Donde Nadie Llega

  • April 2020
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DONDE NADIE LLEGA pj Ruiz - 2008

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Para Pilar, una hermosa isla en un océano depredador.

A veces, cuando echaba la vista hacia arriba, le parecía que era la cima quien mirándolo a él se burlaba con fastidiosa crueldad. Le dolía muchísimo la pierna, pero no estaba dispuesto a parar, entre otras cosas porque no cabía la vuelta atrás en esas condiciones de inhumana altitud y en su lamentable estado. Por tanto, la pierna tendría que resistir como fuera. Ya habría tiempo para el dolor cuando estuviese coronando y fuese capaz de pensar en algo más que buscar el siguiente apoyo, y quizás ni para eso. A veces el hombre más grande aparece dentro del cuerpo más desvalido, y éste era uno de esos momentos, justo cuando cada átomo de su ser le rogaba, le suplicaba que desistiera y se entregase de la manera más suave posible a las manos placenteras del descanso eterno. Pero a pesar de la convincente sutilidad del reclamo, todos los sentidos de aquella figura herida estaban alerta mientras su maltratado sistema nervioso mandaba mensajes de stop desesperados al cerebro, mensajes que resultaban imposibles de atender en semejantes circunstancias, tan sólo por la voluntad férrea del corazón indomable que en aquel pecho latía.

Desde pequeño el escalador había sido ducho en avanzar carente de miedo, sin considerar la posibilidad del fracaso más que como un freno temporal al que había que sobreponerse mediante el aprendizaje y la disciplina. Sus inquietudes rayaron siempre el extremo de lo que los demás consideraban absurdo y carente de sentido, pero nunca se desanimó, porque en el fondo sabía que cada persona tiene un camino, un destino, una meta a la que aspirar, y posiblemente la suya estaba en llegar a donde otros no lo hicieron o por senderos muy distintos de los llamados normales.

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Gracias a esa inquietud había sido capaz de alojar una creatividad poderosa, fundamentada en el deseo íntimo de dar vida a cosas, ideas o conceptos que nunca antes de él estuviesen entre los hombres. Eso le parecía excitante, e impulsaba su máquina mental con un poder que pocos lograban entender, en lo que no era otra cosa que un constante aprendizaje y perfeccionamiento hacia el espíritu completo que siempre había pretendido ser.

El escalador era, definitivamente, uno de esos hombres que verdaderamente tiran del mundo, aportándole la fantasía que la sociedad se encarga de aplastar con habilidad mediante leyes y normas que enaltecen los prejuicios y elevan los falsos dogmas a la categoría de realidades inexpugnables. De ese modo todo aparece plano, material y carente de humanidad, el ambiente propicio para el control por parte de las mentes ambiciosas que gobiernan un planeta cuajado de sombras y con una alucinación colectiva sustituyendo a la verdad.

Pero a fin de cuentas… ¿qué es la verdad? ¿quién la posee? La verdad no es nada, porque de nada está hecha y se moldea al gusto de cada ser que puebla el mundo. Por tanto nadie la posee, porque su masa es cero, y el cero, aunque lo inunda todo, no puede ser atrapado por nuestro universo material. Esa es la pura realidad sobre la verdad, no nos llevemos a engaño. Y la verdad del escalador era tan buena y simple como todas las demás, excepto por el hecho categórico de que, al estar formada de sueños e ilusiones en constante creación, se acercaba más al cuerpo original del que están forjadas las verdades que las de cualquier otra persona carente de esas cualidades.

Matemáticamente, por tanto, su verdad lunatizada y sustancialmente colorista, era más perfecta que la verdad de un agente de bolsa de Wall Street o un policía de Camboya, a pesar de que las tres sean dignas de todo respeto. Pero es evidente que hay diferencias, y por tanto, nos vemos obligados a escoger, de ese modo está planteada la vida. En ese caso el financiero y el policía pierden, ¿no? Así debería ser, al

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menos, si somos lo suficientemente sensibles como para mirar al cielo nocturno viendo algo más que estrellas.

Lo raro en este caso era el lugar inhóspito donde el escalador había encontrado su verdad, y los riesgos que le conllevaría cultivarla y portarla a la en muchas ocasiones pequeña casa del gozo interior.

Le había llegado muy pronto la atracción de la montaña, a pesar de haberse criado en tierras llanas, en parte porque siempre le impresionó la estampa imponente de las grandes cimas del mundo como en la que ahora se encontraba, cuyo póster había presidido su habitación de mal estudiante durante un periodo largo de la pubertad junto a mujeres semidesnudas de culos perfectos. Sabía que las montañas no matan héroes, que sólo lo hace la imprudencia y la incapacidad del hombre para razonar en condiciones extremas, y que era injusto atribuirles cualidades tan humanamente horribles como la capacidad de seleccionar a sus víctimas.

Ninguna cumbre es un depredador, aunque algunas lo parezcan.

Por tanto, esa cima por la que ascendía no debería llevar el sobrenombre de asesina, aunque bien cierto es a su vez que si alguna optaba a ello esa era la formidable Godwin Austen, más conocida como K2, en los montes Karakorum, una cumbre que todos los años sumaba cadáveres imposibles de rescatar a sus laderas heladas como si de un collar de necrófagas cuentas caras se tratase. Hacía mucho que había planificado este asalto al mayor reto que podía asumir un alpinista, y en atención al historial maquiavélico del objetivo lo había hecho con un mimo especial, conocedor de la dificultad sobrehumana de sobrevivir a un monstruo así sin ayuda de nadie, en solitario, sólo acompañado por un pequeño bagaje de elementos de sujeción y millares de recuerdos que se iban enriqueciendo a medida que completaba cada tramo.

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Para él no tenía atractivo ascender en una cordada de varias personas, no, por mucho que hubiesen pretendido convencerle tiempo atrás. Le debía a esa montaña demasiada fascinación como para ultrajarla con compañía alguna, y además no era escalada lo que pretendía hacer en ella, sino el estrechamiento de un lazo fantásticamente irreal entre un montón de carne y otro de piedra, quizás mantener el último acto de un idilio que había comenzado muchísimos años antes. Como un gran cazador, le tenía gran respeto a su presa, porque a fin de cuentas, cuando uno caza algo le arrebata todo, y él estaba convencido de que cuando pusiese sus botas sobre el K2 ya nada sería igual para ninguno de los dos. La bestia inexpugnable habría sido domesticada y el cazador temerario ya no tendría mayor presa que cazar. Eso estaba más allá de toda apreciación sobre criaturas u objetos inanimados, y se había transformado en una cuestión de honor que tenía que llevar adelante hasta las últimas consecuencias, por su bien y el de la formidable cumbre.

Otras veces, en cambio, miraba a la montaña casi como a una bella señorita cuyo beso no quería compartir con nadie. Una señorita de 8611 metros y muchas tallas de anchura, desde luego.

Lo que de cualquier modo estaba claro era que subir en esa soledad por semejantes laderas era un esfuerzo grande, demencial. No había lugar en la mole para el descanso, el solaz o el entretenimiento, y el hecho de no contar con una mano amiga, una voz cálida sonando entre el frío, o simplemente alguien que te escuchara quejarte de vez en cuando, suponía redoblar el problema hasta elevar su magnitud de modo considerable. Nadie debería encontrarse tan sólo jamás, pero al menos en este caso el escalador había tomado voluntariamente este hecho terrible como una elección más, a fin de metafóricamente matar a la montaña presuntamente asesina en total intimidad, como quien acecha intentando que las ramas no crujan bajo los pies. Si lo conseguía sabía que sus patrocinadores sacarían oro del logro, y

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parte de ese oro acabaría en su cuenta, aunque eso no le importaba lo más mínimo, ya que su satisfacción final no podría ser pagada con toda la riqueza del mundo. Esa no estaría en venta nunca.

