Cherkovski Neeli - Hank La Vida De Charles Bukowski

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  • Words: 118,618
  • Pages: 255
Neeli Cherkovski

Hank: La vida de Charles Bukowski Scan y Edición: Spartakku http://biblioteca.d2g.com

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Para Sam y Clare Cherry

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INTRODUCCIÓN

Comienzo este libro con una invocación a la ciudad de Los Ángeles para, a partir de ella, hacer un retrato de Charles Bukowski cuando era niño. Si se desea comprender su vida es crucial enfrentarse con el lugar que ha elegido como hogar. Pocos escritores se han entregado tan de lleno al mundo inmediato que les rodea como Bukowski. Su arte radica en coger su entorno, su ciudad, y hacerlos algo universal. Convierte el lugar concreto en la ciudad humana de cualquier parte. En una ocasión, cuando le preguntaron si pensaba trasladarse a las afueras de la ciudad, Bukowski exclamó: «¡No, por Dios! Me gusta la anarquía de la ciudad, la mugre, el aire contaminado, la peligrosidad de las calles. En el campo me volvería loco. A mí dadme el estruendo de las bocinas de los coches y las aceras sucias.» Bukowski es un constructor de mitos que ha aceptado el propio. No es una casualidad que Henry Charles Bukowski eligiese el nombre de Henry Chinaski para el protagonista de sus novelas y de muchos de sus relatos. En sus libros — desde Cartero, escrito en 1970, hasta Hollywood, publicado en 1989— el lector sigue las aventuras de Chinaski, ese santo y pecador descontento de sí mismo, que rara vez se aventura fuera de Los Ángeles y siempre es capaz de reírse de su persona. Para investigar el pasado de Bukowski he contado, principalmente, con su propio testimonio, con las respuestas que ha dado a mis preguntas. Muchas de las historias que me ha contado, como la de la temporada que pasó en el Hospital del Condado de Los Ángeles en 1955, por ejemplo, o la de su estancia en Nueva Orleans durante los inicios de la Segunda Guerra Mundial, ya se las había oído a principios de los años sesenta, cuando Hank (que es como le llaman sus amigos) y yo bebíamos juntos en su apartamento del Este de Hollywood. En la juventud de Bukowski no hubo confidentes o amigos literarios. Lo último que hubiera deseado era formar parte de un movimiento literario. Durante la década de los cuarenta, cuando tenía veintitantos años, Hank era un solitario, se escondía en pensiones y subsistía gracias a la combinación de trabajos ocasionales, whisky barato, el consuelo de una sucesión de aparatos de radio invariablemente sintonizados en una emisora de música clásica, y sus aspiraciones de llegar a ser escritor profesional. Pasaba la mayor parte del tiempo vagando de ciudad en ciudad, más preocupado por la siguiente copa que por lo que estaba haciendo con su vida. Ni siquiera recuerda dónde estaba cuando terminó la guerra, ni se acuerda del año exacto en que conoció a Jane Cooney Baker, la mujer con la que vivió casi diez años y que le inspiró el personaje de

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Wanda en su guión cinematográfico Barfly (El borracho). En cuanto a las ciudades en las que ha vivido, es incapaz de establecer un orden cronológico exacto. Lo que sí recuerda con nitidez son las largas horas que pasaba escribiendo relatos cortos que nunca se publicaron. El poeta John Thomas se refiere a este período de la vida de Bukowski denominándolo «los años incomprobables». Hollywood, publicado por Black Sparrow Press gracias al buen ojo de John Martin, demuestra que el autor de It Catches My Heart in Its Hands (Atrapa mi corazón en sus manos) y Cartero no ha perdido su especial característica, el humor y los comentarios perspicaces sobre el milagro de la vida diaria. Tanto en poesía como en prosa se nos entrega con mente clara y corazón fuerte. Aparte del propio Bukowski, mi ayuda e inspiración fundamental para la elaboración de este libro ha sido John Martin, que trabaja en Black Sparrow de Santa Rosa, California. Junto con Barbara, su mujer, responsable de todos los libros de Bukowski y de las de todos los demás autores de la editorial Black Sparrow, y su ayudante, Julie Voss, Martin continúa dedicado por completo a la publicación de buena literatura y al cuidado de la calidad de la edición. Esta biografía intenta responder a aquellas preguntas que los lectores de Bukowski puedan hacerse sobre su vida personal y el desarrollo de su talento literario. Espero que todos aquellos que se aventuren por ella encuentren el esfuerzo realizado no sólo informativo sino también entretenido e interesante. Cuando este libro ya estaba acabado, se publicó la última colección de poemas y relatos de Bukowski, Septuagenarian Stew (Revuelto septuagenario), editado en castellano sin los poemas con el título Hijo de Satanás, entre los que se encuentran algunos de sus relatos más divertidos y mordaces, con esa mezcla de valor y compasión que caracteriza gran parte de su obra. A los setenta años Hank continúa siendo un escritor que trabaja mucho y con gran dedicación y que no está dispuesto a presentarnos todavía un resumen final. Del mismo modo, espero que esta biografía, seguida de una memoria, no sea más que un comienzo.

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Un día soleado de la primavera de 1926, en uno de los barrios más tranquilos, casi en el centro mismo de Los Ángeles, un niño de carita enfadada y ojos pequeñitos e intensos se encaminaba hacia un grupo de chicos que jugaba a tres casas de la suya. Había gardenias, sueños de estuco rosa, palmeras a lo largo de las calles, noches húmedas con saltamontes y días en los que los vientos de Santa Ana bajaban desde el desierto de Mojave, tierra adentro, trayendo consigo ecos de aquellos conquistadores españoles que fundaron El Pueblo de Nuestra Señora la Reina de los Ángeles el 4 de septiembre de 1781 en el lugar en el que estaba el poblado indio de Yang-Na. A partir de esa fecha el lugar fue convirtiéndose en un mito. La gente emigraba en bandadas hacia Los Ángeles en busca del sol y la exuberancia semitropical de sus tierras, ribeteadas por secos barrancos, adornadas con montañas y, a menudo, cubiertas de extrañas brumas. En 1869, cuando el ferrocarril atravesó el continente, aquel poblado empezó a parecerse a una ciudad. Los magnates locales de aquella ciudad en crecimiento emprendieron la búsqueda de agua. Fue una actividad que practicaron sin tregua, ya que la idea del crecimiento se convirtió en una religión que todos abrazaron. Los Ángeles, como un dragón sediento, dirigió su mirada al norte, hacia el valle del río Owen, a muchos kilómetros de distancia, que acabó por rendirse. Un claro día de 1913 William J. Mulholland, ingeniero jefe de la ciudad, se puso en pie frente a una multitud de dignatarios y gente del pueblo, unos cien mil en total, abrió las espitas que traían el agua al sur y proclamó: «Aquí está. Cogedla.» Con la llegada del agua la ciudad se convirtió en una metrópoli realmente floreciente, conformada por barrios tranquilos en los que vivían ciudadanos decentes y muy trabajadores. La corrupción administrativa municipal convirtió tierra, agua y futuro de la ciudad en una sola cosa para manipular al pueblo según su propia conveniencia. Mientras los políticos hacían su trabajo, una colonia de cineastas que hacía reír a la gente, dictaba sentimientos y les atiborraba de ideas de amor romántico, fue creciendo hasta convertirse en un fenómeno tal que hizo que el barrio de Hollywood, en las afueras de Los Ángeles, fuera famoso en el mundo entero. Cubriéndose los ojos para que no le diera el sol, que parecía estar clavado en el cielo azul pálido, un niño de seis años observó cómo un Ford-T venía a

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trompicones en dirección contraria. Luego miró el sol un momento, pestañeando rápidamente para guardar bajo sus párpados el recuerdo de esa lámpara del cielo y divertirse con su transformación de llama intensa a delgado pedacito de luz. Continuó andando con los ojos muy abiertos, preguntándose qué dirían aquellos niños cuando estuviera más cerca. Jugaban calle arriba, calle abajo, lanzando la pelota e inventando formas de pasar los largos días del verano. Él quería jugar con ellos y esperaba que le admitieran. Echaba la culpa a su padre del cisma creado entre él y aquellos niños. Henry Bukowski padre solía echarles de su jardín cada vez que les veía poner un pie en él. «¡Eh, chicos, fuera de aquí!», solía gritar. «¡Aquí no tenéis nada que hacer!» Le encantaba decirle a su mujer que aquellos malditos gamberros le estaban destrozando sus maravillosos rosales y pisoteando el césped que había cortado con tanto esmero. Hank, como le llamaban sus compañeros de la escuela, se entretenía contando las hojas de un árbol. En su interior envidiaba el hecho de que aquellos niños pudiesen vestirse como quisieran. A él sus padres le exigían que conservara la ropa inmaculada. Si hubiera habido un concurso de «El niño mejor vestido de Virginia Road», lo habría ganado. Katherine Bukowski quería que su hijo fuese un ejemplo de buena educación. El niño, sin embargo, veía las cosas de un modo diferente. Su sueño consistía en poder correr de un lado a otro vestido con un mono viejo. Se concentró en el árbol mientras observaba a los cuatro niños por el rabillo del ojo y pensaba en lo que su padre le había dicho: que tenía prohibido jugar con ellos. «No son chicos buenos», le había advertido Henry Bukowski. «No quiero verte hablando con ellos.» A su frustración se sumaba el que los niños le tomaban constantemente el pelo. —¡Eh, Heinie! ¿Qué haces, Heinie? —le dijo uno—. No queremos jugar contigo. Vuélvete a Alemania con todos los demás chucruts. Los niños saltaban de un lado a otro llamando «Heinie» a Henry Charles Bukowski hijo. Sabían cómo lanzar sus insultos, uno tras otro con habilidad y chulería. En lugar de apartarse de ellos, Hank se acercaba más, esperando que le invitaran a participar en sus juegos. Ninguno le dijo nada. Él retrocedió trazando un semicírculo alrededor de ellos y luego les volvió la espalda. —¡Eh, Heinie! ¡Heinie! ¿Te vas a llorar con tu mamá? —le gritó el mayor del grupo, un niño de flequillo rubio. Hank se alejó deseando no haber nacido en Alemania. Abarcó con una larga mirada las casas y jardines a ambos lados de la calle y se dijo: No soy de aquí. Cuando entró en su casa no le contó nada a su madre, que estaba muy atareada quitando el polvo a los muebles. La indiferencia materna le había enseñado a no depender más que de sí mismo. A solas en su habitación, llegó a la conclusión de que era el idioma alemán lo que le causaba problemas. Toda aquella extraña conversación durante su última visita a casa de la abuela Bukowski en Pasadena le puso furioso. Emilia Bukowski tenía la costumbre de hablar en su idioma materno con Katherine, su nuera y con sus propios hijos.

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Hank sabía que los niños de Virginia Road le llamaban Heinie porque todavía tenía un poco de acento. Había logrado desembarazarse del vocabulario alemán a la edad de cuatro años y medio, pero conservaba algunas palabras que fue apartando una a una de sus pensamientos. Sin embargo, el acento tardaba más en desaparecer, a pesar de los esfuerzos que hacía por deshacerse de él. De todos modos, lo de «Heinie» le persiguió hasta el cuarto curso. Mientras se dirigía a casa pensó en su lugar de nacimiento, Andernach, una ciudad de calles empedradas, junto al Rin. Tenía un trozo de muralla que se remontaba a la Edad Media y muchas edificaciones con más de cuatrocientos años. Unas cuantas impresiones vagas eran su único recuerdo. Una persona que sí tenía grabada en la memoria era su tío Heinrich Fett, un hombre bajito, jovial y bondadoso, al que él llamaba «tío Heinie». Hank trató de imaginarse a sí mismo en otro sitio y con otros padres. Tumbado en su cama, cerró los ojos y se deslizó en un sueño en el que podía controlar su vida. Se vio corriendo por una calle que se parecía a Virginia Road. A ambos lados había niños de su edad riendo y empujándose en broma mientras se dirigían a un campo. Feliz, dejó correr su imaginación. Los Bukowski llevaban una vida ordenada. Cuanto más imponían los padres sus leyes, más se confiaba Hank a la sabiduría infantil para ser feliz. Durante los primeros años su madre no le demostró afecto, y él envidiaba a los demás niños cuando les veía jugar alegres con sus padres o aprender las cosas valiosas que les enseñaban. Ante aquella situación, Hank desarrolló sus propias defensas. Aprendió a observar cuidadosamente a la gente, prestando especial atención al movimiento de sus cuerpos y a las expresiones de sus caras. Si sus padres no estaban disponibles para ayudarle a interpretar el mundo o si sus enseñanzas le resultaban sospechosas, él había descubierto en sí mismo fuentes suficientes de ayuda para enfrentarse a personas desconocidas y situaciones extrañas. «A los cuatro o cinco años empiezas a comprenderlo todo y a mirar a tu alrededor», dice Hank. «Yo tuve unos padres bastante terribles, y los padres forman la mayor parte de tu mundo. No tienes otra cosa.» Hank se sentía enjaulado. Su padre, frustrado ante la imposibilidad de encontrar un empleo bien remunerado durante los años veinte, solía pegar a Hank. «Quería ser rico, pero no tenía talento, no tenía ningún don especial. Si yo hacía algo que él consideraba inadecuado me llevaba una paliza. Me hacía pagar a mí el que el mundo no le aceptara como él deseaba.» Hank mantuvo su furia, su frustración y su rebeldía agazapadas. Fue en la adolescencia cuando se destapó su rebeldía. El trato que Henry daba a su único hijo iba más allá de la filosofía del «quien bien te quiere, te hará llorar». No fue cariñoso con él, ni le enseñó a lanzar una pelota, ni le contó cuentos antes de dormir, ni le dio palmaditas en la espalda. Al día siguiente del incidente con los chicos del barrio, Hank, sentado en la cocina, tenía el presentimiento de que algo malo iba a pasar. Las ventanas no estaban como siempre; su padre andaba con el gesto torvo, incluso la forma en

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que caía el mantel por los lados de la mesa parecía rara, como inquietante. No le gustaba el tono de voz de su padre, irritado, profundo, ni el revoloteo de su madre alrededor de la mesa del desayuno. Ella hablaba con acento y a menudo le oía decir cosas en alemán. Su padre se expresaba en alemán cuando quería, aunque había nacido en California y estaba orgulloso de ser norteamericano. —Hoy nos vamos de paseo —dijo su padre—. Tengo que salir de esta maldita ciudad. Un hombre tiene que pensar. Su anuncio sonó a desafío. Katherine simplemente asintió con la cabeza y dijo: —Sí, Henry. Será fantástico dar una vuelta en coche. —Trabajo sin parar para que podamos comer —dijo Henry padre—. Así que a ver si ahora podemos salir cuanto antes. El sol no va a brillar para siempre. Una familia que se precie debe dar un paseo todas las semanas. Hank ya sabía lo que vendría a continuación. —Hago mi trabajo bien —siguió Henry—. La gente se cree que ser repartidor de leche es cosa fácil. No lo es. Tienes que ir de un lado a otro cobrando facturas. Trabajas muchísimas horas. Pero yo pongo todo de mi parte, no como otros. Los clientes no quieren pagar las malditas cuentas, así que tengo que andar persiguiéndoles. —Trabajas muchísimo, Henry —añadió su mujer. Antes de levantarse de la mesa, Henry inspeccionó la cocina con aire orgulloso y satisfecho. Pronto llegaría a tener mucho dinero. Aunque tuviera que trabajar para un patrón, no importaba, siempre que llevara a cabo su trabajo como debe hacerse. Sólo le quedaban treinta y cinco o cuarenta años para jubilarse. Las homilías matutinas de Henry sobre la ética laboral norteamericana eran tan regulares como la salida del sol. Entretejía sus opiniones sobre lo pesado de su ocupación con una letanía de quejas respecto al empleo, informaciones sobre cambios de rutas, defectos de sus compañeros y peculiaridades de sus jefes. Su trabajo era una especie de injusticia que le había caído encima. Mientras seguía hablando de su trabajo aquella mañana en particular, Hank pensó de nuevo en el mantel y se volvió a fijar en lo raro de su aspecto. De pronto su padre ordenó: —¡Henry, termina de comer! ¡No has terminado! ¡Mira, mamá! Henry no se ha terminado la comida que le has puesto. —Sí, Henry —dijo Katherine—. Cómetelo todo antes de salir a pasear. Henry comía lentamente, sin ningunas ganas de salir a dar un paseo en coche con aquel calor. Se fijó en la cocina inmaculada de su madre. Todo parecía tan limpio, ni una mota de polvo sobre ningún mueble ni objeto de la habitación, ni un plato sin fregar. Más que ir con ellos, lo que él hubiera querido era estar en la calle con otros niños de su edad, jugando. Henry se frotó las manos, frunció el entrecejo y suspiró. Los paseos en coche del domingo no respondían a los antojos de un amante de la naturaleza o

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de un hombre que amaba la vida al aire libre. Simplemente representaban el medio con el que un hombre vencido se enfrentaba a sus frustraciones. Si no estaba trabajando o salía de paseo, se sentaba en su sillón frente al gran ventanal, escuchaba los partidos de fútbol por la radio y observaba su jardín y a sus vecinos. Aquellas salidas no le resultaban particularmente divertidas a Hank, aunque servían para romper la monotonía cotidiana de quedarse en casa o dar vueltas por el barrio. Hank se sentía abochornado en el momento en que por fin salían de la cocina y se preparaban para abandonar la casa. ¿Podían ser aquellos dos seres realmente sus padres? Sus voces sonaban raras. Sus bocas no se movían con propiedad. Sus manos eran raras, no parecían de verdad. Sus brazos parecían añadidos, ajenos al resto del cuerpo. Hank solía reparar a menudo en estos detalles. Lejos de irritarle, le consolaban y le hacían sentirse más independiente, más capaz de enfrentarse consigo mismo sin problemas. Muchas cosas continuaban siendo un misterio, pero empezaba a conocerse a sí mismo a través de su rechazo a los otros. En aquellos tiempos no había autopistas ni suburbios casi interminables, uno a continuación de otro, así que no se tardaba mucho en llegar desde el centro de la ciudad a los naranjales que rodeaban Los Ángeles. Cerca de la ciudad había vaquerías, tierras sembradas de judías y mucho campo. El mito de vida idílica y pastoril coexistía con las palmeras y los numerosos edificios de estilo colonial predominantes en los barrios comerciales de la ciudad. A mediados de los años veinte vivían en Los Ángeles poco más de 1.400.000 personas. La mayoría había llegado de otros sitios soñando con una vida maravillosa en una tierra con sol perpetuo. Incluso en el coche lo predominante era la obsesión de Henry por su trabajo. No importaba lo que pasara en el mundo, nada podía ser más importante que la ruta del reparto de leche. Los monólogos de Henry estaban llenos de referencias a sus compañeros de trabajo: «Conrad no ha cumplido con su parte y McHugh lo lía todo.» Durante todo el camino para salir de la ciudad y durante todo el trayecto por la carretera que llevaba hasta las hileras de árboles perfectamente alineados, el trabajo se examinaba desde todos los ángulos posibles. De vez en cuando se atacaba a algún miembro de la familia de Henry: «Ese Ben es un vago y un inútil. Nunca llegará a nada.» Katherine, acostumbrada al talante de Henry, casi nunca dejaba de estar de acuerdo. El coche seguía y seguía, pasando ante estaciones de servicio con uno o dos surtidores rojos delante del bar de carretera y ante chabolas de trabajadores ambulantes. En aquellas excursiones, la madre de Hank solía llevar una cesta de picnic llena de sandwiches, fruta, patatas fritas y refrescos. También llevaba una nevera portátil antigua en la que ponía hielo sobre el cual iba la fruta. De vez en cuando Henry enseñaba a su mujer y a su hijo juegos que había aprendido, con su paquete de cigarrillos Camel siempre presente. Llegaron a un parque pequeño rodeado de naranjos un poco al este de Los Ángeles. Katherine dispuso el almuerzo sobre una mesa mientras Henry, sentado

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de cara a los naranjos, se quejaba diciendo que era una vergüenza no poder coger naranjas, como si los carteles de PROHIBIDO EL PASO fueran una afrenta personal. Cuando Katherine anunció que la comida estaba preparada, Henry se sentó a la mesa con el ceño fruncido. Poco después ya estaba riñendo a Hank por haberse alejado de la mesa corriendo. No todos los paseos eran a los naranjales. La familia iba a veces a Venice Beach y al cercano Ocean Park, con su gran parque de atracciones. La gente desfilaba de un lado a otro por la pasarela de madera, hacía picnic en la playa y compraba entradas para subirse a las diversas atracciones. Los niños que iban allí con sus padres podían jugar libremente, todos menos Hank. Henry y Katherine le mantenían pegado a ellos y esperaban que se comportara como un adulto en miniatura mientras iban paseando por la pasarela de madera. Los recuerdos que Hank tiene de la playa son bastante placenteros: «Sentías el olor de las hamburguesas y de las cebollas y tenías que comer. Todo el mundo comía hamburguesas en Venice Beach, o si no, tenías que meterte en el coche y marcharte. Era peor que una droga. La arena estaba limpia. El aire estaba limpio. Respirabas y te sentías bien. Había conchas en la arena. Los niños podían llenar cubos enteros de conchas. Ahora lo que hay son chapas de botellas y plásticos.» Cuando la familia regresó del paseo Hank se fue a su habitación. No podía dejar de pensar en los niños que le habían llamado «Heinie». No se diferenciaban mucho de su padre. La gente es mala. Recordó algunos incidentes en la guardería, tonterías como las de los niños empujándose. Incluso las niñas, con sus preciosos vestiditos, eran antipáticas. En una ocasión sí que hubo una pequeña demostración de ternura paterna. Fue poco antes de amanecer, cuando Henry despertó al pequeño Hank, que tenía entonces cinco años, para que pudiese ver cómo se preparaba para el reparto de leche. La compañía para la que trabajaba usaba todavía carros tirados por caballos. Hank salió en pijama y zapatillas, era de noche, debían de ser alrededor de las cinco de la mañana. Todavía colgaba la luna en el cielo y reinaba la oscuridad. Fueron hacia el carro de leche. El caballo tenía los arreos puestos y esperaba el comienzo de la rutina cotidiana. Henry ofreció un terrón de azúcar al caballo, que se lo comió sin ninguna ceremonia. Al ver el regocijo de Hank le dijo: «Toma, ahora hazlo tú. Sólo tienes que extender la mano y el caballo cogerá el terrón de azúcar igual que ha hecho con el mío.» Henry puso el azúcar en la mano de su hijo y Hank se lo ofreció al animal. Pero cuando vio las encías rosadas que asomaban entre los belfos del caballo, retiró la mano, temiendo que el bicho se la fuera a comer. Su padre le tranquilizó e hizo que se acercara. Hank se aproximó al caballo, que enseñaba los dientes y la lengua, y que por fin se comió el terrón de azúcar. «Otra vez», le dijo Henry a su hijo, y dentro de la boca del caballo desapareció otro terrón. Aparte de lo que cuenta el propio Hank, muy poco más puede averiguarse sobre su niñez. Sólo quedan vivos algunos pocos testigos de su vida familiar. Uno de ellos, Anna Bukowski, la mujer de su tío John, recuerda a su sobrino Hank como un niño solitario y taciturno. «El pequeño Henry me daba pena. Ofrecía el aspecto de quien necesita realmente tener amigos, niños de su misma edad. Sé

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que sus padres no le dejaban jugar con otros críos. No hablaba como la mayoría de los niños. No parecía un niño feliz. Cuando venían a visitarnos, yo veía cómo le controlaban.» La hija de Anna, Katherine, recuerda a su primo como un niño gordito, vestido de un modo muy formal. «Mi tía Katy era muy exigente con él. No le dejaba jugar como cualquier otro niño. Creo que eran muy estrictos. Cuando venían a visitarnos, llevaba una ropa muy historiada, no parecía cómodo.» Al padre de Hank le fastidiaban las fiestas de cumpleaños. Recibían a los niños en casa, repartían entre ellos sombreros de papel para que se los pusieran y los encaminaban hacia los sitios en los que iban a hacer diversos juegos, como el de ponerle la cola al burro. Pero poco después aquello se convertía en el show de Henry. Empezaba a rondar entre los niños invitados como un oficial prusiano. Había tarta y helados, servilletitas de papel que decían FELIZ CUMPLEAÑOS. Henry vigilaba para que los pequeños no tiraran tarta al suelo o para que no les goteara el helado en la alfombra. Si eso ocurría, les gritaba de tal modo que, sin duda, los amedrentaba. Katherine callaba y permitía que su marido hiciera lo que quisiera. Incluso mientras jugaban, les ordenaba: «¡Tenéis que jugar con educación!» Si armaban un poco de alboroto, les hacía callar a gritos y les ordenaba que volvieran a sentarse. Después de las dos o tres primeras fiestas, Hank comenzó a tenerles pavor. Rara vez le sorprendieron sus padres regalándole un juguete. Los regalos que le compraban consistían en ropa interior, calcetines y otras prendas de vestir. No se atrevía a pedir juguetes, furioso por dentro porque le daban como regalos cosas que se supone que los padres tienen que proporcionar. Sabía los regalos que recibían otros niños, todo tipo de cosas desde trenes en miniatura hasta guantes de béisbol. Un regalo bonito con el que le sorprendió su padre fue un traje de indio, pero los demás niños de Virginia Road jugaban con trajes de cowboy. El patriarca del clan Bukowski, el abuelo Leonard, había emigrado desde Alemania en la década de 1880, después de servir en el ejército del Kaiser. Fue a Cleveland, donde conoció a la joven de dieciocho años Emilie Krause, una inmigrante de Danzig, de la que se enamoró. Después de la boda se trasladaron a Pasadena, un barrio de las afueras de Los Ángeles. Muchas de las familias más ricas de los Estados Unidos se establecieron allí, incluidos los Wrigley, que hicieron una fortuna con el chicle. Leonard medía un metro noventa, pesaba más de cien kilos y lucía un abundante bigote. Hank recuerda que el aliento le olía a whisky el día que le conoció. Cuando visitó al abuelo, sus padres esperaron dentro del coche. «Mis padres no entraron en la casa. Más tarde les pregunté: "¿Por qué no vais a verle? Es estupendo. Es un hombre muy agradable."» Mi padre gritó: «¡El abuelo bebe!» Leonard le regaló a su nieto, que tenía siete años, la Cruz de Hierro que había conseguido en el ejército del Kaiser y un reloj de oro. Pasadena había atraído a Leonard por las ilimitadas oportunidades que ofrece una ciudad de rápido crecimiento. Trabajó de carpintero y vivió en una casa modesta en el número 205 de la Avenida South Pasadena. Ejerció ese oficio hasta

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1904, año en que se convirtió en contratista. Hacia 1906 su empresa había prosperado. Su mujer, Emilie, dio a luz cuatro hijos y dos hijas. El mayor, John, nació en 1888. Luego vino Charles. El siguiente fue Henry Charles. Y después iban Emma, Eleanor y Ben. La prima de Hank, Katherine, recuerda una visita de Henry Bukowski y su familia cuando ella y su hermana eran todavía muy jóvenes. «Éramos pobres. Mi padre ganaba poco dinero. Creo que por esa razón tía Katy miraba despectivamente a mis padres. Recuerdo una ocasión en que vino a casa. Llevaba un pañuelo de seda muy elegante. Debió de resultar evidente que me encantaba y, probablemente para complacerme, me dejó tocarlo y ponérmelo un rato.» A Henry no le gustaban sus hermanos por razones que ya nadie recuerda. Ben era un hombre callado y tenía algo de malicioso; John vivía en una casita pequeña rodeada de mucho terreno y casi nunca tenía dinero. Katherine y su hermana Eleanor, primas de Hank, eran unas extrañas para él. Años después las describiría como dos niñas guapas y reservadas que rebañaban la mantequilla de cacahuete del fondo de un tarro. Katherine Bukowski Woods describe a su abuela Emilie como una mujer conservadora, de religión baptista. «Creo que acabó dando un montón de dinero a la iglesia. Abandonó a mi abuelo, pero no sin antes haberse hecho con el control de la mayor parte del dinero que él había ganado como contratista, al menos eso es lo que yo he oído.» Dice que Leonard y Emilie se reconciliaron muy poco antes de que el viejo muriera de un cáncer de estómago a finales de los años veinte. La prima Katherine dice que su tía Katy, la madre de Hank, se ocupó de Leonard durante su enfermedad y que el viejo permaneció en casa de su hijo en Los Ángeles. «Es posible que mi madre le cuidara —dice Hank—, pero mi abuelo no vivía en casa. Probablemente mi madre iría a su casa de Pasadena. Si se hubiera quedado en nuestra casa, yo lo recordaría. Sólo vi al abuelo una vez.» Hacia 1920, Emilie Bukowski vivía en una casa, separada de la de su marido, también en Pasadena. Era una de las muchas que él tenía, aunque mucho más pequeña que el caserón al que ella estaba acostumbrada, una vivienda de dos plantas y distribución irregular en la que había criado a sus hijos. Pero su casita no carecía de encanto, medio escondida como estaba tras una tupida masa de arbustos de pimienta. La vida en aquel hogar se centraba en la cocina, donde se preparaban platos alemanes y norteamericanos en enormes cantidades. Había fuentes de wienerschnitzel y sauerbraten, rosbif, jamón con rodajas de pina y siempre muchísimo café. Lo que Hank recuerda sobre todo son las montañas de puré y salsa que Emilie ponía en los platos. Mientras servía la comida solía decir a su familia «Os enterraré a todos». Ésa es una de las pocas frases que Hank recuerda de ella. Nunca le dio besos o abrazos, nunca le hizo ninguna demostración de amor de abuela. Durante las visitas a casa de Emilie siempre había una especie de tensión. El que no se mencionara nunca el nombre de Leonard sólo servía para que su ausencia se hiciera más patente. Hank recuerda muy bien los canarios de Emilie: «Tenía muchas jaulas,

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todas de tamaño y forma diferente. Una vez que estábamos en su casa empezó a anochecer y ella tapó las jaulas con unos cobertores blancos.» Emilie tenía un piano que se había traído de casa de su marido. Durante una de las visitas, Hank se sentó al piano y empezó a jugar, fascinado por la cantidad de sonidos que podía sacarle. Siguió aporreando las techas mientras sus padres y Emilie hablaban con otros parientes. De repente su padre le ordenó que dejara de tocar. «Deja que el niño toque el piano», dijo Emilie. Henry Bukowski conoció a la que sería su mujer, Katherine Fett, en Andernach, Alemania, cuando le destinaron allí como soldado raso en 1920. El hermano de Katherine se ocupaba de una cantina para las tropas norteamericanas y allí conoció a Henry Bukowski. Los dos hombres se cayeron bien y en alguna ocasión el norteamericano llevó carne y otras cosas de comer a casa de los Fett, que, al igual que otras familias de Andernach, sufrían la escasez de alimentos debida a la guerra. Un día vio a la hermana de Heinrich, Katherine, y quiso quedar con ella. Como era una joven tímida se resistía, pero finalmente Henry fue a cenar a casa de los Fett. El alto norteamericano se enamoró de la diminuta alemana y no pasó mucho tiempo hasta que se casaron. Su hijo, Henry Charles Bukowski hijo, nació en Andernach el 16 de agosto de 1920. Henry y Katherine se quedaron en Andernach con su hijo durante un tiempo después de terminada la guerra, pero Henry empezó a sentirse impaciente por volver a casa. En el momento en que se trasladaron de Alemania a Los Ángeles, la ciudad había iniciado un período de crecimiento sin precedentes. Aunque había duplicado su tamaño en un lapso relativamente corto, la ciudad seguía conservando el encanto del pasado: el de ciudad ganadera de las décadas de 1860 y 1870, e incluso el de su pasado español, que se había convertido en historia más bien mítica de aquella época de californianos románticos que imponían sus leyes en vastos territorios y criaban ganado y caballos de primera calidad. Katherine casi nunca hablaba de su juventud en Alemania ni de su familia. A veces, sin previo aviso, le contaba a Hank alguna historia extraña. Había una sobre su abuelo, que «era un músico consumado» y «bebía mucha cerveza». Según ella, el abuelo iba de bar en bar tocando el violín y pasaba después el sombrero. En cuanto reunía el dinero suficiente se dirigía a la barra y comenzaba a beber. A medida que avanzaba la tarde le iban echando de los bares por armar bronca y se iba a otro, y luego a otro... A Hank le gustaba mucho esa historia y estaba seguro de que su bisabuelo debía de haber sido igual que Leonard Bukowski, otro bebedor. Empezó a pensar que las generaciones anteriores de su familia debieron de ser realmente extraordinarias. Katherine apenas sabía inglés cuando llegó a Estados Unidos. Hank diría años más tarde: «Para ella, mi padre era el conquistador de la nación de la que procedía ella. Un héroe. En cierto sentido él la dominaba y rara vez, si es que hubo alguna, contradijo ella sus múltiples edictos.» Henry Bukowski no sólo pegó

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a su hijo cuando el niño se iba haciendo mayor, sino que también infligió castigos físicos a su mujer. «Cuando las cosas se pusieron realmente difíciles, durante la Depresión», dice Hank, «mi padre pegó a mi madre en varias ocasiones. Algunas veces intenté detenerle, pero, entonces, cuando acababa de pegarle a ella empezaba a pegarme a mí.» En la escuela secundaria de Virginia Road Hank se hizo amigo de un chico de su misma edad, solitario, bizco, que se llamaba David Winchell. Empezaron a hablar a la hora de la comida porque casualmente se sentaron en el mismo banco para comer los sandwiches. Hablaron sobre el tipo de sandwich que sus respectivas madres les habían preparado. David le ofreció patatas fritas a Hank, que cogió unas pocas y después pidió más. Antes de terminar el recreo, los dos chicos habían decidido volver juntos de camino a casa. Un grupo de chicos de primer curso comenzó a seguirles y rodeó a David insultándole. Uno de ellos le empujó y le tiró al suelo. Cuando David se puso de pie, secándose las lágrimas, el más grande de los atacantes le dijo que no querían mariquitas en su escuela y después le dio un puñetazo en el estómago. Luego rodearon a Hank gritando y silbando. No podía descifrar lo que le decían pero, sin saber por qué, retrocedieron y se marcharon. Cuando llegaron a casa de David, éste dijo adiós a Hank y entró. La voz de la señora Winchell regañando a su hijo por el estado desastroso de su camisa y sus pantalones retumbó a través de las paredes y llegó hasta la calle. El chico no quería decir por qué tenía la ropa tan sucia, así que su madre empezó a pegarle. Después le dijo que se pusiera a hacer los deberes de música. Hank se quedó un rato cerca, esperando, y por fin oyó un violín. De camino a casa Hank se dijo a sí mismo que no le gustaba aquel nuevo amigo ni su forma de tocar el violín. A lo largo de sus años escolares Hank se dio cuenta de que los chicos como David siempre le elegían como amigo. Concluyó que, inexplicablemente, atraía a los raros y a los subnormales. Por alguna extraña razón había heredado de su padre el punto de vista cínico sobre la vida. El punto de vista negativo de Henry padre se había infiltrado en su hijo. A Hank le resultaba difícil encontrarse a gusto con un compañero de escuela. Pero se las arreglaba sin amigos. «No había ninguna válvula de escape. En casa estaba mal. Luego estaba el colegio, que tampoco era ninguna válvula de escape, y luego la vuelta a casa andando, seguido por la chusma, los chicos que intentaban sacudirte. No había descanso.» Los adultos percibían la rebeldía de Hank: sus ojos y la expresión de su rostro les demostraban que era un observador frío que les daba a entender que a él no podía imponérsele nada. En lo más profundo de su mente siempre estaba la figura de Henry C. Bukowski padre. Sin embargo, existía una diferencia básica entre él y su padre en el modo de reaccionar ante la gente. Mientras Henry gritaba y vociferaba, Hank simplemente demostraba un desdén general con su actitud física, acompañada quizás de una frase sutil o un comentario en voz baja. Mientras que su padre actuaba emocionalmente como el caballo de Atila contra su mujer y su hijo, Hank

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se replegaba en sí mismo, irradiando rebeldía, construyendo lentamente un muro de silencio entre él y el objeto de su desprecio. En la escuela primaria Hank consiguió cierta notoriedad como el sarcástico del grupo, ese tipo de alumno que un profesor nunca olvida. En clase se convirtió en un ritual que el profesor le expulsara castigado al patio o que le gritara: «¡Deja de poner esa cara!» Curiosamente, ninguno de los profesores parecía sentirse incómodo con Hank, eran las profesoras las que se sentían más incómodas. «Me parecía raro», dice, «pero debía de ser que las maestras percibían más mi rebeldía.» Llegó a pensar que la mayoría del profesorado estaba actuando, que no creían ni practicaban las enseñanzas que impartían. Desde el momento en que empezaban a hablar, él intentaba juzgarles y ver hasta qué punto se podía confiar en lo que decían. Cuando su padre se ponía furioso en público, ya fuera por un supuesto desaire en la cola del teatro o del cine, o, más a menudo, por el servicio o la calidad de la comida en algún restaurante, notaba que la gente no solía responder a sus gritos. No parecían asustarse ante aquel hombretón. Escuchaban pero nada cambiaba. Viendo esto día sí, día no, Hank fue aprendiendo lentamente a contestar a su padre, y también a los profesores, con el silencio. Hank llegó a aborrecer aquellas exhibiciones públicas a las que su padre sometía a la familia en casi todos los lugares a los que iban. Una vez, en la época de la escuela primaria, la familia fue a la farmacia del barrio. Un dependiente se acercó a Hank y a su madre y preguntó a la señora Bukowski si sabía quién era aquel tipo horrible que estaba unos metros más allá: «Cada vez que viene, hay jaleo.» «Es mi marido», contestó ella. Era como si Henry padre quisiera saber hasta dónde podía llegar con la gente. Pero Hank sabía instintivamente que, a pesar de lo impresionante de su estatura, su padre era un cobarde y se habría achicado si alguien le hubiera plantado cara. Durante los primeros años de vida de Hank sus padres no demostraron verdadero interés por sus progresos en la escuela. Nunca le preguntaban cómo iba en sus estudios ni qué asignaturas le gustaban más. El se las arregló solo, ocupándose sobre todo de no tener que pelearse con nadie. Pero, por fin, ocurrió lo inevitable: Hank se vio envuelto en una pelea. Un chulito soltó el primer puñetazo. Cuando llegó el profesor para separarlos, todos los demás chicos, incluido el grupo de los que le habían estado fastidiando durante la escuela primaria, dijeron que había sido Hank el que había empezado. Le mandaron al despacho del director, que le sometió a un interrogatorio agotador y terminó diciéndole que con un apretón de manos zanjarían el asunto. Hank dudaba. El director le engatusó ofreciéndole la mano extendida, pero luego estrujó la mano de Hank preguntándole: «¿Soy un tipo duro?» La humillación terminó cuando Hank dijo «Sí» con un gemido y el director le dio una nota dirigida a sus padres. Esa nota del director explicando la falta de urbanidad de Hank, inició una nueva etapa en el hogar de los Bukowski. Cuando le hubo dado la nota a su madre, se dirigió a su cuarto, como solía hacer al llegar a casa. Se tumbó en la

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cama e intentó dormir. Su madre empezó a dar voces gimoteando: «Pero ¡qué desgracia! ¡Has traído la vergüenza sobre nosotros!» Los condicionantes de su educación pequeñoburguesa salían a relucir. De pequeña, cuando vivía en Andernach, los maestros y funcionarios de escuelas recibían un trato de respeto semejante al de los médicos y los científicos en los Estados Unidos. Si un alumno tenía algún problema con el sistema escolar, se daba por supuesto que era el alumno y no el profesor el que había hecho algo mal. Katherine preguntó a Hank qué ocurriría si los vecinos se enteraban. Era como si hubiera habido un cataclismo sobre la familia Bukowski. Y seguía: «¿Cómo has podido hacerle esto a tu madre?» Y luego recurrió a la amenaza extrema: «Ya verás cuando tu padre vuelva de trabajar.» Cuando cerró la puerta de un portazo y volvió al salón, Hank siguió allí acostado pensando que en realidad no había hecho nada malo y le hacían sentirse como si así fuera. Poco después oyó la desagradable voz de su padre que le provocaba más asco que temor. Katherine le explicó a su marido lo que había ocurrido y le enseñó la nota. Henry llamó a su hijo para que saliera de su cuarto y le dijo: «¡Muy bien, Henry! ¡Al cuarto de baño!» El niño se extrañó de que su padre no le preguntara su versión de los hechos, pero no se molestó en plantear la cuestión. Fue al cuarto de baño, como le habían ordenado. Henry cogió del gancho de la pared la correa de cuero que usaba para la navaja de afeitar, la sostuvo con fuerza y ordenó a su hijo que se bajara los pantalones. Le propinó una sarta de latigazos, de esos que dejan entumecido. A Hank se le saltaron las lágrimas. Afortunadamente no podía oír las palabras de furia que brotaban de la boca de su padre. Lo único que oía, lo único que sentía eran los golpes del cuero sobre su carne. Entonces se concentró en los rosales que su padre había plantado y cuidado en el jardín trasero, su orgullo y alegría, en las cosas que amaba, en su coche bien protegido en el garaje. Sin querer, Hank empezó a llorar. Por fin su padre paró y salió del cuarto de baño. Hank conocía el temperamento de su padre lo suficiente como para que la paliza no le sorprendiera demasiado. Pero, de algún modo, esperaba que su madre acudiera en su ayuda. Acudió a ella y le dijo que no era justo que su padre le pegara y que ella lo sabía. Su madre le contestó que su padre siempre tenía razón y después se fue. Hank nunca perdonó a su madre que no le defendiera en ésta ni en otras numerosas ocasiones. Años después volvería a pensar en la aquiescencia de ella a la disciplina paterna y se sentiría a la vez furioso y profundamente defraudado. No podía saber entonces que su madre era más bien una víctima de la educación recibida. Haberse opuesto a su marido habría violado las reglas fundamentales con las que se había criado y, según las cuales, el padre es el amo incuestionable del hogar y los hijos tienen que tener un respeto absoluto ante la autoridad paterna. Era, una vez más, parte del código de la clase media alemana. Katherine habría traicionado su educación de Andernach si hubiera hecho una excepción ante aquella paliza o ante las que vinieron después. Poco después de que Hank comenzara la escuela primaria, la familia se trasladó de la casa de Virginia Road a otra de dos dormitorios en la Avenida Longwood 2122. El salón tenía un enorme ventanal que daba al jardín delantero.

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Desde su sillón, que también miraba hacia fuera, su padre escuchaba las noticias deportivas de la radio. En la Avenida Longwood Henry informó a su hijo de que ya estaba en edad de ayudar en casa: «Te encargarás de cortar el césped.» Hank debía de estar en cuarto o quinto curso cuando su padre le dijo aquello. «Yo estaba jugando al fútbol con algunos chicos del vecindario. Por algún motivo me habían dejado jugar con ellos.» Era un domingo por la mañana y Henry Bukowski tenía muchísimo tiempo para supervisar el trabajo de su hijo. —Eres lo suficientemente grande como para segar el césped, recortar los bordes y después regar las rosas —dijo Henry—. ¡Ya es hora de que te ganes el sustento en esta casa! Hank intentó explicar a su padre que por lo menos quería terminar el partido. El padre le preguntó si le estaba replicando. Hank le dijo que no. Su madre miraba desde detrás de una cortina del ventanal. El sábado era el día de limpieza en la casa. De la mañana a la noche sus padres se dedicaban apasionadamente a barrer, sacar el polvo, fregar, dar cera. Hank nunca llegó realmente a entender por qué tenían que quitar la alfombra todas las semanas y encerar el trozo de suelo que quedaba debajo. Años después se lo explicaba pensando que era una especie de exceso germánico. Para un niño al que no se le había permitido jugar con otros niños durante tantos años cada oportunidad de participar en un juego significaba muchísimo. Su padre le dijo que dejara de perder el tiempo en aquellas actividades improductivas, cosa que Hank no podía comprender puesto que su padre se dedicaba religiosamente a escuchar la retransmisión del partido de béisbol. Katherine continuó de pie cerca del ventanal mientras Henry explicaba a Hank las complejidades de segar el césped y podar los bordes. Le enseñó a vaciar el recogedor de la cortacésped y desde dónde exactamente debía empezar a podar. Le dijo a su hijo que dejara de poner cara de pena, advirtiéndole que, si no lo hacía, «Yo te daré algo para que tengas realmente de qué tener pena». Hasta un rato más tarde no comprendió Hank lo profeta que podía ser su padre y lo bien que ejecutaba sus profecías. Se fijó bien en todos los demás enseres de jardinería que su padre ponía delante de la cara. Henry hacía como si podara el seto, con una manguera por delante y un par de tijeras. Mientras iba señalando, sus instrucciones eran precisas: Vas al norte. Vas al sur. Pasas dos veces la segadora. Te aseguras de que los bordes están perfectamente recortados y en linea recta. «Y recuerda, que por nada del mundo, puedes dejar que quede una brizna de hierba más alta que las demás.» Así terminó de darle órdenes, de un modo siniestro. Hank comenzó a darse cuenta de la gravedad de la situación. Como nunca había hecho ningún trabajo de jardinería, sabía que era bastante fácil cometer un error, pero no dijo nada de eso a su padre, quien lo habría considerado una insolencia. Lo que Hank se puso a considerar fue el hecho de que no sentía que aquella casa perteneciese a toda la familia. Era la casa de Henry Charles Bukowski padre y de nadie más. Finalmente, Henry advirtió a su hijo que iría a inspeccionar el trabajo cuando hubiese acabado. Como Hank cuenta en La senda del perdedor, la novela

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sobre su infancia y adolescencia, su padre le advertía: «No quiero ver ni una sola brizna que sobresalga en el césped de delante ni en el de detrás. ¡Ni una sola!» Hank se puso a hacer el trabajo. Sabía que su padre podía haber hecho que aquello fuese más fácil dejándole hacerlo más tarde, después del partido. Pensaba todo el rato en sus amigos que estaban jugando al fútbol, en el día que se iba esfumando, en el sol que se ponía y en él, que seguía trabajando en el jardín. Cuando comenzó a trabajar en el jardín trasero, Katherine y Henry salieron al porche de la cocina a comprobar si su trabajo progresaba. Él no les dijo nada y continuó cortando el césped. Su madre tenía una expresión de vacío especial; Henry parecía impaciente. Hank seguía cortando el césped, pensando en lo injusto que era su padre y deseando tener un padre diferente o no tener padre. Pensaba en Frank Sullivan, uno de los chicos del barrio, con el que había estado jugando al fútbol un rato antes. Frank le caía bien y envidiaba la libertad que le daban sus padres. Hank empezó a cortar el césped cerca de donde se encontraban sus padres y oyó que su madre decía: «Mira, Henry, no suda como tú cuando cortas el césped. Parece que está tan tranquilo.» —¿Tranquilo? No parece tranquilo, lo que parece es muerto —contestó su padre. Y entonces le dijo que empujara más fuerte, más rápido. Hank obedeció, provocando que la hierba volara por encima del recogedor. —¡Hijo de puta! —gritó su padre. Henry saltó fuera del porche y se dirigió corriendo hacia el garaje en el que estaba su coche. Estuvo revolviendo durante un rato y regresó a grandes zancadas con un taco de madera que medía casi treinta centímetros de largo. Hank lo vio venir, pero no intentó esquivarlo. «Me dio en la pierna derecha. Fue muy doloroso, especialmente teniendo en cuenta que yo era sólo un niño. Me pareció como si se me congelara la pierna, pero sabía que tenía que seguir andando y lo hice. Simplemente me agarré más fuerte que antes a la cortacésped. Finalmente llegué a donde había caído aquel taco de madera. Me agaché, lo recogí y lo tiré a un lado. El dolor aumentó.» Henry le dijo a su hijo que parase y volviese al sitio en el que el recogedor no había recogido la hierba. Hank obedeció, haciendo todo lo posible por ocultar su dolor. Después de acabar con la cortacésped, Hank tenía que limpiar la entrada con la manguera y luego regar el jardín delantero y el trasero. El padre salió de la casa para inspeccionarlo todo. Ése sería un ritual que habría de repetirse muchas veces más durante los años siguientes, con idénticos resultados. El hombretón fue hasta la zona del césped, se puso a cuatro patas y bajó la cabeza casi hasta tocar la hierba recién cortada para ver si había quedado alguna brizna. Hank, de pie, esperaba. El padre se puso de pie de un salto y corrió hacia la casa diciendo: «¡Ajajá!» Llamó a su mujer: «¡Mamá! ¡Eh, mamá!» Katherine salió a reunirse con él en el jardín de delante y él le dijo que había encontrado un pelo, refiriéndose a

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una brizna de hierba. De hecho, había encontrado dos. Pidió a su mujer que se agachara y mirase. Ella lo hizo así y le dijo a su marido que ella también las veía. Después volvió a entrar en la casa, sin dirigir una mirada a su hijo. Señalando la puerta principal, Henry dijo a Hank que entrara en casa. «Al cuarto de baño», dijo Henry y, una vez allí, le dijo que se bajara los pantalones. «Entonces empezó a darme una paliza. Utilizó la misma correa con la que me había pegado aquella vez que hubo un problema en la escuela. La verdad es que me había pegado también por otras infracciones, así que estaba acostumbrado. De todas formas, una paliza es una paliza y duele. Mi padre azotaba sin compasión: yo había fallado en la tarea de hacer un trabajo perfecto en su maldito jardín y eso no podía perdonarse.» Hank encontró en la calle un alivio y un escape a las férreas reglas paternas. Sus padres habían ido aflojando gradualmente las riendas y ya le dejaban jugar con los chicos del barrio. Durante años se había sentido extraño ante los otros niños, básicamente porque no le permitían hablar con ellos más que en la escuela. Hasta ese momento —el último curso de enseñanza primaria—, apenas sabía cómo se lanzaba correctamente una pelota de béisbol o un balón de fútbol. La Avenida Longwood era una calle arbolada, sin apenas tráfico; las casas tenían patios grandes y zonas con césped verde. Se parecía a muchas otras calles del país en aquella época, calles que ningún director de cine despreciaría si estuviera haciendo una película sobre la infancia: un ambiente perfecto para los niños. Uno de los primeros amigos que Hank tuvo en la Avenida Longwood fue un chico pelirrojo al que llamaban «Red» (el Rojo). Le contó a Hank que tenía un brazo ortopédico y le dejó tocarlo. Hank palpó el brazo ortopédico, que era tan duro como una piedra. Le preguntó a Red si tenía algún amigo. Red le contestó que no y Hank le dijo que él tampoco. Ninguno de los chicos del barrio jugaba con ellos. Hank había encontrado un alma gemela y, lo que era aún mejor, Red tenía un balón de fútbol que inmediatamente sacó a la calle para poder jugar con Hank. Se turnaban haciendo como que cubrían diferentes posiciones, lanzando la pelota y chutando. Protagonizaron varias aventuras juntos en la Avenida Longwood y en otros sitios del barrio. En quinto curso, la profesora de Hank explicó en clase que estaba previsto que el presidente Herbert Hoover hablara en el Coliseo de Exposition Park, a pocos kilómetros al sur del centro de Los Ángeles y cerca del campus de la Southern University de California. —Ésta es una oportunidad que se da sólo una vez en la vida —les dijo—. Es un deber cívico que acudáis vosotros y vuestros padres a ese acto. Y les pidió que escribiesen una redacción sobre aquella ocasión trascendental. Hank no fue, pero de todos modos escribió la redacción sobre Hoover. En ella daba muchos detalles de cómo estaba el presidente más tieso que un huso, cómo saludaba con la mano a la multitud, cómo resonaba su voz a través de la megafonía. Describía la emoción de la población de Los Ángeles, allí reunida, aclamando a su presidente.

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Cuando entregaron los trabajos, la profesora los leyó concienzudamente y dijo a los alumnos: —Tengo aquí un trabajo sobre la visita de nuestro presidente al Coliseo escrito por Henry Bukowski. Es muy hermoso y quiero leéroslo. Los niños se volvieron y miraron hacia donde estaba él. Les resultaba difícil creer que el raro de la clase, el marginado, el solitario, hubiese destacado por su capacidad literaria. Cuando la clase se calmó, la profesora empezó a leer su relato. Cuando los demás alumnos estaban saliendo de clase, la profesora le pidió a Hank que se quedara. Le preguntó si realmente había ido a escuchar el discurso del presidente Hoover. Acorralado, admitió que no había estado allí. En vez de ponerse furiosa, la profesora le dijo que eso hacía que su trabajo fuera aún más interesante y que estaba todavía más impresionada. Hank, a pesar de lo pequeño que era, comprendió entonces que «la gente quería mentiras hermosas, no la verdad. Eso era lo que necesitaban. La gente era idiota». Desde entonces, esa impresión se convirtió en la idea central de su forma de pensar. Ésa fue la primera vez que Hank se consideró escritor. Sin embargo, en vez de animarse a escribir más, se inhibió, a pesar de que le impresionó ver cómo todos los miembros de la clase —incluso las niñas más guapas y los mejores deportistas— le miraban con admiración cuando la profesora acabó de leer su redacción. Hasta él mismo llegó casi a creerse que había estado en el Coliseo. Hank no recuerda exactamente las circunstancias, pero fue más o menos por aquella época cuando trabó amistad con Frank Sullivan, que había sido uno de los que le atormentaban en Virginia Road. Era un chico rubio que fue amigo de Hank durante todo el sexto curso. Gracias a su trato con Frank, que tenía muchos amigos, Hank comenzó a ser aceptado poco a poco por los demás chicos y a participar en sus juegos. A medida que Frank y él fueron haciéndose mayores empezaron a alejarse más del barrio de la Avenida Longwood. Empleaban el tiempo en pasear hasta la playa, en montar en bicicleta y, a veces, en caminatas o excursiones hasta la zona de los estudios cinematográficos. Una excursión de la que existen documentos gráficos es la que hicieron para ver una exhibición aérea en Dominguez Hills, a muchos kilómetros de sus casas. Hank empezó a interesarse por los aviones pues oía hablar mucho de ellos a Frank y a su padre, que había sido un as de la aviación en Europa durante la Primera Guerra Mundial. Los dos chicos bajaron andando hasta el Boulevard Venice para hacer autostop. Un hombre de unos treinta y cinco años les paró. Cuando subieron al coche intentó convencerles de que fueran a nadar, diciéndoles que conocía un sitio donde podrían estar solos. Intercaló en la conversación que habían detenido a un hombre por llevar a cabo prácticas homosexuales debajo del muelle en la playa de Venice y les explicó que le ponía furioso que la policía se entrometiese en lo que debería considerarse un derecho a la intimidad de los ciudadanos. Los chicos insistieron en ir a la exhibición aérea. El hombre se dio por vencido y les llevó hasta allí. Cuando aparcó, Hank y su amigo echaron a correr y se perdieron entre la multitud.

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La familia de Frank era católica. Él iba a catequesis en la iglesia de Saint Agatha en el West Adams Boulevard. La iglesia quedaba cerca de la Avenida Longwood y Hank empezó a ir con su amigo. Henry y Katherine dieron su consentimiento y le animaron a que fuese a la iglesia. «Tal vez con eso se enderece», dijo Henry a su mujer. La clase de catecismo despertó el interés de Hank. Le gustaba pasar el tiempo discutiendo sobre religión con Frank. No sabía entonces que John Fante, un hombre destinado a ejercer quizás la mayor influencia en su obra, había recibido una educación católica en Boulder (Colorado), sobre la cual escribiría un libro, Dago Red. Este libro estaba destinado a ser una de las obras favoritas de Hank al comienzo de su época universitaria. Al leer las descripciones de las monjas, los curas, los confesionarios y las clases de religión, recordó aquellos días en que acudía a la iglesia parroquial con Frank Sullivan. Cuando un cura les dijo a Hank y a su amigo que los animales no podían ir al cielo porque no tenían alma y por lo tanto no se les podía bautizar, ninguno de los dos chicos acogió bien aquella perturbadora información. Así que encontraron un perro cerca de la iglesia, le metieron dentro y le bautizaron echándole agua bendita. Poco a poco la novedad del catolicismo y sus misterios fue desvaneciéndose y Hank empezó a aburrirse. Decidió que la reglamentación y los dogmas no le iban y que no le gustaba un Dios que se parecía tanto a su padre. Después de que Hank faltara a clase dos semanas, de la iglesia enviaron a su casa a dos niñas de su edad, rubias, de ojos azules y vestidas con blusas de florecitas. Les dijo a las niñas que no quería volver a clase de catecismo y ése fue el final de su coqueteo con la religión organizada. Hank empezó la enseñanza secundaria el mismo año en que Franklin Roosevelt se convirtió en presidente. Oía a su padre quejarse de la falta de disciplina que había a todos los niveles en la sociedad y de cómo eso estaba arruinando al país. Continuaba con la letanía del trabajo duro y cuanto más hablaba, menos le escuchaba Hank. Pero sí oyó a su padre y a muchas otras personas hablar de la gran inundación del 34, originada por las precipitaciones más fuertes registradas en la historia de la región. Los periódicos locales informaron que treinta y seis personas habían muerto por la subida del nivel de las aguas. Aquella tempestad puso dramáticamente de manifiesto a la población de Los Ángeles lo difícil que podía ser la vida. Cincuenta y seis años más tarde el poeta Charles Bukowski se sentó a escribir «We Ain't Got No Money Honey, but We Got Rain» (No tenemos dinero, tesoro, pero tenemos lluvia), un documento sobre aquellos tiempos en los que las promesas del corazón del territorio americano se convirtieron en polvo y millones de parados aguardaban sin esperanza que llegara una época de bonanza otra vez. El poema comienza así: llamadle efecto invernadero o lo que sea

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pero simplemente ya no llueve como antes. recuerdo particularmente las lluvias de la era de la depresión. no había dinero pero había mucha lluvia. … los parados, fracasados en época de fracasos estaban aprisionados en sus casas con sus mujeres y sus niños y sus mascotas. … los parados se volvieron locos confinados con sus mujeres, en otro tiempo hermosas. había terribles discusiones mientras las notificaciones de deshaucio caían en los buzones. lluvia y gritos, latas de alubias, pan sin mantequilla... … mi padre, nunca un buen hombre en el mejor de los casos, pegaba a mi madre cuando llovía y yo me lanzaba en medio de ellos, piernas, rodillas, gritos hasta que se separaban. «Te mataré», gritaba yo

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a mi padre. «Vuelve a pegarle y te mato.» «Saca a este niño hijo de puta de aquí.»

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Hank asistió al colegio Mount Vernon, a poca distancia de su casa. Convencido de su visión del mundo, se decía a sí mismo que los adultos no eran demasiado simpáticos y los niños tampoco; una visión que había echado profundas raíces en la mente de Hank. Nada podía apartarle de aquella creencia. Se construyó unas defensas cada vez más fuertes. La ironía, el silencio y el sarcasmo fueron tres armas que aprendió a utilizar. Era taciturno y reservado, en casa y en el colegio. De las bocas de sus profesores sólo fluían palabras vacías cuando explicaban las lecciones que Hank sabía que eran pura rutina sin sentido. La falta de entusiasmo en sus voces le aburría. La única forma de iluminar la oscuridad del aula era retirarse de ella sin abandonar su asiento, cosa que hacía tan a menudo como le era posible. A causa de la recesión económica, el padre de Hank se quedó de repente sin su trabajo de repartidor de leche. Katherine Bukowski encontró trabajo como mujer de la limpieza en las casas de familias acomodadas a las que la Depresión no había afectado. Hank y sus compañeros de clase heredaron la desesperación que en sus padres había provocado la agudización de la crisis. No pocos de sus contemporáneos compartían el mismo desdén que él ante la autoridad. En séptimo curso conoció a William Eli Mullinaux, un niño bajito y delgaducho, al que llamaban Baldy. Éste recuerda que Hank levantaba la mano y le decía al profesor o a la profesora que lo que acababa de decir estaba mal. «Hank no les pasaba una a los profesores», dice. El chico había visto en su padre tanta ira mal dirigida que había aprendido a apreciar la sinceridad; era lo que pretendía, especialmente de los profesores, de quienes se supone que imparten la verdad. Junto con Frank Sullivan, Hank y Baldy empezaron a explorar el mundo de las mujeres en los locales de variedades del centro de la ciudad. Los tres amigos fueron hasta allí en tranvía. Para sorpresa de todos, a ninguno le preguntaron la edad. Pagaron la entrada y se metieron dentro. Hank seguía sintiéndose al margen pero iba de un lado a otro con Frank y Baldy. Los largos paseos hasta la playa, las excursiones a los espectáculos de variedades y una soledad desmesurada constituían aspectos importantes de su vida. Sus compañeros de clase tomaban en serio los pronunciamientos que a

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veces hacía sobre la escuela y la sociedad en general. Era un observador agudo con muchos años de práctica que le habían proporcionado opiniones que compartía no para impresionar a nadie, sino porque, sencillamente, tenía que manifestarlas. Cuando le cogieron haciendo una travesura en la escuela, junto a Baldy y otro compañero, el director mandó una nota a Henry Bukowski, quien volvió a llevar a su hijo al cuarto de baño, escenario ya de muchas palizas. Aunque la aplicación de la correa de cuero le producía un dolor mortal, la respuesta de Hank era completamente diferente: el miedo había desaparecido. Había logrado una especie de victoria sobre su padre. Ya hacía tiempo que había comprendido que las palizas no tenían sentido, que más que un verdadero castigo eran un ritual con el que su padre satisfacía sus necesidades. Hank notó que su padre se daba cuenta de que algo había cambiado en la actitud de su hijo. De pronto dejó de pegarle y fue hacia la puerta del cuarto de baño. —¿Por qué no me pegas un poco más si con eso te sientes mejor? —le preguntó Hank. Al comentar este incidente en su novela autobiográfica La senda del perdedor, Hank dice: Le observé y vi pliegues de carne bajo la barbilla y alrededor del cuello, arrugas tristes y surcos. Tenía la cara del color rosa de la masilla ajada. Estaba en ropa interior y su vientre abultado formaba arrugas en la camiseta. Sus ojos ya no despedían fiereza, sino que parecían vacíos y evitaban los míos. Algo había ocurrido... Mi padre se dio la vuelta y salió por la puerta. Él lo sabía. Era la última paliza que yo recibía, al menos por su parte. Durante el verano de 1934, después de terminar la enseñanza primaria, Hank y su padre discutieron sobre el instituto al que debería ir. Henry insistía en que debía ir a Los Angeles High School en el Boulevard Olympic, considerado como el mejor de los alrededores y al que las familias acomodadas de Hancock Park, un barrio rico, enviaban a sus hijos. Se imaginaba que el lustre de los chicos ricos se le pegaría a su hijo. En La senda del perdedor Hank se retrata como un chico de clase baja lanzado en medio de los chicos de familias ricas. La realidad, según sus compañeros de clase, era que muchísimos hijos de familias más pobres que la suya iban a Los Angeles High School. El instituto era un ejemplo de la estructura económica de la ciudad y no un enclave de los ricos, en absoluto. —Harías bien en seguir el ejemplo de los niños ricos —le dijo Henry—. Vienen de las mejores familias y saben trabajar con toda su alma. Hank contestó que le parecía más lógico ir al Instituto Politécnico porque quedaba más cerca de casa. Perdió la discusión y a regañadientes se matriculó en Los Angeles High School. Pero lo peor fue que el acné empezó a extendérsele por toda la cara. Como un problema cutáneo de ese tipo era normal en los chicos de

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su edad, nadie le hizo demasiado caso. El primer día de instituto fue en bicicleta con Baldy. Muchos alumnos mayores tenían coche y la mayoría iban bien vestidos. Para un adolescente como Hank, que se identificaba con los pobres y al que le encantaba sentarse a escuchar las charlas informales del presidente Roosevelt, sus compañeros le parecieron como venidos de otro planeta. Hank se fijó mucho en los hijos e hijas de los ricos, tan fuera de lugar, según él, en un país asolado por la pobreza. Durante el verano anterior al segundo año el estado de la piel de Hank empeoró y, como consecuencia de ello, se sintió cada vez más alejado de los demás adolescentes. El desprecio interior que sentía por su propio cuerpo fue en aumento al empeorar su afección hasta un punto dramático: pasó de la cara a extendérsele por el pecho y la espalda. La sola idea de quitarse la ropa en los vestuarios y tener que permanecer desnudo en la ducha, sometido a un posible ridículo, era demasiado para él. Tremendamente acomplejado ante esa perspectiva, optó por el ROTC (Reserve Officers Training Corps, una especie de instrucción militar). No es que aquello le entusiasmase, pero al menos no tenía que exhibirse. Los demás chicos adoraban sus uniformes y los llevaban con orgullo. Su acné empeoró tanto durante ese primer año de enseñanza secundaria que las pústulas de los hombros se le quedaban en carne viva cuando hacía los ejercicios de instrucción militar. A veces tenía que encajarse el arma en el hombro con toda rapidez y de un golpe. Invariablemente la sangre le manchaba el uniforme. En casa, su madre le forraba esa parte de las camisas con trozos de tela. Hank solía ponerse frente al espejo del cuarto de baño, tratando de imaginar cómo le veían los demás. «Creía que ninguna mujer querría estar conmigo jamás. Me sentía como una especie de monstruo. Piensa que eran unos granos enormes que me cubrían la cara.» Al terminar el primer trimestre, abandonó el instituto. No le gustaba la idea de ser un marginado, sobre todo por algo que no podía remediar. Henry le dio un ungüento marrón, probablemente un potingue a base de sulfuro y resorcinol, e insistió en que se lo dejara puesto en la cara más tiempo del indicado en las instrucciones. «Te mejorará», le gritó. «Sé lo que me hago.» Una tarde insistió en que se lo dejara puesto toda la noche. Le produjo una sensación de ardor tan intensa que fue corriendo al baño, llenó el lavabo de agua fría y se quitó el ungüento. Cuando su padre se dio cuenta de lo que había hecho, le dijo a su mujer: «Este hijo de puta no quiere ponerse bien. ¿Por qué habré tenido un hijo como éste?» Para empeorar las cosas, Katherine se quedó sin el trabajo de la limpieza, mientras Henry todas las mañanas se subía al coche y se marchaba, simulando que iba a trabajar. Había dicho a los vecinos que era ingeniero, algo que siempre había soñado que quería ser. Las mentiras de Henry en ese periodo y a lo largo de toda su vida sólo sirvieron para reforzar la insistencia de Hank por ser sincero sobre sus propias emociones. «Las mentiras de mi padre hicieron que valorara la

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verdad en mi poesía, que valorara la verdad a la hora de escribir sobre la condición humana.» Finalmente Hank fue al Hospital General del Condado de Los Ángeles, en el extremo opuesto de la ciudad. El edificio principal, terminado de construir hacía poco y considerado por aquel entonces una obra arquitectónica importante, estaba ya repleto de pacientes. En él iba a vivir Hank una de sus primeras experiencias con la burocracia, tras un tedioso recorrido en el tranvía amarillo de Los Ángeles. Le enviaron al cuarto piso. Allí le dijeron que esperara en una sala irregular atestada de otros pacientes de beneficencia. Pasó la hora en que estaba citado. Estuvo esperando todo el día, pero no le llamaron. A última hora de la tarde devolvió su tarjeta con la cita y volvió a la mañana siguiente, intentando de nuevo que le vieran a primera hora. Cuando le llegó el turno, el médico le miró y llamó a otros médicos para consultarles. Uno de ellos dijo que era el peor caso de acné vulgaris que había visto en su vida. Hank estaba asombrado por su falta de sensibilidad. Hablaban de él como si no estuviese presente, en los términos más francos e insultantes. Uno de los médicos explicó que una chica acababa de irse llorando, diciendo que nunca podría ligar con un hombre porque tendría cicatrices de por vida. Me gustaría que viese a este joven, decía el médico, para que se diera cuenta de que no tiene motivos para quejarse. Sufriendo por estos insultos, Hank se insensibilizó frente al dolor físico al que le sometían. Los médicos le aplicaron un tratamiento de rayos ultravioletas. Uno de los tratamientos que se utilizaba en los años treinta era abrir con un bisturí de hoja muy delgada, para conseguir el drenaje. En el caso de Hank utilizaron una aguja eléctrica para vaciar cada uno de los granos. Una enfermera le preguntó en qué pasaba el tiempo cuando no estaba en la escuela. Él le contó que volvía a casa y se quedaba en la cama porque le avergonzaba el acné. «Eso es horrible», le contestó ella. Cuando él le dijo que las chicas eran algo que quedaba fuera de sus posibilidades, ella le dijo que no pensara de esa manera. Aquella enfermera fue la persona más amable que había conocido en años. Le devolvió la fe en la posibilidad de que existiera algo bueno en el mundo. Para los médicos, él no era más que un espécimen (que no podía pagar) con un terrible acné, pero la enfermera hizo que se sintiera como una persona que pensaba y sentía. Los tratamientos se prolongaron durante muchos meses sin lograr, desgraciadamente, buenos resultados. Hank seguía preocupado por su aspecto. Pensaba en Baldy y en los otros chicos que conocía. No importaba los defectos que tuvieran, al menos no estaban cubiertos por aquellos horribles furúnculos. Rara vez hicieron referencia Henry y Katherine al acné de Hank después de acabado el primer tratamiento. Mientras el acné se manifestaba en toda su virulencia, durante los primeros meses de tratamiento, se negó a ver a ninguno de sus amigos. Sus compañeros de clase Jimmy Haddox y Baldy fueron a visitarle cuando sus padres no estaban en casa. Les oía llamarle desde fuera y hablar luego entre sí. Hank se escondió en un armario del vestíbulo y dejó la puerta ligeramente entornada. Tal como se había imaginado, habían entrado en la casa por la puerta de atrás, que él había dejado abierta. Cuando estaban buscándole por toda la casa, Hank abrió de golpe la

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puerta del armario y les dijo que se largaran. Como dudaban, les amenazó con matarles si no se marchaban. En el Hospital del Condado, le cambiaron de tratamiento. Después de lo que le parecieron interminables sesiones de ultravioletas y drenajes de las pústulas, los médicos le aplicaron un ungüento en la cara y después se la vendaron. Toda la cabeza quedó oculta bajo los vendajes. Le gustó lo que vio al mirarse en el espejo de una máquina de cigarrillos en la sala de espera del hospital. Aunque los vendajes tuvieron un efecto positivo, Hank seguía necesitando más drenajes y rayos ultravioleta. Unas semanas más tarde terminaron los tratamientos y se informó a Hank que ya no tenía derecho a más atención médica gratuita. Esto sucedió porque Henry Bukowski había encontrado trabajo como vigilante en el Museo del Condado de Los Ángeles. Cuando Henry se enteró de que se habían terminado los tratamientos gratuitos para Hank, se puso furioso. «Esos malditos médicos son unas sanguijuelas», dijo. «Te sacan todo el dinero y después se vuelven en coche a sus mansiones.» Y mandó a Hank a un médico que creía en la cura del acné mediante una alimentación adecuada, opinión que tenía muchos adeptos en la década de los años treinta. Así, Hank empezó un régimen de zumos de zanahoria y otras cosas, y dejó de comer fritos. Henry había hecho un examen para su trabajo, lo había aprobado y había mentido sobre su formación universitaria, formación de la que carecía. Hank oyó a su padre jactarse de cómo les había dado gato por liebre a sus nuevos jefes. —Eso no está bien —dijo Katherine. —Mentir no importa si se hace para conseguir trabajo —le contestó su marido. En otoño de 1935, cuando el acné estaba en su peor momento, Hank escribió su primer cuento corto, con un protagonista basado en el barón Manfred von Richthofen, un héroe de la aviación durante la Primera Guerra Mundial. «Le habían arrancado la mano y seguía luchando para quitar a todos aquellos tipos del cielo. Todo eso es psicológicamente imposible, ya lo sé; pero no olvides que yo tenía la cara llena de furúnculos mientras todos los demás estaban haciendo el amor con sus compañeras de clase y todo eso. Yo era el feo del barrio, así que escribí ese cuento. Era un cuaderno amarillo pequeño. Me costó seis centavos. Escribía a lápiz cómo aquel tipo con la mano de hierro derribaba a un tipo y después a otro.» Haber creado aquel hombre mitad real, mitad imaginario le estimulaba. Desde aquel momento supo que tenía una válvula de escape, un modo de combatir el miedo y la falta de comprensión que percibía a su alrededor. Otra cosa que había aprendido era el valor de estar solo. Después de padecer considerables dosis de soledad en su infancia, en la adolescencia le encontró un nuevo valor. Obligado a buscar dentro de sí mismo cosas que hacer y que pensar mientras estuvo confinado en casa durante los meses de convalecencia, aprendió a enfrentarse consigo mejor que antes y a seguir sus propios consejos.

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Hank había perdido un semestre en el instituto. Baldy, que le llevaba un semestre de ventaja, dio una calurosa bienvenida a su amigo cuando salió de su aislamiento. El padre de Hank pregonó que quería que su hijo fuese ingeniero. Decía que los ingenieros ayudaban a construir el país y ganaban un montón de dinero, que era un trabajo del que uno podía sentirse orgulloso, mientras que un artista o un escritor normalmente acababan en la pobreza. Se quejaba también de lo que costaba el médico al que había mandado a Hank y de las horas extra que tenía que hacer en su trabajo para ganar el dinero suficiente para su dieta especial. En 1937, durante el último semestre del año escolar, Hank empezó a beber. Como parecía mayor de lo que era, a veces iba a los bares del centro de Los Ángeles y bebía whisky a su antojo. Conoció a tres chicos tres o cuatro años mayores que él. Uno era un joven alto y fuerte, de pelo muy rubio y siempre despeinado que le cala sobre la frente. Se ganaba la vida robando en las estaciones de servicio. Otro era un chico muy agradable al que llamaban «Stinky» (Apestoso). Hank siempre le defendía y protestaba por el apodo. Solían ir en compañía de otro que estaba casado, tenía un trabajo fijo y un apartamento grande alquilado. Por ser el mayor del grupo y el único que tenía trabajo fijo, era el que proporcionaba el whisky y tenía su casa abierta para los amigos. Hank era capaz de articular muchos de los pensamientos de aquellos tres jóvenes y ellos le admiraban por eso. Sometía a un análisis pormenorizado a toda la sociedad y la atacaba con inagotable energía, sin levantar jamás la voz como hacían los oradores callejeros. Con absoluta frialdad decía cosas como «No me importa nada ni nadie. No hay nada importante». Muchas veces los cuatro apostaban a ver quién bebía más. Solía ganar Hank. El dinero que ganaba le servía para comprarse unas botellas. Tras uno de aquellos combates alcohólicos, Stinky quedó tan destrozado que fue al cuarto de baño casi a gatas. Cuando Hank fue a ver qué tal estaba, se encontró a su amigo totalmente fuera de combate dentro de la bañera. Para poder reunirse con sus compañeros de borrachera, Hank siempre esperaba a que sus padres apagaran las luces y se fueran a la cama, cosa que ocurría todas las noches a las ocho, como un reloj. Cuando calculaba que ya estaban dormidos, Hank abría la ventana del patio trasero, salía, pasaba por encima de un seto y luego cogía el autobús. Volver a casa era un poco más difícil. Nunca salía sobrio de aquellas reuniones con sus amigos. Iba tambaleándose calle abajo hasta la parada del autobús, se mantenía en pie a duras penas, subía como podía al vehículo y se derrumbaba en un asiento. Ni su padre ni su madre parecían saber cómo pasaba las noches. Como entraba por la misma ventana por la que salía era muy poco probable que se descubrieran sus actividades. Cuanto más se acercaba la fecha de su graduación, con más audacia se comportaba Hank. Ya no intentaba disimular las resacas matutinas. —Mírale. ¿Cómo va a conseguir trabajo? —dijo el padre de Hank una mañana—. ¿Y qué van a pensar los vecinos? ¿Qué va a ser de ti? No quiero que

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vuelvas a beber. ¿Me oyes? Hank no contestó. —¡Si no dejas de beber ahora mismo, seguirás haciéndolo toda tu vida, y entonces ya veremos en qué te conviertes! —gritó Henry, esperando una respuesta. Pero Hank permaneció en silencio. Días más tarde se presentó en la puerta principal de la casa de sus padres y llamó, en vez de entrar por la ventana de atrás como siempre. Katherine abrió el ventanuco de la puerta y dijo a voces: «¡Henry! ¡Oh, Henry! ¡Otra vez está borracho!» Hank oyó retumbar la terrible voz de su padre: «¿Que otra vez está borracho?» Los pasos de Henry desde el dormitorio hasta la puerta principal resonaron por toda la casa. Miró por el ventanuco y le dijo a Hank que no abriría la puerta. «Eres una desgracia para tu madre y para tu país.» Hank se quejó de que hacía frío y le advirtió que, si no abría la puerta inmediatamente, la echaría abajo. -¡No! -dijo Henry-. No, hijo mío, no mereces entrar en mi casa... Fiel a su palabra, Hank retrocedió varios pasos y se lanzó a la carrera hacia la puerta, con el hombro bajado y el peso del cuerpo hacia adelante. No consiguió echar la puerta abajo, aunque un fuerte crujido le confirmó que había roto la cerradura. En ese momento Henry se dio por vencido. Hank entró. Katherine le miró con frialdad. El rostro de su padre, marcado por el odio, le puso enfermo. Quiso decírselo, pero se le revolvió el estómago y vomitó en la alfombra. —¿Sabes qué se hace cuando un perro se caga en la alfombra? — preguntó Henry. —No —contestó Hank. —Se le restriega el hocico en la mierda. Henry se abalanzó sobre Hank y le agarró por la nuca. -¡Eres un perro! —gritaba, intentando que la cara de Hank llegara al charco de vómito. Hank luchaba por librarse de él, cosa nada fácil teniendo en cuenta la estatura de Henry. Por fin, Hank dijo con voz firme y autoritaria: —¡Para! Por última vez te pido que pares. Eso provocó que su padre ejerciera una presión mayor, de modo que la nariz de Hank estaba casi a punto de tocar la alfombra sucia. Entonces, empujado por una fuerza casi milagrosa, Hank lanzó el brazo hacia arriba y le asestó un tremendo puñetazo a su padre en la barbilla. El

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hombretón cayó hacia atrás, sobre el sofá. Katherine, que había estado chillando como una histérica, le clavó las uñas en la cara a su hijo, gritando: —¡Has pegado a tu padre! ¡Has pegado a tu padre! ¡Dios mío! ¿Cómo has podido hacer eso? Hank permaneció allí delante, casi sereno. «Realmente estaba como fuera del asunto», recuerda. «Quiero decir que el viejo había caído, y, en mi interior, era como si todo hubiera acabado. Así que simplemente seguí allí, de pie, mientras ella me arañaba.» La sangre caía al suelo, mezclándose con el vómito y haciendo charquitos aquí y allá. Pasados algunos minutos, Hank, hecho una masa sanguinolenta, preguntó a su madre si había terminado. —Sí —contestó ella. Sin embargo, lo de la bebida no había hecho más que empezar. No fue hasta el segundo ciclo de enseñanza primaria cuando Hank descubrió la biblioteca del barrio. El viejo edificio de piedra marrón entre los bulevares Washington y Adams, cerca de la calle Veintiuno y la avenida La Brea, fue para él como un paraíso de seguridad frente a la atmósfera opresiva de su hogar y de la escuela. Los libros parecían invencibles, uno junto a otro, fila tras fila. Las sillas y las mesas de la biblioteca tenían un aroma acre, maravilloso cuando el sol se filtraba por las ventanas. Las tonalidades de luces y sombras tenían allí algo de misterioso. Tuvo que revolver bastante para descubrir los libros que realmente le gustaban. A veces topaba con algún título que le despertaba la curiosidad, como Reverencia ante la madera y la piedra, pero cuando se sentaba a leer el libro le desilusionaba, pues descubría que el texto no tenía la misma fuerza que el título, sino que lo que ofrecía no era más que sentimentalismo y melodrama. Pero hizo suficientes descubrimientos positivos. «La biblioteca era otro mundo, otra gente. Rugía y latía. La sangre circulaba renovada por mi espíritu machacado.» Ninguno de sus progenitores tenía la capacidad de penetrar en aquel mundo, lo cual no perturbaba a Hank en absoluto. Revisaba los libros, varios al mismo tiempo, y se los llevaba para leerlos en casa. Lejos de sentirse satisfecho de que su hijo demostrara interés por la literatura, Henry mandaba apagar las luces a las ocho. «Tenía que leer a aquellos hombres extraordinarios con la lámpara de la mesilla debajo de las mantas. Hacía mucho calor allí debajo, era un infierno, pero era el único paraíso del que yo había disfrutado jamás.» Hank se convirtió en un lector voraz e incansable. Cayó bajo el hechizo de las palabras frescas y maliciosas, de las frases que le sonaban más claras que la mayoría de las oídas en la escuela. Las imágenes conocidas aparecían bajo una nueva luz y los asuntos desconocidos se desplegaban de pronto ante él. Desde que comenzó a leer mantuvo un respeto innato por las pasiones y prejuicios de los escritores a los que leía, pero sobre todo por los que no se

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resignaban a la normalidad. Quería leer las opiniones que diferían de la norma. El rechazo que había experimentado durante tanto tiempo frente a las leyes, reglas y normas de los adultos era compartido por muchos de los escritores a los que leía, como Sinclair Lewis o Ernest Hemingway. Cuando percibía el lado duro de las palabras, cuando lo escrito corría contra la corriente sin concesiones, se sentía identificado con ello. Las palabras que tenían un sentido peligroso para otros atraían la sensibilidad de Hank. Descubrió novelas y cuentos que reflejaban su propio pensamiento. Le atraía la mezcla de emotividad y lucidez, por ejemplo en Calle mayor de Lewis, o en las obras de D. H. Lawrence o en La jungla de Upton Sinclair. A diferencia de Henry Miller, cuyos primeros protagonistas fueron los chicos de su barrio, el Distrito Catorce de Brooklyn, Hank no contaba con tan románticos héroes en la vecindad. Los escritores a los que leía le compensaban la falta de un alma gemela en el mundo real. Los lazos que le unían a sus amigos no podían compararse con lo que sentía por aquellos escritores, y cuando les hablaba de aquellos autores a sus amigos, la mayoría no demostraba ningún interés. Hizo cosas con Frank Sullivan y Baldy, pero ellos no seguían hasta el final las ideas que le cruzaban por la mente. La mayor parte del resto de sus compañeros eran versiones reducidas de la limitada mentalidad adulta que él despreciaba. Aquellos primeros escritores hicieron que su sensación de soledad se agudizara aún más, pero también que fuera más fácil de sobrellevar; al menos, había encontrado otros seres que valoraban la verdad. Más de cincuenta años después de aquel primer encuentro con los libros en la biblioteca de La Brea: «Allí estaba aquel tipo inyectándome sangre, belleza. Yo, que me sentía como una criatura atrapada y machacada por mi padre, me encontraba con aquel hombre que me llenaba de palabras.» Calle mayor, sobre todo, atrajo el interés de Hank. Le sedujo esa sencillez desprovista de toda pretensión que muestra el escritor cuando cuenta que va deambulando a través de Sauk Center. Quería hacer eso mismo en un terreno propio. La jungla le intrigó por las injusticias que exponía su autor. «Me repetía: "Este tipo tiene razón. Así son las cosas en todas partes."» Había otros, como Carson McCullers, que mezclaban lo real y lo mágico. Hank podía sentir el calor de las noches húmedas del Sur que ella describía y tocar aquellos personajes extraños que poblaban sus libros. «¡Dios mío!», decía Hank, «vosotros sí que sois mis amigos», refiriéndose a los personajes de las novelas. A Hank le encantó la prosa de Ernest Hemingway cuando leyó Fiesta y los relatos sobre Nick Adams. Por primera vez encontraba a un escritor que hablaba con imágenes claras de la vida y las corrientes subterráneas del carácter humano, sin sentimentalismos. Se sintió estimulado a seguir leyendo a Hemingway, y lo hizo. Hank, ya con quince años, consideró la perspectiva de ser escritor. Las nuevas experiencias con los libros habían afianzado el sentimiento de seguridad en sí mismo que tenía desde hacía ya tiempo. Escribir le ofrecía una defensa

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frente al mundo. Mientras estaba sumergido en sus libros nada podía afectarle. Los libros que leía le hicieron comprender que no había cedido ante las normas sociales y que la crueldad de su padre no había podido con él. Cuando Hank empezó el primer curso de enseñanza secundaria su padre había dejado de dominarle, por lo menos físicamente, aunque no en lo financiero. Hank había rechazado la visión paterna del mundo. La idea de tener una profesión de por vida le parecía algo ajeno a él, como una forma de esclavitud. De niño y de adolescente nunca tuvo la fantasía de ser médico, abogado u hombre de negocios. Su naturaleza rebelde se oponía a esa clase de pensamientos. Cuando su padre le dijo que quería que fuera ingeniero porque los ingenieros ganaban mucho dinero, Hank se rió de la idea. Lo que había aprendido en la biblioteca, sumado al trauma del acné, sirvió para agudizar extremadamente su rebeldía. Al igual que en todos los institutos de segunda enseñanza, el baile de gala del último curso era el tema de conversación principal entre los alumnos que se iban a graduar, excepto para Hank, que se había convencido a sí mismo de que ninguna chica querría que la vieran con él. El baile de gala era un rito que tendría que rechazar, pero entraba dentro de sus planes asistir a las ceremonias de la graduación. Sin embargo, la sola idea de tener que ponerse una toga, soportar el monótono discurso del director y luego ponerse en fila para recibir el diploma le repugnaba. Los alumnos del último curso hacían grandes planes para la noche del baile. Muchos chicos pasarían a recoger a las chicas, con las que se habían comprometido para asistir a la fiesta, en coche. Lo único que Hank tenía era una bicicleta. Oía las charlas emocionadas con un sentimiento de alienación cada vez mayor. La sensación de marginalidad se hacía más intensa, sobre todo desde que tenía la cara surcada de cicatrices. La falta de autoestima que le había producido la aparición del acné seguía marcando muchos de sus actos. Se había desarrollado en su interior una rebeldía, una serie de ideas que más adelante afloraría en sus escritos, basada en que toda la estructura de la sociedad estaba formada por farsantes aduladores. Henry Bukowski no se sintió orgulloso de que su hijo se graduara. En lugar de soltarle un discurso, augurando a Hank un futuro lleno de oportunidades, le describió un panorama poco prometedor de miseria y ambiciones no alcanzadas. Seguía hablando de los chicos «normales» y le preguntaba a su hijo por qué no podía parecerse más a ellos. Siempre que se le presentaba la ocasión, exponía verbalmente el cuadro del fracaso y evocaba imágenes de cuartuchos infectos. Le decía: «¿Quieres acabar como un vagabundo? Eso es lo que te ocurrirá si no te marcas un rumbo en la vida.» Chicos y chicas buscaban pareja para el baile de gala del instituto, un ritual que, por supuesto, se daba a todo lo largo y ancho del país. Las conversaciones sobre el baile se intensificaban a medida que se acercaba el día. Las chicas se reunían en los pasillos o en el patio del instituto haciendo planes y comiéndose con los ojos a alguno de los chicos. Los chicos se reunían para alardear de sus futuras conquistas sexuales.

