Teódulo López Meléndez
CUENTOS DEL ESPACIO ANTIGUO (Selección de “Los escribientes moriremos” (1978) y Los álbumes son libros en blanco cuyas hojas se llenan” (1992)
Con una nota introductoria de Marisol Marrero
Los cuentos de Teódulo López Meléndez por Marisol Marrero Allí donde todo acaba todo empieza eternamente" Poimandres
Un "sí mismo" dual que produce tremendas contradicciones se refleja en la narrativa de este escritor. El crepitar de la mente está en las páginas de sus dos volúmenes de cuentos, pero late como en el cerebro. La palabra fluye delirante, afiebrada, se sumerge en la oscuridad de los símbolos. A través del testimonio, que responde a la vida profunda, esta narrativa es de difícil lectura porque lo de adentro, el mundo de los sueños, es arduo de aprehender, como todo exceso de imaginación. Por algo el autor escogió, para el primero, este epígrafe de Aragón que dice: "El arte es el delirio de interpretación de la vida". "La cotidianeidad es morbosa", "no ha pasado nada, nunca pasa nada". De ahí un calendario, para tachar los días. En su prosa el almanaque es reiterativo, responde como símbolo del paso del tiempo, pero, como dice el autor, "se piensa en la numeración de otras cosas y en otro sentido". ¿Qué día cae el lunes?, y él responde: el lunes cae viernes. ¿Memoria arcaica de cuando se inventaron los días? El tiempo se hace número en el calendario, siempre hay una vinculación con el registro de los días, "porque son siete y el lunes está solo y van los otros de dos en dos". El número parece ser el elemento de orden más primitivo del espíritu humano. Para el autor, sin embargo, "el tiempo es una trampa puesta entre los árboles para cazar animales salvajes, curare sometido sobre la piedra, necesidad de reforzar la piel con barro y de proteger la barba contra los mosquitos". Parece que el orden de Teódulo López Meléndez es onírico, uno que se contradice con el punto de vista psicológico que ve en el número un factor ordenador del inconsciente. ¿Arquetipo del orden? No. Número-orden-calendario, no responden en este escritor a lo que nosotros pensamos de ellos. Es algo más profundo. Es una vivencia que él atesora en los baúles, como el poeta Fernando Pessoa. "El viejo sigue colocando cajones, ordena por ordenar" o "cómo saber que se podía contemplar la soledad amontonando cajones", enumerando, llenando álbumes, "analizando con detenimiento de águila". Sabemos que tanto el viejo como el águila son símbolos del espíritu. Esta última es una imagen arcaica de Dios. Es un espíritu inquieto, volátil, terrible. Recordemos el Antiguo Testamento donde Dios lanza llamas por su boca y su palabra es fuego, "el fuego de Dios". Esto nos plantea un difícil problema, ¿dónde está lo consciente y lo inconsciente en López Meléndez? Lo diferente, al final, es siempre lo mismo y también se enumera y se clasifica. Hoy será lo mismo en todas partes porque al alma humana la guían siempre las mismas energías psíquicas y quien transforma esa realidad no es más que uno mismo, haciéndola diferente a voluntad. En esta compilación de cuentos se plantea, de nuevo, el problema del tedio. "Aún
tengo tiempo para tomar el nocturno e internarme de nuevo en los caminos", los que siempre serán los mismos, con la consecuencial angustia infinita. La narrativa de este autor nunca se desprende de la poesía. Está íntimamente ligada a ella. De ahí, esa atmósfera extraña de las profundidades del hombre, ese ser o no ser que somos, ese sopor que ambienta las palabras "... y estabas tan mojada que goteaste los leños que habíamos juntado en un farallón de corales..." Aquí también se juega con la "otredad", con el otro que hay en nosotros. La sombra aparece en el texto, "tiene mis dedos y mis ojos. Mis manos, unidos los nudillos, abren, una a la izquierda otra a la derecha, él hace la fuerza de la abertura. Anda maldiciendo y soy yo quien maldigo. Anda por ahí aburrido. No se me culpe pues de los delitos y otórguenseme las prebendas. Tengo derecho a las buenas y él que cargue con las malas". Hay el reconocimiento de una alteridad extraña en él, de una voluntad distinta objetivamente existente. Los alquimistas dieron a esa alteridad el nombre de mercurius, con lo cual, todos los atributos que corresponden a éste quedaron incluidos en el concepto: Mercurius es Dios, Demonio, Persona, Cosa y es también lo oculto en lo más profundo del hombre, tanto psíquico como somático. Él mismo es la fuente de todas las oposiciones (capaz de ser ambas cosas). De esta manera, el escritor se sumerge en eso otro hasta perderse de vista, pues cuando afloran los contenidos del inconsciente, se pone a la personalidad en una sobrecarga que apenas es posible dominar:"No va conmigo la fragilidad de movimientos, soy brusco, he aprendido que la escalera de caracol debe recordarme por los raspones en el pasamanos y las bicicletas por el terreno aplanado que dejaré cuando me vaya". Otro aspecto que observamos en el escritor y su obra es que la soledad le sigue siempre, porque, como dice Nietzsche "la soledad le tiene preso en un círculo y en sus anillos, cada vez más amenazadora, más asfixiante, más opresora, esa diosa horrible, mater saeva cupidinum". La soledad, para Nietzsche, es la madre feroz de los deseos y... ¿que desea el escritor a estas alturas de su vida? Tendríamos que preguntárselo, pero seguramente respondería que seguir su sino, yéndose siempre a cualquier parte, no importa dónde. López Meléndez tiene en su escritura algo de ebrio, de sonámbulo, de automático. Pareciera que al escribir prescinde de la voluntad. Da la impresión que en ella pudiera abandonarse, ser, puesto que son palabras fantasiosas que se asocian a la deriva. Pero él es un esteticista al que le preocupan todas y cada una de las palabras que utiliza, llegando a lo que dice el budista zen Susuki: "Lo absurdo tiene en realidad mucho significado y nos hace levantar el velo que existe mientras permanezcamos de este lado de la relatividad". Por eso sus palabras revolotean, sobre los lectores, llenas de significado, de un terrible significado de lógica paradójica. Así, para Lao-Tze, "las palabras que son estrictamente verdaderas parecen ser paradójicas". López Meléndez es un escritor de grandes excesos, por eso influye en los lectores, puesto que los presiona con ciertos poderes de la palabra que brotan del inconsciente y que ejercen una fuerza de atracción casi onírica.
Marchand d´art
La brevedad de la ocasión no había sido obstáculo a una visión pormenorizada. Podía recordarla en detalles a medida que el tren avanzaba en la resolana del atardecer. La ventanilla reflejaba imágenes o tal vez las producía. En la red el maletín se bamboleaba imperceptiblemente. Se la había indicado entre la gente que se aproximaba a la pintura y apenas el reflejo de los cabellos entre las luces de los camarógrafos podía haber impreso las retinas, pero aún así lograba precisar la tela del vestido y el tamaño de las pestañas. El rostro ovalado aparecía a la perfección entre los postes de la electricidad que el tren devoraba. Había dicho el nombre, pero no podía individualizarlo entre tantos de origen francés que le venían a la mente. Dudaba de Margarite, pues en el maletín llevaba un ensayo sobre la escritora y no sabía si le asaltaba el nombre inmediato, próximo tan sólo a unos pasos sobre la red. El rostro era el de una adolescente; los cabellos cortos sobre el cráneo casi hasta disminuirse en mancha, una línea masculina sobre la derecha y la nariz, respingada, parecía hincharse hasta el calor. Tendían las mujeres a afilar las terminaciones y rodear los ojos de una sombra que diese la sensación de profundidad y desgarramiento. Las orejas eran símbolo, casi, de una perversión no ocultada, al contrario, mostrada con irreverencia, al igual que ahora, moda retornada en que las cinturas recuerdan al viejo charleston y las cabezas vienen aprisionadas con sombreritos con velos. Tal vez se parecía a Margarite, tiempos corren en que un hombre se siente trasportado a la juventud con las reverencias de la moda por el pasado. Vacilo entre la escritora y la fugaz visión del cocktail. Sonrío al pensar en el parecido de los rostros orientales, pero era absolutamente lógico dado que todos los funcionarios de la embajada habían asistido a la presentación de las obras maestras del museo de su capital. Conocía todos aquellos cuadros, vistos in situ una docena de años atrás, por lo que la exposición no revestía para mí ningún interés especial, sobre todo si se consideraba que el valor comercial no existía al pertenecer aquellas obras menores de pintores célebres a un museo estatal. Pierre me había convencido de asistir asegurándome que estarían presentes algunos comerciantes en arte que bien podrían interesarme. En verdad estaban un par de colegas importantes y un intercambio de tarjetas, me dice la experiencia, no está nunca de más; asistir a un cocktail en El Cairo me permitió años después la adquisición de un valioso jarrón que un simpático egipcio me ofreció a excelente precio. Dudo sobre las profundas ojeras. A mi edad la intromisión de un rostro como este no es común. Las mujeres que aún permanecen en mi vida lo hacen desde los lienzos o pertenecen a porcelanas de civilizaciones destruidas entre las bajas pasiones de sus gobernantes y los imponderables de la historia. Las sinuosidades de las orejas, está demostrado, reflejan las interiores, aquellas
construidas en las camas y secadas con sábanas arrugadas en cuartos calurosos. Siempre me detengo a seguir sus protuberancias como si estudiara un mapa de una carretera desconocida y de parajes no transitados en esta mi ya larga vida. Quizás me domine una insana pasión por descubrir en un pedazo de carne inerte las andanzas del resto donde la sensibilidad se mueve. No soy un paleontólogo de nariz arrugada y pipa decadente que anda con martillos entre huesos y con escarabajos entre los dedos presionando cartílagos enmohecidos o aún exuberantes. Miro, sí, con acuciosidad, los rasgos de los dibujos y descubro por instinto las pinceladas sobrepuestas; en los cuadros de Van Gogh he llegado a seguir la trayectoria del cuchillo, movimiento a movimiento, como una imagen cinematográfica, con el principio del dibujo que avanza un poco más allá del anterior hasta pasarlos frente a mis ojos uno tras otro a suficiente velocidad para ver el acto de la sangre, del desprendimiento; ventaja que me concede poder mover mis manos en posesión de obras maestras mientras otros las mueven para ensuciarla o para la vanalidad. Los estados de ánimo los he hecho desfilar, desde aquellos de un artesano frente al Nilo con la visión totalizante de la ciudad esplendorosa hasta la miseria de los burdeles de Tolouse Lautrec, dejando constancia de que nada me influye en el último recuerdo haber asistido, una vez más, a la efímera exposición de carne de Pigalle, siempre con Pierre, amigo del alma que me guía entre la pornografía y los salones de exposiciones con la maestría de un agente de tránsito veterano en la conducción de visitantes difíciles que se hacen preceder de las “moscas” de la policía, pero también de los confidentes. Es verdad que los primeros son buenos para las avenidas congestionadas y los segundos para las callejuelas tortuosas. No sé que sería de mí en París sin este hombre extraordinario que sabe multiplicarse para un amigo múltiple como lo soy yo, incandescente y apagado, atrapado por la belleza y degustador de la fealdad y la ruindad en sus formas más intransigentes. Pierre es un regalo de Adèle, de aquella su casa plena de gente de teatro y tolerancia, de personas cuidadosamente escogidas para producir noches excepcionalmente acopladas y disgustos de por vida. Una madrugada salimos a caminar la borrachera y desde entonces somos aquel tipo de amigos que no puede dejar de verse por mucho tiempo. Nos llamamos en caso de soledades insostenibles o de compañías de iguales características, a mediodía después de un largo sueño de esos que provoca eternizar, o a medianoche, en uno de esos espacios oscuros en el que se busca al otro en un continente diverso. Pierre me ha hecho abandonar una subasta espléndida y también un lecho tibio, en esas raras ocasiones en que dejo el arte por una mujer. Adèle me dijo que sería una velada tranquila, que acababa de regresar del verano muy cansada y que un poco de vino sin consecuencias nos permitiría relajarnos de lo vivido en las últimas semanas, tiempo ya marchito, de memorias y uñas. Pierre dominó la noche y también a mí; desde entonces lo cargo en el recuerdo y en sus llamadas telefónicas, que son las mías, cuando me sorprendo de unas semanas sin haberlo sentido excitado o deprimido, desde su villa sobre el mar o desde el apartamento de la ciudad. Lo envidio, debo reconocerlo. Su relación con el ocio es una de las cosas más admirables que he podido encontrar en persona alguna. No sé porqué me llamó la atención sobre aquella mujer vecina al cuadro. Pierre es un misterio, o tal vez no, en cuanto se refiere a conocerme. Su relación con las cosas y sus gestos reflejan las aristas de su personalidad, desde el desayuno en la cama hasta las preocupaciones por el velero en que surca el Mediterráneo tendido al lado de una cambiante estatua amasada de salitre. Es profundamente culto y quizás se ha percatado de mi acelerada pasión por los rostros atormentados; no en vano insistió en repetir la visita, hace algún tiempo, a aquella excepcional exposición de Egon Schille. No se trataba solamente de mi pasión por la trilogía vienesa de comienzos de siglo lo que le motivó a llevarme casi de las manos por las callejuelas de Venecia. Me vio transfigurarme ante aquellos dibujos
y pinturas, impresionarme como nunca, como si fuese un estudiante de arte que ve por primera vez una obra maestra o u artista consagrado. Seguro que mi comportamiento no dejó de intrigarlo, mis muecas de asco, aquellos huesos largos y semideformes que el vienés encajó en una época como si se tratasen de palillos de dientes en una torta de carne de la cual se pretende comprobar el grado de cocción. Pierre sabe que mis cambios, los comienzos de nuevas etapas en mi vida, ocurren por motivos y causas aparentemente instantáneas, y se dedica a predecir como seré en los meses o años siguientes con una paciencia y una dedicación que me enternecen. Una vez comenzó a hablarme de Theo en determinadas circunstancias y sólo un largo día sobre el velero me permitió comprobar que especulaba sobre mí y no sobre aquel otro marchante de arte. Cuando me despidió en el andén lo noté conmovido, más de lo habitual, extraño abrazo el de esta ocasión, como si estuviese arrepentido. No logro adivinar todavía si piensa que no nos veremos en un largo período o que comienzo una etapa en que tenderé a alejarme de él o que el destino prepara una extraña partida. Estoy impresionado con la tensión de las venas en sus manos cuando alzó la copa de vino enmoheciendo el pubis de la bailarina de aquel local que frecuentamos. Me pareció que aquellos pelos le rasguñaban la garganta y que bebía mi sangre. Tal vez mi dedicación al comercio del arte fue una decisión catalogable de juvenil, pero a estas alturas admito que ha llenado espacios. He viajado a sitios insólitos y tenido la proximidad de maravillas negadas a otros mortales. Mientras se hace noche recuerdo mi propósito de desenmascarar las obras, de despojarlas de esa vitalidad reducida a los hilos, las maderas y los clavos. Me preguntan sobre mi decisión de mantenerlas desmontadas y respondo invariablemente que gusto de las realidades al desnudo. No siempre entienden, pero eso pertenece al pasado, ahora tengo un nombre, una reputación que me hace inaccesible para la generalidad. El sueño comienza a invadirme y mis dedos recuerdan el privilegio de lo bello. Berlín fue centro de mis actividades, como Ámsterdam, de donde recuerdo tanto los museos como las callejuelas. Soy caminante de calles estrechas y mal iluminadas. Me gustan las sombras que los faroles proyectan sobre las piedras y ver, en los malecones, las putas de faldas estrechas calentarse en el invierno con los pedazos de ramas secas sobrantes del otoño. Pocas veces he frecuentado los bares de los marineros. Ocasionalmente, a mediodía, con chulo de pelo ensortijado o con puta retirada desperezándose con la primera cerveza del día y las botellas vacías de la noche aún rodando por entre las patas de las sillas y los manteles atados a las señales de violencia. Es una buena hora y sin peligro, salvo aquel que viene del olor nauseabundo y de la deformación humana. La realidad de la noche de Zurich me encuentra invadido de pintura. Siempre en otoño la versión de la naturaleza es torcida y efímera, como yo. Recuerdo el tren de aquel viaje. Hago una llamada telefónica desde la estación. Las voces suenan multiplicadas, con eco, como si los canales se hubiesen adueñado de mi voz y la dividieran en un caleidoscopio sonoro enfocado sobre una calle larga llena de faroles. No sé cuando partí la primera vez, pero una sensación parecida a esa remota primera vez, me invade ante la proximidad de un aeropuerto o de una estación. Siempre estoy partiendo, desde que recuerdo. Cuando salí de mi país no sentí remordimiento ni lástima. Ahora cada viaje me produce un suspiro largo de abandono. Mi odio por cada ciudad nace al dejarla. La volveré a amar, si es el caso, en cada retorno, pero en el espacio intermedio no hay añoranza. Viajar es como entrar en un limbo, sin gente conocida y sin pasiones. No hay nada en el viaje, a excepción de la proximidad del destino. Mientras se llega se está suspendido de un cable como efímera gota o se lleva la velocidad de un cuerpo que vaga. Pero siempre se llega. Las sensaciones anteriores renacen y se transforman en el contacto de las nuevas. Pienso que mi vida es como un cuadro de pinturas superpuestas, con tensión de
restaurador que quita capas y permite la afloración de viejas lluvias. Quien pinta sobre una pintura anterior es desafinador de cuerdas o una desolación de tintas. Tal vez por eso recuerdo, sin saber la fecha, mi primer viaje, quiero decir, las sensaciones. No creo en las otras capas que he puesto a mi larga vida de marchand; quizás la primera pintura que fui no era buena, pero al menos era la primera. Había palmeras y serpientes, un verde ardoroso y un lápiz lleno de rayas amarillas para derrochar sobre la extensión del pequeño lienzo. Era un arquitecto de techos despegados y chimeneas; estas últimas aún las persigo, amo el olor de leño quemándose y en las ferias me dedico a buscarlas, a mirarlas como objetos valiosos, a descubrir la última que diseñaron, sin tubo al exterior o las sensuales que traen incorporados sofás de relajación instantánea para pasiones quemantes. Mi primera mujer, quiero decir aquella con que me casé ya maduro, era de noble origen, morena de largo pelo negro y ombligo profundo. Casi no la recuerdo. Regresó a Madrid donde mi olfato sólo está impregnado del olor a viejo de las paredes y de El Prado, amontonamiento de enanos y de bellos rostros perturbados por la degeneración y la locura, por las redondeces desnudas y el mal olor de los sobacos de los guardianes. Fue una pasantía efímera por las cortes y el poder, por las desgracias y maldiciones de aquella familia entregada a la práctica de la mala suerte. Mi segunda esposa, en cambio, la descubrí descalza en un tren, quemada por el sol y de regreso a Francia. Puedo recordar que tenía los pies grandes y que gustaba de andar, sin zapatos, por los pasillos como gata en celo. No recuerdo como se llamaba. Tenía largas las uñas. La dejé tostada de sol, como la encontré, en su pequeño pueblo del sur. Tampoco recuerdo el nombre del pueblo. Tiemblo de frío. No habrá taxis en esta ciudad en la madrugada y menos el primero del año. Las tablas viejas de los cabarets han desaparecido. Fui al baño tantas veces sólo para sentirlas crujir bajo mis pies, como antes, en aquellos tiempos en que Berlín divertía, en que Munich rogaba desde las puertas y la música lánguida que siempre me ha gustado entorpecía el coñac entre mis dedos. Música lánguida, en los altoparlantes del tren, en la exposición de París donde estaba aquella mujer que me perturba en medio de la soledad de una cabina que se siente envuelta de noche húmeda. No sé si llegaré o este aparato se perderá en la neblina, en el espacio sin tiempo, siempre escuchando esta música y desconociendo que el viaje no terminará, adormecido como ahora, inocente, sin una ciudad que nos sienta llegar. Tal vez describo la muerte con palabras simples de un viaje sin término, tal vez sea morir lo que quiero esta noche en que salgo de París sin saber hacia donde. Recuerdo los cuadros de aquel joven pintor talentoso, mis dedos se juntan con el polvo de los jarrones y llegan hasta la caricia de un tapiz tejido por manos inocentes en la lejanía de una montaña. Cuántas horas en cuartos sin piedad. Cuántas horas lamiendo el silencio de una noche entrevista desde una ventana. Si hubiese salido a encontrar otros, pero no, el pensamiento se me borra con rapidez, he vivido como debía, entre colores detestables de cuartos de lujo y papel barato de pensiones, allá cuando comenzaba, sin saber que elevarme en la cuerda del éxito sólo cambiaría a las paredes y no a mí. Placer el de romper aquel original en medio de aquella borrachera de vino barato, al igual que hace unas semanas arruiné, involuntariamente, en champaña, aquel cuadro delicioso. Si el tren saliese de sus rieles, de estos terrestres quiero decir, pegados al musgo y a la tierra, claveteados, para tomar otros invisibles, si pudiese escapar. Pierre desgraciado, vuelvo a sentir las lejanas sensaciones, debo poner fin a lo que hago y a lo que dejo de lado. Debo hacerlo sin zapatos, como aquella, de ojos abiertos y pelo electrizados, como las otras. Debo abrir la ventana y morir, sobre el precipicio, sobre el inmenso vacío del puente. Mientras caigo siento las carcajadas de Gauguin. Al tocar las piedras del fondo la burbuja de mi locura estallará, mujer expuesta, para mí, en París.
