Brizuela - El Trabajo.doc

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ADN La Nación Narrativa argentina Sábado 25 de agosto de 2007 | El estallido y sus esquirlas Original obra narrativa que, con un notable manejo del diálogo y del habla, y combinando los elementos más opuestos de la tradición literaria, propone una imprevista reinvención de la novela social Por Leopoldo Brizuela Para LA NACION Hacia fines del siglo XX, cuando ya parecía imposible el resurgimiento de cualquier forma de la novela social, Aníbal Jarkowski (1961) se aplicaba secretamente a la minuciosa imaginación de un universo ficticio que denunciaba, lejos de los recursos agotados de la "literatura comprometida", la política neoliberal y sus consecuencias en la Argentina. Enriquecido por las imágenes apocalípticas de la crisis del 2001, El trabajo, tercera novela del autor, configura el alucinante escenario de una city porteña que podría definirse como una versión arquitectónica del Dr. Jekyll. De día, sitio de las operaciones febriles de las grandes multinacionales, en edificios de un lujo y una modernidad casi futurista; de noche, cuando las grandes oficinas se vacían y las calles son invadidas por una legión de indigentes, "esta parte de la ciudad" se vuelve escenario, en sótanos y locales sombríos, de las formas más sórdidas del comercio sexual. Pero la representación es todavía más eficaz en otro nivel. Aun con su austeridad de estilo, con su total ausencia de énfasis, Jarkowski logra que su relato se rija por leyes muy parecidas a las de un sistema brutal que ha hecho del trabajo una mera "labor", según la distinción de Hannah Arendt, y, a la vez, un privilegio, el objeto de una competencia feroz en la que todo aspirante termina por sucumbir a una alienación cuya principal característica es la desmemoria, y en la que una de las principales torturas es la tentación de entregar, por fin, lo que más se tiene de humano. La historia narrada en El trabajo, que no puede resumirse sin perjudicar la lectura, podría presentarse, en cambio, ubicando a los protagonistas en su punto de partida. Por un lado, Diana, una muchacha de clase media despedida de una empresa después de haber

soportado abusos sexuales secreta pero perfectamente integrados a la rutina laboral; por otro lado, "el autor", un joven novelista frustrado por la absurda prohibición "por obscenidad" de su primer libro y que también ha venido descendiendo en la pirámide laboral: de escritor reconocido a redactor anónimo de una revista y, por fin, a empleado de uno de esos teatros de burlesque de la city que un antiguo condiscípulo acaba de montar en lo que fuera el consultorio médico de su padre. Frente a las dos opciones que se le plantean a la desocupada Diana -la de lanzarse otra vez a la lucha feroz por un empleo o la de ejercer la prostitución como alguna de sus compañeras despedidas-, ella prefiere una tercera, que une su destino al del "autor": la de bailarina en uno de esos espectáculos eróticos, en los que aún pervive la antiquísima tradición del varieté porteño (cuya estética se transmite oralmente, como un último resto del folklore, desde fines del siglo XIX). Ese encuentro suscita en Diana y en el novelista una curiosa esperanza: la de reencontrar por el "arte ínfimo" la propia humanidad perdida, la posibilidad de la aventura; y por fin, en la peripecia trágica que, para Jarkowski, muy lejos de todo optimismo obligatorio, parece costar la audacia de "poner el cuerpo". Al igual que en los relatos de Joseph Conrad (la primera línea de su anterior novela, Tres -1988- reelaboraba, a modo de homenaje y sucinto manifiesto estético, la primera línea de El corazón de las tinieblas ), el talento de Aníbal Jarkowski es ante todo evidente en la ejecución de las antiguas técnicas del arte de narrar: en el perfecto encadenamiento de una trama de acciones físicas, rápidas y obsesionantes, como si los personajes hubieran sido despojados de todo "mundo interior", convertidos apenas en cuerpos impulsados por necesidades físicas; en la sutil descripción de mundos completos a partir de los detalles mínimos (mudanzas de familias a nuevas casas donde ya no caben los muebles; muchachas de estricta "buena presencia" que se aplican a lavar, después de cada agotadora jornada de búsqueda de trabajo, una única muda de ropa interior; las diversas manifestaciones de un omnipresente deseo sexual que reclama mucho más que el placer: la verificación única -aparte de la que implica el hambre- de que aún se está vivo). Y presenta, sobre todo, un manejo del diálogo y del habla notables, con el que la clase media se revela anclada a una visión caduca de su propia vida, completamente ajena al cáncer que la está destruyendo, cáncer que, al ser reconocido a su debido tiempo, la dejará desligada de toda sociedad. Como característica común de los personajes, puede señalarse su profunda ambigüedad, propia sobre todo de quien ya ha sido hondamente herido y entiende que la primera lucha por la condición humana debe librarla contra sí mismo. La evidente, muy rara

empatía del autor con el mundo de sus personajes femeninos lo lleva a descubrir, por ejemplo, que Diana misma ha usado, como peligrosa herramienta de reacción ante el abuso de sus jefes, su antigua formación como bailarina clásica; y en todo varón -aun en el hermano de una víctima- parece acechar un manipulador en potencia. Pero El trabajo es notable en un plano más profundo: en la combinación de elementos de los géneros más opuestos de la tradición literaria, con una tersura que sólo puede permitir una vasta erudición literaria y una profunda reflexión sobre la técnica. Entre otros, El trabajo combina elementos de la novela apocalíptica de aventuras, con recursos de las formas clásicas y populares del relato erótico y pornográfico; herencias de la "novela de adolescencia" -una época que funciona, curiosamente, como la Edad Dorada en que aun se tenía proyectos-, con el extrañamiento típico de la fábula kafkiana y aun la imprevisiblidad argumental de la novela a lo César Aira. Por último, Jarkowski recurre al relato policial tradicional para armar el andamiaje en tres tiempos de la novela, así como la atmósfera de brutalidad e inesperada ternura del policial negro a lo Chandler. Este cruce de géneros implica una moderación de los rasgos más paradigmáticos de cada uno: aquí, los policías no están para descubrir y castigar al autor del crimen, sino para censurar cualquier transgresión a la "banalidad del mal"; aquí, el voltaje erótico, nunca opulento, es contrapesado por la vulgaridad del marketing sexual. Pero ¿cuál sería el objetivo, hoy, en la Argentina, de una novela social? Quizá reflexionar sobre el modo en que podemos "decirnos" después de que toda narración, toda explicación, se mostró insuficiente para aludir a la fuente del dolor. O, tal vez, ayudar a reconstruirnos como se construyen los personajes de El trabajo, como se construye el libro en sí, con los escombros dispersos después del estallido.

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