Cuento 2

  • April 2020
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  • Words: 3,756
  • Pages: 15
LAGUNAS (cuentos) Germán Parmetler ALAS “… y extendiendo sus alas, llenará la anchura de tu tierra…” Isaías, 8,8

I. La pista de aterrizaje del aeropuerto de Lagunas, desde las alturas, parecía una inmensa cruz entre el pastizal seco y la paja brava. Cerca de la pista, había una laguna cubierta de irupés. La torre de control y el edificio del aeropuerto emergían de la tierra ajada, de ríos negros. Hacía más de dos semanas que no llovía en Lagunas. Luego de una hora y media de vuelo, el avión bajó. Miriam presintió el temblor del aterrizaje. Y temió, como siempre que aterrizaba. Miró por la ventanilla y vio la maleza agitada.

Los rayos del sol atravesaban ventanales enormes –un paredón de vidrio–, y llenaban de luz la sala de espera y el bar del aeropuerto. Desde los ventanales se veía parte de la pista y el lugar donde se detenían los aviones. Escalones abajo, se extendía una terraza. Hasta allí llegaba la gente para ver aterrizajes y despegues. Si uno iba hasta el borde de la terraza, podía apoyar los codos sobre el barandal de aluminio, bajar la vista y admirar ese pequeño jardín bien cuidado: el césped corto y azaleas alrededor de un escudo de la provincia –la palmera y el arado en bronce– reposando sobre una base de quebracho. Luego, desde la tierra, podía uno trepar con los ojos por el mástil hasta el pabellón nacional en la cima. El

poco viento se encajonaba y corría por allí en resignadas olas de calor. La bandera celeste y blanca –una tela grande y pesada– se movía envuelta en sí misma, como si la mano del Chaco la hamacara sin ganas. En la terraza había una mujer de camisa blanca con un nene en brazos. Ella le decía algo y los dos señalaban a la torre de control. Luis Alvarez esperaba sentado a una mesa del bar, junto a un ventanal. Ora miraba a la mujer con el nene, ora la pista, ora al pastizal. Cuando oyó y vio al avión bajar desde el cielo, apuró el whisky. Llamó al mozo y pagó. Se levantó, y bajó lentamente a ver el aterrizaje. En la terraza sintió el calor del viento. Eran al menos veinte personas. La mujer y el nene ahora señalaban al avión. El ruido de las turbinas llenó el aire caliente –los vidrios temblaron y muchos se taparon los oídos. Alvarez se perdió en el hombrecito de overol anaranjado que movía los brazos, haciendo las señales para los pilotos. Antes de que terminaran las maniobras, Alvarez decidió volver al bar. Habían acordado encontrarse allí. Sólo entonces pensó que quizás había sido descortés no proponerle ir a recibirla como hacían todos. Esta vez se sentó a la mesa más cercana a la entrada. Se desprendió un botón de la camisa y llamó al mozo. Agua tónica y hielo. Se movió hacia un lado en la silla y sacó un pañuelo del bolsillo de atrás. Se secó el sudor de la frente y de la papada. Se sacó los anteojos de lejos, y se pasó el pañuelo por los párpados. El tractor con acoplado que juntaba las valijas atravesaba la pista.

Los pasajeros bajaban en orden, pero Miriam aún seguía en su asiento. Una azafata le sonrió con rouge y dientes grandes; le dijo que ya podía descender. Sí,

gracias, dijo Miriam. Buscó su equipaje –una cartera marrón de cuero– bajo el asiento, se la colgó de un hombro y caminó por el pasillo. Fue la última de los pasajeros en bajar. La claridad de afuera la cegó. Sintió el aire pesado. Sacó de la cartera unos anteojos de sol y se los puso. Eran modernos, marrones, ovales, sin marco. Miró al cielo y caminó por la pista.

