Capítulo 11 De "La Vida Después de la Muerte", por A. Toynbee, A. Koestler y otros. DORIS F. JONAS LA VIDA, LA MUERTE, LA CONCIENCIA Y LA CONCIENCIA DE LA MUERTE
La vida, desde su nacimiento en los elementos químicos que formaban nuestra tierra, se ha desplegado hasta su complejidad actual, al parecer milagrosa, y aquí espero hallar un contexto dentro del cual podamos ubicar nuestra conciencia de la muerte y nuestra inquietud por la continuación de la exis tencia individual. Cuando la vida emergió por primera vez de la materia inorgánica se reprodujo por fisión, de modo tal que las formas de vida más primitivas, en la medida en que no estaban separadas de su materia nutrida, eran casi inmortales,1 Ignoramos cómo era la vida más primitiva y más simple, pero cuan to más estudiamos las formas unicelulares vivientes mayor es la complejidad que enfrentamos. En verdad, entonces com prendemos por qué llevó tanto tiempo, desde la formación de nuestro planeta, el surgimiento de las primeras células orgá nicas, tal como llevó tiempo la integridad de la evolución orgánica, para avanzar desde esa simple célula hasta el hombre. Llevó entre dos y dos billones y medio de años la evolución de la materia química hasta la célula autorreproductiva, y otro tanto para que las fuerzas de la naturaleza llegaran a nuestra espede a partir de esa vida original. La tendencia inherente a polimerizar, en las propiedades químicas de los complejos de carbono en solución, da por resultado largas concatenaciones que, eventualmente a causa de su longitud, suelen quebrarse. Este hecho simple es el que en definitiva subyace en los procesos de reproducción vegeta tiva o asexual. Así, la vida unicelular, nutrida por sustancias químicas de la solución en que había surgido y provista de energía mediante las radiaciones solares, se regeneró dividiéndose constantemente en dos partes a través del proceso de meíosís, siendo, como decíamos, casi inmortal. Una de las consecuencias de este tipo de regeneración resi de, sin embargo, en que las células hijas de una célula madre que se divide suelen permanecer próximas entre sí, formando racimos. Eventualmente ocurre que algunas, por casualidad o accidente, se apartan de estos racimos. Su material genético así se combina favoreciendo ulteriores mutaciones evolutivas que configuran el fundamento para la reproducción sexual. Aquí yace el origen de la mortalidad. La reproducción sexual por fusión, comparada con la re producción vegetativa por fisión, es mucho más eficaz en términos evolutivos del momento en que sus productos son más competentes para la búsqueda de fuentes de nutrición y para afrontar, por lo tanto, las presiones de la selección natural. La evolución continua de formas cada vez más complejas se acelera en progresión geométrica cuando los indivi duos, por así decirlo, renuevan el circuito, y sólo sus genes continúan existiendo en una perpetua recombinación que mejora constantemente las funciones y la forma de la criatura,
adaptándola cada vez más a su medio. Así, sólo Jos genes conservan la original inmortalidad de la vida, mientras que el resto del organismo se vuelve mortal. Al continuar y acrecentarse el ritmo de este proceso, y merced a la obra de la selección natural, que favorece a ciertos grupos hasta que éstos se adaptan por completo a su medio ambiental, vemos emerger ciertas líneas evolutivas que llega mos a reconocer como especies. Aquí es precisamente donde vemos que la muerte es parte esencial de los procesos de la vida, puesto que el estadio en que muere la criatura individual es también un factor que obedece a las presiones de la selec ción natural, de modo que la muerte adviene inevitablemente en ese punto de la vida individual en que propicia los fines del grupo y por ende de la especie. La especie, como el gene, tiene también una vida casi inmortal. Albert Gaudry, en 1888, definió a la especie como "una transitoria modalidad de tipos que persiguen su evolución a través del' decurso de las edades".2 Así como el cuerpo humano elimina células que son renovadas constantemente, la especie elimina individuos que son renovados para