1 Fuentes - 1repertorio De Fuentes Sobre Israel

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-1REPERTORIO DE FUENTES SOBRE ISRAEL Cátedra de Historia de Asia y África II Facultad de Humanidades y Artes - UNR TEODOR HERZL Las causas del antisemitismo No hablaremos ya de las causas sentimentales, prejuicios arraigados y estupideces, sino de las causas políticas y económicas. No hay que confundir el antisemitismo de hoy con el odio religioso que se tenía a los judíos en tiempos pasados, aunque el odio a los judíos tenga aún hoy en ciertos países un tinte religioso. Es muy distinta la tendencia principal del movimiento antisemita moderno. En los países donde reina el antisemitismo, éste es consecuencia de la emancipación de los judíos. Cuando los pueblos civilizados se dieron cuenta de ir inhumano de las leyes de excepción, nos pusieron en libertad; pero la liberación vino tarde. Ya no era posible emanciparnos legalmente en donde habíamos residido hasta entonces. En el ghetto, cosa extraña, habíamos llegado a ser un pueblo formado por individuos de la clase media, y salimos de aquél. obligados a hacer una terrible competencia a la clase media. De suerte que, poco después de la emancipación, nos encontramos de repente en el circulo de la burguesía, teniendo que soportar una doble presión, interna y externa. La burguesía cristiana no pondría, ciertamente, reparos en inmolarnos en aras del socialismo; pero esto tampoco remediaría la situación. Sin embargo, ya no se puede anular la igualdad de los judíos ante la ley donde ésta existe. No solamente porque ello seria contrario a la conciencia moderna, sino también porque empujaría a todos los judíos, ricos y pobres, hacia los partidos subversivos. En realidad, todos los medios empleados contra nosotros son ineficaces. En épocas pasadas, se les quitaban a los judíos sus joyas. ¿Cómo se incautarían hoy día de los bienes muebles? Estos se hallan depositados, en forma de papeles impresos, en alguna parte del mundo, tal vez en poder de los cristianos. Cierto que se pueden gravar con impuestos las acciones y obligaciones de ferrocarriles, bancos y empresas industriales de toda clase, y donde se cobran impuestos progresivos sobre la renta es posible echar mano de todo el conjunto de bienes muebles. Pero todas estas tentativas no pueden ser dirigidas exclusivamente contra los judíos, y donde, a pesar de ello, se llega a adoptar tales medidas, surgen inmediatamente graves crisis económicas, de cuyos efectos no se resienten, en ningún caso, solamente los judíos, si bien éstos son los primeros en ser perjudicados. Debido a esta imposibilidad de emprender acción decisiva contra los judíos, va aumentando y cebándose el odio. En las poblaciones aumenta el antisemitismo de día en día, de hora en hora, y tiene que seguir 1

aumentando porque las causas siguen existiendo y no pueden ser eliminadas. La causa remota es la pérdida, sufrida en la Edad Media, de nuestra capacidad de asimilación: la causa próxima es la superproducción de intelectuales medios, que no encuentran salida abajo y tampoco pueden elevarse sobre su nivel, es decir, que no hay salida ni ascenso normales. Los componentes de nuestras capas inferiores se vuelven proletarios, se afilian a los partidos subversivos y llegan a ser los funcionarios subalternos de éstos, mientras que aumenta el tremendo poder del dinero en nuestras capas superiores.

TEODOR HERZL Efectos del antisemitismo (Del libro El Estado Judío) La presión ejercida sobre nosotros no nos hace mejores. No somos diferentes de los demás hombres. Es cierto que no amamos a nuestros enemigos. Pero sólo quien es capaz de dominarse a sí mismo tiene el derecho de reprochárnoslo. La presión provoca en nosotros, naturalmente, sentimientos de hostilidad contra nuestros opresores, y nuestra hostilidad aumenta, su vez, la presión. Es imposible salir de este circulo vicioso. “¡Y sin embargo es posible!” “Eso se puede conseguir infundiendo a los hombres sentimientos de bondad.” ¿He de demostrar el sentimentalismo pueril que se revela con tales palabras? El que para remediar la situación contara con la bondad de todos los hombres, escribiría, ciertamente, una utopía. Ya he hablado de nuestra “asimilación”. No digo que la desee. La personalidad de nuestro pueblo se destaca demasiado gloriosa en la historia y se halla, a pesar de todas las humillaciones, a demasiada altura como para hacer deseable su destrucción. Pero podríamos, quizás, ser totalmente absorbidos por los pueblos en cuyo seno vivimos, si se nos dejara en paz durante sólo dos generaciones. ¡No se nos dejará en paz! Después de breves períodos de tolerancia surge siempre de nuevo la hostilidad. Nuestro bienestar parece irritar al mundo que, desde hace siglos, está acostumbrado a considerarnos como los más despreciables entre los pobres. Y los hombres son demasiado ignorantes y demasiado mezquinos para ver que la prosperidad nos debilita como judíos y borra nuestros rasgos peculiares. Sólo la opresión hace que volvamos a adherirnos al viejo tronco, sólo el odio en torno nuestro nos convierte en extranjeros una vez más. Por eso somos y seguimos siendo, querámoslo o no, un grupo histórico de evidente coherencia. Somos un pueblo: los enemigos hacen que lo seamos aun contra nuestra voluntad, como ha 2

sucedido siempre en la historia. Acosados, nos erguimos juntos, y de pronto descubrimos nuestra fuerza. Sí, tenemos la fuerza para crear un Estado, y un

Estado modelo. Tenemos todos los

medios humanos y materiales necesarios para ello. Sería éste el lugar para hablar del “material humano” aunque es el término, un tanto grosero, que se usa. Pero antes tienen que ser conocidas las líneas generales del plan al que todo se ha de referir. TEODOR HERZL EL PLAN (Del libro El Estado Judío) El plan es, en su forma original, extremadamente sencillo y debe serlo si se pretende que lo comprendan todos. Se nos debe conceder la soberanía sobre una porción de la superficie de la tierra adecuada a nuestras necesidades y a nuestras justas ambiciones de pueblo: a todo lo demás ya proveeremos nosotros mismos. La aparición de una nueva soberanía no es ridícula ni imposible. Hemos podido presenciar en nuestros días el otorgamiento de tales derechos a pueblos que son más pobres y menos cultos y, por consiguiente, más débiles que nosotros. Los gobiernos de los países afectados por el antisemitismo tienen sumo interés en ayudarnos a obtener la soberanía. Para esta tarea, sencilla en principio, pero complicada en su realización, se crean dos grandes órganos: la Society of Jews y la Jewish Companv. Lo que la Society of Jews ha preparado científica y políticamente, lo pone en práctica la Jewish Company. La Jewish Company se encarga de la liquidación de todas las fortunas de los judíos emigrantes y organiza la vida económica en el nuevo país. Como ya se ha dicho, la emigración de los judíos no debe concebirse como repentina, sino que será un proceso gradual, que durará decenios. Primero irán los más pobres y roturarán la tierra. De acuerdo a un plan preestablecido, construirán caminos, puentes, ferrocarriles y una red telegráfica, regularán los cursos de los ríos y establecerán ellos mismos sus hogares. Su labor creará, inevitablemente posibilidades de comercio; el comerció hará surgir mercados, y los mercados atraerán nuevos inmigrantes hacia el país. Todos llegarán por propia voluntad, por propia cuenta y riesgo. El trabajo que invertimos en la tierra hace subir el valor de la misma. Los judíos no tardarán en darse cuenta de que se ha abierto ante ellos un campo nuevo y duradero, donde pueden desplegar su espíritu emprendedor, que hasta entonces había sido odiado y des3

