no es correcta. Esta idea está basada, fundamentalmente, en dos supuestos erróneos. El primero se refiere a la idea de que la u ti­ lización de una metodología cuantitativa supone la imposición de categorías del conocimiento que no se encuentran presentes en los sujetos investigados. De esta forma, entre investigador e investigado no sería posible establecer un conjunto de significados compartidos, lo que invalidaría los resultados de la investigación. El segundo su­ puesto parte de la idea de que para comprender la conducta basta con adoptar el punto de vista de los sujetos investigados. Además de los problemas que se derivan de adoptar ciertos puntos de vista (véase Billig, 1977), es poco acertado no tener en cuenta que las des­ cripciones que una persona nos da de su comportamiento no tienen por qué ser necesariamente correctas, y no me refiero a que los su­ jetos que forman parte de una investigación tengan la posibilidad de engañar al investigador, sino al hecho de que no siempre somos conscientes del porqué de nuestros actos. La consciencia de los mis­ mos está sujeta a condicionam ientos estructurales que, en ocasio­

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nes, trascienden los relatos que los actores dan de su conducta. Esto no supone ni despreciar las interpretaciones que los sujetos dan a su acción ni considerar ésta como la única fuente válida de conoci­ miento. Además, cabe señalar que los métodos cuantitativos no son incompatibles con el estudio del significado que las personas inves­ tigadas dan a su propia acción (véase Bryman, 1988). Con respecto a la investigación cualitativa, tampoco es correcto afirm ar que su utilizació n es incom patible con el establecim iento de relaciones de causalidad. Existen dos formas diferentes de llegar a establecer las relaciones de causalidad entre los fenómenos sociales estudiados. Los métodos cuantitativos enfatizan los aspectos metodológicos en el establecim iento de relaciones de causa-efecto entre variables. Pero ésta no es la única forma de establecer dicho tipo de conexio­ nes entre variables. Las relaciones de causalidad también se pueden establecer de forma lógico-discursiva. Tal objetivo no pasaría tanto por el control riguroso de variables como por la plausibilidad argu­ mentativa. Este es el caso, por ejemplo, de los análisis de carácter histórico. Es posible llegar a establecer las causas que llevaron a la Revolución francesa sin que nos veamos tentados a confirmar nues­ tros resultados con simulaciones experimentales. El establecimiento de relaciones de causalidad no es, por tanto, incompatible con nin­ guna metodología en concreto. Lo que varía son las formas de esta­ blecer dichas relaciones. En resumen, si bien los métodos cuantitati­ vos ponen el énfasis en el análisis causal y los métodos cualitativos en el análisis interpretativo, ninguno es incompatible con ninguna de ambas finalidades. Más aún, tal y como señala Weber, explica­ ción e interpretación, causa y significado, no son términos contra­ puestos sino parte de un mismo proceso de inteligibilidad de la ac­ ción social.

VI. EL EXPERIMENTO DE LABORATORIO. DISEÑOS EXPERIMENTALES O DISEÑOS CORRELACIONALES

Existe la creencia, muy extendida entre los psicólogos sociales de di­ ferentes orientaciones teóricas y metodológicas, de que sólo con los diseños experim entales es posible establecer relaciones de causaefecto, postulado fundamental en las ciencias naturales. A este res­ pecto, Deconchy (1992, p. 331) señala lo siguiente:

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La idea de que se conoce (con todas las reservas de verificación) la causa de un fenómeno desemboca en esta otra idea: que el mejor medio de validar este conocimiento es hacer aparecer y producir un fenómeno, voluntariamente si puede decirse, introduciendo uno mismo, en un campo donde no está natu­ ralmente presente ni es empíricamente localizable, el hecho que se quiere de­ mostrar que es la causa del fenómeno estudiado. Desde este ángulo, la valida­ ción experimental de la prueba es siempre una acción: se trata de producir un dato que de otra forma estaría dormido.

Una idea similar es la que expresa Fernández Dols (1990, p. 78) cuando escribe que «el experimento es la única herramienta que, en último término, nos va a permitir construir modelos explicativos so­ bre la realidad». Esta aseveración la podemos encontrar en numero­ sos manuales de metodología de nuestra disciplina. Es un hecho incuestionable que el desarrollo de los diseños expe­ rimentales ha tenido una influencia beneficiosa en el rigor metodoló­ gico y en las precauciones que se deben tomar antes de inferir rela­ ciones de tipo causal entre variables. Sin embargo, no es menos cierto que los defensores del método experimental se olvidan de que la asig­ nación aleatoria de sujetos no es la única forma de control de varia­ bles. También es posible la igualación de los grupos en aquellas varia­ bles relevantes en el fenómeno observado, reduciendo la posibilidad de encontrar relaciones espúreas, el control de variables ex post facto (véase Blalock, 1971; Marsh, 1982, 1988), así como la aplicación de técnicas de análisis multivariado, como el análisis de caminos. Estos procedimientos nos permiten establecer la importancia de un con­ junto de variables en la varianza de una variable “dependiente”. Aun­ que los diseños correlaciónales o transversales ofrecen serios proble­ mas metodológicos para poder establecer algo más que asociaciones entre variables, la estructura misma de las variables consideradas y el perfeccionamiento de las técnicas de análisis hacen posible el estable­ cimiento de teorías e hipótesis causales en diseños de investigación no experimentales (Marsh, 1988; Saris y Stronkhorst, 1984). Además, los diseños longitudinales, en donde las observaciones de los mismos grupos se realizan en diferentes momentos del tiempo, permiten eli­ minar los errores característicos de los diseños correlaciónales con respecto al establecimiento de inferencias causales entre variables. La polémica entre diseños correlaciónales versus diseños experi­ mentales debería dar paso a lo que hace ya tiempo Cronbach (1981) definió como una «disciplina unificada» en la que el estudio de las di­

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ferencias interindividuales propio de los análisis correlaciónales se viese complementado con el estudio de las diferencias entre trata­ mientos, así como con la interacción entre ambos tipos de variables.

VIL EL EXPERIMENTO DE LABORATORIO: ¿UN PARADIGMA METODOLÓGICO PARA LA PSICOLOGÍA SOCIAL?

