Alfonso Diaz Tovar

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La sociedad a dos de tres caídas sin límite de tiempo Alfonso Díaz Tovar

El anuncio: apertura

La gente poco a poco va llegando, buena parte de ellos marchan en familia, algunos tomados de la mano, otros más muestran el ansia de llegar y adelantan el paso; los gritos y las imágenes se mezclan, pero aún así se pueden distinguir: máscaras, pepitas, cacahuates, luchadores hechos de plástico, revistas, peluches, fotografías, películas y hasta el mismo programa anunciando a los protagonistas de la contienda, así como la cantidad que se debe pagar para acceder al recinto. Claramente se pueden localizar las taquillas, sitio donde se asoman filas de personas que esperan pacientemente con billete en mano hacer el intercambio por ese trozo de papel que les dará acceso al acontecimiento que, hasta ese momento, sólo imaginan. La reventa no falta, ni se oculta. Los anfitriones revisan los boletos e indican la localidad que se debe ocupar según lo pagado por éstos; los acomodadores hacen su trabajo y poco a poco las butacas/sillas van albergando a los que por las siguientes dos horas serán sus huéspedes. Mientras tanto, los vendedores no pierden la oportunidad de ofrecer todo aquel producto que contribuya al disfrute del espectáculo: nuevamente aparece el grito de las máscaras, fotografías, trompetas, capas, refrescos, chicharrones, tortas y claro, no podían faltar las cervezas. Aquellos que ya han ocupado sus butacas expresan su impaciencia a través de silbidos y esporádicos aplausos, pues la hora pactada para el inicio ha llegado. Las luces del local se apagan, únicamente quedan encendidos los reflectores que apuntan al centro, al ring, a ese cuadrilátero de seis por seis, elevado a poco más de un metro de altura y cercado por tres cuerdas de cada extremo, las miradas se vuelcan hacia él. Desfilan los gladiadores con el glamour que la vestimenta y la profesión exige, apoderándose de esa atención que

se funde entre la admiración, el desprecio y la curiosidad del público; finalmente llegan al sitio donde se escenificará la batalla. El anunciador micrófono en mano exclama: “lucharán a dos de tres caídas sin límite de tiempo”, se da continuación a algo que ya ha iniciado desde hace años atrás.

Lo que se pretende en las siguientes líneas es hablar de la lucha libre como un fenómeno que se despliega, principalmente, por el argumento colectivo, que más que cuestionarse la veracidad de lo que se ve, se deja envolver en esa atmósfera de disfraces, capas, gritos, olores, emanados y mantenidos por sus mismos actores, espectadores, escenarios y artefactos. No se pretende hacer un recuento histórico, pues además de que ya existen varios que lo han hecho de manera excelsa, resulta interesante ver este fenómeno a través del mismo grupo, trátese de sus espectadores, empresarios, gladiadores o de todas aquellas personas que se han movido por estos espacios, es decir, no se trata de rastrear los datos de la huella, sino mirar desde donde lo hacen quienes la dejaron, desde quienes han hecho del pancracio lo que ahora es: la afición, las prácticas, los gritos, las miradas, los recorridos y todos esos derroteros por los que ha viajado este deporte-espectáculo.

Primera caída: tránsitos y recorridos

En México, uno de los clamores populares de mayor arraigo, es la llamada lucha libre. Difícilmente se podría definir únicamente bajo los límites de una tradición, de una costumbre o de un ritual, pues hacerlo, sería tanto como encasillarla o definirla únicamente como un deporte, un espectáculo, una representación teatral o circense o como un arte del pancracio. Definitivamente se trata de una mezcla de todas las anteriores, pues en ésta se funde una serie de actividades que no están encaminadas estrictamente a la diversión o al esparcimiento, para muchos, es también una manera de vivir, de sentir, de recarga-desahogo, una forma de ser. Se trata de un fenómeno que no sólo ha permanecido dentro de las artes escénicas, toda vez que la pintura, pasando por algunas expresiones como el graffiti, la música, el cine y la literatura se han inspirado en las vicisitudes de esta práctica como temática central.

