Cap 8

  • October 2019
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EL ENFERMO TERMINAL Eduardo Rosselot

Introducción Las formas del morir nos provocan reflexiones con un alto contenido de percepción personal y, consiguientemente, un sesgo que influye en la apreciación de sus aconteceres. Pero médicamente dan lugar a un análisis, frecuentemente controversial, de sus circunstancias y consecuencias; de las responsabilidades personales y profesionales que engendran; de los propósitos y medios para influenciarla; de los alardes por evitarla. Única certeza inevitable de la vida, ¿quién no quisiera prever el desencadenamiento de la muerte que, pese a todas las alertas, llega en momento y lugar sorpresivo? ¿Y quién no quisiera elegir morir?, acomodado a sus más íntimos y secretos intereses, como que se trata o del instante cúlmine del existir en la tierra o del paso, bajo el umbral del no existir, hacia una ideal, pero ignota, plenitud. De las dos formas extremas del morir, la que ocurre súbitamente y la que extingue paulatina e inexorablemente, se ha discurrido a saciedad, muchas veces con el encarnizamiento de los conflictos insolubles, en qué está vulnerada la noción y la sensación de identidad. La literatura médica se ha plagado de lecturas que aprontan posiciones para abordar con ciencia y con reflexión, realidades que inciden en la actitud del hombre y de la sociedad sobre una circunstancia que llama a una acción médica, tanto como a una decisión moral, Porque igual que el nacimiento, es en estas encrucijadas de la vida donde se entrelazan más férreamente lo biológico con el significado y el contenido personal, y más en el período de muerte, si el actor central tiene conciencia de su ser y de su hacer. Valga expresar cómo imágenes clásicas han privilegiado la muerte inesperada y en juventud, como la que destaca a los predilectos de los dioses. Y aunque, deseable al termino de una apacible senectud, resulta indigna aquella que se distorsiona por una lucha terminal avasalladora y sin esperanzas. Quizás esta connotación negativa sea lo que ha promovido abordar aquí este último perfil.

EL ENTORNO DEL ENFERMO TERMINAL Abordar el escenario del enfermo terminal significa poner en máximo relieve, dos características de la mayor propiedad de la acción médica, cuales son el sanar y, en su defecto, aliviar o dar consuelo, aquí eventualmente contrapuestas. Los progresos tecnológicos que han sobrevenido, a la par del dominio del conocimiento de las enfermedades y de las capacidades para entregar salud (1-3) han dotado al médico de tal arsenal de posibilidades eficaces que casi le resulta inconcebible y, por supuesto, como una aceptación de ineficiencia propia, ceder ante la inminencia de irrecuperabilidad y a la idea

de que la muerte no sea evitable. Así también, los descubrimientos farmacológicos, los avances en el tratamiento del dolor y los enfoques de manejo conductual y psicoterapéutico, que se asocian hoy a los recursos médicos tradicionales, difícilmente permiten aceptar que sea imposible corregir una situación de apremio o que se pueda perder la capacidad de controlar el dolor o sufrimiento. Sin embargo, esta segunda aptitud queda, a menudo, postergada ante los mayores y, muchas veces, Irracionales esfuerzos por curar o, en condiciones extremas, impedir la muerte (4-5). Por otra parte, la cultura médica actual se ampara en un afán de certeza absoluta sobre los más variados aspectos de los procesos patológicos, de sus causas y mecanismos para proceder a su modificación y solución, contando con elementos adecuados que influyan en tales procesos. Se presume, con ello, que los medios requeridos son agotables y accesibles para todo el que lo requiera o lo desee y, en muchos casos, que debiera prescindirse de cualquier consideración de costos por no ser atingentes, tales reparos, al ámbito médico (6-8). Con variada intensidad, dependiendo del medio sociocultural en que se despliegan las situaciones, existe una resuelta aspiración a conseguir la más decisiva participación de los mismos pacientes o sus próximos, en las resoluciones médicas, lo que constituye una creciente autonomía tal como se reivindica progresivamente en la cultura norteamericana. Aún sin llegar a extremos, el tradicional paternalismo en las acciones médicas, que hacía residir en el profesional toda la propiedad de las resoluciones correspondientes, ha dejado saludable paso a la corresponsabilidad en las decisiones, de quién sabe, por antonomasia y convención social, y de quién es el destinatario, beneficiario o víctima.,de tales acciones (3, 9, 10). Ambos participantes, o protagonistas, requieren acreditación de sus cualidades o características, para que la decisión médica adquiera tanto validez moral como rigor científico-técnico y pueda ser ejecutada con propiedad, eficacia y con respeto a la dignidad de las personas involucradas. Es la aseveración de idoneidades lo que se requiere en este proceso y, dando por supuesta la capacidad del médico, por ser indiscutible su requerimiento, vale la pena indagar en la problemática de la competencia del paciente que es lo que hace relevante su autonomía (3). Pero este aspecto de la discusión lo abordaremos más adelante.

