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Apéndice La magia de los números Se da por sentado que el mundo de las cifras y las matemáticas está exclusivamente habitado por la razón; que los sentimientos, las ideas religiosas y las emociones no tienen cabida en él. Pero ¿es así en realidad? Si damos un salto atrás en el tiempo y nos remontamos a la época en que el hombre empezó a ocuparse de los números, llegamos hasta la edad de piedra. Los cazadores prehistóricos han dejado en sus cavernas testimonios rudimentarios de cálculos de calendario que relacionaban las estaciones del año con la aparición de los rebaños de animales que les procuraban el sustento. El cálculo del calendario implicaba la observación del firmamento estrellado. Y naturalmente, el hombre primitivo no tenía la más mínima idea de la mecánica celeste. Sólo sabía que el calor del Sol, el rayo y la lluvia procedían del cielo. La bóveda celeste era al mismo tiempo fuente de bendiciones y de maldiciones. La consecuencia lógica fue que la observación del firmamento y los cálculos del calendario se convirtieron en objeto de culto. Sondear la voluntad de los dioses significaba no hallarse tan impotente ante las fuerzas del destino. Y el hombre primitivo creía que a los dioses celestiales se les podía influir con ofrendas y conjuros. La relación entre el cálculo y la religión aún se hizo más patente cuando los cazadores se asentaron y se convirtieron en agricultores y ganaderos. El cultivo de los campos y la cría del ganado debían estar sujetos a un orden, un mandato divino que era posible prever y calcular dentro de unos márgenes. Sequías, inundaciones y catástrofes naturales no eran más que expresión de esa misma voluntad, contrariada, de los dioses. Las culturas sumerias, egipcias y babilonias nos han aportado curiosos testimonios de religiones naturales emparentadas con el arte del cálculo. Maestros matemáticos y sacerdotes trabajaban codo con codeen la administración del imperio, la elaboración de cálculos del calendario, la astronomía y las predicciones astrológicas. Lógico fue entonces que, a raíz de aquellos estudios y mediciones, las propias cifras adquirieran un significación sagrada. El numero 60, por ejemplo, fue utilizado como base del más importante sistema babilonio de numeración. El amor por dicho numero tenía entre los astrónomos un trasfondo mitológico y practico a la vez: para la elaboración de planisferios había que dividir el firmamento en secciones iguales. El numero 10 planteaba un inconveniente fundamental: solo tenía como dividendos el 2 y el 5. Por el contrario, la cifra 60 poseía mucho más: el 2, 3,
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4, 5, 6, 10, 12, 15, 20 y 30. con este numero, la bóveda celeste era mucho más fácil de descomponer en sectores del mismo tamaño y, lo que era más importante, de hacer compatible con la marcha de los astros: el calendario babilónico también procedía del número 60, tenía 360 días. Pero hubo en la antigüedad otra cifra divina por excelencia: el 7. ¿Por qué, si era indivisible y difícilmente adaptable a los cálculos numéricos? Los astrónomos se dieron cuenta de que había dos tipos de astros: unos, impertérritos, encadenados al firmamento; otros, errantes que describen sus órbitas en el cielo. Junto al Sol y la Luna, vagando por el espacio, sólo se conocían los planetas observables a simple vista: Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno. Estos siete cuerpos celestes representaban el orden cósmico divino. No es fruto de casualidad que los planetas de nuestro sistema solar lleven nombres de divinidades. No hay, pues, que juzgar la cifra divina como una superstición absurda. Ya en el primer libro del Génesis se decía: «Y Dios bendijo al séptimo día y lo santifico, ya que en él descansó de todas sus creaciones…» Naturalmente en las Sagrada Escritura también aparecen las cifras 10 y 12. De ahí que existan diez mandamientos, diez plagas en Egipto, doce en Israel, doce apóstoles… Quien trate de descifrar el Antiguo y Nuevo Testamento a la luz de los símbolos numéricos hará curiosos descubrimientos. La cifra 7 aparece en estos textos docenas de veces: los siete pecados capitales, las siete maravillas del mundo, los siete sacramentos, los siete mares, el sermón de las siete palabras… El número 7 aparece a lo largo de la Biblia como una fórmula mágica. Los psicólogos han descubierto que nuestra memoria tiene una extraña fijación con el número 7. Pero regresemos al mundo de las matemáticas. La ciencia semioculta de los sacerdotes babilonios y egipcios se convirtió en Grecia en un saber científico libre y diáfano. Uno de los pioneros de este nuevo desarrollo de las matemáticas –que tuvo sus orígenes allá por el siglo VI antes de Cristo- fue Tales de Mileto, quien, a su vez, pasó a los anales de la historia griega como uno de «los siete sabios». Sus conocimientos, adquiridos durante sus viajes al Oriente Próximo, sentaron la base de su filosofía natural. Pero lo que le diferenciaba de sus colegas egipcios y babilonios era que él no trataba de anteponer una visión mística del mundo a los cálculos racionales. Así los griegos empezaron a experimentar con diversos modelos mecánicos del universo. Aparecieron por primera vez conceptos como materia, fuerza o energía. Hoy sabemos que aquellas ideas aún eran muy vagas pero podemos intuir la repercusión que tuvieron en la mentalidad de los hombres de aquella época. Las antiguas divinidades recibieron un nuevo puesto, más ajustado, en el orden del universo ¿Significaba eso el nacimiento del hombre racional y el fin de los dioses celestes? La respuesta parece muy poco matemática: sí y no.