En el bar, ahora había sólo dos mesas ocupadas: una por Alvarez, la otra por dos hombres de traje. La terraza quedó vacía. Todos habían ido a la puerta de arribos, a recibir a quienes esperaban. Alvarez miró la hora: la una y media pasada.

Cuando Miriam entró al bar, Alvarez tecleaba un pie bajo la mesa. Si ella lo hubiese notado, tal vez habría sospechado que los caminos de los genes pueden ser impredecibles: ella también solía teclear así el pie cuando estaba nerviosa en una silla. Pero ni se dio cuenta. Era la primera vez en sus vidas que Miriam y su padre hablarían, personalmente. La última vez que Alvarez había visto a su hija fue cuando ella estaba por cumplir diez meses. Ahora Miriam tenía veintiocho años.

II. Dos semanas atrás, Miriam había hablado por teléfono con Alvarez. Le había dicho que era una decisión analizada, no un arrebato: quería verlo y creía que lo mejor era

que viajase ella a Lagunas, pero no importaba si él no quería. Alvarez se había quedado callado, pero al final había dicho que sí, que él también quería “verla”. Entonces ella había dicho que volvería a llamarlo en unos días, y se había despedido. Cuando su esposa hubo terminado la última clase de piano de aquel día, Alvarez la había llamado desde la cocina. Le había pedido que se sentara. Entonces entrelazó las manos y le contó de la llamada de su hija. Ella le preguntó qué pensaba hacer y él le dijo. Ella dijo que le parecía bien y se quedó en silencio. -¿Qué pasa?- preguntó Alvarez -Nada- dijo su mujer, tocándose la frente-. Me duele un poco la cabeza. -¿Querés una cafiaspirina? -¿Hay? -Ahí te busco A la noche siguiente, durante la cena, Alvarez le había preguntado a su mujer si creía que debía llamar a su hija. -¿Para qué? -Para arreglar mejor las cosas, cómo encontrarnos. -¿La querés ver o no? -Sí, cómo no. -Entonces dejá que llame ella, como te dijo. -Pero no confirmamos nada. -Hacé como te parezca. -No sé.

Se quedaron callados. Cinco días después, Miriam había llamado de nuevo, confirmando día y hora de llegada. Alvarez le contó que había estado a punto de llamarla. Resolvieron cómo encontrarse en el aeropuerto. Alvarez le preguntó si quería parar en su casa, dijo que había un cuarto de invitados y que a Dorita, su señora, le gustaría mucho conocerla. Miriam agradeció, pero iba a ir y volver en el día –ya había combinado los vuelos. Luego se despidieron. Alvarez colgó. Miró a Dorita, de pie, a su lado. Y le contó.

III.

Miriam llegaba desde Capital un miércoles, en el vuelo de las trece quince. Ese día, como siempre, Alvarez se había levantado un poco después que su mujer. Fue a la cocina, saludó a Dorita y avisó que salía a comprar el diario. Compraba el diario sólo los domingos, pero aquel día se le dio por comprarlo también –para ver los horarios de los vuelos. Caminó las tres cuadras hasta el puesto de diarios y se cansó un poco. No era amigo del hombre del puesto, sin embargo Alvarez le contó de la llegada de su hija. Quería contárselo a alguien más, alguien al margen. Pero cuando el hombre dijo: “nunca me hubiese imaginado que usted tenía una hija,” a Alvarez le pareció que el hombre

esperaba más detalles, y se arrepintió de haber hablado. Así que se fue sin decir más. ¿Cómo se imaginará alguien que otro no tiene una hija?, pensó.