A fin de cuentas, lo hubiese dado todo por estar exactamente donde estaba. Al menos todo cuanto tenía ¿qué importancia podía tener un puñado de metal amarillo en forma de monedas?

Hasta ese momento había sido intenso todo, lleno de sabor y promesas, pero por un lapso desafortunado, un instante roto en el flujo de los acontecimientos, su sueño se estaba convirtiendo en la pesadilla que ningún hombre de las alturas quiere.

Ahora sólo podía subir y subir sin posibilidad de retornar a la base, pero cada metro le costaba sangre en sentido literal (jamás creyó tener tanta para dejarla escanciada sobre las rocas), y se encontraba especialmente debilitado desde que el equipo de oxígeno dejó de funcionar al romperse la válvula en el accidente, dejándolo con una respiración caótica acompañada de algunos síntomas de la inevitable y contradictoria deshidratación. Pero al menos el edema pulmonar parecía respetar su sufrimiento ralentizando la posible llegada o prolongando la agonía, que casi todo en el mundo depende del punto de vista desde el que se mire.

Sí, sin duda el escalador estaba más sólo de lo que había esperado jamás, haciendo frente a la peor de las circunstancias imaginables y muy cansado. Mucho de todas las cosas malas, desde luego, además de herido y maltratado por un lacerante dolor en su mano y la destrozada pierna derecha. Contra todo pronóstico, haciendo valer su condición de hombre preparado para sobrevivir, se agarraba al saliente negruzco helado con fuerza, con toda la pericia de unas zarpas firmes, acostumbradas a engancharse en un minúsculo centímetro de promesa. Sin embargo muchas partes de su mente comenzaban a cerrar la

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tienda de las voluntades mucho antes de la hora anunciada, y como consecuencia su atención volaba con demasiada prontitud y exasperante recurrencia.

También con ella la sensación de peligro, porque, a fin de cuentas, a veces le daba igual fallar en el agarre y volver a despeñarse, sabedor de que tenía que poner todo el riesgo en sus acciones si pretendía llegar arriba, y eso le acercaba más al fracaso final que cualquier otra cosa. Un escalador nunca debe perder la sensación de peligro, y él no es que la hubiese perdido, es que ni tan siquiera la reconocía ya. El premio, el ansiado premio, por otro lado, era coronar, y no estaba nada seguro de conseguirlo, pero de cualquier modo el precio ya estaba pactado con el diablo, y ahora sólo restaba seguir jugando la partida en aquellas abruptas laderas de la montaña más difícil del planeta.

“¡Maldito pilar del infierno! ¡Sé que te duele que esté aquí, pero te venceré! ¡Nada hay en este mundo que me pueda detener si consigo el tiempo que necesito! ¡Ojalá logre detener la hemorragia y te vas a enterar!” Pensaba enrabietado por el dolor mientras subía, subía, subía... Se sorprendió a sí mismo dándose cuenta de que, por primera vez, estaba idealizando a la montaña como a un enemigo pese a que sólo era un trozo de roca enorme saliendo del suelo al que había llegado a ver unas veces como presa y otras como señorita alta, pero jamás como oponente.

¿Quién cazaba ahora a quien? ¿Quién aceptaba o rechazaba el romance?

Al principio, antes del accidente, había subido con enorme agilidad bajo la mirada atenta y asombrada del grupo de hombres que lo miraban con telescopios desde los distintos campamentos situados cerca de la base del K2. Después de terminar la primera arista, esos observadores lo perdieron del ángulo de visión, pero estaban fascinados con la marca que la araña humana en solitario había establecido, ya que suponía un nuevo récord en aquella pared mortal. Eso le había conferido mucho

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tiempo extra, y hasta ahí todo iba a las mil maravillas y no había nada que hiciera anticipar la tragedia que en las cumbres estaba a punto de producirse.

Sucede que cuando todo va increíble hay veces en que algo, quizás el menos trascendente de todos los componentes que rodean a alguien que pende de un hilo, falla, y el fracaso corre a buscarlo como una fiera hambrienta que se libera de sus cadenas dispuesta a morderlo con colmillos desgarradores. Es curioso cómo es cierto que siempre llega este perro sanguinario con mayor velocidad que el gatito mimoso del éxito, y extendiendo viscosamente sus babas por todo cuanto rodea el acontecimiento hasta teñirlo de un sucio color gris que apesta a ironía, burla, y mucho de mala suerte.

¿O de destino? ¿Será verdad, finalmente, que todo cuanto sucede lo hace con un fin predeterminado, y que nada podemos hacer para eludirlo? ¿Que no existe la casualidad? Sin duda es lo que parece en muchas ocasiones. Es como si un libro estuviese escrito en algún lugar conservando un registro exacto de acontecimientos futuros a los cuales se ciñe el director de la escena del día a día para repartir los papeles y otorgarnos la realidad, siempre con la sensación de que estamos en una aparente libertad que en esa realidad no existiría. El destino, en este caso, no sería más que la línea argumental invisible que regiría los aconteceres de los hombres y sus cruces razonables de manera que no alterasen a otros destinos globales más grandes y colectivizados. Una segura locura inviolable y eterna sólo dirigible por un sabio loco cargado de indiferencia con su gran batuta de director exenta del cumplimiento de toda ley que no estuviese escrita en el oculto texto. Orden dentro del caos e inexistente aleatoriedad de sucesos, ambigüedad, persistencia… Un cisma para la libertad.

El elemento que falló en esta ocasión era un mosquetón muy normal aparentemente en escalada y muy caro, de aluminio rojo, construido en Barcelona por una empresa especializada dotada de medios ultra modernos para el control de calidad. En una radiografía colectiva rutinaria esa pieza había pasado

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desapercibida entre otras cuarenta y ocho sin que máquinas u operarios notasen la pequeña fractura que partía desde la nervadura inicial hacia el exterior. Una fisura sin importancia aparente en una pieza de aluminio de gran calidad, excepto si finalmente no era una aleación tan pura como se presumía e iba a ser usada a más de 8000 metros en temperaturas por debajo de veinte bajo cero y soportando un peso de casi noventa kilos.

El motivo de este error, común en toda la cadena ese día en algunas piezas al azar, había sido una reducción en la calidad del aluminio debido a la filtración de elementos anómalos, especialmente plomo, en las calderas electrolíticas por parte de una serie de obreros en huelga que no habían medido la consecuencia de sus acciones. Nada grave para ellos, un pequeño sabotaje debido a la demanda de mejoras salariales necesarias en la difícil economía moderna por parte de buenos hombres, padres de familia y amantísimos de sus hijos. Algo así, pensaron, pero se equivocaron.

Lo que ocurrió es que ese día salieron de la fábrica camino de las montañas diecinueve mil mosquetones, algunos de ellos en mal estado, y eso sí que era algo muy grave, aunque los responsables nunca se enterarían del resultado de su funesto sabotaje que no hizo daño alguno a la empresa, pero sí a personas inocentes que se batían el cobre (¿o el aluminio?) en circunstancias extremas.

Desde luego el desastre estaba servido y escondido como un gag del destino, pero nadie lo sabría nunca. La empresa no aceptó las mejoras solicitadas por la fuerza, dejando a aquellos hombres buenos sin trabajo en menos de diez días bajo un expediente de regulación de empleo, aprobado por vía de urgencia con auxilio de políticos corruptos e instituciones locales de renombre. Ya dirían los tribunales dentro de algunos años, pero mientras tanto… batalla perdida para los más débiles, como suele suceder regularmente.

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Y también para los afectados colaterales.

El escalador era uno de los que siempre habían confiado en aquella marca de elementos de montañismo, y reunió buena parte de esos mosquetones rojos que tan buen resultado le dieron siempre, desconocedor de que en esta ocasión estaban cargados de destino a administrar por el director escénico con su dedo impersonal. Destino. Entre ellos había media docena de unidades adulteradas con plomo, y por tanto potencialmente asesinas, pero nunca lo sabría tampoco, aunque sí apreció en primera persona el resultado de su maltrecha calidad. Es curioso como a veces nadie sabe nada de por qué ocurre algo, y sin embargo casi siempre suele haber alguien detrás, aunque los velos de ignorancia cubran los hechos hasta hacerlos irreconocibles.