preciado. Ahora bien: si se quiere fundar hoy día una nación, no hay que hacerlo de la manera que hace mil años fuera la única posible. Seria una insensatez regresar a estados de cultura ya superados, cosa que querrían algunos sionistas. Por ejemplo. si tuviéramos que exterminar a las fieras en determinado país, no lo haríamos a la manera de los europeos del siglo. No atacaríamos aisladamente a los osos, armados de jabalinas y lanzas, sino que organizaríamos una grande y alegre cacería, dando batida a las bestias hasta tenerlas reunidas y entonces les arrojaríamos una bomba de melinita. Si queremos edificar no construiremos unas desoladas habitaciones lacustres, sino que edificaremos de la manera que se estila actualmente. Levantaremos construcciones más atrevidas y más confortables que las conocidas hasta ahora. Porque disponemos de medios que todavía no han existido en la historia. Nuestras capas económicamente interiores serán seguidas a aquella tierra por las inmediatas superiores. Los que se hallan más cerca de la desesperación irán primero. Sus conductores serán nuestros intelectuales medios, que son perseguidos en todas partes y que producimos en exceso. Este escrito tiene por finalidad someter el problema de la migración de los judíos a una discusión general. Pero esto no quiere decir que habría de ser resuelto por medio de una votación. De proceder así, el asunto estaría perdido de antemano El que no quiere adherirse a nuestro movimiento puede quedar donde está. La oposición individual nos es indiferente. El que quiera marchar con nosotros, que jure nuestra bandera y luche por ella por medio de la palabra, hablada o escrita, y mediante la acción. Los judíos que aceptan nuestra idea del Estado se agrupan en torno de la Society of Jews. Esta obtiene, de tal mundo, la autoridad necesaria para hablar y negociar ante los gobiernos en nombre de lo judíos. La Society será reconocida -—para decirlo con una analogía tomada del derecho internacional— corno autoridad capaz de constituir un Estado. Y al declarar esto, el Estado ya estaría constituido. Entonces. si los gobiernos se muestran dispuestos a conceder al pueblo judío la soberanía de algún territorio neutral, la Soctety entablará discusión sobre el territorio que ha de ser tomado en posesión. Dos países tienen que ser tomados en cuenta: Palestina y la Argentina. En ambos países se han hecho notables tentativas de colonización, basadas en el principio equivocado de la infiltración paulatina de los judíos. La infiltración tiene que acabar siempre mal, pues llega inevitablemente cl instante en que el gobierno, bajo la presión ejercida por la población que se siente amenazada, prohibe la inmigración de judíos. Por consiguiente, la emigración sólo tiene sentido cuando su base es nuestra soberanía garantizada. 4

La Society of Jews entablará negociaciones con las actuales autoridades supremas del país, y bajo el protectorado de las potencias europeas si a éstas les parece plausible el asunto. Podemos proporcionar enormes beneficios al actual gobierno, cargando con una parte de las deudas públicas, construyendo vías de comunicación, que nosotros mismos precisamos, y muchas cosas más, Pero el solo nacimiento del Estado judío resultará provechoso para los países vecinos, puesto que, en grande como en pequeño, la cultura de una región eleva el valor de las regiones que la rodean. ¿Palestina o la Argentina? ¿A cuál de las dos hay que dar preferencia? La Society tomará lo que se le dé y hacia lo cual se incline la opinión general del pueblo judío. La Society averiguará ambas cosas. La Argentina es por naturaleza uno de los países más ricos de la tierra, de inmensa superficie, población escasa y clima templado. La República Argentina tendría el mayor interés en cedernos una porción de tierra. La actual infiltración de los judíos ha provocado disgusto: habría que explicar a la Argentina la diferencia radical de la nueva emigración judía. Palestina es nuestra inolvidable patria histórica. El sólo oírla nombrar es para nuestro pueblo un llamamiento poderosamente conmovedor. Si Su Majestad el Sultán nos diera Palestina, nos comprometeríamos a sanear las finanzas de Turquía. Para Europa formaríamos allí parte integrante del baluarte contra el Asia: constituiríamos la vanguardia de la cultura en su lucha contra la barbarle. Como Estado neutral mantendríamos relaciones con toda Europa que, a su vez, tendría que garantizar nuestra existencia. En cuanto a los Santos Lugares de la cristiandad, se podría encontrar una forma de extraterritorialidad, de acuerdo al derecho internacional. Montaríamos una guardia de honor alrededor de los Santos Lugares, respondiendo con nuestra existencia del cumplimiento de este deber. Tal guardia de honor seria el gran símbolo de la solución del problema judío, después de dieciocho siglos, llenos de sufrimiento para nosotros. MAX NORDAU La situación de los judíos en el siglo XIX (Del discurso pronunciado en el Primer Congreso Sionista) En todas partes donde los judíos se encuentran entre las otras naciones, en concentraciones numerosas, impera la miseria judía. No es la miseria común, inexorable destino del género humano sobre la tierra. Es una miseria especifica que los judíos sufren no como hombres sino 5

como judíos, y de la que estarían a cubierto si no fueran judíos. Esta miseria judía presenta dos formas: una práctica y otra ética. En Europa Oriental, en Africa del Norte, en el Medio Oriente, precisamente en los países que alojan a la inmensa mayoría, probablemente a nueve décimos de la población judía mundial, existe la miseria judía en su sentido llano y literal. Es una indigencia física cotidiana; es la preocupación y zozobra por el día de mañana; la angustiosa lucha por la mera existencia. Los países mencionados determinan el destino de más de siete millones de judíos. Todos ellos, con excepción de Hungría, oprimen a los judíos mediante restricciones de sus derechos cívicos y mediante la inquina oficial o social, los rebajan a la situación de proletarios y pordioseros, sin dejarles siquiera la esperanza de poder emerger de estos profundos abismos de depresión económica merced a los redoblados esfuerzos del. individuo y de la sociedad. En Europa Occidental se ha aliviado algo para los judíos la lucha por la existencia, si bien en los últimos tiempos se hace evidente también aquí la tendencia a volver a hacerla más dura y cruel. La cuestión del pan y del techo, la cuestión de la seguridad de la vida, no les mortifica tanto. Aquí, la miseria es moral. Se expresa en agravios cotidianos que humillan el amor propio y la dignidad de la persona; consiste en la ruda represión de sus impulsos hacia las satisfacciones espirituales de las que ningún otro pueblo se ve forzado a privarse. Los judíos de Europa Occidental no están sometidos a restricción de sus derechos. Disfrutan de la libertad de movimiento y de desarrollo en el mismo grado que sus compatriotas cristianos. Las consecuencias económicas de esta libertad de movimiento han sido notables. Las cualidades raciales judías, tales como la diligencia, la perseverancia, la inteligencia y la economía, condujeron a una rápida reducción del proletariado judío, que en ciertos países hasta habría desaparecido del todo si no fuera por el flujo de inmigrantes judíos de Europa Oriental. Los judíos occidentales, que lograron la igualdad de derechos, alcanzaron en un plazo relativamente breve un mediano bienestar. De cualquier manera, la lucha por el pan cotidiano no adquiere entre ellos los rasgos dramáticos que se observan en Rusia, Rumania y Galitzia. Pero entre estos judíos va creciendo la otra miseria judía: la miseria moral. El judío occidental no ve amenazada su vida por el odio del populacho; pero no sólo las heridas corporales duelen y sangran. El judío del Oeste consideró la emancipación como una verdadera liberación y se apresuró a deducir de ella todas las conclusiones. Los pueblos le demostraron que no había razón de ser tan cándidamente lógico. La ley estableció con toda generosidad la teoría de la igualdad de derechos. Pero el gobierno y la sociedad han reglamentado la práctica de la igualdad de derechos hasta convertirla en burla y escarnio. En su ingenuidad dice el judío: “Soy un hombre, y nada de lo humano me es extraño”. Y tropieza con la respuesta: “Tus 6

derechos humanos han de ser utilizados con cautela; careces del verdadero concepto del honor, del sentido del deber; te faltan prendas morales, amor a la patria, idealismo, y por lo tanto debemos separarte de todas las posiciones en las que se requieren tales cualidades”. Nadie ha tratado jamás de fundamentar con hechos estas acusaciones. A lo sumo se cita alguna vez, con triunfal regocijo, el caso aislado de algún judío, vergüenza de su pueblo y desecho de la humanidad entera. Y contra todos los principios de la lógica y de la inducción se atreven a erigirlo en premisa básica de la cual se desprenden toda clase de conclusiones. Debo decir aquí algo penoso: los pueblos que acordaron a los judíos la igualdad de derechos se engañaron a sí mismos y se equivocaron respecto a la índole de sus propios sentimientos. Para alcanzar su pleno efecto, debieron haber realizado la emancipación primeramente en sus propios sentimientos, antes de darle vigencia legal. Empero no fue éste el caso, sino todo lo contrario. La emancipación de los judíos no es consecuencia del reconocimiento del pecado cometido contra todo un pueblo, de los tormentos infligidos a los judíos, ni de la conciencia de que ha llegado el momento de reparar esta injusticia milenaria; no es más que la resultante del modo de pensar geométrico y rectilíneo del racionalismo francés del siglo XVIII. Basándose meramente en la lógica, sin prestar atención a los sentimientos vivos, estableció este racionalismo una serie de principios con firmeza de axiomas matemáticos, y quiso a toda costa imponer estos productos de la razón pura en el mundo de las realidades. La emancipación de los judíos constituye un ejemplo más de aplicación automática del método racionalista. La filosofía de Rousseau y de los Enciclopedistas condujo a la Declaración de los Derechos del Hombre. La lógica inflexible de los gestores de la Gran Revolución llevóles de la Declaración de los Derechos del Hombre a la emancipación de los judíos. Propusieron un silogismo regular: todo hombre tiene por naturaleza determinados derechos; los judíos son hombres, por consiguiente tienen los derechos naturales del hombre. Y así fue proclamada en Francia la igualdad de los derechos de los judíos, no por un sentimiento de fraternidad para con ellos, sino sencillamente porque la lógica lo exigía. Es verdad que el sentimiento popular se oponía a esto, pero la Filosofía de la Revolución ordenaba anteponer los principios a los sentimientos. Perdóneseme, pues, la expresión, que no es modo alguno prueba de ingratitud; pero los hombres en 1792 nos emanciparon por puro dogmatismo. El resto de Europa Occidental siguió el ejemplo de Francia, no a impulso de los sentimientos, sino porque los pueblos civilizados sentían una especie de deber moral de adoptar las conquistas de la Gran Revolución. Todo país que pretendiera ubicarse en el pináculo de la civilización, se veía obligado a establecer determinadas instituciones y disposiciones, creadas, adoptadas o perfeccionadas por la Gran Revolución, tales como la representación del pueblo en el gobierno, la libertad de prensa, el establecimiento de tribunales y jurados, la separación de 7

