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El significado religioso del pluralismo religioso David Hartman
Parecería que el pluralismo religioso fuese un ideal simple y natural que habría que aceptar hoy en día. Sin embargo, muchas personas expresan un cierto escepticismo e incluso antagonismo al pluralismo en tanto marco de un compromiso personal y uno de fe. Si bien reconocen y promueven la tolerancia y la libertad de la expresión religiosa como normas prácticas, están convencidos de que no hay lugar para la diversidad respecto de las pretensiones de verdad fundamentales de la vida religiosa. Mientras creen genuinamente en la necesidad de proteger los derechos del “otro” en el terreno legal y en el interpersonal, creen que el pluralismo es incompatible con la naturaleza esencial de la fe religiosa en general y con la del judaísmo en particular. El rechazo del pluralismo religioso en general suele estar basado en el supuesto de que todas las comunidades de fe creen en la reivindicación de sus tradiciones particulares antes que las de sus rivales. En su artículo acerca de la relación entre el judaísmo y otras tradiciones religiosas titulado “Confrontation”, Rabi Joseph B. Soloveitchik sostiene: Cada comunidad religiosa es inflexible en sus expectativas escatológicas. La comunidad percibe los eventos del final de los tiempos con una certeza entusiasta y espera que el hombre, al abandonar nimiedades egoístas y a través de la consagración del gran destino de la vida, adopte la fe que esta comunidad ha estado predicando por milenios […] el abandono de las ideas escatológicas anuncia el final de la intensa y vibrante experiencia de fe de cualquier comunidad religiosa1.
Además de este tipo de argumento a priori acerca de la naturaleza exclusivista de las tradiciones de fe en general, muchos judíos también creen que la misma tradición bíblica apoya la idea de la supremacía de una fe sobre todas las demás, de forma expresa. Históricamente, las tradiciones de fe monoteístas enraizadas en la Biblia han utilizado el paradigma bíblico de selección/rechazo divino para justificar sus demandas triunfalistas. El paradigma bíblico clásico de la relación de Dios con la historia humana consiste en la selección de un niño y en la exclusión de los demás. En el libro de Génesis, el odio entre los hermanos, Yaakov y Esav, se enciende aún más al descubrir que la bendición divina es suficiente para un sólo niño. Y, según muchas personas, esta forma de exclusión culmina en el libro del Éxodo donde Dios, en el Sinaí, le revela a su pueblo elegido la verdadera forma de llevar a cabo el culto. Sin importar si la elección divina termina con Israel en el Sinaí o con el Nuevo Israel del Nuevo Testamento o con el llamado de Mahoma en el Corán, la tradición bíblica, según esta interpretación, es la fuente de una perspectiva religiosa que es claramente incompatible con una sensibilidad pluralista. Además de expresar estos argumentos filosóficos e ideológicos en defensa de su oposición al pluralismo religioso, algunos partidarios de la exclusividad religiosa parecen estar personalmente amenazados por la presencia de la diversidad religiosa. Vivir con otras personas comprometidas a distintas
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formas de culto les molesta porque el compromiso de los demás pone en tela de juicio su propio compromiso. El “otro” los expone al pensamiento incómodo de que su tradición en particular puede no ser más que eso, una expresión particular de fe religiosa sin garantía de verdad absoluta ni de universalidad. De este modo el pluralismo pone en peligro la apasionada relación con Dios de estas personas. Este capítulo abordará estos problemas proporcionando una comprensión alternativa de algunos de los motivos teológicos y narrativos principales del judaísmo. En contraste con la interpretación exclusivista de la cosmovisión bíblica, presentaremos una interpretación de la teología bíblica y de dos de sus temas centrales, la creación y la revelación, que apoya una sensibilidad religiosa pluralista, y no exclusivista. Nuestro propósito es mostrar cómo se puede entender el concepto de revelación en tanto una afirmación de la posibilidad de que hayan múltiples formas de observar el culto a Dios. También cuestionaremos la