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Cuando los sabios medievales redescubrieron los textos de la antigüedad clásica, se dieron cuenta de que con ideas revolucionarias habían estado trabajando los matemáticos griegos. Comparándose con ellos, los investigadores del Medioevo parecían de la época prebabilónica: su matemática se había limitado a la mística de las cifras, al cómputo de las fiestas eclesiásticas y a procesos aritméticos muy sencillos, en los que la división aparece como un complicado arte matemático. ¿Cómo fue posible que tantos conocimientos científicos se eclipsaran durante siglos de la conciencia humana? La respuesta también esta en los griegos; concretamente en Pitágoras de Samos. También entre los griegos existía lo inexplicable, la humana paradoja de que, junto al conocimiento matemático fundado en la razón, se encontraba fuertemente arraigada una matemática sobrenatural y mitológica. Su fundador Pitágoras. Tras muchos viajes a Oriente, fundó Trotona (al sur de Italia). Junto a la enseñanza de esa ciencia, el insigne griego también instruía a sus alumnos en la veneración de las cifras y en la reencarnación de las almas. Desde el punto de vista de la escuela pitagórica, el universo se componía de cifras. Las rectas eran femeninas y las curvas, masculinas. El numero 1 se consideraba creador de todo lo demás. ¿De donde procedía esa convicción en la fuerza de las cifras? En lo estudios de las escalas musicales se descubrió que los tonos poseen una relación estrictamente numérica entre sí. Así, cuando se recortaba la cuerda de un instrumento musical en la proporción 2:1, resultaba la octava. De este importante descubrimiento musical se dedujo que toda la armonía de la naturaleza se basa en una relación numérica. Incluso las órbitas de los planetas debían de obedecer esta «armonía celestial» ¿Qué podían hacer los matemáticos sino adoptar la creencia de que esta armonía debía de ser valida también para la geometría? Ironías del destino, porque sería precisamente el teorema de Pitágoras lo que cuestionaría toda la teoría pitagórica: descubrieron que la diagonal de un cuadrado con una longitud lateral de uno, daba como resultado el valor de la raíz de dos. Esto significa que había que hallar una cifra o una fracción que multiplicada por sí misma diera un valor de dos. Pero por mucho que se esforzaron, no consiguieron hallarla, así que llegaron a la conclusión de habían topado con la cifra irracional. Una denominación que, para nosotros, no tiene nada de extraordinaria ya que, hoy, en nuestro sistema numérico se conocen numerosas cifras irracionales. Los pitagóricos veían el asunto de forma muy diferente. Ante todo, guardaron en secreto su descubrimiento, comprometiéndose a no revelarlo bajo ningún concepto. Incluso dictaron un castigo para quien violara esa norma sectaria. Así cuando el pitagórico Hiparcos – que había osado revelar a los profanos sus conocimientos numéricos- pereció en un naufragio, todos sus hermanos de orden lo consideraron un castigo divino. Sería en este momento cuando se cerraría el círculo y volveríamos al razonamiento matemático medieval. La parte mitológica –derivada de una armonía sobrenatural- fue asumida por el cristianismo, y la parte más estrictamente significativa y matemática se perdió poco a poco.
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La liberación de la concepción mística del mundo supuso un hito cultural en la historia del pensamiento, tal como nos revela la biografía del astrónomo y matemático Kepler (15711630). Sólo cuando Kepler se atrevió a mirar más allá de la religión consiguió establecer la consonancia entre sus cálculos y sus conocimientos astronómicos. Así fue como demostró que los planetas describen órbitas elípticas alrededor del Sol. Y todavía hoy, en plena era de la astronáutica, los científicos siguen constatando que cada satélite, cada sonda espacial, sigue fielmente las leyes de la mecánica celeste que Kepler descubriera hace cuatrocientos años. Regresemos, no obstante, al número infinito, a ese número que atrae irresistiblemente al hombre desde que se ocupa de las matemáticas. ¿Puede entonces siquiera imaginarse el infinito en términos de cálculo? Los matemáticos están de acuerdo en que lo infinito resulta impensable en el mundo de lo real. Tomemos, por ejemplo, una cifra muy elevada: el número total de partículas que existen en el universo –protones, neutrones y electrones- se ha calculado en torno a 10 elevado a 80, un número con ochenta ceros que, en definitiva, resulta relativo y no infinito. A lo largo de la historia del pensamiento y la ciencia han sido mucho –Anaxágoras, Arquímedes, Aristóteles…, en la Antigüedad; Gauss y Cantor, entre muchos otros, en la Edad Contemporánea- los que han sentido la fascinación del infinito, una cifra mágica que salta hecha pedazos en el momento que se le suma un simple uno. Lo infinito apareció cuando la razón humana quiso crearlo. Y así, del mismo modo que es posible imaginar la dimensión del tiempo en su aspecto infinito, puede también imaginarse un mundo infinito de números susceptibles de ser calculados. El griego Zenón de Elea con su conocida paradoja –Aquiles el rápido debía competir con una tortuga que le llevaba diez metros de ventaja- pretendía demostrar lo absurdo de lo infinito. La tesis de este filósofo era que, aunque Aquiles era capaz de correr diez metros en un segundo, nunca podría sobrepasar a la tortuga, que en ese mismo tiempo avanzaba un metro. Porque toda vez que Aquiles llegara a los sucesivos puntos que fuese alcanzando a la tortuga, ésta ya habría recorrido otro espacio, inferior, pero rigurosamente proporcional al recorrido por Aquiles. Y aunque este continuara su persecución, la tortuga le sacaría ventaja, por mínima que fuese, y que según Zenón se perpetuaría hasta el infinito. Todo el mundo sabe que en la realidad cualquier corredor sobrepasaría la tortuga exactamente a los 1+1 segundos. Entonces, ¿por qué resulta aparentemente irrebatible la impecable tesis de Aquiles y la tortuga?