poderes, etcétera. También la emancipación de los judíos vino a ser uno de estos hermosos implementos imprescindibles para equipar un Estado altamente civilizado. Así, pues, los judíos de Europa Occidental fueron emancipados, no por un impulso interno, sino por seguir una moda política en boga; no porque los pueblos hubieran decidido extender a los judíos una mano fraterna, sino porque los dirigentes de aquella generación habían adoptado un ideal de cultura europea que exigía, entre otras cosas, que en el código figurase también la emancipación de los judíos. La emancipación transformó totalmente la naturaleza del judío y lo convirtió en una criatura distinta. El judío desprovisto de derechos de la época anterior a la emancipación era un extranjero entre los pueblos, pero en ningún momento pensó en rebelarse contra tal situación. Se sentía miembro de una raza totalmente diferente que nada tenía de común con sus coterráneos. Todas las costumbres y modalidades judías tendían inconscientemente a un solo y único propósito: el de conservar el judaísmo merced al aislamiento del resto de las naciones, fomentar la unidad del pueblo judío y reiterar incansablemente al individuo judío la necesidad de preservar sus características a fin de no verse extraviado y perdido. Esta era la psicología de los judíos del ghetto. Luego vino la emancipación. La ley aseguró a los judíos que ellos eran ciudadanos cabales de sus respectivos países natales. La ley también ejerció cierta sugestión sobre quienes la habían promulgado, y durante su luna de miel provocó en el sector cristiano estados de ánimo que tuvieron su expresión en un enfoque cálido y cordial de la misma. El judío, ebrio de gozo, se apresuró a quemar sus naves. A partir de allí tenía una patria y no necesitaba más del ghetto; estaba ligado a otra sociedad y ya no necesitaba vincularse exclusivamente a sus correligionarios. Su instinto de conservación adaptóse rápida y totalmente a las nuevas condiciones de existencia. Si antes le impulsaba ese instinto al más severo aislamiento, ahora movíale al extremo acercamiento e imitación. El lugar de la resistencia defensiva fue ocupado por la adaptación ventajosa. Durante una o dos generaciones, según el país, continuó este proceso con notable éxito. El judío se inclinaba a creer que no era más que alemán, francés, italiano, etcétera. Pero he aquí que de pronto, hace unos veinte años, estalló en Europa Occidental el antisemitismo que había permanecido adormecido en las profundidades del alma popular durante treinta o sesenta años, y reveló ante los ojos espantados del judío la verdadera situación que él había dejado de ver. Todavía se le permitía votar en las elecciones a los representantes del pueblo, pero se vio aparado y expulsado, de buenos o malos modos, de todas las asociaciones y reuniones de sus compatriotas cristianos. Todavía seguía teniendo libertad de movimiento, pero por doquier topábase don inscripciones que rezaban: “Prohibida la entrada a judíos”. Disfrutaba aún del derecho de cumplir con todos los deberes del ciudadano, pero con la sola excepción del derecho 8

general del voto, veíase rudamente desposeído de los otros derechos, de aquellos derechos elevados que acompañan al talento y a la laboriosidad. Esta es la situación actual del judío emancipado en la Europa Occidental. Ha abandonado su personalidad judía, pero los pueblos le hacen sentir que no ha adquirido la personalidad de ellos. Se separa de sus correligionarios porque el antisemitismo se los ha hecho aborrecibles, pero sus propios compatriotas lo rechazan cuando trata de acercarse a ellos. Ha perdido la patria del ghetto, y su tierra natal se le niega como patria. No tiene terreno bajo sus pies, y no está ligado a un grupo al cual pueda incorporarse como miembro bien recibido con plenitud de los derechos. Ni sus cualidades ni sus actos son considerados con justicia y menos aún con buena voluntad por sus compatriotas cristianos; por otra parte, ha perdido todo nexo con sus compatriotas judíos. Tiene la sensación de que todo el mundo le aborrece, y no hay lugar donde pueda hallar la actitud cálida y cordial que tanto anhela. Esta es la miseria moral de los judíos, mucho peor que la física porque castiga a personas más desarrolladas, más orgullosas y más sensibles. Los mejores judíos de Europa Occidental gimen desoladamente bajo esta miseria, y buscan alivio y escape. Muchos procuran salvarse huyendo del judaísmo e ingresan fingidamente en la grey cristiana. Estos nuevos marranos abandonan el judaísmo con amargura y aborrecimiento, pero en lo más íntimo de su corazón guardan rencor al cristianismo. Otros esperan el remedio del sionismo, que no es para ellos el cumplimiento de una mística promesa de las Sagradas Escrituras, sino el camino hacia una existencia en la cual el judío habrá de hallar finalmente las simples y primarias condiciones de vida, que resultan sobreentendidas a todo no-judío, a saber: un apoyo social seguro, buena voluntad en la sociedad, posibilidad de utilizar sus condiciones para el desarrollo de su verdadera personalidad, en vez de malgastarlas en la represión, tergiversación u ocultamiento de sus cualidades. Y finalmente están aquellos otros, cuya conciencia se rebela contra la argucia del marranismo, pero que están demasiado ligados a sus patrias y consideran demasiado duro el renunciamiento que en última instancia impone el sionismo. Se arrojan a los brazos de la revolución más cruel, alimentando la secreta esperanza de que con la destrucción del régimen actual y la erección de una nueva sociedad, el odio a los judíos no pasará de las ruinas del viejo mundo al mundo nuevo que pretenden construir. Esta es la fisonomía que presenta el pueblo judío al concluir el siglo XIX. Para decirlo en pocas palabras: Los judíos son en su mayoría un pueblo de mendigos proscritos. Más activo y diligente que el término medio de los hombres europeos, sin hablar de los indolentes, asiáticos y 9

africanos, está condenado el judío a la más extrema indigencia proletaria porque se ve impedido de utilizar libremente sus fuerzas. Presa de insaciable hambre de cultura, se ve rechazado y expulsado de las fuentes del saber; su cráneo se estrella contra la espesa capa helada de odio y desprecio extendida sobre su cabeza. Es excluido de la sociedad normal, la de sus coterráneos, y condenado a trágica soledad. Se le acusa de intruso; pero si aspira a la superioridad es porque se le rehusa la igualdad. Se le echa en cara el sentimiento de solidaridad con todos los judíos del orbe; empero su verdadera desdicha es, que ante la primera palabra amable de la emancipación, arrancó de su corazón hasta el último rastro de su solidaridad judía, a fin de dejar lugar al imperio exclusivo del amor a sus compatriotas. La miseria judía ha de ser motivo de preocupación de los pueblos cristianos, no menos que del propio pueblo judío. DOV BER BOROJOV EL NACIONALISMO DEL PROLETARIADO JUDÍO (Capítulo V del libro “Nuestra Plataforma, Bases del Sionismo Proletario) El sionismo proletario es un producto complejo de la prolongada historia del desarrollo ideológico del proletariado judío. Pero si separamos de él todo lo que tiene de casual, de local, y de transitorio, todos los sacudimientos que obstaculizan inevitablemente el desarrollo normal de los procesos sociales trascendentes, hallaremos una línea de consecuencia inalterable, en concordancia directa con la ley de la economía de fuerzas. Como todo otro movimiento social, así también el desarrollo del pensamiento proletario es un producto del conflicto entre la necesidad de las amplias masas y la imposibilidad de satisfacerla. Los factores que determinan el conflicto operan en dos direcciones fundamentales: en la del conflicto social directo entre el desarrollo de las fuerzas productivas y el estado de las relaciones de producción en que viven; y en la del conflicto nacional directo entre el desarrollo de las fuerzas productivas y el conjunto de las condiciones de producción en las que actúan. Estos conflictos plantean ante el proletariado judío dos problemas fundamentales: el problema social y el problema nacional; y le Imponen dos tareas básicas: la eliminación de las antiguas formas de producción que obstaculizan el desarrollo normal de sus fuerzas productivas, y la anulación de la presión nacional, que constituye un obstáculo no menor a su libre desarrollo. El conflicto social es siempre más claro y más cercano al obrero, que el conflicto nacional. El primero se libra dentro de la esfera de las relaciones personales entre el obrero y el patrón; y el 10