Persecución a una araña que camina sobre mis cosas
Estas cosas me estorban, pero debo admitir que me hacen falta una cama donde dormir y el pequeño refrigerador para cuando no quiero salir - lo que me sucede siempre - y los libros no me gustan tirados por el suelo. Esos cojines son mis preferidos, unos comprados y otros hechos por ellas con un edredón que guardaba en un baúl desde los tiempos de la infancia. Conservo el placer de emborracharme, aunque esporádico. Aquellos siguen rumiando sus ciudades de siempre y quizás recordándome cuando algún viejo libro mío se les cae de los estantes. Me asalta un pedazo de calle, la visión de un puente, una carretera entre verdes o nieves, un actor que vigilé desde mi eterna butaca de teatro. Recibo cosas, como esta placa de la isla, como este tapiz, como estas monedas de plata torcidas cual dedos de predicador de Nueva Delhi. Mis libros, a medida que ando, cambian de lengua y de empastadura; también guardo folletos y mapas, direcciones de hoteles, programas de teatro y de conciertos, diccionarios y ofertas de agencias de viaje. Unos cactus que me traje desde mi penúltima ciudad se secaron y los helechos que compré para sustituirlos no resistieron la mudanza de porrones. Veo un largo hilo tejido invariable. El poeta desmenuzado deja de importarme y la lengua aprendida la archivo en algún recoveco del cerebro y me digo cuanta razón tenía cuando me viene fugaz un rostro al que traté someramente o una mujer a la que no di importancia. Es verdad que recuerdo alguna a la que no me dediqué lo suficiente, pero sólo ocurre cuando pienso en todas estas cosas que amontono. Retorno a este repetirse donde estoy sumergido, a este rehacer de las noticias, al giro de los rostros que dejaré, a la circulación de los planteamientos, a estas cosas. Y no me arrepiento de haberla dejado atrás como aquella, de la que sólo recuerdo su cabello liso, sentada en la sala del hotel donde me permití perderla. Contra el vidrio del balcón veo aparecer a las turistas y miro las piernas de las mujeres. Los ahogo en un Oporto y enciendo de nuevo la pipa. Al fondo, sobre la montaña, la niebla y el castillo juegan al escondite. El otoño se divierte lanzando bocanadas crujientes sobre los coches aparcados abajo, sobre las aceras, mientras los peatones se apresuran sobre las lajas de la calle estrecha. Está gris, con un gris de cemento que me trae invariablemente a ocupar esta silla. El camarero me llena la copa sin decir palabras, sabe del vino y de las nueces, de los hábitos de estas tardes grises. Sabe que con el rojo que aprieto entre los dedos viajo a la ciudad anterior donde alguien como él me servía mientras yo observaba las barcas y el remiendo de las redes o simplemente la abigarrada masa de abrigos y bufandas, sombreros y paraguas, marchando todos unánimes sobre el aburrimiento del atardecer. Cuando bebía en el puerto podía luego despejarme en la playa. La inminencia de la lluvia siempre me enerva y corto la sucesión habitual de estampas y pasajes. Ahora aquí, en el apartamento, me sirvo otro Oporto, me sirvo las nueces y sé que estoy cercano a
recomenzar la habitualidad del hombre aburrido que fuma pipa y mira las piernas nórdicas. A veces veo los apartamentos donde he vivido, las rosas de un sofá y las cortinas de una casa donde bien pude haber dicho impertinencias. Retorno entonces a mirar los lomos de los libros, a botar la ceniza de los ceniceros, a seguir la ruleta tejida que prende de la pared. Sobre una mesa de felpa verde tengo dos mazos de cartas y un dominó, sobre los libros dos barcos trazados con hilos de oro. Me interrogo sobre cómo puedo amontonar tantas cosas y me responden una llave de cobre, un círculo de estaño y un pisapapeles de lapizlásuli. En aquella estrecha calle peatonal el viento parecía un cilindro de aluminio. Recuerdo los parques de diversiones con sus juegos de pisos inestables y aquel paradójico restaurante donde no servían comida en las mesas próximas al mar. Lo veo mientras baja hacia el Sheraton con meses de retardo a buscar lo que ya no está, mientras regresa a la cueva a escribir aquello que nunca terminará, a arrepentirse y a rumiar lo que no logra olvidar y a mirar el eucalipto magmático que no se cae. Sé perfectamente lo que hará: se sumergirá, se expondrá, dirá algunas breves palabras a Joâo y luego lo tachará de cretino, maldito mesonero amaricado y partirá a encerrarse del viento que aúlla hasta meter miedo a aquella pared irregular de piedras como lomo de animal prehistórico. Sé perfectamente lo que piensa, todas las vueltas que da sobre los objetos que amontona, terminará corrigiendo y vacilará sobre qué cama dejarse caer, escogencia que lo obliga a andar y desandar sobre la caldera a gas que enciende miedosamente cada mañana para hacerse de nuevo presentable para aquel montón de rostros aburridos que no le interesan. Conozco perfectamente sus hábitos y sus mañas, los meandros de sus meadas, los caminos de su caspa. Sé que tiene un kimono azul, que suelta lenguaradas a las operadoras, las ventanas que abre y las puertas que cierra, los grados que soporta sin prender la calefacción, los ceniceros que posee, el color de sus pijamas, las mujeres que le interesaron; sé de una mesa verde de juego sobre la cual no se jugó jamás; sé de un cansancio, por eso puede hablar de mí como habla y permitirse describir actos que creía absolutamente personales y desconocidos, insignificantes. Se permite conocerme y eso me hace vulnerable e irritable, yo, que me permito el sabor de la soledad me encuentro ahora con un ojo vigilante, conocedor de mis eyecciones y de mis pequeñas enfermedades. Ya no se puede confiar en nadie, ya no se puede saber cuando se es observado y curioseado, ya no se puede mantener en secreto ni una pequeña hinchazón de nuestra piel ni las acogedoras manías con las cuales nos soslayamos ni independizar la sombra que se forma desde la lámpara y se parte en los pasamanos cuando me dedico a descubrir desde esta única e insignificante luz que me permito. Es una verdadera vergüenza, una, dos, tres sillas. Hay también una mesa larga que compré en una feria y dos mesas de vidrio. Tengo también unas cajas de madera y unos metros de cartón corrugado y unos pedazos grandes de papel de envolver. Pero me vengaré, esta vez viajará en una caja sin huecos para el aire, para que llegue, si es que llega, morado y sin ganas de hablar, entumecido y maltrecho, junto a los ceniceros, a los jarrones de porcelana, a los cojines, a la mesa verde donde no se juega. Ah!, heme aquí con mi Oporto sobre las extravagancias y sobre las venganzas que sobre él me permito imaginar. No son originales, ha resistido los viajes en cajas sin huecos, concede de cuando en cuando entrevistas y habla como si aún tuviese aliento. Maldito sea: quieren cambiar el gas de esta ciudad y helos aquí modificando la cocina y jurungando los calentadores, ahora que el frío escoce y mi melancolía trepa por las paredes. En una carpeta marrón tengo un ensayo sobre el poder. Me provoca gritarles en su lengua que me dejen en paz, que los sistemas funcionan sin nuestros afanes y que a los pueblos no los mueve otra cosa que el deseo de quietud, vulgo Gatopardo, inteligente que supo de la continuidad de las cosas. Vivimos en situación idéntica a la
que precedió a las guerras, sólo que no han aprendido a hacer la paz y frente a lo inédito nos sumergimos en la niebla de tardes hijasdeputa. Ya está otra vez rumiando sobre la incapacidad del hombre para hacer de la paz la guerra del presente. Ahora los obreros dicen que volverán el lunes. Sí, lo sé, piensa que alguna vez encontrará la ciudad y se quedará, pero se distrae con las luces que brillan sobre el golfo, con la mañana que le parecerá un barco trepando el volcán y con la corona de nubes soportada por la cabeza de una limpieza inexistente y peligrosa. Existen costumbres que le son ajenas pero a las que debe ceñirse; son las peores, las más difíciles, las que lo hacen sudar aún con varios grados bajo cero. El apartamento se mueve como una unidad. Está separado entre el vino y la máquina, entre el tintineo de los cristales y la inclinación de los horizontes. El silencio es turbado por los gorgoteos de la saliva. La angustia de no estar más allá, sobre los finales, expande la respiración de las paredes. Hacer el conteo, el mismo ahora que después, la repetición constante de lo mismo, el encuentro de los rostros permeables; al final de las persecuciones sabemos que no merecen la pena. Ah!, la vanalidad el estruendo los filigranas la presentación de este rostro cansado y desdeñoso a las pantallas del viaje, qué uno solo es, por las mismas estrías y por la repetición, qué todas las cosas están siempre donde estuvieron, los mismos gestos para hacer el amor, las mismas palabras revolotean desde que los insectos pululan enfervorizados en verano y catastróficos en el invierno, zumbidos de las mismas alas amorfas, lo conozco, a él, a todos, a todas las cosas, bostezo sobre la noche que me permite no parecer extraño en mi inmovilidad, me estiro bajo la cobija y compruebo, cada noche lo compruebo, que el tiempo es sigiloso y que mi aburrimiento sólo encuentra parangón en la persistencia de las arañas.
Traje sastre gris
Estaba fría la ciudad en otoño. Los pájaros emigraban cruzando la estación del ferrocarril. Se perdían en lontananza dejando estelas blancas, curvas como gigantescos signos de interrogación. El ruido del tren se introdujo en el ámbito de la estación. Sus aspas fueron acortando la distancia, frenándose, despidiéndose del esfuerzo de la larga vía. La cara somnolienta del oficial se asomó a la ventanilla. Su largo bostezo fue cerrado por la cortinilla al caer. La mujer estaba ansiosa. Tomó la pasarela apenas las puertas automáticas se recogieron a los lados. Llevaba un traje sastre gris, la falda un poco por debajo de las rodillas, el saco cayendo suavemente a la altura de las caderas, una cota blanca de tafetán con borlas a la altura del pecho. Un gancho le sostenía el pelo recogido en moño. Caminó rápido el andén y se introdujo en el amplio salón principal. Estaba cálida la estación central, con altavoces y circuitos cerrados de televisión y oficinas ofreciendo rápidas conexiones y empleados diligentes en las casillas recolectoras de huéspedes. Las luces se movían en la inmensa pizarra cambiando horarios y anunciando los itinerarios de los barcos y los aviones y los trenes en aquel vasto cruce de circuitos que permitía todas las posibilidades, la improvisación de los empalmes más caprichosos. Se desperezaban los fuelles del tren bajo la pérgola indicando que partía de nuevo en busca de otras mujeres con traje sastre gris y llevando un oficial con sus bostezos rumbo a otras estaciones del camino. Una paloma se acurruca en la ventana de mi estudio y volteo a mirarla y ya no sé en que ciudad está la estación con la mujer del traje sastre gris. Ya no sé que rumbo lleva el tren y cómo es la geografía donde va dejando caer su ruido monótono de bestia encauzada. Se me pierde la mujer en la paloma que se va asustada y trato de seguirla. Tengo sobre el escritorio todos los folletos ilustrados que las líneas aéreas, marítimas y ferroviarias reparten con profusión a los viajeros que andamos caminando por las estaciones y los terminales. Tienen palmeras pintadas para los que andan fríos y nieves perpetuas con esquíes para los que se secan el sudor frente a los mostradores. Tienen impresas las tarifas de las posibilidades y aclaran que puede ser tan lujoso o tan modesto, lanzarse de un helicóptero o bajarse de un autobús para caer con un salto sobre los transeúntes que no han visto jamás un folleto turístico y que andan imantados en las aceras movedizas. Existimos viajeros que llevamos pendientes de los tímpanos los silbatos de los barcos y nos apretamos los cinturones sin que se nos lo recuerde y estiramos la mano automáticamente con el boleto a unos recolectores invisibles. Sentado frente a la pantalla donde van surgiendo misteriosamente horarios y números y
nombres de compañías transportistas miro a la mujer del traje sastre gris que abandona la estación sin voltear hacia mí. Le quedan algunas posibilidades al reloj central de la estación antes de que oscurezca. Aún tengo tiempo para tomar el nocturno e internarme de nuevo en los caminos. Aún puedo levantarme y marchar detrás de sus pasos y fumarme el césped manchado de nicotina. Chupo duro la pipa y me imagino arrancando la grama, moliéndola con mis dedos enguantados y quemando fósforo tras fósforo en un intento vano. Me mirarán con una expresión de extrañeza y se preguntarán si estoy loco, si no me he dado cuenta de algo tan obvio como que la grama está mojada y es de idiotas tratar de encenderla. Chupo la pipa y dirijo los ojos hacia la cocina donde se quema le hierba y se desfoca la pipa ante mi mirada angular de fumador que tiene los bolsillos llenos de folletos turísticos. Cambio la dirección del tubito del aire acondicionado, enciendo la pequeña lámpara, compruebo que está en el respaldar la bolsa de papel para los vómitos y en la sombrerera el salvavidas y sobre mi cabeza el sombrero de piel y que aún llevo puesto el abrigo grueso que me colocó amorosa con su traje sastre gris. En este atardecer de otoño el cielo está sin nubes y los cerezos están florecidos dejando caer su carga sobre las aceras y sobre las rejillas que las protegen y sobre la escalinatas que suben hasta los museos y convierten la avenida que transito en un simple corredor donde desembocan todos los escalones y de donde parten todas las vías de acceso a los edificios que se alzan recordándome que soy un transeúnte de paso en busca de donde embarcarme hacia una ciudad cuyo nombre desconozco. De nada sirven ahora los itinerarios trazados con tinta china en un papel de mostaza, ni los dejados caer por las hormigas en mermelada sobre los lavamanos, ni los conformados por los creyentes con sus lamentaciones en los muros de la ciudad baja. No existe una determinación de las horas, ni los minutos tienen destinos, ni las agujas del reloj se deciden a clausurar esta tarde de otoño que sigue viva en la construcción en obra viva en la estación viva en los trenes que viven con un zumbido de picaflor y como un muestrario de que la vida sigue en los rieles o en los vientos claros o en el mar extendido de lado como una plataforma de lanzamiento o en el traje sastre gris o en los murmullos escondidos entre las rocas trabajadas y apiñadas que se alzan tranquilas e imperturbables y que ando como un transeúnte con los bolsillos llenos de folletos coloreados y la pipa convirtiéndome el labio inferior en un surtidor de aguas multicolores olorosas a alcanfor. El gris debe venir esta tarde de las plumas de la paloma que distrajo mi mirada del papel que lentamente se iba poblando y mis dedos de sus ocupaciones habituales de trazador de itinerarios para personajes fotografiados en esas casetas que ofrecen devolver la imagen en seis cartoncitos en apenas diez segundos. Se me antoja que esta estación donde estoy metido es una cámara inmensa que va expulsando de su interior de tuercas aceitadas, y por una correa que nunca se detiene, los productos acabados uniformes, tan iguales unos a otros que podría aventurarse la opinión de que son todos iguales. Se me antoja una inmensa caldera con materiales humanos en combustión solidificando huesos y uñas y haciendo flexibles cartílagos para mantener las orejas en posición y mucosas para ser distribuidas equitativamente. Buñuelos espolvoreados, guarapos de tilo con canela, inhalaciones en surtidores de plaza pública donde van los pasajeros que se bajan a despejar los bronquios de emanaciones dañinas y a recibir los raspones de papel lija a medida que ponen pie en el andén y a entibiarse las manos tal como se me entibiaron las mías cuando las puse juntas entre tus piernas tibias envueltas en la falda gris de algodón. Pusiste tus manos entre mis piernas en plena estación sin importarte que ojillos de comadreja nos miraran asomándose por los intersticios de la cueva primitiva y eterna que tu calor daba al inmenso salón de la estación y tú que no
hay como entibiarse entre tus muslos de miel de abeja buscando el panal de mil compartimientos porque la piel se siente especialmente blonda y se empegosta lentamente con mis manos en un sudorcillo que me recuerda el lubricante de cuando tus piernas rodeaban mi torso y nos fundíamos en el cuartucho de la ciudad cualquiera, de la ciudad sin nombre que tú oportunamente sacabas de los bolsillos explicándome que la arrancabas de la página de un folleto. Cambia la dirección de las calles y se entrecruzan formando un nudo abultado, poporudo, irregularmente hinchado que parece querer aprisionarme el cuello y hacerme sacar una lengua mortalmente rosada. Se desenredan y no sé cómo te lo imaginaste que las calles se anudaban; debes estar recordando aquella danza folklórica que vimos en la plazoleta con los trajes de tafetán verde y un delantal rojo en la plataforma de madera que nos llamó la atención en el folleto turístico. Anduvimos, debes recordarlo, sobre un mar que no tenía olas con tiburones de latón, donde los peces eran vertebrados y el cerebro les pendía de la aleta trasera. Pero sí, estuvimos juntos sobre una llanura sin término donde los toros pastaban indiferentes a los trapos rojos que les agitaste parapetado detrás de un olmo inmenso. Sí, tú debes recordar que las nubes no eran como una malla sino como un inmenso color de asfalfa y cieno que nos dejaba caer sin interrumpir las aspiraciones de los paracaídas y los pararrayos de las tiendas de viaje no hincaban sino que se doblaban como un cuchillo de goma de esos que la imaginación de los fabricantes de plástico puso en las tiendas al alcance de los niños. Tú me dijiste que las mariposas que andaban revoloteando en los valses no eran recuerdos en las tierras áridas y sobre los peñascales oscilantes. Sacaste los folletos de tu bolsillo y yo los miré y me fui a una playa de donde salía una mujer impresionante con el vestido húmedo pegado al cuerpo y estabas tan mojada que goteaste los leños que habíamos juntado en un farallón de corales y ya mojaste la leña verde y ahora el agua para evaporar las papas hacia el cielo descubierto no va a querer funcionar y tengo hambre pero yo buscaré la manera de que funcione y no tengas hambre y tengo ganas de bañarme de nuevo en esas playas que están guindando de un sueño y que me ofreciste y que dijiste buscarías para encontrarme a mí que deberé marcharme en cualquier momento apenas termine el efecto del hongo que empapaste en la intimidad de las parras y que luego llevaste en los dedos como si fuera una lagartija cazada en la sombra de una infancia perdida y que iba goteando dejando un rastro de vino en salmuera con olor a naftalina y ostra fresca. Las olas se devuelven llevándose tus pies que fueron granos sueltos y no pasta amalgamada. Mis pies fueron buscándote la ruta, acaparando las mareas y los cohetes lunares, pendiendo de la cola de un cometa sideral de niño hecho de trapo y ropa desleída, furtivos en el saco de un asaltante confundidos con su antifaz y sus ganzúas. Fui resorte envolvente de un alambre enhiesto saltando sola buscando una varilla plateada para ensartar matracas y trompetas llameantes de viajeros y encontrar la búsqueda que anda extraviada en tus folletos y en tu alucinante andar y plegada a los escalones que divisas mientras estoy sentado sobre las copas desplumadas de un caracol impávido viendo hacia lo lejos donde el horizonte se torna candela amarilla al recibir tus pies que por allí se marcharon buscándome una estela que seguir, una estela sin espuma como sin huellas fueron tus pies y sin encajes tus vestidos lunares con cráteres de escaleras descendientes. Hay un túnel submarino que dejaste uniendo las costas, vinculando los nubarrones que consiguen su camino orinándose la tierra, la tierra que se chupa la sabia de un destilar que encuentra capas de limón y naranjas podridas de surtidores intestinos. Hay capas de polietileno, de basura dejada caer en los surtidores de aluminio de los edificios, espacios vacíos sin aire ni esperma, espacios con estalactitas de viajes hacia adentro de los hombres que pueblan espacios con inmensos huevos de saurios intocados, capas de fósiles pulverizados, capa de pérdidas, capa de
hallazgos, capa de teléfonos destripados, capa de guanábana con su pulpa blanquecina horadada por indeterminadas bacterias, capa de vestidos desechados, capas de viviendas destornilladas con sus habitantes petrificados como originados en un inmenso y planetario susto, espacio que se asemeja a mis calles anudadas, convergentes en el nudo poporudo de todos los senderos extraviados desde los ancestros cavernícolas hasta los buscadores de pies quemados que eran granos sueltos y no masa compacta perdidos una tarde de otoño que viene desde el primer día y no quiere acabarse, como una herencia, como una hecatombe llovida desde los surtidores incontrolables, como una cúpula que se desplomara venciendo los resortes del tiempo y haciendo resortes vencidos ya sin la fuerza de sus vueltas y sus curvaturas, como una masa incandescente que no consigue un secador que la haga superar sus etapas lógicas para solidificarse, como el comenzar de un tiempo que no es tal fuera de todas las reglas, de todas las normas, de todas las leyes, de todas las físicas y de todas las químicas, de todas las fórmulas y del álgebra y de las computadoras a las que agregaron olor y sudor y capacidad de defecar. Mi túnel lo construí con una escarbadora de armiño, con un soplete de lenguas incandescentes; lo dejé extendido sin saber si te serviría, si sería recolector de fotos desprendidas, si al fin podrías andarlo con tus inmensos pies deformes, si podrías pasar tus dedos estrambóticos por sus paredes limadas con cactus y amapolas, si podrías orinarte tranquilo en un recodo sin peligro de provocar inundaciones y desbordamientos, si podrías voltear hacia arriba sin temor a rozarte la frente enchapada con las raíces que a lo largo del trayecto semejan centenares de piernas torcidas de paralíticos y centenares de muletas inutilizables y de bastones muertos, si podrías extender los brazos sin encontrar el roce de los viajes limitados y las asperezas que tanto te duelen, que tanto te martirizan, que tanto han hecho en el desprendimiento de tu locura taciturna, en el encogimiento de tus tristezas viscerales, en tus desplomes y en la reducción de tu esencia y en tus casi desapariciones encogido como rama sola y abandonada de los pájaros sobre los cementos en que caes cansado de tu peregrinar y de tus desvaríos árticos. No es un secreto para nadie que estas palomas turcas están vinculadas a mí por lazos de persecución y lealtad. No cesan de venir a picotear los latones de las ventanas y una de ellas hizo un nido en la puerta de mi casa y sólo a mí me permitió cambiar de posición el huevo que dejó en la alfombra de limpiar los pies los visitantes. Donde quiera que me siente es seguro que no me dejarán y estoy por culparlas del gris que me ha invadido esta tarde fría de otoño. Son palomas caseras sin miedo a la gente y ni siquiera esos niños que se complacen en la disección de los pequeños sapos blancos que hemos traído para que se coman los zancudos son capaces de lograr su alejamiento. Estoy convencido de que ellas me traen los olores y las resinas y las temperaturas que percibo con mi piel de jirafa y con mis sentidos de animal enjaulado. Estoy seguro de que sus patas dejan caer polvillos recogidos en tierras remotas que me hacen girar como un trompo sin ley y reglamento en este mi claustro, en esta mi prisión forrada con las hojas que arranco en mis momentos de rabia de los folletos turísticos y en mis giros de mareo de parto de estar viendo los folletos colgados de hilos de nylon que te empeñaste en adornar el techo de tanto que pasaste tus manos insaciables por mi vestido sastre gris logrando que se fuera convirtiendo en bolitas de hilo que cualquiera que hubiese osado penetrar en tu tumba de viento hubiere concluido que la caparazón de la estación estaba largando y destiñendo de vieja y convirtiendo el piso en un depósito de algodón y lana, de ovejas escaldadas y de máquinas recolectoras en los campos abiertos. Tus palomas no llevan anudadas de las patas mensajes con aros dorados ni tienen buches colmados de granos ni de noche emiten sus tradicionales sonidos guturales ni pudren la madera con su mierda infectante de chipos y zurupas. Tampoco tienen casa al lado del tanque de
algas verdes ni limpian las tejas para que el agua de lluvia llegue tranquila a los desaguaderos de aluminio ni reparan las goteras que me dijiste estabas empezando a padecer en los tiempos de las lluvias ni corren a limpiar de hierbajos la tapa de cemento del depósito al que van a parar todas las aguas sucias de tu casa vieja. Estás ahí, mirándote los pies y dedicando tus variantes matemáticas y tus galaxias maltrechas a un examen detenido e intrascendente de tus zapatos. Estoy pendiente del traje sastre gris que abandonó el andén y cruzó el amplio salón central de la estación y empuja las puertas de vidrio y sigo pensando que el reloj del muro rústico es de leche y café y que su tiempo no es el mío y que andamos cruzados y que he vencido o quizás él ha derrotado todas las fórmulas explícitas inventadas para medir y pesar. Sé que los ruidos te detienen en la puerta de vidrio, sé que estamos en otoño y que el otoño se ha alargado como mi búsqueda y como mi tragedia. Sé que vuelan sobre la estación y sus estelas blancas me recuerdan tu mar, las que dejé con mis pies para que te sirvieran de brújula, la cara del oficial del tren que te hice notar para que tuvieras una vinculación y un recuerdo, las borlas de mi cota y el ascenso vertiginoso, la estación quedando allá abajo, disminuyéndose, convirtiéndose en pequeña mancha casi como una bolita de algodón y lana donde tú estas, ínfima molécula de tu viaje, partícula donde las luces se mueven en los tableros y en las pantallas y es tu estación, tu estación con los bolsillos llenos de folletos con fotos en colores y el tren ya no se oye porque se fue metiendo en la geografía y dejándote en la estación con tus pupilas llenas de mi traje sastre gris.
