12a. Bello, Una Biblioteca Para Artistas.pdf

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E E

s t a n t e s p a r a los im p r e s o s spacios p a r a los l e c t o r e s

Siglos

x v iii- xix

Laura Suárez de la Torre (c o o r d in a d o ra )

I n s t i t u t o d e I n v e s t i g a c i o n e s D r . J o s é M a r í a L u is M o r a C o n s e jo N a c io n a l d e C ie n c ia y T e c n o lo g ía

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Estantes para los impresos : espacios para los lectores : Siglos X V III-X IX / Laura Suárez de la Torre, coordinadora. - M éxico : Instituto Mora, 2017. Primera edición 375 páginas : ilustraciones ; 23 cm. - (Historia social y cultural) Incluye referencias bibliográficas 1. Libros - Industria y comercio - M éxico - Historia. 2. Editores y publicacio­ nes - M éxico - Historia. 3. Impresores - M éxico - Historia - Estudio de casos. 4. Bibliotecas - M éxico - Historia - Estudio de casos. I. Suárez de la Torre, Laura, coordinador I. Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis M ora (Ciudad de M éxico).

Imagen de portada: El periquillo Sarniento, M éxico, Imprenta de Vicente García T o­ rres, 1842, t. 3, [s. p.], lámina 1, Biblioteca “Ernesto de la Torre Villar”, Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora.

Primera edición, 2017 D. R. © Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis M ora Calle Plaza Valentín Gómez Farías 12, San Juan M ixcoac, 03730, Ciudad de M éxico C onozca nuestro catálogo en < www.mora.edu.mx> ISBN 978-607-9475-57-4 Impreso en M éxico Prínted in México

ÍNDICE

ESTUDIO IN TROD U CTORIO Laura Saárez de la Toire

7

I. ESPACIOS DE PRO D UCCIÓ N Y VENTA DE IMPRESOS Una compra “clandestina” de libros a finales del siglo X V III. Agentes y prácticas de la librería en la ciudad de México Olivia Moreno Gamboa

27

Alejandro Valdés: un impresor-librero virreinal de cara al México republicano (1810-1833) Ana Cecilia Mmitiel Ontiveros, Olivia Moreno Gamboa y Manuel Suárez Rivera

53

La imprenta de Luis Abadiano y Valdés: un acercamiento al mundo tipográfico decimonónico Manuel Suárez Rivera

79

El comercio de partituras musicales en la ciudad de México durante la guerra con Estados Unidos (1845-1848) Aurea Maya

113

El negocio redondo de los libros de texto gratuitos y la gestión educativa del Ayuntamiento de México, 1867-1887 María Eugejiia Cliaoul Pereyra

147

La edición literaria en días agitados: la colección Cvltvra (1916-1923) Frejal. Cenantes Becerril

II.

178

ESPACIOS PARA LOS LECTORES

Una biblioteca para artistas. La Academia de San Carlos y la lectura pública (1785-1843) KenyaBello

215

Los gabinetes de lectura en México, 1821-1869. De Lizardi a Devaux Laura B. Suárez de la Torre

249

Un acercamiento a la biblioteca particular de Lucas Alamán Javier Rodríguez Piña

279

Destruiry luego organizar. La nacionalización de las bibliotecas conventuales y la formación de una biblioteca nacional y pública en la ciudad de México Othón Nava Martínez

309

La Biblioteca Pública del Estado de México: su paso por el Instituto Literario de Toluca Ana Cecilia Montiel Ontiveros

343

Sobre los autores

371

II. ESPACIOS PARA LOS LECTORES

UNA BIBLIOTECA PARA ARTISTAS. LA ACADEMIA DE SAN CARLOS Y LA LECTURA PÚBLICA (1785-1843) Kenya Bello Entre los escenarios formales para la lectura que existieron en la ciu­ dad de México del siglo X V III se encontraban las bibliotecas de los conven­ tos y los colegios, la de catedral, así como los espacios de estudio que tenían en sus hogares los hombres de letras. En el ocaso del siglo se les sumaron tanto la biblioteca que se estaba conformando en la universidad como las de la academia y los colegios reales, estos últimos fueron nuevos centros de saber, que si no modificaron completamente, al menos sí complejizaron la geografía de las prácticas lectoras de la urbe. Hasta ese momento de la larga historia colonial, los espacios concebidos para la circulación de la cul­ tura escrita (tanto impresa como manuscrita) satisfacían primordialmente las necesidades de religiosos y universitarios. Así, el surgimiento de nuevos centros de saber, cuyos objetivos eran más claramente laicos, multiplicó las comunidades lectoras de la ciudad, con la adhesión institucional de mine­ ros, cirujanos, botánicos y artistas. La capital del virreinato fue más que nunca una urbe bicéfala, con una amplia oferta educativa clerical y laica.1 Para entender la dimensión histórica de las bibliotecas es importante considerar que leer es una actividad caracterizada por suponer siempre un soporte que contenga al texto (independientemente de que sea manuscrito, impreso o digital), así como un lugar para llevarla a cabo, pues forzosamen­ te ocurre en un entorno físico determinado, que puede ser concebido espe­ cíficamente o no para dicho propósito. Puede estar apartado en la intimidad de lo privado o puede ser frecuentado por otros y constituir un lugar públi­ co. Podría decirse que la lectura implica el entrecruzamiento de los objetos textuales con los escenarios en los que se encuentran los sujetos que leen. De ahí que estudiar las prácticas de interacción con lo escrito sea en mu­ 1 M oreno, “ La imprenta y los autores”, 2013, p. 154.

chos sentidos estudiar los lugares donde se lleva a cabo dicho encuentro, así como la manera en que dichos espacios se han concebido a lo largo del tiempo, como es el caso de las bibliotecas. Consciente de ello, retomo el concepto orden de los libros2 para estu­ diar la biblioteca de la Academia de San Carlos, primera en su género den­ tro de Nueva España, y de este modo explicar por qué puede considerarse una expresión de las nuevas prácticas y políticas monárquicas relacionadas con la lectura, que fueron impulsadas por los Borbones tanto en España como en América y que tuvieron resultados concretos, además de particu­ lares, en la ciudad de México. Parto del supuesto de que los usos del libro registrados dentro de la Real Academia de San Carlos de Nueva España3 ofrecen una vía para cap­ tar algunas de las transformaciones que experimentó el espacio concebido como biblioteca a finales del siglo X V III, en la medida en que se insertó den­ tro de una nueva institución de difusión del conocimiento, para el cultivo de las bellas artes, y por esa razón se distinguió tanto de las bibliotecas con­ ventuales, como de los usos eclesiásticos del libro que ahí se registraban con más frecuencia.4En ese sentido, las huellas de los usos de lo impreso que al­ bergó San Carlos permiten percibir que la biblioteca se concibió fundamen­ talmente como el establecimiento de la norma bibliográfica a la que debía ceñirse la formación de un artista de la época, bajo parámetros académicos y ya no gremiales. Por eso es imprescindible subrayar que dicha biblioteca 2 Chartier, E l orden de los libros, 1994, pp. 19-22, sugiere que el libro vehicula la aspiración de norm ar el sentido, tanto de sus creadores com o de los dilerentes poderes que permiten su circula­ ción. D e tal suerte, el estudio de las prácticas consiste, entre otras cosas, en desentrañar las reglas, las convenciones y las jerarquías que pesan en el encuentro entre el texto y su lector, es decir las normas y las convenciones que pretenden regular los gestos de apropiación y manipulación de la lectura. Si se extiende esta reflexión, es posible percibir que las propias bibliotecas, en tanto espacios de lectura, constituyen uno más de los elementos de este orden de los libros o de la lectura, pues son creadoras de normas y convenciones que median entre los textos y sus lectores. 3 Es importante aclarar que los docum entos y los libros que alguna vez pertenecieron a la A ca­ demia de San C arlos se encuentran dispersos en varias instituciones contemporáneas: las facultades de Arquitectura y de Artes Plásticas de la UNAM, el Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación, así co m o en la Biblioteca Nacional y el M useo de San Carlos. El presente texto se basa en la consulta del archivo de la Academia, resguardado en la Facultad de Arquitectura, y de los libros del fon do San Carlos, que custodia la Biblioteca Nacional. 4 Sobre la cultura literaria novohispana del siglo XVTII y la importancia de las comunidades religiosas, véase M oreno, “La imprenta y los autores”, 2013. Por otra parte, en términos m uy gene­ rales, la lectura que se realizó a partir del siglo XI en las bibliotecas religiosas constituyó una gran revolución, en la medida en que las sagradas escrituras y los textos de edificación espiritual fueron sometidos ahí al estudio y al comentario, convirtiéndose en instrumentos intelectuales para la sal­ vación del alma. El correlato de dicho uso fue la transformación de la página y de la estructura del propio objeto libro, Cavallo y Chartier, Historia de la lectura, 1988, pp. 15 y ss.