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Para George Cantor, creador de las teorías de conjuntos infinitos, a finales del pasado siglo, los números infinitos pueden existir verdaderamente, aunque eso sí, respondiendo a unas reglas matemáticas distintas a las que rigen a los números finitos. Lo contrario daría lugar a este tipo de «sofisma teórico» escondido tras una expresión matemática. Para explicarlo, Cantor planteaba otra paradoja. Si se toman todos los números enteros del uno al mil: 1, 2, 3…, y se comparan con una segunda serie pero esta vez de números pares sólo: 2, 4, 6, 8…, obviamente la primera serie contiene el doble de números que la segunda. Ahora bien, si se suceden ambas series hasta el infinito adquieren las dos la misma cantidad de elementos. Cantor lo hacía adjudicando a cada número de la primera serie uno de la segunda, de tal manera que al 1 de la primera línea le corresponde el 2 de la segunda; al 2 de la primera, el 4 de la segunda; al 3, el 6; al 4 el 8 y así hasta el infinito, y siempre habría una cifra de la segunda serie para adjudicar a la primera, ¡aún cuando de la segunda se había eliminado un número de cada dos!. Sin embargo, el mismo Cantor resolvía su propia paradoja, y también la planteada muchos siglos antes por Zenón, defendiendo tres tipos de infinitos y proponiendo la existencia de diferentes tamaños de infinitos, algo tan novedoso que muchos entendidos, antes y ahora, se niegan a aceptar. Porque ¿existe realmente el infinito o se trata sólo de un sueño de la razón? Y si existe, ¿todos los posibles infinitos son iguales?.
El primer matemático de la historia Pitágoras es una de las figuras más importantes y, sin embargo, más misteriosas del Siglo VI antes de Cristo, que es también la época del príncipe Siddhartha Gautama, de LaoTse y de Confucio. Como no existen relatos originales, su figura queda envuelta en el mito y la leyenda, y resulta difícil separar los hechos de la ficción. Ninguno de los datos de su vida puede darse como seguro, salvo que pasó su infancia en Samos, que ya bien entrado en la cincuentena escapó de la tiranía de Polícrates para establecerse en Trotona, donde vivió 20 años, y que murió en Metaponto. A partir de aquí todas las afirmaciones han de matizarse con un “posiblemente”. Nacido hacia el año 569 a.C. posiblemente en Samos, una montañosa isla del mar Egeo, próxima a la costa de Turquía y famosa por sus vinos y aceites, era hijo de Mnesarco, un rico comerciante fenicio, y su mujer Pitias. Dicen que era muy guapo, y recibió una buena educación, que es probable que supiese tocar la lira y recitar a Homero. De niño viajó mucho con su padre. Parece que en Mileto pudo haber aprendido algo de geometría de Anaximandro e incluso del entonces anciano Tales, uno de los sabios de Grecia. Quizás por su consejo viajo por Egipto durante 20 años, donde aprendió más geometría y astronomía y se inició en
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cuestiones religiosas; después lo llevaron prisionero a Babilonia conquistado por los persas.
cuando Egipto fue
Cuando tenía 56 años se estableció en Trotona, una de las muchas ciudades autónomas de la magna Grecia, al sur de la península Itálica. Allí creó una Academia y la llamada Hermandad Pitágorica, una especie de secta o comuna de hombres y mujeres de carácter religioso-filosófico-científico-político que llego a tener 600 miembros. Hasta entonces estuvo soltero. Allí se casó con Teano, discípula de la Academia e hija de Milón de Trotona, hombre rico y muy famoso como luchador, pues se había erigido como campeón en numerosas olimpiadas. Pitágoras dirigia la Hermandad Pitágorica desde la casa de su suegro, que le había cedido parte de las dependencias. Se ha dicho que quizás el carácter elitista y secreto de aquella Hermandad fue uno de los motivos de incomodidad en Crotona que llevaron al complot para asesinarlo, cuando tenía 80 años. Parece ser que consiguió escapar y murió (algunos dicen que se dejó morir de hambre) en la vecina ciudad de Metaponto, donde también tenía una comunidad de discípulos. Pitágoras y Teano tuvieron hijos e hijas. Tras la muerte de Pitágoras, su mujer se hizo cargo de la Academia y confió a una de sus hijas, Damo, la tarea de conservar y mantener en secreto los escritos de su padre. Teano se interesó por la física, la medicina y la pedagogía y destacó en matemáticas por sus trabajos sobre la proporción aurea.
Pitágoras: Una vida de leyenda Hacia el año 525 antes de Cristo, Trotona, ciudad colonial griega de la Italia meridional, encerraba un extraño secreto para el mundo heleno. Su desahogada situación económica chocaba con el austero modo de vida de los crotenses. El silencio reinante en la ciudad sorprendía al viajero habituado al bullicio de otras ciudades griegas, siempre abarrotadas de ruidosos oradores. La avasalladora retórica de los sofistas parecía no haber tenido buena acogida en la pequeña ciudad colonial. El asombro era aún mayor cuando se pensaba que sólo tres días de marcha separaban a la modesta Crotona de la voluptuosa Sybaris, famosa por su inclinación a todos los placeres. También los crotenses habían saboreado pocos años atrás los deleites de la vida opulenta. Pero un día sucedió lo inconcebible: probablemente el año 528 a. de C., desembarcó en su puerto un hombre incomparable. Su nombre era Pitágoras y su llegada venía precedida de fabulosas historias sobre la universalidad de su saber y la magia que emanaba de su persona.