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La noche del baile Hank dejó atrás la Avenida Longwood y se encaminó al gimnasio de las chicas, en el que iba a tener lugar la gala. Al llegar a la entrada oyó música en vivo y conversaciones animadas, risas, aplausos, gritos de alegría, todo mezclado. Estaba muy cerca de aquella escena maravillosa del interior y, sin embargo, se sentía separado por un abismo infranqueable. No importaba que intelectualmente se considerara diferente, inconformista; anhelaba estar allí con los demás jóvenes. Se quedó fuera, escondido, mirando a través de una ventana con tela metálica. Todas las chicas se habían transformado en mujeres. Parecían mayores con aquellos vestidos largos, de noche. Sus gestos eran más adultos. Los chicos, con sus smokings, también estaban impresionantes. Las parejas bailaban con gracia y soltura o charlaban en pequeños grupos. Lo que más llamó la atención del espectador solitario fue ver a algunos otros marginales de la clase. Estaban allí, seguros de sí mismos, bien vestidos, junto a las personalidades del instituto. Hank espiaba la escena con la nariz pegada a la tela metálica. La imprescindible ponchera ocupaba el centro de una mesa adornada. Los chicos llevaban a sus parejas galantemente a la pista de baile. Cerca de ella había una chica muy guapa con un vaso de ponche en la mano, mirando a la orquesta y susurrando algo al oído de su acompañante. Hank permaneció en la oscuridad observando, celebrando y maldiciendo su soledad. Empezó a sentirse como un animal, una especie de bestia comparado con sus compañeros, tan seguros de sí mismos. (Años más tarde, cuando firmaba sus cartas como «Bestiabuk», tal vez estuviese recordando aquella noche del baile al que no acudió.) Pensó en las chicas. Se preguntaba qué se sentiría al tocar a una, cogerla entre los brazos, abrazarla, besarla. Pero la sola idea de dirigirle la palabra a alguna de las más guapas e impresionantes de aquellas chicas le aterrorizaba. Seguro que se reirían de él o se alejarían horrorizadas si él hiciera algún tipo de insinuación. Cuando la orquesta tocaba, las luces del techo proyectaban diferentes tonos de rojo, azul y verde sobre las parejas que bailaban. «Realmente comencé a odiarlos a todos», dice Hank, «... mientras bailaban con tanta perfección. Tenían una vida fácil, sin problemas. Tenían padres ricos, la mayoría los tenía.» De nuevo, como cuando empezó en el instituto, se fijaba en los chicos económicamente más privilegiados en vez de en aquellos que, como él, provenían de hogares de clase trabajadora, aunque había muchos de éstos en aquel baile. Nunca había visto a su padre y a su madre intercambiar un gesto romántico, ni a ningún otro miembro de su familia. En las películas que iba a ver con sus padres, y más tarde con los amigos, había muchas escenas amorosas, esos momentos obligados en los que un hombre y una mujer están de pie, juntos, bajo una pálida luna, besándose o abrazándose en una habitación con luz tenue. Todas estas cosas pasaban por su mente mientras estaba allí fuera. Aquella experiencia agudizó aún más su sensación de que era diferente de la mayoría. Sus amigos no daban ningún valor al hecho de ser diferente, pero eso no le importaba, él sabía que en su soledad estaría su fuerza. «A pesar de cómo

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me sentía al observar lo que pasaba en el gimnasio, que había sido transformado para el baile de gala», dice, «yo sabía que las cosas no eran tan buenas como parecían.» Mientras estaba allí, mirando todavía al interior del gimnasio, se dio cuenta de que odiaba a aquellos chicos felices para quienes la Depresión sólo había sido algo que habían leído en el periódico y para los que el futuro quería decir formación universitaria y buen trabajo. «Como he escrito en La senda del perdedor, sabía que algún día empezaría a bailar yo.» Esa fe empezaba a apoderarse de él y a mantenerle. De pronto sus pensamientos fueron interrumpidos por uno de los porteros del instituto, que le echó de allí. Cuando protestó diciendo que era uno de los que se graduaban, el portero le alumbró la cara con la linterna, echó una ojeada a sus cicatrices y le dijo: «Tú debes de tener, por lo menos, veintidós años, así que lárgate de aquí.» De vuelta en casa, el joven graduado se tumbó en la cama mirando el techo, incapaz de dormir, diciéndose a sí mismo que, sin lugar a dudas, algún día le llegaría el momento de bailar a él. Hank asistió a su graduación obsesionado por dos ideas. La primera era que no vislumbraba nada bueno en su futuro, nada tangible al menos. Y la segunda que todavía no se había acostado con ninguna mujer. Escuchó impacientemente el discurso del director, un viejo gordo y calvo. El discurso estaba plagado de tópicos sobre el futuro. Hizo hincapié en que la clase de 1939 estaba llena de esperanza, más que ninguna otra anterior de Los Angeles High School. Pero sólo unos pocos compañeros de Hank fueron a la Universidad de Stanford, a USC, a Berkeley, a UCLA o a otras universidades importantes. Irónicamente, en el libro de los que se graduaron en el verano de 1939 no figura más que un resumen inofensivo del alborotador Henry C. Bukowski. Menciona que ostentó el rango de sargento cadete de la Compañía A en los cursos del ROTC, lo cual apenas demuestra el odio absoluto de Hank al ROTC, a todos los que lo integraban y a la filosofía de obediencia de sus líderes. El sol resplandecía sobre el director mientras hablaba. Los estudiantes sonreían con orgullo y escuchaban con atención. Hank, no. Él y Jimmy Haddox estaban sentados juntos e intercambiaban comentarios sobre algunos compañeros que pasaban junto a ellos para ir a recoger su diploma. Para un empollón al que Hank odiaba predijeron «contable». Cuando llamaron a Hank, éste miró a Haddox y susurró «funcionario público». (No sabía lo acertada que resultaría su predicción: más adelante pasó doce años seguidos trabajando en Correos.) Fue hacia el director andando despacio y mirando a los profesores, a los que en su mayor parte despreciaba, cogió el diploma y miró hacia donde estaban sus padres: su madre, pequeñita, muy bien vestida aunque sencilla, con el pelo perfectamente peinado, y junto a ella su padre, con un gesto de desprecio en el rostro. Bajó del escenario restregándose la palma de la mano derecha en la toga para limpiarse el sudor que le había dejado el apretón de manos del director. Después de la ceremonia, la gente empezó a arremolinarse. —¿Qué vas a hacer para seguir adelante? Nunca te he visto fijarte en un libro de texto y aún menos en lo que dice dentro —dijo el padre de Hank.

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—Algunos libros son aburridos —replicó Hank. Su padre continuó hablando de los miles de dólares que le había costado alimentarle y vestirle. —Supón que te dejo aquí, en la calle. ¿Qué harías? —dijo el señor Bukowski—. Dime, ¿qué harías? —repitió. —Cazar mariposas —soltó inmediatamente Hank. Katherine empezó a llorar. Henry la cogió del brazo y se la llevó hacia donde estaba aparcado el coche, viejo y destrozado. Regresaron a casa en silencio, mientras Hank repasaba los ultrajes que había sufrido en casa y en la escuela. La reacción de su padre ante la ceremonia de graduación no había sorprendido a Hank. Aquella voz fuerte e insolidaria del viejo nunca había demostrado comprensión ni compasión. No era suficiente que Hank se sintiera avergonzado de tener que andar con aquellas cicatrices en la cara, tenía que tener un padre que fuese una fuente constante de problemas. Jane Mary Ball (Eckland), que se graduó el mismo año que Hank y escribió dos novelas y dos libros de texto, dice que no le recuerda en absoluto, y añade: «Nos graduamos en un ambiente de inocencia. Muchos chicos de nuestra clase se hicieron soldados. Muy pronto la guerra iba a destruir la inocencia.» Ella y otros alumnos, entre ellos Ray Bradbury y Elma Bakker (autora de Una isla llamada California}, formaban parte de un grupo informal de escritores. Hank ni siquiera sabía que existiese tal grupo, pero dice que si lo hubiese sabido, lo habría evitado. Sus amigos Baldy y Jimmy eran los dos únicos chicos con los que se llevaba realmente bien y con los que compartió aquellos momentos. Hank ya había presentado una solicitud de trabajo en Sears Roebuck del Boulevard Olympic, una de las sucursales más grandes y antiguas de la compañía, y se sorprendió cuando le llamaron para que se presentara a trabajar. No se hacía ilusiones sobre el trabajo, sólo esperaba que le proporcionara un poco de libertad frente al dominio de su padre. Le pagaban cincuenta y cinco centavos por hora, salario que no estaba mal para aquellos tiempos posteriores a la Gran Depresión. Sin embargo, sabía que otros chicos del instituto irían a USC, una de las universidades más importantes del país, a pocos kilómetros al sur del instituto. Ignorando la imagen con la que su padre le había insultado, la de que se pasaría la vida con un trabajo ínfimo y sin porvenir, había presentado solicitudes de trabajo por todo Los Ángeles. La idea de ser escritor profesional se iba haciendo cada vez más importante para él. No pensaba en ser famoso o reconocido sino en poder subsistir con sus capacidades. Mientras tanto tendría que conformarse con Sears. «La verdadera razón por la que presenté solicitudes de trabajo», dice, «fue la esperanza de librarme de mis padres.» Se veía a sí mismo consiguiendo una habitación en el centro de Los Ángeles, en Bunker Hill, el barrio que John Fante describía en Pregúntale al polvo, que Hank había leído por aquel entonces. Y, al igual que Fante, se imaginaba luchando para que le publicasen y ganando dinero con sus obras. Además, estaría más cerca de la biblioteca pública de Los Ángeles, donde continuaba leyendo con avidez. Le gustaba la sensación de vida que había en el centro: se respiraba un aire de

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libertad que no se podía encontrar en los barrios de las afueras. Hank también se había vuelto más independiente en otro sentido: se veía a sí mismo como «el ser individual» que forja su propio destino. La opinión que tenía de su padre se convirtió en el patrón para hacerse una opinión sobre la sociedad. «El factor opresivo continúa como una sombra por encima de todo. Quiero decir que siempre hay un padre que intenta aplastarte y aniquilarte.» Lo que encontró en el personaje de Fante en Pregúntale al polvo fue un hombre que odiaba a sus jefes, reconocía sus propias aptitudes e iba hacia adelante sin temer las consecuencias. La novela de Fante escondía un espíritu muy parecido al de El atrevido muchacho del trapecio, una novela corta de Saroyan. En ambos casos, una persona joven lucha contra fuerzas superiores para definirse a sí misma. Lo que a Hank le gustaba del libro de Fante era la presencia en él del escritor; el libro se parecía más a una biografía que a un relato de ficción. Hank estaba realmente entusiasmado por el hecho de que alguien pudiese escribir así y justo en su misma ciudad. Aquélla no era una voz antigua y lejana, sino la voz de un hombre no mucho mayor que él, rodeado por el ruido y las multitudes de una gran ciudad. En otras palabras, el milagro de escribir un libro y verlo editado no era un milagro en absoluto si se trabajaba todo lo necesario y se tenía un poco de suerte. Fante describe incluso la biblioteca pública, el monumento de estuco rosa a la exuberancia de mediados de los años veinte, donde Hank continuaba leyendo lo que había empezado en aquella otra biblioteca más pequeña, cercana a su casa. Fante estaba entusiasmado por «los grandes tipos de las estanterías», Theodore Dreiser y H. L. Mencken. Hank se sentía identificado con el personaje de Fante Arturo Bandini, escritor desconocido que ansiaba ser el autor de uno de aquellos grandes libros norteamericanos. Cuando Hank llegó a trabajar a Sears Roebuck, tuvo que vérselas con el supervisor, quien le dijo que había llegado con cinco minutos de retraso. Hank le explicó que se había retrasado porque, de camino al trabajo, se había encontrado un perro hambriento y había tenido que ocuparse de él. El supervisor miró con asombro al nuevo empleado a su cargo. Bukowski le recuerda como un hombre alto, delgado, con un vientre fofo colgante y unas pupilas grises pequeñas «en medio de unos ojos incoloros». La respuesta de aquel hombre a las razones que acababa de oír —y que eran ciertas— fue que en sus treinta y cinco años de trabajo jamás había oído una excusa tan mala. Después de advertir a Hank que no volviese a llegar tarde, el supervisor le dijo que fuese a buscar la tarjeta y fichara. Hank se dirigió hacia el reloj de fichar con la tarjeta y se quedó allí sin saber qué hacer. El supervisor le dijo: «Ahora ya llevas seis minutos de retraso.» Al final, aquel hombre le enseñó a fichar. Pasó algún tiempo explicando el proceso, tras el cual el supervisor explicó al desventurado joven que tenía delante que lo que él decía era ley. Continuó diciendo que tenía poder para poner a un empleado de patitas en la calle por la razón que fuese, estuviese directamente relacionada o no con el trabajo.

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Hank se dio cuenta de que Sears pretendía unos empleados que estuviesen felices de pasarse toda la vida en el trabajo. «Aquélla sería una de mis primeras lecciones. Esperaban que la gente entregara toda su vida, toda su lealtad a una mierda de trabajo. Vería esto una y otra vez en Los Ángeles, en Nueva Orleans, en Filadelfia, en todos los sitios a los que fui.» El cómo descubrió esta verdad es muy sencillo: conociendo a sus compañeros de trabajo. En La senda del perdedor lo describe detalladamente: Cuatro hombres y tres mujeres. Todos eran viejos. Parecía que tenían problemas de salivación. En las comisuras de los labios se les había formado unas pequeñas manchas de baba, baba que se había secado y se había puesto blanca y se había recubierto con una nueva capa de baba húmeda. Algunos estaban demasiado delgados; otros, demasiado gordos. Algunos eran cortos de vista, otros, temblaban. Un viejo con una camisa de colores chillones tenía joroba. Todos sonreían y tosían y daban chupadas a los cigarrillos. Su trabajo consistía en entregar la mercancía del almacén a los diferentes departamentos de ventas de la tienda. «Allí estaba yo, Hank Bukowski, un tío duro. No podía dejar de preguntarme qué dirían los chicos del instituto si me vieran trabajando allí con aquella panda de inútiles.» Por la época en que Hank entró a trabajar en Sears, Los Angeles Times proclamaba en un titular: EL EJÉRCITO ALEMÁN INVADE POLONIA. Por todas partes se hablaba de una posible participación estadounidense. Hank oía conversaciones patrióticas en el trabajo, por la calle, en casa. Le divertía observar con qué facilidad se ponía la gente de acuerdo en adoptar la actitud de «Dios está con nosotros». En cuanto se puso a trabajar, Hank se dio cuenta de que no duraría mucho en aquel empleo. Fue una pauta de comportamiento que le acompañó a través de los años y de una sucesión de diferentes empleos hasta que, finalmente, empezó a trabajar en Correos a los cincuenta y tantos años. Aquella actitud inflexible frente a la autoridad, forjada en la escuela, se manifestaba incluso cuando intentaba disimularla. No podía evitar hacer comentarios sobre lo insignificante de las leyes y los reglamentos. Cuando el supervisor explicaba la rutina del reloj de fichar, Hank ponía caras y hacía observaciones sarcásticas. Durante los primeros días de trabajo pensaba en los chicos ricos con los que había ido a la escuela y en la vida tan regalada que tenían comparada con la suya. Parecía que poco más había ya que hacer aparte de sucumbir a su vida pedestre. Imaginaba qué pasaría si cediese ante el sistema, si se quedara en los grandes almacenes hasta la jubilación, siendo tan leal a su trabajo como lo había sido su padre o como el supervisor parecía serlo. Se consideraba superior a la gente que le rodeaba. Veía que muy pocos habían entrado alguna vez en una biblioteca, o habían leído alguna vez un libro o habían intentado alguna vez

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comprender el sentido de su existencia. Estaban muertos, un cero a la izquierda, la clase inferior que acataba órdenes con una sonrisa de comemierda, sin quejarse nunca, siempre serviles y encantados de serlo. «Nunca seré como ellos», se decía una y otra vez. Esperaba el momento oportuno, pero no tardó mucho en darse cuenta de que, fuera cual fuere su actitud, estaba en el último puesto en la jerarquía de Sears. Ya el primer día de trabajo se encontró siendo el objeto de burla de un dependiente al que le sirvió la mercancía con retraso. La acusación más grave que Bukowski hace a la sociedad, y que encontramos a lo largo de toda su obra, es que la gente, atemorizada por las condiciones sociales y económicas, acaba aceptando la humillación y el fracaso. Aceptan puestos que les roban individualidad y gradualmente van aceptando, e incluso admitiendo, la sumisión a otras personas con puestos de mayor poder. Así pierden la capacidad de pensar por sí mismos. Las groseras descripciones que hace en La senda del perdedor de su trabajo en Sears, que recuerdan en cierto modo el relato sobre unos grandes almacenes: Muerte a plazos de Céline, retratan ampliamente un microcosmos de pretensiones, mediocridades mezquinas y conciencia de clase de la sociedad. Bukowski, como recadero del almacén, se enfrenta a dependientes chulos y arrogantes como el personaje de ficción al que denomina Justin Phillips, Jr., apenas unos años mayor que él y ya a cargo del Departamento de Caballeros. «Andaba muy erguido, tenía el pelo negro, los ojos negros y los labios gruesos.» Y a continuación un remate típico de Bukowski: «Había una desgraciada ausencia de pómulos en su cara, pero casi no se notaba.» Las únicas palabras que dirigió a Hank fueron: «¡Qué pena que tengas esas marcas tan feas en la cara, ¿no?» Su padre, por el contrario, estaba orgulloso de su trabajo en el museo, y se jactaba de ser el mejor empleado. Seguía siendo un promotor individual de la ética laboral norteamericana, como en los años anteriores. Tras unos pocos días de trabajar en Sears, Hank se dio cuenta de que no duraría mucho allí. Cuando llegó lo inevitable y le echaron, su padre le dijo: «O sea que no puedes mantener un empleo más allá de una semana.» Hank decidió, de mala gana, matricularse en Los Angeles City College de la Avenida Western. Su madre le dijo que el que fuera a la universidad demostraba que tenía iniciativa; su padre, como siempre, pensó que aquello sería otra cosa que acabaría mal, pero también comprendió que era preferible que su hijo fuese a la universidad a que estuviese desempleado. Por lo menos, quedaría bien ante los vecinos. En septiembre de 1940 Hank se matriculó en varios cursos de periodismo, dos asignaturas de arte dramático y un par de asignaturas académicas como inglés e historia. Opinaba que la educación reglamentada era otra clase de esclavitud, aunque tenía una vaga idea de cómo utilizarla en su provecho. Tal vez el periodismo le proporcionara la oportunidad de ganarse la vida y era una forma de escribir. Una de las profesoras pidió a los alumnos que entregasen un artículo a la semana. Hank entregaba de diez a doce cada semana, a veces más, sobre todo tipo de asuntos. «Todos tus trabajos están bien escritos», le dijo la profesora al

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terminar el trimestre. «Tendría que ponerte sobresaliente, pero tendré que darte un notable por tu mala actitud.» Según Hank, la causa era su sarcasmo frente a los compañeros de clase. Parecía que el periódico de la Facultad podía ser un buen lugar para empezar a publicar. Una mañana Hank entró en las oficinas, habló con el editor, echó una ojeada a los alumnos que estaban muy ocupados en la edición de la semana siguiente y se dio la vuelta para marcharse. Al llegar a la puerta gruñó: «¡Vaya mierda!», y salió al vestíbulo sintiéndose aliviado de haber salido de allí. Para Hank aquellos alumnos eran unos esnobs. Nunca lo admitiría, pero es posible que parte de la animosidad que experimentó se debiera al miedo a ser rechazado o, simplemente, a la eterna sensación de ser diferente que experimentaba cuando estaba en grupo. En el City College conoció a Robert Stanton Baume, un joven cuyo padre era periodista en Minneapolis. Baume había ido a California y vivía solo en la calle Once Oeste. Se las arreglaba a duras penas para vivir trabajando de mensajero en bicicleta para la Western Union. Hank admiraba la independencia que tenía Baume. No tenía un padre y una madre que estuvieran espiándole la mitad del tiempo por encima del hombro. A Hank le atraía la inteligencia de Baume y le gustaban sus relatos. Estaban influidos en cierta medida por El ángel que nos mira de Thomas Wolfe, y aunque carecían de ese toque de locura que a Hank le gustaba encontrar en la literatura, tenían algo. «Puede que hubiera un poco de demasiada complacencia en la obra de Baume, pero yo sentía que tenía algo, la presencia de alguien. Podía haber llegado a ser un escritor muy bueno.» Baume tenía otra cualidad que Bukowski admiraba: era un joven valiente, dispuesto a pelearse con cualquiera que se le cruzara. Poco después de conocerse, le dijo a Hank que quería ser periodista en Washington porque era el centro gubernativo, el lugar donde se tomaban las decisiones importantes. Le describía cómo imaginaba que sería la vida de un periodista joven y atrevido en la capital de la nación: conocer a los senadores, revelar los casos de corrupción y cosas por el estilo. Normalmente, las respuestas de Bukowski a estas elucubraciones eran sardónicas. En una ocasión Baume se puso muy furioso cuando Bukowski le dijo que Washington no era el centro de nada. Hank solía salir con un amigo de Baume que se llamaba Robert Knox, quien recuerda a Bukowski como un tipo tímido e introvertido, no como el apasionado personaje de años posteriores. El recuerdo que guarda Knox del padre de Bukowski confirma la imagen con que le pinta su hijo. «Su padre era muy estricto, con una mentalidad muy estrecha. Era un perfeccionista. Todo había de hacerse de un modo determinado. Yo sabía que no se llevaban bien y que su padre desaprobaba muchas de las actividades de Hank. Supongo que era de los de la vieja escuela de la disciplina.» La mujer de Knox, con la que se casó en 1941, recuerda a Katherine Bukowski: «Era bajita, chiquitita y elegante. Se podía pensar que era realmente una francesa. Siempre fue muy simpática con nosotros. Una vez me preguntó por qué Henry no encontraba una chica simpática, se casaba, sentaba la cabeza y tenía hijos. Era obvio que le tenía miedo a su marido. Si le tenía enfrente, hablaba poco.» Los Knox recuerdan que los padres de Hank

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les dijeron que la señora Bukowski procedía de Francia. Esta información falsa probablemente la inventaron para protegerla ante los sentimientos negativos que provocaba la ascensión del nazismo en Alemania. «Recuerdo que hablaba con acento», dice Knox. «Siempre creí que era acento francés. Nos habían dicho claramente que había nacido en Francia.» Cuando los Knox tuvieron el primer hijo, después de que Hank hubiera dejado la Facultad, le llevaron a la casa de los Bukowski de visita. Katherine se entusiasmó con la idea de que tal vez Hank siguiera el ejemplo de aquella pareja joven, encontrara una mujer y se casara. Tales pensamientos, sin embargo, estaban muy lejos de la mente de su hijo, que seguía considerándose un tipo lleno de cicatrices e intocable de por vida. Knox señala que Los Angeles City College tenía la fama de «pequeña universidad roja» por la gran cantidad de simpatizantes de izquierdas que había entre sus miembros. «Había conferenciantes que venían al campus a hablar sobre la adhesión al comunismo. Los de la prensa llegaban allí con sus cámaras incluso antes de que nos hubiéramos enterado de que había una conferencia. Para una clase escribí un artículo sobre la gente que estaba preocupada con los alemanes y cómo, andando el tiempo, el comunismo sería una amenaza mayor. El catedrático me puso un muy deficiente.» Hank, que, como Knox, desaprobaba las actitudes izquierdistas de los miembros de su Facultad, se convirtió en una persona molesta. No creía en ninguna esclavitud ideológica, ya fuera de derechas o de izquierdas. Hank no se esforzaba mucho con sus estudios. Con ir pasando se daba por satisfecho, pues la vida académica no era de su agrado. De hecho, despreciaba a la mayoría de sus profesores, sobre todo por sus métodos. Hank los encontraba autosuficientes, engreídos y aburridos. En alguna ocasión, simplemente para provocar, decía que simpatizaba con los nazis. Parece ser que se corrió la voz y uno de los administradores de la Facultad se le acercó una vez para hablarle de su simpatía por los nazis. Hank estaba tan asqueado que no se molestó en aclararle las cosas a aquel tipo. Hank, Baume y Knox pasaban horas en los bares, tomando café y discutiendo de todo menos de temas políticos. Sobre todo hablaban de la Facultad y de literatura. Hank les contaba que su aspiración era dedicarse sólo a escribir y que quería irse a algún sitio lejos de Los Ángeles y encontrar trabajo escribiendo para algún periódico. Rara vez hablaba de chicas y demostraba muy poco interés en ellas, incluso en la Facultad. Igual que el día de su graduación en Los Angeles High School, Hank sospechaba que lo que le esperaba en el futuro era un barrio bajo. Tenía la sensación de que la única forma de salvarse de una vida de esfuerzos y fracasos estaba en el hecho de escribir. Era la única parcela de la actividad humana en la que sabía trabajar de un modo instintivo. Sabía que tenía que pulir algunos de sus relatos, que muchos eran mediocres y poco elaborados, pero seguía trabajando, seguro de su talento. Hank intentó encontrar otro trabajo, pero no lo consiguió. Su padre

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consideró que era un holgazán y que aceptaba el fracaso: «Si quieres, puedes encontrar trabajo, lo que pasa es que no te esfuerzas lo suficiente», le dijo. «Yo trabajo y los demás trabajan. Todo el jodido mundo está trabajando y tú no puedes encontrar un maldito empleo. No creas que voy a seguir manteniéndote toda la vida.» Hank estaba seguro de que no trabajaría nunca más en unos grandes almacenes, no lo haría después del tedio de Sears Roebuck, que sí buscaba en otros sitios y bebía mucho. Al menos, cuando bebía, durante un rato podía borrar completamente de la cabeza a su padre y olvidarse de su incapacidad para encontrar empleo. En cuanto a Henry Bukowski, mientras su hijo siguiera yendo a la Facultad y pensando en ser periodista algún día, no le echaría de casa. Una tarde volvía Hank a casa desde la Facultad cuando, de repente, su madre apareció ante él. —Henry, no puedes ir a casa. Tu padre está furioso. Te va a matar. A Hank le cogió absolutamente por sorpresa y contestó: —¿Y cómo lo va a hacer? Puedo romperle el culo. Katherine Bukowski le explicó que el viejo había descubierto los relatos de Hank. —Los ha leído, Henry. Los ha leído todos. Le explicó que los había encontrado por casualidad en un cajón y se había sentado a leerlos. «Me ha dicho que te iba a matar», volvió a decir Katherine, y le contó a su hijo cómo el padre había tirado al jardín todos sus relatos y su ropa y la máquina de escribir. Cuando Hank oyó aquello, se puso furioso y a duras penas se contuvo para no ir a enfrentarse con su padre. Su madre intentaba detenerle, cogiéndole por la parte de atrás de la camisa mientras él seguía su marcha. Cuando llegaron a la casa de la Avenida Longwood, a pocas manzanas de allí, Hank vio las hojas de sus relatos esparcidas por todas partes en la misma hierba que tanto le había hecho sufrir de niño. Se detuvo en medio de la ropa sucia, las hojas de papel y los cachivaches de su vida, gritando a su padre que saliera de la casa, que le iba a dar una paliza. Esperó. Como su padre no salía, empezó a recoger sus manuscritos y después cogió la máquina de escribir. Se encaminó al tranvía W, pagó, tomó luego otro tranvía y se dirigió al centro, a la calle Temple, donde encontró pensiones baratas en un distrito lleno de inmigrantes filipinos. El alquiler de un cuarto destartalado en un segundo piso costaba un dólar y medio a la semana. Apenas sabía que su recién hallada guarida escondía cientos de cuartuchos igualmente sucios y mezquinos. Sin embargo, lejos de deprimirse, Hank se sintió bien en su nuevo entorno, especialmente cuando descubrió un bar, nada más bajar las escaleras, frecuentado por filipinos cuyo aspecto sospechoso, como de gángsters, le resultaba atractivo. Como no se le ocurría qué otra cosa hacer, Hank continuó yendo al City College y eligió los cursos que le interesaron para estudiar una especialidad en otra institución. Para el semestre final, que acabó a principios de 1941, eligió cuatro asignaturas de arte y una de educación física. Poco a poco se dio cuenta de que la mejor asignatura, por lo menos para él, era la que tenía ante sí, en la

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calle. La forma rutinaria con que daban las clases los profesores de arte y el enfoque mecánico de las clases de periodismo no le aportaban nada. Al mismo tiempo, tenía miedo a sentirse totalmente abandonado a su propia suerte si dejaba el nido salvador de la Facultad. Hank se familiarizó con el centro comercial de Los Ángeles. Durante la década de los sesenta solía hablar sobre sus aventuras en aquella zona, sus entradas y salidas de los bares, sus merodeos por Bunker Hill y Angel's Flight (un funicular que sube y baja la colina) y Pershing Square, un lugar de reunión de predicadores ambulantes, oradores izquierdistas y charlatanes callejeros pintorescos. Se convirtió en un asiduo de muchos de los bares y alguna vez deambuló por los barrios bajos, donde creía que estaba su futuro. Más adelante hablaría muchas veces de los hombres de los suburbios y de cómo había ido a aquellos barrios preguntándose qué clase de gente vivía en ellos. Muchas veces pensaba que encontraría algún talento oculto, pero, según cuenta, sólo halló fracasos. «Ya sabes, yo tenía esa sensación de que quizás hubiera allí algún toque de brillantez, pero es que era joven y tal vez un poco romántico. Aunque la gente de los suburbios parecía sólo un poco más derrotada que los que llevaban una vida normal y corriente. Así que, más que nunca, me sentí como un marginado.» El centro de Los Ángeles era en aquella época un mundo principalmente anglosajón. Grandes almacenes gigantescos como Bullock's y May Company estaban repletos de mercancía, vendedores sonrientes y directores altivos. Las pequeñas tiendas de la zona —las había a centenares— tenían una tradición refinada propia en la excelencia de ir de compras. Entre ellas y detrás de ellas había callejones en los que personajes duros y siniestros se machacaban unos a otros. Estaba la terminal del Pacific Electric, eje de un imperio de tranvías eléctricos. Cerca de la calle Olvera, una manzana entera de casas de adobe que se conservan milagrosamente desde la época de los hidalgos mexicanos, se levantaba la estación Union, construida en un estilo que evocaba el de las misiones españolas. Era el símbolo del Imperio Norteamericano que se extendía del Atlántico al Pacífico, cruzando las montañas Rocosas y las Sierras y abarcando Great Basin y Great Plains. En la estación había mozos vestidos de uniforme, perfectamente planchados, y revisores orgullosos de sus brillantes placas de bronce. Fuera, en las vías, se erguían los poderosos trenes de las compañías ferroviarias famosas: la Union Pacific, la Santa Fe y la Southern Pacific. El vapor salía silbando de sus entrañas, y formaba ondas alrededor de los equipajes que se apilaban en unos grandes carros verdes, a la espera de que los subieran al tren, y los viajeros que se iban y los que llegaban pasaban corriendo. También estaba el asombroso edificio Bradbury con las oficinas dispuestas alrededor de un patio central como una caverna, con ascensores de hierro forjado, abiertos por todas partes, que subían y bajaban. El Herald Examiner Times, propiedad de los Hearst, estaba en un edificio colonial, mientras que Los Angeles Times estaba en uno contemporáneo, frente al Ayuntamiento. Había un barrio chino floreciente, un próspero «pequeño Tokio» y muchas instituciones bancarias en palacios céntricos de su propiedad, como el del Security Trust and Savings Bank of Los Angeles y el del Coast Federal Savings. Años más tarde, la atmósfera

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del viejo Los Ángeles se convertiría en una parte vital de la obra de Bukowski. En sus relatos cortos se percibe un marcado eco de las experiencias en el centro de la ciudad.

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Una tarde, mientras Hank estaba en su cuarto de la calle Temple escuchando la radio y escribiendo, apareció Robert Baume. Había dejado el City College un semestre antes que Hank y habían perdido el contacto. Pero Baume, a través de los Bukowski o de la universidad, encontró a su amigo. Llevaba uniforme del cuerpo de marines y le explicó a Hank que había dejado el trabajo en la Western Union. Baume continuaba aspirando a convertirse en un escritor famoso. «Algún día mis libros estarán por todas partes», le dijo. «Los leerán por todo el mundo, como a Thomas Wolfe. Todo el mundo lee El ángel que nos mira. Ése es el tipo de libro que me gustaría escribir a mí.» —Es demasiado elaborado —contestó Hank—. Y suena rimbombante. —Entonces, ¿quién es bueno? —preguntó Baume. —James Thurber. Señaló que todo el mundo estaba loco. Baume empezó a pontificar sobre la literatura en general y le dijo a Hank que había ciertas normas en literatura y que él las aprendería. —Sólo los gilipollas hablan sobre el hecho de escribir —dijo Hank. Sintiéndose insultado, Baume dijo que se iba. Hank se disculpó por haberle hablado tan bruscamente y añadió que seguían siendo amigos. Y después: —Un hombre puede lograr que le maten si lleva uniforme. Aquello puso furioso al patriótico Baume. La gente joven estaba ansiosa de servir a su país (todavía no había un movimiento antibélico importante como el que se produjo más adelante en la década de los sesenta). Baume le dijo a Hank que dejara de esconderse ante la realidad, que era poco realista frente a la vida y que estaba destruyendo las oportunidades de ser un verdadero escritor. Hank insistía en que los buenos escritores se esconden de la realidad. «Se crean una propia.» Baume acusó a Hank de no decir más que tonterías y la discusión se transformó en una acalorada disputa. Momentos más tarde volaban los puñetazos. Hank consiguió darle uno tremendo. Baume se tambaleó por la habitación. Hank le encajó otro con la misma efectividad.

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—Tú ganas —dijo Baume. —Venga, vamos a tomar una copa —propuso Hank. Baume sonrió y le dijo: —De acuerdo. Hank sirvió dos copas de vino. Bebieron hasta vaciarlas. Satisfecho de la pelea y la copa, Hank dijo: «Sin rencor», a lo que Baume respondió: «Joder! Claro que no, compañero.» Dejó el vaso sobre la mesa y le lanzó un puñetazo al estómago, provocando que se enzarzaran de nuevo. El vehemente joven marine dejó inconsciente a su arisco amigo. Cuando volvió en sí, Hank se encontró todas sus cosas desparramadas por la habitación. Se levantó del suelo, se dirigió tambaleándose hacia la mesa y cogió un cigarrillo. «¡Qué hijo de puta!», balbuceó. Miró por la ventana, pasaban algunos coches. Dos o tres hombres deambulaban calle abajo. Una llamada a la puerta le sacó de su ensoñación. «Señor Bukowski. ¡Eh, señor Bukowski!» Era la lastimera voz ya conocida de la casera. Utilizaba la excusa de que tenía que cambiar las sábanas. En realidad lo que la había llevado hasta allí era la curiosidad por los ruidos de la pelea con Baume. —¡Váyase! Exasperada, la casera se marchó. La frente de Hank estaba cubierta de sudor que le rodaba por las mejillas. El corazón le latía fuerte y rápido y le dolía todo por los golpes que le había propinado Baume. Cruzó la habitación tambaleándose y salió al pasillo, donde le sorprendió encontrar a un filipino, que trabajaba para la casera, poniendo clavos a la alfombra. El tipo le miró con recelo y reanudó después su trabajo. Hank se imaginó que el martillo estaba destinado a usarse contra él. Retrocedió hasta su cuarto, convencido de que tenía que hacer las maletas e irse, lo cual no era una tarea ardua ya que no tenía casi nada. Volvió a salir del cuarto con la maleta y la máquina de escribir portátil. Sin previo aviso, el filipino se puso de pie de un salto y se plantó en medio del camino de Hank. —Eh, ¿adonde va usted? —preguntó. Sin pensarlo, Hank le golpeó en la cabeza con la máquina de escribir. «Fue horrible. Quiero decir que el golpe fue muy fuerte, ¿sabes?, y oí el ruido y pensé: Bueno, ¡Dios mío!, debo de haber matado a este tipo. Bajé corriendo a la calle y me metí en un taxi.» El nombre de Bunker Hill pasó como un flash por su mente como sitio seguro. Un barrio que en otros tiempos había sido el más elegante de la ciudad, lleno de mansiones de estilo Victoriano y Reina Ana convertidas en casas de alquiler de habitaciones. Vivían allí muchos fugitivos y viejos hampones. Cuando el taxi pasó junto a un cartel de HABITACIONES LIBRES, le dijo al taxista que parase. Pagó rápidamente, bajó del taxi de un salto y tocó el timbre. La casera le enseñó un cuarto sucio y oscuro. «Me lo quedo», dijo. Si otros podían escribir grandes relatos y novelas en cuartos como aquel por el que acababa de pagar una semana de alquiler, también podría él, razonaba Hank, mientras colocaba sus

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escasas pertenencias. Al margen de la sociedad, con la única compañía de conocidos de bar y rostros furtivos encontrados por los pasillos, Hank se convirtió en una figura solitaria. Vivía sólo para sus relatos y la siguiente copa, y sólo a través de sus relatos podemos buscar testimonios de ese periodo. Se sentía identificado con los grandes novelistas que vivían solos, proyectando largas sombras que martilleaban sus visiones sobre un vasto territorio. Pero la dificultad de sobrevivir día a día se hizo tan real que no importaba lo mucho que escribiera o lo eufórico que le hicieran sentirse sus relatos. Tenía los bolsillos vacíos. Cuando ganaba algún dinero, con un trabajo ocasional, se lo gastaba en alcohol y comida barata. A veces ni siquiera tenía los cinco centavos necesarios para el billete del Angel's Flight. Protegido en el escondite de su cuarto, escribía relatos cortos, analizaba su desesperación y la describía. Cuando empeñaba la máquina de escribir, trabajaba en cuadernos. Sin embargo, lejos de sentirse desamparado, celebraba su libertad y su capacidad para poner las palabras sobre el papel. Intentaba convencerse de que ver una pareja joven de paseo por la calle no significaba nada para él, pero le afectaba. El sexo opuesto seguía siendo un misterio. No podía aceptar la idea de que una mujer pudiese quererle. Observaba a los hombres de rostro inexpresivo que paseaban del brazo de hermosas mujeres. Se daba cuenta de la diferencia entre el aplomo sexual de aquellos hombres y su propia hipersensibilidad y vulnerabilidad. Y entonces se volcaba más en la máquina de escribir y en la gloria efímera de la intoxicación. «Probablemente podía haber acabado odiándome a mí mismo», dice, «pero tuve suerte. A mí no me pasaba nada malo. Era la gente la que fallaba, la que no tenía humanidad.» En una de sus incursiones por el centro, pasó por un salón recreativo y vio a Robert Baume, igual de ansioso que siempre por ayudar a salvar su país y soñando con su futuro éxito literario. Se rieron recordando la pelea que habían tenido y fueron a un par de bares. En el último en que entraron, se oía la música que salía de una pequeña radio. En un momento en el que estaban bebiendo y hablando sobre sus sueños y ambiciones, la música paró de repente. Un locutor informó que los japoneses acababan de atacar Pearl Harbor. Hank miró a Baume a los ojos. El marine se puso pálido y dijo en tono grave: «Bueno, ya está.» Hank asintió con la cabeza. Baume sugirió que se alistara inmediatamente. —Ahora las cosas han cambiado —dijo—. Ahora eres necesario. —No. No me subiré al autobús con esos malditos idiotas. Fueron andando hasta la estación de autobuses Greyhound, donde Baume compró el billete para ir a su base y volvió a pedirle a Hank que fuera con él. Como Hank no respondía, Baume le preguntó si tenía algún consejo que darle. Hank le dijo que no se le ocurría nada que decirle. «No fue por maldad. Simplemente no sabía qué decir. Se iba a la guerra y yo sabía que tal vez no volviera, pero no quería decirlo.» Dos años más tarde Hank se enteró de que

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Baume había muerto en el Pacífico. Al día siguiente de haber oído la noticia del ataque a Pearl Harbor, Los Angeles Times ponía en titulares LOS JAPONESES INICIAN GUERRA CONTRA EE.UU. BOMBARDEANDO A LOS ALIADOS. Bajo aquellas nefastas palabras había un subtítulo, LA CIUDAD, EN ALERTA, seguido de la información de que la población de Los Ángeles se había dispuesto inmediatamente a la tarea de defender su país. Hank echó un vistazo a la portada, las noticias no le afectaron. Tres días más tarde los poderes del Eje declararon la guerra a los Estados Unidos. Hank recuerda que sólo sintió repulsión. No consideraba aquella guerra suya. A finales de diciembre se dio cuenta de que tenía que abandonar la ciudad. Sus padres (especialmente su padre, que hablaba constantemente de las obligaciones de los jóvenes para con la patria) estaban insufribles. Ansiaba estar solo y olvidarse de sí mismo volcándose sobre una máquina de escribir de teclado suave. (Durante los años siguientes volvería varias veces a casa de sus padres por razones puramente económicas. «Te aseguro que no había el menor sentimiento de cariño familiar», dice. «Me había quedado sin trabajo, sin dinero y sin suerte, así que volvía a Los Ángeles.») Con objeto de conseguir dinero suficiente para su primer viaje trabajó durante el invierno de 1941-42 en la estación de la Southern Pacific fregando los laterales de los furgones con estropajo y una pistola de vapor que arrastraba el barro de los vagones de pasajeros. La mayoría de los hombres con los que trabajaba eran tan jóvenes como él. Algunos hablaban de sus viajes por el país. Unos cuantos habían vagabundeado durante los años de la Depresión. Casi todos habían abandonado a su familia. Por casualidad, Hank sacó uno de los números más altos de llamamiento a filas de la historia —cerca del número 63.000.000, dice—, y como nunca se le había pasado por la cabeza alistarse como voluntario, no tenía que preocuparse de que le fueran a embarcar para ir al extranjero. Cuando le preguntan por qué no estaba en el servicio cuando el país entró en guerra, enseña simplemente la tarjeta de llamamiento. Nunca se molestó en leer ninguno de los comunicados bélicos que empezaban a llegar con regularidad. La guerra seguía siendo para él algo lejano, casi irreal. Cuando tuvo ahorrado lo suficiente y llegó el día de abandonar Los Ángeles para irse a Nueva Orleans, se dirigió a la estación de autobuses Trailways, en el centro de la ciudad. Reflexionaba sobre lo que su padre le había dicho tantas veces durante los últimos meses, que mientras la patria estuviera en guerra todo joven útil debería estar de servicio sin que importara si el número que le había tocado era bajo o alto. —Otros jóvenes harán que sus padres se sientan orgullosos. No huyen de sus responsabilidades —decía Henry—. Tú no nos traerás más que vergüenza, sólo vergüenza. A Hank las palabras de su padre le resbalaban; estaba demasiado alegre para discutir. Después de comprar el billete para Nueva Orleans se fue a la sala de espera de la Trailways y oyó hablar a dos chicas. Una le decía a la otra:

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—Mira a ese chico. Mírale, ¡qué guapo! Y la otra contestó: —Sí que lo es. Hank recorrió la sala con la mirada. Al no ver a nadie más, dedujo que debía de ser él el objeto de atención de aquellas chicas. Una vez en el autobús, se sentó en un sitio apartado y de vez en cuando daba un sorbo a la botella de whisky pequeña que se había llevado. Las horas pasaron deprisa para convertirse en algo borroso. No se sentía triste ni solo. La sensación de libertad que le crecía por dentro era algo digno de celebrarse. Más que nada lo que quería era definirse sin compromisos, encontrar su camino y no andar perdido en cualquier cuartucho barato de cualquier parte. Poco después de dejar Los Ángeles, el autobús hizo una parada no prevista y subió un grupo de soldados, que se comportaban de modo muy profesional y tenían una expresión agria e inflexible. Se pusieron a preguntar a la gente, a ambos lados del pasillo, dónde habían nacido. Hank, conforme se iban acercando a él, reflexionaba sobre su respuesta. Si les decía que su lugar de nacimiento era Andernach en Alemania, no causaría muy buena impresión. «Pasadena, California», dijo por fin al soldado que le preguntó. Más allá, un hombre ya mayor se negó a contestar. «No creo que sea asunto vuestro», dijo. Sin miramientos, los soldados le sacaron de su asiento y le bajaron del autobús, dejando su equipaje dentro. A Hank no le impresionó lo que acababa de ver. Con la mala opinión que tenía de la autoridad, lo que le sorprendía era que este tipo de vejaciones no ocurriera más a menudo. En algún punto del recorrido subió al autobús una joven pelirroja y empezó a hablar con Hank. El entusiasmo de la chica le llenó por completo. Bajó la guardia, probablemente por estar en un entorno nuevo y diferente. Tal vez se había contagiado de ese sentimiento mágico que se experimenta cuando se viaja, y gracias al cual un desconocido puede convertirse con toda facilidad en alguien con quien compartir secretos íntimos. Su conversación fue tomando un cariz sensual a medida que pasaban los kilómetros, y se notaba tan claramente que se atraían que los demás pasajeros empezaron a prestar atención a los dos jóvenes viajeros. Algunos no disimularon su curiosidad. Cuando Hank le dijo a aquella chica que escribía relatos cortos, ella le contó que escribía poesía e, incluso, sacó un papel y un lápiz y empezó a hacerle un dibujo. La joven, que se llamaba Dulcey Ditmore, se bajó del autobús en Fort Worth. Invitó a Hank a que la acompañase. «Es una ciudad muy bonita», le dijo. Él le contestó que debía continuar su camino, que tenia que vagar solo. —Este sitio te encantaría —dijo ella—. Es precioso. Hablaba con vehemencia, sin poder ocultar las lágrimas que le asomaban a los ojos y rodaban por sus mejillas rosadas. Hank se seguía resistiendo. Exasperada, la joven se bajó del autobús. Cuando arrancó, los demás pasajeros empezaron a decirle a Hank abiertamente que era una equivocación no haberla seguido. Hasta el conductor le miraba con ojos críticos a través del espejo

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retrovisor. Él se reía por dentro, sin poder dar crédito a aquel juicio unánime de que era una equivocación no haber acompañado a la joven. El viaje empezó a resultarle tan incómodo que se bajó en Dallas, se afeitó por primera vez en su vida y se duchó, todo ello pensando, aunque con cierto recelo, en volver a la estación de Fort Worth desde la cual se pondría a buscar a Dulcey. Cuando llegó a Fort Worth, alquiló una habitación en un hotel que resultó ser un burdel. Mientras iba por los pasillos le hacían proposiciones. «¿Qué tal una chica simpática?», le preguntó una mujer de la limpieza mientras fregaba con energía el suelo. «¡Dios mío! Hasta la mujer de la limpieza...», se dijo Hank para sus adentros, pero a ella sólo le contestó que tenía un cansancio del carajo porque acababa de llegar de un viaje muy largo. —Ya, pues entonces lo que necesitas es un buen culo —le dijo ella—. Son sólo cinco dólares —añadió. Cuando Hank preguntó de qué chica se trataba, la mujer de la limpieza se puso de pie y dijo: —La chica soy yo. Como él seguía resistiéndose le dijo que se lo dejaría en dos dólares. —No, lo siento —contestó él, y se marchó a su habitación. Hank se instaló en el cuarto y pasó allí la noche. A la mañana siguiente empezó la búsqueda de Dulcey. Ella le había dicho que su madre tenía una tienda de fotos, así que cogió la guía y apuntó todas las direcciones. Provisto de la lista, fue recorriendo la ciudad, empezando por el centro y visitando cada una de las direcciones que había anotado. En una de ellas una mujer mayor le dijo: «Yo soy Dulcey Ditmore.» Quería cerrar la tienda y llevarse a Hank al hotel más próximo. Él se marchó a toda prisa y siguió buscando. En otra tienda expuso su problema a la dependienta y ésta le explicó que conocía a un periodista del periódico local que se dedicaba a las crónicas especiales. «Es ese tipo de persona que se presta a echar una mano», le dijo. Llamó al redactor y concertó una cita. Cuando Hank le contó por qué había ido a Fort Worth, el tipo encontró la historia interesante y le prometió ponerse a trabajar inmediatamente. Escribió una columna —adornándola para que pareciera una historia de interés humano— en la que decía que un escritor famoso de Los Ángeles, que viajaba por todo el mundo, llamado Henry C. Bukowski, había conocido en un avión a una joven de Forth Worth llamada Dulcey Ditmore. Cuando el avión aterrizó, sin saber cómo se perdieron y ahora él había llegado para recuperar aquel amor nacido en el aire. El señor Bukowski se quedaría en la ciudad hasta que volvieran a encontrarse. Un día después Dulcey apareció. Sin saber a qué atenerse, Hank fue a visitar a la joven a casa de su madre. La señora Ditmore salió a la puerta a recibirle y le invitó a pasar. Dulcey estaba de pie en el salón esperando y él entró. Ella fue rápidamente a su encuentro. «He estado pensando mucho en ti», le dijo, y le llevó a su cuarto. Cuando se quedaron solos, Dulcey le preguntó por qué no estaba en la guerra luchando contra Hitler. —Prefiero que lo hagan otros —contestó, y añadió que, en realidad, no le

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daba miedo morir pero no le gustaba la idea de dormir en barracones con un montón de hombres roncando—. Además, tengo una piel muy delicada. El uniforme del ejército me volvería loco. Obviamente aburrida por lo que él contaba, Dulcey le interrumpió para explicarle que su hermano pequeño había estado muy enfermo años atrás y se había salvado gracias a las oraciones. Le habló de cómo desde entonces su familia y ella se habían hecho muy religiosos y de la fuerza que tenían las plegarias y de cómo Dios escuchaba a la gente necesitada. —Creerías en Dios aunque tu hermano hubiera muerto —le dijo Hank. Dulcey le contó que estaba prometida a un alférez de Marina. Eso ponía las cosas en su sitio. La chica tenía novio y religión, una combinación infernal. «Adiós, nena», dijo Hank. Antes de abandonar la ciudad, llamó al redactor del periódico para contarle lo ocurrido. Con sus escasas pertenencias metidas a presión en una pequeña maleta, se dirigió a la estación de autobuses billete en mano, decepcionado en parte porque no había surgido nada de su encuentro con la joven de Dallas, pero a la vez aliviado por sentirse libre otra vez. Llegó a Nueva Orleans a las cinco de la mañana, destrozado por aquel viaje agotador, con el cuerpo machacado por las carreteras llenas de baches y los constantes tumbos del autobús. Deambuló sin rumbo fijo, sintiéndose ridículo con aquella maleta patética que había perdido una de las bisagras y amenazaba con desparramar sus lastimosas pertenencias por toda la calle. Empezó a llover; era uno de esos chaparrones tropicales que le dejó empapado y contribuyó a estropear aún más la maleta de cartón. En algún momento pensó que debería preguntar a alguien dónde había una pensión. Entretanto se halló en medio de un barrio negro. Una mujer le gritó: «¡Eh, basurita blanca!» Él dejó la maleta en el suelo y ella volvió a gritarle. Tenía ganas de responder. La aparición de una figura masculina grande y fuerte por el fondo se las quitó. Una de las primeras cosas que le impactaron al llegar a Nueva Orleans fueron las leyes de Jim Crow. Subió un día a un tranvía y se fue a la parte de atrás, donde se sentó como solía hacer en Los Ángeles. El conductor miró hacia atrás y le gritó: —No se puede hacer eso... No se siente ahí detrás. Hank preguntó por qué no y le explicó al conductor que le gustaba sentarse en la parte de atrás. —Usted no es de aquí, ¿verdad? No es usted del Sur —preguntó el conductor. Bukowski contestó que no. Y el conductor le dijo que pasara hacia adelante y se sentara allí, cosa que él hizo. Afortunadamente, Hank encontró un alquiler tan barato que hasta él podía pagarlo. Se decía a sí mismo que con un techo bajo el que refugiarse todo lo demás volvería a su sitio. Su única alegría era escribir. La mayor parte de sus

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relatos seguían siendo fantasías, aunque siempre hacían alguna referencia a sus propias experiencias. Algunos de los directores de revistas a los que envió sus relatos le dijeron que su prosa era poética. Poco después de haberse instalado escribió a Dulcey Ditmore. No recuerda bien qué le empujó a hacerlo; probablemente fue la soledad en aquella ciudad sureña desconocida. A pesar de la desilusión que se llevó al enterarse de que Dulcey estaba comprometida, por lo menos ella le había demostrado cierto interés. Se estuvieron escribiendo hasta que Dulcey envió a Hank algunas poesías escritas por ella. A Hank no le interesaron en absoluto y la correspondencia cesó. Ya cuando se dirigía en el autobús hacia Fort Worth pensando en volver a encontrar a Dulcey, una parte de su ser se rebelaba contra ello. Estaba seguro de que ninguna mujer le querría a causa de sus cicatrices. Aborrecía la idea de conocer a alguien, casarse y tener hijos. También se preguntaba cómo una mujer joven como Dulcey, guapa y sin problemas físicos —al menos ninguno visible—, podía tener interés en un tipo como él, un hombre con la cara destrozada. No tenía sentido y, aparte de todo aquello, estaba convencido de que necesitaba estar solo para escribir. Hank encontró trabajo en una agencia distribuidora de revistas, como encargado de controlar que los pedidos y los recibos coincidiesen. Firmaba el recibo, empaquetaba el pedido para enviarlo fuera o para repartirlo en la propia ciudad: una tarea mecánica y aburrida. Todos los días se preguntaba si aquello sería el ejemplo de lo que había de ser el resto de su vida. No le costó más que unas pocas horas distanciarse del resto de los empleados. Sus compañeros estaban preocupados constantemente por el trabajo, si les iban a renovar el contrato, si habría alguna posibilidad de ascenso. Dos mujeres comenzaron a discutir por algún asunto laboral. —Estos malditos libros no valen una mierda, así que ¿por qué discutís? -dijo Hank. —Ya sabemos que te crees demasiado bueno para hacer este trabajo —le contestó una de las mujeres. El empleo le duró menos de una semana. Se acabó el día en que fue a ver al jefe y le pidió un aumento. Aunque sólo llevaba unos días en la empresa, le parecía lógico pedirlo. No quería ser el chico de los recados de nadie y sabía que por el trabajo que hacía se merecía más dinero. Cuando aquel tipo le dijo que no, se largó. Después vio un anuncio en el que solicitaban un tipógrafo para el departamento de composición de un pequeño periódico al borde de la bancarrota; también allí duró sólo unos días. La vida en la carretera no parecía tan llena de aventuras como Hank se la había imaginado cuando estaba en casa de sus padres. No podía dejar de pensar en Los Ángeles, el terreno conocido. La monotonía de la vida cotidiana, los trabajos temporales, todo era sencillamente demasiado para él. Pero no había sido un fracaso completo: el tiempo que había pasado fuera le había dado, por lo menos, un sentimiento nuevo de fortaleza a la hora de volver a casa, una convicción de que vivir en Los Ángeles era lo que había elegido. Así que dejó

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Nueva Orleans y se unió a una cuadrilla de obreros de las vías ferroviarias cuyo destino era la ciudad de Sacramento. En el tren, Hank tuvo problemas con los otros chicos. Se sentó lejos, en la parte de atrás del vagón sin mezclarse con ellos. Cuando alguno miraba hacia él, le devolvía una mirada torva. Le habían etiquetado como diferente y no quería decepcionarles. Uno de ellos se acercó al asiento de Hank, se puso a hurgar por debajo y le echó polvo a la cara. Hank le amenazó arrastrando las palabras al mejor estilo Bogart. El alborotador se retiró al extremo opuesto del vagón y les dijo a sus amigos que le ayudaran si aquel loco del fondo le atacaba. El tren se detuvo en El Paso, Texas. En vez de ir con los demás al hotel asignado para pasar la noche, Hank decidió dormir al raso. Se fue al parque de la ciudad y se sentó en un banco verde, cerca de un grupo de hombres. Estaban todos abandonados a su propia suerte, igual que él, y se hallaban intentando reunir las monedas suficientes para ir a comprar un poco de vino. Hank colaboró con algunas monedas y decidió entrar en una pequeña biblioteca de ladrillo rojo que había allí cerca. El lugar le recordó las horas que había pasado en la biblioteca pública de Los Ángeles y en la otra, más pequeña, cerca de su casa. Entró y se esfumó su tristeza, como si le hubieran quitado un peso de encima. Mientras revolvía los estantes buscando un título que le interesara, se olvidó de su pobreza, de su malhumorado padre, que seguramente le dirigiría severas miradas de reproche. Allí estaba: Memorias del subsuelo, de Fiódor Dostoievski. «Yo había leído a algunos rusos, a Turguéniev y a Tolstói, pero a aquel tipo no lo conocía. Ni siquiera sabía pronunciar bien su nombre.» Se sentó a leer. Las palabras le atravesaban como rayos. Se dijo a sí mismo: «Este tipo lo ha conseguido, este tipo lo ha conseguido.» El irascible personaje retratado en esta novela corta, dos años anterior a Crimen y castigo, es un documento sobre el sufrimiento personal y el desafío a la «respetabilidad». El protagonista anónimo de Memorias del subsuelo no se pronuncia a favor de ninguna posición cuando examina los conceptos del bien y el mal. Rechaza la idea de que la supuesta nobleza del hombre y la búsqueda del bienestar sean temas supremos. Por el contrario, concluye que el hombre debe buscar una autenticidad última, sin importarle que sea inaceptable o contraria a las normas sociales y los códigos de conducta. El protagonista no sólo se burla de los códigos según los que vive el hombre, sino también de la idea del hombre corriente y sus aspiraciones «comunes». Bukowski se sintió identificado con la desconfianza de Dostoievski frente al hombre corriente y con la obsesión de estas Memorias por el sufrimiento. Después de leer el libro de un tirón y de identificarse tan estrechamente con aquel personaje alienado, Hank regresó al parque. Cuando se estaba sentando en un banco se desató de pronto una tormenta de arena que muy poco después le cubría. Con la arena como manta se quedó dormido. Por la mañana un dolor agudo en los pies y las piernas le despertó. Un policía se erguía amenazante ante él golpeándole con una porra en los pies. La sensación era horrible y el dolor muy intenso. Recordó al protagonista de

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Memorias y lo mucho que despreciaba a la autoridad. Y allí estaba la figura de la autoridad más común de todas, un oficial de policía uniformado, golpeándole los pies con furia. Se levantó de banco y se agachó a coger los zapatos mientras notaba que le dolía todo el cuerpo. Después se sacudió la arena de la ropa lo mejor que pudo y se marchó. Cuando iba saliendo del parque se encontró con una pareja de jóvenes. Tenían una moneda de cinco centavos y se preguntaban adonde podrían ir a comprar comida. Eran delgados, tenían aspecto de cansancio y una mirada extrañamente suave, animal: parecía como si fuesen a salir volando en cuanto volviese a soplar un viento fuerte. Hablaban de la idea no muy precisa de emprender un viaje juntos. A Hank le cayeron bien aquel chico y aquella chica, ambos más o menos de su edad. A punto estuvo de unirse a ellos. Pensó, al menos durante unos instantes, que tal vez sería mejor ir con otros y reducir el dolor de la supervivencia diaria. Sin embargo, al final, se marchó. «Casi cedo. Casi pierdo mi individualidad... pero, decidí permanecer solo», dice sobre este incidente. De vuelta en el tren, la actitud distante y pensativa de Hank provocó más problemas. Los demás jóvenes apenas disimulaban su rechazo. Cuando llegaron a Los Angeles y el tren hizo la parada prevista, bajaron y se dirigieron a un bar cercano con los vales que les había dado el jefe de la cuadrilla. Estar en casa le envalentonó para actuar. Se acercó a dos de los hombres y les dijo: —Eh, vosotros, ¿os pasa algo? ¿Tenéis algún problema conmigo? Aunque éstos habían hecho causa común con los que le habían molestado en el tren, uno de ellos se adelantó y le dijo: «No, no tenemos ningún problema.» Entonces Hank entró en el bar con ellos y se encontró con que los otros trece o más que formaban la cuadrilla estaban allí. Al principio temió que pudiera haber problemas, pero los demás le saludaron como si fuera un hermano perdido hacía tiempo. Él ya había decidido no continuar el viaje hasta Sacramento, así que se despidió. Exhausto, dolorido y sin dinero, no le quedaba otro sitio adonde ir más que su casa. La casa de la Avenida Longwood tenía, por desgracia, el mismo aspecto de siempre, con su jardín inmaculado y sus bordes perfectamente podados. Hank sabía que su padre consideraría su vuelta a casa nada menos que el reconocimiento del fracaso. La duda le invadió un instante y casi deseó estar de nuevo en el Sur. «¡Qué diablos!», se dijo a sí mismo, mientras se dirigía a la puerta principal y llamaba con los nudillos. Oyó pasos. Su madre abrió la puerta y dio un grito. —¡Oh, hijo mío! ¿De verdad has vuelto a casa? —Necesito dormir —fue su respuesta. Ella le dijo que su habitación siempre estaba esperándole. Apenas se dijeron nada más y él se fue a descansar.

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Pocas horas más tarde su madre le despertó para decirle que su padre había vuelto a casa. Hank fue al comedor y se sentó a cenar. Sin darle la bienvenida a casa ni preguntarle qué había visto o qué había aprendido en el viaje, Henry le explicó a su hijo que pensaba cobrarle la habitación, la comida y el lavado de la ropa. Hank levantó la mirada y vio que su padre había envejecido mucho durante el tiempo relativamente corto que él había estado fuera. No había señal alguna de amor en el rostro del viejo, ni en su voz. Hank se quedó en casa unos cuantos días, durmiendo la mayor parte del tiempo, pero la presión para encontrar trabajo aumentaba. Hasta su madre había vuelto a trabajar limpiando casas. Hank leía los anuncios de trabajo con la esperanza de encontrar algo. Una noche entró en un bar y estuvo bebiendo hasta que se quedó dormido. Cuando se despertó miró el reloj y vio que eran las tres y cuarto. Se quedó bebiendo hasta que cerraron, a las cinco de la mañana. Después de que le echaron emprendió, tambaleándose, el camino a casa. Un coche patrulla empezó a seguirle y un oficial de policía de aspecto fuerte sacó la cabeza por la ventanilla y le ordenó que se detuviera. Le hicieron algunas preguntas y, viendo que no había quebrantado ninguna ley, le llevaron a casa. Sus padres le recibieron en pijama y bata. Henry empezó a insultarle violentamente, diciéndole que era un vagabundo borracho e inútil. Tenía el pelo todo tieso en mechones desordenados, las cejas arqueadas, la cara hinchada y roja por la mezcla de sueño y furia. Para Hank, su padre tenía un aspecto ridículo. —Te comportas como si hubiera matado a alguien. Lo único que he hecho ha sido tomarme unas copas. —Nos vas a matar a todos —respondió su padre—. Después de todo lo que hemos hecho por ti, así nos pagas. —Sí, Henry —dijo su madre—. Hazle caso a tu padre. Sabe más que tú. Tiempo después Hank encontró trabajo en un taller de repuestos para coches, en el que se quedó hasta que decidió trasladarse a San Francisco. Cogió el autobús que iba al norte y encontró habitación en una pensión de una señora italiana ya mayor. Consiguió un empleo en la Cruz Roja de ayudante en los puestos itinerantes para donaciones de sangre que se instalaban en diferentes iglesias de los alrededores de la ciudad. Llevaba las camas plegables a las iglesias, las ponía una al lado de otra e instalaba los frascos; eso era cinco días a la semana, lo cual no le dejaba mucho tiempo para escribir. Se organizó, sin embargo, para lograr una rutina que le permitiera escribir un rato todas las noches. Cuando volvía de su trabajo en la Cruz Roja, todas las tardes le esperaba un cubo de hielo lleno de botellas de cerveza, cortesía de su patrona, que le profesaba un afecto maternal. Esto y la gramola que ella le proporcionó hicieron que su época en San Francisco fuera mucho más placentera de lo que lo había sido su viaje a Nueva Orleans. «Solía ir a esas tiendas de discos en las que compras tres y luego devuelves dos o algo así. Conseguí escuchar muchísimo de los grandes compositores.» Cuando se hartó de aquel trabajo duro y aburrido y lo dejó, la patrona se

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volvió aún más amable y hasta se preocupaba de si comía lo suficiente. Se quedó en aquella ciudad unos meses más esperando que en alguna revista aceptaran sus relatos. Antes de dejar San Francisco para ir a Saint Louis, probablemente en 1942 (según cree recordar Hank), escribió una carta a su padre diciéndole que pensara en algo que decir a los vecinos porque no pensaba hacer jamás el servicio militar. Aquélla fue una de las pocas cartas que escribió a su casa. Pero el hecho de escribirla y de que todavía necesitase a sus padres de vez en cuando por sus problemas económicos, evitó que se apartase completamente de ellos. Escribía, sobre todo, relatos fantásticos. Uno era sobre un pájaro que se había posado al otro lado de su ventana. «Yo estaba bebiendo. Así que escribí sobre aquel pájaro posado en el alambre. Escribí y escribí sobre aquello. ¿Por qué estaba allí el alambre? ¿Y el pájaro? ¿Y por qué me hacía eso sentirme tan raro? Luego el pájaro se había ido volando y el alambre continuaba allí. Yo seguía y seguía. Creía que era magnífico. Y bajé a la calle. Bueno, por aquella época yo no comía mucho. Me lo estaba pasando bien de verdad. Estaba tan borracho..., la mayor parte de lo que escribía no tenía lógica.» Y sigue diciendo: «Tal vez lo que escribía fuera una mierda, pero me proporcionaba algo. No comía mucho, pero realmente me lo pasaba bien sintiendo cómo escribir se apoderaba de mí. Incluso morir de hambre por escribir... valía la pena.» Pasaba horas enteras anotando palabras, sin detenerse nunca a revisar un relato o elaborar un argumento. Largas horas sentado en bares oscuros y cuartos amueblados bebiendo whisky, peleándose con otros clientes, anhelando una compañía femenina. Todo estaba allí, delante de él: «Sólo que entonces yo no lo veía. Años después me di cuenta de que aquello era un buen material para mis relatos, pero entonces no lo sabía.» Hank iba de ciudad en ciudad y rara vez volvía a Los Ángeles. Cuando iba a casa, sometía a sus padres a su creciente locura alcohólica y escuchaba la apasionada defensa que Henry hacía del esfuerzo bélico. En una ocasión, llegó a casa, llamó a la puerta y abrió su padre. «¿Qué haces aquí?», dijo el viejo, poniéndose pálido. «¿Qué es lo que pasa?», preguntó Hank, mientras su madre le arrastraba violentamente hacia dentro de la casa. Katherine le explicó: «Les hemos dicho a los vecinos que te habías ido a la guerra y te habían matado.» Mientras ella le explicaba eso a Hank, Henry arrancó de un tirón la estrella que colgaba en la ventana y que significaba que un miembro de la familia había muerto en combate. «Bueno, y ahora ¿qué vamos a hacer contigo?», preguntó el padre. Hank dijo que se marcharía si le daban diez dólares. Henry le dio el dinero y Hank se fue y alquiló una habitación en un hotel del centro. Una noche de 1943 fue a visitar a Robert y Beverly Knox, que recuerdan que Hank fue tan silencioso y educado como siempre, nada parecido a esa persona medio loca sobre la que escribiría años más tarde. Knox trabajaba en una compañía papelera de Los Ángeles, pero un año después se alistó en la Marina. Se alegró de ver a Hank ya que le traía buenos recuerdos de la época de Los Angeles City College. Estuvieron hablando hasta las tres de la madrugada y cogieron tal borrachera que Knox no volvió a probar el alcohol. Pero Knox recuerda que, incluso borracho, Hank en ningún momento dejó de hablar de aquella forma suya, suave y amable. Varias horas después que Hank hubiera

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abandonado su casa, en la calle Sesenta y dos, Knox descubrió que Hank se había llevado su máquina de escribir portátil, una Corona Zephir. A través de la madre de Hank supo que éste se había ido a Filadelfia, pero Katherine Bukowski escribió a su hijo pidiéndole que devolviera la máquina de escribir y él lo hizo. Estuvo en Filadelfia en dos ocasiones. «No puedo precisar exactamente ninguna fecha», dice. «Estaba borracho como una cuba y de pelea en pelea. Casi ni sabía si continuaba la guerra. La gente hablaba de alguna batalla en Europa o en el Pacífico y yo no sabía de qué cojones estaban hablando.» A pesar de que le había tocado un número muy alto, Hank estaba obligado a presentarse periódicamente ante la Junta de Reclutamiento, pero había tomado por costumbre no responder a los avisos que le enviaban solicitando su dirección. En lugar de contestar, simplemente dejaba en Correos su siguiente dirección, creyendo que aquello era suficiente. Había recibido un aviso del Servicio de Saint Louis para que se presentara al examen de recluta y les escribió diciéndoles que se había mudado de domicilio y que quería figurar en el registro de Filadelfia. Nunca recibió respuesta. Una noche, a finales de 1942, mientras estaba escribiendo en una pensión de Filadelfia llamaron a la puerta. Pensó que sería el casero o alguien que vivía en la misma planta. Se abrochó la camisa, se dirigió a la puerta y la abrió. Encontró ante él a dos hombres bien vestidos. Había estado bebiendo parte de la tarde y de la noche, y en su estado semifebril, creyó que aquellos hombres habían venido a ofrecerle el Premio Pulitzer. (Teniendo en cuenta que todavía no había publicado nada, aquello hubiese sido todo un logro.) Uno de ellos le preguntó si era Henry C. Bukowski. —Sí —contestó. —Acompáñenos —le dijo el tipo—, y tráigase la chaqueta. Añadió que él y su compañero eran agentes del FBI. Perplejo, Hank regresó a su habitación a coger la chaqueta, apagó la radio y bajó con ellos la escalera. Le condujeron a un coche que estaba esperando y en el que se encontraban otros dos hombres. Subió con ellos y el coche arrancó. Uno de los tipos comentó que Hank se comportaba con mucha sangre fría ante el hecho de que unos agentes del FBI le sacaran de su habitación. «La mayoría de la gente habría preguntado qué había hecho de malo y otras muchas cosas», continuó diciendo aquel hombre. Hank seguía indiferente. Durante aquel periodo de su vida jugaba con la idea del suicidio, trabajaba lo menos posible y se preguntaba, al sentirse fracasado, si las circunstancias habrían sido diferentes si hubiera triunfado con sus relatos. Nada de lo que aquellos hombres pudiesen decir o hacer iba a afectarle demasiado. Los agentes empezaron a exasperarse tanto con su indiferencia que comenzaron a buscarle las cosquillas por pequeñeces. «Siéntate derecho», le ordenó uno con voz ronca. Otro dijo que aún no le habían pegado y que quizás deberían hacerlo. —No te hemos pegado, ¿verdad? —repitió el agente. —Aún no —contestó Hank. Le ordenaron que no moviera las manos de encima de las rodillas. Justo antes de girar para entrar en el edificio donde le harían pasar la noche levantó una

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mano para rascarse la nariz. —¡Eh! Cuidado con esa mano —le advirtieron. Después de pasar la noche en una celda, le condujeron a la cárcel de Moyemensing, un enorme centro penitenciario construido en 1836 que se cerró en 1963. Descrita por un antiguo guardia como una prisión urbana gigantesca, el edificio albergó en una ocasión a Edgar Allan Poe en el ala de los reclusos por deudas, que estaba construida en estilo neoegipcio. El otro sector, donde estaba detenido Hank, parecía un castillo medieval con almenas y murallas de ladrillo. Consistía en un Par de bloques con tres plantas de celdas donde había más de mil doscientos presos. Originalmente había sido un edificio para criminales peligrosos, pero en aquellos momentos albergaba una población de reclusos encerrados por delitos menores. Cuando entró en la prisión, una puerta enorme se abrió de repente. Parecía de unos diez metros de ancho y casi lo mismo de alto. Hank se imaginó que entraba en un castillo del Rin. En lugar de sentirse abatido, se sentía honrado y asombrado. Fue a parar a una celda con un estafador al que llamaremos John Jones, de quien Hank sostiene que ostentaba la distinción de ser el Enemigo Público Número Uno (aunque el término nunca se le ha aplicado con precisión). Jones era de complexión fuerte y medio calvo, un tipo que no tenía un aspecto particularmente amenazador pero, como Hank descubriría más tarde, tampoco estaba bien predispuesto. Cuando Hank le contó que le habían detenido acusándole de prófugo, Jones se volvió de pronto un santurrón y le dijo que a él y a los demás reclusos no les gustaban los desertores ni los exhibicionistas, a lo cual Hank respondió: «Ah, ya veo. Es una cuestión de honor entre ladrones, ¿no? Vosotros os preocupáis de que el país sea fuerte para así poder robar en él.» —Siguen sin gustarnos los desertores —dijo Jones. Hank explicó a su compañero de celda que había estado de acá para allá por el país y que, sencillamente, se había olvidado de mandar por correo a la Junta Militar de Reclutamiento la dirección en la que se encontraba. —Dejé en Correos la dirección en la que iba a estar —le dijo—. Realmente no es que estuviera huyendo. Jones le dijo que aquello sonaba a la típica gilipollez que cuentan todos. A pesar de que algunos reclusos le maltrataban de palabra por ser prófugo, Hank lo pasó relativamente bien mientras estuvo encarcelado. Tenía suerte con los dados cuando jugaba en el patio de la prisión. Hizo muchísimo más dinero del que hubiera podido ganar fuera y al poco tiempo ya encargaba comida especial. Después de apagadas las luces, el cocinero le llevaba filetes, patatas al horno, tarta, pastel, helado y café. Esto le granjeó la admiración de John Jones, con quien compartía aquella abundancia. Jones y él engordaron ostensiblemente comiendo aquella comida. Un día pasaron por allí los hombres del FBI (y vieron lo cómodo y bien alimentado que estaba) y muy amablemente le preguntaron qué tal le iba. Él sencillamente sonrió y empezó a charlar con ellos. La vida parecía

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mucho más fácil allí dentro de lo que había sido fuera, en la calle. Los agentes comentaron que Hank no tenía el aspecto de un hombre que lo pasa mal. —A ti te gusta estar aquí, ¿no? —le preguntó uno de ellos. —No me importa. Había tantas chinches en la celda que hubo que fumigarla. Después de quejarse lo suficiente Jones y él, les cambiaron de celda para que los fumigadores pudiesen llevar a cabo su tarea. «Fui a dar con un loco», dice Hank. Lo único que hacía aquel hombre desde la mañana hasta la noche era repetir las mismas palabras: «Tara bubba come, tara bubba caga.» Cuando Hank regresó del patio para hacer ejercicio, el primer día en que tenía nuevo compañero de celda, se encontró con que el viejo le había roto las sábanas en tiras para hacerse una cuerda en la que colgar sus calcetines y sus calzoncillos. Hank, entre gruñidos, le contó que estaba allí dentro por asesinato. El tipo le respondió: «Tara bubba come, tara bubba caga.» Por fin le soltaron. Se comprobó que no había engañado intencionadamente a la Junta de Reclutamiento. Cuando le dijeron que tenía que presentarse en el centro local de alistamiento, Hank se abandonó a su suerte. Quizás, después de todo, tendría que hacer el servicio en el ejército y luchar en una guerra que no le importaba en absoluto. Cuando llegó el día del reconocimiento médico, se dirigió a un edificio abarrotado de gente en el centro de Filadelfia. Los hombres que había allí eran en su mayoría jóvenes y tenían aire de desesperación. Hank, por su parte, estaba delgado, desaliñado y débil por las tremendas borracheras que cogía. Otros estaban asustados, desconcertados. Pasó el examen físico y le aprobaron. Después le mandaron a ver al psiquiatra, un hombre de mediana edad con un rostro agradable. Las autoridades habían confiscado varios manuscritos de Hank cuando le detuvieron y se los entregaron al psiquiatra, quien probablemente juzgó que Hank era un hombre inestable al leer frases como «Mi madre tiene el corazón muerto». El médico hojeó brevemente algunos papeles, luego miró a Hank y le preguntó: —¿Crees en la guerra? —No —contestó Hank. —¿Deseas ir a luchar? —fue la siguiente pregunta del psiquiatra. A esto Hank contestó que iría si le llamasen para hacerlo. Por increíble que pueda parecer, el psiquiatra le dijo: «Veo que eres un hombre muy inteligente. El próximo miércoles doy una fiesta en mi casa. Irán médicos, abogados, científicos, artistas y escritores. ¿Quieres venir?» Hank contestó: «No.» En vez de ofenderse, el médico le dijo: —Muy bien, pues no tienes que ir. —¿Adonde? —dijo Hank.

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—A la guerra —contestó el psiquiatra. Cuando Hank se levantó para irse, el médico le dijo: «No creías que te fuéramos a entender, ¿verdad?» Hank respondió que no por última vez y salió del despacho con un papel en el que su examinador había escrito «esconde una gran sensibilidad bajo una cara de póquer». Un último oficial miró sus papeles y le dijo que se fuera. Emprendió el regreso a su cuarto pensando en lo hermoso que parecía todo, incluso las aceras sucias. «Todo me parecía más grande», recuerda. «Quiero decir que era como si el mundo estuviese bañado por una luz especial.» Volvió a su trabajo de controlador de envíos, que había abandonado unas semanas antes, y le explicó al jefe que le habían detenido por prófugo. Cuatro días después el FBI volvió a detenerle. Esta vez le llevaron a la oficina. Le preguntaron por el Tío John, que había muerto hacía ya tiempo. Al principio pensó que el agente se refería a algún tipo de arma. Se quedó allí, de pie, mirando perplejo. Por fin el agente le dijo: «Su tío, John Bukowski.» —Ah. ¿Qué quieren ustedes saber? —dijo Hank. —Queremos saber dónde está. Hank les explicó que su tío había muerto en los años treinta. —Jesús! Con razón no podíamos encontrarle —dijo el agente, y desde entonces el Gobierno dejó a Hank tranquilo. En Filadelfia, a la edad de veintitrés años, Hank tuvo relaciones sexuales por primera vez. Estaba sentado en un bar cerca de su casa cuando entró una mujer extremadamente gorda, de una edad indeterminada. Él se sentó a su lado y pidió varias rondas de bebida. Como estaba borracho hablaba sin trabas y le dijo que podía ofrecerle algo que nunca olvidaría. Parecía que a ella le divertía y eso animó a Hank a seguir por aquel camino, como de hecho hizo, contándole todas las cosas maravillosas que iba a hacerle cuando estuvieran solos. La mujer se rió y sugirió que fuesen a casa de Hank. «Nos quedamos allí hasta que cerraron. Después nos fuimos andando a mi casa. Ella debía de pesar unos ciento treinta kilos. Escribí un relato sobre ella.» En su recreación de la historia, publicada en el periódico marginal Open City en los sesenta e incluida en su libro Escritos de un viejo indecente, decía: entonces ella empezó a dar botes y a girar. Me agarré e intenté coger el ritmo. Se movía muy bien, pero unas veces hacía círculos y otras iba arriba y abajo y, luego, otra vez hacía círculos. Cogí el ritmo de los círculos, pero en el de arriba y abajo me encontré fuera del colchón varias veces. Quiero decir que, cuando el somier subía, yo bajaba, lo cual está muy bien en condiciones normales, pero con ella, cuando yo bajaba y el somier subía, me salía completamente del colchón y varias veces casi me caigo de la cama al suelo...