no fue exclusivamente tal como imaginaríamos hoy, es decir, aunque tuvo una pequeña sala de consulta, esta funcionó más como un depósito de ma­ teriales que circularon en las diferentes salas de enseñanza de la academia (dibujo, pintura, escultura, grabado, arquitectura y matemáticas). En ese sentido, materialmente fue un repositorio de libros e inmaterialmente una selección de lecturas al servicio de los académicos y del pequeño grupo de alumnos pensionistas, cuyo objetivo era satisfacer las necesidades de los di­ ferentes saberes que ahí se transmitían. En consecuencia, esta investigación se presenta en cinco apartados. En el primero describo de forma sintética cuál era la concepción y el uso de las bibliotecas vigentes durante el siglo X V III, que estuvieron emparentados fundamentalmente con la evolución del modelo de biblioteca real. En el se­ gundo, expongo los principales rasgos de las políticas de lectura impulsadas por la corona en dicho periodo y su relación con los nuevos usos laicos de la biblioteca. En el tercero entrelazo dichos elementos para dar cuenta del proceso de constitución de una biblioteca para la Academia de San Carlos entre 1785, fecha de inicio de los cursos, y 1843, pues a pesar de los impor­ tantes cambios políticos y sociales que se registraron en ese periodo bisa­ gra, que abarca los siglos X V III y X I X , la concepción de este espacio para la lectura siguió obedeciendo a la lógica y a los recursos con los que se había fundado. En el cuarto y el quinto apartados explico qué libros y en qué con­ diciones circularon en la Academia, tratando de reconstruir parcialmente el fondo de origen de la biblioteca, con objeto de percibir cómo se entendió y funcionó dicho espacio. Es importante aclarar que fue después de 1843 cuando el fondo y los recursos de esta biblioteca cambiaron de manera más palpable, pues ade­ más de que el gobierno nacional finalmente se interesó por la Academia y encontró una manera de financiarla, surgieron nuevos planes para la ense­ ñanza y hubo necesidad de ampliar el fondo bibliográfico, que empezó a considerarse “insuficiente”, marcando así el fin claro de una época y el lími­ te temporal de esta reflexión.

LAS M U TACIO N E S DE LA BIBLIOTECA La aparición de la imprenta en el siglo X V supuso cambios en la manera en que hasta entonces se concebían, circulaban y se almacenaban los libros. En principio, la aparición de prensas manuales aumentó la producción, de

forma que la multiplicación de ejemplares modificó no sólo la propia pre­ sencia del libro en las sociedades occidentales, sino las formas y los lugares de su almacenamiento; de manera particular las bibliotecas. De tal suerte, en el siglo X V los humanistas conformaron bibliotecas propias con copias de manuscritos de la antigüedad grecolatina, desconocidos o difíciles de encontrar. Asimismo, mecenas como los Medici crearon recintos especiales para albergarlas y ponerlas a disposición de los eruditos. Posteriormente, desde la segunda mitad del siglo X V I, reyes y príncipes empezaron a colec­ cionar libros, así como a construir espacios para su depósito y consulta, que se convirtieron en el prototipo de la nueva biblioteca auspiciada por las mo­ narquías europeas.3 En ambos periodos dichos recintos albergaron las colecciones de los nobles, eclesiásticos o monarcas que las crearon, por el prestigio que les da­ ban y porque eran una manifestación ostensible de su prosperidad y poder. Ejemplos renacentistas son la Biblioteca Medicea-Laurenziana de Florencia (ubicada en la iglesia de San Lorenzo y que resguarda las colecciones de libros manuscritos de los Medici), la Biblioteca Marciana de Venecia (con­ vento de San Marcos) y la Biblioteca Vaticana de Roma. En el caso de las bibliotecas reales, la de El Escorial destacó en el siglo X V I y la Bibliothéque Royale francesa en el X V II. Se les puede llamar genéricamente bibliotecas de salón, pues se caracterizaron por tener grandes salas, divididas por colum­ nas, que posibilitaban la consulta a los laicos. Por lo general contaban con libros encadenados a estanterías laterales o a pupitres. Todos estos lugares constituyeron una alternativa a la biblioteca-templo, concebida como lugar sagrado de estudio y oración en el que se trabajaban y copiaban manuscri­ tos. De ahí que, para entender la evolución de las bibliotecas, sea necesario tener presente que han desempeñado funciones tanto religiosas como laicas y que eso tuvo un impacto directo sobre las prácticas de lectura que han albergado.6 En el caso español, se sabe que en época de los Austrias, Juan Páez de Castro, cronista de Castilla, dirigió un par de memoriales tanto a Carlos Y como a Felipe II, respectivamente, relativos a los libros. En lo que se refie­ re a este último monarca, el cronista le escribió, al inicio de su reinado, el Memorial sobre los librosy la utilidad de la librería y orden y traza que en ella se ha de

5 Cortés, D el manuscrito a la imprenta, 2012, pp. 97-113, y Escolar, Historia ele las bibliotecas, 198“ pp. 191-206. 6 Cortés, D el manuscrito a la imprenta, 2012, pp. 117.

tener, donde planteó no sólo la necesidad de conservación de los libros para el cultivo de los saberes y la prosperidad de la monarquía, sino que le pro­ puso establecer la biblioteca real en Valladolid, por ser residencia temporal de la corte, sede de la Audiencia, de la universidad y los colegios. A pesar de que Felipe II no optó por Valladolid, sino por El Escorial, le hizo caso a Páez de Castro y ordenó que se reservara un espacio para la biblioteca regia dentro del monasterio, que de por sí debía contar con una. De este modo, se estableció el primer recinto de este tipo dentro de la monarquía hispáni­ ca, si bien no debe perderse de vista que su uso se restringía a los círculos cortesanos que tenían acceso al apartado sitio real y cuyo interés por dicho acervo, en general, se vinculaba con la administración imperial/ El inmueble representaba al máximo poder real en la Europa de la época y su edificación así debía expresarlo. En ese contexto la biblioteca, que quedó instalada en 1592, se pensó más como un depósito de libros va­ liosos, que como lugar de trabajo o de consulta, por eso tenía las caracte­ rísticas de una sala palaciega y no de una de trabajo. En el centro del largo salón de 54x9 metros había vitrinas, en lugar de mesas y sillas para sentar­ se a leer. Los estantes adosados a los muros exhibían los libros y, como no eran para consultarse sino para contemplarse, no estaban encadenados. En lo que se refiere a su fondo de origen, la “junta de libros” para la biblioteca inició con una donación de ejemplares pertenecientes al propio Felipe II y se fue nutriendo con las adquisiciones y donaciones de las bibliotecas persona­ les de eclesiásticos y eruditos españoles, destacadas por los manuscritos que poseían. Además de que se recurrió a bibliotecas y libreros extranjeros para que compraran manuscritos, principalmente en Roma, Venecia y Francia.8 No fue sino hasta el siglo X V f f l que la situación de la biblioteca real sufrió modificaciones sustanciales en el mundo hispánico, cuando Felipe V de Borbón se hizo cargo de la monarquía y aprobó en 1711 el traslado de la biblioteca real a Madrid, al pasadizo que iba del palacio real al convento de La Encamación, en pleno centro de la ciudad. Si bien el uso público de la biblioteca real siguió siendo restringido -sólo podían frecuentarla los hom­ bres que además fueran letrados o eruditos-, su nueva ubicación muestra que la voluntad regia era crear acervos de conocimiento más accesibles para dichos sectores.9

' García, Historia de k lectura pública, 2000, pp. 1-4. 8 Escolar, Historia de las bibliotecas, 1985, pp. 255-267. 9 García, Historia de la lectura pública, 2000, pp. 4-9.

El nuevo espacio madrileño de consulta de manuscritos, de libros y de medallas era considerado público porque estaba financiado por la corona y porque le permitía a los eruditos del reino solicitar la consulta de su fondo. En la sala de trabajo, los celadores servían los textos solicitados y los rein­ tegraban a su lugar al terminar la consulta. En otras salas, además de las medallas, se exhibían antigüedades, como camafeos, piedras grabadas, ani­ llos, vasos, estatuas, instrumentos y objetos de historia natural que le daban apariencia de museo o laboratorio.10 Aun más, el proyecto de la “librería pública de su majestad” se vincu­ ló paulatinamente con el impulso de la Imprenta Real y la publicación de libros por parte de la corona, convirtiéndose así en protagonista de la vida intelectual de la península, pues muchos de los personajes que estuvieron ligados a ella también lo estaban con las nuevas academias de la lengua (1713) y de la historia (1735). Los consejeros del primer rey Borbón bus­ caron manifestar que el cambio dinástico no sólo era un cambio de gobier­ no, sino en la actividad cultural. Posteriormente Fernando VI y Garlos III fueron imponiendo dicha concepción del ejercicio del poder real, que tuvo un impacto en la cultura impresa, su difusión y sus usos sociales, pues se abrieron espacios que estimularon manifestaciones culturales y artísticas cuyo fin inmediato era proporcionar conocimiento útil para el gobierno y el engrandecimiento de la monarquía.11

LOS BORBON ES Y LA L E C T U R A PÚBLICA Además de la iniciativa que tuvo Felipe V para fundar un nuevo tipo de bi­ blioteca real, en el último tercio del siglo X V III se impulsó una serie de trans­ formaciones en todos los niveles educativos, de la escuela de primeras letras a los estudios superiores, que tenían como fin incentivar a los súbditos de la corona española a recurrir más a lo impreso en el ejercicio tanto de las pro­ fesiones mecánicas como de las liberales, con fines estrictamente utilitarios y piadosos. El Consejo de Castilla discutió y legisló sobre qué y cómo debía leerse para la “utilidad pública”, y aunque evidentemente la realidad no se transforma como lo disponen las leyes ni al momento en que lo decretan, si

Escolar, Historia de las bibliotecas, 1985, p. 342. 11 López, “La Real Biblioteca Pública”, 2012, pp. 71-85, y Sanz, “La ‘iníancia’ de la Real Biblio­ teca”, 2012, pp. 56-61.