asociación a priori de la pasión religiosa con exclusividad y triunfalismo, mostrando el significado religioso y teológico del pluralismo. Finalmente, explicaremos que la antipatía emocional ante el pluralismo suele deberse menos a consideraciones religiosas y filosóficas que a una necesidad psicológica latente de control y a la incapacidad de tolerar la incertidumbre. El significado religioso del pluralismo religioso Hay un profundo significado religioso en la afirmación del pluralismo. En primer lugar, expresa la rica plenitud de Dios. La diversidad de formas de culto y de expresiones de creencia en Dios y amor a Él muestran la realidad sin límites de un Dios vivo, un Dios que no puede ser contenido en un sólo marco cognitivo y expresivo, un Dios para el que, en definitiva, “el silencio es alabanza”. En el aspecto humano, el pluralismo religioso confirma el hecho de que desde nuestro amor a Dios nunca podremos escapar a las restricciones de la condición humana. No podremos trascender los límites inherentes de nuestra forma particular de culto ni podremos conciliar su particularidad mediante la negación de la validez de las formas de culto de los demás. Por ello, el pluralismo religioso es una expresión positiva de una sensibilidad religiosa distinta, una que celebra la infinita plenitud de la realidad divina, por un lado, mientras afirma la finitud, la vulnerabilidad y las limitaciones humanas, por el otro. Estos dos temas complementarios son los principios organizativos de mi idea del judaísmo del pacto. Como muestra de ello, presentaremos un análisis de la teología bíblica y ciertos aspectos del judaísmo rabínico que ejemplifican los valores y la orientación espiritual de una forma pluralista del judaísmo del pacto. El escándalo de la teología bíblica y la idea del pacto En contraste con el dios autosuficiente de Aristóteles, el Dios bíblico generó un escándalo en términos filosóficos porque presentaba la imagen de un Dios que estaba involucrado emocionalmente, que era vulnerable y que quedaba afectado profundamente por el comportamiento humano. El dios de
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Aristóteles era perfecto, inmutable y ajeno a los seres humanos, mientras que el Dios bíblico, como A. J. Heschel escribió, estaba “en busca del hombre2”. En la tradición bíblica el concepto de perfección es una categoría relacional que comprende tipos implícitos y explícitos de interdependencia. Desde el comienzo de la Biblia, en el relato de la Creación en el Génesis, Dios está presentado dramáticamente en términos relacionales y antropomórficos. En el transcurso del relato de la creación, la descripción idílica de un Dios omnipotente cuya voluntad es llevada a cabo sin esfuerzo en el mundo natural –“Que haya […]”- cambia de forma abrupta con la creación de los seres humanos que con desfachatez desafían y se oponen a los designios de Dios. La expresión de la voluntad de Dios estaría restringida por la libertad humana; Dios ya no es el único actor en la escena, como lo era con respecto a la creación de la naturaleza. Esta idea se encuentra en el centro del marco relacional –o lo que yo denomino “el marco del pacto”- de la teología bíblica. El concepto de la religión del pacto se desarrolla en la Biblia en forma paralela a la transición que se da en el personaje de Dios, de un actor independiente y unilateral a un Dios que reconoce que solamente mediante la cooperación humana se podrá llevar a cabo el plan divino de la historia. Mientras el margen de poder divino se contrae, la función y el estatus de los seres humanos finitos se expande. La auto-limitación divina y la obtención de poder por parte de los humanos (human empowerment) Abraham puede ser descrito como la primera figura del pacto debido al carácter mutuo de su relación con Dios, en especial en su diálogo con Dios acerca de Sodoma. Abraham apela a principios independientes de moralidad en su argumento con Dios acerca del destino de la gente de Sodoma. “Lejos sea de Ti obrar de ese modo, haciendo morir al justo junto con el perverso, tratando así a ambos de la misma manera. ¡Lejos sea esto de Ti! ¿No ha de hacer justicia el Juez de toda la tierra?”