Cupido El Terrorista

  • December 2019
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  • Words: 2,289
  • Pages: 12
CUPIDO

E L T E R R O R I S TA

W ¿Hay alguien más feliz que los hombres tratados de locos, aturdidos, tontos e imbéciles sobrenombres que me parecen bellísimos? ERASMO DE RÓTTERDAM

Cuentan que Cupido, enajenado finalmente de su sublime misión, se arrebató de cocaína y ron en una barra del Viejo San Juan, se arrancó sus alitas con un machete herrumbroso, y se lanzó del Puente Dos Hermanos. La caída es de menos de quince pies hacia mar abierto, pero lo que lo mató no fue el descenso, sino el hecho de que, como la mayoría de los seres alados del mundo, Cupido nunca aprendió a nadar. Pido disculpas a los patos, cisnes, pingüinos y otros que se sentirán insultados por tan injuriosa aseveración. Pero

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Cupido habitaba el éter indolente de los dioses. Su tíoabuelo Poseidón intentó enseñarle a nadar durante una tarde morosa en la que los amores no necesitaban aliento. El chiquillo travieso Cupido no quiso aprender a flotar sobre las jorobas blanquecinas del Mar Egeo. Seguían contando que el cuerpo inerte del Cupido desalado se arremolinó como paloma sin digerir a las orillas de las playas de Loíza, cinco días después de su atentado. Los negros laboriosos de la pesca lo descubrieron enredado entre las jaulas para los jueyes, y tardaron mucho en desamarrarlo, porque sus uñas se habían incrustado entre los corales, buscando agarre. Los negros lo llevaron a donde Mamá Yoyó, la curandera octogenaria del pueblo, que al ver el cuerpo arrugado y descompuesto de Cupido, al ver los dedos sangrientos carentes de las uñas que decidieron quedarse entre los corales, y los tocos de las alas arrancadas, emitió un grito gutural, y quedó pasmada para siempre. Carentes de la sabiduría de Mamá Yoyó, los pescadores decidieron que el cuerpo debía regresar a donde lo encontraron. Un pescador, Momó Pérez, metió el cuerpo yermo al fondo de su yola, se alejó mar adentro, aprovechando una súbita rebanada de viento, y lo echó por la borda como basura de caserío. Momó juró que

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el mar burbujeaba mientras el cuerpo se hundía hacia el fondo. Esta historia se propagó entre los habitantes del manglar por varios años, hasta que llegó a mis oídos. Estudiaba las costumbres de la pesca y sus efectos en la alta tasa de mortalidad entre los pescadores de Loíza, cuando Momó Pérez me reveló la historia de la muerte de Cupido. Le pregunté por qué creía haber envejecido antes de tiempo. —El duende toco, el del amor. Su cuerpo descansa más allá de los corales, pero todavía despide un tufo malévolo. Eso nos pone viejos antes de tiempo. Fue la misma respuesta que me ofreció la hija de Mamá Yoyó. —Mami murió pasmada, sin decir ni una sola palabra por el resto de su vida. Respiraba y su corazón latía, pero ni siquiera pestañeaba. Andaba como en un trance, hasta la mañana de su muerte, cuando se desperezó de repente, se movió como gallina clueca por todo el bohío gritando “¡Mataron al sinrazón!” antes de caer muerta con la mirada nuevamente perdida. Eso me bastó para alquilar una de las barcazas en el muelle, completa con equipo de buceo. Uno de los sobrinos de Momó condujo la yola. Le pagué cien

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dólares para que me llevara al lugar exacto donde su tío había depositado el cuerpo. Cinco horas bajo el agua, y nada. —No me extraña— contestó el sobrino de Momó, tranquilizado. En realidad, conocía la verdadera suerte de Cupido. Tuve que cerciorarme de que no quedaran huellas ni evidencia de aquella noche. El mar cooperó, sus habitantes devoraron el cuerpo empalagoso de Cupido en menos de un día, por lo que no quedaron posibilidades de duda. Pero lo recuerdo vivamente. Esa noche, quince de febrero, Cupido llegó agotado a la barra. Sus alas percudidas permanecían ocultas bajo un abrigo de chinchilla, como siempre que visitaba las barras del Viejo San Juan. Nos habíamos conocido unos años antes, cuando intentó rebanar mi vida amorosa con una flecha, cercenando parte de mi oreja izquierda. Se reveló como un hombre ajado, de mediana edad, que ya empezaba a mostrar los estragos de los siglos. El cuerpo firme y ágil, que una vez había cubierto con simples togas romanas, ya no existía. Los pliegues de su barriga gelatinosa sobresalían por encima de una mal puesta faja de algodón. Sus pectorales descendían fofos, como tetas de mamar. Sus ojos estrellados se fundían a unos arbustos de cejas tordas