mantener la vitalidad de la especie. Uno puede ilustrar este proceso con toda claridad obser vando los ciclos vitales de otras criaturas. Podría decirse que el orden natural de las cosas frunce el ceño ante el gasto indis criminado de materia biológica. Cada fase de la existencia, de cada individuo sirve a un propósito dentro de la perpe tuación de su especie, y cuando el individuo deja de ser útil a la reproductividad y ya no puede ser útil a la especie, muere de forma que su materia corporal colabore en la manuten ción de la vida de otras especies y así sea rápidamente reab sorbido en el ciclo total de la naturaleza. Acaso, los mejores ejemplos de economía de medios se hallen en el mundo de los insectos, donde los machos de todas las especies mueren en el acto de la cópula o muy poco después, y las hembras viven sólo el tiempo suficiente para desovar. 8 Las hembras de la araña,4 la mantis religiosa y el escarabajo, por ejemplo, están, por así decirlo, programadas para lo que podríamos juzgar el hábito más bien desagradable de comerse a sus consortes durante o poco después de su fertilización, con lo cual la materia corporal del macho sirve a su especie en forma de alimento cuando éste ya ha cumplido sus otras funciones. Cortejar y copular son sin duda ocupaciones peli grosas para los machos de estas y muchas otras especies, pero no lo son más que el dar a luz para muchas de las hembras. La presencia de la nueva generación los vuelve prescindibles. Entre los peces, no es destino de los machos ofrecer un postumo servicio a la comunidad transformándose en alimento de sus consortes, pero es habitual que los genitores perezcan en cuanto han cumplido con su misión reproductora. Los sal mones sockeye, por ejemplo, después de pasar tres o cuatro años nutriéndose del plancton del Pacífico, regresan, contra todo tipo de dificultades, al lecho del río en que nacieron unos cinco años atrás. El salmón, cuando llega al agua dulce, ya alcanzó su madurez sexual y está en celo, pero a partir de ese momento cesa de alimentarse. Cuando llegan a destino, la hembra con la cola cava el nido, que consiste en una oquedad de unos tres pies de ancho donde depositará los huevos. Luego remonta la corriente y cava más nidos, continuando el proceso hasta haber albergado y depositado entre tres mil quinientos y cinco mil huevos. El macho pasa sobre los huevos y los fertiliza, después de lo cual, la grava y la arena se deslizan determinadas por las necesidades del grupo. El proceso de selección natural no sirve a la preservación del individuo sino del grupo en su nivel más alto de funcionalidad. De hecho, la selección adaptativa se sustenta sobre un elevado índice de mortandad y
estimula la competencia. Lo que surge de todo esto es que la función de la vida es perpetuar la vida. El individuo es parte de la perdurable vida de su especie, tal como las hojas que cada otoño caen del árbol para conservar la energía necesaria al organismo durante el invierno y son renovadas en la primavera para captar la luz solar y convertirla en nueva energía, siendo cada hoja así sometida a las necesidades de la totalidad del árbol. Entre tales especies, la muerte no se busca ni se teme. Se la experimenta, tal como a las otras fases de la vida, cuando llega el momento. Entre los mamíferos, dicha actitud (si así pode mos llamarla) resulta habitualmente mediatizada por la misma naturaleza de la percepción del animal. Muchas de sus rela ciones sociales son regidas por el sentido del olfato, de modo que una criatura muerta, que no huele igual que una viva, ya no es identificada como un semejante. Esto nos conduce a unos pocos anímales superiores que tienen vida prolongada y entre quienes vemos una preocupa ción por el bienestar de sus congéneres. "Un delfín enfermo, por ejemplo, no puede caer en estado de coma. Ni siquiera puede dormirse por más de seis minutos. Sí se duerme durante más tiempo lo hace con gran riesgo de muerte, pues el sueño profundo le impide respirar. A causa de esta peculiaridad, el delfín enfermo debe ser atendido veinticuatro horas por día, y cada delfín está dispuesto a hacer lo propio por otro delfín." 