propiciaron que los sectores letrados insistieran crecientemente en la nece­ sidad de que se leyeran nuevos textos en diferentes espacios de saber, tanto entre las futuras elites gobernantes como entre las clases populares, y esto, naturalmente, tuvo un impacto a largo plazo en las prácticas de lectura de la época, en las maneras de conocer. Para nadie es novedad que las reformas borbónicas trajeron consigo cambios que redefinieron las formas de gobierno y las instituciones que sos­ tenían la monarquía a ambos lados del Atlántico. La historiografía ha mos­ trado que hubo muchos aspectos de la vida política, económica y cultural que estuvieron entre los planes reformistas de los ministros ilustrados. Tam­ bién ha mostrado los límites de dichos proyectos. Lo cierto es que con todo y las dificultades, la corona consideró que necesitaba súbditos instruidos y útiles, además de obedientes y creyentes, para superar la crisis económica por la que atravesaba. Por eso la insistencia de los ministros en reformar las costumbres, erradicar los vicios y acabar con la vagancia y la mendicidad. De ahí también la necesidad de impulsar la educación popular en toda la monarquía, como lo hicieron las Sociedades de Amigos del País a ambos lados del Atlántico, siguiendo en gran medida las reflexiones esbozadas por Pedro Rodríguez de Campomanes en su Discurso sobre elfomento de la industria popular (1774) y su Discurso sobre la educadón popular (1775).12 Dichos docu­ mentos son testimonios bastante elocuentes de que muchos personajes de los círculos gobernantes estaban convencidos de que incluso los artesanos debían aprender a leer y escribir para ser mejores en el desempeño de su oficio y para ser buenos católicos. En esas circunstancias, el mundo de lo impreso no escapó a los afanes transformadores de esta dinastía, que lo veía como una manufactura que necesitaba repuntar urgentemente y atraer más rentas para la corona. En consecuencia, durante la segunda mitad del siglo X V III se modificó la legis­ lación que había regido el comercio del libro,13 se incentivó el desarrollo de la imprenta española, se concretó el proyecto de una Imprenta Real y se impulsó una nueva política alfabetizadora de la monarquía, que entre otras cosas fue decisiva para fortalecer la escuela de primeras letras como vector de la difusión de la cultura escrita. Por eso se incentivó toda una reforma 12 Sobre la actividad de las Sociedades de A m igos ael País tanto en la península c om o en Nueva España, véase el estudio aún vigente de Shafer, The Economk Societies, 1958. Para el caso novohispano véanse Torales, Ilustrados en la Nueva España, 2001, y M árquez, La obscura llama., 2012. 13 Véase en este m ismo volum en “ U na com pra ‘clandestina’ de libros a finales del siglo xvm . Agentes y prácticas del com ercio de libros en la ciudad de M éx ico”.

pedagógica en la educación elemental que, si bien no tuvo un alcance uni­ versal, se planteó generalizar el acceso a la lectura y la escritura entre capas de la población que hasta entonces se encontraban excluidas. A su vez, en la educación superior se crearon nuevas instituciones para el fomento y de­ sarrollo de las letras y las ciencias españolas.14 Así, tras la expulsión de los jesuítas y con el impulso que se le dio a las Sociedades de Amigos del País, se fundaron nuevos centros de saber -academias y colegios reales-, que en lugar de limitarse a reformar las ins­ tituciones educativas controladas por el clero regular y secular, propiciaron la consolidación de espacios educativos alternativos, directamente bajo el control de la corona, acordes con la política económica y social que bus­ caba impulsar. En la península se establecieron, además de las academias de la lengua y de la historia, la de San Fernando (1752) y San Carlos de Valencia (1768) dedicadas a las bellas artes, el Colegio de Estudios Reales (1771), las escuelas reales navales y militares, las Academias de Cirugía de Madrid, Cádiz y Barcelona, así como los espacios educativos ligados a las Sociedades de Amigos, como el Real Seminario de Vergara (1769) y el Real Instituto Asturiano (1794). Si bien la reforma y la fundación de instituciones reales no siguieron en América los mismos patrones que en España, para el caso de Nueva Es­ paña se fundaron el Real Colegio de Cirugía (1770), el Colegio de Minería (1774-1792), la Academia de San Carlos (1783) y el Real Jardín Botánico (1791), con el objetivo de cubrir áreas del conocimiento descuidadas por los centros educativos novohispanos y que resultaban prioritarias para el bien­ estar económico y social de la monarquía: la cirugía, la minería, la arqui­ tectura, las matemáticas, el grabado, la pintura, la escultura y la botánica. No es casualidad que en este contexto el Colegio de Minería haya contado con una biblioteca cuyo propósito era ofrecer tanto a profesores como a estudiantes herramientas para su formación, ni que su acervo se haya constituido con libros científicos que, aunque no estuvieron del todo ausentes, no tenían el mismo uso en los espacios tradicionales de conoci­ miento, como eran la universidad y los conventos en aquel momento. En las instituciones reales novohispanas circularon libros de ciencias y artes apropiados para los nuevos contenidos y la enseñanza que buscaban impar­ tir, de ahí que la planta académica haya intervenido en la selección de los

14 Bello, “ De l'Alphabétisation des M exicains”, 2014.

materiales que eran de consulta necesaria o que debían conformar el acervo de sus bibliotecas, como en los casos de Minería y San Carlos.13 Tampoco es casualidad que desde dichos espacios se hayan impuesto nuevas reglas para el ejercicio de viejos oficios ligados a la salud, las minas, la construcción y el acondicionamiento urbano, pues se trató de un periodo de redefinición de los poderes de los gremios a favor del poder colegiado o académico. En lo que se refiere a la Academia de San Carlos, se considera­ ba que todas las artes en la monarquía estaban en decadencia: el grabado, la pintura e incluso la arquitectura, y había que tomar medidas para su re­ florecimiento. De ahí que a la postre resultara convincente la necesidad de garantizar la formación académica de los artistas si se quería beneficiar la economía del virreinato. Por ejemplo, en el caso de la arquitectura hubo toda una revaloración que la convirtió de un oficio en un arte, a partir de que se reformaron sus ordenanzas en 1746. El término alarife, cuyo conocimiento era práctico, fue sustituido paulatinamente por el de maestro del arte de la arquitectura, un hombre de saber académico, capaz de reunir artes mecánicas y liberales. Paralelamente, la corona quiso controlar la actividad constructiva en el vi­ rreinato, por eso la Academia se convirtió en la autoridad que certificaba la calidad de la producción plástica, tratando de alejarla de la estética barroca y evitando que proliferaran “lastimosos ejemplares”, al tiempo que impulsa­ ba las artes y los oficios por medio de una educación basada en el dibujo.16 Algo similar ocurrió con el grabado, pues la reforma del comercio del libro español, el fortalecimiento de la Imprenta Real y el papel que el pensamiento ilustrado le dio a la difusión del conocimiento mediante la imagen, requerían una mejor formación de los artistas españoles para me­ jorar las artes aplicadas y la estampería. De hecho, esos fueron parte de los motivos para la fundación de la Academia de San Fernando en Madrid y para que Carlos III pensionara a artistas españoles en Francia, que debían perfeccionar su técnica y formar a los nuevos grabadores de la monarquía a su vuelta.1'

13 Flores, “Minería, educación y sociedad”, 1997, pp. 134-173, y Ortega Ramírez, “El Real C o ­ legio de Cirugía”, 2007, p. 80. 16 Hernández, Ignacio de Costera, 1997, pp. 20, 21 y 35: al igual que Fuentes, La Academia de San Carlos, 2002. pp. 32 y 67. 17 Donahue-Wallace, “El grabado en la Real Academia”. 2004, pp. 50-53. y Baez, Jerónimo An­ tonio Gil, 2001. p. 41.

Sin embargo, es importante destacar que las reformas no fueron im­ posiciones mecánicas, tampoco es posible pensar que los novohispanos las aceptaron pasivamente, pues, de entrada, participaron de distintas maneras en la conformación de la Academia, que contó con el finaneiamiento no sólo de la corona, sino de ayuntamientos y corporaciones locales. De suer­ te que algunas veces impulsaron los cambios y otras se resistieron a ellos. Aunque todo indica en este caso que las decisiones tomadas desde España obligaron a los súbditos americanos a abandonar sus proyectos y adaptar­ se a los dictados reales. Tres décadas antes de que se fundara San Carlos un grupo de 24 pintores de la ciudad de México y un arquitecto ya habían conformado una Academia, que estaba activa en 1754, y solicitaron a la co­ rona que la respaldara con “idénticas reglas y constituciones” que a la de San Femando. No se han localizado documentos de la resolución real, pero todo permite pensar que fue rechazada por la corona.18La existencia de esta academia no oficial muestra que los pintores novohispanos estaban cons­ cientes de la necesidad de legitimar su oficio siguiendo las nuevas prácticas de la erudición ilustrada, pero no fue sino hasta que la corona lo consideró oportuno, económica y políticamente, que se fundó una verdadera acade­ mia para las artes en el virreinato, que efectivamente impuso cierto control sobre quienes querían ejercer esos oficios y cuya influencia llegó más allá de la ciudad de México.19