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Oriundo de la Isla de Samos, la suerte quiso que Pitágoras naciera –probablemente en el año 585 a. de C.- en el seno de una rica familia de joyeros. La fortuna de su padre permitió al sabio dedicar casi treinta años de su vida a saciar su inagotable sed de conocimientos. El joven comenzó su aprendizaje del famoso Ferékydes, por entonces indiscutido corifeo de la mística y la filosofía de la religión. A él se atribuye la difusión en Europa de la teoría de la transmigración de las almas, pensamiento que marcó profundamente a su joven discípulo. Contrastando con el anterior, Pitágoras escogió como segundo maestro a un desapasionado científico natural: el famoso Tales de Mileto, de quien aprendió las claves de la geometría y la astronomía. A través de Tales, conoció Pitágoras a su tercer profesor, el filósofo Anaximandro. Este pensador sostenía que los mares eran restos de un primitivo estado en que toda la tierra se encontraba bañada por las aguas. Agotadas las fuentes del saber griego de su época, el genio decidió continuar sus estudios en Egipto. Aunque en pleno declive cultural, la tierra de los faraones encerraba todavía un mundo de conocimientos en materia de arquitectura, geometría, astronomía y ciencias ocultas. Y aunque hasta hoy sigue sorprendido que los elitistas sacerdotes de los templos de Amón, Ptah, Horus e Isis revelaran sus secretos al joven y desconocido viajero, lo cierto es que Pitágoras tuvo acceso a ellos. Tras veintidós años de estudio en Egipto, el sabio pasó todavía un largo período en Babilonia, donde parece haber conocido al mismísimo Zaratustra. El año 530 a. de C., ya cumplidos los 50 años totalmente imbuido del saber del mundo antiguo, Pitágoras regresa a su isla natal. El tirano Polícrates, por entonces indiscutido soberano de Samos y generoso mecenas, recibió calurosamente al hijo pródigo que regresa al hogar. Pero muy pronto comprendió que una personalidad como la de Pitágoras, que sin poder aparente era capaz de despertar la admiración entre todos sus congéneres, podía trastornar su tranquilo reinado. El sabio percibió tal desconfianza y decidió que Samos no era el sitio adecuado para plasmar los grandes planes que forjaba su mente. Para Pitágoras no era suficiente dedicar el resto de su vida a la tarea de transmitir conocimientos. Su espíritu absoluto no descansaba hasta alcanzar la verdad última de cada fenómeno. Su experiencia le enseñaba que el aprendizaje suponía mucho más que un gran esfuerzo intelectual. Sólo una rigurosa autodisciplina, un estricto control de cada hora del día y una dieta absolutamente vegetariana, permitían acceder al saber absoluto. Por eso Pitágoras decidió fundar la primer universidad privada en suelo europeo, dedicada al estudio de la teología y las ciencias naturales. Los estudiantes vivirían bajo un mismo techo, formando una especie de hermandad o cofradía. El por qué de la elección de Trotona como asiento de la misma, sigue siendo un enigma hasta nuestros días. Lo cierto es que Pitágoras desembarcó en esta ciudad el año 528 a. de C. siendo recibido triunfalmente por sus curiosos ciudadanos. A requerimiento de éstos, el maestro dio
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cuatro discursos públicos, cada uno de ellos especialmente elaborado para el auditorio que previamente seleccionó: primero fueron los senadores de la ciudad; luego los hombres adultos; en tercer lugar, las mujeres y por último los jóvenes. Estas cuatro sorprendentes conferencias bastaron para transformar a los opulentos habitantes de Crotona en ciudadanos ejemplares. La noticia se extendió rápidamente por toda la Italia meridional. Crotona se vió pronto invadida por viajeros que afluían a escuchar al sabio. Pero el camino no era sencillo: a diferencia de otros maestros de la antigua Grecia, que admitían a cualquier joven aristócrata cuyo padre pudiese solventar el altísimo costo de la enseñanza, Pitágoras despreció la riqueza familiar y seleccionó meticulosamente a sus futuros discípulos. Tampoco los sometía a las acostumbradas pruebas orales o escritas. Simplemente reunía a un grupo de candidatos en el patio de su casa y recorría la filas en silencio, observándolos detenidamente. Sólo de tarde en tarde interrogaba someramente a algún candidato, como si fuese capaz de conocer a los hombres por su sola apariencia exterior. Finalmente, sin decir palabra, con un gesto de la mano, separaba el trigo de la paja. Pero allí no acababa todo. Los elegidos todavía eran subdivididos en dos grupos: el de los mathematikoi, jóvenes especialmente dotados para el estudio de las ciencias naturales, a quienes Pitágoras pretendía enseñar la conclusiones filosófico-religiosas a través de pruebas científico-matemáticas; y los akusmatikoi, hombres más simples pero igualmente sensibles, que llegarían al conocimiento de la verdad a través del estudio de dogmas y aforismos. Todavía existía un tercer grupo no incorporado a la hermandad, pero igualmente deseoso de aprender. Se trataba de personas de vida normal, a quienes Pitágoras dirigía sencillos discursos sobre el correcto obrar de los hombres. La falta de fundamentaciones científicas –solo al alcance de unos elegidos-, no impedía que los ciudadanos absorbieran las enseñanzas del maestro. Volviendo a la actividad de la universidad pitagórica. Ante todo conviene aclarar que carecemos de toda referencia directa, pues Pitágoras jamás escribió una de sus lecciones ni permitió que lo hicieran sus discípulos. Dos motivos explican sus actitud. En primer lugar, creía que la lectura de tales escritos por personas carentes de la inteligencia necesaria para comprenderlos, podía provocar un caos contraproducente en tales mentes inmaduras. Por otra parte el sabio valoraba demasiado el conocimiento, como para entregarlo ligeramente a quien ningún esfuerzo moral había realizado para ganárselo. Le preocupaba, además que sus enseñanzas pudieran ser malinterpretadas y deformadas por simples apasionados. Cuatro asignaturas básicas estudiaban los mathematikoi: aritmética, geometría, armonía y astronomía, ciencias que a juicio de Pitágoras conducían al conocimiento de las leyes naturales. Una vez aprendidas las leyes que explicaban la estructura y desarrollo de la naturaleza, se alcanzaba la idea de logos, es decir, del plan seguido por el creador en la
