02. Pardo-jose-luis-nunca-fue-tan-hermosa-la-basura.pdf

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I Libro Primero de El Capital, de Marx, mienza diciendo: «La riqueza de las sociedades las que domina el modo de producción J pitalista se presenta como una inmensa acumul mercancías». Nosotros tendríamos que decir, hoy, que la riqueza —y la pobreza— de nuestras ¡edades se presenta como una inmensa “**in»ulación de basuras: no sólo desperdicios gálicos y desechos industriales, sino en general ;' Una forma reciclable, fluida y descualificada objetividad y de subjetividad que se impone nuestro tiempo y que constituye una referencia-: ■ .Critica común de los textos aquí recogidos. ro su reunión en forma de libro es además ' na sublevación contra la tendencia creciente considerar la escritura como «producto cultural».' filósofo como un «suministrador de contenidosaj¿ ofrece al lector un enfoque que piensa por si m |bs asuntos a los que se enfrenta, que deja poso jjr que merece preservarse.

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José Luis Pardo

Nunca fue tan hermosa la basura Artículos y ensayos

Galaxia Gutenberg Círculo de Lectores

Lo nuestro no tiene futuro Qu’est-ce qit'on se marre à la fac de lettres?

Si dejamos aparte a la vanidad, que nunca descansa, es difí­ cil explicar los motivos que impulsan a un autor a reunir, en un determinado momento, algunos textos que han ido que­ dando por el camino, dispersos o más o menos perdidos de vista, ofreciéndoles un buen día la dignidad -al menos apa­ rentemente superior- de una última morada bajo la tapa de un libro. En el responsable del presente volumen concurren dos circunstancias peculiares a este respecto: por una parte, pertenece a un gremio entre cuyos hábitos profesionales está el de producir un tipo de publicaciones (a menudo colecti­ vas) que dan cuenta de reuniones universitarias o ciclos de conferencias, y que muy a menudo emanan de instituciones que carecen de la posibilidad y, frecuentemente, también de la voluntad de distribuirlas, por lo que acaban durmiendo el sueño de los justos en algún almacén (del cual los desaloja pronto la necesidad de acomodar nuevos ejemplares del mis­ mo jaez) y raramente llegan a lectores distintos de aquellos mismos que redactaron sus páginas (por ello, si el escrito in­ cluido en esa colección merece la pena en algún sentido, el rescate siempre es un acto de piedad literaria e intelectual); pero, por otra parte y a diferencia de la mayoría del aludido gremio, este autor enfoca casi siempre sus escritos -incluso aunque se trate de esas contribuciones necesariamente oca­ sionales y fragmentarias- como parte del proyecto de un li­ bro en el cual, más tarde o más temprano, irán a morir como, según el poeta, los ríos lo hacen en el mar (por ello, se diría que no se precisa recuperación alguna una vez que las obras

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-i ■ . iiy.) estela p.itenecieron y;i están escritas y publicadas). Sin i mbai'go, bay un cierto número de esos textos que se nie­ gan a riarse por muertos tras la aparición de los títulos en los cuales supuestamente habían de desembocar, que se resisten a desempeñar el simple papel de instrumentos que han de desvanecerse ante la consecución del fin a cuyo servicio se destinan. Como los fantasmas, estos ensayos -es decir, las ideas que los componen, las palabras con las que están he­ chos y hasta los argumentos en los que se articulan- perma­ necen extrañamente vivos a pesar de que deberían haberse esfumado como los bocetos del cuaderno de dibujos de un pintor una vez terminado el cuadro del que constituían los preparativos y las tentativas, o como las notas de la libreta de un narrador una vez entregada la novela que ayudaron a componer; y en esta supervivencia, espectral pero obstinada, en este retornar una y otra vez de los temas y personajes que se tenía por ya «superados» reside, por otra parte, lo esencial del género ensayo, que no es nada más que un experimento en el que su autor se arriesga a pensar de una manera que, li­ teralmente, no sabe del todo adonde puede conducir, y cuyo éxito depende siempre de haber conseguido internarse, aun­ que sólo sea un ápice, en un territorio inexplorado o inespe­ rado, y de haber logrado iluminar un ángulo de la cuestión que permanecía ciego antes del intento, pues ni siquiera es­ taba entre los objetivos explícitos y declarados del trabajo emprendido. Quiero creer que es esta condición de humil­ des y algo fantasmagóricas lamparillas de uso doméstico pa­ ra noches de luz mortecina de bajo consumo, este estatuto de almas en pena cuyo espíritu sigue vagando en el pensa­ miento aunque hayan entregado ya su cuerpo a otros des­ tinos, lo que a mis ojos ha hecho merecedores a los textos que siguen de esta suerte de indulto o de anamnesia que implica el agruparlos bajo un nuevo formato, y que es tam­ bién en ese aspecto en el que pueden tener algún valor para el lector. Como todos ellos aparecieron en forma de ensayos (en obras colectivas) o artículos (en revistas o periódicos), y

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como ya varias veces en estas líneas se ha mencionado más o menos metafóricamente la figura del libro como catafalco, podría plantearse, desde luego, una cuestión de las llamadas «de actualidad», que tiene que ver con la muerte de los libros mismos y con el sentido que tiene darles a los artículos y en­ sayos que uno más aprecia un sepelio libresco justamente en el tiempo en el cual se anuncia que el libro, como decían los hermanos Lumière del cine comercial, no tiene ya porvenir. Antes de hablar con mayor seriedad de este particular, el lec­ tor quizá me permita entrar en él por su flanco aparentemen­ te más jocoso o marginal. Así, habremos de reparar, para empezar, en que resulta llamativo que, al menos en nuestro país, el anuncio entusiástico y glorioso del advenimiento de la era digital, y del consiguiente acabóse de la cultura impre­ sa en papel, haya correspondido precisamente a los grandes magnates de la cultura impresa en papel (algo así como si Luis XVI hubiese proclamado fervorosamente la República en la Asamblea Nacional y saludado la llegada de la «era de la guillotina»). Como no resulta creíble que un ataque de conciencia histórica (o de cualquier otra afección) pueda empujar a los empresarios del sector a actuar en contra de sus intereses, sólo podemos conjeturar que tras este sospe­ choso gesto se oculta un monumental fracaso empresarial de dichos magnates, y que el «cambio de era» ha acudido en su auxilio como una hipótesis capaz de camuflar las con­ secuencias de estrategias editoriales y periodísticas nefas­ tas. Y como, justificadamente o no, la letra impresa ha goza­ do hasta hoy en nuestras sociedades de un cierto prestigio -cuyas raíces no podemos ahora exhumar-, estos propieta­ rios no quieren simplemente enajenar el negocio por moti­ vos tan prosaicos, y encuentran la coartada perfecta para hacerlo sin mermar su buena fama en la revolución electróni­ ca que, por tanto, alientan a sus asalariados a propagar a los cuatro vientos como si se tratase de algo tan fatal e inapela­ ble como el «apagón analógico» de las televisiones (¡abando­ ne el papel ahora que aún está a tiempo!), para que la cosa resulte enteramente natural cuando llegue el momento del

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estrangulamiento definitivo. Un síntoma de este estado de opinión podría ser el inusitado ataque de cólera que, duran­ te la primavera de 2009, concitó entre los líderes del perio­ dismo cultural un acontecimiento en sí mismo tan insignifi­ cante y provinciano como la Feria del Libro de Madrid, al que uno de estos líderes calificó como fósil mientras otro lo descalificaba como «un mercado de pura venta» del que de­ bería informarse en las páginas de economía, no en las de cultura, y un tercero denunciaba la opacidad de sus cifras de negocio (el razonamiento subyacente es palmario: «si no dicen lo que venden, es que no venden tanto como dicen», piensa el ladrón que todos son de su condición, y casi siem­ pre tiene razón). Considerando que la Feria en cuestión es un evento menor al que acuden algunos lectores en busca de li­ bros poco o nada distribuidos en librerías y muchos otros para hacer cola en la caseta de los firmantes de best sellers más requeridos, esta repentina andanada de ira resultaba in­ comprensible y sus argumentos de una gran debilidad: los casos de contraste que se ofrecían como alternativa a este fe­ nómeno «puramente comercial» eran las ferias de F'rankfurt y de Guadalajara, que no parecen precisamente orientadas a la atención humanitaria, y en cuanto a la confusión de las páginas de cultura con las de negocios, baste decir que el mismo día en que el periódico lanzaba esta soflama traía un suplemento cultural [sic] que llevaba en portada una foto pa­ norámica de un famosísimo director cinematográfico (con la advertencia de que se avecinaba otro best seller de vampi­ ros), en la página central una entrevista con uno de los auto­ res de ficción que más venden en España (presidida por la ci­ fra apabullante de cuatro millones de ejemplares y en la que el entrevistado confesaba orgulloso que escribía novelas se­ gún una fórmula sensacionalista), y en su demacrada sección de libros la recensión de una novela de un muy conocido pre­ sentador radiotelevisivo, por lo que es innecesario reparar en que la única razón por la que estos textos encontraban tan generosa acogida en los suplementos era la «pura venta» que los tres dignamente representaban. El misterio se aclara, sin

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embargo, si observamos que los mencionados guías del pe­ riodismo cultural madrileño llevaban ya más de un año anunciando la muerte del libro de papel, del periódico de pa­ pel y de cualquier cosa relacionada con la celulosa, debido al santo advenimiento de la era digital, una profecía que en los meses precedentes se había acelerado y agigantado a marchas forzadas y con sonoras trompetas. En estas condiciones, el he­ cho de que una muchedumbre indocumentada, sudorosa, pre­ histórica y desinformada de editores, libreros, lectores e inclu­ so autores se atreviese a desobedecer la consigna acudiendo en masa a comprar, vender o tan siquiera ojear estas mercan­ cías obsoletas y antediluvianas constituyó una afrenta que difícilmente podían hacerse perdonar quienes la perpetraron, intentando refutar con su inculta y polvorienta conducta no ya los designios de los sabios, sino la marcha misma de la historia y el imparable ferrocarril del destino de los pueblos. También hay otro tipo de razones espurias -aunque, si se piensan a fondo, están profundamente ligadas a las re­ cién mencionadas- que alientan el mito del «cambio epocal»: una transformación como la que se quiere profetizar con la estantigua de la «era digital» creará, «forzosamente», otro mundo cultural completamente diferente del que hoy existe (como hizo la «era Gutenberg» con respecto a la Edad Me­ dia), eliminará las jerarquías a las que estamos acostumbra­ dos e introducirá nuevos criterios de calidad, de belleza, quién sabe si también de verdad y de justicia. En tales condi­ ciones, no es recomendable ponerse a leer a Kafka, a Séneca o a Cervantes, porque no sabemos aún en qué puesto queda­ rán cuando se organice el nuevo hit parade de la cultura di­ gital, y ni siquiera podemos predecir que vayan a estar en al­ gún lugar de esa lista (pueden desaparecer de ella u ocupar un lugar puramente marginal, digamos como el que ahora ocupan algunos de los «padres de la Iglesia» en la historia de la literatura hecha desde los presupuestos de Gutenberg). El motivo último de este «razonamiento bastardo» es, desde luego, que uno quiere librarse, no ya de leer a Shakespeare, a Kant o a Dante (pues quien argumenta de este modo nunca

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ha frecuentado semejantes compañías), sino de tener que ha­ berlos leído si quiere ser reconocido como un hombre cul­ to. Cómo hemos llegado al punto en el cual Kafka, Cervan­ tes, Kant, Dante, Séneca o Shakespeare son sentidos por una gran parte de la población como lastres que habría que in­ tentar soltar no es materia que podamos tratar aquí (pero es indiscutible que ése es el punto al que hemos llegado); lo im­ portante es que, hasta ahora, quien decidía eximirse de tal peso tenía que soportar, a cambio, el calificativo social de in­ culto (un estigma que algunos llevaban con el mismo orgullo que si fuese un signo de distinción, por cierto). Pero si la cul­ tura está cambiando, si la cultura digital supone realmente un cambio cualitativo con respecto a la cultura basada en el libro, y si este cambio traerá nuevos criterios, nuevas jerar­ quías, quién sabe si incluso nuevas definiciones de lo que es una obra y de lo que es un autor, en ese caso, ¿con qué dere­ cho se puede llamar inculto en la era digital a alguien por el simple hecho de no haber leído a Platón, a Goethe, a Proust o a William Faulkner? ¿No sería eso un anacronismo pareci­ do a medir con criterios prehistóricos hechos ocurridos en el siglo X X ? He aquí, pues, otra ventaja suplementaria del argu­ mento de la transición hacia la era digital. Pero dejemos de lado ahora estas motivaciones más o me­ nos peregrinas y consideremos frontalmente en qué consiste el «cambio de era» que se anuncia, más allá de estas conve­ niencias que comportan intereses secundarios. Es obvio que la profecía se apoya en un símil muy atractivo: la fecha en que presuntamente se acaba la Edad Media y se inicia la mo­ dernidad es precisamente el año 1453, habitualmente consi­ derado como el de la invención de la imprenta; la identifica­ ción de «imprenta» con «modernidad» sugiere, por tanto, la equivalencia correspondiente entre «postimprenta» y «post­ modernidad». Pero en este juego hay una pequeña trampa -esa que podríamos ejemplificar como «hacer la quiniela del domingo después de haber leído el periódico del lunes»-: por muy importante que fuese la contribución de la imprenta a la forja de los tiempos modernos, no fue simplemente ella (en

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cuanto artefacto técnico) la que supuso una serie de renova­ ciones que nos dan pie a hablar de una «nueva época», sino lo que algunos hombres hicieron con dicho artilugio. Esto -lo que los modernos hicieron con la imprenta, que es lo que los convierte cabalmente en modernos- lo sabemos por la historia, pero lo que no sabemos por ahora es lo que los hombres de hoy y de mañana harán con los gadgets digitales. No lo sabemos, sin duda, porque es demasiado pronto para saberlo (y porque un mínimo ejercicio de honradez intelec­ tual nos obliga a confesar que no hay aún trazas de que se hayan hecho cosas sustancialmente nuevas con respecto a las que se venían haciendo), y precisamente por ello es tan nota­ ble que consigamos encubrir esta ignorancia barnizándola con la apariencia de una gran revolución sin precedentes. Cuando se profundiza en este discurso de la «revolución di­ gital», enseguida se experimenta una sensación conocida y nada casual, a saber, la de que todo lo que se dice sobre ella (y todo lo que la hace tan aparentemente innovadora) tiene que ver con los formatos, envoltorios y dispensarios en los cuales reposarán las letras del porvenir, mientras que no hay absolutamente nada (nada, repito, que sea esencialmente no­ vedoso) acerca de los contenidos que albergarán dichos apa­ ratos. Y aquí, de nuevo, podríamos atrevernos a sospechar que en ello hay una intención bastarda de vender cuanto an­ tes la mayor cantidad posible de semejantes aparatos, mucho antes de saber qué demonios haremos con ellos; pero, aun­ que esta sospecha sea -como tiene toda la pinta de ser- to­ talmente acertada, no llega a captar lo que nuestra actual coyuntura sí tiene de transición, aunque esta transición no sea un cambio cualitativo sino meramente cuantitativo. Y es que, por decirlo de esta manera, lo que sí que puede alentar el cambio tecnológico es una tendencia que sin duda pertene­ ce por derecho a los tiempos modernos pero que los nuestros (que aúnan el hecho de serlo cabal e inevitablemente con el hartazgo y la fatiga de que sea así) parecen asumir de forma ejemplar. Me refiero, claro está, a la promoción, cada vez más entusiasta, de un aparato de comunicación no sólo casi

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omnipresente, sino completamente autónomo con respecto a cualesquiera intereses ajenos a su propia lógica, según el ideal de una comunicación ininterrumpida, como una suer­ te de cadena perpetua que se ofrece como solución universal para todos los problemas. Hasta tal punto ha llegado la con­ fusión de la libertad de expresión (un derecho cuya necesi­ dad para el pensamiento no es necesario encarecer) con la nueva obligación de la comunicación por la comunicación, que ha perdido completamente su vigencia aquella adverten­ cia del sentido común según la cual una comunicación valdrá lo que valga lo que se comunique en ella, que incluso los «ín­ dices de lectura» que pretenden calibrar el nivel cultural de un país dejan de lado por completo qué es lo que se lee, como si el leer fuera un valor en sí, independiente de lo leído, un poco en el sentido en el que Marx comparaba el valor de la mercancía con la energía de la chispa eléctrica: no circula por su valor, vale por el hecho de que circula. Se trata, en este punto, de una comunicación estructural­ mente vacía de contenidos y que por ello mismo exige tirá­ nica, sistemática, urgente y cada vez más imperiosamente el ser llenada de contenidos. Pero en la medida en que tales con­ tenidos son estructuralmente pensados como relleno de un espacio que por naturaleza está vacío (debe ser vaciado y vuelto a llenar no ya cada venticuatro horas, sino en plazos mucho más cortos, en cuanto los clicks de los usuarios empie­ cen a flaquear en alguna esquina de la página), sólo pueden ser contenidos de relleno, e incluso es posible que el único porvenir de los trabajadores de la cultura sea el de convertir­ se en «productores de contenidos» para alimentar esa maqui­ naria de comunicación omnívora que exige materiales reno­ vables, reciclables, para que el sistema se mantenga siempre joven. Se percibe, entonces, la incomodidad que afecta a la ta­ rea crítica del intelectual como productor de residuos no reci­ clables: basuras hermosas y malditas, indigestos interludios de resistencia al irreflexivo argumento implícito que justifica una y otra vez y en todas partes el avasallamiento de los con­ tenidos, en todos los órdenes de la existencia, en beneficio de

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unos contenedores siempre rutilantes y vacíos. Algo bien difí­ cil porque, incluso en el caso de que se consiga, no es general­ mente bien aceptado por quienes obtienen del actual estado de cosas no solamente beneficios políticos y económicos, sino también rentas y satisfacciones emocionales a las cuales es muy difícil renunciar por la exigua razón de que sean falaces.

A CUALQUIER COSA LLAMAN ARTE

If you’re blue and you don’t know where to go to why don’t you go where fashion sits?

Estética y nihilismo Ensayo sobre la falta de lugares*

Tendemos a pensar, llevados por las polémicas que asfixian nuestra actualidad, que los lugares -o sea, las extensiones habitables, definidas y limitadas, únicas en las que los hom­ bres pueden nacer, vivir y morir como hombres- están de­ sapareciendo de la faz de la tierra por obra y gracia de una maldición llamada «globalización». Tendemos a pensar que en el principio eran los lugares, que los lugares son algo así como cosas naturales, productos espontáneos de la naturale­ za que proporcionan a los hombres y a las cosas una signifi­ cación propia y recta, un origen, una morada y un destino que no son fruto de elecciones o convenciones, que no están sometidos a las arbitrariedades de las coyunturas históricas, que son algo sagrado y, en cierto modo, eterno. Y tendemos a pensarlo porque todos hemos nacido en algún lugar sin ser dueños de esa decisión, y todos tenemos vínculos imborra­ bles y señales de nacimiento, simpatías y afectos innegocia­ bles hacia lo nuestro y hacia los nuestros. Sentimos, además, nostalgia de aquel lugar perdido en donde las palabras tenían un significado primitivo que no podía retorcerse ni traicio­ narse, y en donde el pan sabía a pan y el vino a vino. Senti­ mos, finalmente, que todo eso lo hemos ido perdiendo con el "■ «A cualquier cosa llaman arte. Ensayo sobre la falta de lugares», publicado en el volumen colectivo Informes sobre el estado del lugar, Caja de Ahorros de Asturias, 1998, pp. 167-194, y en Jorge Larrosa y Carlos Skliar (eds.), Habitantes de Babel. Poéticas y políticas de la diferencia, Barcelona, Laertes, zooi, pp. 317-341.

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tiempo, que hemos perdido incluso el rumbo de nuestro desti­ no a fuerza de contraer demasiados compromisos, que hemos traicionado a los nuestros y olvidado nuestros orígenes y que, como castigo, las palabras han dejado de hablarnos en nues­ tra lengua natal para volverse ambiguas y vacías y los víveres han perdido su sabor y los útiles su tacto. Y, cuando queremos regresar, resulta que ya no existe el lugar en el que nacimos: han puesto un restaurante de comida rápida, una sucursal bancaria o una edificación anónima de apartamentos, en cual­ quier caso un restaurante, un negocio o un edificio que nada tienen de particular, que no conservan seña alguna del lugar, que son indiscernibles de los de cualquier otra parte del mun­ do globalizado que nos sume en la nostalgia del lugar. Cuando este vendaval irrumpe en un lugar -nos decimos-, como las campañas de los jinetes nómadas en las aldeas fron­ terizas durante el crudo invierno, no deja piedra sobre piedra, todo lo arrasa y lo asola, todo lo desertiza dando lugar o, mejor dicho, quitando lugar y dejando sólo un producto inhabitable y vacío, insípido, abstracto y profano, continuo, homogéneo e ilimitado llamado espacio, espacio global. No es por casua­ lidad -seguimos diciéndonos- que nombramos con este títu­ lo de «espacio» a la extensión despoblada e infinita de la que se ocupan los astrofísicos y al cuerpo inhabitable e infran­ gibie con el que tratan los matemáticos. Esto es lo que queda cuando las máquinas demoledoras allanan una morada: es­ pacio, espacio vacío, inhabitable, espacio global, una nada por la que se puede transitar pero en donde es imposible residir, genuina manifestación de lo que algún antropólogo ha lla­ mado «el no lugar». Prueba de ello -nos decimos una y mil veces-, prueba de que el espacio no es ningún lugar, es que cuando mandan un hombre al espacio -a donde no lo pue­ den arrojar si no es mediante una potentísima violencia que requiere un despliegue energético inmenso- tienen que encap­ sularlo en una nave o embutirlo en un traje -o sea, de ambas maneras, tienen que preservar su vida poniéndolo en algún lugar- si quieren que sobreviva, porque allí, en los espacios exteriores, no hay lugar para vivir los hombres.

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Así pues, pensamos que lo global, el espacio global, es el resultado de haber desnudado el mundo de los lugares que constituían su vestimenta natural, sustituyendo esos hábitos naturales, natales, por un artificio insustancial que lo arrui­ na como hábitat, que lo des-naturaliza, lo des-localiza, lo des-encanta y des-sacraliza por efecto de una depredación devastadora dirigida por una empresa que algunos llaman «mercado capitalista mundial» y otros «ciberespacio», pero cuyo nombre propio es, sin duda, «Nihilismo, S.A.». Una empresa cuyo dueño es Mr. Nada, de la que nadie es titular, pero de la que todos hemos terminado siendo empleados y, algunos privilegiados, consejeros de administración. És­ tos son los que nos han quitado lo nuestro, el significado de nuestras palabras, el sentido de nuestras vidas y el sabor de nuestras cosas. Entonces -volvemos a decirnos-, si hay al­ guna cosa y no más bien nada, si hay algo capaz de salirle al paso a esa empresa de ruina universal que comunica todos los lugares y los disuelve en la sopa boba del espacio global por un proceso de generalización y abstracción sin límites, si hay algo así debe ser, con toda seguridad, un lugar, algún lu­ gar de los pocos que queden. Es cierto que estas resistencias, dada su ostensible inferioridad en comparación con la omni­ potencia de la empresa Nihilismo, S.A., a veces utilizan mé­ todos poco amables para proteger sus fronteras sagradas y naturales contrada voracidad de la Nada, pero tendemos a justificarlos: ¿cómo podrían ser amables si su obstinada y anti-progresista causa perdida es lo único que queda en el mun­ do -lo único que queda de mundo, de naturaleza, de ser- que pueda obstaculizar y detener, aunque sea momentáneamen­ te, el crecimiento ilimitado del desierto? No hay -vamos con­ cluyendo- nada parecido al espacio global, eso no puede ser una cosa natural sino la nada en donde nadie vive, un inven­ to ficticio forjado por abstracción, una pesadilla, un delirio megalomaníaco en el que, por un azar espantoso y trágico, estamos ahora obligados a deambular como almas en pena, como fantasmas en busca de un reposo imposible. A veces, en algún momento de lucidez, entre los sudores

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provocados por ese mal sueño que es nuestra existencia des­ naturalizada, pensando en nuestros orígenes perdidos, en nuestros lazos rotos, en nuestra irrecuperable identidad, sentimos el deseo de acompañar en su interrogación, en las postrimerías de una merecidamente célebre conferencia, a Martin Heidegger cuando preguntaba: «Nosotros, en nues­ tro existir, ¿existimos históricamente en el origen? ¿Sabe­ mos, es decir, respetamos la esencia del origen?». No cap­ tamos muy bien, la verdad sea dicha, a qué origen se refiere exactamente Heidegger, pero en cualquier caso esa pregunta nos suena a nuestra, nos suena como preguntar: ¿sabemos nosotros en realidad quiénes somos, de dónde venimos y adonde vamos? ¿O hemos perdido el norte? Porque quien tiene origen, quien tiene lugar natal, no sólo tiene una proce­ dencia y una morada siempre dispuesta a albergarle, sino también un punto de seguro y acogedor retorno (la tierra sa­ grada como derecho último de los hombres a tener donde caerse muertos). Pero como tenemos oído que Heidegger te­ nía unos gustos políticos más bien lamentables, nos tememos que en esa alusión suya al origen haya alguna connotación de pureza racial con olor a campo de exterminio. Y no sola­ mente no es así -lo de la pureza racial, al menos-, sino que además es todo lo contrario: lo que precisamente defiende Heidegger en su discurso sobre las obras de arte es que -al contrario de lo que defendería un racista- las obras de arte no se explican por su lugar de origen (o por el ADN de su autor) sino, al revés, son los lugares de origen los que se ex­ plican por las obras de arte. No hay lugares naturales o na­ ciones sustentados en bases genéticas o raciales, lo que hay son Lugares del Espíritu, lugares culturales custodiados por las obras de arte, ya que sólo los lugares poetizados son ha­ bitables y los verdaderos Lugares los fundan los poetas y los artistas. Y, en esto al menos, Heidegger no se equivoca. Entonces, cuando ya nos habíamos reconciliado con el fi­ lósofo y nos habíamos olvidado de sus peligrosas amista­ des, cuando nos habíamos sentido plenamente incluidos en el «Nosotros» pronunciado cuando preguntaba si Nosotros

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existimos en nuestro origen (ahora podemos entender: en nuestro lugar espiritual, en nuestra cultura originaria), cuan­ do estábamos ansiosos por escuchar su respuesta, nos lanza un trallazo inesperado y seco al aclararnos que la solución no está en la raza sino en «Hölderlin, el poeta a cuya obra aún tienen que enfrentarse los alemanes». ¡Vaya! Así que era cosa de los alemanes. Así que al decir «Nosotros» estaba di­ ciendo «Nosotros, los alemanes». Nosotros, digo yo, los que no somos alemanes, al no tener que afrontar la obra de Höl­ derlin, ¿tenemos alguna oportunidad de recuperar nuestro origen, nuestro lugar? Tendremos que mirar a nuestros poe­ tas. Cada uno a lo suyo, a lo de su lugar. Lo que Heidegger parece estar diciendo es que, si los alemanes quieren saber si son verdaderamente alemanes, tienen que leer a Hölderlin y calcular hasta qué punto se identifican con esa ficción que en su obra se llama «Alemania», y así podrán medir su grado de desnaturalización o de desespiritualización, porque podrán medir la distancia que separa la «Alemania Espiritual» de Hölderlin -que, aunque ficticia, es por supuesto la verdade­ ra y la natal- de la «Alemania oficial», la que consta en los mapas convencionales de geografía política. Nosotros podría­ mos hacer el experimento de comparar el Madrid oficial de hoy día o el Oviedo de zoio con el Madrid de Pérez Galdós o la Vetusta de Clarín. Y es posible que pensásemos que he­ mos perdido naturaleza y espíritu, pero lo malo es que eso mismo -según nos informan los propios Pérez Galdós y Cla­ rín- es lo que pensaban ya aquellos habitantes de antaño: por aquel entonces, ya ni Madrid ni Oviedo eran lo que ha­ bían sido ni lo que debían ser. Ahora, surge una duda: si la verdadera Alemania o la ver­ dadera España o la verdadera Cuenca no están en los genes ni en los mapas, sino en las ficciones mediante las cuales se pretende dar lugar a un pueblo, ¿por qué hemos de conside­ rar más auténtica la ficción de Hölderlin que la de Hitler? El localismo de la raza es repugnante y pavoroso, pero su única ventaja es la de ser refutable por recurso a las ciencias de la naturaleza (además de recusable por recurso a la moral):

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podemos perfectamente verificar el hecho de que las expre­ siones «raza aria» o «raza española» carecen de referencia en el mundo y, por tanto, estamos en condiciones de denunciar su carácter de exclusiva coartada ideológica de la atrocidad. En cambio, el localismo del espíritu sólo podría apelar a ciencias «blandas», es decir, aquellas que justamente no tienen -según este mismo localismo- otro método que la hermenéutica -es decir, que dependen de una interpretación, porque no operan sobre hechos sino sobre lenguajes- y que además, desde Ga­ damer, toman como modelo de interpretación la experiencia estética. Los lugares, las culturas, las naciones se convierten en obras de arte que hay que comprender y juzgar exclusiva­ mente desde su propia alteridad identitativa, es decir, en el contexto cultural inmanente que ellas mismas constituyen (a este «valorar a las cosas desde los valores que ellas mismas destilan» es a lo que se llama comúnmente «círculo hermenéutico»). De aquí se sigue que, como, efectivamente, carece­ ría de sentido decir que la Gioconda es más verdadera o más falsa que Las Meninas, o que un Murillo es más inmoral que un Tiziano, tampoco es posible valorar los lugares culturales desde el punto de vista epistemológico o ético (carecería de sentido, por ejemplo, decir que la astronomía ptolemaica era falsa o «más falsa» que la copernicana, o que los sacrificios humanos de los aztecas eran injustos, porque si lo hiciéramos estaríamos cometiendo el pecado de colocar las obras fuera de su lugar, en el espacio global en el que perderían todo su sentido), sino sólo desde el punto de vista estético. La propie­ dad de esta interpretación es innegable: al reconstruir el lugar entero -el contexto- a partir de la obra, se reduce práctica­ mente a cero la ambigüedad del significado -las cosas y las palabras recuperan su naturaleza al ser puestas de nuevo en su lugar, todo se endereza hacia el sentido recto-, aunque también es obvio que igualmente nulas son las posibilidades de verificar la interpretación, cuyo único recurso es acudir a la tradición y, como tan a menudo hacía Heidegger, a la eti­ mología, recurso tan poco seguro que facilita, evidentemente, la proliferación ad libitum de las interpretaciones circulares

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que hoy vemos crecer como un cáncer en la «cultura de la queja» que ha disuelto la estética filosófica en mera crítica cul­ tural; y recurso -el de la tradición- que refuerza la posición de Hegel según la cual la obra de arte es «cosa del pasado». Con lo cual llegamos a una conclusión, ya no solamente nostálgica, sino abiertamente melancólica: sí, hubo un tiem­ po en el que cadauno estaba en su lugar y había un lugar para cada uno. Y suponemos que este lugar -hecho de cosas tan propias como la propia lengua, esa invención de los poetas gracias a la cual tenemos mundo- constituye la esfera, el mar­ co o el contexto en el cual -y sólo en el cual- nuestros actos pueden tener significado. Suponemos que, al menos en prin­ cipio, las palabras, las cosas y las acciones tienen su significa­ do propio y recto -natural- en su lugar. Al contrario, si las palabras, las cosas, las acciones o las personas son puestas fuera de su lugar, pierden a menudo su naturaleza, su signifi­ cado, se tornan absurdas, se desnaturalizan. Si esto les sucede a las obras, no serían una excepción las obras de arte: tam­ bién ellas -repito: al menos en principio- tendrían su pleno significado sólo manteniéndose en el origen, como morada de una comunidad, de un lugar natal, es decir, de la totalidad bien trabada de significaciones que serían las propias de una cultura. Así, una de las claves del sentimiento que despierta en nosotros la contemplación de esas obras de arte que son «cosa del pasado» (es decir, que están fuera de su contexto natural, fuera de su lugar, expuestas en ese otro anti-lugar que es el museo, por ejemplo), obras cuya comunidad origi­ naria, cuyo lugar natal ya es sólo ruina y cuya lengua es una lengua muerta, sería precisamente su indescifrabilidad. Han perdido su significación originaria, su función primaria y, como diría Umberto Eco, su denotación. Espectadores diferentes las llenarán de diferentes conno­ taciones individuales, literarias, cinematográficas, eruditas, pero en cualquier caso siempre subjetivas, arbitrarias, melan­ cólicas y efímeras (¿siguiendo el modelo del círculo hermenéutico?), toda vez que su denotación objetiva -su función primaria, su significado natural- ya no es accesible. Sin

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embargo, como las obras no son solamente enseres de un lu­ gar sino lugar originario de unos enseres, ellas mismas son el féretro en el que reposa su lengua -su lugar, su código, su cul­ tura-, un féretro que se puede profanar, pero en donde sólo hallaremos, como en todos los féretros, ruinas y podredum­ bre. Cualquier sentido que probemos a atribuir a estas obras no pasará de ser un sentido figurado, pues el recto -que sólo puede ser local-está definitivamente perdido desde el momen­ to en que se profanó el lugar, se derrumbaron las murallas que lo protegían, se transgredieron los límites que lo preser­ vaban y las obras se globalizaron, se pusieron a disposición de todo el mundo, a la vista de cualquiera. Estas obras muer­ tas -cosa del pasado-han perdido su significado: son lugares, pero lugares deshabitados e inhabitables, ruinas que obstacu­ lizan el despliegue ilimitado del espacio. Sin embargo, en la medida en que son féretros, señalan un lugar sagrado, una tierra consagrada que, aunque perfectamente inútil e insensa­ ta, se presenta como una barrera infranqueable para el pro­ greso civilizatorio; exigen, como Antígona a Creonte, el res­ peto debido a los muertos. Cada cual puede calcular por su cuenta el modo en que las obras de arte moderno o contemporáneo, precisamente para conservar su valor de obras de arte, imitan este modelo nihilista de las «cosas del pasado», presentándose como sig­ nificantes sin significado u objetos sin contexto, connotacio­ nes sin denotación por estar fuera de lugar, monumentos que han nacido muertos, ruinosos, despojados del mundo que podría interpretarlos, incapaces ellos mismos de generar lugares que no sean de tránsito, conformándose con las mi­ gajas de sentido que cada espectador arroja sobre ellos, migajas también subjetivas, arbitrarias, melancólicas y efí­ meras (porque allí donde no hay denotación todas las conno­ taciones son arbitrarias). Y quizá -continúa dictándonos la melancolía- esto no suceda solamente por voluntad de los artistas de seguir conservando el prestigio de su estirpe al presentar sus productos con el mismo barniz que otorga su valor a los residuos de culturas desaparecidas, sino acaso

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porque es imposible construir obras verdaderamente actua­ les, verdaderamente modernas y contemporáneas (es decir, que encuentren su significación en los lugares actuales, que puedan interpretarse en nuestro contexto), porque ahora ya no estamos en lugar alguno ni hay lugares propios, porque todos los lugares -o sea, las culturas, o sea la naturalezahan sido devastados o están en trance de extinción a causa de la globalización. Ésta sería, pues, una forma de interpretar el título de este trabajo: leer el rótulo «Estética y nihilismo», y el subtítulo «Ensayo sobre la falta de lugares» desde esta muy extendida nostalgia del lugar cultural o espiritual. Ahora bien, si este localismo de los espíritus -de los espec­ tros que recorren el mundo en nombre del retorno de lo repri­ mido- es lo que ha de frenar las ambiciones de Mr. Nada y los proyectos expansionistas de Nihilismo, S.A., podemos ir des­ pidiéndonos del ser y de la naturaleza, porque este localismo es, de principio a fin, nihilismo. Malo es, sin duda, querer apoyar la defensa del lugar en la naturaleza (malo por falso y por moralmente atroz), pero no es mejor sustentarla en el Es­ píritu, cuando esto significa que nada hay que justifique una interpretación en lugar de otra (como no sean equilibrios de poder), nada hay que legitime una ficción y descalifique otra. Si todas las culturas valen lo mismo, ninguna vale nada, si todos los lugares son sagrados ninguno lo es, y si todas las fic­ ciones son verdaderas su resistencia sólo puede apoyarse, efectivamente, dada su indigencia, en la violencia, una violen­ cia tan ciega, injustificada y vacía de propósito como la que se atribuye a los agentes de Nihilismo, S.A.

Si esto ha sido suficiente para pulverizar la estéril polémica que nos atosiga, podríamos empezar a ir saliendo del ato­ lladero reparando en el carácter artificial, construido y con­ vencional de todo lugar cultural, histórico y geográfico, así como -aunque esto ahora nos importe menos- en el carácter coyuntural, contingente y provisional de los mismísimos lugares naturales, quiero decir, de las propias leyes de la na-

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turaleza. La distribución de las cosas y personas en lugares -llámense o no naciones- es un fenómeno totalmente acci­ dental y epidérmico, aunque sea también un fenómeno extre­ madamente importante. La formación de lugares -históricos, geográficos, culturales- es siempre algo derivado y no origi­ nario, el resultado de una negociación, de un acuerdo, de una relación de fuerzas o de un enfrentamiento violento, nunca un producto espontáneo de la naturaleza o del espíritu (salvo en la medida en que lo sean todas estas cosas mencionadas). Las actuales fronteras de España, de Cuenca o de Tegucigal­ pa son el fruto de largos y complejísimos procesos de tanteo (en los cuales, sin duda, también ha intervenido la natura­ leza, con sus transformaciones primarias, secundarias y tercia­ rias), pero no es la tradición lo que legitima esas fronteras -no es el hecho de «haber sido» o el de ser «cosa del pasado»-, fronteras que nada tienen de natural o genuino, sino los acuer­ dos internacionales que comprometen -mientras comprome­ tan- la obligación y el derecho de respetarlas. O sea, que en cierto modo son ficciones, pero ficciones consolidadas por la convención y el sometimiento voluntario. Por eso siempre re­ sulta confusa la invocación de la Naturaleza o del Espíritu -y, en suma, de la tradición- como motivos para modificar las fronteras o ampliar los poderes. La España auténtica, la Cuenca auténtica o la auténtica Tegucigalpa no son naturales ni culturales (ni mucho menos dependen de la interpretación que de ellas se haga desde su propio interior, ya que requieren inexcusablemente el reco­ nocimiento global de los demás para garantizar su estabili­ dad), son conglomerados de espíritu y naturaleza, mezclas impuras de cultura y natura cristalizadas en una normalidad provisionalmente estable. ¿Quiere eso decir que la España auténtica es medio falsa, medio convencional? En efecto, eso quiere decir. Pero sírvanos de consuelo el pensar que esa mis­ ma semi-falsedad la comparte con todos los demás lugares del mundo. De modo que lo local no es del todo la vestimenta natural (o espiritual, o cultural) del mundo, tiene al menos una man-

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cha, una tacha o un roto en el vestido por el cual deja al des­ cubierto sus vergüenzas (su vergonzosa falta de naturalidad o de espiritualidad, su artificialidad, su falsedad), tiene un punto flaco, una debilidad. ¡Ah! -nos decimos-, ¡de eso se aprovechará el astuto Mr. Nada para minarlo! Pero ahonde­ mos un poco más en esta herida: si no hay lugar que no ten­ ga ese defecto, esa impureza, entonces es que, entre las notas definitorias del lugar hay una que hasta ahora no habíamos identificado: que todo lugar se define por una falta (el roto en el vestido) o por una sobra (el parche con el que se tapa artificial y provisionalmente), que en todo lugar falta uno -el mejor, el auténtico, el verdadero- y sobra otro -el espía, el traidor, el impostor-. Y, al no ser ésta una característica accidental, sino un rasgo distintivo del lugar, eso quiere tam­ bién decir que todo lugar tiene un agujero por donde amena­ za ruina, por donde corre peligro de vaciarse completamente de su identidad, una grieta por donde se le escapan su natu­ raleza y su espíritu y penetra ese aire pútrido de algo que no es naturaleza, no es espíritu y no es cultura, algo que no es del lugar propio ni, probablemente, de ningún otro lugar. Esto refuta la ingenua creencia, antes mencionada, según la cual hubo un tiempo en el que cada uno estaba en su lugar y había un lugar para cada uno. Es al contrario: en el origen, el lugar ya se definía porque faltaba uno y sobraba otro, por­ que no todo estaba en su lugar. Y esto se puede justificar de muchas maneras: notando, por ejemplo, que, si el lugar no existe a menos que sea reco­ nocido por otros (lugares), entonces los otros (los otros luga­ res, los ajenos) están necesariamente incluidos en la identidad del lugar propio y la debilitan; o bien se puede señalar que, si todo lugar nace de trazar un círculo -¿hermenéutico?- que distingue entre lo interior y lo exterior, puesto que es preciso nombrar lo excluido para excluirlo, y aunque sea de ese modo tan paradójico, lo exterior forma parte de la definición del interior. Gitta Sereny le preguntaba al ex comandante de Treblinka, Franz Stangl, que «puesto que iban a matarlos a todos, ¿qué significado tenían las humillaciones, la cruel-

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dad?». Y Stangl respondía que «Servían para preparar a los que tenían que ejecutar materialmente las operaciones. Pa­ ra que pudiesen hacer lo que tenían que hacer». Macabro ho­ menaje del verdugo a su víctima: a pesar de haberla excluido totalmente del lugar, de haberla despojado de toda señal de pertenencia al dominio del espíritu, de haberla puesto absolu­ tamente fuera de lugar (en el campo de exterminio, en donde sólo están quienes no tienen donde caerse muertos, quienes no tienen lugar), todavía sigue reconociendo en ella un incó­ modo signo de parentesco que le impide hacer su trabajo. Luego el lugar es un sitio en donde algo no está en su lu­ gar, y no por culpa de ningún empresario desalmado. Lo que hace lugar es una impureza en el origen. ¿Cómo llamar a ese algo que está en un lugar que no es el suyo, que no pertene­ ce al lugar en el que está, o que falta a su lugar propio? A eso lo llamamos obra de arte (y se notará que la definición tiene cierta eficacia: todos tenemos en mente inacabables polémi­ cas acerca del lugar en donde deben estar ciertas obras de arte). No recuerda a los lugareños su autenticidad o su iden­ tidad perdidas, no es el modelo espiritual o la utopía que ellos deben realizar en la naturaleza sino, al contrario, les en­ frenta con su más que probable falsedad, con lo que ellos no son. Es más, les enseña que ellos ya no son lo que son y les anuncia que, en el futuro, lo serán aún menos. Que el lugar se les irá de las manos. Y eso puede hacerlo, repito, porque la obra siempre está fuera de lugar. Es un signo, sin duda, pero un signo cuyo significado recto y propio sólo podría sa­ berse si estuviera en su propio lugar. Como no lo está, no nos ofrece más que una galaxia nebulosa de connotaciones o sen­ tidos implícitos de la cual no podemos extraer una denota­ ción, una interpretación recta o un significado explícito: si algo no se puede hacer con una obra de arte, ese algo es pre­ cisamente un círculo, sobre todo hermenéutico, porque ella nos arrastra hacia desviaciones que nunca retornan al ori­ gen, que siempre se bifurcan y vagabundean. Así que, en cierto modo, tiene razón Heidegger, aunque sea a su pesar (si es que lo es): las obras de arte nos permiten corroborar que

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no existimos históricamente en el origen, nos hacen consta­ tar nuestra impureza. Esto nos ahorra la melancolía. No es que no les encontre­ mos un significado propio o una función primaria a las obras del pasado porque sus lugares culturales hayan sido devasta­ dos por la historia y constituyan algo así como un «retorno de lo reprimido» (el testimonio de los crímenes que no quere­ mos recordar), no es por culpa de los museos -esos campos de concentración para lo que no tiene lugar de origen-, no es la famosa globalización ni nuestra falta de memoria lo que nos hurta su fundamento, es que nunca lo tuvieron, nacieron ya huérfanas. Así que, cuando recomendamos su preserva­ ción como «patrimonio histórico-artístico» porque las su­ ponemos hijas de alguna cultura, de alguna naturaleza o de algún espíritu, porque suponemos que alguna vez tuvie­ ron algún significado recto (que laboriosos eruditos atesoran en viejos legajos y en tratados de Historia del Arte) o pertenecie­ ron a algún lugar y ahora reposan -descansan en paz- y es mejor no perturbar su sueño, no mostramos mayor dignidad ni más conocimiento que aquellos que afirmaban que el rey iba gloriosamente ataviado a pesar de que le veían miserable­ mente desnudo. Y esto mismo vale para esos críticos -tan abundantes en el ambiente restauracionista que nos invadeque sienten nostalgia de aquellos bellos tiempos en los que las obras de arte estaban en su lugar, tenían un sentido recto y una función primaria, y acusan al arte contemporáneo de que ya no se atreve a expresar el espíritu colectivo de un lugar y repite incansablemente las letanías vanguardistas (repetición de la cual estos críticos acusan -¡cómo no!- a Mr. Nada, también conocido como Mr. Money y Mr. Moda, reprodu­ ciendo un argumento ya utilizado por Hitler, que también se sentía incomodado y se quejaba: el arte se ha convertido en una moda como la confección: un estilo cada temporada; un año cubismo, otro surrealismo, otro dadaísmo... y siempre pingües beneficios), como si esa pérdida de significado pro­ pio también fuese culpa de la globalización y no el origen mismo de la obra de arte.

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Por lo tanto, una buena manera de pensar el origen de la obra de arte -por decirlo con esta venerable fòrmula-, o aca­ so su falta de él, es pensarlo como un traslado, como un cam­ bio de lugar. La obra-esa cosa que no se sabe muy bien dón­ de colocar ni qué significa, por faltar a su lugar propio y sobrar en el ajeno- es una cosa que se convierte en tal porque cambia de lugar (a cualquier cosa podría, en efecto, llamarse arte, con tal de que le falte lugar), como los utensilios indíge­ nas que se convierten en piezas de museo -es decir, cambian de lugar y pierden sus denotaciones y funciones primariascuando su sociedad se extingue. Pero este simple hecho -que una cosa esté fuera de su lugar- hiere al lugar en donde está porque le recuerda que se puede cambiar de lugar y, en una palabra, que hay otros lugares. Y que, si llegan cosas de otros lugares, es que hay trayectos, tránsitos, un ir y venir y unas puertas por donde entra lo de fuera y escapa lo de den­ tro. Y si todo lugar está definido por tener una cosa de más -una obra de arte, diríamos-, entonces hay algo previo al lugar, algo que al menos lógicamente le precede, y es el trán­ sito mismo, el trayecto, el traslado. También podemos aho­ rrarnos la nostalgia: en el principio no era el lugar, en el prin­ cipio era el traslado, con lo que el traslado tiene de pérdida de la propia esencia, de la propia identidad, del propio espí­ ritu y de la propia cultura, con lo que tiene de desnaturali­ zación y de falsificación. Sí, podemos ahorrarnos la nostal­ gia del lugar, al menos en ese modo tan extendido de pensar que hemos derrocado -con tanta globalización- los lugares y los hemos sustituido por los no lugares o espacios de tránsi­ to. Podemos ahorrárnosla porque estos no lugares no son sólo tan antiguos como los lugares sino incluso, como acabo de decir, lógicamente previos a ellos. El arte es un ejercicio de traslación, de traducción; siem­ pre versión, nunca original, enseña a los hombres de un lu­ gar su falta de originalidad y, además, tiene una función pri­ maria: les permite no ser originales, tomar distancias con respecto a su lugar. Del campo de concentración de Westerbork, en Holanda, salieron, durante la Segunda Guerra Mun-

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dial, 93 trenes, cada uno de ellos con unos mil deportados, trenes que hacían el trayecto hasta Auschwitz en cuatro días y tardaban otros cuatro en regresar para recoger una nueva carga. Al cabo de unos cuantos viajes, un ayudante de la en­ fermería del campo holandés se dio cuenta de que siempre eran los mismos trenes los que hacían el transporte. A partir de ese momento, los deportados dejaron mensajes ocultos en los vagones, mensajes que volvían en los trenes vacíos y que avisaban a sus sucesores de que debían llevar víveres, agua y todo lo necesario para sobrevivir. Pero no quedaron supervi­ vientes de los primeros viajes, de aquellos en que los depor­ tados no estaban sobre aviso y habían partido a ciegas, en la creencia infundada de que los verdugos les proveerían auto­ máticamente de lo preciso para subvenir a las necesidades más elementales de un viaje de cuatro días. Ellos no pudieron si­ quiera dejar una nota. Las obras de arte se parecen a esas no­ tas: están siempre en lugares de tránsito, frecuentados por viajeros que, como los deportados de esta historia, no son ya de ningún lugar, están en paradero desconocido, en el no lu­ gar, vienen de un lugar que no es ninguno (¿o es que acaso un campo de concentración es algún lugar?) y, aunque ellos no lo saben, van a otro sitio que tampoco es un lugar; los ar­ tistas no son mejores que ellos, tienen su mismo origen y su mismo destino (o sea, ninguno), simplemente hicieron el via­ je primero y dejaron esas inscripciones para que quienes lçs sucedieran pudieran vivir algo que, de otro modo, resultaría insufrible, les dejaron esas instrucciones para sobrevivir al no lugar, para hacer mínimamente habitable lo esencialmen­ te inhóspito, para inventar un modo de vivir allí donde no se puede vivir. Por eso digo que les permitieron sobrevivir al permitirles no ser originales: les enseñaron que su dolor, su falta de refugio, no era el primero, que no era original sino repetido, que ya había otros hombres que lo habían pa­ decido y que ahora ellos, los nuevos viajeros, podían mirar­ se en esas notas como en un espejo en el cual llegar a sentir su propio dolor que, entonces, se convertiría en un dolor co­ mún, compartido. Eso -las notas de los trenes con destino a

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Auschwitz, las obras de arte- no libra a nadie de su dolor (porque, dicho sea de paso, no hay cosa en el mundo que pu­ diera librarnos del dolor), simplemente permite vivirlo, per­ mite alentar, seguir respirando a pesar de la desolación, la muerte, la mezquindad y la estupidez y en medio de ellas. Puede que esas notas parezcan muy poca cosa, casi nada. Pero son literalmente vitales para quienes estamos en ese tren o sabemos que algún día habremos de hacer ese viaje.

Pero ¿qué es lo que alienta en ese alentar?, ¿qué es lo que res­ pira en esa inspiración? Para empezar, fijémonos en que un aliento como éste, un aliento que no quiere ser simplemente aire, sino que -justamente- aspira a ser «aire cargado de sen­ tido», que aspira a producir sentido (es decir, posibilidades para que otros hombres sientan algo que de otro modo les mataría), que aspira a distraer a la muerte, eso es lo que lla­ mamos espíritu. Ahora bien, ¿qué espíritu?: ¿el espíritu local, el genio del lugar? Si antes descartamos el localismo de los espíritus, fue porque -recordémoslo- para producir sentido hace falta que algo no esté en su lugar. Sólo cuando no están todos los que son ni son todos los que están puede haber lu­ gar, sólo cuando no todo tiene un sentido -el mismo senti­ do- puede algo tener sentido y ser sentido. Y eso, insisto, es lo que pasa en todos los lugares, que están carcomidos por lo que no tiene lugar, que han nacido de un desplazamiento (por eso, entre otras razones, todos sentimos que nuestra pa­ tria está «en otro lugar»). Así pues, repitamos la pregunta, ¿qué es lo que alienta en el hálito de la obra de arte? ¿Es el aliento de otro lugar, un lugar al que habríamos de trasladarnos para estar donde de­ bemos, nuestro auténtico lugar, al que pertenecemos, la uto­ pía que debemos realizar y donde cada uno estaría en su si­ tio? No, ciertamente: ese lugar donde todo está en su sitio y nada sobra ni falta no es el paraíso perdido, es el infierno. Lo que alienta en la obra de arte es el hálito del no lugar o, di­ cho más claramente, el hálito de lo global. La obra de arte es

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un fragmento de espacio global inyectado venenosamente en el espacio local. El episodio vergonzoso o la leyenda negra que todo lugar guarda en secreto recubierto por piadosas mentiras sobre el origen y sobre el destino, sobre el pasado y sobre el porvenir (su genuina falsedad). Algunos la mi­ ran con curiosidad (¿cómo es posible que lo falso exista?), otros con horror (¡por Dios, cubramos esa vergüenza!). Esto es lo que le pasaba a Primo Levi con su tatuaje de Auschwitz, que conservaba grabado en el antebrazo: algunos curiosos le pedían verlo; otros, incrédulos, se escandalizaban cuando se lo enseñaba («¡Pero, hombre de Dios! ¿Cómo no se ha bo­ rrado usted eso?»). ¿Era eso un fragmento de espacio global que no encontra­ ba su sentido en ningún lugar? ¿Qué decir del espacio creado por las obras de arte, de los escenarios de los cuadros, los dra­ mas o las películas, de los territorios generados por la arqui­ tectura, por la escultura o por la música, qué decir del París de Proust, de la Cuernavaca de Malcolm Lowry, de La Man­ cha de Cervantes o del Dublin de Joyce? ¿No son localidades bien concretas? Sin duda, son concretas, pero no son locales. El Londres de Dickens es, si queremos decirlo así, «el espíritu de Londres», pero esto es otra manera de afirmar que es jus­ tamente Londres salvado de su lugar (salvado de los londi­ nenses de su lugar y de su tiempo) y puesto, literalmente, a disposición de todo el mundo. El Londres de Dickens es un conjunto de emociones, de percepciones, de pasiones, de sen­ timientos, de climas y de atmósferas en el que cabe todo el mundo, que todo el mundo puede sentir y vivir por unos euros, que resiste a las peores traducciones, a las más política­ mente correctas deconstrucciones y a las más canónicamente académicas reconstrucciones, que resurge vivo de todas sus lecturas, que permite a miles de personas en el mundo -no im­ porta cuál sea su lugar- vivir una historia perfectamente desprendida de sus condiciones locales y sentir unas emo­ ciones que no son privadas ni remiten a ninguna comunidad local, que son absolutamente públicas y, sin embargo, entera­ mente íntimas. Es un Londres superlativamente hospitalario.

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Se dirá, y es innegable, que Dickens «se basó» en el Lon­ dres de su tiempo para crear ese Londres desprendido y co­ mún, y que el espacio literario por él creado es perfectamen­ te distinguible de la Cuernavaca de Lowry o del Madrid de Galdós. Pero esto sucede porque, como ya he dicho, la obra de arte es un fragmento de espacio global inyectado en el es­ pacio local, es decir, un observatorio del espacio global: el punto de vista, por así decirlo, es local (es el Londres de la época de Dickens), pero lo visto desde ese punto es el espacio global, ilocalizable. Digamos que se trata de una perspectiva localmente deformada del espacio global, y esa deformación local es la que le confiere su singularidad frente a otros terri­ torios de ficción. Pero es solamente porque a través de la obra de Dickens podemos ver el espacio global -común, ilo­ calizable- por lo que Dickens consiguió salvar de su Londres histórico-geográfico ciertos objetos sensibles o, mejor dicho, cierta sensibilidad, que desde ese momento se desprendió de sus sujetos y de sus objetos empíricos -incluyendo al sujeto histórico Charles Dickens- y creó la posibilidad para cual­ quiera de sentir cosas que hasta ese momento no se podían sentir, produjo nuevos sentidos, forjó una cierta pedagogía de la sensibilidad, descubrió y pobló una región desconocida del espacio global, que en su honor llamamos Londres pero que es un Londres de todos los hombres, un Londres de cual­ quiera, un Londres de nadie, un Londres cualquiera en el que caben todos los Londres que han sido y serán. A cualquier cosa llamamos arte, sin duda, pero sólo a cualquier cosa: las co­ sas que sean determinadamente esto o aquello, mías o tuyas, de aquí o de allá, locales, ésas no son cualquier cosa, y sólo cualquier cosa es una obra de arte, sólo cualquier Londres es un Londres cualquiera, de nadie. Como, efectivamente, no podemos salir «directamente» al espacio global, que en su total desnudez resulta inhabitable, necesitamos observatorios que nos permitan verlo, que nos permitan ver más allá de nuestro lugar, como los deportados de Westerbork necesitaban notas para ver más allá de las pa­ redes de sus vagones. Cuando se pone en pie uno de estos ob-

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servatorios -una obra de arte-, lo que estamos viendo es una singularidad en el espacio global, una singularidad global que constituye la refutación de la repetida tesis de que el espacio global es homogéneo e indiferenciado: gracias, entre otras cosas, a las obras de arte, lo global tiene regiones singulares (que no dejan por ello de ser globales, universales), diferentes, emociones cualitativamente distintas y sentimientos discerni­ dles que, a pesar de ello, no son apropiadles por ninguno que no sea cualquiera, por ninguno que no sea nadie. Cuando mi­ ramos por ese observatorio, por seguir con esta terminología, hemos descubierto nuestro origen. Hemos descubierto la im­ pureza de nuestro origen: por eso los que son alguien miran siempre con sospecha las obras de arte. No, no somos de Ale­ mania, ni de Francia, ni de España, sino del espacio global, del espacio cualquiera e ilocalizable, de todos y de nadie. Venimos del espacio, de lo inhabitable. El origen es lo global. La obra de Dickens -de la que no pretendo hacer más que un mero ejemplo, aunque un digno ejemplo- tiene un sen­ tido textual, literal, no figurado ni desviado, no metafóri­ co. Su sentido es ese «Londres cualquiera» (que no se confun­ de con ningún Londres determinado), el espíritu de lo global que alienta en el Londres local. Diremos también con razón que ese sentido literal no es más que un nudo de connotaciones, pero es que la connotación es el sentido original de todo signo. No es que las palabras tuvieran en el principio un significado original y luego lo hayan perdido con el tiem­ po, los traslados y la desnaturalización: al contrario, el poder leerse de muchas maneras (aunque no de todas las maneras) es inherente a todo lo que está escrito (dicho sea esto contra la extendida y supersticiosa creencia de que la escritura «fija un significado», cuando lo único que fija es un significante). La connotación es lo innegociable, la denotación es lo arbi­ trario. El Londres literario (o pictórico, o musical), por ser global y connotativo, es el único Londres textual, el único Londres literalmente Londres. Y, sin embargo, no es un Londres-modelo que debiéramos imitar. Es un Londres inimita­ ble, sólo puede repetirse precisamente porque es letra, repetí-

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dòn, porque es literal y, por ello, esencialmente asequible y disponible. Los lugares determinados, por así decirlo, deri­ van de ese «Londres cualquiera» y consiguen articular signifi­ cados rectos, propios y denotativos a fuerza de restringir ese nudo inagotable de connotaciones que es el Londres literal (literario, o musical, o pictórico, etc.). El artista crea una por­ ción de espacio de nadie que nadie puede patrimonializar porque no se puede localizar ni fechar. Así que, paradójicamente, ese Londres cualquiera, que es el Londres original, el sentido de la palabra «Londres», aún estando en el origen, no es visible desde el principio: hay que descubrirlo (y a eso llamamos talento o genio). Al descubrir el Londres literal y global del que derivan por restricción todos los Londres figurados y locales, Dickens no solucionó ningún problema a los londinenses, sino que más bien les creó uno. Descubrió el Londres-problema del que todos los Londres lo­ cales, históricos y geográficos se presentaban como casos de solución. Descubrió a qué respondía Londres, cuál era su sen­ tido textual, cómo se llamaba, a qué sabía y cómo olía. Descu­ brió un Londres cualquiera (no el único Londres cualquiera, claro está: lo fructífero del arte es que, del mismo modo que la ciencia puede descubrir nuevos objetos no previstos, se pue­ den descubrir artísticamente nuevos «Londres cualesquiera» hasta ahora no imaginados; por eso el arte es siempre «cosa del futuro»), Dickens descubrió uno, y lo puso a disposición de cualquiera, a salvo de todos los que eran alguien. No halló ninguna respuesta para las preguntas de los londinenses, pero encontró la pregunta a la cual todas sus palabras, todos sus pasos y todas sus idas y venidas intentaban responder. Eso es lo que hace una obra de arte: un agujero en lo local para po­ der sentir lo global, para poder sentir el hálito de lo global, el viento que viene de fuera y renueva el ambiente, lo hace respi­ rable, lo llena de aliento, de espíritu, de sentido. Por todo ello espero que ahora estemos en mejores condi­ ciones que al principio para comprender el presunto conflicto entre lo local y lo global. Sin duda, hemos de preservar lo lo­ cal. Sin duda también, lo global en cuanto tal es inhabitable e

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inhóspito, despoblador y estéril. Pero no hemos de preservar lo local por el hecho de serlo. Me gustaría pensar que ahora te­ nemos un criterio para distinguir unos lugares de otros, un cri­ terio global y no local que se relaciona con la hospitalidad. Sólo hemos de preservar aquellos lugares -únicos a los que cabe considerar sagrados- desde los cuales es posible observar lo global, sólo aquellos que nos permiten disponer de lo glo­ bal a nuestra escala, sólo aquellos que nos permiten sentir y vi­ vir, no una solución para nuestros problemas, sino un proble­ ma para nuestras soluciones. Habitar la Tierra quiere decir esto: habitar en lugares desde donde sea posible sentir la Tie­ rra como espacio global de todos los hombres desnudos, de los hombres cualesquiera. No tiene caso erigir murallas con­ tra la penetración de lo global -más tarde o más temprano, su aire irrespirable acabará penetrando en nuestras cámaras y asolando nuestras casas y nuestros barrios, nuestros palacios y nuestras favelas, sin que ello sea atribuible a la mala volun­ tad de Mr. Nada: nada puede finalmente oponerle resisten­ cia-. Sólo tiene caso abrirle ventanas a la medida de nuestros pulmones, respirar la dosis de veneno adecuada para no into­ xicarnos mortalmente, pero sin la cual nos asfixiaríamos en interiores cerrados. No es otra cosa lo que llamamos «be­ lleza»: la dosis precisa, siempre indeterminada de antemano, siempre cualquier dosis. Aspiramos a la mayor globalidad po­ sible, a que nuestro lugar no sea sino el conjunto de restriccio­ nes mínimas necesarias para poder sentir lo global. Así que creo que, después de todo, tenemos razones para lamentar la falta de lugares, la falta de esos lugares. Los lu­ gares, es verdad, escasean, si entendemos por lugares aque­ llos desde donde se puede contemplar lo global. Pero no es con nostalgia como hay que enfrentarse a este hecho, porque siempre hubo pocos lugares de esta naturaleza, pocos lugares desde donde se pudiera alcanzar lo global. Si hay un fondo ético en la tarea estética es justamente por ese motivo: todo lo que hagamos por aumentar el número de lugares hospita-larios, de lugares en donde se pueda respirar, en donde se pueda transitar, entrar y salir sin necesidad de identificarse,



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todo lo que hagamos será poco. En cierta ocasión, Nietzsche puso en escena a un anciano adivino que, como tantos ago­ reros de hoy, se quejaba de la falta de espíritu del mundo. Todas las fuentes se han secado, también el mar ha retrocedi­ do. ¡Todos los suelos quieren abrirse, mas la profundidad no quiere tragarnos! «¡Ay, dónde quedará un mar en el que poder ahogarse!»: así resuena nuestro lamento -alejándose por encima de ciéna­ gas poco profundas. En verdad, demasiado cansados estamos incluso para mo­ rir; ahora permaneceremos despiertos y seguiremos sobrevi­ viendo -¡en cámaras mortuorias!

Es el grito de guerra del nihilismo, de la nostalgia y la me­ lancolía. El mismo de los que hoy se quejan del espacio glo­ bal. Pero miremos al mundo: ¿dónde está esa globalidad?, ¿dónde está el mundo? Lo que abunda, más bien, es un rosa­ rio deshilachado de locales cerrados y sin ventanas en donde la gente se asfixia clausurada sobre su propia naturaleza y nadando en la sangre de su propia cultura, caminando, como los presos, en círculos hermenéuticos e interpretaciones rec­ tas sin referencia externa. Círculos que, además, se multi­ plican a una velocidad alarmante, y de los que emana una cultura de la queja contra la globalización. Mr. Nada se fro­ ta las manos: ¿qué otra cosa podría convenir más a sus pla­ nes que esta pretensión de los lugares de cerrarse sobre sí mismos, qué otra estrategia sería más rentable para la em­ presa Nihilismo, S.A. que el encierro en un local sin ventila­ ción en donde sólo crecen el rencor y la nostalgia? («¡Qué se pudran! », dice Mr. Nada, «y así me ahorrarán trabajo y mu­ niciones»), Y nada es, al contrario, más resistente al nihilis­ mo que el esfuerzo por hacer habitable el espacio global, por descubrir más y más Londres cualesquiera. A todos aquellos que piensan que la globalización nos ha dejado en un desier­ to sin horizontes morales, hay que gritarles, como Zaratustra al viejo adivino: «¡En verdad quiero mostrarle un mar en el que todavía puede ahogarse! ».

¿Qué quiere un niño?"'

Cuando Baudelaire escribía sobre la «moral del juguete», se refería sin duda a la actitud infantil hacia los juguetes o, in­ cluso, hacia los objetos en general. Sin embargo, del mismo modo que se puede hablar de este asunto (la actitud «moral» de ciertos individuos hacia ciertas cosas o, mejor, la «mo­ ral» que puede deducirse del modo en que ciertos sujetos se comportan frente a ciertos objetos), puede hablarse también de la moral de los propios juguetes, la moral que encierran en sí, en el dominio de sus propias biografías fantásticas. Propongamos, en este sentido, un sencillo ejercicio de com­ paración, tanto más cómodo por cuanto ni siquiera exige cambiar de género narrativo y hasta puede efectuarse sin sa­ lir de la misma empresa de entretenimiento infantil (esta deno­ minación suscita una pregunta seria: ¿por qué es preciso en­ tretener -en todos los sentidos del término- a los niños? Y, por otra parte, ¿no es evidente que ellos se entretienen con cual­ quier cosa?), una suerte de trayecto que podría titularse: de Pi­ nocho a Buzz Lightyear. Si no una moral, al menos es evidente que la historia de Pi­ nocho contiene una moraleja: el muñeco que aprende a portar­ se bien (acudir al colegio sin dejarse distraer por las numerosas tentaciones que acechan en el camino, distinguir el bien del mal haciendo caso a la conciencia moral -respecto de la cual no deja de ser una pertinente figura el verla representada por el * * «Toy Story. ¿Qué quiere un niño?», Sileno, n.° z, Madrid, mayo 1997, páginas 78-84.

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machacón canto de un insecto cuya pequeñez y aspecto no de­ masiado agraciado contrastan con la dignidad ética de su ta­ rea-, hacer caso de las indicaciones de los mayores, etcétera) se convierte en ser humano (o, dicho de otro modo, un ser huma­ no es un muñeco que tiene conciencia moral y que, preci­ samente por ello, no puede ser manipulado como una ma­ rioneta). La «historia» del muñeco es, pues, aquí, claramente simbólica. Ante todo porque su historia es, en realidad (o sea, en el dominio de su significado, dominio en el cual se puede ex­ traer la moraleja), la historia de un niño que se convierte en hombre (no en adulto sino en humano). Más que aparecer co­ mo un mero juguete que tiene extraordinarias aventuras, Pi­ nocho simboliza el tránsito de un niño que deviene humano. Ello no obstante, el aparato de simbolización es en sí mis­ mo interesante: el niño (todo niño) viene al mundo en peca­ do, trae el pecado original o, dicho en un vocabulario secu­ larizado, comienza siendo no-del-todo-humano (carente de conciencia moral, incapaz de distinguir el bien del mal), pero el símbolo de esta inhumanidad no es ya lo animal (el «niño salvaje») y, en este sentido, lo natural (ya sea que conciba­ mos esta animalidad-naturalidad bajo la especie de la feroci­ dad de la bestia salvaje o de la indefensión de la mascota do­ méstica) sino lo artificial. Y no cualquier clase de artificio. Incluso en el dominio de lo metafórico, el término elegido para la figuración es relevante: el niño no concebido como una fierecilla que hay que domesticar o como una cría que hay que proteger, sino como un muñeco, es decir, como un juguete (un juguete, obviamente, de los mayores, objeto de un juego al que juegan los adultos). Antes, pues, de pensar que los muñecos sean juguetes para niños, hay que pensar en los propios niños como mu­ ñecos y como juguetes, con los cuales a menudo se los com­ para. La célebre y celebrada «inocencia» de los niños no mienta una «incapacidad para hacer el mal», no es que los niños sean «buenos»; su inocencia está cargada de perversi­ dad: no son ni buenos ni malos porque, simplemente -pero esto es algo mucho peor que ser malo, esto es el «pecado ori-

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ginal», la no pertenencia a comunidad alguna (la imperti­ nencia de los niños) que el bautismo quiere contrarrestar-, carecen de conciencia moral, son capaces de cometer las peores maldades sin sentir remordimiento alguno, les falta la conciencia de culpa. En este sentido, el prejuicio que en su momento indispuso a la burguesía austríaca contra el psi­ coanálisis freudiano, debido a que el descubrimiento de la «sexualidad infantil» parecía enturbiar esa imagen del niño como símbolo de pureza e inocencia, es un prejuicio comple­ tamente injustificado ya que, precisamente por tratarse de una sexualidad «perverso-polimorfa» y de un erotismo pre­ genital, o sea, completamente irresponsable por incapaz de generar descendencia, afianza la idea de una infancia inocen­ te en lugar de oponerse a ella. Y este tipo de «inocencia per­ versa» o de «perversidad inocente» que define la infancia guarda, sin duda, una estrecha relación con la condición de fetiches de los muñecos-juguetes: también ellos están más acá de la frontera entre el bien y el mal, entre la verdad y la ficción, entre el principio del placer y el principio de reali­ dad, entre el valor de uso y el valor de cambio. De un modo muy distinto, pero cargado en ambos casos de sutil agudeza, René Schérer y Guy Hocquenghem, por una par­ te, y Giorgio Agamben por otra, han llamado la atención sobre las observaciones de Philippe Ariès en su historia de la infancia, y sobre la genealogía en ella esbozada de este extraño estatuto de objeto al que pertenecen los muñecos1. Quizá procedentes de aquellos «tesoros» que los antiguos griegos llamaban agalma, i. «“El niño -escribe Ariès a propósito de la representación del niño en la Edad Media en forma de cuerpo humano en miniatura- es un enano, pero un enano al que se le garantizaba su no permanencia como enano, salvo en caso de sortilegio.” Invocamos aquí el caso de sortilegio, que personalmen­ te preferimos al caso psiquiátrico. Se abre así una vía a la posibilidad de per­ manecer como miniatura, de ser miniatura y no esbozo. Detalle, miniatura, los motivos más fascinantes y divertidos son los más minúsculos. Tener mie­ do de no poder crecer y estar sometido, sin embargo, al general pesar del crecimiento, una lección bastante limitada. Con el crecimiento, los motivos se hacen arquetipos, y la multiplicidad queda yuxtapuesta al devenir. No

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sin duda emparentados con todos aquellos chismes que la protoetnografía que hablaba en términos de «culturas primitivas» clasificó bajo el rótulo de «fetiches» (y con todos aquellos otros que luego recibieron la misma denominación por parte de la psicopatologia o de la economía marxista), descendientes técni­ cos de los bibelots que poblaron los interiores europeos del si­ glo XIX, ocupan el extraño lugar de lo que no tiene lugar, de lo

hay más que uno que crece, que discurre: yo. Los enanos del circo manifies­ tan el poder del sortilegio que se muestra en el arte medieval. Ofrecen el es­ pectáculo del pequeño cuando no se encuentra cogido en la vigilancia a la que se somete su crecimiento. Y es interesante distinguir el espectáculo circense, la mirada gozosa, del escapismo de la vigilancia analizado por Foucault. El engendramiento del pequeño por el grande, para que a su vez se convierta en grande, la reproducción familiar, sólo ve en lo pequeño una imperfección. Esto es lo que el pederasta intenta sustituir, con su colección, por un encajonamiento de lo pequeño a la manera de las muñecas rusas» (Guy Hocquenghem y René Schérer, Álbum sistemático de la infancia, Al­ berto Cardin [trad.], Barcelona, Anagrama, 1979, p. 77). «Con respecto a las cosas, la muñeca es, por una parte, infinitamente menos, porque es lejana e inasible (“sólo de ti, alma de la muñeca, no se puede decir nunca dónde estás realmente”), pero, por otra, quizá justamen­ te por eso, es infinitamente más, porque es el objeto de nuestro deseo y de nuestras fantasías (“en ella mezclábamos, como en una probeta, cuanto nos sucedía incognosciblemente, y lo veíamos allí dentro colorearse y her­ vir”). Si tenemos presente cuanto Rilke había escrito sobre el eclipse de las “cosas” auténticas y sobre la tarea, que incumbe al poeta, de transfigurar­ las en lo invisible, la muñeca, a la vez ausente y presente, aparece entonces como el emblema -suspendido entre este mundo y el otro- del objeto que ha perdido su peso entre las “manos del mercader” y no se ha transforma­ do todavía entre las del ángel. De ahí su carácter inquietante, sobre el que Rilke proyecta el recuerdo nunca aplacado de una terrible frustración in­ fantil. Pero de ahí también su aptitud para proporcionarnos informaciones sobre la esencia de la cosa convertida en objeto del deseo, que Rilke, con su morbosa sensibilidad para las relaciones con las cosas, registra casi incons­ cientemente. Si los juguetes no son, como se ve, nada simple y tranquili­ zador, tampoco su situación en el mundo es tan definida como parece... apunta hacia un estatuto más original de la cosa, sobre el que los muertos, los niños y otros fetichistas pueden darnos informaciones preciosas» (Giorgio Agamben, Estancias, Tomás Segovia [trad.], Valencia, Pre-Textos, 1995, pá­ ginas IIO-IIl).

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que ni siquiera se aviene a la distinción entre objeto y sujeto: han perdido, merced a la secularización, la aureola de lo sa­ grado que les protegía en otro tiempo contra la circulación y el desgaste, pero tampoco se han visto enteramente recubier­ tos por el valor de uso o el valor de cambio, que han tomado en nuestras sociedades el relevo de lo que Benjamin llamaba «valor cultual» o «valor exhibitivo», convirtiéndose de ese modo en miembros de esa categoría en sí misma mal definida, que se ubica en la frontera entre las obras de arte y los útiles, y en donde también moran los «adornos». El mero hecho de que, en la historia de Pinocho, el muñe­ co pueda servir como símbolo del niño, nos advierte de la po­ sibilidad de que los propios niños, en las sociedades moder­ nas, gocen o padezcan un estatuto no demasiado distinto al de los adornos y los muñecos. En cierto modo, el niño ha de­ jado de ser «sagrado»: su cuerpo y su alma no sólo se han convertido en objeto del interés civil (pues esto, en cierto modo, siempre fue así), sino en objeto de una profanación constante y sistemática por parte de pedagogos, psicólogos, médicos, etc., que usurpa la mítica propiedad de los padres (y que disipa cada vez más su responsabilidad); la figura del niño se deja representar perfectamente por la de una mario­ neta de cuyos hilos tiran, constantemente y a veces en muy diversos sentidos, los más variados especialistas del «entrete­ nimiento infantil». Por otra parte, los hijos han perdido tam­ bién su «valor de uso» laboral-familiar, y ello hasta tal pun­ to que nadie sabe hoy muy bien qué hacer con ellos («¿para qué sirve un niño?» -esta pregunta parece estar en el origen del descenso de los índices de natalidad en los países indus­ trializados) y, con esa crueldad característica del lenguaje que aún no ha pasado por el salón de maquillaje, se llamaba, antes de la invención del piadoso eufemismo «escuelas infan­ tiles», a los lugares a los que se les destinaba, guarderías (tér­ mino de grosería sólo comparable a los asilos de ancianos anteriores al eufemismo «residencia»). La pérdida del valor de cambio -tanto en el caso de los ni­ ños como en el de los muñecos- es, sin duda, más discutible.