La polémica sobre la adecuación o inadecuación del método experi­ mental en psicología social es uno de los temas sobre los que más han escrito los psicólogos sociales. Existen m ultitud de argumentos en pro y en contra de la utilización del experimento como paradigma m etodológico en psicología social (véase Aronson y otros, 1990; Campbell y Stanley, 1982; Jiménez Burillo, 1985; Leyens, 1982; M o­ rales, 1981 a; Sarabia, 1983; Harré y Secord, 1972; Manstead y Semin, 1988, etc.). Hasta el momento, dicha polémica sólo ha servido para que se haya producido una mayor apertura metodológica y para que entre los psicólogos sociales exista una m ayor preocupación por la utilización de diseños correlaciónales así como por el empleo de en­ foques cualitativos. Pese a todo, el experimento de laboratorio sigue teniendo un papel central en la psicología social contemporánea, in­ cluso entre los psicólogos sociales que podríamos considerar como críticos de la psicología social individualista (Doise, Moscovici, Taj­ fel, etcétera). Dos son los objetivos fundamentales de los experimentos de la­ boratorio: contrastar hipótesis y establecer relaciones de causalidad entre las variables. Estas dos cuestiones son las que guían el proceso de investigación psicosocial llevado a cabo en el laboratorio. Con relación a dichos objetivos surge el problema de la validez experi­ mental. Más concretamente, los psicólogos sociales que utilizan esta metodología se plantean, además de la validez de constructo o equi­ valencia entre las concepciones teóricas de las variables y su operacionalización, dos tipos de validez: interna y externa. Algunos auto­ res in clu ye n un tercer tipo de v alid ez d ife re n c ia d a de las dos anteriores y que denominan validez ecológica (M orales, 1981¿í ). Por validez interna, los experimentalistas entienden el hecho de que las variaciones observadas en la variable dependiente sean una conse­ cuencia de las manipulaciones realizadas sobre la(s) variable(s) inde­ pendiente^). La consecución de dicha validez interna se consigue a

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través de la asignación aleatoria de sujetos a las condiciones experi­ mental y de control, asegurándose de esta forma la no influencia de otras variables que no sea aquélla que el experimentador pretende manipular o, en el caso de los diseños factoriales, de aquellas varia­ bles independientes que el experimentador maneja. La validez in ­ terna de los experimentos constituye una premisa fundamental de los mismos (Campbell y Stanley, 1982), pues, si ésta no es conseguida por el experimentador, los otros tipos de validez dejan, a su vez, de ser posibles. Entre los factores que pueden afectar a la validez interna de los experim entos cabe destacar dos. El prim ero, señalado por Orne (1962), nos alerta sobre la posibilidad de que los sujetos experimenta­ les puedan reaccionar frente a la ambigüedad del escenario experi­ mental en función del tipo de indicios que ellos creen observar en la propia situación experimental, es decir, en función de las característi­ cas de la dem anda. El segundo factor es indicado por Rosenthal (1966), quien señala que tanto las características personales del inves­ tigador como las expectativas del mismo pueden incidir en la obten­ ción de resultados acordes con sus hipótesis. En realidad, las críticas que se derivan de los problemas de reactividad de los sujetos experi­ mentales, señalados por Orne y Rosenthal, no han supuesto un aban­ dono de la metodología experimental sino que, o bien han sido refu­ tadas por su falta de rigor metodológico (véase Clemente, 1992), o bien han sido incorporadas a la lógica del experimento, haciendo que pasen a formar parte de variables que hay que controlar con el fin de que no alteren las características y objetivos de la situación experi­ mental (véase Collier y otros, 1991; Morales, 1981 a). Otra de las crí­ ticas a la validez interna es la que señala la incapacidad de los experi­ mentalistas para replicar los resultados de sus experimentos (Ibáñez, 1990). En efecto, la posibilidad de replicar los resultados constituye un elemento de vital importancia para verificar la validez interna del experimento. El problema surge ante la imposibilidad de replicar di­ rectamente un experimento, es decir, reproducir de forma exacta las condiciones en que se produjo. Toda réplica es, por tanto, sistemática (véase Aronson y otros, 1990). Es decir, a lo sumo supone un reflejo de aquella situación experimental con la que se pretende comparar. El problema surge a la hora de interpretar los resultados de los experi­ mentos que sirven como réplica y compararlos con los obtenidos en el experimento original. En el caso de que obtengamos unos resulta­ dos iguales en ambos casos, el experimentador no puede estar seguro

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de si dicha igualdad se debe a una confirmación de los resultados ob­ tenidos en el primer experimento o a los cambios introducidos en la nueva situación experim ental. Por otro lado, y tal y como señala Popper (1962), la confirmación de resultados no prueba una hipótesis o teoría sino que ésta se establece a través de un proceso de falsación deductiva. Esta observación, si bien no es, en absoluto, incompatible con la lógica experimental, en numerosas ocasiones es ignorada en los experimentos de psicología social. Lo dicho anteriormente sobre la validez interna nos lleva directa­ mente a considerar la validez externa de los experimentos, la cual se refiere a la posibilidad de generalización de los resultados derivados de la situación experimental. De las amenazas a la validez externa del experimento señaladas por Campbell y Stanley (1982), dos son especialmente relevantes en los estudios de psicología social experimental. La primera hace refe­ rencia a los efectos de interacción de los sesgos de selección y la variable experimental. La segunda, a los efectos reactivos de los dis­ positivos experimentales. En el primer caso, la duda acerca de la posi­ bilidad de extrapolar los resultados experimentales a otras poblacio­ nes es consecuencia de los sesgos introducidos por el experimentador en la selección de los sujetos experimentales. Un número considera­ ble de estudios experimentales utilizan como sujetos de observación a estudiantes universitarios. Los resultados obtenidos en dichos estu­ dios pueden ser una consecuencia de la interacción entre las caracte­ rísticas particulares de estos sujetos y las variables experimentales, con lo que cualquier generalización a otros grupos poblacionales estaría fuera de lugar. En otros casos, la participación voluntaria de los sujetos experimentales arroja serias dudas sobre la posibilidad de obtener conclusiones que vayan más allá de los límites del laborato­ rio. La segunda amenaza a la validez externa del experimento radica en la propia artificiosidad de la situación experimental. Autores como Harré y Secord (1972) han señalado la imposibilidad de reducir la complejidad de la vida social a su representación experimental. Esta artificiosidad experimental puede provocar que las reacciones de los sujetos que participan en la situación experim ental se deban a la misma situación experimental. Ciertam ente, en la medida en que se sigan realizando experim entos de laboratorio, éstos seguirán formando parte de la realidad, tal y como reclaman autores como Zajonk (1989); tan parte de la realidad como los barracones de un cuartel, una discoteca o un bar. La diferencia no estriba tanto en su