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que le afectaban la puntería. —Como que fallé, ¿no? —¿Y quién carajo eres tú?- le pregunté a regañadientes, aguantando el dolor. —¿Quién carajo va a ser? ¿A qué estamos hoy? Antes de que pudiera contestar, agarró mi oreja y la pegó a mi cabeza con su saliva. Agradecido, lo invité a un trago. Era una barrita discreta, amurallada de los riquitos de colegio por la reputación de ser un antro gay. Una que otra marica usaba el baño para empolvarse la nariz, pero el resto éramos los mismos de siempre: los pocos habitantes que quedaban en el casco capitalino, los verdaderos sanjuaneros, los que no teníamos carro y nos escondíamos de todos durante las fiestas de San Sebastián. Lugar perfecto, donde un griego alado no despertaba sospechas. —A ver, déjame ver si te entendí. ¿Tú eres Cupido, el de las flechas del amor? ¿Y tan cabrón eres que por poco me jodes la oreja? —Oye, no seas malagradecido, que te la sané, ¿vale? Me pregunté por qué Cupido tenía acento madrileño. —Puedo adoptar el acento que quiera, pero los

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europeos son más románticos— me contestó, leyéndome la mente. Entre trago y trago, me enteré de su desdicha. No sólo había descuidado los dardos de la pasión, por el deterioro de la vista, sino que había vuelto a su padre, Marte, para buscar un part-time que lo entretuviera durante las épocas malas del amor. —Pero el muy hijo de puta lo único que quiere es guerrear. ¡Guerrear! Al fin, me contrató para aminorar un poco sus efectos. Es como contar calorías para que no se sobrepase. Por eso, si te das cuenta, las guerras ahora duran menos que antes. Nos metimos dos o tres pases y nos bebimos una botella entera de ron antes de despedirnos. Caminando calle abajo, preparado para desanudar sus alas, me gritó: «¡Nos vemos el año que viene, a la misma hora! ¡Oye, y vélame en el despegue, por si me caigo en un balcón!». Pero Cupido, al igual que yo, vuela mejor borracho. Pasaron cinco años de reuniones puntuales, antes de la noche en cuestión. En el noticiero de la tarde notaron que esa temporada de San Valentín había sido la peor en muchos años, y que no se habían vendido ni el quince por ciento de las rosas importadas de Colombia ni el diez por ciento de los chocolates suizos.

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El mismo noticiero también reveló que por primera vez en la historia de los anales gubernamentales, en el año anterior se habían divorciado más parejas de las que se habían casado. Cupido llegó esa noche peor que nunca. Sus ojeras y su desfiguramiento lo hacían ver como un oso panda a punto de un ataque cardíaco. Su cara hinchada revelaba unos capilares marchitos, faltos de circulación. Su cuello se unía a sus hombros en una papada de gallinazo. Había estado bebiendo tequila todo el año. —Majo, esa ambrosia del Olimpo, si te la metes por las venas… —Cupido, te veo mal. Entre sollozos y declaraciones babosas, me confesó su depresión. —Ya no sirvo. Ya nadie quiere mis flechas. Hay hasta una página del Internet que tiene instrucciones para evitarlas. Describe cómo anticipar mi llegada. ¿Esa picazón que sentís cuando hablas con alguna chica? Son mis pasos. Y en esa página dicen que, si los sientes, te vayas corriendo y te escondas debajo de la cama. ¡Es que mi madre me dijo que no podía lanzar mis flechas sin poder ver la cara de la víctima! ¿Cómo diablos veo la cara, si está debajo de la cama? Ya la gente prefiere el onanismo. ¡Y se divorcian por cualquier estupidez! Y

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ahora, en Suecia, me acusan de terrorista. ¡Terrorista! ¡Por tratar de subsanar el bien común! Para ellos, cualquier acto que afecte el libre albedrío es un acto terrorista. ¡Cupido, el terrorista! ¡Deberían darme el Nóbel! Me imaginé a Cupido entre los afiches de criminales buscados por la INTERPOL. Entonces me enseñó el machete. —Oye, oye, ¿qué haces con eso? —Hoy traté de matarme. Cupido había volado hasta el tope del Empire State Building. Allá, anidado en la punta, contemplando como una gárgola desteñida los frutos marchitos de su creación, intentó cortarse las venas. Pero estaba tan borracho que resbaló de la aguja, y cayó magullado sobre la plataforma de observación. Su machete cercenó la cabellera de una quinceañera rubicunda, que inmediatamente quedó enamorada de su profesor de estudios urbanos. —No sabía que los dioses podían morir. —Solamente si queremos. Pero necesito ayuda. O me mato, o me mata alguien que crea en mí. —Yo te ayudo. Pero el machete me pareció un poco crudo, no lo suficientemente imponente para despedazar la vida