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Por la mañana, cuando se despertaron, él y aquella mujer descubrieron que la cama se había desplomado durante su aventura. Hank no sabía qué podría pasar cuando la casera viese aquello. Le ofreció algo de dinero a la gorda, pero ella le dijo que no podía aceptarlo: había sido el primer hombre desde hacía muchos años que la había hecho sentirse bien. Por la tarde, al volver a casa del trabajo, pasó junto a la casera y la mujer de la Iimpieza, que comentaban algo sobre la cama. Hank entró en su cuarto y vio que habían reemplazado su vieja cama de madera por una con armazón de acero. La casera le dijo: «Vamos a ver qué haces con ésta.» Seguía escribiendo y escribiendo. Viajaba a menudo, empeñaba con frecuencia la máquina de escribir para conseguir dinero para comer, lo cual le obligaba a escribir a mano. Escribió más de cincuenta relatos a mano, con pluma, y los envió. Al igual que otros escritores jóvenes, acumuló una enorme colección de notas de rechazo. Su vida en aquella época se parecía mucho a la de Martin Edén, el personaje literario de Jack London que casi muere de hambre tratando de tener acceso a las revistas más conocidas. Ajeno a los esfuerzos de Martin, Hank ya tenía bastante con su propia lucha. Fuera a donde fuera, Hank viajaba ligero de equipaje, normalmente con una maleta en la que metía una radio barata, un par de zapatos de repuesto, calzoncillos, calcetines, la maquinilla y las hojas de afeitar y algunas toallas. En todos los lugares nuevos escribía. La mayor parte de las obras no tenían una línea argumental marcada. Inevitablemente, el trabajo acabó dando sus frutos. Whit Burnett, de Story, la legendaria revista que publicó en sus comienzos a William Saroyan y a otros autores muy conocidos, le contestó personalmente las notas rechazando sus obras pero dándole ánimos y sugerencias. Hank empezó a sentirse como si conociera a Burnett. Las notas de rechazo, por lo menos aquellas en las que el editor le decía algo más que el superficial «Lo siento, no nos sirve», se convirtieron en algo importante para él. Le ayudaban a seguir teniendo confianza en sí mismo y a continuar creyendo que, algún día, se publicaría un relato suyo y podría celebrarlo. En 1944 Hank estaba en Saint Louis, donde había conseguido un trabajo de empaquetador en el almacén de una tienda de ropa. Un día, cuando estaba a punto de irse a casa, el jefe le llamó para que fuera a su oficina. El viejo estaba sentado con aire informal detrás de su mesa de despacho, dando chupadas a un enorme puro. Cerca de él, en una silla con un relleno excesivo, se sentaba un amigo. Los dos tenían un aspecto vigoroso, energético. El jefe le presentó a su amigo diciendo que era escritor. Después de haber trabajado una jornada completa por una miseria, Hank se sentía mortificado por la presencia de aquellos dos hombres tan satisfechos. Siguieron sentados en silencio durante un rato y, por fin, el jefe dijo que su amigo tenía muchos libros publicados y que había ganado una considerable suma de dinero con ellos. Hank, en el formulario de solicitud de empleo, había puesto que era escritor para justificar los periodos sin empleo de su ficha laboral. Para Hank era obvio que su jefe le había llamado para humillarle. Sin saber qué decir, se quedó simplemente allí, de pie observando a los dos hombres,

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ninguno de los cuales le había hecho ademán de que se sentase. Pasaron algunos minutos más. Finalmente preguntó si les parecía bien que se retirase. «Sí, muy bien», dijo su jefe. Mientras volvía andando a casa, después de aquel episodio con su jefe, iba imaginando que algún día él estaría sentado tras una mesa de despacho, fumando puros caros: Señor del reino, con poder para contratar y despedir sin problemas. Y si no podía ser el amo de las fábricas, había bancos y gasolineras que robar. Siguió andando. Las ramas desnudas de los árboles alcanzaban la oscuridad creciente de la noche temprana. Qué mal rato había pasado en aquella oficina. Hank repasó su ropa raída y su inhóspito entorno. Le ardía el rostro por la humillación sufrida en la oficina del jefe. Cuando estaba mirando a su alrededor en su cuarto vio un sobre abultado de papel marrón sobre la alfombra. Fue hasta el alféizar de la ventana, cogió la botella de vino que el aire había enfriado y se sirvió un vaso antes de coger el sobre y abrirlo. Dentro encontró otra obra corta de ficción que Story rechazaba. Sin embargo, también había una nota informándole que «Consecuencias de una extensa nota de rechazo» aparecería en el número de marzo-abril de 1944. Este notición que le enviaba Whit Burnett le pareció casi increíble. Hank se sirvió otra copa, volvió a leer la nota y empezó a soñar que ya se encontraba en el camino del éxito literario. Miró por la ventana. Una ráfaga de aire refrescaba el mundo, las imágenes de Hemingway y Saroyan cruzaron por su mente. Burnett tiene que ser realmente un gran tipo, un tipo de gusto impecable. Saboreó cada una de las palabras de la carta de Burnett: Estimado señor Bukowski: Lo sentimos mucho, pero éste no nos sirve. Lo que sí nos ha gustado mucho es «Consecuencias de una extensa nota de rechazo» y lo sacaremos en el número de marzo-abril... Hank había utilizado su nombre y había incluido el de Burnett como uno de los personajes de «Consecuencias», lo cual seguramente hizo gracia al editor e influyó para que por fin publicaran a aquel joven extraño y desconocido que no paraba de enviar relatos disparatados sobre bares de mala nota, vagabundos y noches locas de soledad. Aquella obra, primera en publicarse de Bukowski, comienza con una nota real del editor que ofrece una idea bastante clara de lo que escribía a principios y mediados de los años cuarenta: Estimado señor Bukowski: De nuevo he aquí un conglomerado de material extremadamente bueno y de otro material lleno de prostitutas idealizadas, escenas mañaneras posvomitonas, misantropía, loas al suicidio, etc., que no es lo más apropiado para cualquier revista en circulación. Ésta es, sin embargo, una saga de una cierta clase de gente y, dentro de eso, creo que ha hecho un

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trabajo digno. Es posible que algún día le publiquemos, pero no sé cuándo. Eso depende de usted. Le saluda atentamente, Whit Burnett Ah, cómo conocía aquella firma: la «H» larga que se enredaba con el final de la «W» y el comienzo de la «B» que caía hasta casi la mitad de la página. Volví a guardar la nota en el bolsillo y seguí andando calle abajo. Me sentía muy bien. Llevaba sólo dos años escribiendo. Dos cortos años. A Hemingway le costó diez años, y a Sherwood Anderson no lo publicaron hasta los cuarenta. Sin embargo, supongo que tendré que abandonar el alcohol y las mujeres de mala vida. De todos modos, el whisky se estaba poniendo difícil de conseguir y el vino me estaba destrozando el estómago. Aunque, ay, Millie, Millie, esto será más duro, mucho más duro. Pero, Millie, Millie, tenemos que pensar en el Arte. Dostoievski, Gorki, para Rusia, y ahora los Estados Unidos quieren un europeo del Este. Estados Unidos está cansado de los Brown y los Smith. Los Brown y los Smith son buenos escritores pero hay demasiados y todos escriben de modo parecido. Estados Unidos quiere la borrosa oscuridad, las meditaciones poco prácticas y los deseos reprimidos de un europeo del Este. Hank recuerda que muchos de los relatos de esa época eran «meditaciones poco prácticas» pero contenían muchísimo humor. Aprendió de James Thurber y John Fante lo poderoso que podía resultar el humor a la hora de revelar la condición humana. De Fante aprendió sobre todo a apreciar el valor que tiene escribir sobre la vida inmediata. El utilizar su propio nombre e incluir el de Whit Burnett en una obra literaria anuncia ya el tipo de literatura autobiográfica que más tarde sería su obra. El relato continúa con la descripción de sus relaciones con Millie, nombre de ficción de una mujer que conocía en aquella época. Más adelante aparece un hombre en su puerta, a quien él confunde con Whit Burnett. Se esfuerza desmedidamente en agradarle, incluso le deja un rato a solas con Millie. Mientras Millie se pone a coquetear con el supuesto señor Burnett, Bukowski se disculpa y se va a la cocina: Ya era suficientemente difícil compartir el amor de Millie con el vendedor de queso y el soldador. Millie, con aquel cuerpazo. Mierda, mierda. Acerca una silla a la mesa de la cocina y empieza a leer la nota de rechazo. Esto le trae a la memoria un incidente de su época en el City College de Los

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Angeles. Volviendo al tema de la «borrosa oscuridad» que había mencionado en relación con la sensibilidad del europeo del Este, escribió: Incluso en la universidad yo ya me sentía atraído por la borrosa oscuridad. La profesora de relatos cortos me llevó una noche a cenar y a ver un espectáculo y me echó un discurso sobre las cosas bellas de la vida. Le había entregado un cuento que había escrito en el que yo, que era el protagonista, bajaba una noche a la playa y, tumbado sobre la arena, meditaba sobre el significado de Cristo, sobre el significado de la muerte y sobre el significado y la totalidad y el ritmo de las cosas. Entonces, en .medio de mis meditaciones, se acercaba un vagabundo legañoso que, al andar, me echaba arena en la cara. Hablaba con él, le compraba una botella y bebíamos. Nos emborrachábamos. Luego íbamos a una casa de mala nota. Después de cenar la profesora de relatos cortos abrió el bolso y sacó mi cuento de la playa. Lo abrió por la mitad, en el momento en que aparecía el vagabundo legañoso y desaparecía el significado de Cristo. —Hasta aquí —dijo—. Hasta aquí estaba muy bien; de hecho, era precioso. Entonces me miró fijamente, con esa mirada que sólo pueden tener esos tipos de falsa inteligencia que, de algún modo, han logrado tener dinero y una posición. —Pero perdona, de verdad, perdona —dijo dando golpecitos sobre el final de mi relato—, ¿a qué diablos viene todo esto de después? Después de relatar esto, Bukowski vuelve precipitadamente al salón donde Millie y el supuesto editor están abrazados. Al hablar con él descubre que el tipo no es el editor de la prestigiosa revista Story, sino un agente de seguros: —Discúlpeme —dijo—, ¿por qué sigue llamándome señor Burnett? —Bueno, ¿no se llama usted así? —Me llamo Hoffman, Joseph Hoffman. Soy de la compañía de seguros Curtis Life. He venido en respuesta a su tarjeta. —Pero si yo no les he enviado ninguna tarjeta. —Nosotros hemos recibido su tarjeta. —Nunca les he mandado nada. —¿No es usted Andrew Spickwich? —¿Quién? —Spickwich, Andrew Spickwich, calle Taylor 3631.

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... Corrí como un loco hacia mi habitación con la esperanza de que hubiera quedado algo de vino en aquella jarra enorme que había en la mesa. Pensaba que no tendría esa suerte, porque pertenezco demasiado a ese tipo especial de gente: una borrosa oscuridad, meditaciones poco prácticas y deseos reprimidos. Para cuando su relato apareció en Story, Hank se había ido a Nueva York en autobús, con la esperanza de que pronto habría de comenzar un nuevo y glorioso capítulo en su vida. ¡Un relato! Aquello lo cambiaba todo. El éxito estaba ante él, pensaba mientras recorría las calles de la ciudad: todas las penalidades de la vida y del trabajo duro no habían sido en vano. Cuando paseaba por Greenwich Village vio su nombre en la portada de Story. Compró la revista y se imaginó que la gente repararía en él. Charles Bukowski, escritor. Al ver allí su nombre se alegró de haber dejado el «Henry» de lado, ya que no le parecía muy literario. Los veinticinco dólares que recibió significaron mucho para él, no sólo porque era el primer dinero que ganaba escribiendo, sino también porque por aquel entonces tenía poquísimo. (Justo unos días antes había bajado de su cuarto a la calle y se había comprado una bolsa de palomitas de cinco centavos, su primera comida en dos o tres días. Aunque estaban demasiado saladas y grasientas, cada palomita que devoraba le sabía a filete.) El entusiasmo de Hank con su primera publicación no duró mucho. Solo en su cuarto, harto ya de Nueva York, le asaltó el pensamiento de que Burnett había publicado su relato únicamente porque era una rareza. Burnett le había colocado en las páginas del final, no en la sección principal de la revista. Nada disuadió a Hank de su punto de vista autodestructivo sobre el proceso que le había llevado a aparecer en Story. Llegar a ser un escritor conocido y publicar regularmente en Atlantic Monthly o en Harper's dejó de parecerle importante. Escribía de vez en cuando pero el empuje inicial había desaparecido. Además, decidió que necesitaba mayor experiencia de la vida. Escribir seguía siendo fundamental para él, pero quería saber más del mundo. No volvió a escribir a Burnett y rara vez envió algún manuscrito durante los siguientes diez años. En el fondo de su alma sabía, sin embargo, que volvería a escribir. Justo antes de que acabara la guerra, Hank se instaló en Filadelfia por segunda vez. Se quedó allí hasta mediados de 1946. Encontró un refugio en el que el encargado de la barra le abría a las cinco y media de la madrugada y le servía copas por cuenta de la casa hasta que empezaban a llegar los clientes a eso de las siete de la mañana. Durante el día Hank llevaba sandwiches y periódicos a los clientes del bar. Cuando no estaba trabajando, bebía whisky en el bar, normalmente hasta la hora de cierre. Por lo general deambulaba en un estado de semiconsciencia, y ni siquiera sabía cómo se las arreglaba para sobrevivir. Pensaba en el suicidio muy a menudo y continuamente andaba enredado en peleas. Tommy McGilhgan, un camarero con el que Hank solía pelearse con regularidad, era un tipo bastante grande, que se creía irresistible con las mujeres.

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McGilhgan ganaba la mayoría de las peleas, sobre todo porque a Hank le fallaban las fuerzas ya que no comía durante largos periodos y sus borracheras duraban días y días. Sin embargo, en medio de la locura de su vida y de la sordidez de su entorno, aún encontraba algún momento en el que sentarse a solas en su cuarto y escribir. Su segundo trabajo publicado, «Veinte Tanques de Kasseldown», apareció en Portfolio: An International Review, de Caresse Crosby. Ella le había escrito preguntándole «¿Quién es usted?» y Hank le contestó: Estimada señorita Crosby: No sé quién soy. Le saluda atentamente, Charles Bukowski En Filadelfia había un bar de gángsters al que Hank quería ir precisamente porque le habían advertido que no entrase en él. —No puedes entrar ahí, Hank —le dijo uno de sus compañeros del bar—, esos hijos de puta te matarán. —No me jodas, no me pasará nada —contestó y se fue al bar. Pidió una copa, vio a una mujer atractiva sentada sola y se le acercó—. ¿Qué estás tomando, nena? —le preguntó. Mientras esperaba la respuesta notó que repentinamente el ambiente del bar había cambiado. El encargado de la barra se quedó quieto, con el rostro petrificado, y los clientes dejaron de hablar. Un tipo enorme se acercó a Hank y le dijo: —Estás hablándole a la hija del jefe. ¿Sabes lo que significa eso? —Sí, lárgate, hombre. Entonces le preguntó a la mujer qué quería beber. No hubo respuesta, así que Hank metió unas monedas en la máquina de discos y se fue a los lavabos. Dos hombres le siguieron. Uno de ellos sacó una porra y le dio con ella en la cabeza. Cayó contra la pared y volvió al bar tambaleándose. Todo el mundo se puso a murmurar asombrado cuando Hank se acercó a la barra y con mucha calma pidió una copa. Apareció el jefe con un par de hombres. Hank pensó que habría problemas cuando vio que el camarero le explicaba con todo detalle lo que había pasado. En lugar de ponerse furioso, el elegante gángster pidió a Hank que le acompañara fuera y le invitó a unirse a la banda. Hank le preguntó el porqué, con gran asombro del jefe y sus asociados, que se miraban con cara de incredulidad. —Porque tienes cojones, hombre. —Lo siento —contestó Hank—, no me va esa clase de cosas.

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A finales de 1946 se acabaron los vagabundeos de Hank por el país. Aunque los bares de Filadelfia le gustaban, Los Ángeles era su tierra natal. Siguió bebiendo tanto como en los años de la guerra y escribía relatos de vez en cuando. Uno de los bares que frecuentaba, el Glenview de la calle Alvarado, se convirtió en su segundo hogar. En noches calurosas de verano, al recorrer la calle Alvarado, era fácil que uno mezclara en su delirio las palmeras y las ruinosas fachadas de las tiendas con la humedad y el sueño oscuro y largo de Los Ángeles. Una noche, a la débil luz del Glenview, Hank vio sentada sola a una mujer mayor que él. La miró, se volvió hacia otro lado, hizo sonar las monedas que llevaba en el bolsillo, y se encontró mirándola de nuevo, fijándose en su pelo rubio y en sus ojos azules y tristes con unas pequeñas bolsas que asomaban por debajo, y en sus gestos, que permitían adivinar que alguna vez había tenido mucho estilo. Debe de haber sido una auténtica belleza, se dijo. Irradiaba una sensación de glamour perdido y un aura de cosas buenas ya pasadas. Lo increíble era que nadie se había acercado a ella. Un viejo agitaba el whisky de su vaso mientras dos veteranos de la noche de Los Ángeles se abrazaban en una conversación de borrachos. En circunstancias normales cualquiera de ellos habría hablado a una dama sin compañía. La curiosidad llevó a Hank a preguntarle al encargado de la barra por qué nadie hablaba con ella. «Porque está loca», fue la contestación. Hank pidió una copa y se cambió a un taburete vacío junto al de ella. La mujer miraba fijamente hacia adelante, sin darse por enterada de la presencia de Hank. Éste se concentró en su bebida, miró hacia el espejo de la pared, volvió a mirar su bebida. —Odio a la gente, ¿tú no? —dijo ella, sin mirarle. Sin perder la oportunidad le contestó que no se trataba tanto de odio como de que no le gustaba tener gente alrededor. Hank pidió dos whiskies con agua. —Oye —dijo él—, ¿a qué te dedicas? —Bebo. Hank sonrió. Aquella chica tenía arranque y, una de dos, o era realista o era bromista, quizás un poco de ambas cosas. Estuvieron allí sentados un rato,

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acabándose sus bebidas. —Se me ha acabado el dinero —dijo Hank. —¿De verdad no tienes nada de dinero? —No tengo dinero, no tengo trabajo... —Ven conmigo —dijo ella dirigiéndose a la puerta. Salieron del bar y se fueron a una tienda de bebidas que había enfrente, donde ella pidió dos botellas de whisky, cerveza, cigarrillos y algunas otras cosas. Hank observaba impávido mientras el dependiente le decía a la mujer, sin inmutarse, que tenía que llamar por teléfono. —Por supuesto —dijo ella. El dependiente marcó un número, murmuró algo al teléfono y regresó al mostrador. —Vale. Ha dicho que puede llevárselo. Cuando abandonaron la tienda, ella le explicó que lo había apuntado en la cuenta de un agente inmobiliario que tenía mucho dinero y que estaba enamorado de ella. Se dirigieron hacia el apartamento de Hank y empezaron a beber. Él encendió un cigarrillo. —Escucha, nena, sé que esto no es gran cosa —dijo Hank, señalando el destartalado lugar: una cama que se hundía en el centro, una bombilla pelada que desprendía una débil luz amarilla y una mesa de cocina poco firme que parecía que iba a venirse abajo de un suspiro. Ella sirvió dos vasos y encendió un cigarrillo. —Está bien —contestó, quitándose el pelo de la frente—. Vamos a olvidarnos de todo y a emborracharnos. —Acuérdate de que no tengo dinero —dijo Hank—. Quiero decir que no tengo absolutamente nada. —Ya lo sé. ¿Y qué diablos importa? La historia de Jane Cooney Baker le fue revelada a Hank muy pronto. Era de Carlsbad, Nuevo México, y era diez años mayor que él. Su madre, de posición acomodada, había tenido una vida social demasiado ajetreada como para molestarse en cuidar a su hija. A temprana edad se encontró en un orfanato dirigido por monjas. Cuando vivía allí, ella y otras niñas salían por las ventanas de los dormitorios durante la noche y corrían a un huerto a robar rábanos porque les daban muy poco de comer. No tenía amigos de los que hablar, pero a los dieciocho años Jane conoció a un joven rico de Connecticut llamado Baker. Hank no sabe en qué circunstancias se conocieron, pero cree que fue en un cóctel. Se casaron, tuvieron dos hijos y vivieron en el lujo durante muchos años. Hank cree recordar haber oído decir a Jane que su marido era un abogado con un bufete próspero, por lo menos al principio. Desgraciadamente, él se hizo alcohólico y arrastró a Jane consigo. Su matrimonio de cuento de hadas se convirtió en una

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historia abocada al fracaso. Se divorciaron e, inmediatamente después de separarse, Baker murió en un accidente de coche mientras conducía borracho. Destrozada por su mala suerte y por la muerte de su marido, a quien todavía amaba, Jane se instaló en California. Sus hijos se fueron a vivir con la familia de su marido y perdió el contacto con ellos. —Lo más doloroso fue perder a mis hijos —le dijo Jane a Hank—. No tengo palabras para expresar lo que eso representa para mí. Los dos solitarios empezaron a vivir juntos, sin proponérselo, sólo dejándose llevar. Se amaban y se peleaban apasionadamente. Jane le tiraba cosas y decía tacos. Hank le contestaba a gritos sin quedarse atrás. Discutían con tanta furia que a menudo les echaban de las habitaciones amuebladas y tenían que buscarse otra. Sin embargo había muchos momentos buenos: cantaban, bebían y compartían un tremendo rechazo hacia la gente corriente. Después de las discusiones en las que Jane lanzaba lo habido y por haber contra Hank y contra las paredes, solían hacer el amor. Una comprensión intuitiva de la vida parecía unirlos. Jane respaldaba sus sentimientos de conmiseración hacia los entrometidos caseros, los jefes de culo gordo que daban órdenes como dictadores en almacenes mal alumbrados y en las secciones de empaquetado de los grandes almacenes. Hank hablaba con ella como nunca había podido hablar con nadie. Sus conversaciones no eran casi nunca de tipo intelectual, sobre todo por el estado de embriaguez de Jane. A menudo ella caía en un estado de estupor semialcohólico y no quería hablar absolutamente de nada. Hank bebía muchísimo, pero ella bebía más. Había días en que él tenía que desistir y no podía siquiera mirar una botella, cosa que no le sucedía a Jane. Los primeros rayos de sol eran para ella como una especie de señal para saltar de la cama y ponerse a buscar una botella o marcharse al bar más cercano. Una serie de trabajos de media jornada que tuvo Hank (la mayoría duraba dos o tres días hasta que le echaban por beber, pelearse o no obedecer órdenes) les mantenían por lo menos parcialmente a flote. Cada vez que Jane regañaba a Hank, él contestaba que no le importaba adonde le arrastrara la vida. —Me importa un huevo —decía—. Dejaré ese maldito trabajo y me iré de este jodido lugar. Durante las épocas en las que trabajaba, le pedía a Jane que por favor estuviese en casa cuando él llegase, sabiendo que ella se iría probablemente a los bares del barrio. —Claro —decía ella—, no te preocupes por mí. Estaré en casa. Una vez Hank volvió a casa después del trabajo sabiendo en qué bar la encontraría. «Jane era muy coqueta en aquella época. Así que entré allí y ella me vio. Me miró con los ojos muy abiertos.» Todos los que estaban en el bar comprendieron las intenciones de Hank a medida que se aproximaba a Jane. Primero le cruzó la cara de un bofetón y después dijo a voces:

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-¡Furcia de mierda! ¡Y yo que quería que fueras una mujer! ¡No eres más que una puta! Jane se quedó allí sentada sin hablar, gimiendo. Alguien había apagado la música. Durante un momento el silencio se cernió sobre el local, hasta que Hank se volvió hacia la clientela alineada en la barra y dijo: —Muy bien, si hay alguien aquí al que no le guste lo que ha visto... Nadie dijo nada. Nadie hizo nada. En cuanto pisó la calle, Hank oyó un estallido de voces dentro. Otra vez estaban sentados en un bar que tenía un gran ventanal. Jane no dejaba de mirar, como fascinada, aquel enorme cristal mientras bebían whisky. Se volvió hacia Hank y dijo: —Apuesto a que no tienes cojones para romper ese ventanal. —Sí los tengo —dijo él—, pero no tendría ningún sentido. Creyendo que con aquello se acababa el asunto, llamó al camarero, Marty, para pedir otra copa. El camarero hizo un gesto para detener a Jane, que estaba a punto de lanzar el vaso contra el cristal. Hank la paró a tiempo. —Escucha, nena, ¿por qué no tomamos otra copa? —dijo. Pidieron otro whisky. Hank intentó desviar la conversación del tema de la ventana, pero Jane lo volvía a sacar. Tenía una fijación con aquello. «Bueno, nos emborrachamos más y más hasta que finalmente yo cogí una botella de cerveza y destrocé el ventanal. Por alguna razón, se apagaron todas las luces. Ambos salimos corriendo por la puerta trasera del bar y continuamos corriendo por el callejón.» Llegaron a un mercadillo de frutas e hicieron como que estaban comprando. Él cogió un plátano y lo observó con interés. Jane examinaba las naranjas. Se quedaron allí durante un rato, escuchando las sirenas de los coches de policía que llegaban al bar. Al cabo de una media hora, se acercaron andando hasta la puerta del local, se subieron a su coche y se fueron. «Jane me había incitado a hacerlo. Y supongo que al verla a ella a punto de hacerlo, se me metió en la cabeza.» En cuanto a la comunicación entre los padres de Hank y Jane, había muy poca. Hank recuerda: «Mis padres conocieron a Jane un día de 1954 o 1955, poco antes de separarnos, lo que significa que debimos de estar juntos unos diez años. Ella tenía el vientre hinchado de tanto beber, ¿sabes? Creyeron que estaba embarazada. Así que fuimos todos de picnic y nos trataron muy bien, incluido mi padre.» Una noche, a las tres de la madrugada, Hank estaba sobre la alfombra sucia del cuarto donde vivían, de pie frente a Jane, sentada en una silla desvencijada apoyada contra la pared. Ambos estaban totalmente pasados por el vino tinto barato que habían bebido las últimas quince horas. Durante un momento el silencio flotó sobre sus cabezas. Por la ventana a medio abrir entró una brisa suave.

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—¡Soy un genio y nadie lo sabe aparte de mí! —gritó Hank. —¡Y una mierda! ¡Tú eres un jodido gilipollas! —dijo Jane en tono de burla. —¡Tú qué sabes, so puta! —contestó él, y le tiró un trozo de un vaso roto que estuvo a punto de darle. —¡Que te den por culo! —dijo ella. Sonó el teléfono. Antes de saber quién era, Hank soltó: «¡Soy un genio y nadie lo sabe aparte de mí!» Era el conserje para advertir a Hank que él y Jane no dejaban dormir a los demás huéspedes. —¿Huéspedes? ¿Se refiere usted a esos jodidos borrachos? —dijo Hank. Jane cogió el teléfono y ensordeciendo la oreja del conserje dijo: «Yo también soy un genio del carajo y soy la única puta que lo sabe.» Sabiendo lo que vendría a continuación —porque ya les había pasado antes—, Hank pasó la cadena de la puerta de su cuarto. Entre los dos empujaron el sillón contra la puerta, apagaron la luz, se metieron en la cama y esperaron lo inevitable. —¡Abran! ¡Departamento de Policía de Los Angeles! ¡Abran la puerta! El silencio fue la única respuesta a los policías. En un poema titulado «Hace 40 años en aquella habitación de hotel», Hank cuenta, casi palabra por palabra, el incidente que acaba con los policías dándose finalmente por vencidos. Hank y Jane permanecen en la habitación, ... bebiendo lentamente nuestro vino, no había otra cosa que hacer más que mirar dos carteles de neón por la ventana hacia el este uno estaba cerca de la biblioteca y ponía en rojo: JESÚS ES LA SALVACIÓN el otro cartel era más interesante: era un gran pájaro rojo

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que agitaba las alas siete veces y después se encendía un cartel debajo que anunciaba GASOLINA SIGNAL era la mejor vida que podíamos permitirnos. Se salvaron de la ley por un pelo en otra ocasión en que Jane y Hank volvían andando a casa. Ella vio el maíz que crecía sobre una pequeña colina cerca de donde vivían. —Quiero un poco. Quiero cocinar maíz —rogó ella. Hank no dijo nada. Ella subió la colina, que era propiedad privada, por supuesto, y comenzó alegremente a arrancar mazorcas y a meterlas en el bolso. En el momento en que bajaba hacia donde estaba Hank, apareció una patrulla de policía. —¡Jesús! ¡Vámonos echando leches! —dijo Hank. Corrieron hacia su edificio de apartamentos mientras los policías les advertían por el altavoz que se detuviesen o comenzarían a disparar. «Lo que hicimos fue entrar», recuerda Hank. «Sabíamos que nunca nos encontrarían una vez que estuviésemos a salvo arriba.» Durante los últimos años que estuvieron juntos, las enloquecidas juergas de borracheras de Jane empeoraron. Había épocas en que apenas parecía darse cuenta de lo que la rodeaba. Hank, por lo menos, se aferraba a la esperanza, aunque enterrada, de que algún día volvería a sentarse y a escribir. Jane, por el contrario, nunca se liberó de la angustia del pasado: había sido arrinconada a la fuerza. Hank había elegido su forma de vida, había elegido no aceptar la rutina diaria que transformaba los rostros de los hombres en hamburguesas y sus corazones en piedras. El sufrimiento de Jane no le impedía convertir el sexo en una experiencia gozosa. Su falta de inhibiciones le granjeó la admiración de Hank. La primera vez que se vieron ella le había preguntado por su cara, intrigada por la causa de sus cicatrices. Él le preguntó si aquello tenía importancia y ella le contestó que estaba guapísimo así. El hecho de que a ella le gustara también el resto de su cuerpo sirvió para satisfacerle aún más. Después de la sequía sexual de su juventud y de los años en que pagaba a mujeres o tenía encuentros de una sola noche, no podía resistir el entusiasmo de Jane. Sus demandas sexuales matutinas hicieron perder a Hank un buen empleo en una compañía de bicicletas. El jefe le dio una charla de hombre a hombre y le dijo lo buen dependiente que había sido. «Pero no podemos tener tipos que llegan tarde siempre», dijo. Cuando le preguntó cuál era la razón, Hank le dijo que acababa de casarse y que estaba en la luna de miel. A pesar del cuadro que pintó de un matrimonio joven que comienza su relación, el jefe le dijo

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simplemente que se ocuparía de que le prepararan el finiquito. Durante algún tiempo Jane trabajó como mecanógrafa en la Compañía Oriental, una tienda de muebles en el centro de la ciudad situada en un gran edificio azul verdoso. —Hank, si puedo conservar este trabajo sería algo muy importante para nosotros —le dijo ella una semana después de empezar. —Claro, nena. Lo único que tienes que hacer es resistir. —Es muy difícil, Hank. Allí la gente es muy estúpida. No piensan. —Eso es normal —dijo Hank. Convertirse en amo de casa iba probablemente en contra del carácter de Hank, pero aprendió a adaptarse. Despedía a Jane por la mañana, la acompañaba hasta la parada del autobús de la esquina, y hacía la compra para la cena (que preparaba más tarde), tenía la casa relativamente limpia y llevaba al perro que tuvieron una temporada a dar largos paseos. Después se iba a un bar o se quedaba en casa, quizás bebiendo un poco. Más tarde volvía a la parada del autobús a esperarla. En cuanto Jane bajaba del autobús empezaba a quejarse de que los tacones la estaban matando y a hablar de los distintos problemas de la oficina; a Hank le recordaba cómo se quejaba su padre del trabajo en la compañía lechera. Le tenía un baño caliente preparado para cuando llegara, y mientras ella estaba metida en la bañera, él le traía un vaso de vino y ponía a punto la cena. Las cosas iban bien. Incluso escribía algún poema o algún relato de vez en cuando, aunque nunca con constancia. En 1952, al enterarse de que Correos necesitaba trabajadores eventuales para hacer frente a la avalancha de Navidad y que no exigían demasiados requisitos, Hank se presentó, pues pensó que no sería mala idea trabajar un mes o dos en aquello. El empleo temporal acabó siendo un trabajo de tres años en el que tuvo que aguantar más de lo que sus dotes de trabajador le permitían. Allí, su mayor problema era la gente con la que tenía que tratar, incluyendo un ejército de empleados medio zombis que enfurecían a Hank por su servilismo a las reglas y normas postales. Un problema aún mayor era los supervisores o «sups», como se les llamaba, quienes mandaban despóticamente sobre sus subordinados. Ya habían etiquetado a Hank de alborotador. Tardó tres años en obtener la categoría de «fijo» o sea: convertirse en empleado de jornada completa. Durante la mayor parte de esa época Jane no trabajaba. «La mayor parte del dinero se iba en alcohol», recuerda Hank. «Ni siquiera podía comprarme un par de zapatos decentes para ir a trabajar. Jane bebía continuamente, por supuesto, y yo trataba de no quedarme atrás, aunque tenía que conservar mi puesto de trabajo.» Así que dividía su tiempo en trabajar mucho en Correos y en estar de juerga con Jane después. Ni las monumentales resacas que tenía le apartaban de su rutina. Tenía la costumbre de arrojar las botellas vacías por la ventana del apartamento. Muchas veces le tuvieron que instalar un cristal nuevo en aquella ventana. Un día en que Hank estaba metiendo la correspondencia en las sacas, su compañero de trabajo le dijo que tenía muy mala cara y que debería irse a casa a

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descansar. Hank se había encontrado mal toda la mañana pero no le había dado importancia. De repente le mandaron a descargar un camión de correspondencia. Mientras descargaba aquellas pesadas sacas se dio cuenta de que realmente no debería estar trabajando y de que necesitaba irse a casa y descansar. Fichó y cogió un autobús que iba a su barrio. Cuando llegó, Jane estaba sentada al lado de la mesa de la cocina, bebiendo. Él le pidió que bajara a la tienda a comprar helado, pensando que aquello le haría sentirse mejor. Y Jane lo hizo. Pero cuando lo probó, empezó a vomitar. La noche no la pasó mal del todo, pero hacia el amanecer comenzó a vomitar sangre. Se despertó echando sangre por la boca y el recto. Le pidió a Jane que llamara a un médico y cuando éste examinó a Hank dijo que si no iba a un hospital moriría. Jane llamó a una ambulancia. Cuando ésta llegó, los enfermeros dijeron que Hank era demasiado grande para llevarlo por la escalera, así que bajó andando sintiendo que se iba a derrumbar de un momento a otro. Al llegar a la acera se tumbó en la camilla y le subieron a la ambulancia. «íbamos comprimidos allí dentro», recuerda Hank. «Era como la muerte misma. Me pusieron en la litera de arriba y allí me dejaron. Por la boca todavía me salía sangre, que goteaba sobre la persona que estaba en la litera de abajo. Estaba preparado para morirme.» Pero Hank logró llegar a la sala de beneficencia del hospital del condado. Nunca había ahorrado ningún dinero. Por el camino pensó: «Muy bien, mamá muerte me ha atrapado. Virgen Santísima. Así son las cosas.» En el hospital le hicieron un montón de preguntas: lugar y fecha de nacimiento, nivel económico, estado civil, etc., etc. Después le llevaron rápidamente a un ascensor y le bajaron a una habitación grande y oscura. Una pareja de inexpresivos enfermeros le transportó a la habitación y le colocaron en una cama. Después de tomar una píldora que le dio otro enfermero salido de la nada, miró a su alrededor y vio que en la habitación había muchos otros hombres. Hank no se sentía cómodo. La habitación seguía siendo fría y oscura. El hombre de la cama de al lado estaba boca arriba devanando una historia disparatada sobre unos pollos. Hank yacía en silencio, escuchando y escupiendo sangre de vez en cuando. Después de una incómoda noche, por fin apareció una enfermera. Llevaron a Hank a hacer radiografías. Se desarrolló una escena de locos porque él estaba demasiado débil para mantenerse en pie como pretendía el ayudante del laboratorio. Después de dos intentos de sacarle una placa, el ayudante de laboratorio le dijo a la enfermera que se llevara a Hank: había malgastado dos negativos. Le dijo a Hank que la película costaba mucho dinero y que no quería malgastar más. Con todo aquello el dolor de Hank se intensificó. Parecía que lo mejor que se podía hacer era rendirse a la situación, pero cuando le transportaron a otra sala se rebeló contra las enfermeras, que parecían ajenas a su sufrimiento. Hank seguía escupiendo sangre, la mayoría de las veces en el suelo porque no le daba tiempo de llegar al cuarto de baño. Finalmente vino una enfermera hasta su cama y le gritó por darle tanto trabajo. Hank le contestó una frase desagradable, después de lo cual la enfermera le levantó la cabeza y le asestó dos bofetadas. «Florence Nightingale, te amo», le dijo él. Una de las enfermeras le dijo que no podían hacerle ninguna transfusión porque no tenía crédito en el banco de sangre.

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—Tiene usted una úlcera sangrante —dijo ella—, y es muy grave. A continuación la enfermera le preguntó si quería ver a un cura (él había dicho al ingresar en el hospital que era católico). Hank recordó que su padre siempre alardeaba de que era donante en el banco de sangre del condado. Así que le dio a la enfermera el nombre y el teléfono de su padre. Dos días después le hicieron una transfusión. «Era una escena de locos..., yo pensaba realmente que me estaba muriendo. Pero mi clemente padre decidió perdonarme la vida.» Después de la transfusión fue a visitarle un sacerdote. Hank le dijo que sus servicios no eran necesarios, no porque creyese que se iba a salvar, sino porque no tenía fe en Dios. Jane se presentó en el hospital con el padre de Hank. Henry Bukowski se quedó de pie en un rincón, sonriendo, mientras Jane atravesaba la habitación tambaleándose, borracha, hacia Hank. —Amor, amorcito mío —decía. Hank acusó a su padre de emborrachar deliberadamente a Jane antes de ir a visitarle. —Sé lo que has hecho —dijo Hank—. Ha sido a propósito, para demostrar algo. —Amor, ¿es que no quieres verme? —seguía diciendo Jane. —Te dije que no era buena —dijo Henry sin demostrar ninguna consideración por su hijo. —Hijo de puta —contestó Hank—. Si dices una sola palabra más, me arranco esta aguja del brazo, me levanto y te rompo el culo a patadas. Después, Hank les dijo a los dos que se fueran. A la mañana siguiente le dieron de alta en el hospital. La enfermera le dio una lista con la dieta que debía seguir y un médico le dijo que si volvía a beber, moriría. Justo antes de irse, otro médico le recomendó que se operase. —Está usted loco —dijo Hank. De vuelta a casa, a Hank le resultó difícil retornar a la rutina de Correos. Ya no podía aguantarlo. Durante años le había acosado un supervisor cuyos hechos y palabras salían siempre del reglamento postal. Hank era considerado un rebelde, un hombre al que había que someter. Pero como Hank no se sometía, aquel «hombre del cuerpo» comenzó a escribir informes sobre él con regularidad cada vez mayor y a encargarle las tareas más difíciles. Finalmente Hank se dirigió a las oficinas centrales, un edificio enorme muy cerca de las pensiones de mala muerte de la calle Temple, donde había vivido. Allí hizo algo que rara vez hace un empleado de Correos fijo: se despidió. Poco después Hank se sentó a la máquina de escribir, que llevaba mucho tiempo sin utilizar, y comenzó a escribir poemas. No sabía de dónde surgían, pero creía que probablemente los provocaba su reciente enfrentamiento con la muerte. «Era como una especie de locura. Ni siquiera pensaba sobre lo que iba a escribir.

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Era algo totalmente automático.» Esta reafirmación totalmente espontánea e inesperada de su vocación literaria entusiasmó a Hank. Llegó a pensar en escribir relatos otra vez. Pero no pudo: la poesía le brotaba demasiado deprisa y cada poema significaba una declaración tan absoluta y completa que ya no deseaba aventurarse en la prosa. Al mismo tiempo que la poesía hacía su irrupción, Jane le llevó por primera vez al hipódromo, en la creencia de que aquello le distraería del alcohol. Cuando le sugirió una visita a Hollywood Park, él ni siquiera sabía lo que era una carrera de caballos. Le explicó en qué consistían las carreras, le habló de las apuestas e incluso le contó algunas historias de gente que había ganado fortunas apostando. -¿Hay algún hipódromo abierto ahora? —preguntó él, intrigado por la idea pero también convencido de que la multitud le resultaría incómoda. —Creo que Hollywood Park está abierto —dijo ella. —Vamos allá —contestó él. Fueron hacia el sur, hacia Inglewood, en su coche desvencijado, que no les había costado prácticamente nada; como llegaron tarde, aparcaron en una zona residencial a casi un kilómetro del hipódromo y fueron andando hasta la entrada. Tal como Hank había imaginado, la multitud le molestó. Y sin embargo sintió una especie de escalofrío por dentro cuando Jane y él subieron por las gradas, con un programa en la mano que ella acababa de comprar. A su alrededor había gente de todo tipo. Los ricos y los pobres se entremezclaban; hombres con la suerte obviamente en contra estaban sentados junto a gente cuya vida había sido una continua rueda de la fortuna. —¿Qué te parece? —preguntó Jane mientras buscaban un lugar donde sentarse. —¡Dios mío! Me parece un poco idiota. Toda esta gente, masas de gente estúpida, yendo todos de un lado a otro, mirando cómo corren esos animales alrededor de la pista. No entiendo muy bien. Puede que el que esté equivocado sea yo. Se divertía inventando en secreto historias sobre algunas de las personas que observaba, especialmente sobre los que estudiaban los programas, ajenos a la multitud, lejos de la atmósfera carnavalesca que les rodeaba. Le fascinaba su aislamiento. No estaban solos en medio de la multitud, estaban libres entre la multitud. Se dio cuenta instintivamente de que aquéllos eran los verdaderos científicos del hipódromo, los que lo tomaban suficientemente en serio como para intentar de verdad ganar. Cuando descubrió que se podía comprar cerveza se sintió más tranquilo y Jane y él empezaron a estudiar el programa, después de que ella le aclaró que incluía información sobre las actuaciones anteriores de cada caballo. Continuó explicándole todo el proceso de las apuestas y utilizando términos como apuesta a ganador, a tercer lugar, a colocado, arriesgada y cruzada. Hank nunca entendió cómo Jane sabía tanto sobre carreras de caballos, pero supuso que habría ido con su ex marido.

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Hank acertó tres ganadores la primera vez que fue al hipódromo. Uno de ellos pagó cincuenta dólares. Todo le parecía muy fácil. Volvió a casa y, en contra del consejo de los médicos que le habían dicho que la siguiente copa le mataría, mezcló vino con leche. Bebió un vaso, después se sirvió otro; esta vez con menos leche. Más tarde, por la noche, comenzó a beber vino solo. La prueba definitiva fue a la mañana siguiente, cuando se despertó sin hemorragias. Se levantó sintiéndose el mismo de antes y decidió ir a las carreras de caballos. La segunda visita le proporcionó más victorias, de modo que sintió ganas de volver. A medida que pasaban las semanas fue familiarizándose con los nombres y las historias de los jockeys más conocidos y en poco tiempo empezó a experimentar sus propios sistemas de juego. Disfrutaba de la inventiva y del aislamiento absoluto de su mente al estudiar el programa. El hipódromo mismo, el frenesí de las apuestas y el estudio que éstas implicaban, junto al acoso de la multitud, le estimulaban a beber. Parecía que apostar a los caballos y beber iban unidos. Con una cerveza en la mano se sentía más capaz de hacer los movimientos correctos. Durante una temporada tuvo una racha de buena suerte, lo que le ayudó a aumentar su consumo de alcohol. Jane llevaba oporto al hipódromo y allí pedían muchísima cerveza. En las épocas en que el azar les sonreía, bebían alcohol más fuerte, normalmente whisky con soda, en el bar del hipódromo. «En cuanto dejé mi trabajo empezó la buena racha. Tuve suerte.» Cuando se les acabó el primer gran periodo de fortuna tuvieron que conformarse con el moscatel y el oporto barato. Un día, al volver de trabajar, Jane acusó a Hank de acostarse con una mujer que vivía en el apartamento de atrás. Él le explicó que aquella mujer había ido a verle con la intención de llevárselo a la cama pero que no había pasado nada. —Joder, si no es más que una gorda palurda —protestó Hank—. Yo te quiero a ti, nena —le aseguró a Jane. Era cierto que no le interesaba aquella mujer. La vecina ya había llamado muchas veces a la puerta con el único propósito de seducir a Hank y se había levantado el vestido y le había enseñado las piernas, pero él no le había hecho caso. Jane se negó a creerle a pesar de todos sus esfuerzos por convencerla de lo contrario. Además se había presentado la hija de Jane, que estaba embarazada, así que Jane le dijo a Hank que se marchara para poder dedicar todo el tiempo a ayudar a su hija. Hank se largó a la puta calle, según cuenta, y se volcó de lleno en su nuevo trabajo de poeta. De algún modo, sin pensarlo demasiado, supo que su punto fuerte radicaba en centrarse en los bares sórdidos, en los callejones llenos de basura, en las oscuras habitaciones amuebladas y en los compañeros de olla con los que se había codeado casi toda su vida. Mientras escribía aquellos primeros poemas, Disneylandia abría sus puertas, igual que Marinelandia en la Península de Palos Verdes. En Hollywood la Capitol Records Tower, diseñada por Welton Becket, se convirtió inmediatamente en un monumento al esplendor del lugar. Enterrado bajo todo esto, Hank apartó todo lo que le había mantenido alejado de

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la máquina de escribir y se sentó ante ella en serio. Uno de los primeros poemas fue «Pausa». Haciendo el amor al sol, al sol de la mañana en una habitación de hotel sobre el callejón donde los pobres hurgan buscando botellas; haciendo el amor al sol haciendo el amor junto a una alfombra más roja que nuestra sangre, haciendo el amor mientras los chicos venden titulares y Cadillacs, haciendo el amor junto a una foto de París y un paquete abierto de Chesterfield, haciendo el amor mientras otros hombres —pobres idiotas— trabajan... El lenguaje claro de este poema refleja la voluntad de Bukowski de que sus versos sean fieles a su forma de hablar. Algo que más tarde resumiría un crítico describiendo su obra como «la palabra hablada clavada en el papel». Sin saber adonde enviar su trabajo, Bukowski compró una revista llamada Trace, publicada en Los Ángeles por James Boyer May. Cada número traía una lista actualizada de pequeñas revistas y periódicos de poesía. Se llevó la revista a casa, cerró los ojos y deslizó el dedo por la lista de publicaciones, lo detuvo sobre el nombre de una revista de Texas llamada Harlequin. Por el nombre se imaginó a una viejecita que cuidaba canarios y publicaba la revista en una casita de madera de una calle tranquila y se especializaba en poemas rimados. «Pero me dije "¡A tomar por culo!", y le envié mis poemas. Entonces me llegó una carta.» La directora, una mujer llamada Barbara Frye, escribió al poeta para decirle que nunca había leído un trabajo como el suyo y que era un genio. Le estaba yendo mejor que en la primera ronda de colaboraciones de relatos cortos que había enviado cuando tenía veinte años. El intercambio postal entre la pequeña ciudad tejana donde vivía Frye y el Los Ángeles del poeta se hizo cada vez más frecuente. Frye derivó pronto a temas que poco tenían que ver con la poesía. Hank presintió que se trataba de una mujer sola, excéntrica, que probablemente buscaba marido. Como las cosas iban subiendo de tono y la correspondencia se hacía cada vez más personal, Barbara le advirtió: «Ningún hombre se casará jamás conmigo. No puedo girar la cabeza de un hombro al otro.» Hank le contestó que él tenía la cara llena de cicatrices y

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que era como un tigre. «Marcharemos juntos a través del mundo», le escribió. Ella le mandó algunas fotos y él la encontró atractiva. Carta tras carta, Frye continuó refiriéndose a lo desesperado de su situación. Una noche en que se encontraba totalmente borracho, Hank le escribió: «Por el amor de Dios, yo me casaré contigo.» Le envió la propuesta de matrimonio a Barbara tomándoselo todo a risa, mientras las palabras surgían de la locura de una noche desenfrenada. La receptora de la oferta, sin embargo, se tomó la propuesta en serio. Le envió más fotografías. Sintiéndose como un mártir, Hank pensó que al menos podría hacerla feliz y se resignó a su suerte. Pasando revista a lo que había hecho llegó a la conclusión de que si se podía hacer feliz a otra persona en el mundo, la vida valía la pena. Hank y Barbara decidieron que ella cogiera el autobús a Los Ángeles e irían juntos a Las Vegas para casarse en una rápida ceremonia civil. Cuando el autobús de Texas llegó a la estación, Hank observó atentamente a los pasajeros que bajaban uno a uno. Finalmente vio a una rubia atractiva, vivaracha y sexy que no parecía tener más de veinte años. —¿Eres Barbara? —le preguntó. —Sí — dijo ella—. Supongo que tú serás Bukowski. —Supongo que sí. ¿Vamos? —Muy bien. Camino a casa de Hank, ella le dijo que casi se baja del autobús a mitad del camino y se vuelve a casa. —Da un poco de miedo —dijo ella. —Ya lo sé —contestó Hank—. Nos concentraremos en el día a día. Hank se detuvo a comprar cerveza y whisky y después se dirigió a su casa y bebieron. —Oye, vámonos a la cama —le dijo él ya tarde por la noche. —Hasta que estemos casados, no —contestó ella. — A la mañana siguiente se fueron en coche a Las Vegas, como habían planeado. El viaje a través del desierto fue uno de los más rápidos que Hank hizo en su vida. «Lo único que quería era llegar, firmar aquellos jodidos papeles, decir lo que hubiera que decir y volverme a casa. Eran ocho horas de ida y ocho de vuelta, a través de todo aquel desierto. Y valió la pena. Debimos de estar unas quince horas en la cama.» Barbara resultó lo más opuesto posible a la imagen que Hank se había hecho de una viejecita editora. La verdad es que demandaba tanto sexo que casi le vuelve loco. Aunque era cierto que no podía girar la cabeza, aquello nunca interfirió en su vida sexual. Cuando empezaron la rutina diaria, Barbara decidió que quería llevar a Hank a conocer Wheeler, en Texas. Él dejó su trabajo de empaquetador y partieron hacia el pueblo del que ella procedía. Según Hank, el abuelo de Barbara,

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Tobe Frye, era dueño de prácticamente todo el pueblo e incluso le había regalado a Barbara una pequeña casa. Mientras vivieron en Wheeler, Hank fue un hombre marcado. Se suponía que él era el tipo que se había casado con todo aquel dinero, el buscador de oro. Fuera a donde fuera, la gente le miraba como al frío mangante de ciudad que se había quedado con el dinero. Él acentuaba deliberadamente algunas características, como andar pavoneándose y fumar grandes puros. Lo irónico era que la familia de Barbara no era tan rica. Tom Frye, primo de Barbara, piloto retirado que vive en la zona de Wheeler, recuerda que los miembros de la familia no eran millonarios. «Había un pozo de petróleo que funcionaba en la propiedad de Tobe, pero no daba mucho dinero. El padre de Barbara tenía un negocio de fumigación de cosechas y, en algún momento, llegó a tener setenta aviones. Era probablemente más rico que su padre.» Otro primo suyo, Sunny Thomas, que vive en Los Angeles, dice que el rancho Frye tenía originalmente trescientas sesenta hectáreas pero que se había ido reduciendo con el paso de los años. «Era una familia de auténticos pioneros. Cuando Tobe Frye murió le dejó a Barbara una casa y algunas tierras. Pero el que pensara que era rica estaba loco.» El padre de Barbara se negó a conocer a su yerno. La única vez que visitó la casa de su hija, ella y Hank estaban en la cama. El señor Frye abrió la puerta del dormitorio, los vio allí tumbados y le preguntó a Hank: —¿Y tú en qué trabajas? —En nada —le contestó Hank mirándole a los ojos. Después de lo cual el viejo salió hecho una furia de la habitación y se fue de la casa dando un portazo. El abuelo Frye era diferente. Se tomó algunos vasos de whisky con Hank de vez en cuando. Un día la familia iba a salir en coche fuera del pueblo y el viejo le preguntó si le gustaría ver búfalos. El gran urbanista contestó que creía que los búfalos habían sido exterminados. «Oh, no...», dijo el viejo. Fueron con Barbara y la abuela hasta una zona que estaba cercada. —Ahora salta la valla y camina un poco —dijo el viejo. Hank hizo lo que le decía, lleno de curiosidad. —Bueno, y ¿dónde están los búfalos? —gritó. Entonces, como salidos de la nada, aparecieron los animales. Eran tres. No iban despacio. Más bien le pareció que iban hacia él a toda velocidad. Se volvió rápidamente con una sola idea en la cabeza: saltar la valla antes de que los búfalos le alcanzaran. No sabe bien cómo, pero lo logró. Mientras tanto, Tobe Frye y su nieta no podían parar de reírse. Fue un auténtico bautismo de fuego de las llanuras tejanas. En su novela Cartero Hank resume su vida en Wheeler. Llama «Joyce» a Barbara y no nombra el pueblo: Joyce tenía una casita en el pueblo, donde estábamos todo el día

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tumbados y follábamos y comíamos. Ella me alimentaba bien, me engordaba y me debilitaba al mismo tiempo. Nunca le parecía suficiente. Joyce, mi mujer, era una ninfómana. Yo daba pequeños paseos solo por el pueblo para alejarme de ella, y tenía marcas de mordiscos por todo el pecho, el cuello y los hombros, y en algún otro sitio que me preocupaba más y que era bastante doloroso. Me estaba comiendo vivo. Yo paseaba cojeando por el pueblo y la gente me miraba fijamente, conocían a Joyce, su apetito sexual y también que su padre y abuelo tenían más dinero, tierras, lagos y cotos de caza que todos ellos. Se fueron de Wheeler porque, después de vivir allí tres meses, Hank no podía soportar aquel lugar. Bebía, pero no lo suficiente como para dejar de sentirse atrapado. Sencillamente no había suficientes aceras, callejones, bares y gente como para satisfacer a Hank, que después de todo, estaba acostumbrado a la vida de ciudad. También Barbara, una chica extraña y cabezota que, según Sunny, se mantenía siempre distante, quería demostrar que podía vivir sin su familia. «Quiero demostrarle a mi padre que puedo arreglármelas sola», decía, y hacía planes sobre cómo harían para regresar a Los Angeles y ganar dinero por sí mismos. Hank argumentaba que ya tenían mucho dinero gracias a la familia de ella. —Nena, no tenemos por qué trabajar —decía. Ella no hacía caso. —No —contestaba—, tenemos que ser independientes. Eso es algo de lo que estoy segura. No había discusión que pudiera hacerla cambiar de parecer. En Los Ángeles, Barbara insistió en que Hank buscara trabajo. —Pero, nena, no entiendes, no tenemos por qué hacer esto —protestaba él. —No. No aceptaré que sea de ninguna otra forma. Con el dinero que le había dado su familia, Barbara compró un Plymouth del 57 nuevo. La compra del coche dejó un agujero considerable en su cuenta bancaria, así que a Hank se le ocurrió la idea de que se presentase a una prueba para un empleo municipal. Antes de que él llegara ni a darse cuenta, ella ya tenía un trabajo en el departamento del sheriff. Hank dejó el puesto de empaquetador que tenía y le dijo a Barbara que le habían echado. Un día que estaba pasando sus poemas a máquina, Hank recibió una llamada de su padre informándole que su madre estaba enferma y se hallaba en una clínica. Fue a verla y se enteró de que la habían operado de cáncer. «Bueno, me recuperaré», le dijo su madre. «No ha sido más que una operación.» Hank estaba perplejo por el hecho de que no se le hubiera avisado antes; pero

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considerando su relación con su padre aquello no debería haberle sorprendido tanto. Visitó a su madre dos veces más. En la segunda ocasión, le hizo señas de que se acercara a ella, y con voz entrecortada, le dijo: «Tenías razón, Hank. Tu padre es un hombre horrible.» En la tercera visita se encontró con una corona de flores en la puerta. Así fue como se enteró de que había muerto. El funeral tuvo lugar dos días después. Su padre representó el papel de marido desconsolado, pero Hank sabía que había considerado a su esposa más una posesión que una compañera. Se acordó de cuando, años atrás, su madre había huido de Henry y había alquilado un cuarto pequeño en una pensión. Había hablado con Hank y le había dicho lo mucho que disfrutaba de su libertad. Rebelarse era algo tan lejano al carácter de ella que Hank apenas podía creerse lo que oía. Ella había huido de la tiranía de Henry, que no había hecho más que incrementarse con el paso de los años. Hank cree que volvió a casa después de tres meses, sobre todo por necesidades económicas. «Aparte de eso no sé nada más», dice Hank. «Fue su única y gran rebelión. Pero eso es todo lo que sé al respecto.» En 1957 Barbara publicó ocho poemas de Bukowski en Harlequin. En aquella época él era el co-redactor de la revista. Uno de los poemas, «La muerte quiere más muerte», comienza: la muerte quiere más muerte y sus redes están llenas: recuerdo el garaje de mi padre, cuan puerilmente quitaba yo cadáveres de moscas de las ventanas que ellas creyeron eran un escape, sus cuerpos vibrantes, feos, pegajosos gritando como locos perros mudos contra el cristal sólo para dar vueltas y revolotear en ese segundo más largo que el infierno o el paraíso hacia el límite de la cornisa... En la exploración poética del garaje de su padre, Bukowski se centra en imágenes particulares y concretas. Desde sus primeras obras, evitó lo puramente abstracto. Aprendió a observar a partir de los escritores de narrativa. Hizo que lo filosófico y meditativo girara alrededor de las cosas discernibles del mundo real. «Locos perros mudos» es una de las características imágenes directas que jalonan su poesía. Una cabaña alquilada en la cima de una colina apartada del centro de la ciudad se convirtió en el hogar de Hank y Barbara. Mientras Barbara trabajaba, Hank se dedicó al hipódromo, a escribir y a beber. No amaba a Barbara y a menudo se reía para sus adentros al pensar cómo se había lanzado de cabeza a

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aquella boda por correo. Hacían muchas cosas juntos, como asistir a clase de arte en el City College de Los Ángeles y publicar Harlequin, pero Hank empezó a sentirse cada vez más descontento. En cuanto aquello se empezó a evidenciar, Barbara también lo puso de manifiesto. Cada vez con más frecuencia, al volver de su trabajo en el departamento del sheriff le hablaba a Hank de aquel hombre tierno y educado que había conocido. Barbara se obsesionó con él, y lo calificaba de «auténtico caballero». Le contó a Hank cómo había sufrido su amigo cuidando a su mujer enferma hasta que murió. —Escucha, Barbara —le dijo Hank una noche—. Yo he recorrido todo el país. Ya sabes, la gente suele jugar a eso en los despachos. Están fuera de sí de puro aburrimiento. ¿Entiendes?, lo que sientas por ese hombre no significa nada. Algo así como una semana después, a las siete de la mañana, un hombre despertó a Hank, venía a traerle los papeles del divorcio. Hank los cogió, los leyó una y otra vez y fue hacia el dormitorio, donde despertó a Barbara. «Lo siento, Hank», dijo ella. Él le dijo que no tendría que haberse molestado en que le llevaran los papeles. Habría dado el consentimiento inmediato al divorcio. Hicieron el amor por última vez y después Hank cogió su maleta con sus pertenencias, se marchó en el Plymouth —que Barbara le regaló— y empezó a buscar un cartel de «Habitaciones libres». Hank y Barbara Frye recibieron la sentencia de divorcio el 18 de marzo de 1958. Su matrimonio había durado dos años, cuatro meses y veinte días. La sentencia incluía lo siguiente: «El automóvil Plymouth de 1957 se otorgará al demandado, con la condición de que se haga cargo de los pagos aún pendientes.» Hank tuvo el coche hasta finales de los sesenta. Apenas volvió a saber de Barbara, que acabó casándose con un esquimal y se fue a Alaska. En 1959 Frye se convirtió en tema de muchos de los poemas de Bukowski. Uno de ellos, «El día que me deshice de un fajo de billetes», apareció en la pequeña revista Quicksilver en el verano de 1959. En él Bukowski adopta un tono tanto de indignación como de humor para explicar el final de su matrimonio. No falta de nada. Menos lírico que muchos de sus otros poemas de la época, es la poesía del tipo duro que le atraería gran cantidad de público entre lectores que nunca habían prestado demasiada atención a ese género. Comienza con un catálogo: y le dije, puedes quedarte con tus tías y tíos ricos y abuelos y padres y tu jodido petróleo y tus siete lagos y tus pavos salvajes y búfalos y todo el estado de Texas...

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… y tus famosos tornados, y tus sucias inundaciones y todos tus gatos maullantes y tu suscripción al Time, y trágatelos, nena, trágatelos. Continúa diciendo que él puede volver al trabajo corriente y seguir ganando veinticinco dólares semanales por un combate de boxeo a cuatro asaltos. «Claro que tengo 38 años / pero un poco de tinte puede teñirme / las canas...» Esa dimensión de lo puramente autobiográfico añadía un elemento audaz a la obra de Bukowski. Más aún que Whitman, se exhibía a sí mismo, hasta en los juicios y tribulaciones más íntimas de la existencia diaria. Aquello no era raro encontrarlo en la prosa, pero sí en poesía. Henry Bukowski padre falleció nueve meses después del divorcio de Hank, mientras iba a coger un vaso de agua en la cocina de su casa la mañana del 4 de diciembre de 1958. Su muerte fue totalmente inesperada ya que no tenía ningún problema de salud importante. Le quedaban muy pocos años para jubilarse. La novia del viejo había llegado a la casa de éste en Temple City, cerca del hipódromo de Santa Anita, llamó a la puerta y no oyó nada. Tras unos instantes de pie en el porche, oyó el sonido de un grifo abierto dentro de la casa. Volvió a llamar y entonces, presintiendo que podía haber pasado algo, corrió a pedir ayuda a casa de un vecino. Consiguieron entrar en la casa, donde le encontraron en el suelo, con el vaso en la mano y la pila de la cocina desbordándose. Ella llamó inmediatamente a Hank para comunicarle que su padre había muerto. Una sensación de alivio recorrió a Hank cuando se enteró de la muerte de su padre. Le habían quitado un gran peso de encima. Se ocupó personalmente del funeral y lo notificó a los amigos de su padre. Después fue a casa de su padre en Temple City, un lugar por el que pasaba cuando iba a Santa Anita pero que rara vez visitaba. Fue un momento extraño para él. Empezó a revolver entre las cosas de su padre. Salió fuera y regó el jardín y el seto. Comenzaron a pasar por allí los vecinos, al principio con indecisión y luego descaradamente. Les fue dando a cada uno diferentes objetos de la casa, desde cuadros hasta herramientas del jardín. Como escribió más adelante en un relato: «Me dejaron la manguera del jardín, la cama, la nevera, la cocina y un rollo de papel higiénico.» Heredó la casa de Temple City, un barrio recogido y limpio al este de Los Ángeles. Más tarde la describiría como una casa sólida con habitaciones grandes y un gran jardín. No tenía ningún interés en conservarla, ya que prefería seguir viviendo en las habitaciones baratas del lado este de Hollywood a las que estaba

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acostumbrado. Vendió la casa por 16.000 dólares y se gastó el dinero en apuestas y alcohol tan deprisa como pudo, en parte como protesta contra todo lo que había defendido su padre: la búsqueda de riqueza, la posesión de muchas casas y la seguridad. No había visto mucho a su padre ni a su madre antes de que murieran. Al principio de su matrimonio con Barbara Frye, sus padres fueron a pasar con ellos una Nochebuena. Henry padre se quejó de varias cosas: las luces del árbol de Navidad no estaban bien colocadas, su hijo no tenía un trabajo bien pagado. Incapaz de aguantar más, Hank le dijo a su padre: «Ya puedes irte tú y toda tu mierda de esta casa.» Le dijo que se fuera antes de que le echara por la fuerza. Su madre protestó diciendo: «No puedes hablarle así a tu padre», pero el viejo ya había salido hacia su coche hecho una furia y se había sentado dentro. Katherine Bukowski exigió a su hijo que saliese y se disculpase ante su padre. —No puedes dejar que se quede ahí sentado —dijo ella. Hank no respondió. Su madre repitió que debería ir a pedirle perdón. —¿Perdón por qué? —preguntó él. —Pero es que está allí solo —dijo ella. —Creo que es hora de que también tú te vayas.

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Mientras la década de los cincuenta llegaba a su fin, Hank de vez en cuando cogía un periódico y echaba una hojeada a los acontecimientos del mundo. Todavía gobernaba Eisenhower, con aquellos ojos casi bondadosos que miraban fijamente al poeta desde la portada de Los Angeles Times. En Cuba un revolucionario acaparaba la atención del mundo. Un joven senador de Massachusetts llamado John F. Kennedy había saltado al ruedo de la lucha por la presidencia. Muy poco de todo aquello, excepto una mención a Castro, aparece en la poesía de Hank. El hipódromo, sin embargo, proporcionaba gran parte del color y la atmósfera a sus poemas. Los caballos le aportaban energía. Mientras hacía equilibrios entre la vida en el hipódromo y la realidad de tener que ganarse el pan a duras penas, el verdadero trabajo en casa, escribir poesía, se convirtió en algo más definido para él. Las imágenes cobraban nitidez. Pasaba horas escribiendo y, al mismo tiempo, enviando sus trabajos aquí y allá, a veces en grandes lotes. Le gustaba la idea de que los lectores de las pequeñas revistas, en su mayoría también escritores, se fijaran en él: en un hombre que vivía en un cuarto oscuro, con una gran grieta en la pared, que bebía cerveza y se preguntaba si volvería a encontrar una mujer. Un día, a finales de 1958, Hank se topó con Jane. Todo cuanto hubiera tenido de distinguido y atractivo en el pasado ya no existía. Tenía el cuerpo fláccido y su cara aparecía avejentada. Siempre había estado rodeada de un aura indefinible; ahora parecía casi invisible. —Te he visto con esa mujer —dijo Jane, refiriéndose a Barbara—. No es tu tipo. —¿Ah, no? Bueno, ya se ha marchado. Jane le contó que no tenía contacto con su hija. No dijo exactamente por qué, pero Hank se imaginó que debía de ser por la bebida. —Estoy sola, Hank. No tengo a nadie. Principalmente porque le daba lástima, Hank empezó a verla con regularidad y pasaba las noches en el cuarto amueblado que ella tenía en un edificio de apartamentos de Beverly esquina Vermont. Ella bebía más que nunca,

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y seguía con la cantinela de lo inútil que era la gente. Pero el fuego había desaparecido. Evocaba en su antiguo amante intensos sentimientos de amor perdido, de compasión y de culpa. Él quería ayudarla, pero cuando ella sugirió que intentaran otra vez vivir juntos, él no pudo seguirla. Transmitía una sensación de abrumadora tristeza que a Hank le hacía sentirse incómodo y nostálgico de aquella vida en común que había desaparecido. Ya tenía que afrontar bastantes sentimientos negativos él solo. Tener que soportar el peso de las emociones destrozadas de otra persona era demasiado duro. Como no había otra alternativa, Hank dejó de verla. Aquella mujer mayor, de ojos tristes, fue una vez su musa. No le había inspirado poemas de amor, pero sus versos estaban sin duda cargados de información de los años que habían estado juntos. Fue el estar con Jane lo que, en parte, le había metido en la conciencia aquellas aspiraciones de vivir y expresar la santidad profana de lo común. Las personas podían ser felices estando juntas sin que las consumiera la codicia ni las esclavizaran los valores de la clase media. Después de dejar a Jane, Hank volvió a trabajar en Correos, donde permanecería doce años clasificando correspondencia, hasta 1970. Aquélla era una realidad hecha de condiciones laborales horribles y salario bajo, pero necesitaba desesperadamente unos ingresos regulares. Cercano a los cuarenta y sin haber logrado su sueño de ser un escritor que ganase dinero, vislumbraba los barrios bajos levantándose amenazadoramente en su futuro. Cuando pensaba en todos los años que había estado con Jane y en la muerte de sus padres le daban ataques de depresión que se agravaban con los tremendos dolores de espalda provocados por su tarea en Correos. Lo que le salvaba era que no tenía que pensar en nada mientras trabajaba. El carácter rutinario de su empleo le ayudaba a conservar la energía mental para la poesía y el hipódromo. En cuanto a los otros aspectos de su vida, tendía a glorificar sus estados depresivos, y escribía a los editores y poetas con quienes mantenía correspondencia y les contaba sus depresiones, sus sufrimientos laborales y sus pérdidas en el hipódromo. En realidad, controlaba bastante bien sus cambios anímicos. Aquellos que le veían como un poeta de vida desordenada —a través de sus escritos o de la leyenda que más tarde se formó en torno a él— no sabían que vestía inmaculadamente (aunque con ropa barata), que se ajustaba a unas normas de organización estricta y que incluso hasta la bebida la tenía controlada. Bebía todos los días y a veces se corría unas juergas que duraban tres o cuatro días, pero que no le apartaban del trabajo, de los caballos ni de la poesía. La palabra «disciplina» se convirtió en una de sus muletillas. Todos los días reservaba un rato para la poesía. Por aquel entonces ya sabía que escribir requería un lugar aislado para aclarar la mente. Una radio con música clásica, un paquete de seis cervezas, un montón de folios en blanco y la máquina de escribir eran sus acompañantes incondicionales. Sentado a la máquina de escribir, cantaba con una voz fortalecida por el sentimiento de haber pasado por un aprendizaje largo y silencioso, y por un conocimiento profundo de sí mismo, forjado en la lucha en solitario con sus demonios. Hank avanzaba libre de obstáculos: tras él yacían enterrados Katherine y Henry y ante él se extendía Los

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Ángeles, una inmensa red de recuerdos e imágenes del presente que se habían vuelto parte integrante de su obra cada vez mayor. Escribir fue su salvación cuando se enteró de que Jane había sido hospitalizada por sus excesos con la bebida. Su casera le había dado el trabajo de la limpieza de las habitaciones cuando ya no pudo pagar el alquiler. La tarea no era tan difícil, pero hacía mucho que Jane había perdido la capacidad para cualquier tipo de trabajo: le temblaban las manos, le dolía la espalda, tenía problemas para subir y bajar las escaleras. Por razones desconocidas para Hank, el agente inmobiliario que la había ayudado durante los años anteriores había desaparecido ahora de su vida. El poco dinero que recibía se iba en alcohol. Aun así, la noticia de su hospitalización y de su muerte inminente le impactaron. Habían pasado casi una década juntos y no quería creer que aquella mujer que había sufrido tanto se estuviese muriendo a los cuarenta y nueve años. Cuando entró en la habitación del hospital donde estaba Jane, se la encontró semicomatosa. «Allí todo estaba muy limpio y silencioso. La vi en la cama, ajena a mi presencia.» Se acercó a ella sin hacer ruido, se inclinó, le besó los labios y susurró su nombre una y otra vez. Jane abrió los ojos y dijo: «Sabía que vendrías.» Las largas horas que permaneció sentado a su lado afectaron profundamente a Hank. Cuando llegó la hora de irse se inclinó y le besó la frente. Después cogió el coche y se fue al apartamento de ella, donde encontró muchas botellas de alcohol sin abrir que le habían regalado en Navidad las personas cuyas habitaciones limpiaba. Era una cantidad suficiente como para haberla matado, si no la hubieran hospitalizado. Cuando Jane murió, Hank se puso en contacto con su hijo (cuyo nombre ya no recuerda), que vivía en Texas y había hecho mucho dinero con sus negocios, aunque nunca le mandó nada a su madre. Llegó a Los Ángeles cuando Hank todavía estaba ocupándose de los asuntos del funeral, que pagó él aunque creía que el hijo de Jane se encargaría de la lápida. Hank encargó una corona de flores con forma de corazón por la que pagó quince dólares, una suma elevada para aquella época. Los hombres que trajeron la corona la pusieron contra un árbol, porque el soporte que la sostenía en pie no funcionaba. Mientras estaban bajando el ataúd, la corona cayó al suelo boca abajo. Por si el dolor no era suficiente, el hijo de Jane, un personaje frío e impersonal, cometió el ultraje de no aparecer jamás con la lápida. Hank escribió un poema, «Para Jane: con todo el amor que le tuve, que no fue suficiente»: Recojo la falda, recojo el rosario negro que resplandece, esto que una vez acarició su piel, y llamó mentiroso a Dios,

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y afirmo que algo que haya acariciado así o haya sabido mi nombre no podía morirse nunca con esa certeza inamovible de la muerte. … Me inclino sobre esto, me apoyo en todo esto y lo sé: tengo su vestido en mi brazo: pero nada me la devolverá. La pérdida de Jane oscureció los horizontes de Hank. Habían pasado meses desde su funeral y no podía librarse del sentimiento de que a Jane le habían salido mal las cosas hasta en la muerte. Él mismo se sorprendió cuando una tarde se sentó y escribió un poema sobre otra muerte, la de su padre. «No era sobre cómo era mi padre, sino cómo debía haber sido», dijo muchos años después. Hay momentos de ternura en los que el hijo se prueba el abrigo del padre y descubre que le queda bien. «Supongo que el poema tiene algo de ese sentimiento de parentesco. Quiero decir que, después de todo y a pesar de todo, era mi padre, aunque por eso no se debe suponer que yo estuviese abrumado por la tristeza.» Escrito en 1959 y publicado ese mismo año en una revista de San Francisco, The Galley Sail Review, «Los gemelos» recibió una atención considerable. Dice así: a veces insinuaba que yo era un cabrón y yo le decía que escuchase a Brahms, y yo le decía que aprendiese a pintar y a beber y que no se dejase dominar por las mujeres y los dólares pero me gritaba: Por amor de Dios, piensa en tu madre, piensa en tu país, ¡nos vas a matar a todos!... Recorro la casa de mi padre (por la que aún debe 8.000 dólares tras 20

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años trabajando en el mismo sitio) y observo sus zapatos gastados cómo sus pies deformaron el cuero como si hubiese estado furioso plantando rosas, y lo estaba, y observo su cigarrillo acabado, su último cigarrillo y la última cama en la que durmió aquella noche, y siento que debería volver a estirar las sábanas pero no puedo, pues un padre es siempre el amo incluso aunque se haya ido; supongo que estas cosas han pasado una y otra vez pero no puedo evitar pensar morir en el suelo de una cocina a las 7 en punto de la mañana mientras los demás hacen el desayuno no es tan terrible a menos que te pase a ti … entro, me pruebo un traje azul claro mucho mejor que cualquier cosa que yo haya usado jamás y agito los brazos como un espantapájaros al viento pero no sirve de nada; no puedo mantenerlo vivo por mucho que nos odiáramos el uno al otro. éramos exactamente iguales, podíamos haber sido gemelos el viejo y yo: eso decían. tenía sus bulbos protegidos preparados para plantarlos mientras yo estaba con una puta de la calle Tres. muy bien, concédenos este momento: de pie frente a un espejo con el traje de mi padre muerto esperando morir también.

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El infernal Henry padre, centinela del odio y faro de la opresión, nunca se abrió ante su hijo. Ahora, después de muerto el viejo, Hank pudo volver realmente a casa y decir la última palabra. Sus palabras no son amargas, sino que están llenas de remordimiento, de un sentimiento de desesperación frente a la condición humana y de una lucha auténtica por comprender la relación entre él y su padre. Nada había en él que Hank admirase, y sin embargo comprendía que no había forma de escapar al hecho de que el viejo le había ayudado a convertirse en la persona que era. Henry padre nunca dudó de los valores de la clase media, y su obstinación y resistencia se convirtieron en el credo de Hank: no se desvió de su papel de marginal. Sin quererlo, Henry contribuyó a formar a su hijo en la oposición. Hank nunca se sometió al sistema de valores de su padre, según el cual una persona, para tener éxito, debe conseguir riquezas materiales. Sin embargo, ahora el éxito golpeaba a la puerta de Hank. Al principio habían sido unas pocas cartas de otros poetas de revistas minoritarias. Con el tiempo hubo un grupo de admiradores fervientes, gente repartida por todo el país que esperaba impaciente el siguiente poema de Bukowski. A finales de la década de los cincuenta Hank se había convertido en una voz importante dentro de la escena de la poesía underground, perseguido por los editores de revistas minoritarias pero importantes que codiciaban su nombre para incluirlo en sus listas de colaboradores. Para alguna de las publicaciones más formales publicar un poema de Bukowski significaba perder suscriptores y recibir cartas furiosas de protesta dirigidas al director. A veces, al recibir las copias que se envían por correo a los colaboradores, se encontraba con que se le había incluido junto a escritores que sólo escribían poemas rimados. «Era muy divertido», recuerda, «te encontrabas con aquel tipo duro, Bukowski, pegado a otro que escribía sonetos a la luna o a las estrellas.» Abundaban los rumores acerca de su vida en Los Ángeles. ¿De dónde había salido aquel hombre que vivía y escribía desde el borde de la marginalidad? ¿Algún otro había escrito alguna vez un poema a Willie Shoemaker, un jockey? ¿Era cierto que bebía diez cervezas al día? Mucho de aquello había sido propagado por el mismo Hank a través de su correspondencia cada vez más abundante con editores y poetas. Se refería con frecuencia a su pasado y contaba a través de sus cartas que se había educado en la calle, que no había ido a la guerra y que despreciaba el tono general del ambiente literario. El tema del eterno marginado que evita las causas populares y la opinión de la mayoría, que dominaba gran parte de su poesía, podía encontrarse también en sus cartas, lo cual incrementó la imagen de inconformista literario de Bukowski. En cuanto a las revistas en las que Hank publicaba, la mayoría contaba con escasos recursos económicos y desaparecían después del primer número. Pagaban los derechos de autor con ejemplares. Sin embargo, de las filas de aquellas pequeñas revistas surgieron muchos poetas conocidos que se convirtieron en figuras permanentes en el paisaje literario. Thomas McGrath, Robert Bly, Diane Wakowski, todos empezaron en las mismas revistas pequeñas que Hank conocía, y también ellos fueron luego editados en publicaciones más

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importantes. La fama no obsesionaba a Hank por entonces, a diferencia de lo que le sucedía en la década de los cuarenta, cuando se creía un nuevo Hemingway o Saroyan y se imaginaba a veces románticas historias literarias en las que alcanzaba grandes éxitos. Ahora simplemente disfrutaba del acto de escribir sin que se le cruzaran tales imágenes por la cabeza. Cuando recibió la noticia de que E. V. Griffith, director de una revista llamada Hearse, quería publicar una selección de sus poemas, Hank comenzó a pensar que tal vez hubiera realmente una oportunidad para él. Publicar el primer libro de poemas, incluso aunque sólo tenga catorce páginas, es una noticia trascendental para cualquier poeta. Hank se lanzó al proyecto y empezó a intercambiar cartas con Griffith en las que decía que quería dejar la selección de los poemas en manos del editor. Y así comenzó a tomar forma Flower, Fist and Bestial Wail (Flor, puño y gemido animal). Como no tenía ninguna experiencia previa en la publicación de libros, Hank empezó pronto a impacientarse con la tardanza de Griffith, y a preguntarse si de verdad publicarían alguna vez su libro. Presa de un ataque de nervios y paranoia, escribió a Griffith en septiembre de 1960: ¿Sigue usted vivo? Todo lo que me está pasando es banal o venal, y tal vez una versificación más florida y poética: ahora mismo gris y vacía como las bragas del cuento de la vieja que vivía en un zapato. No sé, hay un jodido montón de frustración y falsedad en este negocio de la poesía, la formación de grupos, los apasionados apretones de manos, el te publicaré si me publicas, y el ¿no le importaría leer antes a un pequeño y selecto grupo de homosexuales? Cojo una revista de poesía, paso las páginas, cuento las estrellas, las lunas y las frustraciones, bostezo, meo mi cerveza y miro los anuncios de trabajo. Estoy sentado en un apartamento barato de Hollywood dándomelas de poeta pero harto y deprimido, y las nubes que se acercan por encima de las falsas montañas de papel y yo que picoteo estas estúpidas teclas sin parar, hay 10 grados bajo cero en Moscú y nieva; me está saliendo un forúnculo entre los dos ojos, y en algún lugar entre Pedro y Palo Alto perdí la voluntad de luchar: el tipo de la tienda de vinos me conoce como si fuera su primo: cierra con un crujido la bolsa de papel y se parece a una fotografía de Francis Thompson. Hank se dirigió precipitadamente a Correos pocos días después de escribir esa carta y reclamó un paquete que había llegado de Eureka, California. Incapaz de contenerse, lo abrió en la calle. Dentro estaba su libro: la cubierta era roja

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sobre fondo blanco, catorce páginas, impreso en offset. El librillo número cinco de Hearse. Un modesto comienzo. Se quedó mirando fijamente la portada y después se arrodilló en la acera mientras el tráfico y la gente seguían circulando. Regresó a casa y se sentó ante la máquina a escribir una carta a su editor, con fecha 14 de octubre de 1960: He ido esta mañana a Correos con la tarjeta de aviso que me dejaron ayer en el buzón y —¡aullido!— allí estaba, una cantidad de librillos de HEARSE escritos por un tal Charles Bukowski. Abrí el paquete en medio de la calle, con el sol sobre la cabeza, y ahí estaba: FLOWER, FIST AND BESTIAL WAIL; nunca se dio a luz a un niño con tanto dolor, pero al final nació con la ayuda del buen doctor Griffith; un trabajo hermoso, ¡hermoso! La primera selección de poemas de un hombre de cuarenta años que empezó a escribir tarde. Griff, ¡esto sí que ha sido un acontecimiento! Allí, en mitad de la calle entre Correos y una agencia de venta de coches nuevos. Pero entonces me sobrevinieron los remordimientos y el miedo y la vergüenza. Me acuerdo de la última carta que le mandé cuando por fin me vine abajo, arañando y culpando y maldiciendo, y me puse enfermo. NO SÉ CÓMO DIABLOS DISCULPARME, E. V., PERO, DIOS, PIDO PERDÓN. Es todo lo que puedo decir. Es un trabajo hermoso, limpio y puro, la disposición de los poemas es perfecta. Voy a enviar copias por correo a algunas personas que creen que estoy vivo, pero antes que nada esta carta para usted. Espero poder lograr que olvide toda la indignación que le he causado. En el apartamento amueblado de la calle North Mariposa número 1626, lo único que Hank deseaba era que Jane hubiese estado viva para que hubiera visto su libro y haber tenido una mujer con la cual celebrar su cuarenta cumpleaños en agosto de 1960. El día de su aniversario había salido solo, primero a un antro de strip-tease, donde se bebió unas doce cervezas, y después de bar en bar. Un poeta que le conocía por aquel entonces, Jory Sherman, publicaba junto con él en la revista Epos. En 1958 Hank y él comenzaron a escribirse a sugerencia del director de la revista, Evelyn Thorne. En 1959 Sherman se había trasladado a San Francisco, donde le visitó Jon Edgar Webb hijo. Jon Webb padre, que habría de convertirse en un amigo muy importante para Hank más adelante, vivía en Nueva Orleans y proyectaba en aquellos tiempos publicar una gran revista de poesía que se llamaría The Outsider. Como Webb había leído la poesía de Sherman, había enviado a su hijo para que le propusiese al poeta ser su redactor jefe en la Costa Oeste. Webb hijo llevaba consigo una lista de personas a las que su padre quería publicar y Bukowski era uno de ellos. Justo después de su cumpleaños, el 17 de agosto de 1960, Hank le escribió a Sherman:

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Todo ha acabado, tengo 40 años, he llegado a la cima de la colina, ahora la cuesta abajo... salgo a dar vueltas los sábados por la noche... solo... voy a antros de strip-tease, observo cómo se agitan y se menean como si les pasara algo... aburrido... a un dólar veinticinco la cerveza, pero me las bebo como agua, agua infernal. No bebo mucha agua. Un sitio tras otro... los rostros allí sentados son como jarras vacías, mierda, mierda, ¡oh, recibo un maravilloso ramillete de cocos! nada más despertar, pie resquebrajado, sangre, no puedo andar... una vieja amiga me mandó un enorme ramo de flores, de todas clases. Muy simpático por su parte. Como un funeral, como un precioso funeral, enterrado a los cuarenta años... hoy estoy enfermo. Gracias por toda la información sobre las revistas. OUTSIDER no ha aceptado nada para el nº 2, pero dijo que para los siguientes escogería del montón que le mandé... ¿Te importa si firmo como Charles? Es una vieja costumbre, cuando escribo o cuando alguien me escribe, soy Charles. Cuando se dirigen a mí en persona soy Hank. Eso me da solidez. Una solidez de cuarenta tacos. Poco después de la muerte de Jane, Sherman realizó la primera de las muchas visitas que haría a Hank, acompañado por Norman Winski, director de Breakthru, una pequeña revista de filosofía y literatura de Los Ángeles. El apartamento de Hank, en un segundo piso de la calle Mariposa, era un lugar indescriptible, el típico alojamiento de un hombre que vive solo y tiene un trabajo mal pagado. Tenía una mesa sobre la que estaba la máquina de escribir, un paquete de sobres, algunos manuscritos, algunos libros, y una pequeña radio roja. Cuando Sherman y Winski entraron en el apartamento oyeron música de Haydn en una emisora de FM. Aquella noche la conversación se centró en lo que había supuesto para Hank la pérdida de Jane. «Era obvio que ella significaba mucho para él», recuerda Sherman. «Cuando hablaba me recordaba a Humphrey Bogart, era muy cautivador. Y cuando hablaba de su pérdida no lo hacía de un modo quejumbroso, sino con gran dignidad.» La dignidad innata de Hank le llevaba a detestar las peleas, la búsqueda de favores y las puñaladas por la espalda que tenían lugar en la comunidad poética. Sin embargo, en su correspondencia y con los amigos que le visitaban le gustaba de vez en cuando entrar en encendidas discusiones literarias. Podía llegar a mostrarse increíblemente combativo, hasta el punto de devolver golpes a sus enemigos, reales o imaginarios, por medio de poemas o relatos cortos. Cuando bebía en exceso solía transformarse en un ser enfurecido y gritón que denigraba a los editores y poetas que conformaban el panorama de las pequeñas revistas. Sherman y él acabaron muchas noches juntos furiosos, discutiendo sobre los méritos de tal o cual poeta, o sobre un tema político o social en particular. Sin embargo, cuando estaba sobrio, Hank era amable y reservado. Le contó a Sherman que le disgustaban mucho las payasadas de los poetas beat y le habló

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de su desconfianza frente al mundo literario en general: «Me gusta mantener las persianas bajadas», dijo. Sus amigos le invitaban a recitales y talleres de poesía, todo en vano. Tampoco se reservaba su opinión sobre las obras que le interesaban. En una carta a Sherman, alababa a Robinson Jeffers: Supongo que Jeffers es mi dios: el único desde Shakey que escribe poemas narrativos largos y no me provoca sueño. Y Pound, por supuesto. Y también Conrad Aiken es un poeta muy auténtico, pero Jeffers es más fuerte, más oscuro, un explorador más moderno y más loco. Ser moderno y loco, eso era lo que entusiasmaba a Hank. Escribir con la sangre y no con la cabeza. Saber intuitivamente y no andar rebuscando en meras imitaciones de otros imitadores, sino encontrar las fuentes dentro de uno mismo. Leyó Aullido de Allen Ginsberg y la poesía de Gregory Corso, al igual que muchos otros poetas que escribían para las revistas de poesía pequeñas o «menores», como él las llamaba, pero nunca le impresionaron. Lo que más le molestaba de los poetas beat era su compromiso con los temas políticos y económicos. Creía que aquello era un obstáculo para la poesía, que un verdadero poeta tenía preocupaciones más importantes que la de andar enredándose con asuntos corrientes. Al mismo tiempo Hank condenaba el caso omiso que la estructura social hace de la humanidad plena de un ser humano. A diferencia de los poetas beat, él no es el vate de exacerbada conciencia que lucha por instruir al lector. No enseña a otros sino a sí mismo. Su punto de partida es que el artista es sólo responsable ante sí mismo. Una vez le dijo a un amigo activista: «No entiendo por qué vas a esas manifestaciones estudiantiles contra la guerra. ¿No te das cuenta de que la tarea de un poeta es escribir? ¿Por qué tienes que ir con la multitud por cualquier causa, igual que Allen Ginsberg, que acude a cualquier sitio donde le requieran? Lo que ahora puede parecer que está bien, puede estar mal después.» Hank apreciaba el mundo de las revistas menores porque era un campo libre para publicar rápidamente y no imponía ninguna prueba de tipo social o político. La sensibilidad de industria casera que impregnaba el mundo de las pequeñas revistas no le causaba rechazo sino que más bien le atraía. Comentaba en términos elogiosos, tanto en poemas como en cartas, el hecho de que muchos editores estaban medio locos (como él) y apenas eran capaces de sobrevivir. Escribía cientos de poemas y los enviaba a toda velocidad, sin preocuparse normalmente de hacer fotocopias o apuntar adonde había enviado su trabajo. Le aceptaban un número suficiente de poemas como para satisfacer sus expectativas. Sin embargo, con ese modo cínico y escéptico que le es característico, le comentó a Sherman que «la política y las asociaciones terminan atrapando a estas revistas y pudriéndolas». Y con el mismo tono irónico: «Es mucho más fácil colocar algo en una revista nueva antes de que lleguen los pelotas y los que se apuntan a todo. No me gusta parecer un excéntrico, pero al parecer todo vale.»