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Del mismo modo que la industria del juguete (y aún más las multinacionales del reiteradamente aludido «entretenimien­ to infantil», a quienes se asigna la labor de entretener a esas criaturas con quienes ya nadie sabe qué hacer) es una de las más prósperas del mundo, la conversión de los niños en mer­ cancía -especialmente allí donde se van transformando en bienes escasos- está atestiguada por la existencia de un mer­ cado mundial (en parte sumergido y en parte no) de la infan­ cia, que va desde las adopciones a la explotación de la ima­ gen de los niños en los medios audiovisuales, pasando por la prostitución infantil y otros tráficos aún más sórdidos. La pregunta «¿Cuánto vale un niño?» o «¿Cuánto vale un mu­ ñeco?» parece ser -a diferencia de las preguntas «¿Para qué sirve un niño?» o «¿Para qué sirve un juguete?»- fácil de res­ ponder. Lo que en este caso resulta misterioso -y lo que nos devuelve al ámbito del fetichismo- es que tenga valor (de cambio) aquello que no sirve para nada. Intentar asignar un valor de uso a los niños hablando de las «satisfacciones» que dan a sus padres (igual que intentar asignar un valor de uso a los juguetes aludiendo a las satisfacciones que dan a los ni­ ños) es un intento condenado al fracaso, ya que cualquier cálculo medianamente racional desvelaría lo ruinoso de la inversión; responder que los muñecos sirven para jugar sería absurdo, pues el juego está definido precisamente como la actividad que no sirve para nada. En estos casos -muñecos, niños, adornos- se suele aludir a un extraño valor de «deseabilidad»: resulta que los niños y los muñecos caerían en esa clase de raros bienes de los cuales alguien dijo que son deseables por sí mismos y no por otra cosa a la que servirían de condición. Deseados para nada, in­ condicionalmente, sin posible consumo, sin utilidad, no pare­ cen ser otra cosa más que encarnaciones del deseo en estado puro. Ni siquiera son ídolos o iconos cuya belleza sería el halo sobre ellos depositado por la mirada complaciente de los dioses, porque justamente carecen de la visión de Dios, no han sido bautizados, tal es su inocencia, su pureza, su pecado original. Su ausencia de alma -o al menos la duda razonable

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acerca de si la tienen o no- tampoco permite considerar su be­ lleza «exterior» como el brillo animado por un fuego interior. Fetiches, sí, pero fetiches que no ocultan una conciencia alie­ nada ni albergan un secreto reprimido en el que residiría la verdad de su falsedad, de su facticidad, de su artificialidad1. Desde luego que de los niños cabe esperar que, algún día, abandonen ese indefinible estatuto de chismes -ni personas ni cosas, ni objetos ni sujetos- y se conviertan en seres huma­ nos a quienes se puede juzgar, salvar y condenar (y es de eso de lo que trata la historia de Pinocho), aunque sólo sea pro­ visionalmente, pues la tan sobada vecindad de niños y viejos es pertinente al menos en este aspecto: si no un retorno a la infancia, la ancianidad sí representa una cierta vuelta al esta­ tuto ambiguo de semi-marionetas. De los muñecos no cabe esperar semejante «evolución» ni siquiera provisional: ellos, como los niños abandonados en el País de Nunca Jamás de Peter Pan, están condenados a una permanencia insalvable en esa ambigüedad de la que procede su extrañeza: son algo así como la figura, no de una infancia recuperada, sino de una infancia irrecuperable.

Ésta es, quizá, la primera consideración que podría uno ha­ cer a propósito de los muñecos: para nosotros, los adultos, los muñecos -esos que alguna vez fueron nuestros juguetes y que quizá duermen aún el sueño de los justos en algún armaI. Cosa igualmente cierta, en el fondo, de los fetiches en sentido eco­ nómico o en sentido psiquiátrico. En el caso de los primeros, porque Marx, mucho antes de Baudrillard, explicó en los conocidos textos de El capital dedicados al asunto que las mercancías no contienen «ni un solo átomo de valor de uso» y que su magia no se eclipsa en absoluto cuando se desvela la cantidad de trabajo socialmente necesario para producirlos y de la cual de­ rivaría su precio. En el caso de los segundos, porque el fetiche no es el sus­ tituto fantástico o imaginario de un objeto real sino la materialización de lo que no hay (el pene materno). Detrás del fetiche hay, más bien (y en eso reside quizá el secreto de su belleza o de su deseabilidad), el horror de lo in­ formal (la libido viscosa del freudiano análisis interminable o la «gelatina de trabajo humano indiferenciado» de la que hablaba Marx).

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rio o desván en espera del juicio final que no ha de llegarles jamás, esos otros que viven en manos de nuestros hijos un efímero reinado, incluso esos que, más o menos desvencija­ dos, viajan todas las navidades en trenes o aviones desde las metrópolis hacia zonas del mundo o barrios de la ciudad cas­ tigados por el hambre, la miseria, el abandono, la guerra o las catástrofes «naturales» (y a menudo no parece que en el mundo o en las ciudades existan otra clase de zonas)- no son sino el signo, cuyo significado se nos niega reiteradamen­ te, de algo que sentimos extraña, misteriosamente propio o, en otras palabras, de algo que nos es propiamente ajeno. Re­ siduo de un mundo que no puede ser ya nunca más el nues­ tro, un mundo anterior a la distinción entre el bien y el mal o entre la realidad y la ficción. En presencia de aquel peluche que alguna vez representó para él un capital afectivo inmensurable, un adulto no puede dejar de sentir una extraña inquietud, parecida a la que se siente ante un cadáver: otrora albergue de un deseo infinita­ mente intenso y hoy completamente perdido, enteramente va­ cío de sentido, desprovisto de valor de uso y de cambio, el cuerpo del muñeco arrojado «sin vida» en el trastero y descu­ bierto un buen día por la casualidad o por la mudanza, ocupa una difusa frontera, es la huella de lo maravilloso despojada de su poder de fascinación (¿cuál era ese deseo que se oculta­ ba bajo la piel del muñeco y que para mí lo era todo, cuál era ese deseo que era todo yo, que yo fui enteramente en otro tiempo, tan otro que carece de medida común con el actual? ), como el ídolo que aparece como reliquia arqueológica de una religión totalmente desconocida y de la cual ya no quedan fie­ les a quienes preguntar, pero que sin embargo fue alguna vez nuestra creencia más arraigada y en cuyos cultos, ritos, mitos y ceremonias residía la trama misma de nuestra existencia. Los muñecos (y los niños) guardan el secreto de nuestro deseo, pero lo guardan en secreto incluso para nosotros mismos. Mas los hallazgos arqueológicos reposan en los museos, y los cadáveres descansan en sus tumbas, mientras que los muñecos carecen absolutamente de tierra sagrada en donde

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caerse muertos, para ellos no hay exequias ni monumentos funerarios, no arden en una pira solemne ni tienen entierro, carecen de cielo y de infierno, para ellos no hay paz ni casti­ go eterno, ni siquiera purgatorio, sólo se amontonan entre las telas de araña, el polvo y la humedad de los paquetes entregados al olvido o flotan a la deriva en los vertederos, como el detalle siniestramente lujoso y suntuario -una pier­ na de plástico, una cabeza sin tronco, un pie de balancín sin caballo de madera- de los contenedores de basura. Fetiches que encierran todo el secreto de nuestro deseo, un secreto que no podemos arrancarles -porque su cuerpo ahora sólo mues­ tra su falta- y que ellos ni siquiera podrán llevarse a la sepul­ tura, porque no disfrutarán nunca de tal cosa. Ellos son, más bien, el cadáver o el túmulo de nuestros deseos1. Quizá es, entonces, por eso por lo que no hay tumbas pa­ ra los juguetes: ellos son tumbas -y así permanecen ante el adulto que los interroga con su mirada escrutadora, mudos como tumbas-, allí es donde enterramos nuestros deseos. Y esto es algo más que una bella metáfora; porque, exactamen­ te igual que pasa con los muertos, nada podemos hacer para resucitar a voluntad el cadáver de nuestro deseo: lo único vi­ sible es el signo funerario, el muñeco, la tierra del deseo y, como mucho, el cuerpo más o menos putrefacto o el esquele­ to, mientras que el deseo mismo yace en lo invisible, en lo in­ descifrable y en lo inoperante, no suscita en nosotros sino un

i. Y éste es el punto de vista desde el cual la absorción del valor de «deseabilidad» por el valor de cambio resulta improbable. Un niño, preci­ samente porque no trabaja sino que sólo juega, carece por completo de la medida del valor de cambio desús juguetes (al no tener experiencia del va­ lor de uso ni de su creación a cambio de un salario), se relaciona con ellos como un millonario con sus caprichos (¿qué está comprando exactamente quien paga mil quinientos millones por un Van Gogh o por un Rolls Royce que perteneció a Elvis Presley?) y, si en su mano estuviera, no dudaría en derrochar cifras astronómicas por una chuchería. Cada vez que toca un ju­ guete, el niño está tocando el centro mismo, resplandeciente y mortífero, en cuyo derredor gira este nuestro descentrado sistema de producción de ob­ jetos y sujetos, de valores de cambio y de uso.

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deseo de desear que ha perdido irremediablemente su objeto, si alguna vez lo tuvo, a pesar de que lo que subsiste es, preci­ samente, el objeto y no el deseo. Esto es lo que Baudelaire veía en el desván de Mme. Panckoucke -y, a partir de enton­ ces, en todos los escaparates de las tiendas de juguetes-: la tie­ rra sagrada del deseo como tierra definitivamente perdida. El muñeco-juguete puede resucitar (o puede no hacerlo, nunca es seguro) únicamente si lo ponemos en manos de otro niño. Pero la resurrección no revela ningún secreto: en el niño que «rescata» del desván un juguete abandonado no podemos ob­ servar otra cosa que no sea una alteridad empecinada; sabe­ mos que él está enterrando su deseo en ese extraño objeto, que lo hará hasta sepultarlo a una profundidad que lo convierta para él mismo en, irrecuperable, sabemos que él no lo sabe, y ni nosotros podemos decirle a él, ni él a nosotros, lo que está haciendo al hacer eso; porque, en el fondo, el niño nos es tan ajeno como el viejo juguete: también en este punto se mani­ fiesta esa proximidad entre ambas figuras que justifica el sim­ bolismo de Pinocho, porque también los niños se aparecen como tumbas de un deseo -el de sus padres, el de los adultos en general-, y ello les confiere su doble carácter de venerables (pero de una veneración que ignora su objeto misteriosamen­ te enterrado) y de irrecuperables (no sirven para nada -sólo para jugar- ni revelan su secreto, ni nos devuelven nada pare­ cido a «la inocencia perdida»). Fruto y producto del deseo de los adultos, permanecen ajenos y extraños a ellos justamente en la medida en que son niños. Muñecos y niños representan lo no aprovechable de la infatigable producción social de la humanidad, lo que no arde sino que resplandece. Ya hemos señalado que una diferencia entre niños y mu­ ñecos es que los primeros abandonan su estatuto para con­ vertirse en adultos (y, si no lo hacen, penetran en el sórdido territorio de la patología) mientras que los segundos jamás crecen, y en ello reside su perversidad (a menos que sea un principio ya en sí mismo patológico lo que nos impulse a guardarlos en un desván o en un armario en lugar de arro­ jarlos a la basura en cuanto pierden su eficacia simbólica).

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También hemos indicado que esta forma profana de sepultu­ ra sugiere una fe en la resurrección, que no es otra cosa más que la esperanza de que habrá más niños, al menos otro niño cuyo deseo tenga la virtud de hacer que el muñeco se levante y ande. Este es, pues, el rasgo pertinente: los niños, en el me­ jor de los casos, se hacen mayores; los muñecos, también en el mejor de los casos, resucitan. Y a un juguete le es tan im­ posible crecer como a un niño resucitar después de muerto (esto es, después de haber crecido).

En varias ocasiones hemos utilizado ya el término «chisme» para referirnos a los muñecos y, perversamente, a los niños. Conviene ahora recordar que este mismo término es el que propone Lévi-Strauss como modelo de lo que él llama un «significante cero». Esta noción es, como el grado cero de la escritura de Barthes, una extensión semiótica del concepto jakobsoniano de «fonema cero» : aquel fonema que, careciendo de función determinada dentro del sistema, no tiene como objeto oponerse a otro fonema (como lo hacen el resto de las unidades fonológicas de una lengua) sino el oponerse a la ausencia de fonema, ocupando, pues, no el lugar de una falta sino el de un exceso que, en cuanto casilla vacía, permite la circulación y pone en marcha el sistema. En este mismo sen­ tido, Lévi-Strauss recuerda que toda lengua tiene palabras co­ mo «chisme» o «fulano» que, no siendo significantes ligados a un significado determinado, cumplen la función de opo­ nerse a la ausencia de significante (el sentido está en ellos también, por así decirlo, en exceso: significan demasiadas co­ sas a fuerza de no significar ninguna en particular, y son la condición del juego de referencia mutua de los significantes que asegura la circulación del significado). Digamos que los muñecos -y, en sentido perverso, los niños- son algo así co­ mo el «significado cero», la casilla vacía del lado de los obje­ tos, la que permite que circule el deseo sin representar ningún deseo en particular sino, más bien, el deseo cualquiera (y cualquiera es la palabra de grado cero por excelencia y con

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exactitud porque, como sigue recordando Agamben, lleva en su raíz el título del querer, el nombre de la libido, quodlibet), precisamente esa «cualquier cosa» con la cual señalábamos al principio que se entretienen los niños: no porque se entreten­ gan con todas las cosas sino porque se entretienen sólo con una, la que quieren, aquella única cuyo nombre propio es el hiper-común «cualquiera». El muñeco es aquel seudo-objeto que, careciendo de uso determinado, no tiene como fin con­ traponerse a otro u otros objetos ni complementarlos (como lo hacen el resto de los instrumentos de una cultura material) sino el oponerse a la ausencia de objeto, ocupando, pues, no el lugar de una falta sino el de un exceso (todo juguete es un chisme que carece de lugar determinado en una casa -¡siem­ pre se encuentra en el lugar más insospechado, siempre en cualquier lugar y siempre de másl-, y por ello suele depositar­ se en el desván o en el trastero; y todo muñeco es un fulano, no en el sentido de que valga por todos los objetos o por todas las personas, sino en el sentido de que materializa, reifica do y personificado, lo impersonal de toda persona y lo inobjetivable de todo objeto) que, en cuanto casilla vacía, permite la circulación de las cosas y pone en marcha el sistema de los objetos (¿no es ésta una sorprendente conclusión: que todo el sistema de los útiles de una civilización gire alrededor de sus «juguetes» ?). El niño, por su parte, es aquel seudo-sujeto que, careciendo de personalidad determinada, no se opone a otros sujetos ni rivaliza con ellos (pues no es igual a ellos, es un me­ nor de edad) sino que se opone a la ausencia de sujeto, ocu­ pando, pues, no el lugar de una falta sino el de un exceso (los niños están de sobra en todas partes) que, en cuanto casilla vacía, permite la circulación del deseo. Eos adultos custodian a los niños (como los niños custodian a los juguetes), pero los niños custodian el deseo de los adultos y los juguetes el de­ seo de los niños (son la fórmula de la pregunta freudomorfa: «¿Qué quiere un niño?»). Volvamos, pues, a la idea: los muñecos son niños que no crecen, que no se hacen adultos, que no se adulteran porque nada hay en ellos que adulterar; cadáveres del deseo, muertos

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vivientes sin infierno ni paraíso, más acá del bien y del mal. Por lo mismo -y de ahí el síndrome de Pinocho-, los niños son muñecos que crecen, que se hacen mayores. ¿Dónde va la ni­ ñez cuándo se pierde, cuando el niño se hace adulto? A ese limbo en el que habitan fantasmalmente los muñecos, al des­ ván de Mme. Panckoucke, la tierra sagrada del deseo. Deci­ mos intencionadamente limbo, es decir, orla o reborde del infierno1 creado precisamente para alojar a esos «muñecos» indecidibles que no tienen lugar ni en el cielo ni en el infierno (los niños que no han sido bautizados), que no están ni a la derecha ni a la izquierda en el escenario del Juicio Final por­ que no son juzgados, que no están, como las almas del pur­ gatorio, «en espera de juicio» o de salvación, sino en un lugar intermedio permanente del que no pueden ser rescatados, en una espera irremediable y sin esperanza, el lugar de la infan­ cia irrecuperable, irredimible, imperdonable, el lugar de los que no han sido salvados del pecado original (es decir, de la inocencia) ni pueden serlo, el lugar de los que -como los niños o los muñecos- carecen de lugar en la casa o en la sociedad. La historia de Pinocho (su biografía fantástica) viene, pues, a solucionar simbólicamente un problema que incluso es teológico (¿cómo no condenar a los niños que no han sido bautizados, cuya perversa inocencia se resiste pertinazmente al juicio? Pero, por otra parte, ¿cómo condenarlos sin come­ ter injusticia, pues ellos no son sujetos activos de ofensa al­ guna, y cómo salvarlos sin agravio comparativo para los san­ tos?): al devenir humana, la marioneta elimina la necesidad de añadir ese «tercer lugar» (ni a la derecha ni a la izquierda L. Que el limbo sea el borde exterior del infierno y no del cielo no es ca­ sual: sus moradores tienen más en común con los condenados que con los salvados ya que, al igual que les sucede a los primeros, están privados de la visión de Dios y, a pesar de no ser personalmente responsables del pecado y de la enemistad divina en la que mueren, permanecen necesariamente en ese estado al no poder aprovechar el beneficio de la redención (véase, por ejem­ plo, el comentario introductorio de Emilio Sauras al segundo apéndice del «tratado de los novísimos», en la edición de la BAC de la Suma Teológica de Tomás de Aquino, Madrid, iy6o, tomo XVI, pp. 660-664).

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del Cristo), esa indecorosa «guardería» o ese desván del in­ fierno que provoca a los teólogos (y a los políticos, y a los psicólogos, y a los sociólogos, y a los padres) tantos quebra­ deros de cabeza. Muy otro es el caso de Buzz Lightyear en la producción Disney Toy Story (Juguetes): él es un muñeco que no sabe que lo es, que está convencido de ser el explo­ rador intergaláctico capaz de volar «hasta el infinito y más allá» que se anuncia en su caja. Se trata, en esta película de John Lasseter, de unos extraños muñecos que tienen con­ ciencia de la muerte -es decir, de que algún día han de aca­ bar en el desván o en la basura- y que viven angustiados ante la idea de perder la preferencia, de ser abandonados por el deseo de su dueño, de perder el alma que los «anima». La historia de Buzz Ligthyear es la de un muñeco que se convierte en muñeco (que adquiere conciencia de serlo, que se desengaña de su ilusión de creerse humano). Le sucede exac­ tamente al contrario que a Pinocho: en lugar de hacerse ma­ yor, se hace pequeño. En un sentido superficial, esto qui­ zá nos avisa de otra mutación en el estatuto de la infancia: ahora, por primera vez, los niños se saben niños, como si su extraña condición, ambigua e híbrida, hubiese sido de algún modo «legalizada» y hubiese adquirido carta de naturaleza, ahora son sujetos (para empezar, sujetos de derechos). Estos extraños muñecos con conciencia de la finitud, ¿no señalan el punto en el que a los niños se les reconoce que tienen alma (que es, por cierto, el mismo punto en el que comienzan a aparecer niños delincuentes o criminales de una especie muy distinta a la de los golfillos de la primera mitad del siglo xx, niños-asesinos y no ya simplemente ladronzuelos o pillos, así como muñecos homicidas e inductores al homicidio: se re­ cordará el modo en que se especuló, tras el asesinato del niño James Bulger a manos de dos menores, con el papel que po­ día haber desempeñado en la autoría intelectual del delito la película Muñeco diabólico III) ? Del mismo modo que las mujeres han perdido el monopolio de lo femenino al conver­ tirse en sujetos de derechos, parece que los niños están a pun­ to de perder el monopolio de la infancia. De ahí estos nuevos

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muñecos que entran en la esfera del juicio, del Juicio Final, como los marcianos de tres ojos que en la película esperan amontonados en el interior de una máquina situada en un restaurante de comida para niños (Pizza Planet) el juicio del Dios-Gancho que ha de decidir su destino: convertirse en ju­ guetes del niño malo (Sid, que tortura a sus juguetes «por pu­ ra diversión»), es decir, ir al infierno, o en juguetes del niño bueno (Andy), es decir, ir al cielo. La melancolía que arrastra a Buzz Lightyear a un intento de suicidio al descubrir -viendo la televisión, que es ahora la suministradora de la verdad- que sólo es un muñeco, está li­ gada a una suerte de ateísmo: la crueldad de saberse un mu­ ñeco señala la pérdida de la fe en la resurrección (ya no es se­ guro que mañana haya más niños). Como si ya no hubiera limbo al que poder ser condenado (ya nadie guarda un mu­ ñeco en el desván, primero porque no hay desvanes, y segun­ do porque es más rentable comprarse uno nuevo: de ahí la angustia de los muñecos de Toy Story en cada cumpleaños de su dueño Andy, su temor a ser desplazados por el vertigi­ noso ritmo de producción del mercado de la infancia), como si ya no hubiera desvanes ni trasteros para los que no mere­ cen j uicio, como si ya no hubiera casilla vacía que permitiese circular al deseo1. La hay, sin embargo. El cuarto de Andy, no menos que la siniestra habitación de Sid (porque ahora los niños tienen cuartos, tienen un sitio en la casa en lugar de deambular por las cocinas o perderse por las calles como los bufones en un palacio), sigue siendo un museo arqueológico, una suerte de i. «Los juguetes tradicionales se ofrecían como cuerpos subanimados, dispuestos y proclives para ganar vida. Los juguetes contemporáneos, por contraste, son “vivientes” para sí, aniquilan la vida imaginaria en un simu­ lacro de poseer excluyentemente toda la vida. La consecuencia es palpable en el abigarrado cuarto de los niños: cuando los juguetes del primer tipo claudican por el uso son, en el peor de los casos, “trastos”, restos con me­ moria; pero cuando a los segundos se les rompe su interior, aun conservan­ do reluciente la carcasa, son, de inmediato, cadáveres» (Vicente Verdú, Sentimientos de la vida cotidiana, Madrid, Ed. Libertarias, 1984, p. 65).



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limbo en donde dormitan los desechos de la Historia: el va­ quero, la campesina, el dinosaurio y los soldaditos. Todo lo que alguna vez fue objeto de deseo, todas las sepulturas de la libido (¿no será que la ausencia de desvanes y el descrédito del limbo obedecen a que todo el planeta se ha convertido en lim­ bo y desván?), todo lo que no ha prosperado, lo que, en lugar de seguir envejeciendo o hacerse mayor, se ha hecho peque­ ño. Buzz Lightyear, el explorador intergaláctico que repre­ senta el futuro frente a todas estas reliquias, aprenderá en el curso de la narración su pertenencia a ese mundo de cadu­ cidad, también se hará pequeño. Los muñecos, convertidos en juguetes, son precisamente lo irrecuperable de la infancia (lo remoto de nuestro pasado individual y colectivo, lo exte­ rior a nuestra historia rememorable, exactamente lo contra­ rio de los monumentos), lo que de ella no puede aprovechar­ se, lo que no puede crecer, desarrollarse o hacerse viejo. Lo que las realizaciones históricas no pueden agotar, el aconte­ cimiento que ningún suceso empírico actualiza por comple­ to, el simulacro que impugna su modelo (como el vaquero Woody de Toy Story se burla de todos los héroes del western o Buzz Lightyear de todos los héroes del espacio interestelar, o el Señor Patata de todos los monstruos de la ficción genética, o las criaturas horrendas del perverso Sid de todos los engen­ dros del cine de terror: todos ellos se hacen pequeños, se hacen los pequeños, son personajes históricos convertidos en simu­ lacros). Lo que los juguetes encierran no es el modo en que los niños se hacen mayores, sino el hacerse pequeño que no es del niño ni del adulto. Lo que nos fascina de los muñecos, ya sean tridimensionales o generados por ordenador, es seguramen­ te esto: que en ellos asistimos a una infancia recuperada de otro modo, la recuperación de lo irrecuperable (aquello que de la in­ fancia no crece ni se hace viejo sino que se hace perpetuamente pequeño) en cuanto irrecuperable. Como ya sucedía en la obra de Proust, recobrar el tiempo perdido (lo mismo que recuperar «la inocencia perdida») no significa aquí «aprovechar el tiem­ po», sino recobrarlo en cuanto perdido, es decir, de alguna manera, en cuanto eternamente perdido.

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Para quienes hemos vivido el final del siglo xx, las llamadas «vanguardias históricas» (supuesto que esta etiqueta siga sien­ do suficiente para soslayar la enorme heterogeneidad de los movimientos artísticos surgidos entre el final del siglo xix y la Segunda Guerra Mundial) representan, en el terreno del arte, una suerte de clasicismo inevitable con respecto al cual, como les sucede a todos los clasicismos, se puede tener una actitud favorable o negativa, pero de cuya referencia en nin­ gún caso se puede prescindir. No es exactamente que todo el arte contemporáneo proceda (por vía de filiación o de con­ traposición) del «arte de vanguardia», sino más bien que na­ die que en estos tiempos tenga una relación de compromiso con el arte puede ser ajeno a la conmoción cultural de la que tales movimientos son en parte síntoma y en parte origen. Ig­ norar la existencia de las vanguardias en arte sería algo así como ignorar a Freud en psicología, a Nietzsche en filosofía o a Max Weber en sociología. Se puede ser anti-freudiano, anti-nietzscheano o anti-weberiano, pero, si no se quiere co­ rrer el riesgo de una ingenuidad rayana en el ridículo, no se puede ser pre-freudiano, pre-nietzscheano o pre-weberiano. Sea cual sea la coloración afectiva o la valoración intelec*' «La obra de arte en la época de su modulación serial. Ensayo sobre la falta de argumentos», en el volumen colectivo ¿Deshumanización del arte? (Arte y Escritura, II), José Luis Molinuevo (ed.), Universidad de Sala­ manca, 1996, pp. 11-51, parcialmente reproducido en «Ensayo sobre la falta de argumentos», Descartes n.° 17, Buenos Aires, noviembre de 1999, páginas 161-176.



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tuai desde la que cada uno se acerque a este fenòmeno, es no­ torio que su importancia no solamente se constata registran­ do la colección de obras que lo componen, sino también la celeridad, la relevancia y la contundencia con la que estos movimientos fueron recibidos por parte de la reflexión filo­ sófica acerca de las artes -ya se quiera concebir esta reflexión como teoría de la sensibilidad (o del gusto), como filosofía del arte o como crítica de la cultura-. Cuando se observan, desde la perspectiva actual, tanto estas reacciones como la propia auto-interpretación que las vanguardias hicieron pro­ fusamente de sí mismas, ciertos rasgos -que nos importarían especialmente si fuera cierto, como acabamos de sugerir, que las vanguardias son nuestros «clásicos»- llaman poderosa­ mente la atención. El más significativo de todos ellos podría­ mos resumirlo como «el rechazo de la estética». Un cierto sentimiento de fatiga y de vergüenza explica el tan frecuen­ temente subrayado carácter «anti-estético» del arte de van­ guardia. Producir obras de arte, o contemplarlas disfrutando de ellas como espectador, parece convertirse de pronto en al­ go indecente. Tan indecente que los artistas de vanguardia abandonan tan rápidamente el papel de autores de sus obras (sobre todo en la medida en que la «autoría» pueda tener que ver con la idea del «genio») como el público (entendido como «gran público») abandona las salas de exposiciones y conciertos en donde se amontonan estas obras. Una cierta sospecha de inautenticidad, mucho más grave que la posibilidad de falsificación que siempre han tenido que soportar las obras, especialmente en el terreno de las ar­ tes plásticas, se cierne como una sombra sobre todas las obras de arte hasta entonces producidas y contempladas, una sos­ pecha que salpica la vieja «belleza» délas «bellas artes» con­ viniéndola en algo tan vergonzante como el supuesto «goce estético» que se suponía procuraban a sus espectadores. La belleza se torna de pronto indigna, insoportablemente super­ flua y mezquina. Y el gusto se convierte en una pasión vil y plebeya. Se extiende la impresión de que, por alguna razón, las bellas artes ya no son, ya nunca más serán posibles; la impre-

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sión de que la belleza, incluso aunque fuera posible, ya nunca más será necesaria ni deseable; la impresión de que, si ha de conservarse la idea misma de «arte», el arte debe significar otra cosa que belleza, debe suscitar otra cosa que placer o «juicios de gusto», debe implicarse en algo más serio, más hondo, más verdadero. Es esta impresión, asociada a la pre­ monición de un inminente y formidable cambio de época, lo que confiere a los artistas y a los pensadores el coraje necesa­ rio para producir las nuevas obras -cuyo carácter «anti-estético» y provocador es manifiesto- o para saludarlas con ex­ pectación. Todos están convencidos de que el arte ya nunca más volverá a ser lo que era (lo que era, por ejemplo, en el si­ glo xix), sin que pueda decidirse del todo si ello significa que será algo que aún no ha sido o bien que volverá a ser lo que era en un principio, quizá lo que nunca debió dejar de ser.

Urdimbre, trama, tejido Esta impresión de «agotamiento» del arte moderno es, como acabamos de indicar, paralela sin duda de una impresión más general de agotamiento epocal e incluso de agotamiento de la cultura (occidental), algunos de cuyos primeros nota­ rios fueron a todas luces, ya a fines del xix, Schopenhauer, Marx o Nietzsche. Y es digno de nota que este «cansancio cultural» coincida con el momento de mayor vigor del dispo­ sitivo tecnológico en el mismo orbe occidental. Cultura y téc­ nica son, como más de una vez se ha hecho notar, como la trama y la urdimbre de la existencia humana: la técnica pro­ porciona a las colectividades humanas, en efecto, una urdim­ bre con la que afrontar la inhóspita naturaleza, acotando el dominio de la utilidad, el substrato instrumental sin el cual la especie como tal no podría subsistir; pero la cultura hila en esa urdimbre una trama, proporciona a la vida humana un argumento (planteamiento, nudo y desenlace) que confiere a los acontecimientos un sentido capaz de ordenarlos, un vínculo más o menos secreto que traba el sucederse cotidiano

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de la experiencia y que permite a los hombres, no ya vivir, si­ no cantar, contar y saborear la vida: más claramente, sobre­ vivir, si entendemos como suele hacerse que los supervivien­ tes son aquellos que pueden contarlo. Y la conjunción de la urdimbre y la trama es el tejido mismo de la existencia hu­ mana, la textura de la super-vivencia. El ejemplo de los «zapatos de campesino» de Van Gogh, tal y como es presentado en el ensayo de Heidegger sobre El origen de la obra de arte' sigue siendo, a este respecto, un lu­ gar imprescindible: en sus páginas asistimos al modo en que, sobre la urdimbre de un útil, hijo de la técnica y sumergido en la habitualidad, sobre el fondo de un instrumento cuyo ser parece agotarse en su ser-usado y desgastado por el uso, ve­ mos tramarse un gigantesco argumento (el agostarse del cam­ po en el verano y su resurgir en primavera, el temor por la tempestad y la alegría ante la llegada del hijo...) que se expre­ sa en la obra de arte, que en ella se libera del orden de lo uti­ litario (en donde es mera urdimbre o hábito) para alcanzar a manifestar la trama que mantiene viva la cultura en una ma­ ravillosa autonomía con respecto a la urdimbre instrumental y habitualizada. En esa liberación se insinúa, pues, la diferen­ cia entre la verdad y la utilidad, entre la trama y la urdimbre, entre la cultura y la técnica, pero también se muestra la pro­ funda imbricación de ambas que constituye, como Heidegger dice, el tejido de la existencia histórica de un pueblo. El útil no puede ser llamado verdadero ni falso (sólo correcto o in­ correcto), el útil no es una obra de arte; la obra de arte no es un útil pero manifiesta la verdad de lo que el útil, en su autén­ tica esencia viva, es. Y esta verdad consiste, según Heidegger, en que el arte pinta (o cuenta, o canta, o baila) un mundo (a saber, la trama argumentai de sentido que constituye una cultura sobre una urdimbre de hábitos técnicos) arraigado en la tierra (es decir, en la naturaleza soberana e irreductible). i. i. Citamos por la traducción de Samuel Ramos, Arte y poesía, Méxi­ co, Fondo de Cultura Económica, 1958. En adelante se pondrán entre pa­ réntesis el número de página donde aparece la cita.

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Muestra, por tanto, que la trama está, en el fondo, bien trabada con la urdimbre, porque finalmente-aunque sea im­ posible saber cómo- es la Naturaleza quien trama y quien urde, quien maneja los hilos (para que esto sea posible hay que decir, completando este texto de Heidegger con el re­ ferido a La pregunta por la técnica, que la urdimbre no puede estar formada por un dispositivo técnico de devasta­ ción de la naturaleza del tipo de una central hidráulica, sino por mecanismos que se inscriben en la naturaleza sin violen­ tarla, del tipo de un molino de viento), porque la naturaleza trama la cultura del mismo modo que la técnica está urdida en la naturaleza. La relación entre naturaleza (que siempre debe quedar oculta como la fuente secreta de la trama argumentai de un pueblo) y mundo (que es lo que la verdad desoculta alimentándose de esa fuente encubierta) se reitera en cierto modo en la relación entre la técnica y la cultura y entre el pueblo y el artista. Así como el útil no es una obra de arte y la obra de arte no es un útil, el artista no es pueblo ni el pue­ blo es artista. El artista (supremamente concebido como poeta, fundador de una lengua) pertenece, según Heidegger, a la casta aristocrática de los fundadores de Religiones, de Estados o de Filosofías (en suma: fundadores de mundos); pero así como el mundo nada sería si no se sustentase sobre la fuente oculta de la tierra, la naturaleza conspiradora, el Es­ tado, la Religión, la Filosofía y el Arte se erigen sobre el fon­ do oculto, sobre el substrato de una comunidad. Por eso la conferencia de Heidegger termina conminando a «los alema­ nes» (es decir, al pueblo alemán) a afrontar la obra de un ar­ tista, de un poeta, de uno de los «fundadores» de la lengua, Hölderlin. El arte no es popular pero se nutre del pueblo como la cultura se nutre de la naturaleza. El pueblo no es ar­ tista pero se forma en el arte del mismo modo que la natura­ leza adquiere forma (trama) a través de la cultura. Se notará que, en toda esta teorización de la obra de arte, no aparece mención alguna a la sensibilidad, al gusto o a la be­ lleza. De hecho, en el texto de Heidegger sobre la obra de arte estos temas aparecen sólo, por así decirlo, negativamente.

A cualquier cosa llaman arte La esencia del arte sería, pues, ésta: el ponerse en operación la verdad del ente. Pero hasta ahora el arte tenía que ver con lo be­ llo y la belleza y no con la verdad. Aquellas artes que crean ta­ les obras se llaman bellas artes... Al contrario, la verdad perte­ nece a la lógica. Pero la belleza se reserva a la estética.

Al precio de producir una total re-interpretación de lo que pueda significar «lógica», Heidegger desplaza la obra de arte desde el terreno de la estética al de la ontologia y sustituye en su reflexión el tradicional problema de la belleza por el pro­ blema de la verdad no para ubicar la obra de arte en el trilla­ do escenario de la «mimesis» en su lectura más simplista (la verdad como copia o reproducción de una realidad externa), o para apelar a la verdad en un sentido cientificista, sino para considerar la dimensión onto-lógica de la obra de arte como la desocultación del ser de los entes, esto es, una vez más, des­ de el punto de vista de la verdad y no ya desde la perspecti­ va de la belleza. Las razones de este proceder quedan bien claras a lo lar­ go del texto. La primera referencia a la estética aparece ya al principio, cuando se hace el recuento de los diferentes modos de pensar el ser de las cosas que nos rodean, y se repara en la sensación, en la consideración de la cosa como una percep­ ción que unifica una multiplicidad de sensaciones. Heidegger está aquí conjurando un fantasma cuyo nombre propio es su­ jeto; pues si pensásemos que las cosas son el modo en que una conciencia se representa lo que a sus sentidos se da, la objeción de «subjetivismo» o de fenomenismo (si no de psi­ cologismo y de escepticismo, debido al carácter privado de las sensaciones) sería difícilmente evitable. Y es para conju­ rar este fantasma para lo que acentúa la «descalificación» de la estética como teoría de la percepción. Pero la estética vuel­ ve a aparecer, esta vez como teoría de las bellas artes, en el fragmento que acabamos de citar, para ser objeto de una nueva descalificación que tiene por finalidad continuar con el exorcismo del mismo fantasma. Porque la estética como teoría de las bellas artes sólo podría fundarse en el gusto, y el

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gusto es de nuevo una facultad subjetiva que amenaza con hundirnos en el subjetivismo (de gustibus...). De modo que la contemplación de las obras de arte es un saber (no un placer) que, precisamente por ser saber, para nada tiene que ver con «aquella habilidad del conocer, sólo por el gusto, lo formal de la obra, sus cualidades e incenti­ vos» (106). Porque cuando se trata del placer estético de la belleza «no preguntamos por la obra misma sino desde no­ sotros que, al hacerlo así, no la dejamos ser una obra, sino que la representamos como un objeto que debe producirnos un estado de ánimo» (107). Se llama estética, casi desde la época en que comienza, a una consideración propia sobre el arte y el artista. La estética toma la obra de arte como un objeto, a saber, como objeto de la aisthésis, de la percepción sensible en sentido amplio. Hoy a esta percepción se le llama vivencia. La manera como el hombre vive el arte debe dar una explicación sobre su esencia (12,0).

He aquí de nuevo la amenaza del subjetivismo (puesto que cada hombre vive el arte de una manera, cada hombre puede dar una explicación distinta de su esencia, tanto el especta­ dor -que extrae de su vivencia la norma del goce estéti­ co- como el artista -que hace de ella la norma de su crea­ ción). Así comprendido, el arte es conducido hacia su propia muerte: expuestas para el «imaginar que fantasea capricho­ samente», para «el flotar de la mera representación y de la imaginación en lo irreal», las obras cuelgan de las paredes de los museos y de las galerías como reses muertas en las cáma­ ras frigoríficas de los carniceros, esperando a ser consumidas («hacerse accesibles al goce público e individual») en un co­ mercio artístico regido por la lógica del mercado. «Las obras ya no son lo que eran» (69), son cadáveres que confirman su hegeliana pertenencia a un pasado y que nos hacen dudar de que el arte, de esta manera subsumido en la estética, pueda seguir siendo un modo de acontecer la verdad (12.1).

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Cosa del pasado Así pues, el ensayo de Heidegger no se limita a teorizar lo que la obra de arte es (en su origen, en su esencia), sino también a establecer que, al menos desde hace algún tiempo, a las obras les es imposible ser lo que son. Se lo ha prohibido el sujeto convirtiéndolas en útiles destinados a la sensibilidad y conce­ bidos como fuentes de placer, como objetos de gusto, convir­ tiéndolas en mercancías, bienes de consumo y piezas de museo. Hipertrofia de la urdimbre y atrofia de la trama. Hipertrofia de la urdimbre porque la técnica, no conforme con acuñar los medios necesarios para afrontar la naturaleza, parece haber proporcionado a las sociedades occidentales una «segunda naturaleza» que, en cierto modo, sustituye a la primera, con­ vertida enteramente en utilidad, en instrumento, en máquina, en técnica (técnica devastadora del tipo de la «central eléctri­ ca»). Atrofia de la trama porque parece como si, justamente en el momento en que la técnica se convierte en la -nueva o falsa- «naturaleza» de las sociedades occidentales (o, dicho de otro modo, en el momento en que las sociedades occiden­ tales se convierten en sociedades técnicas, sociedades sin na­ turaleza, sociedades dotadas de la más potente urdimbre ja­ más conocida), la cultura ya no fuera capaz de tramar como antes argumentos en ese telar, como si a los hombres de raí­ ces europeas ya no les supiera a nada su propia vida. La explicación parece al alcance de la mano: si la cultura se agota cuando la naturaleza se oculta, ello parece indicar que lo que mantiene viva a una cultura es su nexo con la na­ turaleza y que, cortado este nexo (como habría sucedido en el proceso de dominación técnica de la naturaleza), la cultu­ ra muere. Numerosos enunciados que señalan la importan­ cia del «fondo mítico» (o mitológico) de la cultura como si tal fondo fuese el «lazo» que la vincula con una naturaleza soberana (no domeñada por la tecnociencia) y la fuente de su savia interna, podrían citarse a este respecto; como también podrían citarse, complementariamente, aquellos otros enun-

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ciados que indican el modo en que el desarrollo tecnológico con el que culmina el siglo xxx en Occidente supone la muer­ te de tal «fondo mítico». ¿Qué representa Vulcano frente a Roberts & Co., Júpiter fren­ te al pararrayos y Hermes frente al crédito mobiliario? [...] ¿Qué representa la Fama respecto de Printing House Square? [...] ¿Es posible la existencia de Aquiles al aparecer la pólvora y el plomo? La Ilíada entera, ¿es compatible con la prensa de impri­ mir? ¿No desaparecen necesariamente los cantos, las leyendas y la Musa ante la regleta del tipógrafo? En esta exposición de Marx (que es una de las muchas po­ sibles) se esclarece la naturaleza del problema: ante la técnica, la cultura entera -y el arte como una de sus formas- pare­ ce convertirse en algo superfluo. Podría apelarse igualmente al concepto de «secularización» (con el que la modernidad occidental ha autointerpretado a menudo su propia génesis histórica), pues está sin duda que la Religión -de la cual se dice frecuentemente que el arte surge precisamente como secularización- es acaso el más fundamental de todos los in­ gredientes de una cultura, es decir, la fuente principal de donde mana su argumento, su trama: la decadencia de las re­ ligiones -y su sustitución por la gélida fe en la ciencia o en la técnica- sería la matriz de la decadencia argumentai de Occi­ dente, de su falta de argumentos. De ahí, pues, la apariencia de superficialidad, de sofisticación y de inautenticidad que se cierne sobre -entre tantas otras cosas- las obras de arte mo­ dernas, en las que desaparece poco a poco el viejo vínculo del arte (y de la belleza, según reza el célebre dictum de Escoto Erígena que hace de la belleza imagen de la verdad) con la verdad, las obras ya no manifiestan la verdad, ya únicamen­ te producen placer o remiten a las vivencias de un individuo. «A la transformación esencial de la verdad -continúa Hei­ degger- corresponde la historia de la esencia del arte occi­ dental. Tal arte es tan poco concebible por la belleza tomada en sí como por la vivencia» (122.-123): aquí se evidencia que

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la «ontologización de la estética» podría también concebirse como una «estetización de la ontologia». Si Heidegger no formula en esos términos su programa es porque la Estética -y, por tanto, la idea misma de «arte» mo­ derno- nace en el momento en que la belleza deja de ser una cualidad de la naturaleza (el reflejo externo de su trama in­ terna, el color de la verdad o la mirada de Dios) para conver­ tirse en un sentimiento o una sensación del sujeto, en un pro­ ducto de la imaginación sin bases objetivas. Las sociedades premodernas no perciben sus «artes» (desde las artes de pes­ ca a los rituales religiosos) como mera urdimbre artificial, como obra humana, sino como «una más de las cosas de la naturaleza», como obra de Dios o de los dioses. Y es por ello que, por ejemplo, los templos (incluso los más modestos, los que no son más que «claros del bosque») deben aparecer, como recordaban Cornford o María Zambrano, ocultando las huellas de la mano humana, como moradas que los dio­ ses han construido para manifestarse utilizando la técnica arquitectónica como una astucia instrumental. Y el ejemplo podría servir para todos los útiles de una cultura material. Así pues, lo que podríamos llamar «el sentimiento de belle­ za» experimentado por esas sociedades no es «meramente subjetivo»: lo que de la naturaleza es sentido como «bello» es algo que la naturaleza misma ha construido para mani­ festarse a los hombres y, por eso mismo, tiene un «correlato objetivo». La naturaleza conspira con (es decir, trama secre­ tamente) la cultura. La urdimbre -la técnica misma- está tra­ mada en y por la naturaleza, urdimbre y trama (belleza y utilidad, técnica y cultura) son inseparables, y el tejido se manifiesta en todos los objetos así como en los mitos ri­ tualmente celebrados o en las narraciones orales comunitaria­ mente contadas. La trama -el sabor de la comunidad-, aun siendo secreta o permaneciendo semi-oculta, alumbra plena­ mente la urdimbre. Por ello los mitos y narraciones, como los templos y los útiles, no tienen autor, propietario ni desti­ natario. Son patrimonio común. La disposición de las for­ mas en el lugar hace morada, dibuja el territorio, así como la

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sucesión de las narraciones en el tiempo hace época, teje las horas y los días. Nada de esto es posible cuando las «obras de arte» son producción artificial de los hombres (urdimbre) firmadas por sus autores y dirigidas a una muchedumbre anónima de es­ pectadores. Gustan, sí, pero ello nada tiene de sorprendente ni de misterioso, pues son los propios hombres quienes las han hecho -por tanto, a la medida de sus gustos-. No tiene nada de raro que produzcan placer: están hechas para eso, son pura urdimbre. La naturaleza ya no conspira, los dioses ya no traman la urdimbre. Al contrario, ver en la naturaleza alguna trama (una voluntad, un plan, una finalidad) se ha convertido en el núcleo de la más humana de todas las menti­ ras: la superstición. Es como si la policía del saber científico moderno hubiese descubierto el complot de las religiones y hubiese desarticulado la trama encarcelando a los conspira­ dores en la segura cárcel de la vida privada. Un ejemplo típi­ co de esta situación es el nacimiento de la esfera de la opinión (¡y en tantos aspectos es comparable la diversidad de opi­ niones con la de gustos!): del mismo modo que los hombres abandonan la naturaleza como si fuese una trama sin urdim­ bre (guerra de todos contra todos, hostilidad inhóspita y de­ soladora) para vivir bajo un Estado constituido mediante un pacto (urdimbre sin trama debido al rawlsiano «velo de igno­ rancia»), ahora el significado de las palabras ya no puede confiarse al sentido común tácitamente compartido por toda la comunidad (que lo ha recibido de los poetas directamente inspirados por los dioses a través de la naturaleza misma), ahora debe ser acordado mediante un contrato entre individuos libres que lo convierte en ley (o más bien en norma, en nor­ malidad o normalización). De ahí la sensación de «inautenticidad» (algo que tiene un valor meramente subjetivo y ninguna relación con la verdad) y de práctica vergonzante (algo producido para el mero pla­ cer estético y que se agota en su goce) a la que comenzábamos haciendo alusión como sombra de sospecha de falsedad que acompaña al arte moderno y a todos los productos culturales.

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Añádase a esto el hecho más que notable de que, en el mismo momento en que pierden su valor como objetos de culto (es decir, en cuanto se secularizan), las obras de arte se convierten en mercancías, y se tendrá el cuadro completo de la impresión de «falta de argumento» que ataca a la existencia humana en el mundo moderno. El arte se ha vuelto humano, demasiado humano, tan humano que ha dejado de ser arte. Al final de su escrito, Heidegger evoca interrogativamente las sempiterna­ mente citadas palabras de las Lecciones sobre la estética en las que Hegel define el arte como «cosa del pasado». Lo hace como quien pregunta si alguna vez volverán las obras a ser lo que eran. La pregunta revela una duda, y la duda despierta una esperanza, la esperanza de un «retorno» del arte como manifestación de la verdad. En este sentido, el ensayo de Hei­ degger sintoniza plenamente, a pesar de lo aparentemente tradicional o clásico de sus ejemplos, con lo que ya hemos lla­ mado abusivamente «el espíritu de las vanguardias», cuyo programa incluye manifiestamente la destrucción del «orden burgués» de las artes, la disolución de la estética, la elimi­ nación de los problemas de la sensibilidad y del gusto, y la aniquilación de las «bellas artes» como precondición para el nacimiento (o la recuperación) de lo que auténticamente ca­ bría considerar como arte (pues ese «sujeto» del «subjetivis­ mo» cuyo fantasma se esfuerza en conjurar Heidegger no es otro que «el sujeto burgués»). En esta obra de construccióndestrucción conviven, de una parte, un sentimiento de noble­ za aristocrática (compartido plenamente, por ejemplo, por Adorno en su crítica de la «seudocultura» de masas como semi-cultura (Halbbildung), aunque este autor notó y señaló con precisión las dificultades de este posicionamiento «aris­ tocrático»), consustancial a la noción misma de vanguardia; y, de otra parte, el ideal de una conexión entre esta nobleza pre o posburguesa y unas masas populares no convertidas aún (o ya) en público, en proletariado, ciudadanos o sociedad (civil): un pueblo.

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Cosa del futuro ¿No será quizá el arte de vanguardia la expresión de ese «nuevo arte» que ya no será «burgués»? Tal es, sin duda, la tesis defendida por Ortega en La deshumanización del arte1 a propósito de la impopularidad del arte vanguardista: la profunda irritación que despierta en las masas no se debe a que no les guste, sostiene Ortega, se debe a que no lo entien­ den (o, si se prefiere, a que comprenden perfectamente que «no es para ellas»). El arte desprecia a las masas, las masas desprecian el arte. La lógica de la tesis es implacable, y sin (Iuda detecta con gran precisión lo que acontecía en la época i. Aparentemente, el ensayo de Ortega está lejos del espíritu de Heideg­ ger: más que proclamar su des-estetización, Ortega parece defender que el arte nuevo es el único arte realmente estético que ha existido hasta ahora, precisamente porque no se trata en él de ver algo a través de la obra sino de ver la obra misma (manera esta de «ver» en la que se cifraría, según Ortega, el verdadero gusto estético como algo distinto del goce común o vulgar). Así pues, un arte que pretende ser arte puro es también «mero arte» («el delicio­ so fraude del arte, tanto más exquisito cuanto mejor manifieste su textura fraudulenta» 42), nada más que arte que no puede mezclarse con la vida, y d artista busca una posición «intrascendente»: no quiere confundirse con el fundador de Estados o de Religiones (50). No obstante, y aunque Ortega llega a afirmar que «el artista se ha cegado para el mundo exterior y ha vuel­ to la pupila a los paisajes internos y subjetivos» (41), tal parece como si se acercase a las ideas de Heidegger precisamente cuando parece alejarse más de ellas: la intención de «dejar ser obra a la obra» (es decir, dejarla obrar en lugar de querer inmediatamente ver algo a través de ella, en lugar de utili­ zarla -en el léxico de Heidegger- como un objeto que ha de producirnos un estado de ánimo, que es lo que tanto Ortega como Heidegger consideran ■ plebeyo», «vulgar» y, en suma, «burgués»), ¿no es precisamente lo que I leidegger defiende como dignificación de la obra de arte? ¿No está Ortega denunciando el mismo subjetivismo que Heidegger cuando se opone al rea­ lismo «popular», a la confusión de la realidad con aquello que pensamos acerca de ella? Es más: cuando Ortega defiende que el arte de vanguardia es «más artístico» que ningún otro arte justamente porque se auto-denuncia como arte, y cuando emplea para definir el procedimiento la fórmula «rea­ lizar lo irreal en cuanto irreal», ¿está esta fórmula tan lejana de la heidegge­ riana «cjesocultación de lo oculto en cuanto oculto»?

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de las vanguardias históricas entre los artistas y «el público en general». No es ocioso recordar que la tesis de Ortega se sostiene sobre dos apoyos básicos. El primero, implícito pero transparente en su formulación, es que en cuestiones de arte el entendimiento precede al gusto. Solamente aquellas obras que uno entiende pueden gustarle o disgustarle, como sólo las frases que tienen sentido pueden ser declaradas verdade­ ras o falsas. De las otras, de las que no tienen sentido, uno se pregunta con razón (pues no puede entenderlas) si serán ver­ daderamente frases, si pertenecen en rigor al ámbito del len­ guaje. Por ello mismo, el gran público se pregunta, a pro­ pósito de las obras de arte de vanguardia, si son realmente arte. Es decir que, ante ellas, el público encuentra una difi­ cultad que es, en sentido estricto, una dificultad intelectual, una imposibilidad de comprender. El mismo público que re­ chaza por «incomprensibles» las obras de arte de vanguar­ dia disfruta con las obras de arte «tradicionales», pero no es porque allí no haya nada que comprender sino porque la operación del entendimiento pasa inadvertida y se realiza sin esfuerzo: las obras «hablan» el mismo lenguaje que todos los demás «objetos» del mundo (lo que, en el vocabulario de Heidegger, equivaldría a: son consideradas como útiles) y, por tanto, sugieren la -falsa- impresión de un «goce inme­ diato» que no precisa auxilio del entendimiento. Al hacerlo así, tales obras ocultan el hecho de que el «goce estético» es siempre un goce intelectual, un placer superior a la fruición vulgar y corriente. Esto es algo que, según Ortega, no ha acontecido en la historia del arte (o, como él dice, en la «historia del gusto» ) hasta la época moderna, y es algo que ha alcanzado su cumbre más alta en la exaltación del arte «popular» en el siglo xix. «En la Edad Media, correspondiendo a la estructura binaria de la sociedad, dividida en dos capas: los nobles y los ple­ beyos, existió un arte noble que era “convencional”, “idea­ lista”, esto es, artístico, y un arte popular, que era realista y satírico» (19). Concluida la época moderna, el arte de van­ guardia anuncia una sociedad posmoderna que terminará

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con la sumisión del arte al gusto de las masas. El segundo apoyo de la posición de Ortega, estrechamente vinculado al primero, es por tanto la no menos célebre distinción entre masas y minorías, y la igualmente conocida idea de una «su­ peración» aristocrática de la democracia de masas. Solamen­ te unas líneas después de describir la irritación de las masas contra el arte nuevo, Ortega añade: «Se acerca el tiempo en que la sociedad, desde la política al arte, volverá a organizar­ se, según es debido, en dos órdenes o rangos: el de los hom­ bres egregios y el de los hombres vulgares. Todo el malestar de Europa vendrá a desembocar y a curarse en esta nueva y salvadora escisión» (15): Nos equivocaríamos si viéramos en esta frase una alusión «políticamente incorrecta» de Orte­ ga ante la que sería preferible mirar hacia otro lado. La idea misma de «vanguardia», tanto en arte como en política, no está demasiado lejos de la idea orteguiana de élites minorita­ rias. No cabe duda de que las vanguardias artísticas, en una medida nada desdeñable, abrigaron la aspiración de dirigir los destinos culturales de las masas dóciles y amedrentadas (lo que explica su relativamente fácil inserción en las «van­ guardias» políticas ligadas a fenómenos totalitarios): es, de nuevo, la idea de una «articulación» posible (evidentemente mediante una jerarquización) de las minorías dirigentes y las masas dirigidas. Así pues, tendríamos que aceptar esta sorprendente con­ clusión: la modernidad ha sido justamente un paréntesis, una época histórica caracterizada por el notable hecho de que la Estética en sentido estricto (así como el verdadero goce esté­ tico de las obras de arte, que es de carácter superior e intelec­ tual) ha estado ausente de ella. Y el arte de vanguardia anun­ cia el fin de esa época, precisamente porque las «nuevas» obras de arte requieren una penetración intelectual de la que carecen las masas que se habían acostumbrado a concebirse como «destinatarias» de tales obras. Ahora bien, si una de las características del «arte nuevo» es que las masas no lo en­ tienden (ni pueden ni deben entenderlo), es importante ca­ racterizar más pormenorizadamente en qué consiste para



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Ortega este «entender» que posibilitaría el goce estético pro­ piamente dicho, el placer superior, el gusto de comprender. «Entender de pintura no es saber pintar, es saber otra por­ ción de cosas»1 2 (2.32). Una porción de cosas que poco o nada tiene que ver con la «belleza»: La estéticay su derivación, la ciencia del arte, no son belleza [...], son pura ciencia, reflexiva anatomía, meditación analítica [...] se trata de una de esas ciencias que requieren la más difícil técnica estrictamente filosófica, psicológica y hasta fisiológica [...] la re­ flexión sobre los estilos, su estudio anatómico, empieza a pro­ porcionarnos un placer peculiar [...] Es ciertamente un placer in­ telectual, ideológico, pero que viene a duplicar el que la obra de arte nos produce en su contemplación inmediata1 (206-207).

Si es cierto que el arte nuevo se dirige exclusivamente a entendidos en arte, cabe pensar que quizá es una de las inten­ ciones de este tipo de arte renunciar a las consideraciones acerca de la belleza como modo específico del sentimiento de placer (o sea, renunciar al gusto en cuanto tal, no reconocer­ le valor estético alguno) en beneficio de consideraciones úni­ camente intelectuales. Y lo que es seguro es que este enfoque no es extraño a muchos de los programas de las vanguardias históricas: lo que a veces se ha llamado su «agresividad dia­ léctica» (la retórica revolucionaria de sus manifiestos y poé­ ticas «radicales») se debe, sin duda, entre otras cosas, a la convicción que algunos de ellos compartían de poder reducir el arte a una mera cuestión de conceptos. Si resultase que el arte no apelase ya al gusto -y, por tanto, a la sensibilidad y a la imaginación- sino exclusivamente al intelecto conceptual, entonces la distinción entre bellas artes y artes plebeyas (apa­ rentemente siempre condenada a variaciones subjetivas tan 1. José Ortega y Gasset, «La verdad no es sencilla», en La deshuma­ nización del arte y otros ensayos de estética, Madrid, Alianza Editorial, 1981, páginas 226-234. 2. «Apéndice a Sobre elpunto de vista en las artes», ibid., pp. 206-207.

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irreductibles como la célebre variedad de los gustos), y en ge­ neral la cuestión de la belleza o la fealdad cedería el paso a la cuestión de la verdad y la falsedad, pues el arte se fundamen­ ta ría en conceptos. Se notará que, en rigor, desde este pun­ to de vista, sucede que todas las «bellas» artes (que querían Xgustar») son plebeyas. Como acabamos de sugerir, la agresividad retórica de los manifiestos vanguardistas podría explicarse de este modo: cuando uno está convencido de estar fundando un arte del mismo modo que un científico funda una ciencia, es decir, sobre principios objetivos (por ejemplo, si las tesis, digamos, del cubismo, sjon comparables a las leyes de la aritmética o a la ley de la gravedad), tiene que considerar a todos aquellos que no respetan tales principios como ignorantes o como far­ santes. Y si uno se sitúa en esa posición, el problema del gus­ to -no el burdo «me gusta» o «no me gusta», sino el estético «es bello» o «no es bello»- aparece como una evaluación se­ cundaria e irrelevante. Así como carece de sentido juzgar la belleza de la teoría de la relatividad, carecería de sentido juz­ gar la belleza de una obra de arte conceptual o de una cubisla, pongamos por caso. Y así como sólo unos pocos entien­ den las ecuaciones de Einstein y de Heisenberg, sólo unos pocos pueden entender la música de Stockhausen o de Bou­ lez. Y así como las masas no se sienten ofendidas por no entender el aparato matemático de la teoría de la relatividad o las estructuras de la mecánica cuántica, tampoco deberían i n itarse contra el dodecafonismo, el teatro del absurdo o la abstracción geométrica. Ni tampoco los nuevos artistas de­ berían irritarse contra las masas: que a alguien le gusten o le disgusten sus obras es tan irrelevante como en el caso de las teorías científicas. No es, pues, que el entendimiento prece­ da al gusto, sino que lo hace superfluo. Nos encontramos así que, llevando hasta sus últimas consecuencias la tesis de Or­ tega, lo que hallamos no es únicamente un «arte para ar­ tistas», sino unas artes que renuncian a la consideración de bellas artes (convirtiéndose tentativamente en «sistemas» o • teorías») y que pretenden liquidar definitivamente el pro-

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blema del gusto estético: «la poesía es hoy el álgebra superior de las metáforas». Entender una obra requiere, dice Ortega citando a Goe­ the, trasladarse a la tierra del poeta. Y no hay que forzar el texto para descubrir la conexión entre esta «tierra» y la de Heidegger: la tierra es lo que queda «oculto» bajo -por ejem­ plo- el cuadro, todo un sistema de presupuestos, propósi­ tos, preferencias y convenciones «secretas» que a quien en­ tiende la obra se le desocultan: emigrar a esa «trastierra» es entender la obra, entender el «mundo» del que la obra es manifestación, convertirse no en juez sino en intermedia­ rio (231), «descender hasta ese subterráneo de sí mismos y ver claramente el latido de ese primario afán del cual brota entera su biografía» (233): Ursprung. Heidegger terminaba su ensayo diciendo que «el origen de la obra de arte..., es de­ cir, de la existencia histórica de un pueblo, es el arte. Esto es así porque el arte en su esencia es un origen y no otra cosa: una manera extraordinaria de llegar a ser la verdad y de ha­ cerse histórica» (118), y al mismo tiempo apelaba a un saber reflexivo y lento que sería la condición necesaria para «la evolución del arte», un saber indicado por un verso de Höl­ derlin, «cuya obra está todavía en vísperas de ser afrontada por los alemanes» (119); el texto de Ortega que precisamen­ te ha dado en titularse «La verdad (nótese: la verdad, no la belleza) no es sencilla», tan íntimamente vinculado a La des­ humanización del arte, termina apelando a un saber «esté­ tico» que, como hemos visto, sería algo así como una «historiología del arte>>; Ortega, que ha dedicado más de dos parágrafos a descalificar la vivencia como plataforma de in­ terpretación de la obra de arte (así los titulados «Unas gotas de fenomenología» y «Sigue la deshumanización del arte», haciendo en el último de éstos una declaración antisubjetivista y enfrentándose a la consideración romántica de la obra de arte como «vivencia» o expresión de vivencias porque «en vez de gozar del objeto artístico, el sujeto goza de sí mismo; la obra ha sido sólo la causa y el alcohol de su placer» (32), y cuyo alejamiento de la cuestión de la belleza y del juicio de

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gusto ya hemos tenido ocasión de constatar, termina apelan­ do al arte vanguardista como germen de «la nueva alegría es­ pañola» (234), y habla de la española como una «raza me­ nos cansada, menos exhausta, con menos vicios».

De un pasado que no pasa Sin embargo, nada de esto explica por qué este clima de agotamiento de la «estética burguesa» (y, en el límite, de la «cultura occidental») en el que fermentan las vanguardias históricas ha (jle producirse específicamente al final del si­ glo XIX. Por mucho que aludamos al reiterado factor «exceso de urdimbre, falta de trama», no podemos olvidarnos de que la modernidad desarrolla una forma literaria -la novela- en la cual la idea de trama argumentai (repitamos: planteamiento, nudo y desenlace) parece llegar a su más alta culminación. Acerca del imperio de la Novela en la modernidad, y espe­ cialmente durante el siglo xix, Walter Benjamin, en su ensa­ yo sobre la figura del narrador1, se hace eco de una tesis ya convertida hoy en evidencia: la novela, precisamente por ser esencialmente escrita, es la obra de un individuo aislado y so­ litario que se dirige a un lector, no solamente anónimo, sino igualmente aislado y solitario (ya que la leerá mentalmente y en privado). Benjamin cita la «teoría de la novela» de Lukács para recordar que esta forma literaria -la literatura univer­ sal- señala «la falta de patria trascendental». Falta de patria, falta de tierra, falta de naturaleza. Falta de comunidad. Y, en su lugar, técnica (la imprenta). Es, podríamos decir­ lo así, el indicador de «la era del individuo» frente a «la era de la comunidad» señalada por las narraciones orales y los cuentos (consustanciales a la época del artesanado medieval). Aunque sea esencial a la novela el tener un argumento, su ras[. «El narrador. Consideraciones sobre la obra de Nikolai Leskov», en Sobre el programa de la filosofía futura, Roberto J. Vernengo (trad.), Barcelona, Pianeta-Agostini, 1986, pp. 189-211.

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go distintivo es contar con uno o varios personajes princi­ pales, tan perfectamente dibujados que el lector los vive «des­ de dentro» y no desde fuera como en los cuentos. De modo que la forma «novela» se relaciona de entrada con una men­ gua de la trama común o comunitaria y con un exceso de ur­ dimbre, no solamente porque escribir una novela exige una técnica narrativa en cierto modo más depurada que la que se precisa para contar cuentos, sino porque la novela señala el momento en que el oficio de escribir se convierte en una pro­ fesión, el momento en el que nacen, entre otras cosas, los de­ rechos -y los deberes: la posibilidad de proceder judicialmen­ te contra el escritor de una novela, cosa que no hubiera sido posible respecto de los narradores de cuentos- del autor, y porque asimismo la lectura de novelas exige una mediación -la alfabetización, la pertenencia a la clase escolarizada de los letrados- que, al menos en su principio, se percibía como ale­ jamiento con respecto a la aparente inmediatez del relato oral. La novela es el escrito de un individuo desconocido diri­ gido a otro individuo desconocido y en el que se cuenta la his­ toria de uno o varios individuos en cuanto tales (y no en cuanto miembros de una comunidad). ¿No es casi algo «sucio» pen­ sar en alguien que compra una obra de arte -sea un cuadro o un ejemplar impreso de una novela de Flaubert- y se la lleva a su casa para disfrutar en privado y en silencio de ella, aisla­ do de todos los demás, cuando se compara con la solemnidad con que en otros tiempos se contemplaban las «obras de arte» (precisamente cuando aún no eran «obras de arte», cuando aún no existía nada parecido al discurso estético) ? Y aquí es preciso no invertir la causalidad: no es que la novela, o la imprenta, produzcan un «cambio de época» (te­ sis que no solamente sería grotesca sino claramente insoste­ nible: ni la cultura ni la técnica tienen tanto poder), es que lo atestiguan. No es que la gente ya no sepa contar cuentos por­ que se haya habituado a leer novelas, como si les dieran los cuentos «ya contados» y empaquetados y, al acostumbrarse a ellos, perdiesen la habilidad de narrar por sí mismos la ex­ periencia propia o la ajena, es que la gente empieza a leer no-

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velas porque ya no puede contar cuentos, porque las trans­ formaciones de la experiencia propias de la era dorada de la burguesía (el nacimiento de la ciudad industrial, la invención de la «vida cotidiana» debido a la necesidad industrial de re­ gularizar el paso del tiempo, etc.) sólo pueden ser narradas en esta nueva forma. La vida moderna no puede ser narrada en un cuento, sólo puede ser novelada, y no puede ser contada «en común» por­ que no es «vivida en común» en el mismo sentido en que lo era la existencìp en las sociedades premodernas. Los burgue­ ses: gente sin patria, sin nobleza de sangre, sin Dios y sin fe (todo lo sólido de las tramas religiosas se disuelve en la liqui­ dez monetaria de sus cuentas bancarias y de sus negocios), plebeyos sin honor, todo urdimbre. No son pueblo (el pue­ blo sabía contar historias alrededor de la lumbre) sino público (precisamente, el público de los novelistas), es decir, indivi­ duos privados (¿cómo van a saber ellos contar las historias de la tribu si no tienen tribu alguna, si son traidores a todas las tribus, si su dinero ha corrompido todas las raíces?). A saber si no es su falta de naturaleza (de tierra, de patria, de comu­ nidad) lo que les obliga a fabricarse una «segunda naturale­ za» (la técnica), una seudopatria (la «gran» ciudad tecnificada, espacio para individuos que ya no se puede narrar sino únicamente novelar). Casi podría decirse que la literatura -es decir, la novelística- es una de las pocas creaciones artísticas propia y acabadamente burguesa (o sea, civil, urbana, indus­ trial), y seguramente por eso parece ser aún hoy la más ple­ beya -la más «popular»- de todas las artes o el más bajo de los géneros literarios. Los nuevos templos en donde se alberga como obras de arte todo aquello que las sociedades premodernas tuvieron por sagrado, los recintos en donde se rinde culto a las obras de arte -museos, teatros, auditorios-, precisamente por estar concebidos para recibir al «público», son ya sentidos desde el principio como una profanación en donde las obras -al convertirse en «meras obras de arte» para disfrute del públi­ co— pierden definitivamente su carácter de objetos cultuales

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y, por eso, de objetos culturales en sentido profundo (es de­ cir, en el sentido de una cultura arraigada en la naturaleza), son vistos como objetos muertos cuya significación se desco­ noce o se desprecia -aquella trama de supersticiones, aquella «teoría de la conspiración»- y de los que, por tanto, el públi­ co «ignorante» se limita a disfrutar como de un espectáculo, pasando despectivamente de largo ante el mundo que llevan dentro. No atestiguan trama alguna que pudiera ayudar a los ciudadanos a trabar su existencia. Son, al menos aparente­ mente en un sentido muy distinto al sugerido por Hegel, «cosa del pasado». Al contrario, las obras de arte modernas carecen de esa incómoda sombra que acompaña a las antiguas por haber sido objetos de un culto hoy caído en desuso: están concebi­ das desde su nacimiento para el público -un público anóni­ mo formado por individuos particulares-, para el placer pri­ vado y en nombre exclusivamente de la belleza, además de ser mercancías. No es que no contengan ningún misterio o ningún enigma -¿cómo negar que una novela o una sinfonía tienen una muy sólida trama?-, pero no se trata ya del enig­ ma o de la trama de una comunidad, de un pueblo, de una patria, de una tierra, se trata más bien del enigma de un indi­ viduo. Mejor dicho aún: del enigma del individuo. El antes citado argumento de Benjamín sobre la transición de la na­ rración oral a la literatura pasa por alto un hecho impor­ tante. Antes de la novela, antes de la imprenta, la trama que se ofrecía a las gentes sin linaje para que consiguieran trabar los acontecimientos que se sucedían en su vivir ordinario también se hallaba escrita en un libro o, más bien, en el Li­ bro (aunque ciertamente ellos sólo conocían este libro a tra­ vés de lecturas orales convertidas en narraciones, en cuentos, en «historia sagrada»). Por lo tanto, ciertamente el Libro ocupa la posición que en otras sociedades ocuparon los mi­ tos y, en cierto modo, está cerca de las narraciones orales (es un conjunto de consejos morales narrativamente expues­ tos y compartidos por una comunidad). Pero es un libro escrito, son unas historias canónicas.

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El Libro ofrece a la comunidad (porque se trata del mis­ mo libro para todos) una trama que encierra el sentido todo

de la existencia, la religión misma. En el momento en que el 1 ,ibro se imprime -y ningún otro libro le precede en este ho­ nor-, como tantas veces se ha dicho, el creyente puede sentir por primera vez que la trama que allí se le ofrece para desve­ lar la oscuridad en la que transcurre su existencia no alude ya al argumento de su existencia comunitaria, no le ofrece la sustancia o,el hilo con el que reunirse con los demás -con los suyos, los de su patria, los de su tierra, los de su naturaleza-, ■ ino que se refiere a la trama de su existencia individual (y esta individualización, que la impresión del Libro lleva a su perfección técnica, estaba ya sin duda prefigurada en mu­ chas prácticas de la pastoral cristiana). La literatura vende al público (es decir, a cada individuo privado, que ha abando­ nado su naturaleza y su tierra para transitar del «estado de naturaleza» al «estado civil») la trama con la que conferir sentido a su existencia. Claro que hay muchos libros (nove­ las), porque hay muchas maneras de ser individuo, porque hay muchos argumentos. No se trata ya de «a qué sabe la vi­ da», sino de «a qué le sabe a cada cual su vida». El hecho de que haya «muchos argumentos» individuales (tcndencialmente, tantos como individuos, en la medida en que crece la sensación de que cada individuo es una novela y en que el número de escritores de novelas se equipara al de lectores) debilita, naturalmente, la idea de una trama colecti­ va o común en beneficio de la proliferación de tramas indivi­ duales aisladas. Pero la «gran novela» -y no solamente la Bildimgsrontan en sentido restringido-, digamos al estilo de Madame Bovary, de Misericordia o de La Regenta, no tiene sólo por misión mostrar la trama -psíquica o interna- de las «vivencias» de una conciencia, sino reconstruir el lazo de esa red con las experiencias colectivas y, en última instancia, con la humanidad en sentido universal», es decir, con la ciudad (la novela es una narración «a escala urbana»). El déficit de Irama colectiva -que, en su debilidad extrema, se manifiesta en la escenificación de la actualidad por parte de la prensa- se

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suple de algún modo con el crecimiento de tramas individua­ les que, de forma más o menos enmarañada, confluyen, se en­ cuentran y se separan en las calles de la gran ciudad. La no­ vela cuenta cómo se trama la vida de un hombre -de un individuo-, escruta el modo en que los acontecimientos ex­ ternos y las vivencias internas conspiran -aunque en el fondo de esta conspiración no haya una voluntad inteligente, plani­ ficadora o finalista- para erigir y/o derruir la figura de un individuo. La idea de un «sentido común», que según Kant gobierna el juicio estético, apela a una comunidad que, no siendo la sociedad civil en sentido estricto, carece de toda ga­ rantía objetiva de constitución (cosa que quienes buscan «va­ lores estéticos objetivos» no dejan de reprocharle a la estética de Kant). Si algo es propio de la novela moderna es, preci­ samente, que el personaje que la protagoniza (y a cuya cons­ trucción como individuo asiste y colabora el lector) es -no importa cuál sea la singularidad de sus rasgos- un «hombre cualquiera» (a saber, en términos generales: un burgués), un hombre vulgar. Este hombre cualquiera -nada menos que el sujeto de la Declaración Universal de Derechos del Hombre­ es, como tantas veces se ha dicho, un molde vacío, tan vacío como el molde de las letras en las cajas del impresor. Pero un molde no es algo irrelevante: es la forma hueca en donde «cada cual» puede volcar su experiencia y, de ese modo, moldearla, moldeándose a sí mismo como sujeto indi­ vidual en ese acto: las experiencias serán distintas (tanto co­ mo los sujetos empíricos), pero el molde es siempre el mismo (el sujeto «trascendental», la mera forma vacía de la subjeti­ vidad). El autor, se dice, se proyecta en su obra (mediante la elaboración literaria de sus sentimientos, sensaciones y re­ cuerdos, esto es, mediante la urdimbre técnica de su trama natural), pero también el lector se proyecta en ella desde su abismal soledad y aprende a «elaborar» literariamente su afectividad, del mismo modo que el personaje se proyecta en todos los acontecimientos que experimenta, convirtiéndolos en vivencias de su conciencia, en formas de individualización. La novela corresponde a un tipo muy preciso de identidad

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subjetiva que se podría llamar la identidad moldeada. Al di­ solver los vínculos comunitarios asociados a la trama religio­ sa, la ciudad industrial da lugar a una materia indiferenciada (como alguien dijo: un flujo de subjetividad abstracta, mate­ rial humano impersonal y anónimo o, según expresión de Marx, gelatina de potencial humano indiferenciado) que se moldea en las nuevas formas culturales de estilización espiri­ tual de las que^a novela como modalidad artística de la mo­ dernidad es el más obvio paradigma. Podrá no haber una tra­ ma comunitaria, podrá no haber una verdad colectiva, pero hay una trama individual, una verdad de la historia de cada individuo. En cierto modo podría incluso decirse que la impresión de «falta de naturaleza» (de trama para la urdimbre o de sentido tie la existencia) es completamente injustificada: todo lo que se pierde del lado de la naturaleza se recupera del lado del su­ jeto, incluida la naturaleza misma. El Mundo y la Tierra si­ guen siendo las dos caras de la verdad puestas de manifiesto en la «belleza» de las obras de arte, sólo que ahora cada indi­ viduo es un mundo o una cultura (el conjunto de sus vivencias o experiencias individuales) y cada individuo tiene su tierra, su naturaleza (eso que en el siglo xvii se llamaban «las afec­ ciones (o pasiones) del alma» y que luego hemos denominado los sentimientos. La obra de arte, cuando pertenece a las be­ llas artes, sigue siendo un producto cultural tramado por la naturaleza: la Estética moderna -tal y como nace en la kantia­ na Crítica de la facultad de juzgar- ofrece un criterio para se­ parar las bellas artes de las que no lo son: el arte bello, decía Kant, es arte del genio (y, por así decirlo, para el genio). La genialidad (e igualmente la congenialidad) es la manifesta­ ción de la naturaleza -de una naturaleza secreta, incognosci­ ble, no domesticada por la técnica ni subsumida en la ur­ li i mbre, no civilizada ni urbanizada, una naturaleza salvaje o «en bruto», únicamente manifiesta en el sentimiento y nunca en el concepto- en el arte. Y mientras la naturaleza esté viva en las artes habrá espacio para hablar de cultura, de una cultura occidental. La inspiración genial delata aquí una nueva cons-

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piración que confiere a las obras de las «bellas» artes una dig­ nidad superior a todas las demás: el genio no se puede apren­ der (así pues, pertenece a la trama y no a la urdimbre), es la astucia mediante la cual la naturaleza se manifiesta en la cul­ tura convirtiéndola en «alta» cultura, haciendo de las obras algo vivo además de bello o de «conforme al gusto subjetivo». Pero es que también el «juicio de gusto» se apoya en el senti­ miento como tierra natural -natal- del individuo. Bien es cierto que esta «naturaleza en bruto» mediante la cual el ge­ nio convierte el arte en bello o el espectador puede juzgar la belleza no es ya la patria de un pueblo ni la tierra de una co­ munidad poblada por figuras y narraciones sino más bien la tierra de un individuo que construye su personalidad en un molde anónimo, pero también lo es que alimenta la idea de una trama íntima, enigmática o misteriosa, que constituye la vida secreta de las obras de arte y guarda en ellas el sentido de la vida (el sentido de una vida) que, como seguía dicien­ do Benjamin, puebla las páginas de la novela. El sentimiento que sustenta todo el reino de las artes es, de nuevo según la ortodoxia kantiana, función de un sentido común (que es propiamente estético mucho más que lógico o moral), el sen­ timiento de belleza es en sí mismo sensación de comunidad (aunque sea una comunidad sin garantías de objetivación universal), y por eso la historia de esta «naturaleza secreta» que constituye la trama conspiratoria que sustenta la singula­ ridad de las bellas artes y la existencia de los individuos (el se­ creto que oculta en su alma insondable todo individuo) no ha dejado de oscilar entre su manifestación como «fondo senti­ mental» (o psíquico, o espiritual) y «fondo social» (o político, o económico).