(Gen. 18:25). El argumento moral de Abraham, sin estar fundamentado en la revelación ni en otra fuente autoritativa ante la intención deliberada de Dios de destruir Sodoma, muestra la dignidad y la confianza en uno mismo de una persona que confía en su propio sentido natural de justicia y moralidad. Es este sentido de confianza, de respeto de sí y de ausencia de intimidación, lo que caracteriza una relación de pacto. El pacto con Abraham y el pacto con el Pueblo de Israel en el Sinaí expresan el mismo principio fundamental de la teología del pacto: la autolimitación divina deja espacio para la obtención de poder humano en la determinación de la dirección de la historia humana. El Dios que encontramos en la historia y en nuestras vidas personales no es una presencia omnipotente, absoluta y abrumadora que avasalla el sentido de valor y dignidad de una persona. La conciencia del pacto empieza con la conciencia de que Dios se ubica en una relación con seres humanos que son aceptados tal como son pero que reciben la carga de la tarea de ser los portadores la de visión divina para la historia humana. Los dos polos del pensamiento del pacto: creación y revelación
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Los dos marcos de organización complementarios a la experiencia religiosa del pacto son Sinaí (revelación historia) y Creación (naturaleza, ser). Los relatos históricos que describen la relación de Dios con el pueblo de Israel se caracterizan por su intimidad y su particularidad. Dios se dirige a Israel como “mi pueblo” mientras que Israel se refiere a Dios como “mi Dios”. El pacto en Sinaí establece el marco relacional entre el Dios de la revelación y un pueblo particular. La “elección” de Israel transmite la sensación de intimidad de las relaciones cercanas y personales sin denigrar las relaciones del mismo tipo de los demás. Este marco íntimo relacional está equilibrado por el marco de la Creación -que es muy distinto y menos personal-, donde el Dios universal de la Creación se relaciona con toda la humanidad. Si bien los relatos históricos de la Biblia son el foco principal de la literatura sagrada que define la identidad del pueblo judío, la narración de la Creación también configura la conciencia judía. Las referencias a la Creación en la liturgia judía, especialmente en el Shabat, señalan que la perspectiva judía acerca de la vida se nutre no sólo de memorias colectivas de su propia historia sino también de una conciencia de la condición humana universal que comparten todos los seres humanos debido al don de haber sido creados a imagen de Dios. A diferencia de la revelación en Sinaí, el relato de la Creación no trata sobre el pueblo de Israel, sino sobre el origen y la condición común de todos los seres humanos. La descripción bíblica de la creación del primer ser humano es transformada por la tradición judía en un principio normativo: amado es todo ser humano que fue creado a imagen de Dios. El judaísmo del pacto se informa por una continua dialéctica entre la particularidad íntima de la relación de uno mismo con Dios y con el pueblo de uno, por un lado, y la universalidad compartida de la relación de Dios con todos los seres humanos, por otro lado. En tanto ser humano creado, el judío es parte de, y responsable por, la historia general del mundo y no sólo la historia particular del pueblo judío. La dialéctica entre la identidad particular del judío y la universal, entre el Dios de Israel y el Dios de la Creación, hace que la identidad judía sea una experiencia dinámica y desafiante. La particularidad y la intimidad de nuestra relación con el Dios de Israel nunca deben abrumar ni disminuir nuestra conciencia del Dios de la Creación que nos ordena construir un mundo compartido de valores con todos los seres humanos. El desafío del pluralismo religioso es integrar el tema de la Creación en el pensamiento religioso de la revelación para desarrollar una sensibilidad religiosa donde el genuino aprecio y respeto por la diversidad son el reflejo de las creencias y los instintos religiosos básicos de cada uno. El Estado de Israel y el desafío del pluralismo La tensión entre el espíritu universal de la creación y la intimidad de la tradición particular de una persona se siente de forma aguda en el Estado de Israel hoy en día. Vivir en Jerusalem hace que uno se percate de que se le exige algo radicalmente nuevo al espíritu judaico. A pesar de que es difícil