Alvarez y Dorita se sentaron a desayunar –mate con cola de caballo, pan sin sal y margarina. Dorita cebaba. Alvarez hojeaba una parte del diario y su señora la otra. Alvarez preguntó: -¿Qué me puedo poner? Dorita se quedó pensando un rato. -El pantalón azul- dijo-. Con la camisa celeste mangas cortas. -¿Qué pantalón azul? -El del traje. Con la camisa celeste te va a quedar bien. Les voy a pasar un poco la plancha.- Dorita hizo a un lado la pava y el mate, y se levantó. Después volvió y le mostró la ropa. Alvarez dijo sí con la cabeza. Dorita fue al fondo de la cocina, desplegó la tabla de planchar y sacó la plancha de un canasto de mimbre. Sonó el timbre. Alvarez y Dorita se miraron. “Voy yo,” dijo Alvarez y se levantó con cuidado. Era una alumna de Dorita, una nena de diez o doce años. “Hola,” dijo la nena, sonriendo. Traía una carpeta en la mano. “No tuve clases, hay paro.” Alvarez había leído del paro en el diario. La nena quería aprovechar para ensayar un poco. “Pasá,” dijo Alvarez, y encendió las luces. Le señaló el piano, como dándole permiso. “Gracias,” dijo ella, y se sentó en el taburete. Levantó la tapa, abrió la carpeta sobre el atril y buscó unas partituras. Alvarez se quedó mirándola. La nena se dio cuenta y

lo miró también. Se sonrieron. “Dorita viene enseguida,” dijo Alvarez. “Bueno,” dijo la nena. A las once menos diez, Alvarez entró a bañarse. La banderola de la puerta del baño estaba abierta y desde la ducha oía que la nena tocaba el comienzo de La marcha turca, de Mozart. Cada vez que erraba una nota, comenzaba todo de vuelta. Alvarez escuchó a Dorita decir “estaba bien, no pares”. Apoyó una mano contra los azulejos, cerró los ojos y dejó que la lluvia tibia le bajara por la espalda. Salió del baño. Entró al dormitorio y cerró la puerta. El pantalón azul estaba sobre la cama, y la camisa celeste, en el respaldo de una silla. Se miró en el espejo de la puerta del ropero. Tenía el cabello húmedo, y talco en el pecho y en los sobacos. Un toallón blanco le rodeaba la panza y caía hasta las rodillas. Debajo de la panza, sobresalía la hernia. Se sacó el toallón y lo tiró sobre la cama. Después se puso una faja que le sostenía la hernia. Se vistió despacio. Volvió al baño a peinarse –y de nuevo escuchó a la nena, que seguía con Mozart. Se hizo una raya prolija al costado. Tenía mechones grises entre las canas. Se pasó los dedos por el bigote ralo y salió sin apagar la luz. De nuevo en la pieza, buscó el reloj, la billetera y los anteojos de lejos; sacó, por último, un pañuelo del cajón de la cómoda. Fue al comedor y avisó que se iba. “Esperame un ratito,” le dijo Dorita a su alumna. -Estás tocando muy bien- dijo Alvarez-, estuve escuchando. La nena sonrió. Alvarez se despidió y salió con Dorita. Había un sol fuerte que les cerraba los ojos. Dorita cerró la puerta de calle y fueron juntos hasta la vereda. -¿Estás bien?- preguntó ella.

-Sí- dijo Alvarez. Le hubiera gustado decir algo más convincente, pero no se le ocurrió qué. Los ojos de Dorita se llenaron de lágrimas. Él la abrazó y la metió en su pecho. -Todo va a salir bien- dijo Alvarez. Se dieron un beso en la boca. Dorita le llevó hacia delante el cuello de la camisa, y le palmeó el pecho. -Andá, que se hace tarde. -Quedate tranquila. -Me quedo tranquila. Parada en el umbral, lo vio irse. Era grande de espaldas, y rengueaba. Dorita escuchó el piano. Se secó los ojos con un puño, y entró. Alvarez guardaba el auto en un galpón a la vuelta de su casa. Ahora sólo lo usaba para llevar a su mujer a los viveros, o al hipermercado, o a donde ella quisiera. Antes lo había usado para ir todos los días al trabajo, para ir a pescar, para esconder parte de su sueldo, o para dormir algunas noches cuando salía. Algunas veces, cuando volvía luego de esas noches, Dorita se había ido de la casa. Pero ella aún seguía con él, y él con ella. Solían reírse, y hoy ella había llorado al despedirlo. Alvarez miró el remache sobre el guardabarro de atrás y le pasó la mano. Calentó el Falcon un rato. Luego lo puso en marcha, saludó al encargado con la cabeza y salió.