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formación del cosmos. Y quien lograba comprender al menos una parte del logos –es decir el plan divino-, comprendía al mismo tiempo algo del ser mismo de dios. Tales conclusiones resultaban especialmente aplicables a la astronomía, ciencia que nuestro sabio había aprendido con los insuperables caldeos de Babilonia. Su concepción de los planetas como fuerzas divinas capaces de influir sobre todos los seres vivientes de la tierra, constituía la base del Logos ton astron, la más prestigiosa de las antiguas ciencias ocultas. Pitágoras introdujo esta teoría en Europa y, fundándose en argumentos puramente especulativos, concluyó que todos los cuerpos celestes describen círculos matemáticamente perfectos. Aunque luego se demostró que las órbitas de algunos planetas son elípticas y no circulares, esta conclusión no invalida la teoría pitagórica. En cualquier caso se trata de órbitas matemáticamente preestablecidas y como tales, susceptibles de un cálculo exacto. Es imposible quedarnos con las abstracciones de la aritmética pitagórica. Sí conviene, en cambio, recordar que su geometría no se agota en el famoso teorema que reza: el
cuadrado de la hipotenusa de un triángulo recto es igual a la suma del cuadrado de los catetos. Lo que en verdad caracteriza a la geometría pitagórica es el sentido casi mágico que el sabio atribuyó a ciertas figuras geométricas básicas, tales como el triángulo isósceles, la pirámide y el pentágono. La exactitud de la prueba matemática, base de todo el pensamiento pitagórico, llegó también al campo de la música. Profundo conocedor de este arte, el maestro aplicó los tonos musicales al tratamiento de enfermedades físicas y psíquicas, componiendo melodías capaces de contrarrestar depresiones, arrebatos de cólera y todo tipo de alteraciones emocionales. Con la ayuda de un monocorde –instrumento de una sola cuerda–, Pitágoras estudió la relación numérica de los intervalos sinfónicos, descubriendo que cada sonido está en relación con la longitud de la cuerda. Cuatro números desempeñan un papel fundamental en la teoría de la armonía: 12-9-8-6. Ellos encierran la más perfecta de las proporciones: 12 es 9 como 8 es a 6. El 9 es la «media aritmética» entre 12 y 6, lo que significa que la diferencia entre 12 y 9 es igual a la diferencia entre 9 y 6. El 8 constituye, a su vez, la «media armónica» entre 12 y 6, pues la relación (12-8):(8-6) es igual a la relación que guardan el 12 con el 6. Luego de esta pequeña incursión en el mundo científico de los mathematikoi, conviene volver la vista hacia los dogmas estudiados por el segundo grupo de pitagóricos, los akustimatikoi. Algunas de estas proposiciones doctrinales revestían la forma de preguntas y respuestas: ¿Qué es lo más sabio entre las cosas humanas? –la medicina; ¿lo más bello? –la armonía; ¿lo más poderoso? –la inteligencia. Otras eran reglas de vida: «No desgastes tu corazón»; es decir, nunca te abandones al dolor desenfrenado. «No atices el fuego con tu cuchillo»; esto es, abstente de aumentar con palabras agrias la cólera del iracundo.
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Bajo el más estricto secreto, los discípulos de Pitágoras tuvieron acceso a una de las ciencias ocultas que el maestro había aprendido en Babilonia. Su contenido no es desconocido, pero todas las crónicas le atribuyen poderes milagrosos. El propio Aristóteles comenta que en una oportunidad Pitágoras fue visto en dos ciudades distintas al mismo tiempo. Entre sus habilidades se contaba también la capacidad para predecir terremotos. Hoy sabemos que muchos animales, cuyos órganos sensitivos no están atrofiados como de los hombres, pueden percibir tales fenómenos con mucha antelación. Esta misma razón explica fácilmente aquella aptitud «mágica» del sabio. ¿Pero como se vivía en la universidad pitagórica? La actividad comenzaba con la salida del sol. Cada discípulo realizaba un solitario paseo matinal, para reunirse luego con sus compañeros en las horas de aprendizaje y ejercitación física. Ya cerca del mediodía se tomaban los primeros alimentos: una rebanada de pan untada con miel natural. Luego de este primer refrigerio, los hombres dedicaban algunas horas a los asuntos públicos, cumpliendo así con lo prescrito por la ley. A última hora de la tarde emprendían un nuevo paseo, esta vez en pequeños grupos. Era el momento de discutir y repetir lo aprendido en la jornada. El día acababa con una cena comunitaria que finalizaba antes de la puesta del sol. Los pitagóricos seguían una dieta estrictamente vegetariana, pues el maestro enseñaba que toda carne era creación animada. En el aspecto religioso, Pitágoras rechazaba los sacrificios de animales, contentándose con ofrecer sahumerios y plantas al dios Apolo, única divinidad griega que no exigía ofrendas sanguinarias. No es de extrañar la predilección de la hermandad pitagórica por el dios que personificaba todos los ideales del maestro: razón, mesura, belleza y armonía. También en la vida política lo pitagóricos desempeñaron un papel preponderante. A fines del siglo VI a. de C., la influencia política del grupo se extendía por toda la Italia meridional, alcanzado incluso las orillas del Tíber. Pero con la llegada de las nuevas ideas democráticas nacidas en Atenas de la mano de Solón, la élite pitagórica –siempre favorecida por la aristocracia-, sufrió un duro golpe. Sin embargo, el avance del pensamiento igualitario no basta para explicar la creciente hostilidad hacia este grupo de eruditos. También hubo una cuota de envidia frente a estos hombres que parecían saberlo todo, se obstinaban en guardar silencio y sólo rendían tributo a sus iguales. Pero el verdadero golpe de gracia fue el ataque contra la corrupta Síbaris. En vano esperaron los pitagóricos la llegada del castigo divino. Frente a la inactividad de los dioses, decidieron tomarse la justicia por su mano recurriendo al uso de la fuerza, medio que en general execraban. El año 510 a. de C., los crotenses, con los pitagóricos a la cabeza, atacaron y destruyeron totalmente aquel lodazal de vicios.