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Ciertamente esta actividad constituye una tradición con profunda raigambre en la vida urbana, y en menor medida, en la rural. Poco más de un siglo de vida, según cuentan los informados, en los que, sin importar el estrato ni la condición social, ha penetrado en la percepción del ciudadano a tal grado que prácticamente cualquiera de ellos tiene por lo menos una noción o conocimiento sucinto de este fenómeno, ya sea a través de personajes protagónicos, películas, escenarios donde se han saldado grandes batallas o de todas esos artefactos que se han elaborado con la intención de expresar lo que la lucha libre es y ha sido. Y es que no ha sido únicamente ésta la que se ha encargado de trasmitir y extenderse por los diferentes ámbitos de esa vida compartida, sino que han existido otros vehículos los encargados de comunicar de una generación a otra esos derroteros por los que se mueve, de sus actores y de su misma esencia. Lo estático en definitiva no es algo que pueda presumir, pues prácticamente se le ha podido ver en los cinco continentes terrestres, siendo la mexicana la más valorada, por lo menos así ha sido expresado en las películas y las series importadas.

Si hay algo que se le debe reconocer a este deporte-espectáculo es de moverse por terrenos que no están del todo ajenos a lo que ocurre en espacios habitados en la vida común, por lo menos claramente así en aquellos que tienen que ver con la contienda, la pelea, el combate, el hacer esfuerzos diría la definición etimológica de luchar. El luchador es el representante de la sociedad en el encordado, es la vida llevada al cuadrilátero. Si se participa del bando técnico, la misión emprendida es la lucha contra las injusticias, así como lo hace Súper Barrio al participar abiertamente frente al supuesto fraude electoral en la elección presidencial de 1988, o Supermundo, Superanimal y El Ecologista, apoyando al movimiento insurgente zapatista, o el conocido cura-luchador Fray Tormenta que con las ganancias de sus actuaciones sostiene un orfanato, o el propio Santo en sus películas o en sus historietas, haciendo frente a vampiros, extraterrestres o a doctores de no muy buenas intenciones, todos ellos, habitantes de alguna manera de este peculiar país. El rival es multiforme, que bien puede ser representado por los rudos, pero puede ser el neoliberalismo, el mal gobierno, seres espaciales, momias, monstruos, o alguna entidad maligna de este calibre, pero para el caso poco importa, lo que es

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sobresaliente es que se pelea, que se emprende una vida para servir al bien, a lo que la mucha gente le parece que debe regir el rumbo de la vida en colectivo: lo justo.

Se trata de una cuestión que no corresponde únicamente a los hombres, a los que se les ha inculcado socialmente el sentido del heroísmo como símbolo de su masculinidad, sino que también las mujeres han sido parte de este fenómeno, para ellas, también hay un espacio, un lugar donde se puede luchar, y por ello, es tan atractivo una función donde se escenifique un enfrentamiento entre “viejas”. Asimismo, puede ser tan colorido el asunto, que lo mismo luchan personas de corta estatura, o también con distintas preferencias sexuales, a los que se les conoce en el argot luchístico como “exóticos”.

