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V. GORDON CHILDE
TEORÍA DE LA HISTORIA
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CAPITULO I SOCIEDAD, CIENCIA E HISTORIA En el curso de los últimos cien años las sociedades que habitan Europa Occidental y América del Norte han alcanzado notable dominio sobre la naturaleza exterior. El espectro del hambre, que acechaba constantemente a las civilizaciones antiguas y medievales y que aún hoy amenaza con la destrucción a las masas campesinas de Asia ya las tribus bárbaras del Pacífico, ha sido eficazmente desterrado, salvo en aquellas ocasiones en que la propia sociedad lo evoca a través de su conducta belicosa. Las plagas y la peste, que, conjuntamente con el hambre, constituían un peligro general cuando se compiló la Letanía de la Iglesia de Inglaterra, son problemas que el hombre es capaz de controlar, salvo - también en este caso - cuando la guerra favorece su aparición. Como consecuencia de ello, la vida media del ser humano se ha alargado considerablemente. Las estupendas fuerzas naturales encauzadas por la turbina, el motor eléctrico y el motor de combustión interna trabajan en beneficio de los fines sociales - y de los antisociales - del hombre más eficazmente que los músculos de millares de sudorosos jornaleros o de robustos bueyes. El aire acondicionado emancipa a la actividad humana de los caprichos del tiempo, y hace a la vida igualmente tolerable, sana y cómoda en medio de una tormenta de polvo o bajo una nevada. El hombre puede circunvalar el globo rápida y seguramente por tierra, mar y aire, transportando de un polo al otro tanto los artículos de primera necesidad como los superfluos. El telégrafo, el teléfono, la radio y la televisión han
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anulado todas las limitaciones de carácter espacial que estorbaban las relaciones humanas. En cambio, el control Sobre el medio social - sobre las relaciones entre individuos, grupos, naciones y clases - no ha alcanzado éxito comparable con aquél. En el lapso de veinticinco años dos guerras mundiales (además de una serie de conflictos permanentes pero localizados) han liberado fuerzas destructivas que amenazan barrer todo cuanto las fuerzas productivas han organizado lentamente, y quizás promover la extinción de la humanidad misma. Durante los breves intervalos de tregua se limitaron deliberadamente las fuerzas productivas, se suprimieron las invenciones, se redujeron y aún se destruyeron las cosechas. Millones de trabajadores hábiles y deseosos de producir quedaron sin empleo y se vieron reducidos a un estado de semiinanición. Otros tantos están mal alimentados y viven en condiciones incompatibles con la buena salud y la eficiencia. La repetición de las crisis ha desconcertado a los estadistas y a los financieros, y8ha despojado aun a las clases más prósperas de la posibilidad de planear racionalmente su propia vida privada. Como es sabido, el control del hombre sobre la naturaleza exterior ha sido alcanzado mediante el conocimiento de la naturaleza. Se ha desarrollado al mismo tiempo que la sistematización de dicho conocimiento en la esfera de las ciencias naturales. Y el progreso ha sido más veloz allí donde los resultados de las ciencias experimentales -geometría, mecánica, física y química - puede ser aplicado y se ha visto acelerado por la adopción, en otras ciencias -medicina, genética, agronomía - de los métodos experimentales. De lo anterior puede inferirse razonablemente que la dolorosa falta de armonía entre el control
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humano sobre el medio exterior y la incapacidad para controlar el medio social se debe a la ausencia de una ciencia de la sociedad, al hecho de que la sociología no ha logrado cobrar carácter auténticamente empírico, y a la imposibilidad de realizar experimentos de laboratorio sobre las relaciones humanas. Es evidente que en el plano de la economía, de la política o de la organización internacional, nadie puede realizar dichos experimentos. En la práctica es imposible preparar condiciones que nos permitan aislar un factor, para descubrir de ese modo cierta "causa" única, según el significado que se atribuye a dicha palabra en física experimental, en genética o en medicina. Ciertos supuestos experimentos, por ejemplo la Liga de las Naciones, las Logias Masónicas y diversos organismos de cooperación no reúnen, ni mucho menos, las condiciones que es posible obtener en el laboratorio. Los organizadores de estas entidades pueden siempre argüir, plausible e irrefutablemente que los fracasos sufridos se debieron a circunstancias extrañas, y al observador desinteresado le tocará cavilar sobre la causa exacta del fracaso. Tampoco tiene mucho valor la existencia de una sociología comparada que sé proponga la fijación de reglas generales y de un esquema general repetido en muchos "casos", cuyas respectivas diferencias puedan ser ignoradas, del mismo modo que la anatomía traza un diagrama general del cuerpo humano sobre la base de los aspectos que se repiten regularmente en la gran mayoría de los cadáveres disecados. Por una parte, el número de casos observados y susceptibles de observación es muy limitado; por otra, es discutible hasta qué punto estos "ejemplos" poseen verdadera independencia, hasta qué punto una sociedad humana es realmente comparable a un cadáver y no, en
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todo caso, al órgano o miembro de un cuerpo (problema sobre el cual volveremos en la pág. 90). Desde el momento de su aparición sobre la superficie de la tierra, la humanidad ha realizado constantes experimentos, no sólo sobre el control de la naturaleza exterior, sino también sobre la organización cooperativa de dicho control. Los resultados de estos experimentos están representados, por una parte, en el archivo arqueológico - las reliquias y los monumentos materiales del pasado - y por otra por los documentos transmitidos por medio de la palabra, de la representación gráfica y especialmente de la escritura. La Historia debería ser el estudio científico de todas estas fuentes. Debería constituir una ciencia del progreso, aunque no necesariamente una ciencia exacta, como la física, ni abstracta y descriptiva, como la anatomía. En otras palabras, debería revelar, si no leyes matemáticas o un esquema general estático, por lo menos cierto orden, a su propio modo tan inteligible como el de la astronomía o el de la anatomía. El valor de las leyes científicas reside en que suministran preceptos para la acción. Pero hoy se acepta generalmente que aún en las ciencias más exactas la precisión de las leyes científicas no es tan absoluta como parece. Por el contrario, dichas leyes son formulaciones de probabilidades de elevadísimo grado, aplicables a la masa de hechos, pero de muy limitada utilidad cuando se trata de objetos o de acontecimientos particulares. El hecho es bastante evidente en el caso, de las leyes mendelianas; del conocimiento de estas últimas, ningún especialista en genética pretenderá deducir si cierto pollo será X o Y. Lo mismo puede decirse de la física. El llamado Principio de Indeterminación afirma que aún conociendo la velocidad de un
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electrón dado no es posible siquiera calcular su posición en un momento determinado. En definitiva, aún en estos dominios chocamos con un factor incalculable, impredecible e incontrolable al que podemos denominar "casualidad". Pero en el conjunto, los movimientos individualmente imprevisibles y los hechos casuales constituyen efectivamente un orden que podemos reconocer, utilizar y comprender. Las leyes matemáticas de la física, la química o la astronomía son expresiones abreviadas de un orden de este género. No son leyes impuestas desde el exterior sobre la naturaleza, para constituir un orden, como, en cambio, las leyes sancionadas por los parlamentos o por los soberanos (cuando la policía obliga eficazmente a su cumplimiento) constituyen un orden político. De un modo más o menos semejante, el diagrama anatómico del cuerpo humano revela la disposición y la interconexión ordenadas de los huesos, los músculos, los vasos sanguíneos, los nervios y los órganos. Pero no es el orden mismo. El cuerpo humano individual puede apartarse del modelo en la posición de un órgano, en la inserción de un músculo, y aún en el número de costillas. De todos modos, el diagrama constituye una guía indispensable para el cirujano que opera. La ciencia demuestra que en la naturaleza subhumana existen otros tipos de orden, que no pueden ser expresados en fórmulas numéricas precisas, y tampoco en diagramas abstractos de carácter general, pero que son, de todos modos, inteligibles. Y el conocimiento de este orden tiene también utilidad práctica. Por ejemplo, en cierta región natural, el valle de Yosemite, en California, crecen, como consecuencia de su forma, suelo y
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clima, determinados árboles, pastos y hierbas. Gracias a esta vegetación, pueden vivir (y viven) diversas especies de insectos, de aves y de bestias. A su vez, estos últimos sirven de alimento a otros animales. A primera vista, creeríamos hallarnos frente a un régimen cruel, insensato y desordenado. El venado perseguido por el lobo o por el oso no podría advertir la presencia de ningún orden. Sin embargo, del conjunto de actos individuales (ramonear, cazar a otros animales, matarlos) surge, efectivamente, cierto orden, cierto equilibrio natural, que en conjunto resulta beneficioso para los competidores individuales. Si se lo perturba, es probable que todos padezcan las consecuencias. En el Yosemite se protegió al venado exterminando o confinando a los animales que se alimentaban de él. Pronto se advirtió que el venado se estaba multiplicando con excesiva rapidez, y que este animal estaba acabando con los alimentos disponibles. Toda la población de venados empezó a mostrar signos de mala alimentación y de enfermedad. En otras palabras, aún para el venado perseguido - considerado como especie - el equilibrio natural había resultado ventajoso, aunque no pudiera decirse lo mismo, claro está, desde el punto de vista de cada una de las víctimas. Y es evidente que el conocimiento de este orden tiene valor práctico para los guardabosques interesados en la conservación de los recursos naturales. La Ley de la Evolución sería la denominación de un tipo semejante de orden, aunque en este caso se trata de un proceso. Las frases de Darwin "selección natural" y "supervivencia del más apto" son simples hitos destinados a facilitar el reconocimiento de dicho orden en la "lucha por la vida", proceso que, como su propia nombre lo sugiere, puede parecer brutal,
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extravagante e insensato cuando se lo mira desde adentro, por así decirlo. Al dinosaurio o al pterodáctilo, condenados a la extinción, este orden debió parecerles ininteligible (en el supuesto caso de que estas criaturas poseyeran un cerebro capaz de concebir un orden). En general, y enfocando el proceso desde el exterior, se advierte: la existencia de una dirección; todos los hechos que lo componen demuestran una interrelación inteligible. Al historiador toca revelar la existencia de un orden en el proceso de la historia humana. Este libro no se propone formular leyes generales expresivas del orden histórico, con lo cual dejaría a los restantes volúmenes la sencilla tarea de suministrar "ejemplos" de la operación de aquellas leyes. No existen leyes de esta clase; si en el movimiento físico no hay normas impuestas desde el exterior, lo mismo puede decirse, y con mayor razón, del proceso histórico. Nuestro propósito es, en todo caso, el de mostrar, mediante una, reseña de las diversas teorías sobre el orden histórico, qué tipo de orden podemos realmente hallar en historia, y de qué modo podrá ser útil el estudio del mismo. Pero antes de examinar las teorías de los historiadores, será útil ofrecer una ilustración del orden histórico, para que sirva de pauta, y también para explicar de qué modo los historiadores acumulan hechos sobre los cuales teorizan después.
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CAPITULO II EJEMPLO DE UN ORDEN HISTÓRICO El tipo de orden que estamos autorizados a anticipar se aclarará mejor mediante un ejemplo obtenido aislando un factor del proceso histórico. Elijo la tecnología, es decir, las herramientas y las máquinas de producción, no sólo porque soy arqueólogo, y porque mi ciencia se ha organizado sobre una clasificación fundada precisamente en este factor, sino también porque, debido precisamente a que él es accesible al estudio arqueológico, es posible seguir su desarrollo a lo largo de un período más prolongado que en el caso de cualquier otro factor. El análisis demostrará muy pronto la necesidad de considerar también otros factores. Sin embargo, en el último capítulo defenderemos la opinión de que el factor tecnológico es a la larga el decisivo. Es sabido que, desde que adquirieron su condición humana, los hombres actuaron sobre la naturaleza exterior principalmente mediante la ayuda de las herramientas que ellos mismos forjaron. Y si acentuaron su control sobre la naturaleza hasta alcanzar las alturas indicadas en el primer párrafo de este libro, ello ocurrió gracias al desarrollo de estas herramientas. Desde la época de aparición de los primeros hombres, quizás hace medio millón de años, y a lo largo del 98 por ciento de la -existencia de la especie, las mejores herramientas utilizadas por el ser humano estuvieron hechas de piedra. De ahí que se aplique al primer estadio de la clasificación arqueológica la denominación de Edad de la Piedra; o, más exactamente, la de Edad de la Antigua Piedra o Era Paleolítica. Muy lentamente los hombres
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adquirieron auténtico dominio por lo menos sobre ese único material, y aprendieron qué tipo de herramientas podían construir con él, y cuáles eran los mejores procedimientos de manufactura. Pero después de aproximadamente 400.000 años ya habían aprendido a fabricar cuchillos, raspadores, punzones, leznas, cuchillas, trituradores, y con la ayuda de estos instrumentos, a trabajar también la madera, el hueso, el cuerno y el marfil. De estos materiales pudieron fabricar también agujas, arcos y flechas, dardos, y más tarde trineos y canaletas. Pero todo el trabajo de fabricación y posteriormente la utilización de las herramientas se basaban exclusivamente en la fuerza muscular humana, y todo el alimento debía ser cazado o recogido. Hace aproximadamente 10.000 años algunos hombres comenzaron a cultivar el trigo y otras plantas y a criar ovejas y otros animales. De ese modo empezaron a someter a una fuerza natural, a controlarla y a obligarla a que trabajara para ellos. Pues la simiente del trigo o la oveja es un mecanismo bioquímico, y desde ese momento comenzó a trabajar bajo la dirección del hombre para producir más trigo o más ovejas. Este paso recibe de los prehistoriadores la denominación de revolución neolítica; la cría de ganado y el cultivo de plantas caracterizan la era neolítica de la Edad de la Piedra. Luego, entre los años 4000 y 3000 a.C., algunos pueblos descubrieron el modo de fundir y de vaciar el cobre, y posteriormente el de preparar aleaciones con estaño u otros metales. De ese modo se inició la siguiente etapa arqueológica, denominada usualmente Edad del Bronce. Con el metal era posible preparar herramientas más durables y precisas, o diferentes, por ejemplo la sierra, con cuya ayuda se podían fabri-
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car ruedas y asegurar sólidamente los mástiles a la estructura de las naves. Es probable que a este periodo corresponda el empleo de bueyes, asnos o aún caballos para arrastrar arados, carros o carretas, y del viento para impulsar naves de vela. De ese modo se alivió al ser humano de algunas de las tareas más pesadas, tanto, en los transportes como en los cultivos al mismo tiempo que se aceleró la velocidad del tráfico. Pero el cobre: (y, con mayor razón, el bronce) fue siempre muy costoso, pues se trata de un metal relativamente raro, extraído casi siempre en zonas montañosas, alejadas de los fértiles valles donde los agricultores solían vivir. Al divulgarse el secreto del fundido y forjado del hierro, alrededor de 1200 a.C., se inició la Edad del Hierro y las herramientas de metal reemplazaron a las de piedra, y lo hicieron en proporción que el costoso cobre y el bronce más costoso aún jamás hablan logrado alcanzar. Entre el número de trabajadores, enormemente incrementado, que entonces se acostumbraron a emplear herramientas de metal, algunos poseían condiciones que los habilitaban para inventar nuevas herramientas. Los cinco siglos que comienzan alrededor del año 600 a.C. asistieron a la creación de una extraordinaria gama de nuevas herramientas, entre ellas tenazas, cizallas, cepillos, guadañas, palas, ...hasta que, a principios de nuestra era, las más modernas herramientas manuales han cobrado ya formas tipificadas. Más significativo aún es el hecho de que alrededor del año 500 a. C. los bueyes y los asnos fueron utilizados para mover molinos de cereales, lagares y molinos de mineral, y después del año 100 probablemente también para impulsar aparatos de irrigación. Antes del comienzo de nuestra era ya se aplicaba la energía
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hidráulica al movimiento de los molinos de cereales. Condición necesaria fue la invención del engranaje, artefacto que también fue empleado en los relojes movidos por energía hidráulica. Para levantar pesos se inventaron grúas, poleas y aparejos de poleas, así como una bomba impelente para elevar agua. Aparentemente, hubiera debido comenzar una nueva era de la producción de energía, pero su iniciación real se demoró durante un millar de años. Hasta el año 1100 de nuestra era la energía hidráulica fue utilizada casi exclusivamente para impulsar los molinos de cereales, y aun así muy parcialmente hasta el año 500. Pero los molinos de viento con el mismo propósito aparecen en Irán antes del año 700 y después del año 1000 también en Normandía. Durante la Edad Media europea la energía hidráulica fue aplicada también para abatanar, reducir materiales a pulpa, moler mineral, mover los fuelles para los hornos de fundición, fabricar alambre y eventualmente para hilar. Durante el mismo período se mejoraron mucho los mecanismos de relojería y se desarrolló una eficiente bomba de succión. Todavía en el siglo XVI los cilindros de bomba parecen haber sido fabricados de madera, lo mismo que la mayoría de las piezas de los molinos de viento, de los molinos movidos por energía hidráulica y de las máquinas que éstos impulsaban. Aun así, una fundición mecánica movida por energía hidráulica permitió por primera vez fundir y forjar el hierro, y en el siglo XVI se fundían cañones y otros tipos de cilindros. Esta evolución preparó el camino para una nueva etapa del desarrollo tecnológico, basado en la explotación de las reservas de energía térmica solar, acumulada en las entrañas de la tierra bajo la forma de carbón, gas natural y petróleo. La era del carbón
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empieza con la utilización en la metalurgia de combustible mineral en lugar de vegetal (para la fundición de hierro alrededor de 1700, el vaciado en 1783, y la fabricación de acero en 1856), y con el empleo del vapor para impulsar las primeras plantas de bombeo en las minas (el motor de Newcomem en 1705, el de Watt en 1770), luego diversos tipos de maquinaria fabril, y finalmente locomotoras y vapores de ruedas. Entretanto, las antiguas máquinas de madera eran reproducidas en hierro y en acero, y cada vez más velozmente se inventaban nuevas máquinas. Posteriormente, la dínamo y el motor eléctrico iniciaron una segunda fase, y el motor de combustión interna una tercera. Los párrafos anteriores han resumido muy brevemente cierta secuencia de hechos históricos. Se trata de una secuencia ordenada no sólo porque los hechos aparecen según el orden de ocurrencia; es ordenada también, y principalmente, porque podemos advertir que los hechos mencionados no sólo se sucedieron unos a otros en este orden, sino que forzosamente debía ocurrir así; y se trata de una secuencia ordenada, finalmente, porque los hechos no sólo se suceden unos a otros, sino que también se orientan todos con arreglo a una dirección visible; es decir, configuran una pauta. Por ejemplo, es casi evidente por sí mismo por qué el motor de vapor podía ser inventado solamente después de descubierto el método apropiado para vaciar el hierro, y después de la invención de la bomba y, naturalmente, de la rueda. Por una parte, los cilindros de bronce fundido de la bomba impelente romana eran ciertamente demasiado costosos y, lo mismo que los cuerpos de madera de las bombas medievales, demasiado débiles para
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cumplir el trabajo asignado a las máquinas de Newcomen y de Watt. A decir verdad, va los griegos de Alejandría habían soñado lograr que el vapor imprimiera movimiento a un objeto, pero aunque hubieran dado en la idea de conseguir que el vapor, al expandirse, impulsara un pistón, la cosa no habría pasado de mero juguete. Además, para producir la temperatura exigida por la fundición y el vaciado del hierro, se requería un horno mecánico, de modo que el vaciado del hierro tenía que venir después de la aparición de la rueda movida por agua. Esta última presupone, evidentemente, la existencia de la rueda propiamente dicha, igualmente necesaria para todos los motores de vapor de carácter práctico. Y así sucesivamente. Cada invención está determinada y condicionada por los hechos que la precedieron. La secuencia es necesaria y su necesidad es inteligible. Por otra parte, esta necesidad nada tiene de trascendental; no constituye una imposición exterior sobre el proceso. Y tampoco el orden mismo puede ser deducido a priori de ciertos principios, generales superiores a la secuencia misma. Desde el punto de vista puramente teórico nada hubiera impedido que la era de la energía eléctrica surgiera directamente de la producción de energía hidráulica, sin interposición de una era del carbón o del vapor. Históricamente no ocurrió así, y sería muy fácil demostrar de qué modo los descubrimientos electroquímicos que por primera vez atrajeron la atención sobre la electricidad como corriente estuvieron en realidad vincula, dos con el carbón y con la metalurgia, y cómo las máquinas y los cables que permitieron la producción y la transmisión de corriente en condiciones