18 Moyssén, “La primera academia de pintura en M é x ico”, 1965, pp. 19-22. 1!l Sobre la participación de los novohispanos en la vida de la Academia, véase Hernández, Ig­ nacio de Costera, 1997, pp. 83 y 84, pues muestra que las relaciones entre el arquitecto novohispano y sus pares peninsulares de la Academia estuvieron marcadas por las tensiones. Los académicos españoles se quejaron muchas veces p or la forma en que trabajaba el novohispano y denunciaron que no respetaba los estatutos. N o obstante, el propio Castera logró convertirse en académ ico de mérito y contar con un aval que se v olvió indispensable para el ejercicio de su oficio. Por otra parte. Donahue-Wallace, “ El grabado en la Real Academia”, 2004, pp. 54, 59-61, explica que en 1780 se encontraba activa en la ciudad de M éxico al menos una docena de talleres de grabadores, pero los grabadores profesionales que ahí se encontraban no se ciñeron a las técnicas y principios estéticos que difundió la enseñanza académica. Asimismo, una revisión de los anuncios de la Gazeta de México y del Diario de México le permitió a esta historiadora del arte mostrar que tam poco la producción de los alumnos egresados de la Academia fue completamente fiel a los dictados neoclásicos. Por otra parte, Ramírez, ‘José M ariano Oriñuela”, 2010, pp. 5-28, da cuenta de la iniciadva que tuvo, en 1791, José M ariano Oriñuela, perito agrimensor y facultativo de minas en Querétaro, exam inado y titulado por el Tribuna] de Minería, para fundar en aquella ciudad una academia de matemáticas. Su propuesta fue evaluada por los directores de arquitectura y matemáticas de la Academia de San Carlos, A ntonio González Velázquez y D iego de Guadalajara Tello, quienes lo aprobaron en 1793 con la condición de que llamara escuela y no academia a su establecimiento, pues carecía de aproba­ ción real y fondos para subsistir. D e la escuela de Oriñuela egresaron discípulos que se certificaron ante la Academia de San Carlos.

LA A C A D E M IA DE SAN CARLOS C O M O ESPACIO PARA LA L E C T U R A En 1778 el grabador zamorano Jerónimo Antonio Gil, académico de mé­ rito en la Academia de San Fernando de Madrid, grabador de monedas y medallas, así como fundidor de tipos de la Imprenta Real, llegó a Nueva España con la misión de establecer una escuela de grabado en el virreinato que mejorara la producción monetaria. Dicha escuela se abrió en la Casa de Moneda en 1781. Debido al éxito que tuvo, pronto surgió de ahí mis­ mo un proyecto más ambicioso para fundar una academia de bellas artes, impulsado por el propio Gil, quien consiguió el apoyo de Fernando José Mangino, superintendente de la Casa de Moneda y miembro del Consejo de Hacienda del rey. Ambos obtuvieron el apoyo del virrey Mayorga, y con la aprobación real posterior, se estableció una junta preparatoria, que consi­ guió financiamiento de la Hacienda real y de importantes corporaciones del reino, como el Real Tribunal de Minería y el Consulado de Comerciantes, para que se enseñara arquitectura, pintura, escultura y matemáticas. Gra­ cias a los trabajos de esa junta y a la opinión favorable que el proyecto me­ reció por parte del virrey Matías de Gálvez, la Real Academia de las Tres Nobles Artes de San Carlos fue fundada en 1783; un año después Carlos III expidió los estatutos que dispusieron su gobierno interior, de forma que los cursos iniciaron oficialmente en 1785.20 La Academia se organizó a partir de cuatro juntas, entre las que des­ tacan la Junta Superior de gobierno -integrada por el virrey, el presidente de la academia, los conciliares y la secretaría- y laJunta General, compues­ ta por los profesores que eran nombrados directores de las disciplinas ahí impartidas. Al principio Gil, quien fue director general hasta su muerte, al igual que director de grabado en hueco, trabajó con profesores novohispanos que por disposición real fueron reemplazados en 1786 por los españo­ les Ginés Andrés de Aguirre (pintura), Manuel Arias (escultura), Antonio González Velázquez (arquitectura) y Miguel Constansó (matemáticas). En un segundo momento llegaron los valencianos José Joaquín Fabregat (gra­ bado en lámina), en 1787, Manuel Tolsá (arquitectura), en 1790, y el pintor Rafael Ximeno y Planes (pintura), en 1796. Cada una de las disciplinas

20 T odos los datos sobre la historia de la Academia provienen de Báez, Fundación e historia, 1974, pp. 15-21, e Historia de la Escuela, 2009, passim; Donahue-Wallace, “El grabado en la Real Academ ia”, 2004, pp. 50-52, y Fuentes, La Academia de San Carlos, 2002, pp. 32-57.

contaba con una sala para su enseñanza, además de una sala destinada al dibujo, la sala de principios. La intención de los fundadores fue crear un espacio para elevar el ni­ vel de formación de quienes practicaban o querían practicar la pintura, la escultura y el grabado, así como la arquitectura. Evidentemente, como ya se anticipó, también tenían la intención de normar dichas prácticas e impo­ ner una visión estética, misión que se le confió directamente a los directores peninsulares. No se olvide que, dentro del proyecto de reforma ilustrada la reorganización espacial de la ciudad y la reglamentación de sus construccio­ nes, así como la propagación del “buen gusto”, representado por el canon estético neoclásico, ocuparon un lugar relevante, de ahí el peso estratégico que se le atribuyó a la Academia y los resultados que se esperaban de ella, que fueron muy prometedores en su primera década. De ahí también que la instrucción fuera gratuita y que se financiaran, al menos hasta 1810, 16 pensiones para españoles, así como cuatro para indios puros. En San Carlos hubo dos clases de alumnos y de educación artísti­ ca. Por un lado, unos cuantos pensionistas, cuya manutención costeaba la Academia porque habían ganado concursos en las diferentes áreas de en­ señanza y que se esperaba que hicieran carrera en las artes. De otra parte, los que no contaban con ningún apoyo económico y debían limitarse a un aprendizaje que les asegurara bases técnicas, pero sin profundizar en teorías estéticas. De hecho, la enorme mayoría de estos últimos nutrieron las clases nocturnas de dibujo, que fueron las más concurridas y, en efecto, convoca­ ron a artesanos, entendidos estos como trabajadores manuales o mecánicos. Por ejemplo, Gil sostuvo en un informe que tuvo en un inicio más de 300 aprendices de dibujo, y todo indica que esa cifra fue constante hasta que empezó la crisis política que llevó a la independencia: “Los primeros años de su existencia [de la Academia], a manera de un tierno infante, creció muy lentamente, alimentándose a costa de mis sudores y constante amor, pues la servía de director, de maestro, de conserje y de administrador; tra­ bajaba, después que desempeñaba mis peculiares obligaciones de día, más de tres horas por la noche, corrigiendo a un crecido número de muchachos que a veces pasaban de trescientos.”21 Conviene aclarar que al principio la Academia estuvo ubicada pro­ visionalmente dentro de la Casa de Moneda, donde Gil dio sus primeros 21 Informe del director general de la Real Academia D o n G erónim o A ntonio Gil, f. 3, M éxico. 26 de abril de 1794, en Archivo de la Academia de San Carlos (en adelante AASC), exp. 851.

cursos de grabado, pero desde 1791 se instaló en el recién extinto Hospital del Amor de Dios, cuyo edificio quedó a cargo del Hospital de San Andrés, institución a la que se le arrendó hasta finales de la década de 1840, cuando se adquirió, y es el que ocupa hasta la actualidad (en el número 22 de la ca­ lle Academia, en el Centro Histórico de la ciudad de México). La antigua Academia se benefició de poco más de 20 años de estabi­ lidad y prosperidad, durante los cuales logró algunos de los objetivos que habían animado su fundación: se impuso un control sobre la formación de artistas y arquitectos, al tiempo que el gusto neoclásico se materializó en diversos ámbitos de la vida urbana; en casas, capillas, iglesias, oratorios, conventos, colegios, cárceles, hospitales y caminos, o en lugares tan emble­ máticos como la Plaza Mayor, que en 1796 fue remodelada para albergar la estatua de Carlos IV. El mundo de la imagen también fue receptivo a es­ tos cambios a través de pinturas, esculturas y grabados que difundieron el ideal de belleza de los académicos y de la monarquía, como los frescos que se pintaron en la cúpula de la catedral o en el Palacio de Minería22 (véase imagen 1). Naturalmente, los procesos que llevaron a la independencia de Mé­ xico afectaron la vida de la joven academia, fundamentalmente porque los problemas de financiamiento y la muerte de algunos directores españoles, que ocurrieron entre 1810 y 1821, fueron entorpeciendo de manera cada vez más clara la enseñanza, lo que obligó al cierre de los cursos en 1822, poniendo así fin a la primera etapa de esplendor de la institución. De nin­ guna manera puede considerarse un fracaso del proyecto, pues está claro que la crisis no surgió en la Academia, sino del colapso del dominio espa­ ñol en América. En consecuencia, a pesar de que en 1824 se convirtió en Academia Nacional de Bellas Artes, por espacio de poco más de dos décadas funcionó muy precariamente, pues no sólo los primeros gobiernos del México inde­ pendiente se negaron a darle el mismo reconocimiento de institución recto­ ra del buen gusto que le había dado la corona y la miraron con recelo, sino que su financiamiento disminuyó considerablemente, prácticamente quedó reducida a las clases de dibujo, las únicas que siguieron teniendo siempre alumnos. Tanto los cambios políticos que resultaron desfavorables para los académicos, como la escasez crónica de fondos impidieron que se produjera