Dos relatos italianos en torno a una mancha marrón Deseo en Biselli a D.B
Es de noche, pasamos apenas y ella me señala la torre. Volvemos de día, es otoño, pero el aire aún entremezcla tibieza entre los olmos y las encinas. Podría tratarse de un obelisco conmemorativo, de una protuberancia medieval o de una hinchazón de Umbria herida por una piedra. Cuando esta mañana abandonamos el auto mirando la montaña la infancia de ella asoma en un río disminuido lleno de truchas y cemento. Me había dicho que se deslizaba cerro abajo manchando sus piernas y raspándose las nalgas. Me lo había dicho cuando besaba la pequeña mancha marrón que está al lado de su sexo. Quería ir allí, no creo que supiese que conmigo, quería una mano para remover los escombros, en medio del amor explicando que la mancha marrón se transmitiría a la hija que tuviese. Yo aprendía, dentro de ella, ir a Umbria a buscar la primera piedra; recogía fuerzas para remover los arces y desmontar los álamos y aclarar la vista para analizar con detenimiento de águila la forma que la tierra arrecha determinó a la torre que sigue erguiéndose por milagro de las fuerzas encontradas. Sí, es un mármol débil, no es un mármol que atraiga. Lo compruebo golpeando un pedazo contra la pared agrietada mientras ella va a botar el agua amarilla de los candelabros y yo voy tras ella en el ritual de la visita a la muerte y en una comprobación de que los cirios no son posibles de encender en el pequeño cementerio de Biselli. Ella insiste en abrir, yo en penetrar las paredes caídas. Ella cree en la muerte ordenada, yo en la que me ofrecen las posibilidades del abandono y la desidia. Lo había decidido antes de subir yo por sus piernas probadas en los terraplenes de Umbria. Debo yo también balancearme y comprobar que las viejas puertas están cerradas aunque no haya nada que cuidar y que los techos no están pero sí los candados y que el ruido no es el que ella oía porque tienen la manía de represar. Traté de encender la cera y se supo que mi juego con la muerte no pasa por el fuego, sólo que en el cementerio de Biselli rondaba su sexo y la mancha marrón que había estado en los cuerpos de abuelas y bisabuelas allí ordenados con nombres y fotos, como es la costumbre, para que los esqueletos no se pierdan cuando salen a vagabundear apenas la torre trunca se ilumina. Cuando me señaló el camino privado de su infancia quise poseerla en medio de aquel olor persistente que formaba parte de mi propia memoria. Cierto que la deseé cuando descubrí en Biselli la mirada fija de un viejo que supe se dedicaba a crear abejas para que endulzaran el sexo los esqueletos que entre las piedras buscan los recuerdos de la mancha marrón y desean penetrar al valle. Pensé en un ermitaño, en un aparecido, en un pedazo de la torre, en una chispa de las nalgas infantiles de mi amante contra aquellas piedras aún no derretidas por las pasiones y la soledad. Di una patada a la puerta verde y el viejo siguió colocando los cajones; sospecho que los ordena por ordenarlos, dejando a las abejas los traslados a otros sitios.
Los anuncios de su infancia ya me eran familiares; la había sentido cuando aún no deseaba y no sabía, cuando aún no visitaba cementerios, cuando aún no me había explicado que la mancha pasará a una hija. Se apaga una de las lámparas y me asusto. Me quemo los dedos y cuando la luz aparece me descubro en medio del silencio temeroso de haber profanado el orden impuesto por la muerte. Tal vez traje en la suela de los zapatos polvo del cementerio o quizás en los oídos algún ruido del viejo río sin represa de cuando ella era niña y arrastraba sexo y mancha naciente sobre las piedras aún enteras de Biselli. No se trataba de haberla deseado entre las ruinas. No es lo que me asusta, lo que apaga la lámpara. Son los raspones de cuando se lanzó cuesta abajo rizándose los cabellos y yo mordí la hoja diciendo que era hierbabuena y ella mordió sobre mi mordisco y confirmo que era. Ya no fue lo mismo, ahora lo sé, hay una desazón, un no sé qué de truchas y hongos. Nunca pensé en desearla en Umbria o en que sus labios tenían polvo de aquellas piedras viejas; cómo saber que se podía contemplar la soledad amontonando cajones, yo nunca vi las abejas, fue que el viejo lo dijo que eran los cajones de las abejas o fue que mi sexo zumbó reivindicando en la mañana un panal sin los previos terremotos y sin desolaciones. Yo no podía saber que aquel olor ella también lo tenía, que a los muertos corresponde en Biselli un mármol débil. Lo recuerdo. Enumeró olmo pioppo acero quercia y sentí celos y aún conservo el papel donde lo dijo. Me asomo y pregunto por las fumarolas como si masticar hierbabuena pudiera despejar hacia los encuentros antes del terremoto. Biselli no puede reconstruirse aunque ella diga que sí. Yo quisiera ayudarla y volver cuando los muertos aún no se habían desfoliado. Yo estaba muy lejos, lo mío eran cardones y lefarias, yo no sabía de Umbria, de cómo era antes de la piedra herir los Apeninos, yo no besé la mancha marrón en las mujeres anteriores; verdad que también olía hierbabuena, pero eso es tan poco, yo no puedo sólo con eso, yo sólo habito solo, no tengo el poder de alisar cabellos y el otoño me afecta, lo mío siempre fue aridez y ahora me emborracho de grappa y de árboles y no puedo, no puedo, ya no puedo seguir desde el primer día el crecimiento de la mancha marrón que está al lado de su sexo. Sentencia a Gigliola
No la tiene. La niña no la tiene. La noticia se expande con prontitud, como todas las omisiones sin antecedentes. “No se trata de una mudanza”, confirma el médico. “He buscado por todo el cuerpo y no la tiene”. “No la trajo”, cuchichean las enfermeras, confirman en la residencia. “No la trajo”, repiquetea en los teléfonos. No está en las proximidades del sexo de la madre, pero tampoco en la hendidura amoratada de la recién nacida. Se ha extraviado. No puede saberse, a ciencia cierta, si quedó adherida a alguno de los puntos del trayecto o se derramó con el líquido amniótico en la ruptura preliminar. “No está”, confirman unos a otros a medida que el grupo crece en la habitación de la parturienta. ¿Dónde está?, se preguntan con las miradas sigilosas. “Yo la tuve y la pasé”, parecen decirse unas a otras entre el rastrear de la alfombra y la persecución de las preocupaciones en los rostros sombreados de los hombres.
Los brazos desnudos caen inertes sobre la sábana extendida hasta la cintura. El pelo en desorden bordea la bata blanca y enmarca las orejas profundas. Siente la extrañeza de las miradas y la expansión de la neblina del silencio. Lo vio en el cabello liso cuidadosamente peinado hacia atrás y los dientes rectos, de empalizada. Gigliola sonrió hacia el equipaje sin abrir de la tarde de su llegada y movió la mano derecha hundida la noche anterior en pobladas posesiones de su gusto. Las fotos ordenadas con meticulosidad mostraban las extensiones de la familia logradas mediante un respeto escrupuloso de la voluntad colectiva. Gigliola observa desde los efectos finales de la anestesia. En la mano derecha sintió la sensación de despedida despegada del calor y la tensión, llena apenas unas horas atrás, unas horas atrás abierta para permitir que le llenaran otros vacíos. Comienzan a emanar palabras hacia la mujer oscurecida. Luigi, chaleco de pana, mira el saco doblado en su brazo y parece alzar la cabeza. Piero, recostado sobre la ventana, aparentemente sostenido en una sonrisa irónica, confirma tal vez con la mirada a quien corresponde hablar. Las mujeres se apretujan satisfechas en torno al sofá. Gigliola dejó caer la cabeza hacia la derecha. Los toldos blancos cubrían el espacio. La concurrencia se deshizo en alabanzas. Un oxígeno desolado y triste se movía dificultosamente. El anime se hacía invulnerable a todos los intentos. Gigliola ordenó los cabellos. Suspiró hondo, segura de haber hecho lo que de ella se esperaba. Rió hacia la cerca de la piscina. El brazo se le retrae en una contracción involuntaria al sentir en la mano derecha la cabeza de la recién nacida. Ella fue colgada de los cuadros de los caballeros y de los escotes de las consortes, prendida de los candelabros y de las tradiciones. Las ventanas están entreabiertas. Las lámparas permanecen impasibles. La geometría se forma sobre el fondo rojizo y el marco negro. El jarrón de porcelana late desde la esquina del espejo grande. Pudo ver el almanaque en mayo y sintió las cenizas reconocidamente frescas color estaño. Se vio desnuda en el espejo. Los senos pequeños, los vellos de los sobacos ahogados en las raíces, las costillas resaltantes en la piel morena, las piernas entreabiertas. El sexo espelucado. La tocó levemente con la mano derecha, luego la cabeza, presionó la mejilla y tiró el resultado del espejo. Sabrá de las horas en que se abren las represas, conocerá las delicias, atenderá los llamados y viajará hacia el sur. Gigliola de cabello traje largo, la lleva y sabe caminar con distinción. Es cierto que el polvo cubre los libros del armario, pero la pintura tiene fecha reciente y los restos de cerveza aún espumean. Las arrugas de las cortinas son, sin duda, resultantes de la rabia de una mano. Salen de la habitación, dejando el veredicto. Gigliola está de nuevo sola. Puede verlos alejarse desde los encajes de la bata; el muro resta arañado y las palabras caídas en la cama. La humedad se hace insoportable. Hiendo con mis dedos el sexo de Gigliola, aparto los dedos del pubis, reconozco el cuerpo de la mujer y no encuentro nada. Es esponjoso, flexible y muy salado. Puede licuarse y mojar la alfombra en cualquier momento. Me adelanto a sentir el insoportable olor del pegamento mojado. Gigliola me mira y no sé si sus dientes han oscurecido o desaparecido. Sonríe y en sus ojos creo percibir la convicción de lo inevitable. Con la punta de los dedos roza apenas los cabellos breves, escasos y húmedos de la niña. Hace con esos dedos movimientos como los de los brazos de los pulpos. Una ronquera que da miedo comienza a salirle de las entrañas. Esculco a la niña, rasco en procura, pero sé de antemano que no la tiene y la comprobación sólo causa daño. “No la tiene”, se oye afuera. “No la tiene “, repite
Gigliola en un estertor angustiante. “No la tiene”, ecóan los pasos de los que caminan ya al final del pasillo. “No la tiene”, confirman las paredes asépticas del cuarto.
Amarillo
No estaba siguiéndome por la larga calle. Eran sólo los caprichos de las sombras. No estaba siguiéndome. Sólo eran elucubraciones pronunciadas al roce del amanecer. Siempre que se acercan las madrugadas me da por despertar y entonces insisto en que me está siguiendo. Pero no es verdad. No me sigue. Está introyectado, comparte mis pulsaciones, defeca conmigo. Cuando orino, la fosforescencia no es mía; es suya. Suyos los pasos apresurados por la larga calle cuando se acerca la madrugada. Tiene mis dedos y mis ojos. Mis manos, unidos los nudillos, abren, la una a la izquierda la otra a la derecha; él hace la fuerza de la abertura. Anda maldiciendo y soy yo quien maldigo. Anda por ahí, aburrido. No se me culpe pues de los delitos y otórguenseme las prebendas. Tengo derecho a las buenas y él que cargue con las malas. Mi sombra no se quiebra en los filos de las paredes ni se amilana con los cambios de las superficies. Poporos, cicatrices, hendiduras; se mete en todos o resbala sobre aquellos donde el caso no es meterse sino resbalar. Siempre hay una postura adecuada a las circunstancias. Como las letras están en abanico, sus posibilidades de adaptación se extienden como un abanico. Abanico hacia adentro, donde las letras de las orillas no alcanzan a marcarse. Entonces soy yo el que choca con las realidades. El es un abanico normal, yo soy un abanico anormal. Entre los dos hacemos un tipo medio, adaptable, sociable. Puede hablar con la gente. Puede sentarse en una silla y beber aguardiente con un grupo. Puede perseguirlos, los relojes le atienden, las escaleras oscilan haciéndole subir o bajar los pisos según la voluntad le dicte. Magnífica cualidad: las escaleras le obedecen. Los almanaques, con sus garfios negros, llevan el asueto de la gente dibujado en cuadrados rojos. Ese asueto deja las calles solas cuando me persigue en las madrugadas. Somos los dos en medio de la ciudad desierta. Podemos tomar aceras diferentes. Meternos en jardines diferentes. Nos persiguen o nos ladran o nos orinan perros diferentes, de diferentes colmillos, de diferente pelaje. Los colmillos nos abren iguales orificios de pus y calor y el mismo tétano nos corrompe la hilera de músculos entrelazados, red fuerte que nos recoge y nos lanza en medio de la calle. Buscamos acústica en el sonido de las rejas. Buscamos doblegar los sonidos, llevarlos a una conjunción, a una armonía; confundirlos en una orquestación, casi fundirlos con los instrumentos puntiagudos que entonamos. En medio de las esquinas hay troncos donde damos vuelta y nos enrollamos. Son un juego de cintas, círculos superpuestos que se aprietan, aros que giran y se estrechan en cada giro fundiéndose. Partículas dispersas salen de ese tubo. Es una probeta con rayos rojos, como tunas rojas que se eyectan y hay alrededor rocas blancas y grises flotando, de diferentes tamaños y posibilidades, a veces superpuestas. Superpuestas sólo como una ilusión óptica, unas blancas y otras grises, similitud de eclipses donde no se sabe que roca se interpone en el paso de la otra. Y las tunas emergen en todos los sentidos de todos los sentidos, las más de las veces sorteando las rocas, pasando hábilmente entre el espacio que dejan, buscando cada tamaño el espacio
de su tamaño en una especie de respeto por las reglas y normas de origen extraño e impredecible. Unos clips verticales que forman paralelas de rayas disímiles se van achicando, como formando una figura y de nuevo se van agrandando y de nuevo achicando, en una versión cíclica rara, como si un cuerpo se aproximara a la muerte y renunciara y volviera a acercarse a los cementerios donde él y yo vamos a orinar fosforescente y luego se arrepintiera y buscara las puertas tratando de escapar. Las formaciones se hacen también horizontales. Y se miran con las verticales. Se hacen carantoñas al ensancharse y al estrecharse. Todo se mueve sobre un fondo negro que tiene piquitos como los que los niños suponen a las estrellas. De ahí en adelante todo es amarillo, el resto es amarillo. Todo se torna amarillo, de un amarillo lúcido infinito. Tratamos de escapar de los límites, de una ciudad amurallada, de una ciudad clásica por la que se hubieran adelantado guerras y donde los combates hubiesen generado héroes. Las catapultas lanzan sus bolas de fuego y las estacas se lanzan sobre los portones. Los conos se invierten, vienen a veces y a veces se van. Los cuadros rojos llevan su seguirme por las calles, una pierna gorda con forma de pescado, un falo colgando con otro adentro y así sin final. Podemos pintar de diferentes colores los músculos, para diferenciarlos. Tono violeta, tono amarillo que se confunde (es amarillo). El pescado tiene retazos; pedazos de diferentes mantas que arroparon o permanecieron indiferentes. Una culebra verde con aros entreverados danza sobre la orilla izquierda de un tablero con miles de cuadrados. En su pierna las venas son tallos de las que salen hojas y a veces flores de puntitos negros formando una bola redonda perfectamente, y a veces parecen no tener vinculación con el tallo. Sí, en los dedos se notan los alambres. La piel es transparente y permite verlos. Un tronco en triángulo, con rayas en triángulos que seguramente deben ser los años. Se nos ha enseñado que las rayas en los troncos son los años y no tenemos buenas razones para dudarlo. Queda un capullo escindido: un bisturí dejó impúdicas sus partes reseñadas. Los caprichos resaltan sobre una gruesa pared verde. La pared verde resalta sobre una mancha amarronada púrpura. Y el amarillo lo envuelve. Amarillo que en un seno se bifurca en diferentes tonos. Hacia los bordes es candela y hacia el centro negruzco. Suposiciones al salir de las esquinas. En la cuadra que comienza se estiran los músculos. Mal podemos determinar bordes o centros o fricciones o concentraciones. Los cables penden inútiles, recogidos, doblados, enrollados. La pantalla muerta, sin luz y artificios, se sostiene tambaleante sobre cornetas silenciosas, indecisas, endebles, con ganas de caerse. Círculos superpuestos. Uno sobre la orilla del otro. Como si se equilibrasen el primero al segundo y éste al siguiente y el siguiente al por venir. Me llama en las madrugadas y me enseña los almanaques. Es como apretar los ojos y dejar dentro la luz estrechada en los nudillos y ordenar que se muevan las manchas iridiscentes sobre el vasto imperio del espacio. Imperio en que se entrometen caballos barcinos halando aeróstatos desinflados, deshilachados, inservibles. Caballos de patas multiformes, múltiples de patas. Imperio de almojarifazgos las luces aprisionadas que se mueven temblorosas en el espacio. Es como apretarlo en los nudillos. En sus manos y en las mías. Nudos ensartados que aprietan; templados cernederos para no dejar escapar las migajas, las partículas esas que andan flotando entre los clips y las rocas grises y blancas. Algentes lazos que nos vinculan, que nos mantienen al cruzar por las esquinas. Construcciones antiguas, labradas, enmascaradas con harina, que reaparecen a cada esquina, a ambos lados de la calle, para que nuestros músculos multicolores se diviertan y se sonrojen y se mantengan templados al penetrar separados pero unidos en las zahurdas que el espacio pone a ambos lados de la calle. Música. Tremor y el espacio natátil. La pierna de pescado tiene variaciones dendriformes. Imperio vedrio de pequeños trozos que juntamos en los frescos de las aceras. Frescos que se mueven con la música, que
divertimos al estirarnos, al recogernos en la calle. Calle férvida de nuestros sudores. Sudor férvido que vertimos en los esfuerzos al salir de las esquinas. Las basca se nos viene a la base de la lengua lenificando nuestro andar desgarbilado. El espacio amarillo de regojos como rocas blancas y grises o como rocas dejadas sobre el mantel del espacio amarillo. Salimos de otra esquina. Dejamos caer otro almanaque en la gaveta. Longimanos, podemos alcanzar todas las variaciones y desandar el tiempo que el otro descubre. Ir mientras el otro viene, bajar mientras el otro sube, agacharse mientras el otro se levanta. Sumergirse, emerger. Viajar en un autobús, cazar luces en una piscina. Juego de ventanas en los puntos cardinales. Bifocales sus cristales enmarcados. Esmerilados unos, sin reflejos otros. Saltamos una ventana y aparece otra y otra le sucede. Las calles convergen en las esquinas con sus ventanas en cuadrado. Se contradicen, dan marcha atrás. Podrían acercarse e irse reduciendo, reduciendo el espacio. Se mantienen en sus sitios, como si un designio inviolable les hubiese ordenado. Cae el pasador de un ala, sin estruendo. Suavemente aparece caído. Nos lanzamos hacia el túnel. Cuando las cámaras enfocan y uno mira el monitor la imagen se reproduce infinitamente. Nos estiramos al máximo de nuestros músculos adoloridos. Cubrimos dos posibilidades al unísono. Luego las otras dos ventanas. Somos un molino de aspas que en la velocidad se multiplica. Gira este-oeste mientras giro oeste-este. Norte-sur, sur-norte. Anda por las ramas cazando filtraciones de sol; las raíces deformen subsumen hinchándose. Absorben hasta ahogarse; raíces asmáticas, tosen. Los rayos se deforman y varían, se quiebran buscando diferentes direcciones. Vueltas alrededor del tronco enclavado en la esquina. Enfocando desde abajo, girando a mucha velocidad, hasta que el sol se marea y los rayos son vomitados por las ramas. Rápido, hasta descentrarse y salir impelidos de la esquina, atravesando las ventanas sin romper los cristales, sin deformar los marcos, sin producir variación en la materia que se transparenta. Los músculos estirados nuevamente nos permiten andar las aceras paralelas. El punto localizado de máxima tensión. Un corte rápido con un objeto filoso y se desbancaría. Los tendones lisos, labrados por las eras, pulidos al máximo, resbaladizos. Si se toca con cuidado vibra. Variaciones oscilantes. Puede escucharse un quejido profundo, musical. Va disminuyendo hasta quedarse como un sonido apenas perceptible. Agudizamos los sentidos en ese sentido. Escuchamos, exprimiendo el cerebro para seguirlo hasta sus últimas expresiones. Tenso, se detiene; cuidado esta vez con algún instrumento medianamente cortante.