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económicas dependían realmente de las industrias mecánicas movidas por la fuerza del vapor. Cuando recapitulamos objetivamente el proceso, resulta no menos evidente la existencia de una dirección. En realidad, cada paso ha sido consecuencia de la ampliación del control humano racional sobre la naturaleza bruta, y ha realzado la independencia de la sociedad respecto del medio no humano. Pero reconocer que, después de medio millón de años, podemos advertir la existencia de una dirección en un proceso, no es lo mismo que afirmar que ha sido dirigido. Dar por sentado que la tecnología ha avanzado como sobre rieles hacia un objetivo fijo, predeterminado, es sostener una tesis sin fundamento. Por el contrario, es perfectamente razonable afirmar que el proceso ha determinado su propia dirección, y que los rieles han sido tendidos paso a paso, de acuerdo con el propio desarrollo. El carácter histórico de un proceso reside precisamente en su autodeterminación. Acabamos de presentar el progreso de la tecnología como una secuencia ordenada de acontecimientos históricos. Examinémoslo ahora más atentamente. En tal caso se advertirá la complejidad de cada hecho. El aspecto más destacado de los hechos considerados es la invención o descubrimiento de la nueva herramienta, de la nueva máquina o del nuevo proceso. Máquina, herramienta o proceso, se trata de la realización de un inventor individual. En realidad, algunos se elevan a las alturas de la fama: Arkwright, Darby, Newcomen, Stephenson, Watt, etc. Pero los individuos que descubrieron cómo vaciar y fundir el hierro, o el cobre, quienes inventaron un tipo de molino de viento, o una bomba de alimentación, quienes concibieron el carro de ruedas, la
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sierra o el hacha, se han mantenido en el anonimato y en la impersonalidad. Supongamos que el proceso de invención fue el mismo, más o menos, que el del motor de vapor. Se trata, en todos los casos, de la recombinación, del reordenamiento y de la modificación de elementos ya familiares al inventor. Seguramente en todas las invenciones de carácter histórico, y probablemente en la mayoría de las prehistóricas, la invención empieza no con la manipulación de fragmentos de materia, sino con la recombinación mental de símbolos. Por símbolos entiendo no tanto cifras o diagramas trazados sobre el papel, sino ideas o imágenes psíquicas que sólo existen en la mente (pero que, de todos modos, son imágenes de objetos materiales con los que el inventor está familiarizado). Dicha familiaridad deriva, por una parte, de la propia experiencia personal, y por otra de la experiencia acumulada y depurada de las generaciones anteriores, transmitida por el ejemplo, por vía de precepto y, desde el siglo XVI, mediante la tradición escrita. Por ejemplo, Watt estaba familiarizado con el vapor y con las calderas, por una parte, y con los cuerpos de bomba y las válvulas, por otra, resultados de anteriores experimentos, descubrimientos e invenciones. En realidad, también estaba familiarizado con el motor de Newcomen, de modo que sólo necesitó agregar el condensador y otros artefactos. Sin duda, fueron progresos revolucionarios y decisivos, y dieron por resultado la transformación de un aparato atmosférico en una máquina de vapor, pero la contribución de Watt fue pequeña si la comparamos con el capital social al que vino a sumarse, es decir, con la suma de invenciones v de descubrimientos que la sociedad le transmitió, desde los últimos progresos en la fundición del
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hierro y en la fabricación de válvulas hasta el control del fuego y el calentamiento del agua en la Antigua Edad de la Piedra. No se trata aquí de subestimar el papel del genio, sino de poner en guardia contra la concepción mágica que ve en el genio a una especie de figura sobrenatural, que surge de la nada y actúa en el vacío, para crear algo allí donde nada había (una concepción por cierto muy en boga en ciertas escuelas históricas). A decir verdad, la invención es sólo un aspecto o factor del hecho histórico. Watt pudo obtener no sólo los materiales, los instrumentos y el trabajo exigidos por la construcción de su máquina de vapor; también se le aseguró un mercado consumidor de su producto, el cual, en realidad, fue concebido para satisfacer una extraordinaria demanda de mejores métodos para el drenaje de minas. En una palabra, Watt estaba seguro de que una máquina adecuada seria aceptada y utilizada por la sociedad. Desde el punto de vista del hecho histórico, dicho uso es tan esencial como la invención. Una invención que nadie conoce ni utiliza no es un hecho histórico; si la nueva herramienta o el nuevo proceso queda confinado en los limites del taller o de la caverna del inventor, carece de valor histórico. Es indudable que en nuestros tiempos existe la posibilidad de que los planos sean rescatados de los archivos de la oficina de patentes, para ser convertidos en hechos reales y puestos a trabajar. Pero estas condiciones han aparecido recientemente y no existían cuando se dieron los primeros y muchos más difíciles pasos del progreso tecnológico. Supongamos que, efectivamente, un artesano de la Edad del Bronce descubre una aleación mejor que el cobre y el estaño; si no consigue enseñar la aplicación del proceso a un grupo de aprendices y si no encuentra consumidores que utilicen
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regularmente los productos de su taller. el descubrimiento desaparecerá con el descubridor. Por lo tanto, en nada ha contribuido al desarrollo tecnológico, y, como esto último es precisamente lo que el historiador puede y debe estudiar, el descubrimiento en cuestión carece de valor histórico. Ninguna herramienta, ningún proceso, salvo quizás algunos de los más sencillos y primitivos, es asunto individual absolutamente privado. En la práctica, tanto la confección como el empleo de las herramientas es un problema de carácter social. Hoy es un hecho normal comprar herramientas que otros fabricaron; aun en el caso de una sencilla herramienta de hierro, participan en la manufactura y distribución enorme número de individuos, desde el minero que extraño el mineral hasta el empleado que vende el utensilio, y cada uno de ellos ha aprendido de sus padres, o de sus maestros, o de los capataces, o de los ingenieros cómo ejecutar su parte de los complejos procesos correspondientes. Lo mismo puede decirse, aunque no de un modo tan absoluto, de la etapa artesanal, de las primeras fases de la Edad del Hierro, de la Edad del Bronce y aun de la Edad de la Piedra. No cabe duda de que durante esta última la mayoría de las familias fabricaban sus propias herramientas. Pero sus miembros hablan aprendido de sus padres y de sus mayores cómo debían fabricarlas y la forma que debía dárseles. Nunca se abandonaba a cada individuo la tarea de descubrir por si mismo qué tipo y forma de piedra servía para derribar un árbol o para despellejar un gamo. En cada caso, la sociedad había tipificado una forma apropiada de herramienta y un método de manufactura de dicha herramienta, sobre la base de la experiencia acumulada y de la experimentación de las generaciones pasadas, y había
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trasmitido esta práctica tradicional a los novicios de la generación siguiente. Del mismo modo, no necesitamos descubrir por nuestra propia cuenta cómo debemos manejar un destornillador o un berbiquí. Casi todos recibimos instrucciones de nuestros padres, de nuestros condiscípulos, o del comerciante que nos vendió el coche. Y lo mismo puede decirse, sin limitación de ninguna especie, de todas las. etapas anteriores. Por lo tanto, toda herramienta y todo proceso es un producto social. Para que una invención se convierta en acontecimiento histórico, es preciso que el nuevo instrumento sea aceptado por una sociedad, por un cuerpo organizado de personas, más numeroso y más permanente que el individuo aislado. Un examen un poco más atento destacará otros aspectos del hecho, o, por lo menos, ciertas condiciones indispensables para la transformación de una invención en hecho histórico. Aseguró a Watt el suministro de los materiales y de la fuerza de trabajo necesaria para la fabricación de las máquinas de vapor un sistema económico específico que había organizado la distribución de productos y que obligaba a los hombres a trabajar -un sistema que no existió siempre, y que, por el contrario, se desarrolló gradualmente en Inglaterra durante los siglos XVI y XVII. Por consiguiente, para comprender la invención de Watt como un hecho histórico debemos tener en cuenta estas relaciones de producción. Y un examen más atento revelaría la existencia de factores políticos, legales Y aun religiosos. He esbozado el progreso tecnológico como una secuencia lineal permanente de hechos. Pero los diversos hechos parecen constituir una línea recta sólo cuando se los contempla desde muy
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lejos, es decir, muy abstractamente. En realidad, el camino del progreso se dibuja como una línea definidamente errática. Distintas sociedades se han desarrollado a distintas velocidades en períodos diferentes. Es sabido que el motor de vapor fue inventado y usado por vez primera en Inglaterra cuando ningún otro país había pasado de la energía hidráulica o animal. También la utilización del carbón en metalurgia comenzó en Europa Occidental - si no en Inglaterra - a principios del siglo XVIII. Hasta fines del siglo XIX en los Urales todavía se utilizaba normalmente carbón de leña para fundir el hierro, a pesar de que alrededor de 1750 Rusia cuadruplicaba la producción inglesa de hierro en lingotes. En el África negra la producción de hierro de carbón de leña es norma todavía hoy. La energía hidráulica fue aplicada por vez primera a manufacturas distintas de la molienda de cereales en Europa Central - Alemania y norte de Italia - desde donde las máquinas, con sus correspondientes operarios y artesanos, fueron introducidas en Inglaterra, durante los siglos XV y XVI. Pero la rueda de agua propiamente dicha fue casi seguramente inventada por los griegos y utilizada por primera vez en el Mediterráneo Oriental. Su precursora, la bomba impulsora y las nuevas herramientas de hierro indispensable para la fabricación de estas máquinas, fueron inventadas en la misma región, y probablemente por obra del mismo pueblo. Transcurrieron todavía dos siglos, durante los cuales los artesanos griegos utilizaron este equipo mejorado, y mientras tanto los trabajadores egipcios continuaban luchando con los anticuados instrumentos inventados mil o dos mil años antes, durante la Edad del Bronce. Pero durante ese período la tecnología egipcia había estado muy
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por delante de la griega, así como era inferior a ésta en el año, 400 a. C. La rueda aparece por primera vez en. los registros arqueológicos entre el Indo y el Tigris, antes del año 3000 a.C., y se la encuentra en los monumentos griegos y egipcios sólo, mil o mil quinientos años después. Pero en esa época Alemania se hallaba todavía en la Edad de la Piedra, del mismo modo que Britania había estado en la Edad del Bronce cuando los griegos inventaban las bombas de alimentación. La explicación de estos caprichos y fluctuaciones nos obligaría a echar mano de hechos de otro orden. Las instituciones sociales, económicas, políticas, jurídicas, teológicas y mágicas, las costumbres y creencias han tenido efecto de acicates o de frenos sobre la inventiva de los hombres. El análisis de estos procesos nos forzaría a superar los límites de una mera ilustración, introduciéndonos en toda la complejidad orgánica de la historia.
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CAPITULO III LA FORMACIÓN DE UNA TRADICIÓN HISTORIOGRÁFICA El proceso de desarrollo tecnológico esbozado como ilustración en el capítulo anterior ha dejado expresiones concretas, que el arqueólogo puede estudiar. Gran parte de las reliquias del pasado, organizadas y clasificadas en las colecciones de los museos, son precisamente las herramientas de producción empleadas por nuestros antepasados y predecesores. Como se trata de un material que ya está organizado cronológicamente, la dilucidación del desarrollo histórico de las fuerzas productivas debería ser relativamente fácil, a pesar de las lagunas que ofrece el material. Si el progreso tecnológico agotara el contenido de la historia, la dirección y la pauta del proceso histórico seria fálicamente reconocible. Pero acabamos de ver que, en la práctica, deforman esa pauta las relaciones económicas, políticas y de otro tipo. Ahora bien, las reliquias y los monumentos arqueológicos suministran escasa información directa y clara sobre las condiciones de trabajo y la distribución de los productos de éste o sobre las instituciones políticas y los sistemas legales que los sancionan. Por sí solos, las ruinas de San Esteban y un fragmento deteriorado de la Maza del Speaker dejarían a los futuros arqueólogos amplias posibilidades de especulación con respecto a la estructura política y económica de Gran Bretaña en el siglo XX; la hipótesis más popular, si la actual generación de especialistas en antigüedades debiera interpretar dichos restos sin
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la ayuda de la tradición escrita u oral sería que existió una monarquía despótica, simbolizada por un palacio y un cetro, y mantenida por una población de esclavos y de siervos. Felizmente, durante varios milenios el archivo arqueológico se ha visto complementado por escritos y por tradiciones que arrojan considerable luz sobre estos tópicos. Muchas tribus "atrasadas", hasta hace poco tiempo en la Edad de la Piedra, han preservado, empero, tradiciones que se remontan a muchas generaciones. Los ejemplos más conocidos corresponden a los polinesios del Pacífico, particularmente a los de Nueva Zelandia. Estas familias maoríes han trasmitido de padres a hijos genealogías que pretenden abarcar varios siglos. Aunque comienzan con seres divinos evidentemente imaginarios, las partes restantes de estas listas de antepasados son extremadamente consecuentes entre sí, y muy probablemente fidedignas. A veces se incluyen referencias a los hechos de los antepasados, y sobre todo a los grandes viajes de los maoríes de Tahití a Nueva Zelandia; pues la jerarquía social de un hombre se determina parcialmente por la posición que su antepasado ocupaba en la canoa que lo transportó. Los pueblos más avanzados tecnológicamente han complementado y reemplazado estas tradiciones orales mediante registros escritos. Los sistemas de escritura, utilizados para registrar hechos por medio de símbolos convencionales, sobre piedra, arcilla o papiro, fueron inventados por los egipcios en el Nilo, y por los súmeros en el delta del Tigris y del Éufrates (Mesopotamia meridional) hace aproximadamente 5000 años. Durante los siguientes mil quinientos años se adoptaron estos sistemas o se inventaron otros en casi todas las regiones de
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Cercano Oriente, en Creta y también en China. Luego, después del año 1500 a.C., los fenicios semitas de Siria concibieron un sistema alfabético más simple, basado sobre un principio similar al nuestro. Durante el último milenio antes de nuestra era la escritura alfabética fue llevada por los semitas a Cartago y a las colonias cartaginesas en África del Norte y en el Mediterráneo occidental, al mismo tiempo que era adoptada y adaptada por los griegos y por los pueblos de Irán y de la India. Los colonizadores griegos llevaron versiones de su alfabeto a las costas del Mar Negro, a Italia y al sur de Francia. En Italia, los alfabetos griegos fueron adoptados, con modificaciones apropiadas, por los etruscos y por los romanos, y la versión de estos últimos, el alfabeto latino empleado en este libro, se difundió, durante los primeros siglos de nuestra era, primero por intermedio del Imperio Romano, y luego gracias a los misioneros cristianos, más allá de sus primitivas fronteras, entre los bárbaros celtas y las tribus germánicas. Del mismo modo se trasmitieron versiones del alfabeto griego a los pueblos eslavos de Rusia y de los Balcanes, por intermedio de los misioneros de la Iglesia Oriental de Bizancio (Estambul). Antes aún, los misioneros budistas habían llevado los sistemas indios de escritura a numerosos pueblos de Asia central y sudoriental, al paso que en Corea y en Japón se adoptaban sistemas basados sobre los símbolos chinos. La esencia de cualquier sistema de escritura consiste, naturalmente, en que posibilita la confección de registros fidedignos de hechos importantes no sólo para el individuo que los escribe, sino también para sus colegas y para sus sucesores. Podemos demostrar que en la Mesopotamia (y probablemente lo
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mismo ocurrió en todas partes) los primeros documentos escritos fueron cuentas comerciales y contratos, hecho que nada tiene de sorprendente. Luego vienen los textos religiosos, dado que la mayoría de los pueblos primitivos creían que la eficacia de las plegarias y de los encantamientos dependía de la fiel repetición de las fórmulas precisas supuestamente reveladas a los videntes, o cuya eficacia se había demostrado prácticamente. Luego, siguieron los "textos científicos", con fórmulas matemáticas, tratamientos médicos, etc.; además, tratados, leyes, y aun poemas y romances, y también, más o menos en los comienzos, "textos históricos", en el sentido más estrecho de la expresión, al principio inscripciones consagratorias o epitafios, a los que se atribuía el mágico poder de perpetuar las hazañas mencionadas, y poco después "anales". Naturalmente, todos los documentos escritos contienen datos históricos. Los documentos comerciales, desde las cuentas de los templos súmeros del tercer milenio a.C. a los balances de abadías y de los fundos medievales suministran información muy fidedigna sobre las condiciones económicas y sobre las relaciones de producción. Las ricas bibliotecas de tabletas teológicas y mágicas, de papiros, de pergaminos y de libros, atesoradas durante siglos, constituyen no sólo la prueba principal del desarrollo de las ideas religiosas y filosóficas, sino que también suministran vívidas imágenes de las condiciones sociales, económicas y políticas; la única fuente contemporánea de la primitiva historia china, por ejemplo, consiste en las preguntas planteadas a los oráculos, en las que no sólo se mencionan nombres de reyes y batallas, sino que se inquiere también cuántas decenas de
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víctimas humanas han de ser sacrificadas para asegurar el éxito en una ocasión dada. Pero si la mayoría de los documentos escritos pueden ser fuentes históricas, algunos se atribuyen función de historias, o por lo menos de registros de memorabilia, de los acontecimientos que la sociedad considera dignos de conmemoración. Sobre esta base y con estos elementos se ha desarrollado gradualmente una tradición de obras históricas. Y todas ofrecen, de un modo más o menos inevitable, ciertas características comunes. Hasta hace poco, la lectura y la escritura eran "misterios" revelados solamente a una minoría de iniciados de cada sociedad. Ciertamente, en Rusia, antes de la Revolución, la inmensa mayoría de la población era analfabeta, y lo mismo ocurre hoy en China y en la India. Esta situación era inevitable al principio. Los primeros sistemas de escritura - el súmero y su sucesor, el sistema cuneiforme de Babilonia, los jeroglíficos egipcios y los caracteres chinos - eran sumamente complicados e incómodos. El arte de utilizarlos exigía un aprendizaje más prolongado aún y más tedioso que las artesanías del joyero o del escultor. Quienes sabían leer y escribir, los empleados o escribas, formaban por lo tanto una clase especializada de expertos. En la Mesopotamia, la escritura sumeria parece haber sido inventada por los sacerdotes, y en todas las civilizaciones antiguas, lo mismo que en el medioevo europeo, los sacerdotes generalmente sabían leer y escribir. Además de ellos, unas pocas clases, particularmente los médicos, los abogados y los funcionarios públicos, combinaban el conocimiento de la escritura con sus respectivas profesiones. Con la adopción de la escritura alfabética se redujeron enormemente los obstáculos de carácter técnico que se oponían al
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aprendizaje de la lectura y de la escirtura. De todos modos, la mayoría de la gente no se sentía particularmente atraída por la posibilidad de aprender. Los comerciantes y los financistas, naturalmente, aprendían con el fin de llevar sus propias cuentas y de leer su correspondencia, sin necesidad de depender totalmente, como antes, de asalariados o de siervos. Pero, en general, no había mucho que leer; los libros laboriosamente copiados a mano sobre costoso papiro y sobre pergamino, más costoso aún, alcanzaban un costo prohibitivo, y poseían valor práctico sólo en pocas profesiones. Aunque era elevado el porcentaje de personas que sabían leer y escribir en las poblaciones urbanas del mundo grecorromano, donde el gran desarrollo del comercio, de la finanza y del derecho determinaba la multiplicación de los documentos escritos, la mayoría de la población rural siguió siendo analfabeta, y a ella pertenecía el mayor porcentaje de la población general. En la Europa cristiana, a pesar de que la Biblia era reconocidamente el libro sagrado, la capacidad de leer y de escribir se vio en la práctica virtualmente limitada a la Iglesia. En Inglaterra, por ejemplo, sólo posteriormente a la reforma fue necesario distinguir entre "Clerk" en el sentido de clérigo y "clerk" en el sentido de individuo que sabe escribir, mediante el agregado de las palabras "en las sagradas órdenes". Aunque en el mundo musulmán la lectura del Corán era deber de todos los creyentes, y su transcripción obra de mérito, la situación real no era mucho mejor. En realidad, la virtud atribuida al acto físico de copiar a mano los textos sagrados vino a estorbar la adopción de la imprenta. Pero precisamente gracias a la imprenta, después del año 1500, los libros se abarataron gradualmente, y de ese modo
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se despertó en los artesanos y aun en los campesinos cierto interés por la lectura. Puesto que los autores de crónicas y de historias pertenecían a tan limitados círculos, y que escribían para un público también tan limitado, era natural que consideraran memorable sólo lo que despertaba su propio interés y el de los grupos sociales con los cuales estaban estrechamente relacionados. Ahora bien, todas las sociedades que conocieron la escritura fueron también sociedades de clases, divididas en grupos dominantes y grupos sometidos. Las más antiguas sociedades letradas de Egipto, de Cercano Oriente y de China fueron monarquías despóticas o teocracias. Un monarca de carácter divino, a la cabeza de una nobleza de grandes terratenientes, y apoyado por un cuerpo numeroso de sacerdotes privilegiados gobernaba sobre las grandes masas de arrendatarios semilibres o de siervos y sobre núcleos de artesanos y de mercaderes. Durante la Edad de Hierro, en el Mediterráneo, el gobierno era a menudo republicano, y la clase gobernante mucho más numerosa: una "aristocracia" de terratenientes prósperos, una plutocracia de mercaderes, de propietarios de esclavos y de financistas, o aun una democracia en la cual también los artesanos y los pequeños propietarios tenían voz en una democracia los varones liberados constituían quizás una minoría, frente a las mujeres sometidas, a los residentes extranjeros y a los esclavos. En la Europa medieval, la situación del rey y de sus terratenientes feudales (entre los que se incluían numerosos dignatarios eclesiásticos y miembros de órdenes monásticas) se oponía a la del campesinado sometido y de los artesanos y burgueses de las ciudades.