En esta escenificación, el referí juega un papel central, es el que puede decidir hacia qué lado se inclina la balanza, y es el que se encarga de “poner cierto orden” y como buen juez, termina siendo el culpable de todo, empero se puede apelar a esas ciertas reglas implícitas –y al parecer son las más importantes- las cuales indican hasta qué extremo se puede llegar; es un deporte de contacto, rudeza, fuerza, de golpes, de sangre y el mismo cuerpo del luchador lo expresa, basta con ver las cicatrices de operaciones o la misma frente, para convencerse de que lo derramado en el ring ha salido de su propio cuerpo y no de una botella de jugo de tomate como algunos sospechan que ocurre. Así es, como todo espectáculo, tiene sus propias reglas, lo que la hace ser peculiar es que la manera en que están diseñadas permite romperlas, a diferencia de otros deportes escenificados en cuadriláteros, que establecen perfectamente bien una serie de criterios que difícilmente se pueden transgredir. Finalmente, por ello es que se dice que se trata de una representación, pues lo que se ve, de alguna forma de se trata de una actuación, una escenificación de ciertos actos: batallas, traiciones, victorias, trampas, derrotas y hasta actos solidarios, de ahí que se le considere como escenificación teatral.

Como toda práctica, tampoco ha permanecido intacta al paso de los años, pues estos episodios también han tenido ciertos cambios desde aquel momento fundacional hasta la manera en que se conoce y se practica en estos días, por lo que tampoco falta el espectador que añorante espete “antes no era así”, y es que para muchos aquella máxima

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de que “todo tiempo pasado fue mejor” también puede viajar por estos senderos, pues sin importar el glamour o las arenas como ahora se conocen con sus respectivas comodidades, se trataba de un suceso del cual la gente se sentía parte, lo cual en algunos casos lo llevaban al extremo, a tal nivel de hasta involucrarse en la contienda, lo que motivó a incluir la modalidad de policía en cada esquina del encordado. Y es que si bien no se trata propiamente de un espectáculo circense, inicialmente se movía como tal –por lo menos así dentro de las fronteras de este país-, en caravana y de plaza en plaza, de ciudad en ciudad, de feria en feria, con los mismos protagonistas y hasta los mismos vendedores, no obstante, esta industria ha crecido y esto no es más de aquella manera, ahora uno de los elementos centrales es esa fastuosidad. Y aquí también la televisión ha jugado un papel importante, pues además de que muchos de esos nuevos elementos se han incorporado más para satisfacer los cánones de todo espectáculo digno de proyectarse por la pantalla chica, esos luchadores, que antes viajaban con la finalidad de darse a conocer, no lo hacen más, la tele lo hace por ellos y su proyección puede rebasar las fronteras del mismo país sin tener que poner un pie fuera de él. No obstante, todos estos novedosos atractivos no han representado un atentado contra lo que la lucha libre tradicionalmente ha sido: un ring al centro y los aficionados reunidos alrededor de éste, por ello es que el espectador común permanece indemne a los cuestionamientos de orden pretérito, al margen de esa búsqueda del pasado remoto o reciente que explique la maternidad o el momento fundacional de este fenómeno.

Ciertamente ha cambiado, desde sus espectadores, hasta sus gladiadores, en tiempos remotos estaba dirigido únicamente al sector masculino de la población, y difícilmente se podría ver a alguna mujer o a algún niño dentro de un local de esta envergadura y muestra de ello fue la prohibición en los años 70 de contiendas entre mujeres; ahora se puede observar todo esto, aderezado con toda una experiencia sensorial: luces, música, edecanes, videos, humo y hasta juegos artificiales en los casos de Arenas con más esnobismo, afluencia y recursos. Lo que también es claro es que poco importa el tamaño del recinto, bien se puede tratar de una arena que alberque a 16 mil aficionados –como es el caso de la Arena México- o bien otros que su capacidad se reduzca a unas cuantas decenas de personas –como ocurre en muchas ciudades pequeñas-, en cualquiera de los

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casos, el fundamento resulta ser el mismo, pues aunque no haya butacas, gradas, baños o esas mínimas condiciones que las arenas más modernas han ofrecido, es la gente la que “le pone sabor al caldo”, la que grita y se emociona, la que ordena indultos, la que increpa, la que exige, la que apremia o abuchea, ya sea porque considera injusto el combate, o bien, porque lo que se ve no está al nivel que se esperaba, es esa misma gente la que decide quienes tendrán éxito y estarán en las luchas estelares, y quienes están destinados a ser siempre los que “calienten la lona”1 o a enviarlos a buscar otra profesión que esté acorde con sus habilidades.