La sombra apareció en el patio
La expresión de su rostro denotaba cansancio. Un cristal la dividía incrustado desde arriba. Parecían cambiar la dirección de las corrientes y la hora de las mareas. Un pequeño molino enloquecía con los vientos del lessueste. Su expresión era de ensamblaje de pedazos de tierra; el cristal que la dividía una cicatriz derretida. El estiaje le empapaba la frente, le embotaba, le dominaba. La pereza de la tarde se expandía lenta. Las sombras se acostaban sobre los cerros colorados. La ciudad atardecía tras el pequeño bosque. Estiró los brazos. Atrapó los bimbaletes y se enderezó con la cabeza recostada sobre el hombro. Miró la sombra apoderándose del patio. Enderezó la cabeza. Sus ojos se agudizaron hacia el rayo de luz bifurcada que estallaba en el horizonte que se iba. Cambiaba el decorado como si una orden terminante hubiese sido impartida para que comenzara un nuevo acto. Acto de la oscuridad, acto anunciado con el apagar de las luces. Comenzó a andar hacia la noche que venía. Sus pasos escindieron la sombra, lenta y calculadamente, dejando caer el fluido de los zapatos. Lentos pasos, cual si unos tirantes retuvieran sus pies oponiendo leve resistencia, impidiéndole cumplir el cometido con un suave contrapeso. El hombre atraviesa nubes y atrapa la lluvia y convive con el relámpago y es por momentos el resplandor que cruza los valles asustando a los niños desprevenidos de las campiñas y el viento lo lleva y lo aleja y lo lanza como pedazo de algodón arrancado de una herida por una corriente inclemente. El zumo agrieta los labios y hace rechinar los dientes. El gallo está sobre la casa atravesado con estiletes de los que penden los puntos cardinales. Suaves son las maneras de afrontar las corrientes. Las cartas de navegación están extendidas sobre los manteles. Compases, alcatraces que chillan, olas que se contorsionan imitando a los clavadistas que las hienden. Círculos aprisionados, uno prisionero del mayor, el mayor prisionero del más grande, sin cesar los círculos, marcan los lejanos confines, atravesando o apenas acariciando costas de acantilados dudosos y deltas de ríos agonizantes que requieren muchos brazos para acariciar la tumba que espera alborozada. Confines hieráticos, lagos que permiten la danza de livianas lianas lanzadas por la tierra a sujetarles. Se deja llevar en andas por la velocidad y las cosas pasan frenéticamente, rápido, sin tiempo a substanciarlas, a gran velocidad. Confunde la pata de un toro enclavado como una bandera en una dehesa de verdor espeso con un brazo blanco y refrescante que rompe por segundos ante los ojos desde una ventana. Cada grano de tierra y cada pedazo de asfalto reclaman, cada torre habitada pide, cada puerta entreabierta gime, llaman desde las ventanas vírgenes de piernas entreabiertas, se baten dedos cuajados de anillos en cada plaza, cada rama de cada árbol se bate a cada viento, aúllan todos los acantilados, tienen prisa todos los ríos, en cada terraza hay un helicóptero para vigilar en vuelo pronto las otras terrazas. Los músculos pueden encontrarse en los aparadores con sus sellos morados y su sangre coagulada. Hay vitrales con ojos castaños, azules, marrones o, si se prefiere, desteñidos. Hay dedos feos
y también dedos finos para adivinar fortalezas inexpugnables. Hay vellos doblados, sobre sí mismos, vencidos, quietos, apacibles. Vellos color oro, vellos negros, vellos opacos. Hay raíces infectadas y poros brotados, poros como cráteres y, también, se divisan volcanes apagados y fumarolas en erupción y aguas termales que bajan por los bordes de los cerros y forman lagunas expectantes por si se quiere una zambullida para llevarse en las encías sal medicinal que combustione los átomos rodantes y cohesione las moléculas esparcidas. Las portezuelas exhalan bofetadas de aire frío. Los pies buscan los asientos entre las cortinas espumosas de los aladares. Los guantes se desentumecen. Las moradas atraviesan las cerraduras dilatando las pupilas. Las lonas transportadoras chirrían a lo largo de los pasillos. Los parlantes se alertan ahogándose de lenguas. Se ondula en la sordera, ensartado en las jorobas de un camello imaginado en las tetas de una turista rubia. Entretejen, cosen, bordan, cabalgan. Lactante de pezones rosados, desgarrador de muslos tricolores, bebedor de ombligos en combustión. Los mercados se extienden en tarantines con su mercancía velluda; se puede beber de los labios y desarraigar las frases. Bailarín endeble, flota siguiendo la prisa de los hombres que creen ser esperados. Los belfos de un animal degluten los reflectores con su carnosidad rosada, ensalivada, humedecida del medio ambiente que se adhiere a la carne de una multitud que imita la espera, trotando, desgastando el tiempo con las suelas. Pareciera extenderse un cartílago de trapo como un ombligo ciclópeo y elefantiásico que ata los péndulos. Los relojes obligan su hora sobre las hojas de los árboles inamovibles. Los motores se suman al coro y la lluvia pende en el aire indecisa, controvertida, vacilante, manchada de colores albuginios. Un blue pegajoso desprende por fracciones el silencio y la parálisis. La luz se torna mortecina en el olor de manteca que sube como un eructo. Se moja las uñas en trementina. Recibe la lenguarada vaciada por un camión volteo. Mira con atención como rodean los duendes, fantásticos por esta vez, el borde del vaso vacío. A ratos se tienta la frente y se la limpia con un esparadrapo. Por la verde oscuridad del césped descuidado se siente una rana croando. Puede palparse a lo largo de la avenida la tersura de los cerezos y meter los dedos en los huecos de la cabeza portátil. Se puede tomar el bastón de un anciano que bajo un farol persigue hormigas con golpes suaves y calculados y escuchar el destripamiento de los pequeños cuerpos negros. Se puede ver el sombrero de una institutriz respingada y a su niño escondido tras un árbol o identificar el zumbar de una abeja que le sigue de cerca para alcanzarle y desde lejos para evitar ser atrapada. Se empalaga de golosinas, se ase a un arbolejo, pasa la mano imantada por los barrotes de la cerca construida en protección de los paseantes y hace que suene, que cada pedazo de hierro emita su sonido, que deje escapar el gemido del choque de los metales que se friccionan, que se alean, que se escuchan sus cuitas y terminan la vinculación sobre la esquina. Es quitarse la uña de un dedo. De uno de ellos. Como quitarse la uña de un dedo. Quitar la uña y sentarse en actitud contemplativa de la cara rosada del pellejo. Ver la uña como se va batiendo las alas. Verla esquivar los proyectiles lanzados con tirantes o sentir los impactos. Hacer de esa uña un bumerán que regresa a su mirra arrugada. Ver comido el traje de pana blanca; la corbata a rayas colgada en el confesionario; los pantalones grises a horcajadas divirtiendo a la congregación; la media remendada cubriendo el cáliz; las piernas sirviendo de cruz en el tejado. Se sabe que a la salida de los túneles esperan las metamorfosis estacionadas como transportes. Dentro de los túneles se niega a acostarse. Hablan tonterías porque se bebió la Coca-Cola con los pies hacia arriba en un pitillo bordado en pedrería. Las avenidas dejan donde uno sabe o donde uno cree saber o donde uno pretende querer que le dejen. Es fácil saber la hora por las luces apagadas. Las luces se apagan temprano. Las ventanas se cierran con tal
precisión que el esfuerzo por abrirlas es vano. Penden lazos de cabello almidonado de las torretas de los espectáculos. Se ven las buhardillas que nos persiguen como casas de búhos. Chumbulún, se deja descolgar, chumbulún, haciendo muecas a los espejos durante el maquillaje. El ombligo lleno de monóxido, las narices llenas de ruidos, el sudor chorreando los ojos. Los aullidos no se entraban, no se atornillan. Las imprecaciones andan separadas. Las manos entre senos y cuellos, repasando galaxias de matemáticas, cruzando de nuevo las calles, comprobando los brazos y las manos, metiéndose en la bruma de la medianoche, cabalgando en la panza de las estaciones, haciendo la puñeta por debajo de la pierna. Las aguas revolotean en las altas edificaciones. Mojado atraviesa bosques de abedules. Se entromete en los revolcones de los amantes subsumiendo su emoción placentera. Está en las grandes concentraciones de lenguas, utiliza los órganos en los portadores de los otros, tantea las variaciones de los ladrillos, escruta los lamparones que hace al expeler el aire. Saltitos meneados entre las butacas leyendo las etiquetas. Las etiquetas dicen, desdicen, repiten, confirman. Voltea la cabeza, el pescuezo, el tórax, mira las etiquetas y lee los labios inaudibles. Sigue las variantes de las voces enderezando el cuerpo. Se revisa los tímpanos, los suena con un suave golpe de dedo como se comprueba el sonido de una campana. Prueba las lenguas de corcho buscando el mosto de un vino remoto. Aceita las bisagras del habla matando los gruñidos mórbidos. Se mete en las maletas para revisar si las ciudades están en su sitio. Hiende los agujeros con la hebilla y llama. Limpia con una mopa encerada el cristal que le aprieta la cabeza. Ensaya a buscar las detonaciones. Es como dirigir una antena a los sonidos espaciales; buscar en el cielo las sondas de una estrella que se muere o murió hace mil años; detectar los sonidos de venucinos y marcianos para meterlos en el rostro cansado y apretar el botón de las interpretaciones y los análisis. Da vuelta a la cabeza desde su rostro de cansancio. Camina dentro de la rueda y está en el mismo sitio. Se detiene y la rueda anda y va girando con ella y su cabeza roza el suelo y se eleva y tiene centenares de pequeñas estaciones en cada vuelta. Su cuerpo se bate erecto, avanza con la rueda, toma una velocidad inaudita, supera con un salto gracioso las postas y desprecia el cambio de tiro. Gana velocidad, sus saltos se hacen cada vez más grandes y su regreso al suelo se torna ahora en peligroso choque que le sacude las vértebras. Cada salto se está convirtiendo ya en un viaje largo que abarca mucho territorio y gasta porciones de tiempo que no le pertenecen. Se eleva tanto la rueda con él que sopla las nubes y luego pela los dientes en una sonrisa comprometedora. Pela los dientes para que no se le quiebren a la zambullida de la rueda que cae incapaz ante la gravedad. El brazo derecho adelante, el izquierdo a la altura de las costillas, la rodilla se dobla, la rodilla se estira, tenso el cuello, el pelo alborotado. Corre; sus movimientos son frenados en una cámara lenta implacable que se esfuerza, sin embargo, en no dejar escapar ningún detalle. La cámara entra en cada uno de los gestos repetidos de su carrera. La carrera prosigue mientras las pestañas se le estiran como trinquetes y corre y las pestañas se estiran más. En su carrera arrastra heno de un granero. Un trapiche viejo resuena a lo lejos. Las elásticas de un viejo cuelgan en un portón de madera. Una aldaba golpea en una boca abierta oxidada. Los maxilares mastican y degluten, escupen, rompen diente a diente y mezclan la saliva lubricante de los órganos, saliva macerada y espesa que usa como tinta en sus dictados. Dicta a los escribientes en el idioma universal no traducido de los jeroglíficos, en el idioma que danza en todas las lenguas humanas, en las palabras que como estiletes penden de las papilas gustativas. Es la lengua un arma poderosa; un mazo medieval; un
garrote que encuentra sus orígenes en la prehistoria; un misil de cabezas múltiples dispuestas a viajar en direcciones variadas, a abrirse en un abanico de estallidos diferentes como se abre un cohete sobre las carpas de una feria. Se puede blandir como un hacha para devorar los troncos de los árboles, se puede usar para descolgarse por los palos mayores hacia la gran pista donde se mueven los tíos-vivos, donde van los mamuts insertados en tubos de aluminio, donde los sombreros de copas están llenos con margaritas y tréboles y pajarillos azules, donde los inmensos brazos plateados están alimentados con aceite y la manteca se amontona en las coyunturas para darles flexibilidad de espiga y permitirles desplegarse a los vientos y crear sensaciones multicolores en olores, ilusiones, ruidos, visiones que caen al saboreo eterno de las pupilas que las miran y los cristales insertados en las cabezas que jamás dejan de girar aprovechándose y captando el inmenso espectáculo que brota azur e hiriente de los sombreros de copa. Se levanta un polvillo canela del roce contra las baldosas, de los pies que conforman táctiles las escaleras de los templos. Las gotas horadan al caer trazando estrías paralelas en las paredes. Traza un espiral el remolino, cimbreante como el cuerpo de una india brillante de sudor y deseo. Crece la espiral como un placer que crece y bordea los tablones que emiten entonces sordos ruidos y se encogen gimiendo como si un dolor inmemorial les jurungara la edad y les agitara el cabello. Se individualizan y salen a danzar con el pelo alborotado, como brujas de tribus primitivas, con sus vientres marrones sin ombligos, con sus frenesís heredados de las primeras germinaciones, con sus extremidades imaginarias, con sus máscaras rituales pintarrajeadas y sus cuernos apuntando hacia abajo como horquetas que buscan agua. Y brotan manantiales, unos salados y amargos, otros insípidos. Toman colores a medida que se pulsan las botonaduras acordadas; chorrean las fuentes, nos alivian por momentos del ardor que reseca y enrojece, se hacen manchas deformes en las tablas danzantes. Las huellas se marcan regresándolas de puntillas, horadando la misma tierra, trajinando la misma hilera de letras que se extienden como las tumbas de un cementerio. Bebe de los pozos agotados. Se acuesta en literas donde aún se ventila algún abrazo y se exhala un espasmo. Regresa los pasos y el cristal se empaña; se moldea al rostro; toma formas de nariz y bocas; marca las cejas enjutas; se torna fino en las pestañas regresadas de un sueño arrollador y aún adopta la forma de una brizna quedada insólitamente; forma frente y expresa cansancio. El sucio se acumula en la hendidura de los labios y algún polvillo del camino forma bulto y grano en los pómulos; se hunde en los carrillos y se amorata bajo los ojos formando costra en los rasguños; se abrupta en su final sobre la nuez. Andante que se demora en el cansancio como el tiempo en las estaciones. Cansancio que sirve para rememorar el viaje, para conservarlo tibio, para envolverlo en plumas. Andante de fríos inviernos y cálidos veranos. Expresión de cansancio, como decir el verde mutable del follaje al cambio de los climas, a la dirección de los vientos, a la fertilidad de las tierras, a la temperatura de las aguas. Expresión de tristeza, como decir los minerales horadados por los ciclos, lanzados o desmenuzados por las fuerzas vivas libres, por las vertientes hirvientes, trastornados desde eras impredecibles por el ígneo batir de una licuadora de bacterias. Expresión de tristeza, como decir del hombre desde siempre, desde que los músculos se entretejieron y los huesos se solidificaron y hubo movimiento y se desentumecieron las prolongaciones formando versiones de la danza detenida en el aire de los vegetales primigenios. La máquina muele los reflejos, gira triturante; sus arpas implacables rompen, cortan, degüellan, cercenan, reducen a chispazos irrelevantes. Es un juego de espejos. Los abrazos a la noche que se aleja se tiñen de anaranjado y la espalda resalta encorvada del camino del hombre que regresa. Con sólo alzar la cabeza se divisa el nuevo día. La
pereza se sacude de las copas de los álamos. Las cercas se erectan. El bosque se corre y la ciudad emerge. Recoge los brazos y las manos se atrapan mutuamente. Los pies se quedan quietos; el mar se ha retirado dejando cuesta arriba testimonio en conchas, caracoles y la humedad de la vida.
El cubo extraviado
El almanaque rectangular tiene, en un círculo blanco a la izquierda, una cara como en forma de botija; un papagayo, sobre el de la derecha, semeja una alcancía para no se sabe que extrañas monedas. Nunca antes aquel almanaque había sido colocado en la fecha correcta, pero, ahora, el extravío de uno de los cubos que lo forman abre un hueco en el pequeño espacio de madera y lo hace buscar por los rincones y debajo de la litera, tras los cuadros apoyados en el suelo y en los huecos de las paredes. Entre los dos extremos del rectángulo se ha creado una posibilidad de movimiento y lo domina el impulso de meter los dedos entre los trozos de madera restantes y hacerlos sonar con la torpeza de las primeras figuras geométricas,; la ausencia de uno de los cubos, tal vez caído por un albañal o podrido por los cambios de temperatura o con los orines de tantas tristezas, lo llena de telarañas y de angustia. Los rostros eran cetrinos, con una fuerza que lo hacía torpe en las callejuelas y lo mareaba en la larga esplanada de ladrillos. El tren se detenía por el peso de las lenguas y las chamarras lo hacían serpentear con lentos movimientos de llamado, con resignada parsimonia apenas turbado por un roncar animal. La francesa era de gestos alocados, contrastante con el peso de las piedras, alta y frágil como una vereda antigua y ciertamente inasible, circunstancial como un horario. El cobre puede tomar formas precisas o alargarse en una lanza que no termina o concluirse en el marrón despintado de una nariz de animal peludo que viene a la memoria sólo con el paso de los viajes y la caída de los almanaques en el furor de las riñas. Aún así los números se pueden poner al revés aunque haya arribado la manía de tenerlos acordes con la realidad, por momentos el juego existe aunque hoy sea viernes 20 y se tomen los tres juntos o se pare uno sobre el filo dejando los otros aposentados sin marearlos con extenuantes caminatas en el aire pesado. Es este espacio de un cubo lo que permite el juego entre las terminaciones. La madera siempre ha sonado monocorde, sonido seco aún con barniz y letras y números, aún cuando se le haya estampado la marcación del tiempo y desprovisto de la forma para darle geometría, aún así. La madera puede hacerse retumbo en la soledad de una montaña o cascos de caballo en un estudio de grabación o, como ahora, pasos de gente solitaria y de rostros que vienen sólo por los reflejos de las vidrieras, con figurillas de metal, un reloj español y calor insoportable, tiempo medible, de ese conocido bien, murmullo de la bestia común y estropicio de voces disonantes. La casa se escondía, entre eucaliptos, de la autopista que bordea el mar. La callejuela que permitía el acceso era de difícil localización y llevaba el nombre de un antiguo propietario de los terrenos donde a mediados del siglo pasado se construyeron
relucientes e incómodas villas inglesas. Delante de la casa tenía un quiosco Umberto, donde al atardecer se encontraban siempre tres o cuatro borrachos, hasta que una mañana sobre las rejas corredizas aparecieron los anuncios de muerte y unas personas, tal vez los herederos, remodelaron y pintaron, esculcaron los eructos de alcohol y metieron en las maletas los salivazos de aquellos hombres inofensivos que escrutaban desde la villa. El almanaque nazco era madera inerte sobre una escribanía polvorienta. Los cuatro cubos calzaban bien en el rectángulo aunque no lo suficiente para no caer si se volteaba. Un dedo entre cada uno ellos, apartar el rectángulo para que no impida a la máquina contar de sus sucesos de inmovilidad, de los ojos fijos que tuvo que soportar, incluido aquel perdido el día de la borrasca con Michelle. El apartamento era uno popular sobre el club de los oficiales y sobre una cancha de tenis donde los ruidos de las fiestas se ensartaban en los huecos de las redes. El apartamento daba sobre una calle en eses donde el silencio era lo único compartible como alimento, junto a las mañanas del carro encendido, de las calles repletas, de la oficina aburrida y de los dependientes ineptos. Siempre allí, inútiles, hasta ahora que los manipula en esta casa de campo tan lejana. Es una sensación paradójica, el uno a cada lado y el tres en medio, los tres sobre la izquierda, los tres en medio, los tres del otro lado, de espaldas como la rabia que lo ahoga de retornar a la vidriera, a la hora del reloj español, a la fecha precisa que aquellos cubos señalaban cuando los tomó del nudo del tiempo, vano desperdicio de ciudades atragantadas y de vellos hirsutos. Ahora sólo hablan a medias y la incapacidad que traducen es insultante, pero aleccionadora. Se puede hacer de un lunes odioso un jueves melancólico, girar los números y saber que cada cubo es un límite en sí mismo. El día cero no existe pero puede hacerse, como después del 31 ya se está desafiando y si se continúa se piensa en la numeración de otras cosas y en otro sentido, fuera de la talla que puso en aquella vidriera lo que no era suyo, tremendura para los paseantes que hacen cuentas: días con dolor de estómago, días de sexo con el muñón en la mano, días de pasamanos de pintura caída. El cubo de los meses era más alto. Puede recordar que se había cometido un error como si con la mano estrechándolo se hubiese arrombado. Tal vez está detrás de los libros en el estante o caído en la papelera. Podría cambiar un caluroso julio por un frío enero, apenas. Aquella mujer sale envuelta en un impermeable cada tarde de lluvia, baja clavando los tacones en las junturas de las piedras y toma el tren como si se sumergiese. Lleva un paraguas floreado y la torre de la iglesia gótica le sigue semejando un manojo de páramo y la soledad de la calle un plástico negro. Tira hacia arriba el cubo de los días y lo deja caer en uno de los lados que nada tiene, porque son siete y el lunes está solo y puede decir que dos caras nada tienen, que aquella mujer no tiene cara en su persistencia de meterse en la lluvia y seguir aquel itinerario. Aún queda espacio para meter la uña y descubrir que los lados del rectángulo no están hechos de una sola pieza. Quizás sirvan como dados. La tinaja tiene orejas y unos labios como una ola aislada. Ayer era igual, el periódico dice que no se ha producido variación en la temperatura, que el viento no se ha alterado y hasta se permite bromear con la calma del mar. Julio primero, dice, mayo, abril dos, de cuándo es el periódico desde el descubrimiento de que las noticias no existen. Desde atrás es mayo domingo y de lado agosto 25. En una cajita de plástico están las tarjetas de visita y los fósforos en una caja grande donde está pegada una muchacha con un traje quién sabe de dónde. Tras una puerta plegable está la picadura de tabaco, de la pata de un estante pende una lámpara de alguna parte y trece venerables cabezas de músicos miran. El anillo ha caído en tantas partes, regalo permanente para las repisas de los baños y también para las aspiradoras. Cuando la hendidura del labio superior se confunde con el inferior quiere decir que dos gruesos ojos penden en la
pared, que un vestido de impenetrables trazos verdes está apoyado sobre un sofá rojo y que las manos se pierden en los bordes de un cuadro. Quiere decir que una rodilla sostiene un codo y un brazo la cabeza, ya que las piernas son como esas horribles de las máquinas automáticas de lavar autos. Un pequeño tinajero está al lado de un plato de cobre y un lápiz de amarillo fluorescente insertado al lado de un sacapuntas en forma de globo. El almanaque nazco está sobre el escritorio. Cada mañana se botan las colillas y se mira el almanaque. Una simple vuelta a los cubos para que repitan en las pantallas las escenas conocidas; los ceniceros se irán llenando lentamente y el sol se agrandará sobre la rendija de esta persiana rota. Los minutos se sucederán haciendo estrías en la madera y el pico del papagayo continuará a rascarse el vientre. Hoy será lo mismo. En las pantallas surgen imágenes que conoce hasta el cansancio y las perturbaciones de siempre afligirán hoy las emisiones. Las rayas horizontales provienen de los hipos y de las respiraciones contenidas; las verticales, de la hipertensión de las palabras amontonadas en la garganta y que debe tragar con movimientos genuflexos; esos puntos brillantes son luciérnagas golpeadas en la soledad de la montaña que creen vengarse viniendo a espolvorear la vieja película que grabaron en los cubos como si olvidasen que puede ver con los ojos cerrados. La banda de sonido está vieja, demasiado gastada y las frases están truncas aunque pueda seguirlas con los oídos tapados; los gruñidos serán los mismos y los vacíos de los amplificadores no significarán nada. Juega a cambiar el orden y la imagen siempre se recompone. Prueba voltearlos y la imagen reaparece. Tienta hacerlos dados y la suerte se repite. Cree apagarlos pero se mantienen encendidos. Intenta el volumen pero se conservan invariables. Los sacude, los estruja, los coloca en el rectángulo, resignado. Las sombras de la mañana sienten el vapor que sale de los huecos del hierro y los susurros de unas voces quedas que estiran las continuidades para la fiesta del domingo y el valle se hace cuadrados arrejuntados en un leve vaivén de insectos de alfombra mal pegada. Sigue el programa invariable y la modorra de la defensa y la agudeza alerta de la defensa se desarrollan paralelas llenando los pulmones y largando baba. Había un colchón de algas blancas sobre el valle hundido entre las flores. Había una cueva hecha por el mar y una escalera para bajar a la presencia. No era esta miseria. No lo sabe cuándo, pero recuerda la frescura que lo hinchó y la sal que le vino del matorral aislado y solitario donde asistió a su mirar hacia la inmensa piedra cuajada y vertical. Los dedos le tiemblan sobre los cubos, sobre los botones inexistentes de estos monitores perversos. Cajas sin concavidad, sólidos e imperturbables, medidores nazcos. Una caja de vidrio está llena de monedas; unos anteojos para el sol han sido recuperados y colocados sobre la mesa, los sobres rotos insertados entre dos cristales y de uno de ellos, como un insecto de selva, pende un gancho de cabellos; sobre el tapete verde un lápiz acompaña a un cenicero que fue dejado allí por Michelle el día de la borrasca. Cuando se apoya el rostro sobre la rodilla es porque las piernas se han sucedido en harapos y sólo recubre la vieja malla de los ejercicios. Cuando la blusa es verde es porqué el brazo flaco se ha hecho L y la espalda, apenas entrevista, un gancho. Cuando el cuello no se distingue es porque los cabellos han pasado al marrón y los labios al anaranjado. Septiembre octubre si se mira desde arriba y un extraño 85 si lo deja para empujarlo con el carril de la máquina y sigue para comprobar si es posible echarlo al suelo pero sólo logra mirar las imágenes invertidas, a lo que está habituado, y el dos se separa del uno en el espacio reservado a la uña, qué se acerca el mediodía y el calor es insoportable y si la urna muestra una flor no es porque hayan crecido de los huesos manifestaciones extrañas a la muerte ni porque este funerario de tres patas de pigmeos se haya convertido en un porrón. Es que el plástico es incorruptible y las burlas pueden hacerse ante el barro