INFLUENCIA DEL INDIVIDUO EN EL PROCESO DE MORIR El morir ha sido, desde el modelo tribal a la civilización actual, un acto, sea público o privado, provisto de un ritual entre sagrado y mágico, donde parientes y amigos o súbditos, dependiendo de la categoría del moribundo, se constituyen en una cohorte apoyadora o espectante del trance (11). La medicalización de la sociedad, que viene ocurriendo desde el siglo XVlIl, hace pasar el proceso de morir desde el ámbito de la familia o las

comunidades, al dominio de la medicina, transformándose el deceso en un trámite regido por normas y decisiones técnicas, desprendido de afectividad y donde las divergencias tienden a regularse por presentaciones judiciales y sentencias. Especialmente conflictiva es la situación que ocurre con pacientes aquejados de enfermedades terminales, en quienes surge la duda sobre la procedencia y validez de prolongar, en base a los medios extraordinarios con que cuenta hoy la medicina, estados de severa incapacidad, sufrimiento más allá de toda resignación o tolerancia, esfuerzos terapéuticos sin sustentación de beneficios y acciones de seguimiento o intervención con costos desproporcionados a todo beneficio o intención y, socialmente, inequitativos (12-13). Para comprender la procedencia de la discusión, es importante verificar cuál es la evolución de los pacientes que se someten a maniobras de reanimación y los resultados de estos esfuerzos, con el objeto de evaluar su eficacia y rendimiento. También interesa reconocer el papel que los diversos cuidados médicos representan para modificar el comportamiento natural y, especialmente, averiguar el significado que este estado de compromiso de la salud tiene para el paciente con competencia intelectual o para sus familiares o subrogantes, cuando, además, la enfermedad provoca pérdida de conciencia o de la capacidad de decidir

LAS DIVERSAS DENOMINACIONES DE ESTA CONDICIÓN Existe una extensa sinonimia o expresiones de connotación aproximada, para caracterizar la condición que analizamos, lo que revela, en parte, la ausencia de una puntual definición de ella y el hecho de que, en alguna medida, dichas expresiones traducen componentes subjetivos adicionales que distorsionan la percepción esencial. No obstante, las variantes ameritan ser integradas para deducir posibles consecuencias y resultados las intervenciones (11 -19). La expresión enfermo terminal, sin duda, establece que se ha llegado a un limite de la vida en que no hay mayores expectativas, sea porque el curso del proceso mórbido va, a corto plazo, a determinar su extinción, sea porque la expresión como individuo está afectada al punto de no constituir persona vigente. Paciente preterminal tiende a tener similar connotación matizada de una percepción de que faltan grados de compromiso o deterioro que deberán irremediablemente acaecer. Paciente sin esperanzas, adiciona un contenido premonitorio que hace más énfasis en la expectación de un no-futuro que en la gravedad actual o lapso que deberá sobrevenir antes del término. Paciente insalvable, concita la idea de irremediable, recalcando el valor positivo de la vida (salvación) frente a la impotencia de recuperarla. Otros apelativos tienden a ser más descriptivos y señalar compromisos específicos, no por ello menos globales: estado vegetativo persistente, traduce, en concreto, un compromiso neurológico avanzado, cuya manifestación objetiva es una vigilia inconsciente; coma irreversible agrega ausencia de respuesta refleja, y el daño severo irreversible, la evidencia de compromiso multisistémico .