22 Fuentes, La Academia de San Carlos, 2002, y Hernández, Ignacio de Costera, 1997, passim.

Imagen 1. Gerardo Vázquez M ., Archivo Fotográfico del Instituto de Investigaciones Estéticas-UNAM, Plaza M ayor de M éxico, grabado de José Joaquín Fabrcgal, sobre un dibujo de Rafael X im cno y Planes, 175)7.

el replanteamiento de la enseñanza y se impartieran los cursos que hubie­ ran correspondido a una verdadera academia nacional.23 Esta situación terminó en 1843, cuando Antonio López de Santa Anna decretó una serie de medidas que tenían como propósito recuperar para la enseñanza de las bellas artes el nivel que la Academia había tenido durante el antiguo régimen, de ahí que quizá la medida más importante tomada durante su administración a este respecto haya sido destinar las rentas de la lotería a su mantenimiento. De esa forma se rescató este centro de enseñanza de la crisis y comenzó un periodo de reorganización y revitalización de la institución. Se recurrió nuevamente a la contratación de eu­ ropeos, tanto italianos como españoles, para impartir los cursos, al tiempo que algunos alumnos destacados fueron enviados a Europa en calidad de pensionistas y la Academia pudo finalmente convertirse en propietaria de su propio edificio. Fue también en este periodo cuando el fondo inicial de la biblioteca experimentó cambios con la incorporación de nuevas áreas de conocimien­ to, fundamentalmente obras de ingeniería, razón por la cual esta investiga­ ción se detiene ahí, en el comienzo de una nueva etapa para la biblioteca. Por ejemplo, los arquitectos Heredia y Delgado prepararon en 1844 un nuevo plan para la enseñanza de su disciplina y manifestaron que la librería era insuficiente. Más adelante, en 1857, el italiano Javier Cavallari realizó reformas a la enseñanza que también tuvieron un impacto en la adquisición de libros.21 De hecho, aunque hay inventarios desde el siglo X V III, los catá­ logos del fondo de la biblioteca no son previos a la década de 1850, mues­ tra de que en la segunda mitad del siglo X I X se registraron nuevas prácti­ cas y nuevos usos de los libros dentro de la institución, que será necesario estudiar.2’ Por ahora, lo importante es la presencia del libro y la conformación de la biblioteca en su periodo de fundación. Fue precisamente durante las dos últimas décadas del siglo X V III cuando se adquirieron libros con los recur­ sos que la corona y las corporaciones locales destinaron para la Academia, 23 Pérez, “ La enseñanza de la pintura”, 2010, pp. 59-62. 24 Báez, Historia de la Escuela, 2009, p. 234. 2:) Fuentes, “La biblioteca de la antigua Academ ia”, 2015, pp. 17-36, ofrece inform ación valio­ sa sobre lo que ocurrió con la biblioteca después de 1843 y hasta la actualidad, aunque desde una perspectiva distinta a la empleada aquí, más interesada por la historia institucional. También aborda brevemente el periodo que se cubre en este texto, si bien la inform ación de que dispone y la inter­ pretación que hace del espacio no tuvo la intención de registrar los usos sociales de la biblioteca ni de los libros.

que fundamentalmente se pensaron como herramientas de trabajo para los profesores, y en menor medida para los pensionistas. Los estatutos de 1784 no dispusieron nada en particular sobre la biblioteca, pero cuando descri­ ben las funciones del conserje arrojan información valiosa sobre cómo se pensó la circulación de impresos dentro de la institución. “Artículo 13. A los individuos de la Academia, y a las personas de distinción que en las ho­ ras de estudios de mañana y tarde se dedicaren a la lectura de la historia, arquitectura y demás obras concernientes a las artes, franqueará los libros, tratados y papeles y colecciones que pidieren; pero sin permitir que los sa­ quen de la Academia.”2b Es posible observar que aun antes de poseer sus instalaciones defi­ nitivas, San Carlos ya contaba con un fondo de libros y materiales que el conserje se encargaría de prestar y resguardar -sólo durante las mañanas y las tardes, pero no en las clases nocturnas de dibujo-, que no estaban a disposición de cualquiera y que podían circular dentro del recinto, pero sin salir de él. A partir de estos indicios, ¿puede pensarse que los libros acom­ pañaban a los académicos y, quizá, a los pensionistas tanto en la Casa de Moneda, como en la sede de la Academia?, ¿se trató de un uso de los libros que se adaptaba al modo de trabajo de los artistas, de forma que estaban presentes en sus talleres y galerías? Todo indica que sí y que por eso la sala de lectura, instalada después de 1791, fue austera. Gracias a un presupuesto realizado por Heredia en 1831, se sabe que se ubicó en el piso alto, entre la sala de matemáticas y la de principios mayores, constó de “2 estantes, 1 mesa, 52 cuadros entre grandes y chicos y varios faroles y otros muebles en la segunda pieza, los estantes están unidos construidos en la misma pieza”.27 Puede entenderse, entonces, que la biblioteca designó a los “libros, tratados, papeles y colecciones”, y no sólo a esa mesa donde “los individuos de la aca­ demia y las personas de distinción” podían consultar -rodeados de cuadros que también eran susceptibles de lectura- los ejemplares contenidos en los dos estantes adosados a la pared. Por otra parte, la existencia de estantes en las salas de enseñanza28y el tamaño de los propios libros (véase anexo 1) corroboran que debieron estar presentes en los lugares de trabajo. Aunque no todos los libros que circu­ laron en la Academia eran de gran formato -los tratados se imprimían por

26 Proyecto, estatutos, 1984, p . XX XIII. 27 Archivo General de la N ación, Justicia Instrucción pública, vol. 6, exp. 17, fs. 88v, 89 y 93f. 28 Fuentes, “La biblioteca de la antigua A cademia”, 2015, pp. 18-20.

lo regular en cuarto y octavo-, algunos, particularmente los de estampas, miden poco más de 50 centímetros, y corresponden a dobles folios. Varios tienen planos o imágenes desplegables. De tal suerte que, muchas veces, de­ bieron estar abiertos sobre las mesas de trabajo o recargados en los atriles de quien se inspiraba en ellos para dibujar, tallar, pintar o esculpir, pues su formación así lo requería. En ese sentido, para entender con más detalle lo que designaba el con­ cepto biblioteca en aquel periodo, es necesario preguntarse ¿cuál era el uso de los libros dentro de la enseñanza que ahí se impartía?, ¿de lo impreso? Por principio, debe recordarse que las academias de arte del siglo X V III mo­ dificaron sustancialmente la manera en que los artistas habían aprendido su oficio dentro del sistema de aprendizaje de los gremios. En ese contexto, los estudios en San Carlos se basaron en programas prácticamente idénticos a los de las academias europeas, que pusieron al dibujo como base de la en­ señanza de todas las artes, pues era inimaginable un artista o un arquitecto que no fuera un dibujante consumado. Los académicos concibieron el dibujo como una enseñanza metódica, y en ese sentido científica, que involucraba conocimientos anatómicos, ma­ temáticos y de perspectiva, ya fuera para aplicarlos al cuerpo humano o a las edificaciones. De esta forma, todos los discípulos de la Academia inicia­ ban en la sala de principios con la copia de estampas y de dibujos clásicos. Una vez que dominaban esta etapa inicial, se ejercitaban con ejemplos es­ cultóricos y modelos vivos; los pintores dibujaban al carbón y los esculto­ res esculpían en barro. Tras años de copia y de práctica venían, finalmente, estudios más teóricos de anatomía, geometría y perspectiva, para los cuales se usó una serie de tratados que variaban según las diferentes disciplinas.29 En consecuencia, como se verá en los dos siguientes apartados, los im­ presos que los académicos solicitaron para tener a su disposición cubrieron dichas necesidades; por eso en el fondo de origen hubo estampas, dibujos, tratados de anatomía, pintura, arquitectura y matemáticas, que utilizaban para su enseñanza. Dichos “tratados, papeles y colecciones” eran resguar­ dados por el conserje -que si se le cree a Gil, él mismo desempeñó esas fun­ ciones en algún momento- en “la librería”, pero debieron circular prestados en las diferentes salas de la Academia, obedeciendo a la lógica de trabajo del artista o del arquitecto, que no se sirvió de los impresos, ya sea libros, 29 Donahue-Wallace, “El grabado en la Real Academia”, 2004, p. 52, y Báez, “Enseñanza del dibujo", 2014, p. 18.

estampas, dibujos o planos, de la misma manera en que un erudito, cuyo objetivo era analizar un texto o redactar un escrito. Puede decirse que San Carlos tuvo sus espacios de lectura desde los primeros años, tanto en la forma de una pequeña sala de consulta como en la circulación de los libros pertenecientes a la Academia dentro de las diferentes salas. También queda claro que los libros no fueron el único elemento de su aprendizaje y alterna­ ban con estampas, pinturas y esculturas, cuya presencia en San Carlos era más notoria y puede documentarse más fácilmente (véase imagen 2).