insensible. Si el corcho tapa las escamas encerradas en un frasco de vidrio es porque las cabezas talladas estorban para tomar los libros inclinados sobre las cuerdas y ahora le viene en gana insertar un cigarrillo entre los cubos y fijarse en la abeja impertinente que zigzaguea en la ventana. Se podrá meter el vidrio o tal vez el yeso o mejor el cuero que rodea los libros. Las bocas de las maletas están abiertas siempre y los colmillos dispuestos a proteger el alimento circunstancial que no degluten. Es su misión de barrigas múltiples portar en ambas direcciones las cosas que se han ido cayendo de estos cubos, el óxido crecido y desprendido de estos cubos, el aserrín que las flechas han ido sacando de estas maderas navegadoras. La seda del cuajar está rota y desprendidas las correas que ataban los vestidos a las paredes de los intestinos. Es el mismo manoseo que ha hecho brillantes los cubos y sudorosas las manos y el barniz cosa de sueños. Los motores se encienden y el mecanismo cubre el vacío; sobre el tiempo sabe en el sudor de los sobacos que lanza sobre los cubos desde el asiento portátil y desde el mareo de un rostro bello sostenido en un largo cuerpo indiferente. Existen tantas calles para peatones y las recuerda entre las separaciones que flotan, entre estos intersticios reducidos a una condición vaga y vegetal siempre listos a albergar aire y ocasionalmente los dedos de quien hurga. Son los mismos números y las mismas letras reproduciendo los mismos hechos; el tiempo es una cucaña que se clava en la madera. Al paso de las fronteras se sabe de las pérdidas y en los marcos y en las concavidades con resonancia se detiene por instantes a respirar alcanfor y un éter que parece coagularlo seguirá viaje. Se supone cualquier compuerta falsa de esta trampa la indicada para abrirse hoy sobre los corredores de paredes blancas. Zigzaguear sobre el espacio de enramados limitados llama al vértigo y se topa la lisura ya inofensiva con la actitud de una cabeza descomunal que agradece la proximidad de las cabezas para descansar. La blancura es conocida como la suave cobertura de los pasadizos y el aire pegajoso que turba la respiración. Se puede navegar sobre la espesura, no hay duda, lo comprueba cada número que este almanaque nazco cierra o abre cortando el aire, realidad incontrastable, única verdad, módulo donde nos zambullimos, líquido evaporado donde nos dejamos balancear. Es innecesaria la violencia sobre el aire, está admitido desde tiempos inmemoriales. A la falta de gravedad se puede acostumbrar, desde tiempos recientes. Es necesario medir desde cuando la claraboya en las frentes produjo turbaciones incurables y se creció lo suficiente para alzar la mirada y ver que los astros daban vueltas y que la luz sucedía a la oscuridad y que las aguas crecían o bajaban y que las mujeres tenían la menstruación y que los locos se paraban al borde de los barrancos a tirar piedras cuando el astro más pequeño se llenaba. Contentar a los poderes incomprensibles hacía necesario cortar las cabezas de las bestias, pero siempre en el momento oportuno, aquél primero de las rabias y del ejercicio de las venganzas y de los cobros. La sabiduría es una extraña enfermedad propagada por las bacterias y virus, por filamentos que crecieron espontáneos en medio de la oscuridad de los senderos impenetrables trazados con piedras entre las montañas para que se pudiera arribar antes del derramamiento de la sangre sobre los tapetes tejidos con raíces y pintados con sumo sacado de los árboles altos. El tiempo es una trampa puesta entre los árboles para cazar animales salvajes, curare sometido sobre la piedra, necesidad de reforzar la piel con barro y de proteger la barba contra los mosquitos. Sólo la muerte no está hecha de telarañas. De septiembre el avión en París y de julio los jeans colgados detrás de la puerta. Cuando el trencito partía, el té era también verde de los escupitajos de los mascadores de hierba y se danzaba entre los quioscos de músicas contrapuestas y tras las fuentes de la decoración se lamentaban las circunstancias sin que un atrevimiento turbara las luces intermitentes que pendían de las paredes y el haz que se empeñaba en circular sobre la contención. El
tiempo es el escondrijo de una persiana rota.
Reposición en copia nueva
Chisporroteaba el calor de la llama fallecida. Lejano se oía el tañido de una campana. Los carbones estaban cenicientos de estaciones y pasado. Se reducían absorbidos por los ciclos cumplidos, se tornaban transparentes como dejando de lado una envoltura caída en una conclusión. El hálito empañaba los cristales y la tristeza se tornaba vidrio. Tornábanse los dientes en ristras en el rastreo de la calle. Se formaban en la atmósfera de la habitación pequeños coágulos que comunicaban aún tibieza. Aislado, al fondo de la lluvia, el paraguas; en la percha el sombrero de fieltro y el abrigo, semejante a una piel lobezna curtida y seca, sobre los estiletes de cobre. Permanente la transferencia de cualidades y entornos. La visión de las montañas toma el lugar del tiempo perdido; tórnase la arruga de los labios en desierto olvidado; el peso de los hombros se convierte en resignación y hastío; metamorfoséase el resplandor de los relámpagos en mueca y uno mira con tranquilidad y con sosiego propios de valle antiguo. Se envuelve al mundo en un pájaro que se desprende y en un árbol que le deja caer como una hoja desprendida de la sabia y desvinculada del camino de los tallos y roto su compromiso con la permanencia. Se transfiere nuestro peso a las aves que emergen en una erupción satinada sobre los bordes del invierno. Nos asociamos con el tiempo en un contrato. Nos bamboleamos al igual con un columpio que con una sonrisa de mujer, vamos igual con una tarde de abrigo y brandy que con la multitud que anda las aceras; llevamos un rictus de desprecio facial y elemental y un abrazo que no nos importa y que sólo ejecutamos en el mecánico transcurrir de nuestro pacto. Las cosas se transforman en peso muerto; las expectativas se cambian en resoluciones desechadas; muéstranse las posibilidades como los caminos de las gotas trazados al azar en la ventana y que puedo borrar con mi mano y amparado en mis compromisos desaparecer con movimientos alevosos y premeditados en la tibieza que escasea ahora en este mi cuarto elemental. Repiquetea de nuevo una campana. Alguien se empeña en hacerla sonar, en convertirla en atalaya y molino, en mariposa de alas extravagantes. Vuelve a pasar frente a mis ojos la calle con sus manos tibias y sus dedos cortos. Se desfolia en sonaja y en lugares conocidos; se explaya como una falda de pliegues andados por mis dedos y tiende a hacerse permanente su misterio y circular su travesía. Es una persecución desvergonzada para quienes aborrecemos la permanencia y la fijación de los estallidos de las luces y para quienes nos abstenemos de restregarnos las retinas para no sentir los aceites resbalando los nervios irritados y el azufre encendiéndose por sorpresa para colmar nuestras narices y despertamos asombrados y asustados y sobresaltado nuestro pulso. Guardamos nuestra furia en las cajetillas de los cigarrillos y en los cintillos de los tabacos y en las etiquetas de los partos y en los mediodías de aburrimiento y en los
vagabundeos de los nervios por las escaldaduras de las baldosas. Parecen peñones construidos con una máquina uniforme los montones de cenizas que caen sobre las hojas manuscritas. Me irrito con el tiempo y me tranquilizo luego. Volvemos a anudar y a serenarnos, a reposar la ira, a relajar el techo y la humedad de nuestros labios. Espesamos la saliva con movimientos rotativos de almizcle. Ensanchamos las narices tupidas receptoras y transmisoras en aleteos y gorjeos y en alimentada distensión de cardúmenes y especímenes y en coqueteo con las radiaciones que miramos de lado. Ha terminado la germinación y complacidos están los conductos y llenos los estanques para las libaciones. Ha cesado la combustión que recogió y procesó envoltorios y pegamentos y orines descompuestos y lavatorios de mujeres entiempadas y sal de mares desteñidos por el poder descongestionante de los astros. Mi mirada sigue firme, adherida a sus ligamentos. No he sido arrastrado por la corriente que venció las alcantarillas y se desprende imponente de las cadenas que arrastran la calle bordeando los filos de sus propias aceras. Solidificadas parecen las catacumbas y se aúlla, por tanto, con sonidos aflautados a lo largo de los corredores y se juega en las concavidades relamiendo la tierra cual embudo. Dentro, se espacian los sonidos y se conjuga en música de tintines metálicos. Los entornos se multifacean en el cemento de las calles, en las platabandas de los edificios, en las jaulas de los animales prisioneros. Son viejos los puentes de los acueductos. Llevan las pieles embadurnadas los temerosos que corrieron a destiempo cuando se puso el horizonte. El crepúsculo rosado se abre prometedor. Una anciana presurosa protege un manojo de hierbas usando las rejas del parque como pilotes para una cobija absorbente. Se ha terminado el coito con el espacio empreñador. Los iniciados llevan el cráneo rapado, lo llevan sostenido con alfileres y brillante de aceite; los oídos atentos y los tímpanos rotos de plastilina y cera; las cejas hinchadas por las picaduras de los mosquitos; las frentes brotadas de almejas; los pómulos congestionados de hormigas; las barbillas habitadas de taras negras; los cuellos con alacranes insertados con pabilos sucios. Los hombros disímiles de los transeúntes de heno se cruzan de llagas rojas brillantes; sus brazos van alcanforados con garrapatas; llevan los codos inyectados de pelos de diversos herbarios y de diversos jardines botánicos de nombres difíciles; los dedos alargados como raíces tubérculas. Las uñas las llevan ennegrecidas como si hubiesen estado soasándolas en la combustión espontánea de la basura. Las baldosas retienen una humedad indispensable a su estructura. Queda el olor en los paños tendidos que dan colores y forman tiendas, en el retorno de la calle ahora enmohecida que golpea plácida y se sacude en el lomo de un perro y en las manos fuertes de una mujer que exprime una sábana. Los avisos de neón están empañados. Vuelve la calle en los pasos de una niña que avanza sobre los charcos. Un tendero baja la lona y revive momentos con el agua estancada que cae. Las mujeres desprenden de los armarios coletos sucios para arrastrar los ratones muertos y los ciempiés hinchados. Las puertas metálicas se levantan con estruendo. Las polveras especulan para surtir debidamente caras y cuellos y piernas y enrejados. Los vestidos saltan de los escaparates, los zarcillos se desperezan y los collares se enredan y los corsés aprietan tetas abultadas. Vuelve la calle, rueda la calle, suena la calle, se engrasan los testículos de la ciudad, se aceitan los goznes de las puertas, se estremecen los platillos al anunciar el copular y las probetas se llenan de fetos; trinan los burdeles con la algarabía de la buena nueva; los rollos de papel higiénico caen sobre los colchones y se apilan sobre los camiones que los reparten como los camiones-tanques reparten agua en los tiempos de escasez y cobijas y mantas en las épocas de inundaciones. Ha tomado color la mejilla de la calle; ha vuéltose carmín la palidez de las troneras y dientes pelados la caliza de los cerros que la rodean. El frío ha vencido los pedazos de tibieza que flotaban como
móviles en el techo transparente de mi cuarto. Se ha evaporado la última lengua y ha dejado en mi pared un hueco como el de un disparo a quemarropa cocinado con pólvora en el yeso. Las cenizas han calado los chisporroteos hasta su misma médula espinal y las vértebras de los carbones han dejado de funcionar y se ha dislocado la fina membrana intestinal de cuarzo. Han sido procesados todos los escapes, todos los recolectores, todas las vertientes. El inmenso sumidero se bate como lavadora de toda carnadura y los tapones son expulsados de los cuellos de las botellas por una fermentación que no respeta lugar y que alcanza hasta las líneas aparentemente invulnerables que van formando las baldosas a lo largo de los viejos patios y en la memoria de los transeúntes. Quedan los techos olvidados y las paredes no curadas y las patas tornasoles de los muebles viejos y los rincones lúbricos donde los amantes iban a través de los huecos abiertos en el bahareque a empiernarse y a retozar amparados en la soledad y en el silencio sólo quebrantado por la fermentación del vómito de la maquinaria. Ombligo desde las casas solitarias hasta la ciudad emergente tendido como un cable sobre los postes de madera del telégrafo, transmitiendo parecidos sonidos que se convierten en tenues bultos que caminan a medida que los mensajes son interpretados y puestos en circulación. Docenas de escudillas con diferentes sulfatos y diferentes interpretaciones. Docenas de escudillas a las que se introduce un palillo como a una torta ebullente para saber de su temple. Cactus, sombreros de cintillos negros apretando floraciones sostenidas por la cintura con un nacimiento de postes de teléfono centenares de cable punteado conformando telescopios para alcanzar los mostos del crepúsculo hojas de variadas formas tantas como tantos los moldes y tantas las variaciones como el repetir de las nervaduras. Puede hacerse un film que dure los años de mi edad. No se permitirá, por supuesto, efectuar cortes, deseo que no manifiesto en ningún momento y cuya presunción me irrita. Hay una banda de sonido y comienzo así a explicarme los chirridos que escucho desde mi observatorio y ahora sé que se trataba de una banda de sonidos y las bandas de sonidos emiten ese chirrido muy peculiar cuando son transportadas de un carrete a otro y cuando una de sus vueltas patina sobre la precedente por efecto del templón que le ha dado el operador o porque no estaba enrollándose bien, quedando floja, o simplemente porque le cae aceite de la máquina operadora y el sonido no va con el aceite y los rostros en los diferentes cuadros toman entonces expresiones raras y deformes y las proyecciones en las grandes salas de espectáculos de la ciudad se encuentran con espectadores forrados con el forro de sus asientos. Desde mi atalaya observo resbalar las cintas. Volteo hacia el interior, hacia los carbones.
Cleotilde y el nombre
El bajante ruge con el vómito que baja ácido al depósito. Hay mareo en las escaleras. Mario Alberto abotona la camisa del pijama y retorna lentamente hacia la puerta apenas el sol se asoma entre los edificios y el aire frío de la mañana hace gárgaras con las ramas secas. Se detiene en medio de la sala sin saber si el refrigerador aceptará su cabeza o si el sofá dejará de girar. El hueco del balcón deja entrar el ruido de los primeros en abandonar el sueño. El humo de los tubos de escape contribuye a marearlo. Aparta vasos y restos de pasapalos. Como un autómata va hacia el pequeño escritorio enclavado entre lo estantes repletos de libros. Pocas páginas le parecen aquellas en las carpetas. Ya son tres años que decide levantarse muy temprano sin importar la hora en que se ha dormido. Cleotilde llegará a limpiar, con sus carcajadas costeñas y su buen humor inmutable. Deberá escuchar los regaños por no tener nada con que preparar la comida. Sabe, la negra, que el “ratón” es espectacular y que apenas soportará el ruido de la aspiradora. Deberá bajar, -zanahorias-papas-alitas de pollo- Cleotilde lo torturará si no corre al abasto del portugués, detergente para la cocina inmunda- spray para planchar- jabón para el baño. Ya son tres años sentándose a escribir cuando la ciudad aún no se despierta y los huesos entumecidos le rasgan la vestidura interna de la carne. Ya hace tres años que vaga sobre las interioridades de sus intestinos tras ese nombre. Cada kilómetro cambia el origen. Cada roca precede rabias diversas y la carretera se recuesta mansa sobre el lomo de un animal que duerme. Los higos como sexos de mujeres rosadas dejados tras muros de piedras y en las vecindades de los caseríos a la mano de los alumbrados y de las miradas aprensivas. El nombre detrás de una corta colina apuntando al cielo con cinco brazos roídos y a algunos metros un tórax sin más nada. La inmensidad recortada por una neblina pantanosa y el silencio rasguñado por unos arbustos dispuestos al azar entre las piedras, arcano mutamento de los sacrificios en la laja estirada sobre las solemnidades esculpidas y devoradas por el salitre y la corrosión de la sangre. El nombre inmóvil en los senderos de las hormigas. El espacio algodón donde hundirse sin fin, más allá de terminada la envoltura de nuestros propios cuerpos. El horizonte no podía verse, pero ciertamente debía tener cascadas y barbas agarradas de los corales como moluscos en pena. Ésta la columna y éste el capitel. Allá honduras hasta el manto acogedor que teje cada día el borde blanco. Si una botella de vino se enclava y un atardecer rojizo se divisa quizás el escarabajo de piedra ha decidido sumarse al denso humo que inventamos sobre nuestras cabezas. Si nos fijamos bien, en el poniente distribuiremos serpenteantes memorias en reflejo sobre el cabo y la lucha de los fantasmas se reduciría al sótano de las vasijas de vino aún olorosas a faunos de pelambre curtida. El nombre crustáceo de casco de nave de marineros diversos en
cada ocasión en que las corrientes se encontraron y las cuerdas tensas sobre el vacío permitieron a los cuerpos resbalar hasta las crujientes maderas con sales en pimpinas. El nombre, derivación de cuerpos sudorosos y cabezas blasfemas. Los gritos suben y se hacen pelícanos desgarradores del agua en retorno súbito. Las escamas invaden la cara y quitárselas, una a una, es despellejar la espalda de una esclava a quien se ha expuesto al sol a expiar los falos de los marineros y la impiedad del destino. Breva hastiada de inundación que automáticamente abre las piernas a la insinuación de un rayo, es la tarde que languidece conforme al destino marca, acabar presa de las penetraciones insolentes en las horas de la vuelta en que las formas se alzan por doquier y los testigos degustamos el triste espectáculo de la fruta podrida en el árbol de la muerte momentánea. Suben los baúles en las cuerdas tensas del polvo apresado por un rayo de luz, tentación para las manos que atraviesan sin cortar y diversión para las moléculas que apenas aceleran el vagido de la agonía. El nombre vino desarmado y sin alma, para elevarse en edificio sin columnas y sin techo sobre la cabeza de quien ha venido a encontrarlo. La brisa marina le refresca de las impertinencias y de los ojos sin pupilas de los buscadores de cautivos. Este hombre que se ensucia las manos de hierbajos y se atreve a puntear la lengua en el zumo amargo de los pequeños tallos, no es un guerrero de espada ni un inocente pescador de lagartijas. No sintió rechazo de los protectores de la ensenada ni el rumor se elevó hasta lo insoportable. Era inocente en cuanto sólo la atracción en las noticias volanderas de las páginas lo empujó a través del viento con las uñas descubiertas y la boca amarga del grosor de las batallas cotidianas en la inmensa soledad de su pequeñez. Las cortinas de aridez no se alzaron y las aristas de las rocas no se previnieron en su contra. La confianza de los fantasmas no bajaba pero tampoco encandilaba. Metamorfosis de las mallas que se tienden desde el recuerdo del pasado hasta los postes de la presencia, la negrura del mar en el rugido del oscurecimiento. Solo, ante el tiempo, recibe los últimos discursos de los huecos dejados al azar entre el ramaje de la noche que se cierra. Cleotilde trabaja también para un escultor y cuando Mario Alberto se levanta le cuenta de él. Tal vez mete las esculturas a solidificarse en la ollas de sopa de la colombiana. Lo imagina en bata, con las uñas sucias moldeando un rostro. Algún día, piensa, le gustaría ver a aquel sujeto al que está ligado por las carcajadas de la costeña y el olor a cilantro. Debe ser esta la razón que hace a Cleotilde oportuna para reclamar un haragán o advertir severamente sobre la necesidad de tener en casa Easy-Off. Mario Alberto descansa tratando de imaginarse al escultor. Cleotilde debe robarle algún producto para pintarse la negra piel sobre los ojos. Tal vez Cleotilde sea una escultura de aquel hombre. Cleotilde debe creerse predestinada para trabajar con locos. Algún día le pondrá una cesta en la cabeza y un colorido vestido que haga juego con un racimo de plátanos. Algún día la hará danzar con el balcón de marco para que las palmeras sientan la llegada de alguien armónico y consustancial. Cleotilde deja que las pequeñas rebeliones del viento golpeen la puerta. Cleotilde por momentos canta. Cleotilde es una desarmonía que vaga entre aquellas paredes cubiertas de piel de libros y polvo de cola de cometa. Cleotilde habla de la sopa, Cleotilde permite que los visitantes no sean víctimas de los estornudos y las amantes circunstanciales disfruten de lechos limpios y comodidades en el baño. Cleotilde recoge intimidades y las guarda en el armario ya repleto. El armario, para Cleotilde, es un archivo de pequeñeces y misterios, de pantaletas endurecidas por el semen y de escobas y plumeros. Cleotilde podría editar un libro de memorias y recoger las cartas no enviadas que desbordan las papeleras. Cleotilde armonizará los textos con esculturas y amasará los panes no fundidos. Será erudita con el nombre y fichará los desperdicios para acuciosas notas de margen. Ahora que el nombre se desarrolla entre las vertientes y la vorágine, ella podrá organizar los
vegetales y demandar la organización de las carnes. Cleotilde no se da cuenta que crea un fecundo desorden y si lo supiera moriría de pena. Hace levantar columnas que semejan brazos mochos y postes de polvo alucinados y abre las cortinas para permitir el paso del equilibrio de los mangos en las graduaciones imaginarias que hace depender de los trechos de vidrio de las ventanas. Cambia de posición los vasos y levanta las botellas de vino que no gusta ver reposadas y nunca ha visto una mujer salir del apartamento porque salen a medianoche disparadas por la escopeta del cansancio o muy de madrugada hacia la oprobiosa cotidianeidad. Cleotilde desempolva en la mañana el tintero de pulpo y quita la telaraña de la tos, friega la resaca con astringente fuerza y cocina la fantasía con sus menjurjes vegetales de aromas despertadores. Sabe del nombre de tanto oírlo repetir en los silbidos ácidos de la impresora. Jamás ha preguntado qué se escribe, pero lo intuye al limpiar el baño y al retirar las sábanas, del vacío de las excrecencias y en sus caminatas hasta el bajante de la basura donde encuentra las huellas de la noche. Bajo la terraza oscura se puede ver mejor en la intimidad de las palabras y en los trazos de las letras. Esta soledad semeja a la carrera en un túnel sin que se haga esfuerzo alguno por moverse, bastando la quietud y los ojos abiertos acostumbrados a la planicie mole. Se espera en el silencio la identificación y los detalles, la información que deberá llegar envuelta en un graznido o sujeta de una gota de lluvia. Se descubrirá la intemperie sólo al final, cuando se esté empapado y se puedan identificar las voces o aquello que las asemeja, tempestades dejadas al azar en los destinos y presión sobre las sienes de aposentamiento y dejadez. Cuando las brillanteces hacen de las suyas en los fondos marinos y las pupilas comienzan a desembarazarse de las lagañas de los sortilegios, entonces los oídos se agudizan más allá del horizonte y podemos transcribir los mascullos de los papagayos y las extrañas lenguas antiguas que arriban irisadas en molicie por entre el hábito del mar de lambetear los parajes de los hombres solitarios que buscan. La noche se abre y Mario Alberto sigue las fisuras de las estrellas y alguna forma sarracena que se junta a una conjugación detrás del ala de un ave trasnochada. La vida burbujea entre caracoles que danzan y zancudos que hacen volteretas; hormigas no faltan que cargan naufragios. Encuentra lo que lo acompañará, martilleante, insomne, cargamento de especias, delectación del paladar con la sal acumulada en las vaginas. Ruidos salen de la nada, relámpagos se desatan de las cuerdas de mástiles con que fueron empujados hacia la temperancia y todo grita, desde adentro, machacante, ensordecedor hasta dormirlo, parte de aquello, símil a todo, sargazo, bagazo, Cleotilde, escultor, nombre.