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articular claramente qué es lo que se requiere, el “encuentro de los exilios (kibutz galuyot)” y el establecimiento de la tercera soberanía judía en la Tierra de Israel han creado una nueva realidad, explosiva y poderosa. Por un lado, los judíos de todo el mundo hemos vuelto a nuestro hogar. Los judíos ya no necesitamos esperar y rezar por nuestro retorno a Sión. Por otro lado, el hogar al que hemos regresado no era la realidad mesiánica ideal de nuestros sueños y plegarias. Al volver a nuestro hogar, hemos descubierto que no éramos una familia unidad y afectuosa. Estábamos divididos, conflictuados y muchas veces éramos incapaces de arreglar nuestras diferencias de forma pacífica. El slogan “¡somos uno!” suena ridículo cuando nuestro Primer Ministro habla de la posibilidad de una guerra civil. Los conflictos acerca de las maneras de interpretar el concepto de la santidad de la tierra han creado amargas polarizaciones, furia y cinismo entre sectores enteros de nuestra sociedad. ¿Acaso volver a la tierra es una traición a la tradición del pacto? ¿Debemos ser los soberanos exclusivos de la tierra o puede existir un Estado judío junto a uno palestino? No sólo estamos alienados el uno del otro, sino que la violenta lucha con los palestinos ha creado sospechas y desconfianza del “extraño entre nosotros”. Al volver a la tierra de Sión, pensamos que habíamos regresado a nuestra patria, donde éramos libres de cumplir con nuestro anhelado sueño de expresión autónoma nacional y política, solamente para terminar descubriendo que aquí habían árabes que también sentían una conexión profunda con esa misma tierra. Además de haber reexaminado nuestras demandas de tener nuestro hogar, también estuvimos confrontados con grupos cuyas creencias y tradiciones nos desafían a reconsiderar muchas de nuestras ideas y actitudes tradicionales. Jerusalem es un símbolo vivo de diversidad. Al caminar por Jerusalem hoy se escuchan los sonidos de diferentes religiones que alguna vez lucharon guerras santas para controlar esta ciudad, y se nos recuerda que esta ciudad no puede divorciarse de su historia. Se oyen muecines llamando a los musulmanes a sus mezquitas, campanas de iglesias sonando mientras los cristianos se encaminan por la Vía Dolorosa hacia la Iglesia del Santo Sepulcro, y los judíos jasídicos se apuran para rezar en el Muro de los Lamentos. Cuando observo esta prolífica diversidad, pienso en el misterioso nombre que Dios le reveló a Moisés, Ehyé Asher Ehyé. Cuando Moisés le pregunta a Dios cómo responder a la pregunta del pueblo, “¿cuál es su nombre?”, Dios respondió: Ehyé Asher Ehyé, “Seré quien seré” (Éxodo, 3:14). No se me ocurre una mejor manera de describir el sentimiento de ser invocado a relacionarme con nuestra tradición de una nueva forma sino evocando el sentido de innovación, novedad y de ser contactado por este nombre enigmático. Hay algo sin precedentes que nos está ocurriendo debido a la participación forzada con el “otro” en nuestras vidas. Nuestra autodefinición está en un estado de transformación, de tránsito hacia una nueva comprensión religiosa de la historia. La religión sin salvación
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El florecimiento de la particularidad judía en la ciudad de Jerusalem puede ser visto como una oportunidad para desarrollar las implicaciones pluralistas del judaísmo del pacto. Mientras que la universalidad del relato de la Creación deriva de la idea de la paternidad común de Dios, el significado universal de la narración de la revelación se refiere a la relación de Dios con los seres humanos finitos. La particularidad del pacto entre Dios e Israel es en sí un indicador de la afirmación de Dios y la aceptación de los seres humanos finitos con sus naturalezas limitadas e imperfectas. Esta idea puede darle forma a nuestra comprensión del significado de nuestro compromiso con la particularidad judía y con la presencia de la diversidad religiosa en Jerusalem, en la actualidad. En esta ciudad, donde las religiones solían luchar sangrientas “guerras santas” para obtener su control exclusivo, nosotros, el pueblo judío, podemos ser testigos de la dignidad de la particularidad religiosa y de la importancia de celebrar lo parcial y