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Epos reunió trece poemas y cuatro ilustraciones de Hank y publicó Poems and Drawings (Poemas y dibujos). Poco después Evelyn Thorne comenzó a perder la paciencia al recibir cartas cada vez más enloquecidas de Hank. Afortunadamente, había muchos otros editores que anhelaban aquella clase de comunicación con aquel excéntrico de Los Ángeles a quien Thorne había llegado a tener aversión. Uno de esos editores era el poeta Cari Larsen, que publicó Longshoí Pomes for Broke Players (Poems arriesgados para apostadores en bancarrota) de Bukowski en 1962. La poesía del propio Larsen aparecía frecuentemente en las revistas de literatura. Había desarrollado un concepto que llamó «poesía orgánica», que consistía en escribir primero la parte central del poema para luego trabajar alrededor de ella, comenzando la página desde el final o terminándola desde arriba, según le indicase la intuición. La imaginería concreta y directa que se esforzaba en conseguir se encontraba ya materializada en la obra de Bukowski. Longshot Pomes toca temas muy variados. Hay poemas sobre el hipódromo («Hola, Willie Shoemaker»), mapas mentales de los trabajos temporales del poeta («Poema para los jefes de personal»), apreciaciones sardónicas sobre sus compañeros escritores («Carta del Norte») y poemas que reflejan su conocimiento de la música clásica («La vida de Borodin»). Bukowski distorsionó deliberadamente la forma de escribir «poem» (poema) en el título, con la esperanza de desembarazar al mundo de la poesía de la seriedad que lo rodea; una decisión que convenía a Larsen, quien condenaba firmemente el tono solemne de la principal corriente literaria estadounidense, y cuyo propio libro se titulaba The Popular Mechanics Book of Poetry (Manual de mecánica elemental de poesía). La respuesta a Longshoi Pomes fue entusiasta entre el puñado de gente que leía libros de editoriales pequeñas. Hubo un arrebato general entre los lectores de la segunda selección de poemas de Bukowski. Como dice Sherman: «El humor de Hank, su lenguaje de la calle y su dura personalidad se mezclan en este libro que provocó muchísimo entusiasmo.» Después vino Run with the Hunted (Corriendo con la presa), publicado por Midwest Press, también en 1962. Su editor, R. R. Cuscaden, que se ganaba la vida como agente de seguros y editor de revistas de comercio, admiraba la independencia de Hank. Veía a Bukowski como una especie de expatriado alemán loco, y le admiraba por no ser beat ni académico, y por vivir en California como si se tratase de un destino ineludible. Cuscaden recibió muchas cartas de Bukowski. «Hablaban de la bebida y de sus idas al hipódromo, y hacía dibujos increíbles», recuerda Cuscaden. En Midwest, una revista de poesía y crítica literaria, el objetivo de Cuscaden era el de «buscar una respuesta legítima al síndrome de Corso/Ginsberg/Ferlinghetti (e imitadores) por un lado, y al del grupo de la remilgada revista POETRY por el otro. Buk era, obviamente, la respuesta.» El editor se acuerda de un poema de Bukowski publicado en el verano de 1961 con el título «sin ningún título en absoluto...», que expresaba aquella simplicidad de

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estilo tan innovadora: ...conozco a un hombre que habló una vez con Picasso, vive en el 309, sus alfombras están llenas de pintura, hay pintura hasta en el retrete. pero él no pinta no vale un comino, Pablo. Cuscaden escribió el primer ensayo importante sobre Bukowski en Satis (primavera-verano 1962). «Charles Bukowski: poeta en un paisaje arrasado» era una introducción académica al poeta y su obra, en la que se le comparaba con Charles Baudelaire, cuyo aislamiento dentro de un mundo estéril representaba una tradición literaria que Cuscaden encontró en Flower, Fist y en Longshot Pomes. Esta introducción crítica a su poesía ayudó a fomentar la presencia mítica de Bukowski. Para los editores que le publicaban y para los poetas que le leían, la suya era una voz tremendamente original, rebelde sin parecer experimental, y al mismo tiempo, muy estadounidense en el tono y temperamento. La descripción de Bukowski como un hombre en permanente oposición que hizo Cuscaden, fue recogida en «Charles Bukowski y las superficies salvajes», de John William Corrington (NorthWest Review, 1963), y en «Jeremías en Motly: Charles Bukowski», escrito por John Z. Bennet en el número de Descent de otoño de 1963. Bukowski le envió una copia del artículo de Cuscaden a Ann Menebroker, una poetisa de Sacramento con la que mantenía correspondencia, y escribió una carta que decía: Es condenadamente bueno que yo no use sombrero, pues ya no me entraría en la cabeza después de leer estas críticas. Cariño ahí está la trampa: CRÉETE QUE ERES BUENO CUANDO TE DICEN QUE ERES BUENO Y DE AHÍ EN ADELANTE ESTÁS MUERTO, MUERTO, MUERTO, muerto para siempre. El arte es un juego diario de vida y muerte y, si vives un poco más de lo que mueres, continuarás creando un material bastante bueno, pero si mueres un poco más de lo que vives, ya sabes la respuesta. La creación, el esculpir la cosa, la creación buena es un signo de que el dios que te gobierna desde dentro tiene todavía los ojos bien abiertos. La creación no es el objetivo final pero es una buena parte. Fin de la conferencia n.° 3789. Me tengo que ir corriendo al hipódromo.

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Algunas semanas más tarde le escribió: Ann, creo que esto ya lo sabes: yo no soy esencialmente un poeta, no aguanto a la condenada gente a los poetas que lanzan calumnias y sus vidas contra el mundo llorón, y los poetas son malos y el mundo es malo y así andamos, tú. Lo que quiero decir es que la poesía, lo que yo escribo, es sólo una décima parte de mí mismo; las otras 9 jodidas décimas están suspendidas al borde de un acantilado, hundiéndose en el mar rocoso y chorreando una condena turbulenta y vil. Si sólo pudiera sufrir en estilo clásico y esculpir en magnífico mármol que durase siglos más allá de este ladrido de perro que ahora oigo desde mi ventana 1963, pero yo estoy condenado y abofeteado y astillado y desgastado hasta la insignificancia de mis brazos y ojos y de esta carta de esta noche, uno o dos de mayo de 1963, después de oír tu voz por teléfono. Merezco morir. Sobrevuelo expectante la muerte como un halcón empenachado, con pico y canto y garra para mi sangre enjaulada. Esto puede sonar bonito condenadamente bonito pero no lo es. La parte de poesía en mí, la aparente realidad de lo que escribo, es excremento y escoria y saliva y viejos acorazados que se hunden. Es importante destacar que los panegíricos de los que era objeto Hank, y la fanfarria que le rodeaba, se limitaban a un pequeño círculo de gente relacionada con la literatura. Las revistas en las que publicaba y los libros en los que aparecía su nombre, rara vez sobrepasaron una tirada de trescientos o cuatrocientos ejemplares. Para la mayoría de la gente la poesía apenas existía, y cuando existía, la gente pensaba en iconos tradicionales tales como Robert Frost o Cari Sandburg o, dada su notoriedad, en los poetas de la generación beat: Allen Ginsberg, Lawrence Ferlinghetti y Gregory Corso. Existían publicaciones más conocidas en Nueva York, Chicago y San Francisco, que servían de «órganos de publicación interna» para la rebeldía beat en poesía. Bukowski seguía siendo totalmente desconocido en aquellos importantes centros literarios. Poco después de que la editorial Seven Poets Press publicara el libro, Hank fue a San Bernardino a ver a Jory Sherman, que se había trasladado de San Francisco al sur de California. Sherman había aparecido por casa de Sam y Clare Cherry, dueños de una librería y galería de arte, con aspecto deprimido y gritando que había veces en que no merecía la pena luchar por la vida. Los Cherry decidieron llamar a Bukowski a Los Ángeles y pedirle que fuese a hablar con Sherman. Al principio su respuesta fue: «¡Joder, hombre! No os preocupéis para nada del teatro que monta. Ya sabéis que no es la primera vez.» Sam Cherry siguió explicándole el estado en que se encontraba Sherman y finalmente Hank cedió. Le dijo que Norman Winski le llevaría hasta allí en coche. Cherry le dijo a Sherman que Bukowski estaría allí al cabo de una hora. Al principio aquello le calmó, pero poco a poco, Sherman se dejó llevar de nuevo por

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sus emociones. Por fin, los Cherry le convencieron de que se sentara y les contara sus problemas. Cuando empezaba con la historia de la dura senda por la que tenía que andar un poeta como él, sobre todo si había de cargar con mujer e hijos, se oyó fuera el chirrido de unos frenos. Sin pretenderlo, Hank y Norman anunciaban su llegada. Norman Winski, un hombre alto y rubio, desplegó su sonrisa, se presentó a los Cherry y dijo que había traído a Bukowski porque él tenía un espléndido coche deportivo y podía hacer el viaje más deprisa que el poeta en su vieja cafetera. Mientras Winski soltaba una perorata sobre lo que él escribía, Hank se mantenía a distancia. Sonreía de un modo enigmático e irónico y guardaba silencio. Winski alardeaba de que él escribía libros de filosofía, cuando Hank comenzó a hablar con Sherman y le dijo que todo se arreglaría. —Mira, chico —le dijo—. Todos pasamos malos momentos. —Ya sé que os preocupáis por mí, tíos. Sé que os preocupáis de verdad — dijo finalmente Sherman. Permanecieron en el salón de los Cherry hablando durante una hora o más. Hank estaba sentado en un sillón, como un rey en su trono, haciendo algún comentario de vez en cuando. Ante las quejas de Sherman sobre lo dura que era su vida, Hank dijo: «¡Qué coño! Tú no sabes lo que es una vida dura, tío. Yo he trabajado en un matadero. He oído morir a los toros. He estado en la cárcel tantas veces que ya ni me acuerdo»; gran parte de lo cual era pura hipérbole. A Hank le daba a menudo por ese lado, sobre todo cuando bebía y estaba ante un grupo de gente. Era fácil darse cuenta de que Hank se estaba aburriendo con tanta charla. Le dijo a Sherman que quería hablar con él en privado y le llevó al dormitorio. Después de unos minutos llamó a Winski y le dijo: «Eh, tío, Jory acaba de decir que eres un hijo de puta y ha dicho que no escribes más que basura, y ha dicho que la próxima vez que te vea te va a romper el alma.» Winski se puso furioso y golpeó a Sherman en el estómago. Regresaron al salón y siguieron peleándose. Hank se mantuvo al margen riéndose. «Eso es, chicos, arrancaos la yugular», decía. Mientras seguían peleándose añadió: «Los leones saltan uno al cuello del otro. Los leones locos se van a matar.» Sam Cherry intervino, se volvió hacia Hank y le acusó de provocar la pelea. Hank contestó que tenían suerte de que sólo la provocase y no participase en ella. Dijo: «Ya sabéis que si yo hubiese peleado los dos estaríais muertos.» Después se volvió hacia Cherry y dijo: «¿Sabes una cosa, Sam? Yo he matado a más de uno, y no te olvides de que he trabajado en el matadero y he descuartizado reses. ¡Y sé lo que es la muerte!» Otra vez estaba representando su papel de tipo duro. Pero Cherry detectó una sonrisa mientras el poeta continuaba de esa guisa. Para entonces ya eran las dos de la madrugada. Clare Cherry se fue a la cocina a preparar un desayuno prematutino. Tanto Sherman como Winski se habían calmado y hablaban civilizadamente otra vez. Hank se fue lentamente hacia la cocina. Se acercó a Clare Sherry a quien acababa de conocer hacía apenas unas horas, le puso una mano en el brazo, apoyó su barbilla en la nuca de

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ella y le dijo con una voz dulce, suave y cautivadora: «Eh, Clare. Ese Sam no vale un carajo. Venga, larguémonos tú y yo de este antro y empecemos una nueva vida juntos.» La señora Cherry se quedó impactada, no por la proposición, sino por la suavidad y la pequeñez de aquellas manos ligeras, y por el tono dulce de su voz. Se volvió hacia él y le dijo: «Venga ya, Bukowski. Se está comportando como un adolescente.» —Ya sabes mi teléfono, Clare —contestó Hank.

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Atento. Conocedor de lo más mundano, Bukowski estaba sentado en el club de Santa Anita y le vino una imagen a la cabeza, una que encajaba en un poema nuevo. Todo era bien recibido por él, se enorgullecía de no tener ningún sistema de escritura establecido. Aun así, había creado conscientemente un personaje en su poesía: Bukowski como observador despiadado. Jura que en su mayor parte surgió porque sí, pero fuera como fuera, tenía una voz muy definida, una voz que se reía de sí misma mientras iba hacia la puerta que después destrozaba sin desdén. Durante sus años de Filadelfia, Saint Louis y San Francisco, y durante su época con Jane, había dado la espalda a la educación institucional, que consideraba la muerte. Aunque suene romántico, se educó a sí mismo en la calle. Lo académico le parecía extraño e irreal, una trampa que había que evitar. La llama de la poesía de Bukowski no ardía hacia la autodestrucción. No aspiraba a alcanzar el gesto rimbaudiano de los brazos abiertos, que buscan recobrar las calientes brasas incandescentes de los primeros fuegos de campamento, cuando los hombres gobernaban sus almas. La llama de Hank evitaba deliberadamente el análisis histórico y las ideas épicas. Cuando se dijo a sí mismo que su obra sería el equivalente poético de novelas fundamentales como USA de John Dos Passos y Studs Lonigan de James T. Farrell, que surgieron con un rugido de la conciencia misma de los estadounidenses de los años veinte y treinta, se comprometió a una empatia que lo ataba a su propio barrio. En «los reyes han desaparecido», escribe: decir grandes cosas de los reyes y la vida enunciar ecuaciones como un genio de la matemática, fui a ver una obra de Shakespeare pero la grandeza no llegó; yo no digo que tenga buen oído ni un alma buena, pero gran parte de Shakespeare me aburrió, lo confieso,

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y me fui a un bar donde un hombre con manos como cangrejos rojos me contó su vida a través del humo, y me emborraché cada vez más, cara a cara con el espejo... Otro hombre que también había vagado mucho y, al igual que Bukowski, vivía al margen de la literatura convencional, Jon Edgar Webb, director de The Outsider, tenía planes para el poeta. La relación que se desarrolló entre poeta y editor fue más allá del mero hecho de sacar un libro juntos. Se escribieron, más tarde se conocieron y se hicieron amigos. Incluso antes de que Webb sacara el primer número de su revista, él y Hank ya habían intercambiado cartas. Sentado en su piso en la zona Este de Hollywood, el poeta pensaba que Webb y su mujer, Louise, conocida también como Gipsy Lou, estarían muriéndose de calor en el Barrio Francés de Nueva Orleans, en medio de aquellos edificios con barandillas de hierro y vestigios vivos de antiguos blues. A diferencia de muchos de los editores de Hank, Webb era un hombre mayor y tenía a sus espaldas una historia larga y pintoresca. Había trabajado en algunos de los periódicos más importantes de su época, en los tiempos en que el olor a tinta de imprimir inundaba las salas de redacción. Cuando era joven, Webb había dado clase en un instituto y después fue cronista de sucesos en el Cleveland Plain Dealer. Durante toda la época en que ejerció el periodismo estuvo profundamente interesado en la literatura, fue amigo de Ernest Hemingway, Sherwood Anderson y otras figuras literarias, y escribió relatos cortos. En 1930 le procesaron por robo a mano armada en una joyería de Cleveland y le enviaron tres años al Reformatorio de Mansfield, donde se ocupó del periódico de la cárcel, que se llamaba The New Day. Lo escribía, dirigía e imprimía con la ayuda de su compañero de celda. La incongruencia de que un hombre tan trabajador como Jon Webb, un hombre relacionado con la literatura, se implicara en un robo, siempre ha dejado perplejos a aquellos que conocían su trabajo. En 1939 Webb se casó (era su segundo matrimonio) con Louise. Con el tiempo se trasladaron a Nueva Orleans, donde escribió relatos cortos y una novela, que trataban principalmente del crimen y de la vida de hombres y mujeres desesperados que vivían en condiciones muy duras. El primer número de The Outsider apareció en otoño de 1961. Webb no escatimó gastos. Tras dos años de elaboración, había logrado un nivel excelente y fue un triunfo por la calidad de la impresión y por la maestría del trabajo de dirección. Los poemas de Gregory Corso, Gary Snyder, Allen Ginsberg y Lawrence Ferlinghetti, junto a la prosa de Henry Miller y William Burroughs, dieron a la revista un aura de importancia. Webb había salido del gueto de la pequeña revista y consiguió colaboraciones de los famosos poetas beat, a quienes admiraba mucho, y que publicó junto a muchas obras de escritores menos conocidos. Admiraba a Miller y, al igual que el viejo maestro, evitaba la literatura académica.

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En Bukowski, Webb encontraba la calidad de renegado que le entusiasmaba; era el que más le gustaba de todos los escritores que publicaba. Lo mucho que le atraía la obra del poeta de Los Ángeles queda demostrado en el «Álbum de Charles Bukowski», pieza central de The Outsider, que ocupa las seis primeras páginas de la revista. Esta carpeta de poemas atrajo la atención de los beat hacia la obra de Bukowski, así como la de los críticos literarios de Nueva York y San Francisco. Webb había elegido cuidadosamente los poemas, rechazando muchos y añadiendo otros de los primeros clásicos de Bukowski, como «Viejo muerto en una habitación», poema que Webb consideraba la declaración de principios del escritor, un solitario, aislado de la sociedad, que acepta su estado: esto dentro de mí no es la muerte pero es igual de real como caseros quisquillosos tamborileando en mi puerta por un alquiler mastico nueces metido en la funda de mi soledad atento a tambores más importantes... El tono cuidadosamente medido se mantiene a través de todo el poema y culmina con un reconocimiento final de vulnerabilidad personal: esto dentro de mí que se arrastra como una serpiente, aterrorizando mi amor por la vulgaridad, algunos lo llaman Arte algunos lo llaman Poesía; no es la muerte pero morir terminaría con su poder y cuando mis manos grises dejen caer un último lápiz desesperado en alguna habitación barata me encontrarán allí y nunca sabrán mi nombre mi intención

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ni el tesoro de mi huida. El segundo número (verano de 1962) presentó un trabajo documental sobre la Preservation Hall, una banda de jazz del Barrio Francés. Aparecen dos poemas de Bukowski, «Ausente por enfermedad» y «A una dama que me cree muerto». En una reseña que escribió sobre los Webb, Bukowski hablaba del genio del editor que asoma a través de su atinada selección de prosa y poesía. Decía que es difícil encontrar un editor decente, recalcando que son más excepcionales que los buenos escritores. Era un preludio de tributos que Hank escribiría más tarde sobre Jon y Louise Webb. El tercer número de The Outsider, publicado en la primavera de 1963, estaba dedicado en su mayor parte a la poesía de Bukowski. La fotografía de portada mostraba a un Bukowski pensativo con los ojos muy abiertos, las mandíbulas apretadas; el semblante de un hombre que está a punto de alcanzar el reconocimiento nacional. Webb recibió una carta de un conocido escritor inglés que estaba furioso porque consideraba un agravio que una revista se atreviese a poner una cara tan repugnante en la portada —por supuesto que lo único que hizo Webb fue reírse. El número homenaje a Bukowski presentaba una visión global del escritor hasta aquella fecha. Había artículos sobre él de R. R. Cuscaden, Evelyn Thorne y E. V. Griffith, y un ensayo de William Corrington sobre algunos poemas concretos de Bukowski. Webb publicó incluso una notificación de desahucio de la época en que Hank vivía con Jane: Apartamentos Aragón, Avenida S. Westlake 334, Los Ángeles, California. Apartamento ocupado por los señores Bukowski. Dicho apartamento debe ser desalojado por los siguientes motivos: excesos en la bebida, peleas, lenguaje soez y molestias a los demás inquilinos. Webb presentaba a Bukowski como ganador del «Premio Outsider (Marginal) del Año» correspondiente a 1962. Esto iba seguido de una respuesta del poeta: Y está W. y está T. y también está M. en New Haven, y no os olvidéis de G. De todos modos, yo me siento muy OUTSIDE (al margen), todo lo OUTSIDE que se puede. Aun así, el acto de crear es lo más importante y con todas las j... fotos que queríais, he escrito menos que un caracol... Después de ser elegido Outsider del Año, Hank recibió el premio literario Loujon Press Award Book. Cuando Webb le sugirió por primera vez la posibilidad

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de sacar un libro con una selección de poesía, Hank propuso el título Mirad lo que sacó la red. Otra posibilidad era El baño de las vírgenes con un oso, donde el «oso», según su idea, eran los poemas y la locura, mientras que las «vírgenes» eran los mojigatos, diletantes, farsantes y académicos. Para enero de 1963 Hank ya se había decidido por It Catches My Heart in Its Hands. Entonces empezó a preocuparle que tal vez Random House no le permitiera utilizarlo, ya que estaba sacado de «Hellenistics», un poema de Robinson Jeffers. Hank escribió a Ann Menebroker sobre su entusiasmo por la editorial Loujon Press y sus sentimientos por los Webb: Te escribo por interés: van a publicar un libro mío, Selección de Poemas 1955-1963, IT CATCHES MY HEART IN ITS HANDS... Loujon Press, calle Ursulines, 618, Nueva Orleans, 16, Louisiana. 2 libros, pequeña, y hasta un autógrafo. Dios mío, tengo 2 libros en algún sitio, ¿tú no? Lo que te quiero decir es que yo no gano ningún dinero con este libro —como si eso importara—, pero estoy esforzándome por esta gente porque para ellos 2 libros pueden representar algo tan simple como comer hoy o no. Ellos comen sólo una vez al día y promocionan a hijos de puta como yo, y entonces creo que puedo olvidarme de la inmortalidad y la prudencia y el aislamiento y tal vez hasta de mí mismo y salir y pedirle a la gente que compren el p... libro. Si piensas que esto es sólo chachara de vendedor, no es así. Yo he tirado dinero al fuego. He tirado mis tripas al fuego. Sé mucho de eso. Pero esa gente es la pareja más rara de dioses vivientes que hayas visto en tu vida. Ella vende tarjetas postales en las aceras por dos duros y él está de pie 14 años, horas al día metiendo papel en una impresora barata que se ha agenciado en algún sitio. Sólo puedo decirte una cosa, que estos seres son gigantes en un mundo de hormigas. Si puedes conseguir el n.° 3 de THE OUTSIDER (la misma dirección) (que el libro) quizás entiendas mejor lo que quiero decirte. Webb envió a Hank páginas del libro para que las firmase. Solo, en su habitación de la calle Mariposa, Hank puso sumisamente su firma en las páginas que después su editor iba a añadir al libro ya acabado. Como les escribiera a los Webb, «ahí mi bote de cerveza, el humo del cigarrillo que se remonta por el aire y yo firmando CHARLES BUKOWSKI, CHARLES BUKOWSKI, como si fuese Hemingway, dándole a la cerveza...». Webb le mandó la maqueta de It Catches en mayo de 1963, y le pidió su opinión. Las sugerencias de Hank se referían básicamente al diseño de la portada y la contraportada del libro. Webb y Hank coincidían en todo lo relativo a la tipografía, el papel y el espacio entre poemas por los problemas de encuadernación. Entre junio y septiembre de 1963, los Webb imprimieron It Catches My Heart in Its Hands: New & Selected Poems 1955-1963 en Rue Ursulines, 618, unas antiguas dependencias de esclavos pertenecientes a una vieja mansión en el corazón del Barrio Francés. El escenario parece romántico, pero distaba mucho de

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ser lujoso. La ventana daba a un jardín con una tapia, en realidad un patio de tierra medio deshecho. Esta selva de bananeros medio podridos, cucarachas gigantes, maleza hedionda, polillas, arañas, caracoles, murciélagos, ratas, garrapatas, avispas, lepismas y moscas era la parte exterior por la que se accedía a la habitación pequeña y húmeda en la que el editor hacía su trabajo. Jon Webb se afanaba como un artista ante su paleta: una cubierta de corcho y papel de nueve tintas distintas. Se imprimieron setecientos setenta y siete ejemplares del libro, «hoja a hoja», según explicaban, «a mano, usando Garamond Old Style de cuerpo 12 para los poemas y Pabst OS. de cuerpo 18 para los títulos, en una antigua prensa de pruebas de 8 por 12 pulgadas de Chandler and Price». Esta información viene al final en lo que se describe en la contraportada como una «historiografía de final feliz». Este tipo de comentarios personales, tanto en la revista como en los libros que publicaba, se convirtió en la marca de fábrica de Webb. Su pasión y la de su mujer están bien documentadas. A menudo hacía referencia a todo el trabajo que les costaba a Louise y a él publicar The Outsider, y a la pérdida de dinero que les suponía dirigir una revista de renegados. Estas largas e interesantes descripciones iban seguidas de peticiones de dinero. En el texto que escribieron para el libro de Bukowski contaban cómo les había entrado agua en el taller un día de lluvia, lo que les obligó a tener que rehacer muchas páginas y cómo unos roedores se habían metido en las cajas tipográficas desparramando los caracteres alfabéticos. Después de tantos inconvenientes llegó la catástrofe: se rompió la imprenta, no una vez sino muchas, provocando más retrasos, y «la humedad resquebrajaba los rodillos de composición, hacía que la tinta de las tiradas ya terminadas tardase en secarse, etcétera, etcétera». A pesar de todo, concluían informando a sus lectores que «fue una experiencia inolvidable, que no podría comprarse con todo el oro del mundo —ni venderse al diablo». La reacción de Hank ante la publicación de It Catches se pone de manifiesto en la carta a los Webb de 23 de noviembre de 1963: No he visto jamás en ninguna librería de ninguna ciudad un libro hecho de esta forma, con tanta inventiva creativa y tanto cariño. ¿Dónde han estado los editores durante todos estos siglos? Vosotros lo habéis logrado. Webb dividió It Catches en cuatro partes, de las cuales la primera empezaba con uno de los primeros poemas de Bukowski, «the tragedy of the leaves» («la tragedia de las hojas»), una muestra significativa dentro del mito en incesante desarrollo de Bukowski. El poema puede interpretarse como un himno del Bukowski marginal, y está repleto de motivos que son parte fundamental de su persona, desde la mujer que ha salido de su vida hasta la casera que exige que pague el alquiler:

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me desperté en medio de la sequedad y los helechos estaban muertos, las plantas amarillas como maíz en sus tiestos; mi mujer se había marchado y las botellas vacías como cadáveres desangrados me rodeaban con su inutilidad; sin embargo seguía brillando el sol, y la nota de mi casera estaba arrugada en una amarillez agradable e inofensiva; ahora lo que era necesario era un buen comediante, al viejo estilo, un bufón que bromee sobre el dolor absurdo; el dolor es absurdo porque existe, nada más; me afeité cuidadosamente con una maquinilla vieja el hombre que había sido joven una vez y había dicho que era un genio; pero ésa es la tragedia de las hojas, de los helechos muertos, de las plantas muertas; y me dirigí al oscuro vestíbulo donde estaba la casera terminante y cargada de maldiciones, mandándome al infierno, agitando sus brazos gruesos y sudorosos y gritando pidiendo a gritos el alquiler porque el mundo nos había fallado a los dos. En ese entorno desgastado y vacío del poeta abandonado por su amante en medio del reconocimiento de la inutilidad de la vida, Bukowski revela una de las claves de su poesía y de su carácter: la capacidad de reconocer el humor hasta detrás de los hechos más sórdidos. La imagen del payaso, del bufón de la corte, le añade al poema una dimensión histórica, que nos lleva más allá de la situación

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inmediata del terror ante la casera. Entremezcla hábilmente la nostalgia y el sentimiento intenso de estar casi ahogado por el mísero paisaje metropolitano. El «hombre que había sido joven una vez y había dicho que era un genio» comprende que esta tragedia es la tragedia de todos y que sus sentimientos son universales. Empezando por este poema, el nuevo libro añadía más material a la creciente mística de Bukowski. El lector encuentra una voz clara que emerge de la miseria de Los Ángeles y canta una ristra de melodías de la clase obrera y blues. El libro exige que los poemas se tomen como un todo unificado, y así fue como lo consideró Webb. Además, Webb no estaba en contra de alimentar la mística. Al otorgar el premio de Marginal del Año a Bukowski, el editor contribuyó a realzar al personaje que surgía de la poesía. Con muchos de los escritores que Webb publicaba, planteaba la posibilidad de que fueran marginales de tipo político, mientras que en Bukowski era algo intrínseco a su personaje. «La tragedia de las despedidas» es implacable a la hora de grabar la imagen del marginal absoluto, un hombre con un temperamento muy similar al personaje de Memorias del subsuelo de Dostoievski. Hay bastantes poemas autobiográficos en este libro. La descripción que hace de sus últimos días con Barbara Frye en «los domingos matan a más hombres que las bombas» es una de sus típicas confesiones personales en forma de poema: y volví a la cama con ella y le dije, no te preocupes, no pasa nada, y ella empezó a llorar llorar llorar, lo siento, lo siento, lo siento, y yo dije para ya, por favor, piensa en tu corazón. John William Corrington, un escritor que entonces daba clases en la Universidad Estatal de Louisiana y era amigo de Webb, escribió el prólogo para It Catches My Heart in lis Hands, titulado «Charles Bukowski a media pelea». En él pone al poeta en yuxtaposición a la época de Pound-Eliot-Auden. Corrington ve a estos tres gigantes del modernismo como aferrados al formalismo y responsables de haber engendrado generaciones enteras de malos imitadores que escribían con afectación y lenguaje pomposo. Bukowski, por el contrario, representa la vanguardia de una poesía nueva, libre de toda presunción literaria. Webb insistió en que hubiera un prólogo. Para cuando empezó a trabajar en el libro, conocía la historia de Hank bastante bien. No quería publicar el libro y olvidarlo. En realidad, esperaba poder ayudar a ensalzar el nombre de Charles Bukowski dentro de la conciencia literaria del país. Para lograrlo, quería «colocar»

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al poeta, ofrecerle al lector caminos críticos para acceder a su obra. Ya lo había hecho en el número especial de su revista sobre Bukowski, y ahora, con It Catches, confiaba en completar su misión con el ensayo introductorio. Los Webb le enviaron las críticas de It Catches. A Hank le gustó el detalle y se regodeó en las reacciones más negativas ante su obra. Gran parte de ellas provenían de los críticos conservadores que atacaban la imaginería gráfica de Bukowski, mientras que otros le criticaban por parecer un bárbaro ignorante. It Catches trajo consigo grandes cambios en la vida de Hank. Uno de los temas de discusión más importantes entre Bukowski y los Webb después de la publicación de It Catches era el de un nuevo libro de poemas. Dijo a sus editores que sería maravilloso sacar otro libro, pero no estaba seguro de tener suficientes poemas. Se refería tanto a los poemas que no habían sido incluidos en It Catches como a los últimos que les habían enviado a finales de 1963. Les propuso que considerasen un formato más sencillo y utilizasen un papel y una encuadernación más baratos. Les propuso incluso ayudarles financieramente, pero les advirtió que su oferta dependía de cómo le fuera en las carreras. Una mujer llamada Frances Smith, que tuvo noticias por primera vez de la existencia de Hank cuando un amigo de Los Ángeles le envió un poema de Bukowski sobre un gato que mataba a un sinsonte, pronto se convirtió en una presencia importante en su vida. Frances recuerda que aquel primer poema de Bukowski que leyó acababa diciendo: «y habría gritado, pero existen lugares para la gente que grita.» Lo leyó una y otra vez, y decidió que algún día tenía que conocer a aquel hombre. Fue a la librería del lugar para intentar comprar sus libros. Allí tuvieron ciertas dificultades para localizar a quienes los habían publicado, todas editoriales pequeñas. Finalmente lo lograron y Frances se llevó a casa las tres primeras recopilaciones de poesía de Bukowski. En lugar de descansar entre un libro y otro, los leyó de un tirón. La fuerza de los poemas la obligó a escribirle una carta. La envió a la editorial Hearse Press. No había pasado mucho tiempo, cuando recibió una carta que decía: «Compre mis libros. Mis editores se mueren de hambre.» Frances guardó la carta, en la que figuraba la dirección, pero no volvió a escribir hasta que se trasladó a California, cerca de un año después. Frances había ido a la Universidad de Massachusetts, donde había estudiado literatura y poesía. Una vez había enviado uno de sus poemas a William Rose Benet, del Saturday Review, quien lo publicó en su columna, «El nido del Fénix». Durante la guerra escribió muchísima poesía, pero dejó la universidad porque quería experimentar la vida de cerca. Se enroló en el Cuerpo Femenino del Ejército, viendo en esta institución a un «padre» todoprotector que la cuidaría. Pronto la vida del regimiento la desilusionó, se quedó embarazada, se casó y dejó el ejército. Permaneció casada quince años, tuvo cuatro hijas y escribió muy poca poesía. Sin embargo, finalmente se sintió aburrida y encerrada, se divorció y decidió trasladarse a la Costa Oeste de los Estados Unidos. Aunque sus hijas no la acompañaran, siempre siguió en contacto con ellas. A comienzos de 1962, Frances vivía con su madre en Carden Grove, un

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barrio de las afueras de Los Ángeles. Después de un tiempo, le escribió una carta a Hank desde la casa de su madre, en la que le explicaba lo que le parecía su trabajo e incluía su número de teléfono, aunque no esperaba recibir respuesta. Ella sentía que le entendía a través de su poesía y le veía como a una persona de gran fuerza interior. Una noche recibió una llamada. Supo de inmediato que era Hank. «Tienes que venir por aquí», le dijo. «Te necesito inmediatamente.» Lo repetía una y otra vez, la voz constreñida por la desesperación. «Yo no entendía cuál era la urgencia, y la urgencia era, por supuesto, que estaba completamente solo y no tenía a nadie con quien hablar... Quería contacto humano.» Frances supuso que ella no era más que un número de teléfono en el momento oportuno, algo que se encontraba a mano. Pero estaba decidida a conocerle. El autobús más cercano era el de Anaheim y no sabía los horarios. Apuntó el número de teléfono de él, anduvo vanos kilómetros hasta Anaheim, cogió el autobús a Los Ángeles y llegó al centro. Le llamó desde la estación y le pidió que fuera a recogerla. Él le dijo que cogiera un taxi. Frances se dio cuenta de que estaba demasiado borracho para conducir, así que llamó a un taxi esperando que él tuviese dinero para pagarlo. Ella no llevaba dinero, ya que había olvidado pedirle algunos dólares prestados a su madre. «Recuerdo cuando vi a Hank en la puerta por primera vez. Parecía tan grande y despedía tanta electricidad... Era como el gigante de un cuento de hadas. Simplemente estaba allí, de pie, tan amable..., aquel gigante bueno, suave y simpático. Pagó al taxista, entré, nos sentamos y estuvimos hablando durante horas. Yo no bebí, pero él estuvo bebiendo cerveza.» Hablaron desde las dos de la madrugada hasta que salió el sol. Hank le habló a Frances sobre su infancia en Los Ángeles, sobre las palizas que le daba su padre, su problema con el acné, los años de semiborrachera continua en distintas pensiones, todos aquellos rechazos de sus primeros relatos, su estancia en el hospital en 1955 y cómo casi se muere allí. Y, más que de ninguna otra cosa, habló de Jane. A medida que Frances le escuchaba sentía como si aquella mujer cobrara vida. Una historia en particular, sobre la fuerza de carácter de Jane, la impresionó. Hank le contó que una noche él estaba muy borracho y le dijo a Jane que era una vergüenza que se obligara a la gente a ponerse de pie cuando sonaba el himno nacional y se leía el juramento de lealtad a la patria. Que a él no le gustaba aquello y quería permanecer sentado, pero no tenía el valor de hacerlo. Pocos días después. Jane y él fueron al hipódromo y cuando llegó el momento del himno nacional Jane se quedo sentada. Hank, que lógicamente se puso muy nervioso, intentó persuadirla amablemente para que se pusiera de pie. Jane no se movió. Frances sentía que su aprecio por Hank crecía con cada historia que él contaba sobre las dificultades que había vivido. Cuando se presentó por primera vez para el puesto de Correos, los que le hicieron la entrevista intentaron que desistiera del trabajo porque opinaba que el gobierno interfería demasiado en la vida de las personas. Pero, cuando empezó a demostrar un conocimiento profundo de las leyes, comprendieron que tenía una conciencia muy clara de sus derechos, así que se echaron atrás.

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Cuando Frances le dijo que su madre debía de haberle educado muy bien para que tuviese tanta seguridad en sí mismo, él acabó rápidamente con dicha impresión. Dejó bien en claro que su madre nunca había salido en su defensa ante las injusticias de su padre. Solía decir que se había hecho fuerte a pesar de sus padres y no gracias a ellos. Se veían regularmente. Para poder estar más cerca de Hank, Frances se mudó a un pequeño apartamento en la Avenida Vermont, junto a la Autopista de Hollywood. Ahora tenía una idea más completa del hombre, no sólo del poeta, y encontraba en él una fuerza de carácter que no había visto antes en ningún otro hombre. Y a pesar de su eterna afirmación de que era un solitario, también se percató de que necesitaba a la gente de vez en cuando. A menudo le decía a Frances que temía que se quedara embarazada y le atara económicamente. Frances consideró razonable aquella precaución y no vio en ella ninguna maldad. «Ahí estaba aquel marginal, misántropo, que siempre pagaba el alquiler a tiempo, nunca se retrasaba en ningún pago», dice Frances. «Tenía en el banco un dinero que nunca tocaba y que apartaba antes de ir a los caballos o salir de copas. No era descuidado en ese sentido.» Cuando Frances conoció mejor a Hank aprendió a ver a través de sus modales de tipo duro y descubrió a un hombre sensible que jamás defraudaría a un amigo. «Se preocupa por sus amigos y, lo que es más importante, sabe lo que puede ayudarles y lo que no... Mucha gente ve a Bukowski desde un punto de vista superficial», dice Frances. «No pueden comprender por qué tiene tanto éxito con las mujeres. Tiene la atracción mágica de ser una persona muy sólida debajo de un montón de fanfarronadas; una figura paterna. El padre de todos.» Sin embargo, la idea de ser padre, en el sentido literal de la palabra, le daba miedo. Sentía que tener un hijo significaba (y así se lo dejó bien claro a Frances) una pérdida de la libertad respecto a todos los compromisos familiares que tanto le había costado conseguir. Sentía que su escritura se saldría de sus cauces si tuviese que cargar de pronto con una mujer y un hijo. A menudo Hank le pedía a Frances que fuera a limpiarle la casa. El correspondía preparando la cena. No salían con nadie más y, aunque seguían viviendo separados, empezaron a actuar como una verdadera pareja. Pasado un tiempo, Hank y Frances cayeron en una rutina: él se emborrachaba y se ponía grosero. Francés se marchaba furiosa para después regresar cuando se le pasaba o esperar que él la llamara y le pidiera perdón. Frances se quedó embarazada poco después del asesinato del presidente Kennedy. Se lo dijo a Hank esperando que primara en él su faceta dulce y sensible. El futuro padre reaccionó bien ante la noticia del embarazo de Frances y empezó a hacer planes, diciendo que deberían casarse y buscar un sitio donde vivir. Frances se preguntaba si no estaría diciendo simplemente lo que pensaba que ella quería oír. Además, ella no quería casarse. Amaba a Hank, pero ya había tenido bastante con un matrimonio. El 1 de marzo de 1964, mientras escuchaba a Richard Strauss en la radio, Hank escribió a Jon y Lou Webb hablándoles de Frances:

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Francés embarazada, parece que tendré que cambiarme de casa, parece que boda (otra vez) y problemas pero espero suerte más benigna y que la gracia divina me ayude esta vez. No querría hacerle daño ni a ella ni al niño, dios me ayude porque soy débil y estoy triste y no me encuentro bien, pero si ha de haber algún problema... que sea en mi vida, no en la de ellos... ... es una buena mujer, aunque a veces se pone un poco regañona y complicada pero no importa, y yo finjo que estoy dormido o que no oigo y se le pasa pronto... Tiene esa actitud como de tertulia de café, parece dispuesta a salvar a toda la humanidad... la otra noche se quedó dormida leyendo EL MUNDO DE LA GENTE, y además va a un taller literario... yo tengo mi hipódromo y mis amigos del bar para beber cerveza... A mediados de marzo Hank y Frances empezaron a buscar un apartamento de alquiler, cerca de los barrios de la zona Este de Hollywood, que era lo que Hank conocía mejor. A finales de abril se instalaron por fin en un apartamento de la calle De Longpre, un último piso interior, con la condición de poder cambiarse a uno exterior más abajo, cuando quedara libre. A pesar de que no estaban casados, firmaron el contrato de alquiler como Charles y Francés Bukowski, y así es como empezaron a conocerles sus amigos. El 4 de mayo de 1964 los Webb se trasladaron a vivir a Santa Fe, Nuevo México, pero se quedaron menos de una semana. Regresaron a Nueva Orleans y alquilaron un apartamento minúsculo en la calle Royal, 1109, en un edificio antiguo en el que había vivido Walt Whitman. Poco después de instalarse, hicieron planes para ir a visitar a Hank a Los Ángeles. Webb deseaba sacar otro libro de Bukowski, pero primero quería encontrarse con él, llegar a conocerle en persona. Le dijo a Hank, por carta y por teléfono, que reunirse le ayudaría a tener una perspectiva mejor de sus poemas. Decidieron ir a visitarle antes de que naciera el niño pues sabían que después habría demasiado ajetreo. El 22 de agosto los Webb tomaron una habitación en el Hotel Crown Hill, que Louise recuerda como una pensión de mala muerte: tenía fama de ser la guarida de gente de baja calaña, llena de prostitutas, lavaplatos, carteristas y similares. Hank fue a verles con Frances. El editor de Nueva Orleans les esperaba fuera, en la acera. Cuando Hank llegó en su coche viejo y abollado, con Frances, un paquete de seis cervezas y media botella de whisky, se encontró con un hombrecito de pelo gris, con bufanda y sombrero de copa blancos, que recorría nerviosamente la acera de arriba abajo, y fumaba sin parar un cigarro. Gypsy (Gitana) Lou Webb hacía honor a su nombre, e iba vestida con ropa extravagante. La primera impresión que le dio a Hank fue la de una italiana, una persona de temperamento apasionado. Webb se acercó a ellos y preguntó: —¿Bukowski?

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—Sí. Y ésta es mi mujer. Frances —contestó Hank. —Ningún hombre puede decir que una mujer es suya —replicó Webb—. Nunca las poseemos. Simplemente las tenemos prestadas un rato. Atravesaron un vestíbulo estrecho y oscuro, pintado de un azul grisáceo, mientras Webb explicaba que aquél era el único sitio que habían encontrado en el que les permitían tener a sus dos perros. Hank y Frances les ofrecieron whisky y cerveza. Las dos parejas se quedaron charlando de literatura durante varias horas. Hank se esforzó al máximo por entretener a los Webb, lo cual no sería sino un anticipo de lo que tendría que hacer con un creciente número de editores y escritores que llamarían a su puerta cada vez con más frecuencia. Aunque Hank le tenía impresionado, Webb no perdió en ningún momento su carácter alocado. Era rápido soltando indirectas y aún más en las respuestas. Hablaron de Hemingway, Wolfe, Saroyan y Miller, y después pasaron a los contemporáneos. Hank recuerda que Webb hablaba muy bien, de una forma enérgica y animada. Al día siguiente fueron al apartamento de Hank, donde charlaron casi hasta el amanecer. Al final se pusieron todos a dormir, los Webb en la cama de Hank, Hank en el suelo y Frances en el sofá. Los Webb discutieron si trasladarse a vivir a Los Ángeles o no. «Éramos verdaderos gitanos», dice Lou Webb, «incapaces de instalarnos mucho tiempo en ningún sitio.» Ya habían vivido en el área de Hollywood hacía muchos años, cuando Jon Webb intentó vender un proyecto cinematográfico que nunca llegó a ponerse en marcha. Webb consumía todo el tiempo libre del que disponía Hank. Durante los cinco días que estuvieron en Los Ángeles, se organizaron muchas comidas en la calle De Longpre, algunas hechas por Frances y Lou, y aumentaron los montones de latas de cerveza en el salón de Hank. Webb les habló de su época como cronista de sucesos, del robo a la joyería en el que había estado implicado, de sus años en la cárcel. Lo que más curiosidad despertaba en Hank era el periodo en que Webb había estado en prisión. Le gustaba especialmente oír hablar del compañero de celda que tenía Webb, un negro que le ayudaba a editar el periódico de la prisión, y también de otros personajes carcelarios. Finalmente, cuando llegó el día de la partida de los Webb, el 26 de agosto, Hank y Frances les llevaron en coche hasta la estación de la Unión, y se hicieron promesas de futuras visitas y juramentos de lealtad. Al día siguiente de haberse ido los Webb, Hank les mandó una carta urgente a Nueva Orleans, que llegó allí antes que ellos. En ella les decía: Vosotros dos sois personas auténticas, el tipo de gente que uno espera pero nunca conoce. Sólo espero que sea cual sea el motivo que os hace ir de un lado a otro del país, se calme un poco. Os iré a visitar el año que viene —lo antes posible— adondequiera que estéis.

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Los Webb llenaron un vacío en la vida de Hank. La mayor parte de las personas nunca colmaban realmente sus expectativas. Los Webb no le habían desilusionado. It Catches había sido una prueba suficiente del compromiso de ellos con su poesía. La visita sólo vino a confirmar lo que Hank ya sabía desde el principio, que eran personas sinceras, muy trabajadoras y muy afectuosas. Cuando llegó a Nueva Orleans, Webb se puso a trabajar inmediatamente en su nuevo proyecto, Crucifix in a Deathhand (Crucifijo en una mano muerta). Escribió a Hank para hacerle saber que conocerle había sido «un sueño de honor», pero que, para sorpresa suya, no había cambiado sus sentimientos respecto a su poesía. «Normalmente, conocer a un autor en mitad de un libro resulta desastroso», escribió. «Yo tenía ese temor, pero no llegó á materializarse.» De hecho, el único remordimiento de Webb era no haber podido mantener el ritmo de Hank a la hora de beber. Admitía haber querido emborracharse por completo, pero, según decía, había tenido una enorme resaca la noche siguiente a conocerse. Como la fecha en que Frances iba a dar a luz estaba ya cercana, Hank recorrió varias veces el camino al hospital para tener práctica. Intentó mantener la calma ante sus amigos, pero algunos notaron un creciente nerviosismo. A Jory Sherman le confió sus esperanzas y sus miedos: le preocupaba que pudiese ser una equivocación aquello de tener un niño, pero creía que sería un buen padre. Y el 7 de septiembre de 1964 salieron urgentemente hacia el hospital; Frances desapareció en la sala de partos y Hank se sentó en la sala de espera y se puso a leer los diálogos de Platón. Pocas horas después Frances y la niña salían de la sala de partos y Hank las vio un instante antes de irse a casa a descansar. Cuando regresó le llevó a Frances un pequeño cuenco de regalo que tenía una suerte de flores blancas talladas sobre el cristal, y que a su vez había llenado de rosas. Frances descubrió que las flores talladas del cristal no eran más que el reflejo de una pegatina de plástico que había en el fondo del cuenco. Para Frances aquello no desmereció para nada el regalo, pero Hank sintió como si la hubiera defraudado a ella y a la niña. Estaba destrozado por el descubrimiento y triste: se convenció a sí mismo, aunque no pudo convencer a Frances, de que aquel regalo no tenía importancia. A pesar de las veces que ella le dijo que había sido un gesto hermosísimo, seguía mirándola con preocupación. El día en que Frances salía del hospital, la recién nacida no cesó de llorar, a pesar de los intentos de la enfermera que la paseaba continuamente en brazos. Le dijo al orgulloso padre que tenía una pequeña muy fuerte. Hank cogió a su hija y la sostuvo con cuidado, meciéndola y hablándole, mientras la miraba a los ojos, azules y grandes. Volvieron a la calle De Longpre, contentos de haber salido del hospital, donde Frances había tenido problemas para registrar a la niña como Marina Louise Bukowski, ya que los padres no estaban casados. Exigió que la enfermera llamara a la oficina de registro del condado y comprobara las leyes. La enfermera volvió y dijo que en ese caso harían una excepción. Dispuesto a no repetir los errores de su padre, Hank prestaba muchísima atención a Marina cuando estaba en casa. Frances veía que quería

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profundamente a la niña y que la miraba con una gran intensidad. «Era maravilloso que fuese tan natural y directo en su cariño por la niña.» La otra cara, irritante a veces, de aquella escena familiar era la atareada vida de Hank como funcionario de Correos y figura de la literatura underground. En su trabajo las cosas seguían siendo difíciles y en su vida literaria se obligaba a sí mismo a mantener al día la correspondencia cada vez más abundante, especialmente la que cruzaba con Jon Webb sobre la forma y realización del proyecto de su libro. Había que escribir poemas, poner direcciones en sobres, pegar sellos. Con dos personas que compartían su vida veinticuatro horas al día, empezó a sentirse agobiado. Frances tenía que lavar pañales y ocuparse de la ropa de ambos, aunque Hank mandaba la mayoría de sus camisas a una lavandería china (la lavandería se convirtió en la manzana de la discordia entre ellos). Hank solía dormir en los intervalos entre su trabajo en Correos, su trabajo literario y el hipódromo, y Frances estaba agobiada por sus quehaceres. El amor de Hank por Marina seguía siendo tan fuerte como siempre, pero según Frances, él no podía evitar la sensación de opresión. En muchas de sus cartas de esa época hablaba de lo difícil que le resultaba vivir con otras dos personas que además dependían de él. Frances admiraba la capacidad de Hank para escribir tanto y tener tiempo para hacer todo lo demás. Muchas veces volvía de trabajar con un dolor de espalda terrible. Cuando tendría que haber estado descansando llegaba gente a beber, a sentarse a sus pies y a discutir. La mayoría de las reuniones acababan con el anfitrión tan borracho que se ponía a insultar a sus visitantes, haciendo que se marcharan. Al principio a Frances le parecía divertido observar cómo iba subiendo el tono de su borrachera y de su voz, pero la repetición de la escena empezó a fastidiarla, pronto le empezó a parecer como si tuviese dos niños a su cargo. Cuando Frances decidió irse con Marina en un autobús de la Greyhound a visitar a su madre y a sus hijas, que vivían en Washington D.C., llegó el alivio. Quería ver a sus pequeñas, a las que echaba de menos, y que conocieran a su hermanita. Hank las llevó a la estación de autobuses, las despidió y regresó a su rutina. Ambos sabían que, cuando Frances volviese, tendrían que cambiar su forma de vivir.

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Antes del primer libro editado por Loujon Press, la fama de Bukowski se asentaba principalmente en lo que salía en pequeñas revistas y no en los libritos monográficos editados por éstas. Una vez que su poesía se publicó en un libro, los lectores pudieron verla más globalmente —que era lo que Jon Webb había deseado desde el principio—. Webb quería terminar Crucifix in a Deathhand lo antes posible, pues esperaba colocar a Bukowski entre los nuevos talentos importantes dentro de las letras estadounidenses. Aparte de los éxitos literarios, a Hank le iba cada vez peor en su trabajo en Correos. Sufría dolores casi constantes en brazos y hombros porque pasaba doce horas clasificando correspondencia. Cuando iba conduciendo de vuelta a casa por la noche, un dolor punzante le recorría los brazos de arriba abajo. A esto se le añadía que, hasta en la oficina de Correos, tenía que vérselas con los problemas de otros escritores. Joe Links (éste no es su verdadero nombre), un hombre que trabajaba a su lado, llevaba años intentando escribir. Era un tipo bajito y fuerte, de ojos pequeños e intensos, que tenía ante la literatura aquella actitud que Hank hacía todo lo posible por evitar: quería dinero. Links había escrito una novela que los editores no hacían más que rechazar. Hank le dijo a Links que debía escribir partiendo de sus propias experiencias en la vida, olvidándose de si su prosa le haría ganar dinero. «Un par de veces le aconsejé que se largara... pero le faltaban agallas y dejé de intentarlo.» Dado que por necesidad debían estar encerrados en el mismo apartamento Frances, Marina y él, Hank no había podido trabajar tanto como solía. Su producción literaria se había reducido a casi nada y así se lo hizo saber a Webb. Ya fuera porque Frances lavaba o porque Marina lloraba, la vida en casa era a veces un verdadero agobio. Tanto él como Webb estaban preocupados por la imposibilidad de reunir los poemas suficientes para el proyecto de la nueva recopilación. Después de una gran insistencia por parte de los Webb, decidió viajar a Nueva Orleans en marzo de 1965. La idea de pasar una semana en otra ciudad comenzó a parecerle cada vez más atractiva a medida que se acercaba la fecha del viaje. El 4 de marzo Hank se subió al tren de la Sunset Limited en la Estación de la Union. Durante el trayecto a Nueva Orleans convirtió el bar del tren en su cuartel general y apenas se fijó en el paisaje que atravesaba. No había ninguna

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mujer a bordo que le sedujese. Para que el tiempo pasase más rápidamente, comenzó a pensar en los poemas que escribiría en Nueva Orleans. La mayoría de los que ya le había enviado a Webb tenían una sencillez y concisión que los diferenciaba de la obra publicada en It Catches. Los Webb fueron a buscar a Hank a la estación. «Cuando bajó del tren estaba borracho», recuerda Gypsy Lou. «Jon y yo nos escondimos detrás de una columna. Queríamos saber en qué condiciones se encontraba antes de salir a saludarlo.» Hank se acercó a ellos tambaleándose y les prometió nuevos poemas para completar Crucifix, justo lo que Jon Webb quería escuchar. Mientras se dirigían hacia el apartamento-oficina, un semisótano, Hank se encontró pronto rodeado por los edificios antiguos, pintorescos y con manchas de humedad, que daban un carácter especial al Barrio Francés. —¿Quieres una cerveza? —le preguntó Webb. Bebieron durante un rato y charlaron sobre el viaje en tren y sobre el futuro libro. Webb empezó a contar un cuento de triunfos y fracasos como editor, igual que el que solía contar en sus cartas, al tiempo que prometía que el próximo libro de poemas tendría mejor aspecto que el anterior. —Eso va a ser difícil de lograr —dijo Hank. Webb armonizaba con su entorno, tan diferente del mundo de Los Ángeles que Hank conocía. En Los Ángeles había innumerables estilos arquitectónicos que competían entre sí, pero allí los elegantes edificios antiguos con barandillas de hierro, ventanas altas y estrechas y colores brillantes formaban un mundo compacto único en todo el país. Los Webb estaban enamorados de la delicada nobleza del lugar, y eran muy conscientes de su importancia como centro cultural en el Sur. Hank observaba a los turistas que recorrían las calles y entraban y salían de las tiendas de regalos. Al principio se preguntaba cómo hacían los Webb para soportarlos. No le llevó mucho tiempo descubrir que Jon Webb estaba demasiado metido en su trabajo, especialmente en Crucifix, como para preocuparse de los turistas. Jon y Gypsy Lou eran supervivientes, como el mismo Hank. Habían salido adelante gracias a una combinación de buena suerte, energía sin límites y dedicación absoluta a su tarea. Hank estudió a Webb de cerca, observándole mientras éste le enseñaba la imprenta y las páginas del futuro libro. —No te olvides de esos poemas que tienes que escribir —le dijo Webb—. Ésa es una de las razones por las que estás aquí. —No te preocupes. Estás hablando con Bukowski. Te conseguiré más poemas. —Bueno, más te vale. Cuando Hank vio que casi todo el espacio disponible en el apartamentotaller de los Webb, incluida la bañera, estaba ocupado por las páginas de sus poemas, se sintió desconcertado. La escena era surrealista. Observó detenidamente a Webb mientras trabajaba en la imprenta, metiendo el papel metódicamente, con un aire de delicada gracia. «Eso que está entrando en esa máquina son mis palabras», se dijo Hank a sí mismo. «Dios mío, ¿me merezco

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todo esto?» Estudió atentamente aquella habitación, moviéndose lenta y cuidadosamente por miedo a tropezarse con algún montón de páginas impresas. Una vez, estando él todavía allí, Gypsy Lou empezó a chillar: «¡Bukowski, Bukowski, Bukowski! ¡Está en todos lados! Odio a ese hijo de puta. ¡Y además ahora está aquí en nuestra casa bebiendo cerveza con esa enorme barriga, y esa pinta de sabelotodo!» Hank la alentaba en su arrebato: «Eh, Gypsy. Venga, dilo, mujer.» Admiraba su capacidad de decir lo que le pasaba por la cabeza sin importarle quién lo oyera. Webb era lo opuesto a su fogosa compañera. Era el augusto señor de la tipografía y el imperturbable mago de la imprenta. Los Webb organizaron todo para que Hank se quedara en casa de su gran amiga Minnie Segate, una mujer robusta de ojos tristes y mejillas rosadas. Minnie, que era una mujer de más de cincuenta años, tenía un pequeño café llamado Cajun Kitchen. Tenía una casa mucho más grande que la de los Webb, justo al doblar la esquina, y estaba encantada de tener a Charles Bukowski de invitado. Había un dormitorio para cada uno y ella se ocupaba de hacerle la comida, de lavarle la ropa y de planchársela. Minnie solía llegar a casa todos los días quejándose de que no había suficientes clientes en su negocio y después preparaba la cena para ella y para Hank. Por la noche le preparaba bistecs y por la mañana copiosos desayunos. Mientras la comida se hacía, ella se ponía a trabajar en unos elegantes sombreros que hacía para señoras ricas que pasaban de vez en cuando por su casa para comprar sus últimas creaciones. A Minnie no le importaban en absoluto los éxitos literarios de Hank; admiraba al hombre por sí mismo. Pero sí que tuvieron algunas discusiones acaloradas, casi como si estuvieran casados. Hank le escribió algunos poemas a Minnie y se los pasó después a los Webb. Antes de dejarle traspasar la puerta, Jon Webb le preguntaba: «¿Tienes algún poema nuevo?» Si decía que sí, al editor se le ponía una sonrisa de oreja a oreja y le dejaba pasar. Webb ajustaba los caracteres e introducía cada nuevo poema en la imprenta, sin corregirlos ni suprimir palabras o versos. En un día bueno Hank le llevaba diez o quince poemas de una vez. Webb le miraba con expresión seria y le preguntaba: «¿Esto es todo?» Si alguna mañana en particular Hank no había escrito nada, Webb le cerraba la puerta. Por un lado resultaba bastante cómico, pero pasado un tiempo, a pesar del encanto de Minnie Segate y de algunos bares como el Bourbon House, Hank empezó a deprimirse. Bebía con amigos de los Webb que éstos le habían presentado, y acabó siendo el blanco de las acusaciones de Webb cada mañana por las tonterías que había hecho la noche anterior cuando estaba borracho. Empezó a sentir que la sonrisa helada de Webb y su dedo acusador se parecían a los de un padre o una novia. Webb continuaba preparando los poemas y metiéndolos en la imprenta, presionando a Hank para que escribiera más. La obsesión de Webb, al ser única (en aquellos momentos no publicaba a nadie más), le hacía aún más exigente. Cuando estaba solo, Hank paseaba por los lugares predilectos en los que

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había pasado largos ratos hacía más de veinte años. «¡Dios mío! Era como verme a mí mismo. De alguna forma casi ansiaba volver a estar allí, solo, joven, deseando ser un gran escritor, medio loco con la idea, viviendo a base de caramelos, suerte y argucias.» Vio el edificio donde había trabajado para un impresor y el lugar donde había estado clasificando revistas para su distribución. Nueva Orleans no estaba mal, pero empezó a sentirse intranquilo. Sentía que su relación con los Webb se había vuelto demasiado estrecha como para estar cómodo. Sentía que los seguiría viendo a través de los años y quería mantener cierta distancia. Los Webb organizaron una reunión para que Hank y William Corrington se conocieran, pues imaginaban que surgiría una gran amistad literaria entre ellos. No fue el caso. Cuando Corrington y su mujer conocieron a Hank, hubo las habituales presentaciones y se sacaron fotografías y a Hank Corrington le pareció un esnob de la literatura. Louise Webb recuerda que Hank se comportó de un modo sutilmente sarcástico mientras que Corrington interpretó el papel de amable profesor y figura literaria. Hank quedó para cenar con Corrington en un restaurante chino, donde hablaron de política. Hank habló despectivamente de Barry Goldwater, que era uno de los héroes de Corrington, y la noche terminó en desastre. Hank se fue poniendo cada vez más polémico, y Corrington, cada vez más distante y frío. Ya incluso antes de conocerse, Hank se había sentido muy molesto por algunas de las ideas de Corrington sobre la literatura y había expresado cierto recelo por su posición en la universidad. Le desagradaba la postura de Corrington, que sostenía que la novela se encuentra a un nivel superior al de la poesía. Corrington le había dicho por carta a Hank que le gustaba la poesía y le apasionaba la prosa. Más adelante Hank le escribió a Webb: «Es como si (Corrington) se hubiese casado con la persona equivocada y no pudiéramos convencerle de que se divorcie.» Hank ya le había escrito a Webb diciéndole que la novela de Corrington era floja, y le explicaba que la novela estadounidense adolecía de previsibilidad, carecía de atrevimiento, y que la mayor parte de los novelistas se encontraban oprimidos por la preocupación por los esquemas tradicionales de arte. Poco menos de un año después, escribiría una de sus primeras narraciones largas de los años sesenta para un editor independiente, una obra que surgió de un tirón de su máquina de escribir, con esa clase de crudeza que él creía necesaria para producir una gran obra narrativa de cualquier tipo. Su desdén hacia Corrington revela mucho del enfoque general de Hank respecto a la vida y a la literatura. Había identificado inmediatamente al poeta sureño con la clase de gente que había conocido durante toda su vida, el tipo institucional de las universidades y las clases de arte. Al principio Bukowski les solía caer bien, después pasaban a rechazarle rápidamente. Creía que aquel distanciamiento tenía que ver con el hecho de que percibían en él una rebeldía natural contra la autoridad que ellos veneraban y obedecían. Le dijo a Webb que su encuentro con Corrington había sido como el diálogo entre «un barbudo y un no barbudo, un profesor y un no profesor».

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Hank distinguía claramente entre lo que él llamaba «los chicos de uñas limpias» y la gente que él había elegido como compañía durante sus años de formación, como los borrachos, los obreros y los que se habían educado en la calle. La educación oficial era sinónimo de muerte y deterioro. Cuando Corrington le dijo que escribía poesía para perfeccionar el arte de la novela, Hank protestó diciendo que aquello era un intelectualismo limitado, una excusa para entregarse al gran esplendor en lugar de a las expresiones espontáneas del corazón. Hank pasó algunos de sus ratos libres en Nueva Orleans con un sordomudo amigo de los Webb. Se comunicaban escribiéndose servilletas de papel sin cesar e intercambiándoselas mientras estaban de juerga en el Bourbon House. Una noche los Webb llevaron a Hank a un pub del barrio, en el que el pianista que estaba tocando se levantó y anunció: «Señoras y señores, esta noche tenemos con nosotros al gran poeta Charles Bukowski.» El público estalló en un gran aplauso y Bukowski les saludó con la mano y volvió a concentrarse en su copa. Más tarde fue al lavabo, donde un hombre se acercó y le preguntó: —Oiga, señor, ¿qué es lo que usted ha escrito? —Olvídalo, chico —contestó, y regresó a donde estaban sentados los Webb. Cuando llegó el momento en que Hank debía volver a Los Ángeles, se sucedieron las muestras de cariño y admiración mutuos. Jon y Gypsy Lou prometieron que irían a Los Ángeles y Hank manifestó su deseo de volver a hacerles otra visita en algún otro momento. Se marchó diciéndoles que dejaba sus nuevos poemas en buenas manos. «Me sentía casi culpable. Aquella gente estaba rodeada de locura y pobreza. Vivían encima de mis manuscritos y de las páginas del libro.» Sin embargo, consideraba que lo que ellos hacían era una forma de arte. Su sacrificio era comparable al de los poetas que publicaban. Un joven poeta de Nueva Orleans, Marcus Grapes (más tarde conocido como Jack Grapes), conoció a Jon y Gypsy Lou en el Barrio Francés cuando empezaban a publicar The Outsider, y recuerda la dedicación de Webb cuando trabajaba en Crucifix. Una noche lluviosa fue a visitar a los Webb para ver cómo iba el libro. Al entrar se encontró una habitación llena de montones y montones de páginas impresas con los poemas de Hank. Entre los montones había pequeños senderos que permitían a Jon y a Gypsy navegar a través del caos. Webb estaba sentado ante su pequeña mesa, una madera apoyada sobre dos cajones de naranjas, encuadernando los libros con una lata grande de pegamento y un pincel enorme. «Me recordó a Tom Sawyer», dice Grapes, «Webb y su pincel.» Lo que a Grapes le pareció aún más divertido fue el machete que usaba Webb para cortar las páginas de cada ejemplar del libro. «Jon parecía un maestro de escuela, calvo y amable», recuerda Grapes. «Llevaba puesto un gorro de paja. Se parecía a una gorra de béisbol. Jon era bastante callado y observaba a la gente con una mirada de acero. Me parece que tenía algo que le inducía a apreciar el lado más oscuro de los demás seres humanos y a valorarlo. Siempre que le hablaba del lado más oscuro, o decía

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alguna locura, se le ponía aquel brillo en los ojos como si estuviera a punto de decir algo realmente importante.» Su descripción de Gypsy se parece mucho a la que hace Hank; una persona tranquila que, de pronto, estallaba en enfurecidas declaraciones que apabullaban a cualquiera que se encontrara a tiro en ese momento. «La mirabas y era como las gitanas de las películas. Tenía el pelo negro y una cara muy angulosa, como la de una europea del Este. No se puede imaginar dos personas más diferentes que Jon y Gypsy y sin embargo tenían una magnífica relación.» Grapes piensa que una de las razones por las que Webb sentía tanta afinidad con la obra de Bukowski, aparte de la calidad lírica de su poesía y de su capacidad para decir cosas de forma concisa y clara, es que Webb admiraba la imagen de duro que Bukowski ofrecía al mundo. Grapes recuerda con qué entusiasmo hablaba Jon Webb de las locuras que hacía Bukowski cuando estuvo en Nueva Orleans, de su capacidad para beber cantidades enormes de cerveza y de la facilidad con que contaba historias en las que jamás asomaba el menor sentimentalismo. Durante muchos meses Webb estuvo negociando con Lyle Stuart, un neoyorquino dueño de una editorial independiente, para publicar Crucifix. El resultado fue que consiguió imprimir 3.100 ejemplares. Le dijo suficientes veces a Hank que los poemas merecían mayor número de lectores que el que normalmente tienen las editoriales pequeñas y que ser publicado por Stuart significaba una distribución más amplia. De vuelta en casa, Hank se quejó de un artículo que había aparecido en Billboard, una revista no literaria de Nueva Orleans, en la que Webb decía que Hank medía un metro noventa y ocho, bebía una caja de cerveza al día y escribía treinta poemas a la semana. Hank protestó ante sus amigos diciendo que sólo medía un metro ochenta y medio y, ya más en serio, que no le gustaba ese tipo de exageraciones. La revista describía el taller-apartamento de Webb en la calle Royal como un «desordenado calabozo» con una prensa antigua. Aparecían otras citas de Webb contando que de vez en cuando suprimía algunas palabras inaceptables de los poemas de Bukowski, normalmente con su consentimiento, pero a menudo también sin él. Aunque todas aquellas deformaciones de la realidad por parte de Webb molestaron a Hank, las aceptó como un mal necesario y hasta divertido dentro de las manías creativas y rarezas generales de poetas y editores. Hank no recuerda que Webb suprimiera jamás ninguna palabra de sus poemas, aunque reconoce que pudo haber pasado, pero muy rara vez. Cuando Crucifix in a Deathhand llegó a sus manos, Hank experimentó el mismo asombro que con el esfuerzo anterior de Webb. Las ilustraciones de Crucifix fueron realizadas por el artista neoyorquino Noel Rockmore y el prólogo era de Bukowski. En él revelaba gran parte de su estado de ánimo durante aquellos años en los que su reputación como poeta empezaba a extenderse rápidamente. Un fragmento dice así: Nota: dije que no sabía escribir un prólogo y se me dijo que lo

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escribiera, simplemente como escritor, pero no soy escritor. De qué tengo miedo: de convertirme en uno, en uno muy bueno, de aprender a DARME AIRES... Me asusta y ya no confío en mí mismo. El miedo a quedarme fuera y ya no poder ver nunca más la verdadera luz con mis propios ojos... También es malo amar este libro; no confiamos en ese amor. Tengo tan mala suerte, voy calle abajo... pensando en eso, en mi suerte: OTRO LIBRO... las gentes (especialistas incluidos) hablan de mí en grupos — como poeta— como escritor de poemas, y saben más de Bukowski que él mismo... me arrastro hacia el agujero al que normalmente suelo arrastrarme después de un libro, olvidándome del sol de madera, olvidándome de la imagen, venderse o no venderse... En el prólogo Bukowski menciona a Jeffers, aquel poeta que se mantuvo alejado de los juegos-de-poder literarios, que deliberadamente se instaló lejos de los centros de la vida literaria. Jeffers había hecho del Gran Sur su fortaleza. Los Ángeles se convirtió en la fortaleza de Bukowski. Las autopistas eran como fosos contra el mundo exterior. Allí solía encerrarse durante meses, en los que sólo salía para ir a trabajar y al hipódromo. El poema que da nombre al libro, «Crucifijo en una mano muerta», es en sí mismo una obra importante, un poema sobre la quintaesencia de Los Ángeles, que se mete directamente en el latido del corazón de toda la metrópoli. Alaba el conocimiento de la tierra y sus significados, ahonda en la historia del lugar, preserva, sin embargo, un sentimiento individual como algo independiente del entorno. Bukowski ofrece una breve biografía de la destrucción de las colinas y del campo abierto y pastoril. Enfoca sus impresiones a través de una fuerte imagen católica y de una referencia histórica, cosa excepcional en Bukowski: esta tierra claveteada, maniatada, dividida, sostenida como un crucifijo en una mano muerta, esta tierra comprada, revendida, vuelta a comprar y vuelta a vender, a través de tantas guerras, los españoles todo el camino de vuelta a España a los guardacabos otra vez... Y, en un tono meditativo, el poeta nos lleva al conocido escenario de la época en que vagaba por la ciudad: ...y también pienso en los viejos hartos de música hartos de todo, y la muerte como el suicidio creo que es a veces voluntaria, y que para uno

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encontrar la tierra aquí es mejor regresar al Gran Mercado Central, ver a las mexicanas viejas, a los pobres... Estoy seguro de que has visto a estas mismas mujeres hace muchos años discutir con los mismos jóvenes funcionarios japoneses... El oído refinado y la habilidad innata para la sencillez van unidos a un lenguaje corriente. La comprensión de Bukowski reside en una visión que va mucho más allá de las preocupaciones de los maestros del crecimiento y del desarrollo metropolitano o de los que abrigan un sentimiento histórico. No es la alineación la que le distancia de las cosas que le rodean, sino un sentido del poder definitivo y la calidad perdurable del paisaje interior, el lugar de la mente, el lugar del pensamiento creativo y espontáneo. Las fuentes del pensamiento creativo estaban sin duda en su cabeza cuando escribió los poemas de Crucifix. En «Alubias con ajo» decía: esto es bastante importante: poner tus sentimientos por escrito, es mejor que afeitarse o cocinar alubias con ajo. es lo poco que podemos hacer esta pequeña valentía del conocimiento, y también está, por supuesto, la locura y el terror de saber que algo tuyo es como un reloj al que no puede dársele cuerda otra vez una vez que se para. Crucifix está lleno de viajes. Bukowski martillea con decisión sobre la idea de la crucifixión personal de todos los hombres, y en «Algo para los revendedores, las monjas, los empleados de ultramarinos y tú» escribió un himno a los trabajadores que empieza:

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tenemos todo y no tenemos nada y algunos hombres lo consiguen en las iglesias y algunos hombres lo consiguen partiendo mariposas por la mitad y algunos hombres lo consiguen en Palm Springs comprando rubias de mantequilla con almas de Cadillac, Cadillacs y mariposas nada y todo... y nada, y nada, los días de los jefes, hombres amarillos con mal aliento y pies grandes, hombres que parecen sapos, hienas, hombres que caminan como si la melodía nunca se hubiese inventado, hombres que piensan que es inteligente contratar y despedir y producir... y nada, cobrar tu último cheque en un puerto, en un taller, en un hospital, en una fábrica de aviones, en una sala de tragaperras, en una barbería, en un trabajo que no querías de todos modos. impuesto sobre la renta, enfermedad, servilismo, brazos fracturados, cabezas partidas; todo el relleno que se sale como en una almohada vieja... También él, que tenía mucho de trabajador, continuaba escribiendo a una velocidad desenfrenada después de su visita a Nueva Orleans, e incluso emprendió nuevos proyectos literarios. Cuando Jay Nash y Ron Offen, del Chicago Literary Times y la editorial Cyfoeth Publications, le propusieron hacer un librito de poemas, Hank dijo que los seleccionaría personalmente entre el material no utilizado en las recopilaciones previas y el que no se incluyó en el último momento en los libros de la editorial Loujon Press. En la breve introducción a Cold Dogs in the Courtyard (Perros fríos en el patio), que se convirtió en el título del nuevo libro, decía:

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todos los poemas de este libro se han publicado en revistas, que no es lo que los hace ser distintos. Lo que los hace especiales —para mí— es que son poemas ignorados (o ignorados y rechazados) por esas personas que, por razones desconocidas para la sociedad, publican colecciones de poesía. Ésta será, espero, la 6.ª selección de mi obra desde que empecé a escribir nada menos que a los 35 años, hace ya unos 9 años, largos y tristes, y éstos son los poemas que los editores no quisieron en los primeros libros... Aquélla era su fiesta. Yo nunca hice una selección de mi propia obra para una colección, creyendo —según parece ser la fórmula— que un escritor no es muy buen juez de su trabajo... En los últimos tiempos puedo distinguir una mujer buena en cuanto la veo, o un buen fuego, un buen whisky, un buen coche, un buen cuadro ... ¿por qué no iba a poder distinguir un buen poema? Aunque esté escrito por mí. Así que cogí las revistas y me puse a mirar... Ahora, por supuesto, habrá algunos que piensen que mi obra no tendría que haberse publicado jamás en un libro ni de ninguna otra forma, me parece bien porque yo pienso lo mismo de muchos escritores. Así que aquí está el libro. Y supongo que con esto me convierto en editor. Nunca pensé que sería editor. De aquí, a Atlantic Monthly, a Life, a Time, o a la redacción de The New Yorker. Mientras tanto me serviré otro whisky con agua, pero, hombre, ¿qué es todo ese barullo que hay ahí fuera? Que entren, que entren. ¡Que se haga la LUZ! Y Jon, Rob, Cari, E. V., os perdono, por esta vez. c.b. La última frase se refiere a los editores de Bukowski: Jon Webb, R. R. Cuscaden, Cari Larsen y E. V. Griffith. Entre el 27 de junio y el 4 de julio de 1967, Hank fue a visitar a Jon y Gypsy Lou a Tucson, Arizona, adonde se habían trasladado por razones de salud. Acababan de terminar Order and chaos chez Hans Reichel (Orden y caos en Hans Reichel), de Henry Miller, y habían empezado a trabajar en un número doble de The Outsider (el 4/5). En algún momento Webb tuvo la sensación de que Hank estaba celoso por la atención que le dedicaban a Miller. Aunque aquello no disminuyó el aprecio que Webb sentía hacia el poeta, sí hizo que se impacientara ante la actitud de Hank. Quizás eso explique la violenta discusión que tuvieron el último día de la visita de Hank. Se estaba hablando del tema de la violación. Hank bromeaba e insistía en que estaba muy bien violar a niñas menores de doce años, porque los hombres necesitaban a veces ese tipo de satisfacción en varios momentos de su vida. Webb, que se lo tomaba en serio, sostenía que aquélla era una afirmación repugnante. Hank mantuvo su postura incluso cuando Webb empezó a gritar que Hank no estaría de acuerdo si fuera su propia hija a la que violaran. Webb tuvo otros problemas con Hank durante esa visita. Le había contado

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que a Gypsy Lou le daban ataques de asma muy fuertes cuando se ponía a freír. «Pues Bukowski no hizo otra cosa más que pedir cosas fritas durante toda su estancia», decía Webb en una carta a Edwin Blair, de Nueva Orleans. Le contaba también una partida de póquer en la que Hank dejó de jugar porque Webb había sacado cuatro reyes, aunque Hank era el que iba ganando más dinero. Según Webb, Bukowski dijo: «¿Quién coño puede ganarle a un jugador que saca cuatro reyes?», antes de abandonar el juego. Webb interpretó aquellos caprichos como el indicativo de los celos de Hank porque Louise y él habían centrado la atención en Henry Miller. Hank trató el libro de Miller con indiferencia, lo cual hizo que las esperanzas de Webb mermaran tanto en relación con el libro como con Hank. A principios de 1968, mientras los Webb todavía estaban acabando el número doble de The Outsider, Hank llamó a Jon y estuvo al teléfono durante cuarenta y cinco minutos. La llamada consistió, básicamente, en un monólogo de Bukowski de la mejor calidad: agresivo y afectuoso al mismo tiempo. Hank explicó que él no podía permitirse estar hablando durante mucho tiempo por teléfono y se quejó de que el editor le había obligado de alguna forma a hacer la llamada. Continuó así durante un buen rato hasta que finalmente dijo que iba a colgar el teléfono. Pero, antes de hacerlo, le dijo a Webb cuánto le quería. «Vosotros habéis apostado siempre por mí, amigos», le dijo Hank, «y eso no lo olvidaré jamás.» En junio de 1971, a la edad de sesenta y seis años, Jon Edgar Webb murió en el Hospital de la Universidad de Vanderbilt en Nashville, Tennessee. Marvin Malone dedicó un número entero de The Wormwood Review a Jon Webb. Hank escribió en él un artículo sobre su relación con Webb y Gypsy Lou. Decía de Webb: El milagro de Jon Edgar Webb, ex estafador, ex escritor, ex editor... Parece como si ahora los cielos se fueran a caer un poco o las calles se fueran a rajar y a abrir, o las montañas fueran a temblar. Pero no. Es la historia, la historia, y el juego continúa. Una nueva baraja. Otra copa. Y la tristeza. Que nos hayan hecho para no durar, y que desperdiciemos tanto y que cometamos tantos errores. Mira, Jon, te veo sonreír de oreja a oreja... Sabías que Buke escribiría para ti. Ahora hace frío y un Corvette blanco aparca ahí fuera y baja una chica preciosa. No puedo entenderlo...

