Ciudadanos Como Protagonist As

  • November 2019
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CIUDADANOS COMO PROTAGONISTAS Adela Cortina Catedrática de Ética y Filosofía Política Universidad de Valencia

1. Estado y ciudadanía Una de las tareas urgentes de la filosofía moral y política consiste hoy en analizar la relación que guardan entre sí -o deberían guardar- el Estado nacional, como peculiar conjunto de instituciones políticas, y la ciudadanía, la calidad propia de aquéllos de quienes se dice que componen el "pueblo soberano". Del Estado nacional se dice que está en crisis, y las objeciones contra él llueven al menos desde tres frentes: 1) Un respetable número de autores considera que el proceso de globalización y tribalización de las sociedades actuales resta protagonismo a las unidades políticas intermedias, como es el caso del Estado nacional. 2) Por su parte, el creciente neoliberalismo proclama la imposibilidad del Estado del bienestar, rechaza, en consecuencia, el papel interventor del Estado y desea verlo reducido a un mínimo, indispensable para mantener el orden que precisa el mercado. 3) Por último, una cantidad cada vez mayor de gentes progresistas entiende que el Estado nacional es necesario para garantizar la protección de la ciudadanía, pero siempre que funcione como un Estado reducido, aunque fuerte, capaz de generar entre sus miembros una conciencia de identidad peculiar, a la que se denomina ciudadanía. Es en esta última línea en la que se inscribe esta intervención, recordando que el Estado nacional sigue teniendo una importante misión, a la que no debería renunciar, pero que debería cumplirla teniendo en cuenta que no es un Estado para los gobernantes, ni para las fuerzas económicas, ni para los políticos y sus amista-des, sino de y para los ciudadanos, que constituyen su razón de ser, y a los que permite reconocerse en esa peculiar forma de identidad que es la ciudadanía. Porque el Estado nacional tiene el gran valor de no dar forma política sólo a los miembros de una etnia, sólo a los creyentes de una religión, sólo a un conjunto de ciudadanos con RH negativo (que es el pacato ideal de ciertos nacionalistas en el País Vasco), sólo a los que se identifican con una cultura, sino a distintas etnias, diversas religiones, diferentes calidades de sangre, culturas diversas, transmitiendo a sus ciudadanos desde el nacimiento el gusto -el buen gusto- por la riqueza de la diversidad. Que las cosas de calidad hay que ir aprendiendo a degustar-las, y quien se socializa en el "pueblerinismo" mal podrá después valorar en verdad la riqueza de lo diverso. Por otra parte, los Estados nacionales son conscientes de la importancia de generar unidades transnacionales, que vayan aglutinando proyectos intermedios, encaminados a organizar un auténtico orden mundial. Pero para hacerlo no pueden dejar de lado en modo alguno el protagonismo que en todos los niveles cabe a los ciudadanos. Precisamente, haberlo olvidado ha dejado a los miembros de los Estados nacionales predispuestos a optar por cualquier tribalismo capaz de satisfacer en mayor medida su necesidad de pertenencia y reconocimiento. El auge del comunitarismo en la filosofía moral y política en la década de los ochenta y su fuerza de convicción frente al universalismo liberal o socialista, tiene sus raíces en muy buena medida en ese deseo de las personas de sentirse y saberse miembros de una comunidad, pertenecientes a ella. Y los Estados nacionales no parecen haber aprobado el examen de generar convicción de pertenencia, de generar auténticos ciudadanos. De analizar los rasgos de esa noción de

ciudadanía, que convierte a los ciudadanos en protagonistas de la res publica, nos ocupamos en esta intervención . 2. Ciudadanía: una peculiar identidad Ciertamente, el vocablo "ciudadano" es uno de los más antiguos en la tradición social y política de Occidente y, precisamente por serlo, ha llegado hasta nosotros pertrechado de tal cantidad de connotaciones que resulta casi imposible aclarar qué sea un ciudadano, mucho menos hacerlo en unas líneas e indicar cuál es o debería ser su relación con el Estado. Y, sin embargo, resulta hoy indispensable elaborar una teoría de la ciudadanía y sobre todo ponerla por obra en la vida cotidia-na, por razones de diverso tipo. La primera de ellas, en la que aquí voy a centrarme, es la necesidad, profunda-mente sentida en los países con democracia liberal, de fortalecer entre sus miembros ese