Leonor y los meses
La separación de los ruidos no es cosa que pueda hacerse impunemente en esta casa desolada. La migaja de los trinos bambolea la finura de los tallos desnudos. Varía el tiempo casi sin querer, como una mecedora sujeta a su destino. El viejo autobús se detiene frente a la puerta y los mismos pasajeros bajan. La calle se pierde hacia arriba entre algunos olivares y es impreciso el punto donde fenece. Una bruma se deslíe en largas tiras formando un manto de retazos inconexos. La partitura está dada en los cables y en el amontonamiento de plantas parásitas. La largura de las horas estremece. No hay remembranza que no conduzca a las púas de la angustia. En la ciudad de las pendientes góticas había sido encerrado entre dos puertas y se abrió la equivocada. En la lejanía de la visita recuerda la mudanza apresurada y el salitre que bañaba al hombre y a la máquina cual mosquitero de tules. El error había estado en continuar cuando ha debido detenerse a la vista de la montaña de extrañas leyendas y tomado el camino de retorno. No habían sido propicios los alisios que rastreaban la ciudad en aquellos días. Las calles le parecen socavones marrones como costras le semejaban en la infancia las cortaduras del lecho del río. Aquella ciudad era engaño de memoria minúscula, paradoja semejante a un grano de polvo que flota en un rayo de luz. Mientras teclea en medio del calor y los insectos se ceban con sus pies, cestas de mimbre cuelgan de brazos escuálidos como partes de un gancho de ropa y se siente dentro de la bata blanca de cuyo cuello asoma la parte de hierro que deberá hacerlo pender adecuadamente en el perchero. Los edificios son nabos inclinados y el centro de la fruta un alacrán. Ni siquiera un muñón asoma ya del ruedo de una cuarta en que termina el cilindro de dril. En la costra hay fracturas y las manos de alicate de cangrejo se aproximan a cortar las rodillas que se avecinan. El escándalo es pegajoso y ni siquiera el limón lo hace digerible y la babosidad de los elementos se entremezclan con la arena que el viento trae a molestar las junturas de las ventanas. Es mortecina la insinuación e ineludible la cucaña que comienza a aparecerse por las tardes. La tierra a veces parece sembrada de hongos rojos y de visores que seres subterráneos hacen emerger para comenzar la visión en los zamuros y en los cojines verdes que se amontonan en las cestas de mimbre. Las cañas de bambú son azules, largas soldaduras de barriles. Las esferas de colores se amontonan en un extremo, apenas insinuadas, sobrias como rostros de muertos. La diversidad de los blancos está dada por la exposición a las lluvias y a la limpieza de las manos que pueden caminar tanto en procura de alguien que se porte los vendajes hacia tierras lejanas. Las correcciones brillan y se hacen ácidas, pinceladas de vómito que se esparcen sin pensar en mesura y que perforarán después de todo, al paso de las horas, dejando vacío en las maderas rectangulares y torciendo las sillas e inclinando las paredes. Los trapos manchados de colores y los restos, vaga exposición de quema de pulmones
y desorden. La voluntad asoma a empujones y se empecina sobre lo inevitable. La red que separa de la irrealidad está conformada por cuadrados, rayas que enmarcan números, tejido de salamandra que no porta a nada. Un pedazo de scotch la sostiene delante a los ojos y un libro negro apuntala este mes que será arrancado para llenar la cesta y Leonor tenga que hacer en sus visitas semanales y pueda llevarse el dinero para comprarle a Oscar los menjurjes que lo postran, en lugar de levantarlo, en las antesalas de los hospitales del Seguro Social. Aquí los ceniceros crecen con velocidad inusitada y los frascos de mayonesa se llenan con agua marrón donde se puede criar toda clase de larvas. Las urnas hacen su aparición por entre los monigotes y se van alineando hasta que se descubren ocupadas y selladas. Entonces se abriga la esperanza de prontos encierros y se sueña con cesar el llamado a la cucaña a partir el esternón y se deja de sollozar por algún olvido involuntario de la muerte que parece limitarse a presentar su rostro sin tomar la decisión final de colgar del filo acerado y cortante las vestimentas de las hojas y alguna víscera relancina que se estira como tripa de caucho. Aquí los despojos se pintan de negro como las manchas flotantes que buscan los alrededores de los cuerpos de mujeres protegidas apenas por zarpazos y la ebullición siempre discreta de un infierno donde se queman los harapos y los tacos de goma de los zapatos. Bulle, sí, como es rojo el color del fuego y azules los pedazos de carne humana a un cierto punto de este proceso. Los zamuros vuelan en un conformarse con alimentación de carbones, ellos mismos piedras ambulantes que giran sin posarse jamás. Sueño son también los sueños. Leonor descubre los frascos de ácido muriático y los amontona en la puerta del baño mientras diseña serpentinas sobre la potestad de la porcelana y decide que Oscar debe sus males a los antibióticos. Aquí sobre las alfombras ella encuentra la mierda de los homúnculos y en la puerta de salida va dejando para lo último las bolsas con la basura que los organismos de esta habitación acumulan y destilan como cebo de puerco. Las enfermedades son el temor de Leonor, mujer desgarbada que no come para llevarle a Oscar en una bolsa de CADA un poco de inyecciones letales, a pesar de las advertencias de que puede llevarse todo lo que quiera, incluida esta presión que aplasta las cabezas y estas hojas enganchadas que comienzan a amarillearse en los costados y en el lomo, vulgares depósitos de polvo que otra cosa no son. Leonor enciende la aspiradora y es como si tirara la flema de los pulmones. Amontona en las poltronas de la sala paños y sábanas y deja abierta la puerta del armario donde cuelgan las llaves de todas las puertas de la casa donde no se cierran las puertas lo que quiere decir que tampoco se abren. Mario Alberto mira la caja de plata y el rollo de papel sanitario, esculturas sintomáticas de su casa, la que Cleotilde dejó por marcharse a Colombia, negra traicionera. Leonor es triste, esqueleto de mujer. Mario Alberto a veces piensa que puede caerse por el albañal del fregadero o ahogarse en la pelusa que queda en el filtro de la secadora de ropa. Mientras Leonor se mueve se le ocurre que deberá volver a la infancia cuando pegaba una goma de mascar a un palo para sacar monedas de los desagües. Desde la adolescencia no se vinculaba de manera tan atroz con los almanaques. Entonces los rayaba para aligerar el tiempo. Ahora el tiempo no le importa nada. Antes los guardaba en las gavetas, ahora los pega delante, para Leonor, qué los glóbulos blancos de Oscar no terminan de bajar y las doctoras del Seguro Social le preguntan porque no ha llevado más al niño, pasajero eterno de Petare hacia los hospitales, pobre catire sin padre que deambula por el asilo de las Hermanas de la Caridad mientras la madre lo mira encorvado sobre las miserias, qué Oscar no es bienvenido pues es tremendo y no deja que la caricatura de sí mismo se ponga a recoger los restos de la silla y a decidir si los trozos de madera aún sirven o hay que botarlos o enmendarlos o
reestructurarlos con hilo de pabilo. Arrugar el pedazo de papel SEPTIEMBRE no es fácil pues tiene un mapamundi y recordatorios de las fiestas nacionales de las repúblicas vecinas. Es casi como botar el planeta al basurero cada treinta días lo que es una ingenuidad o un desafuero según sea vea, dado que en verdad tal operación se cumple en medio de la insoportable humedad que se desprende de estas paredes. Cierto es que se hacen bulto para Leonor, ignorante que el planeta le es concedido a ella sola, ambición insospechada para quien lo único que hace es cargar a Oscar y contarle los glóbulos blancos. Leonor está sobre una silla limpiando los estantes y sus espalda encorvada le hace pensar que es una prolongación del rollo de cartón con que atenaza el pelo de la frente. Es una escultura esta mujer, distorsionada y marrón como la talla haitiana que colocó recientemente sobre la mesa portuguesa. Ya ha ido a botar las excrecencias y se siente su paso menudo en el pasillo, ya entra y abre el gas para comenzar a cocinar el arroz desabrido que rellena de zanahoria y el pedazo de carne que debe venir condimentado de la carnicería so pena de semejar una suela inmersa en el frasco de mayonesa lleno de residuos y de larvas. Eran pecaminosas las miradas sobre el agua. Se extendía el deseo como la selva a orillas del gran río. Los pescadores llegaban con retardo y llenaban las bodegas con latas de cerveza. El agua era marrón y recorrer las riberas semejaba un viaje entre la gelatinosa podredumbre del olvido. Ave sin nido, coagulación de tierra aprisionada extendida por doquier; los negros sarmientos se erizaban, bolas separadas por un tajo. Diabólica encarnación del miedo, sobre el sofá lisboeta. Estúpida peregrinación de odios en el autobús que porta al viejo castillo de las sepulturas múltiples. Pedazo de tábano desprovisto de la ebriedad de los exilios. Casa tarambana entre dos calles curvadas como puentes. No le basta este SEPTIEMBRE enclavado en sus ojos. Aún se pierde con sus dedos que giran los dígitos finales. Son hojas pegajosas que se amontonan corrompiendo. Son meses como días, el tiempo ha estallado en una burbuja de artemisia. Los estiletes danzan en la escribanía. La carretera larga donde se pescaron los nombres de los hilos flotantes. Danza de números de días en aquellas cansinas parturientas que obligan a asomarse a los balcones y escanciar el aire frío como si de un vino evaporado se tratase. Sopor de juego con el pequeño cachorro que preferió huir antes de lambetear las torturas y las rodadas por las escaleras y antes de continuar entrenando con sus dos pequeños colmillos en carne no hecha para tales menesteres. Los toros eran figuras de plastilina colocados sobre el pesebre mientras las largas lanzas se amontonaban en las tabernas y el vino suplantaba la sangre en las crónicas y en los salchichones. Misericordia de los álbumes ya llenos. Postes de piedra, las urnas entonces eran demasiado pesadas para verlas flotantes en las pinturas y los cuadros no tenían protección de esquirlas suspendidas. Arribo de primera vez, cómo se llama esta avenida, la vodka la expenden en cuernos agujereados, la última gota de los residuos se podía beber por los ojos con goteros hechos de rábanos. Adiós de última vez, encerrado teniendo por frente un armario lleno de botellas aherrumbradas de musgo multicolor como después sería comprobado en la arena donde las flotaciones de peces pasan a través de los cuerpos sin pararse a preguntar nada y sin dejar aletas innecesarias a la preparación de menjurjes, beneplácito para los isleños que caminan con botellas de vino en lugar de las tradicionales ruedas que los humanos portan en los dedos de los pies para movilizarse entre las alfombras manchadas de mierda y de vómitos de negros esperpentos. SEPTIEMBRE será pasto de los glóbulos blancos de Oscar, ciertamente; se invertirá en inyecciones y en frascos de cuero donde hierven hojas de viejos curanderos. Los meses sirven a la salud de Oscar quien sigue enfermo. Si Oscar se curase no se sabría si Leonor pasearía lo que le queda de cuerpo por entre las estrecheces de aquel apartamento donde los meses se cuentan como días y el veneno entra por un hueco en el
balcón dentro del cuerpo de una araña grande y fea. Quizás cada cuadrado de aquellos donde se enmarcan los días sea como un glóbulo blanco crecido desmesuradamente. Mario Alberto piensa inyectar la madera, en alimentar también las bolsas que Leonor bota con aserrín quemado. Migajas de pan molido de leche con nata, los puntos sugeridos en la adversidad. Las razones para no haberse asido del matojo que despuntaba del largo tubo blanco permanecerán siempre inconfesadas y ni siquiera podrán ser arrancadas con los meses del scotch que sostiene las visiones delante de las oscilaciones y las caídas abruptas sobre el tapiz de piel de serpiente con que amortigua sus pies. Leonor está sentada en el sofá y cose pacientemente el borde rojo de la cobija rota. No se siente nada ni siquiera la aguja que penetra el algodón y lo suelda a la cinta de seda. Leonor recuerda que no es la primera vez que la cose. No hay excusa, pero Leonor la encuentra. Se necesita una máquina, explica. La cotidianeidad es morbosa, tal como lo es el sacapuntas que está al lado de las grapas y del tubo del termómetro y de las tijeras blancas y del limpiador de pipas. Jamás ha entendido porque los domingos están siempre en rojo. Mario Alberto arranca SEPTIEMBRE y OCTUBRE aparece. No ha pasado nada, nunca pasa nada.