Pero el hecho de tomar este camino no estrictamente está relacionado con esas habilidades personales, pues al parecer, el arte del pancracio también ha significado un asunto de familia, de legado y herencia, son conocidos los casos donde los padres heredan a sus hijos este oficio, junto con su nombre, para que éste haga lo propio con sus descendencia, baste con nombrar al Santo, Blue Demon, Black Shadow, Huracán Ramírez o Perro Aguayo. O bien, que todos los hermanos tomen como apuesta esta forma de vida, como ocurre con Los Villanos, los Mendoza, Los Dinamita, los Brazos, o los famosos Casas. Ese nombre tiene mucho que expresar, pues bien puede hacer alusión a esos lazos de sangre o hasta ciertas inclinaciones políticas como El Nazi, Los Talibanes, El Zapatista o Tania la Guerrillera o el gusto por personajes fantásticos como Ultraman, Kato Kung Lee, Frankestein, Flash, Guliver o el pequeño Goliat. Y es que situarse bajo cierto nombre no es cosa fácil, es éste el que dirá buena parte de lo que se es, de los gustos, tendencias, inclinaciones sexuales y hasta personalidad dirían los mismos luchadores, en pocas palabras, será un elemento identitario, pues a diferencia de los nombres comunes, éstos no son designados por los progenitores, y es el mismísimo personaje el responsable del éxito o fracaso de éste, por lo que nunca podrán decir: “por una maldición de mis padres”.

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Expresión que se refiere a las primeras luchas de una función.

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Segunda caída: miradas y constancias

Las disputas alrededor de la lucha no han sido pocas y han girado básicamente sobre su veracidad, apelando a lo poco creíble de sus argumentos: los golpes, las rivalidades, la sangre y prácticamente todo lo que ocurre en el encordado. No obstante y sin otorgarle razón a todas esas críticas, existen varios elementos de complicidad, no sólo hacia el interior, donde los gladiadores tienen el acuerdo de no lastimar más allá de lo permitido a un compañero de profesión, sino que también los gustosos de estas funciones entienden dichos límites y no solicitan que se cobre la vida del rival, dejando de lado dichos cuestionamientos para involucrarse en este baile de máscaras, capas y lances. Efectivamente, lejos de todos esos ataques, cuando la afición se encuentra en algún recinto de lucha, lo que viven es una atmósfera de emoción, de tradición, de disputa, de estética, de reconocimiento, pues en sus propias palabras “los luchadores se juegan la vida”. Es la imagen que se mueve en esa mezcla de gritos, humos, golpes, planchas, llaves, trampas, juegos sucios, olores y hasta dolores. Montado en el escenario, que dicho sea de paso puede ser de cualquier tamaño, cerrado o al aire libre, pueden albergar miles o a penas unas cuantas personas, con el único requisito de que el cuadrilátero y sus proximidades sean el centro de ese montaje.

Y bien puede tratarse de un arte, un deporte o un espectáculo, para unos no es más que simple actuación con arreglo previo, para el caso poco importa, lo sobresaliente es que hasta estos días es el grito de un pueblo, es el clamor de la emoción, es la toma de partido, es la eterna lucha de contrarios: el bien y el mal, los buenos y los malos, los rudos y los técnicos; es un elemento en la cultura mexicana que se ha conservado por no pocos años. En todo caso, el tiempo resulta ser lo menos relevante, pues la distancia de esos primeros momentos de clamor popular, a lo que es ahora la lucha libre, no parece ser tan grande, se han mantenido usos, se han olvidado otros, pero al parecer la esencia sigue siendo la misma: la vida llevada al ring.