sentimiento de pertenencia de tipo peculiar al que me he referido, sin el cual tampoco puede pedirse a los miembros de una comunidad política que se hagan responsables de ella. Quien no se sabe y siente perteneciente a una comunidad política tampoco se sabe y siente responsable de ella y de sus miembros: sentido de pertenencia y responsabilidad son dos caras de una misma moneda. En efecto, el proceso de globalización, que nos lleva cada vez más a formar parte de lo que MacLuhan llamaba una Aldea Global y Jesús Conill una Jungla Global, provoca en las gentes una sensación de desarraigo que los Estados nacionales no han sabido paliar suficientemente haciéndoles sabedores de que pertenecen a una comunidad política que los tiene por suyos. La ancestral relación asimétrica que existe entre las personas y el Estado no genera precisamente la convicción de formar parte de una comunidad propia. No es extraño pues que justamente el incremento de la globalización tenga como contrapartida el del tribalismo y la fragmentación, el fortalecimiento de las identidades grupales, con la consiguiente desvalorización de las comunidades intermedias, como el Estado nacional. De él se dice aquello tan manido de que es "demasiado pequeño para las cosas grandes y demasiado grande para las pequeñas", con lo que se viene a concluir en múltiples ocasiones que entre la Jungla Global y las tribus locales no cabe un tercero capaz de generar entre las gentes un cierto sentimiento de pertenencia específicamente política, congruente con una forma a su vez política de ciudadanía. Qué significa esto es lo que intentaré mostrar en lo que sigue. En principio, resulta indudable que el primer bien social que una comunidad dispensa a sus miembros es la pertenencia a ella, lo cual resulta ya diáfano en el caso de una comunidad política. Como ha recordado Walzer, ser un apátrida tiene pocas ventajas sociales; pertenecer a un Estado nacional, reconocido por las demás naciones, empieza a tenerlas, sobre todo si ese Estado es fuerte y poderoso . Que aquí, como en casi todo, las desigualdades no elegidas son patentes y con difícil solución. Con todo, un Estado nacional dispensa la pertenencia como un bien, siendo diversos los grados de tal forma de pertenecer: "trabajador invitado" ("Gastarbeiter"), refugiado, asilado, ciudadano. Aclarar tales formas de pertenencia, especificando a qué se compromete el Estado con tales miembros y qué está legitimado para exigir de ellos, es tarea prioritaria; una tarea que hoy en día debe llevarse a cabo teniendo en cuenta hasta qué punto no se le puede negar un conjunto de derechos a quien forma parte activa de un Estado por la simple razón de no haber nacido en el país ni poder acreditar una permanencia indefinida.

Este primer capítulo en el libro de la ciudadanía -el de dotar de contenido a los distintos grados de pertenencia- debe estar en el orden del día de las consideraciones políticas. De darle una solución en la línea apuntada depende en muy buena parte que los países sean auténticas comunidades. Y, sin embargo, hasta el momento no hemos hablado sino de una de las dimensiones de la ciudadanía, la que más parece preocupar a los Estados libera-les: la ciudadanía legal. 3. Ciudadanía legal Hay, ciertamente, una forma legal de pertenencia a una comunidad política, que se expresa materialmente en la cédula de identidad o en el pasaporte, y que consiste en una suerte de contrato entre el Estado y el ciudadano. El primero se compromete a proteger los derechos del ciudadano y, éste, por su parte, se compromete también a asumir deberes de muy diverso género. Es en la Roma imperial donde nació esta idea de ciudadanía legal, que amparaba a todos los ciudadanos del imperio, y el liberalismo la asumió con entusiasmo, aunque por otros derroteros, al poner en el centro de la vida política el imperio de la ley. Son ciudadanos ahora, en el mundo moderno, los no vasallos, los no súbditos, los "cives". Por eso se dice de la sociedad que tal reconoce que es una sociedad "civil", que está "civilizada", constituida por quienes son sus propios señores y no súbditos. Con el tiempo resulta inevitable preguntarse si las sociedades modernas han cumplido con su compromiso de tratar a los ciudadanos como señores, o si más bien la asimetría existente entre los distintos ciudadanos no ha llevado a buena parte de ellos a saberse y sentirse más bien súbditos, o incluso más bien vasallos. Pero ése es compromiso ineludible de