6 El doctor John Cunningham Lilly —en el intento de reali zar un experimento de comunicación entre especies, durante el cual una joven y un delfín nariz de botella convivieron du rante un año, intercambiando recíprocos aprendizajes y ense ñanzas— consignó que en su Instituto se había observado reiteradas veces que los delfines se cuidaban entre sí veinti cuatro horas al día hasta que el enfermo se recobraba, varios días b varias semanas después. Los elefantes africanos nos ofrecen otro asombroso paralelo con las prácticas culturales humanas. Sylvia Síkes, zoóloga consultora en Nigeria, vio y registró rituales de duelo entre dichos animales. He aquí un ejemplo típico: "En caso de que un animal se encuentre mortalmente herido y no pueda levantarse, los otros miembros de la manada [... ] lo rodean des consoladamente varias veces, y si permanece inmóvil todos se detienen con un gesto de incertidumbre. Entonces miran hacia afuera del círculo, con las trompas colgando. Puede que al rato vuelvan a alzar la trompa y reanuden la marcha en círculos, para detenerse una vez más mirando hacia afuera. Eventualmente, si el animal caído está muerto, se corren hada un lado y se limitan a permanecer allí [... ] por varias horas, o hasta el anochecer, en que suelen arrancar ramas y briznas de hierba de la vegetación circundante, para dejarlas caer sobre y alrededor del cadá ver. Los elefantes más jóvenes también participan de la ceremonia. También patean el suelo, en dirección al cadáver, y luego permanecen junto a él, contoneándose inquietos de un lado a otro. Eventualmente se retiran de la zona." 7 David Attenborough, famoso integrante de la BBC, ha hecho un registro fotográfico de la conducta observada por los ele fantes al sepultar a sus muertos con ramas y hojarasca. Más cerca del hombre, no se ha observado que los chim pancés realizaran ritos protofunerarios, pero entre ellos suelen darse amistades sociales y apegos individuales.
Jane Good all escribió que una madre chimpancé suele llevar a su hijo muerto durante días, aunque su sentido del olfato debe infor marle, no menos que a nosotros, que la criatura ha cesado de vivir. No obstante, en dichos animales, el desarrollo de la zona dorsal del cerebro (neocorfex), parece combinarse con un principio de autoconciencia. Adicionalmente, su prolon gada infancia (no alcanzan la madurez sexual hasta los ocho años y no llegan a la plena madurez social hasta los doce) impone un necesario apego entre la madre y el hijo, que es suficientemente fuerte como para que en tales casos la madre se obstine en no dejar a su cría. Esto nos lleva directamente a los albores del hombre. Co menzando por los mamíferos no humanos más desarrollados, vemos que la incrementada evolución del neocortex se com bina con un principio de conciencia individual, requisito im prescindible para interesarse por la muerte. Hasta hace muy poco solía pensarse que el hombre primitivo (y, por ende, también el contemporáneo hombre tribal) no tenía noción de la muerte y se interesaba muy poco en ella. La 11º edición de la Encyclopaedia Britannica, publicada en 1910, dice al respecto: "Para el salvaje, la muerte por causas naturales resulta inexplicable. En todas las épocas y lugares, si reflexiona siquiera sobre la muerte, no llega a comprenderla como un fenómeno natural, ni siente horror o curiosidad en su presencia. El hombre, en sus estadios primitivos, ha tratado a sus muertos con una indiferencia casi animal. Las investiga ciones arqueológicas demuestran que el hombre del Cuaternario se preocu paba muy poco por el destino del cadáver de sus semejantes [...]