U N A BIBLIOTECA D E N T R O DE LA BIBLIOTECA Antes de analizar los textos que compusieron parte del fondo de origen, es importante entender la relación que pudieron tener con ellos los académi­ cos, en la medida en que fueron quienes eligieron los libros e impresos que sirvieron de base para la enseñanza en San Carlos. Sirva de ejemplo Jeró­ nimo Antonio Gil, fundador de la Academia. Cuando él llegó a Nueva Es­ paña, en diciembre de 1778, traía consigo 24 cajones con materiales, uten­ silios, dibujos, estampas, bajorrelieves y libros para cumplir con la misión que se le había encomendado en la Casa de Moneda. Y precisamente esos libros que trajo Gil fueron los primeros que oficialmente circularon en el recinto monetario y en la Academia.311Los títulos correspondían en su ma­ yoría a la enseñanza del dibujo, en consecuencia, a los ideales académicos. Entre las obras que trajo estaban la Iconografía, de César Ripa; Anatomía, de Vesalio; Simetría del cuerpo humano, de Durero; De varia conmesuraáóm para la esculpturay architectura, de Juan de Arfe Villafañe, y 106 dibujos, modelos y reproducciones escultóricas.31 Gil también poseyó el Arte de la pintura: su an­ tigüedady grandezas, que publicó a mediados del siglo X V II Francisco Pache­ co, quien había aceptado al joven Velázquez como aprendiz en su taller se­ villano y del que se convirtió en suegro; al igual que el Museo pictórico y escala óptica, de Antonio Palomino, que fue publicado a principios del siglo X V III y es una summapictórica sobre el origen de la pintura, su definición y divisio-

30 Donahue-WaUace aclara que hay una confusión entre los estudiosos de San Carlos, pues los libros con los que Gil llegó formaban parte de su patrimonio personal, de manera que se distinguen de los que más tarde pidió para la Academia. En consecuencia, no pueden considerarse com o parte del fon d o de origen, a pesar de que Gil los utilizaba en sus cursos de la Casa de M oneda y de San Carlos. Véase su artículo “T h e Evangelist o f Taste”, 2013, p. 498. 31 Báez, Historia de la Escuela, 2009, p. 23.

Imagen 2. Biblioteca Nacional, Palomino, E l museo pictórico, 1795-1797. El grabado que ilustra la obra de Palom ino, acorde con la visión académica, representa al artista en su estudio. Además de los instrumentos para pintar, en el segundo plano se ve su biblioteca.

nes, definiéndola como un arte liberal, es decir, que no la concibe como una ciencia práctica, que pueda aprenderse en un taller, sino como especulativa porque proviene de los libros, como un saber académico.32 Aunque es difícil determinar qué tan privada o colectiva fue la biblio­ teca de Gil, un estudio reciente de Kelly Donhaue muestra que él no sólo fue un mediador cultural que ayudó a expandir el gusto metropolitano en­ tre sus discípulos novohispanos, sino que lo hizo con ayuda de su biblioteca de 298 títulos y 659 volúmenes, que no puede disociarse de los cursos que impartió, pues su propia vivienda se encontró en la Casa de Moneda y en la Academia, por lo que resulta bastante factible que hayan sido consultados por sus discípulos y colegas. En primer lugar, en orden cuantitativo esta­ ban 101 títulos que correspondían a libros religiosos, incluyendo la Biblia, tratados teológicos, libros de liturgia y devocionarios, estos últimos eran la mayoría en el rubro. Les seguían 79 títulos de historia, de diversas regiones y épocas. El tercer lugar lo ocuparon los libros sobre arte, entre los que des­ tacan las colecciones de estampas impresas, como el Nouveau livre de dessin de Nicolás Poussin, o tratados de Vitrubio, Leonardo da Vinci y Giorgio Vasari. El último lugar entre sus libros lo ocuparon los contenidos literarios y cien­ tíficos, con 26 y quince títulos respectivamente. Entre los volúmenes que poseyó lo mismo había manuales prácticos e instructivos, como la Cartilla para aprender a dibujar, que tratados más teóricos sobre pintura y estética.33

EL F O N D O DE LA BIBLIOTECA SIN M U R O S Gracias al estudio de los libros de Gil se sabe que en la Academia circularon simultáneamente los impresos que eran propiedad de los directores de en­ señanza y los que se compraron con fondos institucionales; también que la existencia de estos dos tipos de bibliotecas no debe llevar a confusión, pues sólo los últimos constituyen el fondo de origen y su adquisición comenzó en 1786. En efecto, una vez que los directores peninsulares se instalaron en la ciudad de México, mandaron pedir a España -con ayuda de la junta de gobierno- una lista de libros que consideraban necesarios para sus respecti­ vas enseñanzas y cuya adquisición solicitaron:

32 M orán, “ El rigor del tratadista”, 1996, pp. 267-270. 33 Donahue-Wallace, “T h e Evangelist o f Taste”, 2013, pp. 496-498.

El juego de la Herculana y Pompeya de Nápoles Antigüedades de Roma de Piranesi y todas las otras obras que ha publicado Historia de España del padre Mariana, “impresos últimamente por la bibliote­ ca del R ey” E l viaje de España, de Ponz El Tratado de pintura de Rafael Mengs, publicado por Azara Los cuadernos con todas las relaciones de premios otorgados por la Acade­ mia de San Fernando de M adrid desde su fundación Los cuadernos con las relaciones de premios otorgados por la Academia de San Carlos de Valencia Leonardo da Vinci, traducido por Diego Rejón Vitrubio de Galiani Paladio Scamozzi Las ruinas de Palmira Palacio de Casería León Bautista Alberti Diseños del palacio de Ibarra Diseños impresos encuadernados del teatro anatómico de Versalles M odelo de capitel corintio, “por el que tiene en su casa Durán el arquitecto” M odelo de capitel jón ico compuesto por el que sirvió para la puerta de Alcalá. Desgodete, dos ejemplares (Desgodetz) Todos los autores que han copiado los edificios de Roma Colección del Vaticano y demás dibujos de Miguel Ángel Pietro Alciati César Ripa E l palacio y el convento del Escorial Historia de las ciencias exactas por Leberien, en castellano Obras completas de Piranesi Diccionario de matemáticas y física de Laberien Com pendio matemático del padre Tosca, “última edición de Valencia” Elementos Mathereos Universe, Cristiani Walfü, Geneve, en 5 tomos Curso de matemáticas de Benito Bails y el compendio del mismo Archimedes Elementos de Euclides, por Simpson Arquitectura hidráulica, por Belidor Antigüedades de Roma Jacobi Gregorii, Optica promota

Muller traducido por Taramas Tratado defísica, por Vallet, en castellano El tomo de la colección de máquinas aprobadas Vaciado de los jarrones y bajorrelieves que hay en la Academia de Herculano'14

Las necesidades bibliográficas de los académicos, entre las que se re­ piten textos con los que Gil ya contaba, fueron satisfechas cuatro años más tarde. Hay constancia de que tres cajones con libros, estampas e instrumen­ tos matemáticos, cuyo valor ascendió a 14 571 pesos, se enviaron desde La Coruña en junio de 1790. El contenido de los cajones muestra que los li­ bros para artistas costaban verdaderas fortunas, y que la lista de peticiones no se cumplió al pie de la letra, al menos en el primer embarque, pero sí en buena medida: Cajón largo encerado 1 Tosca, 9 tomos, 8o, pasta, 400 pesos 1 Mariana, Historia de España 2f, pasta, 94 pesos 1 Taramas, de Fortificación 2+40 pta., 34 pesos 1 García, Elementos de Aritmética 40 pta., 34 pesos 1 Nollet, Física en castellano 6+40 pta, 250 pesos 1 Simson, Elementos de Eudides 40 pta., 39 pesos 1 Veicei de la Pintura 40 pta.. 46 pesos 1 Alberti de Arquitectura 8, 45 pesos Cajón número 2 5 tomos de Herculano mayor, pta., 2 800 pesos 1 W olfio de Matemáticas 5 tomos, 288 pesos 1 Ruger de Arquitectura dvil 40 pta, 30 pesos 1 L’art depeindre por Watelet 40, 100 pesos 1 Obras de Mengs 40 m, pasta, 34 pesos 1 (Euvres de Le Pautre 3 tomos 560 pesos 1 Bails Compendio de matemáticas 88 pesos 1 tomo de la reimpresión de dicha obra 30 pesos 1 Vitruvio por Castañeda 20 pesos 11 Expediente con catorce docum entos concernientes a los útiles, libros, estampas y estatuas que ajuicio de los directores se necesitan en la Academia, 1. Relación de estampas, estatuas, libros y efectos que se necesitan en la Academia y 2. Lista de libros y objetos que se necesitan en la Acade­ mia, M éxico, en AASC. exp. 10064.