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Así es, en esta película existe otro personaje fundamental y que prácticamente es uno de los elementos medulares en la lucha libre: los espectadores, que dicho sea de paso, resulta ser un sustantivo no muy adecuado para este tipo de personas, toda vez que no se está hablando únicamente de ese que asiste al espectáculo y observa de manera pasiva lo que ahí acaece, sino que forma parte de este montaje, participa, anima y conmina a que los luchadores lleven a cabo algunas de sus más contundentes llaves o lances. El grado de involucramiento puede llegar a tal nivel, que si a la gente le agrada el espectáculo, lanza monedas y billetes al ring para recompensar a los protagonistas por su actuación, dinero que recopilan los combatientes en un vaso de plástico para posterior reparto, o aquel improvisado que siente en carne propia el que su ídolo haya perdido la cabellera y decide que la propia debe caer también. Es un buen espacio de expresión, donde el lenguaje se despliega en su versión menos ortodoxa, basta con escuchar al ama de casa propinando un linchando oral a ese que osa hacer trampa; también para los aficionados de menos edad es un sitio de instrucción, es ahí donde aprenden y ensayan esas palabras que le acompañarán por el resto de sus días, pues además también está permitido. Ya sea en coro o bien en esporádicas participaciones, pero estas palabras, calificadas por los ortodoxos de la lengua como groserías, siempre están presentes. El insulto es parte del espectáculo, es más, la carencia de este lenguaje le quitaría cierto sabor a esa atmósfera de exclamaciones y barullos. La censura está prohibida, uno se puede quitar tapujos y gritar libremente para envolverse en la retórica de la Arena, expresiones que difícilmente se pueden arrojar en la calle sin su respectiva reprobación y condena.

Y aunque los luchadores gocen de cierto glamour y en algunos casos de mucha fama, no parecen ser el ídolo inalcanzable. Su éxito por el contrario, depende de su contacto con el respetable, de su dinámica de interacción con él, que es prácticamente uno de los requisitos de esta escenificación, donde simbólica y materialmente, se rompen las cuatro barreras del cuadrilátero y el protagonista y el observador se funden una misma forma, donde los límites se vuelven endebles y la participación una necesidad. El luchador increpa y reta no únicamente al contrincante en turno, sino también al respetable, a ese que desde su asiento corresponde al ataque con silbidos, ademanes o palabras, todos ellos

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en alusión a su progenitora. Todo ello se vale y es lo que alimenta esta característica retórica.

Es un gusto que al parecer corresponde a los sectores medios y bajos, es ese deleite de un pueblo que diría Carlos Monsivais se caracteriza por ser popular, por ello es que difícilmente se podrá ver en las páginas de la socialité o en la Revista Líderes Mexicanos a un luchador, empresario del ramo o aficionado. Es un ambiente festivo lleno de canciones de la Sonora Santanera, de la Mantancera y todos esos ritmos que bien han animado el distintivo ambiente del cabaret y el arrabal. Es un espectáculo colectivo, donde curiosamente, a diferencia de las clases sociales, mientras más pobre se es, más arriba se está, pero esto tampoco interesa, lo importante es estar ahí, pues las ganas de presenciar lo que han imaginado los lleva hasta la arena y aunque las contiendas estén espacialmente alejadas, su magnetismo simbólico llevará las miradas y los gritos a ese centro, que es todo aquél que esté presente.

Se trata de un gozo que no permanece únicamente entre dichos lugares, sino que adquiere diferentes formas a través de las cuales se nutre, se mantiene y se comunica, bien se puede tratar del cine, revistas, historietas, canciones, bailes surf y a últimas fechas, estudios antropológicos, el asunto es que está inmerso en esa forma, una colectiva y aunque sea pleonasmo, compartida. Ciertamente el cine ha sido uno de los vehículos a través de los cuales se han dado a conocer muchos luchadores, con los que han adquirido fama y reconocimiento dentro y fuera de las fronteras de nuestro país, empero, existen otros artefactos a los que se les ha dotado de esa esencia luchística que no tiene tanto que ver con esa proyección personal, sino con una reconstrucción de un espectáculo que ha significado una tradición, un gozo, un dolor o hasta una manera de vivir de un grupo.