." Hoy día sería muy difícil defender tanto ese tono de des deñosa superioridad como la información en sí misma, espe cialmente desde las expediciones encabezadas por el doctor Ralph Solecki entre 1951 y 1960 a la caverna de Shanidar, en el Kurdistán, al norte de Irak.8 Allí se descubrió un gran número de esqueletos de ejemplares Neanderthal. El primero que exhumaron, al cual bautizaron Shanidar I con el objeto de identificarlo, había muerto en un alud, pero entre sus restos había pequeñas pilas de huesos de mamíferos que sugieren una ceremonia fúnebre. El aspecto más interesante de este esqueleto en particular consistía en que, pese a que el omó plato, la clavícula y el brazo derechos parecían atrofiados de nacimiento, y que el inútil antebrazo derecho parecía haber sido amputado en una época temprana de su vida, tenía unos cuarenta años de edad al morir, edad muy avanzada para un hombre' de Neanderthal. Además, debía haber sido ciego del ojo izquierdo, puesto que tenía un extendido tejido óseo cica trizal en la parte izquierda de la cara. Y, como si esto no bastase, la parte superior del cráneo había recibido una herida que se había curado antes de su muerte. En pocas palabras, Shanidar I representaba una clara desventaja en un medio en que hombres en mejor estado debían afrontar vidas bastante arduas. Sin embargo se le había permitido vivir. Es evidente que se hizo útil a la comunidad (había restos de dos habitácu los en las cercanías), según lo testimonian sus dientes delan teros, inusitadamente desgastados, que al parecer utilizaba para aferrar las cosas en reemplazo del brazo derecho. Pero del momento en que difícilmente hubiera podido proveer a su sustento o resguardarse por sus solos medios, debemos presu mir que su gente lo aceptó y mantuvo hasta el día en que mu rió. La pila
de piedras que había sobre su esqueleto, así como los restos de comida, demuestran que aún después de muerto era objeto de alguna veneración. Otro hombre había muerto en un alud relativamente pe queño, y su defundón no había pasado inadvertida para sus compañeros. Tiempo después de la caída de las rocas, una vez disipado el polvo, habían vuelto para ver lo sucedido. Sobre el cadáver depositaron una pila de piedras y sobre ésta en cendieron una hoguera. También aquí nos encontramos con fragmentos de pequeños huesos de mamíferos que parecen vestigios de una ceremonia fúnebre. Al culminar la ceremo nia, parece que se cubrió la hoguera con tierra mientras el fuego aún ardía. Se exhumaron seis esqueletos más, algunos de ellos con heridas que habían sido curadas. Entre ellos, Shanidar IV yacía sobre restos de polen. Bajo el microscopio de Mme. Arlette Leroi-Gourhan, paleobotánica de París, se descubrió que este polen no provenía sólo de las especies habi tuales de árboles y hierbas, sino también de por lo menos ocho espedes de flores, al parecer entretejidas con ramas de un ar busto semejante al pino. Ningún accidente natural justificaba la presencia de tales vestigios a tal profundidad de la cueva. Como escribe Solecki: "Algún ser humano de la Última Edad Glacial debió recorrer la ladera con el doloroso afán de recoger flores para el muerto [...]. Hoy día nos parece lógico que se le ofrenden al ser querido que acaba de morir cosas bonitas como son las flores, pero encontrar flores en un sepulcro de Neanderthal que data de hace 60.000 años es otra cosa [...]. En los millones de años de evolución que se iniciaron con homínidos simioides en el África, es entre los Neanderthal donde encontramos testi monios de los albores del sentimiento social y religioso: el obvio cuidador con que se trataba a lisiados y heridos, las sepulturas... y las flores." En vista del refinamiento de las ceremonias fúnebres en la raza Neanderthal, nos vemos forzados a suponer que el interés en la muerte data de épocas anteriores y que, en efecto, si tuviéramos todos los datos a disposición, hallaríamos una con tinuidad a partir de las razas precedentes. Debemos intentar metemos en la piel de los primeros hombres. La vida era todo lo que sabían y comprendían. No tenían modo de conceptua lizar la muerte, pero resulta claro que pensaban en ella. Con el desarrollo de las culturas humanas, surgieron diversos "te mas". Uno de ellos es el tema de la muerte y el renacimiento. Arnold van Gennep vio,9 en 1909, la "regeneración" como una ley de la vida y el universo: la energía detentada por todo sistema paulatinamente se agota y debe ser renovada cada tanto. Según este autor, en el mundo social la regeneración se cumple en lo que él llama rites de passage, contándose entre ellos los más primitivos ritos de muerte y