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A su tiempo, estos últimos absorbieron o fueron absorbidos por la aristocracia terrateniente, como en la Gloriosa Revolución de 1688, o la reemplazaron, como en la Revolución Francesa. Pero aunque estos procesos sociales modificaron y ensancharon las fronteras de la clase superior, los terratenientes, los financistas y los industriales conservan el carácter de clase dominante, debido a que poseen exclusivamente la tierra, las minas y las máquinas de producción al paso que el proletario, separado de la propiedad de la tierra, de las materias primas o de las herramientas, debe vender su fuerza de trabajo por un salario a quienes todo lo poseen. En las sociedades divididas en clases, los letrados o intelectuales, la minoría que sabe leer y escribir, ha pertenecido casi siempre a la clase dominante, o se ha identificado íntimamente con ella. Los primeros intelectuales sumerios fueron reclutados entre los sacerdotes del templo y los servidores del dios urbano, que era, simultáneamente, el principal terrateniente de cada Estado-ciudad. El rey urbano comenzó, según parece, como sumo sacerdote o representante terrenal del dios. Posteriormente habría de instruirse también a grupos de legos, pero en ese caso éstos desempeñaban función de servidores (aunque siempre servidores privilegiados) del rey o de sus nobles. En Egipto, donde el faraón era un auténtico dios, los intelectuales fueron funcionarios del monarca o representantes de sus nobles. Aunque siempre subordinados a quienes detentaban efectivamente el poder, gozaban de una privilegiada posición de autoridad sobre las grandes masas de campesinos y de artesanos. "Se escriba está exceptuado de todas las tareas manuales, él es
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quien manda", reza la exhortación de un padre a su hijo en edad escolar. Los amanuenses de la Edad Media ocupaban una posición semejante a la de los escribas sumerios; pues todos eran "amanuenses investidos de órdenes sagradas", y la iglesia que confería estas órdenes era el mayor y más rico de todos los señores feudales, y firme sostén del orden establecido. En una república del período clásico o en una democracia burguesa la situación no es tan sencilla. En Grecia y en el Imperio Romano, aun los esclavos a menudo sabían leer y escribir. Pero los autores de historias eran generalmente ciudadanos, y de los más acomodados. En todo caso, estaban obligados a escribir para protectores cuya riqueza les permitía adquirir las obras, o que podían recompensar de otro modo la labor intelectual. Aun en la Gran Bretaña contemporánea, donde todos saben leer y escribir, el principal mercado de los libros de historia está formado por la clase gobernante, y por sus subordinados privilegiados y sus imitadores de las clases medias. Es perfectamente natural, por lo tanto, que los editores se muestren particularmente inclinados a difundir historias atractivas desde el punto de vista de la clase gobernante. Ahora bien, ni el cronista ni el historiador pueden aspirar a registrar todos los hechos; de la masa de acontecimientos, el autor debe elegir los materiales que él considera memorables. Sus propias inclinaciones personales ejercen escaso influjo en el carácter de su selección; ésta se encuentra determinada, esencialmente, por la tradición y los intereses sociales. Ciertamente, salvo el caso de las memorias y de los diarios personales, la pauta de lo que es memorable reviste carácter social, y
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está dictada por los intereses compartidos por toda la comunidad, o más exactamente por la clase gobernante de cada comunidad. También los juicios del historiador sobre el material narrado obedecen a una norma de valor determinada socialmente. Carece de sentido exigir de la historia total ausencia de prejuicios. El autor no puede evitar la influencia de los intereses y de los prejuicios de la sociedad a la que pertenece: es decir, la influencia de su clase, de su nación, de su iglesia. Un antiguo sacerdote sumerio de Lagash, que escribió el relato de la derrota de esta ciudad por su rival, Umma, presenta la tragedia como una agresión enemiga no provocada e injustificada. Los redactores de anales egipcios, babilonios y asirios, y todos sus sucesores describen guerras y conquistas desde un punto de vista exclusivamente nacionalista. El relato histórico asirio que describe la implacable destrucción de Susa y la masacre de los, elamitas como un castigo de los rebeldes contra el dios nacional Asur, sólo expresa francamente lo que la obra Expansion of England, de Seeley, plantea de un modo más sutil. Aun en aquellos casos en que un autor intenta desembarazarse de estos prejuicios y explicar "el otro punto de vista", generalmente incurre en mero sentimentalismo. Cuando Tácito describe la conquista romana de Escocia, expone el caso de los britanos con aparente equidad, pero sin la menor comprensión de las condiciones reales imperantes en las tribus bárbaras del norte, según las pone de relieve la arqueología prehistórica y el estudio crítico comparativo de la literatura céltica. La calificación de memorables que el historiador hace de los hechos se ve constantemente controlada por los factores ya
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mencionados, pero el efecto de estos últimos es variable, pues a medida que las clases gobernantes cambian, también se modifican sus intereses. Por otra parte, también influye sobre la selección la propia tradición historiográfica. Los banqueros y los industriales de Europa occidental de ningún modo alientan por la guerra un interés tan absorbente como haría creer el texto de la mayoría de los modernos libros históricos. Pero los historiadores profesionales han absorbido de sus maestros y de sus modelos la convicción de que la guerra, debe ser un tema histórico fundamental, y casi han persuadido a sus tímidos protectores de la necesidad de interesarse por él. Sin embargo, Henry Ford, uno de los más originales y exitosos miembros de la clase gobernante, tuvo el valor de afirmar: "La Historia es pura faramalla". Esta tradición es más antigua que el principio mismo de la escritura. Pues, como ya lo hemos señalado, los bárbaros que no sabían leer ni escribir, y aun los salvajes registraban los hechos que les parecían memorables. Los indios norteamericanos conmemoraban así las guerras, los tratados, las cacerías particularmente exitosas, las hambres, las grandes fiestas. Para el individuo, estos registros poseían valor práctico. Realzaba el prestigio de un hombre las proezas de sus antepasados en la caza, en la guerra y en la magia. Entre los kwakiutl de la Columbia Británica, donde el prestigio dependía del despliegue de generosidad en ocasión de celebraciones de carácter competitivo, se encomendaba a uno de los clientes de un ambicioso jefe la tarea de recordar qué regalos había recibido y cuáles había ofrecido a su vez. Más aún, los relatos de grandes hazañas y maravillas son con frecuencia populares, aunque carezcan de dicho toque personal.
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Ahora bien, a falta de un sistema de escritura, la versificación ayuda a la memoria. Este es uno de los factores que engendran las baladas de carácter heroico, la poesía épica y los cuentos folklóricos. Estas tradiciones poéticas, trasmitidas oralmente, están a salvo de los controles competitivos que imponen cierta precisión a las genealogías polinesias y de otros lugares. Ciertamente se busca la exageración que halaga el orgullo del jefe y acentúa la excitación del auditorio. Sin embargo, los elementos épicos y folklóricos han sido aceptados en la mayoría de las historias primitivas (la Canción de Débora y muchos otros pasajes del Libro de los jueces suministran ejemplos familiares). Los salvajes y los bárbaros relatan mitos explicativos de las razones y de los orígenes de las costumbres, de los ritos y de las instituciones, tanto de la tribu como del "mundo", en la medida que la tribu se ha forjado una concepción del mundo. Dichos mitos revisten la forma de historias de hechos que ocurrieron hace mucho tiempo, pero los actores son dioses, animales o seres fabulosos. Los orígenes de los mitos han provocado acaloradas disputas, pero desde el punto de vista científico todos constituyen formas de la ficción. Aún así, buena proporción de mito ha sido incorporada a los primitivos relatos históricos. Los primeros libros del Antiguo Testamento son particularmente ricos en mitos, por ejemplo la historia de la Creación, la leyenda de Noé y la Torre de Babel. Después de la invención de la escritura en Mesopotamia, los reyes comenzaron a registrar, en dedicatorias grabadas sobre los muros de los templos, o guardadas en los cimientos, los hechos piadosos, las obras públicas y las victorias alcanzadas en la
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guerra, probablemente con el propósito de conservarlas mágicamente ante los ojos de sus dioses, asegurando de ese modo la permanencia del favor de estos últimos. (Naturalmente, se suponía que, cuando hacía la guerra, el monarca actuaba por mandato del dios, al paso que los tratados se concertaban en nombre de los dioses, no de los reyes de los Estados contratantes.) Dichas inscripciones reales eran, al mismo tiempo que material histórico, pauta de lo memorable. Después de aproximadamente mil años, se convirtieron en los anales reales regulares de cada reino. En ellos, los reyes asirios y babilonios enuncian orgullosamente, en orden cronológico, los templos que construyeron, las obras públicas que ordenaron y, sobre todo, las victorias que ganaron en la guerra. Pero mucho tiempo antes ya había aparecido una especie de "historia mundial", bajo la forma de crónicas, para complementar los anales de los reinos individuales y de las dinastías. El más antiguo ejemplo conocido de este tipo de documento es la llamada lista de los reyes sumerios, compilada por un escriba desconocido alrededor del año 2000 a.C. Comienza con el mito de la Creación, de forma muy semejante a los que aparecen en el Génesis (I y II) seguida por una lista de monarcas antediluviano, y luego por una historia del Diluvio, también parecida a los relatos bíblicos. Luego sigue una más prosaica lista de los reyes que probablemente tuvieron soberanía sobre las ciudades de la baja Mesopotamia (posteriormente Babilonia); inclúyese la duración del reinado de cada monarca y, por excepción, agréganse algunos detalles biográficos. Puede presumirse que la primera parte no es otra cosa que mito; casi todo el resto, con excepción de algunos párrafos
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derivados de la épica, parece fundado en fuentes fidedignas. Vale la pena considerar estas últimas, a pesar de que no han sobrevivido, por lo cual es preciso inferir su existencia. Es sabido que los antiguos sumerios no establecían las fechas, como lo hacemos nosotros, sobre la base de una única era. Esta práctica fue adoptada por primera vez durante el Imperio neobabilonio, cuando la ascensión del rey Nabonidus, en 747 a.C., se convirtió en el punto de partida de todas las fechas subsiguientes de la historia Imperial. La práctica general de cada ciudad sumeria consistía en designar cada año de acuerdo con cierto acontecimiento de importancia. De ese modo tenemos el "Año en que fue levantado el templo del dios A"; el "Año de la excavación del canal F"; el "Año en que el rey X destruyó la ciudad Y", designaciones que ilustran el tipo de hechos considerados memorables. Se fechaban los contratos incluyendo en ellos el nombre del año. Es muy probable que también se utilizara otro sistema; quizás se fechaban los documentos, como en Inglaterra las leyes del Parlamento, indicando el año de reinado del monarca reinante. De todos modos, a medida que se multiplicaban los préstamos a interés y los arrendamientos, la actividad económica acentuaba la necesidad de compilar listas de años con arreglo a su adecuado orden serial, de modo que, por ejemplo, fuera posible calcular los intereses acumulados. Como originalmente cada ciudad tenía diferentes reyes y atribuía diferentes nombres a los años, cuando se generalizaron las transacciones entre ciudadanos de diferentes Estados, se tornó, indispensable armonizar de algún modo los distintos sistemas locales. Y ésa precisamente es la función de la lista de reyes. Quizás no fue la
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primera y, en todo caso, está plagada de errores. Pero revela sin lugar a dudas los motivos prácticos que inspiraron este tipo de crónica (aunque, como veremos en el capítulo IV, el autor tenía también su propia teoría). Mientras tanto, la historiografía egipcia se había desarrollado con arreglo a principios más o menos semejantes, sobre la base de los anales reales y de los epitafios, concebidos con el propósito inmediato de inmortalizar las hazañas memorables de los muertos. Otros pueblos orientales, a medida que adoptaban la escritura y que se organizaban en Estados civilizados, comenzaron a preservar anales y crónicas, de forma y contenido semejantes a los de los babilonios y los egipcios, y hasta cierto punto inspirados en ellos; la influencia babilonia fue, con mucho, la más importante, dado que la mayoría de los Estados orientales adoptaron la escritura babilonia y que seguramente al principio importaron escribas babilonios para que realizaran los correspondientes trabajos de escritura. Es indudable que los reinos de Judá y de Israel llevaban documentos de este tipo. Cabe presumir que éstos, a su vez, constituyeron la fuente principal que permitió la compilación de los libros históricos del Antiguo Testamento. Después del año 500 a.C., los sacerdotes editores agregaron mitos completos, fragmentos de poesía heroica o resúmenes en prosa de esta última, y genealogías que, hasta cierto punto, probablemente descansan sobre buenos fundamentos tradicionales, como en Nueva Zelandia. La influencia de la técnica de la crónica sumeria y babilonia es evidente en la disposición y en la selección de los hechos memorables, con su hincapié sobre las guerras y batallas, las proezas de reyes y de sumos sacerdotes y las ceremonias
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religiosas, aunque estos últimos temas reciben más detallado tratamiento (y desde un punto de vista más doctrinario) en otras historias orientales. Por lo tanto, a través de la Biblia la producción histórica del antiguo Oriente se convirtió en una de las influencias formativas de la historiografla europea, ya que el Antiguo Testamento fue uno de los dos modelos de que se sirvieron los historiadores cristianos. La otra corriente de inspiración provino de los historiadores griegos clásicos y de sus sucesores romanos. A través de los grandes poemas épicos atribuidos a Homero, también la tradición histórica griega se remonta a la Edad del Bronce, pero a una Edad del Bronce más bárbara que la oriental, ya que en ella los jefes o reyezuelos, aunque "divinos" sólo controlaban minúsculos dominios, apenas merecedores del nombre de ciudades. Las baladas que celebraban las hazañas guerreras y las aventuras de viaje de estos reyezuelos se transmitieron oralmente, enriquecidas y bordadas por generaciones de bardos, que las recitaron primero en las cortes de los príncipes de la Edad del Bronce, luego en los banquetes de los aristócratas de la Edad del Hierro y, finalmente, ante una audiencia más popular, en las ciudades comerciales e industriales. Naturalmente, los poemas así compuestos y trasmitidos no son, desde el punto de vista del detalle histórico, más fidedignos que un romance. Pero muchos griegos vieron en los poemas homéricos, aparte de los incidentes sobrenaturales, un material de carácter histórico. Y sirvieron de modelo a los autores posteriores, en la medida que éstos comprendieron que la historia debía ser presentada como una narración coherente, con cierto grado de forma artística y, en menor medida, como reseña del
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material digno de ser recordado. Pero los auténticos historiadores griegos escribieron para una nueva clase dominante de mercaderes, artesanos, marineros, soldados y profesionales, cuyos intereses eran diferentes y más amplios que los de una tribu bárbara o que los de la corte de un déspota. La organización social había perdido la rigidez característica de la barbarie o de la monarquía teocrática; los nuevos medios de producción (pág. 12 y 13) habían disuelto el orden establecido, y la moneda acuñada, y el influjo de la civilización oriental sobre la semibarbarie habían promovido nuevas relaciones de producción. Interesaba a los ciudadanos la posibilidad de experimentar la creación de un nuevo orden político adecuado a las necesidades de la nueva economía. Cada ciudadano era también soldado, y probablemente había tomado parte, si no en la impresionante lucha nacional contra los persas, en tiempos de Darío y de Jerjes, por lo menos en alguna de las interminables guerras entre los Estados-ciudades. Por otra parte, la eliminación de los reyes de carácter divino y el éxito de la nueva tecnología en la tarea de controlar a la naturaleza había eliminado a la magia del lugar principal que ocupaba en el espíritu popular, y permitido a los antiguos dioses retirarse al Olimpo. De ahí que el primer gran historiador griego, Herodoto, registre en forma artística, en el rubro de acontecimientos políticos memorables, hechos como las constituciones, los conflictos políticos, las maniobras diplomáticas y, naturalmente, las guerras y las batallas. Ciertamente, estaba en condiciones de afirmar que el conocimiento de los experimentos políticos realizados, de sus mecanismos internos y de las razones de su éxito, así como de las causas y de la estrategia de las guerras
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debía ser útil para los ciudadanos que votaban en las asambleas y combatían en los ejércitos. Tucídides, el siguiente y quizás el más grande de los historiadores griegos conocidos, adoptó pautas semejantes para determinar el material digno de rememoración en su historia de las guerras del Peloponeso. Pero al mismo tiempo, y en otro sentido, era también un artista, y confirió a su historia cierta unidad dramática, como si el orden propio de la historia debiera ser presentado con arreglo a normas de carácter estético. Más aún, allí donde un autor moderno desarrollaría sus propios comentarios sobre los motivos y los objetivos de sus personajes, Tucídides adoptó la convención consistente en atribuirles discursos imaginarios, lo cual, dicho sea de paso, le sirvió para demostrar su estilo retórico. La oratoria era capacidad muy estimada e influyente en los tribunales populares y en las asambleas de la democracia ateniense, lo mismo que posteriormente en Roma y, para el caso, en nuestro propio Parlamento y en nuestros tribunales. Los sucesores helenísticos y romanos de Tucídides aceptaron las normas literarias y artísticas de composición histórica que éste estableció. Lamentablemente, muchos fueron los que se limitaron sólo a eso. El libro histórico mostró tendencia a convertirse en ejercicio retórico, y el autor solía prestar más atención a los efectos estilísticos que a la exactitud de los hechos relatados y a las relaciones entre ellos. Cicerón, el creador más celebrado del período final de la República Romana, dice de la historia que es munus oratoris y opus maxime oratorum (el grato deber del orador y principalmente asunto de oradores).
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Finalmente, el sistema económico clásico, fundado en la esclavitud se derrumbó. A pesar de los éxitos técnicos alcanzados en el control de la naturaleza exterior, los griegos y los romanos fracasaron evidentemente en la tarea de dominar las fuerzas sociales y económicas. Después del año 250 de nuestra era, las ciudades romanas decayeron. El despotismo ahogó la vida cívica. Poco después el Imperio occidental fue asolado por las hordas bárbaras; en el año 410 la capital, Roma, fue saqueada. Los hombres perdieron confianza en la razón y en la ciencia; pareció inútil todo intento de planificación racional. Al espíritu desesperado, los portentos sobrenaturales le parecieron plausibles, y vio en los milagros la única salvación. De ahí que los historiadores cristianos retornaran a la redacción de anales, típica de los despotismos orientales, y que se ajustaran al modelo ofrecido por el Antiguo Testamento. Para los monjes cronistas, los milagros y los portentos, las persecuciones y las controversias teológicas constituyen el núcleo de la historia, a pesar de lo cual continúan jalonándola de guerras, de batallas y de intrigas de las cortes de los déspotas. La tecnología que los historiadores clásicos ignoraron por baja y por servil (salvo cuando era aplicada a fines bélicos) fue más que nunca desdeñada por los clérigos de mentalidad estrecha. Pero aunque los cronistas nada nos digan sobre ellas, cuando llegó el Renacimiento ya habían entrado en acción nuevas fuerzas productivas. En las ciudades italianas una burguesía era nuevamente la clase gobernante. Los historiadores revivieron las tradiciones clásicas y tomaron como modelos a los autores romanos, con todas sus ambiciones y convenciones estilísticas, incluidos los discursos ficticios atribuidos a los personajes. En el
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siglo XV, "los banqueros y los industriales florentinos no incluían la influencia del milagro en sus actividades comerciales" (Fueter). Los humanistas que escribieron historia, la despojaron tanto de los portentos como de la teología de la Edad Media. Para ellos, la historia era resultado exclusivo de la actividad humana, y su tema natural, como en la época clásica, era la política, la diplomacia y la guerra. Ninguna atención prestaron a las grandes invenciones técnicas de la época. Veían en la historia una serie de ejemplos destinados a desarrollar la instrucción política de los gobernantes (al principio, la plutocracia mercantil, pero después de 1494, más frecuentemente los príncipes despóticos). Pues aun en Italia la burguesía pronto cayó en la dependencia de los déspotas militares, y en el resto dé Europa apoyó a los monarcas autocráticos contra los nobles feudales. Pero los autores italianos, a invitación de estos monarcas, introdujeron en las cortes europeas las concepciones historiográficas humanistas. Así, Polidoro Vergil (?) de Urbino fue comisionado por Enrique VII para escribir la Historia de Inglaterra, obra que completó (en latín) en 1533 y que presentó a Enrique VIII. El primer triunfo de la burguesía -los mercaderes, los banqueros y los maestros artesanos de las ciudades - en su lucha subconsciente para ocupar el lugar de las clases gobernantes feudales - la nobleza terrateniente - fue conquistado en la esfera religiosa durante la Reforma, y revistió el disfraz teológico del protestantismo. Por esa vía se revitalizó el interés por la teología, y los historiadores se vieron inducidos, aunque de mala gana, a reintroducir los problemas religiosos excluidos por el humanismo. Por ejemplo, Camden, el fundador de la historiografía inglesa,
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declara a fines del siglo XVI: "Seré, naturalmente, el último en negar que la guerra y la política son los temas naturales de la historia. De todos modos, no podría ni sería propio omitir la mención de los asuntos eclesiásticos". Luego, los historiadores racionalistas del Iluminismo en la Francia del siglo XVIII "comenzaron a escribir historia desde el punto de vista de quienes aún se hallaban sometidos, e introdujeron las opiniones de las clases productoras, de la burguesía, que no participaba del gobierno" en los países del continente (Fueter). Pero de todos modos escribieron para esclarecimiento de príncipes, en la ingenua creencia de que éstos podían (y de que así lo harían) legislar para armonizar las relaciones de producción con las nuevas fuerzas productivas. Sin embargo, el desarrollo de estas últimas aún estaba excluido del cuadro general de la historia. Ciertamente, sólo en el último cuarto de siglo los historiadores profesionales comenzaron a tomar seriamente en cuenta los factores económicos, según los desarrolló Adam Smith en La Riqueza de las Naciones. Ni la rotunda victoria de la burguesía sobre el feudalismo en la Revolución Francesa ni los triunfos técnicos de la Revolución Industrial alcanzaron a alterar la tradicional concepción de los hechos memorables, para armonizarlos con los intereses fundamentales de la nueva clase gobernante. Por el contrario, sus grupos más acomodados se sintieron aterrorizados ante los "excesos" de la Revolución. La reacción correspondiente está representada en historiografía por la escuela de los "románticos", que se opuso tanto a los movimientos populares de la Revolución como al racionalismo del Iluminismo, que había inspirado aquello. Vieron el mejor medio - y no se equivocaban - de
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contrarrestar la propaganda revolucionaria en la idea de que las constituciones y los credos no podían ser apropiadamente comprendidos exclusivamente desde el punto de vista de la influencia de legisladores y de profetas, sin referencia a los informes y vagos hábitos de acción y de sensibilidad arraigados en las masas del pueblo. "Ya no se vio en la humanidad a una masa uniforme que en todas partes reaccionaba del mismo modo ante los actos de los políticos, sino a una multitud de "nacionalidades" diferenciadas, cada una de las cuales podía responder de un modo particular, con arreglo a los modos tradicionales de conducta desarrollados por sus propias y particulares tradiciones" (Fueter). Desde ese punto en adelante se admitió en el escenario de la historia la presencia del pueblo bajo, al lado de los reyes y de los prelados, de los generales y de los profetas. Sobre los cimientos echados en 1815, en 1859 la arqueología prehistórica se había elevado a la categoría de ciencia, y ese hecho permitió a los nacionalistas europeos reconstruir la historia de sus iletrados antepasados, remontándose a una antigüedad que rivaliza con los capítulos recientemente descubiertos de la historia escrita egipcia y babilonia. Pero durante mucho tiempo, los historiadores académicos, particularmente en Gran Bretaña, se mostraron escépticos frente a los materiales de origen arqueológico, y hostiles a sus implicaciones. Los prejuicios de carácter profesional se hallaban tan firmemente arraigados en la tradición, por lo menos en Gran Bretaña, que en la práctica los portales de la historia académica franquearon el paso a lo largo del siglo XIX sólo a la trinidad de
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temas prescritos por Camden: la guerra, la política y la religión institucional. El aforismo de Seeley resume la actitud oficial en 1883: "La historia es la política pasada, y la política actual es la historia futura". Naturalmente, existían historias del arte, de la ciencia, del comercio y de la industria, pero eran escritas por y para artistas, hombres de ciencia y economistas. En las escuelas de historia en las que debí estudiar, a fines del siglo pasado, sin duda se mencionaba a Shakespeare y a Milton, a Galileo y a Newton, el cálculo y el motor de vapor, el mercantilismo y la revolución industrial. Pero los nombres de los artistas y de los hombres de ciencia, los descubrimientos y las invenciones, las relaciones técnicas y las transformaciones económicas se hallaban convenientemente aisladas en párrafos bien diferenciados, que podían ser omitidos sin interrumpir la narración del material dinástico, militar y eclesiástico, y sin correr el menor riesgo de que disminuyera la nota en los exámenes tomados por profesores universitarios. En el mismo sentido, hasta 1914, las matemáticas, la escultura, la tecnología y los salarios en Grecia eran tratados en forma igualmente subrepticia en los libros corrientes de texto recomendados a los estudiantes de Oxford, y podían ser omitidos con idéntica indiferencia. Especialmente después de 1920 historias tan autorizadas como la Cambridge Ancient History o tan populares como la History of the World, de Harmsworth, han intentado realmente encarar la descripción de la sociedad y de la cultura humanas, sin limitarse simplemente a los "fenómenos mórbidos", a "la hipertrofia de los órganos de defensa" y a los "restos de los Estados fracasados".