IV.

La mujer que estaba con el nene en la terraza pasó frente a la puerta del bar. Ahora la acompañaba un hombre alto y bronceado. El nene caminaba de la mano del hombre. Miriam buscó con la mirada. Se quitó los anteojos de sol y se los puso como bincha. Los dos hombres de la otra mesa dejaron de hablar para mirarla. Rubia, alta, hermosa. Tenía puesto un pantalón de lino, una musculosa verde oliva y sandalias. Alvarez dejó de teclear el pie y arrastró la silla hacia atrás. Se levantó, cuidándose de no hacer fuerza. Estaba cerca de su hija. Tiene que ser ella, pensó. -¿Miriam? Miriam no dijo nada. Avanzó hacia él y se acomodó la correa de la cartera en el hombro. Se saludaron con un beso. Al sentarse, a ella se le cayeron los anteojos: pegaron en la mesa y terminaron en el piso. Los levantó rápidamente. -¿Se rompieron?- preguntó Alvarez. -No, parece que no- dijo Miriam. Tomó los anteojos de una patilla y los miró. No les había pasado nada-. Nada- confirmó Miriam. -Menos mal- dijo Alvarez. -Los compré esta mañana antes de venir. -Entonces son buenos. -Deben ser, salieron caros- dijo Miriam-. Los elegí la semana pasada y hoy fui y los compré antes de venir. -Mejor entonces- dijo Alvarez. Miriam dejó los anteojos sobre la mesa, tras un servilletero. Sacó un celular de la cartera y lo puso también sobre la mesa. Colgó la cartera en el respaldo de la silla. -¿Qué tal el viaje?

-Bien. Más rápido de lo que pensaba. Unos minutos después, se escucharon las turbinas. El avión carreteó en la pista, tomó impulso y voló de vuelta. -¿Fumás?- preguntó Miriam. -No- dijo Alvarez-. Dejé hace unos años, tuve que dejar. -Mejor. -¿Y vos? -No, nunca fumé -dijo Miriam-. Es raro, siempre estuve con gente que fumaba: mis compañeros del secundario, mamá, pero nunca fumé. -Eso es bueno. -Sí, pienso que sí. O no sé, nunca probé. Alvarez se rió. -Es verdad- dijo Miriam también sonrió. Tenía dientes blancos y parejos, pero la sonrisa dura. Alvarez la invitó a ir en el auto a conocer la ciudad. Pero, aunque su vuelo de vuelta salía ocho horas más tarde, Miriam prefirió no moverse del aeropuerto. Le preguntó a Alvarez si ya había almorzado. No, dijo Alvarez. Miriam dijo que no comía carne roja y que quería algo más bien liviano. Pidieron una ensalada de zanahoria, remolacha y huevo, para compartir. A Alvarez no le gustaba la remolacha, pero no dijo nada. Miriam le contó que había estudiado danza desde chica y que luego estudió también comedia musical. Desde hacía unos años trabajaba como cuerpo de baile en espectáculos de revista. Justamente, no podía quedarse más tiempo, dijo, porque a la

noche siguiente debía estar en el teatro para la función. Alvarez reconoció a las vedettes y los cómicos que nombraba su hija. Miriam le contó que harían la temporada de verano en Mar del Plata. También contó que estaba casada, y que hacía un año había empezado a ir al psicólogo. Viajar a Lagunas para conocerlo, dijo, era parte del “proceso” que había comenzado. Le preguntó si sabía que su madre había muerto el año anterior. -No- dijo Alvarez. -Un cáncer de páncreas la liquidó en dos meses- dijo Miriam, y explicó algo de las metástasis, pero Alvarez no la escuchó del todo. Sonó el celular. Miriam atendió. Era su marido, para saber si había llegado bien. Cortó y guardó el teléfono en la cartera.