De un futuro que no llega Así pues, si el siglo xix se cierra con la impresión generali­ zada de un hundimiento de la trama o de una falta de argu­ mentos, ello sólo puede explicarse porque algo hace que la

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irania del individuo se venga de pronto abajo con el mismo estrépito que se derrumbó la trama comunitaria en los co­ mienzos de la era industrial. Ese algo es precisamente lo que ( )rtega (y Freud, y Marx, entre muchos otros) llama «las ma­ sas». De ahí la impresión generalizada de que, al menos por segunda vez en la historia de nuestra cultura, se ha descu­ bierto el complot, se ha desvelado la trama, el enigma, y se está en condiciones de poner fin a la conspiración del indivi­ duo. No es exagerado decir que el psicoanálisis -al señalar la existencia de una trama inconsciente que vincula secreta­ mente los fenómenos de la conciencia- marca el punto cul­ minante de este proceso, el punto en el que la «novela» (es decir, la narración del sentido de una vida) puede pasar de nuevo del orden de la belleza (o de las artes) al orden de la verdad (o de las ciencias). Por otra parte, el mundo burgués también ha erigido una trama social (aunque sea una trama ile la Gescbelscbaft y no de la Gemeinschaft) al menos tan sólida como las antiguas tramas cultuales arraigadas en la naturaleza, también posee su «gran relato» o su metarrelato. Todo lo sólido, en efecto, se desvanece en el aire pútrido del mercado; todo salvo el mercado mismo. Del mismo modo que la trama «negra» del inconsciente (el complot del Ello para llegar al Yo burlando la censura del Super-Yo, etcétera) confiere consistencia a la vida individual, la trama oculta de la economía (el complot de las fuerzas productivas para pro­ ducir cambios superestructurales atravesando la férrea vigi­ lancia de las relaciones de producción y de propiedad, etcé­ tera) confiere una consistencia subterránea a los hechos de la vida social (crisis económicas, conflictos laborales, guerras, etcétera). También en este caso el marxismo señala el punto culminante: ha descubierto la conspiración y, como en el caso del psicoanálisis, anuncia su proyecto de terminar con ella. Y se notará lo paradójico de que el marxismo y el psi­ coanálisis hayan constituido durante décadas las dos princi­ pales plataformas de teorización estética: intentos de dotar al arte moderno de eso que precisamente parece faltarle -enig­ ma, misterio, sentido profundo- a fuerza de recurrir a tramas

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negras del inconsciente libidinal del individuo o del incons­ ciente econòmico de la sociedad, y al mismo tiempo progra­ mas para la eliminación de ese suplemento. Pero, una vez des­ cubierta la trama, la vida de los individuos se queda tan desnuda como la de las comunidades con el inicio de la mo­ dernización. Quizá porque-empieza a pensarse en ese momen­ to- se trata de un proceso de causalidad bi-direccional: no es únicamente que la trama se agote cuando la urdimbre crece ilimitadamente (es decir: que la cultura languidezca por hi­ pertrofia de la técnica), sino que acaso la debilidad de la tra­ ma cultural acelera hasta lo catastrófico la hipertrofia incon­ trolada de la urdimbre técnica. Tal parece ser la experiencia de quienes viven la Grand Guerre del 14-18, la primera guerra tecnològica y la primera guerra de masas, esa de la que con frecuencia se dice que los hombres que fueron a ella montados a caballo regresaron (los que regresaron) conduciendo tanques. Según relata el mis­ mo Walter Benjamin en un escalofriante escrito de 1 9 3 3 , es­ tos hombres son una nueva estirpe de supervivientes (más bien, como veremos enseguida, seudo-supervivientes o muer­ tos vivientes): han sobrevivido en el terreno «físico», pero ya 110 lo pueden contar. La desmesura del dispositivo tecnoló­ gico ha transformado de tal modo el campo de batalla que ya no hay molde narrativo alguno en el que aquella expe­ riencia pudiera caber, la guerra ha sobrepasado de tal modo los límites «humanos» e incluso las dimensiones «corpora­ les» de la imaginación que los supervivientes carecen de una lengua común (que pudieran compartir con quienes no han estado en el frente) en la que-lo bélico pudiera ser convertido en gesta o en anécdota. Al mismo tiempo que han sufrido en su propia carne una horrible experiencia, los supervivientes tienen la extraña sensación de no haber estado en ningún si­ tio, de no haber sido testigos de nada más que de una marea de proyectiles, masas de carne quemada y sangre tiñendo los uniformes de los cadáveres. Nada que tenga que ver con una gesta heroica. Ni sentimientos, ni sensaciones ni recuerdos válidos para su elaboración literaria o para su vaciado en el

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y molde de la identidad estandarizada. Algo inimaginable e inenarrable. Pese a que los esfuerzos que los historiadores posteriores han hecho por explicar el conflicto (y la desapa­ rición paulatina de los últimos supervivientes) han borrado casi del todo aquella impresión, los protagonistas de la ca­ tástrofe la vivieron como una sucesión de acontecimientos insuficientemente tramados («el asesinato de Sarajevo» y otros elementos narrativos similares parecen irrisorios en comparación con la magnitud de la tragedia), una historia incontable por carente de una estructura narrativa sufi­ cientemente fuerte, por carente de planteamiento, nudo y desenlace. Es, probablemente, el fin de la novela (o de su concepción decimonónica). Una experiencia que no se pue­ de novelar. Pero el fin de la novela es el comienzo del cine­ matógrafo. Las masas trituran al individuo y al pueblo. Falta de trama y exceso de urdimbre, pues. El fin de la era del individuo (y el comienzo de la era de las masas) deja sin sustento las formas estéticas fraguadas en la modernidad y genera de nuevo la misma acusación contra el arte moderno: ya no conecta con las hondas raíces que cada cultura hunde en su tierra (su naturaleza), ni siquiera con las necesidad que el individuo moderno tiene de orientarse en su experiencia modificada por las nuevas condiciones históricas. Es puro artificio, pura técnica sin argumento. Pura fachada y pura publicidad, puro comercio. En este clima se producen las vanguardias históricas, y en este clima se escriben ensayos como La deshumanización del arte de Ortega, El origen déla obra de arte de Heidegger o La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica de Walter Benjamin1, entre mu­ flios otros. Es inútil negar que, aunque el ensayo de Benjamin com­ parta conclusiones con los de Ortega y Heidegger, parece distanciarse de ellos en un punto esencial, a saber, su consi­ deración positiva de lo que luego hemos dado en llamar i. Citamos por la traducción de Jesús Aguirre, Discursos Interrumpíilos I, Madrid, Taurus, 1973, pp. 17-57.

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«cultura de masas». Esta diferencia se apoya en una distinta valoración de la categoría de «arte burgués» tal y como fun­ ciona implícita o explícitamente en los dos textos anterior­ mente citados. Benjamin tiende a suponer que la idea «bur­ guesa» del arte -las bellas artes, el sentimiento de lo bello, el juicio de gusto estético, etc.- no se contrapone esencialmen­ te a la estética pre-burguesa, de la que surge mediante un proceso de secularización. El halo que recubre la obra de las «bellas artes» -es decir, la belleza misma-sería una versión laica del aura sagrada que rodeaba a los objetos de culto religioso en las sociedades pre-modernas, y el «gusto» o el «placer» que la contemplación de tales obras produce sería heredero del recogimiento espiritual propio de un templum, más o menos secularizado desde el Renacimiento. De acuerdo con el sustrato marxista que alimenta sus hi­ pótesis, Benjamin no piensa que la burguesía (en cuyo domi­ nio material y cultural ve una «continuación» del dominio de clase antaño ejercido por la aristocracia) sea la «culpable» de la rebelión de las masas, más bien espera que sea su vícti­ ma. La irrupción de las masas como espectadoras de las obras de arte, y el grado de desarrollo tecnológico de las fuerzas productivas, que alcanza a los nuevos medios industriales de reproducción masiva de tales obras, no anuncia para Benja­ min (como sí parece hacerlo, explícitamente en el texto de Ortega y tentativamente en el de Heidegger) el simple ocaso del «arte burgués» (o el fin de la metafísica de la presencia li­ gada a la subjetividad sustantiva) y el retorno del Gran -no «bello», nótese, sino grande- Arte («único del que aquí se trata», según declara Heidegger en su ensayo), o del Arte de Minorías como opuesto a la cultura de consumo de masas, sino, de un modo más simple y radical, el fin del arte en cuan­ to tal (tanto del grande como del bello, puesto que la «belleza» no sería más que una continuación secularizada de la «grande­ za» exigida por Heidegger). Fin del arte, pues, liquidación del aura, evaporación de los valores cultuales. Y, también aquí, articulación entre vanguardias minoritarias y mayorías masificadas: el ejemplo

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y del dadaísmo sirve a Benjamin para sugerir que los movi­ mientos de vanguardia (aparentemente minoritarios y, por así decirlo, «anti-masivos», pues despertarían en las masas la irritación a la que se refería Ortega) son anuncios, anticipa­ ciones de lo que luego serán grandes dispositivos tecnológi­ cos de la cultura de masas (el cine); y otro tanto cabría decir de la arquitectura de vanguardia: las masas no la contem­ plan, la ocupan. Curiosa idea que, una vez más, no es aje­ na al espíritu de los propios movimientos vanguardistas: la «creación» de obras de arte como experimentación a puerta cerrada (y para unos pocos capaces de entenderlo) de lo que luego se convertirán -gracias a los medios tecnológicos de re­ producción industrial- en experimentos políticos de masas a escala internacional o planetaria. El arte minoritario de van­ guardia como laboratorio de la política de masas. Habría un «arte de vanguardia» del mismo modo que habría una «físi­ ca de vanguardia» (la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica), una «matemática de vanguardia» (la topología de Riemann) o una «psicología de vanguardia» (el psicoanáli­ sis): preludios de grandes aplicaciones a las masas humanas por parte de las «políticas de vanguardia» (fascismo y comu­ nismo). Lo que ocurre es que este laboratorio puede dar lugar a ilos productos netamente diferenciados, dos macroexperimentos históricos que Benjamin denomina, respectivamente, «estetización de la política» y «politización del arte», es de­ cir, disolución de la política en la estética o disolución de la estética en la política. Es importante notar que, debido a que Benjamin considera que la irrupción de las masas en la histo­ ria y el desarrollo tecnológico de los medios de reproducción industrial señalan un punto de no retorno, cualquiera de los dos polos de esta alternativa presupone literalmente ese «fin del arte» al que acabamos de referirnos (tanto del goce «bur­ gués» como de la contemplación «aristocrática») y, aún más, el fin de la cultura (o sea, el fin de la «alta cultura» como es­ fera diferenciada de la «cultura popular» o de la «cultura de masas») y, por tanto, el advenimiento de una forma nueva

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de barbarie. Sólo que -repitamos- esta barbarie puede adop­ tar dos formas diferentes.

Cosa del presente Exploremos en primer lugar lo que pueda significar eso que Benjamin denomina «estetización de la política». Para empe­ zar, es preciso observar que implica un inequívoco envileci­ miento del sentido del término «estética»: reducción de to­ dos los valores y procedimientos estéticos al valor cultual -es decir, a la promoción de un culto religioso-, y reducción de todos los cultos al culto al líder, al caudillo, cuya acción po­ lítica queda convertida desde ese momento en obra de arte y sólo puede ser evaluada con criterios «estéticos».

A la violación de las masas, que e 1 fascismo impone por 1 a fuer­ za en el culto a un caudillo, corresponde la violación de todo un mecanismo puesto al servicio de la fabricación de valores cultua­ les. Todos los esfuerzos dirigidos al esteticismo político culmi­ nan en un solo punto. Dicho punto es la guerra... «Fiat ars, pereat mundus», dice el fascismo, y espera de la guerra, tal y como confiesa Marinetti, la satisfacción artística de la percepción sen­ sorial modificada por la técnica. Resulta patente que esto es la realización acabada de «l’art pour l’art»... La humanidad se ha convertido ahora en espectáculo de sí misma. Su autoalienación ha alcanzado un grado que le permite vivir su propia destruc­ ción como un goce estético (57). Aquí habrían venido a parar tanto el «arte puro» celebra­ do por Ortega como el «gran arte» añorado por Heidegger. No obstante, reparemos en el itinerario del argumento benj aminiano. Primero, la técnica modifica las condiciones de la percepción sensorial. Esta modificación es lo que Benjamin llamaba «destrucción del aura». Los nuevos medios técnicos de reproducción (cuyo ejemplo privilegiado es el cine) cam­ bian las condiciones del goce estético. Este cambio consiste

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y en que desaparece la escisión entre la actitud fruitiva (el goce ■ |i la belleza, que tanto Heidegger como Ortega consideran profundamente «anti-artístico») y la actitud crítica (esa disi ancia que hace posible entender y contemplar). De ahí la im­ posibilidad de seguir distinguiendo entre baja cultura (goce eomún y sensorial o fantaseado) y alta cultura (comprensión intelectual), o entre artes bellas y plebeyas. Por primera vez en la historia cae, con el cine, sobre la multitud, un diluvio de imágenes que alcanza a todos. El resultado será diverso: de fecundidad, de esterilidad. Nunca, sin embargo, se ofrece separación absoluta de conceptos, de sensaciones: mu­ cho menos en arte multiforme, como el cine1. Después, y como consecuencia de tal modificación, la percepción sensorial tiene que encontrar nuevas formas de satisfacción adecuadas a la nueva situación, pues las «viejas» obras de arte ya no pueden cumplir esa función. La «estetización de la política» sería una solución para este problema: convertir la acción política en objeto de satisfacción estética de la percepción técnicamente mediada; la política -y su clausewitziana continuación, la guerra- concebida como es­ pectáculo. Ahora bien, considerando que las muchedumbres son ahora tanto el objeto de la representación -pues son las presuntas «protagonistas» de la vida política- como el suje­ to de la contemplación -los «consumidores»-, que llenan tanto la pantalla como la sala («La multitud se siente atraída por sí misma», sigue diciendo Azorín), esta finalidad sólo puede conseguirse poniendo a las masas al servicio de los nue­ vos medios técnicos de representación estética. Si esta actitud es, según Benjamin, profundamente reaccionaria, es porque, en lugar de sancionar la «muerte del arte», su búsqueda de placeres estéticos» ligados a valores cultuales (lo sagrado, lo maravilloso, lo quimérico, lo sublime), su pretensión de emI. Azorín, «El primer arte», en El cinematógrafo, Valencia, Pre-TexIOS,

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parentar al cine, la fotografía o la radio con el teatro, la pin­ tura o la música (o sea, su apego al viejo modelo de las «be­ llas artes»), su incapacidad de aceptar la evidencia de que el cine, la fotografía o la radio simplemente no son (nuevas) formas de arte, que no tienen función estética sino fun­ ción política, conduce a sacrificar a la humanidad misma (sin ahorrar para ello el empleo de sofisticados medios técnicos en este alarde de barbarie: la barbarie de los poderosos, la barbarie de los menos) para que no muera el arte, como Ne­ rón incendió la ciudad de Roma para componer un poema. Tal es la raíz del dictum adorniano de la imposibilidad de la poesía después de Auschwitz. Benjamin viene a certificar que ya estábamos en Auschwitz antes de Auschwitz. En el extremo opuesto estaría la «politización del arte ». Pero tampoco es fácil saber cuál es el referente de esta ex­ presión de Benjamin. ¿Se trata de «el arte al servicio de la po­ lítica», como en el caso de «el surrealismo al servicio de la revolución»? ¿Se trata de una función de propaganda, de pe­ dagogía, de didáctica? Lo que es obvio es que la conversión del arte en política determina su desaparición como arte (pues «arte» mienta aquí valores cultuales y funciones reac­ cionarias), es decir, la sustitución del valor cultual por el va­ lor exhibitivo. Pero ¿qué hemos de entender por «valor exhibitivo» ? Entendamos, para empezar, que la visibilidad de una obra no esté sometida a restricciones (como lo estaría si se tratase de un objeto de culto rodeado de un ritual de acceso). En una nota a pie de página, Benjamin parece relacionar el crecimiento del valor exhibitivo (en detrimento del cultual y, en última instancia, de todo valor artístico) con la conversión de las imágenes en mercancías. En inolvidables textos, Marx señaló el modo en que la mercantilización profana todo lo que se quiere sagrado. Los nuevos medios técnicos -fotogra­ fía, cine, prensa, radio- nacen ligados al mercado, no a la re­ ligión y, por ello, escapan «del reino del balo de lo bello» ( 38) y de todo contexto cultual. En lugar de la «violación de las masas» por parte de caudillos que reclaman para sí el esta­ tuto del sumo sacerdote, la «politización del arte» implica-

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i ia que las masas mismas «violasen» los lugares de culto, de acuerdo con la escenografía estereotipada de las revoluciones (el pueblo conquistando el Palacio de Invierno, etc.). La mo­ dificación técnica de las condiciones de la percepción senso­ rial no busca aquí sus satisfacciones en «objetos de culto» (es decir, no busca una satisfacción «estética») sino en medios completamente despojados de la condición artística -repita­ mos: prensa, radio, fotografía, cinematógrafo-. En lugar de incendiar Roma para componer un poema, quemar el poema para que Roma sobreviva. La «politización del arte» representa otra forma de barba­ rie, pero Benjamin habla de «un nuevo concepto, positivo, de barbarie» ( «Experiencia y pobreza», 169). No se trata de que después de Auschwitz no se deban (por decencia) escribir poemas, se trata de que después del gigantesco desarrollo de la técnica y después de la «estetización de la política», que pone la técnica al servicio de la guerra, ya no se pueden (por falta de experiencia) escribir. Nos falta la experiencia de la que podrían nacer. «Sí, confesémoslo: la pobreza de nuestra experiencia no es sólo pobre en experiencias privadas, sino en las de la humanidad en general» (169). De ahí que el «nuevo arte», encarnado en algunas obras de vanguardia (Loos, Klee, Le Corbusier), tenga que ser forzosamente un arte desbumanizado (la expresión es del propio Benjamin), como lambién lo son a su modo las historietas de Mickey Mouse: la estética del vidrio, la estética de la desolación, la estética de los dibujos animados. Aún más: la estética del cansancio. I )e los hombres que están cansados de la cultura. De los hom­ bres que «se preparan para sobrevivir, si es preciso, a la cultura» (173). No podemos, pues, reducir la idea benjaminiana de una « politización del arte» a lo que fuera efectivamente el empleo propagandístico de los artistas en los movimientos revolucio­ narios o la «política cultural» de las revoluciones instaladas en el poder. Si hay algo característico del arte de vanguardia, algo que está en la entraña de esa «incomprensión» de las ma­ sas subrayada por Ortega, ese algo es precisamente que su

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música no se puede cantar ni badar, que sus libros o sus pelí­ culas no se pueden ver ni leer como capítulos de una misma historia cuya narración progresa en el tiempo desde el plan­ teamiento hasta el desenlace, que sus cuadros y esculturas no se pueden contemplar, que sus edificios no se pueden habitar. ¿Son por eso «impopulares»? Lo son, en cierto modo, pero acaso de una manera que contradice las expectativas de Hei­ degger y, especialmente, las de Ortega: hacen imposible la co­ nexión del arte con el pueblo, no son obras anti-populares ni impopulares, son simplemente post-populares. Obras de cuan­ do ya no hay pueblo, obras para los sin-pueblo. Heidegger, en efecto, hablaba de la obra de arte como pa­ tencia de la existencia histórica de un pueblo (e increpaba a los alemanes a afrontar la obra de Hölderlin); Ortega habla­ ba de una raza española cuya «nueva alegría » manifestaba su latir más profundo y subterráneo en las formas emergentes del arte nuevo; en ambos casos, la raza y el pueblo son aque­ llos que cantan al unísono sus canciones populares en la sen­ cillez y en la serenidad del «camino del campo», aquellos que comparten su historia en una narración esencial, aquellos cuyo mundo se expresa sustentado en la tierra en la que hun­ den sus raíces (pues «difícilmente abandona el lugar lo que mora cerca del origen») mediante las artes plásticas, como el mundo entero de los campesinos se hace patente en el cuadro de Van Gogh. La raza y el pueblo se oponen a las masas de­ sarraigadas, a cuya miseria experiencial apela Benjamín, las que trabajan en edificios de vidrio y metal y observan en sus hogares impersonales y deshumanizados las aventuras de Mickey Mouse en sus televisores. No es que el arte de van­ guardia sea un arte de minorías exquisitas que prefigure la formación de las élites que han de tomar a su cargo la direc­ ción intelectual de un pueblo post-democrático; no es tam­ poco una reacción airada y más o menos aristocratizante ante el romanticismo decimonónico y el subjetivismo del «arte burgués» sino, al contrario, la consecuencia más refinada de ese mismo arte burgués: la eliminación del «pueblo», de la «raza», de la «cultura» (el pueblo alemán, la raza española,

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la cultura francesa, etc.) como sustratos de los que emana la obra de arte que patentiza su existencia histórica; la liquida­ ción de la «tierra» como naturaleza inagotable que sostiene el brillo del mundo. El arte de vanguardia y sus extravagantes obras -músicas que podría haber escrito un sordo, cuadros que podría haber pintado un ciego, libros que podría haber escrito un analfabeto, edificios que podría haber proyectado una máquina-parecen hacernos esta pregunta: ¿cómo podre­ mos vivir juntos los que no podemos cantar ni contar juntos, los que no tenemos tierra ni mundo, ni pueblo, ni raza, ni cul­ tura de origen? Y ni siquiera se trata de eso, ni siquiera se trata de lo que el arte de vanguardia haga o no haga, se trata de poner en cla­ ro las «necesidades estéticas» de una humanidad obligada a vivir en estadio de barbarie post-cultural, se trata de poner de manifiesto que la obra de arte no puede expresar un mundo en el horizonte de una tierra inagotable allí donde ya no hay mundo alguno que desocultar ni tierra que lo sostenga, se tra­ ta de interrogarse sobre el posible estatuto del arte en una existencia sin mundo (literalmente, inmunda), en una existen­ cia desterrada (¿puede haber arte para esos pobres de espíritu que carecen de cultura, que no han recibido como herencia experiencia alguna?), y se trata de constatar, sin entusiasmo ni amargura, que los productos de Printing House Square o de Disneyland pueden resultar, para escándalo de los estetas, más adecuados para esta humanidad inmunda y miserable que las grandes obras de arte en cuya contemplación desean las élites educar su gusto («¿Para qué valen los bienes de la educación si no nos une a ellos la experiencia?», 168). Nos hemos hecho pobres. Hemos ido entregando una porción tras otra de la herencia de la humanidad, con frecuencia te­ niendo que dejarla en la casa de empeño por cien veces menos que su valor para que nos adelanten la calderilla de lo «actual». La crisis económica está a las puertas y tras ella, como una som­ bra, la guerra inminente. Aguantar es hoy cosa de los pocos po­ derosos [...] Los demás, en cambio, tienen que arreglárselas par­

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tiendo de cero y con muy poco... Se preparan para sobrevivir, si es preciso, a la cultura1 (173). Benjamin escribía estas palabras en 1933. No se pudo contar entre los supervivientes.

De un presente que no huye Nosotros, sí. Hemos sobrevivido a la cultura. Somos, lo sepa­ mos o no, lo queramos o no, nos guste o no, los nuevos bár­ baros que Benjamin anunciaba. Desde este escenario pos­ terior a la catástrofe, observamos hoy estos tres ensayos de recepción de la coyuntura estética en que nacieron las van­ guardias. Heidegger tiene toda la razón al actualizar la tesis del viejo Escoto Erígena y decir que el arte es el origen de la obra de arte porque el arte es esencialmente un origen, un ha­ cerse patente la verdad como existencia histórica de un pue­ blo. Eso es precisamente lo que hace que tenga también razón al sostener que las obras ya no son lo que eran y al dudar de que alguna vez puedan volver a serlo. Desde donde nosotros estamos hoy, vemos claramente que la duda se ha disipado. Al menos en Occidente, las obras ya no volverán a ser lo que fueron (supuesto que alguna vez lo hayan sido). No manifiestan la verdad ni son formas de existencia histórica de un pueblo porque en Occidente ya no hay culturas, pueblos, tierras o mundos. Occidente es hoy el no lugar de la forma más civilizada de barbarie. La cultura de masas ha sustituido al folclore y una suerte de repercusión indefinida de la herencia de las vanguardias (que por ello se han convertido en nuestros auténticos «clásicos vivos») al «gran arte». En cierto -macabro- modo, los comisarios cul­ turales de los regímenes totalitarios (tanto fascistas como co­ munistas) son quienes han tenido más pronto una percep­ ción justa de lo que se anunciaba, tanto en los nuevos medios i. «Experiencia y pobreza», en Discursos Interrumpidos I, op. cit.

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técnicos de reproducción como en las obras de vanguardia: «arte burgués degenerado», decían con toda razón. Burgués porque civil (no popular, no nacional, no folclórico, no míti­ co ni aristocrático), burgués porque no ha sustituido la be­ lleza por la verdad, ni el juicio de gusto por la contempla­ ción, porque sigue apegado al viejo esquema de las «bellas artes» que sin embargo ha hecho aparentemente inutilizable; degenerado porque la masa civil ya no tiene en su raíz un pueblo ni el Estado alberga una nación, porque la belleza se ha desprendido de todos sus atributos formales (la tonalidad en Música, la figuración en las Artes Plásticas, la narratividad en Literatura y en las demás artes «temporales») o sólo los conserva como simulacros (sintonías publicitarias, dibu­ jos animados y series televisivas). Formas de in-cultura (no de contra-cultura). Esto es lo que Ortega capta con perspica­ cia cuando resume todos los caracteres del «arte nuevo» en su anti-solemnidad, en su voluntad de intrascendencia. Pero también él, como Heidegger, ve en esta coyuntura crítica el pronóstico de un tiempo en el que el arte (como la sociedad, como la política) ya no será burgués e interpreta las van­ guardias artísticas (aunque no esconda su antipatía hacia sus formas concretas: la torpeza de Pirandello, la broma dadais­ ta, etc.) como el germen de una nueva aristocracia destinada a conectar con la jovial raza española (cuyo menor cansancio quizá se expresó en ser la primera en lanzarse a la palestra bélica en el mismo año en que Benjamin publicaba su ensayo en Francia). Parece, a este respecto, una ironía de la Historia el que el rostro de esas «nuevas minorías» o de esa «aristo­ cracia post-burguesa» haya dibujado sus rasgos con la plu­ ma malograda de Benjamin. No como la «nueva alegría de una raza», no como un nuevo y resurgente Volkgeist, sino como la comunidad anónima de los que nada tienen en co­ mún, los sin-raza, los sin-pueblo, los nuevos bárbaros o los nuevos pobres. El relativo «fracaso» de las vanguardias en arte y en polí­ tica (es decir, el no-surgimiento de una «nueva política» o de un «nuevo arte», sino más bien, en su lugar, una amalgama

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casi indiferenciada en la que lo «viejo» -lo «burgués»- se de­ grada irrefrenable pero indefinidamente sin que surja en el horizonte el más mínimo atisbo de un «orden nuevo») sume también en la ambigüedad al diagnóstico de Benjamín. Los tiempos posteriores a la catástrofe mezclan en dosis indiscer­ nibles la estetización de la política y la politización del arte. Los nuevos medios de comunicación -y sobre todos ellos la televisión- parecen a primera vista la apoteosis del «valor exhibitivo» exaltado por Benjamin: la obscena audiovisua­ lidad profana «pornográficamente» todo terreno que quiera mantenerse como secreto, reservado, sagrado (el sexo, la in­ timidad, la muerte, la tortura, el terror...) y los medios pare­ cen haber abandonado toda pretensión estética en beneficio de una función social (e incluso política) cada vez más evi­ dente, incluso y sobre todo en su faceta de entertainment. Pero, por otra parte, en la medida en que la vida pública y civil apenas existe ya fuera de estos medios, la política ha ad­ quirido un componente forzosamente estético (mediado por su necesidad de adaptarse a los imperativos técnicos de trans­ misión de imágenes), no solamente en el sentido más conspi­ cuo de que no hay político sin asesoría de imagen o de que el político debe dominar las técnicas periodísticas para «trans­ mitir su mensaje a los ciudadanos» (valorándose los fracasos electorales como fracasos en la construcción de una imagen o como fallos en la canalización de la información), sino en el más profundo de que cualquier hecho que aspire a la rele­ vancia social debe pasar por una adecuada escenificación audiovisual (lo que en otro lugar hemos llamado «umbral de exhibicionalidad») o resignarse a perecer: también las ma­ sas hambrientas de países deprimidos, las poblaciones políti­ camente ultrajadas o los movimientos humanitarios deben poner en marcha «operaciones de imagen» si aspiran a ser públicamente vistos o escuchados. Todo lo cual parece indicar que se trata, en estos procedi­ mientos, de la producción de un «aura» (aunque ya no sea el «halo de la belleza» sino el de la honestidad, el de la dignidad o el de la necesidad), y que estas técnicas, en cuanto proceden

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de la publicidad y del marketing, remiten a la promoción de valores cultuales que desembocan todos ellos (merced a la progresiva indiscernibilidad objetiva entre entretenimiento, publicidad e información) en el culto a la mercancía o, mejor, al mercado, como nueva religión y como único nexo social de las colectividades; en el bien entendido de que la relevancia cultual o aurática que adquieren los contenidos de los media es siempre -y en ello reside su enorme poder y su potencia de fascinación- simulacral o irrisoria: nada adquiere relevancia si no se «refleja» en los media, pero todo lo que se «refleja» en los media se integra en la gigantesca producción de bana­ lidad que constituye la atmósfera a-cultural de la barbarie ci­ vilizada. Por otra parte, si el cine puede parecer adecuado a la gue­ rra mundial (mejor dicho: si las modificaciones perceptivas que el cinematógrafo expresa y produce a un mismo tiempo pueden encontrar en la «gran guerra» o en los «movimientos de masas» como el comunismo y el fascismo un objeto ade­ cuado de satisfacción estética), la televisión es el medio de las guerras locales, de las guerrillas, de los conflictos regionales y, sobre todo, de las conspiraciones y complots (por ejemplo: la Segunda Guerra Mundial es cinematográfica, pero la gue­ rra de Vietnam, y más aún los conflictos enconados del tipo del Líbano o la ex Yugoslavia, son propiamente televisivos). Si las masas asistían en las salas de cine a su propio sacrifi­ cio, es el individuo quien asiste a su desaparición en los me­ dios audiovisuales (desaparición por evaporación y desvane­ cimiento, no por masacre o aniquilación). Como Benjamin decía de las masas de principios del siglo xx (que al mismo tiempo se veían escenificadas en la gran pantalla y extermi­ nadas en ella), el individuo asiste a su propia disolución en la pequeña pantalla a través de Falcon Crest, Hill Street Blues, Twin Peaks, L.A. Law o Murder One. Aparentemente, se enfrenta a una trama tan intrincada como en esas novelas de espionaje en las que el agente secre­ to se transforma en agente doble, luego triple, luego cuádru­ ple, hasta que se llega al punto en que es imposible saber al

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servicio de quién trabaja1; en estas -precisamente- series, lo que se disuelve es la identidad y la «personalidad» del perso­ naje, de modo que cabría saludar en estos procedimientos narrativos un nuevo tipo de identidad a la que podríamos llamar identidad serial, modular o interactiva, no en el senti­ do de que sea una identidad que se construya «a lo largo de la serie» (como la identidad de un personaje de novela se construye a lo largo de los capítulos o la de un personaje ci­ nematográfico a lo largo de las secuencias) sino, más bien, en el sentido de que se disuelve en ella y sólo existe como di­ suelta o serializada. Seamos más explícitos. La apariencia de trama intrincada de estas series no se debe a la complicación argumentai sino, más bien, al hecho de que no existe en rea­ lidad argumento alguno (las briznas arguméntales son un mero pretexto para el despliegue de la serie). La apariencia de complejidad argumentai se debe, entre otras cosas, a que en muchos casos la seudotrama (el argumento concreto de un capítulo) se construye reflejando en el guión los resulta­ dos de los índices de audiencia y de análisis de la recepción, que pueden recomendar dar más papel a un personaje secun­ dario, convertir a un malvado en héroe o viceversa, excluir algunos caracteres, hacer morir a un personaje o resucitar a algún otro, etc. De tal modo que la identidad del personaje no es un molde en el que los espectadores debieran volcar sus sentimientos, sensaciones o recuerdos, sino un filtro que se modula de acuerdo con las preferencias de la audiencia. La i. De dos maneras bien diferenciadas, Fredric Jameson y Jean Baudri­ llard han aludido a la relevancia estética de la noción de complot o conspi­ ración, el primero para señalar que las obras de tema conspiratorio de la cultura de masas representan un intento de mediación simbólica a la hora de orientarnos en unas «condiciones materiales de existencia» que rebasan los límites de la imaginación (véase, por ejemplo, Jameson, La estética geo­ política, N. Sobregués y D. Cifuentes [trads.], Barcelona, Paidós, 1995). Bau­ drillard relaciona el encanto del arte posvanguardista con la idea de trama conspiratoria y señala su isomorfismo con los servicios secretos, que siguen funcionando a pesar de haber sido declarados totalmente inútiles por las circunstancias («El complot del Arte», El Mundo, 27 de mayo de r996).

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cuestión no es, pues, que sea imposible saber «para quién trabaja» (como en las novelas de espionaje), sino que es im­ posible saber «quién es» (víctima o verdugo, sueño o reali­ dad, espectro de un muerto o viviente real, hombre o mujer, padre o hijo, etc.), porque finalmente no es nadie (ni siquiera su muerte en un episodio es garantía de que no reaparezca en un capítulo posterior) más que una modulación de rasgos caracteriológicos continua a lo largo de una serie, porque final­ mente no hay personajes (y mucho menos «malos» o «bue­ nos») sino una apariencia difusa filtrada por los índices de audiencia. Al viejo y castizo término «serial» (que nos re­ cuerda que la genealogía de este género se encuentra en las «novelas por entregas») ha sucedido el americanismo «cule­ brón» , que quizá sirva para significar el carácter intermina­ ble de estas seudotramas que pasan de lo interesante a lo si­ niestro, de lo siniestro a lo grotesco y de lo grotesco a lo aburrido (en donde siempre desembocan, pues las series ter­ minan por aburrimiento -es decir, por falta de audiencia-, y no en absoluto por haber llegado a su desenlace: al contra­ rio, la llegada al desenlace revela que se ha alcanzado el um­ bral de saturación). Estas «series sin argumento» o series modulares no sola­ mente constituyen un modelo de los conflictos bélicos, econó­ micos y políticos contemporáneos, en los que igualmente la apariencia de un complot o trama conspiratoria poderosamen­ te aireada por los medios obliga a convertir cada «capítulo de la serie» en un escándalo sensacional (-ista), y cuya trama se va modulando según las cifras de audiencia, no solamente expre­ san la manera misma en que la existencia se desenvuelve en la experiencia imposible de una hiper-ciudad metropolitana sin individuos ni masas cuya tecnología ha sobrepasado todos los límites de la imaginación, poblada por identidades modulares que atraviesan los anillos de una serpiente interminable1, sino i. Explotamos aquí una idea de Deleuze (véase Conversaciones, ]. L. Pardo [trad.], Valencia, Pre-Textos, 1995) según la cual la filosofía políti­ ca contemporánea debe adoptar el modelo de los anillos de una serpiente

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que reflejan igualmente la coyuntura de las artes, en las que la sucesión de los «ismos» a partir de las vanguardias sigue in­ tentando sugerir una trama o complot oculto cuya seudoargumentación se va modulando de acuerdo con la recepción. Aquí no cabe hablar ya de «novela de formación», sino quizá de «novela de deformación» (o de «deformación de la nove­ la»), porque se trata de un módulo flexible que se deforma -en lugar de «conformarse» en la horma del individuo-molde o del «hombre cualquiera» de las novelas decimonónicas- se­ gún las exigencias de los anillos de la serpiente. Y, como acabamos de sugerir, es enormemente significa­ tivo el hecho de que todo este «arte degenerado» o toda esta «cultura degradada» no haya dado lugar -a pesar de los es­ forzados intentos de la semiótica y de la hermenéutica- a una «nueva estética» o a una «estética posmoderna», es decir, el hecho de que no tengamos nada con qué sustituir las nocio­ nes de «genio» (del lado del artista), de «juicio de gusto» (del lado del espectador o del crítico) o de «sentimiento de belle­ za» y «sentido común» (o sensación de comunidad), a pesar de que el mantenimiento en el vacío de estos patrones estéti­ cos parece no ser sino un motivo de escarnio para que note­ mos con mayor desgracia nuestra imposibilidad de juzgar. La belleza de las obras de arte postvanguardistas (así como la fealdad de los productos de la cultura de masas) ya no puede remitirse a una «concordia de la naturaleza» (es decir, a la trama de la naturaleza en la cultura), como en las socie­ dades pre-modernas, ni tampoco a una «concordia del espí(haciéndose eco de expresiones como «la serpiente monetaria») y abando­ nar el modelo de las galerías subterráneas (herederas de las referencias al «viejo topo»): el individuo se divide (se dividualiza) atravesando un túnel indefinidamente modulado por filtros de diversa naturaleza en lugar de ir pasando por espacios disciplinarios o panópticos diferentes pero que res­ ponden a un mismo molde (la vigilancia en sentido foucaultiano). En este sentido -podríamos añadir-, los capítulos de la novela decimonónica refle­ jan el tránsito de los individuos por la sociedad (la familia, la escuela, el ejército, la fábrica...), mientras que los de las series moduladas reflejan más bien la formación permanente y la movilidad profesional.

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rifu» (el libre juego de las facultades subjetivas), sino única­ mente a una extraña concordia (que, como aquellas otras dos, nace de una sublime discordia) sin naturaleza y sin espí­ ritu, sin técnica y sin cultura, sin mundo y sin tierra. La comunidad a la que apela el «sentido común estético» del si­ glo X X I no es la de un pueblo, un Estado, una nación o una cultura. Es la comunidad de los que no tienen nada en co­ mún, la comunidad de los que no son nadie. La persistencia degradada y degenerada de la necesidad de un juicio (impo­ sible de satisfacer) es quizá un síntoma de que esta extraña belleza (o fealdad), en donde la trama consiste en la ausencia de trama, se levanta como el símbolo de una exigencia ética, porque quizá esa no menos extraña comunidad es la única en la que nosotros, supervivientes de la cultura, podemos tener algo que contar.

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En un día claro, con viento propicio y todo en su sitio, cierta vibración musical de su voz parecía ser el auténtico rebosar libre de la intimidad de este hombre. H. Melville, Billy Budd

Puede ser, sin embargo -¡oh pensamiento triun­ fante y lleno de esperanzas!- que los bisnietos de la presente generación recuerden alguna vez con afecto a este escriba de tiempos pasados. N. Hawthorne, La aduana

Una pérdida irreparable Cuando Herman Melville publica en 1853 su Bartleby, the Scrivener, es un novelista que ha fracasado (en su intención de encontrarse con los lectores), que ha fracasado sobre todo con Moby Dick, cuya conversión en título de culto será pos­ tuma, y que ha fracasado en la forma «novela», que no vol­ verá a intentar (y ello de forma parcial, inacabada y también postuma) hasta su último escrito, Billy Budd. Bartleby perte­ nece, pues, a ese género menor -la novela corta, el relato bre­ ve- que constituye la obstinada y deliberada inmadurez de la * * «Bartleby o de la humanidad», en Gilles Deleuze, Giorgio Agamben, Herman Melville y José Luis Pardo, Preferiría no hacerlo, Valencia, PreTextos, zooo, pp. 137-192.

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lu--ratura, y es la obra de alguien que se siente, por diversas razones, atormentado por la idea de escribir una novela, y al mismo tiempo incapaz de hacerlo. Según Walter Benjamin, la novela aparece como producto i ndiscutible de la cultura «burguesa», síntoma inequívoco del crepúsculo del relato oral, popular, anónimo y moralmente aleccionador, que tuvo su edad de oro en la «época elei arte­ sanado»; Benjamin veía la novela como algo indisociablemente ligado a la invención de la privacidad, a la soledad del individuo «particular» en el contexto urbano-industrial; ha­ ciéndose eco de la sentencia pascaliana que afirma que «na­ die muere tan pobre que no deje algo» (a saber, algún recuer­ do), identifica al escritor-novelista como aquel que se hace cargo de ese legado individual como punto de partida para una reconstrucción biográfica, especialmente cuando no hay herederos conocidos, y añade que rara vez acepta el escritor esta sucesión «sin una profunda melancolía»1, sentimiento que bien pudiera considerarse como un efecto secundario de la pérdida de la «moraleja» y como queja nostálgica por el ocaso de la oralidad. Investigaciones posteriores acerca de las consecuencias que sobre la cultura alfabetizada tuvo la «inte­ riorización espiritual» promovida por las reformas religio­ sas post-medievales, así como acerca de la génesis de la so­ ciedad civil moderna, han confirmado -con una orientación inequívocamente weberiana- la dependencia de la literatura respecto de la consolidación de la «lectura silenciosa» y de la escritura autobiográfica, así como el carácter decisivo de la constitución de este «mundo de lectores» -entre otras cosas, de lectores-compradores de periódicos- para el nacimiento del espacio público (Öffentlichkeit). Así pues, lo que hoy llamamos literatura no ha existido siempre bajo esta forma: ésta es una constatación tan obvia como fácil de olvidar. Sobre su olvido se asientan, de hecho, tanto las «historias de la literatura occidental» como -aún i. Walter Benjamín, «El narrador. Consideraciones sobre la obra de Nikolai Leskov», Sobre el programa de la filosofía futura, op. cit., p. zoz.



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más- las «historias de la literatura universal», e incluso toda la «crítica literaria» (la consideración, pongamos por caso, de las tradiciones bíblicas o de los evangelios gnósti­ cos como «literatura», que tan espléndidamente caracteri­ zan obras de eminentes críticos como Bloom o Steiner, de­ penden enteramente de ese «olvido»). No se trata, claro está, de un olvido en el sentido empírico y trivial de la pa­ labra (algo que podríamos resolver atendiendo más cui­ dadosamente a los hechos), o al menos es un error tan inco­ rregible que sobre él nos sostenemos nosotros mismos en cuanto portadores de nuestra herencia cultural y en cuanto hombres letrados. Pero ello no elimina la intuición de que todo eso que hoy nosotros no podemos comprender de otro modo que como «literatura -Edipo Rey, Don Quijote, Hamlet o Im Divina Comedia»- fue, en su momento, otra cosa, una cosa que ahora no nos es posible percibir más que como algo irremediablemente perdido para la literatura y a causa de ella. De entre nuestros contemporáneos, quizá haya sido Mi­ chel Poucault quien ha sostenido con mayor contundencia i.

i. «Desde Dante, desde Homero, había existido en el mundo occidental una forma de lenguaje que ahora llamamos “literatura”. Pero la palabra es de fecha reciente, como también es reciente en nuestra cultura el aislamien­ to de un lenguaje particular cuyamodalidad propia es ser “literario”» (Michel Foucault, Las palabras y las cosas, Elsa Cecilia Frost [trad.], Siglo XXI, pp. 293-294). «Nadie duda de que eso que retrospectivamente tenemos el hábito de llamar “literatura” existe desde hace milenios. Y esto es precisa­ mente lo que creo que debe ser cuestionado. No es del todo seguro que Dan­ te, Cervantes o Eurípides fueran “literatura”. Sin duda, pertenecen a la lite­ ratura en el sentido de que, en la actualidad, forman parte de nuestra literatura, pero forman parte de ella en virtud de una determinada relación que nos concierne exclusivamente a nosotros. Forman parte de nuestra lite­ ratura, no de la suya, y ello por la simple razón de que nunca hubo nada se­ mejante a “la literatura griega” o “la literatura latina”. En otras palabras, aunque la relación de la obra de Eurípides con nuestro lenguaje la convierta en “literatura”, no era ése el caso en absoluto de la relación de la misma obra con el lenguaje griego» (Michel Foucault, De lenguaje y literatura, Isidoro Herrera [trad.], Barcelona, Paidós, 1996, pp. 63-64). Sobre todos estos as-

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esta tesis1 i.: al identificar con trazo firme ese «complejo prácti­ co-discursivo» que llamamos «el siglo xix» (y cuyos límites cronológicos son irreductibles a una datación tajante), al situarlo a la luz de un horizonte en el que se dibuja la figu­ ra ontològica, epistemológica y ético-política del Hombre (el «hombre» de las ciencias humanas y de la Declaración Univer­ sal de Derechos), Foucault no solamente ha puesto en evidencia I a sorprendente « j uventud » de la literatura, sino que ha mostra­ do sus indisolubles vínculos con los diversos componentes de ese campo epistémico-pragmático: la medicina clínica, la eco­ nomía política, la biología, la sexualidad, la cárcel, la filología o el hospital psiquiátrico1. Esta fulgurante aparición tiene como efecto de largo alcance la conversión en literatura -por proyec­ ción del presente sobre el pasado histórico- de todo un conjun­ to (en sí mismo heteróclito y polimorfo) de prácticas y docu­ mentos relacionados con las letras y la escritura (pero extraños pecios, véase Miguel Morey, «La invención de la literatura», en Literatura en el laberinto, Cátedra/Ministerio de Cultura, en donde se atiende a «los acontecimientos mayores, elementales, que inauguran, como sus condicio­ nes de posibilidad, el espacio literario [...]. Es verosímil pensar que, si estas condiciones interiores que le dieron nacimiento desaparecieran, la literatu­ ra, tal y como hoy la conocemos, desaparecería también» (p. 106). i. A pesar del carácter aparentemente aleatorio e improvisado de los elementos de esta lista-obviamente incompleta, por lo demás-, Foucault ha defendido su íntima interdependencia y su pertenencia intrínseca al mismo estrato en el cual se forma el discurso literario: la «novela» es incomprensi­ ble sin el trasfondo de los historiales clínicos y los archivos policiales y pe­ nitenciarios, las patologías de la sexualidad no son separables de la discu­ sión sobre lo heredado y lo ambiental, así como la legislación laboral y comercial es indisociable de las micropolíticas del cuerpo y de las estrategias biopolíticas de las poblaciones. Dicho todo esto, hay que señalar también algo a lo que Foucault no parece haber sido siempre sensible: aunque la li­ teratura universal no deje de ser una «invención reciente» (del siglo xix), no es su única función la de impedirnos ver lo que había en las tradiciones le­ tradas anteriores o exteriores a esa invención, sino también la de hacernos ver en ellas algo nuevo (que, probablemente, permaneció parcialmente ile­ gible para sus contemporáneos pero de lo que no puede negarse a priori que estuviera ya presente en ellas) y, sobre todo, la de permitirnos asumirlas y responsabilizarnos de ellas como sus herederos.

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originariamente a la voluntad literaria), y es la heterogeneidad de ese contenido bruscamente incorporado lo que hace de la li­ teratura un continente de límites especialmente vagos y difusos, tal y como han observado Derrida y algunos otros pensadores situados en su estela1 2. En este sentido, la constatación (por par­ te de estos autores) de que cada una de las grandes obras litera­ rias del siglo XIX comporta un cuestionamiento de los límites mismos de la literatura, podría ser parte de la misma ilusión óp­ tica interior a la perspectiva «literaturocéntnca»: como ha su­ gerido Pierre Bourdieu, no es que los escritores del xix luchen por eliminar o reforzar ciertas barreras estéticas -por ejemplo, mediante la tensión entre los partidarios del «arte puro» y sus detractores-, sino que extraen el propio valor de sus obras (su categoría de «obras de arte»), y el de ellos mismos como auto­ res, escritores o intelectuales, del campo así constituido, que ofrece efectivamente esas opciones'. Pero ninguna crisis se cierra sin dejar heridas abiertas. Así, 1. Tal es la idea derridiana de una «literatura generalizada» (en cuyo seno la verdad sería una ficción cuyo carácter de tal ha caído en el olvido) que transgrede todos los géneros y que permitiría, por ejemplo «estudiar el texto filosófico en su estructura formal, su organización retórica, la especi­ ficidad y diversidad de sus estilos textuales, sus modelos de exposición y producción, más allá de lo que alguna vez se llamaron géneros», como po­ demos leer en Márgenes de la filosofía. Jean-Luc Nancy y Philippe LacoueLabarthe explotan esta tesis en su compilación L’Absolu Littéraire (París, Seuil, 1978). Un resumen de estas discusiones puede leerse en On Decons­ truction, de Jonathan Culler, Madrid, Cátedra, 1982.. 2. Véase Pierre Bourdieu, Las reglas del arte, Thomas Kauf (trad.), Barcelona, Anagrama («En el campo artístico, llegado a una fase avanzada de su evolución, no caben quienes ignoran la historia del campo y todo lo que ésta ha engendrado, empezando por una relación determinada, absolu­ tamente paradójica, con la herencia de la historia. Una vez más: el campo construye y consagra como tales a aquellos a quienes su ignorancia de la lógica del juego designa como “ingenuos” [...] Brisset y Duchamp [...], provistos ambos de cualidades tan antitéticas que a ningún biógrafo se le ocurriría compararlos, comparten por lo menos el hecho de existir como pintores para la posteridad tan sólo debido al efecto de la lógica absoluta­ mente particular de un campo que ha alcanzado un alto nivel de autono­ mía», p. 362).

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l;i oralidad iletrada de las narraciones populares deja resi­ ti líos en la época de la literatura, residuos que ofrecen ciertas resistencias, ciertas instancias «no literaturizables». La pervivcncia de la narración oral en la literatura la constituyen esos géneros condenados a la condición de «menores» y tan di­ fícilmente delimitables que llamamos en castellano «cuentos» o «relatos» (breves), pero que otras lenguas caracterizan más sonoramente como nouvelles o short novels, para señalar su condición de «mini-novelas» o novelas abortadas. A su modo, estos seudogéneros literarios configuran un resto de oralidad «no novelable», un modo de contar o de narrar que resulta ilei todo incompatible con la estructura de la novela y, en términos generales, con la literatura. Los «cuentos» -asocia­ dos indefectiblemente a la infancia (época de oralidad)- no son, sin embargo, la «infancia» de la literatura, no son nudos arguméntales que al hacerse adultos hayan de convertirse en novelas. Si hemos de imaginarlos como niños, se trata de ni­ ños que se niegan a crecer, que representan justamente el as­ pecto de la infancia que la maduración no puede eliminar ni reciclar. A pesar de ser tan corriente su definición en función de la extensión (la «brevedad»), un cuento no es una novela abreviada o en germen sino algo radicalmente distinto de una novela, y por ello terminan tan a menudo en fracaso los inten­ tos de convertir en novela lo que no es, por su esencia y condi­ ción, más que un relato, así como los esfuerzos -penosos aun­ que comprensibles- de algunos cuentistas por reciclarse como novelistas. Si el cuento es un género menor, su minoría no es cuantitativa sino cualitativa, se trata de una minoría que se diferencia de los géneros mayores por su naturaleza y no por su longitud (hay también, ciertamente, ocasiones en las cua­ les lo menor conquista lo mayor siguiendo estrategias de «guerrilla semiológica»: así, una buena parte de la literatura rotulada como «fantástica» o del «realismo mágico», no es en absoluto una innovación de la novelística, o no lo es más que en un sentido perverso, pues se trata de cuentos disfraza­ dos de novelas, de niños -o sea, de relatos míticos- ataviados como personas mayores).

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El cuerpo del relato de Melville está precedido de una mí­ nima introducción y termina con un epílogo igualmente su­ cinto. En esa breve presentación, el narrador -posición que ocupa un abogado, doctor de la argumentación- advierte al lector sobre las dificultades de la tarea así emprendida: ha conocido, por razones profesionales, a muchos escribientes, cuya historia podría relatar arrancando lágrimas a los cora­ zones sentimentales y nobles pasiones a los más templados, pero renuncia a ello a cambio de unos pocos fragmentos de la vida de Bartleby1, un hombre cuya biografía -recordemos que la novela tiene forma biográfica- no puede hacerse ( «No hay material alguno para redactar una biografía completa y satisfactoria de este hombre»)2. Sin bio-grafía, es decir, sin posibilidad de que su vida (bios) se convierta en escritura (graphia) o, más exactamente, en literatura: la vida de Bar­ tleby es una pérdida irremediable para la literatura («It is an irreparable loss to literature»). «Irremediable» quiere decir que no se trata de una «falta de datos» por parte del aboga­ do, una carencia que pesquisas más insistentes podrían resol­ ver, sino de una radical incompatibilidad entre la vida de Bartleby y la literatura: de nuevo hay que decir aquí que la pobreza de información que afecta al caso del que se trata no es cuantitativa sino cualitativa, hay algo en la vida misma de Bartleby que no se deja reducir a la literatura. Ahora bien: si el narrador renuncia a la biografía a cambio de la vida de Bartleby, y si tal vida, precisamente por no ser «biografiable», está irremediablemente perdida para la literatura, ello quiere decir que lo que el autor anuncia en el prólogo es su decisión de no hacer literatura, su renuncia a la literatura o el hecho de que prefiere no hacer literatura. i. «I waive the biographies of alt other scriveners, for a few passages in the life of Bartleby.>' («Renuncio a hacer la biografía de todos los demás escribientes a cambio de unos pocos episodios de la vida de Bartleby.») Tomo las citas de la edición de 1856, reproducida en Herman Melville, Shorter Novels, introducción y notas de Félix Martín Gutiérrez, Madrid, Alhambra, 1982.. 1. «No materials exist, for a full and satisfactory biography of this man.»

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Puesto que esta «lógica de la preferencia negativa» es el núcleo de la historia, conviene desde el principio aclarar su es­ tatuto en este punto: no se trata de que el abogado, pudiendo «novelar» la vida de Bartleby, renuncie a hacerlo; como aca­ ba él mismo de señalar, no es cuestión de querer o de no que­ rer, sino de que -irremediablemente- no se puede hacer litera­ tura con tal cosa. La preferencia negativa, la renuncia, sólo se refiere a la elección del objeto: al preferir la vida no novelable de Bartleby frente a las biografías factibles del resto de los es­ cribientes, el abogado elige la no-literatura frente a la literatu­ ra (como Melville escoge el relato breve frente a la novela: no por incapacidad profesional, sino por respeto hacia su obje­ to). La preferencia negativa no es, pues, una preferencia nihi­ lista (elegir la nada en vez de algo) sino una elección positiva. Una elección que, sin duda, como toda elección, comporta una renuncia e incluso un sacrificio: el sacrificio de la litera­ tura; el abogado, que al escribir narraciones intenta elevarse desde el mundo del formulismo escritural del que procede hasta el más noble continente de la literatura, sacrifica su pro­ pia condición de escritor (writer) justamente para relatar la innovelable vida de un escribiente (scrivener). Esto -el reparar en la existencia de escribientes- nos re­ cuerda que no podemos conformarnos con oponer literatura y oralidad, porque mucho después del fin de la oralidad, y mucho antes del comienzo de la literatura, había ya escritu­ ras y escribientes, aunque no hubiera aún escritores. Pense­ mos, sin ir más lejos, en la vieja querella contra la escritura que de un modo tan perfecto escenifica el Fedro de Platón. Las quejas de Platón no pueden ser quejas contra la literatu­ ra, justamente porque, como acabamos de recordar, «la li­ teratura es una invención reciente» de la cual nada sabía un griego del siglo iv antes de nuestra era. Las quejas de Platón son, en todo caso, quejas contra la escritura. La relación de la cultura griega antigua con la escritura es, ciertamente, am­ bigua. Marcel Detienne ha reconstruido cabalmente la im­ presión que debieron experimentar los hombres griegos que formados en una cultura que, en términos generales, fue

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una cultura oral hasta el siglo vii- pudieron por primera vez leer los mitos que habían venido memorizando durante ge­ neraciones, una experiencia que puede describirse quizá como el descubrimiento de la literalidad. La mera comparación de las tablillas en donde se recogen tales historias arroja un saldo inequívoco: lo que la narración oral hacía pasar como «la misma historia repetida siempre con las mismas pala­ bras» se evidencia entonces como un rosario de versiones cuya comparación literal permite bruscamente observar las abrumadoras divergencias de unas con otras, procurando un sentimiento «melancólico» de pérdida (definitiva e irre­ mediable) de la «versión original», cuyo modelo permanece aún adherido a la imagen de una memoria oral en la cual la diferencia entre el significante y el significado no se materia­ liza, y hace posible, por tanto, soñar con una emanación di­ recta de la palabra a partir de la cosa. Al contrario, con la escritura, sin duda, «el verbo se hizo carne», es decir, el sig­ nificante adquirió cuerpo inaugurando la dolorosa concien­ cia de su total desemejanza con la cosa que señala y con la afección que despierta en el alma. Tal es la queja de Platón contra los signos gráficos: son exterioridad pura, permane­ cen obstinadamente mudos, no dejan adivinar en absoluto el significado al que deberían servir de vehículo; pueden repe­ tirse -exactamente, literalmente-, pero no por ello se dice algo al utilizarlos. Es evidente que la queja de Platón no apunta hacia un «retorno a la oralidad perdida», que sabe imposible -después de todo, él, a diferencia de Sócrates, escribió sus diálogos-, sino al hecho de que, para que los signos gráficos de la escri­ tura superen esa literalidad, mortífera que los convierte en tumbas del significado, es necesario que la lectura los anime desde una voz interior que conserva la sabiduría del acervo cultural común. Es probable que este compromiso entre es­ critura y memoria anunciado por Platón contenga el secreto de la cultura griega, cuyos mitos orales sobrevivieron -secu­ larizándose sin perecer- a la implantación de la escritura, a la monetarización del intercambio y a la urbanización de la vida

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social, conservando plenamente su vigor, tal y como lo prue­ ban sus tradiciones artísticas (y específicamente la poesía y la i ragedia) e intelectuales. Pero ello no elimina el aspecto «bas­ tardo» de la literalidad permitido por la escritura, ese que concentra al mismo tiempo sus ventajas prácticas (la posibili­ dad de copias exactas) y sus desdichas teóricas (la letra muerla), no la transmisión del espíritu sino la reproducción de la letra. Si las objeciones de Platón contra el hermetismo de los signos escritos ya nos ponen sobre aviso de que la lectura (la comprensión del texto) y la escritura (su registro literal) no tienen por qué caminar juntas, y de que la práctica de la escrilura es precisamente la ocasión de que se produzca su di­ vorcio, ello se hará tanto más ostensible si, desde una cultura asentada sobre una mitología de procedencia oral, nos des­ plazamos hacia otras apoyadas en una religión de Libro. Du­ rante siglos -al menos hasta la formulación reformista de la doctrina de la «libre interpretación» de las Escrituras-, el es­ cribir estuvo, en una proporción cuantitativamente impor­ tante, completamente separado del leer y del comprender, y I ue perfectamente compatible con un grado más o menos im­ portante de analfabetismo. Nótese que, allí donde la Escritu­ ra es un punto de partida -un hecho originario ante el que uno se encuentra, no una traducción o una versión de algo anterior-, allí donde la Escritura es lo original (porque no tie­ ne ningún «autor» humano), lo único que cabe es hacer co­ pias lo más fieles posible, preservar la literalidad de la pala­ bra divina como una marca sobre la piel cuyo misterio es insondable; escribir (para un ser humano) no puede significar otra cosa más que copiar y, por así decirlo, cargar con la le­ na. Mucho antes de que la Naturaleza se convirtiese en es­ critura -para las tradiciones herméticas, para Galileo, para Schelling y los románticos-, fue la Escritura la que se reveló como naturaleza (lo que los hombres no han hecho, la obra de Dios). El desciframiento del mensaje excede en tal medida las finitas capacidades del mortal que sólo se puede pensar, como primera y urgente tarea, en su conservación literal, l’ara ello no se bastan los doctores. Hacen falta copistas.

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Escribir es copiar, multiplicar un original que no se lee ni se comprende del todo, y no cabe duda de que un gran núme­ ro de copistas medievales vivieron bajo esa experiencia del libro toda la herencia documental legada por la Antigüedad (los textos de Aristóteles o de Platón debieron parecerles tan «caídos del cielo» como la misma Biblia). La minoría de los «lectores » (los doctores que leen, interpretan y comprenden) no solamente estuvo rodeada de la muchedumbre orgánica­ mente analfabeta -campesinos, pastores y artesanos- que vi­ vía de relatos orales y necesitaba de la mediación de estos doctores para acceder al texto sagrado, sino secretamente alimentada por un anónimo ejército de escribientes, funcio­ nalmente analfabetos, que a menudo reproducían un tex­ to que no comprendían (a veces en una lengua que descono­ cían parcial o totalmente), que en sentido estricto no leían y que no interpretaban -antes de que las actuales máquinas reprográficas solucionasen este problema, la «interpretación» de los copistas fue un grave obstáculo que a menudo se in­ terpuso entre los originales y sus copias, deteriorando y corrompiendo la transmisión literal de las doctrinas-, puesto que la no interpretación, la copia literal pero iletrada (legible pero no leída), era condición de su oficio, para el que se exi­ gía una habilidad de letra -y de vista- en un sentido distinto (se recordará la importancia que, antes de generalizarse la escritura mecánica, se otorgaba en la formación al hecho de tener «buena letra»). Escribir es copiar, y copiar es ver sin leer, es decir, sin entender y sin juzgar, sin ser autor ni tener autoridad (los taquígrafos, estenotipistas y mecanógrafos -no en vano oficios «menores» frecuentemente reservados a mujeres en las sociedades modernas-, mucho más que los notarios, escribanos o secretarios judiciales -que tienen autoridad-, mucho más que los escritores -que son autoresy mucho más que los impresores -que son artesanos-, han sido y son -mientras duren- los herederos contemporáneos de los escribientes y copistas premodernos). Todo ello, en un clima -que la profesión de escribiente conservó hasta el si­ glo X I X - francamente ceremonial.

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El copista es, pues, aquel de quien se espera que repita liI oralmente, que reproduzca textualmente fórmulas y formu­

lismos (jurídicos, religiosos, retóricos o científicos, tanto da) como letra muerta1, es decir, sin asistencia alguna de esa «voz interior» que comprende e interpreta, que rememora e inte­ rioriza. Si recordamos la antigua advertencia de Platón (que la escritura no es más que letra muerta, cárcel del alma y se­ pulcro del espíritu mientras no esté animada por la voz inte­ rior que recuerda una tradición oral indeleble)1, esto significa que para ser escribiente es preciso renunciar a toda comuni­ dad de origen -de modo que a uno le sea posible copiar un manuscrito en su propia lengua como si se tratase de una len­ gua extranjera totalmente desconocida, absteniéndose com­ pletamente de toda intelección y haciendo abstracción del sentido (los filólogos críticos, según un principio aprovechatío también por los psicoanalistas, aprecian sobremanera la profesionalidad de aquellos copistas que se han esforzado en reproducir literalmente expresiones que para ellos no podían tener ningún sentido, o incluso que tenían un sentido ofensi­ vo o blasfemo, considerando ese esfuerzo como prueba de la fidelidad de la copia). Si, al contrario, nos desplazamos hacia la experiencia moderna de la lectura silenciosa de obras lite­ rarias, la ausencia de esa «voz interior» nos parecerá sinóni­ mo de «falta de personalidad», de carencia de individualidad y de identidad propia y privada, como un defecto de subjelividad (falta de imaginación, de capacidad para fantasear y l.ibular, rasgos que en un lector de literatura son defectos pe­ to que en el escribiente son virtudes). Hasta en los procesos ile aprendizaje -por ejemplo, del oficio de pintor o de escul­ tor-la «copia» ha perdido todo su prestigio. En cualquiera de los dos casos, se trata de una experiencia de la escritura comI. Esta actividad repetitiva, monótona y mecánica del escribiente no está tan lejos del artesanado como una visión idealizada de la artesanía po­ dría hacernos pensar. z. «Así pues, el que deja algo escrito, como el que lo recibe, en la idea de que de las letras derivará algo cierto y permanente, está probablemente lleno de una gran ingenuidad» {Fedro, 275c).

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pletamente deshabitada de verdad, ya entendamos la verdad como «desocultación» y «anamnesis» (alétbeia) o como «sin­ ceridad» y «autenticidad» (vivencia), dejando únicamente margen para la corrección o la incorrección, es decir, para la denostada concepción de la verdad como «correspondencia» (en este caso, correspondencia literal entre manuscrito origi­ nal y copia). La literalidad aparece, pues, como sometida a una doble negación histórica: se presenta, a la luz de sus precedentes pre-letrados, como una amenaza para la «comunidad oral» cuya memoria traiciona al hacer posible el divorcio entre el espíritu y la letra, convirtiendo al escribiente en un ser sin co­ munidad, en un traidor a su tradición; pero también se ma­ nifiesta como algo negativo para la visión retrospectiva que de ella se hace la literatura: en comparación con el lector-es­ critor moderno que constituye su posteridad, el escribiente es un ser sin personalidad, sin individualidad ni experiencia interior propia, sin vida privada. Digamos que la comunidad mnémica de las tradiciones orales representa una experien­ cia ideal de «lectura sin escritura» (leer en la propia memo­ ria interior la tradición expresada por la voz común, sin necesidad de transcripción documental o registro gráfico), mientras que la literalidad proporciona otra experiencia no menos ideal, la de la «escritura sin lectura» (la mano que co­ pia sin que el ojo interior comprenda ni lea, sin que lo escri­ to haga eco en el escribiente, tan carente de identidad como la letra muerta misma). Por supuesto, ambas experiencias son perfectamente compatibles: repitámoslo, el matrimonio entre lectura y escritura (que hace de todo lector un escritor in fieri y de todo escritor un lector in actu) es la clave de esa «invención reciente» que llamamos literatura. La experien­ cia preliteraria combina sin problematizarlas la lectura ágrafa y el grafismo afónico, y el mismo copista que reproduce sin entender es, en otras facetas de su existencia, receptor o emisor de narraciones orales, sobre todo si tenemos en cuen­ ta que la lectura ppeliteraria de textos no está nunca dirigi­ da a un lector solitario que descifra el escrito en silencio es-

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judiando únicamente la voz interior de su conciencia, sino pensada desde el principio para ser leída en voz alta y en co­ munidad. La literatura -y la figura del escritor-lector que su campo posibilita- no viene únicamente, como señala Benjamin, a li­ quidar la narración oral (y, por tanto, a enterrar la «voz de la comunidad», el relato popular anónimo), sino también a «superar» la literalidad de los copistas y escribientes. Viene a devolver a la letra la «voz interior» añorada por Platón, sólo que ésta ya no es la voz de la tradición más antigua y original, la de la memoria (oral), sino la voz individual y pri­ vada de la conciencia personal de cada ciudadano («bur­ gués») particular. La adhesión a la literalidad, el culto a la letra, como bien sabía el ateniense, no procura en absoluto un significado, de ahí que la literalidad no deje más que dos caminos abiertos: o bien la abstinencia interpretativa, pres­ crita a los copistas y, en general, a los no doctos; o bien una pluralidad delirante e ilimitada de sentidos alegóricos o figu­ rados, en la cual sólo es posible fijar la lección «verdadera» mediante un criterio arbitrario de autoridad, externo al texto. Por ello, mientras imperó la literalidad, no fue posible la interpretación libre de la escritura, sino únicamente la no interpretación (copia obediente e impersonal) o la lección autoritaria. Solamente cuando se libera al texto de la auto­ ridad y al copista de la obligación de abstenerse de leer, pue­ de surgir una «voz interior» (personal, particular, privada) que, en diálogo con el texto, pugne por encontrar la «recta interpretación» (el acuerdo, nunca definitivamente cerrado, entre lo que el texto trae escrito y lo que se oye decir a la voz interior mientras los ojos leen). El texto sólo entrega su senlido cuando resuena en el interior del lector, pero esa inte­ rioridad (que no es otra cosa sino la mentada marea ilimita­ da de figuraciones y desviaciones de sentido posibles que lucra la pesadilla de escribas y doctores de la ley) sólo llega a encontrar la dirección recta, es decir, sólo llega a encar­ narse en un significado propio cuando se reconoce en el tex­ to (de ahí el tema de la «identificación» del lector con la

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obra a través de los personajes). La dialéctica de la interpre­ tación es precisamente este diálogo entre la resonancia inter­ na y el reconocimiento externo, entre el espíritu y la letra. La «melancolía» del novelista es el modo quintaesenciado de la nostalgia de la comunidad perdida, el síntoma de que la voz que ahora anima el texto es la voz solitaria de un in­ dividuo particular, que no puede soñar con encontrar eco en una comunidad, sino solamente aspirar a una asociación pública o sociedad civil (Bürgerliche Gesellschaft) con el resto de los ciudadanos (o sea, de los lectores-escritores, de los que saben leer y escribir). Como a Deleuze le gusta repe­ tir: falta el pueblo (y falta definitivamente). La hermenéutica, la idea de una «obra abierta» o de un «diálogo con los tex­ tos», que a menudo identificamos con una actitud nihilista o posmoderna, es a todos los efectos producto de la moder­ nidad y coetánea de la literatura y de su forma superior, la novela. ) Pero, por su parte, también la literalidad preliteraria de las escrituras deja residuos en la época de la literatura: aque­ llos textos y documentos escritos que no se consideran parte de la literatura. No me refiero tanto a textos de intención científica, teórica o divulgativa (que los deconstructivistas in­ cluirán de buena gana en la literatura), como a cartas, dieta­ rios, actas, historiales, sentencias judiciales, testimonios po­ liciales, libros de contabilidad, noticias de prensa, registros comerciales y archivos públicos y privados, contratos jurídi­ cos, etc.1, caracterizados justamente por su alto grado de esI. La frontera no es tan nítida como podría pensarse. En el caso de los «grandes escritores» o de los hombres públicos de gran celebridad, una gran cantidad de material documental no escrito con voluntad literaria pasa a veces a ser publicado y a ser considerado como parte de su obra (y, por tanto, virtualmente, como literatura). ¿Hasta qué punto podríamos decir que la correspondencia de Nietzsche, las entrevistas de Foucault o los artículos periodísticos de Ortega y Gasset no forman parte de su obra? ¿Hastá qué punto podríamos excluir de la categoría de «literatura» los di­ versos planes, esbozos o apuntes de Hölderlin o de Proust, o las cartas de Mann? Pero la voracidad de la literatura -la voluntad de reclamar dere-

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tercotipación y su gran dosis de formulismos. Éstos no son géneros literarios, son algo demasiado insignificante como para ser considerado literatura. Y, en cierto modo, el problema de Melville parece ser éste: hay que elegir un género menor (menor que la novela) para narrar algo cuya grandeza consiste en ser demasiado peque­ ño para la literatura. Bartleby es una objeción contra la nove­ la, uno que ha muerto tan pobre que no ha dejado nada. Mel­ ville prefiere no escribir una novela cuyo narrador prefiere no hacer literatura acerca de un escribiente que prefiere no escri­ bir. Ciertamente, el escritor no deja de sentir esa «melanco­ lía» compasiva que Benjamin asociaba a la novela («Por pri­ mera vez en mi vida, me invadió un sentimiento de aguda y desbordante melancolía1»); pero, en un soberbio pasaje, hacia la mitad de la narración, el abogado confiesa que su melancolía se ha convertido en miedo y su piedad en rechazo. Mis primeras emociones fueron la compasión sincera y la pura melancolía, pero, a medida que crecía mi conciencia del desam­ paro de Bartleby, esa melancolía se convirtió en temor y aquella compasión en repulsión. Es tan terrible como cierto que la ima­ gen o la visión de la desgracia despierta en nosotros buenos sen­ timientos; pero no lo es menos que, en ciertos casos, tales senti­ mientos cesan a partir de cierto umbral. Yerran quienes afirman que ello se produce como inexorable consecuencia del egoísmo inherente al corazón de los hombres. Es más cierto que ocurre porque desconfiamos de poder remediar un mal total y excesivos * *

de autor sobre la vida privada y de convertir la existencia en origina­ también ataca a los «hombres vulgares»: cuando Philippe Lejeune emprendió la publicación de diarios (de los llamados «íntimos») de perso­ nas desconocidas, uno de sus lectores (Marc Ligeray) le dirigió una carta * 111c, a pesar de ser fácilmente descalificable, contiene una pregunta impor­ riate: ¿Es eso literatura? (el cruce de opiniones entre Lejeune y Ligeray pue­ de consultarse en castellano en los números 182-183 de la Revista de Oc­ cidente., Madrid, julio-agosto de 1996). dios

lidad-

i. «For the first time inmy life a feeling of overpowering stinging me­ lancholy seized me.»

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En las personas sensibles, la piedad va acompañada a menudo de dolor. Y cuando, a fin de cuentas, se percibe que esa conmi­ seración no puede conducir a ningún remedio efectivo de la des­ dicha, el sentido común inclina al alma a librarse del dolor1.

El misterio de Bartleby Ahora bien: ¿qué hay en la vida de Bartleby que impida su argumentación novelesca? Como recordaba la cita benjaminiana de Pascal, para novelar un argumento hacen falta re­ cuerdos, y para que haya recuerdos hace falta un pasado, que es justamente lo que Bartleby no tiene2: nada se sabe de sus i. «My first emotions bad been those of pure melancholy and sincerest pity; but just in proportion as the forlorness of Bartleby grew and grew to my imagination, did that same melancholy merge into fear, that pity into repulsion. So true it is, and so terrible, too, that up to a certain point the thought or sight of misery enlists our best affections; but, in certain special cases, beyond that point it does not. They err who would assert that inva­ riably this is owing to the inherent selfishness of the human heart. Ir rather proceeds from a certain hopelessness of remedying excessive and organic ill. Toa sensitive being, pity is not seldom pain. And when at least it is per­ ceived that such pity cannot lead to effectual succor, common sense bids the soul be rid of it.» Se notará que es la segunda vez que Bartleby aparece como algo irremediable, precisamente porque su alma está más allá de todo alcance («it was bis soul that suffered, and his soul I could not reach»). z. Esta «carencia de pasado» sólo tiene una excepción: el rumor que el abogado deja caer al final del relato acerca de un empleo anterior. Ahora bien, aunque este rumor tenga una indudable importancia hermenéutica -en prin­ cipio, para el propio narrador (y es de suponer, en consecuencia, que también para Melville, dado el lugar de honor que le reserva en el epílogo del relato), pero asimismo para Giorgio Agamben, que en «Bartleby o la contingencia» cree, con argumentos muy convincentes, haber encontrado en él la clave de la figura del escribiente (no así, desde luego, en el caso de Deleuze en su «Bar­ tleby o la fórmula»)-, no conviene perder de vista que se trata de un mero ru­ mor -algo que el abogado no conoce de primera mano y sobre cuyo carácter indirecto, así como sobre la inseguridad de su fundamento, no deja de adver­ tir («Upon what basis it rested, I could never ascertain, and hence, how true it is I cannot now tell» [«Nunca pude cerciorarme de la base en que se apoya­ ba ese rumor y, por tanto, no puedo medir lo que en él hay de verdad»]). Este

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parientes, de su lugar de nacimiento o de su situación ante­ rior al momento en que entra en contacto con el abogado, cuyas pesquisas para obtener directamente de Bartleby esta información -o cualquier otra- fracasan estrepitosamente. -Bartleby, ¿podrías decirme dónde naciste? -Preferiría no hacerlo. -¿Querrías decirme algo sobre ti? -Preferiría no hacerlo. -¿Por qué razón te niegas a hablar conmigo? Siento simpatía por ti.