La tendencia actual es a manejar estas condiciones en áreas de cuidados intensivos, con despliegue de medidas de soporte orgánico, respiratorio, ácido básico, y hemodinámico de cada vez más sofisticada factura, requerimientos complejos de personal especializado, costo progresivo y resultados selectivos. Estos, en definitiva, dependen en gran medida del daño sistémico y funcional subyacente, pero existe una gran variedad de respuesta, cuya caracterización tiene expresión probabilística y es en ella que el médico debe sostener, en gran medida, sus decisiones (20-29). Aunque es posible documentar la existencia de grupos de pacientes con posibilidades variables de recuperación, pese a las mayores discriminaciones diagnósticas, no parece factible poder determinar, con absoluta certeza, la reversibilidad o irreversibilidad de una situación, sino cuando ya se ha llegado a completar el proceso mismo de muerte o ésta resulta de absoluta evidencia y verificada por elementos objetivos indiscutibles. Tal condición no merece dudas, por ejemplo, al aparecer manifestaciones de rigor mortis y livideces en área dependientes posturales o descomposición tisular; menos seguro, pero presumible, cuando existe un traumatismo de características fatales evidentes o desaparición de signos vitales, en padecimientos crónicos debilitantes o en presencia de una enfermedad fatal: o cuando se asiste sin respuesta a un paro cardíaco, incluso postraumático, por más de 30 minutos. No obstante, aún en estas circunstancias, se han descrito ejemplos de recuperación que escapan a toda predicción y que con alguna fuerza justifican los intentos de reanimación realizados con procedimientos no sólo de emergencia y momentáneos, sino que, a menudo, mantenidos y avalados por la utilización de medios de soporte orgánico artificiales, sistemáticos y prolongados. Es, en tales casos, que se da ocasión para reflexionar sobre procedencia científica y ética de tales esfuerzos, tanto por la irrelevancia de los resultados, en términos de sobrevida o recuperaciones, como por las disparidades de propósitos y voluntades para acometer, por médicos y pacientes, esfuerzos tan prominentes de reparación (28-29).

ESTADÍSTICAS DE LOS PROCESOS DE REANIMACIÓN En Estados Unidos, 2.000.000 de pacientes son sometidos a maniobras de reanimación cardiorrespiatoria anualmente, cifra que corresponde a un tercio de los fallecidos en hospitales (4, 23, 25, 27, 30). El 33% (660.000) de este número, sobrevive, pero sólo un tercio de ellos (220.000) deja el Hospital con vida. A los 8 meses se ha muerto el 90% y a los 5 años, el 93%. Un número variable presenta secuelas neurológicas, de causa anóxica, pero un 1% queda en estado vegetativo persistente. El pronóstico difiere netamente según el tipo de pacientes sometidos a maniobras de reanimación, ya que los pacientes con procesos agudos que inducen paro cardiorrespiratorio se reaniman precozmente y excepcionalmente representan condiciones terminales. En ellos la recuperación es superior al 50%. Esta cifra es notoriamente contrastante de quienes padecen, por ejemplo cánceres metastáticos, sepsis, neumonías, o accidentes vasculares cerebrales, de quienes tardan en reaccionar más de 30 minutos al ser sometidos a maniobras de reanimación, de quienes sufren insuficiencia renal o falla multisistémica, casos todos donde la recuperación es improbable, y no sobrepasa porcentajes del 0,5 a 1% (5, 12, 21).