lo incompleto. El desafío a nuestra identidad y a nuestra tradición está implícito en el tipo de preguntas que estamos forzados a enfrentar. ¿Un creyente comprometido puede desarrollar una identidad en la que se reconozcan otras tradiciones y que éstas sean valoradas como expresiones válidas de fe? ¿Debe acaso un judío religioso creer que él o ella poseen la verdad exclusiva para estar comprometidos de verdad con la tradición judía? Para hacer esto, debemos desarrollar una sensibilidad religiosa desprovista de la preocupación obsesiva por la salvación y la eternidad. Debemos superar el anhelo de ser salvados de la historia. El relato de la Creación no expresa una afirmación de eternidad sino de temporalidad. Se considera que la Creación de Dios es buena sin que se hagan referencias a la redención ni a la salvación eterna. Los gnósticos no pudieron aceptar el mundo tal cual, en tanto manifestación del dios que ama. El sufrimiento humano y la muerte no podían ser expresiones de un dios que ama. Así, creyeron que había que irse de este mundo trágico e imperfecto para encontrar al verdadero dios del amor. En tanto el mundo fuese visto como un lugar pecaminoso y malvado, Dios sólo podría ser experimentado mediante un drama de salvación eterna. En cambio, el judaísmo enseñó que el mundo con todas sus imperfecciones era bueno ante los ojos de Dios (como se dijo en repetidas ocasiones en el primer capítulo de Génesis). Dios afirma nuestra humanidad a pesar de nuestras vulnerabilidades, nuestras debilidades y nuestra finitud. Aunque seamos criaturas corporales frágiles que experimentamos dolor, privación y tragedia, la vida humana no es pecaminosa de modo inherente. “Y vio Dios todo lo que había hecho y he aquí que era bueno”. Esto quiere decir que no debemos escapar a nuestra finitud humana para sentirnos dignificados. No tenemos que ir más allá de lo concreto y lo temporal para vivir auténticamente ante Dios. Los relatos de la revelación y el pacto también expresan esta idea. La afirmación de los seres humanos imperfectos es la esencia del mensaje del pacto. El pacto no se relaciona con el anhelo por la salvación y la redención. Por el contrario, el amor misericordioso de Dios se expresa en la aceptación
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divina de la humanidad en su condición finita y temporal. El Dios del pacto desea entrar en el santuario y en el Templo, ser hospedado en las formas concretas que los seres humanos comprenden y consideran significativas. Dios no pide que el Templo sea inmerso en la búsqueda por la salvación eterna. Aunque el anhelo por la salvación del pecado no es ajeno a la espiritualidad bíblica, los temas del fracaso humano y de la rebelión contra Dios son relacionados en repetidas ocasiones en varios lugares de la Biblia. El fracaso humano es un aspecto constante de la vida, del cual es imposible escapar. Lo que estoy sosteniendo es que la idea de la salvación como el anhelo de superar la condición humana es una antitesis de la espiritualidad bíblica del pacto. Los obstáculos psicológicos del pluralismo religioso La aceptación de los demás y la habilidad de convivir con la diversidad humana parecerían ser muy naturales y simples. Entonces, ¿por qué las personas se sienten tan amenazadas por las consecuencias del pluralismo religioso? Sugiero que un motivo de ello está relacionado con la fuerte necesidad de certeza y salvación que el pluralismo merma. Así como el temor y la ansiedad ante la muerte se debe, no precisamente en menor medida, a los sentimientos de impotencia y falta de control, de modo similar reconocer al “otro” que no puede ser absorbido en nuestras propias categorías conocidas mina la certeza y la estabilidad que tanto esperamos. La pregunta crucial del pluralismo religioso es: ¿podemos vivir con la incertidumbre? ¿Debemos anhelar la verdad absoluta de hierro de Dios que nos dice, “Este es mi camino; síganlo y serán salvados, desvíense de él y estarán perdidos”? ¿Necesitamos la seguridad absoluta de que nuestro camino es el de Dios para construir nuestras vidas espirituales e infundir pasión en nuestra conducta religiosa? ¿Debo creer que el “otro” está equivocado o, como dice Maimónides, que es un instrumento para mi redención (Mishné Tora, Melajim, xi, 4 –versión sin censura-)?