Pero todo tiene un principio, incluso el milagro de que alguien tenga la necesidad perentoria de trepar por paredes imposibles y no aptas para el ser humano. El hombre colgado con sus manos de la ladera terrible siempre había admirado al gran Mallory, el mito por el cual había hecho sus primeras ascensiones mucho tiempo atrás en las cimas peninsulares, más tarde en los Alpes, Apeninos, Andes… Casi siglos antes de proponerse la escalada en solitario de la más peligrosa montaña del mundo, el lugar donde casi con toda seguridad ese día iba a dejar su vida. Lo que jamás pensó es que acabaría como su héroe de juventud, agarrado desesperadamente a la culminación de un sueño que lo llevaría a la oscuridad eterna, aunque mucho más desprovisto de gloria que aquel hombre al que no podría nunca compararse en nada, salvo quizás un poco en la ponzoñosa locura de subir aún más cada jornada, más allá de donde los otros habían llegado.

Recordó en sus divagaciones mentales, mientras trepaba y trepaba como una máquina a la que se le había dado una dosis extra de energía, que su genial mentor pasó el año 1923 de gira por América, promoviendo la nueva expedición al Himalaya después de dos intentos fallidos en el Everest en 1921 y

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1922, la montaña inexpugnable en una época en que se escalaba con cuerdas de cáñamo y tejidos de calle. Allí, lejos del ambiente inglés, donde dominar la mole negra se había convertido en una cuestión nacional, Mallory se encontró con una opinión globalizada de personas vulgares y sin la menor aspiración que no comprendían la finalidad de una ascensión al lugar más alto del mundo. La leyenda dice que a la pregunta de por qué escalarla, hecha por un periodista en representación de esos seres vulgares y abundantes, él se limitó a mirarle con ojos fríamente profundos para contestar: "Porque está ahí". Se produjo un silencio reverencial, demostrando la diferencia enorme entre ambas personas. Esa cita permanece en la memoria humana como ejemplo de la imparable determinación que guía a veces a los grandes hombres, dejando en evidencia al grueso que son incapaces de acercarse si quiera a lo que significa un logro único para un corazón ávido de llegar ¿A dónde? ¡A donde sea! ¡Sin límite! Ahí reside la escasa grandeza que ha hecho a esta tibia versión del ser humano avanzar abatiendo los obstáculos.

Sería muy bueno para la civilización que todas las personas, las construidas en cadena por sistemas educacionales perfectamente perfilados para cultivar la estupidez, conocieran lo que es ese sentimiento, en lugar de restregarse por la cloaca de la vida envueltas en su cómoda ignorancia carente de inquietudes y disfrazada de presunta sencillez, que acaba pudriéndolo todo hasta que ya no queda nada. Lo que ocurre es que es difícil darse cuenta de esa manipulación antes de que nos destruya, pero para eso debería estar la inteligencia, si es que existe en la generalidad de la especie humana. Otra cosa sería de todos si esto fuese así, pero no lo es, y las personas capaces de ir un paso más allá siguen siendo las grandes incomprendidas hasta que llega el momento del logro. Entonces todo el mundo aparece para hacerse la foto y beber del éxito como vampiros emocionales que se congregan miserablemente para darse un banquete social de primer orden.

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“¡Señores, disparen sus cámaras, pongan sus grabadoras en funcionamiento, conecten las fibras ópticas y sintonicen las televisiones, que los de siempre, los que mandan, van a aprovecharse de los que avanzan!”

¡¡¡Patético!!!

Sigamos con Mallory, que como el escalador era uno de los hombres que estaban muy por encima de lo anterior. Fue en 1924 cuando una nueva e inevitable expedición británica llegó al lugar una vez más con intención de doblegar la mítica cumbre, que hasta entonces había resistido todos los intentos con holgura. El comandante era, como en la ocasión anterior, Charles Bruce, un británico fuerte y aguerrido que contra todo pronóstico no tardó en enfermar, por lo que la responsabilidad de tomar decisiones recayó por lógica y consenso en los escaladores importantes de la expedición: estos eran Somervell, Norton y Mallory, todos muy experimentados. Uno de los nuevos miembros reclutados recientemente era un tal Andrew Irvine, un jovencito fuerte y desconocido de veintidós años que estaría más tarde llamado a entrar en una de las más trágicas, enigmáticas y controvertidas páginas de la historia en compañía de su maestro.

Irvine conocía a la perfección el funcionamiento de los entonces novedosos aparatos de oxígeno y, si bien carecía de experiencia en alta montaña, había demostrado un comportamiento ejemplar en una expedición a las islas Spitsbergen, en tierras heladas, no hacía mucho, lo cual le había hecho ganarse la papeleta, nunca mejor dicho, para formar parte de la historia misma como protagonista.

Antes de que ninguna cordada hiciera su primer intento, un temporal sorprendió a cuatro sherpas, los sufridos nepalíes que se encargan de todo el trabajo sucio, que estaban realizando ese día tareas de abastecimiento en altura, dejándolos en una situación difícil, por decirlo de un modo suave. Tras sopesar

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que llevaban cuatro días atrapados, y aún cuando el tiempo no mejoraba, Norton, Somervell y Mallory ascendieron en un honorable gesto para rescatar a los sherpas, exponiendo claramente el objetivo final de la expedición por causas humanitarias.

La experiencia, exitosa en lo tocante a lo personal, agotó de manera importante a los tres escaladores, pero a pesar de ello al poco se decidió valientemente entrar al trapo y hacer dos intentos de atacar la cumbre a fin de asegurar, en la medida de lo posible, que al menos uno de ellos pudiese llegar arriba si el otro fracasaba. Somervell y Norton, sin botellas de oxígeno, lo intentarían primero por el Gran Corredor (que en adelante sería conocido como Corredor Norton). Mallory e Irvine lo intentarían después con botellas, tomando la ruta de la arista norte hasta conectar con la arista noreste. La suerte comenzaba a echarse de manera imperceptible.

De acuerdo con los planes, la primera cordada partió después de unos días de descanso camino de la cima. Norton y Somervell ascendieron sin oxígeno hasta los 8570 metros, a sólo 314 de la cumbre, sin mayor problema, pero a partir de ahí es extremadamente difícil seguir, y es necesario cada ápice de energía. Lo que sucedió es que Norton arrastraba una dolencia de garganta que dificultaba su respiración y lo agotaba, por lo que hubieron de dar media vuelta sin remisión, haciendo honor a la máxima de regresar a la menor duda y conservar la vida.

Fallida la primera, era el turno de la segunda cordada. Mallory, que ya tenía treinta y ocho años por aquel entonces, sabía que esta era seguramente su oportunidad decisiva de escalar el techo del mundo. Así lo revelan sus últimas anotaciones:

"La suerte está echada. De nuevo por última vez avanzamos por el glaciar de Rongbuk en pos de la victoria o de la derrota final"

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. El día 7 de junio la otra cordada con Mallory (con una foto de Ruth Turner, su esposa, guardada en el bolsillo de su chaqueta para dejarla en la cumbre en reconocimiento a sus años de paciente espera) y el joven Irvine, acompañados por algunos sherpas, partieron hacia la cumbre por la arista noreste. Otros dos escaladores de la expedición, Noel Odell y Hazzard, permanecerían en un campamento en el collado norte como apoyo al grupo. Tras la primera jornada de marcha, el grupo alcanzó los 8160 metros, donde instalaron el último campamento, el C6. Después, una vez concluido su trabajo, los porteadores descendieron, dejando a los dos especialistas sólos ante el coloso. Al día siguiente Mallory e Irvine partieron hacia la cumbre con determinación tal como estaba previsto. Desde su campamento en el collado norte, Noel Odell seguía atentamente la progresión de los dos hombres con un telescopio. Suyo es el último testimonio registrado mientras la expedición seguía aún activa:

“Toda la arista somital y la cumbre del Everest se hallaban despejadas. Mis ojos quedaron fijos en el pequeño punto negro que se recortaba en una cresta de nieve situada debajo de un resalte rocoso de 14

la arista; el punto negro se movió. Entonces apareció otro punto negro que se desplazó por la nieve hasta reunirse en la cresta con el primero. Éste se aproximó entonces al gran escalón rocoso y al poco apareció en lo alto; el segundo le imitó. Entonces toda aquella fascinante visión se desvaneció, una vez más, envuelta en nubes”.