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CAPITULO IV CONCEPCIONES TEOLOGICAS Y MÁGICAS DEL ORDEN HISTORICO Siempre hubo autores que, lo mismo que Sir Charles Oman actualmente, vieron en la historia "una serie de hechos interesantes, a menudo ilógicos y catastróficos, pero nunca un desarrollo ordenado, de la causa a los inevitables resultados". La tarea del historiador consistiría en dilucidar los hechos de interés y en describirlos en su secuencia cronológica y con arreglo a formas literarias artísticas. Si de ello se tratara, sería difícil comprender por qué razón habríamos de estudiar historia. Si la meta es interesar al lector, ¿por qué no inventar los incidentes, como lo hace un novelista? En ese caso, se dispondría de mayor libertad para desplegar el propio talento retórico, o para utilizar el estilo que el autor juzgara más apropiado en relación con la forma artística del relato. Si también se aspira a que la obra sea edificante, una serie de ejemplos imaginarios poseería el mismo valor de ilustración de los valores morales que se desea inculcar y de los vicios contra los cuales se pretende advertir al lector. En realidad, esta sencilla receta fue adoptada por algunos escritores, desde los redactores de anales reales de Asiría y de Babilonia, que compusieron lisonjeros relatos de las conquistas y victorias del monarca, hasta los autores patrióticos, cuyos libros de texto pretenden convencer a las masas de que la más elevada virtud y la más alta gloria consiste en ser carne de cañón en las guerras imperialistas. Los trabajos de este tipo pueden ser desechados como "faramalla" y "veneno". En el mejor de los casos, si se los utiliza
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con precaución y conocimiento de los motivos del autor, pueden ser material de la historia, es decir, crónica. Pues los autores clásicos distinguían ya entre crónica e historia. La primera registra "el hecho y el año en que ocurrió"; la historia debe explicar también "las razones y las causas de los acontecimientos". En realidad, la historia debe poseer cierto orden que trascienda la mera sucesión temporal. El resto de este libro se consagrará a diversas concepciones en virtud de las cuales las escuelas históricas pretenden hallar un orden en esa serie de interesantes acontecimientos que otros consideran "ilógicos y catastróficos". 1) La historíografía teológica El escriba que compiló la lista de los reyes sumerios (pág. 36), alrededor del año 2000 a. C., creyó que estaba registrando una serie de trágicas catástrofes que provocaban la destrucción violenta de importantes ciudades y la transformación de varios imperios. Pero más allá de los cambios, del tumulto y del entrechocar de armas, cree discernir un principio permanente y estable. Cada uno de los capítulos (es decir, cada dinastía) en que se divide la lista de los reyes posdiluvianos, concluye con la misma fórmula monótona: "La ciudad X fue arrasada con armas; el reinado fue trasladado a la ciudad Y; en Y hubo reinado". El autor, un sacerdote, sugiere que estos desconcertantes cataclismos no eran accidentales. Más allá de la infernal baraúnda de calamidades, meditaba un poder, la inescrutable voluntad de los dioses. Éstos intervenían en los asuntos humanos del mismo modo que el déspota que regía el Estado-ciudad oriental.
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Este último era al mismo tiempo legislador y juez. Su voluntad creaba la ley y el orden, pero él mismo interpretaba su propia legislación y la aplicaba. Los dioses de la Edad del Bronce fueron concebidos imagen y semejanza del hombre que gobierna otros hombres, y también del artífice, que moldea y da forma a la materia amorfa, exactamente como el alfarero. Por supuesto, eran mucho más poderosos que cualquier monarca terrenal, y -su reinado más duradero que cualquier imperio temporal. Así la voluntad suprema y la soberana legislación de los dioses establecen y sostienen un orden de los asuntos humanos, y aun de los asuntos internacionales. La concepción teológica introduce cierto orden en la historia, un orden comparable al de la sociedad real. Pero se trata de un orden impuesto a la historia, del mismo modo que el despotismo era un régimen impuesto a la sociedad. Ese tipo de historia no parecerá inútil. Podía ser admonición a los gobernantes, indicación sobre el modo de complacer a los dioses y, por lo tanto, de conservar el trono; y, en todo caso, contribuía a inculcar la sumisión a la voluntad divina. Naturalmente, la historia bíblica está bajo el signo de la misma concepción teológica, más explícitamente y sistemáticamente elaborada por los sacerdotes que la compilaron. La suerte de Israel, de sus jueces y de sus reyes, es obra de Jehová, que interviene milagrosamente para salvar o para castigar, y que permanentemente guía y dirige. Pero ahora su intervención se relaciona con los actos del pueblo o de sus gobernantes. Cuando Israel "idolatra falsos dioses", la derrota militar y la opresión representan la ejecución del justo juicio de Jehová. Jehu, el regicida, no es sino el agente de la divina sentencia
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pronunciada contra Ahab y Jezabel a causa de las transgresiones de éstos contra la Ley. Pues la voluntad de Jehová se ha revelado por intermedio de Moisés y de los profetas. Dios no, dispensa arbitrariamente sus recompensas y sus castigos, sino de acuerdo con la Alianza y con la Ley proclamada. Aun los desastres, la derrota y el exilio son ingredientes ingeniosamente incorporados al plan general, con arreglo al principio según el cual "Dios castiga a aquel a quien ama". De ese modo se mantienen la unidad y el orden, si bien a costa de importar una deidad que lo mantenga, y de adaptar buen número de hechos registrados para que encajen en el plan trascendental. Así, la historia se convierte en una serie de ejemplos saludables que confirman la fe en que la mano divina guía al Pueblo Elegido, y que conjuran a la obediencia de la Ley y a la observancia de la Alianza. La tradición histórica de la Iglesia Cristiana acepta el mismo principio extraño, pero de manera más universal y espiritual. El verdadero orden de la historia no era otra cosa que el plan divino para la redención del mundo, preestablecido (por lo menos en sus líneas más generales) desde la Creación hasta el Juicio Final. Ahora que la plenitud del Plan se ha revelado en el Nuevo Testamento, sólo resta al historiador registrar los pasos de su ejecución. Y cuando se derrumbó la economía del Imperio Romano, y los bárbaros ocuparon la Ciudad Eterna, los desilusionados sobrevivientes de aquella minoría que había gozado exclusivamente de la "cultura" del mundo antiguo dio la bienvenida a ese concepto de la historia. Agustín apeló a la historia antigua para demostrar que "la humanidad habla sido una raza pecaminosa y rebelde, castigada
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por guerras y desastres bien merecidos. Ahora, Roma estaba siguiendo los pasos de Nínive y de Cartago; sólo el alma individual podía salvarse. Poco, importaba la suerte del mundo, si la Ciudad de Dios triunfaba en la salvación del cristiano individual. La historia se convertía en una especie de fantasmagoría, y merecía ser estudiada sólo para reconocer los avisos que ella aportaba" (Oman). Sin duda, seguían escribiéndose historias, pero sólo en mérito a su influjo edificante y con arreglo al espíritu del Antiguo Testamento. "Si la historia relata buenas acciones de los hombres buenos, el oyente atento se sentirá impulsado a imitar el bien. Pero si menciona las malas acciones de los malvados, el lector piadoso aprenderá a huir del daño y de la perversión", escribió Bede. Ciertamente, puesto que sólo se ha revelado el desenlace del Plan, y no sus detalles, la historia puede suministrar útiles indicaciones de la aproximación del fin. Mil años después de Agustín el Cronista de Nuremberg estaba seguro de que la penúltima Sexta Era había llegado ya, de modo que la última debía estar próxima... ¡pero en lugar de ello Colón descubrió el Nuevo Mundo! Es evidente que el Gobierno Divino del mundo confiere unidad a la historia; todos los hechos históricos significativos quedan reducidos a la condición de efectos de una sola causa: la voluntad de Dios. Pero el principio unificador no puede ser demostrado por la historia o deducido de ella, y por el contrario debe ser importado desde fuera. Es asimilado por vía de fe, no de razón. Por consiguiente, no puede ocupar un lugar en la ciencia histórica, y pertenece, como corresponde a su origen, a la era precientífica.
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2) Historiografía mágica: la teoría del Gran Hombre Una concepción de la historia todavía muy respetable es aún más antigua y más primitiva que la teológica. Quizás antes de que los hombres concibieran la existencia de dioses, y ciertamente antes de que comenzaran a realizar la distinción entre naturaleza exterior y sociedad humana, que tan conveniente nos resulta, y sin duda antes de que se hubiera formulado claramente cualquier idea de orden, los salvajes y los bárbaros imaginaron a la naturaleza poblada y determinada por poderes o espíritus tan caprichosos como la propia voluntad indisciplinada de aquello. Pero esos pueblos se conducían, y aún lo hacen, como si creyeran que podían controlar directamente a estas potencias mediante actos apropiados - ritos, encantamientos, sortilegios -, es decir, mediante actos de magia. La magia constituye un medio de hacer creer a la gente que conseguirá lo que desea, mientras que la religión es un sistema para persuadirla de que debe desear lo que consigue. Desde este punto -de vista la magia es más primitiva, si no más antigua que la religión. En las monarquías teocráticas de Egipto, Mesopotamia y China, durante la Edad del Bronce, el rey no sólo era el creador de la ley y el sostén del orden social; además, se le consideraba responsable del bienestar material del reino. Mediante ritos mágicos que sólo él podía ejecutar, el faraón egipcio aseguraba la salida del sol, la creciente anual del Nilo y en general la fertilidad de las cosechas y de los rebaños y el éxito de la caza. Cabe señalar que Frazer y otros han ofrecido serios argumentos en favor de la tesis según la cual los faraones y otros déspotas
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orientales, así como los reyezuelos y los jefes de las actuales tribus bárbaras deben su autoridad precisamente a este poder mágico sobre la naturaleza. En el marco de esta teoría, seria perfectamente razonable atribuir al monarca el carácter de única causa eficiente de todos los acontecimientos históricos. Los antiguos anales reales son, por consiguiente, las primeras expresiones de la teoría histórica del Gran Hombre (una concepción que todavía hoy goza de popularidad). Si la magia es lógicamente anterior a la religión, la teoría mágica puede subordinarse fácilmente a la teológica, sin perder por ello su carácter distintivo. Los historiadores de la casta sacerdotal fácilmente combinaron ambos puntos de vista. En la lista de reyes sumeríos los actos del monarca forman todavía el contenido de la historia, pero a, la larga están limitados o determinados por los decretos superiores de los dioses. Así, en el Antiguo Testamento, las buenas o las malas acciones del rey son responsables de los éxitos o de los desastres del pueblo, y las recompensas o los castigos caen no sólo sobre el agente responsable, sino también sobre sus indefensos súbditos. La teoría mágica del gran hombre armonizaba bastante bien con la estructura conceptual de una monarquía despótica. Aunque parezca extraño, halló también cierto grado de aceptación entre los griegos, que rechazaban las explicaciones teológicas y que ya se habían desentendido de todo lo que tuviera relación con los poderes mágicos de los monarcas. Quizás deba verse la razón de este fenómeno en la exagerada importancia que atribuyeron a las constituciones. En Grecia, la disolución del orden estático de la sociedad bárbara (pag. 39) fue rápido y violento, y se vio acompañado de
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perturbaciones económicas y de prolongados desórdenes civiles. La lucha fratricida, la stasis, vino a ser la más terrible y absoluta de las calamidades, de modo que la restauración del orden y de la tranquilidad interiores se convirtió en la más apremiante necesidad. Para acabar con los conflictos partidarios y entre las clases muchos Estados-ciudades confirieron el poder de legislar a ciertos ciudadanos sabios y respetados, y les encomendaron la tarea de redactar una constitución para el futuro y leyes destinadas a remediar los males inmediatos. Solón en Atenas y Licurgo en Esparta son solamente los más famosos de este grupo de legisladores. La posterior estabilidad y la prosperidad de los Estados fue atribuida por el pueblo a los méritos de las respectivas constituciones, y éstos a la sabiduría de sus redactores. En la mayoría de las ciudades el místico respeto al legislador y a sus obras era más hondo aún que el que se dispensa a la Constitución y a los Padres Fundadores en Estados Unidos. De ahí, que, en un período posterior, cuando todos los Estados-ciudades griegos pasaban por situaciones de evidente perturbación, el filósofo Plantón, que no comprendía que estas enfermedades eran solamente síntomas de una dolencia orgánica del propio sistema económico clásico, soñara con un "rey filósofo", un déspota esclarecido, capaz de imponer una constitución apropiada y, por ese medio, de curar el organismo político. Sólo estaba repitiendo, de un modo distinto, el anhelo tan a menudo expresado en la literatura oriental - de un déspota justiciero, de un salvador capaz de rescatar al pueblo de la opresión; es decir, de un mesías. Alejandro, Ptolomeo Soter (Salvador) y César vinieron a dar satisfacción a estos anhelos. Con el retorno del despotismo, se infundió nueva vida a los
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correspondientes conceptos historiográficos mágicos, enriquecidos por las concepciones griegas y santificados por la historia teológica de la iglesia cristiana. El Renacimiento liberó a sus grandes hombres de la dependencia respecto del gobierno de Dios. Pero aun los racionalistas franceses del Iluminismo compartieron con los humanistas "la ingenua idea de que la organización política es obra deliberada del sabio legislador", y escribieron historia con el propósito de convertir a los autócratas de la época en reyes filósofos, como en el sueño de Platón. El resultado de esta concepción recibe a menudo el nombre de Teoría Catastrófica de la historia. Pues para ella "las religiones y las constituciones surgen de la nada, por un mero acto de voluntad". Su expresión más extravagante se encuentra en el celebrado "Aforismo" de Pascal: "Otro habría sido el destino del universo de haber sido más corta la nariz de Cleopatra".1 En los tiempos modernos Tomás Carlyle fue naturalmente, el más notable exponente de la teoría del Gran Hombre. Para él, "la Historia Universal, la historia de todo lo que el hombre ha realizado en este mundo, es, en esencia, la Historia de los Grandes Hombres y de su acción". Sus extravagancias contribuyeron mucho a desacreditar la teoría, pero ésta vive todavía. En 1939 Sir Charles Oman compuso una lista de algunas de las "personalidades catastróficas", de algunos de los 1
La face de Nniverse eút été changé sí le nez de Cléopatre avait été plus court. Pensées, IX, 46. Se refiere, naturalmente, a que si Antonio no se hubiera enredado en la bella reina egipcia, después del asesinato de Julio César, aquél y no Octavio (Augusto) habría acometido la tarea de organizar el Imperio Romano, o por lo menos la habría compartido con su rival.
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hombres que "hicieron época" y "cambiaron el curso de la historia": Gautama Buda, Alejandro el Grande, Augusto César, Mahoma, Carlomagno, el Papa Gregorio VII, Guillermo el Conquistador, Napoleón, Pedro el Grande, Federico de Prusia... Es evidente que si estas personalidades cataclismicas han aparecido misteriosamente de tanto en tanto y han "transformado el curso de la historia" y la han "desviado hacia nuevos derroteros está de más toda concepción de un orden histórico". Esta reflexión no es, por supuesto, la refutación de Pascal, de Carlyle o de Oman. Y ningún historiador negará las profundas implicaciones de los hechos asociados a los nombres que acabamos de citar, o a otros excluidos por Oman, como Colón, Copérnico y Calvino, o simplemente omitidos, como Arquímedes, Descartes, Hegel o Watt. En cambio, una objeción válida a la concepción "catastrófica" es indudablemente la de que no existen probablemente dos historiadores que coincidan en una lista dada de hombres decisivos. Pero el defecto fundamental de esta teoría, como ya lo hemos sugerido en la página 18, reside en que ignora el medio social, el contexto económico v el fundamento tecnológico que sirven de pedestal a los grandes hombres, de fundamento y de ámbito de su acción. Tomemos, por ejemplo, el caso de Alejandro. Todo el desarrollo del comercio y de las comunicaciones desde la Edad del Bronce se orientaba hacia la unificación política de un mundo del Mediterráneo Oriental, en el que las diversas partes se hallaban cada vez más íntimamente unidas por las relaciones comerciales y aun por las de carácter científico (como lo explica el propio Herodoto). En este proceso los hombres de habla helénica habían desempeñado un papel día
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a día más importante, ya que desde el año 600 a.C. los médicos, los artesanos, los mercaderes y los mercenarios griegos habían viajado por lo menos hasta Irán. La ciencia y la tecnología griegas habían dejado atrás a sus correspondientes de Egipto, Fenicia, Babilonia y Persia. Los más ingeniosos artefactos - el molino giratorio y la bomba, las tenazas, las cizallas, el aparejo de poleas - que aparecen por primera vez en Grecia, debido a su particular eficiencia con el tiempo desplazaron seguramente a los torpes instrumentos que Oriente había heredado de la Edad del Bronce y que no habían sido mejorados. Estos factores y estas circunstancias, y otros - por ejemplo, el armamento y la táctica macedonios - fueron el producto de la cooperación de muchos individuos anónimos, y no obra de Alejandro. Este aprovechó brillantemente la oportunidad. Avanzó sobre el camino que la historia estaba empezando a recorrer; más que modificar el curso de la historia, lo que hizo fue seguirlo. Tampoco puede afirmarse que la supuesta causa tenga relación con el efecto observado. Oman señala que Napoleón puede ser considerado una "personalidad cataclismica" (categoría que en este caso el autor discierne con cierto aire de duda) no por sus conquistas - que fueron efímeras - sino por el Código napoleónico, por el sistema administrativo que organizó y por la cristalización de nacionalismo en Alemania, Italia, Gran Bretaña, Polonia y aún en Rusia. Ahora bien, las conquistas de Napoleón ciertamente fueron fruto del propósito consciente del conquistador, y es perfectamente plausible atribuirlas a su "genio militar". Por otra parte, los movimientos nacionalistas que las frustraron o las anularon ciertamente no fueron "deseados" por Napoleón. En cuanto al Código, tiene por fundamento el derecho
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romano, revisado y hábilmente adaptado a las relaciones de propiedad del capitalismo burgués por un grupo de juristas muy competentes. A lo sumo, Napoleón puede atribuirse el mérito de haber ordenado que se codificaran las anticuadas y contradictorias leyes de su Imperio, y quizás la prudente selección de los juristas a quienes se encomendó la tarea. A decir verdad, la idea ya había sido concebida por la Convención. En general, puede decirse que los resultados históricos de los movimientos presuntamente iniciados por grandes hombres muy rara vez coinciden con los propósitos que ellos persiguieron, y a menudo tuvieron consecuencias mucho más considerables que todo cuanto pudieron anticipar. Por ejemplo, ¿qué habría pensado el filósofo Gautama de las prácticas idólatras de un templo budista de Ceylán, o de los Mil Budas de Java? En todo caso, más bien podría decirse que el Gran Hombre desempeña el mismo papel que la chispa que desencadena la explosión. Con arreglo al uso corriente de la palabra, sin duda la "causa" de la explosión es la chispa. Pero no es éste el sentido que ha conferido a la causalidad el carácter de útil idea científica. En realidad, la corriente de la historia a menudo cambia de curso. A veces, cuando la antigua orilla ya ha cedido, podemos distinguir la figura de un gran hombre que organiza la excavación de una sección del nuevo canal así comenzado. En esto precisamente consiste su grandeza. Puede resultar entretenido especular sobre la posibilidad de que, de no haber existido Alejandro o Napoleón, por ejemplo, la brecha en la orilla hubiese acabado en mero remanso, sin dar nacimiento a un canal. Una conjetura igualmente válida es la de Engels: "De no haber existido Napoleón, otro habría ocupado su lugar". Todos los
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argumentos de este tipo son pura metafísica, y por su propia naturaleza inmunes al control de la observación. El hecho histórico objetivo es que, cuando un hombre fue necesario, se lo halló. Rechazar la interpretación histórica del Gran Hombre no implica disminuir la importancia de los grandes hombres ni negar el valor de los estudios biográficos que detallan la vida y los hechos de estas figuras. En la trasmisión de nuestra herencia social, la imitación desempeña un papel mucho más importante del que la mayoría reconoce. Desde sus primeros años, el niño humano, lo mismo que cualquier animal joven, imita (casi siempre inconscientemente) los actos y la conducta de sus padres, de sus hermanos y hermanas o de sus compañeros. La imitación desempeña fundamental papel en el aprendizaje del lenguaje y del manejo de las más sencillas herramientas de uso común, y con arreglo al mismo proceso el niño desarrolla su personalidad y su carácter. Pero uno de los rasgos característicos de la humanidad reside en que el niño, lo mismo que el actor puede aspirar a muchos papeles; puede tratar de copiar y de asimilar los gestos del padre, de la madre, del hermano mayor, del cartero, del maestro o de cualquier otra persona conocida, o de todas y cada una, por turno. Y este proceso no acaba realmente con la infancia, y por el contrario continúa, hasta cierto punto durante toda la vida. Ahora bien, una de las ventajas de la alfabetización consiste en que amplía enormemente el número y la variedad de los caracteres que el individuo en condiciones de leer puede imitar, y en que le ofrece una gama de modelos que sobrepasa mucho su propio limitado círculo de relaciones. Como es sabido, los niños a
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menudo se imaginan en el papel de personajes ficticios o históricos. Una historia real, en la cual los personajes cobran vida en un escenario real, suministra una galería de actores que bien pueden suscitar nuestra imitación. Los hombres han vivido y viven con grandeza, y una de las funciones de la historia consiste precisamente en preservar esta grandeza y en mantener viva la imagen de estas personalidades. Pero no se alcanzará ese propósito si se las presenta como figuras fantásticas que emergen milagrosamente de lo desconocido para interrumpir la continuidad real de la historia. Por el contrario, un hombre "cobra vida" sólo en proporción al grado de fidelidad con que se restablecen las circunstancias históricas y sociales que moldearon su carácter. Su grandeza será tanto mejor apreciada cuanto más fielmente se revelen a la reflexión histórica y se subrayen las discrepancias entre sus intuiciones conscientes y las consecuencias de sus propios actos.