Limpiará de abrojos el pequeño sendero
La luz pende en la habitación rectangular. La cortina se mantiene recogida a los lados, tímida y a la expectativa. El agua le sube por los huecos de las suelas, se hinchan las medias y le destilan como hisopos entre los dedos. En el saco grisáceo los ojales lanzan a los botones mal de ojo desde costuras deshilachadas. Los pantalones marrones están vidriosos en las rodillas y en las nalgas. El frío baja por la acera y se mete en la ventana. Se toca los cabellos arando los mechones escasos. Siempre anda mirando a hurtadillas, parapetado en el banco de cemento que adorna la acera, silueteado en la madera carrasposa de una caoba, transparentado en la persiana largada por el quicio. Emerge con rulos en el pelo envuelta en una dormilona ajada. Las yemas de los dedos hurgan en el bolsillo las monedas disponibles, se clavan como pilotes, buscan en una perforación ocasionalmente afortunada. Cuenta en las roturas de la faltriquera. Una sonrisa le llena al contacto de la dureza del níquel escabullido en algún pliegue interior. La barba áspera, heredad del día, se le junta con la mano que tiende en abanico sosteniéndole la cara. Tiene curada la piel del rostro, moreteadas las ojeras, tembloroso el pulso, hundidas las mejillas. Desde el codo clavado en el mostrador gira. Un grupo de españoles borrachos celebra ante una botella de vino barato. Un solitario se bebe una botella arqueado sobre la rockola. Un hombre trigueño deja caer su mano ensortijada en la rodilla de una muchacha pintarrajeada. Está allí, como el papel tapiz de los cuartos del fondo, como las baldosas blancas que se ven en la cocina por el hueco del aparador. Está en el ángulo izquierdo del bar de aluminio. Allí le golpean el hombro los parroquianos que entran buscando las mesas. Conoce de sobra el itinerario de la noche, calcado uno del anterior y el presente de los que vienen. Las mesoneras llegan a las diez, con minifaldas de tafetán y medias de malla. Los rostros se les rejuvenecen a la luz negra del bar. Se ven de carne dura, húmedos los labios y no huelen mal. Sobre la mitad de la noche no habrá banquetas desocupadas y el cielorraso estará impregnado de frituras. A la madrugada el portugués saca la escoba de entre cajas con botellas vacías y barre los culos astillados entre bostezos y maldiciones. En la pared barrosa del fondo quedan las corridas famosas. El Curro en Málaga, amarillento de su largo viaje a América. La novillada en Barquisimeto, cuando inauguraron La Chata. El último cartel de Manolete, salpicado de mostaza y manteca hervida. La cabeza del toro está sobre las botellas. A su alrededor destilan chorizos malolientes como si se defecaran las moscas paradas en la cuerda. La cabeza es falsa. Sus ojos son dos metras grandes donde han pintado la forma de una mirada caída en la plaza. Los cuernos romos, para comprobar que aquel animal ha sufrido el afeite acostumbrado en la fiesta brava. “Este toro dió muerte al gran Tomasillo en la Monumental de Madrid el 25 de septiembre de 1935”, reza en oro, casi
colgando de la lengua roja, una plaquita con sus extremos simulados como un pergamino. Su cuerpo dejó de ser flexible una mañana toldada de un año impreciso. Teresa cuida de noche sus cabellos, protege su cutis con masajes circulares. Avanza por la avenida recordando sus horarios. A ratos quisiera bucear en la infancia para extraer atados en una escafandra algunos de esos papeles escolares donde se anotaban las entradas y salidas y se colocaban en casilleros las horas y marcar “Teresa” en la larga hilera. Por un pasillo estirado y rotundo va caminando hacia el techado de zinc llevando los horarios en el bambolearse de las piernas. El edificio tiene la fachada de mármol. En marcos de madera están fijadas placas que identifican compañías anónimas y abogados en ejercicio. En el pasaje interior, restaurantes, lunchs y tiendas para señoras. En el piso de granito pulido pueden encontrarse, apartando el aserrín, los pequeños anuncios de neón, los maniquíes (con carteras guindándole de los brazos), los exprés, el perfume de la carne molida al caer en la plancha. Hay una pared baja de ladrillos mohosos. De allí se inician, como un brazo tendido, los cuartuchos, rodeados de altos edificios y al borde mismo de la avenida. Bajo la esquina derecha superior de la colchoneta están metidos los trapos que usa, pinchados por algunos alambres sueltos del camastro; en el otro extremo, cuatro bloques de cemento sostienen un trozo de cartón de una caja abandonada por los tenderos de la fachada. Un plástico de lavandería le envuelve los corchos del vientre. Clemente y Rosa, los dos pequeños, se meten entre las piernas del abuelo jubilado y se suben a las rodillas de la vieja que mira hacer las tareas domésticas. Clemente y Rosa le vienen en el betunero de codos sucios que marcha delante buscando la escalera del cerro. Camina el callejón hasta salir a la vía principal del oeste. Se enfila hacia la redoma y toma el camino de siempre. Es un barrio de clase media, formado en su mayoría por edificios de cuatro pisos. Un cartelón descolgado totalmente de un lado remacha que la nueva administración pertenece al Instituto Nacional de la Vivienda. Los mamotretos tienen marcadas las mudanzas, los desalojos, el inicio de la reforma urbana. Tienen balcones hacia la calle. Los habitantes cuelgan en ellos la ropa lavada y las fachadas toman forma de inmensos tendederos. Las paredes están veteadas por el chorrear del agua. Los jardincitos están descuidados. Sólo quedan algunos manojos de hierba, de grama reculada, defendiéndose de habitantes infantiles armados de trompos y tapas de refrescos con que abrir las “cuevas” a las metras. El pavimento de la ancha vía principal está lleno de tierra. Los cauchos de los carros la van empujando hacia los lados hasta encunetarla. Queda entonces una franja negra al centro, como un río en invierno, y dos playas secas al nivel de las aceras. Sobre éstas, algunos bancos de cemento con la propaganda de los Acumuladores Netrón. Dos caobas inaugurales sobreviven con el agua de enjuague que les riega una señora enchumbada. La verja que los guarda ha sido desmontada y negruzcos colmillos de perro brotan de la tierra que en forma de círculo los separa del asfalto. Allí se mean los muchachos para no alejarse del juego y con mala intención chispean los torcidos corazones e iniciales marcados por las parejas legalizadas y persistentes del barrio. Entre las cremas lodosas le surge la cabeza de un joven moreno. Entre el sudor del ombligo y migajas de hilo, Teresa repasa un poema y mira un libro que reposa solo en un estante. Palabras del amor complicado, de ese que no se da desnudo como se dan los parajes que uno mira desde una nave en marcha o como vuelan los alcatraces que uno ve deslizarse cuando en una noche triste se sienta en el malecón. Los tumores benignos extraídos de los senos y la grasa redonda bajo el axila. Teresa salió del hospital hacia el cruce de avenidas. El autobús pasó incontenible en la tarde arrollando a una transeúnte frente al supermercado. A veces se filtra la luz y amanece con los ojos tiesos mirando el
techo. A veces tapona los intersticios y fuma encontrándolos a tientas y a veces se le quema el colchón. A veces repara en algo que le hiere las pupilas y de una vez lo olvida. No siempre regresa por el camino de costumbre. No siempre vuelve, tras imaginársela en la mujer que camina rauda y desconocida las calles de la ciudad nocturna. A veces amanece acostado en el Pasaje, vigilando los maniquíes; viendo como sonríen al oscurecer, como se enserian a la medianoche, como se adormilan en las madrugadas, como sus rostros están cansados al despuntar el día. A veces amanece en cuclillas en los escalones de la entrada. Allí cuenta los autos relucientes, las mujeres preñadas, los que llevan sombrero. Allí dormita entre los estallidos de los claxons, las maldiciones de los choferes, el vapor que emana de las cervecerías, el humo de los tubos de escape buscando la salida del distribuidor de tránsito. A veces se acuesta envuelto en un papel periódico en el estacionamiento de las máquinas que construyen el nuevo edificio o recibe el calor de la cocina de la arepera y se embriaga con el olor de las sobras que los dependientes echan en un pipote. La arepera es de día un hervidero de abogados y oficinistas. La arepera es de noche un escaparate de trajes brillantes y mujeres beodas que paran a comer al regresar de las fiestas. Mira las lentejuelas y los escotes, los pechos erectos por los sostenes de ballenas con medio pezón descubierto, las espaldas doradas con franjas blancas de paleta a paleta como oleajes espumosos en las playas coloradas de la zona norte. A veces, pensativo de pie largas horas, recostado apenas en el gran portón de las Residencias Centrales, recoge a los inquilinos que regresan. A veces a su lado cae una moneda y con los ojos la rechaza. A veces, los vagos dormitan a la entrada del garaje en la pequeña bajada hasta donde está la reja y se acomoda entre ellos como se hace lugar en un hangar para el nuevo depósito que le llena hasta el techo. Tiempos de carnaval del 40. El pelo rizado sobre la carroza en forma de barco, las serpentinas jugueteando, él a su lado. Era hermosa entonces, princesa de festejos y catapulta de caramelos y danzarina en el centro del vestido largo cubriendo los tobillos con el borde tocando los zapatos de charol. La madrugada en la embriaguez del baile, el smoking de solapas anchas, las manos estrechadas, los saludos con un ademán a los amigos que miran desde el bar y una sonrisa dejada caer para todos desde el brillo de una trompeta y la cola brillante de un piano. Se revisa los bolsillos en la primera fila de la barra que sigue la fiesta. Voltea y sale por entre los curiosos, dejando atrás la sucesión de imágenes. Sale de entre la gente agrupada y vuelve a la avenida que no sabe de fiestas y está apenas acompañada por un auto y algún transeúnte que viene de espiar una fiesta. Voltea su cuerpo encogido hacia las ventanas apagadas de la larga vía, enjuaga los párpados con el agua de lluvia que llega del nordeste. Sus manos se acercan a una trinitaria floreada. El asfalto brilla en una pequeña subida y se hunde y reaparece y le salen antenas que titilan. Las vitrinas de las tiendas están apagadas. Un vigilante se pasea con una escopeta frente a la exhibición de los Mercedes. Los autos se apilan en el estacionamiento del “Todo París”. Camina. Las manos en los bolsillos; arrastra los pies, pisa la alcantarilla, se empapa los pies. Piensa en la tarde del día que comienza. Quizás esta tarde sea fría y deje sobre Teresa las trinitarias frescas. Primero botará los orines, tomará la autopista del oeste, limpiará de abrojos el pequeño sendero que conduce a Teresa. Comenzará por el principio, comenzará como el día que ya se acerca.
Es sólo el agua que recorre
El reflejo es pasajero en las vidrieras de la Avenida Gallegos y pasajero el calor en las sillas de mimbre de los árabes de la 21. Los tarantines del mercado ensayan las frutas podridas con la fachada de la iglesia. El cura se queja de los malos olores y de los chillidos de los camioneros que bajan piña y pescado salado en medio de la vía. Uniformes, el machacar de los pilones de maíz y el sellarse de las cajas de Nestlé y los sacos saltando las estacas de los transportes para amontonarse al pie de los caleteros. La fritanga de los restaurantes rodea el terminal. Los carros regresan de madrugada de la zona de tolerancia y se abre el supermercado de los chinos y se cierran los pequeños burdeles que llenan de letreros con nombres pomposos los callejones que amanecen esterados de condones cargados y de olor a puta que persiste al paso de la motobarredora del concejo municipal. En la cúpula de la iglesia se enroscan los humores de los que pasan. Un mendigo recoge en una vasinilla de peltre las lástimas de su pierna deforme. En el lateral se amontonan, como formando parte del vocerío, manojos de hierbas con emanaciones peculiares y procedencias diversas. En la cola del autobús suda todos los olores la ciudad. La superficie de los viaductos es carrasposa. Desde ellos pueden contarse los avisos de neón. Con el dedo estirado puede saberse si el aguacero llegará sobre los cerros apiñados de gentes y perros. Se enciende la cruz que colocan en diciembre para demostrar que la luz se hizo por voluntad divina no se sabe a cuantos días de haber comenzado a echar su grandísima vaina. Puede verse entre la bruma de la tarde fría la espada de la campaña contra la parálisis infantil. Los semáforos están echados a perder y las gotas anunciadas contribuyen a la cola de lagarto que se forma en la autopista. Un helicóptero vigila, una linterna alumbra a los navegantes de las boites, los faros de los automóviles forman una raya blanca culebreante. Un ave expectante y rapaz sale de noche a acompañar a las muchachas del “Pigal´s”. Ahora que se me pierden corro a buscarlos. Recepto las vibraciones matinales, el calor del mediodía, la evaporación del asfalto por la tarde; soy un bombillo que se alarga en la sombra nocturna del charco. Ahora que se me han extraviado busco en la ciudad y todos los habitantes de todas las etapas del día se me parecen, se me asemejan, se me revuelven en la escafandra y se me hacen visión en los anteojos. No nos has perdido, simplemente estás confuso, irritable. Nos has mojado en tus vísceras, en las complicaciones de tu organismo. Somos los mismos habitantes de siempre. Somos la parte que tú sientes de la ciudad extendida, las ventosas en estos brazos multiformes que sabemos te acogotan y te hacen proferir amenazas asomado a las ventanas. Tú, que vives encerrado en una caparazón de tortuga, que eres un cuello arrugado y costroso asomándose en nuestras nimiedades y poniendo la bocota maloliente sobre la superficie de esta ciudad de todos los olores, encuéntranos y condúcenos a tu gusto; haz de nosotros un ovillo y lánzanos por la pendiente, entre la bosta de los caballos de la
policía, los vasos de cartón de los paseantes, los periódicos rotos que a cada rato recuerdas; cógenos con el trinchete del recolector de basura, con el punzón de hielo de la vitrina de habitantes y de los cuartos acondicionados para el roce de las caderas y la introducción de las lenguas. Sigue subiéndote a los edificios de ésta tu ciudad y mira los relampagueantes avisos de neón y las extremidades que flotan sueltas de sus troncos, aisladas de las órdenes cerebrales, independientes tercas de tus procesos identificatorios y de tu comparar huellas digitales. Nos parecemos a los que van en el autobús, somos nosotros. Nos parecemos a los que divisas de peatones vistiendo bragas o camisas de mangas largas o collares de pedrerías y pelucas rubias y lunares pintados con la punta filuda de un lápiz. Estoy ahora en esta esquina sin saber si continuar la prolongación de la avenida o desviarme a la derecha donde está mi cuarto lleno de habitantes y donde he abierto los sobres que me maldijeron y de donde he divisado los edificios que me han llamado como un imán y los stadiums para sentarse a beber cerveza y las colas de habitantes dando vueltas, enrollándose, crispándose, solazándose, lambiéndose. Los traseros alborotados semejan sudorosos maletines de confites. Se puede apostar que aquellas piernas velludas y flacas jamás serán abiertas por unas manos ávidas. Un buhonero pasa cargado de antenas y lápices y boberías tales como preservativos en cajitas azules y globos aventados sobre los cuales se sientan mujeres preñadas. Por el borde una cartelera embarrada de helado baja una fila de hormigas carnívoras. Triciclos bicicletas patinetas várices brotadas, cajones prensados con tiras de latón, bofios con sirenas, todos son palabras que se enmarcan como en las tiras cómicas. Son figuras de plastilina cambiables a cada cuadro para dar sensación de movimiento. De los orgasmos que no quieren acabar se prenden tiras de papel. Un quejido brota de las cavidades de la ciudad. A ratos desconozco los sonidos originales que se han multiplicado y se parecen. Las grutas que brotan de las intimidades no son más que el agua que recorre. Las grúas erectas de los edificios que crecen son eso, grúas que crecen con el edificio. Uno llega a pensar que los gusanos se apoderaron de las guanábanas. Ciudad frutal de lechozas abiertas, de paralepípedos y costras. Ciudad habitada del calor y el humo, de escaleras y pasajes, de entradas ciegas y de aberturas insospechadas, de maniquíes acomodables o por o hacia arriba o hacia acá con ojos modificables y dedos extendidos por entre los vidrios. Los alientos imprimen las calles. Unas huelen a sardinas tostadas, otras a albóndigas floreadas de líquenes. Los habitantes llevan pelo de coral y los brazos nacidos de tarántulas y los pies crecidos de lefarias. Las mujeres tienen las uñas plagadas de arbolitos de Navidad y las luces intermitentes colgadas del cuello. Las mujeres están cubiertas de nieve, las mujeres están desnudas con las nalgas blancas y el sexo entunado. A la entrada de los cines los cartelones anuncian que el amor es fácil. Los árboles están enrejados. Hay arcos y bóvedas y las prisiones subterráneas no son más que el agua que recorre. Creo que todas las arquitecturas están inventadas. La ciudad tiene vertederos para recoger los humores y las prisas y los sudores. Esa avenida es líquida. Lleva a los arqueados, a los sentados, a los parados, a los encuclillados, a los encopulados. Esa calle, en la intersección de vías, debajo del viaducto y de los edificios que forman rectángulo, por allí se han ido. Andan, no se detienen, son porfiados de cartón piedra y plástico. La ciudad está llena de espejos refractarios al calor y a la humedad. La ciudad está llena de reproductores y cintas magnetofónicas, andenes y taladros, cercas de zinc, ruidos y construcciones de formatos, bocetos y realizaciones, pus mezclado en la arenilla elemental de los habitantes. Descubro, en mi propia construcción, caliza y empedrados y dólmenes que he visto en otra parte. Siempre en mi estudio les veo marchar a las horas prefijadas.
Siempre me extraña en mi estudio que tomo los autobuses a las horas prefijadas y sudo y me duelen los dientes y la lengua se me empasta en el torrente en que voy con los habitantes a las horas prefijadas.
En la calle empedrada se hacen cortes en los tacones de goma
Gira la bóveda en el rostro. Las nalgas de la mujer en el bluyín resaltan con mi cuello estirado hacia arriba. Me veo venir amenazante con una navaja. Estiro el brazo, doblo la muñeca y encojo los dedos sobre la sábana. La luz entra confusa. Veo la sombra de una araña caminar desde mi cuerpo. Ella está ahí, desgonzada, caído el bluyín alrededor de la pata de una silla. Acostumbra llenarse de café para buscar en la borra que se aposenta. Pone de espaldas el teléfono y envuelve en tirro rojo la lámpara desvencijada de cabeza colgante por los golpes del viento. Las noticias más resaltantes del acontecer son el hombre que ejerció el poder y la mujer que fue penetrada con sigilo y eficiencia. Puede decir: ayer el mundo vivió alrededor de la muerte. Veo desde la ventana, a través de este vidrio oxidado, allí abajo, con mi torso desnudo, el vestido de tafetán que se amolda suave al cuerpo de la mujer y la hace bella. Bien sé que se ha asomado a la ventana con el torso desnudo como cada mañana. Bien sé que camina en el apartamento de abajo luego de mirar la calle y descubrir pedazos de tacón de goma en los bajantes y rugidos en las cloacas que se llevan el aguacero. Giran las ondas unas sobre otras hasta que una disipa a la otra y la muerte nada. El espacio se ha ido reduciendo. Las calles han sido cortadas. Lateralmente se han hecho cortes en la gente que pasa. La lluvia ha sido demasiado fuerte. El pomo se la puerta se recorta al filo de la pared. La lámpara produce una sombra extraña. Creo que giro en torno a esa sombra. Este pequeño cuarto tiene una rendija para dejar entrar los ruidos. El movimiento de la gente es en torno a la sombra de cada lámpara. La salida a la calle es una extensión del radio que sigue girando en torno al eje de cada lámpara. Cada mañana tengo la sensación de irme entretejiendo en torno a este brazo dorado y el espejo confirma que estoy envuelto en tirro rojo. Empiezo a comprender porque puedo cambiar los tonos moviendo los dedos engarfiados en la sábana. La luz yace rota en los vellos del pubis de la mujer del bluyín. Mis asechanzas matinales a la ventana y a la calle de piedra son concesiones a los observadores exteriores que presumen saber de mí y me han hecho parte de la rutina sacando el radio de sus ombligos. No se quiebra el cordón de metal dorado en los resquicios ni se amellan cuando las puertas son cerradas ni cuando se sientan los usuarios y tampoco cuando se engarzan con otros cuerpos a copular. No se anudan ni hay posibilidad de confusión NO SE INTEGRAN en madeja permanente de tejidos LOS HABITOS NOS han hecho insensibles a la frecuencia de nuestros sonidos como la costumbre nos ha robado la facultad de vernos oscurecer bajo la implacable presencia que hace girar con sus poder las bolas de amalgama. Pasa la
bicicleta sobre la calle saltando cada día en las mismas protuberancias. Tuve oportunidad de ver dentro de mi cabeza los tallos que aquí caben, la inaudita complacencia a los tubérculos y la adaptación de los motores al ritmo predeterminado de los aceites. No se tranca el reloj que tengo sobre el escritorio ni se acaba la tasa de café. La muerte no es distinta de un mero recoger de conexiones. Desafío una negación a mi teoría sobre la concertación de la materia y las manchas negras en el espacio. Asomo abiertamente que hay resortes que vencen y halan. A esta hora ya ha librado sus pensamientos a la voluntad de los resortes y a los caprichos del mineral. A esta hora la mujer del bluyín estará bajando las escaleras. Es preciso en los horarios como si el tiempo le importare; quizás ella ya conoce las claves de su comportamiento y la medida de su extensión. Asegura que el radio de él no le entorpece para nada los orgasmos y que procura moverse en circunferencias para no contrariar el sentido del universo. Las noches son insólitas para mí que duermo sola atemorizada por sus ruidos guturales. Hace gárgaras con elementos diversos y tiene fuerza de fuente termal para hacer saber al techo que aún no ha sucumbido your sweetness is my weakness abajo en la calle cada noche llega circular y se repite. Trato de imitarle, de parecérmele, de empacar con algodón con su mismo sacamanchas y colocar los dedos como él sobre el alambre hacia allá y hacia acá para que brille en mi conducto la espira primitiva. Las almejas no soplan ya como antaño. Debo concluir, y en efecto lo hago, que la primera fuerza se ha reducido y que soy una expresión decadente, unas vueltas vencidas, frágiles, a punto de romperse por el peso que sobre mí ejerce. No puedo recogerme y sé que los tacones de sus zapatos se rompen, que son boronas circulares las que quedan en el empedrado, que todo es circular para acatamiento de las leyes; lo intento cada vez para hacerme reconocible y aceptable para el respeto universal. He tratado de zambullirme en un poro de redondez y dar a mi sexo las dimensiones exactas. Miro con pesimismo las rondas cíclicas. Estas cosas las hago sobre la base de la constancia. Alguien hace girar en el patio un avión; tiene un motor de ruido ácido; la curiosidad me asoma a destiempo a la ventana y compruebo que el operador gira para que el artefacto gire. Estoy cansado de comprobaciones y borro de un manotazo el avión y al insensato. Your sweetness is my weakness, ya otra vez han puesto la canción. La siento caminar como si me siguiera. Admito como loables sus esfuerzos. Si gira podrá hacerse un espiral y devolverse sobre si misma y volver otra vez en bandadas a extenderse hasta la punta final donde ha ido dejando partes importantes de su ser LOS CIRCULOS DE la espiral permiten girar sobre espacios diferentes aunque superpuestos aunque separados pero unidos por la extensión que se distiende LA ESPIRAL SABE a agua salada y entonces salta mientras cumplen su misión las capas impermeabilizadas que nos separan. Lo voy a hacer sobre mi mismo con la ventaja de un solo esfuerzo inicial y la responsabilidad de la Ley de la Inercia. Lo que sube baja, más lo que baja sube si se respetan las disposiciones naturales y las leyes de la herencia. Choco contra el techo y vuelvo a la cama prudentemente desprovisto de acompañante que a buena hora se marchó por la escalera de caracol vuelta un ovillo por mi eficacia y precisión en el cumplimiento de las obligaciones contraídas. La neblina es negruzca cuando se le mira con ojos entornados y la soledad ha hecho sitio. El sabor en la boca cambia a medida que se condensa el agua. A veces tenemos capacidad, conservada quien sabe como, de sonreírnos con melancolía y retornar momentáneamente a la calma. Verme desde ella en el ejercicio habitual de los ritos confunde mi ánimo. Que ella vea desde mí le hará cambiar algunos pareceres. Me temo que la confusión dará lugar a la
claridad. He tenido particular temor por la lucidez. No es bueno aprender que las apetencias por el otro son intrascendentes. La vida tiene reglas engañosas que debemos conservar para sobrevivir algún tiempo a la intemperie. Ella: constatar que soy un accidente vano, un efímero pasajero de una absurda persistencia. Mirando hacia el techo la adivino en mono rosado estirándose al compás de una voz grabada. UNO DOS TRES. No va conmigo la fragilidad de movimientos, soy brusco, he aprendido que la escalera de caracol debe recordarme por los raspones en el pasamos y las bicicletas por el terreno aplanado que dejaré cuando me vaya. Ella cree en algunas bondades y espera al final de cuentas un balance. Esta mañana cuando entró con su vestido de tafetán estuve tentado de asomarme para coincidir con ella y abordarla. Segura estoy de percibir. Me escurro del vestido con movimientos de serpiente y sé que la puta del bluyín lo aparta de las espirales. Esta mañana cuando entré estuve tentada de tocar a su puerta. Buenos días, diría. Buenos días, diría. Llueve, diría. Es cierto, diría.