Efectivamente, en este transcurrir, se han elaborado algunos elementos que dan constancia de ese gusto, como puede ser una fotografía o un autógrafo, y sobre todo si es el aficionado con su luchador predilecto, los cuales son buscados a toda costa antes, durante y al final el evento, en póster, en revistas especializadas, en trozos de papel, en postales, en todos esos impresos que esté plasmada la imagen de ese que se admira y que

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por ello, vale la pena llevarlo a compartir un espacio más; es tanta la admiración que provoca aquel tipo con mallas, botas y máscara que la gente no quiere olvidarlo, así que buscan por todos los medios tomarse una foto, comprar una mascara, o conseguir un autógrafo del luchador que le ha arrancado el grito de la garganta. De esta forma, ese objeto que podría carecer de valor monetario, está adquiriendo uno que le da sentido al aficionado, es la constancia de que ese encuentro ocurrió, se convierte en un testigo de ese pasado que es apreciado y que por lo tanto adquiere relevancia recordarlo, en otras palabras, esa fotografía o ese autógrafo se ha convertido en un artefacto de la memoria que servirá tiempo después para rememorar.

Cuando se trata de obtener algún artículo material que dé cuenta de lo presenciado, la veracidad del hecho resulta ser lo menos relevante. Y es que también en esto es peculiar, pues es el único deporte que acepta la piratería –y hasta la reventa- abiertamente, los derechos de autor o el copyright no es algo que preocupe, ni tampoco quien adquiera este tipo de productos recibe la condena del delito, ni mucho menos está enseñando a sus hijos a hacer trampa en la vida, simplemente es algo que no le pertenece exclusivamente a alguien, es algo muy democrático y por tanto, es ese sentido colectivo el que tendrá mayor valor. Donde no se permite la falta de autenticidad es en los luchadores, los nombres, el estilo, las llaves y hasta el mismo equipo, pues éstos serán los signos distintivos y hasta la garantía de éxito o de fracaso.

En esta profesión la máscara no es un asunto menor, es lo que les hace ser y representar algo importante, un gladiador, una persona importante y reconocida, sin la cual no serían nada, diría el mismo Rayo de Jalisco. Es mirar a través de una pieza de trapo multicolor, es la reproducción y personificación del personaje que se encarna, es pensar no con la cabeza, pero sí con la máscara o cubierta, es una transformación total. También es un elemento que identifica, que viaja por varios senderos, pues bien puede representar al luchador que figura detrás de un trozo de tela, actuando, viviendo y pensando acorde ese personaje que representa el de la máscara, o bien, esa belleza anhelada, una que el rostro del luchador pudiera tener, por ello cuando algún gladiador la pierde en combate, no falta quien desde el público sugiera que se la ponga de nuevo. Y es nuevamente cuando la

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mirada se vuelca al público -palabra que etimológicamente refiere al pueblo, a la comunidad-, ese que ha pensado y vivido este espacio de cierta manera y tiene la claridad de lo que dentro de él debe ocurrir, de la manera en que debe ser edificado y a su vez, mantenido. A través de este pensamiento se configura la cultura de la lucha libre.

Tercera caída: límites y argumentos

Aunque se trate de deporte-espectáculo de contacto donde la esencia es rendir al contrincante mediante el daño corporal, los límites de este fenómeno no se adscriben únicamente al cuerpo de los protagonistas –que está de más decir que en muchos casos carecen de rasgos atléticos-, y tiene que ver más con una retórica peculiar, con tiempos, volteretas, trampas, intromisiones y con una serie de sucesos que dentro de la función van armando esa representación que la hace ser emocionante.