renacimiento. Hay restos de ejemplares de Cro-Magnon sepultados en posición fetal; cabe interpretar en ello (de acuerdo con los mitos de aquellos pueblos que hasta hace poco observaban esa práctica) un afán de facilitar la resurrección del difunto en una nueva vida. La práctica de envolver el cadáver en mortajas evoca la circunstancia de que el feto está cubierto por una membrana, y la limpieza del cadáver es un equivalente ritual (mágico acaso) de la limpieza del recién nacido. Este tema mágico es frecuente en los pueblos cazadores y nómades. Otro tema, vinculado con los pueblos patriarcales y pasto riles, se relaciona con la idea de que una persona, al morir, debe continuar con el mismo tipo de existencia que ha llevado hasta entonces; por lo tanto, se le dejaba comida, utensilios y armamento para que los empleara en la otra vida. En algún momento de la evolución de la conciencia de nues tros antepasados surgió el
tema animista, entre los pueblos matriarcales y agrícolas en primer lugar. Estos hombres pri mitivos explicaban los procesos de la naturaleza inanimada mediante la intervención de espíritus vivos, dotados de una capacidad similar a la suya, en los objetos inanimados; para lelamente, se explicaba el fenómeno de la vida humana me cíante la creencia en un maniquí o animal que existe dentro de cada hombre y le dicta sus actividades: este hombre en miniatura constituye el alma del primitivo. A veces, el alma era concebida como un pájaro. Los bororós de Brasil, aún hoy, suponen que el alma del durmiente cobra esa forma para alejarse del cuerpo durante la noche y regresar a él con el despertar. Finalmente, se describe el alma como el hálito del hombre (anima). En los tiempos modernos, el "último aliento" es algo más que una mera metáfora. Expresa la 'creencia en que el agonizante, al expirar por última vez, deja escapar algo tan gible, capaz de una existencia independiente: el alma. Entre los antiguos romanos, la costumbre imponía al deudo más cercano el deber de inhalar el "último aliento" del moribundo. Esta idea persiste en el carácter sacro que se le adjudica al último beso. Pero para regresar al hombre primitivo, la idea, al evolu cionar, de que el espíritu deje el cuerpo en el instante de la muerte se transformó, de un modo u otro, en fuente de in tensos temores. Se organizaron ritos de todas clases para apartar al espíritu de la comunidad de los vivos, para garan tizar que se mantuviera alejado y no dañara a los sobrevivien tes. Se creía que el espíritu podía lamentar el verse privado de su cuerpo y entonces regresar para inquietar a los vivos, ya por venganza o bien para hallar un nuevo cuerpo donde ins talarse, o acaso para llevarse a alguien que le hiciera compañía en el otro mundo. Si un hombre moría sin presentar heridas, se pensaba que había sido víctima de brujos o hechiceros asociados con espí ritus malignos. Hasta su contacto con los europeos, muchas tribus africanas imputaban la muerte a los hechiceros de una tribu hostil o a los actos maléficos de un vecino, de modo que se requería una venganza y se iniciaban disputas entre clanes/ En Australia ocurría lo mismo. Andrew Lang escribió: "Cuan do muere un nativo, sin que importen las evidencias, de que su muerte obedeció a causas naturales, en el acto sé concluye que el difunto estaba hechizado." De la incapacidad de conceptualizar la muerte se desprende una tendencia a personificarla, y se inventan mitos para dar cuenta de su origen. A veces se trata de la ruptura de un tabú. En Nueva Zelandia, Mani, el héroe divino de la Poli nesia, no estaba bautizado como correspondía. En Australia , se, le dijo a una mujer que NO se acercara a cierto árbol donde vivía un murciélago; ella infringió la prohibición, el murcié lago salió volando, y el resultado de ello fue la muerte. Los ningfus (de Cnina) fueron echados del paraíso y perdieron la inmortalidad porque uno de ellos se bañó en aguas tabú; la Pandora griega abrió la caja prohibida; la Eva bíblica comió la manzana prohibida. Estos mitos indican que entre muchos pueblos, la muerte adquirió los visos de un castigo a una mala acción, y esta idea condujo