Alvarez le contó que había trabajado en Lotería Chaqueña treinta años, que lo habían jubilado hacía cinco, y que desde entonces tenía mucho tiempo libre. Le habló de Dorita, de la hernia y de su operación al mes siguiente. Aparte de eso, dijo que, en general, estaba bien. -¿No tenés problemas por el peso?- preguntó Miriam. -Tengo colesterol alto, hígado graso y puede darme un patatús en cualquier momento- dijo Alvarez, sonriendo. -Tendrías que cuidarte- dijo Miriam. -Me cuido- dijo Alvarez-. Pero trabajé en Lotería y terminé creyendo mucho en la suerte, la mala y la buena.

Y así pasó la siesta. Alvarez volvió a preguntarle si no quería dar una vuelta, o conocer su casa. Miriam dijo que no, gracias, pero que si él tenía algo que hacer, que fuera, que a ella no le importaba esperar su avión. Incluso tenía un libro para leer. -¿Qué libro?- preguntó Alvarez. Miriam buscó en su cartera y sacó un libro de tapa blanca. -“Usted puede sanar su vida”- leyó Miriam y le pasó el libro. Alvarez estuvo a punto de decir algo inoportuno, pero sólo dijo que no lo conocía. Le devolvió el libro y Miriam lo guardó en la cartera. Alvarez dijo que no tenía nada que hacer y que quería quedarse con ella, si a ella no le molestaba.

A la tarde caminaron un poco por el aeropuerto, pero enseguida volvieron al bar, porque Miriam no soportaba el calor. Hubo momentos en que se quedaron sin palabras. Entonces Alvarez dijo cosas como: “no soy un gran conversador”, o “soy bastante aburrido”. -No es necesario que hablemos todo el tiempo- dijo Miriam. Tomaron té y Alvarez comió una porción de torta de manzana. Le ofreció a Miriam, pero ella no quiso.

La oscuridad subió por las mesas y se prendieron los fluorescentes del techo. Afuera, en el cielo, aún había claridad. Fue llegando más gente al aeropuerto: para irse, o para recibir a quienes llegaran. A ras del suelo, se encendieron las balizas rojas y verdes de la pista de aterrizaje.

A las veintiuna llegó el avión. Alvarez y Miriam lo vieron desde el bar. Miriam llamó al mozo y pidió la cuenta. Alvarez no dejó que pagara nada. Después, la acompañó hasta la puerta de embarque. Allí, entre otra gente, estaba la mujer de la terraza y el hombre alto y bronceado. El hombre tenía al nene en brazos. Lo besó y se lo pasó a la mujer. Ella ahora tenía puesto un chaleco negro sobre la camisa blanca. El hombre y la mujer se dieron dos besos en las mejillas. Alvarez notó la coincidencia: ese hombre haría los mismos viajes que Miriam en el día. Estuvo a punto de contárselo, pero pasaron preguntas por su cabeza. ¿Qué era ese hombre de la mujer y del nene?; ¿por qué habría viajado a Lagunas, como Miriam, por unas horas nada más? Alvarez y Miriam se dieron un beso. -Bueno, Luis, cuidate- dijo Miriam. -Vos también- dijo Alvarez-. Buen viaje. -Gracias. Dale saludos a…¿Norita? -Dorita. -A Dorita -Bueno, gracias, serán dados. A través del cristal, Alvarez vio cómo Miriam dejaba correr su cartera en la cinta. La cartera pasó los flecos de goma y entró al cubo de control. Miriam buscó la cartera del otro lado, se la colgó de un hombro, y partió. Alvarez bajó una vez más a la terraza. Una vez más estaban allí la mujer con el nene en brazos. El nene ya dormía, desplomado sobre el hombro de la mujer. La terraza estaba casi a oscuras y había un viento fresco. Los reflectores iluminaban el avión y