[...] -¿Qué me respondes, Bartleby? [...] -Preferiría no responder en este momento1. carácter indirecto es especialmente importante si tomamos en serio la indica­ ción del narrador al comienzo del relato, según la cual, en el caso de Bartleby, no puede asegurarse nada que no proceda de fuentes directas («Bartleby was one of those beings of whom nothing is ascertainable, except from the origi­ nal sources»), Como enseguida sugeriremos, en este caso resulta esencial que cl cuerpo del relato se atenga a aquello que el abogado ha visto con sus pro­ pios ojos (y la necesidad de atenerse a ello es incluso lo que obliga a Melville a cercenar el rumor del cuerpo narrativo principal, ofreciéndolo sólo en el epí­ logo), es decir, a aquello que ha presenciado, que ha vivido errpresente, exclu­ yendo como hipótesis marginal el rumor que procede del pasado. i. «“Will you tell rite, Burtleby, where you were born?” »“I would prefer not to." » “Will you tell me anything about yourself?" » “1 would prefer not to. ” » “But what reasonable objection can you have to sepak to me? I feel friendly towards you. ”

[...] »“What is your answer, Bartleby?’’)...] » “At present I prefer to give no answer”.» Ya antes el abogado había reparado en que Bartleby se ha negado a de­ cirle quién era, de dónde venía o si tenía algún pariente en alguna parte («lie had declined telling who he was, or whence he came, or whether he had any relatives in the world»). Aunque, como es lógico, la «declinación» supone una gran diferencia, esta misma carencia de pasado afecta a otros personajes de Melville, y notoriamente a su última criatura, el marinero Billy

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Y no se trata sólo de su pasado remoto, su infancia o sus orígenes, sino incluso de su pasado inmediato: Bartleby no lle­ ga a la oficina como uno que viene de otro lugar en donde hu­ biese estado antes (sobre todo: no viene «de la calle» ), Bartleby adviene («the advent of Bartleby», escribe Melville), aparece. Más claro aún es el hecho (que igualmente imposibilita su biografía) de que Bartleby no tiene porvenir alguno, de que carece por completo de proyectos de futuro; rechaza una por una todas las salidas que a su situación se ofrecen (es decir, renuncia a todos los futuros posibles para su presente): se­ guir trabajando, un despido indemnizado, otros puestos de trabajo, incluso irse a vivir a casa del abogado, hasta el pun­ to de que, cuando finalmente se le traslada a la cárcel -lugar de privación de libertad y, por tanto, de negación esencial del futuro, ámbito de los sin-futuro-, ello se hace, en palabras del abogado, ante la imposibilidad de imaginar algún futuro adecuado para el escribiente1. Una novela necesita un argu­ mento, y el argumento siempre es la explicación -más exac­ tamente la argumentación- del modo en que, a partir de una situación inicial, se desembocó en la situación final. En este caso, tal cosa es imposible porque faltan el principio y el fi­ nal a partir de los cuales se podría explicar la singularidad presente, es una historia sin planteamiento ni desenlace, una historia de la que sólo existe «el medio», pero no el comienBudd, protagonista de un diálogo comparable al recién citado; al pregun­ tarle su lugar de nacimiento, responde: «-Perdón, no lo sé. >>-¿No sabes dónde has nacido? ¿Quién fue tu padre? »-¡Sabe Dios!

»-¿Sabes algo sobre tus orígenes? »-No, señor.» (Billy Budd, marinero,]. M. Vaiverde, Barcelona, Planeta, 1971 [reed. Salvat/Alianza], pp. 26-27.)

i. El abogado sugiere un encierro lo más liviano posible hasta que pue­ da tomarse alguna determinación menos tajante (es decir, imaginar otro fu­ turo más plausible), «aunque, a decir verdad, no podía hacerme idea de cuál pudiera ser» («till something less harsh might be done -though, in­ deed, l hardly knew what»).

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/.o ni el fin. ¿Significa eso que la historia de Bartleby tiene unicamente «nudo»? Si Bartleby no tiene ayer ni mañana, ¿es todo él presente? Lo es, en cierto modo, en el sentido de que, al no proceder de ningún otro lugar ni tener otro lugar adúnde ir, Bartleby sólo puede estar en la oficina del aboga­ do (que se niega a abandonar en todo momento, y de la que no sale quizá ni un solo instante desde que es contratado has­ ta que se le expulsa por la fuerza), oficina que constituye su presente, su único lugar de presencia. Esta inquebrantable adhesión al presente queda reflejada en expresiones obsesi­ vamente repetidas («No; I would prefer not to make any change» [...] «I like to be stationary», «No: at present 1 would prefer not to make any change at all») que indican que su única temporalidad es «ahora» («at present»): siempre estaba allí («he was always there»). El abogado no tarda en descubrir que Bartleby no va nunca a ninguna parte, que de hecho jamás sale de la oficina, que vive alii («It was quite sure that he never went anywhere in particular...»). Pero lodo aquello que no puede pensarse como consecuencia de un tiempo anterior, todo aquello de lo cual no cabe imaginar una prolongación en el futuro, se torna inusualmente ligero y liviano, transparente, transhícido, eminentemente frágil e inconsistente. Así, el presente de Bartleby -lo único que tie­ ne, su presencia- es algo que pasa casi inadvertido. Esto, además de la escasez de su alimentación1, explica la fragili­ dad, la extremada delgadez de Bartleby y su constante paliI. Que Bartleby vive sin comer es una sospecha que empieza a rondar la mente del abogado cuando repara en que jamás le ha visto fuera de la olicina; llega entonces a la conclusión de que, sin salir de la oficina, se ali­ menta exclusivamente de bizcochos con jengibre («Zingiber officinale») < I u e le traen a las once d e 1 a mañana: «He never eats a dinner, properly speak­ ing» («Nunca come propiamente hablando»). Y, más adelante: «It was

quite sure he never visited any refectory or eating-house; while his pale face indicated that he never drank beer... or tea and coffee even» ( «Era casi se­

guro que nunca iba a un comedor o a una casa de comidas; por otra parte, su cara pálida revelaba que nunca bebía cerveza, ni siquiere café o té»). El propio Bartleby confirma esta sospecha cuando el cocinero de la prisión,

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dcz. Rartleby no está en la serie del tiempo, adviene sin an­ tecedentes y permanece sin consecuencias: es, exactamente, un espíritu, un espectro -algo situado fuera de la cadena de la causalidad física-, el fantasma de la oficina, el espíritu de los escribientes. No se puede hacer la biografía de un fantasma, de un aparecido (su empleador llega a expresarse diciendo: «apareció la aparición de Rartleby» [«the apparition ofBartleby appeared»], cuando le encuentra casualmente en la ofi­ cina un domingo por la mañana), por la simple razón de que un fantasma no tiene biografía. Es un espectro que sólo se aparece en la oficina, y ello explica su negativa a salir de ella, como si el aire exterior (el «aire libre») resultase para él tan letal como la comida. Así pues, tampoco parece haber, en sentido estricto, nudo. Tal es el misterio de Rartleby: su presencia es al mismo tiempo opaca -impenetrable ( «su alma estaba fuera de mi al­ cance»)-y superficial como una piel sin cuerpo, o más bien es impenetrable justamente porque no tiene interior, porque no hay ningún lugar en donde penetrar, es toda ella exterio­ ridad, en un retrato fiel de las condiciones del buen escribien­ te antes enumeradas. Si la literatura es hija de la interioridad, de la privacidad, he ahí otra razón por la cual la vida de Rar­ tleby está irremediablemente perdida para la literatura. La novela necesita personajes con vida interior, con personali­ dad, puesto que sólo hay literatura cuando lo escrito deja de ser «letra muerta», copia literal pero muda, para ser leído (o sea: interpretado) por esa voz interior y privada que vivi­ fica la letra. En este sentido, hemos de considerar todos los esfuerzos del abogado por enterarse de quién es Rartleby, I

por mediación del abogado, le pregunta si desea algo especial para comer, a lo que responde: «I prefer not to dine to-day, it would disagree with me; I am unused to dinners» («Prefiero no comer hoy; desentonaría conmigo: no tengo costumbre de comer»). Cuando el mismo cocinero pregunta al abogado, durante su segunda visita a la cárcel, si Bartleby vive sin comer, el narrador responde afirmativamente mientras cierra los ojos del cadáver («Lives without dining»).

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por penetrar en su interior o interpretar su conducta, como es1111 rzos por convertirse en escritor, en literato o en novelista que interpreta y resucita la letra muerta. En cierto modo, son intentos de distinguirse, como escritor (alguien que inventa, que crea, que no se limita a repetir sino que construye mun­ dos, tramas de sentido, personajes con alma), del escribien­ te (el que sólo copia y reproduce sin entender ni imaginar, como un autómata sin juicio personal). Y son estos esfuerzos los que se estrellan una y otra vez contra un muro de silen­ cio. Las «interpretaciones» del abogado, como han notado Agamben y Deleuze, son siempre ridiculas (así cuando pien-a en un trastorno mental como causa del comportamiento de su empleado, o cuando interpreta la negativa de Bartleby a seguir copiando como consecuencia de una enfermedad de la vista) e inverosímiles y, por ello, una vez más, incapaces de constituir el argumento de una novela. Sin embargo, más que un silencio absoluto, el muro de Bartleby manifiesta el silencio de la escritura del que ya ha­ blaba Platón en el Fedro: si se les pregunta a las letras lo que quieren decir, ellas sólo responden «con el más altivo de los silencios», prefieren no significar nada. También el abogado habla, a propósito del silencio encubierto de Bartleby -encu­ bierto por un discurso que sólo aparentemente es tal-, de al­ tivez y soberbia («pallid haughtiness»). Bartleby no se calla, repite insistentemente las mismas fórmulas, como las repiten los escritos que él copia sin leer. Y así como esas letras no le dicen nada al copista, tampoco el copista cuando repite fór­ mulas lingüísticas quiere decir nada con ellas (al carecer de interioridad, no acompaña su discurso de ninguna inten­ ción). «Lo mismo les pasa a las palabras escritas. Se creería que hablan como si pensaran, pero si se les pregunta con el afán de informarse sobre lo que dicen, expresan tan sólo una cosa que es siempre la misma» (Fedro, 273d): prefer not to, prefer not to, prefer not to; rechazan toda lectura, toda inter­ pretación. Por eso todas las interpretaciones del abogado están condenadas al fracaso, porque no hay nada que inter­ pretar ni que novelar, sino únicamente «frases hechas», for-

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mulismos huecos. Toda lectura de Bartleby, el escribiente es un misreading, porque Bartleby, el escribiente, es un unreading; jamás se le ha visto leyendo, ni siquiera el periódico, sino solamente copiando o mirando al muro ciego cercano a su mesa'. Como un manuscrito cuyo significado nadie pudiese descifrar, Bartleby es un ser impenetrable, inexpugnable: na­ die sabe quién es. El abogado confiesa esta ignorancia en varias ocasiones a lo largo del relato. Una de estas declaraciones se produce cuando los nuevos inquilinos de sus antiguas oficinas -en donde Bartleby ha quedado abandonado como un mueble in­ servible- vienen a preguntarle: «-¿Quién demonios es? -La verdad es que no puedo darle información alguna. No sé nada sobre él (I know nothing about him)». Otra se encuen­ tra al final del relato o, mejor dicho, en su epílogo: «Permíta­ seme decir que, si este breve relato ha interesado al lector lo suficiente como para despertar su curiosidad acerca de quién fuera Bartleby..., mi única respuesta posible es que comparto plenamente esa curiosidad, pero soy completamente incapaz de satisfacerla»1. Esta es la (para el abogado) terrible verdad: que Bartleby muere sin que nadie sepa quién es (ni ninguna otra cosa de sustancia sobre él). La vida de Bartleby está irre­ mediablemente perdida, no sólo para la literatura. Es irrecu­ perable. Es cierto que hay intentos de derribar ese muro de si­ lencio o de formulismos huecos, además de los reiterados interrogatorios cuyo desenlace es siempre la preferencia ne­ gativa. Nada más contratarle, el abogado instala a Bartleby en la parte de sus dependencias que él mismo ocupa (sepa­ rada por puertas correderas de sus otros asistentes), pero le aísla de su vista mediante un biombo de color verde: «And thus, in a manner, privacy and society were conjoined» ( « Así, i. «I had never seen him reading -no, not even a newspaper; that for long periods he would stand looking, at his pale window behind the screen, upon the dead brick wall.» z. «Let me say, that if this little narrative has sufficiently interested him [the reader], to awaken curiosity as to who Bartleby was..., I can only re­ play that in such curiosity l fully share, but am wholly unable to gratify it.»

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cu cierto modo, se conjugaba la privacidad con la vecindad»). A partir de este momento, él narrador se refiere en repetidas ocasiones al lugar ocupado por Bartleby como «su privaci­ dad» («bis privacy »). Pero cuando, intrigado por el misterio, se decide a violar esa privacidad -alegando, igual que en el epilogo, la necesidad de «satisfacer su curiosidad»-1, él mis­ mo comprende que no hay tal cosa (Bartleby no tiene nada de su propiedad: vive en casa de otro y su mesa-alcancía es tam­ bién de otro)2 3. La mesa es metáfora del mismo Bartleby: como él, no tiene nada (de interés) en su interior, nada perso­ nal u original. No es nadie en particular, no tiene privacidad porque no es un individuo privado. Tal es otra de las fórmu­ las que Bartleby repite insistentemente: I am not particular No tiene nada dentro: su aparente privacidad está totalmen­ te vacía. Cuando el abogado dice que Bartleby «no ha dejado nada», se olvida de sus copias, las copias que ha hecho para él mientras escribía. ¿Por qué no acude a ellas en busca de respuesta? Porque sabe que son letra muerta, que en ellas no ha puesto Bartleby nada de sí mismo -salvo su letra, pero, al ser un escribiente, ésta no debe tener nada de personal, debe ser un estereotipo-. No hay que perder de vista la rela­ ción entre esta repetición mecanizada de fórmulas legales y la reiteración obsesiva, por parte de Bartleby, de su propia fór­ mula vacía de sentido, «I would prefer not to». El abogado, precisamente por serlo, tiene que interpretar el sentido de i. «The gratification of no heartless curiosity, thought I.» z. «Después de todo -se dice el abogado, para eliminar su mala con­ ciencia de violación de intimidad-, la mesa es mía, y también su contenido, de manera que puedo aventurarme a registrar su interior» («Besides, the

desk is mine, and its contents, too, so I will make bold to look within»). 3. También esta formula se repite varias veces, pero es digno de nota

que aparece cuando el abogado le propone trabajar como secretario; BarI leby rechaza esta propuesta, pero añade inmediatamente «I am notparti. 1 dar» (es decir, si no quiere trabajar como secretario no es porque se conid ere un individuo privado que no podría ser secretario porque, en todo cuso, sería él quien tendría que tener secretario: no quiere ser secretario pero tampoco tener secretario, no tiene ningún secreto que guardar).

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esas fórmulas legales; Bartleby no tiene que interpretar nada, sólo copiar, puede perfectamente -hasta debe- soslayar cual­ quier intromisión del sentido, tiene que abstenerse de com­ prender, no tiene que ser literario sino simplemente literal. El escritor -literato e intérprete- tiene forzosamente que leer lo que escribe (y comprenderlo mejor o peor desde esa lectura solitaria, silenciosa e interior que caracteriza a la literatura); el escribiente sólo tiene que verlo, tiene que actuar mecánica­ mente, sin comprender, sin leer, sin interiorizar ni interpre­ tar, el escribiente tiene que resistir a cada paso la presión de su entendimiento que le impele a interpretar, tiene que repe­ tirse a sí mismo, cada vez que se siente inclinado a compren­ der algo de lo que escribe: / would prefer not to. O, lo que es lo mismo, Bartleby es una de esas copias que se pueden ver pero no leer ni comprender', no es un original (una persona, un personaje) sino una copia, no es un espíritu encarnado sino sólo un pergamino desalmado, letra muerta (los espí­ ritus no tienen espíritu, y el espíritu de los copistas sólo pue­ de ser una letra). La traducción literal de esa Dead Letters Office (que interpretamos como «Oficina de cartas no recla­ madas») en donde se rumorea que Bartlebty trabajaba es: Departamento de Letras Muertas. Sólo comprendiendo que Bartleby mismo es una fórmula, una letra muerta, podemos comprender su relación con los muros y las paredes, relación que, como ya hemos visto, no es la de una «defensa de la privacidad». Al contrario, más bien quienes están «tras los muros» (de la cárcel) son los que carecen de privacidad. La Pared está presente en todo el re­ lato, desde el mismo título, cuya forma completa original (en la revista Putnam's Monthly Magazine de noviembre de 18 5 3 ) era: «Bartleby, the scrivener: a Story of Wall Street», es decir, al pie de la letra, «un relato de la calle de la Pared» (el subtítulo fue eliminado en la edición posterior, considera­ da canónica, en The Piazza Tales, 1856); y, como acabamos 1 1. Recuérdese que el abogado insiste en que lo que cuenta de Bartleby no es lo que ha comprendido, sino lo que ha visto con sus propios ojos.

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/ de recordar, la mesa de Bartleby está situada junto a una ventana que da a un muro, y separada de la del abogado por un panel. También hemos señalado que el narrador le des­ cribe a menudo como entregado a sus «dead-wall reveries», lo que interpretamos como «ensoñaciones de pared ciega» pero que, literalmente, significa que está «absorto en la pared muerta». La querencia de Bartleby por los muros se comple­ ta con los de la prisión en donde es encerrado. Se diría que bartleby muere por falta de muros. Su desgracia comienza cuando los encargados de la mudanza le «desnudan» retiran­ do el panel verde tras el que se ocultaba, privándole del en­ cierro, que es su condición vital, y dejándole al descubier­ to, como «el inquilino inmóvil de una habitación vacía»; al ingresar en prisión sin estar acusado ni condenado por nin­ gún delito, se le permite vagar («wander») por la cárcel a su antojo (es decir, se le priva otra vez de las paredes ciegas, su condición vital), y el abogado que acude a entrevistarse con él le encuentra, en el patío, de cara a la pared («bis face towards a high wall»); finalmente, elige, para su último re­ poso, acurrucarse junto a la base de los muros de la cárcel1, l’ero no es «el otro lado del muro» lo que Bartleby busca, sino el muro mismo, la pared ciega. Primero, porque un espectro necesita un muro en el que aparecer, una sombra necesita nna pared en la que proyectarse; pero, sobre todo, porque una letra necesita una superficie en la que inscribirse, un folio en el que reposar. El propio Melville sugiere esta clave cuando explica que, al final de la mudanza, el biombo de Bartleby -la lili ima pieza que se saca del despacho- es retirado «being folded up like a huge folio» («plegándolo como un enorme folio»): el panel, la pared de la calle o los muros de la pri­ sión son las hojas de papel en donde yace la letra muerta lla­ mada Bartleby.

I.«

<Strangely huddled at the base of the wall.

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La declinatoria Todo cuanto su empleador, que narra su historia, obtiene de Bartleby son negativas o, más exactamente, denegaciones, declinaciones. Bartleby no se defiende de la curiosidad con la solidez de un muro que se yergue recto contra los ataques, sino con el declive o la inclinación de un talud por el cual se deslizan hasta anonadarse todas las preguntas, todas las ór­ denes, todas las sugerencias, todos los requerimientos. Las negativas de Bartleby no son protestas contestatarias de un rebelde, sino amables dilaciones de quien declina una invita­ ción con las buenas maneras de un hombre educado que di­ fícilmente pierde la compostura. Bartleby declina cotejar los manuscritos que ha copiado, declina acercarse a la oficina de correos o avisar a otros empleados, declina recibir al aboga­ do un domingo por la mañana en su propia oficina, declina decirle dónde nació o cualquier otra cosa sobre sí mismo, de­ clina darle respuesta alguna, declina ser razonable, declina abandonar la oficina y rechaza todo alimento que no sean sus bizcochos de jengibre, declina hacer cualquier cambio de estado o situación, declina seguir escribiendo, declina acep­ tar cualquier empleo, declina la invitación del abogado para irse a vivir con él a su casa... Parece, en fin, replegarse de tal modo sobre sí mismo -tras un muro de silencio o, en todo caso, de fórmulas lingüísticas equivalentes al silencio, al sin­ sentido- que no podría obtenerse, a partir de esos retazos de acontecimientos que el narrador relata, otra cosa que una suerte de fragmentaria biografía negativa: Bartleby sólo pue­ de definirse por todo aquello que no prefiere, por todo lo que declina, por la pared de silencio o de sinsentido que propaga a su alrededor, por la invisible barrera inclinada que segre­ ga y que desvía todos los empeños de que se «abra a los de­ más»; de la identidad de Bartleby sólo puede saberse lo que ella no es, la vida de Bartleby (al ser mera exterioridad, piel sin cuerpo) sólo se puede contar desde fuera, por los bordes, por lo que no hace, por todo aquello que rechaza y que, más

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■ 1110 estrellarse contra el muro, se desliza por su pendiente, tom) en aquella canción de John Lennon -verdadero ejerci­ cio de teología negativa, pues la canción se titula precisani'-nte «Dios»- que se compone de una larga serie de declinaiones o rechazos, de una larga serie de términos precedidos siempre de la fórmula I don’t believe in... Pero, a diferencia elf lo que ocurre en esa canción (que la incredulidad afecta a muchas cosas pero deja a salvo una, sacrosanta y bien poco original: el mismísimo yo [I just believe in me... that’s rea­ lity... dream is over], fundamento inconcluso de la realidad qm- anula todo sueño, ilusión o fantasía, como otrora le su­ cediese a Descartes), la pesadilla de Bartleby no concluye con un despertar a la realidad. Cuando el abogado acude a visiIarle por segunda vez a la cárcel, uno de los guardias le dice que está «durmiendo en el patio». Y, en efecto, según reco­ noce el narrador, «de no ser por sus ojos vidriosos se hubie­ se dicho que dormía»; todavía después de haberle cerrado los párpados, el abogado tiene que oír la pregunta: ¿Está durmiendo, no? («Eh -He’s asleep, ain’t be?»). El piano in■ li nado, por el cual todos los intentos de obtener informa■ ión se han deslizado hacia la nada, se encuentra entonces en equilibrio. En defensa de la teología negativa, Tomás de Aquino argumentaba que de Dios -quien tampoco es un «particu­ lar»- se puede predicar su ser únicamente, pues su definición es imposible: «Esto no significa que estemos reducidos por ello a un silencio completo. A falta de alcanzar la esencia de I Hos, se puede intentar determinar lo que no es... podemos recoger un número más o menos considerable de diferencias negativas que nos harán conocer, cada vez con mayor preci­ sión, lo que no es... Al distinguir la esencia desconocida de un numero creciente de otras esencias, cada diferencia negativa determina con mayor precisión la diferencia precedente y li­ ni iht cada vez más el contorno exterior de su objeto»1. Esto es i. Etienne Gilson, El tomismo, Fernando Mugica (trad.), Navarra, I i INSA, 1978, pp. 160-161.

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lo que, perversamente, ocurre en el régimen de ontologia ne­ gativa en el que aparece Bartleby: cada preferencia negativa, cada anuncio acerca de lo que Bartleby prefiere no hacer es una nueva inclinación de la pendiente del muro, y por ello el ángulo se va agravando con cada nueva declinación, con cada rechazo, hasta tornarse del todo insoportable; cuando Bartleby declina por primera vez, todavía estaría a tiempo de enderezar la situación, de corregir el absurdo que introduce; incluso podría hacerlo después de la cuarta o la quinta decli­ nación, pues el abogado no deja de ofrecerle la oportunidad de rectificar hasta el último momento1; pero su insistencia lle­ va a un enrarecimiento tal -a una tal determinación de su «contorno exterior»- que le coloca en un punto de no retorno (hay que trasladarle a la cárcel -«the Tombs», literalmente: la tumba-) y, con la última negativa -el rechazo del alimento: «preferiría no comer hoy»-, el ángulo se cierra completa­ mente y Bartleby cae al suelo: digamos que su «esencia» (su identidad) queda entonces «perfectamente delimitada» en sen­ tido negativo, su cara externa -y no tiene otra- queda perfec­ tamente determinada, Bartleby escapa completamente de la curiosidad, se pierde irremediablemente para la literatura. Parafraseando a Pierre Aubenque, diríamos que la negación de la literatura se convierte aquí en literatura negativa2, deter­ minación del objeto -en este caso, del sujeto, del personajepor sus bordes externos, por su piel. i. «Say now, you will help to examine papers to-morrow or next day: in short, say now, that in a day or two you will begin to be a little reasona­ ble-say so, Bartleby» («Dime que mañana o pasado mañana ayudarás a comprobar documentos: dime, en fin, que en un día o dos empezarás a ser un poco razonable, dímelo, Bartleby»), i. Aubenque utiliza dos veces esta expresión, primero para referirse a la teología («la negación de la teología deviene teología negativa») y luego a la ontologia («la negación de la ontologia se identifica con el estableci­ miento de una ontologia negativa»), aunque matiza que, en este segundo caso, la negación es doble: «no revela sólo la impotencia del discurso hu­ mano, sino la negatividad de su objeto» (y éste es, desde luego, el caso de Bartleby). Véase El problema del ser en Aristóteles, Vidal Peña (trad.), Ma­ drid, Taurus, 1974, pp. 466-467.

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Se llama declinatoria a un acto jurídico (relacionado con la inhibición y el desistimiento, ambos plausibles traducciones del «prefer not to») que tiene la forma de una petición, y med iante el cual un litigante declina el fuero o rechaza al j uez que actúa en su caso. El formulismo de Bartleby («1 would prefer not to») es declinatorio porque, en efecto, aunque no significa nada, consigue hacer algo (exasperar, desesperar o provocar perplejidad y enrarecimiento, del mismo modo que las fórmu­ las de la teología negativa no dicen qué es Dios pero hacen el vacío a su alrededor). Ahora bien, si el efecto de esta fórmula es más cómico que trágico, y si en ella, como observa Deleuze, no hay ninguna incoherencia gramatical, esto sucede porque lo que su uso produce es una infracción pragmática: la frase, per­ fectamente correcta en el nivel sintáctico, es, para empezar, in­ compatible con la situación en la que se utiliza. La orden de un jefe a uno de sus empleados no es algo que pueda contestarse en términos de preferir o no preferir, no es una amable invita­ ción que se pueda declinar sino, entre otras cosas, un marca­ dor performativo de rango -quien da órdenes a otro señala así su superioridad jerárquica-, y esto es lo que despierta las bur­ las de los demás escribientes («¿Prefer not, eh?», ellos también preferirían no trabajar... ). Ahí se da, pues, una efectiva dene­ gación de la sumisión, una declinatoria, un no-reconocimien­ to o una impugnación de la jurisdicción: quien contesta a una orden como si fuera una invitación se resiste a aceptar la obe­ diencia debida al estatus; Bartleby rechaza que el abogado tenga autoridad para darle órdenes o fuero para juzgarle. Pero es que, en segundo lugar, la negativa de Bartleby es también autoirónica. «Preferiría no hacerlo» es, como ya hemos seña­ lado, un eufemismo: no es que el escritor prefiera no hacer li­ teratura con Bartleby, es que no puede hacerla. En el mismo sentido, todas las cosas a las que Bartleby se niega son cosas que, en realidad, no puede hacer -justamente porque no es un particular, porque no es nadie en particular-: no es que sea mejor (preferible) no hacerlo, es que no es posible hacerlo (la ironía reside aquí en preferir lo necesario a lo imposible), por­ que no tiene opciones ni alternativas, rechaza toda interpreta-

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ción, anula la hermenéutica, es irremediable e irrecuperable. ¿Cómo podría una letra muerta admitir diálogo alguno?1 A Bartleby se le puede internar en la cárcel, pero no se le puede juzgar (en cierto modo, su problema, el problema de su «ontologia negativa», es inverso al de la teología negati­ va: no es su magnitud infinita lo que le aparta de la literatu­ ra sino, al contrario, su insignificancia, su crimen es dema­ siado pequeño, todo fuero que se le pudiese aplicar sería excesivo y exorbitante para él), así que no hay más remedio que condenarle sin juicio y, de hecho, injustamente y sin cul­ pa, o sin más culpa que esa insistente frasecilla, lo cual (con­ denar a inocentes, imponer penas sin crimen) constituye una de las más graves infracciones para un Estado de Derecho“. i. En una curiosa declaración, Gadamer señala a Derrida -el centro de cuya reflexión está ocupado justamente por la escritura- como su Bartleby particular: una objeción viva contra su tesis del diálogo hermenéutico; como le sucede al abogado con Bartleby, Gadamer entiende que el problema de De­ rrida es que prefiere no dialogar, «que la diferencia entre Derrida y yo mismo es que yo me quiero entender con él hablando ambos... [lo que es imposible debido a] la incapacidad de Derrida para el diálogo» (Carsten Dutt [ed.], En conversación con H. G. Gadamer, T. Rocha [trad.], Madrid, Tecnos, 1998, pp. 66-67). 2.. Deleuze ha señalado que Bartleby, dentro de ¡as familias de perso­ najes de Melville, pertenece a la estirpe de los Inocentes, de la que también forma parte Billy Budd. La comparación, ya ¡o hemos sugerido, es fructífe­ ra, pues también Billy Budd tiene una «dificultad de palabra» que será su perdición. Billy, una de tantas víctimas de la leva forzosa de Su Majestad, que ha navegado en un barco llamado Derechos Humanos (recuérdese la afirmación de Rimbaud: «hablo de familias como la mía, que se lo deben todo a la Declaración Universal de Derechos del I lombre»), es víctima de la inquina del maestro armero Claggart, que ¡e acusa injustamente ante el capitán. Cuando el marinero es llamado a presencia de ambos para res­ ponder a las acusaciones, su tartamudez le impide hablar e, indignado con­ tra Claggart, le zarandea, provocándole accidentalmente la muerte. En es­ tas condiciones, y a pesar de estar convencido de su inocencia, el capitán Vere no tiene otra alternativa que ordenar su ejecución; y, tratándose del castigo de un inocente, no hay manera de salvar ni siquiera su alma: el ca­ pellán que le asiste en sus últimos momentos ve en él a «alguien a quien, aun en los confines de la muerte, sentía que no podría jamás convertir a una doctrina» (Conversaciones, op. cit., p. r 3 5).

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Bai ileby es uno a quien no se puede hacer justicia, tan ino­ cente que no se deja juzgar, y lo único que de él se condena es, precisamente, su inocencia (su falta de historial delictivo o clínico, su falta de personalidad). ¿No tiene todo esto mu­ ri o que ver con la imposibilidad de convertir a Bartleby en literatura? ¿No es Bartleby uno de esos «hombres infames» di cuyas vidas Foucault aseguraba que «han conmovido en mi interior más fibras que lo que comúnmente se conoce como literatura... esas vidas íntimas convertidas en brasas muertas en las pocas frases que las aniquilaron... No son cuasi-literatura, ni subliteratura, ni tan siquiera el esbozo de un género; son fruto del desorden, el ruido, la pena, el tra­ lla jo del poder sobre las vidas y el discurso que verbaliza torio esto»1 2. La imposibilidad de encerrar a Bartleby entre rejas es la imposibilidad de enterrarlo (recordemos que el narrador se n 1 iere a la cárcel como «la tumba»): es un encarcelado sin crimen -«cargar con la pena sin tener la culpa: he ahí lo divi­ no», así decía Nietzsche-, un muerto en vida o un alma en pena, como esos desdichados cuyos avisos coleccionaba Fou­ cault, un inocente que, sin embargo, no puede ser salvado ni, en rigor, condenado, y por tanto no se le puede enviar al in­ fierno sino únicamente al limbo. Su único pecado es, como decíamos, la inocencia, y quienes han cometido «el menor de lodos los pecados» (quod ínter omnia peccata minimum est) son privados de la gracia, pero «la privación de la gracia no tiene razón de culpa, sino de pena (privatio enim gratiae non habet rationem culpae, sed poenae), pues donde hay menos Lie voluntario hay menos de culpa»’. No obstante, el limbo, ei i cuanto pena, sólo puede ser una zona -precisamente la zona exterior- del infierno. Según la doctrina del concilio de Caria­ gli, en el Juicio Final, «quien no esté a la derecha de Cristo 1. Michel Foucault, La vida de los hombres infames, Madrid, La Pi• Hiera, ryyo, pp. 175-202.. 2. Tomás de Aquino, Comentario al Libro II de las «Sentencias», Art. I, Uesp. (F. Barbado y otros, Suma Teológica, op. cit., pp. 664 y ss.).

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estará indudablemente a su izquierda». Y por esto Bartleby deambula por el patio de la prisión, fuera de las celdas («Allí le encontré», declara el abogado, «de pie, solo, en el patio más tranquilo..., mientras, a su alrededor, entre las apretadas rejas de las ventanillas de las celdas, me pareció ver como le acechaban las miradas de ladrones y asesinos»), es decir, en los confines del infierno. En este sentido, la declinatoria de Bartleby («No tengo nada que decirle», 1 want nothing to say to you) expresa, como todas, una petición: reclama el derecho (de los inocen­ tes) a no declarar, el derecho al silencio. Quienes le «cono­ cen» apenas pueden verle (pasa inadvertido), pero ante todo no pueden «leerle» (comprenderle), y cuando habla lo hace sin decir nada. Como una partitura escrita en una clave des­ conocida, prefiere no ser interpretado. Declina toda interpre­ tación. Se atiene a la letra (como Rimbaud cuando, contes­ tando a una carta de su madre que, alarmada tras la lectura de Una temporada en el infierno, le preguntaba qué signi­ ficaba todo aquello, qué había querido decir con ese poema, responde lacónicamente: «literalmente lo que dice»). Para ello tiene que poner en entredicho un principio ya establecido con claridad por Descartes1 2: que toda percepción contiene, normalmente, un juicio (digámoslo más claramente: un pre­ juicio), que ver y, en general, percibir, ya es -aunque inadver­ tidamente- leer y, por tanto, comprender, interpretar y juz­ gar. Contra esta doctrina -sobre la que se apoya toda la hermenéutica- sólo se puede presentar como excepción aque­ llo que pasa desapercibido'. El copista ideal, según decíamos, es justamente aquel que ve (la letra) y la escribe (la copia) sin 1. En las «cuartas respuestas» a las objeciones de Arnauld contra las Meditaciones metafísicas. 2. Leibniz, por ejemplo, alegaba el caso de las micropercepciones in­ conscientes o de los estados de desmayo: si, tras un desvanecimieto repen­ tino o al despertar del sueño, nos hacemos repentinamente conscientes de nuestras percepciones, esto significa que ellas ya estaban allí -aunque sin ser juzgadas, interpretadas ni comprendidas, como algo que pura y simple­ mente era- durante nuestra ausencia.

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leerla, comprenderla n i interpretarla, pues carece de interiori­ dad. HI copista ideal es el que pasa desapercibido, aquel cuya presencia -y sobre todo su personalidad- no deja huella en lo que copia. Una suerte de máquina de escribir. Y, como ya liemos notado, no hay mejor ejemplo de «negación de la literatura» que la actividad de taquígrafos, estenotipistas y mecanógrafos: se limitan a registrar lo dicho, literalmente, sin interpretar. Y, del mismo modo que un condenado sin jui­ cio es una grave anomalía jurídica, una percepción sin juicio i-, una grave anomalía epistemológica. Se trata, pues, de esto: Bartleby es lo que se resiste a la in­ terpretación. Cuando Platón se quejaba de los peligros de la escritura (con respecto a la oralidad perdida) quería ya, sin duda, decir que la palabra corre el riesgo de perder su signifi­ cado propio o recto en cuanto se escribe, porque al hacerlo (al trasladarse desde una situación determinada a esa especie de «no lugar» que es la página, el folio o la tablilla) pierde su contexto. De un modo distinto, pero no contrario, la doctri­ na moderna del significado contrapone la hermenéutica a la literalidad apelando precisamente a una «recta interpreta­ ción» que sólo puede confirmarse por su contexto (la totali­ dad del texto si se trata de una frase escrita, la situación de habla si es una locución pronunciada, o bien la tradición otros textos y situaciones- y la proyección hacia el futuro si se trata de una obra del presente). Y esto es lo que rechaza la obstinación de Bartleby: es una letra que declina todo contex­ to, y por ello sus frases son siempre incoherentes desde el punto de vista pragmático, son inadecuadas a la situación, bartleby se resiste a relatar su pasado o a aceptar algún pro­ yecto de futuro porque sabe que, si lo hace, será inmedia­ tamente interpretado (por el abogado, representante en la narración de la intención hermenéutica) en función de ese pa­ sado o de ese futuro, se le hará una biografía, se neutralizará su literalidad, la literalidad de su frágil existencia presente apelando a su pasado o a su porvenir, se encontrarán en sus intenciones o en sus recuerdos las raíces de su comportamien­ to actual, y con ello se mancillará su inocencia.

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No cabe duda de que un signo sólo puede tener un signifi­ cado recto si se aquilatan lo más estrictamente posible su con­ texto y sus circunstancias (y éste es el problema de Bartleby y de su falta de historia: es una letra que no parece tener con­ texto ni circunstancia alguna, y por ello no tiene significa­ do recto sino sólo inclinaciones, declinaciones). Pero ¿quiere decir eso que el sentido viene del contexto? Apelemos a un ejemplo de Rafael Sánchez Ferlosio: en las cocinas antiguas había casi siempre una piedra, piedra que, a primera vista, se identificaba como que era «evidentemente» la piedra de ma­ cerar la carne. Preguntado alguien sobre el particular, hu­ biera dicho: «Es la piedra de macerar la carne, la he visto con mis propios ojos». Pero la evidencia se debilita -es decir, comprendemos que en esa percepción iba incluido un juicio o un prejuicio- si reparamos en que, trasladada al despacho, esa piedra se convertiría en un pisapapeles (que también afirmaríamos haber visto «con nuestros propios ojos»). En el dormitorio, la misma piedra sería un recuerdo de una me­ morable excursión por la provincia de Guadalajara. Y aún llevada al salón (y encerrada en una vitrina de cristal) se con­ vertiría en una curiosidad mineralógica. Esto parece reafir­ marnos en la idea de que ver es leer (la misma piedra es inter­ pretada de diferentes maneras), y de que hacemos diferentes lecturas (o sea: atribuimos diferentes significados al nombre «piedra») en función del contexto o, lo que parece venir a ser lo mismo, de acuerdo con la función a la que destinemos el útil. Una vez más: sólo hay sentido propio o recta inter­ pretación si se determina el contexto. En tal caso, si el significado es relativo al contexto (y, por tanto, la verdad se define como coherencia en el contexto), aquí se ofrecen ya dos posibilidades que señalan una opción: (a) ¿hemos de decir que se trata de la misma piedra en dife­ rentes contextos, es decir, del mismo nombre con diferentes significados (rectos, propios)? O bien (b), dado que el con­ texto determina la función y el significado, ¿hemos de decir que se trata realmente de diferentes piedras y diferentes nom­ bres (todos ellos propios)? Esta parece una «pseudocues-

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tion» tie esas que Quine juzgaría como de «diferencias me­ ta lis ¡cas insondables». Sin embargo, se siguen consecuencias 11 i lerentes en caso de adoptar una u otra opción de la alterM a ti va: la opción (a) deja abierta la posibilidad de que «algo» (aunque sea un algo muy vago y nebuloso) «supere» la di­ versidad ilimitada de los contextos; la opción (b) convierte la «tliferencia específica» (la función) de la piedra en cada contexto exactamente en su identidad sustantiva o esencial (dicho de otro modo: convierte el atributo «de macerar la carne» en un predicado analíticamente incluido en el sujeto «piedra», y la interpretación correspondiente en recta inter­ pretación o sentido propio). De este modo, cada habitante de una de esas esferas o contextos podría hacer bandera de sus significados propios y rectos -denotativos-y contraponerlos como «inconmensurables» (en el sentido de Kuhn) con res­ pecto a otros contextos. Y entonces podríamos encontrarnos con una «guerra de ficciones» incompatibles -el conflicto de las interpretaciones- en la cual no habría razón para preferir un contexto a otro o -lo que sería lo mismo- una piedra a otra, porque ello sería tan absurdo como considerar que la piedra del dormitorio es «más verdadera» que la de la cocina o que la piedra del salón es «más inmoral» que la del despa­ cho. Ésta es la situación en la cual normalmente se encuentran los abogados en un proceso judicial: cada una de las «partes» lince una interpretación diferente de la letra (de las declaracio­ nes de los testigos, recogidas por los taquígrafos y copistas) en virtud de su contexto y de sus circunstancias. No resulta muy difícil imaginar a los habitantes autóctonos del dor­ mitorio, de la cocina, del salón y del despacho, enzarzados en una disputa en la cual terminarían tirándose a la cabeza unos a otros las piedras de sus identidades irreductibles -en el peor de los casos- o -en el mejor- emprendiendo uno de esos litigios irresolubles que Lyotard llamaba diferendos. Sólo escapamos de esa trampa conservando la «piedra sin identidad» -esa letra muerta, sin interpretación, llamada «IKirtleby»-, o sea, sin contexto, esa piedra que es la misma, antes de haber recibido ninguna determinación o apellido

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contextual, una piedra caracterizada sin duda por su «pobre­ za denotativa» o por su «baja intensión», una piedra de baja intensidad (y por ello no demasiado eficaz como arma arro­ jadiza) que, sin embargo, no es tan pobre como para iden­ tificarse con la nada (sería, después de todo, una piedra con unas pocas características «comunes» a las piedras de mace­ rar, los pisapapeles, los souvenirs y las curiosidades minera­ lógicas), aunque hay que aceptar que sería lícito considerar­ la, debido a su indeterminación y a su indigencia semántica, «una piedra cualquiera» (en el bien entendido de que su «ser cualquiera» [= xj o su «cualquieridad» no significan aquí otra cosa que su «libertad» y su «independencia» con respecto a los contextos que, al restringir su significado, anularían esa libertad), una mera letra sobre un folio. «Una piedra cual­ quiera» quiere decir una letra que no tendría ningún signifi­ cado denotativo o recto, o propio, lo que no es lo mismo que no tener carga semántica en absoluto: se trataría de una letra cuya carga semántica sería una estela confusa de connota­ ciones (por así decirlo, llevaría implícitas en sus vetas y en sus manchas todos los contextos posibles, incluidos los in­ composibles, inconmensurables o incompatibles, constitu­ yendo el embrión de un «motivo» para hacer cesar la guerra entre tribus contextúales al hacer aparecer «algo» [cualquier cosa = xj que todas ellas tienen en común, aunque declinaría identificarse con este o con aquel significado propio de tal o cual contexto). En este mismo sentido, Bartleby el oficinista es un hombre cualquiera (no un particular), sin propiedades ni identidad recta (sólo sabe declinar), tan común que no se identifica con ninguna comunidad, tan impropio que carece de privacidad. Un hombre cuya función no se puede deter­ minar. Pues bien, a esa carga semántica connotativa e implí­ cita, de baja intensión, a esa cualquieridad, y a esa libertad «trascendental» de la letra con respecto a todo contexto em­ pírico se le podría llamar el sentido literal de la piedra o, si se quiere, del nombre «piedra». Ningún sentido explícito, nin­ guna denotación (por eso con esta arma no pueden hacerse

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>k-i (inaciones), no es lo mismo que ningún sentido en absolu­ to, sino que es lo mismo que cualquier sentido, exactamente cualquier sentido; esta piedra no es una piedra cualquiera, sino exactamente cualquier piedra, que es la primera (y la unica) que es legítimo arrojar, porque es la piedra del que ■ 'Sia libre de culpa, libre de contexto, libre de identidad. El sentido literal es irreductible a ningún significado propio o recto. Y aquí vuelvo a apelar a un ejemplo de Sánchez Feriosi o, en que don Quijote, con virtiendo en yelmo la bacía del burbero, dice: «Otro salto tan grande te hizo falta, bacía, para llegar a ser bacía, como el que ahora te hacen dar para ser yel­ mo». Captar la «falta de significado» (recto, propio, contex­ tual mente determinado) de la letra (o de la bacía, su capacidad para «llegar a ser» cualquier cosa, su falta de identidad explí­ cita, denotativa o contextual) es también captar su exceso de significante (connotacional, implícito), su «aureola metoni­ mica» ilimitada1. Y asimismo, decir de Bartleby que no tiene identidad o que no es nadie en particular, no es lo mismo que decir que no es nadie en absoluto sino que es un cualquiera. En pocas palabras: esa piedra cualquiera -la piedra en sentido literal, la que es literalmente piedra y nada más- que escapa, como Bartleby de la curiosidad, a todo contexto em­ pírico, es la fuente de la que mana la capacidad de descubrir un nuevo significado (es decir, un nuevo contexto: un nuevo planeta del sistema solar, un nuevo sentido para la bacía de barbero o una nueva acepción del término «dignidad hu­ mana»), y es la condición que impide que las restricciones contextúales (a cuya necesidad nada debe oponerse) puedan cerrar absolutamente el campo o, lo que es lo mismo, la con­ dición que impide que alguien pueda decir: «Y éstos son to­ dos los contextos posibles» (ni siquiera «Y éstos son todos los contextos reales»: puede haber un contexto aún no desI. Sobre todos estos aspectos, véase Rafael Sánchez Ferlosio, «Comeni.irios a Luden Maison», Los niños selváticos, Alianza, 1973 (parcialmenir reproducido en «Sobre la transposición», en Ensayos y artículos, II, Bar. clona, Destino, 199z).

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cubierto que la piedra cualquiera pueda sugerir desarrollan­ do alguna de las connotaciones implícitas que alberga). Un contexto (empírico, explícito, denotativo: el dormitorio, la cocina o el salón) no es más que el mínimo de condiciones restrictivas requerido para captar algo que está por comple­ to fuera de contexto, que no es empírico, ni explícito, ni de­ notativo, ni dormitorio, ni cocina, ni salón ni despacho: otra habitación, una habitación cualquiera y, sin embargo, una diferencia, una singularidad (¡no una identidad!): una letra (muerta, no interpretada). La ritual repetición del «1 would prefer not to» no es otra cosa que la manifestación de su ca­ rácter ceremonial1, es decir, de su carácter de copia radical, de sustantivamente no-original, puesto admirablemente de relieve por el derecho de los inocentes a atenerse a la letra y a rechazar todo juicio de intención. Elevando de categoría las antes mencionadas opiniones de Pascal y Benjamin, escribía Ortega que «El hombre enaje­ nado de sí mismo se encuentra consigo mismo como realidad en cuanto Historia... se ve obligado a ocuparse de su pasado, no por curiosidad ni para encontrar ejemplos normativos, sino porque no tiene otra cosa». ¿Qué decir, entonces, del que no tiene siquiera Historia, del que no puede contar su vida, si «para comprender algo humano, personal o colecti­ vo, es preciso contar una historia»1? ¿Habrá que declararle no-humano? La biografía (personal o colectiva) forja la per-

r. «Toda ceremonia |... [ es siempre, y por naturaleza, “lettre”, texto, re­ petición; no tiene primera vez. Ni siquiera las ceremonias personales, como los tiernos ritos que, especialmente a la hora de acostarse, suelen exigir, con admirable rigor litúrgico, los niños a sus padres -y que por esto mismo me­ recen plenamente llamarse ceremonias-, pueden jamás haber tenido primera vez: proceden, con toda probabilidad, de palabras, de actos o de gestos que algún día tuvieron que ser dichos o hechos, oídos y aceptados por vez pri­ mera, pero que tan sólo en su repetición -esto es, en una condición esencial­ mente ubicua- pudieron adquirir los caracteres de lo ceremonial» (Rafael Sánchez Ferlosio, «El caso José», en Ensayos y artículos, II, op. cit., pági­ nas 173-174). 1. Historia como sistema, Obras Completas, Alianza, tomo VI.

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Maliciad de un individuo, así como la novela forja, al con­ iai su historia, al personaje. ¿Qué decir, entonces, de todos n<|uellos cuyas vidas no pueden ser convertidas en literatura, de todos aquellos cuya historia no se puede contar ni nove­ lli, de todos aquellos de quienes no ha quedado más que su nombre y, si acaso, algunos formulismos huecos y vacíos? Como le sucede al abogado con Bartleby, las gentes de bien se sienten inclinadas a la piedad o a la compasión hacia estas personas, pero esta piedad se convierte en indignación cuanlo los encausados se niegan a hablar, cuando prefieren no ontiir su historia. scí

Se nos presentan hechos comprobados, un individuo que los reconoce y que acepta por tanto la pena que se la va a imponer... Y, sin embargo, la maquinaria se atasca, sus engranajes se aga­ rrotan. ¿Por qué? Porque el culpable se calla. Su silencio, no obsI ante, no se refiere a los hechos, a las circunstancias, al modo en que se desarrollaron los acontecimientos o a lo que pudo haber­ los provocado. Nada de eso. En realidad, el inculpado se calla, se escabulle ante una cuestión esencial para un tribunal de nues­ tros días [...]: «¿Quién eres tú?» [...] No basta con que el acusado responda a esta pregunta: «Soy el autor de los delitos que se me imputan, eso es todo. Juzguen, puesto que es su obligación, y condénenme si les parece». Al acusado se le pide mucho más, mucho más que el reconocimiento de sus acciones, se le exige una confesión, un examen de conciencia, una explicación de sí mismo, una aclaración de lo que él es. La maquinaria penal ya no puede funcionar simplemente con la ley, con la infracción y con un autor responsable de los hechos. Se necesita algo más, se requiere un material suplementario. Los magistrados, los miem­ bros del jurado, y también los abogados y el ministerio fiscal, no pueden realmente desempeñar su papel más que si se les propor­ ciona otro tipo de discurso: aquel que el acusado expresa sobre sí mismo, o aquel que, por medio de sus confesiones, recuerdos, confidencias, etc., es posible articular acerca de él. Si este discur­ so falta, el presidente del tribunal se acalora, el jurado se pone nervioso. Se presiona, se coacciona al acusado porque no sigue

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el juego [...] Un abogado defensor hizo esta sorprendente refle­ xión -la cito de forma aproximada-: «¿Se puede condenar a muerte a alguien que no se conoce?»1. Es sabido hasta qué extremo ha llegado en nuestros días esta situación. Los condenados a muerte y los grandes crimi­ nales venden su historia a los imperios de la comunicación para que la conviertan en narración literaria o cinematográfi­ ca, cuando menos televisiva (para esos telefilmes que se anun­ cian con el rótulo: «Basado en un hecho real»), y los procesos judiciales importantes son retransmitidos en directo por las cadenas más poderosas y en hora de máxima audiencia. Ya nadie se conforma con saber (qué pasó, quién lo hizo, etcéte­ ra), todo el mundo quiere comprender, todo el mundo quiere consumir historias, interpretaciones, y ello realiza en la prác­ tica la identidad teórica de ficción y no-ficción sostenida por la hermenéutica postgadameriana. Y no solamente se trata de los acusados, sino también de los testigos y de los miembros del jurado: también en sus casos es preciso conocer su per­ sonalidad, su historia, también a ellos es necesario primero comprenderles para decidir si están habilitados o no para juz­ gar o para decir la verdad. Contra el espíritu de las leyes ilus­ tradas, que justamente establecían que el código debe valer para cualquiera, siendo ilícito tomar en cuenta la personali­ dad particular, así como que el jurado debe estar compuesto de individuos cualesquiera, la administración de la justicia se ha convertido en un choque de personalidades (que, por tan­ to, requiere toda una infraestructura de entrenamiento psico­ lógico) y en un conflicto de interpretaciones. Esto no sólo es terriblemente perverso, sino profunda­ mente anti-melvilliano: por ejemplo, en Billy Budd, el capi­ tán Vere comprende perfectamente la inocencia (personal) de Billy pero, ateniéndose a los hechos, y aun considerando i. Michel Foucault, «La evolución de la noción de “individuo peli­ groso” en la psiquiatría legal», Déviance et société, vol. 5, n.° 4, 1981, pp. 403-422, en La vida de los hombres infames, op. cit., pp. 232-235.

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11nc la personalidad del marinero no es la de un asesino, no tiene más remedio que dictar sentencia en su contra. Al con­ trario, la tendencia que se detecta en los procesos judiciales actuales parece indicar que, puesto que se parte de la base de que no hay hechos, sino únicamente interpretaciones, no se condena al autor de un hecho, sino a una personalidad (que, por tanto, tiene que ser reconstruida con ayuda del acusado), y que efectivamente puede ser condenada o absuelta incluso en ausencia de todo hecho. Quien prefiere no ser interpreta­ do, no ser comprendido, quien se presenta como alguien sin personalidad, incomprensible, ininterpretable, sin historia y sin biografía, sin privacidad y sin pueblo, quien se mega, como los prisioneros de guerra, a decir otra cosa que no sea su nombre, quien se atiene a la literalidad de su nombre para defenderse de toda mtepretación, quien no se aviene a tomar parte en el show, quien se resiste a decir quién es y a presen­ tar la historia (la interpretación, la ficción, el contexto) que le excusa de sus hechos y le exime de responsabilidad, ése tiende a ser considerado algo más que culpable, porque su si­ lencio es una declinatoria que delata la parodia en que se ha convertido la justicia, y estará condenado a vagar «entre la­ drones y asesinos». En su repaso histórico de la logística militar, Paul Virilio suele recordar la decadencia de las murallas y los escudos de combate en el momento en que se generaliza el uso de la pól­ vora de cañón, en una línea cronológica que desemboca (por ahora) en las llamadas «armas inteligentes», y señala que la I unción que antaño cumplía la muralla ha ido siendo progre­ sivamente sustituida por el camuflaje; también nosotros po­ dríamos invocar aquí una logística de la letra: la letra no se defiende de la interpretación (juicio o prejuicio que la de­ rrumba como una bala de cañón) rodeándose de una mura­ lla inexpugnable, sino pasando desapercibida, camuflándose (pues la letra es «barrida» siempre en beneficio de su signifi­ cado) en su propia insignificancia. Bartleby el oficinista no se defiende de los poderes que pretenden juzgarle, leerle, inter­ pretarle, comprenderle, buscarle algún contexto en el que

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tenga un significado recto y ya no pueda declinar, amparán­ dose en las paredes de la privacidad, sino camuflándose como cualquiera: un hombre, al pie de la letra, lisa, llana y literal­ mente cualquier hombre; con ello amplía su comunidad has­ ta rebasar todo contexto ( «Ah, Bartleby! Ah, humanity!» son las últimas palabras del relato). Y ese rebasar libre de su voz repitiendo ritualmente sus declinaciones es, en sentido literal, su intimidad, su singularidad indómita: inenarrable, no biografiable, irreductible a información e incompatible con la argumentación. Recapitulemos, pues. Mientras que el orden de la «litera­ tura» (el mundo de los lectores-escritores) implica la cons­ trucción de personajes individuales con identidades privadas y argumentos originales (a un escritor se le puede acusar de plagio, delito que no es más viejo que la propia literatura1, pero ¿quién acusaría de plagio a un copista, a un escribien­ te?), historias sustentadas sobre la trama biográfica de re­ cuerdos y proyectos y cuya lectura exige esa dialéctica de la interpretación (el diálogo entre la resonancia interna del lec­ tor y su reconocimiento en lo escrito) inseparable de la figu­ ra del lector silencioso y del escritor-periodista, la «literatura i. «¿Qué sobreviviría de Cervantes o de Shakespeare si tuviésemos que aplicarles los modernos criterios de “propiedad intelectual”? -pregunta Miguel Morey en el texto antes citado- debería atenderse a una consecuen­ cia mayor derivada de la propiedad intelectual, grave y no tan obvia. Se tra­ ta del modo como se altera profundamente la repetibihdad de ¡o escrito (que es el modo mayor de lo que constituye el “ser memorable” que ¡a es­ critura le concede a la voz). Desde la transformación forzosa del estatuto de los procedimientos de reescritura legítimos (versiones, refritos, traduccio­ nes...), amenazados siempre por la nueva noción de “plagio literario”, has­ ta el primado y los prestigios de la originalidad, que moverá los afanes de toda vanguardia, pueden considerarse consecuencias directas de esta no­ ción. Su paroxismo exangüe debe buscarse en la literatura académica curri­ cular (propia al publish or perish), encenagada siempre en un mar de comi­ llas, notas a pie de página, bibliografías secundarias, etc., que definen, no sólo un género literario nuevo, sino también un modelo de lo que en ade­ lante se entenderá por “rigor” en el trabajo del crítico o del intelectual» (Literatura en el laberinto, op. cit., pp. 104-105).

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negativa» o «no literatura», de la cual Bartleby es emblema, lieclia de oralidad no literaturizada y de literalidad no novelable, se caracteriza por la pobreza interior de sus figuras, carenM'S de personalidad, por su pertenencia al círculo ceremonial de la repetición del sentido literal que corresponde al mundo del escribiente-copista y al ser de la letra (un ser con una dé­ bil actualidad sin pasado ni porvenir) que, en lugar de perso­ najes con argumentos biográficos, genera espectros, fantas­ mas inverosímiles e impersonales. Así pues, esta declinación de todo sentido propio -la fal­ la de propiedad del sentido literal, como la falta de propieda­ des privadas de Bartleby-, definida en términos negativos ■ unió falta de personalidad o de privacidad, como pobreza (cualitativa) de información o de vida interior, es, en térmi­ nos positivos, la liberación de todo contexto, la inocencia. Así como toda letra -todo sentido literal- es irreductible a la ■ olección de sus interpretaciones correctas o de sus contexios de uso, todo hombre es irreductible a la colección de sus propiedades o a su privacidad de individuo particular e idénI ico. La humanidad se repite (con la letra), no se lee. No es el nucleo de la personalidad ni el corazón del significado, sino solamente el borde impropio de ambos.

Coda sobre el nombre «Bartleby»: el apostolado l’or todas estas razones, mucho más que un «nuevo Cristo» ( I )cleuze) o un «Mesías» (Agamben), Bartleby se me aparece ■ orno un apóstol, pues son los apóstoles (y no Cristo) quienes neuen por misión la escritura y la repetición de la palabra al pie de la letra (Jesús se puede permitir parábolas y alegorías, no así sus discípulos, que son gente llana). Una pequeña inda­ gación sobre el nombre «Bartleby» afianza esta sospecha. En el terreno de lo que Freud llamaría la «elaboración primaria», rs fácil invocar que la expresión «Bartleby» es una transfor­ mación (leve) de la abreviatura del nombre del apóstol Barlolomé (Barthélemy). Es decir, «Bartleby» es una fórmula li-

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teral, escritural, no literaria. Las razones inmediatas para esta elección por parte de Melville podrían ser muy claras: aunque Bartolomé aparece mencionado entre los discípulos de Jesús solamente en los tres primeros evangelios, es gene­ ralmente aceptado por los teólogos que se trata de la misma persona que en el Evangelio de Juan aparece entre los discí­ pulos de Cristo con el nombre de Nataniel (hipótesis que se apoya en el hecho de que «Bartolomé» es sólo un patroními­ co que significa «hijo de Tolomeo», por lo cual nada se opondría a la figura de un «Nataniel, hijo de Tolomeo», fór­ mula similar a la que designa a otros apóstoles en los evan­ gelios). En el universo melvilliano, este nombre se asocia in­ mediatamente al de Nathaniel Hawthorne, cuya amistad y complicidad con Melville -aunque no exenta de ambigüeda­ des- es sobradamente conocida por los críticos. Si, además, reparamos en que Hawthorne es autor de una narración titu­ lada La letra escarlata, en la cual la temática de la letra -una letra tan muerta como mortífera, que al final se autoimprime sobre la piel del infame, castigando su usurpación del papel de doctor de la ley o intérprete del Libro- ocupa un lugar central, y en que el propio Hawthorne ha contado por escri­ to que el origen de esta historia procede de un encuentro con la letra1, el desplazamiento de «Nathaniel» (Bartolomé) a «Bartleby» no parece injustificado. i. Siendo inspector de aduanas -o sea, oficinista- en Salem (Massa­ chusetts), a Hawthorne le abandona su inspiración de escritor: «La prácti­ ca y los objetivos de la literatura tenían entonces poca importancia para mí. En esa época dejaron de interesarme los libros. Eran algo distante de mí [...] Todo el deleite imaginativo con el que se espiritualiza [la naturaleza] se ha­ bía borrado de mi cerebro [...] Sin importarme ya que mi nombre figurara con letras de molde en las tapas de los libros, sonreía al pensar que ahora se imprimía por razones muy distintas [...] en toda clase de fardos de mercan­ cías que debían pagar impuestos». Husmeando entre los documentos del archivo de la Aduana, Hawthorne encuentra un sobre que llama su aten­ ción, y que contiene papeles privados de un antiguo inspector, Jonathan Pue. «Pero lo que más me llamó la atención en el misterioso paquete era un trozo de rica tela roja, muy usada y desteñida [...] El andrajo de paño rojo [...], al ser examinado atentamente, iba revelando la forma de una letra. Era una

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Sin duda presenta más interés la «elaboración secunda­ ria-, pues en ella la adecuación entre Bartleby y el apóstol Bartolomé -sin necesidad de pasar por la mediación de Haw­ thorne- es también defendible. En primer lugar, Bartolomé es uno de los apóstoles menos conocidos. Descontando una breve anécdota en la que desempeña un cierto papel (y que se relaciona con el hecho de su procedencia genuinamente ju­ daica), del apóstol Bartolomé no dice el Nuevo Testamento más que su nombre. Esto -su nombre- es también, poco más o menos, todo lo que queda de Bartleby. Hay, ciertamente, abundantes leyendas1, pero, en suma, «no existe material al­ guno para redactar una biografía satisfactoria y completa de este hombre». De la iconografía, relativamente abundante1, A mayúscula.» De este hallazgo parte la reconstrucción de la historia de I lester Prynne, protagonista de The Scarlet Letter (Nathaniel Hawthorne, ■ La Aduana», introducción a La letra escarlata, Pilar y José Donoso Ifrads.], Madrid, Ultramar editores, 1979). i. Según la Historia de la Iglesia del obispo Eusebio de Cesárea, Pante110 (maestro de Orígenes) habría encontrado en el siglo 11 algunos cristianos de las Indias (es decir, de tierras orientales desconocidas) que aseguraban ser discípulos de Bartolomé. Jerónimo {De virisilustribus, 36, tomo XXIII) ase­ gura que Bartolomé llevó a Alejandría un ejemplar -es decir, una copia- del Evangelio de Mateo. Otras referencias le representan predicando en Meso­ potamia, en Persia, en Egipto, Frigia, Siria o Armenia. La leyenda nestoria11a, sin duda la más difundida, asegura que Bartolomé habría convertido al cristianismo al rey armenio Polemón II, y que un hermano de éste, Astiages, lo conminó a hacer sacrificios ante el ídolo de Bagdad (Astaroth), a lo que el apóstol se negó (digamos que prefirió no hacerlo, aunque según otras leyen­ das aherrojó con cadenas a este demonio [este detalle, que también la icono­ grafía ha consagrado al representar a menudo a Bartolomé pisando la cerviz al diablo, está igualmente atestiguado por el Evangelio (apócrifo) de san Bartolomé, en donde el propio Cristo le ordena someter al diablo de ese modo]); ello le valió el martirio, sobre el cual también abundan las versio­ nes: decapitado, crucificado cabeza abajo, desollado vivo, muerto a garrota­ zos o ahogado (e incluso por acumulación de todos estos tormentos). Tam­ bién hay numerosas leyendas contradictorias sobre el destino de su cadáver. 1. Señalemos sólo las imágenes más conocidas: dos «retratos» de Van Dyck, uno de El Greco, otro de David, y varios de José Ribera el Españó­ lelo., algunos de dudosa autenticidad. Más fortuna iconográfica ha tenido sin duda, su martirio, representado en numerosas ocasiones por el ya men-

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lina imagen ha prevalecido sobre las demás: la de Bartolomé como una piel sin cuerpo que sostiene en la mano un cuchi­ llo (instrumento punzante, punzón, estilo). Los evangelios apócrifos le representan como fiel escribiente', y una miste­ riosa cita del Pseudo-Dionisio le relaciona también con el sentido literal de la escritura: «En este sentido dice el divino Bartolomé que la teología es al mismo tiempo abundante y muy breve, que aunque el Evangelio es vasto y copioso no por ello es menos conciso» ('Theol. Myst., I, 3, tooob). Como el santo escribiente de cuya identidad sólo ha quedado la ima­ gen externa de su piel descorporeizada con un cuchillo en la mano (símbolo invertido, pues no es él quien usa el cuchillo sino únicamente su víctima), Bartleby es el pergamino (des­ pués de todo, un pellejo desprendido de su cuerpo) que lleva en la mano la pluma de escribiente, es decir, el estilo con el cual ha sido escrita la letra inconfesable de su nombre.

tado Ribera, por N. Alunno (en la iglesia de San Bartolomé de Marano) o por Jacoho Agnesio, pero cuya consagración pictórica más contundente e influyente es la imagen de Miguel Ángel en El Juicio Final, en donde apa­ rece en el modo que se ha convertido en canónico: teniendo en la mano el cuchillo que sirvió para su propio suplicio y cargando con su propio pelle­ jo al hombro. i. «Tune Bartbolomeus scribens baec omnia [...]» (Evangelio de san Bartolomé, Evangelios Apócrifos, ed. bilingüe y crítica de Aurelio de San­ tos, Madrid, BAC, 1956, parágr. 69, p. 569).

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l a intimidad mantiene una estrecha relación con la ruina. listo no deja de ser paradójico. Si bien es cierto que un edifi■ . io recién construido, una habitación perfectamente ordena­ da o una casa a estrenar no sugieren en absoluto sensación de intimidad, también lo es que, al menos a primera vista, no .i sociamos la intimidad con las fincas apuntaladas o los in­ muebles abandonados, que más bien imaginaríamos como símbolo de lo inhóspito y de la desolación. En cualquier caso, ■ sta paradoja obedece al hecho, inscrito incluso en el lenguacomún, de que la intimidad no es algo que se pueda poseer y, por lo tanto, sólo puede experimentarse de forma directa y c -.plícita como ya perdida y, en cierto modo, perdida para ■ ii iupre. Esta advertencia resultará muy decepcionante pa­ ni el lector, que quizá esperase de este texto algunas sugerenL ias más o menos decorativas para «crear intimidad» o, lo que aún sería peor, algunas rutinas de autoayuda para melorar su propia intimidad (en caso de que algo así exista). El .h ber de quien esto escribe es decepcionar de antemano este tipo de expectativas -no por el mero placer de fastidiar, se en­ tiende, sino en aras del simple entendimiento del tema que .i qui se trata, para el cual dichas expectativas son sencillamen­ te letales- y, a renglón seguido, avisar de que la decepción no debe ser motivo de abandono: hay cosas (y seguramente * * «Vivienda, intimidad y calidad», Arquitectos n.° 176, voi. 05/04, ( iousejo Superior de los Colegios de Arquitectos de España, abril de 2006, I Igi 11:1s 63-68.

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son las más importantes) que sólo se pueden ganar perdién­ dolas y, por tanto, lo que desde cierto punto de vista puede presentar el aspecto de un fracaso, podría ser, sin embargo, la única manera de alcanzar ciertos logros. Aunque resulte ya un tópico, y aunque el recordarlo vaya a menudo en detrimento de la amenidad, el punto de parti­ da de este asunto consiste siempre en recordar (e intentar evitar) la confusión de la intimidad con la privacidad. Que antes de intentar evitarla haya que recordar la existencia de esta confusión ya nos advierte que hay en ella (en la confu­ sión) algo que no se debe simplemente al descuido, a la fal­ ta de atención o a la mala fe, sino que el equívoco, de algu­ na manera, hunde sus raíces en la cosa misma. Así que ante todo, precisamente porque lo privado lleva adherida (pro­ bablemente por buenas razones) una mala fama casi inevita­ ble, conviene evocar sus cualidades: no hará falta insistir acerca de la enorme significación política, histórica, social y hasta económica del derecho a tener «una habitación pro­ pia» enarbolado por Virginia Woolf, ni el hecho de que, durante siglos, la muchedumbre de los sin clase, antes y des­ pués de la disolución de los vínculos de servidumbre regis­ trada en Occidente en la época moderna, difícilmente accedía a un habitáculo dotado de una puerta que se pudiera cerrar con llave. También está claro que quienes han estado o es­ tán despojados de este derecho a la vida privada no padecen esta condición por vivir sumergidos en el espacio público sino, bien al contrario, por habitar en la casa de otro (la del padre o la del amo) y, por tanto, por formar parte de la pri­ vacidad (los bienes privativos) de ese otro. En el espacio pú­ blico nadie está en su casa, porque el espacio público no es (o al menos no debe ser) una casa para nadie. Por eso es muy mal síntoma cuando, al caer la noche en algunas ciudades contemporáneas, los espacios públicos comienzan a llenarse de gentes sin casa que deambulan por ellos sin propósito ni destino, que parecen esperar algo o a alguien, pero que en realidad han perdido toda esperanza, gentes que simplemen­ te, trágicamente, viven allí. Cuando el buen burgués exterio-

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rizn su reprobación ante esta evidencia señalando que de '•sie modo se «ensucia» el espacio público, expresa sin em­ bargo -sin duda de forma algo despiadada- esa condición ' structural del espacio público que acabamos de recordar (que no debe ser la casa de nadie)1. De todos aquellos que se ven obligados a vivir de esta manera (en la casa de otro o en 11 casa de nadie) cabe decir que su absoluta expropiación de privacidad, su carencia de «vida privada» les coloca en si­ tuación de intimidad con respecto a todos los demás. Lo cual nos indica que la intimidad se relaciona con una suerte di vulnerabilidad o de desnudez característicamente humaI a, y que se hace especialmente visible (si no es que éste es el único modo en que puede experimentarse) cuando falta la privacidad, cuando ha sido arruinada o está echada a per­ il n\ Comprendo que esto parece conducir a la conclusión algo asombrosa -que más tarde intentaremos amortiguar, I to que no es de suyo eludible- de que la intimidad remite a la condición de «estar sin casa» o de carecer de privacidad, y de que por tanto su relación con la vivienda parecería ser una relación puramente negativa. Pero lo anterior no solamente nos ayuda a percibir las virI udes de algo tan cargado de connotaciones peyorativas como la privacidad, sino también a hacernos conscientes del aspec­ to menos amable de algo tan cargado de connotaciones po­ sitivas como la intimidad (de la cual cabría en algún sentido decir, como María Zambrano decía de la poesía, que «es realnu-nte el infierno»). Las relaciones de intimidad que los súbdiIO-. mantienen con el déspota o los esclavos con el amo no son, ■ n verdad, envidiables, y nos llevan enseguida a la idea de que lo único justo sería que todo el mundo (al menos todo el munI. Vivir allí en donde nadie debería vivir es siempre un castigo (la con­ dì . H ni de quienes no pueden irse a su casa, como no pueden hacerlo los pre­ sos 11 ue habitan en el espacio público de la cárcel), y precisamente por eso résulta completamente injusto cuando quienes lo padecen no han cometido dt Ino alguno (como las muchedumbres recién evocadas o todos aquellos a quienes, para su propia protección, es preciso alojar en «casas de acogida», • iio no son sino simulacros de casas erigidas en el espacio público).

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do que no mereciera ser castigado) pudiera irse a su casa -en lugar de tener que vivir en la de otro o en la de nadie, en inti­ midad con el amo o con todo el mundo-, pudiera tener una casa propia con una puerta y una llave capaz de cerrarla des­ de dentro, cosa que sin duda se expresa en el derecho univer­ sal «a una vivienda digna». ¿Qué significa en este caso «digni­ dad»? ¿Qué es lo que confiere dignidad a una vivienda? Me gustaría intentar mostrar en lo que sigue hasta qué punto esta cuestión está relacionada con la intimidad -es decir, hasta qué punto dignidad c intimidad están relacionadas- y de qué ma­ nera este pensamiento se pervierte completamente, sin que sea fácil recuperar el sentido lo suficiente como para saber de qué se está hablando en realidad, cuando el término «dignidad» (como últimamente les viene sucediendo a muchos otros de su misma familia, como «bondad», «excelencia» o «virtud») es sustituido por el término «calidad».

La discusión en torno a qué significa dignidad aplicada a la vivienda (como a cualquier otra materia) amenaza con con­ vertirse en una de esas discusiones cargadas de presupuestos subjetivos en las cuales resulta imposible ponerse de acuerdo. Ello no obstante, y aunque la «solución» parezca devolver­ nos aún más crudamente al problema, es preciso recordar que la interpretación de este adjetivo en la expresión «vivienda digna» no solamente no es problemática, sino que indica una verdadera tautología. Que una vivienda sea o no «digna» no es algo que pueda decidirse por la carencia o la presencia de ciertas propiedades en una casa (y, por tanto, la dignidad no es algo que pueda añadirse a una vivienda previamente exis­ tente o que pueda retirarse de ella); «una vivienda digna» no significa otra cosa más que una vivienda que sea verdadera­ mente una vivienda. Puede que la discusión acerca de lo que es o no una vivienda pueda considerarse tan bizantina e irre­ soluble como la que concierne a qué es o no dignidad, pero al menos elimina la sospecha de que hubiera que contratar para dirimirla a profesionales especializados «expertos en digni-

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■ lad» y nos devuelve a un contexto más manejable enei cual sólo hace falta «entender de viviendas». Con esto del «entender de viviendas» pasa lo mismo que alguien decía que sucede con el «entender de flautas», que hay ilos maneras de interpretar este saber, pues tanto el lutier como el flautista entienden de flautas, pero lo que cada uno sabe de ellas es muy distinto. La cuestión «qué es verdadera­ mente una vivienda» podría parecer una cuestión que requi­ riese, más que expertos en ética (como sospechamos que ten­ drían que serlo quienes fueran capaces de decidir acerca de la dignidad o indignidad de una vivienda), maestros de metafí­ sica, conocedores intuitivos de la Idea de vivienda situada en un cielo inteligible que pudieran comparar con esc modelo uranio sus pobres realizaciones terrestres para emitir su jui■ io implacable («Esto es [o no] una vivienda») y discriminar las buenas copias de los simulacros infames mediante la actiI lid que solemos considerar usualmente como «teórica» (es tlecir, la de un sujeto que se pone frente a sí un objeto para determinar su naturaleza). Pero, afortunadamente, el mismo que dijo aquello de las flautas estableció un procedimiento para eliminar este incómodo escenario, señalando que para saber si una flauta lo es verdaderamente no es preciso colo­ cársela enfrente ni compararla con modelos ideales estratos­ féricos sino que, en caso de que uno sepa tocarla, basta con acercársela a los labios, soplar por la embocadura con los de­ dos adecuadamente situados sobre sus orificios y ponerse a ■ j cattar una melodía (si uno no sabe tocarla, ya puede po­ nérsela enfrente durante horas e incluso siglos, que tras ello seguirá siendo cierto que, por más que la contemple, no ten­ ti rá la menor idea de lo que es una flauta). De quien sepa en rigor tocarla bien diremos que en rigor sabe lo que es una (lauta digna y lo que no, porque la flauta no es verdadera­ mente flauta por coincidir o parecerse a una Idea extraterres­ tre susceptible de intelección intuitiva, sino por sonar como suena cuando la toca alguien que sabe hacerlo, y sólo lo es verdaderamente mientras esto ocurre, allí donde ocurre y poi que ocurre. Entonces, el «sabio» no es aquí el «teórico»,

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sino el usuario; quien sabe usarla y habitarla, sabe qué es una verdadera vivienda digna... de tal nombre. Una verdadera manera de vivir (que es lo que cabalmente significa «vivien­ da«, mucho más que un edificio o una finca). ¿Qué decir, pues, del otro saber, del «saber hacer» o fabri­ car flautas o viviendas? Lo que sobre ello decía nuestra secreta fuente de sensatez -auténtico pozo de sabiduría- es que este sa­ ber, el de los productores, es necesariamente segundo aunque venga primero: claro está que debe haber primero casas edifi­ cadas para que alguien pueda habitarlas, y que el saber hacer buenas casas es un modo de «entender de viviendas», pero no lo está menos que sólo se hacen casas para que alguien viva en ellas o, si se quiere decir aún con mayor propiedad, que sólo es una casa digna (de tal nombre) aquella que se construye para que alguien la habite (no se puede descartar que se construyan simulacros de casas con otros propósitos, pero entonces no se­ rán viviendas dignas [de su nombre], es decir, no serán verda­ deras viviendas). He aquí, por tanto, un modesto criterio para evaluar la dignidad de las viviendas: el propósito para el cual se han construido (el propósito real, se entiende, no el nomi­ nal, pues nominalmente es de suponer que todas las viviendas han sido construidas para ser habitadas o usadas) y su adecua­ ción a él. La odiosa pregunta «¿y cómo se determina si el pro­ pósito nominal de la construcción de una vivienda es su propósito real?» tiene también una respuesta sencilla, pero in­ convenientemente tardía. Si una silla es «lo que sirve para sen­ tarse» y, por tanto, sólo es silla cuando es usada para eso y en la medida en que lo es, ¿cómo podría yo saber si aquello que se expone en el escaparate de la tienda de sillas es o no una silla? Siéntate, y verás. A veces lo ves inmediatamente, porque te caes al suelo en unos segundos. Otras veces se tarda más, ha­ cen falta unos minutos, y hasta unos días, para que empiecen a dolerte las posaderas, los riñones o la cabeza. Y algunas veces se tardan años, cuando el médico te diagnostica una escoliosis irreversible después de haberte estado sentando mal durante la mayor parte de tu vida. No sirve de nada que a esos simulacros de silla se les haya llamado durante años -en la apoteosis de

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frj¡a imposición de nombres por parte de un sujeto situado so­ lí m nemente ante un objeto que solemos identificar con la «acI ilnd teórica»- «silla», o que se haya pronunciado mil veces frente a ellos la fórmula mágica «Esto es una silla»; cuando el inicio está errado, cuando se hace contra las cosas y haciéndo­ les violencia, las cosas acaban rebelándose contra el juicio y ■ I' shaciéndolo tarde o temprano, aunque en general para no­ ni ros (los que no disponemos de mucho tiempo ni de un gran saber) siempre sea demasiado tarde, cuando la escoliosis ya no tiene remedio; de ahí que sea tan valiosa la colaboración de usuarios expertos (buenos flautistas, por así decirlo), de esos que son capaces de detectar un pequeño tirón, casi impercepti­ ble, en la columna vertebral, ya en la primera ocasión en que se sientan en una no-silla. Y de ahí, igualmente, que sean tan fá­ ciles de engañar aquellos usuarios que, por llevar ya genera­ ciones sentándose en sillas indignas (de tal nombre), han per­ dido por completo la memoria de lo que eran las sillas y se han convertido a sí mismos en una especie de usuarios «indignos» (de tal nombre). Y lo mismo, evidentemente, mutatis mutan­ dis, para las viviendas: basta vivir en ellas para descubrir si lo son o no, pero generalmente el descubrimiento llega ya dema­ siado tarde, cuando uno está endeudado con el banco hasta su muerte. Ahora bien, el primado de los usuarios sobre los produc­ tores no significa en absoluto que los usuarios puedan «sus­ tituir» a los productores, que el «saber usar» pueda sustituir al «saber fabricar» (sólo Dios, de quien se rumorea que su «saber usar» -su entendimiento- es idéntico a su «saber pro■ lucir» -su voluntad- sería capaz de una cosa así): la producI ion -el hecho de que el repertorio de maneras de fabricar casas, y el de sus materiales y sus procedimientos, sea finito aunque amplio y muy variado-, en verdad, limita el uso; el 11ue haya que producir aquellas casas que los usuarios han de habitar impide que todas las ocurrencias que estos últimos i nigan acerca de su arte o manera de vivir puedan llevarse a cabo (pues no puede producirse cualquier cosa); pero tam­ bién es cierto que, al limitar el uso, la producción lo delimita

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o lo realiza (permite distinguir lo que legítimamente puede considerarse vivienda de lo que no pasan de ser fantasías más o menos divertidas). No todas las «maneras de vivir» que los usuarios pueden imaginar son factibles (sólo lo serían si ellos fueran dioses y, por lo tanto, no tuvieran que distinguir en­ tre el «saber usar» y el «saber producir»), sino sólo aquellas que en cada caso resultan verosímilmente producibles, es de­ cir, susceptibles de convertirse en viviendas dignas (de tal nombre), del mismo modo que no todas las «maneras de producir» viviendas que a los productores pueden venírseles a la cabeza son susceptibles de dar lugar a viviendas habita­ bles. En consonancia con todo lo anterior habría que decir, por tanto, que no es tal o cual vivienda la que posee digni­ dad, sino la regla (recta) o la ley en función de la cual se ha­ cen viviendas dignas de tal nombre'.