a ritos propiciatorios y luego a ritos de arrepentimiento y expiación cuya evolución perdura en las modernas religiones occidentales. El resto ocurre en tiempos históricos, en los que podemos apreciar dos corrientes opuestas. Por una parte, el culto de los ancestros, la honra de los muertos, y la contemplación de los muertos como parte constitutiva de la familia; así ocurría.. en la antigua Roma, donde se honraba al genius del pater fu milias y al inno de la matrona. No se trataba de las "almas" de los ancestros en el sentido que le damos nosotros, sino de las formas masculinas y femeninas mediante las cuales se per petuaban los poderes del clan. Tales sentimientos aún perdu ran en las sociedades modernas, donde el muerto honrado
por ciertas familias se convierte en parte del legado social de dichas familias. Es ley universal de la naturaleza que los rasgos, órganos e individuos que carecen de toda funcionalidad tiendan a ser eliminados, y no ha habido excepción a esta regla en los grupos sociales humanos hasta los tiempos modernos. Al mencionar algunas de las prácticas relacionadas con este aspecto de la vida. en la cultura de los hombres primitivos, debemos recor dar que esos hábitos tenían un sentido y que no podemos juzgarlos con nuestros propios valores. Entre los grupos tribales primitivos, por lo general ocurría que aun el reverenciado anciano era descartado si se volvía incapaz de desempeñar su papel, o si sus impedimentos físicos excedían su valor social. En algunos grupos, estas costumbres se ejercían con ayuda de los propios ancianos, en otros sin ellos; en algunos, eran compasivas, en otros no, lo cual solía depender de circunstancias externas. Los grupos nómades, en su totalidad, y los que vivían en zonas de clima muy riguroso, ya en el ártico o en los desiertos, no podían afrontar el lastre implicado por una persona no productiva, viéndose obligados a disponer prontamente de ella. Entre algunas tribus esquimales, una persona de edad que ya no podía realizar ninguna tarea (una anciana, digamos, que hubiese perdido todos los dientes y ya no pudiese morder el cuero para facilitar la confección de botas, o un anciano decrépito), dejaba "voluntariamente" el refugio familiar para exponerse al frío y morir congelada. En una tribu nómade del África central, cuando la vejez hacía de alguien un lastre para la comunidad, ésta lo abandonaba, en el momento de la migra ción, con un trozo de carne y una cascara de huevo de avestruz llena de agua, de modo que pudiera sobrevivir sólo mientras duraran estas magias provisiones. Entre los yakuts de Siberia, los viejos le rogaban a sus hijos que los ultimaran y se orga nizaba una fiesta funeral de tres días. Entonces los hijos conducían a los padres a un bosque y les preparaban una tumba donde los sepultaban vivos, con armas, utensilios y provi siones. Los yerkiamining de Australia dejaban a los moribun dos cerca de una fogata, abandonándolos; los baumanas de lo que era el Sudán francés abandonaban a sus moribundos, con alaridos para ahuyentar a los espíritus; los selung del archipiélago Mergui, cerca de las costas de Birmania, llevaban a los moribundos a una isla desierta y los dejaban allí; los dota chos de América Central llevaban a los moribundos a un bosque; los nativos de Natilevu en Fiji, depositaban a los moribundos en una tumba, con agua y comida: mientras pu dieran disponer de tales alimentos, la tumba permanecía abier ta; los hotentotes enterraban vivos a los moribundos, o bien los dejaban en una hendidura de las montañas. Los grupos sedentarios de medios menos hostiles podían, y solían, despedir a los ancianos con más amabilidad. En el folk lore de todas partes del mundo, y en muchas costumbres que han sobrevivido en zonas rurales hasta este siglo, tenemos abundantes testimonios que nos hablan de dichas prácticas. En la Noruega rural, en el sur de Alemania y en ciertas zonas del Punjab, aún hoy persiste el hábito de que el padre y la madre se retiren a una especie de hogar para ancianos en su propie dad cuando el hijo mayor se casa y queda capacitado para administrar la tierra. Este retiro simbólico es el vestigio de prácticas más primitivas y más drásticas. Si recogemos el hilo hasta su extremo inicial, comprobamos que todas las creencias y prácticas a que hemos aludido son extensiones —quizá podamos denominarlas