1 Cantani Imágenes de los dioses 40 pesos Cajón mímero 3 3 tomos de Herculano 1 Bails de Matemáticas 8 tomos, 279 pesos 1 Scamozzi de Arquitectura 200 pesos 1 vaso etrusco 450 pesos 2 Desgodetz Edificios antiguos de Roma 520 pesos 1 Capmany Tratado de matemáticas para uso de la infantería 30 pesosto

En el primer cajón, además de libros, había siete cuadernos con ador­ nos arabescos, 16 cuadernos de dibujos de muebles, dos cuadernos de di­ bujos para hacer coches, un grafómetro, un nivel, una brújula, seis estuches de matemáticas a la inglesa y seis a la francesa. Hubo más envíos de libros en 1793, 1795 y 1797, aunque la información no es tan detallada como en el registro del primer embarque y eso impide dar cuenta exacta de los títu­ los que llegaron después. De cualquier modo, aunque la reconstrucción del fondo sea parcial, es posible inferir que se constituyó en lo esencial antes de comenzar el siglo X I X y de que estallaran los conflictos que perturbaron la navegación y el comercio transatlántico de libros.36 Una vez establecido cuál fue el origen de este acervo, vale la pena de­ tenerse a analizar los títulos de los listados, tanto lo que se pidió como lo que llegó inicialmente, para entender lo que solicitaron los académicos y observar que corresponde al tipo de formación que consideraron adecuada para un artista de la época. Como se mencionó, el dibujo estaba en la base de su enseñanza. Entre los libros que se usaron con este fin se encuentra la Iconografía, del erudito italiano Cesare Ripa, que servía para estudiar las figuras alegóricas y cuyos emblemas gozaban de fama desde el siglo X V I ; la Anatomía, de Andrea Vesalio, cuyo texto ilustrado con grabados enseñaba el funcionamiento de los músculos y la estructura ósea. A su vez, las estampas

35 Docum ento 14. Factura de lo que contienen los cajones de instrumentos y libros que de orden del señor don Ignacio de Hermosilla he dispuesto para la Real Academia de San Carlos de M éxico. La cuenta total no es sólo de los libros, también considera los instrumentos. Enlisto los contenidos del documento siguiendo la transcripción de Báez, pero con algunas correcciones en los títulos, M éxico, en AASC, exp. 10064, así com o Nota de los libros que com ponen la biblioteca de la Real Academia de San Carlos de esta Nueva España, M éxico, 1791, en AASC, exp. 638. 36 AASC, expedientes 799, 808, 822, 979. El expediente 643, de 1795, es la Nota de los libros, estatuas y demás útiles que en dos remisiones vinieron de España para el uso de la Academia, pero desafortunadamente no puede consultarlo porque el m icrofilm no es legible.

servían para que los grabadores en lámina ejercitaran sus trazos copiándo­ las. También destacan las obras del arquitecto y grabador Giovanni Battista Piranesi, activo y prestigioso en la Italia del siglo X V III. Al igual que los gra­ bados del arquitecto francés Antoine Desgodetz sobre los edificios antiguos de Roma.37 Para la enseñanza de la pintura se recurrió a la obra del pintor y teóri­ co neoclásico Antón Rafael Mengs, pintor de cámara de Carlos III y profe­ sor de académicos españoles como Ximeno y Planes, cuyas Reflexiones sobre la bellezay gusto en la pintura estaban tanto entre los libros de Gil como en los que se pidieron para la Academia. Sin obviar que fue recopilada y traducida por José Nicolás Azara, embajador español en Italia y mecenas artístico.38 Otro texto extranjero que gozó de influencia en la época fue el poema di­ dáctico L’art depeindre, del francés Henri Watelet, quien había pasado por la Academia de Francia en Roma. Por su parte, los estudios de arquitectura se basaron en textos como el Compendio de los diez libros de arquitectura de Vitrubio, que tradujo del francés al español José Castañeda, director de arquitectura en la Academia de San Fernando de Madrid; el que publicó en 1755 John Muller, profesor de ar­ tillería y fortificación en la Academia de Woolwich, Inglaterra, y cuya edi­ ción en español se imprimió en 1769 como Tratado defortificaáón o arte de cons­ truir los edifiáos militares y civiles, traducida por el extremeño Miguel Sánchez Taramas, primer ayudante y director de la Real y Militar Academia de Ma­ temáticas de Barcelona (fundada en 1720). Taramas consideró que la obra de este inglés era útil para la enseñanza de la arquitectura civil y militar a los jóvenes ingenieros, cuyo objetivo era ingresar al Cuerpo de Ingenieros (fundado en 1711), ya que estudia la estructura de los edificios, da a cono­ cer y examina los materiales, las obras militares y las construcciones acuá­ ticas, tanto en mares como en ríos39 (véase imagen 3). En esta área también es importante destacar la influencia de los ingenieros franceses mediante la Arquitectura hidráulica, de Bemard Forest de Belidor, ingeniero militar nacido en Cataluña, pero adoptado por un francés. Publicó el primer volumen en 1737 y completó el segundo en 1753, su consulta fue clásica porque ense­ ñaba cómo construir canales, puertos, faros y todo lo relacionado con las obras marítimas, así como las fortificaciones para su defensa. Todos estos 37 Báez, “Enseñanza del dibujo”, 2014, p. 20, y Donahue-Wallace, “El grabado en la Real A ca­ demia”, 2004, p. 53. 38 Sazatomil y jim é n o , E l arte español, 2014, pp. 3-8. 39 Capel, Sánchez y M oneada, D e Palm a Minerva, 1988, pp. 235 y 236.

Imagen 3. Biblioteca Nacional, Muller, Tratado defortificaaón, 1769.

textos, más que teorías de la construcción, proponían analogías con cons­ trucciones que habían resultado efectivas y tuvieron gran influencia en la manera en que tanto ingenieros como arquitectos realizaron caminos, puen­ tes, canales y reformas a los puertos en la monarquía hispánica.40 Sin olvi­ dar que los tratados sobre la materia de León Battista Alberti, Giacomo de Vignola y Andrea di Pietro Palladio, también eran fundamentales.41 Finalmente, para la enseñanza de las matemáticas, que sobre todo incumbía a los arquitectos, se recurrió al texto del religioso oratoriano y novator Tomás Vicente Tosca, quien al despuntar el siglo X V III empezó a publicar en Valencia su Compendio matemático, en nueve tomos (1709). Asi­ mismo, en 1772 la Academia de San Fernando encargó al catalán Benito Bails, titular de la cátedra de matemáticas, que escribiera una obra general sobre los saberes de esta disciplina, el resultado fueron un compendio, los Principios de matemáticas, en tres tomos, y los Elementos de matemáticas,42 en diez tomos; estos últimos los terminó de escribir en 1783, ambos publicados en Madrid por la imprenta de Joaquín Ibarra43 (véase imagen 4). Los textos que se pidieron y se suministraron inicialmente para la Academia muestran el fuerte predominio de las estampas y los modelos gráficos italianos, así como de los tratados de arquitectura (civil, militar e hidráulica) y matemáticas. Entre esta bibliografía fue menor, aunque no menos relevante, la presencia de obras de historia profana española, geo­ metría y física. Queda ahora interrogarse sobre cómo se usaban todos esos textos en la dinámica cotidiana de los estudios. Para dar una idea, a grandes rasgos, es posible recurrir a la descripción que hizo Gil, en un informe de 1795, sobre los estudios de arquitectura que impartía González Velázquez: “después de haber enseñado los cinco órdenes de esta según viñola [si¿\ y de que tengan los conocimientos matemáticos precisos para este arte, enseña a copiar [...] edificios antiguos haciendo de ellos las reflexiones que tiene por conveniente, enseña el Arte de Montea y construcción con las partes anexas

411 N óvoa, “La obra pública de los ingenieros”, 2005, pp. 183-202. 41 Fuentes, La Academia ck San Carlos, 2002, p. 54. 42 H orm igón, Las matemáticas en el siglo XVIII, 1994, pp. 50-53. 43 Los libros de Piranesi, Vitrubio, Bails y de algunos autores más estaban presentes también entre los colegiales de Minería. Flores Clair, “Minería, educación y sociedad”, 1997, pp. 146-149. Este historiador explica que la demanda del tratado de Bails fue tal, que el director de Minería so­ licitó permiso al virrey, en 1792, para reimprimirlo ante las dificultades de abasto. Después de una serie de negociaciones, el Tribunal pagó a Antonio Valdés 442 pesos por 100 ejemplares.

Imagen 4. Biblioteca Nacional, Bails, Elementos de matemáticas, 1779.

a la hermosura, comodidad y solidez que son los que constituyen un buen edificio y los que debe tener presente un buen arquitecto”.44 Un ejemplo fuera de la Academia y de la ciudad de México lo propor­ ciona José Mariano Oriñuela, el agrimensor que desde Querétaro replicó a las críticas que el académico Antonio Velázquez le hizo a sus planos para remodelar la Alameda de aquella ciudad: “Aunque tengo bien comprendi­ do lo sustancial de la arquitectura en lo teórico por Vitruvio, Viñola, fray Lorenzo, Tosca y particularmente por Bails, cuyos principios matemáticos he estudiado, en cuya virtud obtengo los títulos de facultativo de minas y agrimensor general, jamás he usurpado el de arquitecto ni me he inferido en trazar ni dirigir obras.”45 Queda claro que los libros no sólo respondieron a las necesidades do­ centes de los académicos, sino que se incorporaron a las formas de transmi­ sión de conocimiento dentro de San Carlos y fuera del recinto. Asimismo, los libros que constituyen parte del fondo de origen de la biblioteca mues­ tran que los impresos utilizados para la enseñanza académica de las bellas artes reflejaban el gran predominio de los modelos italianos neoclásicos en­ tre los artistas españoles, que a su vez tenían la misión de transmitirlo a sus discípulos novohispanos. En ese sentido, dichos libros también son testimo­ nio de las triangulaciones que hubo entre España, Italia y Francia en térmi­ nos de circulación y difusión de cánones y patrones artísticos. En el vértice de España, el triángulo incluye también a Nueva España y la difusión de estos patrones estéticos que la monarquía buscó imponer entre los artistas, e incluso los artesanos, locales. Debe considerarse que entre los siglos X V III y X I X Roma y París se dis­ putaron el título de capitales del arte. La primera gozaba de esa fama desde la antigüedad, mientras que la capital francesa empezaba a ser considerada el centro más importante de la producción artística mundial; de hecho, en el siglo X I X la balanza se inclinó claramente de su lado, despojando a Roma de su antigua gloria y de su liderazgo. Ahora bien, desde el reinado de Feli­ pe V los modelos italianos dominaron el arte cortesano; en los reinados de sus hijos Fernando VI y Carlos III se conservó un fuerte vínculo con Italia y el arte italiano. A lo largo del siglo X V III pintores, escultores y arquitectos italianos como Filippojuvarra, Giovanni Battista Sachetti, Giovanni Domenico Olivieri, Corrado Gianquinto, Giovanni Battista Tiepolo, Jacopo Arni44 Citado en Fuentes, La Academia de San Carlos, 2002, p. 57. 4,1 Citado en Ramírez, ‘José M ariano Oriñuela’', 2010, p. 27.

goni y el ya citado Mengs, realizaron producción artística para satisfacer los deseos y las necesidades de la monarquía española. En el periodo de con­ formación de San Carlos, los artistas españoles de renombre completaban su formación en Italia y la corte española se vanagloriaba de tener artistas italianos entre sus miembros.46 De tal suerte, los propios libros son un reflejo de las dinámicas de la producción artística y científica del periodo; en arquitectura la influencia francesa se nota sobre todo en los textos técnicos, de ingeniería y en los tra­ tados de matemáticas. De Italia provinieron libros sobre la antigüedad, tra­ tados sobre órdenes clásicos y libros de estampas.4' Su grado de difusión y apropiación entre los novohispanos, y más tarde entre los mexicanos, bien podría establecerse analizando la producción arquitectónica y artística de las últimas décadas del siglo X V III y las primeras del X IX .