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CAPÍTULO V TEMAS NATURALISTAS DEL ORDEN HISTÓRICO 1) Historiografía geométrica Denomino "naturalistas" a todas las teorías que intentan, ya sea describir los hechos históricos como expresiones de leyes inmutables, comparables a las leyes de las matemáticas o de la, astronomía, o representar el orden histórico mediante un esquema o diagrama abstracto pero eterno. Todas estas teorías revisten el mismo carácter trascendente que caracteriza a las concepciones teológicas. El orden que presuponen es, exterior y más comprensivo que todos y cada uno de los acontecimientos que se proponen "explicar" o, más exactamente, describir. Implícitamente, todas niegan el tipo de tiempo que realmente experimentamos en el curso de nuestra vida (lo que Bergson denomina "duración"), y por consiguiente niegan el cambio real. Pues las leyes expresan uniformidades, y sólo los hechos recurrentes se subordinan a ellas. Por consiguiente, el cambio se reduce al cambio de posición en el espacio. El único tiempo aceptable es el modo que no sólo se mide sino que también se define mediante los movimientos repetitivos y cíclicos del reloj o de un mecanismo semejante. El "orden de la Naturaleza", según lo concebían los naturalistas predarwinianos, desde Aristóteles a Linneo, era una jerarquía de especies inmutables. La "naturaleza" de una lombriz - o de un hombre - se resumía en una descripción generalizada de la criatura comprensiva de las cualidades comunes a todas, según
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se revelaban en el estudio comparado de una serie de lombrices -o de hombres, Toda desviación de la norma era considerada "contraria a la naturaleza". Hasta hace relativamente poco tiempo creíase que el mundo físico podía disolverse en un número increíblemente elevado, pero de todos modos definitivamente fijado de partículas idénticas, que se desplazaban constantemente con arreglo a leyes matemáticas eternas. Esta realidad era independiente del tiempo y de la transformación. Aunque los componentes indestructibles podían desplazarse y combinarse en una inmensa pero siempre finita variedad de modos, los movimientos jamás producirían nada realmente novedoso para el ser que conociera todas las partículas constituyentes y las leyes que regían sus movimientos; pues dicho observador podría anticipar cada movimiento y cada combinación. En definitiva, el problema consistía en resolver una enorme masa de ecuaciones horriblemente difíciles. El rígido orden de la Naturaleza de Aristóteles y de Linneo quedó disuelto en 1859, transformándose en un orden evolutivo, en virtud del cual las especies que antes eran inmutables derivaban de otras especies a través de una serie de acontecimientos históricos inteligibles. En mi propio tiempo las leyes eternas de la física mecanicista se habían transformado también en formulaciones de probabilidades, y sus objetos en "ondas de probabilidad". Pero estas anticuadas concepciones del orden han continuado abrumando a los historiadores desde la época de los griegos, sus creadores. Aparentemente, los griegos se elevaron con bastante brusquedad de la barbarie a un nuevo tipo de civilización (pág. 39). Quizás recordaban con añoranza el antiguo orden estático,
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disuelto rudamente por una nueva tecnología y una economía monetaria. Quizás sintieron la relación existente entre este orden perdido y el que se expresaba en las formulaciones geométricas, cuya permanente validez habían conseguido demostrar experimentalmente. Quizás, posteriormente, el descubrimiento de que los movimientos aparentemente casuales de los cuerpos celestes se ajustaban en realidad a estas reglas geométricas, cuya eterna y universal validez habían establecido les sugirió la idea de que el mismo orden eterno se erguía detrás de todas las cambiantes apariencias del mundo de los sentidos. En todo caso, para los filósofos clásicos la geometría era la ciencia par excellence y reflejaba en sí misma el ideal de orden. Por lo tanto, hacer de la historia una ciencia implicaba, en último análisis, atribuirle los caracteres propios de la geometría. Y así, según lo expresa Croce, para los griegos el poder que se ocultaba en la historia "era la ley natural del círculo en los asuntos humanos". Cabe presumir que ésa es la razón de que Tucídides aliente la esperanza (i. 22) de que su historia sea "útil para quienes deseen alcanzar una idea clara de los acontecimientos que han ocurrido y de los que algún día, en el curso probable de los asuntos humanos ocurrirán de nuevo del mismo o de semejante modo". Las palabras de Tucídides nos ofrecen el primer indicio de la teoría de los ciclos históricos, con arreglo a la cual la historia se mueve en círculos, de modo que los acontecimientos se repiten y producen las mismas consecuencias2. Si así fuera, la utilidad de 2
Dice Platón en las Leyes (III, 67G, a.C.): "Desde que existieron ciudades y desde que los hombres han vivido bajo el imperio de constituciones, nacieron millares y millares de ciudades, y en el mismo
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la historia seria obvia. El conocimiento del pasado sería conocimiento anticipado del futuro. Pero para los historiadores de la antigüedad clásica todo esto era asunto de fe. Los griegos y los romanos disponían de registros fragmentarios que cubrían solamente algunos siglos de la historia de un rincón del mundo del Mediterráneo. Mediante ese material no podían documentar la teoría trazando tablas que demostraran de un modo convincente la recurrencia o la semejanza de los acontecimientos en varios ciclos consecutivos. Pero la teoría no fue abandonada cuando acabó la civilización clásica, y por el contrario recibió nuevo impulso después del Renacimiento. Los historiadores europeos posteriores gustaban trazar paralelos entre la historia de Atenas o de Roma por una parte, y la historia de las ciudades italianas, y aún de los Estados nacionales por la otra. El ascenso y la caída de imperios - Asiria, Babilonia, Persia, Roma, España, Francia, Gran Bretaña - han ofrecido tentadoras posibilidades a los buscadores de analogías. Y en cuanto a los incidentes particulares de la historia política, a menudo es posible establecer plausibles y aún sorprendentes paralelos entre los mundos antiguo y moderno. También es posible aplicar ese tratamiento a la filosofía y al arte. Pero apenas el historiador amplía su investigación, de modo que ésta incluya la ciencia, la tecnología y aún aquellos aspectos de la estrategia que dependen directamente de la tecnología, se advierte
período otras tantas perecieron. En cada caso mostraron todas las formas de constitución una y otra vez. Pasaron unas veces de la grandeza a la pequeñez, y otras de la pequeñez a la grandeza, o del bien al mal y del mal al bien".
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claramente la superficialidad de las analogías entre varios períodos de la historia humana. En estos dominios es muy evidente que la historia no describe un círculo y que es, por el contrario, un proceso acumulativo. Y ello se aplica igualmente a todos los aspectos de la historia - es decir, de la historia como tal -. Compárese la más avanzada sociedad de la Edad del Bronce, por ejemplo la de los antiguos egipcios, con la situación de Gran Bretaña o de cualquier nación europea contemporánea. Por una parte, una sociedad que sólo dispone de la fuerza del hombre y de la que aporta el buey, equipada principalmente con herramientas de piedra y armada con armas de cobre, costosas pero ineficaces, actúa en un mundo efectivamente limitado al valle del Nilo y a las costas de Palestina y de Siria; por la otra, una población mucho más densa, que controla la electricidad, el vapor y la energía hidráulica, equipada con herramientas mecánicas de acero, armada con artillería, torpedos y bombas voladoras, convierte a todo el mundo en esfera de acción. Es evidente, entonces, que cualquier acontecimiento de la historia egipcia -aún si consideramos el antiguo sentido de la palabra "acontecimiento" está efectivamente relacionado con un hecho del mismo, tipo en la historia moderna sólo como la rabieta de un infante está relacionada con la cólera de: un adulto. Además, la conducta de un niño de seis años no es guía fidedigna para la conducta de un hombre de cuarenta y cinco. Sin duda, en la novela de Meredith el acto infantil de Richard Feverel fue presagio de su reacción ante una crisis más grave en el curso de su vida posterior. Pero no debe confundirse el simbolismo de una obra de arte con una observación científica. En todo caso,
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aún si aceptamos que el niño es el padre del hombre, las sociedades egipcia, helénica y británica no guardan entre sí la misma relación que los padres con sus descendientes. Ni siquiera pertenecen a la misma especie o género. Su relación es más bien la que subsiste entre distintos géneros del mismo orden, dispuestos jerárquicamente por los zoólogos (por ejemplo, entre los tarsios, los chimpancés y el hombre en el orden de los primates, o entre las especies actuales y sus antepasados fósiles). Ahora bien, el conocimiento de los hábitos de los tarsios en poco ayuda a anticipar la conducta de los chimpancés, y menos aún la de los hombres; el conocimiento de la estructura del esqueleto del "caballo" del plioceno (Eohipus) ciertamente nos ayuda a comprender ciertas peculiaridades de la anatomía del caballo moderno, pero no nos capacitaría para trazar el diagrama tipo del esqueleto de un caballo sobre la base de unos pocos huesos del animal contemporáneo. En la actualidad, todos coinciden en que la historia no se repite de un modo absoluto; los hechos del pasado probablemente no se repetirán, en el curso de los acontecimientos humanos, de manera igual o semejante. En realidad, las versiones recientes de la teoría de los ciclos históricos han abandonado aquella ingenua concepción. Para Spengler, los diferentes ciclos en cuya realidad cree desempeñan la función de los ejemplos - sobre los cuales aspira a organizar una ciencia histórica comparada. Por consiguiente, será más conveniente examinar esta concepción en el próximo capítulo. A partir del siglo XVI, la geometría y la astronomía ya no son las únicas ciencias, ni las de carácter normativo. Los hombres han hallado, conveniente y provechoso aislar otros
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aspectos de la naturaleza exterior, y en ellos han descubierto ciertos órdenes, que pueden ser expresados bajo la forma de leyes matemáticas y que son de utilidad práctica. De ese modo nacieron la química, la biología, la geología, la meteorología, y cada una de ellas reveló su propia serie de leyes eternas y universales. De ahí que se haya sugerido la posibilidad de que la historia se subordinara a una o a otra de estas ciencias especiales, convirtiéndose en sección particular de cualquiera de ellas. Las leyes establecidas en estas últimas gobernarían (o describirían) también los asuntos humanos. En realidad, los historiadores han sostenido que el curso histórico está determinado (o recapitulado) por las leyes o supuestas leyes de la geografía, de la antropología física o de la economía política. 2) La historia como geografía Ya en el siglo V antes de nuestra era cierto autor griego, un médico de la escuela de Hipócrates compuso un tratado "sobre las Influencias de la Atmósfera, del Agua y de la Situación", en el que proponía explicar las particularidades de los persas, de los escitas, de los keltas y de otras naciones extranjeras conocidas de los griegos mediante los factores geográficos mencionados en el título de la obra. El "carácter nacional" estaría determinado por el clima y por los recursos de la región habitada por la nación. Más allá de este aspecto, los autores clásicos no podían aventurarse mucho, habida cuenta de la falta de conocimiento preciso de las historias de las naciones extranjeras en cuestión. Los europeos del siglo XIX no podían echar mano de esa excusa. Los arqueólogos estaban revelando la auténtica historia
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de los egipcios, de los babilonios, y de los asirios; la historia de los judíos, de los griegos y de los romanos, con la cual se hallaban familiarizados desde hacía mucho tiempo estaba siendo complementada por historias árabes, chinas y turcas, algo se sabía del pasado de los pueblos africanos y americanos. Un inglés, Henry Thomas Buckle, se sintió particularmente impresionado por la idea de que las grandes diferencias climáticas entre Inglaterra, Grecia, Palestina, Egipto, India y China podían explicar las diferencias no menos sorprendentes de la historia de sus respectivos habitantes. En otras palabras, por lo menos a grandes rasgos la historia podía ser la resultante de las condiciones geográficas que le servían de escenario. Buckle proyectó quince tomos, en los cuales se proponía documentar su tesis. Sólo escribió dos tomos de introducción, con algunas geniales o por lo menos ingeniosas ilustraciones de efectos plausiblemente atribuibles al clima o a otras condiciones geográficas. Murió demasiado joven, y no pudo completar su obra; aunque en realidad ni él ni otro hubiera podido darle cima. Una de las razones de este aserto es evidente por sí misma. La teoría es incapaz de explicar el cambio histórico, pues las condiciones geográficas se han mantenido relativamente fijas y constantes a lo largo de los tiempos históricos. Estas pueden, hasta cierto punto, explicar la variedad de las culturas humanas, pero para la historia dicha variedad constituye un problema menos importante que las transformaciones sufridas por la cultura humana. Naturalmente, el medio geográfico ha ejercido real y. profunda influencia sobre las sociedades humanas, y debemos agradecer a los modernos geógrafos históricos haberlo
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subrayado. Las crecientes del Nilo, reproducidas a intervalos regulares, no sólo permitieron a Egipto alimentar a una numerosa población; también obligaron a crear una firme organización centralizada, la cual permitió a dicha población aprovechar el poder fertilizador de las aguas del río. Esa misma situación promovió la observación precisa de las estaciones, una de cuyas consecuencias fue la invención del calendario que utilizamos y el descubrimiento de elementos geométricos y astronómicos fundamentales, desarrollados por los griegos y por los hombres de ciencia posteriores. A su vez, el papel precursor de Inglaterra en la Revolución Industrial se debió, en proporción no escasa, a su favorable situación para el comercio marítimo y a la posesión de recursos naturales como el carbón, el hierro y la fuerza hidráulica. Todas estas ventajas forman parte de las "fuerzas de producción", potencialmente a disposición de la sociedad. Como la Naturaleza ofrece a diferentes grupos humanos diferentes oportunidades, los diversos grupos han podido realizar diferentes descubrimientos e invenciones. Por ejemplo, tocó a los indios de América del Sur descubrir las propiedades del caucho, y aplicarlas a invenciones como la enema. Pero es característico de la cultura humana el hecho de que las invenciones y los descubrimientos que por su misma naturaleza sólo podían ser obra de determinado pueblo en determinado medio, puedan ser y hayan sido trasmitidas a pueblos que carecían de las mismas oportunidades; y estos últimos a veces desarrollaron y explotaron el descubrimiento en cuestión mucho más allá de lo que soñaron los primitivos descubridores, como fue el caso, precisamente, de los europeos con el caucho.
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Por otra parte, la mera oportunidad, los recursos naturales por sí solos poco o nada explican. Véase cuánto tiempo pasó antes de que los habitantes de Britania comenzaran a utilizar seriamente el carbón como combustible, y a pesar de que sus propiedades eran conocidas desde la Edad del Bronce, aproximadamente tres mil años antes. Por su parte, los chinos, con los mismos conocimientos y recursos aún más ricos Lo utilizaron el carbón hasta que los "bárbaros occidentales" de Inglaterra y de otros países europeos les enseñaron a hacerlo. Otra particularidad del ser humano consiste en su capacidad de adaptarse y de vivir en cualquier medio y en cualquier clima, apelando a recursos artificiales, es decir, a través de la cultura. La naturaleza de esta cultura está sin duda más o menos condicionada por el medio al cual se adapta; cuanto más simple es una cultura, más evidentemente sufre el influjo del medio. En el caso de los esquimales, la arquitectura, la vestimenta y toda la economía está exquisitamente adaptada a las condiciones árticas. Pero en los Estados Unidos el visitante encuentra tuna cultura extraordinariamente uniforme en los Estados de la costa oriental, de clima templado; en la Gran Cuenca, de clima muy continental; en los desiertos de Arizona y de California y en la Florida subtropical. Gracias al aire acondicionado, a los transportes rápidos y a otras aplicaciones semejantes de la ciencia, los norteamericanos pueden vestir las mismas ropas e ingerir los mismos alimentos en todas estas regiones tan distintas. Ciertamente, a lo largo de su historia, los hombres han tratado, con éxito cada vez mayor, de adaptar el medio -y aun el clima - a sus hábitos y a sus necesidades. El escenario geográfico ha desempeñado un papel en la historia, y continuará haciéndolo,
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y el historiador no debe ignorarlo. Pero se trata de un escenario, y no de un factor único, mucho menos decisivo. "El camino se adapta a los accidentes del terreno, pero éstos no son la causa del camino, y no le imponen una dirección" (Bergson). Ciertamente, un camino puede franquear los obstáculos naturales mediante túneles y viaductos, en lugar de esquivarlos. 3) Historia antropológica Armonizaba perfectamente con la concepción del mundo clásico que los historiadores griegos y romanos vieran en los extraños hábitos e instituciones de los persas y de los egipcios, de los keltas y de los germanos así como en sus respectivas fisonomías y estaturas otras tantas expresiones de la "naturaleza" de cada uno de dichos pueblos, de sus caracteres permanentes, innatos y hereditarios. Platón y Aristóteles, especialmente, afirmaron la innata superioridad de los griegos sobre estos "bárbaros". La doctrina aristotélica de los "esclavos naturales" implica ciertamente que algunos pueblos hablan nacido con el único propósito de ser los instrumentos vivos de los geniales griegos. También en el caso de la historia de los hebreos (de característico nacionalismo) se presenta la privilegiada posición del Pueblo Elegido como resultado de la eterna Alianza de Jehová con "Abraham y su descendencia". Literalmente, esto último quería decir que la herencia judía se trasmitía automáticamente de padres a hijos mediante el proceso fisiológico de la procreación, aunque cabe alimentar dudas con respecto al grado en que se concebía dicha trasmisión como un proceso realmente limitado a este factor.