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falta de «realismo experimental» como en su representatividad social o «realismo mundano». En la lógica que rige la metodología experi­ mental, este último aspecto está relacionado con un tercer tipo de va­ lidez: la validez ecológica. Esta se refiere a la representatividad de la situación experimental, es decir, a la simetría alcanzada entre las ca­ racterísticas del medio experimental y las características del medio social al que aquél representa. Dejando a un lado la de por sí proble­ mática distinción entre validez externa y ecológica (véase Morales, 1981 a), ambas se refieren a una misma cuestión: la de la representati­ vidad de los resultados obtenidos en las condiciones definidas por la práctica experimental. Toda situación experimental será real si es percibida como real por los sujetos experimentales, pero la situación experimental, tanto si se realiza en el laboratorio como en un medio natural, siempre es­ tará sujeta a las condiciones de control impuestas sobre los sujetos del experimento. En dichas condiciones, no queda más que asumir que se han escogido las variables pertinentes y que todo lo que queda marginado de la situación experimental es irrelevante. Este es un pro­ blema que ni el experimento de laboratorio ni la experimentación en un medio social pueden resolver, pues es el control de toda situación social externa a la situación experimental la premisa fundamental de dicho enfoque metodológico. Conviene resaltar, con respecto a la validez externa, que para al­ gunos destacados psicólogos sociales su planteamiento carece de sen­ tido, pues los experimentos de laboratorio no pretenden ser repre­ sentativos de la realidad sino tan sólo servir de contraste empírico de modelos teóricos. A sí se expresan, por ejemplo, Doise, Deschamps y M ugny (1985, p. XXIII) cuando afirman que: Grisez describe certeramente una consecuencia importante de esta concep­ ción de la situación experimental: [...] no se trata de reproducir en el labora­ torio, a escala reducida, las condiciones exactas de situaciones reales [...]. Es decir, lo que se simula no es la realidad social, sino una teoría de esta reali­ dad, de tal forma que ante una experiencia no debemos preguntarnos si representa bien la realidad, sino qué teoría se supone que representa y si la representa bien.

Esta afirmación no deja de sorprender si tenemos en cuenta que si el experimento de laboratorio sirve para contrastar una teoría, sirve, en definitiva, para confirmar o refutar aquella parte de la realidad a la

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que dicha teoría se refiere. Si se entiende por teoría un conjunto arti­ culado de explicaciones acerca de la realidad social, entonces el expe­ rim ento de laboratorio se refiere a la realidad social, con lo que el problem a de la validez externa del m ism o sigue siendo un aspecto ineludible.

Incluso admitiendo la afirmación extraída del libro de Doise y otros (1985) como correcta, la controversia sobre la adecuación del método experimental para contrastar una teoría sigue abierta entre los psicólogos sociales, como podemos comprobar por esta cita de Ibáñez (1991, p. 63): Los experimentos tienen ciertamente una utilidad, pero ésta queda limitada a sugerir “ideas” para la investigación, o a comprobar si alguna hipótesis me­ rece ulteriores desarrollos, y nunca para demostrar la legitimidad de determi­ nados planteamientos teóricos, ni para demostrar que se tiene razón en de­ fensa de una postura teórica.

Si hacemos un breve repaso histórico de la disciplina, nos encon­ tramos con que los resultados de experimentos tradicionales como los de Asch, Sheriff, Milgram o Festinger han sido objeto de poste­ riores reinterpretaciones teóricas (véase G risez, 1977; M oscovici, 1976/81; Pennington, 1988; Sarabia, 1983), lo que viene a indicar que el rigor metodológico de los diseños experimentales no presupone una correcta interpretación teórica. Como nos recuerdan Elejabarrieta y Wagner (1992, p. 237): [...] la identificación de una formulación experimental correcta con una for­ mulación metodológica válida conduce, no sólo a un debilitam iento de la concepción metodológica en sentido amplio, sino también a eludir y camu­ flar la fundamentación teórica bajo los criterios de validez experimental.

De lo dicho anteriormente no debe extraerse como conclusión que la experimentación sea inútil o irrelevante como forma de inves­ tigación social. Experimentos como los de Asch, Sheriff, Milgram o Festinger han contribuido al desarrollo de la disciplina utilizando como herramienta de trabajo este instrumento metodológico. Lo que he querido señalar son algunos de los problem as del experimento como instrumento de análisis de la realidad social. Dichos problemas, unidos a la imposibilidad de estudiar diferentes aspectos de la reali­ dad social mediante el experimento de laboratorio por razones de ca­

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rácter práctico o ético, me llevan a discrepar de autores como Fer­ nández Dols (1990, p. 78), quien señala que «el objetivo final, la acti­ vidad por excelencia de cualquier científico o protocientífico, es sin duda el experim ento». Entre esta afirm ación y la de B illig (1989, p. 302), para quien «todos los paradigmas experimentales limitan el desarrollo teórico», cabe un punto de vista intermedio. En resumen, el experimento de laboratorio está sujeto a lim ita­ ciones y tiene como cualquier metodología sus ventajas y sus incon­ venientes. Pese a las consideraciones contrarias de algunos experimentalistas (véase Turner, 1988), la extrapolación a la vida real sigue constituyendo un objetivo ineludible de todo científico social. En re­ lación con esta última consideración cabría incluir en los diseños ex­ perimentales un tipo de validez a la que los experimentalistas prestan poca atención, como es la validez histórica de sus conclusiones. En cualquier caso, el hecho de que muchos aspectos de la realidad social queden marginados de la posibilidad de un estudio experimental hace que ni situándonos del lado de los defensores a ultranza del uso del experimento de laboratorio sea posible argumentar que dicha meto­ dología es la meta final de todo científico social, o que del hecho de que sea posible f 1 estudio experimental de un problema social se de­ rive la necesidad o conveniencia de estudiarlo experimentalmente. Lo mismo que ocurre con las teorías en psicología social, los métodos no son ni buenos ni malos en sí mismos, sino en la medida en que con­ tribuyen a arrojar luz sobre la realidad social que pretendemos expli­ car, en la medida en que nos ayudan a comprender y actuar sobre aquellos problemas que preocupan a las personas. En definitiva, el ri­ gor metodológico, tanto en los diseños experimentales como en los correlaciónales, es un prerrequisito para la ciencia, pero son los mo­ dos de teorizar los que dan lugar al conocimiento científico (véase Sloan, 1994). No quisiera finalizar este apartado dedicado a la metodología sin referirm e a la reflexión histórica que realiza House (1991, p. 49) cuando nos recuerda que: Para la psicología social, el periodo que va de 1930 a 1960 fue un periodo de innovación teórica y metodológica, utilización práctica y considerable uni­ dad e integración entre y a través de los límites de la disciplina. Psicólogos sociales provenientes de la sociología o la psicología colaboraron entre ellos y con otros científicos sociales utilizando encuestas, experimentos y observa­

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ción natural para estudiar un amplio conjunto de problemas tanto de la vida civil como militar.

Recuperar ese espíritu, nos recuerda House (1991), es todavía hoy una buena forma de dar respuesta a alguno de los interrogantes que dieron lugar a la crisis de la psicología social.