régimen capitalista, al entregar al obrero el control sobre el movimiento de los instrumentos de producción, lo coloca, de facto, en posición ventajosa para la lucha La explotación económica del asalariado, por un lado, y la posibilidad de éste de recurrir a la huelga por el otro, confieren al conflicto social un carácter claramente económico. Para captarlo, el obrero no tiene necesidad de un desarrollo prolongado del mismo. Mucho más complejo es, en cambio, el carácter político del conflicto social. Aquí los factores determinantes se hallan más alejados de la esfera directa del obrero, y su choque con ellos no se produce Sino en una etapa más avanzada de la lucha económica. Regulado por la ley de la economía de fuerzas —el gran principio que actúa en la mecánica social, y que es, a su vez, fruto del principio más general de la reserva de energías— cada conflicto entre la necesidad de las amplias masas y la mposibilidad de satisfacerla, tiende, primero, a encontrar su solución en el seno de las condiciones que lo originaron, y sólo gradualmente madura la necesidad de modificarlas. En esta forma, el proletariado tiende primero a la liberación económica, y sólo más tarde adquiere su lucha un carácter político. El proletariado judío atravesó, rápidamente, por estas dos etapas de desarrollo principales del conflicto social: su lucha económica devino en lucha política, debido a las condiciones excepcionalmente duras del régimen zarista ruso. El conflicto nacional es, siempre, mucho más complejo que el conflicto social. Aquí las relaciones personales entre el opresor y el oprimido no juegan un papel tan importante y, junto al carácter personal de los choques nacionales, se destaca también el carácter Impersonal de la presión nacional. Este carácter impersonal, inmanente, de la explotación de clase, se revela en una etapa relativamente avanzada de la evolución ideológica del proletariado, mientras que la opresión nacional manifiesta, de inmediato, sus rasgos super-individuales. El judío oprimido no se enfrenta con un “gentil” particular, sobre quien recae la culpa por sus sufrimientos. Es evidente que lo oprime todo un grupo social y que para modificar su relación social con este grupo, no posee en la primera etapa energías suficientes. Para poder plantear el problema en sus términos exactos, es necesaria una agudización manifiesta del conflicto nacional, y la inversión de una suma ingente de energías. El pensamiento progresista no ha abarcado todavía en toda su magnitud la cuestión nacional, en tanto que la cuestión social ya fue objeto de estudios profundos y prolongados. Se puede afirmar, sin temor a la exageración, que la cuestión nacional está aún a la espera de su intérprete, y que se encuentra actualmente tan a oscuras como algunos decenios atrás. De ahí que las etapas de desarrollo del conflicto nacional sean mucho más numerosas que las del conflicto social, Y aquí entra en función la ley de la economía de fuerzas. El proletariado 11

judío busca, en un principio, resolver su problema nacional dentro del marco de las condiciones que le dieron origen, y sólo gradualmente se orienta por el camino de la verdadera solución revolucionaria: el de la necesidad de transformar radicalmente las condiciones mismas de su existencia nacional. Las adaptaciones primitivas y elementales están condenadas a la desaparición, para ser reemplazadas por otras más complejas y más orgánicas. En los conflictos prolongados, el futuro jamás pertenece a las adaptaciones simples y primitivas. Pero mientras hacen su aparición las adaptaciones más complejas, se extienden y se difunden las reacciones primitivas. El futuro pertenece, sin embargo, a las formas de adaptación complejas, por más que, momentáneamente, aparentan imponerse las formas primitivas Estas diferencias entre el conflicto social y el conflicto nacional encuentran, a veces, su expresión ideológica en el marco de un mismo programa proletario, al incluir junto a una adaptación superior al conflicto social, una reacción primitiva frente a la presión nacional. Semejante programa, que es progresista en su concepción de las tareas de clase y de las relaciones de producción, puede resultar reaccionario en su concepción del problema nacional y de las condiciones de producción. Analizados desde este punto de vista, los programas políticos de los diferentes partidos proletarios judíos —excluyendo el partido de los Poalei Sionistas de la vieja ciudad de Minsk, que nada tiene de proletario— comprobaremos que todos ellos —el programa del “Bund”, el de los “Sionistas Socalistas” (S.S.), y el de los “Poalei Sionistas”— son de carácter progresista en cuanto a las relaciones de producción, a la lucha de clases y a la cuestión social; pero difieren en cuanto a la cuestión nacional. Mientras que el programa nacional de: los “Poalei Sionistas” es de carácter progresista y proletario, el de los “S.S.”, en cambio, denota los síntomas de un desarrollo incompleto, y el del “Bund” es francamente primitivo y reaccionario. El hecho de que las amplias masas del proletariado judío siguen manteniendo su fidelidad al “Bund”, demuestra que aún no han madurado los conflictos nacionales y que se hallan ampliamente difundidas las adaptaciones primitivas y elementales. El futuro pertenece siempre al programa progresista. Los programas retrógrados están condenados a desaparecer en el curso del desarrollo de los conflictos nacionales, por más prósperos que sean en la actualidad los partidos que los formulan. El éxito momentáneo de un programa no significa, todavía, que el mismo exprese fielmente los intereses y la ideología verdadera de la clase obrera, como tal. La misión histórica de la clase proletaria está perfectamente definida, y es de carácter específicamente clasista. Pero los obreros que la integran no están cortados todos por la misma tijera, y a menudo presentan desviaciones básicas del tipo de proletario militante. En los primeros 12

tiempos de su aparición social, los obreros no consiguen liberarse de muchas supervivencias reaccionarias de la época en que, como individuos, militaron en las filas de capas sociales más rezagadas. El proletario de hoy en día, abanderado de la lucha anticapitalista, pertenecía antes a la pequeña burguesía y era un pequeño propietario, que, una vez arruinado y “liberado de la propiedad”, permaneció hasta su ingreso a las filas del proletariado en la capa intermedia de las masas proletarizantes. En esta forma, se confunden en la psicología de clase del obrero las supervivencias de la ideología pequeño burguesa y de la ideología de las masas proletarizantes, y sólo gradualmente y con la agudización de los conflictos sociales, la ideología proletaria de la lucha de clases logra expulsar, definitivamente, las antiguas supervivencias reaccionarias. Ello explica el por qué del éxito tan frecuente, pero pasajero, de corrientes antiproletarias y reaccionarias, como las del socialismo-cristiano, del anarquismo, etc. Y aquí tropezamos, nuevamente, con las consecuencias de las diferencias fundamentales existentes entre la simplicidad relativa del conflicto social y la complejidad del problema nacional. Muchas veces se afirma, con razón, que tal o cual interpretación o propaganda oscurece la conciencia proletaria. Este “oscurecimiento” es posible gracias al dualismo existente en la psicología del obrero y a las supervivencias de su anterior militancia clasista. En la mayoría de los casos, el mismo se produce en el terreno de los conflictos nacionales. Es cierto que a veces se manifiesta también en el terreno social, como en el caso de la demagogia anarquista. Pero el anarquismo tiene mayor éxito entre los elementos desocupados y entre los obreros aislados de mejor calificación de trabajo. Entre las masas compactas de las grandes fábricas, la agitación anarquista se estrella contra la oposición de la conciencia de clase proletaria, formada, inmanentemente, bajo la presión de los conflictos sociales prolongados. La demagogia chauvinista se impone, en cambio, con mayor facilidad entre los obreros en quienes el odio nacional se desarrolla junto a la aversión contra el explotador, y junto a conceptos bastante nebulosos del socialismo. No es de extrañar, pues, que en el marco de un mismo programa obrero encontremos, junto a elementos proletarios progresistas, en el terreno social, elementos reaccionarios y pequeño burgueses, en el termo nacional. Y ello con mayor razón todavía, tratándose del problema judío — el problema nacional más complejo y difícil del mundo. La solución acertada del mismo exigiría la inversión de una cantidad demasiado grande de energías: por ello las formas de reacción iniciales, son, en los partidos proletarios judíos, primitivas y reaccionarias, y no se basan sobre fundamentos progresistas, sino sobre e1ementos anacrónicos y pequeño burgueses, propios del período de transición de la pequeña burguesía a las filas del proletariado. 13