¡Y se acabó!

Después de aquello nunca se supo más de Mallory e Irvine. En los días siguientes Odell los buscó desesperadamente. Subió en dos ocasiones hasta el C6 con la esperanza de hallarlos, pero ya no se encontraban allí. Él estaba seguro de haberlos visto superar el segundo escalón (aunque con varias horas de retraso), por lo que siempre defendió la tesis de que antes de morir habían alcanzado la cumbre. Ahí nació el mito, porque huelga decir que los dos hombres ya no aparecieron, hasta que en el excepcionalmente seco verano de 1999, setenta y cinco años más tarde, una expedición halló los restos de George Mallory a 8500 metros de altitud sin el menor indicio delator de si había fallecido subiendo o bajando, y con el fémur y la tibia de su pierna derecha rotos. Había sufrido una caída importante, aunque parecía haber sobrevivido a ella y muerto en lo que pudo ser una triste y dolorosa agonía.

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En cuanto al cuerpo de Irvine, son varias las expediciones que han tratado de localizarle, pero hasta ahora no ha sido posible, por lo que la resolución del enigma planteado sigue pendiente.

Hasta sus últimos días Noel Odell insistió en que pese a la ausencia de pruebas, para él, Mallory había alcanzado la cima. Al ser preguntado por qué creía tan desesperadamente que aquel hombre mal pertrechado y agotado había tocado el techo del mundo respondió sencillamente: “porque era Mallory”.

¿La cumbre? Nunca se supo, pero lo cierto es que la foto que Mallory pensaba dejar en ella no estaba en los bolsillos de su tosca y pesada ropa, justo donde debería haberse hallado en caso de haber fracasado. Demasiado peso para dar verosimilitud final al hecho de que Hillary y Ten-sing hubiesen sido años más tarde los primeros en culminar con éxito el ataque al gigante de piedra, pero así se construye la historia.

El escalador recordaba la hazaña, la gesta, pero no se vanagloriaba de perecer del mismo modo como su legendario mentor había hecho cientos de kilómetros más al sur. Hacía dos años que había ascendido en equipo la cumbre que derrotó a Mallory, y en un gesto noble visitó mientras subían el lugar donde reposan sus restos, a más de 8500 metros de altitud. Allí, entre los murmullos y comentarios de 16

sus compañeros de cordada, había dicho una palabras emocionadas y dejado un pequeño piolet de plata que había hecho fabricar para la ocasión. Fue muy emocionante encontrarse cerca del último lugar de reposo de alguien que, sin conocerlo, le había dado tanto.

Pero ahora eran muchas las cosas que se habían roto más abajo junto con la pierna, y todas le llevaban al mismo sitio: el más solitario y gélido de los abandonos. Nada que envidiar por mucho que lo acercara a su ser de leyenda, a un hombre que, a fin de cuentas, sólo quedó al final en eso: alguien solitario y perdido, con los huesos machacados, abandonado a su suerte y poseedor de una certeza total de muerte en pocas horas.

Pero no era momento de lamentaciones absurdas, pues la fatalidad es algo que entra dentro de las posibilidades cuando se planea una escalada de máximo riesgo, y sólo era tiempo de sacar pecho y plantar cara a lo sucedido, por muy desventurado que pudiese ser el resultado. A fin de cuentas, después de perdido casi todo, aún le quedaba la vida, y no estaba dispuesto a entregarla sin luchar a eso que lo perseguía desde hacía horas a través de los riscos nevados.

Lo había visto de nuevo hacía poco mucho más abajo, trepando a pulso con sus manos recubiertas de piel vieja acartonada, libres de guantes y protecciones de ningún tipo. Cuando cayó no quiso dar crédito a sus bien entrenados ojos, pese a que eran una de sus piedras angulares en el mundo de la escalada, y ni tan siquiera a sus oídos. El blindaje mental le gritaba que no creyese cuanto sus sentidos le dictaban, y que se concentrase en subir, pero una vez más continuaba viéndolo todo de un modo perfectamente claro. Su última impresión había sido que se trataba de un espejismo continuado producido por el mal de altura, pero lo descartó porque su experiencia le advertía de que para nada se hallaba bajo los efectos de ninguna sensación narcótica. Eso, fuera lo que fuese, parecía decididamente real, y ascendía con la agilidad de quien está por encima de la hipotermia o la falta de aire, sin elementos

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de fijación, cuerdas ni nada que se le pareciese. Sólo el dolor lacerante de la pierna inutilizada que le agitaba con latigazos tremendos cada vez que se movía, impelido por la imperiosa necesidad de subir, subir, subir le recordaba que estaba muy lejos de tener condiciones para lograr su meta, pero la alternativa no existía con aquello rozándole los talones. Tenía que hacer cumbre como fuese, aunque la morfina se hubiese roto en sus jeringas y no pudiese aliviar un poco su sufrimiento ¡Cuanta burla!

¿Y después de llegar arriba qué?!!!

¡Después ya habría tiempo para morir!

No podría descender, al menos de un modo normal, eso lo sabía, así que esperaría pacientemente a que su cuerpo fuese desconectándose por el frío mirando un paisaje sólo reservado a gente muy especial. Había sido insólitamente fácil asimilar esa terrible realidad pese a que siempre había sido un hombre optimista y vital. Si, sabía que ese sería su último momento, y no le importaba compartirlo con su pasión, la montaña ¿Qué sitio mejor para dejar impresionado en los ojos mientras se iban cristalizando? Además, a diferencia de Mallory, el escalador no tenía a una Ruth esperándolo en casa… a nadie. Ninguna persona lo echaría de menos tanto como para buscarlo o llorar. Sencillamente desaparecería de los registros del hombre en poco tiempo, a pesar de que le siguiesen llegando por una temporada toneladas de cartas a su buzón. Ofertas, clubes de alpinismo, hacienda, bancos… Nada que mereciese preocupación en el momento postrero. Era libre, algo que pocos pueden decir, y eso ayuda mucho a un hombre perdido.

Recordaba a Raquel cada día. La recordaba y echaba de menos, pero por desgracia se fue hacía casi seis años ya. Había sido mucho más que su compañera, esposa o amiga. Raquel había sido el amor de su vida, la mujer que había sabido llevar consigo su mitad y honrarle cada momento que estuvieron

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juntos. Pero la naturaleza no gusta de cosas perfectas, y pone trampas en el camino para que las personas felices no se olviden de que están en un planeta de materia y sufrimiento. El camino escogido fue un accidente de tráfico mientras él estaba escalando las laderas del Aconcagua, en los Andes, y un corto coma terminal de tres días, los suficientes como para no darle tiempo a reaccionar y llevarse por delante a la bella mujer y al hijo común que alojaba en su interior.