VIII. REFLEXIONES FINALES PERO INACABADAS EN TORNO A LA METODOLOGÍA

Por lo expuesto hasta aquí, queda clara la postura defendida en este libro de la no incompatibilidad entre los diferentes enfoques o dise­ ños m etodológicos. Reconocer que los diversos enfoques, tanto cuantitativos como cualitativos, arrancan de posiciones epistemológi­ cas diferentes, no significa asumir que cualquier investigador que uti­ lice uno de ellos necesariamente tenga que adscribirse a todos los postulados implicados en las posiciones epistemológicas desde los que emergen. Por otro lado, las críticas cruzadas entre cuantitativistas y cualitativistas deberían servir para apreciar mejor las limitaciones de cada método en particular (Stephan y otros, 1991). Mientras que la investigación cuantitativa ha supuesto un considerable avance en la reflexión sobre aspectos de la investigación tan fundamentales como la medición, control de las variables y representatividad, los estudios cualitativos nos alertan sobre la importancia del lenguaje y de la co­ municación, y abren una nueva perspectiva de comprensión de lo hu­ mano, al poner el énfasis en el análisis de la realidad social desde el punto de vista de los propios sujetos investigados. Sólo la pluralidad, tanto en la metodología como en las técnicas de investigación, puede llevarnos a un conocimiento más profundo de la realidad analizada (véase como ejem plo el estudio de Jah o da, L azarsfeld y Zeisel 1933/72). Las ideas expuestas con anterioridad pueden quedar resumidas en la siguiente opinión de Ibáñez (1990, p. 238): El determinante en última instancia del saber producido no radica tanto en las características de los métodos utilizados como en la potencia, el rigor y la adecuación del marco teórico y de los supuestos epistemológicos que guían la investigación y que permiten interpretar tanto las observaciones empíricas

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como los argumentos racionales. En este sentido estoy convencido de que el eclecticismo metodológico no produce efectos tan negativos como los que resultan del eclecticismo teórico o epistemológico.

En definitiva, la psicología social por la que se aboga en este libro considera que es la utilización de una metodología plural la única vía de desarrollo del conocimiento psicosocial.

N otas fin a les a cerca d e las características y o b jeto d e la p sicología social

8.

NOTAS FINALES ACERCA DE LAS CARACTERÍSTICAS Y OBJETO DE LA PSICOLOGÍA SOCIAL

De manera m uy resumida, varias son las conclusiones que podemos extraer del análisis crítico de los enfoques teóricos, prácticas metodo­ lógicas y conceptos desarrollados en páginas anteriores. De ellos se deriva una concepción del devenir humano, y por tanto de la propia psicología social, de la que podrían extraerse las siguientes notas: En primer lugar, llamar la atención sobre los procesos colectivos, sobre la importancia de no reducir la psicología social a los aspectos diádicos o individuales del comportamiento. El énfasis de la psicolo­ gía social psicológica en los procesos intra o interindividuales en de­ trimento de las relaciones intergrupales, y en los que la estructura so­ cial e ideológica ha quedado bien relegada a un segundo plano o simplemente ignorada, constituye un lastre para el estudio de aspec­ tos colectivos del comportamiento humano. El énfasis puesto en los procesos intrapsíquicos nos da un conocimiento sesgado de los pro­ cesos de interacción social. Los procesos de comunicación e influen­ cia social no pueden ser entendidos más que como elementos consti­ tutivos de la in teracció n so cial. Del m ism o m odo, el estu d io situacional de la interacción es ininteligible si no se sitúa en el con­ texto más amplio de la estructura social (véase Stryker, 1991). En este sentido tiene interés la contribución de Doise (1980) al indicar la po­ sibilidad de integrar diferentes niveles de explicación que van de lo intraindividual e interindividual a la consideración de la posición so­ cial de los actores y la influencia de la ideología. En segundo lugar, se hace necesario añadir un quinto nivel de ex­ plicación a los ya establecidos por Doise. Me refiero al nivel histó­ rico. La consideración histórica del comportamiento humano no su­ pone necesariam ente un apoyo al relativism o propugnado por Gergen (1973), según el cual la psicología social no es más que un conjunto de relatos de historia contemporánea. La concepción del comportamiento humano como histórico no supone, tampoco, negar la posibilidad de un conocimiento científico de la conducta, sino que

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subraya que toda conducta debe ser entendida en el contexto histó­ rico en que se produce, al tiempo que reconoce la influencia de los condicionamientos socio-históricos en la construcción del conoci­ miento psicosocial. Esto significa no sólo dar cuenta de los aspectos sociales que definen un periodo histórico, sino que lleva implícito el reconocimiento de la necesidad de enfocar dicho estudio desde una perspectiva transcultural (véase Bond, 1988). Desde este punto de vista, la concepción histórica aquí propugnada coincide con la pers­ pectiva contextualista descrita por Georgudi y Rosnow (1985, p. 12) cuando escriben que: En psicología social, el énfasis en la variabilidad y el cambio nos sitúa en con­ tra de la creencia de que la conducta social puede ser explicada acudiendo a principios invariables o leyes inmutables de validez transcontextual. Por el contrario, afirma la relevancia de los contextos para nuestra comprensión de la acción humana [...] y señala la necesidad de especificar con detalle los con­ textos en los que se realizan ciertas afirmaciones acerca del conocimiento y la verdad.

En tercer lugar, a pesar de periodos de crisis y poscrisis en la psi­ cología social contemporánea, sigue estando vigente la llamada de atención realizada por diferentes autores acerca de una psicología so­ cial más preocupada por los aspectos sociales. Y al decir sociales quiero decirlo en un amplio sentido, es decir, una preocupación ma­ yor por el contexto social, en el cual se incluyen aspectos económi­ cos, políticos e ideológicos hasta ahora bastante descuidados (véase Fraser, 1980; House, 1991; M artín-Baró, 1985; Montero, 1994a\ To­ rregrosa, 1982). El consejo de Evans (1976, citado en House, 1991) para lograr una psicología social innovadora es tan sencillo como cla­ rividente: [...] si se me fuerza a dar un consejo, yo diría que la investigación debe orien­ tarse a la resolución de problemas; sigue tu instinto allá donde te guíen los problemas. Entonces, si surge algo de interés y que requiere técnicas y cono­ cimiento con los que no estás familiarizado, apréndelo.