¿Qué tiene todo esto que ver con la intimidad?, se pregunta­ rá con razón. La vivienda digna -la posibilidad de habitar dignamente la tierra, es decir, del único modo en que los mortales podemos hacerlo, o sea en viviendas- es, según de­ cíamos, un derecho (y, por lo tanto, un deber) universal, mientras que la intimidad, por lo que antes dijimos acerca de la vulnerabilidad y la desnudez, parece más bien ser algo re­ lacionado con el cese o la «suspensión» de los derechos, con el justamente no poder encontrar ya amparo, ni refugio, ni tener casa alguna a donde acudir a encerrarse con llave tras una puerta1 2. Esta es la sensación que nos producen también 1. «Nada tiene más valor que el que la ley le asigna. Pero la ley misma, que determina todo valor, tiene que tener, precisamente por ello, una dig­ nidad, esto es, un valor incondicional, incomparable, para el cual solamen­ te la palabra respeto proporciona la expresión conveniente de la estimación que un ser racional tiene que hacer de ella» (Immanuel Kant, Fundament ación de la metafísica de las costumbres). 2. Lo cual, aunque aquí sólo pueda decirse de paso, prueba el carácter constitutivo de la alteridad con respecto a la intimidad, puesto que «vulne­ rable» o «desnudo» sólo puede uno sentirse ante otro. E incluso aunque

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' sus casas en las que el derrumbamiento de un tabique ha convertido de pronto a la privacidad en lo que ella nunca *li hería ser, un espectáculo, o aquellas otras en las cuales la ruina y el abandono han dejado a la vista las estructuras y armazones (o sea, en cierto modo la regla que se siguió al construirlas) que, sosteniendo al edificio sobre el suelo, se hi­ cieron precisamente para no ser vistas, e incluso a veces tam­ bién algunas, de las que hablamos al principio, que habiendo sido construidas nominalmente para ser habitadas, se reve­ lan una vez erigidas simulacros inhóspitos que hacen imposi­ ble la vida a sus moradores o se la amargan sin cesar. Vemos entonces la intimidad del único modo que parece ser posible verla directa o explícitamente, es decir, ya arruinada, echada momentáneamente a perder o definitivamente malograda, ha cuestión es que esta fragilidad específicamente humana que llamamos «intimidad» es algo que el derecho puede -y debe- recubrir, pero que no puede en rigor abolir o sustituir en términos absolutos. Es la condición de radicalmente no tener lugar alguno que sea en definitiva nuestro lugar (como sí lo tienen, en cambio, los ríos o las fieras), o sea la intimi­ dad, lo que hace completamente necesario, imprescindible, tener alguna casa en la que ref ugiarse; pero es también ella la culpable de que ningún refugio sea nunca suficiente y de que haya huéspedes ante cuya visita no sirve de nada cerrar la puerta con llave desde dentro, porque toda defensa contra ellos es imposible. Lejos de ser algo «interior» o «interno», la intimidad es tan externa y exterior como la ruina: es el ma­ yor grado de exposición y riesgo al que podemos llegar, el modo más cabal de estar afuera, de salir, no solamente de casa, sino incluso de uno mismo, en una suerte de entrega in■ oudicional, de derrumbe de todas las barreras defensivas que es lo más próximo a lo que podríamos llamar «nuestro luya razones para decir de alguien que se halla en intimidad consigo mismo, esto sólo puede decirse en la acepción de este término que utilizaba a veces Aristóteles, es decir, que se tratará de «sí mismo en cuanto otro» (alguien que experimenta aquello de sí mismo que es irreductible a su «yo»).

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lugar» o «el lugar al que pertenecemos» (y que, obviamente, no es lugar alguno, puesto que como ya se ha dicho y es ocio­ so repetir, los mortales no pertenecemos a ningún sitio). ¿Qué es lo que nos arrastra, pues, a esa extraña «salida» de nosotros mismos que, sin embargo, sólo podemos descri­ bir de forma chocante como un ir «en busca de nosotros mis­ mos»? No puede ser únicamente el coraje o el valor, como si la intimidad fuese una epopeya reservada a héroes privilegia­ dos. Ha de ser una exigencia más elevada aún que la del de­ recho y que, lejos de presuponer la «disolución» de los víncu­ los creados por la ley, implica más bien su vigencia como una auténtica condición formal y material de posibilidad (la exis­ tencia de espacio público -ese espacio que no es de nadie ni puede ser la casa de nadie-, con respecto al cual el espacio privado no presenta diferencia alguna de naturaleza, es ya una expresión de esta misma exigencia). La existencia de tal «lugar» (que no es lugar alguno, insistamos en ello para evi­ tar la confusión de la intimidad con un «recinto», por muy re­ cóndito que éste sea) en el cual toda defensa y todo refugio son ya inútiles y, lo que es aún más grave -y que nos muestra, por una vez, la cara «positiva» de la intimidad-, la experien­ cia de esa defensa como algo que, además de imposible, resul­ ta innecesario, el encuentro entre mortales en ese régimen que los antiguos llamaban «amistad» y en el cual el deber no pue­ de ya estar afectado por la amenaza de coacción en caso de incumplimiento, ese régimen en el cual el respeto es ya la úni­ ca causa de un comportamiento aparentemente incompren­ sible -seguir respetando al otro incluso allí en donde «no pasa nada» si no lo hacemos-, es lo que nos muestra la profunda conexión entre dignidad e intimidad. No se trata del respeto al otro por ser uno o por ser otro, sino de respetar en él la en­ carnación de esa ley que, según antes dijimos que alguien de­ cía, es el origen de todo lo valioso que podemos reconocer en la existencia, incluidas las protectoras normas del derecho y los defensivos muros de la privacidad. Es el reconocimiento de nuestra condición de radicalmente «estar sin casa» lo que nos hace a los mortales dignos o merecedores de una vivien-

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da digna de tal nombre. No podemos dejar de imitar a quie­ nes en verdad tienen una casa (como la tienen definitivamenti las fieras o los dioses), y a esa imitación obedecen todos los principios de la construcción y producción de viviendas; pero no podemos nunca vencer del todo nuestra condición de huéspedes interinos de la tierra, y a esta precariedad obedecen todos los principios del «uso» o del habitar propiamente di■ . lio. Todo el mundo debe poder irse a su casa, pero con res­ pecto a algunos, algunas veces, nos gustaría que se quedasen un poco más con nosotros antes de retirarse. Nuestras vivien­ das son dignas cuando no pretenden que vivamos en ellas ■ orno dioses ni tampoco como bestias, sino simplemente, di­ fícilmente, como mortales.

Pero antes decíamos que es preciso alertar contra la perver­ sión que en estas cuestiones puede producir algo tan apa­ rentemente bienintencionado y coherente como la introduc­ tion del término (y de la galaxia de valoraciones que lleva adheridas) «calidad». Es evidente que aquí no tratamos con ninguna significación «esencial» de este vocablo, sino con el si ntido que ha terminado adoptando en una determinada (■ ■ intelectualmente desnarigada) concepción de la «evalua■ ión» de los servicios públicos y privados que se ha impues­ to, no por casualidad, en el período correspondiente a la di- composición deliberadamente planificada de todo aquello que, desde 1945 en adelante, había venido llamándose «es­ tado de bienestar». Por algún funesto motivo, cuando los tra­ dicionales derechos «a un juicio justo», «a una vivienda dig­ na», «a una educación íntegra» o «a un empleo decente» (que vuelven a ser meros epítetos para designar un juicio, una vivienda, una educación o un empleo que sean verdadera­ mente merecedores de tales nombres) se sustituyen -como subrepticia e inadvertidamente ha venido ocurriendo en los ult irnos tiempos- por «justicia de calidad», «vivienda de ca­ lidad», «educación de calidad» o «empleo de calidad», no solamente ocurre que volvemos a la perplejidad de que pare-

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ce que deberíamos contratar a unos misteriosos «expertos en calidad» (y que de esta situación se aprovechan procazmen­ te para medrar algunos farsantes acerca de los cuales ya lo dijo todo nuestro informante acerca de la cuestión de las flautas, o sea Sócrates, cuando puso en su sitio a los «exper­ tos en calidad» de su tiempo, que entonces se hacían llamar «maestros de virtud»); no solamente ocurre que los que han de enseñar geometría dejan de estudiar geometría para con­ centrarse en el problema de estudiar cómo enseñar geome­ tría, y que los que han de aprender geometría dejan de apren­ derla para concentrarse en el problema de cómo aprender a aprender geometría (sin que sea preciso discurrir gran cosa para comprender que este procedimiento engendra una esca­ lada que va hasta el infinito, y que en cada uno de sus pasos aleja un poco más de la geometría a sus víctimas); no sola­ mente ocurre la curiosa situación de que los jueces, como los constructores de viviendas o los productores de empleo, in­ centivados para llevar a cabo su producción con mayor efi­ cacia y celeridad, entran en nuevos procedimientos sutiles y hasta inconscientes (aunque nominalmente no delictivos) de corrupción, descomposición, cohecho y prevaricación, su­ miendo a los usuarios en la más absoluta indignidad; no so­ lamente ocurre todo eso, sino que lo peor es que, cuando las cosas o las maneras de vivir ya no son consideradas «de cali­ dad» porque lo sean, sino simplemente porque unos presuntos «expertos en calidad» así lo decretan (o sea, cuando lo único «de calidad» que tienen tales cosas o maneras es el nombre, como en esas construcciones «de alto standing» que no tienen de «alto standing» más que el cartel que dice que lo son o, lo que es lo mismo, el precio), cuando la «dignidad» intenta traducirse en una colección de propiedades cuantificables cuya presencia o ausencia puede certificarse mediante ese procedimiento que normalmente se identifica con la «actitud teórica» del científico (el ponerse frente a una casa y determi­ nar enfáticamente «ésta es una vivienda de calidad»), como cuando en lugar de medir si es buena la educación en geome­ tría por la geometría que saben quienes la enseñan y la que

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¡iprenden quienes la reciben se evalúa más bien si los ense­ nantes han aprendido a enseñar y si los discentes han apren­ dido a aprender, la dignidad misma queda perfectamente arruinada (es decir, se echa en falta la recta regla que confie­ re valor a todo aquello que lo tiene), los productores quedan convertidos en productores de simulacros y los usuarios en esa clase de «usuarios indignos» de quienes antes hablába­ mos. Allí donde -al menos retórica o nominalmente- está vi­ gente el imperativo de que todo el mundo debe poder tener una vivienda, y en donde el grado de cumplimiento de este imperativo se considera como uno de los indicadores del gra­ do de dignidad de la propia sociedad que lo enarbola, existe sin duda la tentación política de ganarse la medalla al grado de dignidad olvidándose precisamente de ella. En efecto, si del «derecho a un empleo digno» eliminamos el adjetivo fi­ nal, sucederá que podremos llamar empleo a cualquier ocu­ pación con cualquier duración y cualquier remuneración (por ejemplo, al reparto gratuito de propaganda en las bocas del metro), y que bastará el certificado de los «expertos en calidad» para culminar el proceso de no llamar a las cosas por su nombre. Y lo mismo, evidentemente, mutatis mutan­ ti is, para las viviendas. Pero, como ya se ha explicado, como el adjetivo «digna» es en realidad un epíteto, un sinónimo o una tautología, al eliminarlo de la expresión «vivienda dig­ na» hemos eliminado la vivienda misma. Es algo parecido lo que pasa cuando la intimidad, que por su propia naturaleza tiene el carácter de lo implícito1, se in­ tenta «hacer efectiva» en términos explícitos. La intimidad lampoco es algo que se pudiera añadir, por ejemplo a una habitación, a fuerza de colocar en ella tales o cuales detalles, colores o muebles, y por eso tenemos a menudo la impresión de que se trata de una «sensación» subjetiva e indefinible. i. José Luis Pardo, La intimidad, Pre-Textos, Valencia, 2004% y «La mliinidad de nadie», en Fragmentos de un libro anterior, Cátedra de Poe­ sía y Estética José Ángel Valente, Universidad de Santiago de Composte­ li!, 2004.

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Nuestros íntimos son los que conocen nuestra ruina y, pudiendo hacerlo, n o se aprovechan de ella. Los que nos aman justamente por aquello por lo cual nos venimos abajo. En su presencia no podemos dar ni pedir explicaciones. Pero tam­ poco nos hace falta hacerlo. Lo más íntimo de una vivienda son las estructuras invisibles que hacen que se sostenga en pie, aquellas mismas que, cuando quedan al descubierto, la convierten en una ruina, las que dejan ver que es algo que ha sido hecho y que, más tarde o más temprano, será deshecho. Nadie habita propiamente esas estructuras (o, de nuevo, na­ die debería tener que hacerlo): del mismo modo, lo más ínti­ mo de una lengua es su estructura fonológica, pero ningún hablante dice jamás «fonemas», a pesar de que ellos sosten­ gan la lengua y estén siempre implícitos en ella, porque cuan­ do se dicen -por ejemplo, cuando los enuncian los lingüis­ tas- tenemos más bien la sensación de que están deshaciendo -descomponiendo, analizando- la lengua y, por tanto y en cierta medida, echándola a perder como lengua. La clase de implícito que define el carácter de lo íntimo es la de un implí­ cito que no puede explicitarse sin arruinarse, algo a lo que ja­ más puede aludirse directamente sin pervertir su naturaleza, pero que no por ello es místico ni inefable: estamos constan­ temente diciéndolo cuando decimos algo, pero no reside en el contenido informativo de lo que decimos, sino que alber­ ga la razón por la cual queremos decir. Paralelamente, una vivienda -que es, antes que un edificio, un modo de vida- no es digna por nada de lo que en ella se muestra explícitamen­ te, sino por haber sido erigida de acuerdo con una regla invi­ sible -la que dirige secretamente las pautas del modo de vida de sus moradores- que la hace deseable.

Nunca fue tan hermosa la basura*' April is the cruellest month, breeding Lilacs out of the dead land... T. S. Eliot, The Waste Land

HI Libro Primero de El capital, de Marx, comienza diciendo: « I ,a riqueza de las sociedades en las que domina el modo de producción capitalista se presenta como “una inmensa acu­ mulación de mercancías”». Nosotros tendríamos que decir, hoy, que la riqueza de las sociedades en las que domina el mudo de producción capitalista se presenta como una inmen­ sa acumulación de basuras. En efecto, ninguna otra forma de sociedad anterior o exterior a la moderna ha producido basu­ ras en una cantidad, calidad y velocidad comparables a las de las nuestras. Ninguna otra ha llegado a alcanzar el punto que lian alcanzado las nuestras, es decir, el punto en el que la ba­ sura ha llegado a convertirse en una amenaza para la propia sociedad. Y no es que las sociedades pre-industriales no gene­ rasen desperdicios, pero sus basuras eran predominantemen­ te ( »rgánicas, y la naturaleza, los animales urbanos y los vaga-

"■ «Nunca fue tan hermosa la basura» / Never was trash so beautilui», en Scott Brown, Denise, Koolhaas, Rem y otros, Distorsiones urbaiitts/Urhan Distorsions, Basurama-La Casa Encendida, 2006, pp. 54-65 y fift-76. (Reeditado en Arquitectos n.° 181, vol. 2/2007, PP- 85a-88b, Madrid, 2007.) i. «Aquí me veis, viajero / de un tiempo que se pierde en la espesura / del paso y el me da lo mismo [...] pero / nunca fue tan hermosa la basura» lluaii Bonilla, «Treintagenarios», en Partes de guerra, Valencia, Pre-Tex">s, i <J94, p. 27).

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bundos las hacían desaparecer -las reciclaban o las digeríana un ritmo razonable (aunque sobre esto nos hacemos, tam­ bién a menudo, ideas muy idílicas). Las ciudades industriales modernas, en cambio, se caracterizan por una acumulación sin precedentes de población y por la aparición masiva de un nuevo tipo de residuos, de carácter industrial, y ambos fac­ tores constituyen la obsolescencia de los modos tradiciona­ les, casi inconscientes, de tratamiento de las basuras. Hay en ellas, al mismo tiempo, una enorme proporción de desechos cuyo reciclaje no puede abandonarse en manos de procesos espontáneos o naturales, y una parte significativa de la pobla­ ción que no consigue integrarse directa ni indirectamente en los procesos productivos y consuntivos, que carece de lugar social, que ha perdido el estatuto del que disfrutaba o que pa­ decía en las formas tradicionales de organización política. Y esto, como dice la cita de Marx con la que he comenzado, ha de entenderse sin duda como «síntoma de riqueza». Nietzs­ che decía aún más, decía que «los desechos, los escombros, los desperdicios no son algo que haya que condenar en sí: son una consecuencia necesaria de la vida. El fenómeno de la dé­ cadence es tan necesario como cualquier progreso y avance de la vida: no está en nuestras manos eliminarlo [...] E inclu­ so en medio de su mejor fuerza, [una sociedad] tiene que pro­ ducir basura y materiales de desecho» (Fragmentos postumos, primavera de 1888). Y tantos más desechos -en cantidad y en calidad- cuanto más rica, más enérgica y más audaz sea... Sí, la basura es un síntoma de riqueza. Porque riqueza signifi­ ca despilfarro, derroche, excedente (y, al contrario, las socie­ dades sin basura -las ciudades tradicionales de las que acaba­ mos de hablar- revelan una economía de subsistencia, de escasez, en la cual nada sobra y todo se aprovecha). Precisamente por eso, las sociedades modernas, por estar presididas por una suerte de principio malthusiano según el cual la basura crece más rápidamente que los medios para reciclarla de modo tradicional, necesitan disponer de tierras baldías, vertederos y escombreras en donde depositar las ba­ suras para quitarlas de en medio y poder seguir viviendo, se-

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guir desperdiciando sin ahogarse entre sus propios residuos. Y junto a estos no lugares urbanos (por utilizar la afortunada terminología del antropólogo Marc Augé, sobre la que ense­ guida volveré) es preciso también disponer de no lugares so­ ciales a los que pueda trasladarse la población sobrante que los sistemas productivos y consuntivos no pueden absorber (suburbios, chabolas, favelas, guetos, campamentos, etcéte­ ra). «Basura» es lo que no tiene lugar, lo que no está en su sil io y, por tanto, lo que hay que trasladar a otro sitio con la esperanza de que allí pueda desaparecer como basura, reacti­ varse, reciclarse, extinguirse: lo que busca otro lugar para po­ tier progresar. En su obra Wasted Lives (cuyo título propon­ go traducir al castellano como «Vidas-basura»), el veterano sociólogo Zygmunt Bauman ha explicado que la actual crisis de la modernidad se expresa al mismo tiempo de estas dos maneras: por una parte, los problemas de contaminación (y especialmente, por su simbolismo, el problema que represen­ tan los residuos de origen nuclear) han alcanzado un punto de inflexión en el momento en el que se ha descubierto que el planeta estaba lleno, que ya no había más waste lands adon­ de trasladar los residuos para quitarlos de en medio; por otra parte, la emigración, que era la salida tradicional para las po­ blaciones residuales a las que el progreso industrial y post-in­ dustrial desplazaba y dejaba sin papel alguno que represen­ tar, ha dejado de ser una solución practicable, porque ahora todos los lugares sociales del mundo están ocupados, no hay puestos libres en donde colocar a los que están de más. Los movimientos migratorios y los traslados de basura tie­ nen, por tanto, esto en común: se trata de encontrar un sitio -en otro lugar- para aquello que no lo tiene -en este lugar-, l’or tanto, el presupuesto de estos movimientos de traslación es que cada cosa tiene su sitio y que hay un sitio para cada cosa. Rafael Sánchez Ferlosio ha propuesto llamar al orden generado por este presupuesto el orden del destino, y esta propuesta tiene una doble pertinencia. Por una parte, nos re­ cuerda el significado originario del vocablo «destino», que es precisamente ése: un esquema en el cual a cada cosa se le asig-

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na un lugar -su destino, el lote que le corresponde por desig­ nio de los dioses, de la Moira, de las Parcas o de la naturale­ za- que es su porvenir ineludible, su fin fatal. Por otra, esta designación es coherente en primer lugar con el hecho de que las regiones a donde se trasladan los emigrantes se denomi­ nan «países de destino», no solamente en el sentido trivial de que allí es adonde se dirigen, sino también en el sentido de que allí es donde podrán «labrarse un porvenir», de que van a sus lugares de destino en busca de un porvenir que les está nega­ do en sus lugares de procedencia. Van allí, por tanto, en bus­ ca de su identidad, para llegar a ser quienes son (cosa que todavía no saben y que nunca descubrirán si se quedan en donde no tienen porvenir). Y la denominación sigue siendo coherente, en segundo lugar, con las basuras industriales: no se las puede dejar allí donde se generan porque allí no están en su sitio ni tienen porvenir ninguno. Es preciso trasladarlas a una tierra baldía en donde tengan porvenir, en donde pue­ dan regenerarse, reactivarse, reciclarse, integrarse, en donde puedan llegar a ser otra cosa que lo que son -basuras, desper­ dicios-, en donde puedan recuperar la identidad que han per­ dido, en donde puedan crecer las lilas en la tierra muerta y en donde la lluvia primaveral remueva las raíces más secas. Sí, aunque cueste aceptarlo en principio, «basura» significa tam­ bién esto: lo que tiene un destino, un porvenir, una identidad secreta y oculta, y que tiene que hacer un viaje para descubrir­ la, como el príncipe encantado para dejar de ser rana y con­ vertirse en príncipe, como la bestia para vencer el hechizo y volver a ser bella. La observación de Bauman sobre la crisis de la modernidad tardía puede, por tanto, reformularse en es­ tos términos: ¿qué ocurre cuando ya no se puede encontrar un lugar para trasladar aquello que aquí no lo tiene, cuando ya no hay un «país de destino» al que emigrar o en donde la­ brarse un porvenir? ¿Qué ocurre con la basura cuando se ha quedado sin porvenir, sin esperanza de reciclaje o regenera­ ción, y qué con aquellas poblaciones que han de resignarse a vivir sin esperanza social, cuando la rana comprende que ya nunca será príncipe y la bestia que ya nunca será bella?

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Así pues, aquí no basta con hablar de «crisis de la moder­ nidad» si no se dice al mismo tiempo que lo que ha entrado ni crisis es la utopía de un mundo sin basura -un mundo ordi nado, en el cual cada cosa esté en su sitio-; que la modernidad, a pesar de ser la sociedad del excedente, del despilfarro, ■ I-I derroche y de la «inmensa acumulación de basuras», era también la sociedad que soñaba con un reciclaje completo de los desperdicios, con una recuperación exhaustiva de lo des­ gastado, con un aprovechamiento íntegro de los residuos: la ética protestante del ascetismo y el ahorro siempre fue afín a la ontologia capitalista del derroche. O sea, que la sociedad moderna, no menos que la sociedad tradicional o pre-industrial, también quiere «imitar a la naturaleza» (en la cual, se­ guii decían los clásicos, «nada se hace en vano», es decir, todo rime una finalidad y, por tanto, nada se desaprovecha, no hay basura propiamente dicha) y aun «imitar a la divinidad» (pues los dioses no padecen desgaste y, por tanto, no generan desperdicios), aunque tenga que hacerlo por medios mecáni­ cos. Es la modernidad la que ha pensado la naturaleza como una máquina (una máquina perfecta, en la cual cada pieza cumple una función y no hay deterioro) y la que, al identifi­ car lo «natural» con lo «racional», se ha convencido de que, puesto que la naturaleza no deja residuos, esto mismo -el no dejar residuos- es una de las señas distintivas de la racio­ nalidad (de ahí que haya percibido al mismo tiempo como ■
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ren nuevas inversiones, y por lo tanto su ideal es el de un ne­ gocio sin pérdidas, el de un balance de resultados siempre equilibrado; en tiempos de inflación galopante, éste es tam­ bién el infierno del comerciante, que ve cómo cada ganancia obtenida -cada vez que vende un producto a cambio de dine­ ro- se convierte inmediatamente en pérdida, porque la mone­ da se deprecia de inmediato, y tiene que gastar inmediata­ mente lo ganado en un nuevo producto para vender, con el que le sucederá implacablemente lo mismo; y es también la pesadilla del consumidor, que experimenta cómo todo lo que compra comienza a perder valor desde el momento preciso en que es adquirido, a perder actualidad, a pasar de moda y a exigir ser rápidamente sustituido por una nueva adquisición que comenzará a descender por la pendiente de la obsolescen­ cia en cuanto pase del escaparate a sus manos... Y apenas es necesario llamar la atención sobre la más que probable genealogía militar de esta fantasía delirante: un ne­ gocio sin pérdidas es la transposición civilizada de una gue­ rra sin bajas (eso mismo que ahora llamamos un «ataque preventivo», que no sólo minimiza tendencialmente hasta cero las víctimas del propio bando, sino que se justifica pre­ cisamente como una acción tendente a destruir la capacidad ofensiva del enemigo, es decir, su capacidad de producir ba­ jas en el bando contrario). Napoleón se mofaba de quienes le reprochaban el elevado número de caídos en las filas de sus ejércitos que comportaban sus victoriosas campañas dicien­ do que una sola noche de permiso de sus soldados en París arrojaba un número de embarazos suficiente para «reponer» las pérdidas y equilibrar la balanza. Los racionalistas del si­ glo XVII también manejaban el mismo modelo en el cual lo pasivo (las pasiones oscuras y confusas, o sea sucias y resi­ duales) habría de convertirse en activo (las ideas claras y dis­ tintas, o sea, limpias), en donde los egoísmos de los lobos hobbesianos en guerra total de todos contra todos se recicla­ rían en la mansedumbre del pacto social de todos con todos administrado por la mano invisible de un mercado que pon­ dría las cosas en su sitio con tanta justicia como las leyes dar-

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wmiañas de la evolución colocaban a cada individuo en el lu­ gar que le correspondía de acuerdo con su contribución a la adaptación de su especie al medio; y sin duda Hegel y Marx conservaban este esquema cuando pensaban que las pasiones y ambiciones individuales o colectivas de los individuos, los pueblos y las clases eran simplemente el combustible incons­ ciente mediante el cual la Historia -como el tren de Los hermanosMarx en el Oeste, que se alimentaba de su propia des­ trucción convertida en carburante («¡Más madera!») para llegar rápidamente a su destino- conducía a la humanidad hacia su fin final (en donde las cuentas cuadrarían perfecta­ mente y todos los sacrificios y sufrimientos aparentemente vanos serían compensados y equilibrados, en donde toda la aparente basura de la Historia -toda la «masa concreta del mal»- sería reciclada), y la guerra era simplemente una astu­ cia de la razón o la lucha de clases el motor de una Historia que acabaría definitivamente con el despilfarro y el desequi­ librio contable, dando a cada cual exactamente el lote que se hubiera merecido. La entrada en crisis de este modelo, el despertar de este sueño, fue por tanto ese momento en el cual llegamos a pen­ sar que la basura acabaría devorándonos. Que era el fin del progreso. Fue cuando empezamos a temer que moriríamos asfixiados entre nuestros propios desperdicios, como hemos visto que sucedía en algunas viejas ciudades del tercer mun­ do que, por no necesitar un tratamiento especial de las basu­ ras, carecían de infraestructura de traslado y acumulación de las mismas, y a las que la repentina introducción masiva de la producción y el consumo industriales ha convertido en enor­ mes estercoleros irrespirables.

F,1 genio de la especie humana es, sin embargo, prodigioso. Alguien dijo de ella que sólo se plantea aquellos problemas que es capaz de resolver. Y alguien más dijo también que, cuando un problema no puede resolverse, entonces deja de ser un problema. Y que la manera de quitarse de encima los

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problemas irresolubles no consiste en desfallecer luchando por resolverlos, sino más simplemente en disolverlos. «Nun­ ca fue tan hermosa la basura»... No sé a quién se le ocurrió primero la idea, pero fue una ocurrencia verdaderamente ingeniosa. Y, como todas las grandes invenciones, una vez hallada parece extremadamente simple, y consiste en lo si­ guiente: ¿y si lo que llamamos basura no lo fuera en realidad? Entonces no tendríamos que preocuparnos porque nos devo­ rase, no nos sentiríamos asfixiados por los desperdicios si dejásemos de experimentarlos como desperdicios y los vivié­ ramos como un nuevo paisaje urbano. Antes me he referido a la noción, forjada por Marc Augé, de no lugar (el lugar de lo que no está en su lugar), como con­ cepto antropológico definidor de la sobremodernidad. Pero si unimos este concepto a nuestra reflexión anterior, en el cual la basura aparece como «lo que no está en su lugar», ve­ mos con claridad que podríamos llamarlo, menos eufemisti­ camente, lugar-basura. Se comprende bien cómo un etnó­ logo del siglo XXI ha llegado a elaborar esta figura: es fácil imaginar que la vida de un antropólogo contemporáneo con­ siste, entre otras cosas, en viajar desde el mundo posin­ dustrial a parajes lejanos para realizar estudios de campo y entrevistas sobre el terreno. En estos desplazamientos, el científico se mueve desde un lugar que sin duda es su locali­ dad de residencia y que, por tanto, está marcado con todas las señales positivas del término lugar (es acogedor, habita­ ble, conocido, susceptible de ser recorrido con familiaridad), hacia otros territorios que, a menudo, no son menos lugares que el origen de su viaje, aunque le sean extraños e incluso, en ocasiones, hostiles o al menos arriesgados para el urbani­ tà europeo; también esos sitios acogen a sus poblaciones, son habitados por gentes que los recorren con familiaridad y que se sienten en ellos en su casa. El antropólogo puede percibir que aquellos «otros lugares» no son su lugar, puede sentirse extranjero en ellos y hasta temer por su seguridad, o puede llegar a ser acogido y a experimentar la tranquilidad de en­ contrarse en tales rincones como en una segunda casa, como

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quien acude de visita a un paisaje en el que sabe que será bien recibido; pero, ya sea que se den alguna de estas dos situacio­ nes extremas o cualesquiera de las ilimitadas posibilidades intermedias, en sus viajes habrá de pasar por muchas zonas de tránsito, no solamente en el sentido físico (salas de espera, aeropuertos, estaciones de tren y de autobús, antesalas de despachos oficiales, vehículos de transporte, hoteles, etcéte­ ra) sino también en el social y cultural (tierras de nadie y dis­ tritos abandonados, comarcas rurales en decadencia, subur­ bios pre-industriales, chabolas periféricas, extrarradios en ruinas o campamentos de refugiados, por ejemplo), espacios que no están hechos para residir en ellos sino únicamen­ te para ser ocupados provisionalmente, para ser atravesados o para facilitar el paso de un lugar a otro. En este punto, no po­ drá dejar de notar el contraste entre los lugares (ya sean aco­ gedores o inquietantes) y los no lugares (ya sean hostiles o de­ primentes, como los territorios fronterizos en donde bandas o tribus rivales mantienen una guerra más o menos larvada por el control de actividades a menudo ilegales o paralegales, o relativamente cómodos para el visitante europeo, como las cadenas de hoteles occidentales o las franquicias internacio­ nales de los restaurantes de comida rápida de estilo estado­ unidense situados en regiones empobrecidas del llamado «ter­ cer mundo» ). Y, en cierto modo, si los viajes del antropólogo se prolongan durante un tiempo suficiente en época de globalización, tendrá forzosamente que observar, al menos con cu­ riosidad y seguramente con preocupación, el modo en que los no lugares, concebidos en principio como meros «vacíos» entre lugares determinados, van extendiendo su dominio y avanzando en su ocupación de territorios físicos, sociales y culturales, hasta el punto de competir en magnitud e im­ portancia con los lugares propiamente dichos -y a veces de triunfar indiscutiblemente sobre estos últimos- y, en todo caso, hasta comenzar a difuminar molestamente la distin­ ción, otrora tan nítida, entre lugar y no lugar y, por tanto y lo que quizá es más relevante, entre lo(s) que tiene(n) lugar y lo(s) que no lo tiene(n). Como si se tratase de un «efecto

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secundario» o de un «retomo de lo reprimido» de la coloni­ zación mediante la cual Europa convirtió muchos lugares de su periferia en no lugares inhabitables, ahora el paseante europeo recorre la ciudad temeroso de que la periferia de los no lugares (que ya no está en el extrarradio de Europa, sino en el de las ciudades europeas) invada y destruya su propio lugar. En El tiempo en ruinas (Gedisa, Barcelona, zoo 3), Augé expresa, mientras pasea por París, un temor: que estos nuevos barrios, con independencia de su éxito técnico o estético-que será sin duda desigual- se parezcan un día a otros de cualquier otro lugar del mundo, que obedez­ can a una moda planetaria, pero que no la creen, que se aseme­ jen, en suma, a esas ciudades «genéricas» que «se parecen a sus aeropuertos- (Rem Koolhas) [...] percibo en sus calles la inva­ sión lenta, insidiosa e irresistible de la ciudad genérica que se in­ filtra desde la periferia a través de los boquetes abiertos por el ferrocarril [...] la tarea de subversión se encuentra más adelan­ tada de lo que pensaba [...] una ciudad-comodín, sin pasado ni porvenir [...] Hablo, naturalmente, como viajero poco deseoso de encontrar, al final de mis excursiones parisinas, un barrio de Sao Paulo, de Tokio o de Berlín (149-150).

La virtud de esta noción es que, debido a sus característi­ cas internas y a su oportunidad histórica, designa un tipo de negatividad susceptible de ser aplicada al mismo tiempo en un ámbito más específico y en uno más general. Por ejemplo -en el sentido de la especificación-, el tipo de hoteles y de res­ taurantes que quedarían subsumidos bajo el concepto de «no lugares» podrían perfectamente definirse, en un sentido más particular, como no-hoteles y como no-restaurantes, ya que constituyen, en una medida nada desdeñable, la negación completa y acabada de la noción de «hotel» o de «restauran­ te» que les precedió en el tiempo. Las aludidas cadenas de comida rápida, que no están atendidas por camareros y en las cuales quienes preparan la comida no son cocineros, en las que los alimentos dispensados no son en sentido estricto

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«platos», así como sus mesas no son mesas propiamente eli­ días (han de sentarse cuatro personas en un espacio en don­ de sólo cabrían en rigor dos) ni sus cartas verdaderamente cartas, ¿cómo quedarían mejor descritas que diciendo que se trata de no-restaurantes atendidos por no-camareros que sir­ ven no-platos preparados por no-cocineros y consumidos en no-mesas? Asimismo -y yendo ahora en el sentido de la ge­ neralización-, estas cadenas de restauración se caracterizan por estar a menudo situadas en grandes superficies comercia­ les asociadas a zonas de crecimiento de la periferia urbana posindustrial, y muchas de las características de su «estilo» y de su «personalidad» se explican por el régimen laboral de subempleo -contratación precaria y a tiempo parcial- que prevalece en ellas, régimen que, por estar cada vez más gene­ ralizado en el nuevo mercado de trabajo (y en todas las esca­ las salariales), muy bien podría denominarse, por contraste con las formas laborales consolidadas en la segunda mitad del siglo XX en las zonas industrialmente desarrolladas y de­ mocráticamente gobernadas, como no-empleo (noción esta que vendría a sustituir a las de «sub-empleo» o «des-empleo», aún demasiado dependientes de aquellas viejas formas la­ borales ya parcialmente periclitadas) proporcionado por no-empresas; de la misma manera, los centros comerciales que rodean estos locales se dejarían describir, por los mismos motivos, como no-tiendas -en donde, por ejemplo, se venden no-muebles (módulos y paquetes funcionales más o menos abstractos para armar y desmontar), y los habitáculos que crecen en estas conurbaciones (las llamadas «ciudades-dor­ mitorio», que no sería exagerado rebautizar como «ciuda­ des-basura») como no-casas (decoradas, sin duda, mediante aquellos no-muebles). Y, aunque sería una broma cruel la comparación de este tipo de aglomeraciones del «primer mundo» con las de los arrabales de los países pobres o devas­ tados, resultaría igualmente apropiado decir de quienes pue­ blan estos últimos contornos que se trata de no-empleados (pues a menudo están fuera de la economía monetaria regu­ lar) que viven en no-casas (cobijos improvisados con mate-

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rial heterogéneo) decoradas con no-muebles (a veces simples cajas de cartón o relleno de embalaje) y que se abastecen en no-tiendas (en el mercado negro o la economía sumergida). N i que decir tiene que esta aplicación podría continuar has­ ta permitirnos hablar, por ejemplo, de ciertas agrupaciones de personas, especialmente emergentes en nuestra época, que podrían caer bajo el concepto de no-familias o de no-matri­ monios, de ciertos programas televisivos de entretenimiento que sólo podrían calificarse como no-programas, de un cier­ to tipo de productos culturales cada vez más extendidos a los cuales les vendría como anillo al dedo el rótulo de no-libros, no-discos o no-cuadros (y ello tanto en la franja de la alta cultura como en la de la cultura popular o de masas), de cier­ tos males originales de nuestro tiempo que funcionan como 110-enfermedades tratadas mediante no-medicamentos y, en última instancia, hasta de no-universidades (escuelas móviles de formación permanente) en donde se estudian no-carreras (programas de actualización profesional continua) imparti­ das por no-profesores (expertos en reciclaje), y de no-Estados (alianzas coyunturales de regiones) gobernados por no-polí­ ticos (administradores) y cuyo sujeto legítimo es un no-ciu­ dadano. Bien, creo que a estas alturas está claro que estoy pro­ poniendo concebir el no lugar como un eufemismo del lu­ gar-basura (y, por tanto, como un síntoma de que hemos empezado a ser tolerantes con los hoteles-basura, con los restaurantes-basura, con los camareros-basura, los platosbasura, los cocineros-basura y las mesas-basura, con los em­ pleos-basura, las empresas-basura, las tiendas-basura, los muebles-basura, las casas-basura, las familias-basura, los ma­ trimonios-basura, los programas-basura, los libros-basura, los discos-basura, los cuadros-basura, las enfermedades-ba­ sura, los medicamentos-basura, las universidades-basura, las carreras-basura, los profesores-basura, los Estados-basura, los políticos-basura y los ciudadanos-basura). Y no sólo to­ lerantes, sino entusiastas. Hemos aprendido a experimentar la basura como un lujo. Hubo un tiempo, en efecto, en el

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cual los restaurantes-basura o los libros-basura eran subpro­ ductos destinados a las masas incultas, dóciles y amedrenta­ das. Ahora, no. Ahora tenemos restaurantes-basura de lujo, libros-basura de lujo, y quien no viva en una casa-basura o padezca alguna enfermedad-basura perderá rápidamente su crédito social y transmitirá una depauperada y deprimente imagen de «clase baja» y de «retraso social». Hemos con­ vertido, como diría Pierre Bourdieu, las «marcas de infa­ mia» en «signos de distinción». Si no puedes vencer en tu lu­ cha contra la basura, únete a ella. La palanca fundamental gracias a cuyo punto de apoyo hemos conseguido mover el mundo en esta dirección -es decir, gracias a la cual hemos conseguido empezar a no ver y a no sentir como tal la basura que nos ahoga- se resume en una fórmula mágica: estamos transitando hacia un nuevo paradigma (y es la instalación de este «nuevo paradigma» lo que nos permitirá no vivir como basura lo que antes considerábamos tal). El único problema, claro está, es que este nuevo paradigma no puede ser otra cosa que un paradigma-basura, o sea un no-paradigma (por­ que no hay en realidad ningún nuevo paradigma hacia el cual estemos transitando, sino únicamente la destrucción sistemática y concertada de aquel bajo el cual vivíamos). La fórmula mágica tiene, con todo, una formidable eficacia simbólica. La desaparición de los lugares y su paulatina sus­ titución por lugares-basura (y esto mismo vale para los em­ pleos-basura o las casas-basura) deja a muchas personas en el mundo sin lugar, crea una muchedumbre de desplazados que, una vez más, no solamente lo son en el sentido físico del término (aunque esta situación sea sin duda la más grave), sino también en el sentido social, laboral, cultural, económi­ co o familiar. El dolor que se acumula en esa multitud, sin embargo, sencillamente no puede expresarse como tal, por­ que la fórmula mágica en cuestión lo convierte en dolor de parto del nuevo paradigma y, por tanto, amenaza a todos aquellos que publiquen su malestar con el estigma de la ina­ daptación, del atraso y del conservadurismo: son tristes reac­ cionarios que se niegan a desamarrarse de sus privilegios an-

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cestrales, obstáculos que frenan el progreso de la moderni­ zación y que, por tanto, quedarán excluidos de sus benefi­ cios. Ellos son la verdadera basura de nuestro tiempo, la que no puede reciclarse. De esta manera se ha conseguido a la vez mantener la situación moderna (a saber, la «inmensa acumulación de basuras») y reeditar la utopía no menos mo­ derna de un mundo sin basuras, que ahora ha de entenderse como un mundo en permanente reciclaje y sin pérdidas (tal es la cosmovisión del paradigma-basura o paradigma de la basura) y, por lo tanto, de un mundo en el cual todo (y to­ dos) llega inmediatamente a su destino y adquiere inmedia­ tamente uno nuevo. No se puede decir de manera más clara: allí donde nada es basura, todo lo es. Y es el mismo Marc Augé quien se ha dado cuenta de que, de seguir así las cosas, nuestra civilización será la primera del mundo que no deje tras de sí esa clase especial de basura histórica que son las ruinas. La ciudad genérica (la ciudad-basura) no deja ruinas porque, cuando un edificio entra en estado de obsolescencia, se puede reconfigurar enteramente para un nuevo uso, del mismo modo que una empresa (si quiere ser una genuina empresa-basura) debe poder someterse en cualquier momen­ to a un proceso de re-engineering y que la mano de obra (o sea, la clase-basura) debe permanecer en un estado de long­ life education. Richard Sennett lo ha explicado aún mejor: «La estandarización del entorno deriva de la economía de lo efímero, y la estandarización produce indiferencia. Quizá pueda aclarar esta tesis mediante una experiencia personal. Hace unos pocos años, llevé a un directivo de una gran em­ presa de la nueva economía emergente, que buscaba oficinas para instalarse, a visitar el Chanin Building de Nueva York, un palacio Art decó con despachos muy elaborados y esplén­ didos espacios públicos. “No se adapta a lo que buscamos -dijo el directivo-, la gente podría sentirse demasiado ape­ gada a sus despachos y llegar a pensar que pertenece a este lugar.” La oficina flexible no está pensada para ser un lugar de permanencia. La arquitectura de las oficinas de las em­ presas flexibles requiere un entorno físico que pueda ser rá-

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(»idamente reconfigurado -en último extremo, la oficina se reduce al terminal de un ordenador. La neutralidad de los nuevos edificios deriva también de su carácter de elementos de inversión en el mercado global; para que alguien pueda comprar o vender fácilmente desde Manila cien mil metros cuadrados de espacio de oficinas en Londres, es preciso que el espacio tenga la uniformidad y la transparencia del dinero, lista es la razón de que los elementos estilísticos de los edi­ ficios de la nueva economía se hayan convertido en lo que Ada Louise Huxtable llama “arquitectura epidérmica”: la superficie del edificio emperifollada mediante el diseño, y su interior progresivamente más neutral y más susceptible de una reconfiguración instantánea».

Creo que se percibe con claridad la idea que intento transmi­ tir: algo que está desde su origen concebido para el reciclaje es algo que está desde su origen concebido como basura. Y esto -el estar originariamente concebidas para el reciclaje- es lo que caracteriza tanto a la objetividad como a la subjetividad contemporáneas. En rigor, el proceso por el cual algo se con­ vierte en basura puede ser descrito como un proceso de descualificación: las cosas se vuelven basura cuando su servicio hace que pierdan las propiedades que las califican como siendo estas o aquellas cosas, tales y cuales, y se convierten única­ mente en esa «cosidad» fluida y sin cualidades que se acumu­ la en los vertederos y cuya regeneración pasa, diríamos, por lograr que vuelva a adquirir las propiedades perdidas, que recupere su cualidad y su talidad. Como este proceso es el que se ha revelado imposible de llevar a cabo (es decir, como es imposible reciclar al ritmo que se desperdicia), la única ma­ nera de mantener el tipo -y ésta es la genial idea de la que es­ tamos hablando- es que las cosas carezcan originalmente de propiedades (es decir, que sean originariamente basura, sin que su conversión en basura derive del desgaste generado por el uso), o sea, que sean de antemano reciclables y, por lauto, pertenecientes a la «cosidad» fluida y descualificada,

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que es la que ahora -de acuerdo con la estrategia-basura del «nuevo paradigma»- hemos de experimentar, no como una forma de cosidad degradada y «sucia», cosa de vertedero y material de escombrera, sino como la forma superior de la objetividad, la cosa de lujo y limpia por excelencia, pues es lo inmediatamente reciclable. Y, al contrario, son las cosas cualificadas, como el Chanin Building, las que resultan des­ esperadamente obsoletas por irreciclables, las que se convier­ ten en basura en el sentido peyorativo y «sucio» de la expre­ sión, de mal gusto y pasadas de moda, las que, por tener entidad en sí mismas, se resisten a la reformulación y la recualificación. Es preciso, pues, que la producción sea ya en su origen, no producción de mercancías, sino producción de basura, producción de reciclables. Y hay que tener en cuenta que el reciclaje no puede concebirse, entonces, como una ge­ nuina recualificación o reparación de las cosas; la cosa reci­ clada es la cosa que ha recuperado sus propiedades y que, por ello mismo, se resiste al reciclaje; la cosa reciclada ha de ser entendida más bien como la cosa convertida en recicla­ ble, es decir, apta para recibir cualidades que sólo pueden ser cualidades-basura, inmediatamente reciclables y reformulables, transformables en cualesquiera. Y es preciso, igualmen­ te, que este proceso no afecte únicamente a la objetividad sino también a la subjetividad, tanto más cuando las cosas mo­ dernas por excelencia son aquellas cuya objetividad -cuyo «valor»- procede de la «subjetividad». Sucede, en fin, que la época en la cual la subjetividad se ha vuelto más inestable, elástica, flexible y modulable, es tam­ bién la era en la cual la identidad se ha convertido en la más tiránica y rígida de las exigencias individuales, en el más gra­ ve de los problemas políticos. Y es como si cada enclave edi­ ficado en las calles debiera ser, al mismo tiempo, una seña de identidad inconfundible y un espacio infinitamente remodelable, es decir, una zona cero.

Cuerpos desnudos'

El fenómeno es indiscutible: el cuerpo está en alza. No me refiero únicamente a todas las modalidades del body-build­ ing., los estiramientos, liposucciones, musculaciones, siliconismos, modelados, cirugías y exhibiciones grandiosas en pasarelas actuales o virtuales, aunque también se trata de eso. El mismo auge del cuerpo se experimenta en una zona (sólo nominalmente) mucho menos «espectacular» de nues­ tras sociedades, la que corresponde al Estado y a sus políticas «de salud», en donde el cuerpo como objeto que hay que pro­ teger de toda clase de agresiones físicas -disminución de las dosis de azúcar, medidas antianoréxicas para top models, re­ gulación de la clonación terapéutica, prevención del cambio climático y strip-tease de los pasajeros en los controles poli­ ciales de los aeropuertos- experimenta un protagonismo tan creciente que incluso el inconformismo alternativo tiene su manifiestación en la estética del tatuaje o el piercing; pero si en estos dos escenarios político-mercantiles se trata ante todo del cuerpo sano, bello o provocador, la región de la «alta cul­ tura» completa el círculo con la irresistible ascensión, en el seno de las artes visuales, de los cuerpos troceados, desven­ dados, desollados, obesos, enfermos, putrefactos, arrugados, degradados, muertos, desamparados y siempre tan desnudos como los que esculpen los nuevos artistas -principalmente británicos- capitaneados por el asombroso Ron Mueck (que se formó como técnico de efectos especiales)-, e igualmente co«Cuerpos desnudos», El País, 3 de marzo de 2007, Babelian." 797, p. 16.

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herente con este movimiento es lo que ha sucedido en el terre­ no del pensamiento a partir de los últimos años setenta: desde que Foucault lanzase la idea de biopolítica, de la prensión di­ recta del poder sobre los cuerpos, el asunto no ha hecho más que precipitarse gracias a la «vida desnuda» y la animali­ dad de Agamben, los «órganos sin cuerpo» de ¿iáeck, los cyborgs de Haraway, el corpus de Nancy, la inmunidad de Esposito o la humanidad «animal» de Martha Nussbaum, hasta el punto de que las ciencias sociales y la filosofía políti­ ca de la última década parecen orbitar en torno a dos nocio­ nes que se han vuelto en estos terrenos completamente domi­ nantes: el riesgo y la vulnerabilidad física. Como si el sueño político-publicitario de una ingeniería biomecánica capaz de hacer el cuerpo resistente a toda agresión externa o interna no fuera más que la otra cara de la pesadilla formada por la infinita serie de amenazas que, desde los atentados terroristas hasta la infección del virus del sida, pasando por la contami­ nación alimentaria, la violencia en las escuelas, la intoxica­ ción radiactiva, la intimidación racista, el abuso de edad o de género, el envenenamiento del aire o del agua y el allanamien­ to de morada con ensañamiento brutal, se ciernen sobre la trémula carne tan gloriosa y miserablemente reavivada. Hasta ahora, dos son las principales hipótesis que compi­ ten para explicar esta inesperada resurrección de la carne. La primera es que la creciente sensación de vulnerabilidad es la expresión de la indefensión derivada del desmantelamiento progresivo de las instituciones de protección social caracterís­ ticas del Estado de bienestar. La segunda -contraria, aunque no del todo incompatible- es que el fenómeno delata un nue­ vo avance del control político sobre la vida de los individuos por parte del Estado y los poderes adyacentes, una fase ulte­ rior del higienismo o incluso del biologicismo totalitario me­ diante los cuales el mercado y el Estado continúan la apropia­ ción de los cuerpos que comenzó en cuanto su desacralización los declaró ilimitadamente violables y profanables. Ambas hi­ pótesis tranquilizan nuestra mala conciencia, porque sugieren que tanto el arte como el pensamiento (que siempre son bue-

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mus ) critican y denuncian los manejos del poder (que siempre es malo), pero no parecen del todo convincentes: si el Esta­ llo es un complot maligno para controlar los cuerpos, ¿por *|uc sufraga a los artistas y pensadores que delatan esa cons­ piración? ¿Y por qué la imagen del cuerpo desnudo habría de ser la denuncia del abandono de unas instituciones que no protegían físicamente (al contrario, el Estado de bienestar era compatible con riesgos tan insanos como la elevada contami­ nación ambiental y la posibilidad del holocausto nuclear) sino jurídica y socialmente mediante la estabilidad monetaria, la previsibilidad laboral y la cobertura pública de los riesgos i lerivados de las inclemencias del mercado? Quizá el error consiste en pensar que tanto las artes como el pensamiento son espontánea e inmediatamente «críticos» y «denunciadores» de las artimañas del poder; quizá, al me­ nos en un porcentaje elevado -y tanto más elevado cuanto más amplia es la difusión mediática de esta nueva vulnerabi­ lidad del cuerpo-, la cultura cumpla también la función de crear los «efectos especiales» necesarios para proporcionar una dosis mínima de legitimidad a un Estado que ha abando­ nado el ideal de proteger a los ciudadanos contra el desem­ pleo, el abuso de los más fuertes o la inseguridad jurídica, y que sobre todo ya no puede prometerlo como antes lo hacía, es decir, a largo plazo o «para toda la vida» (expresión que ahora sólo suscita la compasión, el asco o la sonora carcaja­ da de los ideólogos posmodernos); este poder ya únicamen­ te sabe hacerse tolerable como suministrador de protección física, salvador de la salud o guardián de la integridad del cuerpo amenazado por las bombas. Los sociólogos han des­ crito este movimiento como la transición desde el Estado de bienestar al Estado de la seguridad -pero, entiéndase, no de la seguridad jurídica, que era la que proporcionaba el Estado social, sino de la seguridad física-, y para hacer de la seguri­ dad física algo deseable hay que hacer primero de la vulnera­ bilidad corporal algo visible y tangible, hay que propagar la « fragilidad», la «animalidad» y la «desnudez» físicas como los nuevos rasgos definidores de la humanidad. Bien es cier-

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to que estas legitimaciones tampoco pueden servir ya «para toda la vida» (las vacas locas tuvieron bastante éxito, mucho más que la neumonía asiática, que sin embargo era promete­ dora, y la gripe aviar parece haber decepcionado ampliamen­ te las expectativas de taquilla, mientras el cambio climático sigue sin calar masivamente en la población a pesar de los grandes esfuerzos mediáticos hechos en su favor, y resultan mucho más eficaces las amenazas potenciales de las células terroristas o las oscuras bandas de sádicos inmigrantes crimi­ nales, aunque ninguna de ellas termine de llegar a una cifra de mártires suficientemente persuasiva); son legitimaciones de bajo coste que, como ciertas compañías aéreas de ingrato re­ cuerdo, sólo pueden mantenerse en cartel durante una breve temporada y luego dejan a sus víctimas en un desamparo que, a pesar de ser netamente jurídico y económico, sólo puede vi­ sualizarse como un abandono corporal que las convierte en objeto de la «ayuda humanitaria» y las entrega a las institu­ ciones de caridad. Entiéndanme: no quiero que nadie se infecte ni pienso que las epidemias sean invenciones conspiratorias de los políticos en busca de votos o de la voraz industria farmacéutica. Sólo digo que los miedos producidos con fines legitimadores sue­ len ser, como prueba la experiencia histórica, profecías que se autocumplen. El temor a estos nuevos fantasmas físicos, a fuerza de hacernos vulnerables a ellos, acabará por conver­ tirlos en un negocio tan rentable que los espectros se mate­ rializarán más temprano que tarde y se convertirán en reali­ dades ingobernables. Y, cuando esto suceda, ni la seguridad del Estado ni la de las empresas biotecnológicas podrán pro­ tegernos contra monstruos que superarán en estatura y en complexión plástica a los impresionantes muñecos de Ron Mueck.

EL VIENTRE DE LA BALLENA Southern trees bear strange fruit, Blood on the leaves and blood at the root, Black bodies swinging in the southern breeze, Strange fruit hanging from the poplar trees.

Carta abierta a Richard Sennett a propósito de La corrosión del carácter

Admirado Richard Sennett: Es imposible leer La corrosión del carácter1 sin sentir una extraña sensación de comprensión por sus persona­ jes. Podría decirse incluso «compasión», si se entendiese que no se trata solamente de una compasión del tipo de la que siente quien está en una situación segura y confor­ table por alguien que llama a la puerta pidiendo limosna o pasa frío en la calle. Es más bien una compasión cóm­ plice, y por tanto podría merecer el tan sobado nombre de solidaridad. Lo que a uno le hace sentirse solidario de los problemas que padecen sus personajes es, claro está, que uno también padece o ha padecido esos problemas. Yo diría que, en el fondo, uno se siente solidario, a través de la simpatía que en él despiertan esos personajes, de toda una muchedumbre de personas en el mundo. Si no fuera por el temor al anacronismo, podría incluso suge­ rirse que esa muchedumbre de personas son lo que al­ guien llamaba, en el siglo xix, los proletarios de todos los países. Esta solidaridad se basa, pues, en una experiencia común, la que han tenido alguna vez todos los trabaja-

«El vientre de la ballena. Carta abierta a Richard Sennett», en el li­ lao colectivo de la Escuela Contemporánea de Humanidades El buscador ¡le oro. Identidad personal en la nueva sociedad, Toledo, Lengua de Trapo, ¿ooí, pp.

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c. Richard Sennet, La corrosión del carácter, Daniel Najmías (trad.), lUrcelona, Anagrama, 2000.

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dores asalariados, la experiencia de lo que el trabajo le hace a uno. Lo que el trabajo le hace a uno es arrancarle brutalmente de su comunidad natal, de sus lazos afecti­ vos, de sus lealtades familiares, de sus vínculos de amis­ tad e incluso de sus convicciones personales, y arrojarle a la intemperie, retirándole todo aquello que uno sentía como protector. Es como pasar repentinamente a una condición de orfandad. When I left my home and my family I was no more than a boy In the company of strangers

In the quiet of the railway station running scared. En el trabajo tiene uno -uno que haya tenido la suerte de vivir preservado de esta sensación hasta su primer em­ pleo-, por primera vez, la certeza de no ser nadie. Ésta es una experiencia de humillación tan completa que proba­ blemente es extraña a aquellas formas de organización social no basadas en el trabajo asalariado. Y uno intenta, por supuesto, defenderse de esta humillación, pero, en la medida en que uno no puede eliminar la necesidad de te­ ner que trabajar, esta defensa es una defensa en la humi­ llación, un consuelo o una estrategia para soportarla, no un combate contra ella que tenga una mínima expectati­ va de victoria. Y la estrategia tiene siempre, como usted sugiere, la forma de un intento de construcción de comu­ nidad, de creación de un «nosotros» (no frente a ellos, que serían unos enemigos externos, sino f rente a ello, esa autoridad impersonal e implacable que nos levanta de la cama los días laborables). Este nosotros puede ser el que se pretende tejer en el trabajo mismo, estableciendo víncu­ los de amistad -principalmente- entre iguales, y también el círculo familiar o amistoso (comunitario, en suma) que luchamos por instituir fuera del trabajo, en el llamado «tiempo libre». Puesto que en el trabajo no somos nadie, concentramos todos nuestros esfuerzos por ser alguien al

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margen del trabajo, incluso en sus márgenes. Digamos que el trabajo nos arranca lo que más amamos (para em­ pezar, a nosotros mismos), nos arranca de ello (nos obli­ ga a abandonar a los nuestros para acudir a la fábrica, al taller o a la empresa, nos obliga incluso a dejar en casa nuestro propio yo para que no nos estorbe durante la jor­ nada laboral), pero al mismo tiempo es lo único que -por la vía del salario- nos permite mantener vivo eso que amamos al margen del trabajo o en sus márgenes. Tener algo de tiempo libre (tener algo de vida además del traba­ jo, que es un tiempo y un espacio de no-vida) es lo único que hace soportable el trabajo, lo único que nos hace acep­ tar sus implacables imperativos. La razón por la cual un trabajador asalariado siempre está en condiciones de com­ prender a otro trabajador asalariado, no importa su lati­ tud, su lengua, su cultura, su religión, su género o su edad, es esta experiencia común de la humillación. ¿No es esto lo que nos permite simpatizar con sus protagonistas? Tampoco creo que fuera exagerado decir que lo que consideramos como las «conquistas sociales» de las clases trabajadoras en Occidente durante los siglos xix y xx, aunque en muchas ocasiones tuvieran como horizonte utópico de la lucha la «liberación del trabajo», si bien no han conseguido tal liberación, sí que han logrado minimi­ zar esa humillación (una minimización de la cual la re­ ducción de la jornada laboral es, si no la principal con­ ci uista, sí el emblema más significativo). Lo importante es notar el procedimiento por el cual se ha llevado a cabo esa minimización. La relación laboral es, en principio, una relación privada. Como se trata de una relación fre­ cuentemente desigual, los asalariados sólo han consegui­ do obtener una defensa eficaz contra los abusos de sus pa­ irónos, y una consolidación estable de aquellas de sus reivindicaciones que han conseguido satisfacer, allí donde han logrado que esas relaciones privadas se pusieran bajo tutela pública mediante la juridicización (si se dice así) del contrato laboral. La existencia del Estado (del Estado-

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Nación, que es el que existía en esa fase) es lo que ha ga­ rantizado la consolidación de los derechos sociales de los trabajadores. Tenemos, pues, en esta descripción, la apa­ rición de tres escenarios: el de la comunidad, esa red de re­ laciones afectivas de donde los individuos extraen su iden­ tidad (bajo la forma, según usted afirma, de un relato), el de la privacidad, que es el orden del ejercicio laboral pro­ piamente dicho (las relaciones trabajador-patrono), y el de la publicidad (o civilidad, si se quiere emplear un tér­ mino menos desgastado), que es el escenario en donde los individuos limitan el abuso que pudiera producirse en el te­ rreno privado, en donde adquieren derechos (entre otros, el derecho a una comunidad, o sea, a una identidad) y, na­ turalmente, también obligaciones. Quizá es innecesario observar que el orden que acabo de denominar publicidad (representado por el Estado) no solamente civiliza las rela­ ciones privadas, sino también las comunitarias. A cambio de recibir la protección jurídica del Estado (que es distin­ ta de la protección afectiva brindada por la comunidad), los miembros de la comunidad también contraen obliga­ ciones y adquieren derechos, no en cuanto miembros de tal o cual comunidad, sino en cuanto miembros de la so­ ciedad, en cuanto ciudadanos. Dicho con menos palabras, esto significa que la posibilidad de distinguir entre un ám­ bito comunitario o íntimo y un ámbito privado tecno-económico depende de la existencia del ámbito público de la civilidad. En el lenguaje de los clásicos: aunque la «comu­ nidad» o la «privacidad» (las relaciones afectivas o -por así decirlo- «animales»1 entre los hombres) sean primeras «en cuanto a la generación», la «civilidad» o la «publici­ dad» es primera «en el orden del concepto» (porque sólo se puede concebir lo íntimo o lo común como algo distin­ to de lo privado allí donde existe una esfera pública). i. Sóbrelas relaciones entre lo «animal» y lo «laboral», y especialmen­ te en la figura del animal laborans, véase Hannah Arendt, La condición hu­ mana, Ramón Gil (trad.), Barcelona, Paidós, 1993.

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Así pues, el espacio de la narración (o de lo relatable), del «nosotros» común, está rodeado por dos espacios -en cierto modo- inenarrables. Uno es el orden de las relacio­ nes privadas, el orden de la pura necesidad animal, que en las sociedades modernas se transforma en el espacio tecnoeconómico del trabajo industrial asalariado. El trabajo, en sí mismo considerado, parece ser, en efecto, inenarrable1, y quizá haya motivos profundos -e irrebasables- para que ello sea así, o sea para que el trabajo sea una parcela de la existencia particularmente inhumana. El otro espacio ine­ narrable es el «espacio público». Aquí no sucede que la publicidad sea radicalmente incompatible con la narratividad (claro está que una buena parte de la actividad pú­ blica comporta la narración de relatos), sino que se trata de un espacio en el cual lo pertinente es «no contar histo­ rias» ; cuando se llama a alguien a declarar en un proceso judicial, o cuando un parlamentario toma la palabra, o cuando un político explica su programa de gobierno, se le puede siempre decir, si vemos que empieza a ponerse narrativo: 110 me cuentes tu vida. Quiero decir que, aun­ que haya relatos, lo esencial de los relatos no son aquí las narraciones en cuanto tales, ni su carácter ejemplar, sino que forman parte de un más amplio proceso argumentai. En el espacio público no se relata, se argumenta, se fijan criterios de validez de las normas y de justificación de los procedimientos. Así pues, también en el espacio público sufrimos una especie de «despersonalización» en el senti­ do de que, en él, no es válido decir «nosotros» para refe­ rirse a esa comunidad tejida de lazos afectivos que identi­ fica a «los nuestros», sino que sólo vale decir «yo», y «yo»

1. Ciertamente, hay muchas narraciones que transcurren total o par­ li.límente en lugares de trabajo, pero lo que estas narraciones relatan es algo que ocurre entre los personajes al margen de su mera actividad ¡abo­ rtii. y no esa actividad en cuanto tal, porque su brutalidad o su monotonía parecen señalar un límite a la narratividad (¿cómo contar algo allí donde mi hay nadie, dmide cada uno deja de ser alguien?).

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no significa entonces «yo, en cuanto miembro de mi co­ munidad o perteneciente a un “nosotros”», sino «yo, en cuanto cualquiera». Digamos que el espacio laboral es un espacio en donde todavía no hay nosotros, en donde cada uno es nadie, mientras que el espacio civil es un espacio en donde ya no hay nosotros, en donde cada uno es cual­ quiera. Es decir, es el espacio de los individuos. De este modo, podríamos decir que la comunidad (el «nosotros» narrativamente constituido) se ve doblemen­ te amenazada (al menos en la modernidad): por una par­ te, por el mundo laboral en el cual los miembros de la comunidad pierden sus lazos afectivos y se someten a una disciplina estrictamente técnica (digamos que actúan como máquinas o como animales, si es que hay alguna diferencia entre ambas figuras); por otra parte, por el mundo civil, en donde los miembros de la comunidad se convierten en individuos cualesquiera, sometidos a una ley supracomunitaria, política. La figura privilegiada de la primera amenaza es la fábrica, la de la segunda la es­ cuela. Una narración característica, en este sentido, es la historia de Pinocho. En su camino del hogar a la escuela, Pinocho se encuentra con Juan sin nombre (que es el por­ tavoz del mercado capitalista mundial), que le engaña prometiéndole una vida en Jauja. El miedo de Gepetto (y no conviene olvidar que Gepetto es un artesano, es decir, pertenece aún al mundo del trabajo pre-industrial) es co­ nocido, es el temor infinito que todos los padres sienten a que sus hijos sean raptados por la seducción del merca­ do, secuestrados por Disneyland y arrastrados al País de Nunca Jamás, el país en donde la infancia es perpetua y nunca se crece. Y temen esto porque saben que Disney­ land se convierte rápidamente en Horrorland, es decir, como en la historia de Pinocho, en una terrible fábrica en donde los niños -sin llegar al estado de adultos- se tor­ nan animales, es decir, bestias de labor. Para los hijos de las sociedades modernas, el mercado aparece en primer lugar como un paraíso (el paraíso del consumo) y termi-

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na por convertirse en un infierno (el infierno de la pro­ ducción). I am just a poor boy Though my story is sheldom told I’ve squandered my resistence Tor a pocketfidl of mumbles suich are promisses. All lies and gests Still a man hears what he wants to hear And disregards the rest.

La comunidad de base de la sociedad industrial mo­ derna (del siglo xix) percibía perfectamente las heridas que el mundo del trabajo asalariado practicaba en ella: los hijos y la esposa, guardiana del «nosotros» sagrado de la comunidad (hablo, naturalmente, de un pasado en donde las mujeres aún no se habían incorporado plena­ mente al mundo laboral asalariado), veían cómo el padremarido se marchaba todas las mañanas a esa Horrorland, abandonándoles, y volvía todas las noches con su salario, pero también con profundas cicatrices. Los hijos (varones) presentían que alguna vez ellos también tendrían que par­ tir para realizar ese viaje, y las hijas sabían que alguna vez quedarían abandonadas a la aún más terrible zozobra de las esposas y madres dependientes, sobre quienes recaía la enorme responsabilidad de mantener viva la comunidad y remendar todos los descosidos que el trabajo asalariado hace en el «nosotros»1. La escuela tiene, obviamente, otra función: existe para hacer de los hijos adultos responsables, para hacer de ellos i. Naturalmente, hay un miedo aún más grande que al trabajo o a la l.ilra de él, o al menos a la falta de salario: miedo a que el padre-marido no vuelva (porque una máquina plegadora o un andamio mal sujeto terminen con su vida, o al menos con su vida laboral), o vuelva sin trabajo (porque l< rel="nofollow"> hayan despedido) o sin salario (porque se lo haya gastado en vino).

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individuos (como le hubiera sucedido a Pinocho, de no haberse encontrado con Juan sin nombre). Si la fábrica amenaza a la comunidad desde el espacio anónimo del trabajo, la escuela la amenaza desde el espacio público. Convertirse en un individuo significa, en cierto modo, «traicionar» a la comunidad (primero, porque desde el espacio público los hijos pueden «volverse» contra sus padres, denunciando sus abusos, por ejemplo), ubicarse en un espacio que está «más allá» de la narración familiar o del relato comunitario, un espacio en el cual esa narra­ ción pierde sus condiciones de validez. Esta «traición» es lo que llamamos emancipación o «mayoría de edad». Ma­ yor de edad es aquel que comprende el carácter ficticio de la narración comunitaria. Así como es propio de los niños tomar la ficción por verdad («creer» en el hombre del saco, en el monstruo del Dr. Frankenstein o en el conde Drácula), es propio de los adolescentes tomarla por falsa. Adulto es, sin embargo, quien tiene «sentido de la reali­ dad», cosa que es imposible sin tener al mismo tiempo «sentido de la ficción», es decir, sin saber que la ficción no es ni verdadera ni falsa (porque verdad y falsedad sólo puede haber en el espacio público, y la ficción pertenece al terreno comunitario). Y esto significa, por añadidura, que no puede haber seres humanos en condición de adul­ tos o mayores de edad más que allí donde existe un espa­ cio público. Sin duda, como decía Kant, hay una minoría de edad autoculpable (la de quienes se niegan a abrazar la condición de adultos teniendo a su alcance los requisitos para hacerlo, quienes prefieren el País de Nunca Jamás a la emancipación); pero también hay una minoría de edad inocente, que no es solamente la de los niños sino la de to­ dos aquellos que se ven obligados a vivir una infancia per­ petua en el País de Nunca Jamás, es decir, la de quienes viven bajo un régimen despótico: ¿cómo convencer a al­ guien de que «los fantasmas no existen», de que no hay monstruos, si ese alguien experimenta a diario cómo la criatura de Frankenstein o el conde Drácula les arrancan

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a sus hijos de entre los brazos para arrastrarlos a la muer­ te o al tormento? El despotismo se conoce en esto: que bajo él no hay posibilidad de distinguir comunidad y so­ ciedad, espacio común y espacio público, realidad y fic­ ción; que bajo él los hombres están obligados a portarse como niños, a creer en la ficción como si fuera verdadera o a luchar contra ella como si fuera falsa1. De modo que, aunque tanto la Escuela como la Fábrica traicionen el Hogar, la primera es una traición constructiva (construye hogar en el sentido de que le abre un espacio de posibili­ dad), mientras que la segunda puede ser destructiva. Comprendo que, a lo largo de estas líneas, el trabajo aparece con rasgos excesivamente negativos: destructivo, humillante, inhumano. Como espero sugerir en el espacio que aún me queda, en un cierto sentido el carácter humi­ llante del trabajo (principalmente asalariado, que es al que me refiero casi siempre) depende de ciertas condiciones históricas, que pueden variar y que han variado a lo lar­ go del tiempo. Pero hay otro aspecto en el cual el trabajo es humillante-si puede decirse de este modo- «por su pro­ pia naturaleza», el aspecto que antes llamé «inhumano». Quede claro, sin embargo, que concibo esa «inhumani­ dad» como algo completamente necesario e inherente a la condición humana. Si llamamos «trabajo», en su acep­ ción más general, a la actividad técnica mediante la cual el hombre transforma la naturaleza para adaptarse a ella, es evidente que esta actividad es absolutamente previa a cualquier otra. Lo que llamamos vagamente «vida huma­ na» (y que significa, entre otras cosas, «vida social») sólo es posible como resultado de esa actividad transformado­ ra. Porque la naturaleza transformada por la técnica es otro nombre de la ciudad, es decir, del único ambiente en i. Y es por esto que en las sociedades pre o extra-modernas no hay «liii-rntura» ni «estética» en el sentido en que las hay en las sociedades moder­ nas, es decir, no hay un orden autónomo de la cultura en donde la ficción no pretende ser otra cosa que ficción.

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el cual los hombres pueden vivir como tales. De esto se si­ gue que el trabajo es una actividad pre-humana, pero ab­ solutamente imprescindible, una actividad que el hombre necesariamente tiene que realizar para llegar a vivir como hombre y, en definitiva, a ser hombre. Por eso hay en el trabajo algo de esencial e insuperablemente inhumano e inenarrable, una orfandad y un anonimato que pueden compensarse pero no aniquilarse (el día en que la activi­ dad de transformación técnica de la naturaleza -incluida la propia naturaleza humana- haya terminado, ese día ya no habrá hombres). Pero, como ya he dicho, esta «humi­ llación inevitable» no ha de confundirse con otras humilla­ ciones contingentes que dependen de circunstancias histó­ ricas.