Le costó mucho sobreponerse a la cruel realidad de que su media alma había fallecido estando lejos, sin la menor posibilidad de recibir su consuelo o una simple despedida. Dolía mucho, aunque había aprendido a controlarlo y a vivir cada instante sin tener el peso enorme de no tener ya en el mundo a la única persona que lo había querido de verdad, desinteresadamente, comprendiéndolo y sin invadir sus inquietudes para amoldarlo a su capricho. Ella nunca le había pedido que dejase aquella peligrosa pasión por la montaña, y eso había sido muy importante para granjearse el respeto mutuo. Ahora el escalador la recordaba y se encomendaba a su protección, intentando que la fuerza del recuerdo le ayudase a ser mejor y poder culminar la hazaña de morir.

“¡Ayúdame, que queda poco para vernos, nena ¡Ayúdame, Raquel!”

Si, la presencia de ella en su interior le consolaba, pero definitivamente sabía que igualmente moriría sólo. Eso no empañaría su logro si conseguía hacerlo en el sitio que tanto había anhelado durante una vida de 43 años, aquel del que le había hablado a veces a la orilla del mar o en un hotel perdido de cualquier sitio después de hacer el amor. Su ascensión al Everest no le había aplacado el instinto montañero, a pesar de ser el punto más elevado del planeta, no, el mismo donde George Mallory y Andrew Irvine dejaron el mundo. Él tenía que doblegar a la cumbre más fiera, a la más inaccesible, vencer a su sueño de pubertad. En ello estaba ¡Y tan cerca!

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“¡Vamos, vamos… Tú puedes!”

Se encontraba en medio de un tramo vertical en el que le costaba clavar el piolet en el hielo endurecido. Sabía que la cuerda que había estado usando antes del accidente había quedado lejos a su izquierda, algo más arriba de donde se encontraba ahora, y repasó el momento del suceso como a cámara lenta, en una larga escena de moviola digna del peor thriller.

Escalaba una zona muy técnica, una pared de unos diez metros que pendía sobre el acantilado norte. Estaba en perfectas condiciones y muy esperanzado, puesto que llevaba un buen registro desde que partió del C5. Sus sherpas habían quedado abajo con instrucciones precisas de no buscarlo caso de no volver, por lo que no esperaba la menor ayuda, y aunque el teléfono por satélite funcionaba, sólo pensaba usarlo cuando llegase arriba para gritar al mundo su logro a través de las emisoras de radio y televisión que habían financiado su intento.

La rotura del mosquetón del que pendía, uno rojo de gran calidad fabricado y testado en Barcelona, le cogió por sorpresa mientras buscaba un grigrí para asegurarse al nuevo tramo que acababa de abrir. El aluminio intoxicado de plomo no resistió y se partió por la mitad con un chasquido seco. Bruscamente y sin paso previo se sintió caer al vacío mientras los demás, todos de la misma marca, se iban desprendiendo o reventando, posiblemente también defectuosos, hasta que la cuerda se liberó. Alejado finalmente de toda sujeción, iba bajando con una verticalidad exasperante, en silencio, sin manoteos, gritos ni nada parecido, sólo masticando el sabor amargo de la cuando viene a derrotarte de un martillazo… Había sido una sensación extraña, muy desconocida para cualquier persona que no se haya visto impelido a las negras fauces del abismo. Sólo un imperceptible suspiro que se ahogó con el tenue ruido de la nieve descolgándose y el crepitar de su ropa en el viento sonaron por encima del silencio.

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La sorpresa no había terminado de subirse a su cabeza cuando adquirió conciencia de que estaba a punto de morir, y fue en ese instante, cuando miró hacia abajo esperando ver las rocas que el destino le había preparado para destrozarlo, que distinguió aquello por vez primera con una nitidez que no dejaba resquicio a la duda, y eso lo salvó.

Allí estaba, arropado con una túnica negra raída que le cubría de la cabeza al suelo y brazos muy abiertos. Bajo la capucha no se veía nada, sólo viento helado, pero la forma era indiscutiblemente humana, aunque no se trataba de ningún escalador o algo que se le pareciese. Dos manos grotescas de dedos larguísimos salían de las mangas anchas en actitud de espera, en postura de recibir el grueso fardo que desde arriba caía. Aquello, fuese lo que fuese, lo estaba esperando en un sitio donde nadie espera, en una situación donde sólo la muerte tiene el privilegio de contar con el tiempo a su favor. Se dio cuenta de lo que era y qué quería, y un torrente de electricidad le recorrió el cuerpo antes de que llegase la rápida negación de la razón propiciada por una mente en proceso de reseteo de urgencia, advirtiéndole de que en realidad no era posible que hubiese visto lo que todos sus sentidos le gritaban que sí. Era sencillamente imposible, así que decidió en un microsegundo que no había visto nada en absoluto y destinó sus neuronas a la presunta realidad que estaba a punto de tragárselo.

Ese es el modo en que se salvó.

Rápidamente, incapaz de saber si todo era una fantasía delirante, en un gesto lleno de reflejos el escalador giró sobre sí mismo y completó una maniobra sólo reservada a personas con enorme poderío físico y la agilidad que da el verse preso de circunstancias sin amparo alguno. Su impulso en el vacío fue tal que logró asir su mano derecha, la buena, a un saliente casual del que no se desprendió pese al tironazo que sus huesos sufrieron. Sabía que por ello había recibido desgarrones que le provocarían fuertes hematomas, pero lo que le preocupaba era que su mano aguantara. Todo sucedió en menos de un

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segundo. La sangre, atravesando el guante, marcó la roca dejando escapar un humito repelente en los treinta y tantos bajo cero de aquel día cercano a la cumbre, y el dolor recorrió sus nervios hasta el cerebro. Pero eso no fue nada más tarde, cuando el cuerpo entero basculó como un péndulo y su pierna derecha se quebró por varios sitios del fémur al estrellarse contra la pared rocosa en la peor de las posiciones, mandando un espasmo hacia arriba que sólo pudo ser reducido con un fuerte grito que nadie pudo oír.

La mano no se abrió.

El equipo de oxígeno se rompió.

Las cámaras cayeron al vacío.

Allí, colgado como un fardo balanceante, roto por varios sitios y herido moralmente, el escalador se dio cuenta de que había escapado contra todo pronóstico de una muerte segura, de un modo tan inesperado que la imposible forma allá abajo emitió un rugido, algo gutural y siniestro… Era el sonido de la frustración por la presa que se escapaba.

“¡No es posible, no!” le gritaba su mente. “¡Tiene que tratarse de una alucinación!” sentenciaba mientras digería el sablazo. Con infinito esfuerzo, tras estabilizar el balanceo logró situarse de nuevo sobre la roca en posición de trepar, y mientras intentaba sobreponerse mínimamente buscó un lugar donde poder hacerse un rudimentario entablillamiento con el bastón de escalada, que aún permanecía asido a su espalda. Ascendió hasta allí con fuerza, intentando auparse con el tren superior y la pierna izquierda, hasta que llegó a una estrecha cornisa que le serviría de improvisado puesto de socorro. Allí se puso el hueso en su sitio, que dolió tremendamente. Se apretó bien unos torniquetes alrededor de la

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pierna y el bastón para apoyarse con el menor sufrimiento posible a la vez que detenía en parte la hemorragia. Necesitaba ese apoyo para ascender aunque estuviese rígido, y tenía que asegurarse su utilidad aún doliendo.

Había pasado más de una hora desde aquello, y el hombre en ese tiempo había llegado a razonar, con la lucidez que da la certeza de tenerlo casi todo perdido, que no se puede burlar a la muerte… ¡o no se debe! Pero él lo había hecho muchos metros más abajo, y ahora no podía ser otra que la mismísima señora oscura, muy disgustada y pertinaz, quien ascendía tras su paso para llevarlo consigo al dominio oculto, en una persecución que pondría a prueba su capacidad de resistencia hasta límites sobrehumanos. Una persecución que sólo podía tener un vencedor, el mismo de siempre, pero al que había decidido ponérselo muy difícil.