un Estado moderno, tome forma liberal o socialista, y el incumplimiento de compromisos tan elementales disuelve ese "saberse-sentirse" pertenecientes a un cuerpo político. De donde se sigue, entre otras muchas consecuencias, que los ciudadanos insatisfechos buscan otras formas de comunidad política de las que sentirse miembros, comunidades más centradas en la etnia o en la cultura única que en la ciudadanía. Porque la ciudadanía -como hemos dicho- no es un lazo étnico ni cultural, sino capaz de aglutinar a quienes pertenecen a distintas etnias y culturas y quieren vivir una forma de relación peculiar: la civilidad por la que pueden colaborar quienes se saben ciudadanos, sea cual fuere su etnia, cultura o religión. Mayor capacidad cosmopolita tendrá quien la haya aprendido en un Estado abierto a las distintas etnias, culturas y religiones, porque el tribalismo mata la vida social y personal. Bueno sería, pues, que los Estados nacionales cumplieran la tarea que les corresponde, tomando clara conciencia de que existen por y para los ciudadanos, que son los señores de la vida privada y pública. En caso contrario, más que un Estado nacional, existirán un gobierno, unos políticos, unas instituciones que libran sus personales batallas por medrar, a espaldas de aquellos en quienes en realidad reside la soberanía. 4. Ciudadanía política Si las cosas son así, imposible será integrar a las gentes en proyectos comunes, como requiere una noción de ciudadanía, que viene a enriquecer la puramente legal: la noción de ciudadanía política, que hunde sus raíces en la Grecia clásica y llega hasta nuestros días de la mano de tradiciones republicanas como la proseguida por Hannah Arendt o Benjamin Barber. Desde esta

perspectiva, no es sólo ciudadano aquél que tiene una cédula de identidad o un pasaporte, sino el que participa en las deliberaciones y decisiones que se toman en torno a las cuestiones públicas. El auténtico ciudadano -dirá esta tradición en nuestros días- es el que toma parte activa en lo público, en aquello que a todos afecta, y no se conforma con ser un "idiotés", un idota separado de las cuestiones comunes. Sin duda la participación en las cuestiones públicas resulta difícil en ciudades millonarias. Sin embargo, las dificultades proceden frecuentemente más de la falta de articulación que de la cantidad de posibles participantes. En un pueblo desarticulado, dirigido por un cacique, la participación de sus miembros es imposible, aunque su número sea reducido. Una sociedad bien articulada, por el contrario, posibilita la participación de los ciudadanos en los distintos niveles, de suerte que ninguno de ellos se vea obligado a ser "idiota" a la fuerza. Cómo sustanciar esa participación es pregunta para la que existen respuestas diversas, de entre las que podríamos destacar las siguientes: 1) Aumentar los mecanismos de participación directa en las cuestiones políticas, tales como referenda, posibilidad de incluir temas en el orden del día del Parlamento, trabajo activo en los ayuntamientos, incidencia de los ayuntamientos en las decisiones estatales. 2) Proteger desde el Estado la autonomía de una sociedad civil y un espacio público sumamente participativos, cuyos mensajes, suficientemente elaborados y debatidos, incidan en las decisiones políticas. 3) Promover la participación de los ciudadanos en las distintas esferas de la sociedad civil (docencia, sanidad, economía, etc.), de suerte que puedan sentirse protagonistas. 4) Fomentar la corresponsabilidad de la ciudadanía en aquellos ámbitos que son de su competencia, en vez de intentar monopolizarlos desde el Estado, sea éste fuerte (porque entonces puede convertirse en "megaestado"), sea débil (porque entonces deja indefensos a los ciudadanos, sobre todo a los más débiles). Ahora bien, difícilmente una ciudadanía será participativa si no ve protegidos esos elementales derechos de justicia, de los que debe hacerse cargo un Estado social, y que deben ir recogiéndose en las unidades transnacionales. Por eso la "ciudadanía plena" tiene un amplio número de dimensiones, una de las cuales, e ineludible, es la ciudadanía social. 