Una tradición religiosa sin certeza absoluta Creo que hay una sensibilidad religiosa alternativa dentro de la tradición judía que no se apoya en la necesidad de certeza y exclusividad absolutas. Hay un famoso pasaje en el Talmud de Babilonia acerca de las controversias de las escuelas de Beit Hilel y Beit Shamai. El Talmud dice que sus discrepancias eran tan intensas que la Torá estaba en peligro de pasar a ser dos Torot (esto es, la comunidad estaba por dividirse en dos facciones rivales). Este estado de discordia finalizó cuando se escuchó una voz celestial que decía, “Estas y aquellas son las palabras del Dios viviente”. Aunque estaban profundamente divididas respecto de muchos temas, las escuelas de Hilel y Shamai representan la viva palabra de Dios. “Sin embargo, con respecto a la práctica, la ley sigue a Hilel”.
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“¿Y por qué Dios se puso del lado de Hilel?” pregunta el Talmud. “Porque cuando él (Hilel) presentó sus ideas en el beit midrash, la academia de aprendizaje, presentó la postura de Shamai antes que la suya”. Cuando Hilel se dirigía a sus estudiantes, primero presentaba los argumentos del punto de vista opuesto y después presentaba su propia postura. En otras palabras, no enseñaba la Torá como si su punto de vista fuese la única postura válida, como si fuese el dueño de la única verdad. Hilel creía que había más de una opinión plausible y justificable. La codificación de una opinión como ley oficial no afecta la epistemología legal pluralista expresada en “Estas y aquellas son las palabras del Dios viviente”. Decidir qué opinión se vuelve ley por el principio de la tiranía de la mayoría o alguna otra técnica procesal, no determina las verdades relativas ni las opiniones contrapuestas. La tiranía de la mayoría muestra un procedimiento práctico para implementar la práctica uniforme cuando la argumentación racional por sí sola no logra generar unanimidad. Por ello, cuando se codifica una ley según la mayoría, no se descarta la perspectiva de la minoría por no ser ya relevante o significativa. La posibilidad de derrocar la ley codificada en el futuro y de aceptar la opinión de la minoría continúa siendo una opción permanente (véase Eduyot 1.5). Vivir de acuerdo a la ley codificada no ofrece ninguna garantía de que la vida religiosa de cada uno concuerde con la verdad absoluta. Para quienes necesiten una certeza religiosa total, la verdad absoluta, el judaísmo está condenado a decepcionarlos debido a su insistencia en la validez religiosa de la controversia y de los puntos de vista alternativos. Este es el resultado de haber construido una forma de vida espiritual acerca del aprendizaje y la discusión entre estudiosos y no sólo sobre la palabra revelada de Dios. En la tradición rabínica, la palabra revelada de Dios reclama al judío, sin embargo esa palabra es filtrada a través de las mentes de seres humanos finitos cuyos argumentos, interpretaciones y decisiones determinan en gran medida el contenido sustantivo de la palabra de Dios en la vida diaria. La persuasión racional, más que la certeza dogmática, es mediadora de la palabra del pacto de Dios. Dos formas de amor: el desafío del pluralismo del pacto La Torá se refiere a dos tipos de amor: el amor al prójimo y el amor al extraño. En el amor al prójimo interactuamos con una persona con la que compartimos valores comunes. Cuando amamos a nuestro prójimo, extendemos el yo y expandimos la solidaridad comunitaria. Al amar al extraño, sin embargo, encontramos al “otro”, el diferente, el que no puede ser subsumido con tanta facilidad bajo categorías que nos son conocidas. Con respecto al amor al extraño, la Torá hace referencias explícitas a la experiencia histórica del sufrimiento del pueblo judío bajo un régimen tiránico que nos oprimía por ser diferentes. Nuestras diferencias eran una fuente de temor y odio. En contraste con la xenofobia que experimentamos en Egipto, se nos dice que recordemos nuestra esclavitud y nuestro sufrimiento y que tengamos