En cuarto lugar, indicar la necesidad de una psicología social contextual. La psicología social tal y como se ha desarrollado hasta nues­ tros días es un producto del contexto de las sociedades occidentales avanzadas (véase W exler, 1983; Martín Cebollero, 1988). Los psicó­ logos sociales tendemos con demasiada frecuencia a validar o invali­

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dar un paradigma teórico sin tener en cuenta el contexto social en que dicho paradigma es aplicable. Nos adscribimos a una u otra teo­ ría como si fueran marcos de comprensión válidos para cualquier cul­ tura y periodo histórico. La psicología social no es un cuerpo reificado de saberes, sino que tanto en sus temas de estudio como en la aplicación teórica e investigación empírica debe ser guiada por la rea­ lidad que pretende explicar (véanse a este respecto los diferentes ar­ tículos de psicólogos sociales latinoamericanos incluidos en Páez y Blanco, 1994). La principal razón de este olvido o no consideración del contexto social reside en una concepción y utilización específica del empiricismo lógico aplicado al diseño experimental, caracterizada por la utilización de un enfoque hipotético-deductivo en el que predomina la lógica de la verificación de hipótesis. Esta situación ha llevado a la psicología social a centrar su interés en comprobar la plausibilidad de la teoría sobre la que el investigador experimental desarrolla sus hipótesis. Frente a este tipo de orientación, nos encontramos con perspectivas metodológicas contrapuestas, como es el caso del enfo­ que contextualista. Como nos indica Axsom (1989, pp. 54-55): El rasgo fundamental de la perspectiva contextualista es su rechazo del estilo de investigación de la lógica empiricista que caracteriza a una gran parte de la psicología (así como a otras disciplinas). De acuerdo con el punto de vista de la lógica empiricista, algunas teorías son correctas y otras son incorrectas. La clave está en diseñar pruebas empíricas cruciales que hacen posible distinguir entre alternativas derivadas de teorías contrapuestas. Más que considerar a al­ gunas teorías como correctas y a otras como falsas, el enfoque contextualista considera que la mayoría de las teorías son correctas en la medida en que nos revelan aspectos importantes de la conducta humana.

El análisis contextual estará más preocupado por determinar, no la verificación de la teoría, sino el nivel de explicación alcanzado por teorías diferentes en contextos sociales diversos. El análisis empírico y la contrastación de la teoría con la realidad no tiene, por tanto, que seguir, necesariamente, los postulados de una lógica verificacionista, preocupada por la exclusiva aceptación o rechazo de las hipótesis del investigador, sino que debe indicar el grado de explicación alcanzado por los modelos explicativos propuestos. Tal y como indica McGuire (1983, p. 27): Un conjunto diverso de procesos teóricos puede ser operativo con una gran variabilidad de una situación a otra en la proporción de la varianza común

Notas fin a les acerca d e las características y o b jeto d e la psicología social

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explicada por cada uno de los procesos mediadores [...]. Un diseño de inves­ tigación que incluya variables de interacción provenientes cada una de ellas de una teoría diferente es un ejemplo del valor heurístico de un enfoque con­ textualista.

De lo dicho anteriormente no se deduce que sea imposible criti­ car unas u otras teorías o establecer principios teóricos que guíen nuestra investigación. Esta perspectiva, que M cGuire (1980, p. 77) define también como constructivista, no niega la utilidad del análisis empírico: «El constructivismo afirma que todas y cada una de las di­ ferentes teorías que existen son verdaderas y que el trabajo empírico revela bajo qué condiciones son verdaderas». La defensa de esta perspectiva supone la defensa de un pluralismo teórico: pluralismo necesario, pues contribuiría a superar los diálogos de sordos y polémicas estériles que, en ocasiones, surgen en este área de conocimiento, al garantizar la posibilidad de una crítica externa, es decir, la crítica de un paradigma teórico desde los postulados de otros paradigmas teóricos (véase Munné, 1991, 1993). Conviene reseñar aquí que la perspectiva contextualista no es am­ pliamente aceptada, siendo objeto de numerosas críticas. Así, por ejemplo, Páez, Valencia y Echevarría (1992a, pp. 46-47) escriben que: Al margen de su valor como visión del mundo, el contextualismo no puede conformar la plataforma de un programa de investigación, a menos que la ciencia abandone su objetivo de reducir de lo particular a lo general y de crear un cuerpo organizado de conocimiento [...]. Por las limitaciones intrín­ secas al contextualismo y por el hecho de que lo que falta es generalización teórica —y no contextualización del conocimiento, ya de por sí bastante lo­ cal e inductivo—, es por lo que creemos que esta alternativa no es correcta.

A mi juicio, tanto si se parte de teorías generales como de alcance medio, la perspectiva contextualista sigue siendo válida. A cualquier desarrollo teórico no le queda otra opción que contrastar el nivel de generalidad obtenido en contextos sociales y culturales diversos. Este punto de vista es, asimismo, compatible con una concepción de la psicología social como una ciencia de carácter probabilístico. La pretensión de diseñar una psicología social a imitación del modelo positivista diseñado por las ciencias naturales ha llevado a considerar la predicción del comportamiento como un objetivo irrenunciable de la misma. Frente a esta concepción, en este libro se propone que el carácter contextualista e histórico de la psicología social es compati­

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ble con un análisis probabilístico del comportamiento. Dentro de esta perspectiva no se considera el término probabilidad en un sen­ tido ontológico sino como una propiedad de la situación. La adscrip­ ción a un enfoque constructivista —en el sentido dado por McGuire, no en el utilizado por Gergen— y la perspectiva probabilística, no sólo deben suponer una disposición por parte del investigador social a adoptar diferentes marcos teóricos para la explicación de un pro­ ceso social, sino que significa también un compromiso con la realidad social que se está analizando. Ni los marcos teóricos, ni la metodolo­ gía, ni el propio investigador pueden permanecer al margen del con­ texto social en que se inscribe su investigación. Como ejemplos para­ digmáticos de esta forma de entender la psicología social podríamos citar la propuesta de investigación-acción de Kurt Lewin o el com­ promiso ideológico de Ignacio M artín-Baró. Desde este punto de vista, la pretensión de una teoría global que incluya diferentes niveles de análisis me parece una pretensión desacertada. La posibilidad de una ciencia social o psicosocial unificada sólo tiene sentido si es refe­ rida a un mundo social unificado. Nuestro mundo social contempo­ ráneo se caracteriza por una multiplicidad de realidades sociales. Es en el ámbito de ese caleidoscopio social, en el que las diferencias de clase social, de género, religiosas, educativas, políticas, culturales etc., forman, en cada movimiento, las diferentes imágenes del mismo, donde debemos situar la validez de los marcos teóricos utilizados. En quinto lugar, en estas páginas se ha propuesto una concepción de la psicología social que es posible identificar con perspectivas teó­ ricas como las propuestas por Giddens con su modelo estratificado de la acción, o las de Stryker con su interaccionismo simbólico estructuralista, o el modelo normativo de Totman. Todos estos mode­ los teóricos confluyen en una perspectiva teórica que se aleja tanto de una concepción aleatoria y autodeterminada del comportamiento hu­ mano como de una idea mecanicista del mismo. Tal y como expresa Marie Jahoda (1986 b, p. 28): [...] la tendencia a dar forma a nuestra propia vida desde dentro hacia fuera opera dentro de las posibilidades y límites de las condiciones sociales que acep­ tamos pasivamente y que determinan la vida desde lo externo a lo interno.