¿En qué consiste, pues, el problema nacional para el proletariado en general? ¿Cómo se plantea para él, el conflicto prolongado entre el desarrollo de sus fuerzas productivas y entre las condiciones de producción del grupo nacional al que pertenece? El proletariado debe ser considerado desde dos ángulos diferentes: de un lado, como una suma de obreros que elaboran, en conjunto, la riqueza social; y, del otro, como una clase que desarrolla una política propia, y que lucha contra las demás clases de la sociedad. El obrero, como tal, está Interesado en la elevación de su salario y en el mejoramiento de sus condiciones de trabajo. Para conseguirlo debe proveerse, en primer término, de un lugar de trabajo, entrando en competencia con otros individuos carentes de ocupación. En la medida en que el obrero debe competir por un lugar de trabajo, continúa perteneciendo a las masas proletarizantes, careciendo todavía de una fisonomía proletaria definida. Esta fisonomía sólo es adquirida después de haberse asegurado un lugar de trabajo, y de haber iniciado la lucha contra el capital por el mejoramiento de sus condiciones de vida. Desde ese momento, el lugar de trabajo se convierte en una base estratégica, y la solidaridad de clase reemplaza a la antigua competencia y lucha inter-obrera. Sin embargo, esta solidaridad no constituye una garantía contra el retorno de la competencia: siempre amenaza al obrero el peligro de la pérdida de su lugar de trabajo, induciéndole a una actitud defensiva frente a sus propios hermanos de clase. El obrero vuelve a aparecer como miembro potencial del “ejército de reserva”, aflorando nuevamente los intereses que lo impulsan a aferrarse a su lugar de trabajo. En esta forma, en medio de altibajos pronunciados, va cristalizándose, gradualmente, el espíritu proletario, purificado por los sufrimientos, y templado en el yunque de la lucha por el pan y el trabajo. Lentamente y con dificultad, se va forjando la conciencia de clase proletaria. El obrero que, por su inseguridad económica. se halla encadenado a su lugar de trabajo, sin haber logrado elevarlo a la categoría de una base estratégica, no está en condiciones de desarrollar una acción política independiente ni de desempeñar una función histórica importante. Se convierte en un mero protagonista de los procesos inmanentes, pero no en dueño de su propio destino. El proletariado como clase, excluye, en cambio, la competencia entre los obreros por el lugar de trabajo, e impone la solidaridad de clase en la lucha contra el capital. Los intereses del obrero coinciden con los intereses del lugar de trabajo sólo en la medida en que el primero aún no ha logrado liberarse de la capa de las masas proletarizantes, a cuyas filas ha pertenecido y en las cuales está en peligro de volver a caer. Los intereses del proletariado como clase social, coinciden, en cambio, con los intereses de la base estratégica, o sea, con los intereses del conjunto de las condiciones en las que libra su lucha. En resumen: el desarrollo de las fueras productivas de las masas proletarizantes, impulsa a éstas a la búsqueda de un lugar de trabajo; el desarrollo de las 14

fuerzas productivas del proletariado, exige la existencia de una base estratégica normal para la conducción de una lucha de clase efectiva. Los intereses de la base estratégica no son menos materialistas ni más idealistas que los intereses del lugar de trabajo, pero mientras que los primeros representan los intereses de toda una capa social, los segundos lo son únicamente de individuos o de grupos. En la esfera de los intereses del lugar de trabajo, Se produce no sólo una competencia individual, sino, también, una competencia nacional entre los obreros. El desarrollo de la base estratégica elimina tanto a la una como a la otra. Pero es imposible luchar sin trabajo; y mientras un grupo de obreros continúe sujeto a la competencia nacional, no podrá librar exitosamente su lucha de clase, con la consiguiente repercusión negativa sobre su base estratégica. El proletariado como clase está, pues, alejado de la competencia nacional, aun cuando ésta puede influir indirectamente sobre sus intereses. Mientras que en la pequeña burguesía y en las masas proletarizantes, los conflictos nacionales hallan su expresión concreta en la lucha nacional, en el proletariado asumen, en cambio, la forma de una cuestión nacional. Esto no significa, empero, que la cuestión nacional se plantea ante el proletariado en forma menos aguda que ante las demás clases de la nación. Para él, el problema nacional es un resultado del conflicto entre el desarrollo de sus fueras productivas y las condiciones anormales de su base estratégica — conflicto que conduce hacia la profundización de la conciencia nacional del proletariado. Existe, sin embargo, una diferencia fundamental entre la conciencia nacional del proletariado y la de las demás clases sociales. En algunas clases que conservaron un carácter de casta, la conciencia nacional está separada de la conciencia social, actuando ambas en forma independiente. Este fenómeno puede ser observado en los países económicamente atrasados. Así, por ejemplo, los ricos terratenientes feudales de Rusia son, por un lado, “genuinos patriotas rusos”; y, por el otro, miembros de la nobleza. Como rusos se “preocupan” por el bienestar de todo el pueblo, pero como “nobles” están dispuestos a explotar al pueblo todo. La burguesía media, la pequeña burguesía y las masas proletarizantes, carecen por lo general de conciencia de clase propia, la que se halla diluida en la conciencia nacional. La conciencia de clase es anatemizada como un peligro para la “unidad nacional”. Todas estas clases son nacionalistas. Sólo el proletariado vincula el problema nacional a las necesidades de la base estratégica y de la lucha de clase. En el proletariado de los pueblos oprimidos, la opresión nacional afecta a las condiciones de la base estratégica, estableciéndose una vinculación estrecha entre la conciencia nacional y la conciencia social. Es importante señalar una característica peculiar de esta vinculación. Al no tener los intereses nacionales del proletariado nada en común con la lucha nacional, el nacionalismo proletario no asume un carácter agresivo. Este nacionalismo es, en esencia, negativo: desaparece 15

con la normalización de la base estratégica se nutre de raíces negativas: de las anomalías sociales y económicas. Esto no significa que carezca de un contenido nacional positivo. Todo lo contrario: al nutrirse objetivamente de raíces negativas, el nacionalismo proletario adquiere un contenido positivo. Y ninguna clase ofrece ni puede ofrecer un programa nacional tan real como éste que presenta el proletariado. Pero, el carácter y la procedencia negativas del mismo, dificultan su comprensión acertada. Sin mencionar ya a los ideólogos burgueses que jamás han comprendido el espíritu nacional del proletariado, son todavía muchos los pensadores proletarios —y entre ellos la gran mayoría de los “Iskritas” judíos— que no encuentran bases positivas en el nacionalismo proletario, resolviendo en tal forma, con ligereza que es simplemente reaccionario. Este acercamiento errado al nacionalismo proletario, asume, en otros grupos, caracteres deformados y anormales. Dado que las bases del nacionalismo proletario son, objetivamente, negativas, y al no comprender que lo negativo se transforma en el proletariado, subjetivamente, en un programa concreto y positivo, hay quienes se hallan inclinados a justificar su nacionalismo con frases lastimeras e inseguras: “Desgraciadamente nos vemos obligados a realizar un programa nacional. Hubiéramos deseado asimilarnos, pero fuimos obligados a seguir siendo judíos”. Estas justificaciones y excusas hallan, frecuentemente, su expresión en la propaganda y en la literatura de los “Sionistas Socialistas” (S.S.). Pero estas curiosidades aisladas no son sino fruto del pensamiento inmaduro. El proletariado tiene necesidad de todo cuanto tiende a estimular el desarrollo de sus fuerzas productivas, siéndole perjudicial todo cuanto lo obstaculice. Por ello, le resulta ajeno y dañino, tanto el oscurecimiento de la conciencia de clase cómo el de la conciencia nacional. El no se avergüenza de su misión social ni de su misión nacional. Con idéntico orgullo declara: “Somos socialdemócratas y somos judíos”. Nuestra conciencia nacional es, esencialmente, negativa, y de carácter emancipador. Si fuéramos el proletariado de una nación libre —que no oprime ni es oprimida— no nos interesarían, en absoluto, los problemas de la vida nacional. Y, aún hoy en día, nos preocupan menos los problemas de la cultura espiritual, que los de la vida socio-económica: el nuestro es un nacionalismo realista, libre de toda injerencia “culturalista”. Para el proletariado judío, el problema nacional es un producto del conflicto entre las necesidades planteadas por el desarrollo de sus fuerzas productivas, es decir la lucha de clases, y las condiciones de su base estratégica. La base estratégica del obrero judío es insatisfactoria, tanto desde el punto de vista económico como desde el punto de vista político. La lucha económica del proletario judío sólo es exitosa durante los períodos de apremio, cuando los empleadores se ven obligados a hacer ciertas concesiones, para no malograr la temporada de trabajo. Pero una vez finalizada ésta, vuelven a resarcirse de sus “pérdidas”. Los frutos de la lucha económica del 16