LA BIBLIOTECA Y SUS USOS Para concluir con esta reflexión es importante subrayar que la biblioteca de San Carlos se concibió más como herramienta que como lugar de la ense­ ñanza. Buscó difundir e imponer entre los novohispanos no sólo unos prin­ cipios estéticos a grabadores (en lámina y en hueco), pintores, escultores y arquitectos, sino el hábito de trabajar basados en ciertos libros y tratados. Dicho de otro modo, la biblioteca o selección de libros buscó instaurar un orden de la lectura artística en consonancia con los ideales ilustrados de la época. Su éxito fue relativo, pues una vez concluida la enseñanza los egre­ sados tuvieron libertad para trabajar o no con los principios que les habían inculcado y con los textos en donde estaban contenidos. Lo indudable es que dentro de los muros de la academia, e incluso fuera, en el mundo del trabajo, se registraron nuevos usos del libro que supusieron nuevas formas de enseñanza del dibujo, de la pintura, de la arquitectura y de las matemá­ ticas, y en ese sentido el paso del taller artesanal al estudio académico, con las consecuencias que esto tuvo en el largo plazo para el ejercicio artístico en el México de los siglos X I X y X X . Este primer acercamiento no agota todos los posibles usos del libro que se registraron dentro de la Academia, aunque sí ejemplifica cuáles fueron los textos que conformaron la norma bibliográ­ 46 Sazatornil y jim é n o , E l arte español, 2014, pp. 3-8. 47 Ibid., p. 4.

fica de la formación artísdca del periodo, así como algunas maneras en que se emplearon dentro de las diferentes enseñanzas, fundamentalmente entre sus directores. También es importante destacar que, a medida que conozcamos con más detalle los espacios donde se leía en la ciudad, estaremos en condicio­ nes de visualizar más claramente las comunidades lectoras que la habitaron, al igual que las prácticas que mediaron el encuentro entre las personas y los textos. Ni qué decir sobre el estudio histórico de las bibliotecas, la compren­ sión de sus representaciones y de su evolución como espacios, que depende de nuestra capacidad para dar cuenta de los usos que se le han dado a lo largo del tiempo. A pesar de que los expedientes contenidos en el archivo de la Acade­ mia son particularmente áridos en lo que se refiere al funcionamiento de la biblioteca para el periodo que aquí se estudia, fue posible inferir aspectos de su funcionamiento atendiendo a los usos que se hicieron de los libros.48 Es importante agregar, para estudios futuros sobre etapas posteriores, que la sala de consulta se transformó en 1859, fecha en que se iniciaron los trabajos de su construcción y se instaló “con un gran tragaluz y techo con madera nueva”, aunque para 1862 aún no estaban concluidos.19Esa sala al­ bergó nuevos usos de lo impreso entre los artistas y dispuso nuevas formas de interacción entre los lectores académicos y los libros que seguramente redefinieron los parámetros de lo que se entendió por biblioteca.

4S Para años posteriores la inform ación es un p o co más reveladora, el exp. 7695 consigna que en 1886 la biblioteca tenía 2 244 volúm enes; el 9664 inform a que en 1903 la biblioteca poseía 3 791 volúm enes y que el prom edio de lectores diarios en los últimos cinco años (1898-1903) había sido de och o, lo que sumaba un total de 11 520 consultas en dicho período, finalmente, el exp. 10520 contiene un catálogo de obras de la Biblioteca de la Academia form ado en 1863, dividido por áreas de conocim iento y ubicación en los estantes, donde se enlistan 594 títulos de ciencias y 678 de bellas artes, historia, geografía, viajes e industria, M éxico, en AASC. 49 15. Edificio de la Academia, M éxico, en AASC, exp. 10474, citado por Báez, Historia de la Es­ cuela, 2009, pp. 242-243.

A N E X O 1. PARTE DE LOS LIBROS D EL F O N D O DE O RIG EN CON SERVADOS EN LA BIBLIOTECA N ACIONAL50 1. Textos enlistados en el primer embarque Antigüedades de Hercutanumy Pompeya, s. 1, s. n, s. a, 104 láminas [41 cm], Antoine Babuty Desgodets, Les édifices antiques de Rome, París, Chez Claude Antoine Jombert, 1779, 140 pp. [45 cm], Benito Bails, Elementos de matemáticas, Madrid, por D on Joachim Ibarra, 1779 [23 cm], Bernard Forest de Belidor, Architecture Hydrautique ou l ’art de conchare, d ’elever et de menager les eauxpour les differents besoins de la vie, 4 vols., París, Chez Charles-Antoine Jombert, 1737-1753 [27 cm], Claude Henri Watelet, L’art de peindre. Poéme avec des réflexions sur les differentes parties de lapeinture, París, H. L. Guerin y L. F. Delatour, 1760, 144 pp. [29 cm]. Euclides, Los seis primeros libros y el undtéámo y duodécimo de los Elementos de Euclides. Tra­ ducido de nuevo sobre la versión latina de Federico Qymandino conforme a laJiely correc­ tísima edición de ella publicada modernamente por Roberto Simson, Madrid, Joaquín Ibarra, 1744, 360 pp. [25 cm]. Jean-Antoine Nollet, Lecciones de physica experimental. Escritas en idiomafrancés por el abate Nollet, traducción por elp. Antonio £ 'acagnini, 6 vols., Madrid, en la oficina de Joachin Ibarra, 1757 [21 cm]. John Muller, Tratado defortificación o arte de construir los edifidos militares y aviles, traducción en castellano y dividido en dos tomos y aumentado con notas, adiciones por Miguel 7aramas, 2 vols., Barcelona, Thom as Piferrer, 1769 [21 cm]. Leone Battista Alberti, Le temple de Maleteste de Rimini architecture, Fuligno, Jean Tomassini, 1794, 54 pp. [46 cm]. Le terme dei romani disegnate da Andrea Palladlo et republícate con la giunta di alcune osservasioni da Ottavio Bertotti Scamozzi, Vicenza, Francesco M odena, 1785 [51 cm.] Mariana, Juan de, Historia de España. Compuesta, enmendaday añadidapor elpadre Juan de Mariana, ccm el sumario y tablas, 2 vols., Madrid, Andrés Ramírez, 1780 [31 cm]. Obras de Antonio Rafael Mengs, primer pintor de cámara del rey, publicadas por Joseph Nicolás de Azara, Madrid, Imprenta Real de la Gazeta, 1780, 404 pp. [25 cm]. Rieger Christian, Elementos de toda arquitectura civil: con las más regulares observaciones de los modernos, Madrid, p orjoa ch in Ibarra, 1763 [28 cm].

50 Pueden consultarse un par de repertorios bibliográficos que cubren otros aspectos del fon do San Carlos en Salgado, La biblioteca de la Academia, 2015. pp. 95-135.

Tomás Tosca, Compendio mathámtico en que se contienen todas las materias más principales de las ciencias que tratan de la cantidad, 9 vols., Valencia, Joseph García, 1757 [19 cm], Tomasso Piroli, La antichita di Ercolano esposte, Nápoles, Regia Stamperia, 1757-1779 [49 cm].

2. Textos no enlistados en elprimer embarque, pero que corresponden a la lista solicitada par los directo/tes de la Academia en 1786 Andrés Jiménez, Desaipáón del Real Monasterio de San Lorenzo E l Escorial, Madrid, en la imprenta de Antonio Marín, 1764, 452 pp. [30 cm], Antonio Ponz, Viage de España en que se da noticia de las cosas más apreáablesy dignas de sa­ berse que hay en ella, Madrid, por la Viuda de Ibarra e Hijos, 1787-1793 [17 cm]. Cesare Ripa, Della novissima iconología, Padova, Pietro Paolo Tozzi, 1624-1625 [23 cm], Giovanni Batista Piranesi, L’antichitá romane, 4 vols., Roma, Sallomoni a la Piazza di S. Ignacio, 1784 [55 cm], Luigi Vanvitelli, Dichiarazioni del disegni del reatepalazzo di Caserta, Napoli, Regia Stam­ peria, 1756, X IX pp., XIV láminas dobles [64 cm].

FUENTES CONSULTADAS Archivos y bibliotecas AASC

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