Resumiendo, el estudio de las propiedades estructurales de la ac­ tividad humana es un requisito imprescindible en la construcción de la psicología social. Es identificando las condiciones estructurales e

Notas fin a les acerca d e las características y ob jeto d e la psicología social

históricas de la acción social como la actividad humana se convierte en consciente e intencional (véase Manicas, 1982). Idea que coincide con la concepción que de la psicología social tienen sociólogos como Mannheim (1963, p. 258), cuando escribe que el comportamiento so­ cial no puede ser explicado suficientemente por intenciones subjeti­ vas, y añade que: el error de los psicólogos introspectivos es el aislamiento de la experiencia del individuo del ambiente social e histórico, que da lugar a la ilusión de que la motivación subjetiva es la fuente final y fundamental de actos sociales.

La defensa de una psicología social más social, hilo conductor en las ideas expresadas en estas páginas, no significa invalidar el conoci­ miento tanto teórico como metodológico generado por la psicología social psicológica. No se trata, por tanto, de abogar por posiciones que sociólogos como Martín López (1983) caracterizarían como hiper­ trofias del pensamiento sociológico. El énfasis que una psicología so­ cial sociológica pone en los determinantes estructurales del comporta­ miento no es contradictorio con la consideración de los aspectos individuales del mismo. En este sentido, la existencia de estereotipos negativos entre los defensores y detractores de una y otra concepción de la psicología social supone una barrera que obstaculiza una mejor comprensión de ambos enfoques (véase Stephan y Stephan, 1991). Los modelos teóricos a los que acabo de hacer referencia, si bien pro­ venientes de una concepción más sociológica del comportamiento so­ cial, constituyen un equilibrio entre las perspectivas psicológica y sociológica, salvando los determinismos en los que ambas concepcio­ nes pueden incurrir. En sexto lugar, la idea de que la realidad es simbólicamente cons­ truida no es incompatible con el reconocimiento del impacto diferen­ cial de diferentes medios sobre la conducta de los individuos. La idea del hombre como sujeto activo de su historia individual y colectiva es una imagen prototípica de nuestra cultura occidental, pero incom­ pleta en sociedades donde las necesidades más básicas no tienen una cobertura generalizada. Por otro lado, sin negar que la realidad es construida a través de nuestras acciones, cogniciones y estructuras simbólicas, no es menos cierto que éstas, a su vez, dependen de mar­ cos de interpretación sedimentados en el desarrollo histórico de cada cultura. Lo que debe guiar al psicólogo social no es tanto la búsqueda

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J o s é Luis A lvaro Estramiana

de principios universales como el estudio de la relación entre dichos marcos y las representaciones imperantes en ese momento histórico. En séptimo lugar, reclamar la conveniencia de un m ayor plura­ lismo metodológico. El encapsulamiento de la disciplina en la lógica experimental, o a lo sumo en una metodología cuantitativista, ha pro­ vocado el que muchos temas de investigación, como por ejemplo la psicología de las masas u otros fenómenos de carácter colectivo, no hayan conocido el desarrollo de otros temas afines de investigación, como por ejemplo el de las minorías activas. La búsqueda de relacio­ nes de causalidad ha llevado a una injustificada hipertrofia del experimentalismo, olvidándose que, desde un punto de vista estrictamente metodológico, la descripción de procesos de causalidad entre varia­ bles diferentes no se consigue sólo dentro del laboratorio. Asimismo, se ha olvidado que cada objeto de análisis y el tipo de preguntas que sobre dicho objeto nos hacemos deben guiar nuestra elección del mé­ todo más apropiado y que, en definitiva, el que un fenómeno social pueda estudiarse experimentalmente no significa que dicho método sea el más apropiado para su estudio. Las conclusiones aquí expuestas deben ser interpretadas como una visión personal de la psicología social, en la que, implícitamente, han estado presentes algunos de los elementos que caracterizaron a la llamada crisis de la psicología social de los años setenta. El resultado de esa crisis es difícil de juzgar. Va desde las evaluaciones negativas de Jiménez Burillo y otros (1992) y de Páez y otros (199 2b), en las que se destaca que persisten algunos rasgos característicos que origi­ naron dicha crisis —como el individualismo, la insuficiente preocu­ pación teórica, o la indefinición del concepto y objeto de la psicolo­ gía social—, a las visiones más optimistas, como la expresada por House (1991), Collier y otros (1991), o por Montero (1994a), para quien desde los años setenta, y como consecuencia de la crisis de la psicología social, se ha venido gestando en la disciplina un nuevo pa­ radigma caracterizado por el énfasis en los aspectos históricos, dialéc­ ticos y simbólicos de la conducta humana, el interés por la ideología, el reconocimiento del carácter activo de las personas, la preocupación por el cambio y la resolución de problemas sociales, el estudio de la vida cotidiana y la utilización de métodos alternativos de inves­ tigación. Resulta difícil evaluar la evolución de los elementos que origina­ ron dicha crisis, pero creo que el balance es en cualquier caso posi­ tivo. Algunas de las ideas expuestas en estas conclusiones son una

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consecuencia directa de la preocupación de los psicólogos sociales por superar algunas de las barreras señaladas en la crisis. En el caso de la denominada psicologíajsocial europea, al menos, el balance es positivo. Varios hechos lo demuestran. En primer lugar, la reivindi­ cación de una psicología social más social es uno de los elementos programáticos de esa psicología social europea. Tres teorías funda­ mentales, como son la de la identidad social de Tajfel, la psicología de las minorías activas y la teoría de las representaciones sociales, com­ parten esa preocupación por lograr una psicología social más social. En segundo lugar, el predominio del experimentalismo ha dado paso a una pluralidad metodológica cada vez más amplia. Por último, asis­ timos a toda una serie de estudios en los que la búsqueda de una rele­ vancia social es tenida en consideración. Sin traspasar nuestras fron­ teras, los estudios recientes de la psicología social española así lo demuestran. Véanse, por ejemplo, los estudios sobre el trabajo y las organizaciones (Peiró, 1992; Rodríguez, 1995), el desempleo (Alvaro, 1992; Bergere, 1989; Blanch, 1990; Garrido Luque, 1992), el naciona­ lismo, (Ramírez Dorado, 1992), la salud mental (Alvaro, Torregrosa y Garrido Luque, 1992; Páez, 1986) o la delincuencia femenina (C le­ mente, 1986), por reseñar tan sólo algunos de los múltiples ejemplos que es posible citar. Cabe preguntarse finalmente por el objeto de la psicología social. A ello no se me ocurre mejor respuesta que la de hacer cada vez más inteligible y llevadero aquello que un excelente novelista como es Carlos Fuentes, define como: un cruce de caminos entre los destinos individual y colectivo de hombres y mujeres. Ambos tentativos, ambos inacabados, pero ambos narrables y míni­ mamente inteligibles si previamente se dice y se entiende que la verdad es la búsqueda de la verdad.