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empatía con el extraño, en vez de sentirnos amenazados por él. “Amad pues al extranjero, pues extranjeros fuisteis en la tierra de Egipto” (Deuteronomio 10:19). A lo largo de la historia, los judíos constituyeron un obstáculo para aquellos que quisieron imponer un marco monolítico en el orden social y el político. La historia judía revela que muchas veces fuimos despreciados por encarnar “el escándalo” de la particularidad. La revelación en el Sinaí representaba nuestra forma particular de vida y nuestra íntima relación con Dios. Mi análisis del significado universal de la revelación y del pacto en términos de la afirmación de la particularidad y de la finitud humana subyace a mi reclamo de que el pacto -en tanto paradigma religioso- no apunta a universalizar una tradición de fe en particular mediante la negación de la validez de las demás. Mi distinción elemental es entre un impulso universalista religioso que celebra lo parcial y lo particular, y un impulso universalista que cree en la supremacía de una tradición a través de la eliminación de todas las demás. Dadas las distinciones conceptuales examinadas en este capítulo, la universalidad debería estar confinada a la creación en vez de a la revelación. En otras palabras, no es el contenido de la revelación sino la conciencia ética basada en la creación lo que debería universalizarse. La creación impone límites y debería actuar como un agente correctivo ante el contenido normativo de la revelación. Ninguna comunidad puede realizarse plenamente si las normas éticas de la creación (“Amado es todo ser humano creado a imagen de Dios”) no logran incorporarse a la conciencia humana. El cumplimiento de la tradición de cualquier comunidad particular está sujeto a la universalización de lo ético. El sueño mesiánico debe constar de un mundo en el que todos los seres humanos se den cuenta de que son creados a imagen de Dios y que todos los aspectos de la vida son sagrados. Sólo entonces podrá el Dios de la creación reinar en la historia. La revelación supone que Dios acepte nuestras limitaciones humanas y que reconozca que los seres humanos llevan a cabo sus potenciales sólo dentro de comunidades particulares. Para el judío comprometido, el judaísmo de amor quiere decir amar los recuerdos del pueblo de uno, las canciones del padre de uno, la tradición de la comunidad de cada uno. Al adoptar la particularidad judía (revelación, historia), también anhelamos el día en que los seres humanos dejen de hacer guerras y reconozcan la santidad de todo ser humano (creación). Hasta el triunfo universal de lo ético, la historia seguirá siendo un ambiente hostil. Estaremos condenados a la violencia infinita y a la guerra siempre y cuando temamos reconocer y afirmar la dignidad del “otro” y aprender a amar al extraño y no sólo al prójimo.
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J. B. Soloveitchik, “Confrontation”, Tradition, 6/2, 1964, 5-29. A. J. Heschel (1978), God in Search of Man: A Philosophy of Judaism, Londres, Octagon Books.