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Los Ángeles, esa ciudad como una ocurrencia tardía de la imaginación estadounidense, un lugar que Bukowski, de forma chauvinista, mantuvo como contraposición al Estados Unidos de paisaje más llano, de pozos de petróleo, continuó siendo el telón de fondo de sus poemas durante los años sesenta y siguientes. La ciudad le era muy útil por su sencillez y su falta de pretensiones. Él no alababa la ciudad como hizo Whitman con Nueva York en Hojas de hierba, pero hizo llegar su forma de ser a la gente que vivía lejos, en otro Estados Unidos. Se suponía que Los Ángeles era la ciudad sin literatura, literalmente una ciudad sin voz. Evocaba imágenes de autopistas abarrotadas y aparcamientos enormes, de palmeras marchitas achicharradas bajo un ardiente sol de verano. Había muchas importaciones literarias, de las cuales algunas habían escrito incluso sobre Los Angeles y sus alrededores: Aldous Huxley, Christopher Isherwood, Bertolt Brecht y hasta Thomas Mann. William Faulkner estuvo una temporada. Robinson Jeffers iba al Instituto Occidental. Y además estaba Raymond Chandler, el ángel oscuro de las profundidades de la ciudad. Pero el único escritor de Los Ángeles con el que Bukowski sentía afinidad era John Fante, cuya influencia literaria en su obra reconoció siempre. Bukowski se convirtió en una voz inextinguible y apasionada de la ciudad. Eligió quedarse allí, enredarse en su lado más terrenal. Mientras muchos poetas suspiran por las tertulias literarias y la cultura metropolitana, lo que más le gustaba a Bukowski es la falta de todo eso. Frente a frente con la rancia y lenta decadencia de la zona Este de Hollywood, incorporó imágenes nuevas a la poesía estadounidense. En lugar de mirar ansiosamente hacia Europa, como hicieron muchos poetas de la Costa Este, influenciados por los expatriados Ezra Pound y T. S. Eliot, o hacia Asia, como una generación posterior de poetas de la Costa Oeste entre los que se encontraban Kenneth Rexroth y Gary Snyder, él miró hacia abajo, hacia las aceras y las calles agrietadas de Los Ángeles y escribió «el lugar nuevo»: tengo que terminar con esto pero no es más que un barrio pobre y pequeño sin mucho espacio para el arte,

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sea el arte lo que sea, y oigo las regaderas hay una bolsa de la compra un niño que patina. me largo, me largo por el milagro de comer y tal vez nunca más alguien furioso, este lugar y todos los demás lugares. Existe una lógica casi perfecta en el hecho de que Bukowski influyese en una generación de poetas jóvenes y rebeldes que anhelaban encontrar un lenguaje y una topografía espiritual radicalmente diferente de la de los suplementos literarios que se dedicaban a los escritores más reconocidos y de la que se escuchaba en las aulas universitarias. En la poesía de Bukowski estos escritores jóvenes descubrieron una sensibilidad anárquica y una conciencia divorciada de la literatura rebelde usual. Se convirtió en una especie de dios para aquellas mentes jóvenes, cuyas preocupaciones articulaba con voz auténtica y discordante. En opuesto contraste con aquella dedicación de Jon Webb a la publicación artesanal, a mediados de los años sesenta empezaron a aparecer algunas revistas de poesía a multicopista, hechas por muchos de aquellos poetas jóvenes e inquietos. La mala calidad del papel usado por los editores y el descuidado trabajo de impresión eran una forma de manifestar su desdén hacia los suplementos literarios de buena reputación. Douglas Blazek, uno de los poetas jóvenes más emprendedores, que se convertiría también en un editor importante en lo que se conoció como la revolución de la multicopista, empezó a publicar Ole en 1964 en su casa en Bensenville, Illinois. A su compañía editorial la llamó Mimeo Press. En la portada de la revista declaraba que Ole estaba «dedicada a la causa de hacer de la poesía algo peligroso». Blazek nació en Chicago en 1941, el mismo año que Bukowski dejó Los Ángeles y empezó su época nómada. En el primer curso de enseñanza secundaria, Blazek leyó En el camino, de Jack Kerouac, un libro que le influyó profundamente, como a muchos de su generación. También El guardián entre el centeno, de J. D. Salinger, fue un libro importante en su formación. De hecho, igual que Bukowski, Blazek estuvo afectado de acné y se sintió rechazado por muchos de sus compañeros de clase. Aquel rechazo, basado puramente en su aspecto físico, intensificó su creciente rebeldía. Se consideraba cada vez más poeta, mientras aumentaba su desconfianza hacia el mundo. Sólo en la poesía

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encontraba los medios para reconciliarse con él. Cuando Blazek empezó a publicar su revista le pidió poemas a Bukowski, cuya dirección obtuvo de Ron Offen, redactor jefe del Chicago Literary Times. El poeta respondió inmediatamente y Blazek aceleró los planes de su aventura literaria. Las palabras de Bukowski le ayudaron a encontrar un camino diferente del marcado por los poetas beat. «Podía identificarme con Bukowski en ese trabajo de fundición del proceso mismo, en la valentía auténtica. Yo veía que necesitaba hacer que tanto yo como mi obra fueran más auténticos. Bukowski nos reveló un camino para explorar otro punto de vista», afirma Blazek. A la hora de elegir un nombre para la revista, Blazek se decidió por Ole, que él pronunciaba «ol», palabra que había utilizado en uno de sus primeros poemas. Otros lo pronunciaban «ole», como en español, cosa que aceptaba porque creía que expresaba el espíritu que quería defender a través de su revista. Además, «ole» se utilizaba en la muerte del toro en las corridas. «La poesía se está muriendo en la parra como una puta en el taburete del fondo en una noche de lunes», decía Blazek citando a Bukowski en su texto de presentación del primer número de Ole. Aquello le daba pie para explicar su propia convicción de que la poesía podía recibir la recarga de una generación nueva, una generación que sabe que «no existe un procedimiento especial para escribir poesía ni para vivir la vida». Blazek escribió que «OLE espera demostrar que el señor Buk está equivocado. Queremos fortalecer la poesía...». Eso fue lo que hizo a su modo, personal y caótico, durante los años siguientes, con poetas como Bukowski y Harold Norse, con quien Hank mantuvo una voluminosa correspondencia, ayudando a dirigir la batalla. Blazek trabajaba solo, comunicándose a través de la red de pequeñas editoriales de poesía. Aparte de Bukowski y Norse, descubrió obras de otros poetas mayores. El correo era el lazo de unión entre la mayor parte de los editores, poetas y suscriptores de la revista, lo cual establecía un gran abismo entre su realización y la idea de la tertulia literaria de París y de San Francisco. Este movimiento literario vía buzón de Correos era perfecto para el temperamento de Bukowski. Para Blazek, fue una revelación encontrar justo al principio de su carrera una voz como la de Bukowski en Los Ángeles, a tres mil doscientos kilómetros de distancia, independiente de todo movimiento literario y de las instituciones académicas. Ahí estaba un hombre que vivía y escribía sin ideas preconcebidas, que echaba leña al fuego del anarquismo literario. Blazek confiaba en el poeta de Los Ángeles. La relación de Bukowski con Ole le ayudó a retornar a la prosa, cosa que no careció de importancia en su vida. De hecho, con el tiempo, aquello habría de permitirle vivir de su literatura y conseguir lectores en todo el mundo. En el invierno de 1964 Blazek escribió a Bukowski para anunciarle que ya le había mandado el primer número de la revista Ole por correo. Le decía que «has apartado al arte de los dominios de los profesores universitarios, de los creeley, de los william carlos williams, de los pound y eliot». Después, en un gesto romántico, afirmaba que Bukowski había devuelto la poesía a las personas corrientes y

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financieramente inestables del país, y continuaba: «TÚ eres el primer ejemplo de que la poesía de mañana será la poesía del poeta sin título, que lucha y se esfuerza.» El editor de Ole se negaba a hacer declaraciones directas de tipo político, lo cual fue una razón más para que Bukowski y él se sintieran compañeros literarios. Su ira frente a la sociedad estadounidense era muy parecida a la que podemos encontrar en las obras de Henry Miller. Blazek creía que la poesía, por sí misma y sin ninguna conexión con movimientos políticos organizados, podía influir positivamente en la vida de las personas. Esa creencia de Blazek de que la vida y las ideas debían unirse en el poema se justificaban en la obra de Bukowski. Es interesante notar que no sólo veía como enemigos a institutos y universidades, sino también a modernistas como W. C. Williams y poetas más jóvenes como Robert Creeley. Los consideraba demasiado apartados de aquella libertad necesaria para el arte y la poesía que va más allá del convencionalismo literario. Lo que hizo, en esencia, fue retornar a la terrenalidad de Walt Whitman. Para Blazek todo se centraba en el riesgo y en la ausencia de afectación. Las cartas de Douglas Blazek están llenas del mismo tipo de imágenes ricas e información personal sobre manías de la vida cotidiana que las de Bukowski. En el viejo poeta encontró a alguien que le comprendía, alguien que había pasado por muchos de los sufrimientos vividos por Blazek. Esto no quiere decir que fuera una relación unilateral. Bukowski vertía en el papel sus sentimientos más profundos, los metía en sobres y los mandaba al pueblecito de Bensenville. En diciembre de 1964, Blazek escribió una larga carta a Bukowski, en la que hablaba de que tenía que volver a la fábrica al cabo de tres horas. Y después decía: Si por lo menos tuviera dos jodidos libros me quedaría en casa contando los copos de nieve y apuntándolos en un diario como memorias del pasado para que me rondaran en alguna futura interpretación de la Tocatta de Bach o en algún sueño dormido de ojos abiertos boca arriba en la cama suave y abundantes dedos crispados por el terror ante lo que tengo que pasar. En la misma carta Blazek escribe: ¿cómo has podido sobrevivir 44 años teniendo que prostituirte haciendo cosas que odiabas? Mira, yo ni siquiera tengo 30 años y estoy a punto de hundir el cuchillo en el tiovivo para iniciar el vacío, ¿cómo pudiste durar tanto? ¿y qué es lo que te mantiene ahora que sigues trabajando por el sueldo de un trabajador común? ¿es la bebida o las drogas o es que al

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final te has vuelto loco? Después aclara que no le tome demasiado en serio, que realmente pregunta esas cosas a todos los artistas y escritores de todas partes que, como él, tienen que enfrentarse a la terrible perspectiva de intentar sobrevivir. Bukowski recibió con agrado aquella franqueza y vulnerabilidad por parte de Blazek. Sabía que el joven poeta no tenía problemas en examinar su propio estado. Su estilo polémico también le resultaba atractivo a Bukowski, y le gustó la afirmación de que «la poesía de esta generación es el don del hombre pobre. El don del hombre que lucha y se esfuerza. Los grandes poetas ya no surgirán más de las familias de clase media alta que vive más o menos cómoda desde el punto de vista económico». Blazek, como obrero de una fábrica de pueblo, era el tipo de poeta joven con el que Hank podía sentirse identificado de algún modo, y Ole, con su mala impresión de máquina multicopista barata, le sorprendió por su fuerza en estado puro cuando llegó a su buzón. Bukowski estaba representado con tres poemas: «perro guardián», «libertad» y «edad». El primero abría la sección de poesía y los dos últimos la cerraban. También colaboraron dos editores de Bukowski, Carl Larsen, que hacía unos pocos años le había publicado Longshot Pomes for Broke Players, y Marvin Malone, de Wormwood Review. En las notas de la revista, Blazek decía que Bukowski «reside en Los Ángeles, donde escribe cartas alocadas y hermosas e intenta mantenerse sobrio. Actualmente se prepara para aceptar el Premio Nobel de poesía, que merece tanto como Martin Luther King». Bukowski creía que Ole representaba un paso adelante nuevo y apasionante en poesía. Le gustaban los aspectos ásperos de aquella obra de Blazek. «Tenía la sensación de que Blazek y todos nosotros estábamos haciendo algo importante. Había otros, William Wantling, que entonces estaba o había estado en la cárcel, y Steve Richmond. Éramos un grupo bastante duro. La poesía norteamericana necesitaba una buena revisión. En aquel entonces parecía que aquello era lo que había que hacer.» Uno de los más duros en el tono era el poeta Harold Norse, un expatriado que vivía en Europa. Norse, al igual que Bukowski, era un inconformista literario y una leyenda underground. Su obra también había aparecido en The Outsider. Ahora, a través de Ole, sirvió, junto con Hank, de padre confesor a los poetas más jóvenes. William Wantling, nacido en 1933, era considerado junto con Bukowski uno de los poetas más importantes de la revolución de la multicopista. Blazek publicó una recopilación de su obra, Down, Out, and Away (Abajo, fuera y lejos). Durante muchos años Wantling y Hank mantuvieron una voluminosa correspondencia. Hank admiraba su poesía de la misma forma que admiraba la de Richmond o la de Blake. Áspera y terrena, la voz de Wantling era la de un joven que vivía completamente fuera de la escena literaria académica. Había estado varias veces en la cárcel, una de ellas pasó cinco años en San Quintín. Cuando Hank y yo publicamos nuestra propia revista en 1969, L.augh Literary and Man the Humping Guns (La risa literaria y el hombre de las pistolas cargadas), incluimos obras de Wantling. Hank y Wantling intercambiaron, sobre todo, divagaciones, durante mucho tiempo. En respuesta al interés de Wantling por la pena de muerte —él

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había conocido al escritor Caryl Chessman, muerto hacía tiempo en una pelea carcelaria—, Hank le escribió en diciembre de 1965, para después pasar a hacer un comentario sobre todo el sistema judicial. Supongo que lo que sucede es que la estructura de casi todo está mal, así que ¿por qué vamos a analizarlo por partes? Quiero decir que hundamos el barco entero, el barco del Estado, el barco del mundo. ¿Una bomba? da igual, lo que quiero decir es que tomemos por ejemplo la cárcel: no necesitamos cárceles, no necesitamos moral, lo único que necesitamos es un sentimiento de trabajo común y tranquilidad e instinto, desconocimiento de las religiones, desconocimiento de la moral, desconocimiento de la llamada decencia, desconocimiento de las leyes, un jodido poli me hace parar el coche porque voy a 90 kilómetros por hora estando borracho, la teoría es que no sé lo que hago y que estoy poniendo en peligro la vida de otros miembros de la sociedad, una gilipollez. el que no sabe lo que hace es él, que es más bruto que un arado. BASÁNDONOS EN LA TEORÍA DE QUE HABÍA QUE PREVENIR UN POSIBLE MAL MORAL Y SOCIAL LO QUE HEMOS CREADO HA SIDO UN VERDADERO MONSTRUO, ¿me entiendes? a ti te han enchironado porque te han cogido con drogas, les molestaba que tuvieras algo que ellos no tenían, es una mierda de sociedad que te dice que está mal usar drogas pero está bien que te estés matando en una fábrica por un salario insignificante y degradante. El segundo número de Ole apareció en marzo de 1965 con una portada de papel amarillo impreso en rojo y negro. En la primera página un anuncio proclamaba que la revista era para «todos aquellos legisladores no reconocidos del mundo, especialmente para aquellos que no son realmente reconocidos...». El enfrentamiento a las conocidas afirmaciones de Percy B. Shelley en su «Defensa de la Poesía» marcaba el tono de lo que la revista deparaba al lector a continuación. Blazek incluyó un ensayo en el cual proclamaba que «la literatura es como el increíble hombre que encogía, que menguó hasta convertirse en la dulce insignificancia de una crema batida...». Al final de esta «charla» publicaba una carta de protesta enviada por la directora de una revista de poesía, como reacción al primer número de Ole. En ella decía que apenas podía creer que hubiese tanta gente inhumana y vulgar en el mundo como para llenar de poemas las páginas de Ole. A Hank le gustaba cómo mantenía Blazek el enfrentamiento constante con la oficialidad literaria sin parecer demasiado político. Calkins debió de quedar mucho más horrorizada con el segundo número de Ole, porque era otro tanto de lo mismo e incluía, además, un texto especial de Charles Bukowski, una prosa al rojo vivo, titulada «Ensayo incoherente sobre la poesía y la puta vida escrito mientras me bebo un paquete de seis cervezas (grandes)». El título describe con exactitud cómo estaba la cabeza de Bukowski cuando lo escribió. Al explicar más tarde el ensayo dijo: «Era el manifiesto de un

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borracho. Me sentía como el Ezra Pound de la multicopista. ¿Entiendes?, parecía que de verdad estaban pasando cosas en ese momento, así que se suponía que ese ensayo era sobre cómo eran o deberían ser esas cosas.» Había creado una bomba literaria para tirársela a la Academia y a los tipos engreídos que ocupaban puestos de poder en el ámbito de la cultura. El ensayo, escrito con un estilo muy personal, proporcionaba a Bukowski la oportunidad de volcar sobre el papel gran parte de lo que le pasaba por dentro. Empezó desde sus primeros años de escritor, ofreciendo un retrato muy personal de sí mismo, un cuaderno de sensibilidad poética que le presentaba como una figura solitaria atravesando el paisaje: En los días en que me creía un genio y me moría de hambre y nadie me publicaba, solía pasar mucho más tiempo en las bibliotecas que ahora. Era estupendo conseguir una mesa vacía cerca de una ventana por donde entrara el sol y que el sol te diera en la nuca y en la cabeza (...) no me parecía tan mal que los libros estuviesen allí tan sosos con sus portadas rojas y naranjas y verdes y azules como de broma... El «Ensayo incoherente» continúa con ese mismo tono coloquial. «Si yo era un genio o no lo era no me preocupaba tanto como el hecho de que, sencillamente, yo no quería ninguna parte de nada», decía Bukowski. Hablaba sobre el asombro que siempre le había provocado ver a otros hombres trabajar en trabajos fijos, y recalcaba su deseo de escapar constantemente del sistema, de ahogarse deliberadamente en vino. Después mencionaba a su padre como «aquel monstruo embrutecido que hizo de mí un bastardo en esta triste tierra». Después volvía a aterrizar en la mesa de la biblioteca sintiendo «la falta de vida, la muerte». A través de las cartas de Bukowski, Blazek tuvo conocimiento de los años en que había escrito prosa. Basándose en la pasión, la exuberancia y la sabiduría innata de sus cartas, Blazek le instó a que escribiese el ensayo. «Aquellas cartas que me escribía eran maravillosos ejemplos en prosa de la libertad individual. Demostraban que uno puede coger cualquier cosa que suceda entre el hombre y el mundo, usando un lenguaje vivo, y las propias cosas se hacen legibles. Era el lenguaje a través de la sangre.» Blazek recuerda que sus suscriptores se sintieron identificados con el texto de Bukowski. Les había llevado la voz de un hombre mayor que escribía al borde de la locura con una sensibilidad como la de Artaud: Entonces yo estaba perdido y era joven; ahora estoy perdido y soy viejo. Allí estaba, sentado en aquella biblioteca, el conocimiento de generaciones enteras estaba allí y para mí no valía un carajo, y no había una voz con vida en el mundo que hubiese dicho nada de lo que yo estaba pensando.

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Eso no era del todo cierto. Bukowski podía haber mencionado perfectamente al joven Saroyan o el Dago Red o Pregúntale al polvo de John Fante. No era totalmente infiel a sí mismo. Todavía se sentía ligado a personas como Henry Miller, que había escrito que había que quemar todos los libros y continuar el camino con el propio ser como dueño del destino; que recalcó la importancia de confiar en la voz propia, en la visión personal. En aquel momento Hank no sabía que le esperaban muchos libros en prosa en el futuro. Ya había empezado a definir con precisión los matices del personaje que más tarde surgiría como un hombre con experiencia del mundo, Henry Chinaski. A medida que avanzaba el ensayo, Bukowski llevaba al lector una vez más a la biblioteca, pasando por la sala de filosofía y religión, hasta Thomas Chatterton y Dostoievski. Cuenta al lector sus primeros intentos de escribir relatos y cómo escribió muchos a mano porque no tenía máquina de escribir. Después rememora imágenes de su juventud, tales como el viaje con una cuadrilla de trabajadores ferroviarios, la vez que pegó a un filipino en la cabeza con la máquina de escribir en el pasillo de una pensión de mala muerte, y cuando asistió a un curso de escritura creativa en la Universidad de la Ciudad de Los Ángeles. Se define como un escritor ajeno a la tradición transmitida por Keats y Shelley, así como a la heredada de W. H. Auden, Stephen Spender, T. S. Eliot y Ezra Pound. «Llamadme terco, si queréis, inculto, borracho, lo que queráis», proclama: Nunca he dicho esto pero ahora mientras escribo estoy lo suficientemente colocado como para decir tal vez que Ginsburg ha sido la fuerza más provocadora en la poesía norteamericana desde Walt W. Es una puta pena que sea homosexual. Es una puta pena que Genet sea homosexual. No es que sea una pena ser homosexual sino que tengamos que andar perdiendo el tiempo y dejar que los homosexuales nos enseñen cómo escribir. Exhorta a los lectores a darse de baja en las suscripciones a revistas literarias académicas y «venir a Ole donde tienes que fruncir el ceño ante lo que leer y reírte por nuestras faltas de ortografía y puntuación». ¡Qué ironía que Bukowski, que de joven había devorado los libros de las bibliotecas públicas, se autoproclamase inculto y terco! Sin embargo, al igual que Henry Miller, que después de todo escribió Los libros en mi vida, un himno al arte de leer, Bukowski creyó que era mejor vivir las experiencias de la vida de cerca y no confiar en el pasado ni en las impresiones de la vida de otras personas. Lo que quería demostrar era que un escritor tenía que crear su arte a partir del mundo que le rodeaba, y no a partir de las voces de otros. El ensayo recibió una acogida tan positiva por parte de los lectores de Ole que Hank se puso a trabajar con entusiasmo en otros textos en prosa. Blazek le animó, aunque en realidad el poeta no necesitaba que le empujaran. Le apetecía

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volver a la prosa una temporada y descubrió un estilo fluido que se leía con la misma claridad que encontramos en su poesía. Poco después la editorial Mimeo Press publicó dos pequeños libros en prosa de Bukowski, Confessions of a Man Insane Enough To Live with Beasts (Confesiones de un hombre lo bastante loco como para vivir con las bestias) en 1965, descrito en el cuarto número de Ole como «informes en prosa de las relaciones infernales que un hombre mantiene con la vida», y All the Assholes in the World and Mine (Todos los ojos del culo del mundo y el mío) al año siguiente, «un informe humorístico sobre un hombre al que le operan de hemorroides». Para Hank estas dos incursiones en la prosa le devolvieron a una forma de expresión que había dejado hacía muchos años. En esa época comentó a sus amigos su deseo de poder dejar el trabajo y vivir simplemente de su pluma. En Confessions nace el personaje de Henry Chinaski. Al igual que en «Ensayo incoherente», Bukowski escribió esta obra de ficción autobiográfica muy rápidamente, todo lo rápidamente que le permitió, literalmente, la velocidad con que desplazaba sus dedos sobre el teclado de la máquina de escribir. Intentó no elaborar una obra literaria. Dejó que primaran los elementos viscerales, escuchando cómo rugía la sangre en sus venas mientras vertía por escrito fragmentos de su vida. Su prosa recorrió temas como su relación amorosa con Jane, sus problemas de acné, y su vida en bares baratos y trabajos temporales. Bukowski prestó atención a su propio «oído», lo que significa que escribió como hablaba, y el resultado fue un texto que puede considerarse un ejercicio de calentamiento para su narrativa posterior. Confessions se compone de diversos episodios, puestos uno tras otro, sin orden cronológico. Forma y contenido, moldeados por el momento de la creación, no presentan una elaboración especial. Tampoco tenía un esquema previo antes de sentarse a escribir. Bukowski describe a Chinaski como un hombre con mirada de loco y debilitado por las borracheras incesantes que cogía con vino barato, después de haber fracasado en la habitual búsqueda de un empleo como empaquetador o empleado de almacén que le permitiera sobrevivir. Chinaski se presenta para un trabajo en una planta de envasado de carne. Cuando el jefe le pregunta si es suficientemente fuerte como para soportar el trabajo, responde: «Lo que me sobra es fuerza. Antes boxeaba. Era el mejor.» Su descripción de un bar tiene algo de Céline: «no era más que un bar cualquiera, oscuro, imperfecto, desesperado, cruel, enmierdado, pobre, y el pequeño lavabo de hombres apestaba tanto que te daban náuseas...». El estilo de Confessions poco tenía que ver con la literatura de vanguardia del momento. En gran parte era un retroceso a su narrativa de la década de los años treinta. Algunos de los relatos que aparecen en Confessions resurgen en las novelas de Bukowski de la década de los setenta. Cartero y Factotum. La cabeza de Bukowski se pobló de ecos del pasado mientras escribía Confessions, que incluía un diálogo entre Jane, a quien llama «K» y él. Están sentados en su apartamento, prácticamente sin un centavo:

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—Mierda, me vendría bien un trago —dijo K. Yo estaba todavía en la cama fumando el último cigarrillo. —Pues baja donde Tony, joder, y trae un par de botellas de oporto — dije yo. —¿Botellas de medio litro? —Claro, de medio litro. Y que no sean Gallo. Y tampoco del otro, esa mierda me dio un dolor de cabeza que me duró dos semanas. Y trae dos cajetillas de cigarrillos. De los que sea. —¡Pero si sólo tenemos 50 centavos! —¡Ya lo sé! Convéncele pa' que te fíe el resto; ¿qué cojones te pasa, so idiota? En un episodio que viene a continuación, Hank está en el hospital, sometiéndose a un tratamiento contra el acné: Era como una máquina para taladrar madera, podía haber sido una máquina para taladrar madera, podía sentir el olor del aceite quemado, y me clavaron esa cosa en la cabeza, en la piel, y me hacían agujeros y salía sangre y pus, y yo allí sentado, con lo más sensible de mi alma suspendido al borde de un acantilado. Estaba cubierto de forúnculos del tamaño de pequeñas manzanas. Era ridículo e increíble... Lo escrito le pareció muy creíble a Steve Richmond, que entonces tenía veintipocos años y era un colaborador habitual de Ole. La poesía le había empezado a interesar en el último curso de Derecho de la UCLA, cuando asistió a una clase que daba el poeta Jack Hirschman en 1964. Hirschman le habló por primera vez de la obra de Antonin Artaud. Richmond empezó a escribir poemas y a mandarlos a revistas pequeñas. En Ole encontró la dirección de Bukowski en la lista donde figuraban los colaboradores y le escribió pidiéndole poemas para una revista que quería sacar. Acababa de licenciarse en Derecho pero se había convertido en un hombre plenamente dedicado a la poesía. Abrió una pequeña librería en Ocean Park llamada Earth Books and Gallery, especializada en revistas y otras publicaciones menores. El material se lo dejaban todo en depósito. Richmond publicaba su revista con el dinero de la librería. Quería visitar a Bukowski, a quien consideraba el mejor poeta de Estados Unidos, pero, al mismo tiempo, no quería molestarle. En casi todas las cartas Richmond expresaba su deseo de visitarle pero comprendía la necesidad de Bukowski de estar solo. Bukowski sabía leer entre líneas. Escribió a Richmond diciéndole que fuera a verle el viernes por la noche. Blazek se enteró de la cita y le dijo a Richmond que no se olvidara de llevar un paquete de seis cervezas. Se dirigió a la calle De Longpre: «La cara de Bukowski era increíble. Tenía cuarenta y cuatro años, pero tenía cara

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de viejo, no tanto como para morirse, pero sí de viejo.» Estuvieron bebiendo toda la noche, e hicieron más de un viaje a una tienda de vinos. Para Richmond aquélla fue una noche mágica. Bukowski le dio un montón de libros, incluida The Outsider. La mayor parte del tiempo Richmond escuchaba y Hank hablaba. «¿Nos vamos a quedar aquí sentados mirándonos el uno al otro?», le preguntó Hank. Estaba intrigado por el joven poeta que se hallaba sentado frente a él. En el coche, al volver a casa, Richmond tenía la sensación de haber conocido a uno de los sabios del planeta. Pensó en el poema «Freedom» que había leído en el primer número de Ole y que luego incluiría en una de sus publicaciones. En 1966 Richmond publicó un cuadernillo de poemas suyos, de Bukowski y de un amigo de la UCLA, Jim Buckner. En la portada, con letras grandes, ponía FUCK HATE (QUE SE JODA EL ODIO). Debajo, también en letras muy marcadas, decía: MEDIANTE LA QUE NOSOTROS LOS CREADORES DE MENTE CLARA DECIMOS A LOS DIRIGENTES: QUE OS FOLLÉ UN PEZ, YA QUE ESTAMOS HARTOS DE VUESTRA MIERDA. Debajo Richmond escribió LOS SERES DE LA BELLEZA. Al abrir el cuadernillo había un dibujo hecho por Richmond, rodeado por los poemas de los tres colaboradores. Los dos poemas de Bukowski trataban sobre la castración. Richmond tiró diez mil ejemplares y encontró gente para que los distribuyese. Fuck Hate estaba apilada en un rincón de la librería Earth Books. Algunas de las personas que entraban se convertían en distribuidores del cuadernillo: entraban con las manos vacías y salían con, por lo menos, cien ejemplares cada uno. En el plazo de dos semanas diez personas fueron detenidas por la policía de Santa Mónica por distribuir lo que las autoridades consideraron una publicación obscena. Richmond sabía que la policía se presentaría pronto en Earth Books a visitarle. Sacó de la librería todos los ejemplares que quedaban, pero olvidó algunas copias arrugadas que la policía encontró en una papelera, cuando por fin llegaron y empezaron el registro. Richmond fue conducido a la comisaría de policía de Santa Mónica. Ante su asombro, le esperaba una persona con la fianza para que quedase en libertad. Siempre fue un misterio de dónde había salido aquella persona, aunque sospechaba de un miembro de su familia. Después de quedar en libertad con la fianza, el caso se prolongó durante cuatro años, hasta que finalmente fue sobreseído en 1970. Douglas Blazek lamentaba que, a pesar de la larga amistad, nunca había tenido la oportunidad de conocer a Bukowski en persona. Finalmente se presentó la oportunidad en 1967, cuando se trasladó con su familia desde Bensenville a la Costa Oeste. Camino de San Francisco, fue a Los Ángeles, no sin antes avisar a Hank para, comunicarle su inminente llegada. Cuando Blazek detuvo su coche en la calle De Longpre, junto con otros compañeros poetas, Hank estaba en la entrada del edificio, esperando. Cuando el grupo se le acercó, Hank preguntó: «¿Quién es Blazek?» Después de unos minutos de confusión, el joven editor se dio a conocer. Hank los acompañó a todos a su casa. A Blazek le parecía que

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pisaba tierra santa cuando pensaba que estaba en la habitación donde se habían escrito Confessions, All the Assholes, y toda aquella poesía magnífica. Una de las primeras cosas que vio al entrar fue la máquina de escribir de Hank. Blazek y los demás se quedaron hasta bien entrada la noche, emborrachándose y hablando. A medida que pasaban las horas, empezó a tener la sensación de que estaba conociendo a un mentor o a un héroe: «reduciendo a alguien a escala humana», como dice Blazek. Al rememorar aquel encuentro, Hank dice que Blazek parecía nervioso y a la defensiva. En aquel encuentro frente a frente había que reajustar las ideas preconcebidas, formadas a través de la correspondencia. Así como el más joven había imaginado al más viejo más grande de lo que realmente era, Hank se había imaginado a Blazek como un obrero heroico de las Llanuras. Quizás en un esfuerzo por aclarar las cosas y acabar con la charla intrascendente, Hank habló de una palabra determinada y después empezó a contar una historia basada en esa palabra. Puede que dijera «Amor» y entonces empezara a contar una historia de amor. Aunque Blazek lo pasó muy bien con aquel juego, al acabar la noche el afecto entre los dos hombres había desaparecido. Carl Weissner, un joven editor destinado a hacer famoso a Bukowski en toda Alemania, comenzó a escribirse con él. Este alemán del Oeste, alto, de espaldas anchas, con un agudo sentido del humor y una gran agilidad mental, habla un inglés salpicado de americanismos. Al hablar con él uno se sorprende de la jerga callejera que usa y que recuerda a Nelson Algren, Raymond Chandler y al mismo Bukowski. Weissner nació en Karlsruhe durante la Segunda Guerra Mundial y tiene suficientes recuerdos de los ataques aéreos norteamericanos de aquella época, y de la posterior ocupación norteamericana, como para hacer una animada recreación de la caída de las bombas y de los soldados repartiendo caramelos de chocolate. El que había de ser traductor de Bukowski aprendió inglés en el colegio y en la calle. Después de la guerra, su barrio fue ocupado por soldados norteamericanos con sus familias. El vecino de la casa contigua era un sargento mayor negro con mujer e hijos. Weissner se convirtió en un especialista en argot norteamericano y se interesó por el jazz, especialmente por Duke Ellington y Woody Herman. En el instituto tocaba en una orquesta y a veces también en clubs de suboficiales estadounidenses. Pasó su época universitaria en Heidelberg y Bonn a principios de los años sesenta. La primera es una ciudad muy pintoresca cuya parte antigua, donde se encuentra la universidad, se extiende bajo la sombra del inmenso castillo de los Electores del Palatinado. Bordeando la parte antigua de la ciudad se encuentra el río Neckar. En lo que concierne a Weissner, el plan universitario era tan antiguo como las piedras del pesado castillo. No había apenas interés por la literatura norteamericana. El único profesor que se ocupaba de ella se centró principalmente en los Cantos de Ezra Pound, ignorando cualquier creación posterior que pudiera perturbar sus tesis. Los otros profesores dirigían su atención a la literatura inglesa, atiborrando el programa con Thomas Hardy y William Blake. Cuando Weissner leyó En el camino de Jack Kerouac, que era muy conocido en Europa en aquella

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época, se dio cuenta de que en las universidades alemanas se estaba pasando por alto un aspecto muy importante de la literatura contemporánea. Empezó a leer a la generación beat y a seguir sus hazañas en Tánger, París, Londres y en los Estados Unidos. Junto con la obra de Kerouac, Weissner empezó a leer a Henry Miller, William Burroughs, Gregory Corso y a otros escritores estadounidenses. El clima intelectual burgués y la estulticia de la universidad no podían competir con la fuerza de El almuerzo desnudo de Burroughs y Trópico de Cáncer de Miller. En el Times Literary Supplement encontró un artículo en el que aparecían las direcciones de muchas de las pequeñas revistas literarias y de las editoriales que funcionaban con poco dinero. Aquello le impulsó a crear su propia revista, Klactoveededsteen, nombre tomado de una pieza de Charlie Parker. La imprimía a multicopista, publicaba a muchos escritores norteamericanos y también a gente de Ciudad de México, Londres y a los poetas de vanguardia de Calcuta, de los cuales el más sobresaliente era Malay Roy Choudhuri. Escribió a Douglas Blazek y a otros editores y pronto se vio envuelto en una cantidad impresionante de correspondencia. Tenía criterios selectivos muy claros, publicaba narrativa sencilla y obras experimentales, entre las que se incluían ejemplos de la técnica del cut-up desarrollada por William Burroughs, Harold Norse y Brion Gysin. Harold Norse conoció a Weissner en Heidelberg en los comienzos de la revista Klacto. Norse le describe como un hombre dinámico e intelectualmente honesto, con un entusiasmo incansable por la nueva literatura. «En aquella época Weissner estaba tremendamente interesado por la técnica del cut-up», dice Norse. (Este tipo de escritura consiste en unir palabras o textos al azar hasta lograr un todo.) «Le interesaban los experimentos hechos por Burroughs, por mí, por Brion Gysin y otros. Oí hablar por primera vez de él cuando yo vivía en Atenas, allá por el año 1964, más o menos. Le mandé una obra llamada "Alarma" que más tarde incluí en mi libro Beat Hotel.» En la primavera de 1966, Weissner recibió Iconoature, una revista de una pequeña ciudad inglesa. La leyó por encima y encontró que la mayoría de las poesías eran de la misma materia mundana de siempre. Pero luego se quedó mirando fijamente una página de poesía que acaparó toda su atención. Leyó los seis poemas y miró varias veces el nombre del autor: CHARLES BUKOWSKI. La obra le impresionó porque tenía un atractivo directo y tosco que no había visto nunca en ninguna poesía moderna. La ira, el humor y la ausencia de adorno poético de Bukowski hicieron que Weissner no sólo leyera los poemas sino que se pusiera a estudiarlos. Después de leerlos varias veces comprendió que tenía que ponerse en contacto con Bukowski. A cualquiera que pudiera escribir un verso que dijera «Voy a robar un banco o acabar a palos con el infierno de un ciego cualquier día de éstos, y nunca sabrán por qué», tenía que escuchársele en el mayor número de sitios posible. Escribió a Alex Hand, director de la revista y consiguió la dirección de Bukowski. Weissner no sabía que John Bennett, un norteamericano que vivía en Munich, había publicado un poema de Bukowski en 1965. Weissner no supo nada de Bennett hasta que Bukowski y él comenzaron a escribirse. Una vez en contacto con Bukowski, Weissner empezó a recibir las primeras cartas de una serie de ellas de cuatro y cinco páginas cada una. Con la primera

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carta llegaron un par de poemas recién salidos de la «ametralladora» de Bukowski. Weissner, que tenía muy poco dinero, se las arreglaba de todos modos para seguir sacando la revista y mantener una correspondencia que iba en aumento. Carl Weissner seguía profundamente interesado por la vanguardia internacional. Se negaba a centrarse en una sola nacionalidad. La nueva literatura asomaba por todos los lados: la India, Londres, París, Nueva York. Sin embargo, en Europa poca gente dirigía la mirada a un sitio tan lejano como Los Ángeles. De todos modos, Klacto era una revista sin fronteras. Tenía su origen en Heidelberg, pero llegaba, sin embargo, a todas partes. En cuanto a las formas que tomaba la literatura contemporánea, Weissner se sentía igualmente cómodo con la narrativa cut-up de William Burroughs que con la sensibilidad directa y lineal de Bukowski: veía en los dos una rebelión auténtica contra el orden establecido. Las cartas de Bukowski no desilusionaron a Weissner. El editor de Klacto se encontró con una voz increíblemente sincera que surgía de la correspondencia de Bukowski. Las cartas eran largas y abarcaban una gran variedad de temas, de los que el principal era el propio Bukowski, y cómo padecía los efectos del exceso de alcohol y los inconvenientes de su precaria cuenta bancaria. Weissner descubrió que Bukowski era igual de placentero y brillante escribiendo cartas que poesía. Bukowski le escribió: «por aquí estamos todos borrachos, todos tristes. No podemos dormir, estamos cansados de hablar, cuando cagamos nos sentamos en nuestros taburetes de marfil pasmados de que por fin parezca que algo está sucediendo realmente...» El tono era totalmente diferente del que salía de los contenidos y bien controlados labios de los profesores y colegas de Weissner. En cuanto a la poesía, Bukowski decía que «puedes hablar y hablar de poesía y lo único que obtienes al final es un neumático viejo lleno de mierda». Weissner sabía que Bukowski podía tener en Alemania tanto éxito como el que tenía en el mundo underground norteamericano. Los escritores de su país llevaban la autocensura incorporada, como si los espíritus de los grandes escritores clásicos estuvieran observándoles por encima del hombro. Weissner ansiaba ver un libro como El almuerzo desnudo escrito por un alemán. No había ninguno a la vista. Ni tampoco tenían los escritores alemanes la desinhibición que impregnaba la poesía de Bukowski. Weissner se imaginaba a Bukowski como un best-seller, como una persona que podía martillear con ahínco sobre la fachada imperturbable del materialismo cultural alemán e incluso provocar el despertar de la innovación literaria alemana. Llevado por el entusiasmo que parecía reinar en todas partes menos en Alemania, a la que Weissner encontraba opresiva para su espíritu, se presentó a una beca Fulbright, eligiendo como proyecto de tesis un ensayo sobre el poeta Charles Olson, autor del poema épico «Maximus Poems» y de The Archeologist of Morning (El arqueólogo de la mañana). En el verano de 1967 le concedieron la beca y partió hacia Nueva York. De allí fue a Buffalo, donde descubrió que había otras personas haciendo estudios sobre Olson. Como no quería trabajar en terreno trillado, abandonó el proyecto. En su lugar escribió The Braille Film, (La película Braille), publicado tres años después en San Francisco, y coeditó un

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número de Intrepid, una revista de poesía vanguardista editada por Allen DeLoach. También montó un documental sobre la poesía neoyorquina para los Archivos Vanguardistas Alemanes. Mientras trabajaba en este último proyecto, vivía en un barrio pobre del Lower East Side. Durante todo ese tiempo, esperaba que se presentara la oportunidad de poder ir a Los Ángeles y conocer a Bukowski. Fue a la Costa Oeste en el verano de 1968 y se quedó en la casa del poeta-editor Jan Herman en San Francisco, donde exploró el panorama poético de North Beach. Weissner ayudó a Herman a editar su revista literaria, The San Francisco Earthquake. Durante esa época fue a Los Ángeles a visitar a Hank, que se suponía que iba a ir a esperarle al aeropuerto pero se perdió por el camino. El editor alemán pensó que Bukowski estaría borracho y que quizás se había olvidado de ir, o que habría chocado en la autopista, o que tal vez se habría suicidado finalmente como tantas veces había amenazado hacer en sus cartas. Weissner esperó más de una hora y después cogió un autobús para ir a la ciudad. La calle De Longpre parecía una autopista destrozada (años después escribiría sobre eso en la introducción a un libro de poemas de Hank). No dejaba de pensar que el panorama coincidía con su imagen de Charles Bukowski. Había bloques gigantescos de hormigón esparcidos por todos lados, casas bajas de madera con la pintura desconchada, hierba quemada, cercas viejas y polvorientas y chatarra y porquería por doquier. Anduvo bajo las palmeras que adornaban la calle hasta el número 5134 de De Longpre, dirección que se sabía muy bien. Aquel patio destrozado que tenía delante era de donde habían llegado todas aquellas cartas maravillosas a su apartamento de Heidelberg. Para rematar aquel rancio y ruinoso paisaje urbano, había un Plymouth del 57 con una mancha fresca de aceite debajo del motor en el jardín delantero de la casa de Hank. Weissner llegó al porche y vio una nota en la puerta que decía: Carl. No te molestes en llamar. Probablemente estoy de camino. Simplemente abre la puerta y entra. Está rota de todos modos. Bienvenido a los Estados Unidos. Weissner tanteó la puerta. Como Hank decía, estaba abierta. El ambiente concordaba perfectamente con la imagen que se había hecho de Bukowski. Las persianas cerradas dejaban el mundo fuera. La habitación apestaba a calcetines sucios, a largas borracheras de cerveza y a tabaco. En el lado opuesto a la puerta había un sofá con un roto por el que se salía el relleno. Para asombro de Weissner, había un juego de ruedas de coche apiladas en un rincón. Miró las estanterías atiborradas de sus libros de poesía y de revistas en las que aparecía. Había revistas y periódicos viejos desparramados por todas partes. Frente a la ventana que daba a la calle había una mesa pequeña con una vieja Remington negra encima y un montón de folios al lado. Weissner analizó toda la situación. Había entrado en la guarida de Hank y se había encontrado con el mundo del poeta desplegado ante él, con la única ausencia de él; aunque no por mucho

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tiempo. Cuando Weissner estaba sonriendo frente a las fotografías, recortes de periódicos y dibujos clavados con chinchetas en la pared, oyó una voz, una voz que conocía a través de una cinta que Hank le había enviado: «Amigo, 1 creo que tienes mierda en las orejas.» Weissner se dio la vuelta y se encontró cara a cara con un Bukowski que sonreía de oreja a oreja. —Sí que estás en forma para la edad que tienes —dijo Weissner. —Hombre, alguna que otra vez me han dejado fuera de combate —replicó Hank mientras le daba a Weissner una de las cervezas frías que acababa de traer —. Si no hubiera pensado que eras tú, ahora mismo tendría otra cosa en la mano —dijo Hank, sonriendo. Y añadió—: Siento no haber podido recogerte en el aeropuerto. Le contó a Weissner que la noche anterior había estado en una emisora local de radio alternativa, la KPFK, con un micrófono enfrente y una botella de aguardiente matarratas mexicano en la mano. —Dije estupideces hasta que me caí de la silla. Después ya no me acuerdo de nada. Le explicó que le habían dado un puñado de píldoras rojas. —¡Rojas! Y alcohol. ¡Una combinación horrible! Te lo aseguro. No hay cabrón que aguante eso. Y siguió diciendo: —Cuando has perdido todo el sueldo del mes en las carreras y vuelves a tu casita llena de mierda a las diez de la noche, y te sientas ante la máquina, es puñeteramente difícil escribir cualquier tipo de gilipollez bonita de color de rosa. Hank empezó a hablar, como siempre, de los bares, los caballos, los años de vagabundeo, de Jane, y de su hija Marina, a la que seguía visitando con frecuencia después de que él y Frances arreglaran las cosas para vivir separados. Luego le explicó algo muy personal sobre su percepción del mundo: que en todos aquellos años de ir de un lado a otro y de hacer trabajos temporales, había elegido deliberadamente usar un vocabulario limitado en su obra. —Con ese poquito he intentado sacar lo que había dentro. Aparte de eso, sólo soy un caso más de suicidio en un agujero infestado de bichos o en un Plymouth quemado en el fondo de Laurel Canyon, o en el mar o en la vía del tren... Todo lo dicho por Hank hizo que el viaje desde San Francisco valiera la pena para Carl Weissner. «Estaba asombrado de que Hank hablara con la misma claridad con que escribía. No añadía ninguna floritura literaria. Salía directamente de él, hablaba sin rodeos.» Weissner escuchaba atentamente mientras Hank se quejaba de la imagen que otros estaban creando de él. —Lo que no me gusta —dijo Hank— es esa imagen de mierda, esa imagen mía a lo Humphrey Bogart, o esos que me adoran como un Hemingway totalmente 1 En castellano en el original. (N. de las T.)

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loco, o como un dios barriobajero de las alcantarillas de Los Ángeles, o lo que sea... Parece que muchos de los que leen mis cosas no lo tienen claro. Hank le contó a su invitado algunas cosas de los largos años que había vivido en barrios pobres y añadió: —Todavía vivo en los barrios bajos de Hollywood, igual que antes, pero lo sé perfectamente. Ahí aprendí a trabajar, y por eso no me doy ninguna prisa en cambiar nada... Algunos bares donde me fían, unas pocas revistas y una pequeña cocina... Más adelante Weissner hizo uso práctico de su visita. Cuando años más tarde publicó un libro de poemas de Bukowski, que se convirtió en un best-seller de poesía en Alemania, incluyó una introducción en la que explicaba este episodio. Reproducía la conversación con Bukowski y ofrecía una inapreciable información biográfica junto con unas ideas muy certeras sobre las cualidades que hacen importante esa poesía. En esa descripción de Hank decía: «Allí estaba, de pie. Aproximadamente, 110 kilos. Hombros anchos y caídos, las piernas arqueadas, pantalones raídos, una camisa de cuadros sudada, desabrochada por delante.» A continuación examinaba la cara «destrozada» de Hank y decía que «contra aquello probablemente hasta Eddie Constantine habría tenido dificultades». Pero Weissner tenía más trabajo que hacer aparte de traducir a Bukowski. Cuando volvió a Alemania publicó una antología de obras de técnica de cut-up, que incluía a Claude Pelieu, Jan Herman y William Burroughs, entre otros. También sacó un número final de Klacto. Un editor que vivía en Darmstadt, J. Melzer, financió la revista y ayudó a que salieran tres mil ejemplares. Poco después Weissner tradujo Exhibición de atrocidades, de J. G. Ballard, una obra que considera decisiva en el pensamiento del siglo XX. En su mente siempre estaba en primer plano la imagen de Bukowski.

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A altas horas de una noche de 1965, Hank y yo estábamos en su apartamento de la calle De Longpre hablando de todo un poco, desde las primeras novelas de John Steinbeck hasta la causa del suicidio de Hemingway. Como siempre, estaba en contra de cualquier tipo de charla sobre literatura, pero parecía deseoso de participar en la conversación. Comentó la increíble diferencia que había entre la suavidad y el tamaño tan pequeño de sus manos y los del resto de su cuerpo. —Mírame las manos —dijo—. ¿Ves lo refinadas que son? Éstas son las manos de un verdadero artista. —Manos de amante, ¿no? —contesté yo. —Manos que pueden lanzarte un directo a la mandíbula —soltó él. Aquella noche en particular Hank había almacenado suficientes cervezas en la cocina como para resistir un cerco de todo un fin de semana. Seguirle el ritmo a Hank significaba meterse una gran cantidad de botellas en el cuerpo. No era infrecuente hacer dos paseos por noche hasta la tienda de vinos de la esquina de Sunset y Normandie. Yo ya había ido dos veces al porche a vomitar, de tanta cerveza como había bebido. Cuando la cabeza me empezó a dar vueltas por el alcohol, le dije a Hank que tenía que irme a casa. —Sé un hombre —me soltó Hank—. La noche acaba de empezar. Toma otra cerveza. Protesté diciendo que ya eran las dos de la madrugada y era hora de dormir un poco. —Por Dios, chico. Sólo un par de rondas más. —¿Tú no tienes que ir al hipódromo mañana? —Claro que sí. Y voy a ir. El hipódromo me espera. Correos me espera. Estoy atrapado a todas horas. Incluso frente a la máquina de escribir. Su máquina de escribir estaba sobre una mesa cerca de la puerta de la casa; encima había un programa del hipódromo y al lado de aquella gran máquina negra había muchas botellas de cerveza vacías. El aire húmedo del Este de

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Hollywood entraba por una ventana parcialmente abierta, y el fecundo aroma de los altos setos que estaban pegados al viejo edificio me causaba una sensación de hormigueo en la cabeza. Aquellas manos de Hank parecieron saltar desde su cuerpo cuando me ofreció otra botella de cerveza Miller. —¿No nos estamos quedando sin cerveza? —dije, sabiendo que no era así. —¡No! —insistió-. Todavía tengo cuatro paquetes de seis ahí dentro. Por cierto, ese tipo, John Martin, va a venir dentro de poco, es un coleccionista literario. Puedes venir si quieres. Creo que quiere hacerme famoso. —Escucha, Hank..., yo me voy. Me bloqueó la salida. —Puedes quedarte a dormir otra vez, chico. Ya lo has hecho otras veces, ¿no? —Duermes hasta tan tarde —protesté— que no sé qué hacer cuando me levanto. —Lárgate. Está bien. Sólo quiero que charlemos un poco más. Mi casero, Peter Crotty, ha estado aquí antes, han venido él y su mujer. Querían saber si ahora soy famoso. Les he dicho: «Claro que sí», y he bromeado con que ahora les dejaría que me subieran el alquiler. La verdad es que la oficina de Correos me está jodiendo mucho. Desde que empecé a salir en Open City me han estado apretando las clavijas. Quiero dejarlo pero, ya sabes, no es tan fácil. —¿Por qué no? Si lo intentas, puedes arreglártelas escribiendo y pasar de Correos. —Con la poesía, no. Tiene que ser con la prosa. Tú ya sabes que la única forma para que un poeta gane dinero de verdad es enseñando en la universidad, y eso es el asesinato final del alma. Sacó su grabadora. Allá por los años sesenta solía grabar mucho en cinta, normalmente pensamientos relacionados con asuntos literarios, pero otras veces eran simplemente conversaciones de borracho entre él y un invitado. Aquella noche empezó diciendo: «El gran poeta Charles Bukowski y otra persona están a punto de comenzar una grabación. Aquí estamos juntos, dos hombres, y no hay mujeres presentes. Tomad nota: El gran Bukowski no tiene mujer en estos momentos...» Por la radio sonaba una sinfonía de Rachmaninoff. Hank anunció que íbamos a comenzar una conversación literaria. Una vez hecha la introducción, me pasó el micrófono. Hablé sobre En lucha incierta de Steinbeck. Dije que ofrecía una descripción sólida y sencilla de la violencia laboral en California durante los años treinta. Hank me dio la razón, apuntando lo difícil que era trabajar en la recolección de fruta bajo el sol abrasador de Central Valley, y a continuación se puso a criticar algunos de los últimos libros de Steinbeck, que creía fallidos por el sentimentalismo. Mientras él hablaba, recordé que a Hank no le gustaba que se usasen palabras como «estrella», «luna» o «infinito» en poesía, que en su opinión,

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sólo eran información. «Sangre sobre el verso...», decía siempre. «Escribir tiene que ser sangre sobre el verso. Steinbeck falló cuando se olvidó de eso.» Hank pasó de Steinbeck a Hemingway y habló de cómo le admiraba cuando era joven, pero acabó criticando al gran novelista por ceder ante la idea de la fama, tanto que eso había echado a perder su obra. Aquél era un tema habitual en Bukowski. Siempre decía que la fama era una trampa para la mente. —¿Entiendes, chico? —decía—, era una fiesta tras otra, y además, las entrevistas. Hemingway no tenía tiempo para pensar. Estaba acabado. Entonces, un día, se dio cuenta por fin de que aquello ya no resultaba divertido. —Podemos poner a los grandes escritores por los suelos —dije—, pero siguen siendo apasionantes. —Ya lo sé —dijo Hank—. Se habla de Hemingway o de Dos Passos y a mí me dan como escalofríos. Es como si midieran veinte metros de altura. Después de arremeter contra la escena literaria norteamericana, Hank mencionó a Pablo Neruda: —Cuando escribe la palabra «triste» hace que la sientas. —¿Qué quieres decir con eso? —Quiero decir que la escribe sin ideas literarias preconcebidas. O sea, no como los profesores que caen por aquí con sus jodidos paquetes de cerveza y quieren saber cuál es el secreto, pero no hay ningún maldito secreto. Es simplemente vivir día a día, día a día. Cuando le conté a Hank que había ido a un mitin en San Francisco en contra de la guerra, se burló de mí por dejarme llevar por los demás. Algunos de sus lectores se hubieran quedado impresionados por eso. Los que conocen bien su trabajo, sin embargo, no se sorprenderían. Su manera de ser no podía estar más lejos de la opinión política predominante, aunque también despreciaba la corriente antibélica. «La mayor parte de esa gente está ciega. Se meten en el movimiento antibélico porque se sienten solos. No tienen ideas propias. Esa misma gente, si tuviera el poder, sería igual de nociva que Johnson o Westmoreland.» Aunque rechazara fervientemente los hechos de actualidad, siempre parecía que Hank estaba al tanto de lo que pasaba en el mundo. Poco antes de que saliese el sol, se fue a su habitación y volvió con una manta que arrojó encima del sofá, diciendo: —Muy bien. Supongo que será mejor que nos acostemos. Quizás ese tal John Martin me traiga suerte. Uno de los temas principales de Hank era la idea de que la existencia de un escritor depende de sí mismo, no de la ayuda de otros. Esto no sólo se evidencia cuando habla sino también en su poesía. —Como poeta no tengo ninguna responsabilidad más que conmigo mismo —decía—. No tengo responsabilidades políticas ni religiosas. Cuando se empieza

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a agregar demasiada ideología a lo que escribe un hombre, lo que obtenemos es pura mierda. En otras palabras, lo que pido es no estar atado a ninguna postura fija. No estoy preocupado por salvar el mundo. —¿Y qué te parece lo que está pasando en Vietnam? —le pregunté—. ¿No te sientes responsable por lo que estamos haciendo allí? Hank saltó de su silla y gritó: —Joder, no he sido yo quien los ha mandado ahí. Yo no les he dicho que empezaran esta jodida guerra. —¿Y no te afectan todas esas muertes? ¿Y las cosas que leemos en los periódicos? —¿Quieres saber lo que siento? Nada. Nada de nada. Si veo que matan a un perro en la calle, delante de mis ojos, lo siento. Si veo que matan a un hombre delante de mí, sí, sentiré algo, pero si oigo en la radio que han muerto cuarenta huérfanos en un incendio en Vermont, bueno, joder, hombre, no puede ser lo mismo. ¿Cómo voy a sentirlo? Sólo es información que llega a través de un cable sin vida. —¿Y las protestas en contra de la guerra? —¿Recuerdas lo que dije en «El genio de la multitud»? Hice una advertencia sobre la gente que grita pidiendo paz. Ésos son los que te asesinan al final. Hablaba realmente en serio cuando lo dije. El poema al que se refería Hank había salido en un librito a multicopista, publicado por la editorial Seven Flowers Press, de D. A. Levy. Sirvió como punto de encuentro para los poetas jóvenes, al igual que pasó con los trabajos en prosa que publicaba Blazek. Levy, cuya poesía había aparecido en Ole y en otras revistas de la revolución de la multicopista, admiraba a Bukowski como líder de la causa de la anarquía poética. Junto con muchos de sus amigos, Levy sufría un hostigamiento casi constante por parte de las autoridades de Cleveland por defender la legalización de la marihuana y publicar «poesía obscena». Para él y sus colegas, el poema de Bukowski se convirtió en un manifiesto del artista en guerra perpetua contra la sociedad «justa». El poema es un ataque al hombre corriente, al que se ataca por ser falso, odioso y violento. El poema advierte: Cuidado con El Hombre Corriente con la Mujer Corriente CUIDADO con Su Amor Su Amor Es Corriente, Busca lo Corriente.

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Pero Es Un Genio Al Odiar Es Lo Suficientemente Genial Al Odiar Como Para Matarte, Como Para Matar A Cualquiera. En la intención del poema es crucial la opinión de Bukowski sobre cómo el hombre corriente ve al artista creativo: No Quieren La Soledad No Entienden La Soledad Intentarán Destruir Cualquier Cosa Que Difiera De Lo Suyo. Al No Ser Capaces De Crear Arte No Entenderán El Arte El poema continúa diciendo que volverán todas sus frustraciones creativas contra el artista: Y Su Odio Será Perfecto Como Un Diamante Resplandeciente Como Un Cuchillo Como Una Montaña COMO UN TIGRE Como Cicuta Su Mejor ARTE Cuando John Martin se presentó ante la puerta de Bukowski, éste supo que iba a pasar algo importante. Aquel Martin de hablar suave dirigía una compañía de

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muebles y material de oficina en Los Ángeles, pero pronto habría de volcar sus energías en la creación de una editorial independiente dedicada a publicar espléndidas ediciones de poesía contemporánea. Aunque no estaba metido en los círculos literarios locales, el conocimiento de Martin sobre la literatura contemporánea y su pasión por ella eran arrolladores. Coleccionaba libros raros y tenía una biblioteca impresionante. Martin no había recibido una formación universitaria tradicional. Era autodidacta en materia de escritores modernos. Había comenzado con los clásicos en una biblioteca que heredó de su padre, un abogado que murió en un accidente de coche en 1939, y fue progresando hasta llegar a escritores modernos como Kenneth Patchen y Henry Miller. Admiraba en particular la sencillez en la forma y el significado de Hojas de hierba de Whitman y creía que Trópico de Cáncer y Trópico de Capricornio de Miller eran auténticos clásicos norteamericanos, igual que Moby Dick de Herman Melville. Martin había leído por primera vez a Bukowski en The Outsider y se percató de su talento inmediatamente. Pensó que un poeta como él merecía un público mucho más amplio. Cuando se enteró de que Bukowski vivía en Los Ángeles, le solicitó una entrevista. Intrigado por la petición de Martin, Bukowski contestó a su carta diciendo que podrían verse después de Navidad. Cuando visitó a Bukowski, Martin ya sabía que quería abrir una editorial, aunque apenas sabía la diferencia que existe entre un editor y un impresor. Cuando llegó, la puerta estaba abierta, y miró a través de la tela metálica la habitación poco iluminada donde Hank estaba escribiendo a máquina. Cuando Martin llamó a la puerta, Hank salió a recibirle, y le dijo: «Muy bien, pase.» Al entrar, Martin se fijó en las latas de cerveza, los papeles desparramados por todos los lados, una estantería desvencijada, una mesa en el rincón opuesto cubierta de sobres, revistas y más latas de cerveza. A un lado estaba la máquina de escribir de Hank. Cuando empezaron a hablar, Martin quedó impresionado por la voz suave y amable de su anfitrión así como por su cortesía. Martin sacó en seguida a relucir su idea de publicar. Le explicó que quería hacer una serie de librillos y que pagaría treinta dólares por poema. Hank aceptó. Como Correos no pagaba bien en aquella época, eso representaba una cantidad sustancial de dinero para él. «Puede decirse que cuando Hank y yo nos conocimos fue como cuando el señor Rolls conoció al señor Royce antes de que hicieran los coches», recuerda Martin. Cuando le preguntó si tenía más material para publicar, Martin descubrió una mina literaria sin explotar: el poeta fue hacia el armario, apartando de un puntapié un par de botellas de cerveza que había en su camino, y abrió la puerta. Allí había un montón de copias en papel cebolla. El montón tenía por lo menos ochenta centímetros de alto. Al verlo, Martin pensó: «Dios mío, con este tipo no hay que estar esperando a que escriba. Se puede coger lo que se quiera de esta tremenda reserva.» Martin ya había elegido un nombre para su editorial, Black Sparrow Press. No tenía muchos recursos aunque, para Hank, su aspecto era el de un hombre

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rico. En realidad tenía poco dinero en el banco y ganaba menos de seiscientos dólares al mes. Vendió toda su biblioteca de primeras ediciones a la Universidad de California-Santa Barbara y obtuvo treinta y cinco mil dólares como capital base para su editorial —una suma considerable a mediados de la década de los sesenta—, lo cual le permitió hacer planes a largo plazo. Al principio utilizó el taller de impresión de la compañía para la que trabajaba, pagando los gastos al impresor, Phil Klein. La sensación que John Martin produjo a Hank el día que se conocieron fue la de un hombre meticuloso y amable, con una sonrisa suave y perpetua. Le gustó la actitud clara y práctica del futuro editor. Supo instintivamente que aquel hombre era justo el tipo de persona que necesitaba para que le ayudase a desarrollar su carrera literaria. Como Hank estaba hundido hasta el cuello en la oscuridad de Correos, vio en Martin una clara posibilidad de trabajar por su cuenta. La ecuanimidad de John Martin, y el hecho de que mantuviese su palabra y no le fallara jamás a Bukowski, ayudó a que establecieran una amistad duradera. Martin era un hombre serio y de hablar suave, que nunca siguió el juego del mito de Bukowski. No discutían, como pasaba con otra gente, para que Bukowski pusiera en escena el personaje de borracho escandaloso. De hecho Martin era un puritano, un hombre que iba a la iglesia, que no fumaba ni bebía, y que vivía una vida familiar ordenada y tranquila. El contraste con Bukowski es obvio, y años más tarde Martin señalaría con frecuencia que hacían una pareja bastante rara. Los cuadernillos de Bukowski, que constituyeron las primeras publicaciones de la editorial Black Sparrow Press, aparecieron en primavera y verano de 1966. Incluyeron el poema «Historia real» en abril, «Al salir a coger la correspondencia» en mayo, «Dar un beso de buenas noches a los gusanos» en junio, y «Las chicas» en julio. Se publicaron treinta ejemplares de cada cuadernillo, de los que se numeraron veintisiete y se pusieron a la venta. Los otros tres llevaban el rótulo de «No están a la venta». En otoño, Martin publicó un cuadernillo del poeta Michael Forrest, seguido del «El amante de la flor» de Hank, de nuevo en una edición de treinta ejemplares. Cuando Martin entregó a Bukowski su primer pago de treinta dólares por «Historial real», el poeta no se lo podía creer. En aquella época apenas llegaba a ganar cien dólares a la semana en Correos y nunca había esperado ganar tanto por un poema. A medida que pasaban los meses, creció la admiración de Martin por Bukowski. Empezó a agregar otros poetas a su lista de Black Sparrow Press. Incluyó a los poetas de San Francisco Robert Duncan y Ron Loewinsohn, e intentó no convertirse en el órgano de publicación de ninguna tendencia literaria particular. No salía a buscar poetas que escribieran como Bukowski. A diferencia de Jon Webb o Douglas Blazek, no exponía públicamente las razones de sus publicaciones. No tenía intereses personales. Su editorial no seguía más mandamiento que el de publicar libros de las más alta calidad. Hacia finales de 1968 la editorial Black Sparrow había publicado cincuenta y un cuadernillos y libros. Pocos escritores tienen menos que ver entre sí que Bukowski y Robert Duncan, o Bukowski y Jerone Rothenberg, sin embargo todos aparecen en el mismo catálogo. Aunque Martin no aspiraba a llegar a crear una gran editorial en

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el sentido tradicional neoyorquino, sus planes eran monumentales comparados con los de la mayoría de las editoriales pequeñas que se dedicaban principalmente a la poesía. Sólo en 1969 se publicaron veintiséis títulos bajo el sello Black Sparrow. Martin ya se había asegurado un lugar permanente en la historia de las letras norteamericanas. Black Sparrow Press introdujo un nuevo elemento de cuidado y refinamiento en la escena de las editoriales pequeñas. Los coleccionistas empezaron a comprar sus publicaciones en cuanto aparecían y, cuando la editorial comenzó a publicar libros de tamaño normal y con tiradas mayores, Black Sparrow pasó a ser una de las editoriales pequeñas más innovadoras del país. Mientras tanto, en mayo de 1967, Hank se había convertido en un personaje en la ciudad por su columna semanal «Escritos de un viejo indecente», que aparecía en Open City, un periódico alternativo fundado por John Bryan. Bryan había publicado varias revistas pequeñas, Renaissance y Notes from Underground. A principios de la década de los sesenta había formado parte del mundillo de San Francisco. Estando allí publicó un periódico alternativo, Open City Press, en el que aparecieron algunos relatos de Bukowski. Algunos años más tarde, en Los Ángeles, pidió a Hank que escribiese una columna semanal, cosa que éste aceptó inmediatamente. En cuanto al número de lectores, no había comparación entre la distribución de las revistas de poesía y el periódico de Bryan. Mientras The Outsider y Ole podían, a duras penas, llegar a manos de algunos cientos de lectores, Open City llegaba a miles. Aunque no era el periódico underground de mayor circulación en Los Ángeles, tuvo, sin embargo, un impacto importante en la contracultura. En su columna Hank escribía cualquier cosa que se le pasara por la cabeza. Caló en el fondo de la rebeldía de los años sesenta, y el interés que despertó se extendió rápida y ampliamente. «No había dinero de por medio, de verdad, pero me ayudaba a mantenerme en forma y creo que mi modo de escribir continuaba mejorando.» Era un ejercicio de calentamiento para las novelas que escribiría más tarde para la editorial Black Sparrow Press. El primer trabajo que Hank realizó para Open City fue una crítica literaria de la biografía de Hemingway, Papa Hemingway, de A. E. Hotchner, que apareció publicada el 5 de mayo de 1967. Se titulaba «Un viejo borracho al que se le acabó la suerte». El artículo demuestra que Hank todavía mantenía viva parte de su admiración juvenil por Hemingway. Aunque hacía mucho que había dejado de leerle, conservaba un persistente interés por la carrera del novelista. En las últimas frases de su crítica, Bukowski expresaba lo que sentía por este gran maestro de la novela norteamericana, al decir que Hemingway vivía de la guerra y el combate y cuando olvidó cómo luchar se fue. pero nos dejó unas obras de su primera época que quizás sean ¿inmortales? pero allí había algo que tenía un movimiento de capa, una grieta, ah. ¿a quién diablos le importa? ¡bebamos a su salud! Una semana después apareció la primera colaboración de «Escritos de un

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viejo indecente». A página completa trataba sobre el enfrentamiento de Hank con dos policías que le sometieron a una prueba de alcoholemia. Empieza así: Bueno, ¿veis lo que pasa cuando un par de polis me para cuando salgo a comprar cigarrillos? quiero cambiar toda la estructura penal y social, pero no me malinterpretéis: no digo que el conductor borracho sea un ciudadano superior... pero sí afirmo que hay demasiados casos en que un hombre puede llegar a su casa sin hacer daño ni a una mosca y le paran y lo meten en la cárcel; porque cuando hay cárceles, hay que usarlas... En «Escritos» Hank ofrecía a sus lectores fragmentos autobiográficos, un retrato de sí mismo como el eterno marginal o, como él mismo decía, «el hombre de hielo». Escribía atrevidos ensayos, como el citado anteriormente, en los que daba su opinión sobre la sociedad y la política. Los jóvenes de finales de los años sesenta sentían empatía con el Bukowski de diecisiete años que se enfrentaba a su padre después de volver borracho a casa una noche o con el que participaba en una competición del ROTC que ganaba sin en realidad quererlo. Los lectores de la prensa alternativa casi no podían resistirse a leer los retratos que Bukowski escribía de sí mismo como máximo rebelde contra cualquier tipo de autoridad: supongo que al final mi padre vio al Hombre de Hielo en mí, pero sacó provecho para sí mismo de esa situación. «A los niños debe vérseles pero no oírseles», exclamaba, para mí eso no era ningún problema, yo no tenía nada que decir, no me interesaba, era de hielo, al principio, después y para siempre. empecé a beber cuando tenía alrededor de 17 años con chicos mayores que yo, que vagaban por las calles y robaban en las estaciones de servicio y en las tiendas de vinos, creían que mi rechazo frente a todo era por falta de miedo, que el que no me quejara era la expresión de mi valentía, tenía éxito pero no me importaba si lo tenía o no, era de hielo, me ponían grandes cantidades de whisky, de cerveza y de vino delante, me lo bebía todo, no había nada que pudiera emborracharme, emborracharme de verdad y del todo... En su columna no se encontraba el lenguaje de la época. Hablase de sí mismo o de la sociedad, de sus amigos medio locos o de cómo escribir poesía podía llevar a alguien al borde del abismo, Hank escribía con aquel estilo nosinsentido que había empezado a utilizar a principios de los años cuarenta. En plena década de los sesenta seguía ajeno a la terminología hippie, y la usaba sólo de modo sarcástico para demostrar alguna cosa. De vez en cuando dejaba bien claro cuál era su postura política, que no estaba en la derecha ni en la izquierda, ni en el centro, sino fuera. De este modo se mantuvo al margen de la retórica antiVietnam. Comentando el tema de las elecciones presidenciales en una columna,

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decía que decidirse por el partido Republicano o el Demócrata era lo mismo que intentar elegir entre la mierda fría o la mierda caliente. Cuando se aventuraba de verdad en el terreno político, iba directo al grano: EL HOMBRECITO SIMPLEMENTE SE CANSÓ DE COMER DEMASIADA MIERDA, pasa en todas partes. Praga. Watts. Hungría. Vietnam. no es el gobierno, es el hombre contra el gobierno, es el Hombre al que ya no se le puede engañar con una Navidad blanca con voz de Bing Crosby y huevos de Pascua pintados que se esconden para que los niños tengan que TRABAJAR PARA ENCONTRARLOS, de futuros presidentes de los Estados Unidos cuyas caras en las pantallas de televisión pueden hacerte salir corriendo al cuarto de baño a vomitar. Mucha gente comparaba a Bukowski con la contracultura juvenil, sin conocer su historia relativamente larga, incluido su aprendizaje solitario y demencial como escritor de relatos en la década de los treinta. Sus actitudes y opiniones, formuladas muchas décadas antes de las rebeliones juveniles de 1967 y 1968, cubrían con un velo de anarquía las filosofías dominantes de tendencia izquierdista. Los jóvenes que seguían «Escritos de un viejo indecente» solían dar por sentado que era la palabra de una persona mayor la que se dirigía a ellos, una palabra tan desafiante como ellos procuraban ser. La prosa de Bukowski tenía el mismo tipo de imágenes concretas que la de Henry Miller. Prevalecía el sentido del hombre whitmaniano, libre de toda ideología pero lúcidamente consciente de sus propias necesidades y deseos y del lugar en el que se hallaba en relación con la vida que le rodeaba. Las columnas no respondían a una planificación previa: nunca sabía de qué trataría la siguiente. Cuando se centraba en un tema social lo hacía normalmente subordinándolo a una narración sacada de su propia experiencia. En 1967, John Bryan pidió a John Thomas que editara una tirada de Open City. Prestó a Thomas un montón de poemas de Bukowski y éste fue a casa de Thomas a leerlos en voz alta para una grabación. Bryan le pidió los poemas después de la sesión de grabación y en la confusión posterior se perdieron las únicas copias que existían. Entonces a John Thomas se le ocurrió transcribir de la cinta los poemas perdidos y fue esa copia la que convenció a John Martin de que aquella selección sería un maravilloso primer libro de poemas para Black Sparrow Press. El libro, At Terror Street and Agony Way (En la calle del terror y el camino de la agonía), se publicó en mayo de 1968. La primera edición de ochocientos ejemplares en rústica y setenta y cinco de tapa dura se agotó casi de inmediato. Mientras John Martin tenía en prensa Terror Street, Hank decidió escribir un libro largo en prosa. A principios del verano de 1967 tenía escritos siete capítulos de una novela, que provisionalmente tituló The Way the Dead Love (Cómo ama la muerte). Pero abrumado por problemas personales, sobre todo por la dificultad cada vez mayor de soportar el largo horario de trabajo en Correos y la presión de

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los plazos de entrega de las columnas de prensa, abandonó el proyecto. Escribió a William Wantling: Hace 3 o 4 meses que no he escrito un poema y no me importa, pero he escrito una columna semanal para el nuevo periódico de Los Ángeles Open City, el director es John Bryan. no sé cuánto tiempo más lo haré, he escrito, creo, cerca de una docena de columnas. Quizás porque creía que no era el único que se daba cuenta de sus dificultades, y sabía que quería terminar su novela, solicitó una beca Guggenheim de seis mil quinientos dólares, pero le fue denegada. Dada la notoriedad de sus columnas en el Open City, las autoridades de Correos decidieron darle un pequeño empujoncito al viejo Señor Insolente, el clasificador de correspondencia Charles Bukowski, para que decidiera si quería continuar trabajando haciendo un recorrido largo como cartero. Recibió una citación para presentarse en el departamento de personal. Se corrió la voz por el edificio. ¿Se vendría abajo el viejo Insolente? Si lograban que Bukowski pasase por el aro, lo lograrían con cualquiera. Fue a la entrevista. Siguiendo una triquiñuela burocrática corriente, le tuvieron durante cuarenta y cinco minutos en la sala de espera. Cuando le dijeron que entrara por un laberinto kafkiano y encontró el camino a la pequeña sala de conferencias, vio el asombro reflejado en las caras de sus interrogadores. Esperaban a un hombre más joven, posiblemente a un hippie con collares y pelo largo. En cambio llegó el Señor Los Ángeles. Un hombre que debía de tener más o menos la misma edad que ellos, con la cara llena de cicatrices y el pelo peinado impecablemente hacia atrás. Tan educado como podía ser cualquiera. Primero le preguntaron si era verdad que no estaba casado con la madre de su hija. «Es cierto», dijo. «No estamos casados.» Cuando le preguntaron cuánto dinero le pasaba a su hija dijo que nada, argumentando que aquello no era asunto de ellos. Entonces un señor mayor, elegantemente vestido y con una expresión seria en el rostro, fue hasta un armario y regresó con varios ejemplares del Open City. Parece que un compañero de trabajo de Hank se los había llevado a los jefes. «Me estaban esperando. Les dije cosas que no eran agradables para los oídos comunes», comenta Bukowski. «Estaba realmente tranquilo. Cuando me preguntaron si yo era el que escribía las columnas tituladas "Escritos de un viejo indecente", dije. "Sí, claro".» Después, para intimidarles, habló de la Primera Enmienda, y siguió con una expresión de asombro y la pregunta: «¿Quieren ustedes decir que no puedo escribir lo que quiera? ¿Están sugiriendo que ya no puedo escribir más?» Mencionó la Confederación Norteamericana de Libertades Civiles, para intimidarlos aún más, dándose cuenta de que ya les había metido un poco de miedo en el cuerpo. «¡No sé qué vamos a hacer con usted!», dijo uno de aquellos señores. Todo el mundo se dio la mano y Bukowski regresó a su trabajo.

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Poco tiempo después le volvieron a citar para una segunda entrevista. En la reunión uno de los interrogadores le contó que tenía dos hijos que iban a la Escuela de Periodismo y que nunca escribirían cosas como las columnas del Open City. Bukowski le dijo: «No se preocupe. Aunque quisieran hacerlo, sus hijos nunca escribirán así.» Una vez más, las autoridades no lograron ningún progreso. Otra vez volvieron a darse la mano, se sonrieron y se despidieron. «Dios mío, era como si fuéramos todos viejos amigos que se habían reunido para decir gilipolleces un rato», recordaba Bukowski. Se convirtió en un héroe. Se difundió la noticia de que se había enfrentado a las autoridades. Cuando llegaba a trabajar por las mañanas los empleados murmuraban: «Eh, ahí va Bukowski», o «Mira..., tío, ése es el tipo que escribe en el Open City. Él iba de listo y sabelotodo. La gente se le acercaba y le contaba historias. Pero ahora los supervisores le temían y advertían a los empleados: «Eh, no habléis con él.» Como dice Bukowski: «La palabra impresa causa miedo a todo el mundo. Se me señaló que uno de los tipos que me entrevistaban era de Washington. Me dijo: "¿Ha escrito usted esta columna?" y yo le dije: "Sí."» Bukowski empezó a enviar poemas a John Martin de forma regular. The Days Run away Like Wild Horses over the Hills (Los días huyen como caballos salvajes por las colinas) apareció en 1969. Era una recopilación de poemas de los primeros cuatro libros de Bukowski, que incluía Poems and Drawings de Epos y varias obras recogidas de un sinfín de revistas de poesía. Martin eligió el orden de publicación de los poemas y dividió el libro en tres partes. En todas las siguientes selecciones de poemas de Bukowski, Martin siguió el mismo método de dar un orden a los poemas y después enviárselos a Bukowski para su aprobación. John Martin describe su relación con Bukowski como la de «dos caballeros que quedan para tomar café». El poeta solía decir a sus amigos: «Martin es un hombre de una pieza. No me ha defraudado nunca.» Para un hombre que desconfiaba de los motivos de los demás aquello significaba casi un voto de confianza. Su relación era muy profesional. Parecía que Martin provocaba un sentido de corrección en Bukowski. Nunca durante aquellos primeros años, ni después, le habló Bukowski a Martin de su infancia o de sus historias con las mujeres. Cuando hablaba de asuntos personales con Martin, se trataba normalmente de desahogos sobre una discusión con algún amigo. Para Hank, John Martin era como un ancla en su vida, un puerto seguro. Saber que Martin llevaba el timón de Black Sparrow Press con firmeza le daba a Hank una sensación de seguridad, y sobre todo le gustaba la idea de que, al principio, el mismo Martin había empaquetado y enviado sus libros. Al haber trabajado muchas veces como empaquetador en su juventud, Hank apreciaba esta clase de participación manual. Animado por su éxito como columnista, Hank pensó más seriamente en dedicarse exclusivamente a escribir. Seguía bebiendo tanto como siempre, sobre todo cerveza Miller, que compraba en cajas de seis en una tienda de vinos a pocas manzanas de su apartamento. El dueño y él hablaban de las carreras de caballos mientras le iba despachando cerveza, puros y cigarrillos, tres cosas a las

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que Hank invitaba a sus visitas, cada vez más numerosas. Luchaba constantemente para encontrar tiempo para escribir, para mantener el equilibrio entre su soledad vital y sus obligaciones para con los amigos, los conocidos y los extraños. No quería parecer un anfitrión descortés, así que normalmente se encontraba gran cantidad de horas del día dedicado a cumplir con sus obligaciones sociales. Algunos de los que iban a verle querían sinceramente pasar algunos momentos con un escritor al que admiraban, mientras que otros iban a comprobar y examinar si la leyenda Bukowski era cierta. Otros terminaban incluso quedándose lo suficiente como para verle emborracharse y, alguna vez, acabaron peleando con él. Entre los escritores que le conocían, sus borracheras eran tema frecuente de conversación. Borracho, sobrio o con resaca, a Hank también le gustaba hablar de literatura, aunque protestase. Nunca se sacudió del todo aquel entusiasmo juvenil por la grandeza absoluta de sus primeros héroes. «La fama es la peor puta de todas», solía decir a sus amigos, bromeando sobre la atención cada vez mayor que recibía, no sólo de las revistas pequeñas, sino también de los medios de comunicación underground más conocidos. Mucho antes de los últimos años de la década de los sesenta escribió un poema titulado «love & fame & death» (amor & fama & muerte), que empieza: «ahora está sentada al otro lado de mi ventana / como una vieja / que va al mercado...» Pero, a pesar de los recelos, Hank estaba entusiasmado con la atención cada vez mayor que se le prestaba. La notoriedad y el eco que le daban sus columnas en Open City, Nola Express y Free Press eran una cosa, pero, si se añadían a ello las publicaciones de Black Sparrow Press, se acercaba su sueño de lograr independencia financiera. Afirmaba categóricamente que no se sentía parte del movimiento underground, incluso cuando se convirtió en uno de sus héroes. Pero, igual que Henry Miller, opinaba que la guerra significaba una locura total y que él no participaría en aquello. Fue aún más lejos al decir: «No estoy ni a favor ni en contra de la guerra. Es demasiado fácil tomar posiciones. Yo sólo me ocupo de lo que tengo directamente frente a mí.» En 1969, Hank se carteaba con Lawrence Ferlinghetti, famoso poeta beat y una de las voces importantes del renacimiento poético de San Francisco en los últimos años de la década de los cincuenta, que también había ganado igual notoriedad como editor de Aullido y otros poemas de Allen Ginsberg en la editorial City Lights. Ferlinghetti empezó a prestar atención a Bukowski a mediados de la década de los sesenta, sobre todo por los poemas y relatos cortos que veía publicados en revistas pequeñas. En una carta a Ferlinghetti, en el otoño de 1969, Hank empieza con una descripción gráfica de su mito siempre en aumento: Bueno, es la una de la tarde y aquí estoy sentado en calzoncillos con el típico cigarro barato y cerveza, en la radio suena algo malísimo, y me duele la cabeza, déjame terminar esta botella. ¡YA!, jesús, sí, así está mejor. Ahora déjame ir a buscar otra...

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A continuación expone las diferencias que ve entre las pequeñas revistas literarias y las que están más establecidas, con un aplomo muy cínico, típico de Bukowski. Lo que le dice a Ferlinghetti es, de forma condensada, parte de su repertorio de siempre, en el que ataca a todo el mundo literario, dejando tras de sí una carnicería mientras su retórica derriba toda las fortalezas del atrincherado éxito literario. Escribe: Francamente, las pequeñas son más desagradables que las grandes porque aunque las dos publican MIERDA, al menos las grandes se comportan de una manera comercial. Y al decir manera comercial me refiero a la ORGANIZACIÓN, a las fechas, a HACER las cosas, por dios bendito. En las pequeñas hay demasiados niños jugando, se les ocurren grandes ideas románticas y se marchitan como maricones en un baile de lesbianas. Qué bien. Lo que le impulsaba a tratar el asunto del mundo de las revistas literarias era su preocupación sobre Laugh Liferary and Man the Humping Guns, la revista de poesía que él y yo empezamos en febrero de 1969. Se había planificado como una revista literaria nueva e importante. Sin embargo, razones de tipo financiero hicieron que terminara siendo una revista de treinta y dos páginas grapadas en papel de sesenta gramos e impresa en offset. Al principio Bukowski creía que contaba con alguien que respaldara aquello económicamente, alguien que había conocido en el instituto. Quería que la revista se llamara «Revista Contemporánea: Un diario no snob de la creatividad activa actual». Cuando protesté diciendo que el título no tenía nada que ver con su forma de ser impulsiva ni con mi sensibilidad, me dijo que me fuera a casa y esperase hasta que se le ocurriese algo mejor, y así lo hice con la intención de adelantarme. Pasaron tres días. Una noche, tarde, sonó el teléfono. —Soy Hank —dijo con voz autoritaria—. Ya lo tengo. ¿Estás preparado? —Sí, hombre. Venga —dije. —La Risa Literaria y el Hombre de las Pistolas Cargadas publicada por Hatchetman Press (Ediciones del Hombre del Hacha). Estuve de acuerdo. Me explicó que con aquel título se burlaba del mundo de la literatura seria e introducía el humor en escena. —Tenemos que reírnos de nosotros mismos —me dijo—, y no tomarnos demasiado en serio, joder. Tal vez con ese título la gente lo entienda. Conseguimos poemas para el primer número. Sin embargo, antes de tener los poemas suficientes, ya estábamos discutiendo sobre la portada, aunque ambos estábamos de acuerdo en que queríamos algo impactante. —Para sacudirles un poco —le dije.

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—No, para ponerles furiosos y hacer que los enemigos salgan arrastrándose de sus pequeños y cómodos armarios —contestó Hank. Yo quería una foto nuestra junto a algunos comentarios desagradables sobre nuestros enemigos, reales o imaginarios. Hank quería palabras, sus palabras, así que se sentó y escribió a mano sobre una cuartilla: ASQUEADOS POR LA POESÍA DE CHICAGO, POR SUS INSULSAS TORTITAS DE FRUTA DE LOS PRUDENTES CREELEY, OLSON, DICKEY, MERWIN, NEMEROV Y MEREDITH — ÉSTE ES EL NÚMERO UNO DEL AÑO UNO DE LA RISA LITERARIA Y EL HOMBRE DE LAS PISTOLAS CARGADAS. Firmó debajo convencido de que aquél era un gesto muy valiente. En su condena manuscrita Hank había mezclado en el mismo grupo a poetas muy diversos. Robert Creeley y Charles Olson —los dos relacionados con la Black Mountain School y, más tarde, con la Nueva Poesía Norteamericana surgida durante el periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial— habían roto con la tradición, cada uno a su modo, y ambos eran considerados innovadores importantes por los poetas beat. En el panteón de Bukowski, sin embargo, eran demasiado conscientes de su labor de pioneros y, por lo tanto, artificiales. Afirmaba que los poemas de Creeley no eran más que un refrito de la poesía amorosa inglesa, y que iba a lo seguro. A Olson le consideraba rimbombante, enmarañado con demasiada frecuencia en una retórica que no conducía a ninguna parte. En cuanto a los demás poetas de la lista, los calificaba de sosos y aburridos, dedicados a agradar a las multitudes, atrapados por las preocupaciones académicas y creadores de artificios a costa del arte. De Robert Creeley se quejaba en una carta a Harold Norse en 1966, diciendo que «Creeley no folla, hace el amor». Le decía a Norse que el poeta había intentado convertirse en uno de los del grupo escribiendo un poema sobre una chica a la que se ve hacer pis en un lavabo. Es difícil encontrar un poeta que no presente cierta mentalidad localista. Obviamente, ni el mismo Bukowski se mantenía inmune. Ha escrito suficientes poemas sobre el tema de la poesía como para llenar por lo menos dos gruesos volúmenes, y en la mayoría de ellos destroza a los poetas académicos y a lo que él llama «los fabricantes-de-poemas modernos y rápidos». En un poema que lleva esa frase por título, dice: es bastante fácil parecer moderno cuando en realidad se es el mayor idiota que jamás haya existido; ya lo sé: yo he sacado algunos poemas horribles pero no tan horribles como los que he leído en las revistas; poseo una honestidad fruto de las putas y los hospitales que no me permite fingir ser algo que no soy...