Llegó con una lluvia tímida
El camino andado podía vérsele entre los dedos. Venía de la confluencia de circunstancias y misterios. Venía de algún lugar de nombre hermético. Venía de algún lugar iluminado con teas donde el pan era carnoso y los fogones crepitaban sin término. Venía de la fragua de los metales, del azul destilado de las emanaciones, de las eras del moldeo y las conjunciones. Venía de algún lugar situado no se donde, creado quién sabe cuando. El hombre venía y confesaba que venía. El hombre sabía de los altares en las paradas y de las confluencias y de las primeras germinaciones, y lo contaba. El hombre tenía las soledades pobladas, el testimonio de la memoria alerta, la tranquilidad de los ojos opalinos. Tenía la madurez de las rocas desde ígneas hasta polvo, la reflexión de los viejos observadores de los relojes de arena, la fuerza contenida de los veteranos cataclismos. Venía de la identidad cimentada y de los cañones resultantes de miles de años. Tenía la mirada aguda de las aves que han emigrado muchas veces y una expresión de inteligencia que sólo adquieren cuando han ido y regresado de muchos inviernos y de muchas tempestades. Venía de donde él me dijo, de donde él creía venir, venía de un lugar cuyo nombre no me dijo. Venía de los elementos y de mis especulaciones. Venía como las estacas de la orilla del largo camino, venía de mis deducciones, de mis conjeturas, de mis conclusiones. Venía de donde sus hombros indicaban, venía de su pelo ceniciento que me dijo cosas y de su rostro abierto que me llevó a hablarle rompiendo así mi silencio y el de mi cabaña y el de mi vegetación. Cuando le vi, los insectos invadieron mis oídos y comencé a escuchar turbada como me decía que llegaba. Venía de algún lugar, como vienen todos los que vienen. Venía describiendo ese lugar sin hablar, moviendo solo su cuerpo magro y llevando en sus botas de cuero las tempestades y las calmas, las sequías y las inundaciones, el verde vegetal de sus recuerdos. No sé de donde venía, pero puedo decir con exactitud la forma de las sombras y hablar de ese lugar y aventurarme en el color de las mañanas y afirmar cosas sobre ese lugar mientras explico que en verdad nunca supe de donde venía. Llegó una tarde de noviembre con una lluvia tímida. Llegó y me miró desde sí mismo, me miró a los ojos con los suyos penetrantes. Supe que venía con los cabellos agrietados y con la calma desconfianza que yo misma sentía. Supe que ese hombre se me parecía. Me adiviné en la sonrisa espontánea de sus labios terrosos, en su respiración tranquila, en su conflexión y en su musculatura, en sus espaldas anchas, en su cuello cubierto con una bufanda sucia. Rompí mi silencio, se quebró mi silencio como una bandada de alcaravanes que emprende vuelo; rompí con las lenguas del silencio y me torné materia incandescente; emprendí el ensayo de una brasa que se reaviva ante el soplo de una presencia esperada; fui con él una combustión de materias que buscan
forma y halan palabras para una construcción largamente suspendida. Supimos entonces que habíamos estado esperándonos, que nos habíamos buscado antes de mi retiro y de su camino, antes de su experiencia en las multiplicadas plataformas y de mi solidificación, antes de sus vómitos y de mis transformaciones, antes de su fructificación en espantapájaros y de mi dominio del arte de disecar las temporadas y de autoabastecerme de espectros y de silenciar los árboles y de tornar inaudibles los insectos y de evitar el crecimiento de los picos de los zamuros. Supimos, al mirarnos en aquella sonrisa detenida, en aquel intercambio de dientes amarillos que estuvo suspendido en el aire quieto por el tiempo de las confidencias. Supimos, sin voltear a los lados, que los tallos se tornaban transparentes y podían verse los filamentos y una erupción de pelusas transformaba la luz mortecina de la tarde en vivero de gérmenes y bacterias y núcleos. Supimos que nos encontrábamos al mirar juntos y ver allá las tablillas de las anunciaciones y aquí el musgo sólido engrapado en una tierra joven fermentada y rodeándonos la aquiescencia de una noche híbrida de fumarolas y el agua hirviente rodeándonos y los sonidos que volvían envueltos en una neblina de silbidos y refugios. Seguiría a no sé dónde. Sé que no pude detenerle e iría al lugar que le esperaba sin importarle que yo quedaba atrás, volteada hacia sus pasos que seguían, horadando la vejez que veía acercarse en su espalda que se iba lacerada con cicatrices viejas y rasgaduras tibias. Sé que me siguió y se perdió de mi vista y los insectos se callaron y el ulular de la noche despertada se tornó silencio. Sé que se perdió en la noche y comprendí en el agua que me vertí en la cara desde mis manos cóncavas que me había ido con él, qué ya mi imagen no estaba en las aguas, qué mi cabaña de ermitaña se quedaba sola.
Los álbumes son libros en blanco cuyas hojas se llenan
La tarde humedece los metales. La claraboya divide en círculos y reflejos. En la mesa del rincón se amontonan los santos y alguna paloma mete las patas en el grueso cristal, en escala hacia la casa redonda pendiente sobre el depósito. Corta revistas de propaganda mientras una vela arde, parsimoniosa, en invocaciones desconocidas. El escaparate guarda ropa vieja y álbumes con fotografías. La guitarra estuvo en el cuarto de al lado, el de los huéspedes. Los tamarindos se le meten como tendones entre los resortes de la boca que retorna las palabras espesadas hacia la pila del fondo, donde, todavía, gotea un tubo sobre el musgo. Arrastra los recortes pegados en botellas por los senderos que terminan sobre la puerta donde se duerme. El cemento es brillante y se distinguen las marcas de las roturas y las huellas de la bicicleta y los pasos de madrugada hacia la bañera de hojalata. El pozo se plegaba entre la hojarasca y los arenales y desde la ventanilla se veían los caminos de tierra donde el enano se adentraba en procura de orégano y las arideces se tomaban de la mano para beber las costras de las fuentes pasadas. Algún flaco murciélago bebe, todavía, del cacao endurecido, ahora que la vieja tiende el inmortal mantel madeirense sobre las capas y pegostes que forman materia en los inasibles hilos de los esfuerzos. Se vuelca sobre el escritorio la foto del sombrero que no es el mismo que una tal Rosa portó la gran noche de las canciones mexicanas, pero que lo es, porque no se pierden los colores por la habitualidad del gesto ni deja de sombrear la pared la sillita de madera que me sirve para mirar la acera de enfrente. Tiene una foto en la mano y sobre las rodillas los álbumes; pega bajo las láminas de plástico engomado, qué las costas son abruptas y los reflejos sobre el agua salada hacen el efecto del alcohol. Las manías son inocentes, piensa, mientras recorre los rostros, rememora los orgasmos y ve caballos sobre los cuales se puede caminar y puentes que se pueden alcanzar entrometiéndose en los sobacos de los marineros. Mira, aprende y memoriza, las estacas de los muebles rotos pueden meterse sobre los fondos negros, puede conseguir los exilios y retornar a la caída de las ilusiones; las escalas, en los trajines de los infinitos terminales. Sobre los vertederos saltos y escándalo sobre las chispas para que chamusquen los pelos. Se cubre todo con papel periódico para producir oscuridad, impedir los sonidos guturales y aislar en pequeñas bolsas los augurios. Sí, se puede hacer de las fatalidades pequeños papagayos y de los recónditos escapes memorizables experimentos a cubrir con algodones y guardar todo lo desleíble en cajitas y hacerse un avaro celoso mientras aprende y rompe los trazos de las migajas de pan y se traga los huesos de las aceitunas y escupe los tubérculos que se le metieron por los pies como sabañones. Los trajes de viaje se guardan y los de baño se coleccionan y,
por las carreteras de las lejanías prometedoras, se habla, metiendo en los tocadiscos las últimas pisadas dadas en compañía de los arquitectos por la colección de fuentes; hay cosas que no se pueden olvidar como los favores del actor luego de bajarse de los pisos más altos y de tener la paciencia de escuchar entre cada introducción de la verga del viejo palomar. Sobre la planicie verde se abate un viento frío. Sobre la colina verde pastan las ovejas. Sobre la ensenada riñen los perros de la inmensidad. Sobre la escalera caen podridos los hierros maltrechos de los pasamanos. La sangre le brota de la nariz herida de un colmillo cuando su dedo pulgar sube sobre la cicatriz del pie de regreso de la congelación y de los viajes por los senderos escarpados donde se conseguían las justificaciones y los higos. Siempre viajeros de miradas tolerantes y dientes postizos, desde viejos colchones enmarañados, dispuestos a engrosar de imágenes los álbumes a mostrar a los otros viajeros llegados de las rocas horadadas y de los pies podridos. Mira el trago olvidado a los pies del sofá. El hielo se ha deshecho y el whisky cubre una costra blanca quedada del agua. El disco se ha repetido muchas veces, la oscuridad del invierno oculta el crecimiento de los poros y los rostros han cambiado. Los pájaros se mataban con hondas y los dedos se herían con las tunas del cedro. Se caminaba sobre la estera de los higos podridos y se veían las paredes descorchadas y las manchas del barro. Se jugaba al ajedrez con los vecinos y la pila servía de escenario, se esperaba la luz en los filos y en las visitas esporádicas y lejanas, se andaba a las confiterías y se seguía el espectáculo de las palabras en aluminio rojo al aproximarse las ruedas del atardecer. Es que ha crecido de los bordes amontonados sobre la oscuridad y las carátulas, desde las miradas hacia arriba de la cabeza recostada sobre el sexo, una cara que abomba la piel y distorsiona los tejidos; ojos bordeados de grasa; metal oxidado, las mejillas. En los pies le crecen cascos; los senos los sostiene con gruesos cintillos de cuero, un huevo le asoma en el talón, el pelo lo sustituye con un trapo multicolor unido a las cejas y en las orejas tiene tenazas de cangrejo; abre un paraguas bajo sus costillas y la deja lloriquear, el viento sopla fuerte, hay una expresión de temor en las rendijas de las ventanas y el frío camina de puntillas sobre las baldosas. Toma el vaso de nuevo lleno y lo lleva a los labios, la hace beber, la desnuda de escamas, la tiende del gancho y la amasa para que se haga una pasta. La vieja casa está tan lejana, perdida entre los dedos, sumergida en la suciedad de las uñas. La escena me fija. Asisto a las cosas que se dicen. No se mueven, pero puedo escuchar sus palabras. No sé que hacer, qué actitud tomar, qué modificación introducir. Un cuchillo separa el cuarto del resto del edificio; será, acaso, en poco tiempo, disparado sobre el vacío a buscar la finitud. Estela de pasos lácteos, confuso el que miro con el anterior y el anterior con el que ya no quiero ver. Están el uno sobre el otro, malgastando la saliva en una masa que no termina de responder a las órdenes de los furúnculos que saltan alrededor de la inmovilidad de gestos. Me torno inquieto a buscar pero está aislado y ahora no sé si inmóvil o si me parece porque me muevo con él. La tentación de saltar sobre el techo es grande pero logro dominarla; prefiero de cabeza hacia abajo, asomarme a la ventana y saber qué hablan, qué cosa se dicen; la humedad se detecta en los poros abiertos y los vidrios debo limpiarlos con las mangas de la camisa para poder seguir la fijación y así esparzo mi aliento sobre la sombra para que confundidos traten de adivinarse. La araña gira sobre si misma, las luces son amarillas y azules y a medida que la velocidad aumenta se hace una sola ráfaga; triángulo, se puede precisar con mayor claridad el espacio que dejan entre si, el magma que los separa; la purulencia se solidifica, brotes de larvas asomándose impelidas por las fotografías que se chamuscan en los álbumes. Una palabra atraviesa el cristal y la sucesión me hala hacia adentro, hacia los paralepípedos, hacia las puntas apenas en roce, esferas blancas y
verdes hacen simetría entre los espacios abiertos en los cuales me gustaría ensordinarme. Lo tomo del brazo y lo muevo, lo dejo caer, hago la misma prueba asiéndolo por el tobillo, la repito tomándola por la rodilla pero me detengo temeroso de que puedan quebrarse. Los escarabajos caminan entre las gotas de lluvia. En las gotas de la lluvia posada sobre el césped brillan luces lejanas traídas en el costado de los ruidos. Por las cunetas de las calles bajan las aguas ofendidas. Se participaba, sí, de las manifestaciones por los pasillos. Se andaba de noche en el viejo Volvo a espantar los mosquitos y a repasar las ambiciones. Se esperaba, todavía, que la ciudad encontrada cada domingo por la noche pudiera ser tomada de la mano y llevada bajo la regadera hacia cada lunes y los nísperos pudieran servir en las travesías de aquellos callejones llenos de sombras y de recovecos, de mujeres pedaleando las máquinas de coser y de pensiones en las casas señoriales abandonadas de señores y corroídas de falta de pintura. Encontrar los caminos hacia las explicaciones, procurar los laberintos, le hace hablar con leves pausas. Sobre la montaña viajó cinco veces, sobre el carpintero caminó una vez, sobre el vendedor surgió una sombra, sobre el viajero se anegó, en el fabricante de teléfonos constató la honestidad, sobre el agua de la escoba derramó agua manchada de lápiz y la persiguió más allá de las emanaciones, en las profundidades donde se esconden burbujas. Inclinó los goznes de los asientos y se encaminó presurosa de los autobuses que, todavía, pueden encontrarse en las autopistas con las cargas de siempre sólo los rostros modificados y también anduvo hacia el norte para acampar sin hombre en los parajes de las búsquedas donde sólo los erizos podrían contar de los encuentros y de las emulaciones; moluscos que se rasguñan, cocos que se muestran las bocas abiertas con las lenguas mutadas y escasez de leche, esfuerzos didácticos por aprender laceraciones de los besos sin dientes mientras aúlla sobre las suaves colinas el asesino intolerante. La foto de los dos tomada bajo la cúpula en camisa abierta y cota bordada desteja las sonrisas y dibuja las estatuas entre las casas marrones donde se busca la placa que identifique la calle deseada. Se lo cuenta desde la intrepidez del afán, desde el animal que el cuchillo implacable va despedazando, desde los frigoríficos donde las piernas no sienten los garfios que las sostienen. Se mueve lentamente sobre la condensación, como sin física, habla y los garabatos se hincan de su aliento, rasgan, halan, corren como cucarachas al oler el azúcar que sale de las grietas. Sobre las poncheras de peltre surgen las contaminaciones, se hacen fuentes pequeñas y disparejas que gorgotean conformando un murmullo adapto a la totalidad de aquel cuarto semioscuro en una tonada monótona que se esparce y cae en el suelo desapareciendo. Se alza, toma el vaso de whisky, bebe y la expresión de su rostro no tiene nombre. Yo no conseguiría uno para dárselo ni sé como describir las puntas blancas que se asoman a su barba o el encogimiento de las bolsas de los ojos o la mandíbula dislocada; qué decir del cuerpo desnudo que permanece sobre el sofá como bañado de palabras y de la inercia de los músculos de su vientre; no me atrevo a husmear en el ombligo vertical porque me puede morder de nuevo el perro en la nariz. Prefiero observarlos en silencio mientras empapo un tabaco y me enfurece un televisor que un desgraciado ha encendido en el vecindario. Afortunadamente, para mí, dice de unas tablas podridas de donde partió alguno con la calavera bajo la piel y de un mono que podía balancear en brazos sin necesidad de meterle el seno en la boca y de unas bocanadas de champaña que dejó caer sobre un sexo inerte y de un poste de telégrafo simiesco y de una tierra donde caminan en cuatro patas. La ciudad era triste como un manto de puntos inconclusos, la niebla obturaba los túneles y desaparecía las patas de los acueductos. Se comenzaba cada mañana el lento ascenso por las bocanadas corruptoras de las piedras y se llegaba y se volvía y en la tarde se podían contar los huecos en las redes y correr tras un bote desclavado y sumergirse en agua tibia con una
música repetida que encendía y apagaba las bocas de los leones submarinos. Seguía el chisporrotear de los leños y almacenaba en el garaje piñones recogidos en las carreteras vetadas y entre los troncos caídos. Podía descubrir pedazos de columnas aún semienterrados y pisar las lápidas superpuestas por los signos o detenerse en una colina confundido por las piedras sin calles. Se sentaba frente al fuego a procurar de los tizones fechas y destinaciones, fumaba en cuclillas con sus hábitos de brujo y testimoniaba que los humos tomaban los caminos y que las piedras absidiales se azulaban tenuemente. Oficiaba sobre los zapatos viejos dejados en los escalones y con alambre ataba los plásticos de las regaderas. Se asomaba a los lados opuestos de los puentes y a las fortificaciones que bordeaban el mar. La tormenta se enmascara de azul oscuro por una de las viejas vías. Es un conjunto de dos edificios, mayor el próximo a la calle. Una vid cubre en pérgola la mitad del camino entre ambos. El segundo está en línea recta con el estanque. La hierba, descuidada, se alza medio metro del nivel de los pilares. La reja que protege la escalera está zafada y unos troncos se amontonan en el primer descanso. Un tapete sucio está delante de la puerta. La entrada es un pasillo largo. A la derecha está el cuarto, luego de la chimenea. De la pared pende un dibujo a lápiz y un desván sin puertas. El sofá está cubierto con una cobija colorada. Hay dos ventanas. Unas muñecas están metidas en los esquineros. Un frasco de perfume está abierto sobre un confidente y se derrama. Hay manchas de polvo en los bordes de las gavetas. Una mosca revolotea sobre un trozo de ceniza. Los dos se miran tranquilos mientras el viento deshace los entornos y mece los columpios de las tierras altas donde los peces han sido enjaulados y los cactus dan a luz frutas rojas. Giran las tablas y nadie se ase de los bordes ni nadie aceita los goznes. Se mecen las paredes y los barros buscan formas; las piedras caen después de la penetración de las hojas haciendo saltimbanquis en las pronunciaciones. Se miran desde la arena levantada y se saben clavados en el movimiento. Ululan las mucosas y se baten los cartones rojos y amarillos en medio de los juegos. Enmarcada en nácar una sonrisa prisionera preside las festividades de la medianoche. La botella vacía rueda por el piso, se amontonan el papel y el olor penetrante del licor. Yo vengo por la avenida en medio de la multitud desde el aeropuerto donde llegué un 15 de agosto y persisto hasta estos tiempos de lluvia en que la gente se encoge y me concentro en la antesala de los hoteles a mirar a los porteros y las evoluciones de los mesoneros. Entro a asomarme a las ventanas, espero que se desentumezca y observo a la mujer de cabeza rectangular que el pintor de la otra acera ofrece y los comentarios morbosos desde los mostradores sobre el remedo que encontraré en mis andanzas. Ya tengo el presentimiento de las mesas adosadas a las aceras y de las carpas; los autobuses salen a primera hora y hay disposición para extenderse previo permiso de los señores que organizan y disponen de las cajas entre las cuales habrá de andarse. Creo haberlo visto mirando las vidrieras de los obeliscos y echado al lado de un estanque. Creo haberla visto asomarse presurosa desde un gris metálico y haberla escuchado por vez primera mientras iniciaba el recuento de un largo paseo interrumpido por la simplicidad de alguien que portaba unos paños y preguntaba si volvería, si sería distinto con él, si se repetiría o desaparecería, como los otros, como aquellos que habían visto tirar de las cuerdas y hablado de sí mismos entre la música desleída en eco. Fue precisándolos de entre la multitud, entresacándolos de las callejuelas y delineándolos mientras de los balcones se asomaban labios apretados; en una esquina, identificada con la huella digital, comenzaba la angustia por conseguir el combustible mientras yo me alegraba por haber encontrado las palabras claves, qué cualesquiera eran, y los perseguí esa noche y me introduje furtivo en las maletas dejando de existir la multitud y ganando el privilegio de estar aquí, viéndolos, husmeándolos, olfateándolos, sudándoles el sudor,
individualizándoles los cartílagos, batiendo mi lengua contra los mosquitos. Ahora posan para las fotografías. De la vieja casa se baja al despeñadero por un tobogán y la cámara registra una trucha de escamas incandescentes que vuela entre las montañas; el sonido ronco despierta los zorros y los álamos se estiran apoyando los brazos en tierra para evitar la caída; la cámara registra un marrón vibrátil de plataforma inclinada que cae tras la cúpula y se viste de uniforme; la orquesta se convierte en un solo instrumento de convulsiones y caídas y la cámara registra vetas de colores superpuestos y un aire frío que provoca la disputa de los hongos. De los inventarios de las costas surgen los dolores en los músculos, la cámara registra el encuentro de los nudos de los troncos, el entierro desatado sobre la casa alquilada para los pretextos y las caricias sobre un sexo de la misma estirpe; puede verse frente a una chimenea una figura que teje por meses y la cámara queda fija con el objetivo abierto para la grabación de la monotonía y la angustia; el crecimiento de la máscara puede apreciarse, puede verse la posesión sobre la nariz y la boca, puede encontrarse en detalles la deformación de los pómulos y el crecimiento de la hierba sobre la frente. De la película sobre el perro blanco las tijeras esculcan los filigranas y los alambres adaptados a las posiciones de las apremiantes necesidades; la cámara registra una ciudad llena de carros donde las rodillas y no los codos se apoyan en las ventanas; los síntomas se han transformado en enfermedad y existe la costumbre de ponerse en el verano una flor sobre los cabellos y una desnudez sobre el ombligo; la cámara registra la canción de formas rotundas e in crescendo se suceden las palomas sobre las antiguas pinturas y sobre el ascenso de los centenares de escalones hasta donde todo se puede ver menos la placa que han buscado con aquel de los primeros años. La cuarta foto se toma ahora, en este cuarto donde compartimos las consecuencias, donde nos revolcamos sobre las colecciones y somos testigos de las esfinges, hechas de diversas arcillas y amasadas con la misma liquidez, tomadas en las ciudades extranjeras y en los pasajes subterráneos, aserradas por el tiempo pero persistentes, la cámara nos registra en este cuarto, abrazados, extendiéndose ella por sobre las superficies o vagando yo con la caja recién encontrada, mirándose ella en los espejos de las puertas o mirándola yo en los marcos de las consternaciones, llenando ella los espacios en sustitución del alcanfor o moviéndome yo con la espalda sobre las paredes para no molestar el acordeón, corriendo ella la cortina desde sus zapatos rojos para que la medianoche refuerce la temporalidad de las luces o sintiendo frío yo desde la ingravidez de mi barba sucia y de mi mano que la tienta, ahora que el sol es cuestión de horas y las olivas no se moverán y deberé templar las cuerdas húmedas con las puntas de las uñas. Los vientos lamen de pasada las clavijas. Entre los travesaños y el frío cruza la locura de las calles como un témpano al cual está marcado el retorno. Yo no puedo hacer nada, los brazos me penden como gusanos desenterrados; me limito a puntear los termómetros y a caminar, lentamente porque tengo los pies hinchados, y a lamentarme sobre el álbum rojo de no haber sido trasplantado en los primeros tiempos a los espacios aquellos antes de que la desolación los hiriese sin remedio. Va hablando solo sin que se escuche nada, tal vez de si mismo, de su inserción en las maravillas o de los aeropuertos, de su escasez de peso o de la fragilidad de los moluscos; los labios se le mueven como halados y un gesto de la cabeza parece reafirmar aquello que no se oye; se desmonta frente a la redoma para ver gesticular mientras con el pulgar se toca la yema cortada del anular y va de nuevo a las laderas del cerro a hojear los libros y siente que le tocan la ventana de la pensión y camina sin ánimo en la mañana por la calle semidesierta rumbo a lo que no le servirá y vuelve a pronosticarse una desazón en las tardes frías que vendrán de nuevo como aquellas terribles en que se paraba en las cervecerías y se envolvía en un pañuelo para disimular frente a la gente y miraba el azul de la montaña y se delineaba desde el
balcón el edificio de cuadrados mientras acostaba suavemente el arma; su espalda mordida se angosta, los pies se le hunden en los callejones, mira los afiches, siente la murmuración de los pulmones tras las paredes de cartón piedra, sube por la cuesta a buscar de nuevo el asco y el sexo lo toma entre las manos para dejarlo caer dentro de una desconocida; vuelve a ponerse el pijama que usaba los domingos sobre los rectángulos del jardín y descubre que la silla de madera se mueve sobre la pared. Lo constato en el cuarto de la claraboya. El toma las tijeras y corta. Las cosas cortadas quedan sobre el piso de cemento. Una paloma mete las patas en el cristal y en los metales crece una mancha húmeda. Los álbumes son libros en blanco cuyas hojas se llenan.