5. Ciudadanía social El concepto de "ciudadanía" que se ha convertido en canónico en los últimos tiempos es el de "ciudadanía social", tal como T.H. Marshall lo concibió hace medio siglo: es ciudadano aquél que en una comunidad política ve protegidos sus derechos civiles (libertades individuales), políticos (participación política) y sociales (trabajo, educación, salud y calidad de vida). Ciertamente, bien pocas sociedades han tratado y tratan a sus miembros como ciudadanos sociales. Para ser más precisos, únicamente aquellos en los que se ha encarnado el Estado del Bienestar, especialmente en Europa y en algún reducto más en el resto del mundo. Por eso podemos decir que, lamentablemente, la ciudadanía legal y política en nuestro planeta Tierra es un bien escaso, pero que infinitamente más escaso es el bien de la ciudadanía social. A mayor abundamiento, el concepto de ciudadanía social está hoy sometido a duras críticas que vamos a enumerar brevemente con objeto de aclarar qué nos importa mantener de él y qué es lo que urge modificar. 1) En principio, un buen número de autores considera que los derechos sociales no pueden formar parte del concepto de ciudadanía, sino que basta con los civiles y políticos, y aducen para ello al menos tres tipos de razones. El primer conjunto de razones afecta al Estado de bienestar, que es el único que ha logrado

garantizar este tipo de derechos ampliamente. Este modelo de Estado -se dice- ha generado ciudadanos pasivos, dependientes, incapaces de asumir sus responsabilidades. Pero además -se añade- resulta inviable, ya que descansaba en tres pilares que hoy se derrumban: en el protagonismo del Estado-nación, anulado por la globalización de la economía; en una política de pleno empleo, imposible en una época de paro estructural, y no sólo coyuntural; y en una cultura común efectiva, basada en la división sexual del trabajo, en virtud de la cual se aceptaba como una obviedad que los varones realizan un trabajo productivo y la mujeres cargan con la mayor parte de tareas de bienestar (la atención de los enfermos, los ancianos y los niños). También este "sobreentendido " cultural ha cambiado en cierto modo, con lo cual esas funciones de bienestar deberían ser asumidas por un Estado cada vez más incapaz de asumir tal cúmulo de responsabilidades. Si esto es así en los países que han vivido un grado bastante aceptable de Estado del Bienestar, piénsese qué se puede decir de los países que jamás soñaron con el pleno empleo, ni con la protección de los derechos sociales, ni con una familia en la que mujer y varón se hacen responsables del futuro de los hijos. Que son, por otra parte, el mayor número de países de la Tierra. 2) Pero, en segundo lugar, parece que los derechos sociales pueden entrar en conflicto con los derechos civiles y políticos, ya que los ciudadanos dependientes deben permitir la intervención estatal con todo su aparejo burocrático. 3) Y, en tercer lugar, este tipo de derechos depende de la distribución de unos recursos inevitablemente escasos, con lo cual están sujetos a políticas discrecionales y no pueden garantizarse universalmente. Ésta es sin duda la mayor debilidad de los derechos sociales que, aunque estén recogidos en la Declaración de los Derechos Humanos de la ONU de 1948, no pasan de interpretarse por parte de los gobiernos como un catálogo de buenas intenciones, de las que no se piensa cumplir casi ninguna. Cuando lo bien cierto es que satisfacer estos derechos pertenece a los mínimos de justicia, por debajo de los cuales no puede caer una sociedad sin considerarse inmoral, no puede caer un Estado sin reconocerse como ilegítimo. La conclusión que de este triple conjunto de obstáculos extraen los autores que los aducen como crítica al concepto de ciudadanía social es -como hemos apuntado- que es ciudadano aquél cuyos derechos civiles y políticos son protegidos, quedando los sociales "fuera" del concepto. Un modo de proceder semejante es, sin embargo, inadecuado a todas luces. Y no sólo porque la pretensión de prescindir de los derechos sociales pueda resultar de hecho impopular y lleve a perder votos al partido político que intente recortarlos, sino porque eliminar rasgos que históricamente hemos reconocido ya como esenciales en un concepto, rebajar aspiraciones legítimas, es siempre una pésima solución a los problemas, y la caracterización de Marshall, con todas las matizaciones que precise, sigue siendo básicamente adecuada. Así lo defienden un segundo grupo de autores, a los que me sumo, porque entiendo que, a pesar de las razones mencionadas, el concepto de "ciudadano" contiene el reconocimiento de los derechos sociales de justicia, sin que en ese reconocimiento quepa admitir rebajas. Igual que carecería de sentido, al intentar caracterizar al ser humano, ir quitando elementos de la definición tradicional "animal racional" por la inadmisible razón de que muchos de ellos no cumplen la condición de racionalidad en ejercicio. Con este procedimiento, tendríamos que conformarnos con caracterizar a los seres humanos como "animales", requisito que es más