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Pero los vencidos sibaritas comenzaron muy pronto el contraataque. Su método se puso en práctica en el seno de las asambleas públicas de otras ciudades ricas de la región: poco a poco, el temor de correr igual suerte que los sibaritas se adueñó de los ciudadanos acostumbrados a una vida acomodada. En la propia Crotona, la extraña conducta de la élite pitagórica comenzó a levantar sospechas. Un día estalló la violencia. La casa de reunión –o mejor dicho, la primera universidad de occidente-, ardió en manos de los agresores. Muchos cofrades encontraron allí su muerte. El maestro se vio obligado a huir a la vecina ciudad de Metaponto, donde murió probablemente el año 497 a. de C. Los supervivientes de los sangrientos sucesos de Crotona huyeron a Grecia, donde fueron calurosamente recibidos por Platón. El mismo Aristóteles refiere que muchas ideas pitagóricas pasaron –con o sin modificaciones- a los escritos platónicos. Un siglo después, los pitagóricos lograron restituir algo de su antiguo prestigio, pero nunca pudieron recuperar el protagonismo de que gozaron en vida del maestro. El definitivo triunfo del cristianismo en el siglo IV d. de C., se llevó consigo gran parte de los escritos de la escuela, que sucumbieron a las llamas junto con muchos documentos paganos de la antigüedad. Pero las ideas pitagóricas nunca murieron. En la Italia medieval, una secta secreta conocidos como los fratelli obscuri, retomó las antiguas ideas del sabio. También en nuestros días existen numerosos grupos de inspiración pitagórica diseminados por el mundo. La mayoría se ocupa de la nada sencilla tarea de desentrañar la verdad histórica en lo relativo al pensamiento y personalidad del sabio, pero no faltan quienes intentan llevar a la práctica aquel espartano modo de vida que caracterizó a la escuela. Así, a través de sus poderosas, profundas y siempre geniales ideas, 2 500 años después de su muerte, el gran Pitágoras sigue actuando sobre la mente de muchos hombres del siglo XX.
La Hermandad Pitágorica La Hermandad Pitágorica era la típica secta cuyas enseñanzas quedaban reservadas para los iniciados. Para ser aceptado había que superar numerosas pruebas físicas y psicológicas. Mantenían una disciplina severa y autoritaria. Los ingresados no podían intervenir en las discusiones, ni siquiera para preguntar, hasta los cinco años de haber entrado. El Maestro hablaba desde detrás de un cortina a estos alumnos “exotericos” o acusmáticos (oyentes). Al cabo de esos años, iniciados en la doctrina, pasaban al otro lado de la cortina (eran “esotéricos”) y podían ver al Maestro. Los que ya eran matemáticos, comenzaban a vivir en la comunidad y habían de renunciar a sus bienes, ser vegetarianos y practicar otras abstinencias. La idea pitágorica fundamental era la convicción profunda de que el cosmos podía comprenderse mediante el número. Uno de sus principios era: “Todo es número”, y por eso, cuando descubrieron los números irracionales los mantuvieron en secreto, porque aquello
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afectaba a la misma base de su filosofía. Los pitagóricos utilizaban para reconocerse un emblema secreto: la estrella de cinco puntas, obtenida al trazar las diagonales de un pentágono regular.
Todo esta calculado en el universo Esta historia comienza en un lugar: Alejandría. Un año: 168 antes de Cristo, aproximadamente. Protagonista: Apolunio de Perga. Obra: Apollonii Pergaii Conicurum, libri VIII (De la cónicas de Apolunio de Perga, Libro VIII). Contenido: secciones cónicas (consistía en cortar con planos diferentes e imaginarios un cono a su vez imaginario). Con ello iba a conseguir tres tipos de secciones cónicas: elipses (que significa defecto), parábolas (igual) e hipérboles (exceso). Apolunio estudió las características de estas formas y estableció la teoría general de las curvas en todos los grados y el nivel de parentesco que tenían entre sí. Obviamente, Apolunio no podía prever la utilidad que a todo ello le buscaría le buscaría y encontraría el pragmático hombre del siglo XX. Casi dos mil años después, el gran astrónomo y matemático alemán Kepler (15711630) se encuentra en un callejón sin salida frente a sus observaciones astronómicas. Como matemático sabe que entre las muchas formas orbítales imaginables tiene que encontrar la correcta, hasta que topa con la fórmula de una elipse, que un griego llamado Apolunio estudiara en la Biblioteca de Alejandría. Kepler comienza los cálculos sin grandes esperanzas. Pero para su sorpresa, las elipses de Apolonio coinciden con las observaciones del astrónomo Tycho Brahe, su maestro. Así, Kepler descubre que Marte, al igual que los demás planetas, describe órbitas en forma de elipse en uno de cuyos focos se encuentra el Sol. Cuando Newton (1643-1727) dedujo sus leyes de gravedad a partir de los cálculos keplerianos , reconoció que no sólo las elipses, sino también las demás secciones cónicas halladas por Apolonio, casaban perfectamente con las fórmulas matemáticas que él mismo había establecido. Por ejemplo, la sección de una parábola describía la trayectoria de un proyectil. En el año 1686 Newton afirmaba haber deducido la ley de la gravedad –veinte años antes- de las leyes de Kepler. Aún más sorprendente resulta el que los científicos contemporáneos afirmen que los vehículos espaciales que salen de nuestro sistema solar se «encuentran» de nuevo las figuras imaginarias de las que hablara Apolunio hace más de veinte siglos. ¿Se trata de una casualidad? Para esta cuestión no existe una sola y unánime respuesta, porque todavía el colectivo científico no ha resuelto la vieja lucha que mantienen los matemáticos: matemáticos ¿invento o descubrimiento? Y al respecto las opiniones se hallan divididas. Según unos, si las