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Como editor, sabía lo que quería de un poema. Su fe en la poesía espontánea y su propio sentido de lo que parecía verdadero o artificial fue siempre una constante. A mediados de los años cincuenta había desarrollado un sentido instintivo del verso y el ritmo que se mantenía intacto; a aquel pozo acudía para orientarse. Me parecía que elegía lo que estaba demasiado cercano a lo suyo, imitaciones demasiado cercanas a su propio estilo. Reconociéndolo, hizo un intento sin demasiado éxito de apartarse de sus imitadores. —¿Sabes? Me pregunto qué reacciones habrá frente a mi portada —me comentó—. Quizás nos escriban respondiéndonos algunos de los que atacamos, y podíamos publicar esas cartas. Asentí con la cabeza. Sin embargo nadie reaccionó en contra. En cambio, nos vimos inundados de originales de todo el país y de Europa. Además de Bukowski, los poetas incluidos en Laugh Literary eran John Thomas, T. L. Kryss, Douglas Blazek, Jerome Rothenberg, Jack Micheline (un poeta beat del Bronx, de Nueva York, que había escrito «Stretcall New Orleans»), Don Cauble, Harold Norse y S. S. Veri, seudónimo de Frances Smith. La lista de colaboradores era una mezcla de gente del círculo de Bukowski y algunos otros que nos habían enviado poemas de vez en cuando, así como unos pocos que había descubierto yo por mi cuenta. Norse, que era nuestro director de colaboraciones, nos trajo poemas de Sinclair Beiles, un poeta que entonces vivía en Grecia. En una carta que me envió en la que trataba algunos asuntos de la edición de la revista, Bukowski decía: «Estoy hasta los cojones de leer esta basura que llega y que hay que devolver. Me lleva horas enteras y cada día recibimos más y más originales.» Una noche, mientras preparaba el primer número, Hank me llamó para decirme que había descubierto a un joven genio, un poeta que vivía en San Fernando Valley y venía a algunas de las reuniones literarias de la ciudad. Yo lo recordaba como un poeta malo, con tendencia a emplear imágenes surrealistas fuera de lugar, una poesía desenfocada, sin rumbo fijo. Eran las dos de la madrugada y le rogué a Bukowski: «¿No podemos hablar de esto mañana?» Protestó diciendo que tenía que acercarme a su casa inmediatamente. Me di por vencido y bajé con el coche por el Bulevard Santa Monica, giré a la derecha por Normandie hasta llegar a la calle De Longpre. Aparqué frente al patio de Hank, llamé a la puerta y entré. «Coge una cerveza, chico», me dijo Hank mientras gesticulaba frente al joven poeta ansioso, que estaba sentado en un sillón muy inflado, debajo de la placa de «Marginal del Año» de la editorial Loujon Press. Cogí una cerveza de la nevera de la cocina, pequeña y desordenada y regresé al salón. Hank estaba sentado junto a la radio con aire de autosuficiencia y muy pagado de sí mismo. Me pasó un fajo de poemas del nuevo genio literario, que, al igual que tantos otros visitantes, acabó quedándose a beber toda la noche. Los cogí e intenté evitar la mirada del joven poeta. Leí atentamente. Después de unos veinte poemas aproximadamente, le devolví los papeles a Hank. Estaba sentado en el borde del sillón preguntándose cuál sería mi respuesta. El joven poeta

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apenas respiraba. Tenía los ojos muy abiertos. Dije: «Hank, léelos otra vez.» Asintió y volvió a leerlos todos, finalmente miró al joven poeta y después me miró a mí. «Dios mío, Neeli tiene razón. Estos poemas son horribles.» Justo en ese momento entró un rayo de sol en la habitación y formó un halo casi perfecto alrededor de la cabeza de Hank. El joven poeta se levantó violentamente de su sillón y gritó: «¡Neeli lo ha estropeado todo! A Bukowski le encantaban mis poemas... Me lo ha estropeado todo...». Cogió su manuscrito, la obra de toda una vida, y salió disparado por la puerta, todo esto mientras amenazaba con que iba a escribir un artículo contando cómo Neeli Cherry, que era como se me conocía entonces, controlaba secretamente al gran Charles Bukowski. En otra ocasión Hank y yo estábamos leyendo un montón de poemas de diferentes escritores cuando pareció que un demonio se posesionaba de la habitación. El resultado fue que empezamos a arrugar los originales y a escribir cartas malvadas rechazándolos, como por ejemplo: «Lo siento, pequeño, pero éstos no sirven», o «No publicaríamos esta mierda ni aunque nuestra vida dependiese de ello». En medio de esta locura Hank se metió en la cocina, cascó un huevo en un plato y sumergió algunos originales dentro, y los dejó hasta que se secó el huevo. Después derramamos cerveza sobre algunos otros originales. Cogimos todo aquello y lo llevamos a Correos comportándonos según el nombre de nuestra editorial: la editorial del hombre del hacha, Hatchetman Press. La portada del segundo número de nuestra revista de poesía, que salió en diciembre de 1969, la hice yo, escribiendo con un gran rotulador negro: «LAUGH LITERARY AND MAN THE HUMPING GUNS, éste es el ejemplar n.° 2, año I, POEMAS OBSCENOS PARA VUESTRAS VIDAS SUICIDAS.» Pusimos nuestras firmas debajo. Nuestros directores de colaboraciones en ese número eran Norse y Steve Richmond. Incluimos poemas de las estancias de Norse en Europa, a varios poetas locales y un poema que Bukowski y yo escribimos juntos bajo el nombre de Simpson Freyer. Él escribió algunos versos, después yo agregué otros, y después Bukowski otra vez. El poema de Freyer empezaba: llama a la policía llama a los ratones llama al f b i llama a las horas de las putas durmientes llama pidiendo clemencia llama a mamá... … cuéntame sobre los negros cuéntame sobre los idiotas mongólicos cuéntame sobre la compañía del gas —...

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Nuestro último número apareció en febrero de 1971, momento en que los dos estábamos ya con otras cosas. Bukowski estaba tan preocupado con el asunto de ganarse la vida escribiendo que no podía permitirse el lujo de mantener a flote una revista y había discutido despiadadamente sobre la producción de la revista. Sin embargo, aquel último número tenía algunas colaboraciones importantes, incluido un relato de Bukowski sobre el día en que dejó a Hemingway fuera de combate. En la portada de aquel número aparecíamos Bukowski y yo con un hombre de ochenta y cinco años que limpiaba cristales y que pasó por allí mientras nos sacábamos la foto frente al apartamento de Hank. La inclusión de Bukowski en la colección de Poetas Modernos de la Penguin en 1969 marcó un hito en la vida de Hank. La colección tenía un amplio número de lectores, no sólo por la distribución mundial de Penguin, sino porque publicaba en un solo volumen a tres poetas juntos, la mayoría de los cuales contaban ya con leales seguidores. Ginsberg, Ferlinghetti y Corso estaban en la colección, igual que otros poetas norteamericanos y muchos ingleses. Bukowski apareció junto a Harold Norse y el poeta surrealista de San Francisco Philip Lamantia, un escritor que se identificaba tanto con los beats como con la poesía del renacimiento de San Francisco. La selección de poemas de Bukowski la habían sacado de los libros de la editorial Loujon Press, e iba acompañada de una pequeña nota biográfica. El proyecto comenzó cuando el nuevo editor de poesía de Penguin, Nikos Stangos, se puso en contacto con Norse con la idea de sacar un volumen entero sólo con su poesía. Norse se quedó estupefacto y le dijo a Stangos: «Creía que editoriales como Penguin sólo dedicaban un libro completo a poetas como T. S. Eliot, W. H. Auden y Ezra Pound.» Stangos le respondió que quería publicar a poetas nuevos y modernizar la imagen de Penguin. Norse le preguntó cuántos ejemplares se venderían de un libro así. El editor dijo que entre tres y cuatro mil. Entonces Norse le preguntó sobre la colección de Poetas Modernos de Penguin. Stangos le dijo que de esos libros vendían unos diez mil ejemplares o más. Convencido de que sería mucho mejor formar parte de aquella colección, Norse le dijo a Stangos que él tenía en mente a otros dos poetas: Charles Bukowski y Philip Lamantia. Stangos no conocía la poesía de Bukowski, así que Norse le prestó unos ejemplares de It Catches My Heart in Its Hands y de Crucifix in a Deathhand. Stangos leyó los libros y le dijo a Norse que tenía razón, que Bukowski tenía un don especial. Mientras tanto, Hank intentaba mantenerse en contacto con Frances, que escribía con frecuencia pero nunca pasaba mucho tiempo en el mismo lugar. En 1968 Frances y Marina vivieron unos pocos meses en San Francisco con la hija mayor de Frances, Patty, en Potrero Hill, un barrio de viejas casas victorianas desde el que se veía la zona de los almacenes de mercancías de la ciudad. Allí Marina iba a la guardería con el nieto de su madre. Al principio aquélla parecía una situación ideal. Pero Frances comenzó a sentirse descontenta y decidió volver a trasladarse a Los Angeles. Bukowski se alegró al saber que pronto Marina estaría otra vez cerca de él.

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Frances se quedó en Mar Vista durante unos meses, al cabo de los cuales decidió mudarse a una comuna en Nuevo México llamada New Buffalo, cerca de la ciudad de Río Hondo. Hank manifestó que estaba en profundo desacuerdo: quería que su hija se instalase en un sitio, pero no en uno en el que sus habitantes estuviesen marcados por una ideología definida. Hablaba a sus amigos con desdén de Frances y su comuna hippie del suroeste. Como la vida en New Buffalo se hizo casi insoportable durante los crudos meses del invierno, Frances se trasladó a Placitas, Nuevo México. Hacía alubias todos los días en una gran olla para todas las personas con las que compartía una gran casa. Su pequeño cheque mensual daba de comer a todo un grupo de gente hasta que le robaron el dinero, presumiblemente alguno de los residentes en la casa. Se volvió al Este a visitar a su familia, donde organizaron una fiesta de cumpleaños para Marina. Frances se mantenía siempre en contacto con Bukowski desde donde estuviese viviendo, asegurándole que su hija se encontraba bien de salud y en todos los demás aspectos. A principios de 1969 madre e hija se mudaron al área de Silverlake, Los Ángeles, y de allí volvieron a trasladarse a Mar Vista. Durante el año 1969-70 Marina, que tenía seis años, no fue al colegio, decisión que Frances tomó por su cuenta. Bukowski había comentado que prefería que su hija no fuera al colegio, pero no conocía ninguna alternativa práctica para ello. Unos años antes había dibujado una tira cómica para el Open City en la que aconsejaba a Marina que no fuera jamás a la universidad. En sus discusiones con Frances, sin embargo, le había dicho que quería que, mientras tanto, la niña volviese al colegio para recibir, al menos, una formación básica. Al año siguiente Frances y Marina vivieron en Garden Grove con la madre de Frances. Fue un traslado provocado por necesidades económicas. Una vez allí, Marina volvió a ir al colegio. Una vez instalada en la zona de Los Angeles, Marina iba al apartamento de su padre una vez a la semana. Él pasaba por el colegio a recogerla, y jamás dejó de llegar a la hora, aunque hubiera estado borracho la noche anterior o tuviera una resaca terrible. Marina recuerda que «respetaba que otros fueran imprevisibles, pero él siempre era puntual... Y estaba conmigo de verdad. Hablaba conmigo e íbamos a comer juntos a algún sitio, a veces a la playa. Me hablaba de la vida, aunque yo no era más que una niña pequeña. No me ocultaba nada.» Hank sintió alivio cuando Marina se instaló definitivamente en Santa Monica. Cuando se hizo mayor y participaba en las funciones del colegio y en otras actividades, él iba y se sentaba entre el público. Marina no sabía que su padre podía sentirse cualquier cosa menos cómodo, allí apiñado con los representantes de la Asociación de Padres y Profesores y la gente de Santa Monica. Ella tenía la sensación de que su padre era diferente de todos los padres que conocía: «Al ser una niña criada fuera de las normas sentía que nosotros teníamos algo especial de lo que todos los demás carecían...» Por aquel entonces no había muchos niños con padres divorciados y aquello en sí mismo y sumado a

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lo demás la hacía sentirse diferente. En algún momento se preguntó conscientemente si habría estado mejor con un padre que fuera todas las mañanas a trabajar vestido con traje y corbata y un maletín en la mano. «Pensaba realmente en eso. Me gustaba un padre como Hank no sólo por una cuestión de fidelidad, sino porque le veía como a una persona, un amigo; no sólo como a mi padre, no simplemente como a alguien con el papel de padre.»

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A finales de la década de los sesenta Hank seguía realizando su penoso trabajo en Correos y luchando contra el oscuro y complejo sistema de normas y reglamentos. Encontraba cada vez más difícil aguantar estoicamente el comportamiento cotidiano de la gente del Anexo Terminal, la animosidad de sus compañeros y las amonestaciones que recibía por infracciones mínimas de las reglas postales. Sus jefes le presionaban sin tregua pues deseaban que se fuera. En una ocasión, por ejemplo, un supervisor particularmente rencoroso vio que estaba junto a una ventana abierta. Se le acercó y le dijo severamente: —¡No está permitido abrir esa ventana! —Yo sólo estaba aquí. No la he abierto. —Debe de haberla abierto usted puesto que está aquí. Ni siquiera le contestó a aquel supervisor de gafas y labios apretados que de repente empezó a gritar. En lugar de ponerse a discutir o lanzarle una de sus cortantes respuestas, Hank permaneció en silencio. Al final el supervisor se dio la vuelta y volvió a su puesto. Aparte de la presión que ejercían los supervisores estaban también las peleas y las jornadas agotadoras con sus compañeros funcionarios. Una noche decidió que ya no podía seguir soportando aquella constante impertinencia. Todo el mundo se ponía verde mutuamente de una forma implacable. Así que Hank pidió a todo el departamento de clasificación de correspondencia que pararan un momento lo que estaban haciendo. Tenía algo que decirles. Empezó: «Mirad, tenemos un trabajo infernal, tenemos que trabajar muchísimo con los supervisores pegados al culo continuamente. Nos atacamos mutuamente. Nos echamos mierda unos a otros. Siempre estamos pensando en cosas terribles que decirnos. El trabajo es un infierno y lo estamos convirtiendo en un infierno aún peor.» Entonces uno de los tipos dijo: «Hank, ¿me dejas decir algo?» Hank le dijo: «Claro.» El tipo dijo que entre toda la gente del departamento de clasificación que se atacaban unos a otros, Hank era el que tenía la lengua más afilada y venenosa de todas. Cuando el hombre terminó de hablar, Hank regresó a su puesto y no dijo nada más, pues era consciente de que su detractor había dicho la verdad. Hank mantenía una lucha progresiva con un compañero negro. «Aquel individuo siempre estaba atacándome. Siempre estaba saltándome al cuello. Es la

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costumbre. Aprendes a hacerlo y ya no puedes parar. Quedas hecho añicos. Yo tenía que sobrevivir, ya que era uno de los pocos blancos... Bueno, aquel tipo me dijo: —Tus abuelos convirtieron a mis abuelos en esclavos. —Mis abuelos no tenían ningún esclavo. Estaban en Alemania. Allí no había esclavos. Así que ¿de qué estás hablando, cabrón? —le contesté. —Eh, oye. Supongo que no me invitarías a tu casa. ¿No, Hank? —dijo él. —Claro que sí. Puedes venir cuando quieras, Leroy. —Bueno, entraré por la puerta de atrás para que no me vean los vecinos. Iré con una jovencita blanca. —Muy bien —le contesté—. Cuando llegues estaré sentado en el sillón con una botella de whisky y con una jovencita negra en mis rodillas. ¿Vale, pequeño? «Aquello continuaba así toda la noche. Clasificar correspondencia y pelear. Lo único que importaba era aniquilar al otro: blanco, negro, joven, viejo», recuerda Hank. Un incidente impactó a Hank porque ponía de manifiesto hasta qué punto las personas se dejan transformar en piezas sometidas y obedientes dentro del engranaje de sus empleados. Se volvió hacia un compañero mientras clasificaban correspondencia en el Anexo Terminal y le preguntó: —¿No te entran ganas, a veces, de tirar toda la correspondencia al suelo y salir corriendo y gritando por los pasillos? El chico le miró con ojos apagados y dijo: —No. Nunca he sentido eso. Después de contestar, volvió sumisamente a su trabajo. A Bukowski, escribir era lo que le permitía suportar el sufrimiento de doce años y medio en aquel trabajo. Estaba seguro de que si no hubiera escrito durante aquellos años, habría llegado a robar un banco o a matar a alguien. En parte porque veían en ello una oportunidad para que Hank ganase el dinero suficiente para acelerar su liberación de Correos, sus amigos le convencieron para que diera su primer recital de poesía en la primavera de 1969. Dada su falta de aprecio por la tradición oral, era comprensible su resistencia a entrar en aquel ruedo. Una vez que saltó a él, recitó sus poemas como si lo hubiese estado haciendo toda la vida. No esperaba la ocasión con mucho entusiasmo. El recital tuvo lugar en el Bridge, una galería con actuaciones y exposiciones en el Bulevard Sunset, dirigida por un alemán llamado Peter y su novia Bonnie White, una poetisa y cantante folk negra. Había libros a la venta, velas, cuadros y cerámica. La serie de recitales de poesía del Bridge incluía a Harold Norse, John Thomas y otros poetas locales. Normalmente, asistían unas treinta o cuarenta personas. Bastantes días antes del recital, se corrió la voz de que Hank iba a leer sus poemas, y acudieron más de trescientas personas. Mientras Hank iba andando desde el aparcamiento del mercado enfrente

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del Bridge, echaba pestes de «esos tontos del culo que van a los recitales de poesía..., corazones solitarios..., gente que no tiene otra cosa que hacer». Dentro había muchos poetas conocidos de Los Angeles hablando entre sí, prometiéndose una noche desenfrenada. Hank se detuvo al borde del precipicio. Atravesó pavoneándose la multitud que había en el hall, preparado para cualquier cosa. Antes de empezar a leer, hizo algunos comentarios para provocar al público. Un ciclista de pelo largo gritó: «¡Corta el rollo!» Enorme y con barba, John Thomas estaba sentado con aire amenazador, como a punto para pasar a la acción si se presentaba la necesidad. Cuando la multitud se calmó, Hank se aclaró la garganta y bebió un largo trago de cerveza. «Muy bien. Empecemos esto», dijo. Su voz resonante, metódica y tranquila llenó la sala. Dominaba la situación y mantuvo el control durante todo el recital, sin perder nunca el ritmo. Entre el público había poetas curtidos, muchos hippies, con aire soñador frente al gurú empapado de alcohol, y algunos profesores de facultades universitarias. Aquella tarde Hank leyó muchos poemas directamente de las galeradas de The Days Run away Like Wild Horses over the Hills. De vez en cuando Hank hacía una pausa para beber. Miraba a John Thomas en busca de apoyo moral, y seguía leyendo. Muchos de los poemas eran conocidos por sus seguidores, mientras que otros acababan de salir de la ametralladora de su máquina de escribir. «Muy bien, allá va... Atención...», dijo Hank al comenzar uno de los poemas de los días de la editorial Loujon Press. Después del recital no ocultaba su regocijo. «Bueno, qué cojones. Los dioses han sido buenos conmigo. No sé hacerlo mal.» Hablaba así mientras iba conduciendo de vuelta a su apartamento, pero después empezó a quejarse de que no tenía mujer. Pocas horas más tarde, volvió a pensar en el recital y recordó lo difícil que le había resultado ponerse frente a tanta gente que no significaba nada para él. Pensó, sin embargo, que dar recitales podía convertirse en un negocio rentable que podría ayudarle a mantenerse a flote financieramente. Había habido tal multitud que mucha gente había tenido que marcharse. La noche siguiente Hank dio un segundo recital en el Bridge frente a un público de iguales proporciones. En enero de 1969, Essex House, una editorial del norte de Hollywood especializada en libros pornográficos, publicó una colección de relatos de Bukowski del Open City: Escritos de un viejo indecente. Los veinte mil ejemplares publicados no tardaron mucho tiempo en desaparecer de las estanterías de las librerías. Aquel éxito era el resultado de la aparición de Hank en los periódicos underground de Los Angeles y ayudó a aumentar su condición de figura de culto. Considerados en conjunto, los relatos resaltan cómo Bukowski lucha con su propia sombra al borde de la desesperación, entre gente grotesca y situaciones aún más grotescas, y sin embargo sale de ello con pleno dominio de sí mismo, incluso cuando se retrata como un perdedor. Bukowski crea iconos formidables de las situaciones más corrientes, inundándolas de pasión y humor. Son las noticias de las calles de Los Angeles presentadas a puñetazos fuerte y rápidos, que

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hurgan en la superficialidad de nuestra cultura, en la mentalidad cerrada y uniforme de la gente que ve a su alrededor, y en su propio sentimiento de aislamiento. No busca un punto de contacto con un espíritu universal amplio. Bukowski cuenta sus historias con la sencillez de Hemingway en Fiesta y la impetuosidad y el sentido intuitivo de la palabra humana sin adornos de las obras de Nelson Algren. En el otoño de 1969, Bukowski envió un ejemplar de Escritos de un viejo indecente a Carl Weissner, de Mannheim, Alemania, que ya había leído muchos de los relatos por separado en el Open City. Verlos todos juntos en un volumen le produjo un gran impacto. Mostró la obra a J. Melzer, heredero de una editorial con una larga tradición en libros de misticismo judío. El dueño de la empresa había hecho que su hijo abandonase el ejército israelí y volviese a casa para ayudarle a restablecer la editorial. Éste tenía interés en la nueva literatura norteamericana y estaba dispuesto a cualquier cosa, incluso a apreciar las imágenes sexuales y la escatología de Escritos. Melzer cogió el libro, lo abrió por el prólogo y leyó dos páginas. Se volvió hacia Weissner y dijo: «Quiero sacar este libro ¿Podrías conseguirme un contrato con los derechos para Alemania? ¿Tú harías la traducción?» Cari dijo que sí, con la esperanza de que Melzer hiciera una edición buena y barata al alcance de los estudiantes universitarios, grupo que probablemente sería el más interesado en él. Intentó convencer a Melzer de que hiciera una edición barata en rústica, algo que costase unos doce marcos más o menos. Pero el editor creía en el viejo mito de que un autor importante como Bukowski merecía una buena edición en tapa dura. Resultó que el libro era demasiado caro para los bolsillos estudiantiles. Escritos apareció en la primavera de 1970 en la editorial de Melzer. Probablemente debido al alto precio, se vendieron solamente mil doscientos ejemplares. La edición tenía un aspecto serio y académico que no guardaba ninguna relación con la desenfadada literatura que encerraba. Lo irónico fue que recibió muchas críticas favorables, incluyendo una de Der Spiegel. Había sido la primera incursión en el sector de lectores alemanes. Weissner sabía que había estado cerca de conseguirlo. Pero no se le había ocurrido todavía traducir un libro de poesía de Bukowski y ver qué resultado daba. El 2 de enero de 1970, a los cuarenta y nueve años de edad, Hank dejó su trabajo en Correos. Antes de finalizar su último día, oyó que uno de sus compañeros de trabajo comentaba: «Ese viejo tiene agallas para dejar un empleo a su edad.» De regreso a casa se paró en la tienda de vinos de Ned y compró más cajas de seis cervezas de lo normal. Celebró su nueva vida detrás de las persianas bajadas. Algunos amigos le visitaron durante sus primeros días de libertad, al enterarse de la noticia que corría por la comunidad poética de la ciudad. Los Crotty, sus caseros y compañeros de copas durante mucho tiempo, que vivían al otro lado del patio de Hank, se acercaron a celebrarlo. —¿Estás seguro de que lo que has hecho es acertado? —le preguntó Crotty—. A mí me parece una locura. Hank se quejaba ante sus visitas de que necesitaba tiempo para escribir.

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Temía no poder ganar suficiente dinero como escritor si no se concentraba en una obra larga en prosa, y para ello necesitaba muchas horas de aislamiento todos los días. Le preocupaba el pago del alquiler, aunque sólo ascendía a 37,50 dólares al mes. Pero, sumado a la cantidad que tenía que pasar a su hija, el dinero para el hipódromo y el de la cerveza, sus gastos no eran tan bajos. John Martin le pasaba una pequeña cantidad mensual para ayudarle a mantenerse y le prometió aumentar la cifra con el paso del tiempo. Más adelante Hank recibiría una jubilación y además tenía una cantidad ahorrada que le ayudaba a mantenerse sin problemas. Así que, reuniendo todo el coraje, decidió escribir una novela. Hank se lanzó a escribir Cartero al día siguiente de abandonar su empleo, dejando que las palabras brotaran directamente de él: acabó el manuscrito en menos de tres semanas. De vez en cuando llamaba por teléfono a John Martin y le aseguraba que no le decepcionaría. Al final había escrito 120.000 palabras, que redujo a cerca de 90.000. El proyecto le permitió repasar todos aquellos años de sufrimiento como funcionario de Correos. Revivió cada incidente con distancia, libre como estaba ahora de reglamentos, normas, supervisores y compañeros de trabajo. Respecto a lo que escribió sobre su trabajo dice: «Era imposible escribir sobre él como lo hice en Cartero hasta no haberlo dejado. Sólo entonces, al repasar aquella época, fue cuando las cosas salieron solas.» En Cartero compara el dejar el trabajo con escaparse de la cárcel; escribir aquella novela fue como una liberación catártica, un medio de salir por fin de una mala situación. El día que empezó la novela, Hank entró en una especie de trance, y no se tomó ni un día de descanso hasta que acabó. Empezaba a escribir a las dos y media de la tarde y seguía hasta medianoche, en que paraba, salía un rato y comía algo. Iba revisando a medida que iba escribiendo. «En aquello me pasaba el día entero, era muy agradable estar allí porque podías ver pasar a la gente por la acera..., sabías que ahí estaba el mundo: yo escribía aquellas páginas y luego me tumbaba en el sofá y caía muerto. Después, por la mañana, leía diez o doce páginas... y quitaba toda la jerigonza. Normalmente encontraba más paja en las últimas páginas que en las primeras. Bueno, uno se cree mágico y un genio...» El día que acabó el manuscrito, el 21 de enero de 1970, telefoneó a Martin: —Ya está hecho. —¿Qué es lo que está hecho? —preguntó Martin, realmente sin enterarse. —Mi novela. Ven a buscarla. —¿Cómo se titula? —Cartero. En Cartero, Chinaski aparece como un hombre que no tiene miedo, que no se somete a órdenes injustas, ni se deja vencer por el sistema o sus representantes. Al jefe, Johnstone, le llama «Stone» (piedra) en su propia cara, a diferencia de los otros, que sólo usan ese nombre a espaldas del temido personaje. En represalia por la rebeldía de Chinaski, Stone le manda de vuelta a casa, día tras día, sin asignarle ningún trabajo. Por fin le asigna la ruta de reparto más dura de todas. Chinaski se decepciona constantemente ante el fracaso de

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otras personas cuando son decentes. Llega a esperar la indecencia y se sorprende cuando demuestran ser hombres de palabra, hombres dignos. El propio sentido de la decencia de Chinaski se resalta a través de su sentido del humor, que nunca es ajeno a sus actos. En un momento, cuando se pierde en medio de una tormenta que le coge en su recorrido de cartero, grita «Johnstone que estás en los Cielos, ten Piedad», y se pregunta a sí mismo (y al lector): «¿Qué especie de idiota era yo? ¿No era yo mismo el responsable de que me pasara todo aquello?» Se comunica con el lector de una forma tan directa y conmovedora que es imposible no sentir empatía. Bukowski nos brinda un protagonista que es sencillamente como la mayoría de las personas, víctima en un momento u otro de las situaciones y desesperado ante esas realidades que parecen fuera de su control. El trabajo en Correos le sirvió a Hank de ancla en la realidad, una realidad muy dura para un hombre que necesitaba escribir, que sentía la necesidad de llevar su vida al papel, pero ancla de todos modos. La responsabilidad diaria impuesta por su empleo y, sobre todo, su tarea literaria evitaron que Bukowski siguiera el camino de muchos de sus contemporáneos, que habían sucumbido a las drogas y al alcohol. Para comprender cómo funde dolor con humor, fracaso con humor, pérdida con humor, en la estructura de su escritura, hay que encontrar una especie de mapa que conduce al significado de su obra. La imagen pública del Bukowski borracho y loco es cierta, pero solamente hasta cierto punto. Cuando todo ha sido dicho y hecho, él es un superviviente. Cartero marcó la pauta para las siguientes novelas. El antihéroe Henry Chinaski, víctima de la sociedad, surge como un gobierno dentro de sí mismo. Comienza con la frase: «Empezó como un error», y después despliega toda su vida como funcionario de Correos, amante y asiduo de los hipódromos Como sucede con los personajes de John Fante, Henry Miller y Jack Kerouac, los actos de Chinaski se encuentran muy cercanos a los de la existencia del escritor. «¿Por qué mirar más allá de nuestra propia vida?», ha sido siempre el lema de Hank. Tenía fresca en la cabeza toda su época de Correos. En lugar de escribir un libro oscuro, utiliza la comedia humana, como había hecho en Escritos, abriéndose camino a través del agobio de un empleo aburrido y duro para hacer así que todo parezca una serie monstruosa de fragmentos cómicos. Al final, a pesar de los supervisores insensibles y de los fracasos en las relaciones amorosas, logra salir victorioso, toma las riendas de su vida y abandona su empleo. El publicar Cartero no fue un trabajo arduo. No hubo necesidad del tipo de correcciones y cortes que uno asocia con Thomas Wolfe o Jack Kerouac. El original que Bukowski entregó a Martin había sido corregido por el autor al menos tres veces. Algunos de los cambios para editarlo se debieron a unas pocas páginas que eran repetitivas, pero la mayoría de las demás modificaciones fueron simplemente errores de mecanografía; Martin era muy perfeccionista. Descubrió que Bukowski también lo era: tenía que consultársele todo. Sobre esta novela y todas las posteriores dice Martin: «Yo le enseñaba las correcciones que hacía y él podía estar de acuerdo o no. Si hago algo que no le gusta y sé que es posible que se oponga, contengo la respiración y espero, y siempre lo descubre... Muchas

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veces he querido hacer un pequeño cambio para mejorar el texto y siempre lo descubre y lo suprime. Porque no es suyo. No es su modo de pensar. No quiere ningún adorno.» Martin señala que Bukowski siempre tiene razón en los asuntos relacionados con la publicación, y subraya que «Bukowski golpea realmente bien; un izquierdazo directo a la mandíbula es su golpe más certero». La publicación número noventa y nueve de Black Sparrow, Cartero, se transformó inmediatamente en un best-seller El impresionante catálogo de publicaciones de Martin, que había comenzado con los libritos de Bukowski, competía fácilmente con el de cualquier otra editorial pequeña del país. La novela se convirtió en el éxito máximo no sólo para el autor sino también para el editor. Martin la publicó en enero de 1971, un año después de que Bukowski cruzara la puerta de Correos por última vez. La edición de dos mil ejemplares en rústica se agotó rápidamente, lo cual provocó una nueva edición y, con el paso de los años, la venta de cuarenta mil ejemplares. Cuando Cartero estaba a punto de publicarse a finales de 1970, Linda King, una morena angelical que habría de convertirse en la novia de Hank, fue al Bridge una noche para escuchar un recital de un escritor cuyo nombre no recuerda. Le presentaron a Peter, el dueño, y empezaron a hablar sobre los escritores de Los Ángeles. Linda le preguntó cuál creía que era, en ese momento, el poeta que mejor escribía en Los Ángeles. Él contestó que era Charles Bukowski. Linda cogió un ejemplar del primer número de Laugh Literary and Man the Humping Guns que le dio Peter. En aquel ejemplar había un poema de Bukowski titulado «Los tremendos pinchazos de un sol lleno de clavos». A Linda le gustó lo que leyó. Cuando llegó al verso «Dios te lame el culo», empezó a cuestionarse las preferencias sexuales del poeta. Frente a la puerta del Bridge, le preguntó a Peter si Bukowski era homosexual. Peter dijo que no lo sabía. Inesperadamente, aparecimos por allí Hank y yo. Peter nos vio en el aparcamiento del mercado, justo frente al Bridge. Acabábamos de bajarnos del coche de Hank y estábamos peleando en broma en el aparcamiento, haciendo mucho ruido, con la esperanza secreta de llamar la atención. —Justamente ahí llega Bukowski —le dijo Peter a Linda. Yo llegué primero a la puerta y Peter me dijo que aquella mujer quería saber si Hank era homosexual. Para no ser menos que el loco de Peter contesté: —Bueno, conmigo no se lo monta. Linda observaba a Hank mientras éste se acercaba pavoneándose hacia la puerta y entraba. Peter, él y yo nos sentamos en un colchón en el centro de la sala cuando comenzó la lectura. Hank y yo empezamos a hacer comentarios sarcásticos, primero por lo bajo y después lo suficientemente alto como para que lo oyese todo el mundo. Linda, que había ido con su hermana Geraldine, estaba sentada en el rincón opuesto a nosotros. Nos estábamos divirtiendo a base de cerveza, vino y charla. Pocas semanas más tarde Linda volvió al Bridge y se encontró con un recital de un nefasto poeta con acompañamiento de flauta. Se volvió hacia Peter y le preguntó:

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—Dios mío, ¿es que nunca pasa nada divertido en esta ciudad? Peter le dijo que le disculpase un momento mientras hacía una llamada telefónica. Poco después regresó a donde estaba Linda y le dijo: —Te voy a llevar a casa de Bukowski en la calle De Longpre. No está lejos de aquí. Se dio cuenta de que Peter quería que ella y Hank se conocieran. Hank le intrigaba, pero no sabía que, con el tiempo, se enamoraría de él. En cuanto a la relación de hombre y mujer, ella había llegado a la conclusión, después de su anterior matrimonio, de que la mujer no sólo tiene el derecho sino la obligación de vivir en términos de igualdad con su pareja masculina. Según ella su ex marido era un hombre a la vieja usanza italiana, de los que creía que la mujer debía quedarse en casa, limpiar, cocinar y ocuparse de los hijos. Linda acababa de liberarse de diez años de matrimonio y no estaba dispuesta a meterse en ningún asunto serio, y menos con un hombre veinte años mayor que ella con fama de llevar una vida difícil. En realidad se tomó la visita como una diversión. Además, tenía que ocuparse de sus dos hijos y pensaba que no tendría ni siquiera tiempo para verse envuelta en una relación. Ella le había dicho a Peter que se llamaba Bobona. «En aquella época yo me presentaba como Bobona», dice Linda, «porque mis hermanas siempre me decían que debía reconocer que era tonta, y aquélla era mi forma humorística de admitirlo.» En una carta que Bukowski me mandó, con fecha 12 de julio de 1970, decía: la máquina de escribir suena bien hoy... es posible que pueda estafarle alguna mierda inmortal a la tarde de hoy. las chicas pasan a visitarme, Bonnie, Liza Williams, Bobona, pero sólo hablamos y yo miro esos cuerpos y pienso: no, no, no, el precio es demasiado alto, el precio es siempre demasiado alto, y las gilipolleces que hay que hacer antes, degradantes y estúpidas, como un mendigo, malditas sean, dejo que se vayan, adiós, adiós, sí, volved por aquí, ah, sí, lo he pasado muy bien, volved y después me voy a la máquina de escribir y escribo un relato sobre una violación... Peter presentó a Linda como Bobona. Hank dijo: —Venga ya, ¿cómo te llamas? Linda insistió en que, de verdad, se llamaba Bobona. —Es verdad —dijo ella—. Quiero que la gente sepa desde el principio que soy Bobon..., un poco lenta..., así nadie se lleva ninguna sorpresa. No podrán decir que no les he advertido. —Muy bien, Bobona, siéntate —dijo Hank. Linda notó inmediatamente que Hank la miraba como si estuviese

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evaluando su cuerpo. Hank y Peter se disputaban el protagonismo. Peter susurró: —Mira. Mira a quién te he traído —al mismo tiempo que dirigía insinuaciones sexuales a Linda. La propia Linda empezó a hacer una actuación. Se subió de un salto a la pequeña mesa desordenada y un poco coja que se encontraba en el centro de la pequeña sala, ocultando parcialmente un trozo de la mugrienta alfombra. Meneó las caderas, sacudió la melena de un lado a otro y recitó a voz en grito versos escritos por ella. Era el tipo de espectáculo que le gustaba a Bukowski y aquella noche sintió admiración por ella. Cuanto más alocadamente se comportaba con sus bailes alrededor de la habitación contoneándose como una bailaora de flamenco, más la deseaba él. Le parecía una mujer bella, una semidiosa. A Peter no le gustó la actuación de Linda, especialmente porque sabía que a Bukowski le horrorizaba el tipo de poesía que ella recitaba. De lo que Peter no se daba cuenta era de que Bukowski prestaba más atención a los giros del cuerpo de Linda que a su poesía. Es posible que le hastiaran sus poemas, pero los misterios de aquel cuerpo eran algo que quería explorar. Después de un rato, Peter se fue. Aquella noche no ocurrió nada entre Linda y Bukowski. Mientras Linda bailaba, Hank pensaba en la sequía sexual que había padecido durante los últimos cuatro años. Desde Frances no había tenido ningún tipo de relación sexual que fuera importante, así que esperaba que pasara algo entre Linda y él. Tal vez esto sea un comienzo, se decía a sí mismo mientras continuaba admirando la actuación de la voluptuosa mujer que había entrado gritando en su vida. Parecía que tenía justo la edad apropiada, ya que tenía menos de treinta y cinco años. Poco tiempo después Linda envió a Hank un poema en el que le llamaba «viejo gnomo» y le exhortaba a salir y danzar por las praderas con lo que ella llamaba cervatillos hembras. Hacerlo le daría gran sabiduría a Bukowski, según ella. A la mañana siguiente de recibir él aquel poema, Linda fue hasta la calle donde vivía Hank, aparcó al final, fue andando hasta su apartamento y golpeó en la ventana. No hubo respuesta desde el interior. «Abre. Soy yo, Linda», gritó ella. Encontró a Hank en plena resaca y dijo que volvería más tarde. Él, rápidamente, le pidió que se quedase. Hablaron durante un rato, y ella le dijo que era escultora y que quería hacerle un busto, lo cual le cogió de sorpresa, pues nunca le había hecho nadie una proposición semejante. Sólo tenía que ir a su casa y posar. Linda le escribió la dirección. Vivía en Burbank. Linda empezó a considerar a Hank un desafío, aunque no necesariamente de tipo sexual. De una forma lúdica quería domar al «animal salvaje», y demostrarle que una mujer podía ser tan poderosa, si no más, que un hombre. (No se dio cuenta de que Hank ya lo sabía.) En una obra que escribió, en un tono marcadamente irónico, titulada To Think I Fell in Love with a Male Chauvinist (Y pensar que me enamoré de un machista), Linda confesaba que Hank le había dicho que no había tenido relaciones sexuales desde hacía casi cuatro años. «Ah, yo tenía mucha picardía, y por encima de la arcilla le dirigía miradas apasionadas, luego volvía a poner más arcilla sobre la cabeza como si estuviera estudiando sus

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ojos o su boca para modelarla», escribió. Afirma que no tenía ninguna intención de hacer el amor con él cuando empezó la escultura. Para ella, él era un escritor muy bueno y un hombre interesante, con sentido del humor y perspicacia, pero, en realidad, no era su tipo. Él representaba, sin duda, un desafío. A ella su instinto le decía que era difícil de atrapar. Como había leído los poemas de Hank, sabía que no era un hombre corriente. Le admiraba, pero no tenía miedo, ni de él ni de su obra. Poco a poco se percató de que era muy probable que se convirtieran en amantes. Para Linda sería un juego de seducción de igual a igual, nada más, y nada menos. Linda había montado su estudio en un rincón de la cocina de su apartamento de Burbank. Allí empezó a moldear la arcilla para conseguir la imagen del poeta. No sólo observaba a su modelo sino que, mientras trabajaba, oía sus historias e indagaba en su pasado, en sus sentimientos sobre su obra y en su actitud frente a las mujeres. Para Linda era mucho más divertido que cualquier cómico de los que había escuchado. «Me hacía reír mucho», dice. «Algunos días no podía parar de reírme, incluso después de que ya se había marchado. Pero también tenía otro lado. El lado oscuro. El lado duro. Y era igual de fuerte.» Pero como Linda no era una delicada florecilla, no se quedaba atrás y era ágil en sus respuestas, participando siempre con entusiasmo en las conversaciones, ya fuese cara a cara con Bukowski o en grupo. No sabía mucho de temas literarios, pero su ingenio la mantenía a flote cuando empezaban a cruzarse bromas y frases rápidas. Elaboraron teorías sobre la lucha de los sexos. Según Hank, y lo mismo pensaba Linda, existía realmente una lucha continua. No estaba relacionada sólo con cuestiones sexuales, sino también con la manipulación y la posesividad. Hank tenía la sensación de que Linda estaba jugando con él, de que se hacía la tímida deliberadamente. Le confesó que el no haber tenido relaciones sexuales durante algún tiempo le hacía sentirse desgraciado. Linda comprendió su vulnerabilidad. Hank podía ir de tipo duro, pero no le importaba mostrar que tenía un intenso deseo de satisfacción sexual. Durante el periodo en que estaba haciendo el busto, Linda aprendió mucho sobre Bukowski. Él no ocultaba nada. Con el paso del tiempo, Linda empezó a sentir una presión enorme. Al principio le había molestado su reputación de machista y su edad. El «viejo indecente» le había producido rechazo, pero el mayor rechazo se lo había producido el alcoholismo. Su padre, que había muerto hacía poco, también era alcohólico. Linda sabía por propia experiencia lo que el alcohol podía hacerle a un hombre, y lo que un hombre borracho podía hacer a otros, incluso alguien con la cabeza y el corazón de Bukowski. Pero en aquellos momentos ella era testigo del lado sensible del poeta, esa parte lírica que había en él y que tantas veces emergía en su poesía y en su prosa. Un día, después de muchas semanas de coqueteo escultural, Hank se levantó y la siguió hasta la nevera cuando ella fue a buscar una cerveza. La abrazó, pero Linda se opuso a sus avances diciendo que primero tenían que acabar la obra. Minutos después llegó la hermana mayor de Linda, Geraldine, y su presencia ayudó a que la tensión desapareciera. Las hermanas King, Linda,

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Geraldine y otras tres, habían escrito un libro de poesía juntas, y Linda le había regalado uno a Hank. «Sus poesías tenían mucho humor y gran cantidad de imágenes sexuales», recuerda él. Linda y Hank continuaron sus sesiones en el rincón de la cocina y el busto empezó a tomar forma. Él soltaba indirectas sobre lo que llamaba «la cosa hombre-mujer» y hablaba de sus relaciones pasadas con Jane, Frances y Barbara Frye. Hank le escribió diciéndole que estaba empezando a sentirse desesperado con «tu negativa respecto a todo acto total entre nosotros». Decía que los hombres de cierta edad tenían que conformarse con bocaditos exquisitos «y, encima, quedarse contentos con eso». Este tipo de sinceridad marcó el tono de un bombardeo de cartas que empezó entre la calle De Longpre y el apartamento de Linda en Burbank. Hank jugaba con el tema del «viejo gnomo», refiriéndose al poema que Linda había escrito sobre él. Los dos sabían que tarde o temprano harían el amor. Las cartas llegaban con tal frecuencia y Hank se presentaba en ellas al desnudo con tal sinceridad, que Linda se sintió abrumada. Le escribía sobre sus años de soledad, su reconocida fealdad, su precaución al tratar asuntos de sexo, su falta de confianza en la gente, su dedicación a la literatura. Quitándose la máscara actuaba como si se estuviera poniendo otra; al ser tan abierto y sincero, lo que estaba diciendo era: «Eh, mírame. Tengo que ser estupendo. ¿No ves lo abierto y sincero que soy?» A medida que Linda empezó a conocer mejor a Hank, a través de la correspondencia y de los ratos en la cocina, empezó a encontrarlo tan irresistible como él a ella. Veía a Hank como una masa de ego equilibrada por la sensibilidad, el humor, cierta falta de confianza y unos toques de melancolía alcohólica. Empezó a ver a través de todo aquello hasta llegar al meollo de aquel hombre, la fuerte personalidad que se había trazado siendo niño en la Avenida Longwood y que había cobrado nitidez cuando de joven viajaba de ciudad en ciudad, sobreviviendo en pensiones como un marginado. Mientras tanto, el busto estaba casi acabado: con cicatrices, nariz grande, labios abultados y todos sus rasgos característicos. Hank lo examinó, le dijo a Linda que estaba muy bien y después empezó a hablar de sexo. En pocos minutos, los dos se habían desvestido y estaban tumbados en el suelo de linóleo de la cocina. Justo cuando estaban a punto de consumar aquel acto tan esperado, fueron interrumpidos por alguien que llamaba con fuerza e insistencia a la puerta principal. La llamada fue seguida por la súplica de la hija de Linda, que acababa de cortarse un dedo de la mano. Se vistieron rápidamente y Linda, madre cariñosa, se ocupó del dedo de la niña mientras él que iba a ser pronto su amante observaba divertido. Mientras continuaban los coqueteos entre Hank y Linda, salió el número tres de Laugh Literary. A principios de marzo de 1971 dimos una fiesta en el apartamento de Hank con motivo de la revista. Linda llegó vestida de una forma muy llamativa. Parecía que estaba en todas partes a la vez, especialmente donde había hombres. Puesto que allí casi todo eran hombres, no tenía que ir muy lejos

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dentro de la abarrotada sala. Hank bebió más de lo normal, y empezó a preocuparse cada vez más con los coqueteos de Linda, aunque todavía no se habían convertido en amantes y realmente no tenía ningún derecho sobre ella. Le advirtió que dejara de hacer el tonto. Cuando se quedaron solos, él ya la había perdonado y fueron hacia el dormitorio de Hank, se metieron en la cama y pasaron su primera noche juntos. Después de hacer el amor, Linda le dijo que ya se podía poner a pensar en el nombre del niño que sin duda nacería de aquel encuentro. «Ponle Clyde King Bukowski», dijo Hank. Más adelante Linda le diría: «Lo único que me salvó fue que tus espermatozoides estaban piripis de tanto alcohol.» Aquella primera discusión, incluso con su lado humorístico, prefiguró el tono de lo que sería su relación, tempestuosa en general y con pocos periodos de calma. Como señala John Thomas, «Los dos entraron en el juego de los celos». Y, sin embargo, su relación floreció. Como era veinte años menor que Hank y aún no había publicado, Linda aprendió mucho de él; le enseñó cómo escribir, tanto por los comentarios que hacía sobre su trabajo como con su ejemplo. Conocedora del largo y difícil camino que le había llevado a su reciente éxito, prestaba gran atención a lo que él decía. Hank había resistido. Creía en sí mismo. Cuando hablaba de la falta de confianza en sí mismo que tenía durante sus años de instituto, después de que el acné le hubiese cubierto la cara de cicatrices, ella lograba comprender de dónde procedían sus inseguridades y la noche oscura2 que a veces se apoderaba de su espíritu, que, de lo contrario, solía ser divertido. Empezó a comprobar que su obra tenía prioridad sobre todo lo demás. No importaba cuánto necesitase el amor de una mujer, lo que mandaba era su literatura. Sin eso, estaría perdido. Un poema que Linda escribió poco después de que se convirtieran en amantes refleja su estado de ánimo. Ese hombre era tan nuevo como la creación tan mayor como sus cincuenta años tan generoso como el sol tras la noche y el frío tan loco como un animal atrapado tan celoso como un perro cachondo que ha descubierto una perra en celo … me dio su alma también me dio sus resacas sus furias sus inseguridades

2 En castellano en el original (N de las T)

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y me dio amor que salía de lo más profundo de su ser y llegaba a lo más profundo del mío y yo le di amor un amor con el que él quería acabar una vez por semana...

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En 1971, durante la publicación de Erections, Ejaculations, Exhibitions and General Tales of Ordinary Madness, una colección de relatos cortos de Bukowski editada en City Lights Books (en castellano editado en dos tomos: Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones y La máquina de follar), Linda King fue con sus hermanas a visitar Escalante, una pequeña ciudad cerca de Boulder, en Utah. Le explicó a Hank que no podía romper la tradición familiar de ir al área de Boulder todos los Cuatro de Julio. Hank protestó aunque ella pensaba volver pronto. Linda le dijo que estaba ansiosa por regresar a Los Ángeles y retomar las cosas en el punto donde las habían dejado. No era la primera vez que Hank y Linda se separaban. De hecho, lo habían hecho ya varias veces y con regularidad desde que empezaron a tener una relación seria. Se peleaban por otras personas: normalmente porque Hank se ponía celoso, con muy poca razón o incluso ninguna excepto su miedo a perderla. En una ocasión Linda tenía que ir a que le arreglaran una muela y Hank la acusó de acostarse con el dentista. —Necesito ir —dijo Linda—. Me duelen las muelas. —¡A mí no me mientas! —le dijo él—. Sé muy bien lo que vas a hacer a su consulta. Realmente no tienes mal las muelas. Durante una excursión al lago MacArthur, Linda preguntó a un pescador qué usaba como carnada. Hank se puso furioso. Linda protestó diciendo que había hecho una simple pregunta. Hank perdió los estribos, convencido de que ella había ido a ligar con aquel tipo. Hank, Paul Vangelisti y yo estábamos preparando en aquella época una antología de poetas de Los Ángeles (un libro en el que, dicho sea de paso, se incluían poemas de Linda King). Cada vez que iba a visitar a Hank me bombardeaba con todas sus ideas sobre «ese asunto hombre-mujer». Sobre todo tocaba el tema de cómo debía tratar un hombre a una mujer que coqueteara constantemente con otros hombres. Se había convencido a sí mismo de que aquél era el problema con Linda, aunque admitía que la falta de confianza que tenía en ella era igual a la que básicamente alimentaba por todo el mundo. —La gente es difícil —decía—, y en cuanto al sexo, es aún más difícil. Todo el mundo tiene su teoría. Y nadie tiene respuestas de verdad.

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—Quizás deberías tener una mentalidad más abierta. —No. No puedo —contestó—. Linda sólo tiene juventud y belleza. Yo tengo a Bukowski. —Pero tienes que tener una mentalidad más abierta... —Mmm-Mmm. Uno no va regalando trozos de su alma. Las mujeres son implacables. —Y entonces, ¿qué vas a hacer? —Lo veré cuando llegue el momento. Siempre nos estamos peleando. Joder, ya nos has visto: celos, furia ciega. —¿No puedes aprender a tomártelo con un poco de calma? —De verdad que no, chico. Es la guerra, de verdad, con momentos de ternura y paz. Así que tengo que estar en guardia continuamente. Linda le contó a Hank que había tenido un sueño en el que él se hacía muy rico y famoso. En medio de toda la adulación, él estaba colgado de un acantilado y necesitaba que alguien le ayudase para no caerse. En el sueño Linda era la que iba a rescatarle. Más tarde diría: «Bukowski sabía que realmente había logrado el éxito como escritor. Cuando empezamos a tener una relación de pareja le estaban pasando muchas cosas buenas. La fama y el dinero estaban en camino. Empezaron a caerle cheques para recitales, relatos cortos y cosas por el estilo.» La actividad que rodeaba a Bukowski entusiasmó a Linda, y ella misma empezó a publicar e incluso sacó una colección de poemas de ella y Bukowski a multicopista. La juventud de Linda atraía a Bukowski y despertaba su vanidad. Aun cuando le agotaban, las discusiones le proporcionaban un elemento de tensión y fuerza que le gustaba. Linda, al igual que Hank, era muy exuberante y lúdica; y de la misma forma que ella le había encontrado encantadoramente ingenioso cuando se conocieron, a él le gustaba la capacidad de juego y el sentido del humor de ella. Cuando más se divertían era cuando se ponían a hacer el indio en público hablando en broma sobre sexo, la lucha de los sexos, literatura o política. Linda podía un día cantar las excelencias de Hank, y al siguiente insultarle y anunciarle que su relación había llegado a su fin con amarga determinación. Escribir sobre sus agravios y aceptarlos acabó siendo el juego estructural de gran parte de la poesía de ella. «Tiene que ser amor Bukowski / sencillamente tiene que serlo», escribe ella después de enumerar una serie de agravios. Intentaba encontrar la justificación a los continuos enfrentamientos a través de la poesía. Tal vez uno de sus análisis más agudos partía de su creencia de que para él el amor no era algo en lo que se podía confiar, y que él lo había apartado de su vida antes de darle la oportunidad de que le fallase. Intentaba encontrar un equilibrio entre las dificultades de vivir con un hombre al que consideraba un genio creativo y su propio deseo de definirse como poetisa y escultora. No ocultaba su gran admiración por él, tanto en las conversaciones con sus amigos como en sus escritos. Él era como un terreno de

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energía sin fronteras con el que ella podía medirse. Le encantaba combatir y ponerse a sí misma a prueba con las armas de él: el ingenio y la ironía. Hacia el otoño de 1971, Hank decía: «Quise romper con Linda desde el principio. Fue ella quien llamó a mi puerta y se abalanzó sobre mí. He intentado huir de ella. He utilizado todas las excusas posibles. El decidirme por este juego de la literatura significaba poner sangre sobre las líneas del papel. Eso quiere decir que no hay trampa en el mundo que pueda impedirme escribir como siento. Entonces esa hermosa mujer llegó y me tendió una trampa. Me besó y me amó. Después de aquello, y antes de aquello, yo sabía que habría trampas.» Y sigue diciendo: «Ella, con toda su belleza y su cuerpo y todo, quería mi alma. Quería mi alma rápidamente. Sabía que yo era Bukowski, el tipo duro. Entró deliberadamente en mi vida. Mírame, mírame la cara, el corazón, tú me conoces. En realidad no soy duro.» Durante una época particularmente difícil con Linda, Hank empezó a salir con Liza Williams, que se había convertido en un personaje muy conocido en el mundo de la prensa underground. De hecho, cuando comenzaron a salir, los dos escribían para Los Angeles Free Press, el periódico alternativo de mayor tirada de la ciudad. La columna que firmaba ella parecía parodiar a menudo la de Bukowski, pero no dejaba de tener un estilo ingenioso propio. Una de sus historias, aparecida en el número del 30 de junio de 1972, habla de la dificultad de vivir con un genio y nos brinda a un personaje llamado «Hunk» que se parece sospechosamente a Bukowski. En respuesta a las teorías enigmáticas de personajes femeninos sin nombre, Hunk dice: «Me estáis poniendo enfermo, con vuestra insensibilidad sentimental...» Hank conoció a Liza Williams durante la década de los sesenta, cuando ella y su novio fueron a visitarle varias veces. Desde el primer momento la consideró una empresaria hippie que hacía y deshacía a su antojo; una mujer que participaba en todo. Parecía que conocía a toda la gente adecuada en el mundo underground, poetas, dibujantes, activistas políticos, músicos. Trabajaba al mismo tiempo para Capital Records y para una importante compañía discográfica británica. En algún momento del invierno de 1972, Hank se topó con ella cuando iba a entregar un artículo que había escrito para una revista no literaria de Hollywood. Linda le acompañaba. Al salir de la oficina vio a Liza dentro de su coche, un Mercedes recién estrenado. Se acercó a preguntarle qué tal le iba. Hablaron durante unos minutos. Durante la conversación Liza le dijo que vivía sola y que necesitaba un novio nuevo. Él le dio su número de teléfono y le dijo que le llamara algún día. Linda apenas podía contenerse. Sabía que si ella le hubiera dado su número de teléfono a un hombre, Hank se habría vuelto loco. Le dijo que era obvio que, tarde o temprano, él llamaría a Liza. Aquella tarde Hank fue a una carrera de trotones y ganó un montón de dinero, y logró olvidarse de Linda durante un rato. Sin embargo no pudo resistirse y la llamó desde el hipódromo para provocarla con su victoria y para que se enterase de que se las podía arreglar sin ella. Cuando contestaron al teléfono, se

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puso a gritar que era un ganador y que quería terminar su relación con ella. Paró para coger aire y una voz tranquila y perpleja le informó que ella era la que cuidaba a los niños. Linda había salido aquella noche. Aquello le enfureció. Había pensado que iba a lograr fastidiarla, irritarla de un modo definitivo, y en cambio ella le había devuelto la jugada. Mientras volvía a casa desde el hipódromo se imaginaba a Linda saliendo a disfrutar de una noche álgida de sexo desenfrenado. Estaba tumbado en la cama a la mañana siguiente cuando sonó el teléfono. Linda le comunicó que había ido a bailar. Cuando acabaron de lanzarse extensas diatribas, Hank colgó de golpe el teléfono, se metió en el coche y se dirigió a casa de Linda con el busto que ella le había hecho: un ritual que se había vuelto legendario para sus amigos. Se reconciliaron, pero pronto comenzaron a crecer otra vez los problemas. Un día Hank pasó por casa de ella y se encontró con que estaba vacía. Abrió la puerta, entró y vio que sólo quedaba el aparato de aire acondicionado que él le había prestado. Junto a éste descubrió una nota en la que ella le comunicaba que se había marchado porque era lo mejor. Se acordó de Liza Williams y decidió llamarla por teléfono. Ella le invitó inmediatamente a que fuera a visitarla a su casa de Hollywood Hills. Liza era unos ocho años mayor que Linda King, que tenía alrededor de treinta y cinco años. A diferencia de Linda, vivía casi exclusivamente en el mundo enrarecido de fiestas de la industria de la música y conversaciones sobre grandes contratos discográficos. Hank estaba entusiasmado con ella, aunque le disgustaban la mayoría de sus amigos; le parecían farsantes desesperados que trataban de conseguir la pequeña fama o fortuna que pudiera lograrse en el mundo de la música hip. Una vez que Hank fue a casa de Liza, que compartía su hogar con otra mujer, ella le animó a que hablase abiertamente de su relación con Linda. Admitió francamente que la echaba de menos, a pesar de todos sus problemas. Le habló de las acusaciones salvajes que ambos se hacían, de las llamadas telefónicas demenciales y desesperadas, y de cómo iba a su casa con el busto cada vez que tenían una pelea particularmente violenta. Le dijo a Liza que no creía que pudiese recuperarse nunca de aquella pérdida. En aquellos momentos Linda se encontraba en Utah. Se dedicaba a escribir y a esculpir, y también preparaba un libro de poesía que publicaría la editorial Vagabond Press, de John Bennett. Hank le mandó una carta a la dirección que ella le había dado, para informarle que Liza Williams y él estaban juntos. Linda no se tomó bien la noticia, y contestó con una carta enfurecida. Hank ya había decidido que Liza tenía una buena figura y una cara bonita. Era menos antagónica que Linda King. «Liza es menos irritante», me comentó una vez. «Con Linda tengo que estar en guardia. Siempre está pavoneándose por todos lados», decía. «Quizás sea porque Liza es mayor o algo así; puede que sea eso.» Mucho de lo que a Hank le parecían coqueteos de Linda no era más que su exuberancia natural, exactamente aquello por lo que él se había sentido atraído en

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un principio. Además, a medida que Linda cobraba una mayor conciencia de sí misma como poeta y pasaba mucho tiempo con otros poetas, principalmente hombres, empezó naturalmente a sentirse más segura, y aquello creaba a menudo problemas entre ella y Hank. Poco después de su primera visita a Liza, Hank se describía como un hombre más precavido. «Después de Linda he descubierto cómo guardarme. Mi teoría es que no hay que enamorarse. Hay que cuidarse de eso», decía. «De esa forma uno está protegido por ambos lados.» Cuando le pregunté si planeaba recluirse durante mucho tiempo, fue tajante: no. Sin embargo, me daba cuenta de que el gran solitario prefería estar con alguien que andar dando vueltas solo por su casa. Le recordé cuando, unos años antes, solía quejarse constantemente por no tener mujer. «Eras desgraciadísimo», le dije. «Me siento desgraciado con ellas o sin ellas», respondió, sin preocuparse por el cliché. Hank y Liza Williams viajaban mucho fuera de Los Ángeles, y la mayor parte de los viajes los financiaba ella. Aquello se convirtió pronto en una serie constante de excursiones que incluían, muchas de ellas, citas con la gente de hablar gangoso de la industria musical que Hank aborrecía. Al poco tiempo no podía siquiera recordar dónde habían estado. Una semana se iban a la montaña y otra atravesaban a toda velocidad la autopista de la Costa del Pacífico. Había fiestas en las que Bukowski se mostraba distante y representaba el papel del observador silencioso, divertido y al mismo tiempo aburrido por las pretensiones de los jóvenes modernos que Liza conocía. En medio de su relación con Liza y de las largas cartas que seguía escribiéndole a Linda, Hank conoció a un joven aspirante a director en Los Angeles llamado Taylor Hackford. Como les había ocurrido a muchas otras personas de Los Angeles, su primer contacto con la obra de Hank había sido a través del Open City; mucho después leyó el poema de Hank «viejo indecente» mientras estaba en una barbería, hojeando una revista de las que se distribuyen en las peluquerías. Pocos años antes, Hackford había organizado un concierto con el grupo Traffic en el Civic Auditorium de Santa Monica, financiado por Island Records. En aquel momento la presidenta de la compañía era Liza Williams. Un día Hackford y Liza estaban charlando y él le preguntó cómo le iba. Ella le dijo que estaba locamente enamorada de un poeta de esa ciudad, Charles Bukowski. Hackford se acordaba del poema de Bukowski y le dijo que le encantaba su trabajo. Liza contestó que para ella sería un placer concertarle una cita con él. El primer encuentro entre Hackford y Hank incluyó un viaje en tren al hipódromo de Del Mar. «Cuando Bukowski quiere ir a las carreras, no quiere hablar de nada más», afirma Taylor. «Fue un acercamiento a Bukowski a través de las carreras de caballos.» Hank, Liza y Hackford subieron al tren. «Pasamos todo el día en el hipódromo. Yo perdí. Bukowski tuvo un día bastante malo. Creo que ganó dos veces..., perdió siete, y yo estaba realmente jodido. Me sentía muy furioso. A Hank no le gustan los buenos perdedores.» Se fueron del hipódromo a

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casa de Liza. Se sentaron a quejarse los tres de su mala suerte, una buena excusa para emborracharse. Hackford notó que Hank hablaba de los caballos con absoluta claridad, y se percató de que la peregrinación diaria al hipódromo era un ritual muy importante en la vida del poeta, si no el más. En aquel entonces Hackford trabajaba en el Departamento de Asuntos Culturales del KCET, el canal de la televisión pública de Los Ángeles. El departamento decidió hacer un reportaje de actualidad sobre los artistas de la zona de Los Ángeles. Él dijo que quería hacer un programa sobre Bukowski. Ninguno de sus superiores sabía quién era Hank, así que Hackford intentó explicar su importancia definiéndolo como el poeta de la quintaesencia de Los Ángeles, en su esfuerzo por explicar que era una figura literaria importante del mundo underground. Comentó con Hank su idea de hacer una película para el KCET. Hackford estaba convencido de que un documental bien hecho podía ser tan atractivo y dramático como una película normal, especialmente si trataba sobre una personalidad tan importante como la de Bukowski. Hank estuvo de acuerdo con el proyecto y Hackford empezó a pasar largos ratos con él, dos o tres noches a la semana se emborrachaban juntos, frecuentaban los lugares predilectos de Hank, iban a la tienda de vinos de Ned en la esquina de Normandie y Sunset, a pocas manzanas de la calle De Longpre. Hacían el recorrido de los hipódromos, desde el Del Mar hasta el de Santa Anita. Recorrieron todo el territorio hípico del sur de California. A veces Liza les acompañaba, pero normalmente iban solos. Mientras tanto Liza planeaba un viaje a la isla Catalina, a veintisiete millas de la costa de Los Ángeles, un lugar de turistas de clase media al que a Hank nunca se le hubiera ocurrido ir. Pero su nueva amante estaba impaciente por entrar en las tiendas de la pequeña ciudad de Avalon y pasear tranquilamente por la playa. Para Liza la isla ofrecía delicias interminables. Hank no pensaba lo mismo. Estaba harto del barco con suelo de cristal, harto de la vieja sala de baile situada en una lengua de tierra en el puerto de Avalon, y harto de la gente. Aunque disfrutaba la mayor parte del tiempo en que estaba a solas con ella, no podía compartir con Liza su entusiasmo por las tiendas, llenas en su mayoría de souvenirs baratos para turistas. Ni tampoco podía sumarse a la charla despreocupada que ella mantenía con los dueños de los establecimientos ni con los otros turistas. Poco después dijo que quería quedarse encerrado en la habitación del hotel y beber. Había llevado una máquina de escribir portátil, así que se sentó y escribió algunos poemas. Hank estaba seguro de que Liza se había enamorado realmente de él, y no había duda de que ella le gustaba. Cuando volvieron a casa, ella tenía un aire nostálgico en los ojos. Hablaron de hacer otros viajes juntos. Hank se dio cuenta de que ella pertenecía a un mundo diferente y él ya lo había sabido desde el principio. Aunque con Linda las cosas se habían desarrollado de una manera tan loca, había habido un pacto tácito entre ellos: estaban jugando un juego emocionalmente peligroso, lo sabían y les gustaba.

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Hackford fue testigo de las vacilaciones de Hank entre las dos mujeres. Hank le confesó: «Sabes, Liza es una gran mujer, pero hay otra a la que he estado viendo, Linda King.» Hackford se daba cuenta de que Liza colmaba a Hank de regalos y le había introducido en un tipo de vida fácil. Por otro lado, según Hackford, estaba la «joven y apasionada Linda», a quien Hank echaba de menos. Inevitablemente, dicho triángulo se convirtió en uno de los temas importantes de la película, igual que la bebida, el hipódromo y su poesía. Para Hackford, Hank se convirtió en una especie de escuela para graduados. Admiraba el hecho de que el viejo no tratara de ocultar sus rarezas y fracasos, incluso después de haber dado su consentimiento para la película. Siguió siendo como era, confiándole a Hackford su confusión emocional sobre las mujeres de su vida. El joven percibió que el aspecto mujeriego de Hank era una especie de divina comedia orquestada, escrita y dirigida por Charles Bukowski. «Le daba vueltas al puchero constantemente. Siempre intentaba provocar algún tipo de crisis en Liza o en Linda», señala Hackford. Decía: «Ay, estas mujeres están locas. Van a acabar conmigo.» Sin embargo, Hackford tenía la sensación de que Hank disfrutaba creando situaciones de enfrentamiento emocional, lo cual alimentaba su arte y le proporcionaba material para escribir. Para Hackford estaba claro que Hank no cesaba de provocar una situación tras otra, y describe aquello como «una ópera maravillosa» que se desarrollaba continuamente. Las dos mujeres sabían que Hank manipulaba sus emociones, pero a pesar de todo lo aceptaban. A medida que Hackford observaba a Hank más de cerca, se convencía de que la fama de hombre que odiaba a las mujeres que el escritor tenía en ciertos círculos era injustificada. Le parecía más bien un individuo fascinado, incluso obsesionado, por la lucha de los sexos, tanto como lo había estado en uno de los héroes de Hank, James Thurber. Sabía que las mujeres en la vida de Hank tendrían que ser un tema importante en su futuro documental. Lo que quería hacer era examinar a Hank desde la perspectiva de la confusión que él creaba en su vida y, al mismo tiempo, hacer que las mujeres con las que Hank había vivido proporcionaran sus propios comentarios. En la película Hank intentó aparecer como un ser superior y distante, recostado en su silla, pontificando sobre las mujeres de su vida y su cautela, mientras ellas le miraban perplejas y describían cómo las manipulaba en diferentes situaciones. A Hackford le pareció que sus análisis eran brillantes, y que ellas eran igual de honestas que Hank al referirse a sus virtudes y debilidades. Hank reveló a Hackford su constante obsesión por el hecho de tener las manos pequeñas, casi delicadas, que ofrecían un contraste dramático con el resto de su cuerpo. Decía que la cara representaba su carácter pero que las manos eran su corazón y su alma: las manos de un artista. Esta revelación representaba el tipo de detalle personal que Hackford quería en su película. Quería evitar la situación que se produce habitualmente en las entrevistas, que tocan los temas superficialmente. Hank era un sujeto perfecto porque no temía exponer sus debilidades ni en su obra literaria ni en la pantalla. Otro aspecto que Hackford vio en Hank, y que sacaría a relucir en la

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película, era el del poeta como filósofo de Los Angeles. Mostraba en primer lugar que lo que había escrito en Cartero, en las columnas del Open City y en su poesía, no era sólo mera literatura, sino realmente una reflexión sobre cómo vivía Hank y cómo su obra surgía directamente de sus propias experiencias cotidianas luchando con la vida en Los Ángeles. Poco después del viaje a Catalina se produjo el encuentro entre Hank y Linda. Una tarde Hank y Liza estaban juntos en De Longpre cuando sonó el teléfono. Él supo inmediatamente que era Linda. Llamaba desde Utah para decirle que le echaba mucho de menos. Liza salió de casa mientras Hank y Linda hablaban. Continuaron durante un buen rato repitiéndose cuánto se echaban de menos uno al otro y lo bueno que sería volver a estar juntos. Su lucha había quedado en el olvido. Hank casi podía ver las redondas y sonrosadas mejillas de Linda y sus ojos picaros. Esa misma tarde comunicó a Liza que iba a volver con Linda. Linda regresó a la ciudad con sus dos hijos y su perro. Una de las primeras cosas que Hank le dijo fue que tenía que ir a ver a Liza por última vez, ya que no quería dejarla de aquella forma tan dura, sin explicarle las cosas. Linda protestó, pero él le dijo que sólo se trataba de despedirse. Fue a ver a Liza y después regresó con Linda, que le sometió a un tercer grado; cuando lo hubo pasado y la convenció de que lo suyo con Liza no había sido realmente importante, volvieron a emprender su vida normal; o sea que empezaron otra vez las discusiones. Una vez más, Hank gozaba con aquello, en parte divertido aunque también en parte molesto por su incapacidad para llevar una vida tranquila y equilibrada con una mujer. Quizás no pudiera vivir sin problemas, aunque solía decirme: «Estas peleas tienen que acabar. No puedo soportarlas. Estas cosas no me dejan trabajar.» Sin embargo avanzaba en todos los frentes. Nunca dejó de dedicarse a su trabajo a pesar de todas las dificultades que tenía en su vida personal. Poesía y prosa continuaron fluyendo de su máquina de escribir. El 1 de junio de 1972, John Martin publicó Mockingbird Wish Me Luck (El sinsonte me desea suerte), un libro que incluía «El sinsonte», uno de los poemas favoritos del editor. «Bukowski es directo. Es capaz de revelar una verdad tan rápidamente... Nunca había encontrado eso en poesía. Ha sido como estar cavando en la ladera de una colina y que, de pronto, tu pico se tope con una sólida pepita de oro.» El uso que hace Bukowski del habla corriente realza la idea dramática presentada en «El sinsonte»; la visión realista se enfrenta a una aceptación objetiva de la vida. Bukowski es el observador tranquilo que no fantasea, un periodista poético que simplemente nos presenta los hechos. Evoca el mismo tipo de imágenes que podemos encontrar en algunos de los poemas cortos de Robinson Jeffers, el animal en lucha con los de su propia especie y los de otras especies, o con las fuerzas de la naturaleza. A diferencia de Jeffers, Bukowski encuentra los hechos brutales de la naturaleza delante de su propia puerta:

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el sinsonte había estado persiguiendo al gato todo el verano burlándose burlándose burlándose provocador y presumido; el gato se metía debajo de las mecedoras en los porches la cola brillante y enfurecido decía cosas al sinsonte que yo no entendía. ayer el gato se acercó andando tranquilamente hacia la casa con el sinsonte vivo en la boca, las alas abiertas, las hermosas alas abiertas que se agitaban, las plumas separadas como las piernas de una mujer, y el pájaro ya no se burlaba, suplicaba, rogaba pero el gato acostumbrado a soportar durante siglos no le oía. le vi meterse debajo de un coche amarillo con el pájaro para sacrificarlo en otro sitio. había acabado el verano.

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A principios de 1972 Hank recibió una invitación para dar un recital en San Francisco, en el Teatro City Lights Poet. Los profesores de inglés de todo el país aguardaban turno para llevar a Bukowski a sus universidades. Por aquel entonces, ya había dado recitales en Bellingham, Washington y en la Universidad de Nuevo México. El evento de San Francisco sería el primero de varios recitales en la ciudad de los poetas. En todos aquellos recitales Hank hizo todo lo posible para promocionar su imagen de personaje borracho y loco por el sexo. Linda fue con Hank a San Francisco y quedó tan impresionada como él al descubrir que era toda una celebridad, al menos dentro de la comunidad literaria. Sobre todo porque Erections, Ejaculations, Exhihitions and General Tales of Ordinary Madness había tenido mucho éxito en la zona de la Bahía. Taylor Hackford consideró el recital de San Francisco una excelente oportunidad para convertir su proyecto cinematográfico en una realidad. Durante meses había oído a Hank filosofar sobre las mujeres, el hipódromo, la cerveza y la vida en general, pero no tenía una filmación que reflejase todo aquello. Hackford decidió coger el avión hacia el norte con el poeta y rodar el viaje y el recital. Esperaba que aquello le proporcionara material suficiente para el documental (especialmente porque sólo tenía un presupuesto de dos mil quinientos dólares). Al final, aquel viaje al norte se convertiría en uno de los muchos episodios de la película. No había nada ensayado. Hackford trabajaba al estilo del cinema verité, mantenía la cámara enfocada hacia la acción y captaba a Hank en su asiento del avión junto a Linda, mientras pedía cócteles y hojeaba poemas. Durante el vuelo Hank le preguntó a Hackford con toda sinceridad qué poemas debería leer. Puesto que Hackford conocía a fondo la obra de Hank, pudo ayudarle a planificar el recital mientras el avión se dirigía hacia el norte. Hank y Linda se quedaron en el abarrotado apartamento de tres habitaciones que Ferlinghetti tenía justo encima de las oficinas de la editorial City Lights, en el corazón de North Beach, el viejo barrio italiano de la ciudad, dominado por Telegraph Hill en el norte y Russian Hill en el sur. Estar escondido en el barrio bohemio de la ciudad no era algo que atrajese al poeta del Este de Hollywood. Sólo cuando conoció a Ferlinghetti, un hombre amable, de buen

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carácter y dulces ojos azules, consiguió relajarse. Disfrutaba de que se le tratase como poeta mundialmente conocido, un hombre al que se leía en todas partes y al que habían traducido a varios idiomas desde mediados de los años cincuenta. Después de una visita con su anfitrión, Hank y Linda entraron en el Café Trieste, un lugar para tomar café y hacer reuniones literarias en aquella ciudad. Pidieron café, se quedaron un rato y luego se reunieron con Ferlinghetti en el U.S. Café, un restaurante italiano de la calle principal de North Beach, la Avenida Columbus. Un escritor del San Francisco Chronicle, que comió con ellos, compararía más tarde a Bukowski con Hemingway. Comieron diferentes platos mientras charlaban, pero en lugar de esperar allí sentado a que llegara la hora, Hank dijo que necesitaba estar solo antes del recital. Linda y él salieron y después de andar unas pocas manzanas, se apoyó en la pared de un edificio y vomitó; una reacción pre-recital típica en él que se repetiría durante los años siguientes cuando iba de universidad en universidad leyendo sus poemas. Doug Blazek, que entonces vivía en Sacramento, se enteró de que Hank iba a dar un recital y fue a San Francisco. Esperó en las oficinas de la editorial City Lights con la esperanza de sorprenderle. Al llegar, Hank no reconoció a Blazek, a quien no había visto desde hacía cinco años. Blazek esperó un momento y luego le dijo: «Hola, Hank», y Bukowski respondió al saludo, realmente complacido de ver al joven poeta. Blazek le preguntó en tono de burla: «¿Por qué no creces más..., cambias más como persona?» El propio Blazek había sufrido tremendos cambios, y había llegado incluso a repudiar sus esfuerzos como editor de Ole. Su pregunta era tanto un reflejo de su propia confusión y deseo de cambio como una verdadera pregunta del discípulo al maestro. Hank le dijo: «Tengo que jugar una buena partida. No voy a cambiar de cartas.» A los ojos de Blazek aquello significaba que permanecería fiel a lo que él denomina «una pepita de oro de un tipo poco frecuente». Blazek fue al recital con Hank, Ferlinghetti y Joe Wolberg, el organizador. A Hank le afloraban los nervios y el miedo. Le parecía que el público le estaba partiendo en pedazos. Wolberg había puesto una nevera en el escenario y la había llenado de cerveza. Hank, que ya estaba borracho, vomitó pocos minutos antes de subir al escenario. Una vez allí empezó a insultar a la multitud, preparando el ambiente para una noche totalmente loca, que Blazek recuerda más como un evento deportivo que como un recital de poesía, no sólo por la locura del poeta y del público, sino porque se llevó a cabo en un gimnasio. La gente gritaba obscenidades al poeta, que se había transformado en alguien igualmente obsceno al subir al escenario. De un borracho tambaleante se había convertido en un ser lleno de energía, totalmente deseoso de entretener a su banda de admiradores. «Yo sentí la necesidad de participar más en aquello», dice Blazek. Le gritaba a Bukowski para que leyera determinados poemas y mandó a un joven poeta, amigo suyo, que fuera hasta el escenario y le pidiera a Bukowski dos cervezas de la nevera. Su amigo obedeció. Hank respondió abriendo la nevera y alargándole dos cervezas mientras una multitud golpeaba el suelo con los pies y gritaba. Durante el recital y después, la bebida y las drogas pasaban de mano en mano. En los servicios la gente orinaba en los lavabos y vomitaba en los retretes.

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Hank adoptó la categoría de estrella de rock que le asignaron tan rápidamente. Sin embargo, borracho como estaba, una parte de su persona deseaba una noche más tranquila y reposada. Pero si la multitud quería espectáculo, él respondería feliz. Mientras Hackford dirigía la cámara del escenario al público y del público al escenario, se sentía un poco afligido de que la multitud demandara a Hank que actuase desenfrenadamente. Pero cuando Hank se ponía a leer era obvio que era él quien dominaba la situación. «Creo que cuando vio a la gente apiñada en aquel gran gimnasio, entendió realmente el enorme impacto que estaba causando en sus lectores», dijo Wolberg. «Nunca le habían puesto en primer plano de aquella forma, y creo que aquello le desconcertó realmente, aunque él nunca lo admitiría.» Cuando acabó el recital, Wolberg abrió paso a Hank y Linda a través del abarrotado gimnasio. Un pequeño grupo se dirigió al apartamento de Ferlinghetti. Hank fumó marihuana y bebió cerveza mientras el equipo de filmación grababa cada uno de sus movimientos. Según Linda, un amigo de Hank empezó a pelearse con otro y lanzó una silla a través de una ventana cerrada, eso fue sólo un ejemplo de la locura de aquella noche. En determinado momento Hank, borracho, arrinconó a Linda en la cocina y la acusó de coquetear con otros hombres. La amenazó con una sartén. Ella salió corriendo del apartamento a la calle, donde permaneció durante muchas horas. Cuando las cosas se calmaron arriba y la gente se hubo ido, entró en el apartamento a través de la ventana rota. Sin hacer caso a Hank, llamó a un taxi, hizo la maleta y salió a la calle a esperar. Cuando Hackford volvió a Los Angeles se dio cuenta de que ya había gastado todo el presupuesto de la película sobre Bukowski, pero aquello no le desanimó. Convencido de que contaba con imágenes fantásticas, decidió aumentar el tiempo de duración del documental de veinte minutos, que era su idea original, a una hora. «Así que lo que hice fue retroceder y, poco a poco, escribir sobre cosas anteriores a aquel recital de poesía, así que cuando ves la película... conoces a Bukowski en Los Ángeles y después vamos hasta la tienda de vinos de Ned y después regresamos a casa de Bukowski y hablamos. Hablamos sobre su vida y su filosofía, y entonces habla de ir al recital de poesía, pero todo lo demás lo hicimos meses después.» «Todo lo demás» incluye entrevistas con Liza y Linda, y comentarios de Bukowski sobre las dos. En la época del recital del City Lights, el fiel amigo de Hank y promotor suyo en Alemania Carl Weissner comenzó a trabajar en la traducción de Cartero. Pensaba que la novela tendría más posibilidades a la hora de crear un público en Alemania. Un editor importante de Colonia la publicó en una primera edición de cuatro mil ejemplares. Lamentablemente la edición se vendió muy despacio, aunque las críticas fueron positivas. Mientras tanto, un editor de libros de bolsillo de Frankfurt publicó una edición en rústica de Escritos de un viejo indecente, con una tirada de quince mil ejemplares. Otra vez las ventas fueron decepcionantes. Ferlinghetti le envió a Weissner una copia de Erections, Ejaculations, Exhibitions and General Tales of Ordinary Madness. Él se la enseñó a todos los editores importantes. «Era demasiado grande para las editoriales pequeñas», dijo. Muchos de los editores a quienes mandó el libro le contestaron con comentarios

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insultantes, tales como «Evítenos las desagradables divagaciones de este borracho de clase baja» y «¿Usted cree que los jóvenes quieren leer esto?». Weissner les contestó insultándoles también. «Era terrible», recuerda Weissner. «Especialmente aquel sentimiento lleno de prejuicios que los editores tenían ante la obra de Hank.» No parecía que las cosas fuesen nada bien para presentar a Bukowski en Alemania a lo grande. Weissner se sentía desorientado hasta que decidió probar con la poesía: se puso a traducir una selección extensa de la poesía de Bukowski, eligiendo los poemas más duros y mordaces. Intentó que la colección reflejase los diferentes matices del poeta. Weissner tomó el título de uno de los librillos: Poems Written befare Jumping out of an 8 Story Window (Poemas escritos antes de saltar de una ventana de un 8.° piso). Se los ofreció a un editor joven llamado Benno Käsmayr que vivía en Augsburg, una pequeña ciudad cercana a Munich, donde acababa de abrir una editorial llamada Maro Verlag en la que él lo hacía todo. Como este editor ya era un admirador de Bukowski, se entusiasmó mucho con las traducciones y sacó el libro catorce días más tarde. Los esfuerzos que Weissner había realizado anteriormente para publicar los poemas sólo habían recibido como respuesta una cautela agotadora y el rechazo lleno de insultos habituales en el mundo editorial. Lo que decidió entonces fue burlarse del mercado normal del libro. El título, por ejemplo, debía ser «corto y llamativo», algo que atrajera inmediatamente la atención; cosa que no era. Escribió una introducción con fotos del poeta y cartas de Bukowski a Weissner. (En una de ellas el poeta le habla al traductor de su entusiasmo ante la publicación de Memorias.) También incluyó un poema en inglés sobre una visita a Jon y Lou Webb cuando estaban en Nuevo México. Las portadas de los libros alemanes son normalmente muy austeras, pero la suya tiene nueve fotos de Bukowski a los cuarenta y dos años, que aparecieron originalmente en The Outsider. En las fotos aparece en diferentes poses, con el cigarrillo en la boca mientras aporrea la máquina de escribir, echado hacia atrás con el cigarrillo en la mano, con aire de satisfacción frente a su trabajo. La visión de Weissner sobre la poesía resultó ser correcta. La primera edición de ochocientos ejemplares empezó vendiéndose muy lentamente; pero pronto el editor logró distribuir el libro en una cadena de librerías llamada Montana's (Maro conocía a los compradores). Montana's hizo un póster caro en serigrafía. El libro no sólo tenía un aspecto inusual sino bonito. Las ventas subieron repentinamente, y la segunda edición fue de cinco mil ejemplares. Al final se vendieron cincuenta mil ejemplares de aquel libro, por lo que es correcto considerarlo el libro de presentación de Bukowski al público alemán. Käsmayr, igual que Carl Weissner, estaba muy interesado en la literatura norteamericana. Aparte de publicar obras de escritores de la vanguardia estadounidense, publicó Terpentin on the Rocks, una recopilación de poemas de diferentes autores seleccionados por Weissner y Bukowski. El proyecto le brindó a Bukowski la oportunidad de despertar el interés del público alemán por algunos de los poetas que él había admirado durante años, como Wanda Coleman, Gerald Lockin, Steve Richmond y William Wantling. La primera edición apareció en marzo

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de 1978. Pocos años después la antología fue vendida a Fischer Verlag, un importante editor alemán. Una vez más, después del recital de San Francisco, Hank y Linda se reconciliaron. Linda se trasladó de la casa alquilada a otra más grande en Edgewater Terrace, en el extremo norte de Silverlake. En lugar de volver a alquilar la casa, la compró. Hank estuvo de acuerdo en ir a vivir con ella para ayudar a pagar los plazos mensuales. Dejó su apartamento de la calle De Longpre, un traslado un poco traumático para él, pero quería estar con Linda. Mientras vivieron juntos mantuvieron lo que Linda llama una organización liberal de las tareas de la casa. Todos los que vivían allí —sus dos hijos, Hank y ella— tenían turnos para realizarlas. (Sin embargo, a quien le tocaba fregar los platos no tenía que hacerlo la misma noche en que se usaban, así que era frecuente que los platos se amontonaran en enormes pilas durante una semana o más.) Su relación transcurrió con tranquilidad durante algún tiempo. Hank tenía su mesa de trabajo en el dormitorio, y pasaba varias horas al día escribiendo. Linda recuerda que todo lo que escribía entonces se lo enviaba a John Martin con una cierta periodicidad. Hank también pintaba mucho, a menudo con Carissa, una hija de Linda. Hank iba más que nunca al hipódromo y Linda solía acompañarle. Según Linda, una vez que llegaban al hipódromo no se molestaban el uno al otro. Hank siempre tenía un sistema nuevo que utilizaba hasta que empezaba a perder y entonces inventaba otro. «Yo perdía muchísimo más que Hank», recuerda Linda. Los ánimos se ponían al rojo vivo cada vez que Hank bebía más de la cuenta y se iba de casa durante largos periodos. Linda descubrió que mantenía relaciones con una mujer que vivía en Hollywood. Hank le habló a Linda de aquella mujer. Le dijo que tenía un coche de lujo, muchísimo dinero y que era una mujer muy culta, no como Linda, que tenía aspecto de campesina. Un día Linda pasó por la casa de la otra en su coche y vio a Hank en la acera. «Llevaba una bolsa llena de cervezas. Me subí con el coche a la acera y casi le atropello. Yo tenía un Volkswagen al que llamaba "La Cosa", un coche pequeño que había comprado el verano anterior para poder ir todos los años a Boulder.» Linda dio la vuelta a la manzana mientras Hank recogía con cuidado las cervezas que se le habían caído en el momento en que Linda casi le atropella. Después de dar la vuelta a la manzana, ella paró el coche, se bajó de un salto y cogió una botella de cerveza. La lanzó a la puerta de cristal del apartamento de su rival. La mujer le gritó a Hank: «¡Llévatela de aquí!» Linda dio otra vuelta a la manzana. Cuando volvió Hank subió al coche y se fueron juntos a casa. No mucho después, Linda encontró el coche de Hank escondido en una calle lateral cerca del apartamento de aquella mujer. En lugar de volver a enfrentarse con ellos, regresó a Edgewater, hizo las maletas y se fue a Utah. Le escribió una nota diciendo que se marchaba y se la dejó en el limpiaparabrisas del coche. Linda se dirigió a Boulder con sus hijos y allí trabajó en el bar de su hermana Margie. Siguió escribiendo y esculpiendo, y terminó varios cuadros. Hank continuó viviendo en Edgewater Terrace. Por fin le dio explicaciones a Linda por carta, diciéndole que su infidelidad era sólo un juego cuando ella se dedicaba deliberadamente a ponerle celoso.