Sólo podía ser eso, por imposible que pareciese, y verdadero o no, desde luego representaba la amenaza contra la que debía luchar. Sí, esa forma trepadora capacitada para ser rápida y volátil a esas alturas, era real en cualquiera de los dos mundos, el real y el imaginario, y en cualquiera de ellos mataba. Por tanto se trataba del verdadero mal a abatir.

Arriba, encaramada sobre el último repecho, estaba la cumbre del K2, y era muy tarde ya, como seguramente había pensado Mallory al coronar el segundo escalón del Everest con casi dos horas de retraso aquella tarde de 1924. ¿Habría sufrido su héroe los mismos avatares que él padecía en ese momento? La cuestión era interesante, pero lo que el escalador si sabía es que cuando el sol se pusiese sus posibilidades de llegar serían nulas, y el tiempo era poco ya. Una cuenta atrás horrible y silenciosa, en la que el cero, que sin duda llegaría, significaba morir.

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Sin la menor vacilación se puso la dosis de adrenalina con un golpe seco en el trasero. Ni siquiera sintió la aguja atravesando la carne entumecida, pero unos minutos más tarde recobró parte del ímpetu que necesitaba para trepar a pulso.

¡Y cuánto dolía la pierna! ¡Qué látigo incansable lo azotaba a cada esfuerzo, dejando un rictus en su cara helada! Aunque estaba a casi 8500 metros de altura, a sólo 111 de la cima, su energía y ansia de victoria eran más que suficientes para mantenerle en el rumbo correcto y seguir trepando por la tremenda rampa final hacia el sueño de todo alpinista convertido en tormento desesperado, en meta lejana y casi inalcanzable ¡Más rápido, más rápido! antes de que el oscuro designio le pillara y tirase de sus pies para llevárselo sin dejarlo tocar un éxito que comenzaba a creer que no le estaba reservado. A pesar del dolor en la pierna la usaba, intentando mantenerla caliente aunque los trozos de hueso se astillasen y le provocasen mil hemorragias, pero necesitaba su ayuda a cualquier precio. No estaba en un lugar para cojos, y la certeza de que pasase lo que pasase iba a morir le ayudaba a ser más fuerte y resistente que nunca. Apretaba los dientes hasta que crujían y aguantaba, repasando los torniquetes y el entablillado con regularidad. Hubiese deseado que el miembro se volviese insensible, pero no lo conseguía, y mientras tanto moría.

El teléfono también había reventado en el impacto. Lo llevaba anudado a la cintura, pero se había soltado y basculado, estrellándose en la roca y convirtiéndose en un objeto inútil, como la mayoría de las cosas que el hombre ha inventado cuando las sometemos a rigores auténticos. Ni siquiera estaba en zona donde pudiesen seguirle visualmente, y eso sólo significaba que nadie acudiría a rescatarle. Al menos a tiempo.

Todavía tenía tres mosquetones rojos, fabricados en Barcelona, en su bolsillo izquierdo. Aligeró peso y tiró dos de ellos.

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Aunque no tenía ya margen para nada, aún pudo en su paroxismo percibir el esplendor poético de las montañas y glaciares de los alrededores, el Baltoro, el Savoia… todo inconfundiblemente por debajo de donde estaba ahora. El sol se mostraba enorme y muy poderoso, extrayendo reflejos multicolor de cada ángulo, y propiciando la aparición del arcoiris a través de los cristalitos de hielo en suspensión, en un espectáculo bellísimo que no podría disfrutar si quería coronar.

Además cada tramo era más duro, más exigente incluso estando en buenas condiciones. Sólo contaba ya con sus manos y piernas, porque había soltado todo cuanto le diese molesto peso. Felizmente el piolet le acompañaba, así como una renacida fuerza en ambos brazos, fruto seguramente de la sobredosis de adrenalina, la desesperación y un corazón lleno de determinación. Se apoyó en una arista, un saliente negruzco, para recuperar un aliento que se le escapaba en forma de vaho entre ambientes carentes de oxígeno y desde allí vió como su perseguidor seguía su progresión algo más abajo, totalmente ajeno al cansancio. No tenía mucho estilo, pensó, pero sí el beneficio de la ausencia total de sufrimiento y la seguridad del logro final. Lo derrotaría en satisfacción si lograba coronar, eso seguro. Mientras pensaba así empezaba a sentir como la respiración se le helaba, y se dio cuenta de que estaba entrando en el lento proceso de irse lentamente. Tenía que continuar antes de desfallecer y no detenerse más.

“¡Más arriba, más arriba…! ¡Ayúdame, Raquel! Dame fuerzas. Te necesito, nena… Como cada día, pero hoy más ¡Vamos!”

Ni siquiera la seguridad de la buscada gloria aliviaba la presencia enervante de la cercana muerte, y además ¿qué gloria podía haber para alguien solitario y herido en un lugar donde nadie podría saber nunca más de él? ¿Compensaba la gloria interior el padecimiento que estaba teniendo? Contra todo

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pronóstico decidió que sí, y clavó el piolet una vez más con fuerza en el hielo durísimo para terminar el tramo más difícil de los que quedaban a la vez que masticaba un complejo energético para fortalecerse un poco. Su mente, mientras se encaramaba a caballito de la cresta final y sentía el alivio de su mano derecha, se fue mucho más atrás, a otro hito histórico cargado de valor y miseria, quizás en un intento por comprender de un modo más amplio lo que estaba sucediendo y obtener la voluntad necesaria para completar su hazaña personal.

El explorador Robert Scott, otro de sus ídolos e inspiradores, durante el viaje que hizo en busca del Polo Sur en 1912, fue informado de que Roald Amundsen también se dirigía hacia allí, y se involucró con honor en una carrera personal por derrotar al noruego y ser el primero en alcanzar el lugar más inaccesible de la Tierra. Fue un reto que dejó escritas páginas de oro en la historia del valor humano, uno de esos relatos que se cuentan con solemnidad entre personas que aprecian el valor de lo verdadero.

Cuando Scott, acompañado por el teniente Henry Robinson Bowers, el Dr. Edward Wilson, el contramaestre Edgar Evans y el capitán del ejército Lawrence Oates, alcanzó el Polo tras mucho sufrir el 17 ó el 18 de enero de 1912, descubrió para su tristeza y desesperación que Amundsen, su rival, había llegado allí un mes antes. El noruego, sin embargo, regresó a su base en perfecto estado, mientras que toda la expedición de Scott pereció en un viaje de vuelta en el que sufrieron condiciones de frío extremo que tan sólo han vuelto a ser registradas una vez desde la implantación de las estaciones meteorológicas modernas. Fue en la década de 1960, confirmando la terrible fatalidad en que se vio envuelta la expedición. Las intensísimas nevadas y el hecho de no querer abandonar una cantidad importante de muestras geológicas, sin duda motivaron la ralentización de la marcha, y con ella se propició el desastroso resultado final.

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El primero en fallecer tras el desencanto del esfuerzo inútil fue Evans, que había resultado herido en una caída y estaba completamente agotado, apagándose como una brasa que se marchita. Poco después fue Oates, quien afectado por la congelación, había perdido la movilidad de uno de sus pies. También sufría de la reaparición de una antigua herida de guerra, lo que obligó al resto del grupo a llevarlo a cuestas durante buena parte del viaje. Oates se dio cuenta de que no tenía posibilidades de sobrevivir y que no era más que una carga para el resto, así que voluntariamente abandonó la tienda, pronunciando la famosa frase "Sólo voy a salir un rato". Aquel día era su 32º cumpleaños y ya nadie volvió a verlo nunca más.