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En el mismo sentido, la tradición histórica del Occidente moderno recibió la idea de la superioridad racial de sus dos fuentes principales; griegos romanos y judíos estaban destinados a desempeñar un papel principal en el curso de la historia: los dos primeros por decreto de la "Naturaleza", y los últimos por mandato de "Dios". Cuando durante el siglo XV los europeos conocieron a los extraños pueblos de África, de las Indias y del Nuevo Mundo, aplicaron naturalmente la misma concepción. De ese modo, los "cristianos en la Biblia, de raza europea, inevitablemente se identificaron con Israel, que obediente a la voluntad de Jehová y ejecutando los mandatos del Señor tomaba posesión de la Tierra Prometida, al mismo tiempo que identificaban a los no europeos con los cananeos, destinados por decreto divino a cortar la madera y a acarrear el agua" (Toynbee). Por supuesto, estas conclusiones debían tranquilizar todos los escrúpulos de conciencia provocados por la exterminación de los indios americanos y por el esclavizamiento de los negros, destinados a reemplazar a aquéllos. Las vagas teorías y premisas así inspiradas y alimentadas comenzaron a cobrar forma más general y filosófica en la historiografía del siglo XVIII. Por ejemplo, la permanencia histórica de los caracteres raciales está implícita en la frase de Herder (1785): "Los chinos serán siempre chinos" (Sinesen immer Sinesen bleiben werden). Después de la conmoción suscitada por la Revolución Francesa, los románticos de Alemania, y sus contemporáneos franceses e ingleses hallaron el mejor antídoto a las ideas de libertad, de igualdad y de fraternidad en la insistencia sobre las diferencias históricas, en la individualidad y continuidad de los hábitos e instituciones
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políticas y sociales característicos de las distintas naciones europeas (Fueter). Al principio, dichos historiadores "ingenuamente vieron en los modernos grupos lingüísticos a los que denominaran "nacionalidades" otras tantas entidades que habían existido independientemente desde siempre, y que habían ejercido su influjo sobre la historia". Las concepciones así engendradas por la reacción contra la Revolución y por la resistencia patriótica ante Napoleón, recibieron inmediatamente cierta capa de fraseología científica por su amalgama con las conclusiones provisionales de la naciente antropología, que acababa de emerger del seno de la zoología predarwiniana. En la clasificación de Linneo, el reino animal se hallaba coronado por la especie Homo Sapiens, divisible en variedades o en razas, lo mismo que cualquier otra especie. Dichas razas debían poseer los mismos caracteres de permanencia y de inmutabilidad que entonces se atribuía a las especies, aunque todavía se dudaba del criterio que se aplicaría a la clasificación de las razas humanas. El lenguaje, así como la complexión física o la estatura fueron considerados seriamente con un criterio adecuado. Pero sé convenía generalmente en que, independientemente de los caracteres atribuidos a la raza, o que la definían, los mismos debían ser hereditarios en el más estricto sentido fisiológico. Si a continuación los antropólogos decidieron adoptar ciertas características métricas (estatura, forma de la cabeza, complexión, color de los ojos o una combinación de estos factores) para definir a las razas, no por ello renunciaron a la esperanza de identificar también las cualidades mentales (instintos y tendencias) propias de cada raza y heredadas del
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mismo modo que las cualidades más tangibles seleccionadas para el estudio más inmediato. Reconocieron también que la mayoría de las nacionalidades europeas existentes no eran razas en el sentido científico de la expresión, sino mezclas de razas que antes habían existido independientemente en estado de mayor pureza. A los propagandistas históricos aficionados no les fue difícil armonizar la doctrina contrarrevolucionaria de los románticos con la concepción de los antropólogos. A un reaccionario aristócrata francés, el conde de Gobineau, corresponde el dudoso honor de haber formulado el gran "Mito Nórdico". En su Essaí sur l'1négatité des races humains (1853), de Gobineau identificó al tipo alto y rubio como el componente activo y creador en el seno de todas las naciones europeas, y aun entre los pueblos de Cercano Oriente y de la India, lingüísticamente emparentados con aquéllos. Otro enemigo de la democracia francesa, de Lapouge, en L'Aryen, son róle social (1870), dio expresión más popular aún a esta misma idea. Aunque adoptada tardíamente en Alemania, la doctrina fue desarrollada por anatomistas, filólogos, arqueólogos, historiadores y periodistas, convirtiéndose en principio unificador del Segundo Reich y en pretexto del Tercero. Según la proclamó Hitler, y tal como la prescribió a todos los profesores de historia el ministro nazi Frick, la tesis afirma que todos los progresos de la civilización material, del arte, de la ciencia y de la organización política, no sólo en Europa sino aun en Oriente y en China durante la Edad del Bronce, y quizás también en Estados Unidos, se han debido al genio y a la energía creadora exclusivamente inherente al plasma germinal de la raza nórdica, aria o germánica, el Herronvolk por derecho natural. De
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la arqueología y de la filología Frick extrae "pruebas" de que los primeros estados civilizados en Egipto y en Mesopotamia fueron fundados por conquistadores nórdicos, al paso que las posteriores oleadas arias crearon los imperios de los persas y de los hititas y las civilizaciones de Grecia y de Roma. Von Sóden realiza los mayores esfuerzos para demostrar que los sumerios no arios no tenían idea de la ciencia, y eso a pesar de que eran capaces de resolver ecuaciones cuadráticas y de registrar eclipses, ¡y en cambio atribuye carácter científico a los tediosos tratados sobre el sacrificio ritual redactados por los primitivos brahmanes arios! Durante el siglo pasado, el dogma ario fue clamorosamente acogido por historiadores ingleses como Carlyle. Después de todo, los anglosajones eran germánicos, y los mejores individuo serán rubios de raza nórdica. Y la teoría venía ajustificar claramente las hazañas del imperialismo británico así como la Drang nach Osten germánica. En nuestro siglo ha sido recibido con no menor entusiasmo en los Estados Unidos, donde desempeña el papel de pretexto científico para la discriminación racial contra los negros y los judíos. Su momentáneo eclipse durante la lucha temporaria entre Alemania y el bloque anglonorteamericano ciertamente no refuta la teoría. Durante la última guerra Sir Arthur Keith elaboró una nueva versión mediante el sencillo recurso consistente en sustituir las cabezas alargadas por otras redondas;, así, en 1915 la clase gobernante inglesa no estaba formada por nórdicos de cabeza alargada, sino por individuos de cabeza redonda, miembros de la raza Beaker, cuyo lenguaje( cuando invadieron Britania, alrededor del año 1800 a. C., era probablemente ario, y que presumiblemente
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fueron originarios de Rusia meridional, el territorio de un aliado al que entonces se consideraba respetable. Entretanto, el mito de Gobineau había sido mejorado mediante agregados de concepciones populares relativas al principio darwiniano de la "supervivencia del más apto". Las naciones o las razas equivalen a las especies. La guerra entre las naciones corresponde a la "lucha por la vida". La victoria y la conquista implican la "supervivencia", y por consiguiente se convierten en pauta "científica" de "aptitud". De ese modo la guerra, el tema propio de la historia, aparece santificado bajo la forma de un proceso natural, y es posible justificar científicamente los actos de conquista. La reseña aparentemente desordenada de las masacres, de los actos de rapiña y destrucción, revisten, considerados desde este cómodo y ventajoso punto de vista, la grandeza propia del Orden Natural. No debe asombrarnos, por lo tanto, que la teoría fuera popular en los Estados imperialistas. "Los celtas expulsaron a les osos y a los lobos y los anglosajones a los celtas": he aquí el apropiado preludio a una historia inglesa escrita por un destacado exponente del arte. La teoría se desacreditó sólo cuando fue expuesta aun con mayor lógica por los imperialistas rivales de Alemania. Aparte de la confusión del concepto de nación con el de raza, y de la equiparación (tampoco probada) de la raza con la especie, y de otras falsas analogías, esta versión de la teoría racial reposa sobre una versión anticuada del mecanismo de la evolución. La "lucha por la vida" que desemboca en la "supervivencia del más apto" es, en el mejor de los casos, la descripción abreviada de una de las formas de la evolución. Darwin jamás atribuyó a la frase el carácter de fórmula o de
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receta única. Y actualmente los biólogos se inclinan a destacar mucho menos la lucha y a atribuir en cambio, especial importancia a la armonía. Él equilibrio natural, revelado por el estudio del mojo en que animales y plantas coexisten en la misma región, ya no aparece como el resultado de la lucha competitiva. Por el contrario, parece que, por analogía, los contemporáneos de Darwin aplicaron a la naturaleza orgánica la concepción predominante (pero errónea) de que el orden y el progreso económico eran el producto de un régimen tipo laissez faire, de competencia sin restricciones. Luego los economistas vieron su propia teoría ataviada con términos propios de la zoología, y la reintrodujeron el carácter de una concepción investida de toda la autoridad de una hipótesis científica probada. El ulterior desenvolvimiento de la biología ha quitado fuerza a la afirmación, pero los historiadores, poco familiarizados con las ciencias naturales, han tardado en reconocer la decadencia de esta teoría. Mayor aún ha sido la tardanza en reconocer que el desarrollo de otra rama de la biología, la genética, ha destruido las pretensiones científicas de la propia corriente racista. Despojada de los más gruesos absurdos del nazismo y del antisemitismo, la interpretación racial afirma que los hechos históricos son explicables por las cualidades innatas y hereditarias de las razas y de las mezclas de razas. Afírmase que las razas son comparables a las especies y subespecies de los animales salvajes o a las razas puras de perros o de ovejas. Mediante el estudio de los hábitos de dichas razas, es posible anticipar el comportamiento probable de una majada y predecir
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con relativa confianza las reacciones de un perro de cierta raza en determinadas circunstancias. Si las razas humanas fueran comparables a las razas ovinas puras, el estudio de una raza dada permitiría obtener generalizaciones de las cuales se extraerían predicciones correctas. Pero la comparación carece de validez. Por una parte, comparada con la de cualquier animal inferior, la conducta humana depende mucho menos de los instintos y de las tendencias innatos, y mucho más de los hábitos adquiridos después, del nacimiento por imitación e instrucción sociales. Es casi imposible determinar hasta qué punto el carácter de un individuo será obra de la naturaleza y hasta dónde fruto de la crianza. Pero, aparte de este factor, la doctrina de la herencia particularizada, establecida por la investigación genética, es fatal para la tesis de los racistas. La genética moderna ha demostrado que los caracteres hereditarios no se trasmiten en bloque, sino separadamente. El individuo puede, por ejemplo, tener los cabellos del padre, pero los ojos de la madre. O puede heredar una condición como la hemofilia, que no afectaba a ninguno de los progenitores, pero sí a un abuelo o a un antepasado más remoto aún. Ahora bien, en el caso de un animal de pura raza la herencia particularizada ejerce escaso influjo; todas las bestias de pura raza poseerán la misma constitución genética y por consiguiente heredarán y trasmitirán los mismos caracteres hereditarios. Se trata de una colección de genotipos. Pero pocas razas humanas (supuesto el caso de que existan) se aproximan a esta pauta de pureza. Los hombres y las mujeres se han desplazado sobre la tierra y se han mezclado desde los tiempos prehistóricos.
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Ahora bien, es indudable que el antropólogo puede, mediante el establecimiento de características métricas y de otro tipo, distinguir a un grupo numeroso de seres humanos cuyas mutuas semejanzas los hagan acreedores al nombre de raza; y luego puede estudiar el carácter y la conducta de esta raza. Pero ésta sólo será una colección de fenotípos (es decir, de criaturas con los mismos caracteres), no de genotipos (es decir, de seres con la misma estructura genética), y nada podrá garantizar, a menos que el antropólogo en cuestión haya observado al grupo a lo largo de cinco o seis generaciones, que todos sus miembros poseen la misma constitución genética. Por lo tanto, no podrá predecir que la generación siguiente exhibirá los mismos caracteres hereditarios observados en ésta. Menos aún podrá inferir que cada niño exhibirá todos o por lo menos algunos de los caracteres de los padres. Y ni siquiera se tiene derecho a concluir que, porque cierto individuo exhibe los rasgos físicos elegidos como característicos de cierta raza, también mostrará las características mentales que, de acuerdo con la experiencia, son comunes en esa raza. Los caracteres del grupo - llámeselos raciales, nacionales, o de cualquier otro modo - constituyen ciertamente factores que la historia debe considerar. Pero sólo en muy escasa medida (que, además, no es definible) son causas independientes, consecuencias de la herencia fisiológica, trasmitidas durante la procreación y explicables en términos biológicos. Son más bien resultantes de un proceso histórico, trasmitido socialmente por vía de precepto y de ejemplo después del nacimiento, y por esa misma razón plásticos y sujetos al control, social. La modificación de los hábitos colectivos en el seno de un grupo
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dado constituye uno de los hechos más ciertos y significativos de la historia. La historia debe explicarlos en lugar de buscar en los hábitos colectivos su propia explicación como historia. 4) La historia como sección de la economía política. Una tercera posibilidad consiste en que la historia se subordine a las leyes eternas supuestamente descubiertas por los teóricos de la economía. Los historiadores italianos del Renacimiento habían tendido a representar a sus personajes como movidos exclusivamente por motivos egoístas. De Giucciardi, por ejemplo, Montaigne pudo escribir con razón: "jamás atribuye un papel a la virtud, a la religión o a la conciencia, y por, el contrario siempre descubre en cada acto algún motivo ambicioso o la esperanza de una ventaja". Exagerando esta tendencia del humanismo e idealizando su producto, los economistas burgueses de la Revolución Industrial inglesa crearon un monstruo, el Hombre Económico. De esta supuesta "naturaleza" dedujeron "leyes eternas" que debían gobernar las actividades humanas relativas a la producción y al intercambio de bienes, del mismo modo que las leyes de Newton gobernaban los movimientos de los planetas y de las bolas de billar. La operación de estas leyes, salvo los casos de interferencia gubernamental, como bajo el mercantilismo, produciría3 un orden no menos admirable que el de la mecánica newtoniana.
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El sistema de los monopolios de Estado concedidos a compañías particulares de carácter comercial.
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Ahora bien, como lo observó Bagehot4, para los precursores de la economía política "Euclides fue la expresión típica del pensamiento científico". Suponían, lo mismo que Euclides, que las leyes o los teoremas de la geometría eran todos deducciones lógicas de unos pocos axiomas evidentes por si mismos, o verdades a priori. Así, las leyes de Ricardo aparecen como deducciones de principios supuestamente evidentes en si mismos, y entre ellos el concepto del Hombre Económico desempeña el papel de piedra angular. Por supuesto, históricamente la geometría no tiene más derecho que la física o que la astronomía a ser considerada una ciencia puramente deductiva; se basa en observaciones, y sus teoremas pueden ser demostrados experimentalmente, por la "construcción". Sin duda, una vez que la experimentación y la inducción han establecido cierto sistema de generalizaciones, éstas pueden convertirse en premisas de las que se deducirán nuevos principios, destinados a ser confirmados experimentalmente. Ello ocurre aún en el dominio de la física. Pero las premisas iniciales de la economía política clásica estaban muy lejos de poseer el mismo grado de coherencia y de certidumbre inductiva. En realidad, fueron el objeto de acaloradas disputas entre distintas escuelas y, por otra parte, recientemente se ha escrito el correspondiente epitafio a la idea del Hombre Económico. Más aún, en la medida que las leyes económicas eran realmente científicas, es decir, descripciones correctas de los métodos de producción y de intercambio de mercancías, sólo se aplicaban a un sistema histórico dado. Lo mismo que Adam Smith, el propio Bagehot reconoció que era posible retroceder 4
Bagehot, Economic Studies, pág. 186.
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hasta una "era preeconómica", en la cual las premisas de la economía política carecerían de validez objetiva. Por supuesto, Marx "niega expresamente que las leyes generales de la vida económica sean las mismas, ya sea que se las aplique al presente o al pasado. De acuerdo con su concepción, cada período económico tiene sus propias leyes". (Nota al Capital, segunda edición.) En realidad, Adam Smith y sus sucesores inmediatos trataron de describir el funcionamiento del capitalismo en los primeros tiempos de la Revolución Industrial, o más precisamente su funcionamiento posible si se lo liberaba de los obstáculos impuestos por los viejos sistemas del mercantilismo y del feudalismo, que se mantenían gracias a la intervención del Estado. A decir verdad, eran los defensores académicos de la clase en ascenso de industriales capitalistas que se oponían a la aristocracia terrateniente todavía dominante. Algunos de sus sucesores en Gran Bretaña y sobre todo en los Estados Unidos han defendido a la misma clase contra los trabajadores de los sindicatos y contra el movimiento socialista. Todos suponen explícitamente el libre movimiento de las mercancías y de la fuerza de trabajo, y por consiguiente, tácitamente, la existencia de los modernos medios de transporte y de comunicación y la libertad legal de obreros y de patrones. Por ejemplo, constituirla un evidente absurdo aplicar las deducciones extraídas de estas premisas tecnológicas y sociológicas al primer periodo de la Edad Media, durante el cual el transporte terrestre se limitaba a los caballos cargueros y los campesinos estaban atados a la tierra. De ahí que las leyes de la economía política no puedan explicar la transformación histórica. Por el contrario, los cambios
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sufridos por las leyes económicas constituyen uno de los más importantes grupos de hechos que deben ser explicados por la historia. El ascenso de la economía política fue beneficioso para los estudios históricos precisamente porque llamó la atención sobre los hechos de este tipo. Ayudó a conmover el prejuicio de los profesionales en el sentido de que la historia debía ser exclusivamente política, militar y eclesiástica. El propio Adam Smith había estudiado el desarrollo de las condiciones económicas con la ayuda de documentos originales. Desde mediados del siglo pasado la historia económica, concebida en ese sentido, ha sido admitida como una rama reconocida de los estudios históricos. Pero ya no pretende la condición de ciencia deductiva, capaz de ilustrar los efectos de leyes eternas y universales, y por el contrario se ha convertido en disciplina auténticamente empírica, que describe cómo las "leves económicas", entendidas en el sentido de relaciones generalizadas entre las distintas partes del proceso de producción y de distribución, han cambiado concretamente el curso de la historia conocida. Así, entendida en el sentido de la concepción materialista de la historia, elaborada por Marx, la economía suministra uno de los mejores métodos para el reconocimiento de un orden auténticamente histórico.
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CAPÍTULO VI LA HISTORIA COMO CIENCIACOMPARADA Si la historia no se ajusta a las leyes de ninguna rama de las ciencias naturales, puede, de todos modos, convertirse en ciencia independiente, con sus propias leyes. Ciertamente, éstas no podrán ser establecidas experimentalmente, y por consiguiente no aspirarán al rigor de la formulación matemática. Por otra parte, a través de métodos comparativos las ciencias descriptivas establecen uniformidades suficientemente precisas desde el punto de vista práctico. La anatomía servirá para ilustrar el tipo de ciencia natural que la historia podría copiar. No hay dos cuerpos humanos absolutamente idénticos. Pero la disección de un número razonable de cadáveres, la comparación de los resultados obtenidos y la omisión de las particularidades excepcionales ha permitido trazar un diagrama generalizado del cuerpo humano, aplicable a cualquier miembro de la especie Homo Sapiens. 101La mayoría de los cuerpos humanos reproduce tan fielmente este ideal o forma específica, que si el cirujano se atiene con inteligencia al esquema es poco probable que lesione fatalmente a su paciente. Obsérvese que la "verdad" y la utilidad de este tipo específico depende en cierta medida del número de individuos o de casos que concurrieron a su elaboración. Una operación realizada por un cirujano que sólo hubiera disecado un cadáver o que hubiese estudiado un esquema basado en un solo ejemplar, sería por lo menos desastrosa, si el ejemplar previamente
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estudiado hubiese sido "anormal". Un ejemplo real, tomado de una rama de la misma ciencia, ilustrará el peligro de la generalización prematura. En 1892 el doctor Dubois descubrió en lava un cráneo extremadamente antiguo y extraordinariamente parecido al de un mono, al mismo tiempo que un fémur. Este único fósil fue considerado entonces el tipo de la especie o género extinguido del hombre, y se le dio el rótulo científico de Pithecanthropus erectus, y más popularmente el de. "hombre-mono de Java". Además de cierto número de sorprendentes particularidades de forma, el cráneo de Java se distinguía de todos los cráneos humanos conocidos por su escasa capacidad (la cual correspondía, naturalmente, a un pequeño volumen cerebral) intermedia entre la de un chimpancé y la de un hombre moderno. Por consiguiente, se consideró que la escasa capacidad craneana constituía un rasgo específico del Pithecantrhopus. En los últimos diez años aparecieron en Java otros dos cráneos fósiles de edad más o menos semejante, y alrededor de una docena cerca de Pekín. Todos coinciden con el ejemplar original de Dubois en la mayoría de las particularidades de forma. Pero la capacidad craneana varia de un modo sorprendente; en algunos es menor (775 c.c.) y en otros mayor (1.350 c.c.) que en el primer ejemplar. Por lo tanto, ha sido preciso modificar esencialmente la descripción general de la especie (o género) en este aspecto - un factor por cierto muy importante, ya que la capacidad craneana limita las proporciones del cerebro. La descripción específica fundada en un solo ejemplar habla sido falseada.