subproductos úl timos— de la vastamente incrementada complejidad cerebral que señaló el advenimiento de la humanidad, y de las caracte rísticas del neocortex que indujo a nuestra especie a buscar las causas de los hechos y los propósitos o el sentido de la vida. Pero este mismo cerebro tuvo otras extensiones y oíros subproductos últimos que incluían el uso y la confección de herramientas, y tal extensión (así como la que llevó de la so ciabilidad y la comunicación entre los primates hasta los grupos humanos y las lenguas) tuvo, como casi todo en la naturaleza, un acelerado efecto de retroalimentación. Promovió cambios en los sistemas sociales, que pasaron de la recolección de frutos de la tierra/y probablemente de carroña, a la caza y de allí, a su vez, a grupos agrícolas y luego industriales. Ahora estamos en las fronteras de una nueva era tecnoló gica. En las sociedades occidentales vemos que esto supone una ruptura de los patrones familiares tradicionales. Los re querimientos de la tecnología aceleran el flujo de la informa ción y al mismo tiempo la facilitan, aumentando el abismo entre las generaciones y disminuyendo el valor del conoci miento acumulado en las mentes de los ancianos. Las actitu des hacía la muerte están, como necesariamente lo estuvieron siempre, íntimamente ligadas a las actitudes hacia la familia o dan. La reciente disminución del valor del anciano en su Sociedad ha conllevado una disminución general del respeto •--una pérdida de la actitud de respeto— y una pérdida del Sentimiento de apego a la unidad social, una pérdida de la reverencia hacia la muerte y del interés en el más allá. Al presente, las sociedades tecnológicas sólo muestran interés en el aquí y el ahora, y en la vida individual considerada en sí misma, desvinculada de su lugar en la familia o el grupo social. Por tal razón, en la medida en que se le adjudican tantos valores, cada momento de la vida individual parece muy im portante como para desperdiciarlo. Al perder la esperanza en una existencia futura y la fe en permanecer como parte eterna de la vida familiar, consagramos todo nuestro ingenio a pro longar la vida cuanto sea posible y a colmarla con la mayor cantidad posible de experiencias. Así, en la época presenté, muchos se hallan en igual situa ción emocional que esos pueblos primitivos que no concebían otra vida salvo ésta y que proveían a sus muertos con arte factos que los capacitaran para prolongarla. La versión con temporánea de esto es una preocupación casi obsesiva por la prolongación de la vida individual por todos los medios posi bles, incluidos los excesos más temerarios de la heroica tecnología quirúrgica y aun la. congelación de los .cuerpos para su futura resurrección. Pareciera que hemos llegado al punto en que necesitamos ser educados para comprender la vida como un todo y la muer te como una función biológica. Al contemplar en su totalidad el panorama de la evolución de la vida sobre la tierra, discer nimos una línea continua que brota de la materia inorgánica para progresar desde las formas más sencillas hasta una cre ciente complejidad que culmina en la autoconciencia y la preo cupación por el destino individual. Pero, ya sostengamos que la vida es un don divino o una consecuencia inevitable de las propiedades químicas de la materia, la muerte es en ambos casos su inevitable complemento, esencial para su continuación. NOTAS
1 A. I. OparÍn, The Chemicat Origin of Life (1964). 2 A. Gaudry, Les ancétres de nos animaux dans les temps geológiques(1888).
3 J. H. Fabre, Social Ufe in the Insect World (1937). 4Ann Moretón, "Spiders", en Smithsonian, 2, 5 (1971). 5 Betty Cárter, "Salmón", en Smithsonían, 2,7 (1971). 6 John C. Lilly, The Mind of the Dolphin (1967). 7 Sylvia Sikes, The African Elephant (1970). 8 Ralph Solecki, Shanidar (1971). 9 Arnold van Gennep, The Rites of Passage, trad. al inglés de Monique Vizedom y Gabrielle Garfee (1960).