obrero judío desaparecen hasta la temporada próxima, en la que vuelve a repetirse el mismo proceso, con idénticos resultados. Pero menos satisfactoria aún es la base estratégica, desde el punto de vista político. Dado que el obrero judío se halla empleado casi exclusivamente en la producción de los bienes de consumo y no desempeña ninguna función Importante en ninguno de los estadios superiores del proceso productivo, tampoco conserva en sus manos ningún hilo fundamental de la economía del país, en el cual vive y trabaja. El proletario judío no se halla en condiciones de detener la marcha del aparato económico del país, como pueden hacerlo los obreros ferroviarios y otros obreros mejor colocados. No es explotado por el gran capital, sino por el capital medio, cuyo rol en la producción también carece de importancia. Cuando el proletario judío paraliza con su lucha la actividad del capital que lo explota, no alcanza a producir perturbaciones serias en el país. El obrero judío no posee la fuerza suficiente para luchar por sus propias demandas, sin el apoyo de obreros más afortunados de los pueblos periféricos, y es incapaz de conseguir las mejoras más insignificantes si sus necesidades nacionales no son compartidas por los obreros de otra nacionalidad. Esta situación de desamparo fortalece en él los sentimientos de la solidaridad proletaria, acercándolo a los ideales revolucionarios. Por otra .parte, los antagonismos de clase en el seno de la sociedad judía son, relativamente, menores que en otros pueblos: en primer lugar, por la concentración insuficiente de capitales; y, en segundo término, porque la clase media judía, mucho más oprimida que la de otros pueblos dependientes (lituano, armenio, etc.) es por naturaleza de carácter opositor, proporcionando al proletariado determinada ayuda política. Hasta hace poco tiempo atrás soportó tranquilamente los ataques de los agitadores proletarios, ayudando financieramente al “Bund” y a otros partidos obreros. Ahora calcula sacar mejor provecho de una alianza con los “Kadetes”, “traicionando” definitivamente a los partidos proletarios judíos. En estas circunstancias, el proletariado judío está condenado a arrastrarse detrás de los poderosos movimientos políticos obreros del país, reemplazando con una fraseología inflamada, la falta de una fuerza de clase verdadera. En este terreno, crecen las exageraciones más ridículas, cuya mera enunciación rebela a todo socialdemócrata consciente y responsable. En esta ironía dolorosa se esconden contradicciones trágicas. Por una parte, la revolución le es necesaria al proletariado judío más que a ninguno otro y, por la otra, la implacable presión nacional, la explotación del insignificante, pero por lo mismo codicioso capital judío, y la nerviosidad y el alto nivel cultural del obrero judío, morador urbano e hijo del “pueblo del libro”, generan una poderosa reserva de energía revolucionaria y un exaltado espíritu de autosacrificio. Y esta hipertrofia revolucionaria, encadenada a los moldes estrechos de su base estratégica, asume frecuentemente formas grotescas. Una enfermedad de exceso de energía, tal es la tragedia y la 17

fuente de los sufrimientos del proletariado judío. Un Prometeo encadenado que, en ira impotente, arranca las plumas del ave de rapiña que picotea su corazón: tal es el símbolo del proletariado judío. Vladimir Jabotinski La Muralla de Hierro, Nosotros y los árabes (1923) Nota: Jabotinski fue el principal ideólogo del revisionismo sionista, opuesto tanto al laborismo como al sionismo burgués de los seguidores de Teodor Herzl. En este artículo presenta sus ideas respecto a lo que debe ser la relación con los árabes. Contrariamente a la excelente regla de ir al grano directamente, debo comenzar este artículo con una introducción personal. El autor de estas líneas es considerado un enemigo de los árabes, alguien que propone su expulsión, etc. Esto no es verdad. Mi relación emocional con los árabes es la misma que con los otros pueblos – una educada indiferencia. Mi actitud política hacia ellos se caracteriza por dos principios. Primero: la expulsión de los árabes de Palestina es absolutamente imposible. Existirán siempre dos naciones en Palestina – lo cual para mí es bueno, en tanto los judíos sean mayoría. Segundo: estoy orgulloso de haber sido miembro del grupo que formuló el Programa de Helsingfors. Lo formulamos, no sólo para los judíos, sino para todos los pueblos, y su base es la igualdad de todas las naciones. Estoy dispuesto a jurar, por nosotros y nuestros descendientes, que nunca destruiremos esta igualdad y nunca intentaremos expulsar u oprimir a los árabes. Nuestro credo, como el lector puede ver, es completamente pacífico. Pero es absolutamente otro asunto si será posible lograr nuestros propósitos pacíficos a través de medios pacíficos. Esto depende, no de nuestra actitud hacia los árabes, sino exclusivamente de la actitud de los árabes hacia el sionismo. Tras esta introducción podemos pasar al asunto principal. Que los árabes de la tierra de Israel voluntariamente lleguen a un acuerdo con nosotros está más allá de toda esperanza en el presente, y en el futuro inmediato. Esta convicción íntima la expreso de manera tan categórica no para consternar a la facción sionista moderada, sino por el contrario para salvarlos de la decepción. Aparte de aquellos que han sido virtualmente “ciegos” desde la niñez, todos los otros sionistas moderados han comprendido desde hace tiempo que no existe ni siquiera la menor esperanza de obtener el acuerdo con los árabes de la tierra de Israel para que “Palestina” se convierta en un país con mayoría judía. Todo lector tiene alguna idea de la historia temprana de otros países que han sido colonizados. Sugiero que recuerde todas las instancias conocidas. Si intentara buscar siquiera un ejemplo de un país colonizado con el consentimiento de aquellos nacidos allí, fracasaría. Los habitantes nativos (no importa si son civilizados o salvajes) siempre han opuesto una obstinada resistencia. Además, la manera en que actúa el colonizador no ha importado en absoluto. Los 18

españoles que conquistaron México y Perú, o nuestros propios ancestros en la época de Joshua ben Nun se comportaron, podría decirse, como saqueadores. Pero aquellos “grandes exploradores”, los ingleses, escoceses y holandeses que fueron los reales primeros pioneros de Norteamérica eran gente que poseían un elevado nivel ético; hombres que no sólo deseaban dejar a los pieles rojas en paz sino que les daba lástima hasta una mosca; gente que con toda sinceridad e inocencia creía que en esos bosques vírgenes y vastas praderas existía espacio disponible para ambos, los blancos y los pieles rojas. Sin embargo, el nativo resistió ante los bárbaros y ante los civilizados con el mismo grado de crueldad. Otra cuestión que no ha tenido importancia fue si existió o no sospecha de que el conquistador deseaba remover a los nativos de su tierra. La vasta extensión de los Estados Unidos nunca contuvo más que uno o dos millones de indios. Los aborígenes combatieron a los colonos blancos no por temor a ser expropiados, sino simplemente porque nunca existió un habitante indígena que haya aceptado el establecimiento de otros en su país. Cualquier población nativa – no importa si es civilizada o salvaje– ve a su país como su hogar nacional, del cual desean siempre ser los dueños absolutos. Ellos no permitirán voluntariamente, no sólo un nuevo dueño, sino incluso un nuevo vecino. Y esto sucede con los árabes. Los partidarios del compromiso en nuestro campo intentan convencernos de que los árabes son unos tontos que pueden ser engañados por una edulcorada formulación de nuestros propósitos, o una tribu de buscadores de dinero que abandonarán el derecho a su tierra nativa de Palestina por beneficios económicos y culturales. Rechazo de plano esa afirmación. Culturalmente los árabes palestinos están 500 años detrás nuestro, espiritualmente no tienen nuestra resistencia o nuestra fuerza de voluntad. Podemos hablar tanto como queramos acerca de nuestras buenas intenciones; pero ellos saben como nosotros lo que no es bueno para ellos. Sienten hacia Palestina el mismo amor instintivo y el fervor que un azteca sentía respecto de su México o un sioux hacia su pradera. Pensar que los árabes consentirán voluntariamente la realización del sionismo a cambio de beneficios culturales y económicos resulta infantil. Tal pueril fantasía de nuestros “arabófilos” proviene de algún tipo de menosprecio del pueblo árabe, de una apreciación infundada de esta raza como una chusma pronta a dejarse sobornar para que compremos su tierra patria a cambio de una red ferroviaria. Esta visión no tiene fundamento en absoluto. Árabes individuales pueden quizá ser comprados pero esto difícilmente significa que todos los árabes en Eretz Israel tienen la voluntad de vender un patriotismo que ni siquiera los papúes negociarían. Todo pueblo indígena resistirá a los colonizadores. Esto es lo que los árabes en Palestina están haciendo, y persistirán en hacer mientras conserven una sola chispa de esperanza de que serán capaces de prevenir la transformación de “Palestina” en la “Tierra de Israel”. Algunos de nosotros pensaba que se había producido un malentendido, que por esa razón los árabes no comprendían nuestras intenciones, ellos se oponían a nosotros, pero, si aclarábamos 19