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de un dios. Merecería una guillotina, o una hoz. Mientras lo contemplaba, Cupido se tambaleó hacia el baño, amenazando a todos con su enorme pene en erección perpetua, límite necesario para el que resguarda los sofismas lúbricos. Emergió con los ojos resquebrajados. Una hilera de polvo blanco aliñaba su mejilla. —¿Vamos? No soy quién para dudar una voluntad divina. Pagué la cuenta y salimos. La noche auspiciaba una hirviente soledad. Las ánimas se alojaban en los bares de esquina, buscando tanto el refrescante alivio de la cerveza como el aliento atenuante del aire acondicionado. El sudor pronto emergió como lágrimas seminíferas sobre nuestra piel. Cupido se tambaleaba, tatareando coplas de otros tiempos. —¿Qué cantas? —Los juglares, los mejores cantores. Aquí estamos. Reconocí su edificio como escenario de muerte de un escritor de alguna notoriedad, víctima de la obsesión fanática de uno de sus críticos. El cuerpo apareció amoratado, a causa de los golpes que recibió con tomos enormes de libros antiguos. —Yo también causé eso.

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Acostumbrado ya a la constante indagación de mi mente, no respondí. Subimos los peldaños de par en par, arrastrados por una nueva energía. Las paredes parecían rejas inmundas, insuficientes para menoscabar los enormes alerones del dios. La escalera sufría del espejismo nocturno, cavaba menoscabos mientras acababa en el rellano. La puerta del apartamento número 113 fue abierta con un silbido hueco. Entramos. Era un apartamento circular, coronado por una bóveda pequeña que amañaba contra los cielos. A pesar de haber contado cinco pisos, al levantar la mirada encontré el cielo raso, columnizado por esteras de estrellas. La desalineación del cosmos era lo que predominada: miles de cometas danzaban iridiscentes, descendiendo como ábacos en serie sobre un centro iluminado que no podía ser otro que el dios Efebo, distribuyendo las estrellas como boyas en un mar abierto. Un planeta intentaba contemplar la redistribución. Su vista estaba vedada por velos de asteroides, que cimbraban sus anillos para ambientarle la órbita. Las nubes galácticas eran sorbidas como merengue por agujeros negros atontados en su gula. Era un coliseo cismático para dioses aburridos. —¿Te gusta? Lo pinté en una hora.

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Cupido había reaparecido con dos botellas de absintio. Nunca descubrí dónde quedaba el baño ni la cocina. —Ya, si tienes que mear, pues hazlo aquí, en el medio. Y no te preocupes por mí, que ya te lo he visto. Las gotas de orina salieron directamente de mi vejiga. El suelo las chupó. —No te asustes. Aquí todo se cumple. —¿Y por qué no deseas tu muerte?— balbuceé mientras me aletargaba sobre el piso cubierto de alcachofas. —Lo traté. Pero mi muerte tiene ramificaciones. Y no la puedo desear. Los dioses no mueren así porque sí. Alguien los tiene que matar. Tantos balbuceos producían un eco en mi mente. Mi vista se escalonaba, descendía un segundo por un pasillo lateral y luego recobraba el foco. El esfuerzo por concentrarme me ajaba la cabeza. Sentía mi sien pulsando sobre mis ojos. El sudor pegajoso derretía mi vista. No pude más. —¿Qué carajo le pusiste a mi bebida? —Lo mismo que tú querías. Fue suficiente. Me levanté rápidamente. El mareo por poco me lanza de nuevo al piso. Sentí una furia neta envanecerme, sentí mis puños encandilarse.

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Mis ojos descubrieron las puertas, las ventanas, el zootropo en medio del cuarto. Me tambaleaba. Al extender la mano, sentí la pared desintegrarse como arena. Al tomar un paso, mis pies se desligaron de mis tobillos. Mi pelo se convirtió en alfileres. Mis dedos deshilaban el aire. Finalmente encontré un punto de apoyo. Cupido me asió por un brazo, y con su mano me entregó el machete. —Ahora. En la mañana desperté con el machete a mi lado, y un manojo de plumas ensangrentadas sobre mi pecho. No fue difícil deshacerme del cuerpo. Sostenía la atención de los transeúntes, pues me veían cargando un bulto invisible sobre mis brazos doblegados. Tanta juerga, y la solidez de los huesos alados, le daban al fardo un peso desequilibrante. Las miradas se volteaban al ver mi camisa ensangrentada con las plumas guindando como colmillos de remoción. Los rumores de loco hacían metralla en mis oídos aun sensibles por los gritos de muerte de Cupido, el terrorista. El baúl del carro fue apenas suficiente para contener la humanidad del alado.

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