Quizá la impresión de simpatía o de solidaridad ante los personajes que se suceden en las páginas de La corrosión del carácter tiene algo de contradictorio: por una parte, estas figuras que aparecen como víctimas de la tercera ola suscitan compasión porque se han quedado sin comuni­ dad, recorren el mundo -a veces en aviones y trenes-bala, deambulando por salas de espera y aeropuertos- como fantasmas, como almas en pena que no pueden encontrar nunca su lugar porque no pertenecen a ninguno. Pero, por otra parte, descubrimos que ellos tienen algo en común con nosotros, es decir, que paradójicamente nosotros nos sentimos miembros de esa misma comunidad, la comuni­ dad de los que no tienen ninguna. Ya he dicho antes que esa experiencia parece asentarse sobre la base de lo que el trabajo le hace a la gente (desarraigarla de su comuni­ dad), y también que esa experiencia básica es la que ali­ mentaba en otro tiempo el grito del movimiento obrero proletarios de todos los países, unios. El grito parecía sig­ nificar, pues: formemos una nueva comunidad, la comu­ nidad total (el comunismo), un nosotros común de nuevo cuño, narrativo y protector, con el cual defendernos del

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despotismo del Capital. En la medida en que los desarrai­ gados que así gritan (el fantasma que recorre Europa en el siglo xix) son los despojos de todas las comunidades desI midas por el Capital, no tienen historias «grupales» que contar (carecen de narraciones que, de existir, serían in­ compatibles entre sí, y cuya inconmensurabilidad les im­ pediría -como les ha impedido hasta ese momento- la so­ lidaridad mutua), la narración que pretenden entonar en común, la de su comunidad de clase, no es una narración comunitaria particular; puesto que carecen de identidad, su narración no puede ser otra que la Historia con mayús­ cula, la Historia universal. Se dirá, con cierta razón, que este sentimiento -el de que su narración comunitaria es la historia universal de la humanidad- lo han experimentado todas las comunidades que en el mundo han sido. A pesar tic ello, se reconocerá también que la idea de compartir una misma comunidad con millones de personas descono­ cidas en el mundo, y de que además la narración común sea una narración que no se aprende por vía de transmi­ sión comunitaria directa, sino por un aprendizaje explíci­ to y racionalizado, es esencialmente novedosa. Digamos que las comunidades ordinarias confunden su narración local con la historia de la humanidad, mientras que la co­ munidad proletaria quiere hacer de la historia universal de la humanidad su narración propia. Esta narración es la de la historia de la humanidad como historia de la lu­ cha de clases. Por otra parte, la propia existencia de esta narración -como proyecto de una comunidad universalpresupone la extensión mundial del modelo de trabajo asalariado fraguado por la sociedad del capitalismo in­ dustrial. Dicho de otro modo: la idea de una comunidad universal sólo puede nacer cuando el desarraigo de los in­ dividuos con respecto a sus comunidades natales se ha hecho en sí mismo universal. Digamos que el proyecto ilei movimiento obrero, en su formulación decimonónica, consistía en compensar a los desarraigados del despo­ ja miento de su comunidad que el trabajo les ha infligido

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con cl establecimiento de un «nosotros» universal soste­ nido por esa narración común que se atisba en el Mani­ fiesto comunista. Ahora bien, el hecho de que, en ese pro­ yecto, figure como meta final la abolición del Estado (y no solamente del mercado capitalista mundial) es lo que promueve la confusión entre la «erosión» de la comuni­ dad producida por el espacio público (que limita la comu­ nidad, pero para hacerla posible) y la producida por el espacio productivo, laboral o mercantil (que también ero­ siona la comunidad, pero en este caso amenazando con hacerla imposible). Obviamente, esta confusión viene pro­ piciada (como la creencia en fantasmas por parte de quie­ nes viven sometidos a regímenes políticos despóticos) por la experiencia del movimiento obrero durante el siglo xix y las primeras décadas del xx, una experiencia en la cual el Estado aparece como el instrumento de dominación política e ideológica de la clase dominante, es decir, como la cristalización política de una comunidad (la de los bur­ gueses) que pretende imponer su narración (la ideología «burguesa» y su visión de la historia universal) al resto, con lo cual el conflicto de clases aparece como el conflicto entre dos comunidades o entre dos «nosotros» incompa­ tibles, el nosotros de los «proletarios de todos los países» y el nosotros de los burgueses de todos los Estados. El he­ cho de que el horizonte utópico de la revolución proleta­ ria sea el comunismo, es decir, el sueño de una comunidad total (sin Estado, sin espacio público) implica la aboli­ ción de esa diferencia que anteriormente consideré como constitutiva de la comunidad misma o, con otras palabras, la abolición de lo que antes formulé como el primado con­ ceptual del Estado (de la civilidad o del espacio público) sobre la comunidad narrativa y sobre la productividad inenarrable. La abolición de ese espacio público en don­ de los miembros de las comunidades pueden emancipar­ se de las mismas y convertirse en individuos cualesquiera, portadores de derechos y obligaciones por el solo hecho de ser ciudadanos, propicia que en la comunidad obrera

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que alcanza una forma política no se pueda distinguir en­ tre el hogar y la fábrica, es decir, entre el espacio de la co­ munidad narrativa y el de la masa productora; al no tener los miembros de esta comunidad-fábrica la oportunidad de emanciparse, se mantienen perpetuamente en condi­ ción de minoría de edad (los Estados «socialistas» trata­ ban a sus súbditos como a niños), y además se propicia el hecho de que la comunidad, al perder sus límites (al con­ fundir su «narración» comunitaria con la «verdad»), no solamente se torne delirante (como delirante era la verdad oficial de los regímenes soviéticos), sino que además se convierta en eso que usted mismo, profesor Sennett, ha llamado en alguna ocasión1 una Gemeinschaft destructi­ va o persecutoria, que tiende a aniquilar a todos aquellos de sus miembros que no se identifican con esa narración elevada al rango de verdad oficial. Digamos que el estado de terror comienza cuando -de un modo parecido al de los regímenes despóticos, aunque con sus peculiaridades distintivas- una comunidad quiere declararse como la única comunidad y, por tanto, cuando confunde el relato de su narración (necesariamente ficticio) con la verdad (que, sin embargo, no puede ser una narración, porque pertenece al espacio público en donde lo pertinente no es contar historias, sino decir la verdad o mentir). En los países industrializados del antes llamado «pri­ mer mundo», esa revolución proletaria «fracasó», no tan­ to porque fuese aplastada mediante la represión física y masiva (que sin duda también padeció en modo nada des­ deñable), sino porque parte de sus reivindicaciones fue­ ron, como he recordado al principio, integradas en el Es­ tado «burgués» merced al revisionismo del movimiento obrero de tendencia «social-demócrata», es decir, por la vía de conceder (con todas las limitaciones que habría que reconocer en este punto) a las bestias de labor o a las máI. Narcisismo y cultura moderna, J. Fibla (trad.), Barcelona, KaiM.s, (977-

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quinas de producir la condición de ciudadanos. La solida­ ridad narrativa del «nosotros común» de la clase obrera es una respuesta al desamparo producido por la extensión salvaje del capitalismo y el Nightwatchman State que se pone a su servicio. En la medida en que el Nightwatch­ man State se transforma en Welfare State (que es, desde luego, una medida muy modesta), el marxismo entra en crisis: pero no sólo porque los obreros se «aburguesen» y se conformen con la seducción del consumo y el bienestar relativo de las fases de crecimiento del mercado capitalis­ ta mundial, traicionando su «ideal» de revolución pro­ letaria, sino también porque el acceso al espacio público (para empezar, mediante la Escuela), que es sin duda pro­ ducto, entre otras cosas, de sus luchas, les permite com­ prender que la narración de «la historia de la humanidad como historia de la lucha de clases» es una ficción. Cuan­ do no queda otro remedio, hay que refugiarse en la fic­ ción, en la comunidad, en la solidaridad, y no hay más sa­ lida que tomar esa ficción como la verdad (porque es la única que suministra consuelo). Cuando hay otros reme­ dios -es decir, cuando hay un atisbo de Justicia-, la fic­ ción se convierte en mera ficción, la comunidad en mera comunidad (que no aspira a encarnarse en una sociedad civil y política), y la solidaridad es un complemento de la justicia, pero nunca una alternativa a, o un sustituto de ella. Esto es lo que ha permitido, en estos países del lla­ mado «primer mundo» desarrollado, mantener el equili­ brio entre el espacio público, el espacio privado y el es­ pacio común (equilibrio al que pertenecen los antecesores de la generación de «desarraigados» que protagoniza su libro). En este equilibrio ha desempeñado un papel decisi­ vo la escuela (la escuela, obviamente, piíblica, en el senti­ do más amplio del término), como mecanismo que permi­ te a los miembros de las distintas comunidades hacerse adultos, es decir, protegerse tanto contra los abusos de sus comunidades natales (deseosas de convertir sus narra­ ciones en verdad única de la humanidad) como de la fá-

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lirica (deseosa de reducir a sus trabajadores a la condición de bestias de labor). Hay, en este sentido, una sabiduría (que no ciencia) de la comunidad: digamos que toda co­ munidad sabe que la narración sobre la que se sustenta es una ficción; por eso, los padres como Gepetto mandan a sus hijos a la escuela, es decir, procuran que se emancipen de su comunidad; ser padre no significa solamente acep­ tar la responsabilidad de proteger a los hijos, sino aceptar también la de saber abandonarlos cuando llega la hora (Padre, padre, ¿por qué me has abandonado? Digamos que un padre no es del todo padre hasta que no abando­ na a sus hijos). Lo que su texto, señor Sennett, parece su­ gerir-no sé hasta qué punto conscientemente- es que el movimiento que conocemos en términos generales con el rótulo de globalización está produciendo una nueva «re­ volución» que debilita el tejido del Estado, el espacio pú­ blico o la civilidad. El hecho de que el conflicto se plantee en los términos del hogar contra la fábrica, es decir, de la comunidad narrativa contra la productividad inenarra­ ble, ilustra la amenaza de desaparición del espacio inter­ medio que posibilitaba la diferenciación de ambos y que limitaba su conflicto, es decir, el Estado mismo, y esta vez no en beneficio de la comunidad total o de la narración única, sino del espacio tecnoeconómico de la producción inenarrable. Asking only a workman’s wages, I come looking for a job But I get no offers Just a come on from the whores of Seventh Avenue Pinocho, en su camino a la Escuela, se encuentra aho­ ra con una nueva Jauja, el imperio de lo virtual. El temor ile los padres ya no es como el temor de Gepetto (porque ellos nunca han sido artesanos, han nacido ya desarraiga­ dos), sino que es más bien desorientación (ellos también se han criado en Disneyland). La conocida insistencia en

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lo bien que los niños y los adolescentes manejan los orde­ nadores, ¿no será acaso una advertencia en el sentido de que la virtualización del mundo convierte a todos los adultos en niños y en adolescentes? La crisis de la educa­ ción no significa únicamente la obsolescencia de ciertas instituciones añejas, sino que tal obsolescencia oculta a menudo el modo en que el mercado laboral se apropia de las estructuras y los objetivos de las instituciones educati­ vas, con la consiguiente deserción del Estado. La exigen­ cia, por doquier manifestada, de que la escuela se adapte al mercado laboral (se ponga al día en el mundo virtual), ¿no implica convertir a Pinocho en bestia de labor antes de que haya llegado a ser adulto (o sea, a adquirir dere­ chos y obligaciones de ciudadano)? Usted, profesor, insis­ te en la imposibilidad que estos nuevos proletarios del si­ glo XXI tienen de relatar su historia. En efecto, cuando los trabajadores abandonan el hogar para irse a trabajar, no queda en la casa ningún guardián del nosotros. Por lo tanto, ya no se vuelve a casa como al acogedor hogar en donde nos espera el nosotros común y protector, sino como a un bogar abandonado. Si los padres abandonan a sus hijos, ¿no vendrá Juan sin nombre a llevárselos? Diga­ mos que, si algo parece haber perdido esta comunidad deshilacliada de don nadies, es precisamente la sabiduría de la comunidad, la sabiduría acerca de la necesidad de que los hijos se hagan adultos. Y parece haberlo perdido, naturalmente -como usted supone-, porque la propia co­ munidad es la que se ha perdido a sí misma, la que no en­ cuentra su narración porque está atravesada por cambios de domicilio y divorcios asociados a la inestabilidad labo­ ral, y porque la anulación de las fronteras entre el hogar y la fábrica que produce el teletrabajo (y el trabajo en ge­ neral en la tercera ola) vuelve a poner de actualidad la ho­ rrible figura del hogar-fábrica (o de la fábrica-hogar). Y la peraltación de la solidaridad puede ser un índice de la falta de justicia. El escenario que usted dibuja magistralmente es, por

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tanto, sintomático. Si el hogar amenaza con convertirse en fábrica o la fábrica en hogar (en un mundo virtual de trabajo on Une 2.4 horas al día 7 días a la semana), se debe probablemente a la corrosión, no del carácter, sino más bien del espacio intermedio -la civilidad- capaz de efectuar su distinción y de mantener ambas esferas en sus j ustos límites. Por eso no tenemos únicamente una nueva oleada de desarraigo producida por los nuevos modos de trabajo en el capitalismo de la información, sino también una nueva oleada de comunidades destructivas o perse­ cutorias. Si la alternativa es entre la comunidad y la fá­ brica, entonces ciertamente no hay alternativa. Todo ello anuncia que el panorama que usted intenta dibujar tiene algunas semejanzas con el de los albores del movimien­ to obrero. Como entonces, tenemos a un nuevo proleta­ riado al que los avances de la economía globalizada han despojado de las conquistas sociales que los sindicatos y organizaciones de clase cristalizaron en el Estado burgués (el Estado-Nación), que trabaja de sol a sol y que care­ ce de toda defensa frente a estos nuevos avances. Lo inte­ resante de este paralelismo es que nos invita a no come­ ter los mismos errores que el proletariado de siglo xix (o al menos que los pensadores que intentaron racionali­ zar esta situación). Y el error principal consiste en adop­ tar «el punto de vista de la generación» (según el cual la comunidad es anterior a la sociedad) en lugar del «pun­ to de vista del concepto» (según el cual sucede lo con­ trario).

No sé, señor Sennett, si usted encontrará estas acotacio­ nes excesivamente impertinentes, pero quizá muestran, por mi parte, una cierta esperanza (o, al menos, un pro­ fundo deseo) de que, finalmente, y aunque haya de ser c on la exclusiva colaboración de Pepito Grillo, Pinocho y Gepetto (o Enrico y Rico) se encuentren (después de ha­ berse lanzado ambos al mar -es decir, a la inmensidad de

2.02.

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lo global- el uno en busca del otro) en el vientre de la ba­ llena. Y puedan salir de él. Where the New York City winters aren’t bleeding me... ... Lading me Going home.

Afectuosamente.

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Mother 8t Child Reunion '1 Come mothers and fathers Throughout the land And don’t criticize

What you can’t understand Your sons and your daughters Are beyond your command Your old road is Rapidly agin’. Please get out of the new one If you can’t lend your hand For the times they are a-changin\ La escena es bien conocida: está despuntando el alba y la jo­ ven sale sigilosamente de su dormitorio, deja una notita en la mesa del corredor y baja a la cocina apretando un pañuelo entre los dedos. Gira muy despacio la llave de la puerta tra­ sera y abandona su casa1. Algún tiempo después, como todos los miércoles, su madre se levanta de la cama y se enfunda en

*' «Mother & Child Reunion», en Jorge Larrosa (ed.), Entre Nosotros. Sobre la convivencia entre generaciones / Between Us. On coexistence bet­ ween generations, Barcelona, Fundado Viure i Conviure, 2007, pp. 16-31 y 330-336. 1. «No / would not give you false hope / On this strange and mourn/ill day...» (Paul Simon, Mother Æ Child Reunion, 1972). 2. «Wednesday morning at five o'clock as the day begins / Silently clos­ ing her bedroom door / Leaving the note that she hoped would say more / She goes downstairs to the kitchen clutching her handkerchief / Quietly turning the backdoor key / Stepping outside she is free» («She’s leaving home», Lennon & McCartney, sexto corte del Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, The Beatles, Londres, EMI-Parlophone, 1967).

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su bata guateada mientras el padre ronca aún a sus anchas. Ella encuentra la carta, tan breve, tan escueta. La lee y se queda de piedra durante un instante, en lo alto de las esca­ leras, hasta que de pronto se viene abajo y se rompe en un grito que desgarra en jirones el sueño de su marido: «Nues­ tra niña se ha ido»1 *. Los dos se miran y se dicen el uno al otro: «Le hemos dado lo mejor de nuestra vida, lo hemos sa­ crificado todo por ella, le compramos todo lo que se puede pagar con dinero, ¿por qué nos ha tratado tan mal? ¿Cómo ha podido hacernos esto? Nunca pensamos en nosotros mis­ mos, ni un solo minuto, nos hemos pasado la vida luchando para salir adelante, ¿en qué nos equivocamos? Siempre crei­ mos que estábamos haciendo lo correcto»1. El narrador de la escena no ofrece muchas claves para responder a estas pre­ guntas. Nos hace saber que cuarenta y ocho horas más tarde la joven está muy lejos de sus padres, a punto de acudir a una cita concertada con un hombre del negocio de la automoción3. Y, como única explicación, nos dice que ella ha vivido sola durante largos años y que había algo, algo interior y profundo, que le había sido sistemáticamente negado4, algo que, obviamente, no puede pagarse con dinero. Como todos nosotros somos muy sentimentales -y como además algunos conocemos ya de antes a este narrador y le hemos oído predi­ car aquello de que el cariño verdadero ni se compra ni se ven-

I. «Father snores as his wife gets into her dressing gown / Picks up the letter that’s lying there / Standing alone at the top of the stairs /She breaks down and cries to her husband / “Daddy, our baby’s gone!”» (ibid.). z. <She (We gave her most of our lives) / Is leaving (Sacrificed most of our lives) / home (We gave her everything money could buy [...]) / Why would she treat us so thoughtlessly / Hoiv could she do this to me. / She (We never though of ourselves) / Is leaving (Never a thought for ourselves) / home (We struggled hard all our lives to get by)/[...] (What did we do that ivas wrong?) / [...] (We didn’t know it ivas wrong)» (ibid.). 3. «Friday morning at nine o'clock she is far away / Waiting to keep the appointment she made / Meeting a man from the motor trade» (ibid.). 4. «She's leaving home after living alone / For so many years / [...] Something inside that was always denied / For so many years- (ibid.).

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ile'-, pensamos inmediatamente: «Es el amor». A mí, cuan­ do escuché por primera vez esta canción, esta explicación me convenía especialmente, porque empezaba a tener la edad en la cual los jóvenes salen de casa a buscar pareja, y por lo tanto me resultaba de lo más atractiva la idea de que aquella joven hiciera lo mismo, porque eso me daba la oportunidad de encontrarme con ella en algún punto del país. Pero si hay algo genuinamente característico de este narrador es que siem­ pre está a punto de relatar historias de una cursilería y de una ñoñería insoportable, pero siempre se las arregla para intro­ ducir -normalmente hacia el final- un detalle desmesurado, excesivo, aunque no sea más que una sola nota, que desequi­ libra la aparente compostura del cuento y destruye el tópico. En este caso, el detalle consiste en algo tan simple, y por otra parte tan verosímil, aunque quizá también tan decepcionante para las expectativas de nuestro sentimentalismo, como reve­ larnos que aquello que la joven busca en su huida de casa, aquello que persigue dejando a sus padres destrozados, aquello es únicamente la diversión, porque eso mismo, la diversión, es lo único que no puede comprarse con dinero'. La verdad es que uno se queda un poco estupefacto: ¿de parte de quién está el narrador? ¿Está criticando a la niña mimada que rompe el co­ razón de sus padres sólo para divertirse un poco? Pero, si es así, ¿por qué dice que la joven había vivido sola muchos años y que algo profundo se le había negado durante todo ese tiem­ po? ¿Qué demonios significa eso de «la diversión» (sobre todo cuando se trata de una diversión que no se compra con dine­ ro, que es lo único impagable)? La narración de marras pertenecía a un conjunto de his­ torietas que se presentaban todas ellas como interpretadas 1 2 1. « I’ll buy you a diamond ring my friend if it makes you feel all right / I’ll get you anything my friend if it makes you feel all right / ‘Cause I don’t care too much for money, money can’t buy me love» ( «Can’t buy me love», Lennon öc McCartney, séptimo corte de A hard day’s night, The Beatles, Londres, LMI-Parlophone, 1964). 2. «She [...] / Is having [...] / Fun (Fun is the one thing that money can’t buy)» («She’s leaving home», op. cit.).

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por una banda de la cual se daban sólo unos pocos datos, uno de ellos que había nacido en 19471. Y «1947» signifi­ ca, entre otras muchas cosas, «después de la Segunda Guerra Mundial», es decir, en la época en la cual algunos países europeos, una vez perdidos el imperio colonial y la hegemo­ nía internacional, pusieron en marcha el proyecto del «Esta­ do social de derecho», también conocido como sociedad del bienestar. Es cierto que esta expresión -«sociedad del bienes­ tar»- puede sonar a sarcasmo si se piensa que una de sus ba­ ses (aquella en la cual se apoyaba la tregua en las actividades bélicas) era ni más ni menos la estrategia de disuasión termo­ nuclear, que amenazaba al mundo con una potencia de des­ trucción cuyas dimensiones no tenían precedente. Pero, aun sostenida sobre estas bases tan precarias y brutales, se trata­ ba de una tregua, es decir, de un período durante el cual la estabilidad de los tipos de cambio monetario (apuntalada en los acuerdos de Bretton Woods de 1944) y las instituciones de protección social de los asalariados proporcionaban a to­ dos aquellos cuya subsistencia dependía de un empleo un ho­ rizonte de confianza y la moderada posibilidad de una cierta prosperidad a largo plazo (es lo que alguien ha llamado «la huelga de los acontecimientos», esa fase durante la cual pa­ recía que en Europa no pasaba nada noticioso, que Europa se encontraba al margen de la Historia y de sus grandes he­ chos universales). A primera vista, se diría que estas situacio­ nes de relativa tranquilidad, de paz social y de tregua políti­ ca, son las más apropiadas para que se produzca una buena relación entre padres e hijos: si el mundo construido por los padres se mantiene estable cuando a los hijos les llega el tur­ no de salir de casa a buscar pareja y, como suele decirse con horrísona expresión, a labrarse un porvenir, la experiencia acumulada por la generación anterior puede aún ser útil para la posterior, los padres pueden tener algo de valor que trans- I. I. «Jt was twenty years ago today, / Sgt. Pepper taught the band to play...» (»Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band'», Lennon & McCartney, Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, op. at.).

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mitirles a los hijos, aunque sólo sea un legado cultural. Y pa­ recería que sucede al contrario cuando la continuidad ge­ neracional se encuentra amenazada por ese desgarramiento sanguinario del tiempo que representan las grandes crisis eco­ nómicas y las guerras. ¿Por qué, entonces, en esta situación de restringida esta­ bilidad social, se tiene una sensación de conflicto generacio­ nal más potente que nunca y la hija del relato que acabamos de evocar parece rechazar de plano la herencia paterna, des­ pilfarrando de un simple manotazo toda la experiencia acu­ mulada por sus progenitores? Y sabemos que no se trata del problema de esta familia de ficción, ni siquiera de un proble­ ma familiar generalizado; sabemos que sólo un año después de que se publicase este relato todos los que lo habían consi­ derado como una cursilería tuvieron que tragarse sus pala­ bras, porque una legión de hijos se escapó de casa (y del ins­ tituto, y de la universidad, y del trabajo) y salió a la calle para reclamar algo que se les había negado durante demasia­ do tiempo, algo que los analistas y responsables del momento no podían concretar por mucho que se esforzaban: los políti­ cos, los sociólogos, los economistas y los líderes del movi­ miento obrero se hacían cruces diciéndose «lo hemos sacrifi­ cado todo por ellos, les compramos todo lo que se puede pagar con dinero, ¿por qué nos han tratado tan mal? ¿Cómo han podido hacernos esto a nosotros? Nos hemos pasado la vida luchando para que salieran adelante, siempre pensamos que estábamos haciendo lo correcto, ¿en qué nos equivoca­ mos?». Algunos de estos dirigentes encontraban la rebelión tan increíble que idearon la explicación -consoladora para ellos, pero completamente inverosímil para el resto de los mortales- de que aquellos muchachos querían tomar por la fuerza el palacio del Elíseo, la Casa Blanca y el Kremlin y de­ clarar el gobierno de los soviets -porque consideraban que en ese caso al menos la intención podía considerarse buena y se les podría perdonar la escapada-; pero, aparte de estos analistas anacrónicos, la mayoría, sin reparar en la adverten­ cia acerca de eso único que el dinero no puede comprar, no

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tuvo más remedio que diagnosticar -con un desprecio y un rencor que a muchos de ellos aún no se les ha curado- que estos mozos sólo querían divertirse un poco. También conocemos este discurso, que es como la conti­ nuación exacerbada de las quejas desconsoladas de los pa­ dres de aquella adolescente que se escapó de casa en 1967: el patrimonio que la primera generación obtuvo con esfuerzo, con lucha y sacrificio, la segunda lo ha recibido gratis, como un «regalo» (y no como un premio justo y merecido al traba­ jo duro y a la abnegación), y por lo tanto es incapaz de apre­ ciar su valor y lo dilapida irresponsablemente (como ese re­ frán castellano que dice «lo que otro suda, poco me dura», o como el terrible aforismo de Gracián: «Lo que no cuesta, no vale» ). Esta doctrina -que a menudo se dispensa hoy bajo la etiqueta de «cultura del esfuerzo»- es, sin duda, enorme­ mente curiosa: se basa en la idea de una equivalencia entre los sufrimientos padecidos -casi siempre disimulados bajo el apelativo (que ha llegado a ser glorioso) de «trabajo»y las recompensas obtenidas a cambio de los mismos. Digo que es curiosa esta doctrina porque atenta contra toda la evi­ dencia histórica disponible, que si algo pone de manifiesto es precisamente el hecho de que quienes han pasado más penu­ rias, privaciones, sufrimientos y trabajos son justamente los que no han tenido nada o casi nada1. Para referirse a su propio esfuerzo, el autor de la tonada que estamos usando como pretexto ponía en boca de la pa­ reja paterna dos términos esenciales: sacrifice y struggle. El primero de ellos es revelador sin necesidad de traducción: el sacrificio es esa mágica operación, diseccionada de forma i. Marx lo decía de forma vehemente: «el trabajo no es la fuente de toda riqueza... Los burgueses tienen razones muy fundadas para atribuir al trabajo una fuerza creadora sobrenatural» (Crítica al programa de Gotba); comentando este pasaje, Adorno escribía: «Quienes disponen del trabajo de los demás le atribuyen una dignidad en sí mismo- [...] justamente porque es sólo algo para otros: la metafísica del trabajo y la apropiación del traba­ jo ajeno son complementarias» (Theodor W. Adorno, Tres ensayos sobre Hegel, Víctor Sánchez de Zavala [trad.], Madrid, Taurus, 1969, p. 42).

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minuciosa por Nietzsche, mediante la cual el dolor se con­ vierte en valor, en inversión cuyas ganancias han de recoger­ se en el futuro (es su dolor lo que los padres de la canción han convertido en dinero y en caprichos para su hija). Du­ rante mucho tiempo, en efecto, los desheredados de la tierra esperaban un ventajoso reparto de dividendos después de la muerte, y el propio marxismo enseñó que el dolor del prole­ tariado era lo que se transmutaba en valor de las mercancías, valor que la revolución debería restituir a sus legítimos pro­ pietarios. El otro término, struggle, está poderosamente asociado al concepto darwiniano de «lucha por la vida» y, por lo tanto, a la idea de que sobreviven los mejores (la naturaleza recom­ pensa el esfuerzo de las especies por adaptarse a su medio con la conservación de sus caracteres genéticos en la descen­ dencia, así como la sociedad recompensa el denuedo de los más trabajadores haciéndoles ricos a ellos y a sus hijos), ver­ sión anglosajona de lo que Max Weber llamaba «el espíritu del capitalismo». El dolor transmutado en valor, la lucha co­ ronada por la ganancia, he ahí el legado que los padres que­ rían transmitir a su hija. Así que, cuando ella abandona la casa despreciando el dinero de los padres (que no es otra cosa que el valor que han podido conseguir con todo su do­ lor), y cuando lo hace en busca de algo que el dinero no puede comprar (es decir, no con la intención de invertir su sufri­ miento en ganancias futuras) no está simplemente derro­ chando y desestimando el dolor de sus padres -pues esto es lo que a ellos les duele: descubrir que su dolor no tiene valor, que su sufrimiento no ha tenido sentido-, ella está rechazan­ do la idea de que el dolor tenga algún valor o algún sentido, o -si es que acaso no hay más valor que el que procede del dolor- rechazando de plano todo valor (por eso resulta apro­ piado, aunque aparentemente tan superficial y tan descon­ certante, decir que huye sencillamente en busca de diver­ sión); está rechazando la lógica del sacrificio y de la lucha por la vida, el darwinismo social y el espíritu del capitalismo. Claro -se dirá-, pero ella rechaza todo eso porque puede

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permitírselo debido al esfuerzo y al sacrificio de sus padres, cuya generación fue la que puso en pie el «estado de bienes­ tar». Cierto. Pero vayamos más despacio. Cuando, tres años después del nacimiento de la banda de los corazones solita­ rios, en 19 50, Marcel Mauss publicó sus conclusiones defini­ tivas sobre el concepto de don, estaba de hecho oficiando como uno de los padres teóricos del «estado de bienestar», y así lo ha reconocido Richard Sennett cuando ha definido su aportación del siguiente modo: En la conclusión de su libro El don [...], Mauss dice que el Esta­ do del bienestar debe al individuo algo más que una simple de­ volución monetaria sobre la base de sus contribuciones [...] Una vida de trabajo duro no tiene equivalente monetario; en conse­ cuencia, un sistema de protección social no debería basarse en el dinero con el que la gente ha contribuido al mismo [...] los sím­ bolos adquieren un poder emocional precisamente porque no podemos traducirlos en valores equivalentes [...] Lo que deseaba Mauss en la práctica era [...] romper con el ethos capitalista de devolver a cada uno exactamente lo que «se merece»1.

Entonces, como puede verse, la joven del cuento interpre­ ta correctamente el esfuerzo de sus padres, que habían esta­ do «ahorrando» para que ella pudiera recoger las ganancias sin necesidad de sufrir, pero las ganancias no son en este caso una forma de dolor atesorado como valor futuro (pues eso es lo que Mauss llamaría «equivalente monetario» y lo que los padres de la chica describen como «todo lo que puede com­ prarse con dinero») sino que lo que sus padres han ganado para ella es justamente lo que el dinero no puede comprar, lo que carece de equivalente en términos de valor: la posibili­ dad de que el dolor no tenga ya sentido ni valor alguno, aun­ que para nombrar esa posibilidad no tengamos de momento más que el tan desacreditado término «diversión». A pesar i. Richard Sennett, El respeto (Respect in a World of Inequality), Mar­ co A. Gaimarini (trad.), Barcelona, Anagrama, 2004, pp. 221-225.

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de que hoy la expresión «estado de bienestar» evoque en nuestras mentes la figura rechoncha del adolescente sobrea­ limentado que devora patatas fritas en el sofá del salón mien­ tras mira la MTV (siendo esta misma asociación un síntoma del declive y del retroceso de este proyecto), es indiscutible que el bienestar al cual se refería el estado social de derecho no era el bienestar físico sino el bienestar jurídico, es decir, no ese tipo de protección que ofrecen los señores feudales a los campesinos en tiempos de guerra y de rapiña o los jefes de la mafia o de la camorra a sus asociados forzosos, sino aquel otro que nace del reconocimiento de que el dolor no tiene va­ lor alguno o, dicho de otro modo, de que no es el trabajo lo que procura dignidad (puesto que, si así fuera, quienes se han pasado su vida trabajando deberían haber acumulado can­ tidades ingentes de dignidad, en lugar de haber carecido de ella a ojos vistas) porque, como alguien dijo, la dignidad es precisamente ese tipo de bien al cual no puede ponerse pre­ cio (por eso sólo puede recibirse «gratis», regalado o robado, pero nunca mediante un intercambio en términos de «equi­ valencia»). Así pues, lejos de actuar como una ingrata, la adolescente inventada por Paul McCartney estaba recibien­ do de forma apropiada y correcta la herencia que sus padres le habían transmitido, y precisamente por eso no podía to­ marse en serio el sacrificio, la lucha por la vida, el sagrado valor del trabajo y de la humillación o la exaltación de la guerra. Algo que, obviamente, sólo es posible durante los pe­ ríodos de tregua, esos períodos en los cuales hay huelga de noticias-bomba y la Historia parece haberse detenido provi­ sionalmente. Y fue igualmente debido a esta suspensión tem­ poral de la Historia que los jóvenes que salieron a las calles un año después que la hija de « She’s leaving home» dejaron de tomarse en serio la guerra (por ejemplo, la guerra de Viet­ nam), la revolución proletaria (encarnada en las institucio­ nes del terror soviético y en la maquinaria persecutoria de los partidos comunistas), el valor del trabajo y el espíritu del ca­ pitalismo. Precisamente porque aceptaban el legado de sus padres (el «estado de bienestar») no podían aceptar la coar-

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tada de que aquellos mismos padres, por amor a sus hijos, se reservasen una zona ciega (las operaciones secretas de la CIA o del KGB, o la política imperialista de Estados Unidos y de la URSS) en la cual podían actuar al margen del derecho: la lógica misma del estado social (y no su presunta ingratitud con respecto a sus forjadores) les conducía a esa rebelión, por el mismo motivo que la hija de cuyo ejemplo tanto esta­ mos abusando no podía ya soportar la idea de que fuese su padre quien le concertase su matrimonio (pues era precisa­ mente su padre, la generación de sus padres, la que había lu­ chado denodadamente para acabar con esa situación). El desconcierto de los padres, por tanto, ¿no estaba jus­ tificado? Lo estaba, desde luego, de varias maneras. La pri­ mera y principal porque los padres sabían lo que había sig­ nificado, durante siglos, «salir de casa», al menos desde los tiempos en que Chrétien de Troyes empezó a escribir novelas de caballerías. La que muchos expertos consideran la prime­ ra de la saga, Erec y Enide, es a este respecto muy revela­ dora. De una manera semejante al relato de «She’s leaving home», comienza con la esposa llorando mientras el marido duerme aún en el lecho en el que tanto han gozado (¿será esto la diversión?); el llanto de Enide despierta a Erec, que la obliga a confesar su causa: todo el mundo en la región criti­ ca al caballero por haber abandonado las armas y dedicarse exclusivamente al amor y a su esposa (es decir, a la diver­ sión), y por tanto la culpan a ella de tamaña decadencia. Erec no lo duda ni un minuto: ordena a los criados que preparen las armas y los caballos, y a su esposa que suba a la montu­ ra y se divide del amor y hasta de abrir la boca para decir una sola palabra. «¿Adonde vamos? -Al bosque. ¿A qué? -A eso, a hacer algo, algo grande1» (ya que hablamos de canciones, ¿alguien recuerda aquello de «Se acabó la diversión/ Llegó el comandante y mandó aparar»?). Nadie lo ha explicado me­ jor que Rafael Sánchez Ferlosio:

i. Victoria Cirlot, Figuras dpi destino, Madrid, Siruela, 1005.

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se destila, en retorta semejante, la hazaña heroica pura y abso­ luta, redimida de toda determinación; hazaña infinitamente repetible, merced a su completa independencia con respecto de cualesquiera circunstancias [...] dado que el héroe, como caído del cielo, entra en ella desde un exterior inmune y segregado, al que retorna cumplida su misión [...] La épica no insufla nunca a nadie más que su propia ideología, implicada en su forma y por encima de todo contenido: la del abstracto espíritu agonístico, la del amor de la hazaña por la hazaña, la del ubicuo solipsismo predatorio del caballero andante, que no conoce el mundo sino como teatro y materia de sus gestas y cuyo consustancial desin­ terés viene a identificarse con el más absoluto egocentrismo1. La institución del «servicio militar obligatorio» justificó durante algún tiempo su necesidad amparándose en la excu­ sa de que, además de procurar a la nación la carne de cañón suficiente para mantener intacto su orgullo en el mercado del prestigio mundial e invariable el valor de su identidad inter­ nacional y, sobre todo, para que los súbditos no olvidasen la marca política de sus amos, tal servicio contribuía a que los lóvenes varones saliesen de entre las faldas de sus madres y se hiciesen hombres, como una suerte de rito de paso. «Hom­ bres», es decir, no buenos cerrajeros ni buenos abogados ni buenos pintores, ni siquiera buenas personas, sino simple y desnudamente hombres. Pero, naturalmente, el argumento juega con el doble significado del término: su sentido univer­ sal de «adultos» o «mayores de edad» y «responsables», y su sentido particular de varones, que obviamente era el único significado real de esta expresión, como lo prueba el hecho de que las mujeres estuvieran excluidas de dicho servicio. «Ha­ cerse un hombre», en esta acepción, comporta arrancar a las personas del seno familiar y de cualquier otra determinación, porque el oficio de soldado -como, en tiempos de paz, el de trabajador- es el no-oficio por excelencia, aquel oficio que i. Las semanas del /ardín ( 1974), Madrid, Alianza, 1981 (reed. Barce­ lona, Destino).

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comporta el abandono de todo oficio y toda profesión cuali­ ficados y determinados so pretexto de que quienes no rindie­ sen tal servicio quedarían para siempre aniñados o afemina­ dos (por no haber salido nunca al campo de batalla y haber permanecido en casa, en el lugar de las mujeres en donde sólo se tolera la compañía de los niños), este subterfugio con­ fiesa que la manera en que se concebía la «sociedad» estaba tomada de la guerra, es decir, que la imaginaba como una competición guerrera, como una lucha contra otros hombres en rivalidad por la victoria. No es que el llamado «oficio de armas» fuera el destino reservado a quienes no tenían ningu­ no por carecer de oficio o beneficio, es que el soldado, como el trabajador, es un hombre a secas, sin carácter alguno, sin personalidad, capaz de ser y de hacer cualquier cosa, com­ pletamente concentrado en sí mismo, reducido enteramente a eso que podríamos llamar, en todos los sentidos de la pala­ bra, su valor. Y el soldado por excelencia, el jefe del Estado, es el hombre por excelencia, la identidad o el valor en estado puro, despojado de todo carácter moral, profesional o perso­ nal, símbolo perfecto de la nación. Por mi parte, recuerdo perfectamente que, como millo­ nes de infantes del mundo entero (por cuyo llanto inconso­ lable me creí yo aquel día también acompañado), me sentí como un «niño abandonado» cuando me obligaron por pri­ mera vez a salir de casa para ir a la escuela: una sensación que, en lo esencial, habría que calificar de acertada, porque esa partida no es más que el prólogo de todas las salidas en busca de la hazaña, en busca del hegeliano reconocimiento, en busca del propio nombre y de la propia identidad, es de­ cir, en busca de la culpa y de la infelicidad. Ya sé lo que los psicoanalistas dirán de esto: complejo de Edipo mal resuel­ to, rechazo de la castración, apego patológico a las faldas maternas y denegación del padre, instinto de muerte, nostal­ gia de la vida intrauterina resimbolizada por el «hogar»; ¿qué pasaría si los niños no abandonasen nunca su hogar para ir a la escuela, al trabajo, etc.? En efecto, nadie haría nunca nada. No habría historia. ¿Qué sería de la human i-

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ilad? No habrían existido Alejandro Magno, ni Julio César, ni el papa Borgia, ni Napoleón, ni Hitler, ni Stalin, ni Fran­ co, ni Pol Pot, ni George W. Bush ni Mohamed Atah..., con la cantidad de valor añadido que esta gente ha producido y los placeres que han proporcionado a cientos de miles de personas en el mundo. Lo que nos habríamos perdido. Hay historia porque los hombres salen de casa, fundamentalmen­ te para ir a la guerra, aunque luego a eso se le llame también ir a la escuela, ir al trabajo, etc. El niño que consiguiese no abandonar su hogar -cosa que yo, lamentablemente, no con­ seguí- no haría historia alguna, pero sería feliz. Su felicidad le parecería a todo el mundo -y los freudianos no serían más que una vocecilla en ese inmenso coro- injusta, irresponsa­ ble, inmadura, insolente, etc. Pero como ninguna de las vo­ ces de ese inmenso coro está en condiciones de aportar si­ quiera la menor prueba a favor de que el niño tenga que salir de casa para hacer historia o aún el menor argumento que li­ geramente pueda sugerir que es preferible hacer historia que no hacerla, todas esas voces pueden irse al cuerno y dejar al niño en paz1. Los padres de la chica saben cómo terminan estas salidas de casa, cuando el hijo retorna al hogar envuelto en un fére­ tro militar o laboral o hecho pedazos y sin carácter, y por eso temen por ella, como han temido todos los padres a lo largo de los siglos. Sólo que, por esta vez -y únicamente debido a la suspensión temporal de la Historia que supone el estado social de derecho-, la chica no se va de casa para hacer His­ toria ni en busca de la hazaña, sino precisamente aprove­ chando que la Historia ha decretado una tregua, sabedora de que, como decía Hegel con pleno conocimiento de causa, la i. «Es otra vez el horror de siempre: el día, la vida, la utilidad ficticia, la actividad sin remedio [...] Cada día viene a citarme ante un tribunal. Voy a ser juzgado en cada hoy. Y el condenado perenne que hay en mí se aga­ rra a la cama como a la madre que ha perdido, y acaricia la almohada como si el ama le defendiese de la gente» (Bernardo Soares [Fernando Pessoa], El libro del desasosiego). Véase Esto no es música, Barcelona, Gala­ xia Gutenberg, 2007.

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felicidad solamente es posible cuando el libro de la Historia Universal deja una página en blanco. Eso es lo que, tan equí­ voca y a la vez tan acertadamente, llamaba Paul McCartney fun, diversión. Pero los padres de la historieta también su­ frían porque sabían que la Historia no puede interrumpirse eternamente y que las treguas son miserablemente cortas.

Los que nos fuimos de casa en 1967 ahora estamos de vuel­ ta. Ahora somos nosotros quienes roncamos los miércoles por la mañana y nosotras quienes nos ponemos la bata de es­ tar por casa esperando encontrar un día una nota de despe­ dida de nuestros hijos en la mesita del corredor, y ese día (en algunos pocos países del mundo) tarda en llegar. Nuestro ca­ mino de retorno al hogar ha coincidido exactamente con lo que ya antes he llamado el repliegue y el retroceso del estado social de derecho, y al conjunto de desperfectos producidos en el mundo, en las almas y en las biografías por este reflu­ jo es a lo que me gustaría llamar «sociedad del malestar» o incluso «estado del malestar». La tregua ha terminado y la Historia ha vuelto a empezar, como lo señalan inequívoca­ mente los tambores de guerra y las querellas de la identidad. Y nos extraña que nuestros hijos no quieran irse de casa, cuando la principal herencia que han recibido de nosotros ha consistido justamente en la revelación de qué es eso de hacer Historia y de cómo se forja el valor. Así que, para terminar, no tengo más remedio que pedirles que recuerden otra esce­ na que ocurre cuarenta años después de la anterior. También está despuntando el alba y la hija, que viene de divertirse, gira muy despacio la llave de la puerta trasera y entra en su casa sin hacer ruido; sube con mucho cuidado las escaleras y encuentra una carta dirigida a ella en la mesa del corredor y, con ella en la mano, entra sigilosamente en su dormito­ rio. Allí, sobre la cama en la que dentro de un rato estará durmiendo a pierna suelta, abre el sobre y reconoce la letra de su madre en el papel.

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Bueno, hija, el día menos pensado vamos a cruzarnos en el ca­ mino. Yo, que salí de mi casa hace muchísimo tiempo y que ahora estoy de vuelta, y tú, que aún estás de ida y que en cual­ quier momento te marcharás. Tu padre me dice de vez en cuan­ do: «¿Has hablado ya con la niña?». Yo le digo que no, que aún no, porque en verdad tengo muchas dudas acerca de lo que ten­ dría que decirte. Sé que sería un crimen que no te dijese nada, que, considerando que nuestras miradas sólo van a cruzarse en este instante en el cual yo, en mi camino de regreso, y tú, en tu salida, pasaremos la una a la altura de la otra, tengo que decir­ te algo sobre lo que te he dejado ahí fuera. Tengo miedo de que mis respuestas no sirvan para tus preguntas. Podría decirte que ahí fuera te esperan el estruendo, el horror y la decepción. Cuando yo me marché de casa, solíamos acudir a las marchas de protesta contra la guerra de Vietnam y gritar aquello de Yan­ kee, go home. En nuestro entusiasmo, no escuchamos con aten­ ción las palabras del presidente Nixon, que estaba deseando que sus yanquis volviesen a casa y que había declarado solem­ nemente que el objetivo de aquella guerra era vietnamizar Viet­ nam. El presidente Nixon logró su objetivo. Hoy Vietnam está completamente vietnamizado. También Norteamérica se ha norteamericanizado mucho desde aquellos tiempos, España se ha españolizado una barbaridad y hasta Cataluña se ha catalanizado de forma prodigiosa. Los países islámicos se han islamizado y, tal y como van las cosas, Afganistán e Iraq quedarán comple­ tamente afganistanizados e iraquizados, respectivamente. Podría decirte, por tanto, que yo no traigo de mi viaje más que desen­ gaño y amargura, y que si acaso te fijes en mis heridas como ad­ vertencia de lo que te puede suceder ahí fuera si no vas preveni­ da. Tu padre me insiste en que intente desengañarte para que no te hagas ilusiones vanas, quiere que te cuente ese rollo que a él le gusta tanto ahora de la cultura del esfuerzo, el sacrificio y la meritocracia (se le ha olvidado de pronto que es la mengua de presupuesto, y no la flaqueza moral, lo que ha envenenado los espacios públicos). Pero él sabe tan bien como yo que el único minuto durante el cual tuvimos la impresión de que el esfuerzo noble recibía una recompensa aproximadamente justa fue pre-

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cisamente aquel en el cual nos negamos a dejar que la naturale­ za siguiera su curso y nos agarramos a los engranajes de una gi­ gantesca maquinaria antinatural que, durante ese minuto, pro­ porcionó un alivio a quienes habían vivido siempre bajo la presión de la necesidad, antes de ser completamente demolida, a veces, ay, con la ayuda de quienes fuimos sus mayores benefi­ ciarios. Yo podría intentar desengañarte, desde luego, decirte que te olvides de tus ingenuas preguntas acerca de si ahí fuera hace frío o de si las gentes son amigables y que dejes de preten­ der que te dé unas reglas para tener éxito en el juego del exte­ rior, como si tú fueras Alicia a punto de entrar en Wonderland o de pasar al otro lado del espejo, podría decirte que lo de ahí fuera no es ningún juego, y que ahora todo el mundo ha vuelto a tomarse en serio el sacrificio, la lucha por la vida, el sagrado valor del trabajo y de la humillación o la exaltación de la gue­ rra. Y si te dijera todo esto nadie podría decirme que te estoy engañando. Pero me lo impiden dos cosas. La primera es que dudo que ahí fuera haya una verdadera guerra. Hay un hatajo de canallas y de ventajistas, eso es indiscutible, pero eso no bas­ ta para que haya una guerra. A ti esto te parecerá una tontería, porque ¿para qué vamos a discutir por las palabras si hay bom­ bardeos, gente destripada y ciudades destruidas? Yo, en cam­ bio, estoy acostumbrada a pelear por las palabras y, repito, creo que lo que ahora llaman guerra no lo es, como lo que ahora lla­ man trabajo no es trabajo, ni lo que llaman sacrificio es sacrifi­ cio, ni lo que llaman estudios superiores son estudios superio­ res. Será que estoy muy mayor, pero creo que los padres deben enseñar a hablar a sus hijos -en eso consiste su autoridad sobre ellos-, y que aprender a hablar es aprender a llamar a las cosas por su nombre. Me he esforzado en esto contigo, aunque no sé si lo suficiente ni con qué resultados. La segunda cosa que me impide decirte todo eso es que no estoy segura de que desenga­ ñar a alguien sea lo mismo que decirle la verdad. Tu padre me dice a veces: «Pero ¿es que prefieres que entre en la vida enga­ ñada? ¿Para qué, para que dé mejor espectáculo, como los toros en la plaza, como las reses en el matadero, como los judíos en Auschwitz?». No. Yo no quiero engañarte. Pero el discurso del

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desengaño sólo encuentra adeptos entre los ya de antemano desengañados, que experimentan un cierto placer en lamentar­ se de lo mucho que han perdido, un placer que -incluso aunque a veces lo comparta-no deja de parecerme repulsivo. Si eso fue­ ra todo lo que puedo transmitirte, sí, en ese caso pasaría de lar­ go a tu lado y mejor guardaría silencio. Mi dolor, por supuesto, es verdadero, como un día lo será el tuyo, porque nadie en el mundo, ni siquiera los padres más poderosos, podría evitarte el dolor. Pero el hecho de que duela de verdad no significa que en el dolor haya verdad alguna, ni mucho menos que el dolor haga mejores a las personas o las acerque a alguna revelación, pues está bastante comprobado que no hay cosa más eficaz a la hora de sacar de cada uno lo peor de sí mismo y de cegar a todos a propósito del menor detalle. El dolor no enseña nada, como no sea a mentir o a hacer daño a otros. El que vuelve amargado de su paso por la vida no sabe de la vida más que el que aún está yendo a ella sin demasiado conocimiento. Esto es algo que yo he aprendido y que he intentado transmitirte, me gustaría que tú no pudieras olvidarlo nunca. Me pregunto, en fin, cómo po­ dría mi experiencia -que, pese a todo, está llena de decepción y de amargura- servirte de algo a ti, que te diriges a un mundo convulsionado por la violencia más rastrera y a un mercado que exige a sus clientes una labilidad sobrehumana y condena a los inadaptados a la miseria material o moral, un mundo en el cual aquella gran maquinaria de la que se benefició mi generación se ha hecho calderilla en una infinitud de maquinitas clónicas que compiten por un premio insulso y soez, un mundo que, del mis­ mo modo que exige a los edificios que se transformen hoy en centros comerciales, mañana en hoteles y pasado mañana en hos­ pitales o complejos de oficinas, exige a los cuerpos y a las almas de las personas que se modulen y esculpan al son de las cir­ cunstancias más implacables. Pero ¿qué te diré cuando me pre­ guntes si la ciudad está en armas, cuando quieras que te expli­ que cómo sobrevivir en medio de una batalla, cómo protegerse contra la metralla o contra los inviernos? ¿Te diré que te divier­ tas? No sé si con esas palabras tan descaradas, pero aunque sea con otras, te diré seguramente que procures mirar en otra direc-

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dòn, que no escuches a los padres que acusan a sus hijos ni a los hijos que acusan a sus padres de su infelicidad, ni mucho menos a los buhoneros que ofrecen recetas baratas y rápidas para en­ derezar a los hijos descarriados o para encarrilar a los padres mastuerzos, te diré que, cuando lluevan los obuses de hidróge­ no o de estupidez, pues en verdad no sé cuáles son más letales ni si hay diferencia apreciable entre ambos, busques otros ojos en los cuales puedas percibir un destello de lucidez que te avise de que, aunque tu dolor sea tuyo y sólo tuyo, y aunque nadie pue­ da librarte de él (desconfía de todos los que te ofrezcan por él el oro y el moro), el dolor no lo es todo. Yo bien podría decir que mi vida no ha tenido ningún sentido ni ningún valor, que todo ha sido en vano, que todas las empresas en las que me he empe­ ñado han fracasado, que mis congéneres han destruido cada una de mis esperanzas y me han privado de toda confianza en mis semejantes; bien podría decirlo si no fuera porque, al menos una vez, he visto unos ojos en los que brillaba una verdad dis­ tinta de la masacre y de la mezquindad, y ese solo instante ha valido por toda mi vida y ha convertido en nada todos mis de­ sengaños y decepciones, y me ha enseñado a reírme con despre­ cio del sacrificio, la lucha por la vida, el sagrado valor del tra­ bajo y de la humillación o la exaltación de la guerra, y me ha recordado el significado de la felicidad. Esos ojos, querida, son los tuyos, que me encuentro ahora, cuando estoy de vuelta, y que me recuerdan qué era lo que yo misma buscaba el día que abandoné la casa de mis padres, esa casa que hoy he vuelto a encontrar en el fondo de tu mirada. Así que, si no te digo nada, al menos, cuando nos crucemos en el camino, tú en el de ida y yo en el de vuelta, si percibes en mis ojos un temblor insensato de felicidad y de esperanza, un imperdonable deseo de detener la Historia y de declarar condonadas todas las deudas y clausu­ radas todas las hazañas, no olvides que eres tú quien los ha ilu­ minado con esa luz y búscala ahí fuera, porque si la encuentras podrás fulminar con ella a quienes quieren hacerte desdichada. Es algo interior y profundo que se nos ha negado siempre, siste­ máticamente, durante demasiados años.

No-ficción *

Hay un creciente descrédito de la ficción. Las grandes plumas se pasan poco a poco a la biografía, a las memorias, al docu­ mental, el reportaje o la historia «basada en hechos reales». La presión de la demanda de realidad era ya sensible antes del ii-S, pero a partir de entonces no ha hecho más que aumentar. Ésta es una situación que -como el pleno empleo, cuya llegada se anuncia de un día para otro- es propia de las épocas de gue­ rra: en ellas, los servicios de (ojo a la terminología) inteligencia e información contaminan de tal modo las «noticias» que se teme que, aún con mayor motivo, las ficciones que se divulgan sean pura propaganda. La corrección política, que se va impo­ niendo como código hegemónico de lectura «crítica», es otro síntoma de lo mismo: tomamos las ficciones como posibles as­ tucias del enemigo para infiltrar su pérfido mensaje y les impo­ nemos la misma censura previa que, durante los conflictos ar­ mados, tutela el contenido de los espectáculos para evitar que minen la moral de victoria de la población movilizada. Es posi­ ble que los escritores tengan alguna responsabilidad en este es­ tado de cosas: algunos de ellos han insistido tanto en la presen­ cia de su ego en sus fábulas que han contribuido a que el público haya perdido casi por completo una distinción que no hace mu­ cho era obvia -la que diferencia al autor de su editor, y al escri­ tor de sus personajes-, de manera que hoy no es raro que se pre­ tenda hacer a un autor o a sus editores responsables, incluso penalmente, de las palabras, acciones y omisiones de sus cria­ * «No-ficción», El País, n de septiembre de 2004, Babelia n.° 668, p. 9.

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turas narrativas. Evidentemente, el gusto por la ficción no pue­ de sobrevivir fácilmente a estas condiciones de lectura. Lo malo del caso es que una sociedad que pierde el gusto por la ficción pierde también el gusto por la realidad (pues los dos no constituyen más que un solo y el mismo sentido). Así como se han ido tornando insoportables las ficciones que no contribuyen a elevar la moral de las tropas lectoras, es decir, las simples ficciones, así también los simples hechos se han vuelto, además de raros, indigestos, y han de ser servidos en el higiénico y tranquilizador envoltorio de la opinión, precocinada por esos líderes de la misma que en Italia se llaman tuttologos (sabelotodo) y aquí tertulianos, y que forman la nueva clase intelectual emergente de los servicios de inteligencia crítica. Al margen de la valía de las personas que la realizan, esta nueva función convierte la realidad en un espectáculo edificante o a veces simplemente ameno, mediante una técnica que tan sólo en sus contenidos difiere de la de los habitualmente denosta­ dos reality shows o programas-basura, y que de nuevo se basa en la preponderancia del ego opinante sobre el hecho opina­ ble. Pues así como hay empleos-basura (cuya proliferación es lo único que crea la ilusión de pleno empleo) y guerras-basura (ejemplos sobran), hay también inteligencia-basura e informa­ ción-basura (la que no es más que publicidad, opinión o pro­ paganda) y ficción-basura (la que únicamente contiene correc­ ción política). La coalescencia de estas dos últimas, además de una gran confusión en el «mundo de las letras», genera un re­ sultado social explosivo: a la progresiva incapacidad de distin­ guir entre realidad y ficción se suma la de hacerlo entre verdad y opinión. Porque esta incapacidad es característica de los me­ nores de edad. Y aunque el caso de los niños (que toman la fic­ ción por verdad) no sea igual que el de los adolescentes (que la toman por falsa), ambos difieren del adulto, que es quien, jus­ tamente por tener sentido de la realidad, tiene también sentido de la ficción, y no la confunde con la verdad ni con la falsedad. De modo que, paradójicamente, la creciente demanda de rea­ lidad puede perfectamente ser un síntoma de un descrédito de ella por lo menos comparable a la decadencia de la ficción.

Los tiempos no están cambiando"

Como buenos modernos, somos especialmente sensibles a los prejuicios de la Antigüedad («cualquier tiempo pasado fue mejor»), pero nos cuesta notar que vivimos instalados en el prejuicio inverso y complementario: imaginamos la historia como una línea evolutiva que, a partir de un comienzo adver­ so, progresa hacia un final resolutorio y culminante (he aquí por qué la nuestra es una temporalidad acelerada: tenemos prisa por llegar a la meta). Y este prejuicio no puede remover­ se por un gesto voluntarioso: dependemos de él hasta tal pun­ to que nuestra vida consiste en administrar el presente a be­ neficio del porvenir, y todos nuestros afanes y sacrificios son inversiones cuyas ganancias esperamos recoger mañana con creces (de ahí que hayamos convertido a los jóvenes y a los ni­ ños en nuestros «tesoros» ). La cultura no iba a ser una excep­ ción en esta corriente, y también en su ámbito se ha vuelto obsesiva la búsqueda de ideas infantiles -es decir, sin ningún pasado y con mucho porvenir-, escritores jóvenes y «nuevos» intelectuales. También aquí se precisan brokers con buen ol­ fato para comprar a tiempo lo que mañana nos hará ricos y deshacerse ahora de valores cuya acumulación comportaría nuestra ruina futura. Cada generación realiza a su manera el plebiscito a favor del mañana; la mía lo hizo al compás de ese genial poeta-profeta llamado Bob Dylan, que gritaba a voz en cuello que los tiempos estaban cambiando y -¡qué razón teír «Los tiempos no están cambiando», El País, 4 de noviembre de 2006, Babelia n.° 780, p. 6 .

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nia cl muy bribón!- advertía a madres, padres, políticos, pe­ riodistas y público en general que quien no nadase a favor de la corriente terminaría ahogado por ella. Luego, Thomas S. Kuhn mediante, se ha impuesto otra fórmula que ha hecho mayor fortuna: estamos transitando hacia un nuevo paradig­ ma (vayan deshaciéndose del antiguo o lo pagarán caro); en la ciencia, en la familia, en la política, en el arte, en el urbanis­ mo, en la economía y hasta en la guerra; pero algo parece es­ tar fallando: por una parte, el tránsito está durando más de lo previsto y empezamos a sospechar que no acabará nunca; por otra, los «nuevos paradigmas» (lo pos-, lo neo-, lo micro-, lo ultra-, lo trans-, etc.) se consumen tan rápidamente que da la impresión de que el futuro se dispensa en plazos brevísimos y evanescentes sin llegar a consolidarse y devolviéndonos una y otra vez a un presente desbaratado y abandonado. Quizá llegue un día en que el dolor de quienes han sido estafados por esta información privilegiada sobre el futuro no pueda ser disimulado como un déficit psicológico de adaptación o una retrógrada resistencia al progreso, y quizá ese día ese ma­ lestar encuentre un nombre y llegue a ser una idea susceptible de ser pensada. Entretanto, déjenme que, por una vez, se lo diga con la misma vehemencia que utilizaba Dylan para lo suyo: no, los tiempos no están cambiando, no estamos transitando hacia ningún nuevo paradigma. El que teníamos, es cierto, está averiado, desprestigiado, erosionado, corroído y hecho pedazos, pero no tenemos ningún recambio para él ni ningún otro lugar hacia el que transitar. Así que no lo vendan dema­ siado barato.

¡Es el marco, imbécil!

Hay libros que, más allá de sus propósitos explícitos, sobre­ salen por sus efectos colaterales y sus consecuencias implíci­ tas. En el caso del que nos ocupa1, se trata de un texto cuya intención manifiesta es explicar a los votantes del Partido Demócrata estadounidense por qué sus rivales conservado­ res le han tomado la delantera en el discurso político y en las contiendas electorales. Esta clase de libros proliferan en épo­ ca de comicios (si es que hay alguna que no lo sea), pero la singularidad de éste -además de beneficiarse de un cuidado en la traducción al castellano de auténtico lujo- consiste en que el razonamiento en cuestión aspira a ser una explicación científica, pues procede de un prestigioso catedrático de cien­ cias cognitivas (una expresión esta en sí misma misteriosa, equivalente a «conocimiento del conocimiento» y que, como otras de su misma estirpe -«aprender a aprender» o «ense­ ñar a enseñar»- despierta las sospechas de quienes ven en es­ tas estrategias retóricas excusas para no aprender o para no enseñar). Al escuchar esta expresión («explicación científi­ ca») el lector puede pensar en largas investigaciones socioló­ gicas, páginas dedicadas a información estadística, pesada infraestructura teórica de formulación de hipótesis y costo­ sos dispositivos de contrastación empírica de las mismas. * * «¡Es el marco, imbécil!», F.l País, zi de julio de 2007, Babelia n.° 817, p. 8.

i. George Lakoff, No pienses en un elefante, Magdalena Mora (trad.), Madrid, Editorial Complutense, 2007. Hj

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Pero no hay tal. Se trata de un best seller de lo más sencillo. Y aquí surge ya la primera pregunta implícita: ¿hemos de ce­ lebrar la aparición de una ciencia que puede fácilmente di­ vulgarse entre las masas o la elevación de un discurso facili­ to a la categoría de ciencia? El caso es que Lakoff, que une a su condición de científico cognitivo la de votante demócrata, se ha parado a aplicar la teoría del «análisis del marco» a las campañas electorales norteamericanas; es verdad que para hacer esto previamente ha tenido que rebajar notablemente la complejidad que esta teoría presentaba en sus padres funda­ dores (el lector puede comprobarlo comparando los libros de Lakoff con la reciente edición en castellano del solvente Fra­ me Analysis de Erwin Goffman, Madrid, Siglo XXI/CIS, 2007) hasta hacerla digerible para estudiantes de grado, como no­ tamos inmediatamente cuando confiesa orgulloso el originalísimo ejercicio que propone a sus alumnos de primero de ciencias cognitivas: intenten no pensar en un elefante; claro, la palabra «elefante» crea un marco de grandes orejas, larga trompa y gruesas patas redondeadas del cual es imposible salir, y nadie consigue pensar en otra cosa. Y asimismo es co­ mo Lakoff ha descubierto cuál es el «marco» que crea el dis­ curso del Partido Republicano y que ha resultado tan difícil de esquivar para los demócratas como el elefante para sus alumnos: consiste en presentar al presidente bajo la figura de un John Wayne padre de familia que educa severamente a sus hijos para que puedan sobrevivir en un mundo ferozmen­ te competitivo en el cual nadie tiene derecho a nada más que a lo que pueda conseguir mediante su esfuerzo y habilidad. Segunda consecuencia implícita: una inmensa sombra se ex­ tiende sobre el sistema educativo de un país en el cual es pre­ ciso llegar a ser catedrático de ciencia cognitiva en Berkeley para darse cuenta de semejante simpleza. Pero sigamos. ¿Qué hace Lakoff con su descubrimiento? Quizá alguien pudiera pensar que se dedicaría a denunciar a los cuatro vientos ante los votantes estadounidenses que el poder polí­ tico les estaba tratando como a imbéciles. Pues no. Después de que algunos amigos le hicieran notar discretamente que el

¡Es el marco , imbécil!

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empleo de tan grosero «marco» por parte de los republica­ nos no era en absoluto inconsciente, y de averiguar que una suerte de telepredicador estaba ya ganando casi 200 millones de dólares anuales comercializando el merchandising asocia­ do a la marca en cuestión, Lakoff invierte todo su esfuer­ zo en analizar el «retraso» de los demócratas. Primero hace un doble hallazgo: por una parte, están anclados en el viejo «mito» ilustrado de que los políticos deben decir la verdad, craso error que la invasión de Iraq ha puesto al descubierto mostrando a las claras que para el político lo primero ha de ser la confianza de los electores, y a la verdad que la zurzan; por otra parte, mientras los demócratas gastaban su dinero en ayudar a los más necesitados, los republicanos han inver­ tido el suyo en construir su marco, han formado un gigantes­ co think tank con cientos de intelectuales adiestrados y dis­ tribuidos por el país, hasta el punto de que el 80% de los bustos parlantes de la televisión norteamericana proceden de estas escuelas. Nótese, pues, una tercera consecuencia implí­ cita: no conformes con llamar «ciencia cognitiva» a las téc­ nicas psicológicas del marketing publicitario (un auténtico caso de éxito a la hora de «cambiar el marco» desprestigia­ do por otro mucho más brillante y de gran reputación), re­ sulta que llaman «tanques de pensamiento» a las escuelas de adoctrinamiento propagandístico e «intelectuales» a los pre­ sentadores de televisión. En cualquier caso, esto es lo que los demócratas han descuidado, y para remediarlo, como puede verse, Lakoff ya se ha pasado al best seller y ha fundado un think tank para la difusión del nuevo evangelio del marco al­ ternativo. Nixon no perdio la presidencia debido a la guerra de Vietnam ni al escándalo Watergate, la perdio porque apa­ reció en televisión diciendo «No soy un chorizo» (como quien dice: «no penséis en un elefante»), y por tanto aceptó el mar­ co en el cual sus adversarios ya habían colocado su retrato (el típico marco que se les pone a las fotos de los chorizos). Y los republicanos no perderán las elecciones debido a la gue­ rra de Iraq o a sus políticas sociales o económicas, las perde­ rán solamente si los demócratas consiguen cambiar el marco.

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¿Y cuál es -se preguntará el lector- el tan esperado marco al­ ternativo? La revelación le vino a Lakoff viendo la televisión, ese oráculo de los tiempos modernos, en la cual cierto busto parlante se refería a republicanos y demócratas como «el partido de papi» y «el partido de marni» respectivamente. Se trata, por tanto, de presentar al presidente no como un Mas­ ter and Commander de la familia competitiva sino como una madre protectora y amorosa que cuida de sus hijos y les edu­ ca para que ayuden a quienes más lo necesitan en lugar de pi­ sotearles para pasar delante de ellos. Algo más parecido a Doris Day que a John Wayne, digamos; para eso necesitan los demócratas desprenderse de los programas (no de los te­ levisivos, desde luego, sino de los políticos, que son demasia­ do largos y tediosos para los votantes) y construirse una vi­ sión progresista básica (muy básica, diría yo) que pueda contenerse en «una breve filosofía en diez palabras», filoso­ fía que, eso sí, ha de ser «tan americana como el pastel de manzana». Porque Lakoff ya lo había predicho en una obra científica anterior (Moral politics): a la hora de votar, «más importantes que el terrorismo, que la guerra, que la econo­ mía y que la sanidad» son los valores y la identidad y, sobre todo, la familia (pues de ahora en adelante cuando vayamos a votar elegiremos entre papá y mamá). Quienes hayan se­ guido la campaña de las últimas presidenciales francesas notarán hasta qué punto Lakoff no va nada descaminado y por qué decían los filósofos Deleuze y Guattari, ocho años después de haber escrito un libro (El Anti-Edipo) contra la «familiarización» de la política, que su intento había sido un completo fracaso. Y aquí llega la última y más grave de las preguntas implí­ citas: si seguimos el programa de Lakoff, ¿estamos cambian­ do el marco del triunfante «pensamiento» conservador? ¿No consiste precisamente el éxito del conservadurismo en hacer desaparecer la política a fuerza de sustituirla por la moral, infantilizar a los votantes y reemplazar el debate político por la contienda de los valores, las identidades y el pastel de manzana (o la paella)? Aristóteles, que desde luego nunca

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llegó a catedrático en Berkeley, decía que la polis, «al avan­ zar en este sentido y hacerse más unitaria, ya no será polis. Pues la polis es por su naturaleza una cierta pluralidad, y al hacerse más una dejará de ser polis y se convertirá en fami­ lia [...]. De modo que, si alguien fuera capaz de hacer es­ to, no debería hacerlo, porque destruiría la polis [...]. Una polis no resulta de individuos semejantes. Una cosa es una alianza militar y otra una polis [...]. En el mismo sentido di­ ferirá la polis de la tribu [...]. Por lo tanto, de todo esto es claro que la polis no es tan unitaria por naturaleza como al­ gunos dicen, y que lo que llaman “el mayor bien de la polis” la destruye» (Política, iz6ia-b). Para terminar les pido algo más fácil que no pensar en un elefante. Les pido que piensen que en Europa estamos reformando nuestras universidades según el modelo estadounidense para evitar el defecto que los expertos han detectado en ellas: la sobrecualificación, y que en unos pocos años nos habremos descualificado lo sufi­ ciente como para tener catedráticos de ciencia cognitiva pe­ ritos en marquetería que asesorarán a los líderes políticos acerca del modelo de familia unida (ya vamos bien encami­ nados en lo que hace a la disputa de valores e identidades) en el cual hay que convertir el Estado, que las fundaciones de los partidos -transformadas en carros blindados contra cual­ quier pensamiento- reducirán la condición intelectual a la de busto parlante (no sé si han llegado a oídos de los lectores los comentarios de cierto programa de televisión en el cual se exige a los hombres públicos que se dejen de política y que hablen de las cosas básicas de la vida, me temo que del decá* logo filosófico del partido de papi y del de marni) y que será difícil distinguir un best seller de una explicación científica. Ustedes verán lo que hacen.

Poesía e historia"' There once was an earthquake In San Francisco Back in 1906 (or ‘96 I’m not sure which!) They said that Old Mother Nature Was up to her old tricks,

That’s the story that went around, But here’s the real lowdown: Tut the blame on Mame, boys, Put the blame on Marne. One night she started to shim and shake: That brought on the ‘Frisco quake.

(So you can) Put the blame on Marne, boys, Put the blame on Marne.

El 10 de octubre de 2007, uno de los artículos editoriales del diario El País comenzaba de esta manera: «El romanticismo europeo estableció el siniestro prejuicio de que la disposición a entregar la vida por las ideas es digna de admiración y de elogio. Amparados desde entonces en esta convicción, y a lo largo de más de un siglo, grupúsculos de las más variadas dis­ ciplinas ideológicas han pretendido dotar al crimen de un sen­ tido trascendente, arrebatados por el espejismo de que la vio­ lencia es fecunda, de que inmolar seres humanos en el altar de una causa la hace más auténtica e indiscutible. En realidad, la disposición a entregar la vida por las ideas esconde un propó­ sito tenebroso: la disposición a arrebatársela a quien no las «Poesía e historia: sobre Che Guevara», Claves de Razón Práctica n.° 178, diciembre de 2007, pp. 4-11.

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comparta. Ernesto Guevara, el Che, de cuya muerte en el po­ blado boliviano de La Higuera se cumplen cuarenta años, per­ teneció a esa siniestra saga de héroes trágicos, presente aún en los movimientos terroristas de diverso cuño, desde los nacio­ nalistas a los yihadistas, que pretenden disimular la condición del asesino bajo la del mártir, prolongando el viejo prejuicio heredado del romanticismo». Por lo que se ha visto, a una gran cantidad de lectores este texto debió parecerles excesivo en su contundencia y causarles cierta preocupación por su se­ mejanza -no, ciertamente, en la forma, radicalmente antagóni­ ca, sino únicamente en la conclusión- con las ideas que sobre el mismo asunto circulaban en los cenáculos y desayunáculos de lo que -si la coordinación de los siguientes términos entreco­ millados tuviera algún sentido- podría llamarse «los medios intelectuales de la derecha senil», puesto que dichos lectores habían comprado el periódico convencidos de ser personas de izquierdas y esperando que su lectura les confirmase en sus convicciones en lugar de cuestionarlas o defraudarlas. Los días h y 14 de ese mismo mes, el profesor Fernández Buey y José Vidal Beneyto protestaban contra el editorialista, al cual el primero denunciaba como neocon y el segundo como igno­ rante, mentiroso e inculto. Por esas mismas fechas, en lo que -si la coordinación de los siguientes términos entrecomillados tuviera algún sentido- podría llamarse «los medios intelec­ tuales del comunismo juvenil», los teóricos de guardia presen­ taban como prueba fehaciente de la derechización de El País el editorial que este mismo diario publicó en 1997 (con oca­ sión del traslado de los restos del Che a Cuba), en donde se de­ cía que «A despecho del descrédito del comunismo en los últimos años, la figura revolucionaria del Che se mantiene como un símbolo del idealista coherente»; y los teóricos lla­ maban la atención acerca de cómo en tan poco tiempo el idealista coherente se había convertido en un caudillo asesino. Lo que resulta más ilustrativo de esta polémica es la absoI uta imposibilidad que aún hoy existe de desmitificar al Che (iuevara. Por «desmitificar» entiendo aquí la acción de sacar a un hombre de la condición de personaje de ficción y devol-

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verlo a la de persona (agente libre y responsable, pero también digno de conmiseración). Si de algo da pruebas esta imposibi­ lidad es de la indecente coyunda en la que viven entremezcla­ das, con funestas consecuencias, la Poesía y la Historia. Por tanto, bajo la aparente disputa acerca de una figura humana y política late un pecado original contra la objetividad que con­ vierte la discusión misma en un lanzamiento de fuegos artifi­ ciales. Habré de recordar por tanto, mal que me pese volver a in­ sistir sobre un tema del cual yo mismo estoy saciado, que Aristóteles-tras las huellas de Platón- ofreció hace ya algu­ nos años un criterio infalible para discernir entre Poesía c Historia: que en la primera las cosas ocurren «unas a conse­ cuencia de las otras» (es decir, no solamente en conexión de causas y efectos, sino también de medios y fines), mientras que en la segunda lo hacen «unas después de otras» (es decir, sin que de su secuencia pueda inferirse consecuencia algu­ na). Esto avisa de que la dificultad es muy anterior a lo que el editorialista de El País designaba como «el romanticismo europeo», aunque luego se verá que la fórmula orienta el problema en la dirección adecuada. Y es de observar que la confusión de marras -la de la Poesía con la Historia-, aun­ que pueda denunciarse como error teórico, exhibe hasta tal punto motivaciones prácticas que puede casi adivinarse tras la torcedura especulativa un interés pragmático, a saber, el que todos aquellos que ostentan algún poder político o de al­ gún modo aspiran a hacerlo han tenido siempre que presen­ tar sus acciones -cuyas consecuencias a menudo son atroces y disparatadas- como impulsadas por una fuerza superior a la de su voluntad y a la cual no han podido resistirse, exi­ miéndose por ello de antemano de toda responsabilidad real (aunque esta exención lleve a menudo la marca de su suplan­ tación por la «responsabilidad histórica», una superchería en sí misma canallesca y falsaria ideada únicamente para es­ currir el bulto) y exculpándose de sus crímenes -sin excluir no obstante su buena disposición a cargar sobre sus anchas espaldas con la execración infinita de sus congéneres, siem-

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pre que ésta no pueda convertirse formalmente en un juicio que ponga en cuestión su conducta (al modo como el presi­ dente de turno de Estados Unidos entrega gratuitamente su imagen para que los manifestantes de todo el mundo puedan sacarla a pasear en toda clase de concentraciones festivas o de protesta, así como en chirigotas y carnavales y al abrigo de cualesquiera Causas, para lanzar contra ella tomates u otras mercancías infamantes o incluso para hacerla arder en las llamas de su cólera o de su júbilo, en el ejercicio legítimo de su más libérrima potestad de abucheo y aplauso, como por otra parte les sucede al propio Ernesto Guevara y a to­ dos los llamados «líderes revolucionarios»)-; si hay que ver en ello una confusión de la Poesía con la Historia es, natural­ mente, porque esa excusa es la misma que libera a los acto­ res de una ficción dramática (que es lo que casi siempre mienta el término «Poesía» en Aristóteles) de toda responsa­ bilidad por los actos cometidos por los personajes a quienes representan. Y no estoy con lo anterior sugiriendo que estos hombres actúen con maldad presentando como «intacha­ bles» las que en realidad son acciones claramente censurables e inventen para justificarse una ficción exculpatoria, sino que al contrario supongo que en la inmensa mayoría de las ocasiones actúan de buena fe, llevados en su actividad por esa fuerza irrefrenable de lo que interpretan como su destino. Si alguna vez se consiguiese desatar el embrollo en el cual ya­ cen vergonzosamente amalgamadas la Poesía y la Historia -cosa que, por el momento, es completamente inverosímil-, el desenlace de esta fatídica trama no consistiría simplemen­ te en llevar ante los tribunales y juzgar por sus acciones a quienes creían estar eximidos de toda jurisdicción (aunque la celebración de estos juicios, incluso retrospectiva, sería una consecuencia inevitable de tal desenlace), pues limitarse úni­ camente a semejante restauración de la justicia comportaría una crueldad no menor que aquella que el embrollo mismo ha instalado como ley implacable de la Historia. En cualquier caso, convertir a los hombres en personajes tic un drama implica retirarles su condición de agentes libres,

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es decir, de individuos, porque, como seguía diciendo Aristó­ teles, los personajes de los dramas no son individuos particu­ lares sino algo así como tipos ideales o especímenes (y es esto lo que se quiere decir cuando se dice que el Che se ha conver­ tido en un símbolo, es decir, ha dejado de ser un hombre in­ dividual para representar otra cosa distinta, una clase o una especie, como -según el formidable ejemplo de Rafael Sán­ chez Ferlosio- el gorila o la comadreja se yerguen en sus res­ pectivas jaulas del parque zoológico no en cuanto indivi­ duos, sino en cuanto meros ejemplares que valen por toda su especie; si por un momento ponemos a un ser humano en la jaula del zoo, notaremos de inmediato en qué medida la con­ versión en «símbolo« del Che, ya fuera debida a intenciones propagandísticas deliberadas y consentidas por él mismo o simplemente derivada accidentalmente de su proverbial foto­ genia, debe hacer a su persona ante nuestros ojos más digna de lástima que de admiración o de abominación), aunque en aras de la «necesidad poética», como decía nuestro filósofo, los autores teatrales les impongan nombres propios; y nadie puede juzgar, absolver o condenar en un tribunal a un tipo o a una especie. Si puede llamarse a esto «mitificación» es por­ que lo que queda de los hombres tras dicha transubstanciación es exactamente aquello mismo que queda cuando de un relato consideramos exclusivamente sus elementos poéticos, es decir, lo que Aristóteles llamaba el mythos, la trama o el argumento que ensarta todos los acontecimientos en un hilo de sentido con planteamiento, nudo y desenlace; y los hom­ bres así considerados se reducen a herramientas adhesivas que hacen encajar las piezas del relato a satisfacción del principio de coherencia, como en algún momento el propio Hamlet-más consciente de su situación que otros héroes trá­ gicos, debido a su condición de director de escena- llega a decir («El tiempo se ha salido de su curso... / ¡Que haya teni­ do que nacer yo para volverlo a encajar!»). Tratar de este modo a los individuos que actúan en la Historia es insepara­ ble, por tanto, de tratar a la Historia misma como un texto que ya está previamente escrito cuando salen al escenario

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y del cual son mejores o peores instrumentos de ejecución, del mismo modo que lo son los actores que representan una función dramática. Y si la Historia acontecida no es más que la ejecución de un guión pre-escrito, entonces el tiempo y el espacio reales de los hombres quedan sustituidos por una simple imagen ficticia, y la acción es suplantada por la fic­ ción, pues todo lo que ellos hacen en realidad no está ocu­ rriendo, en el mismo sentido en que, sobre el escenario, los asesinatos no son verdaderos asesinatos ni los amores son amores verdaderos. En las culturas paganas, los poetas -por estar directa­ mente inspirados por los dioses, que soplan a sus oídos el guión del destino- son los encargados de proporcionar a los políticos y en general a los hacedores de Historia, mediante esta malévola patraña, una coartada para volverse inimpu­ tables, mientras que en las culturas cristianas son los teólo­ gos de la Iglesia triunfante los encargados de esta función, por considerarse que también ellos tienen un acceso privile­ giado al Plan de Dios. A ellos acuden quienes ostentan algún poder histórico para que con su sabiduría examinen la san­ tidad de la Idea que impulsa sus acciones y la bondad irre­ prochable del Fin que persiguen, con la petición de que -como literalmente hacían en algún tiempo los teólogos de la Iglesia católica con los monarcas sometidos a su jurisdic­ ción espiritual- pongan sobre sus hazañas un níhil óbstat que libere de toda sospecha moral y justifique de antemano los medios -a menudo feroces- empleados para asegurar el triunfo de la Idea o el logro del Fin. Y, al llevar a cabo esta justificación benedicente de las injusticias más flagrantes y los más desesperantes sufrimientos, los poetas de éxito y teólogos triunfantes cometen un crimen que, en su inmensi­ dad, supera en muchos aspectos a las monstruosidades que los detentadores del poder histórico llevan a cabo, pues al menos estos últimos no tienen más remedio que llevar sobre sus pechos o sobre sus guerreras -aunque sea como honro­ sas condecoraciones por sus méritos- las salpicaduras que la sangre de sus víctimas ha dejado en ellas (teniendo, como ya

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se ha dicho, que cargar con las iras y las burlas correspon­ dientes a la culpabilidad infinita -aunque exenta de imputabilidad jurídica- que asumen al asumir su misión histórica): en cambio, los teólogos y poetas no solamente logran la má­ gica transformación de las carnicerías en sublimes actos de sacrificio y abnegación escapando de toda mancha de san­ gre y de todo reproche por las consecuencias indeseadas que de tales estragos puedan seguirse, sino que además se encar­ gan de dejar en vergonzante libertad al verdadero culpable de semejantes desdichas, cuya inocencia garantizan con el se­ llo exculpatorio de su bendición e incluso al precio de la con­ denación eterna de sus propias almas. En las culturas secula­ rizadas, la bendición la expenden los aparatos ideológicos de las maquinarias de poder, de tal modo que -por ejemploninguna de las intervenciones militares de Estados Unidos, ni siquiera las más secretas y menos confesables, se pone en marcha sin antes haber proporcionado a la embajada el níhil óbstat de su necesidad moral y su absoluta coherencia con el destino de los pueblos y la responsabilidad histórica que con respecto a él embarga a quien da la orden de dispa­ rar, al igual que ninguna de las operaciones guerrilleras ca­ pitaneadas por el Che se realizó sin antes garantizar su co­ herencia con la Causa universal del proletariado, para que esta garantía librase de antemano a sus ejecutores de cual­ quier culpa individual de la que se pudieran hacer acreedo­ res en el desempeño de su servicio a la Historia.