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matemáticas se debieron a un descubrimiento, habría que aceptar el hecho de que en el mundo existe un ordenamiento universal superior. Por la misma razón debería encontrarse presente en la naturaleza, en los átomos y en el cosmos ya antes de la aparición del propio hombre. Por el contrario, si se tratase de una invención, la ordenación matemática no sería una ley sino una convención de la razón humana. Ideas y preocupaciones como las que hasta ahora expuestas obsesionaron al químico Mendeleev. El científico ruso se propuso desentrañar el secreto de los elementos químicos con la ayuda de una sencilla serie numérica. Cuando él comenzó sus investigaciones –en 1869- ya se conocían 65 sustancias químicas básicas: los elementos. Sin embargo, era poco lo que se sabía acerca de ellos: peso atómico y algunas de sus propiedades. Mendeleev, en la Universidad de San Petersburgo, se dedicó a adjudicar una especie de ficha a cada uno de tales elementos en los que anotaba el peso atómico y las propiedades más importantes. Trató, como en un rompecabezas, de ir colocando las tarjetas por orden – según el peso atómico- y debajo, los elementos con propiedades parecidas. Hubo de cambiar la posición de las fichas miles de veces hasta dar al fin con un sistema de series horizontales y verticales. No obstante, la ordenación no parecía tener fin: entre algunos de los elementos existían saltos numéricos y era imposible conseguir toda la serie sin espacios vacíos. La idea genial de Mendeleev fue la de concluir que, forzosamente, deberían existir elementos aún no descubiertos. Tan convencido estuvo de ello que inventó algunos que correspondiesen a sus huecos, cuyo peso atómico y propiedades calculó teóricamente. Llegó, incluso, a dar nombres a sus elementos imaginarios. La creencia de Mendeleev en la ley natural de las cifras pudo confirmarse pronto: en el año 1875 se descubrió el galio (al que había llamado eka-aluminio) con las propiedades predichas por él. Otro de sus elementos fantásticos, el eka-bohr, fue descubierto en Suecia y recibió el nombre de escandio. Por segunda vez Mendeleev había acertado. Su sistema periódico de los elementos se mostró tan susceptible de ser ampliado, que toda una serie de gases nobles, que ni el propio químico ruso pudo siquiera sospechar, se introdujo en su tabla como una nueva serie vertical. Es evidente que la ley numérica es valida también en el mundo natural. Ahí están para corroborarlo las investigaciones de las materias inertes (los grandes planetas) y la propia estructura de los núcleos atómicos… Siempre hace su aparición el número, el orden; en definitiva, el cálculo matemático. Sin embargo, la ordenación numérica en la naturaleza viva se nos antoja cercana a la magia de los números o a la oculta creencia en lo natural. En la misma dirección apuntan las investigaciones a partir del siglo XVI (aunque ya lo había intuido Arquímedes), cuando aparecen las tablas de logaritmos. Para simplificar la
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multiplicación y la división de grandes cifras se desarrolló un nuevo sistema numérico con el que se hacía posible la relación de las relaciones multiplicativas en aditivas. La enorme simplificación de trabajo que supusieron los logaritmos permitía operar con autenticas colonias de fracciones decimales que de otro modo se hubieran dejado de lado. Matemáticos como John Napier (uno de los autores de la primera tabla logarítmica) no pudieron soñar que sus cifras se encontrasen contenidas en casi todas las leyes de la naturaleza. Pero no todo acaba con los logaritmos. Se puede constatar también la presencia de un invento matemático que en un principio parece imposible de asociar al mundo natural: el número negativo. Menos tres átomos o menos cinco manzanas, aquí es precisamente donde la capacidad de imaginación encuentra los más graves problemas. Como pura especulación intelectual podría aceptarse el resultado de sustraer una cantidad superior de otra inferior. Sin embargo, en el campo de la naturaleza, en cuyas leyes aparecen de pronto las cifras negativas, incluso los científicos que no se asombran por nada, capitulan. Tal era la situación del físico británico Paul Dirac, allá por el año 1928. En el transcurso de sus investigaciones en el campo electromagnético había encontrado un equilibrio de ondas para la descripción matemática del electrón: daba un resultado positivo; es decir, una cifra mayor que cero. Pero también daba como resultado una cifra menor que cero: un número negativo. La duda de Dirac era si debía aceptar sólo el resultado que para él tenía una explicación lógica. Tras mucho dudarlo encontró una respuesta bien diferente: al igual que hay números positivos, también existen sus negativos. Al igual que hay partículas de materia, también existirán las partículas de materias negativa, de antimateria, con la misma masa pero con propiedades físicas contrarias. Dirac llegó aún más lejos. Si existían antipartículas ¿no se podría construir la antimateria, del mismo modo que a partir de las partículas elementales se construyen los átomo y la materia? Aquellas hipótesis planteadas por Dirac han sido corroboradas por los científicos posteriores. Así, en la radiación cósmica se descubrieron electrones cargado positivamente, a los que se les llamó positrones. Otros elementos como el antiprotón y el antineutrón fueron descubiertos en el bombardeo de núcleos atómicos en los modernos aceleradores de partículas. Ya antes de Dirac, otro de los clásicos, el matemático, físico y astrónomo alemán Carl F. Gauss (1777-1855) experimentó por primera vez con las cifras negativas. Enfrentando a sus colegas, y a pesar de que sus cifras no encajaban en ningún sistema conocido entonces, ideó el suyo propio y desarrolló para tales cifras unas reglas de cálculo. A esta nueva ciencia la denomino álgebra compleja. Lo que no podía entonces imaginar nadie, tampoco Gauss, es que un fenómeno físico tan común, del cual no podemos crearnos una imagen real –la corriente eléctrica- forme parte hoy de la vida cotidiana. Otro de los temas que Gauss que no podía explicarse era porque el espacio, según lo había definido ya el griego Euclides, debiera haber sido construido en línea recta, por qué se concebía el espacio como un plano. Tampoco