cuán modestas y limitadas eran nuestras aspiraciones, estrecharían nuestras manos en paz. Esto también es una falacia comprobada una y otra vez. Es suficiente recordar sólo un incidente. Tres años atrás, durante una visita aquí, Sokolow desplegó un gran discurso sobre esa verdadera “incomprensión”, empleando un lenguaje engañoso para probar cuan groseramente equivocados estaban los árabes al suponer que nosotros pretendíamos arrebatar sus propiedades o expulsarlos de su país, o suprimirlos. Esto definitivamente no era así. Ni siquiera queríamos un estado judío. Todo lo que deseábamos era un régimen representativo de la Liga de las Naciones. Una réplica a este discurso se publicó en el periódico árabe Al Carmel en un artículo cuyo contenido brindo de memoria, pero estoy seguro de que es un relato fiel. Nuestros grandes sionistas se perturban innecesariamente, escribió su autor. No hay malentendidos. Lo que Sokolow plantea respecto del sionismo es verdad. Pero los árabes ya conocen esto. Obviamente, hoy los sionistas no pueden soñar con expulsar o eliminar a los árabes, o incluso establecer un estado judío. Claramente, en este período están interesados sólo en una cosa – que los árabes no obstaculicen la inmigración judía. Además, los sionistas han prometido controlar la inmigración de acuerdo con la capacidad de absorción económica del país. El editor de esta publicación quiere creer que la capacidad de absorción de Eretz Israel es muy grande, y que resulta posible radicar gran cantidad de judíos sin afectar a un solo árabe. “Es justamente eso lo que los sionistas quieren, y lo que los árabes no desean. De esta manera los judíos se convertirán, paulatinamente, en mayoría e, ipso facto, se constituirá un estado judío y el destino de la minoría árabe dependerá de la buena voluntad de los judíos. ¿Pero no son los mismos judíos quienes nos plantean cuán ‘agradable’ era ser una minoría? No existe ningún malentendido. Los sionistas desean una cosa – libertad de inmigración – y es la inmigración judía lo que nosotros no queremos.” La lógica empleada por este editor es tan simple y clara que deberíamos aprenderla de memoria y convertirse en una parte esencial de nuestra noción de la cuestión árabe. No tiene importancia si citamos a Herzl o a Herbert Samuel para justificar nuestras actividades. La misma colonización tiene su propia explicación, integral, ineludible, y comprendida por cualquier árabe y cualquier judío. La colonización puede tener solamente una meta. Para los árabes palestinos la misma resulta inadmisible. Está en la naturaleza de las cosas. Cambiar esa naturaleza es imposible. Un plan que parece atraer a muchos sionistas es el siguiente: si es imposible obtener el aval para las aspiraciones sionistas por parte de los árabes palestinos, entonces debe ser obtenido de los árabes de Siria, Irak, Arabia Saudita y quizá de Egipto. Incluso si esto fuera posible, no modificaría la raíz de la situación. No modificaría la actitud de los árabes del territorio israelí hacia nosotros. Hace setenta años, la unificación de Italia se logró, con la retención por parte de Austria de Trento y Trieste. Sin embargo, los habitantes de esas ciudades no solo rechazaron aceptar la situación, sino que lucharon contra Austria con renovado vigor. Si fuera posible (lo cual 20

dudo) discutir sobre Palestina con los árabes de Bagdad y La Meca como si ella fuera una especie de reducida, inmaterial tierra fronteriza, Palestina seguiría siendo para los palestinos no una tierra fronteriza, sino su tierra nativa, el centro y base de su propia existencia nacional. Por ende sería necesario llevar a cabo la colonización contra la voluntad de los árabes palestinos, que es la misma condición que existe hoy. Un acuerdo con los árabes que están fuera de la Tierra de Israel es también una ilusión. Para que los nacionalistas de Bagdad, La Meca y Damasco acepten una contribución tan onerosa (acordando renunciar a la preservación del carácter árabe de un país ubicado en el centro de su futura “federación”) deberíamos ofrecerles algo sumamente valioso. Podemos ofrecerles sólo dos cosas: dinero o asistencia política o ambas cosas. No podemos ofrecerles nada más. Respecto del dinero, resulta ridículo pensar que podríamos financiar el desarrollo de Irak o Arabia Saudita, cuando no tenemos lo suficiente para la Tierra de Israel. Diez veces más ilusoria es la asistencia política para las aspiraciones políticas de los árabes. El nacionalismo árabe se propone los mismos objetivos que el nacionalismo italiano antes de 1870 y que el nacionalismo polaco antes de 1918: unidad e independencia. Estas aspiraciones significan la erradicación de toda traza de influencia británica en Egipto e Irak, la expulsión de los italianos de Libia, la eliminación de la dominación francesa de Siria, Túnez, Argelia y Marruecos. Para nosotros apoyar tal movimiento sería suicida y desleal. Si omitimos el hecho de que la Declaración Balfour fue firmada por Gran Bretaña, no podemos olvidar que Francia e Italia también la firmaron. No podemos intrigar para remover a Gran Bretaña del Canal de Suez y del Golfo Pérsico y para eliminar el gobierno colonial francés e italiano sobre el territorio árabe. No podemos tener en cuenta ese doble juego de ninguna manera. Así concluimos que no podemos prometer nada a los árabes de la Tierra de Israel o a los países árabes. Su acuerdo voluntario está fuera de cuestión. Por esa razón, a quienes sostienen que un acuerdo con los nativos resulta condición esencial para el sionismo podemos ahora decirles “no” y exigir su salida del sionismo. La colonización sionista, incluso la más restringida, debe ser concluida o llevada adelante sin tener en cuenta la voluntad de la población nativa. Esta colonización puede, por ende, continuar y desarrollarse sólo bajo la protección de una fuerza independiente de la población local – una muralla de hierro que la población nativa no pueda romper. Esta es, in toto, nuestra política hacia los árabes. Formularla de otra manera sólo sería hipocresía. No sólo esto debe ser así, es así lo admitamos o no. ¿Qué significan para nosotros la Declaración Balfour y el Mandato? Es de hecho un poder imparcial que se propone crear tales condiciones de seguridad de manera tal que la población local pueda ser disuadida de interferir nuestros esfuerzos. Todos nosotros, sin excepción, demandamos constantemente que este poder cumpla estrictamente sus obligaciones. En este sentido, no hay diferencias sustanciales entre nuestros “militaristas” y nuestros “vegetarianos.” Unos prefieren una muralla de hierro de bayonetas 21

judías, los otros proponen una muralla de hierro de bayonetas británicas, unos terceros postulan un acuerdo con Bagdad, y parecen estar satisfechos con las bayonetas de Bagdad – un gusto algo extraño y peligroso- pero todos aplaudimos, día y noche, la muralla de hierro. Destruiríamos nuestra causa si proclamamos la necesidad de un acuerdo, y hacemos creer a los titulares del Mandato que no necesitamos una muralla de hierro, sino más bien conversaciones sin fin. Tal planteo sólo puede perjudicarnos. Por ende es nuestro deber sagrado poner a la vista tal conversación y probar que es una trampa y un engaño. Dos breves observaciones: en primer lugar, si alguien sostiene que este punto de vista es inmoral, respondo: no es verdad; el sionismo es moral y justo o es inmoral e injusto. Pero esta es una cuestión que deberíamos haber establecido antes de convertirnos en sionistas. Nosotros ya hemos definido esa cuestión, y en el sentido afirmativo. Consideramos que el sionismo es moral y justo. Y dado que es moral y justo, debe hacerse justicia, no importa si Joseph, Simon, Ivan o Achmet acuerden con eso o no. No hay otra moralidad. Todo esto no significa que algún tipo de acuerdo no sea posible, sólo un acuerdo voluntario es imposible. Mientras exista una mínima esperanza de que puedan expulsarnos, no negociarán esas esperanzas, ni por dulces palabras ni por apetitosos bocados, porque ellos no son bandidos sino una nación, quizá debilitada pero aún viviente. Un pueblo efectúa tales enormes concesiones sólo cuando ya no tiene esperanzas. Sólo cuando no se percibe ni una sola hendidura en la muralla de hierro, sólo entonces los grupos extremos pierden su poder, y el liderazgo pasa a los grupos moderados. Sólo entonces estos grupos moderados se acercarán a nosotros proponiendo concesiones mutuas. Y sólo entonces los moderados sugerirán propuestas para comprometerse en cuestiones prácticas como ser darnos garantía contra la expulsión, o igualdad y autonomía nacional. Soy optimista de que ellos terminarán brindándonos tales garantías y que ambos pueblos, como buenos vecinos, podrán entonces vivir en paz. Pero el único camino para llegar a ese acuerdo es la muralla de hierro, es decir, el fortalecimiento en Palestina de un gobierno sin ningún tipo de influencia árabe, es decir, un gobierno que combatirán los árabes. En otras palabras, para nosotros la única senda que conduce hacia un acuerdo en el futuro es el rechazo absoluto de cualquier intento de un acuerdo presente. Publicado por primera vez en ruso bajo el título O Zheleznoi Stene en Rassvyet, 4 de noviembre de 1923. Publicado en inglés en Jewish Herald (Sudáfrica), 26 de noviembre de 1937. Traducción: Ricardo Accurso