Póngamelo con texto Así, cuando alguien nos recuerda hoy que no podemos redu­ cir la figura del Che a la del «caudillo asesino» que sin duda alguna fue, y nos pide que suspendamos nuestro juicio sobre su conducta, lo que en realidad está haciendo es pedirnos que, antes de juzgar y para mejor comprender, coloquemos a esta figura en su contexto. Esto, sin duda alguna, es lo que hacían los poetas encargados de justificar la Historia en las

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sociedades paganas, lo que hacían los teólogos en las cristia­ nas y lo que hacen los ideólogos en las secularizadas: «Ob­ serven ustedes -vienen a decirnos- que lo que a simple vis­ ta y considerado aisladamente podría parecer un atropello riel derecho internacional o una barbaridad asesina, si se siuía en el contexto de la situación mundial (por ejemplo, la amenaza del terrorismo islámico contra la línea de flotación riel sistema de valores de la cultura occidental en el cual se apoya la democracia representativa) podría evaluarse como un más que justificado -e incluso tibio- intento de legítima defensa que ninguna legislación podría condenar» (el mismo upo de argumento que utilizaban en otros tiempos los ideó­ logos de las Internacionales Comunistas para justificar sus intervenciones estratégicas, a veces asombrosamente contra­ dictorias con la Causa de la clase obrera a los ojos de la in­ mensa mayoría de los miembros de esa misma clase); cierta­ mente, esa «situación internacional» que se esgrime como contexto justifica tor io no puede en rigor exponerse pública­ mente porque sus datos son secretos y sólo unos pocos hom­ bres en el mundo pueden tener acceso a ellos y valorar su peso a la hora de tomar una decisión con consecuencias in­ ternacionales, pero se pide al interlocutor un acto de fe en la buena voluntad y en la inteligencia de esos hombres para no oponerse a sus terribles elecciones. Este argumento está cal­ cado del que utilizaban los teólogos cuando sugerían a quie­ nes reprochaban a Dios la ingente cantidad de atrocidades e injusticias que un simple examen de la experiencia muestra a los ojos del más común de los mortales, que lo que a esos co­ munes ojos aparecía como una iniquidad flagrante, como una humillación indignante o como una afrenta contra los justos, si se consideraba el Plan de Dios en su totalidad, po­ día aparecer como el único medio posible -y, por tanto, como el medio necesario- para lograr el triunfo de la Causa de Dios, de tal manera que lo que los individuos particulares que padecen los efectos colaterales de la ejecución de este Plan perciben como horrendas manchas de locura, de mal­ dad o de estupidez que afean y deforman el cuadro del mun-

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do hasta convertirlo en una escena macabra, cuando se con­ templan desde la panorámica adecuada (el Ojo de Dios) se alisan, se limpian y se transforman hasta convertirse en deta­ lles armónicos que contribuyen decisivamente a la deslum­ brante belleza del conjunto; si bien, en este caso como en el anterior, el Plan de Dios no es enteramente accesible a los hombres -pues Sus designios son inescrutables- y sólo unos pocos doctores en teología, a fuerza de fatigar exhaustiva­ mente el Libro cargados de una piedad tan superior que su trato asiduo con la letra acaba por impregnar con la divina revelación su propio espíritu, pueden llegar a atisbar las dis­ posiciones de la Providencia, solicitándose del resto de los creyentes de nuevo un acto de fe en ese saber superior para no echar a Dios la culpa de lo que, visto con la necesaria am­ plitud de miras, no son verdaderas faltas sino pura aplica­ ción de la racionalidad instrumental (emplear los medios más eficaces y adecuados para el logro de los fines más ho­ norables). La justificación poético-mitológica de las socieda­ des paganas tiene, a este respecto, la virtud de mostrar más desnudamente el procedimiento: se trata de ajustar todos los sucesos a un plan previo, exactamente igual que el creador de fábulas ajusta los episodios de su argumento según su lu­ gar en el Todo y para asegurar su contribución a un desenla­ ce concluyente; los episodios que al espectador puedan cau­ sarle sorpresa o incluso incomodidad por presentarse como incoherentes o poco hilados con respecto a los ya representa­ dos quedarán perfectamente insertos en la trama cuando el final muestre que eran requisitos rigurosamente ineludibles para desembocar en ese término admirablemente resolutorio en cuya llegada los espectadores tienen que confiar para no impacientarse, aunque no puedan conocer de antemano el modo como el poeta ha dispuesto los hechos. Así pues, exi­ gir del público que suspenda el juicio hasta colocar al Che -o a cualquier otro- «en su contexto» es, primero, ordenar­ le que espere a que los poetas al servicio de la Historia, los teólogos especializados en teodicea o los ideólogos capaces de justificar lo más injustificable construyan ese contexto fie-

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lido que amortiguará el juicio condenatorio o incluso lo anulará; y, segundo, es pedir a los espectadores o a las vícti­ mas colaterales una espera infinita, puesto que el «contexto» al que se alude, además de ser esencialmente inextricable, nunca acabará del todo de construirse porque, como el argu­ mento de la fatalidad que gobierna el destino de Edipo Rey, no implica solamente la situación de Tebas, o del Mundo en­ tero en el cual Tebas se inserta, sino la insondable trama de las Parcas con todas sus misteriosas claves cósmicas que invo­ lucran los caprichos de los dioses y los enigmas del destino. Quien nos pide este ejercicio de «contextualización» nos pide, en definitiva, complicidad con los poetas de éxito, los teólogos limpiadores de Causas impresentables y los aparatos ideológi­ cos más delirantes. Y es él, sin duda, mediante esa «contextua­ lización», quien reduce al Che (o a cualquier otro) a la lamen­ table condición de pieza en un engranaje argumentai. Cuando ■ e nos pide que, situándola en su contexto, observemos la pro­ funda coherencia de las acciones que a primera vista se nos aparecen como condenables, no se está aludiendo a su cohe­ rencia con la realidad, sino a su coherencia con un argumento de ficción que hemos de superponer a la realidad para que nos impida verla y que ha sido ideado con la sola finalidad de jus­ tificar esas intervenciones que se quieren eximir de todo juicio humano. Para notar cuál es exactamente el crimen que contra la obje­ tividad se comete cuando la Poesía se confunde con la Histo­ ria, basta con notar que el paso del «unos después de otros» al «unos a consecuencia de los otros» comporta lo que, ha­ blando en términos modernos, podríamos llamar una trans­ posición ilegítima del metafisico principio de continuidad desde el orden de la Naturaleza al de la Historia, introdu­ ciendo a propósito de esta última la perversa, injustificable y supersticiosa creencia -que se eleva a dogma para blindarla contra toda crítica posible- de que existe una conexión teleo­ logica entre todos los acontecimientos históricos hasta el más pequeño detalle de su contextura, de tal modo que -como su­ cede en un argumento de ficción- no pueda modificarse en

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cada uno de ellos ni la pincelada aparentemente más superfi­ cial sin causar graves desperfectos en el Todo, pues cada de­ talle de cada acontecimiento ha sido cuidadosamente arregla­ do para producir una impresión cooperante a la coherencia de la obra, que aparecerá sólo al final, cuando el desenla­ ce justifique sobradamente todas las contingencias y las pre­ sente como inexorablemente conducentes a ese remate irre­ batible. Esta maliciosa superstición reduce la elección de los agentes históricos al mínimo (basta con elegir un solo acon­ tecimiento, pues los demás se siguen necesariamente de él sin intervención alguna de la voluntad) y multiplica su relevan­ cia hasta el máximo: así como la falta de cumplimiento de una penitencia impuesta por el confesor, o el pasar de largo ante el mendigo que pide una caridad a la puerta de la iglesia puede causar en el corazón de Dios una ofensa tan grande y de consecuencias tan monumentales como el asesinato en masa de una comunidad entera o el asedio de una ciudad que mata de sed a sus pobladores (pues es a Su hijo único -ocul­ to tras el disfraz de mendigo- a quien ha despreciado el pa­ seante), así también la molicie del gobernante que, temeroso de las impopulares consecuencias (¿?) que sobre su electora­ do pueda tener la decisión de una intervención militar contra un cuasi-Estado abrupto, incumple sus obligaciones históri­ cas, puede ser la causa de que el día de mañana todo su pue­ blo caiga bajo una sanguinaria tiranía que lo conduzca al exterminio; y, cómo no, el acto aparentemente simple del empleado que pone en marcha su automóvil para acudir al trabajo, o del médico que extiende una receta a su paciente para aliviar su enfermedad, puede provocar la muerte de mi­ les de criaturas inocentes del tercer mundo en territorios so­ metidos a la pugna por las fuentes del combustible fósil o la condena irremisible de millones de africanos por complici­ dad con la actitud depredadora y cruelmente lucrativa de las empresas multinacionales del sector farmacéutico. Y, por tanto, el asesinato de una familia de civiles en Afganistán o el fusilamiento de una aldea entera de campesinos bolivianos, que aparentemente es un acto criminal e injustificable, pue-

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ile resultar un sacrificio heroico si, colocado en el adecuado contexto que exhiba su gama de grises, se «demuestra» que era un medio imprescindible para liberar al mundo de una ti­ ranía o para conseguir un avance cualitativamente significa­ tivo hacia la Revolución Proletaria Mundial, de la misma manera que en aquel genial relato de Juan Benet, Nunca lle­ garás a nada, la muerte del «tío Ricardo», aguerrido militar e ilustre precedente de la hoy tan añorada «cultura del es­ fuerzo», que se dejó sus intestinos en el cuarto de baño como consecuencia del cólico subsiguiente a su despedida de solte­ ro, acabó enseguida convertida en «sacrificio (esfinteriano) por la patria» y catalogada oficialmente como «muerte en acto de servicio», para consuelo de la que no llegó siquiera a ser su viuda.

El campo y la ciudad Durante siglos, contra este argumento poético-teológico (es decir, contra la pretensión de imponerle a la Historia este argumento poético-teológico) se ha levantado una objeción contundente: los ríos de sangre que han corrido por ella has­ ta constituir sus cauces privilegiados se erigían como impedi­ mentos contra todo el que quisiera presentar como justifica­ da toda esa orografía sanguinaria. Esto ha ocasionado una conocida disputa -la de los hacedores de Historia contra los teólogos guardianes del Escrúpulo, y viceversa- que en mu­ chos aspectos puede parangonarse a la secular contienda que enfrenta desde el origen de la civilización a los niños criados en el campo con sus congéneres urbanos: cuando estos últi­ mos acudían -generalmente por vacaciones- a las aldeas en las cuales habían nacido sus padres o abuelos, sus estóma­ gos se retorcían en bascas y vahídos si les tocaba presenciar aquellas escenas de la matanza durante las cuales la sangre de los gorrinos se deslizaba en grandes oleadas sobre los ado­ quines de las empinadas callejuelas y su fétido olor -que los mozalbetes rurales llevaban grabado en sus pituitarias de por

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vida como parte del aire perfumado de la fiesta mayor- inun­ daba la atmósfera; estos niños urbanos, si hubieran tenido el suficiente coraje o si hubieran podido disfrutar de una posi­ ción que les garantizase inmunidad ante las represalias de sus homólogos rurales, mucho mejor preparados que ellos para el combate cuerpo a cuerpo y para el hostigamiento colecti­ vo, les hubieran gritado con rabia: « ¡Asesinos! », incapaces de comprender que aquella sangría fuera una fiesta y hasta un juego relativamente inocente, aunque brutal, para los hom­ bres del campo; y lo habrían gritado al menos con la misma rabia con que los muchachos no urbanizados les acusaban a ellos de ser niñas mimadas y, como hoy se diría, nenazas con­ sentidas y superprotegidas por sus burgueses padres, ineptas para la verdadera hombría, que no se arredra ante la violencia ni se arruga en presencia de la sangre. Esta misma extrañeza debieron sentir durante siglos los hombres de armas, acos­ tumbrados a la carnicería en la batalla, ante los escrúpulos morales que los civiles ajenos a la guerra sentían en lo tocan­ te al derramamiento de sangre, vivido por ellos como una hazaña gloriosa y un ludico y lucrativo pasatiempo. Igual que los mocosos aldeanos, henchidos de desprecio ante los remilgos de sus compañeros urbanos cuando entraban en co­ nocimiento del sucio origen de las viandas que con tanto me­ lindre merendaban, amenazaban con propinar soberanas pa­ lizas o apedrear sin compasión a los ñoños niños de ciudad que no se avenían a aprobar sus costumbres, habría sin duda ocasiones en que los hombres de guerra hiciesen chantaje con sus armas a los teólogos civiles hasta que éstos finalmen­ te concedían el níhil óbstat a sus esparcimientos bélicos y empresas de conquista, como las habría también en que estos mismos hombres armados, sobre todo al sentir próxima la visita de la muerte, se sintieran angustiados por el peso de sus muchos desmanes y consintieran en ofrendas y sumisio­ nes a los teólogos desarmados con tal de que éstos les diesen una absolución liberadora, igual que los mocosos urbanos podrían exhibir en ocasiones su superioridad sobre los más asilvestrados cuando éstos necesitasen alguien que les escri-

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biese unas letras para solicitar el favor de una joven casade­ ra o una asistencia oficial ante la desgracia. Cada vez que uno de estos clérigos civiles, además de ac­ ceder con su plàcet a los despropósitos de las hazañas béli­ cas, se engolfa en su justificación y santificación incluso más a llá de lo estrictamente imprescindible, es legítimo sospechar que se encuentra amedrentado por la fuerza de las armas -o, lo que es lo mismo, aterrorizado de sólo pensar en lo que podría sucederle a sus teologías si les faltase la defensa del acero-, como los jóvenes de la ciudad arrinconados por la muchedumbre de sus colegas pueblerinos amenazando con la estaca sus timoratos prejuicios temen que esos pudorosos reparos les dejen sin merienda. Esta contienda sólo se apa­ ciguó y alcanzó la forma de una santa alianza de los bandos en disputa el día en que uno de estos clérigos civiles, dota­ do de una portentosa inteligencia estratégica, quizá porque su temor a la sangre era aún mayor que el del resto de sus colegas, encontró un remedio para contener el vómito y so­ breponerse (¿Aufheben?) al asco en el espectáculo del dego­ lladero. Hasta ese momento, cuando los rudos hombres de armas (como los toscos mocosos aldeanos) se quejaban ante sus escrupulosos correspondientes urbanos de que la sangre no era más que sangre y les exigían que la observasen así, sin tlarle tanta importancia, esto mismo era lo que a los clérigos urbanos les resultaba insoportable: la sangre en cuanto me­ ra, simple, hedionda y fáctica sangre humana corriente y m(al)oliente; el portentoso clérigo de quien hablamos, sin embargo, cuando el cuchillo del matarife se aproximaba al cuello del cochino y sus colegas de refinadas costumbres ur­ banas apartaban la vista y se cubrían el hocico con sus blan­ cos pañuelos, podía mantener la vista fija en la hendidura que la punta del acero señalaba en la carne haciendo brotar la primera sangre porque había aprendido a ver en ella el ori­ ficio de entrada del Espíritu en el mundo, la encarnación -y cusangración- de la Idea en la tierra. Así observada, la san­ gle se vuelve aceptable a la conciencia y al estómago, pues deja de ser mera sangre para convertirse en valor (validez,

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derecho, política) y en sentido (de la Historia). Cuando el editorialista de El País hablaba de «violencia fecunda» esta­ ba utilizando un eufemismo de sangre fecunda. De manera que, si este clérigo supremo tiene algo que reprochar a las ni­ ñas consentidas de clase media (que constituían su audiencia, una audiencia que gustaba de ser aterrorizada y seducida por el sabio al menos tanto como la que hoy, desde sus cómodos living rooms, imagina las románticas hazañas del Che y pro­ testa enfurecida ante los intentos de desmitificación de las mismas) es simplemente que su apresurada repugnancia ante la visión de la sangre les impide ver en ella algo más que san­ gre, les obstaculiza la observación del milagroso fenómeno del nacimiento del valor y del sentido, de la encarnación del Espíritu en el mundo. Lo de la «sangre fecunda» no debe ser mirado sólo desde la espectacular perspectiva de la Causa que se ennoblece con las vidas entregadas a sus insaciables fauces, sino ante todo en su dimensión ordinaria y común: si la sangre es fecunda es porque la Historia se escribe con san­ gre (es decir, con sangre se añade a ella lo que desde Aristó­ teles le faltaba: sentido). Sólo así -tras haber asistido a tan divina revelación- se explica que Hegel, aprovechando la mala conciencia de su público, pudiera sentir una poco disi­ mulada delectación cuando el paladar se le llenaba con la «masa concreta del mal» que al público le espanta, repugna y atormenta al menos tanto como le turba, excita y cautiva. Este placer no es perversión sádica que disfruta del sufri­ miento ajeno, sino un ojo evaluador que ha descubierto en esa sangre derramada por los inocentes y los justos en el bár­ baro curso de la carnicera Historia un auténtico plusvalor, la acumulación originaria de capital moral sin la cual la Histo­ ria no podría iniciar su marcha de progreso hacia la justicia eterna. Se ve bien, por tanto, que una vez comenzada de este modo la escritura de la Historia no puede detenerse, tiene que continuar hasta que la deuda de sangre -el inmenso ca­ pital acumulado en forma de valor futuro que ha de ser res­ tituido al argumento de la Historia para que la sangre no se

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haya derramado en vano- sea saldada, y para ello no puede ahorrarse ningún esfuerzo. Es así como la sangre hincha e in­ llama hasta el infinito el valor y el sentido de las Causas que se alimentan de ella, pues el plasma de cada una de las vícti­ mas de la Historia las sobrecarga de razón, de una razón que exige una victoria absoluta a la medida de sus mutilaciones y heridas de guerra, de todos los obstáculos que ha tenido que vencer para insinuarse astutamente en el mundo. Pero no so­ lamente ocurre -como subrayaba el editorialista- que las Ideas no se ennoblecen a fuerza de lavarlas con sangre (por muy inocente y justa que ésta sea), sino que es el caso que se envilecen y se pervierten por ese procedimiento hasta llegar a |ierder el último atisbo de la nobleza que alguna vez tuvie­ ron, eso suponiendo -lo cual es mucho suponer- que tuvieran en origen alguna nobleza que no fuese la de la espada, cuyas virtudes historiográficas tanto exaltó el general De Gaulle, l’or tanto, cuando se dice que «la Historia se escribe con san­ gre», no se hace una afirmación descriptiva acerca de la in­ negable violencia de sus hechos, sino que se asevera algo acerca del derecho de la Historia a la sangre, a hacer sangre, para así insuflar a los infames y miserables hechos que ocurren simplemente «unos después de otros» el sentido de un argumento y el valor de una justificación que los ordena «unos a consecuencia de los otros» (y hay que imaginar la es­ cena en la cual la turba de los muchachos campestres, a pun­ ió de asestar una ejemplar tunda al burgués relamido, queda detenida -como la mano de Abraham cuando iba a sacrificar a su hijo, congelada por el mandato divino-, arrobada, hala­ gada, sorprendida y complacida ante la noticia -la noticiabomba ideada por Hegel para defenderse de la muchedum­ bre desbocada de los hechos que le amenazaba de muerte especulativa- de que aquella sangre que corría por los ado­ quines de su pueblo el día de la matanza era, en verdad, sen­ tido, el sentido de la Historia y el valor del sacrificio, y de que el olor a muerte que desde entonces ha quedado ende­ moniadamente prendido a sus narices es en realidad efluvio ile un nuevo nacimiento a la vida del Espíritu). La transus-



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tanciación del dolor en valor -la fecundidad de la sangrecomo descubrimiento del sentido de la Historia es la esencia de esta operación en la cual, al mismo tiempo que la Idea se mancha de sangre, la sangre se limpia en la Idea. Es así, pues, como los caudillos asesinos se convierten en idealistas cohe­ rentes (la coherencia con la Idea hace tan disculpable el cau­ dillaje como el asesinato).

Moral y política No creo que haga falta insistir mucho para comprender que el mecanismo por el cual el Che Guevara queda exculpado de sus asesinatos y de su caudillaje (pues sin sangre no habría podido escribir la Historia) es literalmente el mismo que uti­ liza Hegel para exculpar a Alejandro Magno, Julio César o Napoleón de todos los crímenes que hubieran podido come­ ter en el desempeño de su misión histórica (pero, ay, por eso mismo resulta absurdo y ridículo indignarse porque no se pueda llevar a Bush, Blair y Aznar ante un tribunal interna­ cional por la intervención en Iraq, si al mismo tiempo se re­ clama inmunidad e impunidad para el Che Guevara o Fidel Castro). De este modo, la Historia deja de ser el escenario de los hechos para convertirse en un teatro -de marionetas- en donde unos actores mal pagados ejecutan un guión previa­ mente escrito y se limitan a corroborar un destino en el cual sólo participan como figurantes (por lo que resulta tan ridícu­ lo culpar a Napoleón, al Che o a Bush de sus asesinatos co­ mo alabar al primero por su engrandecimiento de Europa, al segundo por su heroísmo revolucionario o al tercero por su liderazgo moral de los valores occidentales -pues fueron el Espíritu Universal, la Revolución Proletaria o el Capita­ lismo Internacional los auténticos autores de sus actos-). Y es que ningún término traduce mejor que «caudillo» (leader, Führer) la expresión «individuo histórico-universal» acuña­ da por Hegel para justificar a los hacedores de Historia. Na­ turalmente, el único medio capaz de estampar sobre los ase-

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sinatos de los caudillos el níhil óbstat y de librar de la culpa a los individuos histórico-universales que han cometido crí­ menes e infamias en el ejercicio de sus servicios consiste en li­ brar al mismo tiempo de la inocencia al resto de los indi­ viduos (que no son histórico-universales), de tal manera que nadie pueda acusar a quien los asesine de asesinato, pues un individuo no histórico-universal es un individuo asesinable sin cometer asesinato, un comparsa. Y los comparsas también son culpables y, en el fondo, mucho más culpables que Napoleón, Alejandro Magno, Julio César o Che Gueva­ ra (que en realidad son inocentes, son las verdaderas vícti­ mas de la Historia, con todas cuyas culpas cargan sobre sus anchas espaldas), los comparsas también son asesinos, con el agravante de que, como ni siquiera saben que lo son, se permi­ ten el lujo de tener buena conciencia y de creerse completa­ mente inocentes. Así, por ejemplo, el imaginario compañero de pupitre de Ernesto Guevara en la Facultad de Medicina, que en lugar de ir por el mundo creando valor de futuro y sentido de progreso con su fusil se dedicó a intentar curar a sus pacientes a cambio de un estipendio, estará convencido de ser un pacífico ciudadano y hasta una persona de bien, porque ignorará (culpablemente) que cada minuto de su in­ sensibilidad histórica y cada movimiento quirúrgico de su bisturí está borrando sangrientamente de la faz de la tierra a millones de niños caídos bajo la ciega voracidad del imperia­ lismo, ignorará que todo conspira, que todos los aconteci­ mientos están secreta pero inseparablemente conexos en una trama universal. Si un día alguien le descerraja un tiro en un callejón oscuro de Buenos Aires, si hace explotar sus entra­ ñas mientras viaja en metro en Londres o en Madrid o traba­ ja -sin conciencia de ser un esbirro del capital internacionalen un edificio de Manhattan, no será legítimo decir que ha muerto un inocente (lo cual sería un sinsentido que ofendería la plena inteligibilidad del Plan de Dios), puesto que para ese momento ya habrá cometido tal cantidad de crímenes (in­ conscientes, pero no por ello menos crímenes) que cualquier cosa que le suceda será poco comparado con lo que se mere-

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ce. La justicia poética que, de un modo sólo aparentemente insensato, termina con su vida, le proporcionará gratis algo que de otra manera no habría alcanzado a tener: un sentido (para su muerte, que si hubiera acaecido por causa natural o accidental habría resultado descabelladamente incomprensi­ ble -«¿por qué yo, Señor, si en mi vida no he hecho ningún mal? »-), habrá muerto para algo, por una buena Causa -o sea, en coherencia con la Idea-, Salvo en estos casos maravillo­ sos, en los cuales (aparentemente) de modo fortuito se en­ cuentran donde no debían, los comparsas viven y mueren sin sentido alguno, completamente ajenos y enajenados e igno­ rantes del sentido de la Historia, y a todos los efectos su «pa­ sividad» histórica hace que sea como si no hubiesen vivido (ni, por lo tanto, muerto), pues su existencia es una existen­ cia enteramente alienada y vacía y su sangre no es fecunda, son los derrotados de la Historia, las cáscaras vacías que el progreso va arrojando en cantidades ingentes y que hay que retirar del escenario para que no estorben la celebración con­ memorativa del día de la victoria. El instante en que salen del anonimato (para ser castigados por sus crímenes inconscien­ tes gracias a una bala fortuita, a una bomba justiciera o a un avión vengador) proporcionan de rebote a los padres de los niños muertos en el tercer mundo debido a la inmoderada voracidad del imperialismo un consuelo que de otra manera jamás habrían alcanzado, el de conocer el rostro, el nombre y los apellidos del culpable que miserablemente ha matado a sus hijos de hambre, de sed o de fuego, a quien la Historia ha sacado a la fuerza de su escondite de alma bella para llevar­ lo al patíbulo en medio de los gritos de júbilo de la muche­ dumbre entusiasta. Y en este punto se aprecia sin dificultad el modo en que la funesta confusión de la Poesía con la Historia arrastra al no menos aciago maridaje de la política con la moral. Pues, en efecto, como hacía el tristemente célebre Eichmann en su de­ fensa ante el tribunal de Jerusalem, muchos de estos justifica­ dores del destino histórico invocan en su auxilio el -tan ine­ quívocamente moderno e ilustrado- Imperativo Categórico

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kantiano como oráculo de un Deber ante el cual no es lícito renegar. ¿No hablaba Kant acaso de la «culpabilidad poten­ cial» de quienes aparentemente no han cometido crimen al­ guno? ¿No sostenía que, desde el punto de vista moral, quien no comete un asesinato únicamente por temor al castigo que podría recibir si fuera descubierto es tan culpable de asesina­ to (y además de asesinato múltiple) como quien asesina efec­ tivamente, y que el juicio moral sobre la acción de aquél debe ser tan severo como el que se hace sobre la de este último? Sí, pero lo hacía con la salvedad -decisiva- de que, para él, ni los cumplimientos ni las infracciones de la ley moral pueden tener la menor consecuencia física o jurídica. La autonomía de la esfera moral se sustenta precisamente en esta separa­ ción, pues en el momento en el que las acciones morales tu­ viesen efectos físicos o jurídicos dejarían de ser morales (es decir, autónomas), puesto que se evaluarían de acuerdo con los resultados que produjeran en esos órdenes trascendentes, del mismo modo que el campeonato de la liga de fútbol se decide por el tanteo que ha subido al marcador y no por el virtuosismo regateador o la maestría de los contendientes en el arte de la pelota. Esta «ineficacia de la ley moral» (que a menudo se censura como su carácter de «ley formal y vacía» ) ha molestado a muchos desde el primer día de su formula­ ción, porque un Debe que no puede ser nunca compensado por el Haber ofende al espíritu contable como una deuda que no puede ser cobrada ofende al espíritu justiciero. Así que, con la mejor voluntad del mundo -la santa intención de ha­ cer cumplir en la Tierra sensible una ley que viene del Cielo inteligible- los idealistas, con Hegel a la cabeza, se dispusie­ ron a terminar con esta odiosa separación. Y quienes tengan dudas sobre las consecuencias de estos intentos de moralizar la política sólo tienen que reparar en que dotar al Imperativo Categórico de una policía política encargada de su cumpli­ miento es exactamente lo que hace falta para que el Ángel Exterminador descienda sobre los hombres y se dispare el fa­ natismo mortífero que corrompe en el mismo acto a la Mo­ ral que pretende defender y al Derecho en el que quiere con-

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cretar sus normas asegurándolas con un aparato político-po­ licial de vigilancia y castigo. El modo como los valores (se re­ cordará lo dicho acerca del origen de la validez) morales y re­ ligiosos planean hoy no solamente sobre las guerras sino sobre las contiendas electorales y sobre la vida política ordi­ naria nos advierte de que estamos también lejos de haber sa­ lido de esta ciénaga.

La revolución traicionada Por eso comencé diciendo que la cuestión no se reduce en ab­ soluto al problema de juzgar al Che (o a cualquier otro) o de pedir una condena pública de sus desmanes, pues estoy con­ vencido de que Hegel no tenía un pelo de tonto y de que, como él hubiera dicho -aunque no creo que con estas pa­ labras-, es más que posible que el Che no fuera más que un pobre hombre atrapado en las sórdidas redes del destino. Tampoco querría, desde luego, exonerar a Guevara de sus responsabilidades y de sus asesinatos al modo como lo hacen sus defensores ideológicos. No, los crímenes le son plena­ mente imputables, a él como a todos los demás. Pero sería un error fatal que por atraparle a él -que no deja de ser un po­ bre hombre como yo mismo, aunque la comparación sea odiosa por muchos motivos- y llevarle ante un tribunal hu­ mano se me fuese de rositas el verdadero culpable de toda esta masacre, que no se deja coger tan fácilmente. Porque lo que siempre me ha maravillado de los teólogos es su criminal frialdad para librar a Dios de toda condena por los medios abominables que emplea para gobernar el mundo. O, dicho de otra manera, siempre he encontrado prodigioso el modo como los idealistas (sean o no coherentes) se las arreglan para arrojar sobre los hombres, esas criaturas desvalidas en­ fangadas en el lodazal de la Historia y condenadas a muer­ te desde el nacimiento, todas las culpas, delitos, infamias, atrocidades, maldades, crueldades, locuras e imbecilidades (y aquí incluyo tanto las de los hombres de armas como las

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de los clérigos), consiguiendo que, sin embargo, la Idea en cuyo nombre se han cometido todos esos atropellos escape limpida e indemne por el orificio de salida de la bala que aca­ ba de un plumazo con las vidas destartaladas de esos hom­ bres. La sugerencia de que, aunque los hombres sean malos (es decir, aunque se equivoquen en su aplicación o en la elec­ ción de los medios para su ejecución), la Idea era buena, ése es el verdadero cáncer que corroe toda decencia y toda obje­ tividad posible en la discusión de estos asuntos. No importa cuánto se arrastre por el lodo -o se eleve a los altares- a los caudillos histórico-universales o a los líderes globales, no se habrá dado un solo paso adelante hasta que se acepte la evi­ dencia de que la Idea -esa que los cegó ante la mendacidad y la injusticia de los medios empleados y que alimentó en sus peores días la imposibilidad de dar un paso atrás en sus des­ propósitos- es precisamente el problema, y no los hombres que -convertidos en muñecos de feria- se desviven literal­ mente para no perder-la congruencia concila y seguir bailan­ do hasta la muerte ahmácabro son que ella toca. No fueron los hombres quienes, con su torpeza y su ambición, pervirtie­ ron una Idea que era santa e inmaculada como a una donce­ lla seducida y abandonada la corrompen los donjuanes des­ piadados; eran los hombres -no todos, ciertamente, pero sí muchos de ellos, seguramente más de los que pensamos- los que eran buenos -todo lo buenos que pueden ser los hom­ bres, tampoco exageremos-, los que probablemente tomaron el fusil o acudieron a la guerra con las mejores intenciones y con la convicción de que debían entregar generosamente su vida al servicio de una Causa noble; y fue ella, la Idea, la que, exigiéndoles cada día un poco más de entrega, cada día un poco más de sangre, cada día un poco más de generosidad y de buenas intenciones acabó pervirtiendo completamente su carácter, absorbiendo su voluntad y su inteligencia hasta en­ ti mecerlas como minerales, cegando su corazón al sufrimien­ to de sus víctimas y nublando sus ojos ante la inmensidad de sus crímenes para luego, cuando ya les tuvo envilecidos y condenados a la infelicidad y a la indignidad, abandonarlos

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decepcionada y airada sin concederles los favores que a cam­ bio del sacrificio de su libertad les tenía prometidos, desde­ ñándolos como a pretendientes innobles y traidores que, lejos de hacer méritos para poseerla, se han probado demasiado blandos y rastreros como para que se digne otorgarles su vir­ ginal mano; y, alejándose del manantial de sangre que ha desatado, se marcha con la cabeza bien alta y el orgullo he­ rido como una casta y virtuosa Revolución Traicionada en busca de auténticos hombres, presta a seducir a nuevas vícti­ mas propiciatorias que presenten su candidatura a novios de la Idea1. Así pues, no. No nos enzarcemos más de la cuenta en jui­ cios condenatorios o absolutorios de los hombres sin antes habernos asegurado de haber capturado y retirado de las ca­ lles a esa pérfida bruja. Es a ella, a la Idea, a quien ante todo tenemos que detener, juzgar y, a ser posible -pruebas no fal­ tan, aunque muchos testigos de cargo se confiesan incapaces de declarar en su contra-, condenar y ver cómo se pudre en la cárcel y lo que parecía un rostro angelical nos muestra sus muecas delirantes y perniciosas ocultas bajo el maquillaje. Algunos tienen que esperar aún al final de la Historia para decidir si la Idea era buena, pues calculan que si aún su es­ plendor no es una evidencia universal es porque no se ha de­ rramado suficiente sangre en sus tanques de combustible y

confían en que con los litros que aún quedan por derramar hasta el final de la Historia el esplendor habrá quedado com­ pletamente al descubierto, aunque al final de la Historia no quede más que la Idea para atestiguar su triunfo y todos los individuos hayan sido inmolados en su altar para asegurar su victoria, la victoria de la coherencia; algunos tienen que es­ perar al final de la Historia para tomar esa decisión, se sien­ ten eternos, herederos de una lucha milenaria que podrán le­ gar a sus descendientes para que continúen la cadena de los sacrificios, se creen capaces de poder gozar del triunfo final en la sangre de sus herederos más remotos. Algunos tienen que esperar al final de la Historia. Yo no dispongo de tanto tiempo. Yo lo sé ya ahora. Mientras la Idea ande libre por el mundo reclutando su ejército de pretendientes enardecidos y secuestrando para su Causa letal a los corazones más jóve­ nes, más nobles y más inteligentes tanto como a los más vie­ jos, depravados y torpes, mientras se pasee sin temor sobre toda clase de vehículos y, en lugar de ser detenida, interroga­ da al menos como sospechosa o declarada non grata en los territorios en donde puede causar más daño y desolación, sea agasajada con el mayor entusiasmo, mientras los hombres se juramenten únicamente para dar caza a otros hombres y a ella le rindan los homenajes más sentidos y espectaculares, los gobiernos la persigan para obtener su bendición, la pren­ sa la asedie en busca de reportajes en exclusiva y fotos en pri­ mer plano y el público entusiasta agote las ediciones digita­ les o empapeladas que la traigan en portada, mientras no deje de ser alabada y celebrada allí donde vaya y a nadie se le ocurra hacerle el menor reproche, y mucho menos echarle el guante e inmovilizarla en una prisión de alta seguridad, mientras todo el mundo confíe en su afeitada belleza y en su aparente pureza, mientras nadie examine sus credenciales o le obligue a dar pruebas de su supuesta nobleza, mientras na­ die ponga coto a sus artes de seducción y los hombres sigan matándose entre ellos para lograr sus favores y, con ellos, el definitivo níhil óbstat para sus propósitos, todos los juicios celebrados en los tribunales ordinarios contra hombres ordì-

i. Con razón decía Fernando Savater de estas Ideas que «Su defensa consiste en que nunca están en la palestra a la que se les requiere para la justa dialéctica. Si se les busca en el campo de la verdad táctica, se refugian con agilidad en el terreno de la verosimilitud poética o de la espontaneidad psíquica; si se intenta contrastarlas con los resultados históricos de sus doc­ trinas, rechazan tal grosería en nombre de la intemporalidad de principios que han sido mancillados por sus agentes seculares; si se las toma en serio como teología, se hacen ingenuas como el carbonero cuya fe ha quedado ascendida a paradigma, pero si se critican los supersticiosos hábitos popu­ lares que sobre ellas se sustentan, se transforman de inmediato en sutilísi­ mas revelaciones intelectuales que poco o nada tienen que ver con lo que entiende la piedad -frecuentemente peligrosa- del vulgo y sus más próxi­ mos pastores. Etc., etc.» («Religión», Diccionario filosófico, Madrid, Pla­ neta, 1995, pp. 306-307).

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narios -incluso aunque antes de rebajarse a esa condición hayan tenido un glorioso pasado de caudillos asesinos- no conseguirán frenar la sangría que se inicia cada vez que la Historia se toma por Poesía o la Poesía por Historia y la rea­ lidad se confunde con la ficción. Quien no se libere de esta confusión difícilmente dejará de ser menor de edad, y los me­ nores de edad necesitan tutores, es decir, caudillos. Que los periódicos, al menos algún día, se nieguen a pastorear a ese rebaño, se resistan a ejercer de tutores y, en lugar de confir­ mar a sus lectores en los prejuicios que ya tenían antes de lle­ gar al quiosco, los pongan al menos en cuestión, ésa es una de las cada vez más escasas notas que distingue a los periódi­ cos de los panfletos propagandísticos, los folletos publicita­ rios y las hojas parroquiales, por mucho que estas hojas, fo­ lletos y panfletos lleven la bendición ideológica o corporativa de quienes expiden certificados oficiales de pureza ideológi­ ca izquierdista o revolucionaria.

En torno a

El conocimiento líquido la reforma de las universidades públicas" En Moscú, hubo una época en que el deseo de no conservar moneda alguna, ni siquiera du­ rante un período mínimo de tiempo, alcanzó una intensidad increíble. Si un tendero ven­ día una libra de queso, tomaba los rublos que acababa de recibir y corría al Mercado Cen­ tral tan rápido como le permitían sus pies para reconstituir su stock cambiando sus ru­ blos por queso, si es que le daba tiempo a lle­ gar antes de que hubiesen perdido su valor. John Maynard Keynes

Empezó la cosa por un cambio terminológico en apariencia simplemente técnico: en lugar de tener asignaturas, las carre­ ras universitarias empezaron a tener créditos. Como esto ocurrió en un momento en el cual el propio crédito bancario gozaba de un enorme prestigio social -el endeudamiento se había convertido en el símbolo más deslumbrante de la ri­ queza-, la analogía financiera no solamente no fue recibida con sospecha, sino que incluso causó la impresión de que el muy desacreditado territorio de la enseñanza adquiría de ese modo un esplendor de modernidad que parecía perdido des­ de hacía décadas: mientras que cursar una «asignatura», una «materia» o una «disciplina» sonaba a algo rancio y pasado ' «El conocimiento líquido», Claves de Razón Práctica n.° i8é, octu­ bre de 2008, pp. 4-11.

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de moda, tener un crédito de antropología o siete créditos de química orgánica se presentaba -al igual que tener concedi­ da una hipoteca para financiar un chalet adosado- como un inequívoco signo de progreso. Y no por casualidad. En el si­ glo X I X , Marx había escrito que «hubo un gran progreso» cuando Adam Smith alumbró la categoría de «trabajo en ge­ neral» -un concepto cuyo carácter históricamente revolucio­ nario nos pasa desapercibido debido a la evidencia con la que se ha impuesto-, es decir, no trabajo de esta o de aquella clase, de ebanistería o de albañilería, sino simple y mondo trabajo, abstracción hecha de cualquier determinación o cualificación que pudiera precisarlo. Ciertamente, este logro teórico vino precedido por el logro práctico de la proletarización del conjunto de la fuerza de trabajo: «La indiferencia respecto del trabajo determinado corresponde a una forma de socie­ dad en la cual los individuos pueden pasar con facilidad de un trabajo a otro y en donde el género determinado del tra­ bajo es fortuito y, por consiguiente, les es indiferente», decía el autor de El Capital. El progreso en cuestión se debía, na­ turalmente, a que la actividad productiva, así concebida co­ mo «una gelatina de trabajo humano indiferenciado» (según otra expresión de Marx), se deja perfectamente traducir en términos de dinero por unidad de tiempo; en consecuencia, de lo que se hace abstracción por este camino no es solamen­ te de las determinaciones concretas del trabajo -que adquiere por ello la misma homogeneidad y vacuidad que el dineroy de las peculiaridades del tiempo -que queda identificado con un contenedor universal absolutamente liberado de todo contenido diferenciado-, sino también de la inmensa cantidad de sufrimiento que ese despojo tuvo que suponer para los hom­ bres que se vieron sometidos a tal proceso, y que igualmente hemos olvidado. De un modo semejante, al introducir en el orden del saber el aparato bancario de medida, como por arte de magia, se tornaron equivalentes dominios que antes no parecían poder serlo de ningún modo, como la arqueología maya y la biolo­ gía molecular, pongamos por caso, puesto que tanto la una

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como la otra se dejaban traducir a un número de créditos, es decir, de horas contantes y sonantes y, por tanto, de dinero por unidad de tiempo: había nacido el «conocimiento en ge­ neral», sin distinción de contenidos, y por ello se impuso -no solo sin resistencia alguna, sino con manifiesto entusiasmo a izquierda y derecha- el eslogan de la sociedad del conoci­ miento, otra idea completamente revolucionaria que arrasa loda la arquitectura del saber cualificado y organizado en disciplinas y especialidades, en beneficio de lo que no sería exagerado llamar «una gelatina de conocimiento humano in­ diferenciado», de tal manera que podría traducirse en estos términos el «progreso» alabado por Marx: «La indiferencia respecto del conocimiento determinado corresponde a una forma de sociedad en la cual los individuos pueden pasar con facilidad de un conocimiento a otro y en donde el género de­ terminado del conocimiento es fortuito y, por consiguiente, les es indiferente».

La investigación licuefacta La rigidez propia de la tarea científica -lo que se suele deno­ minar rigor- depende en lo esencial de una distribución de áreas, disciplinas y especialidades que, al menos desde que Aristóteles acuñase la expresión «ciencia teórica» (referida a la Física y a la Matemática), no debe su organigrama ni su estructura a las veleidades más o menos variables de la ima­ ginación subjetiva de los científicos, ni siquiera a los diferen­ tes propósitos que se pretendan lograr mediante la investiga­ ción, sino a la cosa misma de la cual se trata en cada una de las ciencias, que es la que verdaderamente ordena y organiza el conocimiento en segmentos catalogados y labores específi­ cas. El carácter acumulativo de la investigación así diseñada no impide, naturalmente, que en función de los avances y descubrimientos (y, por tanto, una vez más en función de la cosa misma de la cual se trata en cada caso) se produzcan co­ rrecciones e innovaciones que afectan a la propia estructura-

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ción del saber, tanto en sus aspectos teóricos como en los empíricos, y esta estructura, junto con sus cambios y modifi­ caciones históricas, es la que se refleja en la distribución de las facultades en las Ciudades Universitarias públicas des­ de el siglo X V I I I , así como en los Departamentos constitui­ dos en cada una de ellas. Aunque las realizaciones materiales siempre son deficitarias con respecto a los esquemas ideales, éste es sin duda el modelo de organización social del cono­ cimiento científico que Europa siguió y extendió desde los tiempos de la Ilustración. Como tantas otras cosas, la investi­ gación científica necesita dinero, y el carácter eminentemente público de la investigación en las sociedades ilustradas y de­ mocráticas exige que el Estado dedique una porción del con­ tenido de sus arcas a sufragar esa tarea, dejando a los cien­ tíficos e investigadores la labor de distribuir esa cantidad grande o pequeña en función de las necesidades de la propia ciencia en cada momento y, sin duda alguna, también en fun­ ción de la necesidad de saberes cualificados y profesionales experimentada por la propia sociedad. Y la relación de este modelo con la Ilustración no es en absoluto contingente: la ilustración es un combate contra la ignorancia y la superstición, que concibe el saber como un instrumento de emancipación de toda clase de «tutores» de­ seosos de impedir a los hombres pensar por sí mismos; por tanto, no puede abrirse camino si no es invocando una fuer­ za superior a la de las cadenas que ligan a los hombres a sus prejuicios, que no son solamente las cadenas con que los amos pretenden sujetar al pueblo -como decía Spinoza, igual que se sujeta a un caballo con ayuda del freno-, sino también las de la minoría de edad culpable a la que se refería Kant, es decir, las de la voluntad de servidumbre que prefiere obede­ cer y obtener a cambio seguridades y bienestar -aunque se trate de seguridades ilusorias y de bienestar pasajero- mejor que atreverse a saber, puesto que la verdad no suele ser de­ masiado complaciente con las expectativas de los hombres. Esta «fuerza superior» no es más que el poder público de la verdad, es decir, el modo como en verdad son las cosas, modo

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que se resiste obstinadamente a la voluntad de los tiranos tanto como a la de los siervos, a menudo dispuestos unos y otros a conformarse con una mentira conveniente. Sin contar con esta «fuerza», la ilustración del género humano pierde su principal apoyo y corre el peligro de reducirse a una con­ tienda desnuda por el poder, y por eso es decisivo garantizar la igualdad del derecho de todos los ciudadanos a la mejor instrucción pública posible, ya que si esto no elimina por sí solo las desigualdades socioeconómicas, es el medio más se­ guro de contrarrestar sus consecuencias políticas. Ahora bien, en la «sociedad del conocimiento» -que, co­ mo el lector puede suponer, es una invención mucho menos reciente que esta etiqueta que ahora lleva-el saber ve amena­ zado su rigor: en vez de ligarse ante todo, en su planteamien­ to y en su desarrollo, a la recién mencionada estructura de las ciencias y a sus concreciones académicas, así como a la necesidad de ilustración de una sociedad democrática, la in­ vestigación empieza a depender en mayor o en menor medi­ rla de la obtención de financiación preferiblemente externa (externa al sector público, es decir, privada) y, en lugar de ar­ ticularse de acuerdo con las áreas y disciplinas académica­ mente cristalizadas o con las necesidades públicas, adquiere la forma de una multitud heterogénea de proyectos de inves­ tigación vinculados a la demanda empresarial; una forma ne­ cesariamente flexible y difusa (es decir, carente de rigor científico, por no hablar del moral), porque la propia demanda empresarial depende de las variables condiciones del merca­ do (que nada sabe de estructuras académicas, exigencias teórico-experimentales o disciplinas especializadas, por no ha­ blar de moral), al ritmo de cuyas urgencias y colapsos nacen y mueren (a veces con una rapidez vertiginosa) los desdicha­ dos «proyectos de investigación», sometidos a las mutaciones dictadas desde el exterior y condenados a una caducidad ace­ lerada, caducidad que comporta a menudo la disolución de los equipos de investigación, cada vez más constituidos por personal contratado exclusivamente para cada proyecto. En una proporción nada desdeñable, ya hace mucho tiempo que,

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especialmente en las áreas científico-técnicas, las universi­ dades funcionan de facto según este paradigma empresarial, aunque como concesión se mantenga aún de iure la ob­ solescencia de la división en departamentos, cátedras, fa­ cultades o secciones, una división que a duras penas puede disimular su liquidación efectiva, pues su rigidez es del todo incompatible con la penetración por todos sus poros de ese fluido indiscernible y corrosivo llamado eufemisticamente «co­ nocimiento». Bajo esta fachada, pues, el modelo financieroempresarial domina las universidades públicas produciendo un efecto de privatización que va mucho más lejos que el cambio jurídico de titularidad: los síncopes y desmayos del mercado actúan aquí -a través de los flujos financieros que se inscriben o se retiran de los «proyectos» según las alzas y las bajas del interés mercantil- como los fluctuantes tipos del MIBOR y el EURIBOR que hacen subir o bajar el crédito del «conocimiento» y que deciden por este medio su creci­ miento, su disminución, su liquidación o su nacimiento de acuerdo con revisiones periódicas a corto plazo. Y esto nada tiene que ver con la participación del sector privado en la fi­ nanciación de proyectos públicos, cuya posibilidad nadie ha excluido, ni con la homologación de títulos académicos en toda la Unión Europea, de cuyas ventajas y virtudes nadie ha dudado.

Las ciencias blandas Es cierto que este esquema, aplicable a las llamadas ciencias duras (que por este camino tienden a perder toda su dureza y a desentenderse cada vez más de la llamada «investigación fundamental»), a las técnicas y a las ciencias sociales, no fun­ ciona exactamente igual en el terreno de las «humanidades» y las «artes», en el cual la imposibilidad de traducir el saber en términos de rentabilidad empresarial inmediata no afecta solamente -como en las ciencias «duras» y en las «sociales»a parcelas específicas (que es fácil considerar como áreas «a

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extinguir»), sino a la totalidad de su quehacer1. Así que en este punto se opera con otro principio sólo en apariencia dis­ tinto del anterior, el principio de la «rentabilidad social» (y el de la consiguiente «demanda social»), un principio que no guarda parentesco alguno con las recién mencionadas ne­ cesidades de ilustración de una sociedad democrática. Aun­ que la expresión más cruda de este criterio se ha visto perfecI. Hay, naturalmente, un modo sibilino de encubrir como «investiga­ ción humanística» lo que en realidad es trabajo técnico-empresarial, que consiste en sobrepujar los aspectos instrumentales de dichas investigacio­ nes, cuando éstos son susceptibles de producir rendimientos tecnoeconómicos, lo que implica en la práctica la devaluación del elemento sustantivo de la investigación y su subordinación a lo accesorio o, lo que es lo mismo, que la investigación no prosperará -si prospera- por su propio interés, sino por el uso del utillaje técnico que lleva asociado. Algo de esto parece adivinarse en las palabras de la actual ministra española del ramo, Cristina Garmendia, en la entrevista que con ella publica Berna González («Los apuntes van a desaparecer», El País, 7 de junio de zoo8): «Pero las huma­ nidades tienen que implicarse mucho más de lo que están en el campo cien­ tífico y tecnológico. Y esto implica un cambio de actitud: en este ministerio encontrarán la puerta abierta para analizar aquellos proyectos que nos pre­ senten». Y el mismo planteamiento subyace al «reportaje» de Isabel Pedrote que abría expresivamente la sección de Vida & artes del mismo periódi­ co el día 6 de junio («Hagamos de la universidad un negocio»), en donde se cita a un «portavoz del Ministerio» que, como ejemplo de «aplicabilidad» del modelet a las humanidades cita a la empresa «Nerea Arqueología Subacuática, una spin-off de la Facultad de Geografía e Historia de Mála­ ga [...]. Cuenta con 15 trabajadores estables (ha llegado a tener hasta 45) y se centra en investigaciones sobre el patrimonio arqueológico sumergido. La empresa obtiene unos resultados económicos bastante favorables. “Es­ tamos en un sector de mercado sin explotar y muy primitivo”, reconoce Ja­ vier Noriega, socio de Nerea, que ahora está desarrollando un sistema de vigilancia de pecios arqueológicos por satélite con Decasat, otra spin-off de robòtica, para evitar el expolio de los cazatesoros. El proyecto, denomi­ nado Wypasat, ha pasado varios test de viabilidad técnica. Noriega cree que las humanidades necesitan de mucha tecnología e innovación, crite­ rio que comparte Héctor García, miembro de Geografía Aplicada, SL, spin-off de la Universidad de Sevilla, que ofrece soluciones informáticas basadas en los sistemas de información geográfica (SIG) para el control de elementos móviles en el espacio». Todo un horizonte de expectativas para la investigación sobre la poesía homérica, sin duda.

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tamente en algunas universidades de las cuales han desapare­ cido todos los departamentos de literatura salvo los dedica­ dos a lenguas «socialmente rentables» (es decir, a idiomas cuyo aprendizaje supone una habilidad demandada por los emplea­ dores), si bien reducidos éstos exclusivamente a la enseñanza de la lectoescritura en dichas lenguas, el asunto tiene mucho más calado. En estas áreas como en las demás, la supervi­ vencia depende de la financiación de «proyectos de investi­ gación», pero como en ellas las empresas privadas no están dispuestas a arriesgar un céntimo y la poética barata de la «investigación + desarrollo + innovación» se viene abajo con toda su pompa, son las instituciones oficiales las encargadas de definir las áreas prioritarias, o sea aquellas en donde los gobiernos sí están dispuestos a repartir caridades financieras con fondos públicos. El criterio para repartir o negar estas li­ mosnas tampoco tiene en este caso nada que ver con la es­ tructura objetiva de las filologías o las condiciones propias de la investigación historiográfica ni con sus articulaciones académico-científicas, sino únicamente con unas presuntas necesidades sociales previamente detectadas por las autori­ dades políticas (y a menudo más ligadas a los intereses pro­ pagandísticos de los partidos gobernantes que a las carencias reales de la ciudadanía) y con las alarmas sociales inducidas por los medios de comunicación. Lo cual significa, de entra­ da, la condena a la indigencia o a la desaparición (sólo fre­ nada por el voluntarismo de los afectados) de un número im­ portante de sectores de la investigación. Y aunque la lista de áreas prioritarias es bastante pintoresca y varía de un territo­ rio a otro, si excluimos la ambigua categoría de «conserva­ ción del patrimonio» (cuya justificación en principio parece intachable), una prioridad se yergue destacadamente sobre todas las demás: la integración social, con especial atención a la población inmigrante. Que ésta sea una preocupación prioritaria de las autori­ dades políticas es loable, pero cuando la Conferencia de Rec­ tores de Universidades de España señala que la integración social es la gran potencialidad oculta de la universidad y su

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factor estelar de rentabilidad social -en las carreras de letras, se sobreentiende, pues en las de ciencias no creo que ya pue­ da esgrimirse esta razón para admitir a un alumno en un pro­ grama de doctorado, si aún quedan tales programas-, está confesando sin mucho disimulo que las aulas de estas facul­ tades de artes y humanidades se van a convertir en una pro­ longación apenas discernible de las bulliciosas y animadísi­ mas clases del bachillerato LOGSE-LOE, cuyos éxitos en materia de integración social son tan notorios como sus triunfos en lengua y matemáticas, con el consiguiente y elevadísimo grado de satisfacción de estudiantes, padres de alumnos y profesores. Podría perfectamente repetirse, a pro­ pósito de la nueva enseñanza universitaria, lo que en 1991 escribía Tomás Pollán acerca déla LOGSE: «busca explícita­ mente que no le interese (al alumnado) lo que aprende o in­ vestiga, en caso de que a alguno se le pudiese ocurrir intere­ sarse por algo concreto. A partir de este presupuesto creo que se entiende perfectamente todo el conjunto de pesada legis­ lación al respecto»1. Y el lector comprenderá fácilmente que hablar de «investigación» en este contexto resulta, cuando menos, ridículo. ¿A qué se dedica entonces la financiación que desarrolla «proyectos de investigación» en estas áreas prioritarias? Pues, además de a la pura y dura publicidad ideo­ lógica, a la promoción de aquella materia que don Pedro Lain Entralgo intentó sin éxito introducir en los planes de es­ tudios superiores, la cultura general, en el bien entendido de que ahora no se precisa llamarla «general» sino únicamente cultura, y de que, puesto que vivimos en sociedades multicul­ turales, ello supondrá la paulatina sustitución de todas las disciplinas de este sector humanitario por los «estudios cul­ turales» (multiculturales, para ser más precisos), al modo como ya ha empezado a suceder con numerosas asignaturas de la enseñanza secundaria -precisamente la geografía, la historia, la lengua o la literatura, es decir, las «artes» y las i . Tomás Pollán, «Aprender para nada», en Archipiélago n.° lona, 1991, pp. 33-36.

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«humanidades »-, que tienden a ser empleadas por los caudi­ llos y caciques locales para educara, los súbditos en el patrio­ tismo nacional o regional correspondiente. Y ello por la pura, simple e implacable razón de que no es posible justificar una actividad en virtud de la «demanda so­ cial» que la requiere sin privarla de cualquier índole propia que pudiese tener para conseguir con ello dar a sus demandan­ tes exactamente lo que piden, que en este caso es identidad, esa forma nueva -y sin embargo tan antigua- de pobreza que caracteriza la penuria de nuestras sociedades avanzadas y prósperas. También aquí las fluctuaciones de la demanda de­ cidirán qué nuevas asignaturas han de nacer para alimentar a estos nuevos pobres, a cuáles hay que cortar el crédito (pues serían incapaces de devolverlo en porcentajes de rentabilidad social) y a cuáles hay que irrigarlo generosamente en forma de oleadas de «conocimiento». Y como hace tiempo que, al menos entre nosotros, el estado de deterioro de la cultura hace que uno pueda perfectamente publicar un artículo, un li­ bro o un suplemento cultural plagado de memeces, errores, mentiras y papanatismo y que no pase absolutamente nada (o incluso sea elevado por ello a los cielos), o bien publicar un artículo, un libro o un suplemento cultural pleno de inteligen­ cia, aciertos, verdad y originalidad y tampoco pase absoluta­ mente nada (o incluso sea por ello condenado a los infiernos), que uno puede lanzar al mundo un texto neofascista y ser consagrado como la quintaesencia del progresismo, llenar su bibliografía de tópicos y pasar por el colmo del refinamiento exquisito, y que también puede suceder lo contrario, porque la falta de criterio en asuntos de cultura, a fuerza de reinar en­ tre nosotros, impera de manera absoluta e ilimitada, hay que reconocer que es difícil que alguien llegue a notar las conse­ cuencias de este invento; y, en el caso de que tal notificación se produjese, considerando el lugar tan modesto que la cultu­ ra ocupa en nuestro país, y en comparación con parecidos grados de deterioro alcanzados en otros terrenos como la po­ lítica o las finanzas, es un problema muy inferior que nadie con mando en plaza tiene en su agenda.

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Uno de los grandes propagandistas de la «sociedad del conocimiento», Anthony Giddens, afirmaba no hace mucho («Mejorar las universidades europeas», El País, io de abril de 2006) t]ue «en las actuales economías avanzadas, más del 80 % de la mano de obra trabaja en los sectores de pro­ ducción de conocimientos». Obviamente, no quería decir con ello que ese porcentaje de los empleados esté constituido por científicos o por lo que aún hoy llamaríamos licenciados, doctores o titulados superiores; más bien indicaba el doble fenómeno de una depreciación real del conocimiento -gra­ cias al prestigio de la informática se ha pasado a llamar «co­ nocimiento» a lo que antes sólo podría haberse considerado trabajo manual o rutina administrativa- y de un alza pura­ mente nominal (eufemistica) en la designación de la activi­ dad a la que se dedica el proletariado de nuestro tiempo. Por eso es una contradicción de su argumento el sostener que esta situación supone el ocaso de la mano de obra no cualifi­ cada y el advenimiento de una clase trabajadora con conoci­ mientos «superiores». Que se exija la descualificación de las ciencias y la descomposición de los saberes científicos que antes configuraban la enseñanza superior en las competen­ cias requeridas en cada caso por el mercado de trabajo, y que además se destine a los individuos a proseguir esta «edu­ cación superior» a lo largo de toda su vida laboral (lifelong education) es algo ya de por sí suficientemente expresivo: so­ lamente una mano de obra (o de «conocimiento») completa­ mente descualificada necesita una permanente recualificación, y sólo ella es apta -es decir, lo suficientemente inepta- para recibirla. Y nada tiene que ver esta recualificación permanen­ te con la necesaria actualización científica de las disciplinas, pues este conocimiento es solamente un flujo descualificado (y su apología trata solamente de eso, de que fluya sin barre­ ras ni cortapisas de «especialidades» o de organización disci­ plinar, es decir, sin apego a cualidad alguna) en el que vienen a disolverse como en una caldera todas las ciencias y todos los saberes más o menos sistemáticos impartidos en las uni­ versidades y en las escuelas y hoy desarbolados y como esta-

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liados en «competencias» y «habilidades» que campan libre­ mente y sin constricción alguna que no sea la de la medida de su valor en «créditos», como lo certifica el hecho de que el organismo estatal encargado de administrar la instrucción pública en el país en donde profesa Giddens dejase de lla­ marse «Ministerio de Educación y Ciencia» para denominar­ se «Ministerio de Educación y Habilidades (skills)». Acaso por ello Giddens llama sintomáticamente a la nue­ va enseñanza universitaria «educación post-secundaria», es decir, una continuación indefinida de la enseñanza media: como confiesa él mismo, «muchos [profesores jóvenes] se sien­ ten hoy atraídos por trabajos -como los de la industria y de la banca- que en mi generación (con nuestros esnobismos) ni siquiera nos habríamos planteado», lo que es un modo de admitir que no es la súbita desaparición del «esnobismo ju­ venil» lo que ha despojado a la enseñanza superior de su atractivo frente a la industria y la banca, sino que más bien es tal «esnobismo» (es decir, la superioridad de la enseñanza superior y la autonomía e independencia de criterio de las universidades) el que no ha tenido más remedio que volatili­ zarse en la medida en que el profesorado universitario se ha convertido en un subsector de la «producción de conoci­ mientos» para la industria y la banca. La reciente separación administrativa española de las Universidades (o sea, la inves­ tigación y el desarrollo, una cosa retóricamente mucho más moderna) y la Educación (una cosa nada empresarial y obje­ tivamente mucho más cutre), si bien tiene la virtud de dejar al descubierto la intención de poner la universidad al servicio de la empresa y de poner a la educación en su sitio, que son las redes de beneficencia para la ciudadanía desintegrada, y la de completar la destrucción definitiva de la figura del pro­ fesor de universidad pública (pues una enseñanza desconec­ tada de la investigación sólo puede ser calderilla ideológica, y una investigación que no se transmite en la enseñanza sino que se aplica a la industria no es investigación científica, es tecnología mercantil), no debe ocultarnos que se trata de uno solo y el mismo conocimiento a ambos lados de la barrera.

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Cuando en la recién reconquistada democracia se puso en marcha en España una «Ley de autonomía universitaria», la autonomía en cuestión se decía tal con respecto al control político ejercido sobre la universidad desde el gobierno du­ rante el anterior régimen totalitario; ahora, la «independen­ cia» de la universidad no sólo se piensa únicamente como in­ dependencia económica, sino que ésta, a su vez, es concebida en términos empresariales de vinculación al modelo del be­ neficio privado.

Bendita descualificación Era, pues, una simple cuestión de tiempo que los créditos es­ tudiantiles se realizasen efectivamente en el mercado finan­ ciero convirtiéndose en préstamos al alumnado que éste de­ berá devolver a un tipo de interés variable cuando el mero conocimiento así adquirido se convierta en mero trabajo y, por tanto, en puro dinero, desplazando a las viejas y obsole­ tas becas, ligadas a criterios tan poco cuantificables como el mérito, el esfuerzo o la calidad del trabajo intelectual. En ese momento descubrirán los estudiantes cuál es el valor real de lo que han estudiado, y los que se hayan equivocado en su elección pagarán su error al verse lastrados por una deuda de larga duración y de alto interés en comparación con sus sala­ rios. Esta operación se ha consumado al tiempo que los cré­ ditos han adoptado un apellido que ha vuelto a aumentar su prestigio y han pasado a llamarse créditos europeos (palabra que, debido a los años de autarquía franquista, conserva en nuestro país una reputación comparable a la que el adjetivo americano añadía en las décadas de 1940 y 19 50 a todo lo inequívocamente moderno, ya se tratase de chaquetas, de ba­ rreños de plástico o de trituradores de basura), que cuentan las horas efectivas de trabajo de los estudiantes, pues los ex­ pertos están convencidos de que los profesores, demasiado distraídos por sus propias labores de investigación, no vigi­ lan con el debido denuedo a sus pupilos, y éstos se escaquean

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ladinamente, con el consiguiente despilfarro de unos dineros cuya dilapidación podía consentirse mientras eran públicos, pero que ahora que son privados hay que contabilizar y aquilatar al céntimo (y, por lo tanto, al segundo de trabajo). Puesto que ahora -ahora que Educación y Universidad ope­ ran en frentes separados- quienes enseñen ya no tendrán que investigar, no habrá motivo para que se distraigan y podrán dedicar todo su tiempo a tutorizar a sus alumnos (en línea con la exaltación de la figura del tutor que denostó la Ilustra­ ción, restauró la LOGSE y consagró la LOE). Muchos recordarán cómo, precisamente debido a que el trabajo había unido su destino al del dinero y se había eleva­ do por encima de cualquier determinación o contenido, la llegada de la actual y divertida época de los tipos de cambio fluctuantes y de las operaciones financieras a corto plazo y de alto riesgo -con inmensos beneficios y bancarrotas san­ grantes- se encargó de convertir en un sueño la sola idea de «empleo estable» (una reivindicación histórica de las clases trabajadoras conquistada y consagrada en los países desa­ rrollados tras la Segunda Guerra Mundial) y de carrera la­ boral o profesional progresiva y acumulativa, en beneficio de lo que la termodinámica llama «una sucesión de inestabilida­ des y de fluctuaciones amplificadas». Y, en cuanto el propio «conocimiento» se adhirió a ese mismo destino, un proceso idéntico ha terminado por laminar la noción de carrera esco­ lar o universitaria -con lo que esta idea tenía de trayecto fi­ nito (con un comienzo y un final) jalonado por escalones de mérito acumulativo- en beneficio de los nuevos perfiles aca­ démicos de alta indefinición, caracterizados únicamente por un número de créditos de la nueva gelatina untuosa, el «co­ nocimiento», que se pueden combinar, alargar o reducir se­ gún las fluidas y rápidamente cambiantes condiciones del mercado. Pues ésta es precisamente la cuestión: mientras que las grandes crisis económicas del pasado se caracterizaron por una devaluación tan acelerada del dinero que todos los agentes económicos se apresuraban a cambiarlo por alimen­ tos o por cualquier otra mercancía antes de que sufriese una

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nueva depreciación, en nuestro tiempo de globalización finan­ ciera ocurre exactamente al revés: el dinero es lo único que vale y que sube de precio, y por ello es preciso desprenderse de cualesquiera bienes y cambiarlos por dinero, simple dinero, cuanto más virtual, crediticio y ficticio, cuanto más inmaterial y prospectivo mejor. En la medida en que el mercado de tra­ bajo sigue de cerca las transformaciones del mercado del dine­ ro, sucede en él lo mismo: si antiguamente tener una profesión bien definida o un oficio bien aprendido era una ventaja selec­ tiva para obtener un buen empleo, actualmente ocurre que, dado que las empresas están obligadas -por las cambiantes condiciones del mercado (perdonen por la reiteración, pero es algo que es preciso recordar hora tras hora, hasta que ter­ minemos por considerarlo como una evidencia inamovible y quede grabado en nuestras almas como un dogma)- a que­ brar, remodelarse, reconfigurarse, redimensionarse, externalizarse, emigrar o cambiar de sector continuamente, un emplea­ do fijado a un puesto de trabajo, engastado en una profesión bien determinada o experimentado en un oficio concreto resulta un lastre para su empresa y para sí mismo, y la habili­ dad verdaderamente competitiva en nuestro tiempo es la labi­ lidad, es decir, la capacidad para cambiar de capacidad, de empleo, de profesión, de puesto de trabajo, de ciudad, de país, de empresa y de sector, una habilidad tanto más apreciada cuanto más rápida sea su potencialidad de mutación. Esto explica la aparente paradoja de que el «conocimiento» que de esta manera se busca y se aprecia sea exactamente cono­ cimiento de nada (de nada en particular y de todo en gene­ ral), un fluido amorfo capaz de adaptarse a cualquier molde y de modularse según las -recuerden- variabilísimas condi­ ciones del mercado. De tal manera que, con la misma velocidad con que aquel tendero moscovita se afanaba en cambiar por queso los fajos de billetes con que le pagaban sus clientes, para evitar que la inflación galopante convirtiese sus ganancias en calderilla en un santiamén, se afanan hoy los empleados del mercado de trabajo flexible en perder el lastre de las cualificaciones labo-

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rales y profesionales que pudieran haber aprendido -que resultan desventajas selectivas en la lucha por la superviven­ cia en el mercado de trabajo- y en cambiarlas por ese tipo de descualificación fluctuante e inestable que evitará que se conviertan en clases pasivas, prejubilados, desempleados es­ tables, carne de beneficencia, carga social y obstáculo para el progreso y el crecimiento económico; es decir, se afanan en cambiarlas por «conocimiento». Al proporcionarles esta descualificación de forma permanente, las universidades evi­ tarán la necesidad de que exista un Estado social de derecho, pues una de sus principales justificaciones es precisamente la de proteger a los menos favorecidos contra los giros inespe­ rados de la fortuna, es decir, contra las crisis económicas y contra -llevo ya un rato sin decirlo- las cambiantes condi­ ciones del mercado. Son estas condiciones las que harán que los empleables necesiten de tanto en tanto volver a pedir un «préstamo de conocimiento» para readaptarse a la situa­ ción, con lo cual, si bien la nueva materia prima -el conoci­ miento flexible- puede aparecer como carente de calidad (pues, en efecto, cualquier cualidad que se le quiera imponer resbalará sobre su escurridiza piel como el lápiz de quien pretende escribir en el agua), lleva sin embargo en su frente la marca fundamental del prestigio contemporáneo: la cares­ tía, pues su precio (no susceptible de ser fijado en una canti­ dad numérica exacta) es tan alto que nunca terminará de pa­ garse por él. Por la misma razón, del otro lado de la tarima, las carre­ ras académicas del profesorado público comienzan a no es­ tar ya definidas por una trayectoria ascendente articulada en etapas consecutivas, sino simplemente vinculadas al recicla­ je (definido en términos de habilidades elementales para la integración social en el caso de la enseñanza primaria y se­ cundaria y de las carreras de letras) o a los «proyectos de in­ vestigación» (para el caso de la enseñanza superior, sobre todo en el área científico-técnica), en donde «investigación» no designa ya una tarea ligada a la estructura científica de las disciplinas constituidas como saberes superiores, sino el de-

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sarrollo de «conocimiento» (sin apellidos) susceptible de ser aplicado inmediatamente a las demandas empresariales y de antemano financiado por dichas empresas para asegurar su convertibilidad en destrezas fácilmente desechables. Nóte­ se, por tanto, que las consignas frecuentemente aducidas pa­ ra justificar este estado de cosas, tales como la indispensable conexión entre la universidad y la sociedad civil (fórmula en la cual la «sociedad civil» designa sencillamente el tejido em­ presarial) o la necesaria rendición de cuentas de la univer­ sidad a la sociedad (con el mismo sentido) no remiten al piadoso deseo de los legisladores de salvar a los futuros tra­ bajadores del fantasma siempre amenazador del desempleo, sino al hecho de que, en este sistema, la universidad sólo pue­ de «funcionar» si se encuentra por principio rendida a las necesidades «sociales» de riqueza empresarial y de pobreza identitaria, de tal manera que dicha rendición no es un obje­ tivo político a medio plazo, sino una condición estructural de la propia «sociedad del conocimiento». Más que a la fina­ lidad de asegurar un empleo estable -expresión obsoleta y desacreditada- a sus clientes, este régimen se dirige hacia la meta de difuminar la distinción entre empleo y desempleo, fomentando una situación borrosa de empleo-inestable-permanente-sucesivo o de desempleo-estable-de-por-vida (que mitigará la obligación estatal de atender los gravosos sub­ sidios de desempleo y los atávicos sistemas de pensiones) que habría que calificar mejor como «post-desempleo», «neo-de­ sempleo», «micro-desempleo», «empleo rápido» o «empleobasura». Quienes tantas veces hemos protestado contra el ho­ rrible símil deportivo-militar de las «carreras» universitarias o docentes, jalonadas por obstáculos-batallas que había que superar con enormes dosis de esfuerzo y preparación (los exá­ menes y las oposiciones), tenemos así nuestro merecido escar­ miento en la «sociedad del conocimiento», que nos muestra un día sí y otro también que el desbaratamiento de semejantes «carreras» lleva aparejado un infierno de la fluidez que con­ vertirá en ridículo y doméstico aquel otro tormento de la rigi­ dez y la severidad académica que tanto criticábamos.