Así veo yo la psicología social, cada vez más atenta a ese cruce de caminos que, a pesar de los pesares, no debe en ningún caso relevarnos de la tarea de seguir construyendo una psicología social más coherente y sistemática, más auténticamente científica y más sensible a los problemas reales con que se enfrentan los hombres concre­ tos de nuestros días [Torregrosa, 1982, p. 52J.

EPÍLOGO

Y así, hemos llegado al final. Final que no quiere ser más que un punto y seguido en esta incursión por algunas de las avenidas de la psicología social. A ti lector, sólo me queda agradecer tu paciente lec­ tura de estas páginas. Igual agradecimiento a todos aquellos que a lo largo de estos años me han ayudado a superar la pereza o desgana que a todos, o a casi todos, nos embarga cuando nos enfrentamos con una cuartilla en blanco.

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J

ÍNDICE DE NOMBRES

Abranson, L., 42 Adorno, T. W., 31 A llport, F. H., X III, X IV, 15, 17, 23, 24, 25, 26, 27, 50, 76, 91 Allport, G. W., 2, 26, 79 Alvaro, J. L., 88, 104, 123 Antaki, Ch., 57 Ardrey, R., 22 Aristóteles, xvn Aronson, E., 36, 52, 108, 109 Asch, S., 30, 72, 87, 112 Axsom, D., 92, 118 Bandura, A., 29, 36, 37, 47, 48, 49, 50 Bangcrt-Drowns, R. L., 103 Bar-Tal, D., X V , 83, 85, 86, 88, 90, 91.92 Bar-Tal, Y., XV, 83, 85, 86, 88, 90, 91.92 Bartlett, F. C., 27 Bem, D., 42, 52 Benedict, R., 27 Berger, P., 37, 76, 88, 95, 97, 98 Bergere, J., 2, 123 Berkowitz, L., 29, 36, 50 Bezzy, J. W., 89 Billig, M., 78, 87,105,113 Blalock, H., 107 Blanch, J. M., 42, 123 Blanco, A., XIII, 1, 5, 10, 21, 26, 30, 118 Blau, P., 42, 45, 46 Blumer, H., 17, 21, 33, 35, 39, 77, 94, 101

Boas, F., 27 Bogardus, E. S., 26 Bond, M. H., 28, 88, 104, 117 Brown, R., 67 Bryman, A., 102, 106 Budilova, E. A., 4, 10 Buss, A. R., xvn Caballero, J. J., 38 Campbell, D., 108, 109, 110 Canto, J. M., 73 Carabaña, J., 40 Cicourel, A. V., 39, 99 Clarke, D., 65 Clemente, M., 109, 123 Codol, J. P., 60 Collier, G., XVIII, 1, 2, 22, 24, 27, 45, 53,60, 109, 122 Cooley, C. H., 33 Crespo, E., 54, 79,81,87 Cronbach, L. J., 107 Davis, K. E., 54, 55 Dazinger, K., 4, 8, 9 De Cario, N., 65 Deconchy, J. P-, 106 Deschamps, J. C., 68,111 Deutsch, M., 44 Dewey, J-, 33 Di Giacomo, J. P., 78 D ilthey, W., 104 Doise, W., 68, 74, 78, 108, 111, 112, 116 Dollard, J., 29, 42, 47 Doob, L., 29

146

D urkheim , E., 7, 8, 12, 13, 23, 75, 76, 77 Eberle, T. S., 96 Echevarría, A., 57, 119 Eibl-Eibesfeldt, I., 22 Eiser, J. R., 51, 60, 80, 87 Ekman, P., 89 Elejabarrieta, F. J., 79, 112 Evans, 117 Farr, R. M., 4, 5, 8, 9,18, 78 Fernández Dols, J. M., 2, 3, 107, 113 Festinger, L., 30, 52, 53, 54, 112 Fiske, S. T., 58, 87 Forgas, J. P., 59, 61 Fransella, F., 77 Fraser, C., 26, 65, 79, 81, 117 Freud, S., 10 Friesen, W. V., 89 Fuentes, C., IX, 123 Garfinkel, H., 38 Garrido Luque, A., 123 Garzón, A., 16, 63 Gaskell, G., 16, 17,18, 76, 81 Georgudi, M., 89, 97, 117 Gergen, K., XV, XVII, 15, 53, 83, 84, 85, 87, 90,91,92, 98, 116, 120 Gergen, M. M., 83 Giddens, A., 94, 95, 96, 120 Goffman, E., 35, 36, 37, 39, 40, 41 Grande, P., 58 Graumann, C. F., xvn, 1, 8, 9, 12, 16, 23,27 Grisez, J., 111, 112 Haines, H., 3 H arré, R., 38, 39, 40, 65, 87, 108,

110

Heider, F., 30, 31, 52, 54, 55, 56, 60, 77,87 Hewitt, J. P., 38 Hewstone, M., 57

In d ice d e n om bres

Himmehvcit, H. T., 49 Hofstede, G., 89 Holt, E. B., 23, 24 Homans, G. C., 42, 43, 44, 45, 46 House, J. S., 113,114, 117,122 Hovland, C. I., 22, 23, 28, 42 Howitt, D., 57, 58 Huici, C., 52, 57, 61, 64, 66, 67, 68 H ull, C. L., 29, 47 Ibáñez, T., 1, 10, 32, 62, 79, 82, 109, 112,114 Jackson, J. M., 28, 31 Jahoda, G., 28, 85 Jahoda, M., 27, 49, 68, 80, 96, 102, 114, 120 James, W., 33, 81 Janis, I., 23, 42 Jaspars, J., 9, 26, 65, 74, 79 Javaloy, F., 16 Jiménez Burillo, F., XVIII, 17, 23, 37, 42,108, 122 Joas, H., 35 Jodelet, D., 78 Jones, E. E., 54, 55 Kantor, J. R., 26 Kellcy, FI. H., 23, 42, 43, 44, 54, 55, 56 Kelly, G. A., 77 Kerlinger, F. N., 81 Killian, L. M., 16 Koch, R., 12 Krauss, R. M., 44 Kroeber, A., 26 Kuhn, M. H., 35, 41, 101 Laín Entralgo, P., 84 Lamo de Espinosa, E., 40 L az arsfe ld , P. F., 27, 28, 80, 90, 114 Lazarus, M., 4, 5 Le Bon, G., 10, 11, 12, 15, 17, 23