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A finales de julio, Linda invitó a Hank a que fuera a visitarla a Boulder. Dormían en una pequeña caravana aparcada en el terreno de nueve hectáreas que Linda tenía ladera arriba en la montaña Boulder, una zona bastante aislada. A Hank no le gustaba aquello. «Era demasiado campo para él», dice Linda, «demasiados árboles, demasiadas montañas.» Un día Hank se fue a dar un paseo solo y se perdió. Linda creyó que se había marchado con uno de sus típicos ataques de furia. No empezó a buscarle hasta muchas horas después. Cuando le estaba buscando encontró el cuaderno de notas que él había llevado para escribir y aquello la alarmó. Hasta ese momento no había pensado en que pudiera pasarle nada malo. Comenzó a seguir su rastro como solía hacer con las vacas que se perdían en el rancho de su padre. Después de aproximadamente una hora, le encontró en plena crisis de pánico. Era evidente que había pasado miedo. Las montañas de Boulder casi habían vencido al poeta urbano. Había saltado al otro lado de la valla del prado que era de Linda; si no lo hubiese hecho, habría encontrado fácilmente el camino de regreso al campamento. Linda organizó una fiesta para presentar a Hank a la gente del pueblo: leñadores, vaqueros y palurdos que trabajaban en la industria petrolera. Era una locura: todos los lugareños bailaban como posesos, y Hank se burlaba de ellos. Pronto fue algo obvio para Linda que Hank no disfrutaba de su estancia en el campo, así que le llevó al aeropuerto y él cogió un vuelo a Los Angeles. Cuando Linda regresó a Los Angeles él ya tenía sus maletas hechas. Le escribió a Al Winans el 16 de julio de 1973, diciéndole: llevo una semana borracho de cerveza desde que regresé de Utah. Linda y yo lo hemos dejado, el día 29 tengo que haberme marchado. tengo una libreta de teléfonos bastante pequeña con 3 o 4 números, pero será una maldición si sigo queriendo estar liado con alguien y esto de luchar y vivir con las mujeres me ha mantenido en forma en cierto modo, pero gran parte de ese juego se basa en argucias, movimientos de ajedrez, movimientos falsos, problemas, críticas, pedos y sólo una décima parte de sentimientos..., creo que la mayoría de nuestras mujeres ha crecido pensando demasiado en las revistas de cine y en la pantalla y han aprendido a actuar y a dramatizar, pero mi mente sólo quiere estar donde está. Antes del estreno en televisión del Bukowski de Taylor Hackford, tuvo lugar una proyección privada el 19 de octubre de 1973, en el Barnsdell Park Arts Center. Hank se llevó una botella de whisky que empinaba de vez en cuando hasta que vino un guardia y le dijo que no se permitía beber alcohol dentro del cine; una nota irónica si se considera que la película empezaba con una de las miles de idas a comprar cerveza a la tienda de Ned que hacía Hank. «Bueno, no sé», dijo Hank justo antes de que empezara la película, «creo que estoy camino de Hollywood.» El domingo 25 de noviembre de 1973 se estrenó el documental en la cadena KCET. Después de la transmisión se recibieron varias quejas formales

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junto a la de la FCC (Comisión Federal de Comunicaciones), sobre todo porque Hackford se había negado a censurar la película. Hank decía en pantalla «Jódete» o hacía cualquier otro comentario que normalmente no están permitidos en televisión. Al darse cuenta de que la acusación de obscenidad lo único que podía hacer era ayudar a su película, Hackford la envió a la FCC para que la examinaran, a requerimiento de ellos: querían juzgar si podía considerarse o no una «obra de arte» y por lo tanto apropiada para que la proyectaran. Lo que realmente puso a la película en el punto de mira fue el premio que obtuvo: Mejor Programa Cultural del Año, otorgado por la Corporación de Emisoras Públicas. Como consecuencia, la Fundación Nacional para las Artes se interesó por la película y quiso transmitirla a nivel nacional. Aunque la FCC no la había declarado obscena, no podía proyectarse de costa a costa por el lenguaje indecente que contenía. Le ofrecieron a Hackford diez mil dólares «para reducir la película» a media hora, conservando principalmente la poesía y los comentarios; pero no sería lo mismo, por lo menos para Hackford sería como si la dejaran aséptica. Sin embargo, aquello atrajo mucha atención hacia Hank, convirtiéndolo en una estrella menor de los medios de comunicación. «Cuando la gente vio la personalidad de Bukowski en la pantalla», dice Hackford, «se dio cuenta de que era una figura importante.» Bukowski ganó muchos otros premios y se proyectó en el Museo de Arte Moderno de Nueva York. Dado el éxito, Hackford quería hacer un largometraje basado en una obra de Hank. Pensó concretamente en Cartero, y en determinado momento intentó que John Cassavetes se interesara en producir la película, pues sabía que él solo no tenía los medios para hacerlo. Playboy Productions vio el documental y compró los derechos de Cartero. Hackford volvió después a comprar los derechos, con la esperanza de poder producirla algún día. Su primer largometraje propio fue The Idol Maker (El creador de ídolos), sobre un empresario del rock and roll de principios de los años sesenta y la relación que tiene con las estrellas en cierne. Dos semanas después de la emisión de la película de Hackford en televisión, Hank voló a San Francisco una vez más, ahora para leer sus poemas junto con el poeta William Stafford, en un acto organizado por el Centro Poético del San Francisco State College. Le pagaban unos honorarios de cien dólares, más gastos, menos de una décima parte de lo que recibiría un año después por un recital, ya que se había hecho muy célebre. Stafford y él formaban una combinación extraña porque el primero escribía una poesía de tono meditativo y tranquilo; un contraste dramático con la obra de Bukowski. En un principio le habían preguntado si no le importaba leer con Robert Bly y él contestó a los organizadores diciéndoles que no tenía ningún problema en leer con cualquiera que ellos eligiesen. El recital tuvo lugar en el War Memorial Building, un escenario tan pesado como su mismo nombre. No hubo problemas para llenar el enorme auditorio, pero hubo ciertas dificultades para hacer que Hank entrase. Se había instalado en el Jury Room, frente al auditorio, donde se puso a beber sin parar. A. D. Winans se le unió y junto a otras dos personas, abandonaron el bar muy poco antes del comienzo del recital y se dirigieron a la furgoneta de Lawrence Ferlinghetti que

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estaba aparcada en un callejón cercano, pues Hank tenía allí una botella llena de zumo de naranja y vodka. Se negó a darle un trago a Winans, alegando que necesitaba todo el alcohol posible antes de enfrentarse al público. Se sentaron en la parte de atrás de la furgoneta, después salieron y Bukowski vomitó. Fueron hacia la parte trasera del edificio, entraron por una puerta lateral y se encontraron con que Stafford ya estaba leyendo. En lugar de tomar asiento en un lugar apartado del escenario, Bukowski insistió en avanzar por el pasillo central y sentarse en la décima fila. Aquello causó un alboroto pues la gente empezó a hablar y a decir cosas como: «¡Ahí está! ¡Es Bukowski!» Lejos de molestarse por el jaleo, Hank parecía disfrutar de la atención que le prestaban en detrimento del otro poeta. «Hay que decir en favor de Stafford que continuó leyendo», recuerda Winans, «sin perder nunca la compostura, como si se diera perfecta cuenta de que quizás el ochenta por ciento de la multitud había acudido a oír al "viejo indecente" y no a él.» Durante el recital, cuando Hank subió al escenario la multitud se volvió loca. Llevaba puestas las gafas de leer y se había peinado el pelo largo hacia atrás. Miró durante largo tiempo al público y dijo: «Empecemos, hagámoslo y luego marchémonos de aquí y vivamos.» Una mujer le interrumpió de mala manera y le dijo que se calmara. «Saquen a esa señora del auditorio», dijo él. Dio un trago a la botella que llevaba y luego empezó a recitar el primer poema, «Sin título». En él habla de que le han aumentado el alquiler y de que el Departamento de Agua y Energía de Los Angeles le llama para decir que va a aumentar la tarifa del agua. Leía lenta, parsimoniosamente, con voz casi monótona, sin mirar al público. Parecía que acababa de escribirlo teniendo en mente su viaje a San Francisco, ya que el poema hacía mención de la ciudad. El dijo: «Sencillamente no sé un carajo de San Francisco. Acabo de llegar esta noche.» Preguntó si la señora impertinente ya había sido desalojada, y al no obtener respuesta repitió: «¿Han sacado ya de aquí a esa señora tal y como he pedido?» Otra persona le gritó algo y él respondió: «Si tienes whisky te quedas.» Bromeó un rato con el público y luego dijo: «Permítanme ser refinado y espiritual... Permítanme leer el siguiente poema.» Bukowski ofreció un excelente Bukowski. La gente no sólo había ido a oír su poesía sino también a ver a un salvaje de la literatura. Aquella noche no decepcionó a sus seguidores, brindándoles comentarios agudos, dejando que la gente se metiera con él de vez en cuando. Después del tercer poema dijo: «No creíais que el viejo Bukowski pudiese ser sutil de vez en cuando, ¿verdad?» Algunos fotógrafos empezaron a sacarle fotos. «¡Traedme el whisky!», gritó. «Flashes no, hermano.» Eso fue antes de un amargo poema sobre unos enamorados que discuten, en el que termina diciendo: «Este poema está dedicado a una tal Liza Williams, y ella se lo merece.» Se tomó otro descanso y después leyó un poema sobre el supermercado, en el que pasea con su carrito por los pasillos y se lía con una compradora. Después del poema preguntó: -¿Cuál es la diferencia entre Bob Hope y yo? Es algo que me preocupa un

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poco. Esperó un momento y entonces preguntó: —Jack Micheline, ¿no tienes nada que decir? —Déjame leer un poema —gritó Micheline, poniéndose de pie. —Te diré algo, Jack -dijo Bukowski—. Permíteme acabar mi recital y después te dejo el escenario. Entonces leyó unos pocos poemas más, después de lo cual dijo: —Si William Stafford está todavía entre el público y no se ha desmayado, aquí va un poemita serio... ¿Hago como el señor Stafford y digo «Me quedan dos poemas»? Antes de leer el último le dijo al público que acabaría a menos que le pidieran «vociferando» que leyera más poemas «porque soy bueno y lo sé». Después del poema, que hablaba de la muerte de Ezra Pound, abandonó la tribuna momentáneamente, luego volvió y se dirigió a Micheline: —Voy a decir algo desagradable sobre ti, Jack. Has dormido en mi alfombra y no pagaste nada de alquiler. La multitud empezó a vociferar. Bukowski cogió el micrófono y gritó: —Odio a los poetas preciosistas y también odio a los públicos preciosistas. Leyó un par de poemas más, con sus habituales comentarios. Antes del poema final preguntó: —¿No tienen nunca la sensación de que uno podría volverse loco de repente haciendo una cosa de este tipo?— Después de terminar el poema abandonó precipitadamente el escenario, salió del edificio junto con Winans y algunos admiradores jóvenes y regresó al Jury Room, donde siguieron bebiendo. Hank corría de ciudad en ciudad dando recitales de poesía y pasaba la mayor parte del tiempo libre en Los Angeles, peleando todavía con Linda, aunque ya no vivían juntos. John Martin recopiló y publicó una colección de relatos cortos de Bukowski entre aquellos que no habían sido incluidos en la selección de la editorial City Lights, a los que agregó algunos otros nuevos, bajo el título South of No North (Se busca una mujer). El subtítulo, Relatos de la vida sepultada, constituye una acotación reveladora de la visión que el escritor tuvo de sí mismo durante gran parte de su vida. Hay veintisiete relatos en la colección, incluyendo «All the Assholes in the World and Mine» («Todos los ojos del culo del mundo y el mío») y «Confessions of a Man Insane Enough To Live with Beasts» («Confesiones de un hombre lo bastante loco como para vivir con las bestias»), aquellos dos crudos relatos de su época de Ole. Algunos como «Política» y «Bop Bop contra aquella cortina» nos trasladan a la juventud del escritor, literalmente aquellos «años sepultados» en los que desarrolló el personaje de marginal absoluto. El primero de los dos relatos —una mirada extraña a su juventud— está

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relacionado con su época en Los Angeles City College, cuando se hacía pasar por simpatizante del nazismo, solamente como provocación dentro del ambiente universitario, donde la mayor parte de los demás estudiantes estaban comprometidos con una línea patriótica antinazi. En junio de 1974 se publicó Burning in Water Drowning in Flame (Quemándose en agua ahogándose en llamas). Esta colección de poemas, que cubre el periodo 1955 a 1973, estaba dividida en cuatro secciones, que incluían los dos libros de la editorial Loujon Press, la colección de Black Sparrow, y una selección de poemas nuevos de los años 1972 y 1973. Todos ellos escritos durante la felicidad y la locura de su vida con Liza y Linda. Burning ofrece a los admiradores de Bukowski una rara oportunidad de sorprenderlo en un momento de reflexión a través del prólogo en el que se refiere brevemente a cómo surgió cada uno de los libros de la selección. Dice que Jon Webb pensaba que la mayoría de los escritores eran «seres humanos detestables» y que quiso ver cómo era Bukowski antes de publicarlo. Comenta que la serie de poemas para Crucifix «fue escrita un mes muy caluroso y lírico en Nueva Orleans, en el año 1965». Y habla de cómo se conocieron John Martin y él. Menciona cómo surgió el primer libro de la editorial Black Sparrow, At Terror Street and Agony Way. Para resumir sus sentimientos sobre aquella retrospectiva de su vida como poeta, decía: Cuando miro estos poemas escritos entre 1955 y 1973 prefiero (por una razón u otra) los últimos. Eso me gusta. Por supuesto que no tengo ni idea de la forma que adoptarán mis futuros poemas, ni de si escribiré algún otro, porque no tengo ni idea de cuánto tiempo más viviré, pero puesto que empecé a escribir poesía bastante tarde, a la edad de 35 años, me gusta creer que me serán otorgados algunos años extra ahora, al final. Mientras tanto, tendrán que conformarse con estos poemas. El último grupo de poemas al que se refiere ofrece una muestra del estilo sencillo que habría de desarrollar más tarde su poesía. Muchos se refieren a su relación con Linda. «Cartas» comienza diciendo: está sentada en el suelo revolviendo en una caja de cartón leyéndome cartas de amor que le he escrito mientras su hija de 4 años está tumbada en el suelo envuelta en una manta rosa y medio dormida...

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Sobre las muchas veces que discutieron y se separaron, dicen la segunda y tercera estrofa: estamos juntos nuevamente después de una separación estoy sentado en su casa en una noche de domingo fuera los coches suben y bajan la cuesta cuando durmamos juntos esta noche oiremos los grillos... Otro poema que se refiere a hechos corrientes en la vida de Hank durante aquella época es «En el circuito», que empieza diciendo: Fue en San Francisco después de mi recital de poesía la multitud había estado simpática había recibido mi dinero tenía aquel lugar en un primer piso se bebió mucho y aquel tipo empezó a pegarle a un marica yo intenté detenerle y el tipo rompió una ventana deliberadamente. En medio de la creación de nuevos poemas, la desenfrenada sucesión de recitales de poesía y el continuo drama con Linda, Hank acabó su segunda novela. Factotum. Había descubierto el título un día en que estaba buscando algo en el diccionario: se topó con la palabra y, al leer la definición, decidió que era lo que le iba a los años cuarenta, el periodo sobre el que había escrito: «Persona que hace toda clase de servicios...» El título fue fácil, pero escribir la obra no: trabajó esporádicamente en el libro a finales de 1973 y durante el año siguiente. En el otoño de 1974 estuvo a punto de quemarlo, pero lo acabó a tiempo para su publicación en 1975. Después de marcharse de casa de Linda, Hank alquiló un apartamento en un complejo de ocho bungalows, en Carlton Way, al lado de la Avenida Western.

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Sus vecinos eran una mujer que hacía strip-tease, el administrador de un salón de masajes y otros tipos de la clase baja de Los Angeles. Los alrededores y la gente le resultaban agradables. El sitio le costaba 105 dólares al mes, tenía la pintura de las paredes desconchada, una cocina vieja y unas cortinas rotas. Un ventilador grande y ruidoso que había en el salón servía de aire acondicionado durante el verano; naturalmente, las botellas de cerveza se amontonaban en todos los rincones disponibles. Veía mucho a Brad y a Tina Darby, una pareja joven que había conocido a mediados de la década de los setenta. Brad, que era fotógrafo, le sacaba fotos a Hank siempre que podía. Con esta joven pareja Hank asistía a numerosas fiestas e iba a clubs ostentosos. Linda seguía teniendo su casa en Silverlake, y pasaba mucho tiempo ocupándose de sus hijos y veía a Hank de vez en cuando mientras éste iba y venía de la ciudad. A principios de 1975, Linda se puso a trabajar de camarera en la sala de fiestas Flo en el Bulevar Sunset. Brad le enseñó a Linda fotos de Hank con una mujer desnuda sentada en sus rodillas. Quería que Linda hiciera comentarios sobre las fotos; ella dijo que eran preciosas antes de romperlas. Brad se agachó a recoger los trozos. «Sabía que la relación estaba en los últimos suspiros», dice Linda. «Una mujer vino desde Nueva York o de algún otro sitio a quedarse un fin de semana... Fui a casa de Hank y miré por la ventana y le vi dando vueltas desnudo mientras la mujer estaba tumbada en la cama.» Una noche Linda estaba en casa, se sentía aislada, mirando por la ventana un pino medio muerto, desfigurado por la niebla. «Sabía que Bukowski estaba con otra mujer; podía sentirlo a través de la ciudad», recuerda Linda. «Sabía que tenía que irme de la ciudad si quería romper con él definitivamente. Yo no podía ser sólo una de sus muchas mujeres.» En la época en que puso su casa a la venta, se quedó embarazada. Había estado con Hank y con otros dos tipos, uno del bar donde trabajaba y un tipo llamado Frenchy, así que no sabía de quién era el niño. La casa se vendió rápidamente, y tuvo que ponerse a sacar los muebles. Mientras estaba empaquetando sus pertenencias y trasladando objetos pesados, tuvo una hemorragia. Un amigo la llevó en coche al Hospital del Condado, donde tuvo un aborto. Linda estaba recuperándose sola en su casa cuando Hank la llamó para hablarle de una novia nueva. «Quería darme celos con otra mujer.» Él le dijo: «Tengo un colchón nuevo y vamos a dormir en él.» Cuando ella le contó que había tenido un aborto, Hank le contestó que estaba a punto de salir de la ciudad para dar un recital y que, sin duda, podría encontrar a alguien que fuese a ayudarla. «Yo no estaba como para oír aquello», dice Linda. «Al día siguiente, todavía estaba medio muerta... y alguien me trajo una botella de vino para que se me fortaleciera la sangre... Me bebí toda la botella... y me fui a su casa, entré y cogí algunos de sus libros y cuadros y su máquina de escribir. Lo que quería era hacerle daño porque sólo se amaba a sí mismo, su máquina de escribir y su radio.» Tan pronto como Linda King recuperó fuerzas, decidió castigar aún más a

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Bukowski. Por casualidad, Hank regresó y cogió a Linda entre los arbustos con sus libros y le dijo: «¡Devuélveme mis cosas! No es justo.» Linda, que había estado bebiendo durante horas antes de ir a casa de Hank, respondió: «¡Sí que es justo!» Llevó sus libros a la parte de atrás de la casa y los tiró contra las ventanas. Cada vez que lanzaba uno, decía: «Y no me hables más de tus mujeres... y no quiero saber nunca más nada de lo que hagas...» Fue a buscar la máquina de escribir a donde la había dejado, la llevó hasta la calle, y la tiró contra la calzada. Sin saber qué hacer, Hank llamó a la policía, que a continuación hizo un informe sobre el incidente. Después Linda y sus dos hijos se trasladaron a Phoenix. No hacía mucho que se habla instalado allí cuando Hank fue a visitarla. Cuando bajó del avión, le echó una ojeada y vio que había adelgazado y que estaba otra vez en forma. —Parece que te las arreglas mejor sin mí —dijo él. Pasaron una semana juntos como amantes e intentaron reconciliarse. Sin embargo, los dos tenían la clara sensación de que la relación había llegado a su fin. Él le escribió algunos meses después, cuando estaba con una mujer llamada Cupcakes O'Brien. Hank le pedía que volviese a Los Angeles y le rescatase, y le prometía que todavía podían pasar momentos locamente divertidos los dos juntos. Linda no cedió; ya había sido suficiente y sabía que volvería a repetirse el mismo ciclo; no quería volver a pasar por todo aquello. Así que la relación llegó realmente al final. Hank dirigió su mirada hacia otros horizontes.

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Bukowski ni siquiera imaginaba que una de las personas más importantes de su vida asistiría a aquel recital de poesía que dio el 29 de septiembre de 1976 en el Troubadour, un local nocturno muy conocido en Los Angeles, en el Bulevar Santa Monica, a pocos kilómetros al oeste de su apartamento de Carlton Way. Aquél fue uno de sus últimos recitales públicos y, como era habitual, las entradas se agotaron. La pista de baile del Troubadour estaba abarrotada de personas la noche que Linda Lee Beighle, la futura señora Bukowski, le oyó leer. Aunque hacía tiempo que tenía ganas de conocerle, había esperado durante más de un año, yendo a sus recitales y quedándose al fondo de la sala. Linda, que es casi veinticinco años más joven que Hank, observó cómo las mujeres chillaban con apasionada intensidad a su héroe, y no perdió detalle de las animadas reacciones de él. La multitud actuaba tanto como el hombre al que habían ido a oír. El lema de Hank es no dejar nunca que mande el público. Hay que darle espacio. Hay que dejarle vociferar y aullar, pero debemos mantener el control absoluto en nuestras manos. Después de una década y media de práctica, conocía el juego y lo sabía jugar bien. Sin embargo, los admiradores perspicaces podían percibir la vulnerabilidad del poeta. Tal era el caso de Linda. No sería exagerado decir que ella veía claramente al ser humano a pesar de toda aquella atmósfera de carnaval que rodeaba aquel y muchos otros de sus recitales. Ella le admiraba y adoraba su obra. Se daba cuenta de que sus poemas no eran meramente invenciones literarias sino que, en realidad, representaban lo más íntimo de su ser. Retrospectivamente, afirma que sus sentimientos hacia él eran casi místicos y en su mayor parte basados en la intuición. Después del recital, cuando Hank salía del Troubadour con otra mujer, ella se le acercó. En el momento en que él salía a la calle, ella le entregó una nota con su nombre, dirección y número de teléfono. Él reaccionó inmediatamente dándole también su número de teléfono y en el mismo papel escribió el verso de un poema, que ella ya no recuerda y le dibujó un hombrecito con los brazos abiertos. ¡Perfecto! Él, el hombre con aquella visión única y magnífica, había respondido realmente a su propuesta. Linda iba conduciendo de regreso a casa convencida de que lo que había sucedido entre ella y Bukowski era sólo el

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preludio de unas experiencias nuevas y profundas. Dos días después Hank la llamó al Dewdrop Inn, un restaurante de comida naturista que ella tenía en Redondo Beach, una urbanización junto a la playa de Los Angeles, lo suficientemente cerca de la locura de la ciudad como para recibir la contaminación, pero con el beneficio de la brisa marina y el aire fresco del Pacífico. Él le propuso que se vieran. —Oye, ¿qué te parece si me acerco por allí? —dijo Hank. Ella le dijo que aquello era un restaurante y le indicó cómo llegar. Él regresó a su trabajo feliz de haber llamado; ella continuó con su negocio, haciendo sandwiches, charlando con sus clientes y pensando en él. Camino del restaurante, Hank se imaginaba a Linda Beighle al frente de una gran empresa, dando órdenes a camareras y cocineros, ocupada en llevar las cuentas. Distraído con aquellos pensamientos, se confundió y acabó en Lakewood, una comunidad de casas con grandes extensiones de terreno; sin duda no era aquél el territorio de Bukowski. Fue a un teléfono público en una gasolinera, llamó a Linda y le dijo que sus indicaciones estaban equivocadas. —Necesito un trago —confesó él—. Me vuelvo a casa. Ella le pidió que saliera y mirara cómo se llamaba la calle en la que estaba para poder indicarle el camino otra vez. Hank dejó el auricular colgando y fue a averiguar el nombre de la calle. Cuando regresó ella le explicó el modo de llegar, haciéndole prometer que realmente saldría para allí. —Vienes ahora, ¿no? —Claro, nena. Enseguida estoy ahí. —Muy bien, entonces te espero. —Sí. Deja que me meta en el coche. Tendrás a Bukowski ahí inmediatamente. Se dirigió a la Autopista de la Costa del Pacífico y cogió la salida indicada. Poco después vio un cartel pintado a mano sobre un pequeño edificio: Dewdrop Inn. Lo que había delante de él era una fachada de tienda extraña y lírica, cualquier cosa menos el ajetreado restaurante que había construido en su imaginación. ¿Dónde se había metido? ¿Y aquel arco iris sobre la puerta? ¡Dios santo! Linda le vio pasar y se percató de la expresión de pánico de su cara. Algunos minutos más tarde él la llamó desde un bar que estaba en la misma calle del restaurante, un poco más arriba, esa clase de sitio que está abarrotado todo el día. Con un vodka-7 en una mano, la llamó por teléfono para decirle que había parado a tomarse una copa. «Pues muy bien. Ya casi estoy ahí», le dijo. Cuando acabó fue conduciendo calle abajo hasta el Dewdrop Inn. Por dentro tenía un aspecto un poco más presentable y la atmósfera estilo hippie le divirtió. Se sintió como si hubiera retrocedido a la mitad de la década de los sesenta. Linda se hallaba de pie detrás del mostrador, preparando una ensalada, mientras algunos

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jóvenes en pantalón corto estaban de pie aquí y allá con la mirada perdida y otros permanecían en el suelo, abrazados. Un pequeño grupo se sentaba en un sofá. Hank vio entonces a Linda a la luz del día por primera vez: pelo rubio, ojos grandes, cuerpo delgado, y una sonrisa cálida y extraña. Se sentía raro y fuera de lugar. Fue hasta una estantería con libros, todos con las portadas gastadas y se puso a mirar los títulos. «Estos libros los ha leído más de uno», pensó. Pasó por alto sus obras y cogió una edición en rústica de los poemas de García Lorca, lo hojeó, haciendo como que leía. Algunos versos captaron su atención, pero en lo que pensaba en realidad era en la clientela de Linda. Jesús, ¿quiénes son estos niños?, se preguntó a sí mismo. No había ninguno que pasara de los treinta años. Estaban morenos, atléticos y desprendían felicidad, como si ninguno hubiese sido tocado por las duras realidades del mundo. Linda Lee no sólo era la dueña del restaurante de comida naturista que frecuentaban, tenía más vida que ellos. Su espíritu era como un foco. Tiene nervio, notó Hank. Más que eso, desprendía autoridad. Así que tal vez aquel viaje le condujera a algo. Lo único que sabía era que las mujeres le habían llevado por muchas puertas extrañas y parecía que aquélla podría ser..., bueno, era muy raro de verdad. Meher Baba le observaba desde arriba, benefactor, con guirnaldas de radiante espiritualidad. Quién sabe... Linda estuvo demasiado ocupada durante un rato como para hablar con Hank, pero le alcanzó un sandwich. Él se lo comió, la observó mientras limpiaba la cocina, y después la ayudó a cerrar el restaurante por la noche. Juntos metieron las mesas y sillas que estaban fuera y sacaron la basura. Fueron en coche a comprar vino, y después a casa de Linda, un lugar pequeño y cómodo, con posters de Meher Baba, igual que en el Dewdrop. Ella se había hecho casi todos los muebles, incluida la cama. Abrieron una botella de vino tinto y se sentaron en el sofá. Antes de que se hubieran bebido media botella llamaron a la puerta. Se había corrido la voz de que Charles Bukowski estaba en el apartamento de Linda. En lugar de estar a solas, se encontraron ocupándose de toda una tribu de chicos y chicas de la playa. Con aquella mujer nueva a su lado, Hank se rindió ante el aluvión de jóvenes que desfilaron frente a él, incluido uno que aspiraba a ser un poeta publicado. Le dijo a Hank que se publicaría él mismo su libro de poemas. —¿Y por qué no? Whitman lo hizo —respondió Hank, sin molestarse en mencionar que él nunca había pensado en publicarse a sí mismo. Mucha gente pasó por allí a lo largo de la noche, algunos llevaban cajas de seis cervezas en homenaje al poeta. Linda los conocía muy bien a todos y se lo tomaba con calma. Hank, como siempre, parecía imperturbable. Al final sólo quedaron ella y un amigo con el que compartía el piso. —Oye, creo que ya es hora de que me vaya —dijo Hank. Linda insistió en que se quedara. —No he podido hablar contigo —dijo ella. Cuando dijo aquello, su compañero de piso se levantó y se fue a su habitación. Ellos se quedaron sentados, hablando. Hank se sentía cómodo con

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ella, se daba cuenta de que sabia llevar una conversación y de que hablaba inteligentemente y con convicción. Cuando se acabó el vino él le dijo que estaba demasiado borracho para conducir de regreso a casa. —Puedes dormir en mi cama —dijo ella—. Pero nada de sexo. —¿Por qué? —No se hace el amor sin casarse. —¿Que no se hace? —Meher Baba cree que no. —Dios puede equivocarse a veces. Linda insistió. Durante los meses siguientes Hank iba a visitarla de vez en cuando y se sentaba en el restaurante mientras Linda trabajaba. A ella le gustaba tener su presencia poderosa en el Dewdrop, que era más el salón de su casa que un negocio. Al planificar el restaurante lo había decorado deliberadamente para que aquello fuera así. Había cuadros en las paredes, había libros y revistas diseminadas al azar en la zona del comedor. A pesar de Meher Baba, su amistad se fue haciendo cada vez más importante y más sensual. Al comparar a Linda Beighle con las mujeres con las que había estado durante los últimos años, a Hank le parecía como una especie de refugio en medio de una enfurecida tormenta, y se dio cuenta de que ella podía llegar a liberarle del estilo de vida de mujeriego que le había desgastado. Quería encontrar el camino hacia lo que llamaba una «claridad fácil», sin tener que pasar por las ruinas de una serie de relaciones caleidoscópicas con amantes atadas al sexo, la droga y el alcohol. La personalidad de Linda era serena en comparación con la vida de las mujeres que había estado persiguiendo desde que se separó de Linda King. Cuanto más la conocía, más convencido estaba de que aquélla sería una historia larga. El negocio que ella tenía, su pequeño apartamento con el altar de Meher Baba, y todo el ambiente de Redondo Beach eran diametralmente opuestos a la ruinosa zona de Carlton Way. «Me gustaba ir al restaurante porque Linda estaba allí, pero al cabo de un rato ya quería volver a la anarquía de la ciudad», dice Hank. «Corríamos de aquí para allá entre su casa y la mía. Además, yo todavía seguí viendo a otras mujeres durante una temporada.» Hank y Linda descubrieron que habían ido más allá de pensar sólo en el sexo como la única manera de mantener una relación. Hank le habló del periodo de su vida comprendido entre 1970 y 1977, de toda la gente implicada y la parte que cada uno de ellos desempeñó en la interminable comedia de Bukowski como genio del sexo. Hank dejó bien claro que este fenómeno había empezado para él a la edad de cincuenta años, hecho que Linda encontró divertido. Las historias eran divertidas. Gran parte de la poesía de Hank de aquel periodo se reúne en Love Is a Dog from Hell (El amor es un perro infernal). Al mismo tiempo que Hank disfrutaba de la juerga, había un dolor igualmente grande. De hecho, tenía cicatrices profundas como resultado de la búsqueda de la realización amorosa y

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sexual. Era natural que no quisiera precipitarse a empezar ninguna relación seria. Y sin embargo pronto se dio cuenta de que le gustaría estar con Linda Lee durante muchos más momentos del día y no sólo de vez en cuando. Además, ya había acabado lo que ella llama la «investigación» de Hank para una novela sobre sus asuntos con diferentes mujeres. Poco a poco, ella y Hank comenzaron a acostumbrarse a pasar largos fines de semana juntos en Carlton Way. Linda Lee recuerda su apartamento como un sitio asqueroso que necesitaba urgentemente una limpieza a fondo, especialmente la cocina, cuyos hornillos tenían una capa de grasa de casi un centímetro de alto. Linda Beighle había crecido en Penn Valley, cerca de Bryn Mawr, y vivía en Main Line, una calle exclusiva de gentes ricas cerca de los trenes que se dirigían al centro de Filadelfia. Su abuelo, O. J. Syder, fundó el Colegio de Osteopatía y el Hospital de Filadelfia, y fue una figura prominente de la ciudad. Su madre, Honora Snyder, se crió en «una familia extremadamente aristocrática», según Linda. Su padre, James L. Beighle, descendiente de alemanes y galeses, ofreció una vida acomodada a su mujer, que se dedicaba exclusivamente a la casa y a la educación de Linda, de sus hermanas Jhara y Gwendolyn y de su hermano Peter. Linda era una niña rebelde, que desconfiaba del mundo cerrado y limitado en el que vivía, así como de la conveniencia de muchos de sus amigos. A los once años se escapó de casa, y volvió a hacerlo, con más éxito, a los quince, cuando se fue a un barrio cercano, consiguió un trabajo como camarera (después de mentir sobre su edad), y vivió en una pensión. Se las arregló para vivir por su cuenta durante casi cuatro meses, hasta que su familia la encontró. En 1971 Linda se trasladó a California. Había vivido plenamente el movimiento hippie de la década de los sesenta y era una hija de las flores. Acababa de llegar de un viaje a la India y estaba ansiosa por comenzar una nueva vida en la Costa Oeste. Su devoción por Meher Baba había surgido al ver una foto del maestro espiritual, mientras trabajaba en un club nocturno, la primera vez que estuvo en California, en los años sesenta. Le preguntó al dueño del club quién era aquel hombre, ya que su rostro le fascinaba. Estuvo saliendo con un artista que era seguidor del maestro y un día le preguntó cómo hacía para tener tanta energía siempre sin que pareciera costarle ningún esfuerzo, él lo atribuía a Meher Baba. El artista le dio a Linda uno de los libros del maestro. El todo y la nada. En 1971, ya convertida en una seguidora de Meher Baba, Linda, con el dinero que había ahorrado en trabajos varios, abrió el Dewdrop Inn. Hank siguió viendo a otras mujeres durante aquellos primeros meses después de conocer a Linda Beighle, incluyendo una a la que él había rebautizado «Scarlet» y sobre la que había escrito muchos poemas. Aquello no preocupaba a Linda, que veía cómo la competencia iba cayendo una a una. Mantuvo su apartamento en Redondo y siguió ocupándose del restaurante, contenta con la idea de tener su propio círculo de amigos y un mundo que ella sola había construido, separado del de Hank. El compromiso que tenía con su negocio la ayudaba a comprender la necesidad de Hank de tener su tiempo para el hipódromo y para escribir. Las idas y venidas entre los apartamentos de Carlton

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Way y Redondo Beach se hicieron más frecuentes en el invierno de 1976. Una vez Hank fue detenido por la policía por conducir borracho cuando volvía de casa de Linda. Taylor Hackford pagó la fianza y le sacó de la cárcel. Linda llegó más tarde a Carlton Way y se encontró a Hank tumbado en calzoncillos, rodeado de un montón de botellas de whisky y ceniceros. Dos lesbianas que vivían en el edificio estaban celebrando su salida de la cárcel con él. Ella echó a las dos mujeres, pero después se hizo amiga suya. Las lesbianas pusieron a Hank el apodo de «el rey porno» y a Linda Beighle «la reina de la comida naturista». Linda observó que Hank se transformaba siempre que bebían durante largo rato. «Tenía que estar realmente borracho», dice ella, «y de ese modo entraba en aquella otra dimensión, pasaba del borracho delirante y ampuloso al Bukowski filosófico y entonces se ponía a hablar del mundo interior, de cosas espirituales, a veces durante horas.» Lo que a ella le atraía de los extensos monólogos de Hank era la combinación de franqueza y sabiduría. Podía ver al niño que fue asomando a través de aquel «loco solitario», como él se autodefinía, y mucho dolor de la época de su juventud, sobre todo relacionado con sus padres y sus ex amantes. Sin embargo, todo aquello lo compensaba gracias a su capacidad para ir más allá de la autocompasión y transformar las tragedias de su vida en piezas para el desarrollo continuo de su carácter y de su arte. Linda recuerda la época en que Hank conoció a su madre, Honora, durante la primera Navidad que pasaron juntos, en diciembre de 1977. Honora fue a visitarles desde su casa en el Este, ansiosa por conocer al nuevo novio de su hija. Hank todavía bebía muchísimo en aquella época. Le dijo a la madre de Linda: «¿Sabes, Honora? Yo amo a tu hija. Siempre llevo su corazón en el bolsillo de atrás del pantalón y a veces me siento encima de él.» El comentario era un poema de un solo verso, fácil de comprender, completamente sincero, exactamente igual a las palabras que Hank vertía sobre el papel. «Bebíamos muchísimo vino en aquella época», recuerda Linda. «Hice que Hank cambiara la cerveza por el vino. Bebíamos en exceso. A mí siempre me gustó beber. Pero aquello era otra cosa. Aunque bebía, de todas formas me las arreglaba para ir al restaurante y abrir puntualmente.» De vez en cuando el poeta Ben Pleasants, que conocía a Hank desde hacía ya unos cuantos años y publicaba a menudo en The Wormwood Review, se pasaba por allí a tomarse una copa. Linda estaba impresionada por lo mal que comía Hank. Solía ir a un sitio llamado Philly's Hoagie Shop, en la esquina de Western y Sunset, donde comía hoagies (bocadillos) o un sandwich de queso y carne. Para curarlo de aquello, le llevó a una tienda cerca de Carlton Way y le compró vitaminas y comida macrobiótica. Él se adaptó al nuevo régimen como si lo hubiera hecho toda la vida, y empezó a sentirse mejor físicamente casi de inmediato. Pero Linda no se dedicó a reformar a Hank. Su objetivo era simplemente que siguiera una dieta más sana, quería que él se mantuviera tan fuerte como sus escritos. Además, sabía que podían ayudarse de verdad el uno al otro: «Yo creía que podía ayudarle a convertirse en un ser humano mejor», dice. «Como había leído sus libros, sentía que conocía su corazón. Veía mucha tristeza y quería ayudarle a que se sintiera lo suficientemente libre como para abrir partes de sí

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mismo que habían permanecido cerradas.» Veía gran parte de su relación como un proceso del devenir, una apertura hacia nuevas percepciones, una especie de expansión. Su actitud era básicamente nueva para Hank, si se tiene en cuenta que las señoras con las que había estado hasta entonces estaban más interesadas en las luchas sexuales y en juegos interpersonales complejos. Mientras su relación con Linda se hacía más intensa, Hank acabó su novela Mujeres en octubre de 1977, un original de 433 páginas dividido en noventa y nueve episodios. Se lo envió a John Martin, que decidió retrasar su publicación puesto que la selección de poesía Love Is a Dog from Hell se había editado hacía poco tiempo. Por algún motivo la nueva novela había echado leña al sistema de Hank: escribía entre veinte y treinta poemas a la semana, bombeándolos desde su interior como había sucedido en la época en que escribió Crucifix. Había empezado en 1955 con la idea del poema directo, claro, sin ninguna ostentación, y había trabajado en ello, haciéndose aún más escaso en imágenes. Linda tuvo mucho que ver con aquella sensación de rejuvenecimiento en su obra creativa. En una carta a A. D. Winans, fechada el 27 de octubre de 1977, Hank decía: Sí, Linda Lee es una buena mujer. He tenido suerte. Le gusta llamar a las cosas por su nombre con una valentía dulce y no juega a enfrentar a un hombre con otro como si ella fuese una especie de becerro de oro. Yo he tenido algunas malas, muchas malas, los porcentajes son evidentes y tengo que aceptarlos. Love Is a Dog from Hell, registro poético de sus numerosos asuntos amorosos antes de comenzar su relación con Linda Beighle, se había publicado en 1977. Al leer el libro de principio a fin, se tiene la clara sensación de recorrer una galería de retratos de mujeres. El primer poema, «Sandra», describe a una mujer alta y delgada, que lleva una bata larga y pendientes. «La diosa de un metro ochenta y dos» es el título de un poema que empieza diciendo: soy grande supongo que es por eso por lo que mis mujeres siempre parecen pequeñas pero aquella diosa de un metro ochenta y dos que se dedica a los negocios inmobiliarios y al arte y viene en avión desde Texas a verme... La colección se ajusta al título del libro. Hay poemas en concreto en esta

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colección que sobresalen por su diálogo lleno de humor. Uno de ellos, «Yo también tengo manchas de mierda en los calzoncillos», es una instantánea de la vida en el «barrio de las casas de putas», que es como el poeta llama a la zona de alrededor de Carlton Way: les oigo ahí fuera; «¿siempre escribe a máquina hasta tan tarde?» «no, es muy raro.» «no debería escribir siendo tan tarde.» «casi nunca lo hace.» «¿bebe?» «creo que sí.» «ayer fue hasta el buzón en calzoncillos.» «yo también lo vi.» «no tiene ningún amigo.» «es viejo.» «no debería escribir hasta tan tarde.» entran y empieza a llover y se oyen tres disparos a media manzana y uno de los rascacielos en el centro de Los Angeles empieza a arder llamas de ocho metros lamiendo la muerte. A Bukowski le encantaba aquel tipo de poema. Era una afirmación de que no se había ablandado, de que había evitado, de hecho, lo que él consideraba una profesionalidad técnica fácil.

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Otro de los poemas cortos de Love Is a Dog from Hell, «el lugar no tenía mal aspecto», es también austero: ella tenía unos muslos enormes y una risa estupenda se reía de todo y las cortinas eran amarillas y yo acabé me quité de encima y ella antes de ir al cuarto de baño se agachó, sacó un trapo de debajo de la cama y me lo tiró. estaba duro estaba rígido del esperma de otros hombres. me limpié con la sábana. cuando salió del baño se inclinó y vi todo aquel trasero mientras ella ponía a Mozart. En «locura», se sumerge en la miseria de la sórdida vida en Carlton Way y sus alrededores: la mujer que vive al otro lado del patio aulla, solloza todas las noches. a veces vienen los del ayuntamiento y se la llevan un día o dos. yo creía que sufría por la pérdida de un gran amor hasta que un día vino a casa y

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me lo contó... Desde el centro de la vida sórdida de Los Angeles a los brazos de Linda Beighle había un gran abismo, y Hank lo cruzó encantado. Ya no necesitaba dar pruebas de sus aptitudes. El macho Bukowski, del que tantas veces se pensó que tenía complejo de Hemingway, especialmente en sus relaciones con el sexo opuesto, pudo finalmente sentar la cabeza con una mujer. El estilo anárquico y ajetreado en sus relaciones amorosas había acabado. Linda entró en la vida de Hank sin planes ocultos. No era escritora. Soñaba con ser actriz, y durante los primeros años que pasaron juntos iba a clases de teatro. Continuó con su devoción por la filosofía de Meher Baba. Al cínico Bukowski, lejos de contrariarle, le divertía el interés que ella mostraba por aquel «avatar del siglo». La gente que iba a visitarles a la casa que más adelante comprarían juntos, solía quedarse atónita al ver el rostro de Baba observándoles con su sonrisa efervescente. Compraron aquella casa porque los libros de Hank le estaban dando tanto dinero a finales de los años setenta, que le aconsejaron que comprase una propiedad por motivos fiscales. La única casa que había poseído había sido la de su padre, que heredó y vendió rápidamente. Linda y él recorrieron zonas apartadas de Carlton Way en busca de un lugar apropiado, fueron incluso muy al norte, hasta Bakersfield en el San Joaquin Valley. Una de las zonas que les gustaba era la del Cañón Topanga, justo al norte de Los Ángeles. Pero una vez que fueron hasta allí, pararon en un bar y todo el mundo reconoció a Bukowski. Empezaron a llamarle y, de pronto, comenzaron a invitarle a copas. Lejos de sentirse animado con todo aquello, lo que quería era marcharse. La mitad de los tipos del bar tenían un aspecto estilo Charles Manson, un aspecto general de disipación espiritual y física, y de aquello Hank ya había tenido suficiente. Exploraron la zona de San Pedro. Parecía que la atmósfera general era más relajada que en otras zonas de Los Angeles, y los veranos no eran sofocantes porque estaba muy cerca del mar. Les gustó la parte antigua del centro, tenía un deterioro que no era agobiante ni depresivo. A diferencia de otros pueblos de la costa, allí no se había instalado el espíritu de los años sesenta. Tal vez uno de los factores más importantes era que tenían las autopistas muy cerca: Bukowski podía llegar rápidamente a los hipódromos de Santa Anita o Hollywood Park, consideración que había que tener en cuenta. Él no quería ceder en el asunto de los hipódromos, aunque eso le hiciera sacrificarse en otros aspectos. La casa que encontraron se hallaba escondida en un barrio de clase media sin pretensiones. Los terrenos eran lo suficientemente espaciosos como para mantener la privacidad, y la casa estaba lejos de la calle. Hank quería esperar un poco antes de comprometerse financieramente, pero Linda insistió, pues temía que alguien la comprara antes que ellos. Y cuando compraron la propiedad en octubre de 1978 Hank se dio cuenta de que allí podría aislarse de las demandas del público literario. Ya había dado suficientes recitales de poesía y empezó a rechazar casi todas las ofertas para seguir haciéndolo. Lo mismo pasó con las

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entrevistas y las solicitudes de admiradores para conocerle personalmente. Hank se adaptó a la casa como si siempre hubiese vivido allí. Se instaló en una pequeña habitación del segundo piso en la que había una gran mesa de trabajo de roble, que habían dejado los anteriores ocupantes. Puso su máquina de escribir encima de aquella mesa, llenó los cajones con folios y se puso a trabajar. Llevaron una cama que Linda había hecho, a finales de 1976, para la casa de Hank en Carlton Way y la pusieron en el dormitorio. El primer poema que escribió en la casa nueva fue «Miedo y locura»: escondido aquí en el 2° piso la silla contra la puerta el cuchillo de carnicero sobre la mesa escribo mi primer poema en este lugar escribo esto para mi agente fiscal para las chicas en Omaha para mi agente fiscal estoy otra vez en la ruina poseo 1/4 de esta casa tengo un peral tengo un limonero tengo una higuera ahora todo el mundo está preocupado por mi alma … ahora puedo equivocarme de muchas maneras siempre fui bueno en eso. las cañerías son de cobre y la máquina de escribir es mía y fuera hay suficiente terreno del cual vivir, o sea, si puedo levantar el culo de esta silla. escondido aquí en el 2° piso estoy otra vez en un cuarto pequeño. Linda Beighle cultivó el jardín al tiempo que seguía ocupándose del Dewdrop Inn durante muchos años más. Ella y Hank se acostumbraron a una

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rutina que consistía en que él iba al hipódromo durante el día, volvía a casa a ducharse y salir a cenar fuera, después volvían a casa y se sentaban en el salón rodeados de gatos y botellas de vino, sólo de vez en cuando con alguna visita. Por la noche, tarde, Hank decía buenas noches a Linda, que se iba a dormir, y él se sentaba a trabajar en su estudio, con su botella de vino a mano. Ella comprendió que era el ritmo de él y no intentó cambiarlo. «Ella me enganchó a ese vino y eso estuvo bien», dice Hank, «y las vitaminas. Cuando llegaba el momento de escribir, Linda me dejaba solo.» La aceptación por parte de ella del estilo de vida de Hank tuvo mucho que ver con el éxito de su relación. Creía que lo que él escribía reflejaba su parte más profunda y por ello aceptaba sus cambios de humor y su necesidad de privacidad, que ella llegó a proteger, especialmente cuando su fama continuó aumentando a mediados de los ochenta. Tener sus propios amigos e intereses completamente separados de los de Hank fue también una bendición. Linda aprendió cuál era el umbral que nadie podía cruzar con Hank, ni siquiera ella. Lo consideraba una parte reservada de él, que servía de fuente para su talento. Hank le describió Mujeres a A. D. Winans como «una especie de comedia mayor-menor» y se disculpó por el trato que daba a algunos de sus amigos y conocidos diciendo que él era el que quedaba peor de todos. «Es un estallido muy tremendo», escribió, «y cuando lo releo me doy cuenta de que debía de estar loco desde 1970 a 1977.» John Martin leyó el original en cuanto le llegó por correo y se percató de que aquélla era la novela más ambiciosa escrita por Bukowski hasta aquel momento. La consideró el gran libro de humor negro del movimiento femenino, y estaba extasiado por cómo había captado Bukowski en clave de humor situaciones que debieron de ser muy dolorosas en su momento. El debate sobre si los libros de Bukowski podían considerarse «novelas» o no en el sentido tradicional continuaba. Hubo críticos que afirmaron que Mujeres carecía de estructura. Cuando le dijeron a Bukowski que se le acusaba de que no escribía novelas, el escritor contestó: «Joder, mi obra es sólo palabras sobre papel, hombre.» El propio Martin responde que la estructura estropearía el libro. Al preparar las pruebas para la edición de Mujeres, Martin cambió unas pocas palabras y alteró algunas puntuaciones. Según era habitual, Bukowski se percató de los cambios y quiso que se volvieran a poner las palabras. El libro salió en una primera edición, y después se publicó una segunda edición revisada. «Si se leen las dos ediciones», dice Martin, «no creo que nadie se dé cuenta de los cambios, pero no hay que olvidar que él es muy particular. Quiere que le digas exactamente por qué lo has hecho y si has cambiado algo que hace que el texto sea más claro y mejor, él lo deja, pero normalmente la mejor forma es la suya.» En el año de su publicación, 1978, se editaron más de doce mil ejemplares en rústica de Mujeres. Al mismo tiempo que salía la primera edición de Black Sparrow Press, se publicó otra en Australia, prueba de que su éxito iba en aumento. Escrito en episodios, de una forma que recuerda a Cartero y a Factotum, el libro comienza con una queja típicamente bukowskiana: «Yo tenía

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cincuenta años y no había estado en la cama con una mujer desde hacía cuatro.» Era la clase de franqueza que la gente se había acostumbrado a esperar de Henry Chinaski / Charles Bukowski. A continuación de aquello afirmaba que «Yo no tenía amigas. Miraba a las mujeres cuando pasaban a mi lado...». Inmediatamente después de esto aparece Lydia Vanee, nombre que da a Linda King en la novela, tan llena de energía y talento en las páginas del libro como los que tenía en la vida real. El juicio de Linda King sobre la caracterización que Hank hace de ella en Mujeres es que la escribió cuando estaba furioso con ella. «No leí el libro hasta cinco años después de publicado porque sabía que iba a ser doloroso.» Cree que muchas de las críticas que Hank hace de ella eran acertadas; sólo que le hubiera gustado que hubiese expresado más la pasión de aquella relación. Dice: «Creo que minimizó mi papel en su vida porque estaba furioso.» Los hechos registrados en Mujeres son exactos, aunque es cierto que es difícil percibir la intensidad de los sentimientos de Hank hacia Linda King. Por ejemplo: «Ella irradiaba vitalidad, no podías ignorar que estaba allí.» Describe la ropa que llevaba la noche que se conocieron en el recital del Bridge: «una chaqueta de ante tipo cowboy, con flecos», y pasa a describir en detalle las diferentes partes de su anatomía, lo cual es típico de él. Linda King, Hank y todos los personajes de la novela podrían haber tenido cabida en El Decamerón de Boccaccio, que fue de una influencia enorme en Mujeres. Como le dijo Hank a un periodista de The Los Angeles Times el 4 de enero de 1981: «En Boccaccio no se trata tanto del amor como del sexo. El amor es más cómico, más ridículo. ¡Y ese tipo sabía realmente reírse de eso!» Continúa diciendo que Boccaccio debió de verse envuelto en miles de historias con el sexo opuesto. «El amor es ridículo porque no puede durar», dice, «y el sexo es ridículo porque no dura lo suficiente.» En concreto, a Hank le atrajo el tono satírico de los cuentos de Boccaccio, como el de la historia de Rustico, un hombre tan extasiado por la belleza de una joven que tiene una erección viéndola. Ella le pregunta qué es esa cosa que sobresale delante de él. Él le explica que es el diablo al que le ha estado hablando acerca de ella, y que él quiere hacer que ese diablo regrese al infierno, y «tú tienes el infierno», le dice a la joven, añadiendo que cree que Dios la ha enviado a ella para ayudarle a quitarse a ese diablo de encima. La convence para que se vayan juntos a la cama a meter al diablo en el «infierno» que ella tiene. Una vez hecho, ella le dice que aquello ha sido muy doloroso. Él le asegura que no será siempre así. De hecho, después de algunos días de seguir mandando al diablo al infierno, a la joven empieza a gustarle tanto que le incita a hacerlo una y otra vez. En una de sus columnas en el Open City, la publicada en febrero de 1968, Bukowski alaba a Boccaccio y recomienda a sus lectores que compren El Decamerón. Al describir su vida personal en Mujeres, Hank habla de su miedo al abandonar la seguridad de Correos y empezar a abrirse camino como escritor. Bukowski no se anda con rodeos: va directo al grano en el segundo párrafo y hace

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una descripción lúcida y concisa de la preparación de un escritor profesional, literalmente de cómo convertir la «ametralladora» en una máquina de hacer dinero. El párrafo termina diciendo: «Me costó veintiuna noches escribir mi primera novela.» Mujeres no acaba con el protagonista Chinaski alejándose con la mujer de sus sueños. Por el contrario, está solo en su apartamento después de rechazar a una mujer de diecinueve años que le acaba de llamar por teléfono. Tras bromear los dos un rato, ella le dice: «Me llamo Rochelle», a lo que él responde: «Adiós, Rochelle» y cuelga. Va a la cocina y abre un frasco de vitamina E, que se toma con la ayuda de medio vaso de Perrier. «Iba a ser una buena noche para Chinaski», proclama. «El sol, ya muy bajo, entraba a través de las persianas, haciendo un dibujo conocido sobre la alfombra...» Disfrutaba de estar a solas en su pequeño apartamento después de verlo una noche tras otra abarrotado de mujeres. No hay sombra de misoginia, es simplemente el retrato de un hombre que intenta salvarse a sí mismo, por sí mismo. Bukowski/ Chinaski sale al porche y se encuentra con un gato extraño sentado allí, «una criatura enorme... con un pelo negro y brillante y unos luminosos ojos amarillos». En lugar de salir corriendo cuando aparece Chinaski, el gato se acerca a él y empieza a restregársele contra las piernas. «Yo era un buen tipo y él lo sabía», afirma Chinaski. Los dos entran juntos en la casa. «Le abrí una lata de atún blanco Star-Kist. Envasado con agua de manantial. Peso Neto 200 gr.» Y así termina el libro. Con el paso de los años ha crecido el respeto de John Martin por la capacidad de Bukowski y continúa creciendo. Se han convertido en muy buenos amigos, a pesar del traslado de Black Sparrow Press a Santa Barbara, en el norte, en 1975, y a pesar de que sus vidas siguen siendo muy diferentes: Martin, el puritano, seguro de sí mismo, y Bukowski, el libertino duro. Cada uno, sin embargo, ha aprendido del otro. Martin nunca ha olvidado algo que Bukowski le dijo una vez, que «lo posible es mejor que lo perfecto». En cuanto a la crítica surgida en torno a Mujeres, Martin opinaba que Bukowski ya había hecho mucho escribiendo libros que eran absolutamente sinceros, totalmente desprovistos de pretensiones, libros que se enmarcaban en la tradición de otros escritores preocupados por los sentimientos humanos, tales como D. H. Lawrence y Henry Miller. «Uno no puede aferrarse a un esquema literario y juzgar si Bukowski cumple ciertos requisitos», afirma Martin. «De Homero en adelante, las grandes obras que tratan sobre los sentimientos aún perduran, como perdurarán las de Bukowski.» Martin sostiene como idea base que el gran éxito de Bukowski se debe a que su obra atrae a la gente que busca una superación espiritual y emocional. Martin continúa diciendo: «En lo que a mí respecta, las emociones son más importantes que la cabeza. D. H. Lawrence predicaba en contra de las culturas que se centraban en la razón. Ahora todo tiene que ser computarizado. El ordenador hace todo el trabajo por nosotros, y no tiene sentimientos ni los tendrá nunca, y el arte que está programado y no tiene sentimientos no es, en mi opinión, la forma más elevada de arte.» Poco después de Mujeres, Martin publicó una nueva selección de poemas

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con otro de los títulos divertidos y característicos de Bukowski, Play the Piano Drunk Like a Percussion Instrument until the Fingers Begin to Bleed a Bit (Tocar el piano borracho como si fuese un instrumento de percusión hasta que los dedos comiencen a sangrar un poco), un libro en el que se reúnen poemas del primer periodo de Bukowski que todavía no se habían publicado. El lector familiarizado con la producción literaria del poeta encontrará piezas típicas de sus comienzos. «Cuartel de bomberos», sobre Jane y él, describe una serie de incidentes graciosos que tienen lugar en un cuartel de bomberos de Los Angeles; «Entrevistas» trata sobre un ejército de jóvenes emprendedores, armados con sus grabadoras, que van a ver al poeta con la esperanza de conseguir una entrevista especial. También se incluye uno de sus poemas más conocidos, «una bombita atómica», escrito en los sesenta. Al igual que el poema de Gregory Corso «Bomba», escrito más de una década antes, el de Bukowski se burla de un tema que normalmente se trata de la forma más seria posible. Comienza así: oh, dadme una bombita atómica nada más no mucho sólo un poco lo suficiente para matar a un caballo en la calle pero no hay caballos en la calle bueno, lo suficiente para derribar las flores de un florero pero no veo ninguna flor en un florero Reduce la bomba atómica a un nivel cotidiano, como si fuese posible, convirtiéndola en algo a nuestro alcance, no menos controlable que nuestras propias necesidades. Hay en el poema un toque del Bukowski lírico de finales de la década de los cincuenta y de su humor agridulce. Utiliza incluso un tono personal a medida que avanza el poema: lo suficiente, entonces, para asustar a mi amor pero no tengo ningún amor La siguiente estrofa es la más impactante. En ella Bukowski hace una extraordinaria yuxtaposición de imágenes, al colocar la bomba atómica, una

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invención temida y horrible de la ciencia moderna, literalmente dentro de la bañera: bueno dadme una bomba atómica entonces para restregarme en la bañera como un niño sucio y adorable (bañera sí tengo)... Una vez acabada Mujeres y con su vida estabilizada con Linda Beighle, Hank empezó a pensar en hacer un viaje a Alemania para ver a su tío Heinrich Fett y a Carl Weissner. Yo recuerdo a Hank hablar de su tío Heinrich ya en 1965. Hank decía: «Bueno, tengo un tío en Alemania que se llama Heinrich Fett y hemos empezado a escribirnos.» Nunca vi ninguna carta del tío de Hank, pero él me contó que el viejo deseaba poder ir a visitar a su sobrino a Los Angeles. Debido a la creciente fama de Hank en Europa, especialmente en Alemania, el viaje se hizo inevitable. Linda Beighle, Hank y Michael Montfort, un fotógrafo de Los Ángeles de origen alemán, que documentaría las idas y venidas de Hank por Alemania, volaron juntos a Frankfurt el 8 de mayo de 1978, donde les esperaba Carl Weissner. La recepción en la aduana del aeropuerto de Frankfurt no fue tranquila, debido a que Hank llevaba varios paquetes enormes consigo: entre ellos un patinete para el hijo de Carl, Mike, y una bobina de la película The Mermaid Blues (El blues de la sirena), basada en uno de sus relatos. La película despertó las sospechas de los oficiales de aduanas alemanes, que le preguntaron sobre qué trataba. «¿Y a ustedes qué carajo les importa?», les contestó Hank. Ya que los oficiales no entendían aquel tipo de inglés. Carl les tradujo literalmente. Linda estaba al lado de ellos con los ojos muy abiertos, y en cuanto salieron comentó: «Ahora sé que estamos realmente en Alemania.» Entonces Weissner les llevó en coche a Mannheim y les instaló en un hotel en la avenida principal. Se quedaron allí una semana, durante la cual hablaron, bebieron y visitaron Heidelberg. Según Weissner, Hank estuvo inquieto todo el viaje. «Probablemente porque estaba en un país extraño y tenía que dar un recital», dice Weissner. «También estaba el hecho de que veía que Alemania había sido totalmente destruida durante la guerra.» Weissner recuerda lo impresionado que estaba Hank con el orden y la limpieza que veía a su alrededor en el trayecto del aeropuerto a la ciudad. Montfort y Linda también percibieron la inquietud de Hank. Él le había dicho a Linda suficientes veces que no quería visitar sitios turísticos. Aparte de ver a su tío, de visitar a Carl Weissner y de dar el recital en Hamburgo, el resto del viaje no le interesaba. Desde el momento en que pisó suelo alemán no se separó de Linda. Para cualquiera que estuviese un rato con ellos, era obvio que estaban muy enamorados. Ella se había convertido en un ancla para Hank en aquella tierra

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extraña y desconocida. Por eso, su unión se fortaleció aún más. Durante la segunda noche, Linda llamó a Montfort para decirle que Hank se había puesto enfermo por el maratón alcohólico de la noche anterior. Montfort y Weissner respondieron inmediatamente a su llamada. Salieron a buscar un poco de sopa, convencidos de que Hank necesitaba comer algo. A la vuelta de la esquina del hotel encontraron un bar gay, donde había un cazo de sopa calentándose en la cocina. Después de convencer al dueño de que le devolverían el cazo, se lo llevaron a Hank. Hank y Linda se quedaron unos días en Mannheim antes de dirigirse al norte para el recital de Hamburgo, que había sido organizado en Los Angeles durante una visita del poeta alemán Christoph Derschau. Hank no quería dar recitales, pero Derschau le convenció de que diera al menos uno. Los Weissner y Michael Montfort fueron con ellos en tren a Hamburgo, un viaje de unas pocas horas. Cuando llegaron allí, a Hank le reconocían en todas partes. El grupo entró en unos grandes almacenes, donde compraron varias botellas de vino. Cuando salieron con sus compras, se les empezó a acercar gente que salía corriendo de los cafés y pubs, con servilletas y trozos de papel en la mano, para que Hank les firmara un autógrafo. Hasta en la estación, cuando volvían a Mannheim, la presencia de Hank causó revuelo. Linda y él habían entrado en una librería, donde vieron sus libros en una estantería. Cuando estaban saliendo, la mujer que despachaba detrás del mostrador salió corriendo detrás de Hank con varios libros suyos y le pidió que se los firmase, cosa que él hizo. El recital tuvo lugar el 17 de mayo en un viejo recinto que antes había sido un mercado. De hecho, una parte seguía funcionando como tal. En el piso de arriba había un gran espacio que se había convertido en una discoteca de rockpunk, dirigida por un ex pastor luterano que había colgado los hábitos por razones poco claras. Günter Grass había dado un recital allí unos meses antes que Bukowski. Varios centenares de personas habían ido al recital. Weissner sabía que Hank atraería a muchísimo público y, como quedó demostrado, tenía razón: más de cuatrocientas personas abarrotaron el local, esperando ansiosamente la primera y última aparición pública de Bukowski en Europa. Cuando Bukowski apareció sobre el escenario, la masa de gente que estaba de pie frente a él comenzó a aplaudir, golpeando con los pies en el suelo y gritando frases de bienvenida y obscenidades al mismo tiempo. El miró hacia el público y dijo: «Qué bueno es estar de vuelta en casa», y añadió: «Lo siento, pero el recital debe comenzar y, ya sea para bien o para mal, este recital está dedicado a mi traductor y amigo. Carl Weissner.» Empezó con un poema que acababa de escribir y después encendió un cigarrillo, al tiempo que le decía al público: «Esto no es un porro.» Después de encenderlo dio varios gemidos en el micrófono, causando un revuelo en el auditorio. Después leyó un poema llamado «Perrito caliente», una pieza humorística sobre una historia amorosa acaecida hacía mucho tiempo. Hizo una pausa y preguntó: «¿Qué tal estáis todos? ¿Tenéis algo de beber ahí abajo?» Silencio. «¿No?», preguntó. Después del tercer poema, miró a su alrededor y

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preguntó: «¿No ha pasado ya una hora?», lo cual despertó una risotada general, en medio de la cual él rebuscaba entre sus poemas y de repente dijo, con voz fuerte y portentosa: «Todos estos poemas no son sobre sexo... Yo no follo continuamente... No estoy pensando en el sexo continuamente... No odio a las mujeres... Y no odio a los hombres... y no odio a los niños... Y no odio a los perros.» El público aplaudió y él dijo: «Bueno, puede que haya algunos perros que no me gusten. Cuando piso sus cagadas, ¿entendéis?...» Hank continuó leyendo, en su mayoría poemas con mucho humor. Le dijo a uno que interrumpía constantemente: «Cuando se acabe el vino se acaba el recital...» La gente empezó gritar que saldría a buscar más vino. Entonces Hank leyó un poema titulado «Algunas personas». A éste le siguieron «Los poetas blancos» y «Los poetas negros», dos poemas de finales de los sesenta, que ofrecían una visión del desdén de Bukowski por la mayor parte de la poesía contemporánea, especialmente por aquellos poemas que reflejan posturas sociopolíticas. Después de esos dos poemas, otro que interrumpía constantemente le gritó algo y Hank respondió inmediatamente: «¿Todavía no te has vuelto a casa con tu madre? Ella te está esperando con un biberón de leche tibia.» Leyó algunos de sus poemas favoritos de la primera época, tales como «Otra academia» y «El genio». Paró un rato para hablar de su costumbre de beber, diciendo que consumía dos o tres botellas de vino tinto caro por noche, y que donde vivía había dos tiendas de vino que le surtían de botellas. «Si una tienda no tiene lo que quiero, voy a la otra, y siempre se alegran de verme porque normalmente hago los pedidos por cajas, así que soy un tipo muy querido en mi barrio. Los de las tiendas de vino me adoran. Lo cual me hace pensar: estoy haciendo ricos a esos hijos de puta y me estoy matando a mí mismo.» La gente le aplaudió y él dijo: «No tenéis por qué aplaudir el hecho de que me esté matando.» A continuación leyó «Los huesos de mi tío», otro de sus poemas favoritos. Hacia el final del recital sacó uno de sus primeros poemas, «amor & fama & muerte». Era obvio que había brindado una retrospectiva de su obra, que abarcaba desde los años cincuenta hasta apenas días antes del recital mismo. Carl Weissner recuerda que había un joven justo al fondo del recinto que trataba de hacerle una pregunta a Hank, pero no podía oírsele porque estaba muy lejos. «Escríbeme una carta», le gritó Hank. Aquello causó un gran revuelo en la sala y Hank continuó diciendo: «Vosotros los alemanes sois muy duros para mí. Coño, habláis más que yo.» Una vez de regreso en casa, escribió «También hay gente coñazo en Alemania»: os he visto colgando de las vigas en el humo azul de Hamburgo abucheando y odiando vosotros escritores que no lo habéis logrado

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vosotros que os creéis grandes escritores vosotros chorros de pis barato no sabéis escribir y todo el mundo lo sabe menos vosotros odiáis y gritáis ¿por qué habéis venido si no creéis en mí? 10 por gritar a aquello que odiáis, muy bien, quizá valga la pena, quizá no lo entendáis pero vale la pena, os gustaría estar aquí arriba con el micrófono frente a las cámaras... Finalmente la esperada visita a casa de Heinrich Fett en Andernach-amRhein tuvo lugar pocos días después. Hank fue con Linda Beighle y Montfort. Cruzaron el río hacia Andernach en ferry, y la llegada a la ciudad medieval es tan impresionante desde el río que Hank, a pesar de lo mucho que despreciaba el turismo, no podía dejar de mirar maravillado. Se hospedaron en un hotel de clase turista a orillas del Rin. Montfort recuerda que Hank era muy respetuoso con su tío y que le llamó antes de ir a visitarle. Quedaron en encontrarse a la mañana siguiente. Cuando llegaron les recibió la amiga de Heinrich, que vivía con él desde hacía casi cincuenta años. Louisa era una mujer agradable y robusta de más de ochenta años de edad. Cuando Hank se presentó a sí mismo y a Linda, les invitó a pasar y les dijo que esperasen a que Heinrich se despertase de la siesta. Hank dijo que volverían más tarde, pero Louisa insistió en que esperasen. Una vez dentro, se sentaron y ella se fue escalera arriba a despertar al tío de Hank. Se quedaron allí sentados y, de pronto, oyeron unos pasos que bajaban rápidamente la escalera. Frente a ellos apareció un hombre de noventa años, bajo y fuerte, con unas gruesas gafas, que sonreía de oreja a oreja. Antes de que Hank pudiese decir nada, Heinrich empezó a gritar en perfecto inglés: —¡Henry! ¡Henry! ¡Dios mío! ¡No me lo puedo creer! ¡Henry, después de tantos años!

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—Qué alegría verte, tío Heinrich —dijo Hank mientras se abrazaban. Linda vio cómo a Hank se le llenaban los ojos de lágrimas. Montfort recuerda que el tío de Hank iba de un lado a otro de la casa en busca de vino y cosas de comer. Estaba realmente emocionado con el regreso de su sobrino a Andernach. Heinrich le dijo a su sobrino que se sentara y Hank le presentó a Linda. —Hola —dijo él—. Louisa os traerá algo enseguida. Le preguntó a Hank qué le había llevado a Alemania, y él le explicó que se trataba de una especie de viaje de negocios, para vender sus libros, pero añadió que la visita a Andernach era una de las razones principales. Charlaron durante largo rato. Heinrich habló de cuando Hank era un niño de dos y tres años, y de cómo solía cruzar desde la casa de sus padres a la suya, gritando: «¡Tío Heinie! ¡Tío Heinie!» Al día siguiente Heinrich fue al hotel a buscar a Hank, Linda Beighle y Michael y les llevó a comer a un restaurante que había en una colina a las afueras de la ciudad. Una vez finalizada la visita a Andernach, regresaron a Mannheim antes de volar a Los Angeles. «Ver a mi tío fue lo más importante de todo el viaje», dice Hank. «Todo lo demás estuvo bien, encontrarme con Carl allí y quedarnos en el hotel de Mannheim, y todo lo que bebimos. Pero los paseos turísticos no me impresionaron. Podía haber pasado sin ellos.» Una vez de vuelta en casa, Hank no deseaba volver a Europa. Sin embargo, presionado por sus editores franceses, consintió en ir a París en octubre de 1978. Iba a aparecer en «Apostrophes», una tertulia televisiva a la que asisten los escritores e intelectuales más importantes. El programa cuenta con amplia audiencia en todo el país y ha servido de plataforma de lanzamiento de muchas carreras literarias. Bernard Pivot, el director, hacía de moderador, y no le gustaba que le desplazasen en su propio programa. Con el fin de prepararse para Pivot y su show, Hank estaba bien borracho, ya que empezó a beber a primera hora de la tarde del día en que debía aparecer en televisión. Pidió que hubiera dos botellas de vino esperándole allí. «Cuando llegamos», recuerda, «me llevaron a una habitación y empezaron a ponerme polvo en la cara, lo cual era inútil debido al sudor, la grasa y las cicatrices de mi cara. Después Linda y yo nos sentamos a esperar que empezase el programa. Abrí una de las botellas que tenían para mí.» Llegaron Pivot y los otros invitados. Hank notó que el moderador golpeaba el suelo con el pie todo el rato. «¿Qué pasa?», le preguntó Hank, «¿estás nervioso?» Pivot no dijo nada. Hank sirvió otro vaso de vino y se lo ofreció a Pivot, que no demostró ningún interés en bebérselo. Hank tenía un auricular para la traducción del francés al inglés. Pivot empezó por él. La primera afirmación de Hank fue que a muchos escritores norteamericanos les gustaría estar en aquel programa, pero que para él no significaba mucho. Pivot pasó inmediatamente de Hank a otro invitado. Y luego a otro. Hank empezó a sentirse cada vez más incómodo. Comenzó a hablar entre dientes y en voz cada vez más alta, interrumpiendo las conversaciones fútiles y autocomplacientes. Después, sin

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poder soportar más, se levantó de la silla, se arrancó el auricular de la oreja y se marchó del estudio, algo que ningún invitado de Pivot había hecho nunca. Cuando pasó entre los guardias de seguridad, cogió a uno de ellos por el cuello de la camisa, sacó una navaja que suele llevar en el bolsillo y amenazó a todo el grupo. No muy convencidos de si estaba bromeando o no, le quitaron el cuchillo y le sacaron del estudio. Mientras tanto, el presentador del programa se quedó en el estudio con el resto de los invitados y parecía complacido e irritado al mismo tiempo. Dijo: «Señoras y señores, no hay duda de que Estados Unidos se encuentra en baja forma, ¿no les parece?» Hank se había marchado porque se sentía atrapado en un horrible mar de mediocridad: no se le presentaba otra alternativa más que la de concentrarse en el camelo que estaban traduciendo para aumentar su irritación. Desde el punto de vista de las relaciones públicas, causó un gran impacto televisivo. El revuelo que provocó en toda Francia fue un éxito. Un crítico literario de Le Monde le llamó a la mañana siguiente, alabándole por lo que había hecho en el programa de Pivot. «Estuviste estupendo, hijo de puta», le dijo, añadiendo que no hubo un solo periódico que escribiera negativamente sobre su intervención. Las ventas de los libros de Bukowski subieron después del incidente. En aquella época las únicas obras suyas en francés eran Cartero, escritos de un viejo indecente, erecciones y Love Is a Dog from Hell. Mientras estuvo en Francia Hank se vio asediado por gente que intentaba asociarle con lo que él llama «la cosa beatnik». Le dijo al director del Paris Metro que había estado borracho durante toda la época beatnik, y que no era amiguete ni de Kerouac ni de Ginsberg. «Suponen que soy el último espécimen de una especie extinguida», dijo. Añadió que se sentía más próximo a los punks que a los beatniks: «A mí no me interesa toda esa mierda bohemia del Greenwich Village y de París. Argel, Tánger (...) todo eso es pura charlatanería romántica.»

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Cuando Hank empezó a escribir La senda del perdedor en 1980, despertó recuerdos que habían estado dormidos durante mucho tiempo. El libro es una canción a Los Ángeles, lleno de imágenes de la ciudad en los años veinte y de la vida de sus habitantes de clase media-baja durante la Gran Depresión. Cuando los ecos de Andernach, con que comienza el libro, se transforman en descripciones gráficas de las palizas de un padre furioso, surge el mítico Bukowski/Chinaski. Una vez más, Hank no tenía planificada ni preparada la novela, sino que más bien surgió sola en su mente, sorprendiéndole un día en que estaba sentado a la máquina de escribir. Como ya había terminado Mujeres, estaba a la búsqueda de un tema nuevo sobre el que escribir, y allí estaba esperándole un colorido panorama de emociones y recuerdos. John Martin, consciente de que Bukowski era reacio (al menos durante la década de los setenta) a escribir una obra larga sobre su juventud, en una ocasión le puso de manifiesto que Se busca una mujer contenía varios relatos basados en los primeros años de su vida. «Bop Bop contra la cortina» tenía tanto sabor al Los Angeles del pasado como La senda del perdedor. Habla de las escapadas de Hank con Baldy y Jimmy Haddox para ir a los espectáculos de variedades del centro de la ciudad, y está imbuido de una textura rica en humor, patetismo y realismo duro. Una de las cosas que diferenciaban a Bukowski de William Saroyan y de Henry Miller era que estos dos escritores habían escrito muchísimo sobre su niñez. Saroyan lo había hecho en La comedia humana y en Mi nombre es Aram, y Miller en Primavera negra y en muchos de sus ensayos. Las historias más notables de la juventud de Miller se encuentran en la primera parte de Primavera negra, donde habla de su vida en la calle. Tanto en Saroyan como en Miller se trata de relatos líricos de sus primeros años, y el lector se forma la idea de que tuvieron una niñez «dorada». Al sumergirse en aquel pozo de material en gran parte inexplorado de su niñez «no dorada», Hank destapó recuerdos con los que resultaba difícil enfrentarse. Pero como ya lo había hecho en pequeñas dosis en sus poemas y en relatos cortos, una vez que empezó, pudo escribirlos fácilmente. «Era como estar de nuevo en el viejo barrio», recuerda Hank, «pero mucho más fácil de soportar que antes.» Los lectores que habían seguido las hazañas de Henry Chinaski, el alter

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ego de Hank durante mucho tiempo, a través de la mugre del Este de Hollywood y las mazmorras del Anexo Terminal de Correos, podían ahora ser testigos de cómo alcanzó la mayoría de edad, al viajar a través de su niñez, divertida y decepcionada ante las carencias del mundo de los adultos. Allí aparece esa actitud inflexible y sin embargo comprensiva de las reglas de Chinaski desde la temprana infancia hasta finales de la escuela secundaria. A los contemporáneos de Hank no se les perdona en La senda del perdedor. Uno de los momentos más reveladores del libro es cuando Chinaski describe a sus amigos de la escuela secundaria: Era como estar en la escuela otra vez. Apiñados a mi alrededor estaban los débiles en lugar de los fuertes, los feos en lugar de los guapos, los perdedores en lugar de los ganadores. Parecía que era mi destino viajar en su compañía a través de la vida. Aquello no me preocupaba tanto como el hecho de que yo les parecía irresistible a aquellos compañeros estúpidos y aburridos. Aunque Hank trabajaba en La senda del perdedor, los poemas continuaban fluyendo, al igual que muchos de los relatos que conformarían Música de cañerías, una recopilación publicada en 1983. De la misma forma que La senda del perdedor es la primera obra larga sobre temas que Hank había evitado en su mayor parte, Música de cañerías es importante, según Hank, porque representa un estilo de escritura nuevo y más libre. Un joven director de cine llamado Barbet Schroeder había leído un ejemplar de Se busca una mujer en 1975 en San Francisco, mientras trabajaba en una película llamada Koko el gorila que habla. Schroeder es un hombre alto y apuesto, hijo de madre alemana y padre suizo. Nació en Teherán y se crió en Sudamérica, principalmente en Colombia. De niño hablaba español y a los catorce años, después de ir casi todas las tardes y las noches al cine, decidió que quería hacer películas. Se fue a estudiar a París, donde asistió a las clases de la Sorbona como estudiante de letras. Participó en el movimiento de la Nouvelle Vague, lo cual le llevó a formar su propia compañía productora. Les Films du Losange. Produjo Cuentos morales de Eric Rohmer, una obra de Marguerite Duras y otras películas. También fue crítico de cine de la revista francesa Cahiers du Cinema. En 1969 dirigió Más. Luego vino El valle oscurecido por las nubes, con música de Pink Floyd. En 1976 dirigió una película que tuvo mucho éxito sobre Idi Amin Dada, el ex dictador de Uganda, llamada Dada: Un documental, a la que siguió una película de ficción sobre el sadomasoquismo. Schroeder no había leído nunca una prosa como aquélla, ni un diálogo tan sincero y duro. Encontró algo único en Bukowski, especialmente en la poesía cuando se dio cuenta de que tenía poco que ver con la estética beat, con Henry Miller o con otros movimientos «marginales» de la literatura. La combinación de pesimismo y humor le atrajo, igual que el inconformismo imperturbable. Le pareció que aquella obra mostraba una parte de la vida que no había sido expuesta antes,

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y se convenció de que Bukowski podría escribir un buen guión cinematográfico. Schroeder se dio cuenta de que ninguno de los relatos que había leído podían transformarse en una película larga. Su intuición le decía que algo fundamental de la obra del escritor se perdería si se trasladaba a la pantalla. Bukowski conocía su medio; su obra era escrita. La única solución era buscar a Bukowski y convencerle de que escribiese un guión desde la nada. No quería ponerse a transformar un relato, convertirlo en un guión y perder algo esencial. Y además le gustaba la idea de trabajar con un escritor que le había afectado tan profundamente. En 1977 Schroeder fue a Los Angeles y comenzó a perseguir a Hank. En una auténtica labor detectivesca, consiguió su número de teléfono, que no figuraba en la guía, y le llamó auténticamente entusiasmado. Después de una rápida presentación, le dijo: «Me gustaría que nos viéramos para hablar de un proyecto cinematográfico.» La reacción inicial de Hank fue negativa. Le dijo a Schroeder que se olvidara del asunto y añadió: «Vete a la mierda, franchute.» Sin dejarse intimidar, Schroeder dijo bruscamente: «¡Esta no es una cosa tipo Hollywood! ¡Será tan suya como mía!-» Hank seguía dudando. Schroeder no se dio por vencido. «Hablo en serio», dijo. «Esto va a ser un trabajo respetuoso». Hank contestó: «¿Qué?» Entonces el director dijo que pensaba dejar el guión en manos de Hank: «No cambiaré nada sin su consentimiento.» Schroeder le habló de Hiroshima, mon amour, escrita por Marguerite Duras para Alain Resnais. Nadie más intervino. El guión tenía su sello desde el principio hasta el final. Así era como Schroeder quería trabajar con Bukowski, cuya resistencia a participar tenía mucho que ver con su falta de estima por el mundo del cine. Hank le dijo a Schroeder que fuese a visitarle, advirtiéndole que no creía que la idea llegase a ninguna parte. Mucho del rechazo que Hank sentía frente a la industria del cine procedía de un proyecto anterior, Ordinaria locura (1983), dirigido por Marco Ferreri, que estaba basado en algunos relatos de Hank. Aquella película hizo que Hank desconfiara especialmente de la industria cinematográfica. No participó para nada en la película de Ferreri y le pareció que era una corrupción de su obra escrita. Ferreri, que antes había dirigido La grande bouffe, la historia de un grupo de gente insaciable que devora cualquier cosa comestible hasta caer muerta, escribió el guión de Ordinaria locura con otro italiano, Sergio Amidei. Hank todavía vivía en Carlton Way cuando conoció a Schroeder, y recibió al director poco antes de viajar a Alemania. Al encontrarse frente a frente, las ideas preconcebidas de Hank desaparecieron. En lugar de un tipo hollywoodense blando y de hablar suave, tenía ante sí una personalidad exuberante. A medida que transcurría la noche, hasta que dieron las cinco de la mañana, Hank fue dándose cuenta de que escribir un guión sería un verdadero desafío. Al final de la velada, después de consumir muchas botellas de vino, Hank se incorporó a medias del sillón, extendió los brazos en forma amenazadora y dijo: «Muy bien, Barbet. Te crees un tipo duro, pues ven aquí y pelea.» Schroeder se puso de pie, con su impresionante altura, y se dirigió hacia Hank. —No. Espera —le dijo Hank—. Con eso me vale. Olvidémonos de la pelea.