Los cuerpos de los tres restantes miembros de la expedición fueron encontrados seis meses más tarde en su campamento, a tan sólo veinte kilómetros de un depósito de suministros repleto de provisiones en lo que sin duda fue una última burla cruel del destino. Junto a ellos se encontraron sus espeluznantes diarios relatando las penurias y calamidades que habían tenido que soportar para encontrar finalmente la muerte. El texto de Scott contenía la famosa frase: “si hubiéramos sobrevivido

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habría tenido una anécdota para contar de la bravura, la resistencia y el valor de mis compañeros, que hubiera sacudido el corazón de todo inglés”. El diario termina con las palabras, “Deberíamos aguantar hasta el final, pero nos estamos debilitando y el final no puede estar lejos. Es una pena, pero creo que no puedo escribir más. Por el amor de Dios, cuiden de los nuestros. R. Scott”.

El escalador se entristeció ante la idea de no poder ni tan siquiera dejar unas letras, como hicieron aquellos hombres, y se imaginó a la figura negra encapuchada entrando en la tienda ante la mirada atónita de todos los valientes que allí se apagaban. Sin duda Scott le habría hecho frente si pudiese, pero el resultado siempre era el mismo en tan desigual pelea.

¡También esa cosa había visitado seguramente a Raquel seis años atrás, indefensa en aquella cama de urgencias, mientras él no conseguía enlazar los aviones necesarios a tiempo! Dolía todo ya, por dentro y por fuera, y cada pensamiento era más crudo que el anterior, pero era consciente de que debía concentrarse en subir solamente.

Estaba muy débil, había perdido mucha sangre, presentaba signos de congelación en dedos de manos y pies que notaba sin mirárselos, y su cerebro seguía recibiendo alertas constantes. Se dio cuenta de que ya no tenía más fuerzas que las necesarias para hacer cumbre, y quizás ni eso. Miró atrás, en la cresta, y la cosa vestida de negro, la misma sin duda que había perseguido al ser humano desde el inicio de su existencia, seguía sus pasos acortando cada vez más el espacio entre los dos, aunque a veces parecía como si ralentizase su marcha, como si después de todo estuviese considerando la posibilidad de darle una oportunidad... ¡O como si estuviese preparándose para el ataque!

Se preguntó cómo sería el último momento, y no sintió miedo porque no era posible tener más dolor que el que percibían sus nervios, ni más asfixia que la que sentían sus pulmones. No se sabe como

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actúa la muerte, pero ni con toda la saña podría hacerlo padecer más, y eso lo consolaba. A veces, entre el sonido sordo de la ventisca, podía distinguir ruidos que sólo pudo interpretar como quejidos y murmullos agrios proferidos por un ser del averno muy contrariado, obligado a trabajar en exceso por una simple alma que fortuitamente lo había burlado.

Faltaba poco, y el frío aumentaba a medida que el sol se escondía despacio por detrás de las montañas distantes. También el tiempo escaseaba… y el aire, y el agua… y hasta la vida misma, que se iba tan lentamente como el ocaso, en un apagamiento escarpado. La congelación es prácticamente una desconexión bien organizada del sistema sensorial. Pero incluso con la pierna arrastrando destrozada y corroído por el virus del dolor extremo aún tuvo fuerzas para encomendarse al espíritu de Leónidas y seguir la lucha hasta la extenuación como aquellos trescientos héroes. No quedaban más de unos veinte metros, muy poco… pero mucho…. Muchísimo para alguien tan roto que caminaba a saltos por una dorsal inviolada cerca del cielo infinito, con acantilados de miles de metros a ambos lados. La cosa bufaba detrás de él, a poca distancia.

“Estoy cerca, Raquel. Muy cerca de ti. Lo noto ya.”

Tosió, y sintió el sabor cobrizo de la sangre en sus labios, revelando finalmente la presencia del temido edema. Sonrió irónico al darse cuenta de que decididamente iba a reunir en un sólo cuerpo todas las adversidades posibles, pero no iba a detenerse ya por nada, sabedor de que su alma seguía intacta y esperanzado en un acopio final de fuerzas propio de la desesperación que le impulsase hasta el objetivo de su vida.

Caminaba y dolía, pero necesitaba la pierna aún, convertida en un guiñapo sanguinolento, porque al menos le permitía el apoyo clavando el hueso astillado en la carne, y desechó la macabra idea de

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cortársela definitivamente y arrastrarse. Gracias a dios estaba bien ahí mientras servía a su fin, y eso le ahorró el corte que sin duda se hubiese hecho en el muslo con su navaja hasta desprenderla.

Así siguió avanzando sin mirar, sin detenerse por aquella arista final que iba llenando de sangre que se congelaba instantáneamente, denotando la llegada de una hemorragia de gran nivel, fruto seguramente de las múltiples perforaciones que en el músculo estaba haciendo el hueso al apoyarse con brusquedad.

Casi ni se dio cuenta, pero de repente ya no había rampa y el suelo se volvió agradablemente llano. Estaba tan cansado y desangrado que su percepción no le había avisado de que parase, de que había llegado, que casi había comenzado el descenso por el otro lado, absorto en la idea de seguir adelante ¡Estaba arriba, por fin, sólo y de pie! Alzó sus brazos en un gesto de victoria, se arrancó las gafas mientras una lágrima se le congelaba en la mejilla, y se desplomó dando gracias a quien quiera que escuche a los hombres valientes, por permitirle hacer cumbre no en una montaña, sino en su vida ¡Y lo había hecho sólo, sin oxígeno, sin radio, muy mal herido y con una criatura horrible persiguiéndolo!

“Aquí estoy, nena! ¡Lo hemos conseguido!”

Esperaba sentir más, un fuego eléctrico, una inyección de adrenalina… pero no fue así.

“Mallory, Scott… ¡Lo hemos logrado!

Para su sorpresa sólo tenía dentro el placer del trabajo concluido, la seguridad de haberse realizado desde las perspectivas de la niñez y una impasible soledad que lo miraba fijamente. Demasiado poco, quizás, pero tenía forzosamente que ser suficiente, pensó, porque a fin de cuentas había hecho lo que

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ningún otro hombre en el mundo. Tenía que tener un sentido ¿O es que la gloria sólo es una ilusión que se desvanece como mercurio entre los dedos? ¿Tan efímera es y tan leve su sabor? ¿Acaso es algo más que una sensación egoísta que nos llena presumidamente corrompiendo nuestra sencillez? ¿O simplemente la sencillez es un consuelo a usar por aquellos incapaces de aspirar a algún tipo de gloria?

“Preguntas, preguntas, preguntas… ¡Déjate respirar y no pienses en nada! Relaja tu mente y muere en paz, relaja tu mente… Te quiero, Raquel. Ojalá estuviese a tu lado”

Haciendo un último esfuerzo se apoyó en los brazos y se sentó sobre la nieve con ambas piernas estiradas. Se quitó los torniquetes y desprendió el ensangrentado bastón de escalada, liberando un trozo de carne que ya no parecía tener la fisonomía de una pierna.

“Ya voy, cariño. Sé que me esperas… Ya voy. Dame sólo… un minuto”

Esperó mientras la ventisca iba ascendiendo, dándose cuenta de que si todo hubiese ido bien ya estaría preparando el descenso, casi sin tiempo para contemplar el paisaje. Sí, es el sino de los grandes escaladores cuando afrontan los retos más grandes. Sufren mucho para subir y sólo pueden estar arriba unos minutos, tomar unas fotos y dejar una parte de su alma antes de iniciar peligrosísimos descensos hacia la luz, hacia la vida y el reconfortante calor del mundo. Esa parte del alma que se quedaba arriba aseguraba que la persona en cuestión ya nunca podría renunciar a la idea de volver.

En muchos aspectos, subir a lugares como el K2 permiten saber lo que es algo parecido a la nada que devora el alma de las personas temerariamente avanzadas, atrayéndolas hacia lo imposible en busca del mayor logro final, el único camino hacia la justificación de sus vidas. Parece frívolo, pero en el fondo es la realidad misma y la máxima expresión de superación que debe caracterizar a las especies

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inteligentes. Lo malo en el caso del escalador, por ejemplo, es que casi todas las cosas importantes de su vida familiar habían ocurrido mientras él no estaba.