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Si la historia humana pudiera ser dividida en una serie de cortes consecutivos o paralelos, cada uno de ellos podría ser tratado como una prueba o como un ejemplo de la historia generalizada. La comparación de los diversos cortes nos permitiría descubrir la existencia de aspectos recurrentes comunes a todos los casos examinados. Luego, si abstrajéramos o ignorásemos las diferencias, nos restaría un diagrama general o una descripción especifica de la historia abstracta. Si la teoría de los ciclos históricos fuera correcta, cada ciclo podría servir de ejemplo, del mismo modo que cada generación de la mosca de los frutales, en el laboratorio, es ejemplo del cielo vital de esta especie de insecto. Comparando el desarrollo, la madurez y la declinación del insecto a lo largo de varias generaciones, el entomólogo descubre leyes generales que describen el ciclo vital de la especie, considerada en conjunto o en relación con el miembro individual de la misma. Así, el historiador que comparara los ciclos sucesivos descubriría leyes descriptivas de los cambios a los que está sometida cada unidad histórica. Debido a la falta de ejemplos, los autores clásicos que crearon la teoría no pudieron siquiera intentar esta inducción. Los autores modernos, que disponen de datos más abundantes, han intentado la empresa. El más reciente, el más agudo, el más erudito y el más brillante de dichos esfuerzos es la Decadencia de Occidente de Spengler. Sobre la base de una impresionante masa de conocimientos, interpretados con genial penetración, ilustra detalladas correspondencias entre diversos ciclos - que él mismo establece - del arte y de la filosofía, así como del gobierno y del derecho. En un año de derrota nacional, demostró sorprendente
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confianza al profetizar la salvación temporaria de Occidente por un renaciente cesarismo - un Estado mundial totalitario y germánico que prefiguró, aún en los detalles, ese Nuevo Orden que Herr Hitler quiso imponer en 1939 a un mundo extrañamente desagradecido. La refutación experimental de las conclusiones de Spengler, a través de la derrota de Hitler en 1945, puede ser considerada justificación complementaria del rechazo teórico de la premisa fundamental de este mismo autor, según se explicó en la página 65. Como no hay ciclos, no existen ejemplos o casos como los que Spengler manejó ni, por consiguiente, es posible inducir de ellos generalizaciones. Un proyecto más comprensivo y más ambicioso de ciencia histórica comparada es el que acometió con mayor erudición aún Arnold Toynbee. El autor se propone cristalizarlo en una docena de gruesos volúmenes, de los cuales hasta ahora han aparecido seis. Toynbee rechaza la concepción cíclica. Para Toynbee la historia no se desarrolla sobre un camino circular, sino a lo largo de varias rutas paralelas o divergentes. Entre éstas reconoce la existencia de no menos de veintiún casos o "representantes diferentes de una particular especie de sociedad", a la que denomina "sociedad civilizada". De ellas, ocho (egipcia, sumeria, minoense, sínica (china), india, indica, maya y andina) "carecen de mutuas relaciones y pertenecen a la infancia de la especie". El resto - las sociedades irania, helénica, cristiana occidental, etc.descienden de un modo u otro de alguna de las anteriores. En cada una de las unidades así aisladas (y en la medida del material disponible) el autor distingue las mismas fases que aparecen en las mismas posiciones relativas del ciclo vital de cada una, es
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decir, una "Época de Desorden", un "Estado Universal" un "Vólkerwanderung", etc. Atribuye el mismo tipo de paralelismo a las vidas de los grandes hombres que aparecen en las coyunturas apropiadas de cada una de las sociedades civilizadas que han dejado registros históricos descifrables. Sería impertinente intentar aquí la apreciación o la crítica de una gran obra inconclusa. Tampoco debemos preguntarnos si, habida cuenta del caso del Pithecanthropus, una descripción especifica basada solamente en veintiún casos (de los cuales seis son conocidos sólo fragmentariamente) será probablemente fidedigna. Sin embargo, es preciso examinar las credenciales del método. ¿Es legítimo o provechoso dividir en pedazos la historia, denominarlos "civilizaciones" y luego considerarlos como expresiones autónomas e independientes de leyes generales? Los fragmentos así aislados, ¿constituyen realmente expresiones diferentes de una especie? Comparándolas, ¿es posible inducir una descripción, del mismo: modo que se traza el diagrama anatómico del cuerpo humano después de disecar cierto número de cuerpos diferentes? Las "civilizaciones" de Toynbee, ¿no son más bien como los distintos miembros u órganos de dicho cuerpo? Y en ese caso, la descripción específica o el esquema general de un dedo generalizado del miembro inferior (para tomar el caso más favorable) compuesto solamente por los rasgos comunes a los diez dedos, ¿será realmente útil si se pretende realizar una operación sobre el dedo gordo del pie izquierdo? Ahora bien, Toynbee reconoce que son escasas (o no existen) las sociedades que se han desarrollado en total aislamiento. La arqueología puede demostrar que, mucho antes del comienzo de la historia escrita, hubo intercambio de
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materiales entre grupos muy separados, y que probablemente existió difusión de procesos y de invenciones. Si sólo puede afirmarse que es muy probable que la rueda se haya difundido desde cierto centro indefinido entre China y Britania, hace tres mil años, es innegable que el motor de vapor se difundió desde Gran Bretaña sobre un área mucho más amplia, hace aproximadamente un siglo, y que los británicos habían aprendido de los chinos el uso del té, y de los norteamericanos el del tabaco. Toynbee o cualquier otro autor tienen menos argumentos aún para negar la transmisión de técnicas y de ideas de las pasadas civilizaciones a las posteriores. En realidad, las unidades que Toynbee aísla, lo mismo que cualquier otro tipo de unidad posible, están interrelacionadas con préstamos mutuos. Para justificar la separación de las unidades, o de los casos, Toynbee se ve obligado a subestimar las deudas que vinculan a unas con otras. "Los señalados triunfos de la difusión", afirma, "son generalmente triviales y exteriores, y rara vez íntimos o profundos; pues el proceso de irradiación y de mimesis a través del cual la difusión ejerce su influjo sobre los asuntos humanos es vigoroso y efectivo en proporción inversa al valor de las cualidades sociales que trasmite". En términos semejantes menosprecia las técnicas de producción de hierro y la escritura que, según se reconoce, pasaron de la sociedad helénica (el Imperio Romano) a la cristiandad occidental. En resumen, para legitimar el método comparativo y conferir verosimilitud a sus inferencias, Toynbee, lo mismo que Spengler, necesita ignorar precisamente aquellas actividades humanas que en historia son inequívocamente acumulativas y revolucionarias.
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Debido a sus propias premisas, toda teoría comparativa está condenada a practicar precisamente esta abstracción. El teorizador puede comparar en el mismo plano la política exterior de Thotmes III, de Trajano y de Federico. Puede analizar los méritos respectivos de los rituales acadios, católicos, romanos y del culto de Zoroastro; de la lírica amorosa egipcia, griega y provenzal; de los retratistas del Nuevo Reino, bizantinos o victorianos: a falta de normas universalmente reconocidas, no habrá dos autores que ordenen estos productos según el mismo orden de méritos. Pero no puede haber tales diferencias de opinión con respecto a la astronomía de Babilonia durarte la Edad del Bronce, en la Grecia helenística V en la Inglaterra del siglo XVII. El shaduf, la rueda persa y la electrobomba no son tres ejemplos de una especie de artefacto elevador de agua, sino tres especies en una jerarquía evolutiva. La posición de cada una en la serie está dada objetivamente por la eficiencia con que ejecuta su función reconocida, y dicha eficiencia, a su vez, puede ser valorada con precisión e imparcialidad matemáticas. Desde el punto de vista puramente teórico, un historiador académico puede afirmar que, comparado con el heroísmo de los guerreros o de los mártires, con el éxtasis de los poetas o de los pintores, y con las visiones de los profetas y de los estadistas, factores como la luz eléctrica, los alimentos obtenidos mediante la aplicación de la química y de la genética a la agricultura, y distribuidos gracias al automotor y a la nave de vapor, así como los periódicos impresos, los métodos sanitarios y la medicina científica, son "triviales y exteriores" antes que memorables. Pero si no existieran esas aplicaciones de la ciencia y de la tecnología, el teórico académico, supuesto el caso de que aún viviera, no
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estaría desarrollando sus ideas históricas ante una audiencia mundial en una obra de doce volúmenes, ni fundando una escuela, y su teoría no sería un hecho histórico en el sentido explicado en la página 19. Por lo menos en este sentido, la tecnología determina la historia. Pero su desarrollo es un proceso único, autodeterminado, no sometido a leyes trascendentes exteriores, según vimos en el capitulo II. Por consiguiente, la misma concepción debe ser aplicada a la historia en conjunto. Por otra parte, la posibilidad misma de concebir teorías comparativas debería atraer la atención sobre un aspecto significativo de la historia, Si la historia revela el permanente progreso de la especie humana en conjunto, revela asimismo el estancamiento, la decadencia y la extinción de muchas de las sociedades en que la especie ha estado o aún está dividida. De lo contrario, la teoría de los ciclos nunca hubiera podido parecer plausible ni siquiera durante un instante. Aún hoy conocemos sociedades de Australia y, de Siberia cuya economía y cuyo equipo jamás pasó los límites de la Antigua Edad de la Piedra, y otras en el Pacífico que en este sentido todavía son neolíticas. La civilización del Indus, en el tercer milenio antes de Cristo, representada por las grandes ciudades enterradas de Mohenjodaro, Harappa y otros lugares del Sindh y del Punjab, desapareció tan completamente que aun su misma existencia era desconocida hasta el momento en que la pala del excavador puso al descubierto las imponentes ruinas, hace veinticinco años. De los mayas de América Central sólo unos pocos indios, pobres, atrasados y católicos sobreviven en la maraña que oculta los restos de populosas ciudades y de templos
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monumentales, donde otrora se sacrificaron centenares de víctimas en el altar de dioses hoy olvidados. La civilización del Nilo se desarrolló rápidamente durante unos pocos siglos después del año 3000 a.C. Pero después de la Era de las Pirámides apenas hubo verdadero progreso o innovaciones perdurables en el terreno de la organización administrativa o económica, en arquitectura, en escultura o en pintura, en las ciencias matemáticas o médicas, en la tecnología, es decir, en la forma de las propias herramientas. La civilización egipcia habla perdido su capacidad creadora antes de que el gobierno pasara a manos extranjeras - a los persas, los griegos, los romanos, o los árabes. Después de tres mil años de permanente uso, la antigua escritura jeroglífica cayó en el olvido, y los antiguos cultos nativos fueron reemplazados por el judaísmo, el mitraísmo, el cristianismo y el islamismo. En la Mesopotamia, la historia revela una interrupción y una decadencia más o menos parecidas desde el fin del último periodo prehistórico, de brillante desarrollo, hasta la última tableta con la escritura nativa cuneiforme, alrededor del año 20 a.C., y el colapso final del sistema de irrigación que era el fundamento de la vida civilizada, después de la conquista mongola, en 1258. Evidentemente, el progreso no es automático, ni inevitable. La historia conoce muchos caminos; algunos terminan en remansos sin salida, otros, en la aniquilación. Lo mismo ocurre en los dominios de la historia natural, como lo demuestra admirablemente Julián HuxIey en su reciente obra, Evolution. Por otra parte, en él campo de la historia humana puede dudarse, con mayor razón que en historia natural, de que una invención realmente progresiva, realizada por una sociedad que no resultó
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viable, se haya perdido: para la humanidad. Evidentemente, la civilización mesopotámica se extinguió. Pero es bien sabido desde hace mucho tiempo que le debemos la división del circulo en 360 grados y la del día en veinticuatro horas, así como cierto número de conceptos legales y de dogmas teológicos de más dudoso valor. En el curso de los últimos quince años, la investigación más intensiva ha demostrado la existencia de otras deudas, ignoradas anteriormente: datos para la predicción de eclipses, métodos para la solución de ecuaciones cuadráticas, la esencia del teorema de Pitágoras... conceptos todos que nos han llegado por intermedio de los griegos del período clásico. Ciertamente, la ciencia babilánica sobrevivió el tiempo necesario para que los matemáticos helenísticos tomaran de ella ejemplos concretos de problemas (copiados posteriormente en los libros de aritmética de la Edad Media europea) y para que adoptaran el sistema babilónico de las fracciones sexagesimales, inspirador de la invención de las fracciones decimales en el siglo XVI. Estos y otros aportes semejantes han sido reconocidos ahora, como resultado de una investigación histórica muy intensiva y prolongada, ayudada por circunstancias excepcionalmente favorables, entre ellas la utilización de durables tabletas de arcilla como material de escritura. En el futuro habrán de revelarse muchas otras contribuciones, y un número mayor aún jamás podrá ser establecido, debido a la pérdida irrevocable de los registros. A pesar de ello, constituyen auténticas y necesarias contribuciones a la civilización del siglo XX, y fundamentos de la misma.
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CAPITULO VII LA HISTORIA COMO PROCESO CREADOR El idealista germano Hegel fue el primero (aparte de ciertas anticipaciones del italiano Vico) en anunciar un concepto de la historia parecido al que sugiere la reseña precedente. Proclamó la realidad del cambio, del devenir, y negó validez a cualquier otro factor, y prometió presentar la historia como un proceso racional y ordenado pero creador de la emergencia de nuevos valores. Sin embargo, desmintió sus propias promesas cuando reintrodujo en la historia, aunque con diferente nombre, un orden teológico exterior. Hegel afirmó que la historia se limita a revelar la autorrealización de la Idea Absoluta eterna, con arreglo a las leyes trascendentes de la lógica pura, de modo que, en lugar de crear nada nuevo, el proceso se encaminaba inevitablemente hacia un fin predeterminado. (Así, el resultado final de la historia política sólo podía ser una monarquía constitucional como la que efectivamente cristalizó en Prusia en 1868.) Hegel afirma que la "historia humana es un proceso de evolución que, debido a su propia esencia, no puede reconocer finalidad inteligible en el descubrimiento de ninguna «verdad absoluta»". Pero en realidad su sistema " se presentó precisamente como la suma total de esta verdad absoluta(Engels, Anti-Duhring, 51). Correspondió a Marx y a Engels desembarazar a esta concepción de su misticismo teológico, y formular, bajo la forma del materialismo dialéctico, una concepción de la historia liberada del transcendentalismo y de la dependencia respecto de leyes exteriores. "Para la filosofía dialéctica nada es final, absoluto,
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sagrado. Ella revela el carácter transitorio de todo y en todo; ante ella nada puede sostenerse, excepto el ininterrumpido proceso de transformación y de extinción, de interminable desarrollo de lo inferior a lo superior. Y la propia filosofía dialéctica no es otra cosa que el reflejo de este proceso en la materia pensante" (Engels, Ludwig Feuerbach, 22). Aceptemos esta concepción de la historia como un proceso creador; reconozcamos que la historia no está sometida a leyes exteriores impuestas desde fuera. De todo ello no se deduce que el proceso sea desordenado, ni la imposibilidad de la ciencia histórica, ni la exclusión del juicio racional. El ordenamiento en el espacio de puntos que se excluyen mutuamente no es el único tipo de orden; la regularidad del mecanismo de relojería no es el criterio exclusivo de un proceso ordenado. Un retrato es una composición ordenada, a pesar de que el análisis de las figuras geométricas regulares no agotará el orden aprehendido por el espectador. El desarrollo de una criatura viva es un proceso ordenado; podemos entender las interconexiones entre sus diversas etapas, así como la coherencia de todos los miembros de la criatura. La constante decadencia y renovación de las células componentes, los movimientos espasmódicos de la criatura, sin duda pueden parecer caóticos a una mirada superficial a través del microscopio; a decir verdad, falta el orden estático de la geometría. El examen más profundo revela el orden propio de la vida. Ahora bien, si la historia no sigue una ruta prescrita, y por el contrario traza su propio camino a medida que avanza, la búsqueda de un término es, naturalmente, tarea vana. Pero el conocimiento del curso seguido en el pasado será útil guía para
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establecer la dirección probable de la etapa siguiente. "Nadie, ni siquiera el artista puede anticipar exactamente el aspecto del retrato acabado. Pero concurrirán a determinarlo el modelo, los colores utilizados y el carácter del artista" (Bergson). Estos datos bastan al cliente para elegir a este artista y no a aquél, según el tipo de parecido que desea ver reproducido; pero no aseguran la satisfacción frente al resultado. Si conoce el linaje y observa atentamente el desarrollo de un potrillo, el criador puede anticipar con cierto grado de confianza las futuras cualidades del animal, y sus probables "formas" adultas. El orden histórico es mucho más sutil que el de un cuadro, y la integración harto más complicada que la de cualquier criatura viva. No existen fórmulas generales ni diagramas abstractos capaces de reflejar cabalmente dicho orden; sólo puede reproducirse en la totalidad concreta de la historia misma, que ni un libro ni una biblioteca entera, por rica que fuese, podrían contener. Afortunadamente, ciertos aspectos del proceso histórico reflejan este orden con más sencillez que el resto, y Marx señaló que esos aspectos son, precisamente, los más decisivos. En el caso de la anatomía humana, el diagrama del esqueleto puede ser aprendido más fácilmente que el de los músculos o el de los vasos sanguíneos (y, por supuesto, mucho más fácilmente que la estructura del sistema nervioso). Es posible discernir un orden de la estructura ósea, aunque alcanzamos a comprenderlo cabalmente cuando los huesos están revestidos de carne y animados de vida consciente. A decir ver a, el esqueleto sostiene a carne, os músculos, el sistema vascular y el cerebro. No los explica - la formulación inversa quizás se acerque más a la verdad - pero sin el esqueleto, el resto no podría existir ni ser lo
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que es. Además, hasta cierto punto los huesos desnudos ofrecen indicios que permiten también la reconstitución de las partes blandas. Sobre la base de las articulaciones y de las uniones ligamentosas de los huesos fósiles del hombre de Neanderthal, Boule se aventuró a reconstruir la correspondiente musculatura. Si bien debemos reconocer que la reconstrucción tuvo carácter de ensayo, y fue posible sólo porque existen semejanzas entre el hombre de Neanderthal y el ser humano moderno, cuya musculatura conocemos por observación directa. Ahora bien, el aspecto más sencillo del orden histórico es el que utilizamos como ilustración en el capítulo II, la ampliación progresiva del control de la humanidad sobre la naturaleza exterior a través de la invención y del descubrimiento de herramientas y de procesos más eficientes. Marx y Engels fueron los primeros en observar que este desarrollo tecnológico es el fundamento del conjunto histórico, porque condiciona y limita las restantes actividades humanas. Pues para poder actuar, los hombres deben vivir. Pero las invenciones y los descubrimientos del tipo que hemos mencionado en el capítulo II son los "medios de producción" a disposición de la sociedad, y constituyen el equipo que permite a los seres humanos procurarse alimento, calor, abrigo, y todo lo que, de tanto en tanto, consideran necesario para la vida y para la reproducción y multiplicación de la especie Con arreglo a la concepción materialista de la historia, la posibilidad del cambio histórico depende de las transformaciones sufridas por este conjunto de instrumentos, los medios de producción. De lo anterior se deduce inmediatamente el paso siguiente. Una nueva herramienta es, sin duda, fruto de la invención de un
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individuo. Pero, como explicamos en la página 18, la fabricación y el uso de una herramienta es normalmente un asunto de carácter social, del que participan cierto número de individuos. Indudablemente, toda la actividad productiva, en cuyo desarrollo se utilizan herramientas o máquinas para a provisión y distribución de alimentos, de calor y de otros elementos necesarios para la vida humana, en todas las sociedades conocidas y en todos los períodos históricos registrados es y ha sido social, e implica la cooperación de grupos mas o menos numerosos de personas. Independientemente de nuestra voluntad, si queremos una hogaza de pan debemos asegurar la cooperación de nuestro panadero, y a través de él la ayuda de una interminable cadena de personas, hasta llegar a los cultivadores del trigo de Manitoba y de Iowa. Del mismo modo, el cazador de la Antigua Edad de la Piedra, en la Europa del período glacial, debía unirse al resto de su clan en el esfuerzo colectivo de caza si quería cenar carne de mamut. Digamos de pasada que estas relaciones pueden ser absolutamente impersonales. Es posible que nuestro panadero sea un amigo, o un miembro de la misma congregación, pero en esencia se trata de un proveedor de pan, y por nuestra parte somos sus clientes. Fundamentalmente, la relación gira alrededor de la hogaza de pan, y, de todos modos, ésta es el único vínculo entre nosotros y los desconocidos agricultores de Iowa. Las relaciones que se establecen entre los hombres para la obtención de alimentos y de otros bienes, y para la distribución del producto, reciben el nombre de relaciones de producción. El cazador de la Antigua Edad de la Piedra necesitaba la ayuda de los miembros del clan durante la caza del mamut, aunque sólo fuese porque el equipo utilizado entonces era muy
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débil, de modo que un individuo aislado poco podía hacer frente a un rebaño de mamutes. Armado de un rifle moderno, un solo europeo puede derribar fácilmente a un elefante, y desde este punto de vista es más independiente que su precursor paleolítico. Pero ha adquirido ese grado de independencia en la caza a costa de su dependencia respecto de todos los individuos ocupados en la producción y distribución de rifles y de municiones para el deporte. Se ha visto obligado a concertar relaciones impersonales e involuntarias con todas esas personas desconocidas, con el fin de obtener la herramienta que hace de él un cazador superior al salvaje de la Edad de la Piedra. En 1859 Marx resumió así los dos puntos que acabamos de explicar: "En la producción social de sus medios de vida, los hombres entran en relaciones definidas, necesarias e independientes de su propia voluntad; estas relaciones de producción corresponden a una etapa determinada del desarrollo de sus fuerzas materiales de producción. La suma total de estas relaciones de producción constituye la estructura económica de la sociedad, el fundamento real sobre el cual se levanta una superestructura legal y política, y al cual corresponden formas particulares de la conciencia social... Con la transformación del fundamento económico toda la inmensa superestructura se transforma más o menos rápidamente. Cuando consideramos estas transformaciones, debemos distinguir entre las condiciones materiales económicas de la producción, que pueden ser determinadas con la precisión propia de la ciencia natural, y las formas legales, políticas, religiosas, artísticas, filosóficas, en una palabra, ideológicas, por medio de las cuales el hombre cobra
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conciencia del conflicto entre los medios de producción y las relaciones de producción". Así, el marxismo afirma que todas las constituciones, las leyes, las religiones, y todos los así llamados productos espirituales de la actividad histórica del hombre, están determinados, en último análisis, por las fuerzas materiales de producción - máquinas y herramientas - conjuntamente, por supuesto, con los recursos naturales y con la capacidad para aprovecharlos. De ese modo, la concepción materialista ofrece una clave para el análisis de los datos de la historia y crea la posibilidad de reducir los fenómenos históricos a un orden fácilmente comprensible. Esta clave no debe ser usada servilmente. Una reseña bastante superficial de la historia revelará trágicas contradicciones entre la tecnología progresista y las instituciones políticas o religiosas moribundas. En primer lugar, "en cierto estadio de su desarrollo, las fuerzas productivas de la sociedad entran en contradicción con las relaciones de producción existentes, es decir, en términos legales, con las relaciones de propiedad, en cuyo marco han operado hasta entonces". De formas de desarrollo de las fuerzas de producción que eran, estas relaciones se convierten en obstáculos de su ulterior desenvolvimiento. Por ejemplo, en la Edad del Bronce, cuando el único metal disponible para la construcción de herramientas eficientes era el costoso cobre, o el bronce, más costoso aún, cada campesino individual, que vivía de la agricultura, sólo podía producir un pequeño excedente, fuera de lo que necesitaba para alimentarse y alimentar a su familia. Sólo mediante la combinación y
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concentración de estos reducidos excedentes era posible acumular un fondo o capital que permitiera la importación de los metales indispensables (es decir, para sostener a los mineros fundidores, herreros y obreros del transporte, que no cultivaban su propio alimento) y la realización de obras reproductivas. La necesaria concentración se vio asegurada satisfactoriamente bajo el régimen de las antiguas monarquías orientales, en las que el rey de origen divino y una clase muy poco numerosa de nobles terratenientes se apropiaban, bajo la forma de impuestos y de rentas los minúsculos excedentes producidos por centenares de miles de campesinos. Estas relaciones de propiedad suministraron condiciones apropiadas para el desarrollo de la producción, hasta que fue posible disponer de un metal industrial más barato, el hierro. Luego, las antiguas relaciones de producción resultaron innecesarias y anticuadas, dado que un excedente menor bastaba para obtener las herramientas de metal, y que la abundancia de éstas aumentaba al mismo tiempo la productividad del trabajo, y por lo tanto el excedente que cada uno podía producir. Pero en Egipto, por ejemplo, el sistema de la Edad del Bronce, consolidado durante más de dos mil años, cobró caracteres de rigidez y persistió, y con él las herramientas y los procesos adaptados al antiguo y costoso material. De modo que cuatro siglos después del comienzo de la Edad del Hierro hallamos al herrero egipcio utilizando todavía las torpes herramientas de la Edad del Bronce (el martillo de piedra sostenido con la palma desnuda, tenazas en forma de pinzas agrandadas, etcétera) cuando ya sus colegas griegos hacía mucho tiempo que utilizaban artefactos bastante modernos (martillos de hierro especiales, con
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mango de madera, tenazas con bisagras, yunques de metal). En nuestro tiempo el abandono o la supresión de invenciones, la incapacidad para utilizar todas las posibilidades productivas del equipo industrial existente, la destrucción de cosechas, han sido considerados síntomas o consecuencias de una contradicción parecida entre las fuerzas de producción y las relaciones de producción. En tales circunstancias, para posibilitar el desarrollo de nuevos progresos técnicos, para derribar los obstáculos, sostuvieron Marx y Engels, era necesario realizar una revolución. Ésta puede ser necesaria en el sentido de deseable o esencial para el progreso ulterior, pero no es inevitable. En los regímenes de despotismo teocrático de Mesopotamia, Egipto y China, las relaciones de producción adecuadas a las fuerzas productivas de la Edad del Bronce se mantuvieron hasta entrada la Edad del Hierro. Estorbaron muy eficazmente la explotación de las nuevas fuerzas representadas por el hierro, y como consecuencia de ello también se estancó la tecnología. También se estancó toda la vida de estas sociedades; a su tiempo, las dos primeras perecieron. Desde el punto de vista del análisis marxista, de esta experiencia histórica sólo podemos deducir el siguiente dilema: revolución o parálisis. La historia no ofrece un desarrollo ininterrumpido hacia un objetivo predeterminado. La concepción materialista implica que, para que la ciencia y la tecnología progresen, las relaciones de producción deben guardar cierta armonía con aquéllas. En caso contrario, el progreso científico e industrial se detendrá también, y por lo tanto se paralizarán todas las actividades incluidas en la superestructura ideológica.