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Después de su primer encuentro, Hank vio el documental de Schroeder sobre Idi Amin Dada. Aquella película fue, más que ninguna otra cosa, la que le convenció sobre la capacidad del director. A Hank le gustó la forma honesta en que se retrataba a Amin, y le pareció que podía percibirse al hombre verdadero, y no una versión aséptica hollywoodense. Se percató de que Barbet era un tipo de fiar, que podía llevar a cabo el trabajo. Bukowski admiraba Sin novedad en el frente, una película que había ganado un Oscar, adaptación de Maxwell Anderson de la novela de Erich Maria Remarque. Producida por Carl Laemmle y dirigida por George Abbott, pone de relieve el poder destructivo de la guerra a través del desmoronamiento, tanto físico como espiritual, de los jóvenes soldados que se encuentran en el frente. La película empieza con un profesor que habla a sus alumnos sobre la gloria de la guerra y el honor de servir a la patria. Esa retórica patriótica arrastra a los chicos, que rápidamente se alistan como voluntarios para luchar. Con apenas un adiestramiento elemental, se les lanza a la batalla, donde se encuentran con la cruda realidad de la guerra. Una escena impactó tremendamente a Hank. Al principio de la película, Paul, representado por Lewis Ayres, estaba enardecido por la gloria de defender a Alemania y había insistido a sus compañeros: «¡Tenemos que defender a la patria!» Cuando el joven héroe ha vuelto a las trincheras después de dejar desilusionado su casa y está agachado tras un parapeto de sacos de arena, de repente aparece una mariposa que se posa en el suelo ante él. Extiende el brazo hacia ella, exponiéndose a un francotirador enemigo que le mata cuando está a punto de tocar la mariposa con la mano. En 1979 Hank firmó un contrato con Schroeder para escribir el guión. Sabía instintivamente cómo debía hacerlo, centrándose en dos periodos particulares de su vida que uniría en un todo coherente: los años pasados en Filadelfia a principios de la década de los cuarenta y los primeros años en los que se pasaba horas y horas en los bares de la calle Alvarado, en Los Ángeles, donde Jane y él se conocieron justo después de acabar la Segunda Guerra Mundial. Igual que hacía en sus libros, se centró en los hechos básicos de su vida, pero tratando muy libremente el tiempo y adornando un poco las cosas cuando era necesario. Todas las personas que había conocido en esas etapas de su vida habían muerto o habían desaparecido hacía tiempo de su entorno, así que nada le impedía contar la historia como quisiera. Mientras Hank trabajaba en el guión, Schroeder se fue a Francia a terminar unos asuntos pendientes, regresó a Los Angeles y al principio se fue a vivir a casa de Linda Beighle, en Redondo Beach. Por la mañana le despertaban los cantos de las mujeres que vivían en la casa de al lado recitando a Meher Baba. Un río constante de chicos pasaba rumbo a la playa, la mayor parte de ellos con abundantes cabelleras rubias. Más adelante Schroeder encontró alojamiento en la zona de Marina del Rey y en la de Venice Beach, en Los Angeles. Hank sabía muy bien que Hollywood solía embellecer incluso a los personajes más desastrados. Tenía en mente aquello mientras escribía pues no

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quería que se perdiera la desesperación que Jane y él habían compartido. Al igual que en sus libros, evitó los adornos románticos, prefiriendo fragmentos vivos a la grandiosidad lineal de la mayoría de las películas norteamericanas, una historia con un principio, una mitad y un final muy definidos. Al recordar a los tipos que había conocido, aquellos borrachos de bar, no le parecieron tan malos. El personaje de Eddie el camarero, su enemigo en El borracho, estaba basado en un tipo que había conocido realmente en Filadelfia a mediados de los años cuarenta, un hombre que se esforzaba por ser muy macho. Hank piensa que en aquella época él era muy macho sin siquiera proponérselo. Explica muy concisamente la diferencia entre los dos: «El tipo de la barra tenía músculos y ansiedad. Yo sólo era un símbolo muerto.» Eddie representaba un tipo de hombre que Hank despreciaba: de esos que causan buena impresión a primera vista, hablan con ironía, desprenden un aura de masculinidad, y después se revelan como pura apariencia. Al escribir El borracho, Hank disfrutó confrontando su personaje, auténtico pre-punk, joven provocador, quintaesencia del tipo duro, con el de Eddie. «Sin embargo, cuando me puse a describirlo», dice Hank, «el tipo no me pareció tan mal. Simplemente estaba buscando su camino, igual que yo.» Hank no tenía ninguna intención de perdonarse a sí mismo. Había sido una especie de payaso en aquellos días de borracheras y no lo ocultó al escribir el guión. El maestro de la autocrítica como forma de arte hizo lo que surgía naturalmente de él. Hizo una declaración universal de sus puntos débiles, de la que otros podrían reírse o aprender. Escribió sobre los recados que hacía para los clientes y camareros del bar. El antihéroe Henri Chinaski no era menos auténtico en el cine de lo que lo había sido en los relatos y las novelas. «Gastado ya por la vida» es la frase que usa Hank para describirse a sí mismo como personaje en el guión de El borracho. «En lugar de meterse en la rutina de la sociedad, había elegido la botella y los bares.» Los bares, la bebida, la miseria, era como un telegrama constante de furia hacia sus padres y sus preciados valores. Mientras escribía El borracho empezó a pensar visualmente, a verse a sí mismo y a sus compañeros, hacía tiempo desaparecidos, de pie frente a él. «Después de todo, estaba escribiendo una película, y la gente vería aquellas escenas, así que yo empecé a verlo todo como una especie de loco teatro.» Wanda Wilcox, la novia de Chinaski en la pantalla, está inspirada en Jane Cooney. La describe como alguien cuya «inteligencia surge de la desilusión» y que es «sexy de un modo tranquilo. Básicamente no busca hombres ni sexo, ella busca bebida, conseguirla y consumirla. Todavía lleva vestidos de otras temporadas, bastante pasados de moda.» Como si estuviera haciendo una prueba para conseguir un papel en su propia película, Hank involuntariamente brindaba a Schroeder aspectos de la leyenda del Bukowski salvaje, borracho y celoso hasta la locura. Después de largas sesiones alcohólicas con el director, Hank se iba a la cama sintiéndose raro, tan raro que solía marcar el número de teléfono de Schroeder. —Me has echado LSD en el vino —le acusó una vez, añadiendo—: Lo que tú quieres es follarte a Linda, lo sé y eso no me gusta. Vigila tu puerta. Voy a ir con

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un cuchillo, hijo de puta. Estoy hablando en serio, ya me conoces, soy Bukowski. Soy un tipo duro y no bromeo. —Escucha, Hank. ¿No me crees si te doy mi palabra de honor? —contestó Schroeder. —No —dijo Hank. —Voy a hacer un trato contigo —dijo Schroeder—. Si lo que dices resulta cierto, escribiré una carta diciendo que me suicido y podrás venir y matarme y no tendrás que ir a la cárcel. Te daré permiso para que me mates. —Sí, eso suena muy bien —dijo Hank, y se calmó. Otra noche, después de haber consumido Linda y él una cantidad considerable de un vino tinto muy caro, llamó a Schroeder por teléfono y volvió a acusarle de intentar ligarse a Linda; otra vez le amenazó de muerte. —¿Sabes lo que voy a hacer? —contestó Schroeder—. Te voy a quemar la casa. —Oye, Barbet, somos amigos. Vamos a olvidarnos del problema —contestó Hank—, Voy a colgar el teléfono y me voy a dormir. Quiero que tú hagas lo mismo. ¿De acuerdo? Recuerda. Somos amigos. Escribiré ese jodido guión. Schroeder se enfrentaba a Bukowski mano a mano3 cuando se trataba de comportamientos poco ortodoxos, cosa que le hizo granjearse realmente su simpatía. «Me di cuenta de que Barbet era digno de confianza. Además, tenía la sensación de que él no pararía hasta llevar a cabo el proyecto y que yo no iba a perder el tiempo.» Más que en meros socios se convirtieron en amigos, y eso fue lo que sin duda ayudó a Bukowski a soportar los años que llevaría hacer de aquel proyecto una realidad. Barbet le había advertido que las películas no siempre nacen de un día para el otro, que a veces hay que dedicarle muchos años a un proyecto. Gracias a Barbet, la desconfianza natural de Hank hacia Hollywood se fue esfumando. Cuando Schroeder leyó las primeras páginas de lo que Hank había escrito, comentó que algunos diálogos eran demasiado literarios. «Oye, esto ya son quince minutos de película», dijo refiriéndose a un trozo corto del original. Hank entendió y dejó asombrado a Schroeder por la velocidad con que reescribió el guión dándole una forma mucho más práctica. Pronto Barbet empezó a enseñar el original. Fiel a su palabra, no hizo caso a los que le decían que tenían a alguien que podría cambiar este o aquel aspecto del guión para mejorarlo. Hubo algunos a los que les gustó y otros a los que no les interesó en absoluto, pero todos aquellos a los que se dirigió le dijeron que no había ninguna posibilidad de que El borracho saliera adelante. Incansable, Schroeder siguió trabajando mucho en su «película de autor». Sabía que Bukowski podía redondearla más y hacer un guión más sencillo y brillante. Dennis Hopper encontró interesante el guión y se lo mostró a Sean Penn. 3 En castellano en el original. (N. de las T.)

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El joven actor se ofreció a interpretar el papel del borracho Bukowski por unos honorarios simbólicos de un dólar, con la única condición de que Hopper dirigiera la película. Pero ya que Barbet había puesto tanto de sí en la creación del guión durante mucho tiempo, Hank se mantuvo a su lado. Penn, sin embargo, no pretendía dejar a Barbet fuera. Él y Hopper le ofrecieron unos buenos honorarios para que hiciera de productor. La idea de colaborar con Hank como escritor y director significaba tanto para Barbet, que tuvo que declinar la oferta. Finalmente Hank convocó una reunión en su casa. En la primavera de 1986 Penn, Hopper y Schroeder se reunieron en el salón de la casa de Hank, y entre todos intentaron llegar a un acuerdo. Hank recuerda que no le gustaba lo que Hopper llevaba puesto, incluidas un par de cadenas de oro al cuello. «Cuando Hopper hablaba las cadenas no paraban de saltarle sobre el pecho. Era ridículo», dice Hank. «Barbet no paraba de mirarme.» Hank dejó claro que quería que fuera Barbet el que hiciera el trabajo, como se había planeado originalmente. Durante el largo y penoso nacimiento del proyecto El borracho, Hank y Linda Beighle se casaron. Hank llevaba meses considerando la posibilidad de hacerlo, pues pensaba que ella debía de ser una mujer muy valiente para seguir con él a pesar de sus borracheras, su obsesión por el hipódromo y sus preocupaciones literarias. Sacó a relucir la cuestión en la primavera de 1985, un día que estaban sentados en el porche del jardín. Sin venir a cuento, Hank dijo: —Casémonos. —¿Qué? —exclamó Linda, dando un salto en su silla. —Sí, venga. —¿Cuándo? ¿Cuándo? —preguntó ella. —Podemos hacerlo el primer domingo después de mi cumpleaños — contestó Hank. La ceremonia tuvo lugar el 18 de agosto de 1985, en la Philosophical Society Library de Los Angeles, oficiada por Manly Palmer Hall. Fueron unas doce personas, entre ellos John Martin, que actuó de padrino. También estaban Marina Bukowski y su novio Jeff Stone, la madre de Linda y su hermana Jhara. Después de la boda hubo una fiesta en el Siam West. Linda había contratado a un grupo de reggae para que tocara y había invitado a cerca de ochenta personas, entre los que estaban los poetas John Thomas, Steve Richmond y Gerald Locklin. En un momento de la fiesta Hank le quitó a Linda la pamela cubierta de gardenias que llevaba, la tiró a un lado y se pusieron a bailar. Cuando llegó el momento de brindar por la novia, Hank alzó su copa y dijo: «Por mi mujer, que está buscando algo que nunca encontrará: la verdad.» A la mañana siguiente, Hank se despertó y dijo riendo: —Buenos días, señora Bukowski. —Buenos días, querido esposo —contestó ella.

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El borracho iba hacia adelante y Barbet empezó a buscar escenarios junto con Hank y Linda. Lo único que seguían teniendo era un primer guión y ningún respaldo financiero. Mientras vagaban de un lado a otro de Los Angeles, Hank revivió los viejos tiempos, visitando calles, barrios y guaridas que no había visto durante años. Schroeder quería un bar que fuera algo más que un pasillo. Necesitaba espacio para mover la cámara y para que circularan los asistentes sin interferir en la acción que se desarrollaría en él. La única forma de encontrar un sitio así era buscarlo él mismo. Empezó a frecuentar bares, escuchaba a los habituales y bebía. Schroeder descubrió un bar en Culver City que se había utilizado para muchas películas y le pareció que era lo que estaba buscando. Tenía una extraña cualidad atemporal que le permitía evitar una película de época, cosa que odiaba, ya fuera sobre el pasado o el futuro. Hacía ya tiempo que había decidido no situar El borracho en los años cuarenta o principios de los cincuenta, sino en un presente intemporal. Y aquél era el sitio. Barbet le dio el guión a Mickey Rourke para que lo leyese y al acto le gustó. Barbet intentó que el actor fuese a casa de Hank, pero Rourke quería que fuese al revés, porque decía que, si no, se podía sentir abrumado por Bukowski. A diferencia de Penn, él no era un ferviente lector de la obra de Bukowski ni tampoco un poeta. Barbet le aseguró a Hank que el actor era perfecto para el papel y en cuanto pudieron cogieron el coche y se fueron al apartamento de Rourke en la parte norte de Hollywood. A pesar de los rumores sobre su hipersensibilidad, la impresión que Rourke produjo a Hank fue positiva. En Film Comment (agosto de 1987), Bukowski dijo que, a través de toda la película, Rourke dejó bien claro que nunca olvidó quién había escrito el guión. Un día, cuando Hank llegó al estudio, se encontró que estaban haciendo una entrevista a Rourke. Tenía las cámaras enfocándole y sin embargo gritó: «¡Eh, Hank, ven aquí! ¡Échame una mano!» Hank se unió a él para la entrevista. Schroeder logró conseguir apoyo del Grupo Cannon. Cuando la compañía cambió de idea a causa de sus problemas financieros, el director de cine se dirigió a las oficinas del grupo con una sierra eléctrica, que enchufó una vez allí, y dijo que estaba dispuesto a cortarse los dedos uno a uno a menos que se le asegurase de inmediato que El borracho no se cancelaría. No hace falta decir que aquello fue como un electroshock que llegó a lo más profundo de los corazones de los responsables de Cannon, que dieron luz verde a Schroeder. El rodaje empezó en febrero de 1987. Hank seguía yendo al hipódromo. A menudo, al volver a casa se encontraba con mensajes de los estudios planteándole preguntas concretas. La mayoría eran sobre el propio guión y se solucionaban fácilmente. Él sabía que algunos de los diálogos que había escrito no funcionaban igual cuando eran dichos en voz alta, así que mantuvo una postura de flexibilidad cuando le proponían cambios, siempre que éstos le pareciesen bien. El rodaje en los exteriores del bar se llevó a cabo en el antiguo territorio de Bukowski, un área de diez manzanas alrededor del Parque MacArthur. Allí se encuentra el sabor de Los Ángeles con las palmeras y el sol, edificios antiguos y un desorden indescriptible, o como él dice: «una mezcla de palmeras y miseria».

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La mayoría de los sitios le evocaban viejos tiempos, pero para mantener la sensación que quería provocar, Schroeder utilizó coches modernos y escenas callejeras. Si le hubieran pedido a Schroeder que escribiera una descripción de la vida de Bukowski durante aquel periodo de su vida, podía haber hecho un buen trabajo, gracias a que tenía muy frescas sus correrías por los barrios antiguos. Bukowski/Chinaski cobró vida para él, y cuando comenzó el rodaje le parecía que realmente conocía el tema de arriba abajo. Pero una vez que se puso a trabajar filmando trató de olvidarse de todo ello para dejar que primase el momento. Al principio, a Hank le parecía que Rourke sobreactuaba. Cambió de parecer cuando vio la profesionalidad con la que Rourke creaba aquel personaje tan extraño, fantástico y entrañable. Hank ya podía ver a los chicos en la calle moviéndose y hablando como el Chinaski de Rourke. Vincent Canby, el crítico del New York Times, compararía más adelante la actuación de Rourke con la de Dustin Hoffman en el papel del paupérrimo Ratso Rizzo en Cowboy de medianoche. Cuando Hank vio el copión, le pareció que la película tenía un comienzo muy lento. Creía que le faltaba acelerar un poco el ritmo. Una de las cosas que aprendió trabajando con Barbet fue cómo puede el montaje alterar y mejorar una película. Aprendió rápidamente cómo calcular y manipular el ritmo y las transiciones. Debido a los problemas de presupuesto, que eran tremendos, Barbet rodó la película en menos de treinta y cuatro días. Había pasado por tantas dificultades para conseguir financiación y luego mantenerla, que tuvo que superarse a sí mismo para lograr el objetivo de hacer una película bien acabada y montada. No sólo eso, quería que estuviese terminada para el Festival de Cine de Cannes. Les envió una primera prueba y pronto se enteró de que les había gustado. El borracho comienza muy lentamente, creando una sensación de suspense antes de que empiece la acción interpersonal. Mientras pasan los créditos, se ve una serie de luces de neón en rojo, verde, azul y púrpura, con nombres de bares de Los Ángeles. La clase de nombres que Bukowski conoció durante su loca juventud. El primero es «The Sunset», un neón rojo y fijo sobre la noche, seguido de «Hollyway», «Kenmore», «Crabby Joe's», «The Golden Horn» y el último en el que se fija es un cartel de neón que simplemente proclama que aquello es un «Bar». La cámara se detiene allí un momento, para luego pasar por otro cartel de neón que anuncia «Cócteles», después se oscurece brevemente la pantalla y la siguiente toma nos lleva a través de un bar lleno de color, en el que no hay nadie más que el encargado de la barra, que está sentado en una silla detrás del mostrador, leyendo plácidamente un periódico. La sensación de soledad y calma del bar se rompe por la irrupción de un sonido de voces en un estado de enfebrecido nerviosismo, que proviene de fuera del bar, pero no demasiado lejos. Ya antes de que haya pasado nada, Schroeder ha captado la sensibilidad inquietante, valiente y sin embargo extrañamente realista de toda la película. Hank empezó una novela basada en sus experiencias con Barbet Schroeder, llamada Hollywood. Igual que a muchos otros escritores anteriores, Hollywood no le pareció un lugar gratificante. Podría ganar una considerable suma

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de dinero si escribiese otro guión, como le sugirió Schroeder, sin embargo nunca volvería a tener el control total de su propia obra, el dominio sobre cada frase. El borracho se estrenó en otoño de 1987. Una limusina blanca y larga se detuvo ante la estrecha entrada de la casa de Hank, para llevarle a él y a Linda a un cine cercano a una galería comercial. El hijo de un vecino, le preguntó: —Hank, ¿tú eres famoso? —Pues claro que sí, pequeño. Soy muy famoso —le contestó. En el cine Hank se vio rodeado de periodistas y cámaras. Uno le preguntó: —¿Es ésta la historia de su vida? —De unos pocos días de un periodo de diez años —respondió. Mientras estaba contestando a las preguntas vio a Barbet Schroeder. Se saludaron mutuamente mientras Hank era bombardeado por periodistas con cámaras de fotos y de vídeo. Le preguntaron sobre la bebida y por qué había escrito aquella película. En cuanto a la última pregunta contestó: «Cuando escribo nunca pienso el porqué.» En el momento en que estaban entrando en el cine, apareció un hombre con el vino que Hank se había dejado en la limusina. «Eres uno de los hombres más grandes del mundo», le dijo Hank. En la fiesta de presentación posterior, que tuvo lugar en Catherine, una champañería en La Brea, Hank apareció con una botella de champán Mumm's en una mano y dándole la otra a Linda. Entraron, se encontraron con un ruidoso gentío y fueron conducidos rápidamente al piso de arriba, donde se había reunido la «multitud de los elegidos», entre ellos Faye Dunaway, que había hecho el papel de Wanda, y Mickey Rourke. Un periodista del ya desaparecido Herald-Examiner arrinconó a Hank. Éste le dijo al periodista que El borracho se recordaría mucho tiempo después de que las películas galardonadas con Oscars de la Academia se hubieran olvidado, y que seguramente los espectadores encontrarían nuevos significados cada vez que la viesen. Hank pensaba de modo bastante parecido sobre el trabajo de otro director europeo, Dominique Deruddere, un belga que, al igual que Schroeder, había conocido a Bukowski a través de su literatura. Deruddere dirigió Love is a Dog from Hell, basada en varios relatos de Bukowski que el director unió con la colaboración en el guión de Marc Detain. A Hank le gustó la película pues pensaba que había logrado captar el espíritu de su obra literaria. «No sólo me gustó Love is a Dog from Hell, sino que creo que Deruddere es un tipo sincero», dice Bukowski, «y, como a Barbet, Hollywood le importa un comino.» A diferencia de El borracho, la película empieza con una escena de infancia, el despertar sexual de un golfillo inocente y guapo, representado por el joven actor belga Geert Hunserts. El personaje va al cine y a través de él se crea una imagen muy romántica de las mujeres. Sin embargo el niño, llamado Harry Voss, se da cuenta de que en la vida real las cosas son muy diferentes. Sus deseos le llevan a la cama de una mujer madura mientras ella está durmiendo. Cuando ella se despierta, empieza a gritar y a pegarle. El joven Harry sale

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huyendo, convertido en un niño más triste y con más conocimiento. En la segunda parte Harry Voss ya ha pasado la adolescencia y tiene la cara cubierta de cicatrices, resultado de un terrible acné. Solo y confundido, desea fervientemente una mujer pero teme buscarla. Un amigo trata de arreglarle una cita pero no funciona. Después de vendarse la cabeza con papel higiénico, invita a la chica de sus sueños al baile del colegio, y ella acepta. En la tercera y última parte aparece Harry adulto. Él y su amigo se encuentran con el cadáver de una mujer que obviamente había sido muy atractiva. Con una delicadeza extraordinaria, la película da a entender que Harry hace el amor con el cadáver, resolviendo así su necesidad amorosa. Hank continuó siendo muy prolífico como poeta y escritor de relatos. No renunció en absoluto a su independencia durante su trabajo con Schroeder. Su tiempo para el hipódromo y su tiempo para escribir continuó siendo sagrado. Los poemas fluían del gran hacedor de mitos, cuya obra era principalmente un comentario al hecho de ser un escritor underground famoso, de la misma forma que antes había escrito sobre el hecho de ser un poeta muy conocido de revistas minoritarias. Black Sparrow publicó dos colecciones de poesía escritas después de La senda del perdedor. War All the Time: Poems, 1981-1984 (Guerra sin cesar: Poemas 1981-1984) y You Get So Alone at Times That It Just Makes Sense (A veces estás tan solo que hasta tiene sentido), publicados en 1986, demuestran que Bukowski no se había ablandado ni su reciente estado de celebridad le había vuelto perezoso. En «queridos pa y ma», decía: a mi padre nunca le gustó lo que yo escribía: «la gente no quiere leer este tipo de cosas.» «sí, Henry», decía mi madre, «a la gente le gusta leer cosas que le haga feliz.» fueron mis primeros críticos literarios y los dos tenían

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razón. En medio de todo aquel frenesí de actividad, Hank tuvo síntomas de gripe en diciembre de 1988 y empezó a adelgazar. Como no dejaba de toser, decidió acudir al médico. Fue de uno a otro para descubrir qué tenía. Cada especialista le daba una opinión sobre el problema. Paulatinamente su salud decaía, y se sentía débil y agotado. Linda y él estaban tremendamente preocupados. Le hicieron muchos análisis pero no le encontraban nada específico. Al llegar la primavera no había mejorado. Cada vez más exasperado por su malestar, Hank llamó a su médico de cabecera y habló con la enfermera. «Oiga», le dijo, «creo que necesito una radiografía de tórax.» Le habían examinado todas las partes del cuerpo menos el tórax, así que había deducido que el problema podría estar allí, sobre todo porque la tos era cada vez peor. Le hicieron las placas y cuando el internista examinó los resultados le dijo a Hank que tenía tuberculosis. El 13 de mayo empezó un tratamiento de antibióticos que duró seis meses, hasta el 13 de noviembre. Durante ese periodo dejó de beber —con asombrosa facilidad— y, los primeros meses, ni siquiera fue al hipódromo ni escribió apenas poesía. Hank necesitaba cerveza o vino para alimentar su fuente de inspiración. En vez de vino empezó a beber zumo de fruta. Sus visitas al hospital para hacerse chequeos le recordaban los viajes que había hecho al Hospital del Condado de Los Angeles cuando era adolescente. En «El enfermero», escrito durante su convalecencia, dice: estoy sentado en una silla de metal fuera del laboratorio de rayos X como muerto, en alas que apestan, bocanadas a través de los pasillos para siempre jamás, recuerdo la peste del hospital de cuando era un niño y de cuando era un hombre y ahora de viejo estoy sentado en mi silla de metal esperando... Linda, que custodiaba fielmente la privacidad de Hank y conocía desde hacía tiempo la importancia de su ritual cotidiano, observaba cómo cada vez estaba más nervioso con su enfermedad. Aunque tenía sesenta y ocho años, estaba más decidido que nunca a mantener su vieja rutina. Mucho antes de finalizar el tratamiento, Hank regresó al hipódromo. Ya fuese el de Santa Anita o el de Hollywood Park, el atractivo de la pantalla de apuestas, el primer puesto, incluso la multitud, le hacían renacer. Los caballos habían sido una constante fuente de placer para Hank desde mediados de la década de los cincuenta y no estaba dispuesto a abandonarla. «Tal vez no sea más que una adicción al juego»,

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ha dicho, «pero sea lo que sea, los caballos me han ayudado a mantenerme cuerdo.» Para animar aún más su espíritu, su hija Marina se casó con Jeffrey Stone el 7 de octubre de 1989, en una ceremonia al aire libre, que tuvo lugar en un parque desde el que se domina San Pedro y el Puerto de Los Angeles. Hank y Linda llegaron poco antes de comenzar la ceremonia, saludaron a los invitados, que eran alrededor de cincuenta, y tomaron asiento en la primera fila en un belvedere rodeado de grandes árboles. Después, durante la fiesta, Hank se unió a los demás bebedores. «Joder, ¿cuántas veces se le casa a uno la hija?», dijo. «Me queda un mes más de antibióticos, pero por un día de borrachera no me puede pasar nada.» La producción poética de Hank decreció considerablemente durante su convalecencia. En su fuero interno sabía que las palabras estaban allí, como un montón de vagones de mercancías en una estación de ferrocarril, esperando el momento en que pudiera volver a sumergirse en su trabajo. Después de que le dieran el alta y de sentirse físicamente bien, sus delgadas manos volvieron a escribir a máquina tan diestramente como siempre. Los poemas y los relatos cortos saltaban desde las yemas de sus dedos a las teclas de la máquina de escribir. El fuego seguía vivo. Sentía cómo se encendía dentro de él cuando se sentaba por la noche, tarde, en su pequeño estudio. Y nuevamente emprendió el ritual de enviar poemas por correo a The Wormwood Review y a la New York Quartery, así como a nuevas revistas como The Moment y Long Shot, dirigidas por poetas jóvenes. Poco después Black Sparrow Press recibía la primera parte de una nueva colección de poemas y relatos, Septugenarian Stew, cuatrocientas páginas de un Bukowski exuberante. La novela Hollywood fue seleccionada por el Club de Libros de Calidad en Rústica y en Alemania sus libros seguían vendiéndose vertiginosamente, al igual que en Italia, Francia, Gran Bretaña y muchos otros lugares. Un lector podía entrar en una librería y comprar la edición alemana de Escritos de un viejo indecente, una selección de relatos titulada La máquina de follar, así como muchos otros libros suyos. El sueño de Carl Weissner de ver a Bukowski grabado en la conciencia alemana se había convertido en realidad. Hank se encontraba mejor. De nuevo estaba encarrilado escribiendo. Los caballos seguían corriendo como es debido y pasaba más tiempo tranquilo en casa con Linda. Una noche, borracho, alzó su copa y dijo: «Gracias, padre, por mis poesías y relatos, por mi casa, por mi coche, por mi cuenta bancaria. Gracias por aquellas palizas que me enseñaron a aguantar.» Sonrió de oreja a oreja, guiñó un ojo a sus invitados y siguió bebiendo vino.

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15 BUKOWSKI EN LA DÉCADA DE LOS OCHENTA: UN RECUERDO PERSONAL

Un día de 1960 mi amigo Jory Sherman me habló de un empleado de Correos de Los Angeles que escribía poesía. «Un día te voy a llevar a que le conozcas», me dijo. «Pero la gente no le gusta demasiado. Es un solitario. Va al hipódromo casi todos los días y pasa mucho tiempo en casa con las persianas bajadas para poder escribir en paz.» —¿Cómo se llama? —le pregunté. —Bukowski —contestó Sherman—. Charles Bukowski. Repetí el nombre y le pedí que me enseñara algún poema suyo. Sherman me dio un ejemplar de The Galley Sail Review en el que había un poema de Bukowski que se llamaba «The Twins» (Los gemelos). Después de haberlo leído comprendí instintivamente que aquel hombre escribía porque tenía que hacerlo y no por ninguna otra razón. Dos años después yo iba por San Bernardino con ejemplares de Longshot Pomes for Broke Players y Run with the Hunted de Bukowski. Cuando por fin fui a visitarle a Los Angeles, me firmó el último libro con una dedicatoria que decía: «Para Neeli. Con la esperanza de haber despertado alguno de tus sueños juveniles. C. B.» En junio de 1962 yo dirigía una revista de poesía, The Black Cat Review, e incluí un poema de Bukowski «New York as I remember it and I guess it hasn't changed» (Nueva York tal como lo recuerdo y supongo que no ha cambiado). En la página siguiente puse un poema mío que le había enseñado unos pocos meses antes cuando vino en su coche a visitarme una tarde fría e invernal. Mientras Sherman, Hank y mis padres estaban sentados charlando, yo estaba en mi dormitorio escribiendo un poema dedicado a Bukowski en la máquina de escribir. Cuando lo llevé al salón, se lo di. —Bien, pequeño Rimbaud, ¿qué diablos es esto? —me preguntó.

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—Es un poema sobre ti. Sin leerlo, tiró mi esfuerzo a la chimenea, se recostó en la silla, frunció los labios y dio un sorbo largo a la cerveza. Yo, horrorizado, crucé la habitación de un salto, metí la mano entre las llamas y logré salvar mi efusión creativa. —¡Jesús!, chico. Lo siento —dijo Hank, y luego leyó el poema—. Tiene acierto y osadía —me dijo—. Pero espero que no dediques tu carrera a escribir sobre mí. Mi poema empezaba así: Bukowski mira a través de su ventana mira a través de su ventana de Hollywood su ventana de cuarenta y dos años su ventana de Hollywood Park Bukowski mira hacia abajo a través de su ventana del tercer piso ve niños que juegan allí abajo y llora porque algún día morirán cuando caiga la bomba morirán cuando la radiactividad cruce la calle morirán y si no es la bomba será la edad, la enfermedad o algún bendito accidente... Veintidós años más tarde, mientras estábamos sentados alrededor de la mesa del café en su salón de San Pedro, Bukowski me preguntó: —Oye, Neeli, ¿qué es lo que digo siempre sobre la primera vez que nos vimos, aquello de que yo era no sé qué y tú...? —Dijiste: «La primera vez que vi a Neeli, él era un chico de dieciséis años y yo ya era Bukowski.» —Eso suena bien. Me gusta mucho. Un día de 1983, cuando yo estaba pasando unos meses en Los Angeles, iba en el coche a una librería de Hollywood para conseguir La senda del perdedor de Bukowski. Un amigo acababa de leerlo y me había dicho que figuraba en el ranking como una de las mejores novelas de Los Angeles. A mí no me cabía la menor duda; después de todo, ¿no había visto yo la ancha autopista de Los Angeles reflejada en los ojos del viejo en la década de los sesenta cuando pasábamos tanto tiempo juntos?, ¿no había sentido yo las viejas leyendas de la tierra en los gestos de sus manos y en el tono de su voz?

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Esperaba que la saga de la niñez de Charles Bukowski por fin se hubiera dado a conocer. Habiéndola escuchado de sus propios labios a retazos cuando bebíamos juntos en su apartamento del Este de Hollywood, sabía que sería interesante verla impresa. Según la gente que lo había leído, el libro presentaba a Henry Chinaski justo en el periodo descrito en Factotum, cuando andaba por los veintitantos años. —Parece como si Bukowski despreciara a la gente, ¿por qué? —me preguntó mi amigo Richard Mills, basándose en lo que había leído en la novela. —Es más bien cuestión de desengaño. Tiene la impresión de que no están a la altura de lo que debería ser un ser humano completo. Henry Miller tenía con frecuencia la misma impresión. En vez de cogerse una soberana borrachera o esculpir palabras cínicas sobre el papel, Miller canturreaba como un santo y escribía libros de ensayo. Bukowski asumió automáticamente que la gente le desengañaría y le encantaba exponer sus flaquezas y defectos. Solía decirme que medía lo buen escritor que era leyendo simplemente a otros escritores y comparándose con ellos. —Así que su cinismo es real. —Eso es. Bukowski no odiaba a su viejo porque fuese un monstruo brutal. Lo que sentía era vergüenza de que su padre le tratara como si hacerse mayor fuera un crimen. —Sí, todo eso está ahí, como la época en que su padre le pegaba con una correa porque no había segado perfectamente el césped. —Hank ha escrito un relato corto sobre eso y hace referencias a ese incidente en sus poemas. —¿Y qué pasaba con sus amigos? ¿Cómo era con ellos? —Bueno, alejaba a un montón de gente, sobre todo a otros poetas. Eran como agujeros negros que le chupaban su tiempo. Era un tipo que trabajaba toda la jornada en Correos y regresaba a casa a escribir. Se sentaba, escribía medio poema y algunos folios en prosa y sonaba el timbre de la puerta. Un montón de veces era yo el que tocaba el timbre. —¿Le veías a menudo? —Sobre todo a finales de los sesenta y a principios de los setenta. Era un buen anfitrión una vez que estabas en su casa, pero cuidado si se emborrachaba. Lo único que quería era escribir y que le dejaran en paz. Cuando se lanzó al ruedo literario, para él no fue diferente de como fue para otros. Por eso es por lo que empezó a leer sus poemas en público sólo cuando literalmente necesitaba dinero, y no antes. Solía decirme que las multitudes pueden devorarte, que les gusta el trabajo malo y rechazan los buenos poemas. —¿Y qué hacía en la década de los sesenta? ¿Fue alguna vez a las manifestaciones? —Intenté arrastrarle a un mitin contra la guerra del Vietnam. Él veía la

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guerra a su alrededor en todo. «Ya sabes, chico», me dijo: «Te levantas, te vistes, te preparas para ir a trabajar y luego bajas a enfrentarte con ese monstruo que lleva insignia de Correos en el pecho y que está ahí para maltratarte. Ésa es la guerra de verdad, y yo estoy en primera línea.» Cuando iba conduciendo Boulevard Hollywood abajo, desganado por el aire contaminado de la ciudad, recité de memoria su poema «Nada sutil», que parecía apropiado para un día en el que el ozono había alcanzado un nivel lo suficientemente peligroso como para que el locutor de radio que yo iba escuchando leyera un comunicado sobre la salud pública. Puede que olvidara una palabra o dos en mi recitado privado, pero más o menos decía así: no hay nada sutil en morir o en deshacerse de la basura o en la araña y este puño lleno de monedas y el ladrido de los perros esta noche cuando la bestia sopla cerveza y luz de luna y pregunta mi nombre y yo me pego a la pared sin ser suficientemente hombre como para llorar cuando la ciudad ahoga sus quejas en botellas de vino y besos rancios, y manillas y muletas y losas fornican como locas. Tuve que reírme porque, de nuevo, Hank me ayudaba a encontrar sentido a lo que quedaba de aquel pueblo de adobe llamado Los Angeles. ¿Quién más podría poner al mismo nivel con tanto encanto el morir y el deshacerse de la basura? Giré a la derecha en Las Palmas y busqué un sitio para aparcar. Baroque Books, en la que estaba seguro de que tendrían existencias de La senda del perdedor, es una de esas librerías poco frecuentes que tiene el sello personal de su dueño, que no pretende tener todas las obras. Está especializado únicamente en los escritores que admira. No es una tienda grande, pero es una mina de oro para los lectores de Henry Miller, Gertrude Stein, D H. Lawrence, John Fante y Charles Bukowski, entre otros. Cuando entré, Sholom Stodolski, más conocido como «Red», estaba sentado en su despacho. Me presenté y le dije que en otra época yo había tenido un contacto muy estrecho con Bukowski. —He oído hablar de ti —me dijo Red—. Tengo ejemplares de la revista que

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Hank y tú editabais. —Y me sacó Laugh Litterary and Man the Humping Guns. —Sería estupendo verle otra vez —le dije a Red. —Llámale por teléfono. Estoy seguro de que le encantaría saber de ti. —No. Las cosas se torcieron entre nosotros. No se puede estar demasiado cerca de Bukowski. Tuvimos unas palabras fuertes al principio de la década de los setenta y después él escribió aquel artículo en Los Angeles Free Press en el que decía que había tres mujeres poetas famosas en el mundo. La tercera era yo. Sostenía que yo había hablado mal de él a sus espaldas. Me puso tan fuera de mí que escribí una diatriba contra él en Invisible City. Red se rió y dijo que todo aquello no quería decir nada. —A Hank le va muy bien, vive con Linda Beighle. Se pelean, pero normalmente es por cosas pequeñas. Creo que Linda le ha aportado estabilidad a su vida. —No querrá saber nada de mí —protesté—. Han pasado muchos años. Ahora Hank es famoso y está trabajando para el cine. Lo sé todo al respecto. Red no aceptaba un no por respuesta. Me anotó el teléfono de Hank. Lo cogí, compré La senda del perdedor y después me fui a Cantor's Delicatessen. —¿Quiere usted un vaso de agua? —me preguntó la camarera. —Sí. —Por cierto —me dijo—, ¿no trabajaba usted en la librería que había enfrente? -Sí. —Usted conocía al escritor, al viejo indecente, Bukowski, ¿verdad? —Sí. Éramos amigos. Editábamos una revista juntos. —Dígame —me preguntó inclinando la cabeza, que era grande y con un flequillo teñido con henna que le caía por la frente—, ¿es como para tomárselo en serio? —Supongo que pronto lo sabré. Tengo su teléfono y voy a llamarle cuando acabe de comer. Comí y leí algunos párrafos del libro, pero no decaía. Cinco tazas de café más tarde me dije a mí mismo que La senda del perdedor (Ham on Rye, literalmente Jamón en pan de centeno) estaba tan cercano a un sandwich de jamón de verdad como los que servían en Cantor's. Seguí hojeando el libro y encontré en él dolor, humor y sueños agridulces. Tras recorrer la niñez y primera juventud de Hank, quedé convencido de que su talento no había disminuido. El libro trataba con honradez y claridad los problemas de la juventud que seguían preocupando al Bukowski adulto. Estaban allí con la perspectiva de un niño. Leí lo que decía sobre su amigo Jim, con el que fue a la playa después de que se le desarrollara el acné: «Jim salpicaba agua a las chicas. Era el dios del agua y ellas le adoraban.» Al describir a Jim, contrastando a aquel chico bien parecido con él

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mismo, Bukowski estaba a la altura de sus viejos trucos autocríticos. Su amigo «era un artista con aquel traje de baño pequeño y sus pelotas y su aire de pequeño pícaro...». Sin embargo, frente a todo aquel atractivo, Bukowski observaba que Jim tenía «una boquita estúpida, salpicada de arena, fruncida con cierto aire de victoria». Me acabé el sandwich y los dos pepinillos que venían con él, además de la Coca-Cola. Después salí y fui hasta la cabina de teléfonos y marqué el número de Bukowski. La voz de Hank sonaba afectuosa por teléfono. «¡Jesús!, chico, ¿eres tú? ¿Qué es de tu vida?» Estaba sorprendido de que yo hubiera vuelto a Los Angeles e hizo un comentario perverso sobre los poetas de San Francisco que se sentaban juntos en un café desde la mañana hasta la medianoche y se lamentaban de su oscuridad, alabando los unos las obras de los otros. «Tiene que ser bueno alejarse de eso», me dijo, y después me invitó a que fuera a verle. Quedamos en vernos en su casa de San Pedro. «Si te han dicho que es una mansión, te desilusionará», me dijo. «Aunque sí que conduzco una máquina potente. Supongo que algunos lo considerarán un coche de lujo. Pero ya me conoces, tengo que ir a las carreras y volver y cuando son en Santa Anita es un paseo de ciento cincuenta kilómetros.» En casa me senté a leer La senda del perdedor de cabo a rabo. Verdaderamente es un mapa topográfico no sólo de la mente de Hank, sino de la propia ciudad de Los Angeles y de la vida en la época de la Depresión. Una semana después, a la hora convenida, paré ante su casa, una construcción de estuco blanco semioculta tras arbustos, árboles y rosales. Seguí conduciendo por un camino largo y angosto preguntándome qué podía decir y después riéndome de mí mismo porque era a Hank Bukowski a quien iba a visitar, no a un extraño. A pesar del resentimiento que pudiera persistir, yo echaba de menos su fuerza y su humor. Si miraba atrás, a la década de los sesenta, él aparecía realmente como uno de los pocos refugios frente a la locura que tenía a mi alrededor. Hablaba tan pausadamente y con tanta confianza en sí mismo... Es cierto que podía estar muy borracho y decir cosas crueles, pero yo aceptaba aquello como la parte oscura de un territorio, por lo demás, resplandeciente. Cuando vi el BMW negro aparcado frente al garaje solté una carcajada y dije en voz alta: «¡Qué hijo de puta! Mira lo que ha hecho Hank y lo que ha conseguido.» Aparqué el coche y fui hacia la puerta, que tenía una mirilla en el centro. «Ahora ya no puedo volverme atrás», me dije a mí mismo. No había otra cosa que hacer más que llamar. Un momento después oí pasos y la puerta se abrió y él se presentó ante mí. —Eh, chico, entra. Ha pasado mucho tiempo —me dijo. Entré en una habitación espaciosa, dividida por la mitad por una estantería llena de títulos de Bukowski. Hank me condujo hacia el sofá y la mesita larga y baja sobre la que había unas cuantas botellas de vino. Cuando iba hacia allí un

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gato grande pasó corriendo. —Ése es Beecker —dijo Hank—. Es peleón, araña en serio. No le jodas. Me senté en una silla a un lado del sofá en el que se situó Hank. Hubo unos momentos de silencio. Intenté recordar que Lin Yutang decía sobre situaciones como aquélla que no hay que temerlas, sino pensar que el silencio es otro modo de comunicación, pero empecé a sentirme inquieto. Por fin, Hank dijo: —¡Jesús! Chico, estás igual, no has cambiado. —Tú también estás igual. —Por supuesto, chico. —Me parece que han pasado seis años. Me paré a verte en Carlton Way una vez que iba a México. —Casi no lo recuerdo, gordito. Eran malos tiempos para mí. Tenía muchas mujeres en el candelero. Ya sabes, tenía que recuperar el tiempo perdido. Estaba con Cupcakes O'Brien y unas cuantas más. No era fácil. —Yo recuerdo cuando no tenías ninguna —Sí, aquellos tiempos eran duros. —Se supone que tú disfrutas estando solo. —¡Coño! Pues claro, pero los hombres tienen deseos. De todos modos, la locura ya ha pasado. Linda Beighle es la mejor. Ya lo verás. Le conté un par de historias y escuché las que me contó él. Nos pasamos información sobre viejos amigos comunes. —Me echaste un buen muerto encima, Neeli. Quiero decir que algunos de aquellos tipos eran realmente horribles. —Venían a verte por su cuenta —le contesté. De nuevo el silencio se hizo pesado. Le di un sorbo al vino que Hank me había servido y miré a Beecker, que se escapaba escalera arriba. —¡Qué coÑo! Me siento como si estuviera viendo un fantasma —dijo Hank, rompiendo el embarazoso vacío en nuestra conversación—. Ha pasado tanto tiempo que no sé qué decir. Probablemente gracias al vino empezamos a relajarnos. Hank me habló sobre el libro que le iba a publicar Black Sparrow Press, Música de cañerías. —Estas historias son diferentes de las anteriores. Son más claras, más directas. Estoy luchando por conseguir una mayor claridad y creo que esta vez lo he conseguido. Puedes considerar que las cosas te salen bien cuando te encuentras disfrutando con lo que escribes. Ni siquiera es un trabajo. —Acabo de terminar La senda del perdedor —le dije—. ¿Ha sido difícil escribirlo? —Bueno, me costó mucho tiempo darle vueltas a todo ese periodo, pero

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todo está ahí, los viejos barrios, el Hospital del Condado de Los Angeles. Hay veces en que necesitas distanciarte antes de escribir sobre algo. Hasta mi amigo Baldy está ahí. —Me acuerdo de él. Fue a visitarte a la calle De Longpre. —Exacto. Baldy te gana hablando, Neeli. —¿Qué te llevó a escribir eso? —El tiempo y la distancia. Todo estaba ahí esperando y lo único que he tenido que hacer ha sido sentarme a la máquina de escribir. —¿Y qué me cuentas de Marina? ¿Cómo está? —le pregunté—. Hace unos doce años que no la he visto. —Marina se ha convertido en una chica estupenda. Ahora va a la Escuela Técnica de California. Está estudiando Ingeniería. —¿Y lee tus obras? —¡Coño! Supongo que sí. —¿Viene a verte de vez en cuando? —Por supuesto. Nos llevamos bien. Viene en Navidad, el Día de Acción de Gracias. —Tú siempre ibas en vacaciones. —En Navidad, sobre todo —me contestó—. Por ella. —¿Cómo os va a ti y a Linda Beighle? —Linda tiene agallas —dijo Hank—. Ya hace seis años que estamos juntos. Fuimos juntos a Alemania. Estuvo conmigo en Hamburgo y cuando visité a tío Heinrich. Sé amable con ella cuando llegue. Nos bebimos la botella que yo había llevado y Hank sacó otra. Me dijo que Linda volvería pronto a casa. —Sé bueno con ella —me dijo—. Es una dama estupenda. Quería conocerte. —Me alegra que te hayas estabilizado —le dije—. Estás tan bien, tan relajado... —Escucha. Dame una hora y volveremos otra vez a los viejos tiempos — me dijo—. Estoy en el precalentamiento. —Dime —le pregunté—, ¿siguen comprando tus libros en Alemania? —Sí, por alguna razón, así es —dijo y se sirvió otro vaso de vino y se inclinó hacia adelante para volver a llenar el mío—. Yo tengo a John Martin y a Carl Weissner y ellos a Bukowski. Funciona bien para todos. —¿No te importa que mire los libros que hay ahí? —dije señalando la estantería.

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—Adelante, caballero. Me puse a examinar los estantes, todos llenos de Bukowski en otras lenguas: alemán, italiano, francés, holandés, noruego y algunas otras. Había también ejemplares de nuestra revista, Laugh Literary, y algunos periódicos a multicopista de principios de la década de los sesenta. Me volví hacia él con una traducción italiana en la mano. —Los dioses se han portado bien conmigo —dijo Hank—. No sé cuánto durará. Cuando iba hacia el sofá, apareció Linda Beighle en la puerta principal: era una mujer menuda con una sonrisa amplia y el pelo rubio suelto. —Linda, éste es Neeli —dijo Hank. Ella se acercó y me dio la mano. —Os he oído a Hank y a ti en cinta —me dijo—. Eres de los pocos que no se le quedaba atrás. En alguna cinta estabais locos, chicos. Pregunté si podía oír alguna y Hank me dijo que a saber dónde estarían. —Neeli sabe por dónde van los tiros —dijo Hank—. Neeli lo sabe porque yo soy su maestro. —Digamos que has sido uno de mis profesores —contesté como un disparo. —¡No! Soy tu maestro. Bebimos más vino. Linda me habló de su negocio, el Dewdrop Inn, y de Barbet Schroeder. Seguimos sentados un rato hasta que Hank sugirió que saliéramos a cenar. —Vamos al mexicano —dijo ella. —Si, a Neeli le gustará eso —respondió Hank, y le contó a Linda cómo solía yo asaltar su nevera—. Estabas hablando con él y, de repente, te dabas cuenta de que había desaparecido. Así que te ibas a la cocina y allí estaba con una mano en la nevera. No le daba vergüenza. Cuando Hank entró en el aparcamiento del restaurante mexicano me dijo que era un sitio que le gustaba porque allí iban a comer obreros. Mientras caminaba hacia la entrada, miré como se movía con aquel estilo suyo a lo Bogart. Le abrió la puerta a Linda y esperó a que yo entrara. —Después de usted, caballero —me dijo. Hank y Linda eran muy conocidos allí. Estuvieron bromeando con el camarero y a continuación Hank dirigió la mirada a un grupo de estudiantes universitarios bien vestidos que habían encargado una mesa larga en el centro del restaurante. —Me he ganado el derecho a estar aquí —proclamó Hank—. Estos jodidos niños de universidad aún tienen polvos de talco en el culo. Tienen cara de pan sin

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cocer. Sentí alivio al ver que no parecía que le hubieran oído. Un momento después disfrutábamos de la cena y la cerveza mexicana. Yo tenía un montón de preguntas que hacer sobre La senda del perdedor pero decidí reservarlas para más tarde. En vez de eso, estuvimos haciendo bromas sobre algunas de las personas que habíamos conocido. Le hablé a Linda Lee de la primera lectura de poemas de Hank en el Bridge y de cómo solía fisgar por la ventana para ver quién llamaba a la puerta o gritaba su nombre desde la escalera. Ella habló de la película acaloradamente. Hank se cuestionaba si de verdad llegaría a hacerse. —Hemos tenido un montón de problemas con eso —dijo—. Conseguir dinero para una cosa así no es fácil. Cuando le pregunté por Dangling in the Tournefortia (Colgando de la noria), una extensa recopilación de poemas publicada en 1981, me dijo: —Lo único que hace Martin es esperar los poemas y luego los pone en forma de libro. Todo lo que yo rengo que hacer es dejar que mi máquina de escribir me los escriba. Y luego, por supuesto, tengo que enviarlos. ¡Qué vida tan dura, chico! —Has seguido con las revistas pequeñas —le dije, sabiendo que continuaba siendo fiel al ruedo en el que había empezado. —New York Quarterly y The Wormwood Review son dos de mis favoritas. Aceptan lo que les envío. Y también mando poemas a los chicos, ya sabes, ponen tanto entusiasmo como el que Blazek tenía con Ole. Hay que reconocerlo, he tenido suerte. En Alemania está Benno Käsmayr. Sólo publica lo que quiere. Él fue quien consiguió que yo empezara allí con el libro de poemas que tradujo Carl Weissner. Mientras acabábamos de cenar Hank dirigió algunas pullas más a los universitarios. Después, en el aparcamiento, se puso a gritar a un tipo que iba en un BMW como el suyo: «No te mereces un coche como ése. Sólo yo me lo merezco...» Linda consiguió que se metiera en su coche y volvimos a casa. Yo creía que conocía a Bukowski a fondo, pero, sentado en su cuarto de estar, me di cuenta de que tenía un lado enigmático en el que apenas podía penetrar. Hacía que la vida pareciera algo muy simple tanto en su prosa como en poesía y sin embargo esa forma suya tan directa dejaba entrever una complejidad extrema. Supuse que la clave del Bukowski secreto estaba en su amabilidad enmascarada tras una fachada de tipo duro. Yo solía mirarle cuando estaba con Marina y ella era una niña. Era maravilloso ver la paciencia que tenía con ella. Aún había cosas sobre él que nunca serían reveladas. Me convencí de ello mientras estaba sentado de charla con él y Linda Beighle. Yo quería saber más de su relación con Jane, la mujer con la que había vivido tanto tiempo, y de aquellos años de viajes a Nueva York, Saint Louis, Filadelfia. Se me hacía difícil entender cómo aquel hombre que viajaba tanto era el mismo que me decía que viajar era

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una locura. En 1970, cuando fui a Europa, él me decía que no tenía ningún deseo de ir. «Sólo un condenado loco se pone a viajar», me había dicho. Le respondí que debía de haber un montón de condenados locos en el mundo. —Tienes derecho a serlo —me replicó. Cuando le pregunté por sus viajes en la década de los cuarenta me dijo: —Fue una época de demencia. Recuerda que yo era un suicida. Porque ¿cuántas personas entrarían en un bar de gángsters y le echarían el ojo a la hija del jefe? Aún era una época gloriosa. Yo tenía mi cuarto, escribía mis historias, aunque fueran una locura, y tipos como Sibelius y Beethoven me hablaban desde la radio. Nadie llamaba a mi puerta. Sólo eso ya era una bendición. Hank me habló de los niños ricos de Palos Verdes, unos pocos kilómetros al norte de San Pedro, que iban montados en esos pequeños ponys por la carretera. —Están tan mimados... los hijos de los ricos —decía—. A veces un pony se escapa a la carretera y lo atropellan. Por supuesto que los padres salen y compran otro. Les resulta tan fácil... Linda fue a la puerta corredera de cristal que daba al patio para dejar entrar a los gatos. «Aquí llega Beauty», dijo. «Es la más vieja de nuestros gatos.» Miré cómo Beauty pasaba a mi lado e iba a la cocina. Cuando me fui de casa de Hank quedamos en volver a vernos un día tres semanas después. Mientras me dirigía a casa por la autopista del puerto iba pensando en la impávida capacidad de creación de Hank. Difícilmente se quedaba sentado y tranquilo. Como muchos otros poetas que se pasan a la prosa, podía haber dejado la poesía en segundo plano y en cambio la prosa le hacía escribir más poemas, y John Martin, con quien siempre se podía contar, estaba allí para meterlos en la imprenta. Esa misma noche, al irme a la cama, supe que podía olvidarme de intentar dormir. Había visto al viejo otra vez y su infinita energía me había contagiado. Me levanté y me puse a hojear Dangling in the Tournefortia. Vi que el libro estaba dedicado a John Fante. Una semana antes yo había llamado a mi tío Herman, un pintor que vive en el Soho en Nueva York, y le había dicho que leyera Pregúntale al polvo de Fante. Le dije que había influido mucho en la obra de Bukowski. Mi tío y Fante habían sido grandes amigos en Hollywood en la década de los treinta. —Quería ser el gran escritor norteamericano —me dijo tío Herman—. Pero quedó reducido al ámbito de Hollywood. Le expliqué que Bukowski le había enseñado a John Martin la obra de Fante, la mayor parte de la cual no había vuelto a editarse, y que Black Sparrow Press lo estaba haciendo de nuevo y se vendía bien. Me pareció que en Dangling in the Tournefortia el estilo poético de Hank se había transformado. Los nuevos poemas no tenían la habilidad rítmica que hacía tan interesantes los anteriores. Obviamente, Bukowski no intentaba escribir el «poema perfecto». Había optado por la efusión masiva de emociones y le

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importaba poco el poema bien construido, hiperelaborado. Había poemas llenos de humor sobre Bukowski en el hipódromo, Bukowski al comienzo y al final de una historia de amor, Bukowski con una vida de felicidad semidoméstica. Recordé que hacía años se oponía vehementemente a la idea de que cada poema debía ser un diamante perfecto de delicias estéticas. De hecho, desde el comienzo, la lucha contra esa tendencia había formado parte de su programa. Leí una y otra vez el retrato directo que hace de un gato viejo y en apuros que había adoptado. el viejo Butch, le habían castrado las chicas ya no le parecían gran cosa. cuando el Gran Sam se marchó de la casa de atrás yo heredé al gran Butch, 70 años de edad gatuna, viejo, castrado, pero aún tan gordo y malo como nadie recuerda haber visto. Bukowski me hizo ver a Butch con esa descripción clara, sin adornos. No tenía que profundizar más. Allí había suficientes sentimientos: ...y le miro ahora y aún siento su valor y su fuerza a pesar de la insignificancia de los hombres a pesar de la destreza científica de los hombres el viejo Butch aguanta

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resiste. La empatia de Bukowski por el gato me hizo pensar en cuando fuimos juntos al zoo de Los Angeles, allá por 1969 o 1970. Apenas habíamos dejado atrás a los vigilantes cuando llegaron hasta nosotros y nos pidieron que les enseñáramos lo que llevábamos escondido bajo los abrigos. Nos confiscaron la cerveza pero nos dejaron pasar. Empezamos por la jaula de las aves. Hank, de broma, hacía como si fuera a estrangular a un precioso cisne, lo cual hizo que una señora mayor se pusiera a chillar, pero la verdad es que él estaba más dispuesto a estrangularla a ella que al cisne. Mientras íbamos de una jaula a otra vi cuánto disfrutaba y cómo afloraba aquel lado suyo de dulzura: —No entiendo por qué coño tienen que estar enjaulados —dijo. La noche en que debía ir a visitar a Bukowski de nuevo no acudí, creyendo que la cita era para una semana más tarde. Justo cuando había decidido llamarle para confirmarlo sonó el teléfono. Hank estaba furioso y me dijo que me había estado esperando más de una hora y que tenía cosas mejores que hacer. Intenté explicarle que me había hecho un lío con la fecha de nuestra cita. —Escucha —me dijo—. Eres judío, ¿verdad? —Sí. Ya lo sabes. —Bien, pues es Navidad y nosotros los cristianos tenemos que hacer un montón de cosas y comprar el árbol y adornar el árbol y envolver los regalos, así que vamos a olvidar todo este asunto. —Lo siento, Hank. Él ya había colgado el teléfono. —Bien, así se queda el resurgimiento de nuestra amistad —le dije a mi amigo Jessie—. Hank es condenadamente susceptible. Siempre ha sido así. Puede machacarte. Si haces algo que le parece inadecuado, ¡ay de ti! Jessie no conocía a Bukowski, así que sólo tenía mi versión unilateral, a la que se sumaba el dolor y la pérdida. Volví a Dangling in the Tournefortia y vi que los poemas me seguían gustando y pensé: Gracias a Dios que esta nueva ruptura de nuestra amistad no ha hecho que se me corrompa el gusto literario. Durante las semanas siguientes quise volver a llamarle, pero resistí. Pasó la Navidad y después Año Nuevo. Volví a San Francisco. Los Angeles estaba a mil seiscientos kilómetros al sur y también lo estaba Bukowski: no pensé mucho en él durante un año o algo así, aunque continuaba al tanto de sus poemas y de su prosa prodigiosos. Cuando War All the Time llegó a los estantes de las librerías en 1984, compré un ejemplar. Más poemas narrativos divertidos, como en el último libro, casi trescientas páginas. Como siempre, los poemas estaban dispuestos en las páginas de un modo puro y claro, y Bukowski seguía tratando muchos de los mismos temas. Me asombraba cada vez más ver cuan diferentes eran de aquellos primeros poemas de los días de Loujon Press.

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Apenas había empezado a digerir los poemas cuando Música de cañerías llamó mi atención (de hecho, había salido un año antes). La recopilación me hizo pensar en los relatos breves de Nelson Algren, aun cuando los de Hank eran más autobiográficos; eran ágiles y se leían bien. Pero yo prefería sus relatos anteriores. Me parecía que a algunos de los nuevos les faltaba rotundidad. Los que me gustaron más eran los que trataban de la muerte de su padre y de cuando conoció a Jon Edgar Webb y a su mujer Gipsy Lou. A. D. Winans, que conocía a Hank desde hacía años, me informó que Hank y Linda Beighle iban a casarse. Llevaban viviendo juntos varios años pero entonces se estaba planeando la boda. Más tarde John Thomas me contó que organizaron una ceremonia formal y que John Martin fue el padrino. En 1986 se publicó otra recopilación de poemas, You Get So Alone at Times That It Just Makes Sense. El título me intrigó, lo mismo que la fotografía seccionada de Hank de la portada, diseñada por Barbara Martin. Empecé a pensar que, comenzando por Love Is a Dog from Hell de 1977, y siguiendo hasta su última recopilación, Hank se había entregado verdaderamente a una voz interior que le dictaba de un modo tosco y coloquial. Al leer You Get So Alone vi que no había ablandado su poesía, mapa de carreteras de la sensibilidad cotidiana del hombre. Los poemas sobre las carreras de caballos, los poemas sobre su vida con Linda Lee, los poemas que trataban de compañeros poetas, todo estaba allí junto con los poemas sobre el amor, el matrimonio, el trabajo y la literatura. Cuando estaba leyendo la última de sus recopilaciones de poemas, sonó el teléfono. —Hola, soy Paul Ciotto —dijo una voz masculina agradable y profunda—. Lawrence Ferlinghetti me ha sugerido que te llame. Escribo para Los Angeles Times Magazine y me gustaría entrevistarte para un artículo que estoy escribiendo sobre Charles Bukowski. —De acuerdo —dije. —Bien, pues me acercaré por ahí. ¿Dónde te gustaría que nos encontráramos? —Puedes venir a mi casa —le contesté—. Entre otras cosas encontrarás una pila de libros de Bukowski en el cuarto en el que trabajo. Una semana después vino Ciotto. Me pareció que era un periodista entusiasta que sabía escuchar. Tenía ganas de hablarle a alguien de mi amigo; mi diálogo interno había durado demasiado. Quizá Ciotto pudiera ayudarme a llegar a Hank; podíamos volver a ser amigos otra vez. Empecé a pensar en las cosas agradables que podía decir sobre el tema de Bukowski. Pensé en Cartero, Factotum, Mujeres y en mis poemas favoritos como «Otra Academia» o «Un hombre viejo, muerto en una habitación». Sabía que el viejo Hank merecía estar en la cima de cualquier lista de escritores contemporáneos. Había elegido su espacio y se había volcado en ello. Ponerle «Escritos de un viejo indecente» como título a su columna en Open City no había sido un acto arbitrario. Fue como poner un letrero en su vida, una máscara que podía llevar, una persona con la que podía

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jugar en su obra en prosa y en poesía. Paul Ciotto resultó ser un tipo bastante grande, bastante sensible, que enseguida me dijo que no admiraba especialmente a Bukowski. Me hizo preguntas concretas sobre mi relación con Hank, pero me dejó contestar extendiéndome con toda libertad. Le dije que yo pensaba mejor así y podía volver a la pregunta original y hacer comentarios que me parecían de interés sobre la obra de Bukowski. —Una de las cosas que me impresionan de Bukowski —le dije— es que deliberadamente utiliza un vocabulario limitado. Pero no lo malinterpretes, es un hombre muy inteligente y cultivado, no en el sentido académico, sino a su modo. Igual que Henry Miller, cuando era joven leía vorazmente y retenía la mayor parte de lo que leía, y además leía con sentido crítico. Me pareció que Ciotto apreciaba lo que le estaba diciendo pero quería más información de tipo personal sobre cuando le acompañaba al hipódromo o sobre nuestras correrías alcohólicas. El 22 de marzo de 1987 el Times publicó «Bukoswki» de Paul Ciotto, junto con varias fotografías, la mejor de las cuales era una de Hank y Linda Lee del brazo en el camino de entrada a su casa, flanqueados por el BMW de él y el coche deportivo de ella. Linda llevaba un vestido azul estampado con florecitas blancas y Hank iba con pantalón y chaqueta de sport, camisa blanca y una corbata roja con el nudo flojo. Tenía la mano izquierda apoyada en el techo del BMW. Yo me imaginé a la gente viendo aquello foto y preguntándose: «¿Es éste el viejo indecente del que he oído hablar?» o incluso la vieja cuestión de siempre: «¿Habrá estropeado el éxito a Bukowski?» Como había conseguido el número de Hank a través de Ciotto, le llamé para felicitarle por el artículo. Me pareció que le emocionaba realmente que le hubiera llamado y me preguntó en qué estaba trabajando en aquel momento. «No hago demasiado», le contesté. «He estado peleando con una novela, pero es difícil.» —Bueno, El borracho se estrenará pronto —me dijo—. Espero que te guste. Seguimos hablando otro poco y luego nos despedimos. Una semana después me senté y empecé a escribir un ensayo sobre Bukowski. Poco después tenía ya diez ensayos sobre los poetas de la generación anterior que más me habían interesado, reunidos bajo el título Los hijos salvajes de Whitman. Después de vender el libro llamé a Hank. —Hank, he escrito un libro que se llama Los hijos salvajes de Whitman y tú sales en él. -¡Huy! ¡Ay! —contestó. —No te preocupes, no tiene ninguna maldad. —Eso espero. Le conté lo entusiasmado que estaba por El borracho y que pensaba ir a

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verla muy pronto, y él me habló de la gente de Hollywood con la que había estado, entre otros Sean Penn y Madonna. Algunas semanas más tarde tomé un vuelo a Nueva York para trabajar con uno de mis editores que también estaba preparando la publicación de una recopilación de poesía para Black Sparrow Press. Mientras yo estaba allí, recibió una llamada de John Martin, que quería ver mi ensayo sobre Bukowski. Al volver a San Francisco se lo mandé y unos días después recibí una nota suya en la que me decía que mi ensayo era una descripción fiel de Bukowski en los años sesenta. Pensé que aquel trabajo ayudaría a que Hank y yo volviéramos a reunirnos. Empecé a visitarle con regularidad justo en la época en que su película empezaba a exhibirse en los cines, provocando un montón de publicidad. En las páginas de sociedad de los periódicos importantes y de las revistas de ámbito nacional, el nombre y la obra de Charles Bukowski empezaban a no pasar desapercibidos. Visitar a los Bukowski significaba que me quedaba a pasar la noche en la habitación de invitados. En una ocasión fije con Jessie Cabrera, un amigo mío psiquiatra. —¿Crees que estoy loco? —le preguntó Hank. —No, me parece que estás muy cuerdo. Y añadió que Hank habría sido un buen psiquiatra porque era muy sensible y perspicaz. —¿Por qué no analizas a Neeli? —le dijo Jessie a Hank. Hank no necesitaba que le empujaran. Se lanzó a hacer un análisis a fondo, sobre mis celos literarios, mi hipersensibilidad y cosas por el estilo. —Muy bien, Hank —le dije—, como la mayoría de los psicoanalistas, pones mucho de ti mismo al hacerlo. —Supongo que tienes razón —me contestó. Aquella noche debimos de quedarnos levantados hasta las cuatro de la madrugada. Yo había llevado a mi perro y Hank y Linda se turnaron para jugar con él. En medio de aquellas payasadas le sugerí a Hank que iba a intentar escribir una biografía completa sobre él. —Jesús, sería un honor para mí —dijo—. Otros dos lo han intentado, pero yo tengo fe en ti, chico, aunque no sé quién va a comprar una cosa así. —¿Qué ha pasado con los otros dos biógrafos? —le pregunté. —Bueno, uno simplemente desapareció —me dijo Hank—. No había escrito nunca nada. Grabó un montón de cintas pero ahí quedó todo. —¿Y el otro? —Tuve que escribir un poema sobre él. No paraba de venir por aquí con cualquier excusa. No podía hacer nada sin topármelo por todas partes. —Yo no te incordiaré —le dije.

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—Eso está bien —me dijo. Hank se despertó tarde aquella mañana y se preparó para ir al hipódromo. —Hay carreras en Santa Anita —me dijo—. Y tengo que cobrar dos apuestas. —¿Puedo ir contigo? —le pregunté. —Joder, chico, ya sabes que normalmente voy solo. Últimamente he ganado y tengo que concentrarme. Por lo general miro adonde va la gente y voy en la dirección opuesta. Es igual que en poesía. Nunca me he medido por lo buen poeta que pienso que soy sino por los malos que son todos los demás. Pero, bueno, lo que tengo que hacer es ver las apuestas de la gente en Santa Anita para saber lo que tengo que hacer. —Estaré callado —le dije. —La última vez que te llevé al hipódromo estuviste saltando de acá para allá, me tirabas del abrigo, te apoyabas en mi hombro. Olvídalo, hombre. Los caballos le siguen teniendo esclavizado y el hipódromo sigue con suficientes misterios como para interesarle y divertirle. Le recuerda la época en que las carreras de caballos eran una experiencia nueva, a mediados de los cincuenta, cuando Jane aún vivía y él plegaba sus primeros poemas en tres y los enviaba a las revistas. Después del hipódromo saca el coche del aparcamiento vigilado y se dirige al sur por la autopista del puerto hasta pasar las torres monolíticas del centro de Los Angeles; muchas de ellas se apiñan en Buker Hill, barrio en el que vivió en habitaciones amuebladas y donde escribió sus primeros relatos cortos cuando el aire era puro y los tranvías eléctricos eran los amos de las calles. Él sigue siendo el señor Los Angeles. Impasible, sabiéndolo, conduce a través de la locura del entramado de las autopistas abriéndose camino hacia San Pedro, hacia su casa, hacia Linda Bukowski y su tribu de gatos. Da igual cómo haya transcurrido el día, por la noche, tarde, Hank pasa varias horas escribiendo. Su estudio está tan desordenado y lleno de papeles y cachivaches como lo estaba su rincón de trabajo de la calle De Longpre hace veinte años. Pero, en vez de su vieja máquina de escribir, ahora tiene una IBM Teletronic. Hace ya mucho tiempo Bukowski tomó la medida exacta de Los Angeles y escribió «Crucifijo en una mano muerta», un poema sobre la tierra, su historia, su geografía y cómo la gente había cambiado aquello. Tal vez vaya pensando en aquel poema cuando toma la salida de la autopista de Hollywood y entra en esa curva enorme que le lleva al camino hacia su casa. Tanto si recuerda aquellos versos como si no, la radio estará sintonizada en alguna emisora de música clásica, de modo que quizás Wagner o Mozart hagan el viaje con él. El viejo hacedor de mitos ama la autopista. Ni la contaminación le molesta. Los Ángeles es su casa.

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OBRAS DE CHARLES BUKOWSKI

Flower, Fist and Bestial Wail, Eureka, California, Hearse Press, 1960 Longshot Pomes for Broke Players, Nueva York, 7 Poets Press, 1962 Run With the Hunted, Chicago, Midwest Press, 1962 It Catches My Heart in Its Hands, Nueva Orleans, Loujon Press, 1963 Crucifix in a Deathhand, Nueva Orleans, Loujon Press, 1965 Cold Dogs in the Courtyard, Chicago, Literary Times-Cyfoeth, 1965 Confessions of a Man Insane Enough To Live with Beasts, Bensenville, Illinois, Ole Press, 1965 The Genius of the Crowd, Cleveland, 7 Flowers Press, 1966 All the Assholes in the World and Mine, Bensenville, Illinois, Ole Press, 1966 At Terror Street and Agony Way, Los Ángeles, Black Sparrow Press, 1968 Poems Written before Jumping out of an 8 Story Window, Glendale, California, Poetry X/Change/Litmus, 1968 Notes of a Dirty Old Man, North Hollywood, Essex House, 1969; reeditado en San Francisco, City Lights Books, 1973 (traducción castellana: Escritos de un viejo indecente, Barcelona, Anagrama, 1978) A Bukowski Sampler, Madison, Wisconsin, Quixote Press, 1969 The Days Run away Like Wild Horses over the Hills, Los Angeles, Black Sparrow Press, 1969 Post Office, Los Ángeles, Black Sparrow Press, 1970 (traducción castellana: Cartero, Barcelona, Anagrama, 1983) Mockingbird Wish Me Luck, Los Ángeles, Black Sparrow Press, 1972 Erections, Ejaculations, Exhibitions and General Tales of Ordinary Madness, San Francisco, City Lights Books, 1972; reeditado en City Lights Books, 1983, en dos volúmenes: The Most Beautiful

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Woman in the World y Tales of Ordinary Madness (traducción castellana: Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones y La máquina de follar, Barcelona, Anagrama, 1978) South of No North, Los Angeles, Black Sparrow Press, 1973 (traducción castellana: Se busca una mujer, Barcelona, Anagrama, 1979) Burning in Water Drowning in Flame: Selected Poems 1955-1973, Santa Barbara, Black Sparrow Press, 1974 Factotum, Santa Barbara, Black Sparrow Press, 1975 (traducción castellana: Factotum, Barcelona, Anagrama, 1980) Love Is a Dog from Hell: Poems 1974-1977, Santa Barbara, Black Sparrow Press, 1977 Women, Santa Barbara, Black Sparrow Press, 1978 (traducción castellana: Mujeres, Barcelona, Anagrama, 1981) Play the Piano Drunk Like a Percussion Instrument Until the Fingers Begin to Bleed a Bit, Santa Barbara, Black Sparrow Press, 1979 Shakespeare Never Did This, San Francisco, City Lights Books, 1979 Dangling in the Tournefortia, Santa Barbara, Black Sparrow Press, 1981 Ham on Rye, Santa Barbara, Black Sparrow Press, 1982 (traducción castellana: La senda del perdedor, Barcelona, Anagrama, 1985) Hot Water Music, Santa Barbara, Black Sparrow Press, 1983 (traducción castellana: Música de cañerías, Barcelona, Anagrama, 1987) War All the Time: Poems 1981-1984, Santa Barbara, Black Sparrow Press, 1984 You Get So Alone at Times That It Just Makes Sense, Santa Rosa, Black Sparrow Press, 1986 The Movie: «Barfly», Santa Rosa, Black Sparrow Press, 1987 The Roominghouse Madrigals: Early Selected Poems 1946-1966, Santa Rosa, Black Sparrow Press, 1988 Hollywood, Santa Rosa, Black Sparrow Press, 1989 (traducción castellana: Hollywood, Barcelona, Anagrama, 1990) Septuagenarian Stew, Santa Rosa, Black Sparrow Press, 1990 (traducción castellana: Hijo de Satanás, Barcelona, Anagrama, 1993)

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FUENTES

CAPÍTULO UNO Charles Bukowski y yo pasamos muchas horas grabando la historia de su niñez. También tuvimos varias conversaciones telefónicas largas e intercambiamos algunas cartas. Celebramos entrevistas el 29-3-88, el 21-5-88, el 22-5-88, el 15-7-88, el 99-88 y el 28-1-89. (Y en diferentes ocasiones hablamos informalmente durante las visitas que le hice en su casa.) Katherine Wood, prima de Bukowski, y su madre, Anna Bukowski, fueron las únicas conexiones directas con sus primeros años de vida. Ellas me ajTjdaron a recomponer la información relacionada con la familia. CAPÍTULO DOS Me he basado en las entrevistas exhaustivas a Bukowski y en su novela autobiográfica La senda del perdedor. CAPÍTULO TRES Mis entrevistas a Bukowski y la novela Factotum fueron esenciales para escribir este capítulo. Me puse en contacto con Robert y Beverly Knox, que habían ido a la Universidad de Los Angeles con Bukowski y le habían seguido viendo de vez en cuando hasta 1943. CAPÍTULO CUATRO Principalmente basado también en las entrevistas a Bukowski, que me sirvieron para revelar estos «años perdidos». Las entrevistas a diferentes miembros de la familia Frye, tanto en Wheeler (Texas), como en Los Ángeles, sirvieron para recomponer la información sobre el primer matrimonio de Bukowski. También fueron de gran ayuda para mí las siguientes obras de Bukowski: Factotum, Cartero y el guión de El borracho (publicado en forma de libro por Black Sparrow Press).

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Un artículo de Bukowski publicado con el título de «Escritos de un viejo indecente» en Smoke Signals (vol. 2, n.° 4, 1982) trata sobre la vida de Bukowski con Jane Cooney y me sirvió de gran ayuda para hallar algunas claves de la relación entre ellos y de su vida en general durante este periodo. La bibliografía de la obra de Bukowski realizada por Sanford Dorbin (agotada) fue importante para la elaboración de este capítulo y de todos los siguientes. CAPITULO CINCO Empecé utilizando la impresionante recopilación de la correspondencia de Charles Bukowski que se halla en los archivos de la Universidad de California, División de Recopilaciones Especiales, de Santa Barbara. Esta fuente clave me ayudó a localizar con toda precisión muchos de los hechos de la vida de Bukowski y a documentarlos. Las entrevistas a Bukowski y Evelyn Thorne, editor de pequeñas revistas, fueron de un valor inestimable. También fue importante el intercambio de cartas con el poeta Jory Sherman, que conoció a Bukowski durante los años en que empezaba a destacar como poeta. CAPÍTULO SEIS La información procede de Edwin Blair, que vive en Nueva Orleans y fue socio del editor de Bukowski, Jon Edgar Webb. Frances Smith demostró ser una fuente excelente de información, arrojando luz sobre la vida del poeta a principios de la década de los sesenta. Los poetas Harold Norse, Jory Sherman, Lee Grue y Jack Grapes me brindaron opiniones y observaciones de inconmensurable valor. La entrevista con Frances Smith tuvo lugar el 28-1-89. La entrevista con Marina Bukowski tuvo lugar el 29-1-89. The Wormwood Review (vol. 12, n.° 1, ejemplar 45, 1972). Un ejemplar totalmente dedicado a Jon Edgar Webb, que incluye una memoria/ tributo al editor por parte de Bukowski y otros, así como un cuento corto original escrito por Webb. En él he encontrado información biográfica importante sobre Webb. El texto escrito por Bukowski está bien, pero contiene un error de información. Bukowski no conoció a los Webb antes de la publicación de It Catches My Heart In its Hands. En realidad se conocieron antes de la publicación de Crucifix in a Deathhand. The Bukowski/Purdy Letters: 1964-1974 (Sutton West, Ontario, Canadá, y Santa Barbara, California, Paget Press, 1983) me proporcionó gran parte de la información y documentación que comienza en este capítulo y se extiende hasta el capítulo doce.

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CAPITULO SIETE Edwin Blaír siguió investigando para mí, buscando en su extensa recopilación de correspondencia entre Webb y Bukowski. Una conversación telefónica con Louise (Gypsy Lou) Webb me ayudó a corroborar algunos asuntos vitales en la relación de Bukowski con el más importante de sus primeros editores. CAPITULO OCHO Las entrevistas con Douglas Blazek, Frances Smith y Bukowski me sirvieron para confeccionar este capítulo, además de la información que me proporcionaron Jory Sherman, Carl Weissner y Harold Norse. La correspondencia de Harold Norse con Bukowski, que el primero me prestó amablemente, fue importante para este periodo hasta la década de los setenta. Las entrevistas con Carl Weissner en Heidelberg y Mannheim tuvieron lugar el 26-9-88 y el 27-9-88. La entrevista con Douglas Blazek tuvo lugar el 12-1-89. CAPITULO NUEVE Me he basado en los recuerdos de mis conversaciones con Bukowski y de una noche en particular que pasamos juntos. John Martin, de Black Sparrow Press, me proporcionó datos concretos y valiosas opiniones sobre la carrera literaria de Bukowski para este capítulo. También me he basado en conversaciones con John Thomas y Frances Smith, así como en entrevistas con Carl Weissner, Douglas Blazek y Steve Richmond. John Martin me proporcionó su entrevista con Robert Dana en Against the Grain (lowa City, University of lowa Press, 1986) para obtener datos sobre sus años de formación y los comienzos de Black Sparrow Press. Carl Weissner me envió una copia de la entrevista realizada por Jay Dougherty, que apareció más tarde en el número 35 de Gargoyle (Bethesda, Maryland), 1988. Me ha sido de gran utilidad aquí una entrevista aparecida en Southern California hit Scene (vol. 1, n.° 1, diciembre de 1970), «En busca de los gigantes: Charles Bukowski», realizada por el director William Robson y por Josette Bryson. Una serie de conversaciones telefónicas con Marvin Malone, de la revista The Wormwood Review, también me resultaron de un valor inestimable. CAPITULO DIEZ Como participante en muchos de los eventos descritos, me he basado en mi conocimiento de los hechos de la vida de Bukowski y en la utilización de la correspondencia del poeta, que se encuentra en la Universidad de California, Santa Barbara. Las entrevistas con Bukowski sobre este periodo han arrojado luz

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sobre muchos temas. Conversé con Linda King durante tres días seguidos. Las entrevistas me ayudaron a completar este y los dos siguientes capítulos. Me resultaron muy útiles las entrevistas con Paul Vangelisti en Los Angeles, así como las charlas con Frances Smith, Marina Bukowski, Carl Weissner, John Martin y Harold Norse. Y me sirvió de gran ayuda para este y los dos siguientes capítulos una entrevista a Lawrence Ferlinghetti. La entrevista a Paul Vangelisti tuvo lugar el 22-5-88. La entrevista a John Martin tuvo lugar el 11-3-89. CAPÍTULO ONCE La información proporcionada por Linda King sigue siendo importante para este capítulo, así como la de Paul Vangelisti y la de Harold Norse. Jack Micheline me proporcionó copias de su correspondencia con Bukowski, y entrevisté a Taylor Hackford, lo cual fue de gran valor para este trabajo. Second Coming (vol. 2, n.° 3, 1974) es un número totalmente dedicado a Bukowski por esta pequeña revista dirigida por A. D. Winans. La obra de Linda King «Y pensar que me enamoré de un machista» me fue de utilidad, al igual que las obras de Harold Norse, Jack Micheline y otros. La entrevista a Taylor Hackford tuvo lugar el 18-4-89. 302 CAPÍTULO DOCE La información fundamental la obtuve de Lawrence Ferlinghetti, Harold Norse, Douglas Blazek y del poeta y editor A. D. Winans. La entrevista con Hackford también fue una fuente importante para este periodo. Rolling Stone (n.° 215, 17 de junio, 1976) incluye un amplio artículo de Glenn Esterly, «Bukowski al desnudo», que refleja perfectamente el sabor del poeta a mediados de la década de los setenta y me ayudó a completar esta sección del libro. CAPÍTULOS TRECE Y CATORCE Las entrevistas con Bukowski y Linda Lee Bukowski fueron esenciales para escribir estos capítulos. También fueron de gran ayuda las entrevistas realizadas a Barbet Schroeder, John Martin y Carl Weissner, así como la novela Hollywood. CAPÍTULO QUINCE Me he basado en mi propio conocimiento de los hechos y en entrevistas a Bukowski.

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