Es un fenómeno donde está inmersa la fantasía, la realidad, la magia, la transformación y el misterio, situaciones que apelan a ese mote que ha llevado por años: circo, maroma y teatro, prácticas que han sido muestras de identidad y continuidad no sólo en este país y en este momento, sino que han sido parte de la cultura de otros pueblos y de tiempos pretéritos. Y es que efectivamente, la lucha libre tiene la forma de un circo, que bien puede ser por la manera en que se mueve de lugar en lugar, o bien, por el mismo recinto que alberga las diferentes carteleras; por su parte, la maroma apela a la manera en que los gladiadores llevan a cabo las hostilidades, pues a diferencia de otros deportes de contacto, la acrobacia es un recurso que se utiliza recurrentemente, lo cual le aporta algo más de espectacularidad a los encuentros; finalmente, y como uno de los elementos más importantes, está la teatralidad, que no es más que esa representación escénica de la tragedia, la alegría, la desgracia o el regocijo, en pocas palabras, es el melodrama de la vida cotidiana.

Nuevamente para el caso poco importa, no interesa si se trata únicamente de circo, maroma o teatro, lo sobresaliente es que esta mezcla de deporte y espectáculo, ha sido muy bien aderezado por ese gusto colectivo. No se puede hablar de que sea un

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espectáculo escenificado exclusivamente por sus evidentes protagonistas, es decir, que sólo se presente y el resto de la afluencia permanezca expectante como todo buen auditorio, sino que se funde en un clamor que se alimenta de sí mismo, del colorido, del desfile del luchador con todo y su tema musical, del alarido de la señora que aún no se ha desprendido de su delantal, de la mirada morbosa del extranjero que por primera vez se encuentra inmerso en tan asombroso suceso, del niño que orgullosamente porta la camiseta con la foto del luchador que tanto admira, del joven que no desperdicia la oportunidad para tomarse unos tragos con sus respectivas consecuencias, del primerizo que llega a la arena gritando "quiero ver sangre", al más puro estilo de las películas de antaño, del pequeño que se ha quedado dormido y ve interrumpido su sueño por el grito que el señor de al lado indignado emite por la injusticia cometida por el referee en la contienda.

Es la expresión colectiva de la lucha libre, de lo que ocurre dentro y a los alrededores de la Arena, es algo en el que todos los asistentes están inmersos, una forma que premia y reprueba, que idolatra y odia, alusiones maternas, gritos, chiflidos, exclamaciones, abucheos, aplausos, señas con dedos y brazos, monedazos, vasos con cerveza –en el mejor de los casos- o cualquier otro objeto que esté a la mano, es el libreto de cada función, sin éstos, difícilmente se podrá presumir que se ha presenciado el algo digno de recordarse, y justamente aunque se presienta que existe un arreglo previo, esa locución colectiva puede cambiar el rumbo de la lucha, dirigir la contienda por cierto sendero y hasta perdonar o indultar, al más puro estilo romano, que se corte la cabellera de aquel que osó apostarla y además la perdió.

En la lucha libre con lo que nos encontramos es con un elemento de identidad, con lo que la gente se ve reflejada, por ello es que algunos le van a los técnicos o a los rudos, pues en ellos ven sus gustos, sus tendencias, su propio actuar. Es como estar en el papel del otro, de aquél que derrota a las fuerzas del mal y se convierte en el héroe de la película, que al mismo tiempo, es el héroe de la vida. Y ese elemento identitario ha llegado a tales magnitudes que a últimas fechas también ha dado cuenta del ser mexicano, es decir, que se ha tomado como un elemento distintivo de estas tierras, como algo propio que lo