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En segundo lugar, la correlación entre la superestructura ideológica y las relaciones de producción ciertamente no es automática. Sin embargo, dicha superestructura - instituciones, creencias, ideales - es en realidad indispensable para el propio proceso productivo. Puede afirmarse que las instituciones por intermedio de las cuales se ha establecido y organizado la necesaria cooperación de los hombres para la producción no debieron su eficacia al reconocimiento general y espontáneo de su utilidad biológica o de sus ventajas económicas. Siempre fueron santificadas mediante ideologías y embellecidas con arreos simbólicos. Por ejemplo, parece seguro que la monarquía de los faraones en el Egipto de la Edad del Bronce funcionó tan eficazmente y duró tanto tiempo no sólo ni esencialmente porque los cultivadores reconocieran que el gobierno de los faraones los protegía, efectivamente, de sus enemigos, les daba provechosos consejos respecto de los momentos oportunos para arar y sembrar, aseguraba la conservación de los canales de irrigación y organizaba la provisión de metal y de otras importaciones necesarias, sino más bien el pueblo egipcio creía fervientemente que el faraón era un dios, y porque experimentaba hacia él auténtica lealtad y devoción religiosas. Por lo tanto, podemos decir que las relaciones de producción deben ser lubricadas con el sentimiento. Para que se conviertan en motores de la acción, deben revestir en la mente humana el carácter de ideas y de ideales. Y una vez que han sufrido dicha transformación, cobran cierta realidad histórica independiente. Es indudable que ninguna ideología, ningún sistema de creencias y ninguna fe puede sobrevivir permanentemente a menos que
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armonice con las fuerzas productivas y sea compatible con el desarrollo de las mismas. En caso contrario, la sociedad decaerá eventualmente, y con ella perecerán los ideales que alentó (precisamente como desaparecieron los dioses y las religiones de los babilonios, de los mayas y de los incas). Pero el ajuste de cuentas puede demorarse mucho. La relación entre la ideología y las fuerzas productivas puede ser un tanto lejana. "Hacemos nuestra propia historia", escribió Engels, "pero la hacemos en condiciones y con arreglo apremisas muy definidas. Entre ellas, las de carácter económico, son decisivas en último análisis; pero las políticas, etc., y ciertamente las propias tradiciones que pesan sobre la mente humana ejercen influjo, aunque no decisivo" (1890,Bloch, S. W., 382). Entretanto, las ideologías, los credos religiosos, la lealtad nacional y otros factores semejantes pueden estorbar seriamente el progreso aun en la esfera científica y tecnológica, al paso que si han de eliminarse los obstáculos al progreso levantados por las anticuadas relaciones de propiedad que el derecho y las costumbres sancionan, y la mitología o la religión santifican, es preciso echar mano de lemas y de banderas apropiados. La historia abunda en ejemplos de los obstáculos opuestos por las supersticiones a la ciencia y a sus aplicaciones. El decreto de exclusión pronunciado por la Iglesia contra la teoría de Copérnico y la oposición del Islam a la imprenta son casos bien conocidos. En el mismo sentido, el desarrollo del capitalismo burgués se vio retardado por la prohibición eclesiástica de cobrar intereses por el dinero, y por numerosas prácticas e instituciones de la Iglesia Católica. Es comprensible, pues, que la batalla contra la economía feudal y en favor del capitalismo moderno (e
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incidentalmente por la liberación de la investigación científica) haya debido ser librada y ganada en primer término en la esfera religiosa, durante el periodo de la Reforma. En el mismo sentido, "lejos de negar el significado y la función histórica de las ideas sociales, de las teorías, de las opiniones y de las instituciones políticas, el materialismo histórico subraya la función y la importancia de estos factores en la vida de la sociedad, y en su historia. Pero distingue entre diferentes tipos de ideas y de teorías. Hay ideas y teorías antiguas, cuya vigencia objetiva ha desaparecido, y que sirven los intereses de las fuerzas sociales moribundas. Su significado reside en su capacidad para estorbar el desarrollo y el progreso de la sociedad. Y hay ideas nuevas y avanzadas, puestas al servicio de las fuerzas avanzadas de la sociedad. Su significado reside en el hecho de que facilitan el progreso de la sociedad, y es tanto mayor cuanto más precisamente reflejan las necesidades del desarrollo de la vida material de la sociedad. Ciertamente, las nuevas ideas y teorías sociales surgen sólo cuando el desarrollo de su vida material ha planteado nuevas tareas ante la sociedad. Pero una vez que han surgido se convierten en una fuerza extraordinariamente potente, que promueve el progreso material de la sociedad. Aquí precisamente se manifiesta la tremenda fuerza organizadora, movilizadora y transformadora de las nuevas ideas, de las nuevas teorías, de las nuevas instituciones políticas" (José Stalin, Materialismo Dialéctico e Histórico, pág. 9 y siguientes). Dentro de estas dos limitaciones, el materialismo histórico destaca el orden subyacente del proceso histórico, que es esencialmente un proceso de transformación. Indudablemente, en
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general y en último análisis la transformación hisrica puede ser presentada y analizada bajo la forma de actos creadores concebidos por voluntades individuales; así como el progreso en el campo de la ciencia y de la tecnología puede ser resefíado como una serie de invenciones y de descubrimientos realizados por hombres de ciencia y por artesanos individuales (pág. 16). Las formas biográficas populares de la historia presentan estos actos creadores como el fruto de motivos o de conflictos de motivos. El materialismo histórico no afirma que los únicos motivos de los actos humanos sean los del interés económico personal, más o menos esclarecido; el "Hombre Económico" fue una monstruosa abstracción conjurada por la imaginación de los humanistas italianos y de los primeros economistas ingleses (pág. 80). Menos todavía acepta que los motivos surjan del vacío, como los espíritus de las prácticas mágicas. De todos modos, no toma partido en la vacía controversia entre libre albedrío y predestinación, inventada por los teólogos. En realidad, la historia marxista no se interesa mucho por los motivos. A decir verdad, los motivos apenas se prestan al auténtico análisis histórico. ¿Acaso hoy, pocos años después de ocurrido el hecho, alguien sabe exactamente cuáles fueron los motivos que impulsaron a Chamberlain a estampar su firma en la capitulación de Munich: ambición personal y deseo de convertirse en der Fuhrer Gross Britanniens; temor personal de que se demostrara su propia incapacidad; temor patriótico ante la posible quiebra del Imperio; temor de clase por el destino de la plutocracia y de la oligarquía en el caso de una guerra contra sus protagonistas y en alianza con los soviets revolucionarios; un
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deseo auténticamente humanitario de evitar la guerra, considerada el peor de todos los males? ¿Y cómo contestará el historiador una pregunta semejante con respecto a un acto realizado hace seiscientos años? Precisamente acabo de leer cuatro exposiciones mutuamente contradictorias de los motivos y las intenciones que animaron la política económica de Eduardo III, escritas por otras tantas autoridades: Cunningham, Stubbs, Tout y Unwin. En todo caso, los actos históricos, lo mismo que las invenciones, están determinados en dos sentidos. En primer lugar, y para usar las palabras de Engels5 "los hombres hacen su propia historia, pero siempre en circunstancias muy definidas que la condicionan, y sobre la base de relaciones preexistentes. Entre estas últimas, las relaciones económicas, por mucho que puedan estar influidas por las de carácter político e ideológico, son en último análisis decisivas". Lenin6 reconoce que "toda historia se construye con los actos de individuos, los cuales son, sin duda, figuras activas". Podemos ver en estos actos el resultado de decisiones y de elecciones. Pero dichas elecciones se encuentran estrictamente limitadas por las circunstancias, entre las cuales las más rígidas y concretas son los instrumentos y los procesos materiales utilizables en un momento dado para la ejecución de las decisiones. Napoleón no tuvo necesidad de decidir si invadiría a Inglaterra a través de un túnel construido bajo el canal, mediante submarinos, por vía aérea o con barcos de: superficie. Hifler pudo considerar las cuatro posibilidades.
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Carta a Starkenberg, 1894, Selected Works, 392. Collected Works, XI, 620.
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Esta es la primera limitación. Como dice Marx: "Los hombres no están en libertad de elegir sus fuerzas productivas; pues cada fuerza productiva es una fuerza adquirida, el producto de la actividad previa" (es decir, un descubrimiento o invención)."Por consiguiente, las fuerzas productivas son el resultado de la energía humana aplicada prácticamente, pero en sí misma esta energía está condicionada por las circunstancias en que se encuentran los hombres, por las fuerzas productivas ya conquistadas, por la estructura social preexistente y que ellos no crearon: pues dicha formación social es el producto de las generaciones anteriores. Debido a este, sencillo hecho - que cada una de las sucesivas generaciones se encuentra en posesión de las fuerzas productivas conquistadas por la generación anterior que le sirven de materia prima para una nueva producción - toma forma una historia de la humanidad que se ha hecho tanto más historia de la humanidad cuanto más se han extendido las fuerzas productivas del hombre y, en consecuencia, sus relaciones sociales" (Carta a Annenkov, 1846, S. W., 373). Naturalmente, estas observaciones son aplicables también, con apropiadas modificaciones, a las ideas y a las instituciones políticas y religiosas, a las formas de expresión artística, al lenguaje mismo, a los hábitos de conducta, a los apetitos. Incluso un Lutero parte de las ideas que le han sido trasmitidas a través de las Sagradas Escrituras, con todos sus comentaristas escolásticos, por una parte y de los ritos y de las instituciones del catolicismo germano del siglo XVI por la otra. Shakespeare emplea el lenguaje bien diferenciado producido por cinco siglos de uso desde la época de la Conquista, las, convenciones elaboradas en los dramas anteriores, desde las tragedias de
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Esquilo a los autos sacramentales, una gama de temas de linaje igualmente venerable, etc. Cualquier decisión individual se encuentra determinada por los hábitos de acción formados por las anteriores decisiones, y por la imitación consciente o inconsciente de la sociedad del actor, la cual incluye hoy todos los personajes históricos y ficticios que él conoce gracias a la lectura, al cinematógrafo, etc. De modo que todos los "actos de voluntad" están relacionados con todas las anteriores voliciones, y al mismo tiempo condicionados por éstas; voliciones tanto del agente individual como de todos los restantes individuos que han contribuido a la formación del mercadio histórico y de la sociedad a la cual pertenece involuntariamente. En segundo lugar, un acto aislado, ejecutado por un individuo, en el secreto y en la soledad de su habitación, en el secreto y en la soledad de su habitación, y conservado allí no tiene mayor significado histórico que el de la invención enterrada (desconocida e inaplicable) junto con su autor, La historia se ocupa sólo de los actos socialmente efectivos. Por lo tanto, como dice Lenin (Collected Works, XI, 439), "cuando se juzga la actividad social de un individuo, el problema real es el siguiente: ¿Qué garantía existe de que esta actividad no será un acto aislado, perdido en una muchedumbre de actos opuestos?". Los libros de historia abundan en casos de tentativas fracasadas de esfuerzos frustrados y de vanas empresas. Quien ha intentado desarrollar cierta actividad social, aunque sólo haya sido en un club atlético, en un consejo de parroquia, o en una filial del sindicato, sabe cuán a menudo dicho resultado desmiente las esperanzas y las anticipaciones de quienes promovieron la acción. En los más amplios dominios de la organización urbana,
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nacional e internacional las dificultades son proporcionalmente mayores, Y en estas últimas esferas de la disparidad entre la intención y el resultado puede asumir proporciones trágicas. Los desastrosos efectos de la prohibición en los Estados Unidos fueron precisamente todo lo contrario de lo que se propusieron quienes trabajaron muy duramente con el fin de promover "una gran reforma", y de los votantes que los apoyaron. La gran mayoría del electorado deseaba sinceramente disminuir la intoxicación aunque a menudo sólo en los demás, y por motivos poco estimables: nadie deseaba aumentar las ganancias de los pistoleros, ni fomentar la venta de venenos, ni alentar el consumo de alcohol en los adolecentes ¡pero ése fue precisamente el resultado obtenido!. "La historia se hace ella misma de modo tal que el resultado final proviene siempre de conflictos entre gran número de voluntades individuales. Hay pues, innumerables fuerzas que se entrecruzan, una serie infinita de paralelogramos de fuerza que dan origen a una resultante: el hecho histórico. A su vez, éste puede considerarse como producto de una fuerza que tomada en conjunto, trabaja inconscientemente y sin volición. Pues lo que desea cada individuo es estorbado por otro resultando algo que nadie querría. Así es que la historia se realiza a la manera de un proceso natural". (Engels Bloch. S. W 382). "El conflicto de innumerables voluntades en el dominio de la historia produce un estado de cosas absolutamente análogo al que se observa en el dominio de la naturaleza inconsciente. La acción se propone ciertos fines pero los resultados producidos por dicha acción no son los que se habían buscado o cuando corresponden al objetivo perseguido en definitiva tienen consecuencias muy
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distintas de las que se habían anticipado" (Engels, Ludivig Feuerbach, 457). "Los propios hombres hacen su historia pero hasta ahora no la hacen con una voluntad colectiva o de acuerdo con un plan colectivo, ni siquiera dentro de una sociedad perfectamente definida. Sus esfuerzos se entrechocan. y por esta misma razón todas esas sociedades son gobernadas por la necesidad la que es complementada por, y aparece bajo la forma de azar" (Engels a Starkenber, S. W., 392). Naturalmente, podemos imaginar, como lo hace Engels en la última cita, un orden histórico absolutamente racional, del que se habrán eliminado los conflictos, las contradicciones entre las fuerzas productivas y las relaciones de propiedad, con lo que resultará una sociedad donde los hombres cooperarán consciente y voluntariamente en el esfuerzo colectivo destinado a desarrollar las fuerzas productivas y las actividades creadoras que dichas fuerzas liberan. Ese orden no sería estático, sino consciente e intencionalmente creador. Por consiguiente, podría ser considerado el verdadero comienzo de la historia racional. De ahí que Marx denomine a todo cuanto lo precede "capítulos de la etapa prehistórica de la sociedad humana" (en el prefacio a su Crítica de la Economía Política, S. W., 357). Sin embargo, dicho orden no es la realidad oculta tras la historia conocida, como en el caso de las Ideas de Platón, de la Ciudad de Dios agustiniana, o de la Idea Absoluta de Hegel. Es, sin duda, una meta apropiada, pero la historia no nos conduce fatal e inevitablemente hacia ella. Nada garantiza que nuestra sociedad no haya de desaparecer, como en el caso de los mayas, o que no se fosilice, como los chinos, y tampoco nada garantiza que el Homo Sapiens
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no haya de extinguirse, exactamente como el Archaeopterix o el Hipparion. En todo caso, el orden histórico que podemos observar no ha alcanzado aún dicha racionalidad consciente. Por otra parte, las "leyes del movimiento" que Marx y Engels descubrieron en la historia no describen, como parecerían sugerirlo algunos pasajes de sus escritos, un orden mecánico, en el cual el único cambio posible sería el cambio de posición en el espacio. Tal fue, ciertamente, el orden natural planteado por Laplace, y HuxIey y otros destacados hombres de ciencia del siglo pasado. Es una idea que ya no plantean ni siquiera los físicos modernos; y aunque así lo hicieran, carecería de valor para la historia. Poca utilidad tiene la analogía entre las que ahora consideramos leyes estadísticas (descriptivas de la conducta de gran número de partículas en la masa) y las leyes históricas. Si nosotros mismos, agentes de la historia, nos colocamos en el lugar de las partículas, poca luz podremos arrojar sobre los hechos que nos conciernen prácticamente. Por otra parte, este tipo de concepción mecanicista no constituye una legítima inferencia extraída de la doctrina darwinista, y tampoco es aceptable para los biólogos modernos. En realidad, ello implicará negar la realidad del cambio histórico, precisamente la misma postura que Engels censura en Hegel. Por consiguiente, las leyes de la historia no son otra cosa que descripciones abreviadas del modo de realización de los cambios históricos. No determinan ni gobiernan estos cambios. Sirven para limitar la gama de factores incalculables, sin excluirlos totalmente. En 1871 el propio Marx, insistió en que "la historia del mundo poseería una naturaleza por demás mística si
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los accidentes no desempeñaran ningún papel. Los accidentes se integran naturalmente en el curso general del desarrollo, y son compensados por otros accidentes. Pero la aceleración y la retardación dependen en gran medida de estos accidentes, entre los cuales corresponde incluir un accidente como el carácter del pueblo que primero se pone a la cabeza del movimiento" (Cartas al doctor Kugelmann, 125). Por lo tanto, estas leyes históricas no constituyen el orden histórico, pero nos ayudan a reconocer las interrelaciones entre los acontecimientos que efectivamente constituyen dicho orden. El materialismo dialéctico, por ejemplo, revela la existencia de una suerte de "selección natural", que asegura la "supervivencia" de las sociedades humanas "más aptas". Pero la prueba de aptitud no es el éxito de las naciones en las guerras de destrucción o en la competencia comercial, como los racistas y los nacionalistas de la economía han pretendido sostener, a través de una perversión del darwinismo. Es algo positivo: la armonía entre los medios de producción por una parte y las relaciones de propiedad, conJuntamente con la superestructura política, religiosa y artística por la otra. Una sociedad puede progresar, y por consiguiente vivir y sobrevivir únicamente en la medida en que las relaciones de producción - es decir, todo el sistema económico y político favorecen el desarrollo de la ciencia, el progreso de las invenciones y la expansión de las fuerzas productivas. Ninguna teoría de la historia puede anticipar los nuevos descubrimientos que la ciencia realizará, ni las fuerzas productivas que de ese modo serán puestas a disposición de )a sociedad ni precisamente qué instituciones políticas y qué organizaciones económicas permitirán la explotación de dichas
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fuerzas productivas. Analizada desde el Punto de vista del materialismo histórico, la historia demostrará de qué modo las instituciones y las concepciones del pasado han estado relacionadas con los desarrollos tecnológicos y científicos. Pero esto último tampoco permitirá explicarla forma precisa asumida en casos particulares: por qué, para tomar el ejemplo de Engels, "entre los muchos y pequeños Estados del norte de Alemania. Brandeburgo habría de convertirse en el gran poder que representó las diferencias económicas, lingüísticas y. después de la Reforma, también religiosas entre el Norte y el Sur" (S. W., 382). Ni es necesario que así sea. La ciencia histórica no pretende convertirse en una suerte de astrología capaz de predecir el desenlace de cierta competencia o de tal o cual batalla. para beneficio de especuladores del deporte o de la querrá. Por otra parte el estudio de la historia permitirá al ciudadano sensato establecer la pauta que el proceso ha ido entretejiendo en el pasado. Y de allí deducir su probable desarrollo en el futuro inmediato. Un gran estadista de nuestro tiempo ha anticipado con éxito el curso de la historia mundial y suya es la cita que hemos incluido como ejemplo de la historiografía marxista.
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