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podía entender por qué se debía contemplar con las tres dimensiones matemáticas cuando podían calcularse matemáticamente muchas más. Quien iba a continuar en el camino iniciado por Gauss sería su discípulo Bernhard Riemann (1826-1866), para hacer más comprensible las teorías de los espacios pluridimensionables, dotó a las líneas y superficies geométricas de otras propiedades distintas a las atribuidas por Euclides. Riemann demostró que la geometría euclideana perdía su validez en el momento en que se proyectará sobre una superficie curvada. ¿Cómo podía sospechar Euclides al pintar con los dedos y sobre la arena un triángulo que lo estaba haciendo sobre una superficie esférica, sobre la que rigen leyes muy diferentes a las que regulan planos rectos? Sesenta años después de Riemann, Albert Einsten intenta describir la relación entre la gravitación y la aceleración en una teoría general. El plan más ambicioso de Einsten era desarrollar un modelo geométrico de la gravedad y demostrar que una transformación del espacio-tiempo puede provocarse por la presencia de cuerpos materiales. De tal modo que en las proximidades de un cuerpo de gran masa, un reloj andaría más despacio que otro situado en un lugar de menor fuerza de gravedad. También las propiedades de la materia y sus partículas elementales se modificarían en un mundo espacio-tiempo por efecto de la gravedad. No obstante, con las leyes de la geometría que se utilizaban en aquel momento era imposible describir un modelo de espacio tiempo como el de Einstein, en el que deberían aparecer curvaturas y deformaciones. Cuando años después –durante los eclipses solarespudieron observarse las desviaciones de la luz de las estrellas en las proximidades del astro solar, se confirmaron los resultados de su calculó. Einstein había planteado que el camino más corto alrededor de una materia de gran masa en el mundo espacio-temporal tendría que ser una elipse con un eje que no se encuentra fijo, sino que gira. Pero no siempre un descubrimiento matemático saca de apuros a un científico. Al contrario, existen casos en los que los conduce a un callejón sin salida. Tal sucedió, en 1930, al físico Pauli cuando examinaba los átomos durante la desintegración radiactiva. ¿Debía creer en sus fórmulas matemáticas o, por el contrario, en las hasta entonces infalibles leyes físicas? Wolfgang Pauli había descubierto la desintegración Beta –el balance de energía calculada-: la suma de la energía del protón y del electrón es igual a la energía del neutrón. Pero los experimentos condujeron a los resultados diferentes. Pauli se decidió contra la ley natural vigente y optó por las matemáticas. Y se le ocurrió una feliz idea: inventó una nueva partícula elemental. Postuló las peculiaridades y propiedades de esta partícula inventada: una masa ínfima y eléctricamente neutra. Ni siquiera una pared de kilómetros de espesor debería de ser un obstáculo para ella. El nombre que le dio a su fantasma matemático fue el de
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neutrino. Durante un buen caurto del siglo tuvieron los científicos que trabajar sin éxito en sus cálculos sobre la partícula fantasma, hasta que en el año 1956, los norteamericanos Cowan y Reines demostraron la existencia del neutrino en un reactor atómico. Existen muchos más ejemplos de la extraña relación de la extraña relación que existe entre las matemáticas y la realidad que para los científicos se encuentra escondida entre la materia viva o muerta. Hoy se ha llegado al convencimiento de que sólo cuando una hipótesis científica se ha descrito con fórmulas matemáticas convincentes puede ser discutida. De hecho también las matemáticas se han utilizado para reconstruir las fases más antiguas de la historia del universo. Se ha logrado llegar al comienzo del mismo hace casi 20,000 millones, pero la reconstrucción hubo de pararse 0.0000000000000000000000000000000000001 segundos antes del estallido, porque a partir de ese momento hacia atrás no funcionan ya las matemáticas. Son pues lo cálculos matemáticos los que le han dado al hombre su poder actual sobre la naturaleza. Pero ¿de dónde les viene el poder? Esto sólo se puede intuir. Una posibilidad sería decir que de la propia capacidad de raciocinio del hombre. Otra, que los hombres dedicados a las matemáticas no han sido capaces de encontrar ningún otro orden salvo el propio del universo. Una y otra vez los científicos toman invenciones de la matemática pura, las transforman en hipótesis científicas que luego pueden convertirse en teorías. Una especie de pescadilla que se muerde la cola, porque si se cree a los psicólogos, la disputa no terminará nunca pues son precisamente los opresores conocimientos de la ciencia los que incitan a saltar los lazos de las leyes de la naturaleza. Porque ante la ciencia la pregunta siempre será ¿podrá el hombre desatarse de la opresión de las propias leyes naturales por medio de la razón o permanecerá prisionero de su propio cerebro, el cual, a su vez, se encuentra absolutamente supeditado a la propia naturaleza y sus leyes?
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