Por una parte, esta alta proporción de pacientes fallecidos que se someten a procedimientos de reanimación, si bien para algunos pudiera y debiera ser mejorada, plantea cómo la sociedad y la tecnocracia médica asumen las muertes cotidianas, ya que el programar o iniciar procedimientos de reanimación supone que el proceso de muerte, en tales casos, se considera reversible. De algún modo, también, improcedente, es decir que desde el punto de vista médico y biológico <<no debiera haber ocurrido>>, o fue prematuro y, por ello, amerita ser revertido. Sin duda, ésta es una situación real, que es fácilmente definible en aquellos casos en que sobreviene un accidente (traumatismo, electrocución, sofocación o asfixia, intoxicación) o aparece una patología productora de muerte súbita (infarto del miocardio, arritmia), sea o no en presencia de otra patología basal, agregada. Sin embargo, no es lo que sucede en pacientes con padecimientos crónicos, por patologías de grave pronóstico o, incluso, en situaciones con daño neurológico severo de diferentes causas, algunas de as cuales establecen condiciones con neta evidencia de irrecuperabilidad y curso deletéreo a corto plazo. Este tipo de pacientes sometidos a sufrimientos inconmesurables, con resultados discutibles, si no francamente descartables por inoperantes e inconsecuentes, concluyen su vida afectando severamente el patrimonio familiar y la condición social de sus deudos. Una excesiva y agresiva asertividad y la tendencia profesional actual a embelesarse en el quehacer y a tomar, a menudo, decisiones no reflexionadas sino que pauteadas según normas evaluadas o experimentadas en otros contextos, determina que se exponga a tales medidas a más pacientes que a los que racionalmente les estaría indicado (21, 31 -32). Es cierto que las unidades de tratamiento intensivo han establecido los espacios idóneos y con la adecuada concentración de recursos para llevar a cabo este tipo de cuidados, en pacientes en situaciones de inestabilidad crítica de sus sistemas orgánicos. Sin embargo, suelen atestarse de pacientes terminales, sucediendo que en determinadas áreas de pacientes críticos predominan estos enfermos que tienen escasas posibilidades de recuperación y cuya permanencia en sectores de este tipo, es de discutible indicación médica y, a lo menos, dudosa aceptación, por el involucrado (30, 33-34). En este escenario, ¿como no plantearse la procedencia de arbitrar medios de protección o cautela para pacientes en situaciones teminales, que los sustraigan del posible y disponible, para evitar presuntuosamente, la perdida de una vida, y que legítimamente se procuran como una reivindicación a morir con dignidad (3,35-37). CONSIDERACIONES VALÓRCAS Aceptar esta actitud supone haber abordado aspectos previos, cuyas connotaciones científicas y éticas son accesibles aunque contraponen consideraciones valóricas aparentemente en conflicto (36-38) Así, nos parece fundamental resolver si es pertinente optar por omitir procedimientos, sabiendo que se acortará la duración natural del proceso de

morir (10, 14, 17-20, 26. 30, 34). Tendremos que convenir que al procurarlo, se tiende a suprimir o reducir percepciones de severo deterioro personal a las que está expuesto, sin lugar a dudas, el paciente aquejado de una enfermedad terminal. Por lo general, es el dolor o la angustia, insoportables, lo que se trata de combatir, en una situación de desesperanza y cuando no se reconoce valor al sufrimiento o éste es causante de mayor trastorno que beneficio, en el paciente o sus familiares y prójimos. Se tiende a concebir que todo sufrimiento debiera ser evitado asumiéndose que en cualquier circunstancia representa un agravio a la persona, en la medida que deja de ser un síntoma tolerable y trasciende el órgano o la estructura en la que se genera para afectar la integridad del ser humano, y a otras personas que interactúan con él, adquiriendo por lo tanto un sentido moral. No obstante, esta postura no reconoce, necesariamente, la validez del mismo sufrimiento como realce de la plenitud espiritual, en personas que presienten tal actitud como su alivio y su redención, perdiendo incluso la sensación de vivirlo, sublimado en la idea de superación y triunfo (39, 40). Cualquiera sea la valoración del sufrimiento, si fuera conveniente aliviar el dolor de cualquier naturaleza, en situaciones de muerte inminente e inevitable, parece poco discutible proceder a mitigar el sufrimiento, ya sea eludiendo procedimientos que sólo provocan prolongación del proceso de morir o favoreciendo directamente la atenuación del sufrimiento o actuando sintomáticamente, aun a riesgo de acelerar el desenlace, si el efecto secundario es deletéreo (13, 21. 32, 40). Sin embargo ante la alternativa de declinar toda intervención que pudiera prolongar la agonía o, incluso una situación irreversible e intolerable, es indispensable establecer la capacidad de decisión del sujeto expuesto.

LA COMPETENCIA DEL PACIENTE Por lo tanto, el problema de la competencia del paciente, para discernir, propiciar y determinar una conducta en este sentido, constituye un aspecto que ha sido controvertido y analizado exhaustivamente en la literatura médica internacional (12, 13, 21, 35). Su capacidad para tomar resoluciones se sustenta en el principio de autonomía, y la prevalencia de los juicios del paciente sobre los del médico, constituyen una jurisprudencia que extiende esa autoridad a los subrogantes, y desprivilegia, como hemos dicho, la cultura médica paternalista tan propia de la tradición hipocrática y de sus seguidores, hasta épocas recientes (3, 0, 26, 32). Es interesante verificar que los tribunales estadounidenses han reivindicado reiteradamente la potestad del paciente, sus familiares o sus subrogantes - en caso de incompetencia personal - para determinar la solución frente a una alternativa de supresión o mantenimiento de medidas de sostenimiento vital, impugnados, en diversas circunstancias, por la parte médica. Este criterio, incluso, ha sido mantenido frente a controversias por tratamientos estimados futiles, desestimándose las opiniones técnicas al cuestionarse la capacidad del médico de decidir en tales circunstacis contra los deseos del paciente y de los que representan su parecer (36-38. 41-42).