“Perdóname, Raquel. Tu también, madre… padre. Perdonad mis ausencias. ¡Dejad que os abrace cuando llegue! Todo está… a punto de acabar”

Miró su crono de manera automática como había hecho mil veces, y se dio cuenta de que había completado el tramo final desde el accidente en un tiempo récord, posiblemente por estar liberado de toda presión, pero sin duda era un registro impresionante para alguien tan destrozado. Se sintió casi orgulloso de ello, sin embargo la realidad es que seguía agonizando. Siempre había luchado para sí mismo, y no para los demás ¡Qué importaba quien supiera nada de sus logros o quien los realizó! La satisfacción era sólo suya, y se la llevaba con él. Que nadie se engañe con el valor de las cosas inmateriales y con el motivo que impulsa a algunos a lograrlas.

Muy poco después, dando pasos lentos y sórdidos, que se mezclaban con el arrastre de la pesada túnica negra, la figura que lo perseguía desde mucho más abajo apareció ante él exhibiendo su presencia preternatural y dejando en el aire un tufo desagradable, un olor cadavérico y malicioso que parecía moverse ajeno a todo. Después de mirarlo con lo que quiera que mirase, a muy corta distancia, la muerte se sentó ante el y lo sondeó con ojos blanquecinos que más que verse se adivinaban ocultos tras el gélido umbral de la capucha. Su voz grave sonó mezclada con la ventisca mientras el escalador se iba de modo seguro entre espasmos terminales cada vez más evidentes.

-

Has sido muy valiente, Andrés. Hacía mucho que no me enfrentaba a alguien tan duro como tú. No es normal en estos tiempos de hombres débiles – El escalador miró desafiante a la cosa que estaba ante él.

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-

Tus palabras no me hacen sentir mejor. Desde que te esquivé me has seguido abusando de mi inferioridad, me has acorralado como a una presa, y ahora vienes a agasajarme antes de matarme. Dime, puta: ¿te hubieses detenido alguna vez en la persecución pese a que te he demostrado mi valor? – a la muerte no le molestó lo más mínimo el insulto. Estaba muy acostumbrada a ellos, y viniendo de aquella voz entrecortada no significaba nada. Era presa fácil.

-

No, nunca. Estoy aquí desde hace mucho y me he enfrentado a los hombres más duros que puedas imaginar, a personas que no aparecen en libros ni leyendas, pero que han sabido demostrar su valor al mirarme cara a cara. Hombres como tu y mucho más fuertes aún. Hoy estoy segura de que hubieses llegado a la cima por muy alta que esta estuviese, y en ningún momento he pretendido arrancarte tu ansiada gloria humana, porque te la has merecido. Podías haberte abandonado a mí ahí abajo, y todo hubiese sido rápido e indoloro, pero has seguido pese a todo, y me he congratulado en jugar un poco contigo mientras terminabas tu camino. Ahora que ya estás arriba. Dime: ¿es todo tal como esperabas? – El escalador miró a su alrededor mientras anochecía. El paisaje era grandioso, abierto, elevado a más no poder… y él estaba en la cima de la parte más alta de cuanto se veía. Sus ojos, enrojecidos por dentro y amoratados por fuera, se alegraron entre la ventisca que comenzaba a soplar resquebrajando sus últimas calorías. Con un tirón se quitó los guantes, sintiendo el frío intenso en las manos. Con dedos azulados se restregó los párpados y sonrió.

-

¡Oh, si! Ha valido la pena, claro que sí – La muerte lo miró sintiendo algo parecido a la admiración después de haber conocido a tantos humanos, y pensó en voz alta.

-

¡Qué raros sois los hombres! ¡Qué increíblemente complejos y difíciles de entender!

-

¿Por qué dices eso?

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-

Porque no valéis nada, y sin embargo algunos de vosotros, muy pocos, sois capaces de tener el don de la grandeza. Eso os hace mejorar durante una existencia entera, para al final de vuestros días, cuando ya sois insuperables, perecer y llegar a sentir el sabor de la vida justo cuando yo os la siego. Es vuestro sino. – El escalador soltó una carcajada profunda, más bien una cadena de sonidos nerviosos que rompieron el silencio de la cumbre mientras cada espasmo le hacía sentir dolor en todo el cuerpo. Unos segundos después puso en orden sus ideas y habló.

-

¿Sabes? Estoy satisfecho con mi vida. Después de esto, sí. Puedes estar segura, puta. Hace un momento, cuando llegué aquí, dudé de que hubiese servido para algo todo mi esfuerzo, pero ahora lo veo, si. Ha servido para que en el libro del hombre quede la constancia de que realmente he existido y realizado un sueño ¿La vida? Todos deberían ser capaces de darla por conseguir algo así. Sí, estoy muy satisfecho, y lo único que me pesa es no haber estado cuando te llevaste a los míos.

-

El libro de la vida dices… ¿Te has detenido a pensar en qué lugar está realmente ese libro? ¿Has considerado si en verdad existe? El libro de la vida podría estar en blanco, y tu ni siquiera lo sabrías.

-

¡Qué sabes tu de la vida, puta! ¡Llévate mi alma, pero ni se te ocurra negar mi esperanza! – Hizo un ademán de levantarse amenazadoramente para enfrentarse a la figura negra, pero su pierna agarrotada y deshecha se lo impidió devolviéndole un último tormento profundo en forma de aguda punzada al girar de nuevo el hueso en frío. Gritó y después aguantó las lágrimas con gallardía.

-

¡Vamos, a qué esperas! ¡Acaba tu trabajo de una vez! Estoy cansado ya de este dolor… Y alguien me espera.

-

Sí, Andrés, ha llegado para ti el momento de dejar de sufrir. Ven y toma mi mano, porque ahora vamos a subir juntos a una cumbre que no puedes ver. Acabaré con tu

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dolor – El escalador alargó la mano sanguinolenta hacia aquella extremidad acartonada y tétrica, pero antes de dejársela rodear por ella recordó algo y la recogió. -

¿Lo consiguió?

-

¿Qué?

-

Mallory… ¿Subió? ¿Llegó?

-

¿Mallory? No sé quién es. Vamos, es tarde.

-

Ni siquiera tienes recuerdos, puta… ¿Te puedo hacer antes otra pregunta? – Pasaron unos segundos, y la muerte pareció asentir con la vehemente paciencia de quien se las entiende con un niño caprichoso.

-

¿Soñaré?

-

No lo sé, pero creo que si tienes toda esa fe que has demostrado… ¿por qué no?

-

¡Entonces soñaré! – y agarró decididamente el apoyo ofrecido.

La mano estaba muy fría y correosa, pero aquello ya no importó, porque el escalador dejó de sentir al instante. Antes de cerrar los ojos creyó ver entre las piedras nevadas de la cumbre algo… Le costó identificarlo, sin embargo no supo lo que era porque estaba expirando. Después su cuerpo quedó allí, sólo, perdido, olvidado… Estaba en el más escondido sitio donde podría hallarse jamás cualquier hombre del planeta, y en horas aparecería cubierto de nieve, imperceptible a cualquier ojo. Alguien lo encontraría mucho más adelante, quizás al día siguiente, pero desde luego sería un valiente o un loco.

Después, nada más disiparse la negrura de sus sentidos cerrados en el final del ocaso pakistaní, vio la cara maravillosa y familiar de Raquel que le sonreía al fondo de un túnel luminoso, y se sintió feliz e ingrávido en ausencia total de sensaciones físicas, pero lleno de una desconocida paz.

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Fue el peor día con el más hermoso final.

En la nieve quedó el último mosquetón rojo, fabricado en Barcelona, que se le había escurrido de los bolsillos al quitarse el entablillado. Un mosquetón rojo de aluminio puro en perfecto estado, sin rastro alguno de plomo.

“Volar es un sueño, hacer cumbre la realidad”

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