147

In d ice de nom bres

Leontiev, A. N., 63, 86 Lewin, K., 15,27, 30, 98, 120 Leyens, J. P., 60, 108 Likert, R., 26 Lindzey, G., 36 Linton, R., 27 Lorenz, K., 22 Lück, H. E., 1, 4 Luckman, T., 37, 76, 88, 95, 97, 98 Lukes, S., 75 Lumsdaine, A. A., 28 Luria, A. R., 7, 63, 86

Munné, F., 3, 41, 42, 45, 49, 50, 84, 119 Murchison, C. M., 26

Manicas, P. T., 95, 121 Mannheim, K., 121 Manstead, A. S., 108 Marsh, C., 88, 98, 104, 107 Marsh, P., 87 Martín-Baró, I., 97, 117, 120 M artín Cebollero, J. B., 117 M artín López, E., 121 M cD ougall, W ., X III, 3, 13, 14, 15, 17, 19, 20 ,2 1,2 2, 23 M cG uire, W . J., 92, 98, 118, 119, 120 McPartland, T. S., 101 Mead, G. H., 7, 8, 9, 15, 21, 22, 24, 27, 32, 33, 34, 35, 37, 62, 63 Mead, M., 27 Meliá, J. L., 1 Meltzer, B. N ., 32, 35, 40,101 Milgram, S., 16, 30,112 M iller, N. E., 29, 42, 47 Minton, H. L., 2, 22, 24, 45, 53 Montero, M., 78 ,79,117, 122 Morales, J. F., 42, 46, 47, 67, 68, 108, 109, 111 M orawski, J. F,, 1, 87, 90, 91 Moreno, J. L., 27 Moscovici, S., 12, 15, 16, 17, 27, 30, 64, 70, 71, 72, 73, 74, 75, 76, 77, 81,82, 108, 112 Mowrer, O. FL, 29 M ugny, G., 72, 73, 111

Páez, D., 88, 118, 119,122 Palmonari, A., 74 Park, R. E., 10 Parker, I., 65 Pasteur, L., 12 Peiró, J. M., 123 Pennington, D. C., 57,112 Pepitone, 23 Pérez, J. A., 72, 73 Petras, J. \V., 32,35, 101 Pettigrew, T. F., 1, 92 Pinillos, J. L., 41 Platón, xvn Popper, K. R., 110 Potter, J., 65, 87

New'comb, T. M., 27 Nisbett, R. E., 57 Oakes, P. J., 69, 83 Orne, M. T., 109 Ortega y Gasset, J., 10, 15, 16 Osgood, C., 52 Ovejero, A., 15

Ramírez Dorado, S., 123 Reynolds, G., 2, 22, 24, 45, 53 Reynolds, L., 32, 35,101 Rist, R. C., 100 Roda, R., 17,28 Rodríguez, A., 16, 123 Rodríguez Pérez, A., 27, 43, 61 Rokeach, M., 31 Rosa, A., 58 Rose, A. M., 35 Rosenthal, R., 109 Roser, E., 87 Rosnow, R. L., 89, 97,117 Ross, E. A., XIII, 3, 20, 22, 23 Ross, L., 57

148

Rotter, J. B., 42 Sampson, E. E., 51 Sangrador, J. L., 61, 63, 77 Sarabia, B., 103, 108, 112 Saris, W., 107 Schutz, A., 37, 63, 100 Sears, R. R., 29 Secord, P. F., 38, 108, 110 Seligman, M. E. P., 42 Semin, G. R., 108 Sheffield, F. D., 28 Sheriff, M., 27, 112 Shotter, J., 65 Sighele, S., 11 Skinner, B. F., 43, 44 Sloan, T. S., 113 Smith, M. B., 28 Smith, P., 76 Stanley, J., 108, 109, 110 Steinthal, H., 4, 5 Stephan, C. W., xvm , 114,121 Stephan, W. G., XVIII, 121 Stouffer, S. A., 28, 90 Strauss, A., 39 Stroebe, W., 67 Stronkj^orst, H., 107 S tryk er, S., 36, 40, 41, 64, 95, 96, 116,120 Tajfel, H., 64, 65, 66, 67, 69, 96, 108, 123 Tannenbaum, P., 52 Tarde, G., 10, 11, 12, 13, 15 T aylor, S. T., 58, 87 Tedeschi, J. T., 52 Thibaut, J. W., 42, 43, 44

In dice d e n om b res

Thomas, W. I., 26, 33, 74, 79, 80 Thurstone, L. L., 26 Toch, FL, 16 Torregrosa, J. R., 15, 47, 68, 80, 117, 123 Totman, R., 96, 120 Triplett, N., 2, 3 Triandis, H., 89 Turner, J. C., 66, 68, 69, 83, 113 Turner, R. H., 16, 39 U riz Pemán, M. J., 35 Valencia, J., 119 Van Avermaet, E., 73 Vaughan, G. M., 3 Vigotski, L. S., 7, 63, 86 Wagner, W., 112 Walters, R. FE, 29, 47, 48, 50 Watson, J. B., 23, 33 Weber, M., 38, 63, 105, 106 Weiner, B., 57 Wetherell, M., 65, 87 Wexler, P., 117 Willer, D., 69 Wilson, E. O., 22 Wundt, W., xm , 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 15, 21,33 Young, K., 91 Yudovich, F. I. A ., 63 Zaiter Mejía, J., 84 Zajonk, R. B., 1, 42, 59, 61, 62, 110 Zeisel, H., 27, 80, 114 Znaniecki, F., 26, 74, 79, 80

Este libro está destinado tanto a estudiantes que se acercan por primera vez al estudio de la psicología social como a aquellas personas que tienen una formación previa en la disciplina. Para los primeros, este texto ofrece, en un estilo claro, un análisis histórico de los principales debates teóricos y metodológicos en psicología social. Los segundos, encontrarán en sus páginas un análisis con el que poder confrontar sus propias concepciones y su quehacer docente e investigador. En resumen, este libro sirve de introducción crítica y pretexto para un intercambio de ideas acerca de la situación actual y perspectivas futuras de la psicología social. José Luis Alvaro es profesor de Psicología Social en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Complutense de Madrid. Ha sido affiliated lecturer de la Universidad de Cambridge. Es autor de diversos libros, entre los que cabe destacar: Juventud, trabajo y desempleo: un análisis psicosociológico, con José Ramón Torregrosa y Joelle Bergere (Ministerio de Trabajo y Seguridad Social, 1989), Desempleo y bienestar psicológico{Siglo XXI, 1992), Influencias sociales y psicológicas en la salud mental, con José Ramón Torregrosa y Alicia Garrido Luque (Siglo XXI, 1992), Análisis de datos cpn SPSS/PC+ (Centro de Investigaciones Sociológicas, 1995) y Técnicas de análisis estadístico en ciencias sociales, con Alicia Garrido Luque (Complutense, 1995).

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