La cultura norteamericana ha fomentado indisputablemente la autoridad del paciente en ciento a decisiones sobre su futuro, el derecho negarse a terapias o procedimientos que no comparte, y a determinar, al respecto, con manifiesta antelación, sus intenciones para el caso de exponerse a situaciones que ameriten suspender maniobras de reanimación o, a la inversa, administrarlas. Se ha dispuesto una normativa de discusión anticipada de los médicos con el paciente y sus familiares, lo que implica consentimiento informado y explícito de las aspiraciones del paciente, y acotación del tipo de maniobras proscritas o aceptadas, en caso de situaciones especificadas. Es difícil decir si muchas de tales prescripciones no se promueven más bien por prevención a juicios de mala praxis, que en consideración a la satisfacción irrestricta de los deseos del paciente. En todo caso, ha sido verificado en numerosos estudios, cómo la predicción de acuerdos entre médicos y pacientes es insatisfactoria, y en cuánto difieren las apreciaciones de residentes, médicos y pacientes sobre la estimación de opiniones ajenas respecto a la implantación de maniobras y el deseo o aspiración de los candidatos o de los proveedores de tales procedimientos. Sin duda, tales discrepancias otorgan un alto grado de subjetividad y prejuicio a las decisiones tomadas en clínica o en las unidades de tratamiento intensivo, sobre estas materias (4, 10, 26). Definida la competencia de los enfermos, en pro de sus decisiones autónomas, y la pertinencia de los procedimientos bajo los principios de beneficencia y de no provocar daño, en el mejor interés del paciente (12, 32, 35), resulta necesario convenir quiénes son los pacientes terminales sujetos de este tipo de resoluciones y en qué circunstancia son acreedores a que no se les administren los procedimientos en discusión. Teóricamente, se puede distinguir al paciente que manteniendo una situación crítica sobrepasó sus posibilidades de ser beneficiado, sea por terapias intensivas o por medios extraordinarios de recuperación de la salud. La constatación de una enfermedad irreversible, una situación de anormalidad fisiológica irreparable y, como consecuencia, la presunción de una muerte inminente, constituyen la tríada que asegura el haber alcanzado el punto de quiebre o no retorno, como para no insistir o diferir las maniobras de reanimación o soporte extraordinario para mantener la vida (35). El análisis de estos tres parámetros conceptuales, sin embargo, determina, a su vez, las variaciones y diferencias de criterios que pueden plantearse en la práctica y que, de algún modo, establecen conductas médicas dispares e interpretaciones o juicios legales y éticos, discordantes. La inminencia de la muerte acepta una variabilidad de ocurrencia en que un lapso restringido puede representar hasta un mundo, para quien va a terminar su vida. Ello depende, en parte, de la necesidad de oportunidades de existir que, sin reparos, se acaban. Pero también, sin duda, de la calidad de relación que mantenga el paciente con su entorno, especialmente en el plano personal; de su sentido de trascendencia, de la receptividad de su presencia entre quienes lo respetan y lo aprecian. Esta comunicación está en el origen de la percepción de ritual, en lo privado y público de la muerte, como se considere en el plano sociológico a través de diversas culturas y simbologías. Del mismo