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diferencia y ubica dentro de estas fronteras, por ello en el reciente mundial de fútbol celebrado en Alemania, era común ver a la concurrencia mexicana portando orgullosamente las máscaras de luchadores durante la celebración de los partidos. Y si de esas vamos, no sería tan descabellado pensar que este fenómeno estaría ubicado en el terreno de la memoria, toda vez que integra elementos de tradición, de identidad, de reconstrucción, de transmisión y mantenimiento de ciertos usos y prácticas, de artefactos, como esos pequeños objetos que se les dota de un cierto significado, y sirven en momentos posteriores para recordar. Y es que una sociedad se mantiene a través de los propios medios que ha edificado, que en este caso no ha sido la Historia, las disciplinas científicas o discursos de esta índole quien se ha encargado de salvaguardar y comunicar ese significado compartido, por ello es que si se pretende hacer un recuento al paso de los años, a lo que se tiene que recurrir es al testimonio de los más enterados, ya sean personajes herederos, comentaristas, o bien, a publicaciones como las revistas que se ofertan fuera de las arenas, esas que narran las grandes batallas y rememoran esos momentos que son marcados como los más relevantes.

En otras latitudes, el significado a este tipo de acontecimientos puede adquirir diferentes matices, pero lo que queda claro es que en México tiene uno que remite a esa escenificación que va más allá de la típica lucha entre el bien y el mal, pues en este caso está encarnada por personas que viven la vida común igual que el resto de las personas, van al mercado, les gusta sentirse importantes, corretean al camión de la basura y del gas, asisten a bodas, se aburren en las fiestas familiares y hasta se ponen borrachos. Es una profesión que no les causa pena ni aflicción, por el contrario, portan la vestidura tan orgullosamente como lo hace el oficinista, la quinceañera, el juez o el que va a su primera cita.

La gente simplemente cree y configura un discurso acorde a esa emoción, y no importa que los más escépticos pongan en tela de juicio los episodios escenificados en la arena de lucha libre, pues esta experiencia compartida les resulta ser tan significativa, que forman parte de este argumento que se encuentra muy lejos de ser personal, sustentado por ese gusto común que apela y da cuenta de una sociedad.

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El indulto: cierre

Este arte a lo que alude es a la misma sociedad que lo piensa y lo vive, en sus significados, sus recuerdos, sus clamores, sus gustos, sus triunfos y también sus derrotas; es el sentir, el pensamiento, la creencia, el deleite de la sociedad que se funde en ese grito común, que se fundiría en ese espacio también si no fuera por que tiene que concederle un sitio para que quepa el cuadrilátero y así dar vida a lo que es la lucha libre en México. Finalmente, lo que han hecho estos elementos es configurar espacios, momentos clave, argumentos, personajes y protagonistas, que a su vez, preservan y evocan nuevamente ese clamor colectivo del pasado, en los tiempos actuales.

Los neurofisiólogos podrán seguir argumentando que los pensamientos, agrados o aficiones, se generan en sitios específicos de un órgano, ese mejor conocido como cerebro, y que en este caso, prácticas como la antes descrita, provienen de éste mismo sitio, y que por lo tanto, si pretendemos estudiar el origen de dicho goce, habría que estudiar sus componentes y su funcionamiento; con dichos anhelos difícilmente se llegaría a algo, o tal vez se terminaría recomendando que se les hiciera una lobotomía a todos los participantes y aficionados de tan violento espectáculo (sic). Al parecer, en este caso la psicología puede tomar otro derrotero –que para efectos de financiamiento académico a algunos les resulte poco útil-, uno que trate de comprender la manera en que el pensamiento se mueve en ciertos espacios, en ciertos momentos, la forma en que reconstruye, mantiene y comunica sus episodios significativos, cómo la cultura está moldeada por creencias, que de cuenta de ese argumento colectivo que no pretende cuestionarse la veracidad o credibilidad de lo que ante tus ojos se presenta, más que eso, entender ese montaje atmosférico desplegado y reproducido por esa misma sociedad que se las ha ingeniado para hacerlo, ya sea a través de los diversos tránsitos, miradas, o bien, sus mismos recorridos.

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