la pista. El tractor con acoplado estaba detenido bajo un ala; los hombrecitos trabajaban con las valijas. Los pasajeros entraron a la pista y desarmaron la fila. Alvarez distinguió a Miriam y la siguió hasta que abordó. Luego se abrió paso entre la gente de la terraza –no se quedaría a ver el despegue. Atravesó la sala de espera vacía. En una vidriera, vio de soslayo arcos, canastos, bolsos, y otras artesanías que hacían los indios –recuerdos del Chaco. Alvarez pensó que a Miriam no le habría gustado un recuerdo de ese tipo. Salía del edificio cuando oyó que lo llamaban: “¡Eh, señor!”. Era el mozo del bar, traía los anteojos de sol de Miriam en una mano. Alvarez le dio las gracias, y guardó los anteojos. Caminó hasta el estacionamiento del aeropuerto y sintió el viento fresco en los brazos. Llegó al Falcon. Se agachó muy despacio, flexionando las rodillas. Dejó los anteojos de Miriam sobre las piedras de construcción, bajo la rueda delantera del lado del conductor. Luego entró al auto y se quedó sentado, en completo silencio. Se sacó sus anteojos y se masajeó el tabique. Puso en contacto el auto, lo prendió y calentó el motor. Después encendió las luces y salió marcha atrás. Pudo sentir –o imaginó– los anteojos de sol al romperse entre las piedras. Enderezó el volante y puso primera. Saludó con la mano al encargado del estacionamiento. Alvarez oyó los estruendos del despegue y miró al cielo, como un animal. Había una luna menguante y nimbada. Va a llover, por fin, pensó

V. La entrada al aeropuerto de Lagunas era una ruta ondulante de cinco kilómetros y dos carriles –ida y vuelta– separada por arbustos. No muchos veían algo pintoresco

en este camino, pero a los costados había lapachos que florecían en agosto y, más allá, una franja de campo cercada por eucaliptos. Allí, los fines de semana, los chicos remontaban barriletes o jugaban a la pelota, mientras los grandes desplegaban las silletas y se pasaban mates y facturas. Incluso mucha gente rodeaba este camino – trotando o caminando– como ejercicio físico. Por allí también, solo como una isla, se levantaba un bosquecito de pinos. Ahora era de noche y no había nadie ni nada más que los lapachos, iluminados fugazmente por las luces del auto de Alvarez. En el avión, Miriam sintió que no tenía los anteojos de sol. Buscó en su cartera: no estaban. Hizo memoria. Se los había olvidado en el bar del aeropuerto. Los había comprado esa misma mañana, pensó con bronca. Alvarez manejaba con un codo apoyado en la ventanilla. Manejaba solo, como cuando había llegado al mediodía. Pensó en Dorita, y en la alumna de Dorita que había ido esa mañana. A la nena debía gustarle mucho el piano. No había tenido clases y en vez de hacer cualquier otra cosa, había ido a practicar. O quizá no tuviese muchas amigas. Lo que sea, era una suerte que Dorita tuviera una alumna así, pensó Alvarez. La marcha turca ya sonaba en su cabeza, y la música era tan nítida como si el piano estuviera en el asiento de atrás. Inspiró y pisó el acelerador. Puso cuarta y aceleró más; aceleró sobre la ruta oscura, lustrada con las luces del Falcon. Alvarez sacó el brazo y abrió la mano. Y entonces sintió como si desde los costados del auto se desplegaran alas. Alas grandes como las de un avión, pero las alas de un pájaro gigante. Alas que guardaban un viento salvaje entre la suavidad de sus plumas.

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