modo se asienta y expresa en la legitimidad de buscar para los instantes finales el ambiente de serenidad, recogimiento y afecto no entrabado, de un lugar íntimo y cálido, enriquecido por la trama de las relaciones personales y espirituales de quienes se han reconocido y amado. Este espacio virtual, por otra parte, a expensas de una inminencia limitadora, puede ser una razón inembargable para intentar prolongar, aunque no fuera más que por un instante, la permanencia y la capacidad de acción y respuesta de quien está por morir. Resulta pues ambivalente esta connotación de muerte inminente, porque a la vez refuerza la idea de lo inevitable y, por lo tanto, de que no se puede detener ni alterar el curso de lo previsto, pero advierte de la factibilidad de dar una ocasión más, por escasa que sea, para una experiencia existencial sin precedente e irrepetible (43). Que se constate una alteración fisiológica, por supuesto grave, irreparable, afirma la definitiva irrecuperabilidad de un trastorno que constituye mecanismo decisivo en la cesación de las funciones vitales y conduce al exterminio orgánico previsto. No obligatoriamente la comprobación de un dañó fisiológico severo indica el final de la vida, ya que hay deterioros funcionales avanzados o completos; que pueden ser suplidos por medios extraordinarios de sostén vital, como puede ser el caso de la extinción de la función renal, superada por diálisis o por un transplante renal. De modo inverso, la superación de un daño fisiológico severo, no indica obligadmente que puede modificarse el curso natural de una enfermedad terminal, cuyo desenlace puede ser independiente de una mejoría parcial de funciones. Pero, inobjetablemente, este compromiso funcional resalta la precariedad del sistema orgánico que se mantiene en una estabilidad transitoria o residual.

CUESTIÓN DE PROBABILIDADES La existencia de una enfermedad irreversible es el hecho central pero, igualmente, por sí solo, no establece proscripción inadecuación de maniobras de sostén vital ya que el pronóstico del proceso puede tener grados importantes de variación y su precisión, aún mediando la relevancia adicional de los otros dos componentes de esta configuración, no pasa de ser una estimación probabilística (21, 44). La medicina, según ha sido definida ya clásicamente, es un arte de probabilidades con lo cual intentamos reducir la incerteza. Pero, aun en casos de análisis objetivos y directos, es excepcional que se pueda asegurar un hecho en la mayor parte de los problemas o situaciones en observación. De modo tal que cualquiera sea la situación que conduzca a un estado terminal, nadie podrá aproximarse a la certidumbre de ocurrencia de un proceso, aquí explicitado como el término de la vida, sino que a través de estimaciones ponderables. En la balanza del juicio para discernir irrecuperabilidad, irreversibilidad e inminencia de la muerte, se ha intentado más de una medida que pretendería marcar la diferencia para legitimar o no la omisión o procedencia de intervenciones tendientes a no dilatar la muerte (4, 13. 31) Pero ¿quién puede decretar no justificación de medidas de sostén, cuando los indicadores de

sobrevida bajan de 10, 5, 1, ó menos por ciento, en grupos equivalentes de pacientes, analizados multivariadamente?… Aunque seamos escépticos al milagro!. Con la muerte no se juega, podría alegar más de alguien sentenciosamente. Y desde luego que nadie pretende asumir actitudes frívolas frente a un tema como el que discurrimos. Pero toda situación en que intervienen dinámicas de probabilidades se torna inmediatamente un juego, donde quien decide apuesta a la mejor opción prevista y asume el riesgo de no acertar (21). El sinónimo de esta conducta es la incerteza, y para reducirla, acercándonos por lo tanto a la mejor elección, recurrimos a la información más exhaustiva y precisa que nos proporciona la ciencia médica (6). En lo residual, decisivo e inconmesurable aunque remanente, funciona el arte. Así, como en otros, se configura el acto médico en este nivel de decisiones.

LA UTILIDAD DE LAS INTERVENCIONES Legitimada la autonomía del paciente, su capacidad de discernimiento y las posibilidades, aunque bajas, de recuperación del enfermo terminal, cabe considerar la eficacia variable de los procedimientos invocados. Pero, especialmente, es causa de debate y decisiones con trascendencia ética, ya sea la indicación por el médico de intervenciones inoperantes, alguna de las cuales pueden ser o servir de placebos, como la petición por el mismo paciente de que se le administre un tratamiento inútil. El escenario del paciente terminal es insensiblemente álgido frente a resoluciones de esta naturaleza. Merece por lo tanto, al menos, un párrafo de reflexión. No existe consenso sobre el concepto y el significado do la futilidad, y las discusiones, no obstante dirimir discrepancias, han contribuido a aumentar la ambigüedad del término en base a las múltiples versiones que lo interpretan (30-33, 36). En específicas sentencias de cortes norteamericanas, ha habido desentendimiento de considerar la eficacia de una intervención, en rescate de la competente autonomía del paciente y sus subrogantes para imponer su derecho a petición de terapia (37, 41-42). No obstante, resulta evidente y en opinión de destacados eticistas debiera ser ese el criterio informante de decisiones pertinentes, que sólo es plausible una resolución técnica para definir la eficacia de un medicamento o una intervención, y toda opinión dispar, aunque estuviera avalada por una apreciación de beneficio empírico, no debiera considerarse idónea para sustentar una indicación acertada. Por otro lado, la condición de futilidad es representada por una intervención cuyo beneficio es igual a «0», y en tal criterio tendría que fundamentarse una estimación de esta especie (4, 33). El punto que interesa resaltar en relación a enfermos terminales es si se considera viable un procedimiento de soporte vital cuya estimación de beneficio es nula de acuerdo al conocimiento general. En tal situación resulta plenamente justificado el disponer de indicaciones clínicas para abstenerse de