ampliamente cumplido que el de la racionalidad o, si mucho me apuran, como "seres vivos", por aquello de que hay personas en estado vegetativo. En lo que respecta a las razones que este segundo grupo de autores aduce para mantener la exigencia de los derechos sociales son fundamentalmente las siguientes: 1) La protección de los derechos sociales es un requisito indispensable para tratar como ciudadanos a los miembros de una comunidad política, porque las desigualdades que genera el mercado tienen que ser corregidas para que se produzca la igualdad exigida por el ideal democrático. 2) El ejercicio de los derechos civiles y políticos resulta sumamente difícil sin la protección de los derechos sociales, porque mal podrá ejercer su libertad civil y su autonomía política quien carece de los recursos materiales básicos para hacerlo. En este sentido, cabría hablar con Rawls de la diferencia entre las libertades básicas y el valor que el derecho de ejercerlas tiene para cada ciudadano: quien posee unos bienes materiales y culturales básicos puede extraer mayor beneficio del derecho a la libertad que quien carece de ellos 3) Como se ha sugerido reiteradamente al hilo de los problemas planteados por el fenómeno del multiculturalismo, la ciudadanía es un tipo de relación que se caracteriza por tener una dirección doble: de la comunidad hacia el ciudadano y del ciudadano hacia la comunidad. Sin duda el ciudadano contrae unos deberes con respecto a la comunidad y, en consecuencia, debería asumir activamente sus responsabilidades en ella, aspecto que el Estado de bienestar ha cuidado poco. Pero también es verdad que sólo puede exigirse a un ciudadano que asuma tales reponsabilidades cuando la comunidad política ha demostrado claramente que le reconoce como un miembro suyo, como alguien perteneciente a ella. En esto llevaba razón Hegel: en que la falsedad de un liberalismo individualista consiste en describir la sociedad como si estuviera formada por individuos atomizados que deciden arbitrariamente formar una comunidad; cuando lo psicosocialmente cierto es que las personas cobramos nuestra identidad y autoestima en el seno de una comunidad que nos reconoce derechos o nos los niega, que nos hace saber que somos miembros suyos o nos hace sentirnos extraños. Y este reconocimiento de la pertenencia tiene dos lados: la comunidad está dispuesta a proteger la autonomía de sus miembros, reconociéndoles unos derechos civiles y políticos, porque no les considera vasallos o súbditos, pero también se propone hacerles partícipes de los bienes sociales indispensables para llevar adelante una vida digna; de aquellos bienes tan básicos para una vida humana que no pueden quedar al libre juego del mercado. Lo cual significa, como es obvio, que si una comunidad política deja desprotegidos a alguno de sus miembros en cualquiera de estos aspectos, está demostrando con hechos que no le considera en realidad ciudadano suyo. Y, habida cuenta de que las personas para cobrar nuestra propia identidad necesitamos el reconocimiento de los grupos sociales en que vivimos, aquél a quien no se le trata como ciudadano, tampoco se identifica a sí mismo como tal. Afirmación que vale para cualquier comunidad política concreta, como puede ser el caso de Colombia o de España, para comunidades transnacionales y para la Comunidad Cosmopolita que es preciso ir construyendo si es que queremos llenar de significado esa "ciudadanía cosmopolita", hoy por hoy vacía de contenido. Obviamente, un tal concepto normativo de ciudadanía exige cambios sociales y políticos profundos, se convierte en una idea profundamente crítica de la realidad presente, abre unas