ARTHUR BALFOUR LA DECLARACIÓN DE BALFOUR 22

Nota: Esta carta enviada por el Secretario de Estado de Relaciones exteriores, Arthur James Balfour, a Lord Rothschild, estaba dirigida a lograr el apoyo de la comunidad judía al esfuerzo bélico en la Primera Guerra Mundial. Conocida como la “Declaración de Balfour” se convirtió en una de las bases legales para crear un estado judío en Palestina. La carta fue publicada en el “Times” de Londres una semana más tarde. Foreign Office, 2 de noviembre de 1917 Estimado Lord Rothschild:Tengo sumo placer en comunicarle en nombre del Gobierno de Su Majestad, la siguiente declaración de simpatía con las aspiraciones judías sionistas, declaración que ha sido sometida a la consideración del gabinete y aprobada por el mismo: El Gobierno de Su Majestad contempla con simpatía el establecimiento en Palestina de un hogar nacional para el pueblo judío, y empleará sus mejores esfuerzos para facilitar el cumplimiento de este objetivo, quedando claramente entendido que no se hará nada que pueda perjudicar los derechos civiles y religiosos de las comunidades no-judías existentes en Palestina, o los derechos y estatus político de que gozan los judíos en cualquier otro país. Le agradeceré que lleve esta declaración a conocimiento de la Federación Sionista. Suyo Arthur James Balfour ARTHUR JAMES BALFOUR DEFENSA DEL MANDATO EN PALESTINA, 1922 Nota: Arthur Balfour (1848-1930) fue Primer Ministro británico entre 1902 y 1905 y luego como Secretario de Asuntos Exteriores responsable de la “Declaración de Balfour”. En 1922 respondió en este discurso a un ataque a la promesa hecha en esa declaración al pueblo judío. Mi noble amigo nos dijo en su discurso, y yo le creo absolutamente, que él no tiene prejuicios contra los judíos. Pienso que debo decir que yo no tengo prejuicios en su favor. Pero su posición y su historia, su conexión con la religión mundial y con la política mundial es absolutamente única. No hay paralelo a ella, no hay nada que se aproxime a igualarla, en cualquier otro aspecto de la historia humana. Aquí tienen ustedes a una pequeña raza habitando originariamente un pequeño país, pienso que del tamaño de Gales o Bélgica, en todo sentido de tamaño comparable a estos dos, no teniendo en ningún momento de su historia nada que pueda ser descrito como poder material, a veces aplastado entre grandes monarquías orientales, deportados sus habitantes, luego dispersados, luego deportados del país hacia casi todas partes del mundo, y sin embargo manteniendo una continuidad de tradición religiosa y racial que no tiene paralelo en ninguna parte. Esto en sí mismo, es suficientemente remarcable, pero considerarlo no es una consideración 23

placentera, pero hay otra que no podemos olvidar: Cómo han sido tratados durante largos siglos, durante siglos que en algunas partes del mundo se extienden hasta la hora y minuto en la que estoy hablando; considerar cómo han sido sometidos a persecución y tiranía; considerar hasta qué punto la entera cultura de Europa, la entera organización religiosa de Europa, no se ha probado de tiempo en tiempo culpable de grandes crímenes contra esta raza. Entiendo bien que algunos miembros de esta raza puedan haber dado ocasión, sin duda lo hicieron, para esta aversión, y no sé cómo de otra manera podrían ser tratados como lo son; pero, si van a hacer hincapié en eso, no olviden qué rol han jugado en el desarrollo intelectual, artístico, filosófico y científico del mundo. No digo nada del aspecto económico de sus energías, porque sobre él siempre estuvo concentrada la atención de los cristianos. Les pido Señorías considerar el otro lado de sus actividades. Nadie que sepa de qué está hablando negará que al menos han --y lo estoy señalando lo más moderadamente que puedo-remado con todas sus fuerzas en la nave del progreso científico, intelectual y artístico, y que lo están haciendo hasta el día de hoy. Los encontrarán en cada Universidad, en cada centro de aprendizaje; y en el mismo momento en que estaban siendo perseguidos, cuando algunos de ellos, por todos los medios, estaban siendo perseguidos por la Iglesia, sus filósofos estaban desarrollando pensamientos que los grandes doctores de la Iglesia incorporaron en su sistema religioso. Así fue en la Edad Media, así fue en los tiempos antiguos, así es ahora. Y además, ¿hay alguien aquí que se sienta contento con la posición de los judíos? Ellos han sido capaces, por esta extraordinaria tenacidad de su raza, de mantener esta continuidad, y la han mantenido sin tener ningún Hogar Judío. ¿Cuál ha sido el resultado? El resultado ha sido que ellos han sido descritos como parásitos sobre cada civilización en cuyos asuntos se han mezclado, parásitos muy útiles me aventuro a decir. Pero¿ hasta cuándo será esto, no piensan Sus Señorías que si la Cristiandad, sin olvidar todo lo erróneo que ha hecho, puede dar una oportunidad, sin perjudicar a otros, a esta raza de mostrar hasta dónde puede organizar una cultura en un Hogar donde esté a salvo de la opresión, que no está bien decir, si podemos hacerlo, que debemos hacerlo. Y, si podemos hacerlo, no debe hacerse algo material para lavar una antigua mancha sobre nuestra propia civilización si absorbemos a la raza judía de una manera amistosa y efectiva en estos países en los que son ciudadanos? Les habremos dado entonces lo que tienen todas las naciones, algún lugar, alguna morada, donde puedan desarrollar la cultura y tradiciones que les son peculiarmente propias. Puedo defender --me he esforzado, y espero que no infructuosamente, en defender este esquema del Mandato en Palestina de la perspectiva más material, y de ese punto de vista que es capaz de defensa. Me he esforzado por defenderlo desde el punto de vista de la población existente, y he mostrado, espero que con algún efecto, que su prosperidad también está íntimamente ligada al éxito del sionismo. Pero habiéndome esforzado hasta lo mejor de mi capacidad para mantener estas dos proposiciones, daría, en consecuencia, una visión inadecuada 24

de mis opiniones a Sus Señorías si me sentara sin insistir hasta lo último de mi capacidad en que, más allá y por encima de todo esto, hay un gran ideal al que aquellos que piensan como yo están aspirando, y que, creo, está dentro de su poder alcanzar. Puede fracasar. No niego que es una aventura. ¿No hemos nunca tenido aventuras? No hemos nunca intentado nuevos experimentos? Espero que Sus Señorías nunca desciendan a esa depresión poco imaginativa, y que experimento y aventura sean justificados si hay algún caso o causa para su justificación. Seguramente, es correcto que podamos enviar un mensaje hacia todos los lugares donde ha sido dispersada la raza judía, un mensaje que les dirá que la Cristiandad no ignora su fe, no está indiferente al servicio que han rendido a las grandes religiones del mundo, y, lo principal de todo, a la religión que profesan la mayoría de Sus Señorías, y que deseamos hasta lo mejor de muestra capacidad darles esa oportunidad de desarrollar, en paz y quietud bajo el gobierno británico, esos grandes dones que hasta ahora han sido compelidos por la misma naturaleza del caso a brindar con fruición en aquellos países que no conocen su lenguaje, y no pertenecen a su raza. Este es el ideal que deseo ver realizado, este es el propósito que yace en las raíces de la política que estoy tratando de defender; y, porque es defendible en todos sus aspectos, es el argumento que principalmente me anima. Fuente: Penguin Book of Twentieth Century Speeches (London: Viking Penguin, 1992), pp. 88-90. Traducción: Luis César Bou

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