efectuar maniobras de reanimación o apoyo para sobrevida, como las que progresivamente se implantan en los centros asistenciales de intervención o que explicitan como voluntades manifiestas quienes son vulnerables, en virtud de presentar enfermedades irremediables, a formas de muerte que pudieran ser manejadas con desproporcionada agresividad (14. 21). En esta situación, una vez más, la apreciación de que se estén utilizando medios extraordinarios ineficientes en la circunstancia dada, y aún más si no deseados por el paciente afectado, sustentan la validez de una decisión de abstención, que debería ser alentada por el médico, en acuerdo con los familiares, al carecerse de la opinión expresa del enfermo con juicio competente.

LA DECISIÓN MÉDICA FRENTE AL ENFERMO TERMINAL Las dificultades que enfrenta el profesional que tiene que tomar decisiones frente al paciente terminal han dado origen al uso de pautas de indicaciones y procedimientos para dirigir las conductas profesionales. Contemplan sin duda, los aspectos éticos que tienen ingerencia en el tratamiento de enfermos terminales; pero siendo tales referencias dispares según la cultura y la legislación en cada país, los contenidos y el sentido de esas normas, en ausencia de un cuerpo legal pertinente y estructurado; debieran ser fijados por los comités de ética locales, en atención a las regulaciones y criterios prevalentes en la sociedad de que se trate. Lamentablemente, hay que constatar que los criterios éticos tienden a ser dispares en una serie de aspectos y sobre temas no sólo relevantes sino que de grave trascendencia moral y social (45). Sin ir más lejos, la decisión de suspender medidas de tratamiento consideradas «heroicas o de excepción, puede concitar desviaciones de conducta severas y apremiantes, cuyos resultados si que son irreversibles, y pueden lindar en acciones configuradas como omisiones culpables, de cuasidelito o mayores, con las añadidas responsabilidades de efecto jurídico (46). Las pautas de manejo clínico pueden orientar pero no salvaguardan de demandas judiciales o cuestionamiento de conductas, por lo menor, audaces. Sin duda, tampoco el médico deberá supeditar su accionar a exponerse o no al presunto riesgo de una querella por negligencia médica. Nada más inapropiado, también desde el punto de vista ético, que el médico actúe a la defensiva. Pero es su obligación buscar los caminos más equilibrados para decidir el más beneficioso proceder, resguardando los valores éticos fundamentales y actuando con sujeción a la evidencia científica. Por más reivindicada que esté la autonomía del paciente y abierto el procedimiento a ejecutar su voluntad si ésta ha sido expresada competentemente, será el médico quien comande el curso de las acciones consiguientes. En último término, en el análisis de decisiones complejas, las pautas de orientación no habrán cubierto todas las posibilidades ni aportarán la

certeza necesaria para resolver, y el médico estará abocado irrenunciablemente a ejercer su potestad sobre el curso de la enfermedad. En el sentido que lo haga, si para persistir en los soportes vitales extremos y de baja eficiencia o, para abdicar de ellos en procura de la paz interior y el sosiego merecido y aspirado tras una lucha estéril, su intervención será, una vez más, un juicio de probabilidades enriquecido por una intuición clínica imponderable, la conjunción de ciencia y arte que es patrimonio, virtud y fortaleza de la medicina y que en el escenario de la enfermedad terminal seguirá vigente mientras no se cumpla la sentencia inserta en el Nuevo Testamento de que el último enemigo (del hombre) en ser destruido, será la muerte (47).

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