vías de actuación social y política en las que es preciso ir adentrándose. ¿Qué exige de una comunidad (nacional, transnacional o cosmopolita) el reconocimiento de sus ciudadanos y qué puede exigir de ellos su comunidad? 6. Ciudadanos como protagonistas El concepto crítico de ciudadanía social exige de cualquier comunidad política discernir con la mayor claridad posible cuáles son los derechos sociales irrenunciables, a los que yo preferiría caracterizar como "derechos de justicia", más que como "derechos de bienestar", y emplearse a fondo en su protección, porque de ello depende su legitimidad. Pero ese mismo concepto de ciudadanía social crítica exige a los ciudadanos asumir su responsabilidad y, por ende, su protagonismo, en la construcción de una sociedad de justicia -no sólo un "Estado de justicia"-, imposible sin la participación activa de la sociedad civil, imposible sin el fortalecimiento de una sociedad civil, capaz de asumir activamente su corresponsabilidad en la creación de una sociedad justa. La insistencia liberal en que los ciudadanos son sujetos de derechos debe ser complementada por la insistencia comunitarista en que los ciudadanos han de asumir su responsabilidad por la comunidad en la que viven. Pero también debería ampliarse con una nueva formulación del imperativo categórico kantiano de la universalización, que quisiera proponer por mi cuenta y riesgo, y que podría llamarse el "imperativo de la universalización de las responsabilidades", más que el de la "universalización de los deberes". Decía el imperativo kantiano, refiriéndose a los deberes, que para dilucidar si son o no deberes morales tenemos que considerar si los universalizaríamos. Sólo un deber que yo extendería a cualquier ser humano es un deber moral. Por mi parte, propongo complementar esta universalización del deber con una universalización de la responsabilidad, afirmando que "yo no puedo reclamar para mi como humano un derecho que no esté dispuesta a reclamar con igual fuerza para cualquier ser humano y a trabajar responsablemente por que se le proteja". Exigir y reclamar derechos desde una confortable vida privada no es sólo una expresión de cinismo. Significa hacer dejación de la propia responsabilidad o, lo que es idéntico, hacer dejación de la propia humanidad. Porque la persona, a diferencia del animal, tiene la capacidad de responder de su mundo, de ser protagonista de su vida. Por eso me gustaría dar fin a esta intervención con unas líneas que escribí hace cuatro años, en la Introducción a la Ética de la sociedad civil, Introducción que llevaba por título precisamente "Ciudadanos como protagonistas" . Decía así: "Si rehusamos ser los protagonistas de nuestra historia, podemos tener la certeza de que nadie la hará por nosotros, porque nadie puede hacerla. El viejo dicho de la sabiduría popular "nadie es insustituible" se hace una vez más falso, porque las personas de carne y hueso -los ciudadanos- somos insustituibles en la construcción de nuestro mundo. Los agentes de moralización, los encarga-dos de formular los juicios morales, de incorporarlos y transmitirlos a través de la educación, no son los políticos, ni los personajes del mundo de la imagen, ni los cantantes, ni el clero ni los intelectuales, sino todas y cada una de las personas que formamos parte de una sociedad.

Por eso puede decirse sin temor a errar que la moral de una sociedad civil -la moral cívica-, o la hacemos las "personas de la calle", o no se hará, y se disolverá en la Nada como el Reino de Fantasía, del que nos hablaba Michael Ende en su Historia interminable. Tiene, pues, esta moral -por así decirlo- algo de "fuenteovejunesca", porque no son los héroes de su trama los comendadores ni los reyes, que aparecen, como tales, en segundo plano, sino las gentes normales y corrientes. En sus manos -y no en otras- está convertirse realmente en un pueblo con ideales, ilusiones y esperanzas, o quedarse en una masa amorfa de átomos, que no de individuos, menos aún de personas. Urge, pues, pasar del "estado de masa" al "estado de pueblo". Pero para eso hace falta encarnar vitalmente esa moral por la que las personas nos empeñamos en serio en crear juntos un mundo más humano, para lo cual no bastará en absoluto un individualismo tolerante, sino que hará falta mucho más. Lo primero, tomar clara conciencia de que somos nosotros los protagonistas de nuestra vida común, los que hemos de elegir entre construir un pueblo o quedar en masa disgregada. Por eso, abrir las páginas de un libro sobre Ética de la sociedad civil es como empezar a leer La historia interminable de Michael Ende, ya que el lector, quiéralo o no, se convierte desde el comienzo en protagonista. Es a él, y no a extrañas personas, a quien sucede lo que su contenido narra, es a él, y no a terceros (políticos, famosos, intelectuales), a quien incumbe salvar el Reino de Fantasía -su país- o dejar que lo devore la Nada.

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