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Pues si hay un punto en el cual la enseñanza (tanto la in­ ferior como la superior) se mantiene en una splendid isola­ tion con respecto a la sociedad, consiste precisamente en la ignorancia en la que ésta vive con respecto a los nuevos mé­ todos que se vienen imponiendo para garantizar la calidad de la docencia y de la investigación. Los que se suelen consi­ derar como los «males endémicos» de los funcionarios do­ centes e investigadores, y que por otra parte no son distintos de los que pudieran detectarse en cualquier otro sector de la administración -la holgazanería burocratizada, el fomen­ to de la mediocridad y el apoltronamiento, y la proliferación de reinos de taifas corporativos- se utilizan habitualmente como punta de lanza para atacar a la «universidad tradicio­ nal» y defender «la sociedad del conocimiento». Pero el pú­ blico debe saber que los mayoristas de la mentada sociedad no han presentado ninguna estrategia para curar tales en­ fermedades, y que éstas son perfectamente compatibles con el nuevo modelo empresarial-asistencial, que incluso puede multiplicarlas y encubrirlas con nuevos oropeles. Por ejem­ plo, la tan cacareada «calidad» que viene asociada a la socie­ dad del conocimiento tiende a reducirse, en el caso de las en­ señanzas medias (aunque lo mismo ocurre en buena parte de los títulos universitarios de letras), al reciclaje de la «fuerza de conocimiento» en una colección de dudosos cursillos de informática, dinámica de grupos y seudo-actualización que no son planificados ni impartidos desde las universidades (en donde se supone que debería residir el criterio científico para semejante actualización) sino desde los propios centros de secundaria -en los cuales los profesores socializan de esta manera sus posibles o reales ignorancias y se las transmiten recíprocamente en un ciclo sin fin-, y que sólo subsisten de­ bido a que una parte del salario que cobra el profesorado depende directamente de la acreditación de su asistencia a ta­ les cursillos. Y, en cuanto a la «calidad de la investigación» universitaria, ésta se ha «externalizado» y puesto en manos de una serie de agencias públicas o privadas que, una vez más, no utilizan en sus procedimientos de evaluación las ar-

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ticulaciones científicas de las diferentes disciplinas, sino una táctica directamente calcada del mercado cultural: así como en este último, según es de sobra sabido, la «calidad» de una novela, una obra plástica o un ensayo no se mide de acuerdo con el valor de su contenido, sino por el número de veces que su título, su portada o su imagen aparece en los medios de di­ fusión encargados de registrar su impacto, abstracción hecha de. cualquier cosa relativa a su realidad intelectual o artística, así también la calidad de la investigación superior se evalúa sin necesidad de tomar en cuenta el contenido de los libros, artículos o ponencias publicados por los investigadores (pues éstos no han de presentar a estos concursos nada más que la primera y la última página de sus trabajos en el mejor de los casos, y en la mayoría basta con la referencia bibliográfica), sino únicamente el número de impactos (es decir, de veces que ha aparecido su título) en ciertas revistas especializadas en la catalogación de estos índices de impacto, revistas que, por supuesto, deben su existencia únicamente a la competi­ ción establecida entre los sufridos investigadores (que a menu­ do se traduce en pagos en dinero o en especie a esas revistas a cambio de la publicación de trabajos) para que sus artícu­ los aparezcan en ellas, pues de estas apariciones depende una parte significativa de su retribución anual.

Pedagogía perversa Con todo, a quienes llevamos toda nuestra vida en el merca­ do laboral no nos resulta nada extraño este tipo de humilla­ ción que consiste en que, de cuando en cuando, llega a la em­ presa o la institución en la que trabajamos un jefe de personal más o menos mentecato y decreta que las condiciones econó­ micas se han endurecido, que la labor que realizábamos has­ ta ese momento ha dejado de ser rentable y que hemos de aceptar con resignación nuestro despido, acostumbrarnos a cobrar menos, a trabajar peor o a hacer cosas aún más ver­ gonzosas para poder seguir ganándonos la vida. Si alguien se

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hubiera limitado a decirnos que los institutos de bachillerato o las universidades son demasiado caros, que la ilustración como instrumento de emancipación y de justicia social ya no resulta rentable y que hay que acometer su reconversión para transformar los antiguos establecimientos de enseñanza y de investigación en modernas expendedurías de «conocimientorápido» o «conocimiento-basura» al estilo de las empresas de trabajo temporal y precario, esto nos habría resultado muy penoso desde el punto de vista profesional y personal, pero también muy conocido si tenemos alguna experiencia y algu­ na memoria de clase trabajadora. Lo verdaderamente des­ honroso es que esta humillación se ha envuelto en los ropajes de una «revolución del conocimiento» sin precedentes que llevará a nuestros países a alcanzar altas cotas de progreso y puestos de cabeza en el hit parade internacional de la innova­ ción científica. En El País del 22 de abril de 2006 («Juan Pa­ blo II» ), Rafael Sánchez Ferlosio recordaba una vez más que «la apología positiva del “trabajo” en sí mismo y por sí mis­ mo surgió con el capitalismo y su necesidad de mano de obra, y fue enseguida recogida sin rechistar por el marxismo; la exaltación del trabajo -sin determinación de contenidocomo virtud moral se desarrolló como la más perversa peda­ gogía para obreros». Nosotros tendríamos ahora que decir que «la apología positiva del “conocimiento” en sí mismo y por sí mismo» surgió con la derecha ultraliberal y su necesi­ dad de empleados inestables, y fue enseguida recogida sin re­ chistar por la izquierda aerodinámica, y que «la exaltación del conocimiento -sin determinación de contenido- como virtud moral» se ha desarrollado al modo de «la más perver­ sa pedagogía» para obreros del saber descualificado. La «perversión» ha resultado en este caso muy fácil de imponer: sin duda, debió hacer falta dar un gran giro teoló­ gico para mudar la naturaleza del trabajo desde su originaria condición de castigo divino a la de vía regia para la reden­ ción, la salvación e incluso la revolución, mientras que resul­ ta casi imposible señalar un solo signo de resistencia frente a la monumental sandez, hoy aceptada como dogma, de que el

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dominio universal de la comunicación social por parte de las empresas privadas del sector de las nuevas tecnologías (com­ pletamente imposible de someter a cualquier instancia jurídi­ ca, política, científica o de cualquier orden ajeno a la lógica del propio mercado) es un salto cualitativo en la evolución cultural de la especie, de que las descargas de pornografía por internet, la exaltación ilimitada del yo mediante la páging web y el blog o la transmisión de mensajes mediante telé­ fonos móviles representan una opinión pública mundial que amplía y profundiza la democracia hasta niveles nunca cono­ cidos, o de que el floreciente negocio que para los fabrican­ tes de hardware y de software ha supuesto el imperativo in­ discutido de colonizar todas las instituciones educativas con sus productos (productos que no dejan de ser «contenedo­ res» que nada dicen acerca de la calidad de lo contenido en ellos o de su capacidad para contener los saberes que supo­ nemos propios de tales instituciones), identificando sin el me­ nor esfuerzo argumentai la ciencia con la instalación de or­ denadores y de banda ancha, portátiles, ivi-fi y cañones de proyección para power point -perfectamente compatibles, por lo que sabemos, con la más completa ignorancia y la es­ tupidez más generalizada, además de con la cruda maldad-, es una garantía del acceso mundial a la verdad. Este «conoci­ miento» no puede ser otra cosa más que ese flujo continuo y uniforme de contenidos indiferentes producidos exclusivamen­ te como relleno superfluo y siempre sustituible para empastar tan ilimitadamente vacíos y tecnológicamente deslumbrantes envases1. i. Por si esto fuera poco, la prensa ha servido en los últimos meses de amplificadora inconsciente de una verdadera campaña dirigida a despresti­ giar las universidades públicas. «Muchos trabajadores con formación uni­ versitaria están sobrecualificados para los empleos que consiguen. Estamos malgastando esfuerzos en la universidad que no se adecúan a la demanda de puestos de trabajo», declaraba a El País el consejero de Formación Profesio­ nal y Aprendizaje Permanente del País Vasco el ¿8 de mayo de zoo8; en el mismo periódico, el z de junio, el experto pedagogo Spencer Kagan denun­ ciaba en Valencia que «la universidad está muy atrasada: sus profesores es-

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Así pues, no es casualidad que en Espma la reforma uni­ versitaria que -para curar a nuestros estudiantes del defecto que hoy les impide insertarse en el mercado laboral, la sobrecualificación (ya nos parecía a todos que bs chicos salían de­ masiado preparados de las universidades y que por eso tar­ daban tanto en encontrar trabajo)- reducirá la mayor parte de las antiguas licenciaturas de cinco años a grados de tres años efectivos de docencia no especializada (o sea, de «conoci-

tán enseñando en la forma en que aprendieron a hacerlo; están enseñan­ do para otra época»; Luis Daniel Izpizua asegúrala el día 5 de junio en el mismo medio que «las facultades se han convertidc en colegios, en una ex­ tensión de los institutos»; el día 6, Joan B. Culla i Clara afirmaba que la universidad se ha convertido en «el refugio de los anti-sistema», y en El País del día 7 del mismo mes Pablo Salvador Coderch escribía que «la universi­ dad española es una de las tres o cuatro institucioies más conservadoras, pacatas y anquilosadas del país«. Esta alarmante «denuncia« tiende, por tanto, a legitimar la salvifica transformación que, ¡in siquiera proponérse­ lo, resolverá de un golpe todos los problemas: «Launiversidad está dando respuesta real a las necesidades de la vida económica», señalaba Antonio Abril Abadín, secretario general del grupo de moda Inditex, en F.l País del zo de mayo de 2008; desde la Universidad del Pris Vasco informaban el día z8 de mayo de la apertura en internet de un «po tai» universitario en los siguientes términos: «El portal permite acceder a los principales proyectos puestos en marcha por el Consejo Social para “vender la universidad públi­ ca, mostrar a las empresas y a la sociedad los servicios que presta y que pue­ de prestar”», en información de June Fernández de¡de Vigo; en el ya citado «Hagamos de la universidad un negocio», uno de los negociantes decía or­ gulloso: «Nosotros sólo financiamos proyectos empresariales, no reparti­ mos dinero, no patrocinamos nada. Nuestro objetivo no es dar dinero para que se haga investigación, es financiar proyectos qie sean económicamente viables», eclipsando la advertencia de un catedrático de economía aplicada que señalaba a propósito del negocio que «en la práitica, significa que cuan­ do se evalúen las titulaciones se dé prioridad a las cue más financiación tie­ nen-, así como la grave pregunta con la que acabaja Timothy Carton Ash su artículo «El reto de Oxford» en El País del 1 de junio, referido a la adap­ tación de la universidad británica al modelo estadounidense: «¿Podemos tener en Europa justicia social en la enseñanza superior y al mismo tiempo unas universidades investigadoras de primera cattgoría? ¿O hay que ele­ gir?-. Véase, a este respecto, la iniciativa de un gruao de profesores univer­ sitarios de Cataluña, en http://repositori.wordpres:.com/manifiesto/.

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miento» a granel) se haya visto rematada por el Anexo a la Or­ den ECI/3858/2007 de 27 de diciembre (EOE, 29-XII-2007), que establece los estudios que debe cursar quien quiera ser profesor de enseñanza secundaria y bachillerato. Uno -con­ servando una ingenuidad casi kafkiana- podría haber espe­ rado que, conscientes de la rebaja de la formación acadé­ mico-científica que supone la mencionada reducción de los estudios de grado, las autoridades educativas considerasen necesaria una formación ulterior en forma de màster especia­ lizado en la materia que el futuro profesor habrá de impartir en la enseñanza media. Pues bien: no solamente esto no es así, sino que lo que se exige al profesor de secundaria para llegar a serlo es... ¡un màster de contenido psicopedagógico! La sustitución de la formación académico-científica por la «psicopedagogia perversa» es un ataque al principio de igual­ dad de oportunidades (pues el Estado renuncia expresamen­ te a ofrecer a todos los ciudadanos la mejor instrucción po­ sible), un falso diagnóstico de los problemas del sistema educativo (cuya índole política, social y económica no solu­ cionará esta hipertrofia del malhadado «Certificado de Apti­ tud Pedagógica», cuyo escandaloso fracaso es conocido por todos los enseñantes), y una condena a muerte de las posibi­ lidades de las facultades de artes y humanidades (para cuyos graduados la enseñanza secundaria es la principal salida pro­ fesional)1. Imaginen el caso de un estudiante que se gradúa en una materia humanística según el nuevo sistema, en el cual se le abren dos posibilidades. Una: si quiere completar su formación hasta el punto que suponían los cinco años de la antigua licenciatura, tendrá que matricularse en un màster de estudios avanzados en su disciplina, pues sólo esta prepa­ ración le capacitará para entrar en un programa de doctora­ do con posibilidades de realizar una investigación de calidad i. Me limito aquí a glosar los argumentos que pueden encontrarse en el Manifiesto suscrito por la Junta de la Facultad de Filosofía de la Univer­ sidad Complutense de Madrid, que puede leerse íntegro en http://fs-morente.filos.ucm.es/manifiesto/index.htm.

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científica; pero, si opta por esta vía, se cerrará toda salida profesional (pues estos estudios no habilitan para ser profe­ sor de bachillerato), y por tanto se trata de una vía reservada a aquellos pocos cuyas posibilidades económicas les permi­ tan posponer para más adelante la penosa obligación de bus­ car trabajo; Dos: si necesita trabajar, tendrá que matricularse en el màster psicopedagógico, único que le permitirá aspirar a un puesto de profesor de secundaria, y que al carecer casi por completo de contenido científico relativo a su disciplina, además de hacerle más ignorante le facultará para transmitir esa ignorancia a los estudiantes de bachillerato, tan necesita­ dos de ella; y esa elección le apartará de la posibilidad de ad­ quirir las competencias necesarias para la investigación en su materia. Y como no hay que ser un genio de la prospectiva para adivinar que la mayoría de los estudiantes, presionados por la necesidad de encontrar un empleo, se verán obliga­ dos a elegir esta segunda opción, no solamente quedará ga­ rantizada la rebaja de la calidad de la enseñanza media en esa disciplina, sino también abortada la posibilidad de im­ partir cursos avanzados de la misma, pues la clientela poten­ cial de los mismos se verá forzosamente y en su generalidad orientada hacia la psicopedagogia perversa de los nuevos obreros del «conocimiento» si es que quiere sobrevivir. He aquí la «perversa pedagogía» para obreros del conoci­ miento, de la cual Tomás Pollán decía lo siguiente en el ar­ tículo antes citado: «Si de lo que se trata es de que a nadie le interese en cuanto tal nada de lo que aprende o investiga, es natural que en esas condiciones nazca, como en la tierra más apta para su monstruoso crecimiento, el temible y numerosí­ simo batallón estatal de pedagogos y psicólogos, cuyo objeti­ vo es conseguir que los estudiantes se interesen, por razones extrínsecas, por lo que en sí mismo no les interesa. Por eso, como el contenido mismo no interesa, la tarea del pedagogopsicólogo es motivar o -por utilizar otra expresión horroro­ sa- incentivar para que el joven compita con sus compañeros en el aprendizaje de lo que no le importa». No es, por tanto, que los legisladores hayan reparado súbitamente en que los

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discentes tienen psiquismo y en que éste necesita ser incenti­ vado y motivado, sino que es la expulsión del campo de la en­ señanza de todo contenido científico determinado (en benefi­ cio, eso sí, de un continente tecnológicamente rutilante) lo que ha obligado a rellenar ese vacío con contenidos educati­ vos y a sustituir al profesor por el educador, es decir, por la nodriza (educatrix) y el «conductor» (Duce, führer, leader, caudillo, tutor: aquel de quien la Ilustración se proponía libe­ rarnos) empresarial, moral, religioso o ideológico1. ¿Quién puede extrañarse de que, en estas condiciones, la principal disputa sociopolítica que atraviesa y desgarra la enseñanza española no tenga la menor relación con las graves deficien­ cias y enormes problemas que realmente la aquejan, sino con una asignatura maria con un peso casi nulo en el currículum y con la cuestión de la religión y el adoctrinamiento?

El descrédito Lástima que toda esta gran revolución del conocimiento, en­ vuelta en la retórica del crédito y en la simulación del siste­ ma financiero, esté llegando entre nosotros a su culminación precisamente en el momento en el cual la crisis de las «hipo­ tecas-basura» ha desacreditado ese sistema y ha apagado el brillo de dicha retórica, cambiando su anterior signo positivo por la galaxia semántica de la estrechez y la inopia de quienes son incapaces de liquidar su deuda con el banco y pierden su casa debido al ascenso de los tipos de interés. Casi se puede ver, a través de esta triste figura, el amargo porvenir de un i. Cometeríamos, sin duda, un grave error si identificásemos apresura­ damente a todos los que se ocupan de pedagogía con ese batallón de motivadores avispados. Como muestra de la conciencia crítica que, dentro de la propia pedagogía, existe con respecto a este problema, véase la definición de la pedagogía «pos-disciplinaria» y del modelo del management en el ex­ celente Alteraciones pedagógicas, de Francisco Jódar, publicado en la co­ lección que dirigen María Luisa Rodríguez y Jorge Larrosa en la editorial Laertes, Barcelona, 2007.

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sistema de enseñanza superior cuyos usuarios (pictóricos to­ dos ellos de créditos docentes y discentes y de proyectos de investigación e impactos), ante la imposibilidad de reembol­ sar a la «sociedad» la inversión que ésta ha hecho en ellos y de ofrecerle rentabilidad económica y política suficiente, ten­ drán que declararse insolventes y ceder su casa -la universi­ dad en quiebra- a sus acreedores, para que éstos puedan al menos obtener un resarcimiento simbólico subastándola en el mercado del conocimiento. Considerando lo difícil que va a resultar embellecer este siniestro panorama, puede afirmar­ se que al menos a los poetas del crédito cognitivo les esperan días gloriosos de pleno empleo.

MÁS PROZAC Y MENOS PLATON The fundamental things apply As time goes by

Literatura y filosofía*

Hubo un tiempo en el cual tenían sentido los términos «iz­ quierda» y «derecha» en filosofía. Fue un tiempo de límites difusos, pero que desde luego incluye episodios como la dis­ cusión entre la izquierda y la derecha hegelianas. Aún dura­ ba ese tiempo cuando, a principios del siglo xx y durante la llamada disputa del positivismo en Alemania, estaba claro que los neopositivistas, con su defensa de que la filosofía te­ nía que someterse a los hechos (cuyo monopolio poseería la ciencia natural), constituían la derecha filosófica, mientras que los neodialécticos, al empeñarse en el derecho de la filo­ sofía a cuestionar los hechos (un cuestionamiento que invo­ lucraba una aproximación a la ciencia social) representaban una izquierda filosófica. En ambos casos, por supuesto, se trataba de una derecha y de una izquierda liberales (Popper y Adorno serían sus emblemas respectivos)', puesto que las versiones reaccionarias de la izquierda y la derecha filosófi­ cas (Lukács y Heidegger, respectivamente) se consideraban entonces «superadas». Todo esto parece ahora muy simplifi* «Más Prozac y menos Platón», Archipiélago n.° 50, Barcelona, 2002, páginas 11-15. i. El carácter liberal de ambas posiciones se manifiesta en que (1), aun­ que Popper se moviese en la esfera del positivismo, ya no era un verificacionista cerril, sino que su concepto de falsabilidad representaba un triunfo de «la sociedad abierta» en epistemología (una suerte de presunción de ino­ cencia aplicada al conocimiento científico), y (2) Adorno postulaba una versión de la dialéctica sin negación de la negación, sin culminación en un [male histórico apoteósico.

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Más Prozac y menos Platon

cador, y sin duda lo era, pero la simpleza teòrica de las imá­ genes no elimina su influencia práctica, ya que tales rótulos se forjaron sobre la marcha y conforme iban surgiendo las necesidades de nombrar las posiciones en el fragor mismo del combate social e intelectual que se libraba. En este esce­ nario, y para liberar a la filosofía de un apego a los «meros hechos» que se entendía como vergonzosa legitimación del establishment, la izquierda filosófica echaba mano frecuen­ temente del arte en general y de la literatura en particular (Walter Benjamin dejó una impronta imborrable en este te­ rreno) para procurar esa necesaria «distancia» con respecto a lo «fáctico», consiguiendo de este modo éxitos notables. Quiere decirse que la aproximación de la filosofía a la litera­ tura (generalmente mediante la ciencia social) era una posi­ ción de izquierdas en sentido intelectual, al menos después de la Segunda Guerra Mundial, mientras que la repulsa de esta filosofía «literaria» y la adhesión a la ciencia estricta (generalmente a través de la ciencia natural) era intelectualmente de derechas. El hecho -que hoy puede resultarnos lla­ mativo- de que coincidieran en la misma posición la aproxi­ mación de la filosofía a la literatura y a la ciencia social se explica contextualmente porque en ese momento la filosofía que abogaba por la ciencia natural (o sea, la derecha filosó­ fica liberal) consideraba a las ciencias sociales -y así las ha seguido considerando hasta nuestros días- como una clase más o menos benigna de «literatura». El testamento intelectual de Adorno fue una Teoría Esté­ tica. El y Horkheimer se interesaron a menudo no solamente por ciencias sociales cuya cientificidad era manifiestamen­ te despreciada por los epistemólogos duros, como el psico­ análisis, sino también por autores filosóficamente muy «lite­ rarios», como Schopenhauer, Kierkegaard o Nietzsche. Estos dos últimos, curiosamente, fueron también reivindicados por aquellos filósofos a quienes se consideraba reaccionarios (es decir, de una derecha filosófica no liberal), y especialmente por Heidegger, que, como es notorio, no sentía una especial querencia hacia la ciencia moderna en general (ni natural ni

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social). El hecho de que en Francia naciese una filosofía de gran audiencia -el existencialismo-, sobre cuyo carácter de iz­ quierdas no cabía duda alguna, pero que además procedía del mismo tronco que el pensamiento de Heidegger y experimen­ taba una cercanía privilegiada hacia la literatura, fraguó la posibilidad de una forma de ser de izquierdas en filosofía que ya no era liberal sino revolucionaria. Como puede percibirse: la situación -la definición de lo «conservador», lo «pro­ gresista» o incluso lo «reaccionario»- se complica. El mo­ vimiento post-estructuralista o neo-nietzscheano, llama­ do a realizar aquella posibilidad y esta complicación, bebía a la vez en la fuente de la crítica del cientifismo «natural» de los dialécticos y en la de la crítica del cientifismo «social» de los existencialistas, y en consecuencia subrayó el acerca­ miento de la filosofía a la literatura -y se desprendió de la ciencia social-1 de manera tan radical que la distinción entre ambas llegó a hacerse aparentemente imposible (por ejemplo, en los casos de Deleuze y su defensa de la fabulación, de Fou­ cault reconociendo que su «arqueología» era una forma de ficción, o de Derrida demoliendo la frontera entre discurso retórico y discurso « serio» ). El tándem filosofía-literatura en­ tonces ya no era sólo de izquierdas sino «muy de izquierdas», revolucionario. Eran los años sesenta y setenta. Los Estados Unidos, siempre atentos a todo lo que consi­ gue un éxito social en Europa, y como ya antes habían hecho con el neopositivismo y con la Teoría Crítica, importaron rá­ pidamente esta filosofía revolucionaria y la instalaron en sus departamentos de Literatura bajo el rótulo de Nueva Teoría Crítica (rótulo que, con el tiempo y sintomáticamente, se quedaría reducido al de «Teoría», perdiendo sucesivamente la novedad y la capacidad crítica). Por supuesto que, en América, este pensamiento izquierdista-revolucionario, fetichizado ya en la total identificación de la filosofía con la liteI. Motivo especialmente destacado por Francisco Vázquez en El retor­ no de la práctica, recogido en Juan Antonio Rodríguez Tous (ed.), El lugar de la filosofía, Barcelona, Tusquets, 2.001.

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ratura (propiciada por su ubicación universitaria), recibió al principio una contestación corporativista por parte de los herederos locales del neopositivismo (ubicados en los duros departamentos universitarios de Filosofía de la Ciencia), es decir, la derecha liberal filosófica (Searle, Strawson, etc.): «Si no hay diferencia entre literatura y filosofía, entre discurso de ficción y discurso de verdad -venían a decir los liberales-, entonces ya da lo mismo lo que se diga; si se ha perdido el sentido común de que la verdad es la correspondencia entre las palabras y las cosas, si ya puede decirse cualquier cosa y convertirse en verdad sin importar cuáles sean los hechos, entonces no sé adonde vamos a ir a parar, bueno, sí que lo sé, a donde hemos ido a parar, a Auschwitz y al Gulag, etcé­ tera, etcétera». Pero, enfrentados a una filosofía revolucio­ nariai, los liberales ya no podían aparecer de otro modo que como reaccionarios si se atrevían a defender que la verdad del discurso, que separaba a la filosofía y a la ciencia de la literatura, consistía en su correspondencia con unos supues­ tos «hechos externos», por lo cual -como a nadie le agrada desempeñar el papel de reaccionario- abandonaron rápida­ mente este supuesto en cuanto los revolucionarios empeza­ ron a llamarles fundamentalistas (que es lo último que un li­ beral de derechas querría ser llamado). En este punto -las dos últimas décadas-, el pensamiento anglonorteamericano hizo un gran descubrimiento: aprendien­ do humildemente de los teóricos revolucionarios de los depar­ tamentos de literatura, encontró una vía (¿la tercera?) para po­ der seguir siendo liberal de derechas sin ser fundamentalista (fundamentalista de los «hechos positivos», se entiende, para lo cual tenía simplemente que retirar la distinción fuerte y dog­ mática entre literatura y ciencia, o entre literatura y filosofía), una vía que a veces se ha llamado «comunitarismo», otras «neopragmatismo» y aún más frecuentemente «postmodernidad». Se podía, en suma, aceptar la identificación déla filosofía y la ciencia con la literatura -la ciencia y la literatura no serían más que dos géneros discursivos que, a su manera, hacen pro­ gresar la sociedad: la una la hace más eficaz, la otra más tole-

Literatura y filosofía

rante, sin que en ningún caso sea preciso apelar a una supues­ ta «correspondencia» con hechos del mundo-, siempre que con eso no se quisiera hacer «teoría» (así, después de perder su novedad y su capacidad crítica, la «Teoría» perdía tam­ bién su carácter teórico para convertirse únicamente en ins­ trumento pragmático de las nuevas políticas de la identidad a la carta). ¿De qué serviría entonces la filosofía? Bueno, la filo­ sofía -en el mismo sentido que la literatura y las ciencias so­ ciales-, como diría el máximo defensor de Derrida en Esta­ dos Unidos, Richard Rorty, tiene valor entendida como una colección de prácticas de perfeccionamiento personal, que atañe únicamente al sujeto «ético-estético» en cuanto indivi­ duo privado (y no en cuanto agente social, económico o polí­ tico) y a su foucaultiano «cuidado de sí», y es perfectamente aceptable siempre que no se proponga tener consecuencias públicas, porque entonces recaería en el fundament ali smo «re­ volucionario», tan peligroso al menos como el «reaccionario». Identificada en este aspecto con la literatura (que también se habría convertido en una forma de «cuidado de sí» del in­ dividuo privado o lector solitario que se perfecciona y edifi­ ca personalmente mediante la lectura, haciéndose más tole­ rante), esta nueva imagen de la filosofía en la cual se había conseguido reunir, en mágica componenda, el carácter tra­ dicionalmente «izquierdista» del acercamiento filosofía-lite­ ratura con el carácter tradicionalmente «derechista» de la no-perturbación de lo establecido (especialmente de la circu­ lación mercantil establecida), los Estados Unidos re-exportaron a la Europa continental este prodigioso brebaje que con­ tentaba a la vez a la izquierda sesentayochesca (que siempre pensó que era abusivo que el Estado quisiera imponer a los individuos represivamente el modo en que tenían que cuidar de sí mismos) y a la derecha neoliberal (que siempre estuvo convencida de que no era oficio del Estado cuidar de los in­ dividuos, que de eso ya se encargaba el mercado), encontran­ do para ello como terreno abonado el llamado «pensamiento bermenéutico», ese que antaño se había considerado apresu­ radamente «superado» por su carácter presuntamente con-

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Más Prozac y menos Platon

servador. Tanto despotricar unos y otros contra la obsoleta figura del filósofo-funcionario-del-Estado trajo como conse­ cuencia su relevo por la figura del filósofo-empresario-delmercado, estrella de los media, reportero de lujo, predicador religioso-periodístico y médico de los sentimientos (y tam­ bién, si se me permite la broma local, renovador de la fórmu­ la magistral de la «abeceína» nacional). En efecto, ¿para qué seguir dilapidando el erario público a costa de unos imposto­ res intelectuales, parásitos del sistema universitario que no cumplen papel alguno en la sociedad del conocimiento, si se les puede ofrecer un nuevo empleo (en el sector privado) para que se encarguen de atender la inteligencia emocional y las necesidades espirituales e identitarias de los ciudadanos que gozan de tiempo libre para dedicarse a la auto-edificación, y de las instituciones que precisan asesores que prevengan el fundamentalismo en cualquiera de sus versiones? El fin del Estado Asistencial se nota también en esto: que, para reducir el infladísimo gasto farmacéutico, la Seguridad Social debe ser liberada de la onerosa carga de tener que subvencionar el Prozac para cuidar a los empleados precarios estresados y deprimidos, sobre todo si puede transferir esta tarea al sector privado (editorial-literario), capaz de producir una literatu­ ra-filosofía de fácil consumo que puede alcanzar los mismos objetivos utilizando medios mucho más baratos (Platón, por ejemplo, cuyos derechos de autor están ya suficientemente amortizados). Éste es el motivo de que las franquicias eurocontinentales de esa medicina angloamericana que ha hecho de la filosofía, no ya un género literario, sino un sub-género de la literatura de auto-ayuda, hayan alcanzado tan alto grado de aceptación general y tan pingües beneficios. Y es también el motivo de que los términos «izquierda» y «derecha» no ten­ gan hoy en filosofía un sentido claro. Todo lo anterior está escrito, como se ha advertido, en el bien entendido de que los «resúmenes» de las posiciones con­ sideradas que se ofrecen son violentamente esquemáticos, y no pretenden representar «la verdad» de las «teorías» en cuestión, sino retratar el movimiento de la lucha simboli-

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ca que mantienen y en la que se registran las propias luchas -materiales y simbólicas- de la sociedad en la que se produ­ cen. En este contexto, e independientemente de que se sea más o menos partidario de las «buenas relaciones» entre fi­ losofía y literatura o de la «estricta separación» entre ambas (aunque, como he sugerido, cada una de estas posiciones es difícilmente explicable sin referencia a la contraria), la defen­ sa de la confusión de la filosofía con la literatura no me pa­ rece hoy, para quienes entiendan que uno de los significados irrenunciables de «filosofía» es «crítica», un motivo estraté­ gicamente muy adecuado. No porque no haya manera de ar­ ticular la defensa de este motivo con una filosofía crítica, ni tampoco porque no haya pruebas, en nuestro propio país, de una articulación de ambas cosas en obras que ni por asomo se confunden con manuales de autoestima o con las fran­ quicias patrias de las multinacionales de la inteligencia emo­ cional y de la industria de las identidades a la carta antes aludidas, sino porque el motivo mismo -por circunstancias puramente históricas y, si se quiere decir así, contingentesestá enormemente desgastado por el uso que los enemigos de la crítica filosófica han hecho de él, y sobre todo porque en una gran mayoría de casos lo han hecho con la complicidad -si no con la complacencia- de sus amigos. Así como Pierre Bourdieu mostró, en Las reglas del arte, que la posición autén­ ticamente crítica (o, al menos, políticamente progresiva) en las letras decimonónicas no correspondía ni a quienes pro­ pugnaban una literatura moralizante (con conciencia social) ni a quienes practicaban una literatura complaciente (repro­ ductora de lo vigente) sino, paradójicamente, a quienes de­ fendían una literatura pura (el «arte por el arte»), teniendo que cargar por ello con los calificativos contradictorios de «vulgares» y de «aristocráticos», creo también que en la ac­ tual coyuntura histórica la defensa de una (perdón) «filoso­ fía pura» -lo que no significa «academicista» ni «escolástica», desde luego- puede llegar a ser más políticamente relevante que los ataques contra ella (por mucho que tales ataques ha­ yan sido alguna vez políticamente relevantes y, probable-

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Más Prozac y menos Platon

mente, puedan volver a serlo alguna vez, en otras circunstan­ cias históricas). Creo que deberíamos exigir a la Seguridad Social que siguiera subvencionando los antidepresivos (aun­ que, como diría Amelia Valcárcel, sería preferible que sub­ vencionase los langostinos en lugar del Prozac para estos fi­ nes) y al mercado privado de las emociones inteligentes y los espiritualismos actualizados que devolviese a Platón al cir­ cuito público, que es su sitio.

De dónde son los cantantes

Dicen los poetas, seguramente cargados de razón, que la fi­ losofía, como género literario, se caracteriza por la pobreza de sus imágenes. Hay una de estas imágenes pobres, simples y humildes, muchísimo menos que una historia, una imagen que procede de un libro de filosofía: es la imagen de un niño que ca­ mina perdido en la oscuridad tarareando una cantinela. El niño está solo, completamente solo, en el exterior. Afuera. En la os­ curidad, acechan las sombras. Allí no hay nada, absolutamen­ te nada, porque precisamente lo que las tinieblas tienen de destructivo, de atroz y de amenazador es que en ellas no hay formas ni figuras, no hay rostros, perfiles ni contornos: lo monstruoso es la deformación constante de todos los rasgos, la imposibilidad de que aparezca algo (cualquier cosa que apa­ reciese sería preferible a esa sospecha viscosa en la que cual­ quier cosa se adivina, en la que acecha la nada misma), no hay configuración alguna, todo lo arrastran hacia el fondo amor­ fo, hacia la nada, hacia el caos. Canturrear se convierte enton­ ces en una estrategia defensiva; a fuerza de repetir el estribillo, la cantilena va creando un principio de orden -incipiente, in­ digente, miserable-, va dibujando una forma que constituye para el niño un refugio en el que resguardarse del caos, una envoltura en la que hallar una protección mínima contra la nada, una frágil e inestable morada, un precario interior en el que ponerse a salvo. A salvo de nada. * * «De dónde son los cantantes», en Ignacio Castro (comp.), Imágenes: ¿todavía el hombre?, Madrid, Cruce, 1994.

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Esta imagen, entre muchas otras posibles y parecidas, permite observar algunas cosas. La primera de todas, que las formas constituyen la raíz del habitar. La construcción de formas, esa invención de formas que, quizá abusivamen­ te, llamamos Arte, no es en absoluto una actitud «superior» o «posterior» a la mera supervivencia, algo a lo que los vi­ vos se dedicarían además de a vivir, cuando ya tienen re­ sueltas las necesidades más perentorias, sino que existe como una urgencia concomitante al hecho mismo de sobrevivir, de sobrenadar, de imponerse sobre nada. «Se vive siempre dentro de formas», decía Ortega, y esto parece significar que fuera de las formas, en el Afuera, no hay vida posible, sólo el caos y la nada. Las formas -las figuras, las imágenes- cons­ tituyen, por usar aún otra imagen de un texto filosófico, algo así como la casa del ser, donde uno se pone a cubierto de la más intempestiva de las intemperies, la inclemencia de la nada, la tempestad del caos. Donde uno se pone a cubierto de nada. Que la forma, en esta historieta, sea un cantar, no es del todo casual, ya que el Afuera que amenaza al niño en ella es como una corriente irreversible: nuestras vidas son los ríos... Una corriente irreversible que el cántico pretende contener, retener por un instante. Un instante que es toda una vida. La música no es sólo una corriente, una cadencia, un flujo, sino también un intento de revertir lo irreversible: la vibración de una cuerda o de una columna de aire son movimientos que revierten sobre sí mismos, el estribillo retorna, trenza, traba, vierte, convierte la continuidad infinita de los sonidos del si­ lencio en algo contable, cantable, bailable, en un pequeño re­ torno, en un retornelo, así decía Michel Serres. El tarareo di­ buja un canto que es al mismo tiempo un cántaro en el que el viviente intenta contener lo incontenible. Vano intento, el cántaro se desborda, el cántaro está roto. Pero no se desbor­ da inmediatamente. Mientras tanto, mientras canto, esta can­ tinela -y cosas que se le parecen mucho- es todo lo que los vivos tenemos para edificar nuestro hábitat. Para vivir. Pa­ ra resguardarnos de la nada. Para ser. De esto están hechas

De d ó n d e s o n lo s cantantes

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nuestras casas. De ritmos. Colores. Imágenes. Estribillos. Muletillas sin las cuales no podríamos caminar. Así, cuando decimos que las formas -las figuras, las imá­ genes- son las raíces del habitar, queremos decir que la raíz, siendo lo más profundo, lo que ata al viviente a la profundi­ dad insondable de la tierra soberana, es también lo más su­ perficial: como un sombrero, como una fachada, como una piel. Quizá tendríamos que afinar un poco más una de estas imágenes y decir que las formas son la fachada de la casa del ser: los ritmos, tonos, acentos, timbres, sensaciones, gestos, posturas, figuras, imágenes, canciones y cantaletas son la cara externa de nuestra inorada, la piel de nuestra casa. Noso­ tros sólo podemos habitar en su interior, es decir, sólo pode­ mos vivir en ellas, sólo podemos serlas, habitarlas, bailarlas, cantarlas, dibujarlas con nuestras posturas, pintarlas con nuestros recorridos, trazarlas con nuestros movimientos, ra­ ramente contemplarlas (porque para ello se requeriría cierta distancia), menos aún servirnos de ellas para nuestros fines. Pasemos, entonces, a una segunda imagen. Esta vez es un poco más rica, porque no procede de la filosofía sino de la música, pero tampoco llega a ser una historia. Es, de nuevo, una cantinela. Un estribillo. Un cantarito. Un son. Su prota­ gonista no es ya un niño sino una niña, y ya no está en mitad de la noche sino hasta cierto punto en lugar seguro, bajo la protección de su madre. Mamá, yo quiero saber. La insacia­ ble curiosidad de los niños, la infatigable voluntad de saber de las niñas. Mamá, yo quiero saber. Pero los niños y las niñas saben. Lo que Maisie sabía. Lo que sabían Flora y Miles, los protagonistas de Otra vuelta de tuerca, que sigue siendo un relato de niños y niñas de Henry James. Los niños saben algo. Han oído cosas. A medias. Han oído voces. No saben de saber, saben de sabor. Cultura oral. Mamá, yo quiero sabor. «Sapientia: nada de poder, un poco de prudente saber, y el máximo posible de sabor», así decía Roland Barthes. Mamá, yo quiero saber de dónde son los cantantes. De dónde vienen las voces, las imágenes, los rit­ mos. De dónde viene el sabor de las palabras.

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Hay otra imagen, otra de' esas humildes imágenes filosó­ ficas, quizá la más conocida de todas, que presenta a los mo­ radores de una caverna fascinados por las sombras, por los contornos huidizos que se forman en la superficie de un muro. Habitantes subterráneos, presos en la casa del ser, atados a las figuras bidimensionales; estos cavernícolas, en el relato de Platón, no parecen preguntarse jamás de dónde vienen las imágenes; no se lo preguntan hasta que llega de fuera, de lo Alto, un extranjero, uno que quiere saber, uno que se llama a sí mismo «el que quiere saber», el filósofo por antonomasia, a preguntarles si acaso nunca se han preguntado de dónde vie­ nen las sombras, a preguntarles si acaso aquellas sombras no les saben a poco. Pero esto es -¡vade retro!- la metafísica, esa reliquia del pasado. Ahora, en el presente, nosotros sabemos que las imágenes no proceden de ninguna parte, que estamos solos en la casa del ser, que la casa del ser no tiene exterior, no tiene puertas ni ventanas, que jamás hemos entrado en ella y que nunca -ni siquiera por el negro agujero de la muerte- la abandonaremos del todo. Nosotros sabemos que la caverna no tiene aberturas, que las imágenes no son más que pinturas rupestres, ecos, ilusiones ópticas y acústicas generadas por otros habitantes que nos han precedido en esta morada y que, a través de esas huellas, aún siguen con nosotros, y que nues­ tro modo de habitar consiste en seguir sus rastros, en interpre­ tar sus ruinas, en escuchar sus lenguas muertas. Los niños -¡inocentes!- aún no lo saben. ¡Qué saben ellos! Todavía no saben que las imágenes saben a nada, que son únicamente el modo en que imaginamos lo que no pode­ mos ver, lo que no hay. A ellos las palabras aún les saben a algo, aún les dejan en sus lenguas el sabor de las cosas, su co­ lor y su calor, su ritmo. Esto les pasa porque ellos aún son ni­ ños y niñas, es decir, que aún no son habitantes de pleno de­ recho de la mansión del ser, pues la casa del ser es el lenguaje -así dice Heidegger-, y los niños aún no hablan del todo sino sólo a medias e incorrectamente, todavía, según dicen los que saben, no han hecho del todo la separación entre la pa­ labra y la cosa (¡Claro, por eso a ellos aún las palabras les sa-

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ben a cosas ! ), ellos viven en 1 a infancia, y, ¿noes acaso e 1 i ti­ fata el que no habla? Pero ¿por qué no habla? ¿Acaso por­ que no sabe? Acaso. Acaso no sabe hablar del todo. Sólo a medias. Lo que ha oído. Cosas. Voces. ¿Acaso no habla por­ que no tiene derecho a la palabra, porque no tiene derecho a ser escuchado sino sólo a escuchar? ¿Acaso porque sabe de­ masiado? Acaso. Porque las palabras le saben demasiado. Tiene siempre las palabras en la punta de la lengua y, en lu­ gar de decirlas, las saborea, a menudo se las traga. En lugar de sabérselas, le saben. Los niños están fuera, jugando. No tienen aún un puesto fijo, una colocación, carecen de lugar definido en la casa del ser, no residen sino que merodean, corretean. Hacen ruido en el patio, en el jardín, en la calle. No en el exterior absolu­ to, el caos o la nada, sino en el afuera de la casa, en las afue­ ras, en las inmediaciones, en los alrededores, en esa frontera vaga e inconcreta que se extiende aproximadamente hasta allí donde llega la mirada de la madre. Mamá, yo quiero sa­ ber. En el punto de contacto entre el interior y el exterior, en­ tre el caos y el orden. Por eso saben de lo que hay al otro lado de la línea, allí donde todo se desformaliza, donde ya nada se puede imaginar, donde incluso los monstruos se deshacen en una monstruosidad que todo lo desfigura y lo deshabita. Pero no pueden decirlo porque no hablan, no tienen derecho a la palabra ni palabra derecha, recta, correcta. No están del todo fuera del lenguaje (en el caos, en la nada) ni al margen de la casa, sino simplemente en las afueras del lenguaje, en los már­ genes de la casa. Los niños no hablan ni dejan hablar, no di­ cen ni callan: cantan, bailan, balbucean, tararean, tartamu­ dean, gesticulan, gritan, lloran. Saborean, pero no saben. Son comò medio tontos, están como atontados con esas imágenes que a ellos les saben a tanto, como encantados por las músicas. Y quieren saber, saber de dónde son los cantantes. «¿De dón­ de surgió el fantasma?», le preguntan en el cuento de Henry James a la institutriz de Flora y Miles: «¡De donde surgen ellos! ¡Sencillamente apareció y se quedó allí, no demasiado cerca!», contesta ella. En las inmediaciones.

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Por mucho que se vigile a los niños y a las niñas, siempre llega de Afuera, de lo Alto, un intruso que los seduce, que los rapta, que se los lleva de casa. Que se los lleva de calle. Pero ¡qué distinta es esta cantilena de la aventura platónica! En la caverna que describe Sócrates, los presos desprecian al extranjero que viene a seducirles porque perturba la tranqui­ lidad de sus vidas, se burlan de él, e intentan nada menos que asesinarle, a él, al que quiere saber. Los niños, la niña, esta niña que quiere saber y que sabe demasiado, al contrario: quieren salir de casa para conocer al extraño, no al que quie­ re saber sino a los que saben, de sabor, no a los filósofos, a los cantantes. Mamá, yo quiero saber de dónde son los can­ tantes, que los encuentro muy galantes y los quiero conocer. (Sí, sobra una sílaba, pero los niños no saben cantar ni con­ tar bien las sílabas.) Que los encuentro muy galantes y los quiero conocer con sus trovas fascinantes: yo me las quiero aprender. Se trata, pues, de eso, de saber, conocer y apren­ der. Aprender a cantar. A contar. Aprender lo que cuenta y aprenderlo de los que cuentan. Los cantantes. Los contantes. Los sonantes. Los que son. No son de ser, son de sonar. Se trata de pedagogía. «Quiero -le dice el niño Miles a su insti­ tutriz- saber más cosas de la vida.» ¡Ea! Dejémonos de niñerías y de músicas y hagamos una pregunta seria. ¿De dónde son los cantantes? Pero no, es inú­ til, estamos confinados en la casa del ser, somos rehenes del lenguaje. Se acabó la diversión. Aunque hay muy diferentes maneras de habitar esta casa nuestra de la que no somos dueños. Si el lenguaje es nuestra casa, parece que la manera más normal de habitarla habrá de consistir en... hablar. Y parece también lo más normal que para hablar haya que usar las palabras. Esto es lo que hace­ mos quienes vivimos en la planta baja, la gente vulgar y co­ rriente. Usamos las palabras para referirnos a las cosas como usamos un martillo para clavar un clavo o unas tenazas para arrancarlo, ¿acaso no es lo normal? No solamente estamos presos, sino que además estamos condenados a trabajos for­ zados: nos dan los instrumentos -las palabras-, nos enseñan

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a usarlos y, cuando aprendemos (y, a menos que seamos ton­ tos, aprendemos), nos ponen a trabajar. Entonces ya estamos totalmente dentro. Ya tenemos derecho al uso de la palabra. Llegó el comandante y mandó aparar. Claro que hay quien no se conforma con esta vida senci­ lla y modesta. Hay quien, además de hablar, quiere saber de qué habla, quiere saber la verdad de lo que dice. Hay aque­ llos a quienes las palabras y los signos les saben a poco, los filósofos. Ellos nos invitan a salir de la caverna, de este hu­ milde refugio que nos hemos construido sólo para guarecer­ nos del temporal del no-ser. Y, como la casa no tiene puertas ni ventanas, para salir de la cueva no queda otro remedio más que ascender, escalar, acompañar al filósofo en su ele­ vación a las alturas, fuera del agujero. Pero ¡qué gran decep­ ción esta de la metafísica! ¡Qué frustración la del ex condena­ do que, cuando ha logrado salir de la caverna y ver las cosas tridimensionales que proyectaban sus sombras en el interior, descubre por la lengua envenenada del filósofo que aquel su­ puesto exterior no es nada más que otra cueva oscura a la que también estamos amarrados, y que la luz que la ilumina, aparentemente espléndida, no es más que la de una inmun­ da fogata, por mucho que la llamemos «sol» ! ¡Qué rabia con­ tenida la del cavernícola que descubre que, para saber, hay que seguir subiendo, buscar un piso aún más alto, escalar a la planta superior, cuando comprende que el filósofo dice la verdad cuando confiesa que quiere saber, cuando descu­ bre que el filósofo quiere saber porque él, como los demás mortales, tampoco sabe nada! ¿Qué puede enseñarnos, cier­ tamente, aquel que nada sabe sino que quiere saber? ¿Qué podemos aprender del que sólo sabe que no sabe nada? Al mellos Campoamor tenía, según cuenta Unamuno, una ver­ dad más que Sócrates: «Sólo sé que no sé nada, y que los de­ más tampoco». Ascender, elevarse por encima de la medianía y la medio­ cridad de lo vulgar y corriente es, al menos, edificante. Estos alpinistas de la casa del ser se elevan hacia grados de abstrac­ ción lingüística cada vez más refinados y precisos y, por mu-

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cho que aún no hayan conseguido llegar al último piso, a aquel piso en fel cual hallarán finalmente la salida de la caver­ na, al menos saben más que los demás, están por encima de ellos, aunque eso que saben no sea aún la verdad. Pero para continuar esa subida es preciso construir más y más tramos de esa escalera hacia el cielo. Y, donde hay construcción, hay escombros. Así que toda esta obra de elevación espiritual e intelectual, de abstracción y perfeccionamiento técnico del instrumento lingüístico, hace que nuestra modesta planta ba­ ja se llene de desperdicios discursivos, de palabras caídas en desuso, de signos insignificantes que han perdido toda po­ sibilidad de servicio. Para no ahogarnos entre tantos vertidos, hemos tenido que excavar en el suelo un sótano, una especie de cuarto trastero en el que acumulamos todos esos signos que ya no valen nada. Un buen día, cuando los escaladores han ascendido una cantidad razonablemente numerosa de pi­ sos superiores, se apodera de ellos una extraña fatiga que ad­ quiere el tinte de una revelación fatal: la negra sospecha de que nunca llegarán al último piso, sencillamente porque no hay último piso, porque la caverna es infinita, porque la suce­ sión de cavernas encajadas unas en otras como cajas chinas es interminable y de que, por tanto, no merece la pena continuar ascendiendo. Poco a poco, las plantas superiores se van des­ poblando -algunos rezagados se quedan a vivir en alguno de esos pisos, amueblándolo y acomodándolo a pesar de su enor­ me frialdad-, la gran mayoría de los exploradores regresan a la planta baja: «si la realidad tiene infinitas dimensiones -se dicen-, ¿qué más da dos dimensiones que treinta, toda vez que ni dos ni treinta son todas las dimensiones?». Los más conser­ vadores reciben a los que regresan con las manos vacías con un viejo reproche: «Ya os habíamos dicho que fuera del len­ guaje no hay nada, que todo está dentro». Entonces, si aquello de lo que hablamos no está fuera de la casa, si el sentido y la verdad del lenguaje han de estar den­ tro, surge otra posibilidad de habitar la casa del ser, de esca­ par a la medianía, a la vulgaridad, a la mediocridad, otra di­ rección posible para los que quieren saber, otra manera de

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intentar huir de la planta baja: descender hasta el interior del interior, hurgar entre los escombros en busca de lo más ínti­ mo, bajar a los sótanos, pedir al lenguaje, no una mayor abs­ tracción, no más altura, sino más profundidad; no pretender decir la última palabra, la más elevada y superior, sino inten­ tar recobrar y recordar, conmemorar la primera de todas las palabras, la más antigua, la más originaria, aquella de la cual todas las demás son variaciones, tergiversaciones y falsificacio­ nes, la más honda y auténtica. Excavar galerías en el subsue­ lo para llegar bajo el suelo, para penetrar en la tierra misma en la que el lenguaje hunde sus raíces y descubrir ese tesoro que guarda enterrado, como un secreto, el linaje puro de to­ das las imágenes, la matriz de todas las lenguas. Se habla de varias revoluciones industriales. También ha­ bría que hablar de varias revoluciones copernicanas. La pri­ mera, la de Copérnico, el descubrimiento de que la tierra no es el centro. Pero hay otra -la segunda o la tercera, quién sabe- que no es menos importante: el descubrimiento de que la tierra no tiene centro. De que la soberanía de la tierra re­ side justamente en que ella es impenetrable, así decía Heideg­ ger: cualquier intento de penetrar en su interior, de abrirla para extraer de ella el secreto que nos oculta se estrella estre­ pitosamente contra su pertinaz exterioridad; la tierra no tiene interior, es un exterior sin interior, un afuera sin adentro. Lo que significa que no tiene profundidad, que no tiene corazón ni jnúcleo duro, que toda ella es superficie, llanura. Pero, en­ tonces, si no tiene corazón la tierra, ¿de dónde proceden los latidos, los ritmos, de dónde viene la canción, dónde están asentadas las raíces ? Pero la raíz no es profunda sino super­ ficial y, por tanto, esta expedición espeleológica fracasa por razones parecidas a las que inclinaron a los hombres a aban­ donar la torre de Babel de los metalenguajes: cuando cree­ mos haber descendido hasta niveles infernales, después de todo el trabajo agotador de excavación y criba, cuando casi parece estar terminado el túnel que ha de sacarnos de la cár­ cel de las palabras, llega el comandante y manda aparar. Descubrimos de pronto que no hemos bajado ni siquiera un

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palmo, que seguimos a ras de tierra, en el llano, en la piel de la tierra, en la capa más superficial, en la más pura llaneza del lenguaje. ¿De dónde serán? (¡Ay, mamá!) Con la misma obstinación con la que la tierra defiende su soberanía y rechaza nuestros intentos de penetrarla, las can­ ciones siguen sonando, suenan y resuenan, las oímos desde dentro, pero sabemos que vienen de fuera. ¿De dónde son? ¿De dónde el son? Si la tierra soberana es un exterior sin interior, nuestra casa parece ser más bien un interior sin exterior. Se extiende en superficie, se amplía en la llanura, pero no hay salida ni hacia arriba ni hacia abajo. Sin embargo, la casa tiene un exterior en otro sentido: no lo que hay más allá del huevo, sino simplemente la cáscara. No ya aquello que está «al otro lado de la puerta», más allá del dintel, sino el otro lado de la puerta en cuanto tal. No lo que está afuera (el caos o la nada), no eso que querríamos ver mirando por las ventanas de la casa, si las tuviera, al exte­ rior. No las Vistas sino el Viso. Ese otro afuera que no está más allá del lenguaje sino que es el afuera del lenguaje y que, por ello, en cierto modo también le pertenece: su piel, su fa­ chada, su faz; esos alrededores o fronteras difusas en don­ de juegan los niños, en donde corretean los tontos, en donde merodean los animales domésticos, en donde crece la hierba bajo las piedras; no tanto el Afuera como las afueras, las inmediaciones, los márgenes. Las afueras del lenguaje: lo que alguien llamó sus «rasgos suprasegmentarios» : allí donde hay acentos, tonos, timbres, músicas, colores y gestos, pero no, aún, en rigor, discurso, no aún narración ni descripción sino sólo cantilenas, estribillos que se aprenden, se conocen, se saben y se saborean mucho antes de saber lo que significan, mucho antes de saber si son verdaderos o falsos, buenos o malos, be­ llos o feos. Que no están exactamente ni dentro ni fuera, sino en el punto de contacto entre el interior y el exterior. ¿Qué lengua oral es esa que aún no es lenguaje, que está a medio camino entre el saber y el sabor? ¿Qué lengua es esa en la que cantan los cantantes?

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Esta fachada no puede verse (ni siquiera mediante una ilusión óptica) cuando se mira, desde dentro, al exterior. Para ver la fachada de la casa tendríamos que salir fuera de casa. Pero si el lenguaje es la casa del ser, eso significaría tan­ to como instalarse en la nada, en el caos, sería tanto como no ser. Y, ¿cómo podríamos ver sin ser? ¿Cómo podríamos ver sin decir lo que vemos? Ni siquiera podemos aceptar la idea de que exista algo que no podemos ver, pues existir es ser y el ser está dentro de la casa, no fuera. Sólo podría ver la fachada alguien que no habitase la ca­ sa, alguien cuyo ser no estuviese domiciliado (o no lo estuvie­ se al menos de modo fijo y estable) en el lenguaje. Los niños que juegan por ahí fuera, que oyen cosas. Los idiotas, que es­ tán en las inmediaciones del lenguaje pero no tienen derecho a entrar en él. Las bestias. Los locos. Las plantas. Las rocas. La tierra soberana, plena exterioridad. No los niños, los idiotas, los animales o los vegetales de los que hablamos cuando los vemos a través de las palabras que los designan, sino eso -la fachada de nuestra casa- que ellos ven de noso­ tros y que nosotros no vemos, que nosotros no sabemos ni ellos pueden decirnos, porque ni saben ni pueden hablar. Ellos no son nada (para nosotros) en la medida en que nos ven desde fuera, con una mirada que nos resulta al mismo tiempo invisible e incomprensible; me estoy refiriendo a que la verdad y el sentido de lo que decimos sólo reside en el si­ lencio que ellos (todos los que no son nosotros, los que no son como nosotros) guardan acerca de nosotros, ese silencio convertido en cantinela que nosotros ya no podemos escu­ char más que desde dentro, desde este nuestro interior sin ex­ terior. ¿De dónde serán? (¡Ay, mamá!) Si todos los intentos de salir de la casa del ser han fracasa­ do, acaso sea por una razón más simple, más llana, menos alta y profunda. Porque una casa sin fachada no es una casa sin ser al mismo tiempo (pero no en el mismo sentido) la in­ temperie de la nada, el inclemente no ser. ¿Cómo podemos si­ quiera decir que tenemos una morada? Porque un interior sin exterior no es en absoluto un interior, no es cavidad sin ser

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palmo, que seguimos a ras de tierra, en el llano, en la piel de la tierra, en la capa más superficial, en la más pura llaneza del lenguaje. ¿De dónde serán? (¡Ay, mamá!) Con la misma obstinación con la que la tierra defiende su soberanía y rechaza nuestros intentos de penetrarla, las can­ ciones siguen sonando, suenan y resuenan, las oímos desde dentro, pero sabemos que vienen de fuera. ¿De dónde son? ¿De dónde el son? Si la tierra soberana es un exterior sin interior, nuestra casa parece ser más bien un interior sin exterior. Se extiende en superficie, se amplía en la llanura, pero no hay salida ni hacia arriba ni hacia abajo. Sin embargo, la casa tiene un exterior en otro sentido: no lo que hay más allá del huevo, sino simplemente la cáscara. No ya aquello que está «al otro lado de la puerta», más allá del dintel, sino el otro lado déla puerta en cuanto tal. No lo que está afuera (el caos o la nada), no eso que querríamos ver mirando por las ventanas de la casa, si las tuviera, al exte­ rior. No las Vistas sino el Viso. Ese otro afuera que no está más allá del lenguaje sino que es el afuera del lenguaje y que, por ello, en cierto modo también le pertenece: su piel, su fa­ chada, su faz; esos alrededores o fronteras difusas en don­ de juegan los niños, en donde corretean los tontos, en donde merodean los animales domésticos, en donde crece la hierba bajo las piedras; no tanto el Afuera como las afueras, las inmediaciones, los márgenes. Las afueras del lenguaje: lo que alguien llamó sus «rasgos suprasegmentarios»: allí donde hay acentos, tonos, timbres, músicas, colores y gestos, pero no, aún, en rigor, discurso, no aún narración ni descripción sino sólo cantilenas, estribillos que se aprenden, se conocen, se saben y se saborean mucho antes de saber lo que significan, mucho antes de saber si son verdaderos o falsos, buenos o malos, be­ llos o feos. Que no están exactamente ni dentro ni fuera, sino en el punto de contacto entre el interior y el exterior. ¿Qué lengua oral es esa que aún no es lenguaje, que está a medio camino entre el saber y el sabor? ¿Qué lengua es esa en la que cantan los cantantes?

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Esta fachada no puede verse (ni siquiera mediante una ilusión óptica) cuando se mira, desde dentro, al exterior. Para ver la fachada de la casa tendríamos que salir fuera de casa. Pero si el lenguaje es la casa del ser, eso significaría tan­ to como instalarse en la nada, en el caos, sería tanto como no ser. Y, ¿cómo podríamos ver sin ser? ¿Cómo podríamos ver sin decir lo que vemos? Ni siquiera podemos aceptar la idea de que exista algo que no podemos ver, pues existir es ser y el ser está dentro de la casa, no fuera. Sólo podría ver la fachada alguien que no habitase la ca­ sa, alguien cuyo ser no estuviese domiciliado (o no lo estuvie­ se al menos de modo fijo y estable) en el lenguaje. Los niños que juegan por ahí fuera, que oyen cosas. Los idiotas, que es­ tán en las inmediaciones del lenguaje pero no tienen derecho a entrar en él. Las bestias. Los locos. Las plantas. Las rocas. La tierra soberana, plena exterioridad. No los niños, los idiotas, los animales o los vegetales de los que hablamos cuando los vemos a través de las palabras que los designan, sino eso -la fachada de nuestra casa- que ellos ven de noso­ tros y que nosotros no vemos, que nosotros no sabemos ni ellos pueden decirnos, porque ni saben ni pueden hablar. Ellos 110 son nada (para nosotros) en la medida en que nos ven desde fuera, con una mirada que nos resulta al mismo tiempo invisible e incomprensible; me estoy refiriendo a que la verdad y el sentido de lo que decimos sólo reside en el si­ lencio que ellos (todos los que no son nosotros, los que no son como nosotros) guardan acerca de nosotros, ese silencio convertido en cantinela que nosotros ya no podemos escu­ char más que desde dentro, desde este nuestro interior sin ex­ terior. ¿De dónde serán? (¡Ay, mamá!) Si todos los intentos de salir de la casa del ser han fracasa­ do, acaso sea por una razón más simple, más llana, menos alta y profunda. Porque una casa sin fachada no es una casa sin ser al mismo tiempo (pero no en el mismo sentido) la in­ temperie de la nada, el inclemente no ser. ¿Cómo podemos si­ quiera decir que tenemos una morada? Porque un interior sin exterior no es en absoluto un interior, no es cavidad sin ser

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superficie o protuberancia, no es morada protectora sin ser al mismo tiempo la más desnuda de las intemperies, no es inte­ rior sin ser al mismo tiempo exterior. Allí donde no hay pun­ tos de referencia externos, ni siquiera tiene sentido distinguir entre profundidad poética, altura científica y vulgar media­ nía, ni siquiera puede decirse que la casa tenga pisos, estan­ cias diferentes, lugares discernibles, porque el ser no tiene casa (no) estamos presos en ninguna parte. Retorno, pues -retornelo-, a la indigencia de la primera imagen, en mitad de la noche, perdido el camino, a la intemperie. En la inopia. ¿De dónde serán? (¡Ay, mamá!) ¿Serán de La Habana? ¿Se­ rán de Santiago (tierra soberana)? Sí, ¿serán acaso de la tierra soberana? Pues no, no son. No son de ser, son de son. Suenan. Son de la loma. Pero ¿no es la loma una elevación, una colina? «1.a loma», en el contexto de este estribillo que estamos des­ granando como a plazos, tiene una significación particular y local: la loma podría ser, entre otras muchas cosas, el mani­ comio y, por tanto, «los de la loma» son, entre otras cosas, los locos, los que están fuera. La loma es la nave de los locos. Pero los locos suelen estar siempre en la colina, de modo que la pregunta es pertinente: ¿no es la loma una elevación? ¿Y no habíamos dicho que de lo alto no venía nada, que no ha­ bía salida hacia arriba? La loma es, ante todo, loma. Es de­ cir, lomo. El lomo es la superficie, la cara externa, lo de arri­ ba pero lo de arriba por fuera. Si tomamos el caso del hombre, ni siquiera podemos decir que sea lo de arriba, porque es la región lumbar, entre la cintura y las nalgas, lo que no es por arriba sino más bien por el medio, a la mitad del cuerpo y por fuera. No lo que hay fuera del cuerpo, sino en sus afueras. ¿Va a resultar ahora que los cantantes son de los riñones? No, son de la loma. De la región lumbar. De la región super­ ficial que la tierra mueve-por encima, por arriba, en la super­ ficie- cuando ella misma baila. De esa región que es preciso aprender a bascular para bailar el son, para bailar al son de la tierra, si uno no quiere ser tragado por ella. Son de los lomos de la tierra soberana, son de la piel de la tierra, el son de la

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piel de la tierra. Son de lo que no hay. Lo que no hay, la nada, el caos, el no ser, suena. Son. ¿Pero el son-pregunta también la niña, según Cintio Vitier- es verbo o sustantivo? Es verbo sustantivo, sustancia verbal que aún no es palabra ni discur­ so ni historia. Son son. Los ritmos vienen de la superficie. De las afueras. De las inmediaciones. Los cantantes son de don­ de son, de donde el son, no son del ser sino del son, de donde suena ser. Todo eso que son es lo que constituye el sabor de las palabras, de lo que están hechas las palabras, las cosas mismas. La verdad y el significado de las palabras es lo que ellos son, realidad contante y sonante, de tomo y lomo. Figu­ ras, imágenes, ritmos, trenzados. De la loma. De la piel de la tierra. Y cantan en llano. Llanamente. En la superficie. En la len­ gua que está en la punta, en la superficie, en la piel de la lengua. En la lengua que sabe a cosas. Que sabe cosas. Que ha oído. Cosas. En la lengua que sabe a cosas y no las dice. En la len­ gua que calla con las cosas, que hace sonar el silencio de las cosas. El llano. ¿El castellano? El castellano llano, en todo caso. De lo que no hay. Mamá, ellos son de la loma, mamá, ellos cantan en llano. Ya verás. Tú verás. De don. De son. Los cantantes.

El concepto vivo o ¿Dónde están las llaves? Ensayo sobre la falta de contextos"'

But I ivas so much older then, I’m younger than that now.

Una vieja fórmula de reputación nietzscheana presenta la re­ lación entre concepto y metáfora en términos de ruina; la interpretación más extendida retiene de ella que el concepto es la ruina de una metáfora, es decir, una metáfora tan des­ gastada por el uso (o, dicho de otro modo, tan desusada en cuanto metáfora) que ha perdido su condición original -su gracia- y ha borrado las señales de su procedencia, obtenien­ do su prestigio de (aparente) concepto, como muchas ruinas históricas, precisamente de su antigüedad, de su desgaste y desuso, de su estado ruinoso; algo así como lo que el mismo Nietzsche decía de la verdad: que es una mentira tan vieja y repetida que ha olvidado su propia falsedad (la verdad es la ruina de una mentira, podría decirse). Sin embargo, esta re­ lación es claramente reversible si ampliamos el espectro se­ mántico del verbo «arruinar»: también la metáfora es la rui­ na del concepto -pensamos a menudo-, pero esta vez en el sentido de que es aquella operación que arruina al concepto mismo, es decir, que lo invalida qua concepto, que lleva a la quiebra la empresa filosófica dejando al desnudo la vanidad retórica que usurpaba el papel de núcleo epistémico. Al me­ nos desde aquella acusación mediante la cual Aristóteles re- * * «El concepto vivo o ¿Dónde están las llaves? Ensayo sobre la falta de contextos», Archipiélago n.“ 31, Barcelona, diciembre de 1997, pági­ nas 40-48.

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prochaba a su antiguo maestro Platón el dedicarse a cons­ truir «metáforas poéticas» (léase: en lugar de conceptos), la relación de incompatibilidad parece garantizada: la metáfora tiene su lugar exclusivo en la Poética y en la Retórica, el con­ cepto tiene el suyo en la Dialéctica y en la Ontologia, y un poeta metido a hacer conceptos es al menos un espectáculo tan ruinoso como el que ofrece un filósofo puesto a hacer metáforas. Desde este punto de vista, el veneno de la fór­ mula nietzscheana no tiende tanto a eliminar esta distinción (concepto/metáfora, filosofía/literatura) cuanto a inutilizarla llevándola hasta sus últimas consecuencias: si el concepto ha de ser algo sin parentesco alguno con la metáfora, entonces no hay conceptos y la filosofía no es más que literatura alie­ nada, inconsciente de sí. A la edificante tarea de «superar» esta alienación y de «concienciar» a la filosofía de su falta de fundamento se ha dedicado una buena parte del movimiento conocido como «deconstructivista», desde las altas cumbres de un sagaz ar­ tículo en el que Jacques Derrida reparaba en el carácter me­ tafórico del término «metáfora» para indicar la imposibili­ dad de hallar un plano lingüístico de ángulo de inclinación igual a cero con respecto al cual medir las desviaciones de los sentidos figurados. Esta extensión ilimitada de la metaforicidad y la figuración (que inundaría entonces la totalidad de los usos lingüísticos) fue recibida con cajas destempladas por el pensamiento más conservador. Que esta reacción conser­ vadora no encontró -más allá de su dramática pirotecniaun antídoto eficaz contra el veneno extraído del nietzschea­ no tarro, lo prueba, entre otras cosas, el hecho de que uno de sus más dignos empeños, firmado por Paul Ricoeur, no halló mejor expediente para restaurar la distinción clásica que el recurso al tomismo escolástico (si no puro, al menos duro), reponiendo la doctrina de la analogía del Angélico Doctor y sin conseguir, a pesar de todo, frenar por esta santa vía los efectos de la erosión. Lo que merecería llamarse «la teoría de la transposición» de Rafael Sánchez Ferlosio1 representa, a mi modo de ver,

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una posibilidad lúcida y fructífera de reformular las relacio­ nes entre concepto y metáfora, lejos del callejón sin salida al que conduce la polémica recién citada y, por tanto, libre de lo que he caricaturizado como «reacción conservadora» (con­ taminada por los efectos de una sustancia que el propio Rafael Sánchez Ferlosio ha catalogado como «abeceína»), y perfec­ tamente compatible con la pérdida de ingenuidad derivada del reiteradamente aludido veneno nietzscheano en lo que hace a las relaciones de tensión entre ambos órdenes1.

De afluentes Rafael Sánchez Ferlosio partía de la clásica definición bühleriana de «metáfora», condensación por su parte de una casca­ da de definiciones aportadas por la tradición, pero que pre­ senta la ventaja de pasar por alto la problemática noción de «semejanza», habitualmente invocada por los tratadistas,

i. «Sobre la transposición», hoy en Ensayos y artículos, II, op. cit., pp. 47-85, de donde extraigo todas las citas. Considero este texto como una (sólo por sus dimensiones) pequeña obra maestra entre las reflexiones de Rafel Sánchez Ferlosio sobre el lenguaje que, como es sabido, contienen auténticos tesoros. No he podido consultar, como hubiera sido mi deseo, la versión original de este trabajo, que nació como epílogo a la traducción de cierta obra francesa de Psicología, ante el celo de cuyos censores acabó su­ cumbiendo, aunque probablemente haya que agradecerle a la diosa Fortu­ na que, debido a este hecho, el escrito no haya unido la suya a la de un li­ bro de tutores tan celosos. 2.. Fluelga decir que, en lo que sigue, haré un uso deliberadamente inte­ resado de las tesis de Rafael Sánchez Ferlosio, y que incluso en la mera ex­ posición de las mismas estarán inyectados estos intereses, tocándole al lec­ tor deslindar los juicios de la sabiduría de las conjeturas -si no desvarios- de un aficionado; subrayo de entrada, además, que el principal de estos intere­ ses (y, por ello, el principal origen de los posibles desvarios) consistirá en aplicarle a esta teoría sus propias conclusiones, relevándola de su contexto -la discusión sobre el primado de la generalidad o de la especialidad en el seno de la psicología genética- para situarla, no sé si en otro o, acaso más precisamente, en cualquier contexto.

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empezando por el citado Aristóteles; en su lugar, la defini­ ción de partida ofrece un apoyo sensato a la no menos clásica distinción entre sentido propio y sentido figurado, describien­ do la operación metafórica como aquella que superpone o conecta esferas semánticas en principio separadas. Así, los compartimentos estancos de las «piedras preciosas» y de la «fisonomía del rostro» se superponen o conectan en la sobada figura que convierte en rubíes a los labios de la amada, en la cual la primera exporta una palabra desde su terreno propio hacia otro contexto ajeno, que la recibe o importa, dando lu­ gar a un «estado de excepción» (la «licencia poética») en el régimen del habla, cuya «normalidad» vendría definida, en cambio, por el mantenimiento de las palabras en su esfera se­ mántica o contexto apropiado. Casi podría decirse que la fi­ gura (a la que alude la noción de «sentido figurado» ) es el di­ bujo que traza el trayecto inédito que abre la posibilidad de ensamblar contextos lingüísticos separados y, al menos en principio, excluyentes1. Así pues, la metáfora es una transgresión o interrupción de la normalidad lingüística que, sin embargo, no la neutra­ liza totalmente (es decir, no disuelve la compartimentación del léxico en parcelas semántico-contextuales exclusivas), ya que, como no se ha dejado de señalar en una línea que comienza con el Estagirita y llega al menos hasta Umberto r. La «semejanza» a la que aluden tantas definiciones tradicionales de la metáfora es, pues, una semejanza forzada, producida, artificial: no es que el poeta «aproveche» una similitud natural preexistente -por ejemplo, entre un rubí y unos labios-, pues, como alguien dijo, sería difícil hallar en la naturaleza dos cosas que no se parezcan en algún aspecto (pero también que no difieran en otro, razón por la cual indica Rafael Sánchez Ferlo­ sio que toda comparación hace agua por algún costado) y, como sostiene el mismo Ferlosio, si es que las cosas mismas se asemejan o se conectan, no hay metáfora alguna en las palabras que se limitan a reconocer tal aproxi­ mación instituida: los labios humanos y los rubíes se parecían tanto o tan poco lo mismo antes que después de que se codificase la metáfora que los relaciona; lo que hace metáfora (lo que instituye semejanza) es la transfe­ rencia inédita o exportación de contrabando desde una esfera semántica a otra, ya que abre una veta ilimitada de efectos poéticos de sentido.

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Eco, la innovación (cuando la hubiere) operada por la metá­ fora sólo puede producirse en contraste con -y, por tanto, sobre- un fondo previo de normalidad que la figura necesita conservar para poder resaltar y hacer relieve contra él. Rige aquí el tópico según el cual la excepción confirma la regla a la vez que la viola. La metáfora es, así, al mismo tiempo innovadora (al proceder a un cortocircuito semántico irregu­ lar) y conservadora (al remitir a la regularidad de la dis­ tribución del léxico en esferas mutuamente ajenas)1. La figu­ ra poética es siempre una obra de palabras realizada por los hablantes con la lengua de forma consciente, deliberada, reflexiva y electiva («Sobre la transposición», 49), a tal pun­ to que su carácter de ficción, que exige la complicidad del alocutario o de la audiencia, suele llevar las pertinentes mar­ cas suprasegmentarias o contextúales capaces de acreditar su efectividad. Y ello, tanto cuando se trata de un «produc­ to individual» del «ingenio lingüístico personal» de un ha­ blante singular que ocasionalmente la improvisa, como cuan­ do se trata de sentidos figurados de una palabra aceptados por público consenso entre los interlocutores ( «Sobre la trans­ posición», 49 y 76). Con estos antecedentes, nada parecería más adecuado que aplicar esta teoría de la exportación del léxico a esferas impropias al primer ejemplo aducido por Rafael Sánchez Ferlosio: una niña de cinco años que llama «afluente» a una calle y no a un río, importando -diríase- a la esfera del ur­ banismo un fragmento léxico de la esfera de la hidrografía. i. Aquellos casos -rayanos en la homonimia o equivocidad- en que una misma palabra contiene acepciones no conectadas por ninguna figura, y en los cuales, por tanto, se trata más bien de dos palabras distintas -por mucho que «suenen» o «se escriban» igual-, confirman el poder de esa dis­ tribución del léxico en compartimentos. Véase, sobre este punto, la clasifi­ cación de Rafael Sánchez Ferlosio en el art. cit., p. 76, y también en pp. 5 z y ss. Por otra parte, la combinación entre «innovación» y «conservación» es inteligentemente teorizada por Ricoeur, quien extrae un rendimiento ulte­ rior de la noción (formulada por Cohen) de «reducción de la desviación», en La metáfora viva, Madrid, Cristiandad, 1980.

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Y, sin embargo, la tesis de Rafael Sánchez berlosio es que, precisamente ahí, no hay metáfora alguna.

De tuberías Y es que aquí hay que retrotraerse desde la metáfora hasta sus condiciones de posibilidad. Si metáfora significa trasla­ ción (aún más claro en el griego moderno, donde hacer una metáfora es cambiarse de casa, es decir, metáfora = mudan­ za), entonces la metáfora presupone «que algo está en un lu­ gar determinado» y propio, a saber, las palabras en sus do­ minios de significación exclusiva y normal, pues, como ya hemos visto, el único modo de comprender la distinción «propio/figurado» consiste en aceptar la distribución del léxico en campos semánticos o contextos usuales. Sólo pueden ha­ cerse mudanzas cuando las palabras tienen cada una su casáj su domicilio o su residencia, del mismo modo que sólo pue­ den darse estados de excepción o licencias para infringir (fic­ ticiamente) allí donde la ley (o al menos la norma) mantiene su vigencia. La metáfora es una innovación vigilada, y la «li­ bertad poética» una libertad bajo fianza (porque confía en la norma que suspende y reconoce la autoridad que le otorga permiso para transgredirla). Ahora bien, lo importante a este respecto es señalar el lu­ gar que corresponde a la normalidad lingüística (tomen nota quienes tienen entre manos leyes de «normalización lingüís­ tica») en el orbe del lenguaje. Y resulta que la distribución del léxico en esferas o domicilios «privados» es, según Rafael Sánchez Ferlosio, un «fenómeno de hecho» ( 5 3 ) extraño a las leyes inmanentes que rigen la necesidad interna de una len­ gua. No en vano la lingüística diacrònica enseña que, de to­ das las dimensiones de una lengua, la semántica es la más vo­ luble-la más fenoménica o la menos numénica, diríamos con Ferlosio-, porque es la más sensible a los cambios de la cir­ cunstancia extralingüística: los acontecimientos históricos pueden ocasionar modificaciones a veces radicales en el cam-

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po del significado (o sea, fenómenos de especialización del lé­ xico), modificaciones que a menudo pueden fecharse y cuyos protagonistas pueden incluso ser identificados; en cambio, los transtornos en el campo del significante son más depen­ dientes del movimiento interno de la lengua, y se producen sin fecha fija y sin protagonistas determinables, anónima e imper­ ceptiblemente. Si esto es así, se sigue de ello que la especializa­ ción semántica del léxico y su adhesión a residencias contex­ túales propias es un fenómeno empírico, secundario, derivado y, hasta cierto punto, ajeno a la lengua (su sitio estaría más bien en «la experiencia fáctica del habla»). Y se sigue igual­ mente el carácter derivado, secundario y externo (empírico) de las nociones de sentido propio y sentido figurado y, por tanto, de la noción misma de «normalidad lingüística» que domicilia las palabras en esferas estancas (nótese que el término «sentido indirecto» puede interpretarse como el aviso de mudanza deja­ do por una palabra que «cambia de dirección»). Mientras que la metáfora presupone esta normalidad lin­ güística superficial y empírica que viene a interrumpir, la trans­ posición infantil de los casos aportados por Rafael Sánchez Fcrlosio (por ejemplo: utilizar el término «tuberías» para re­ ferirse a los conductos a través de los cuales un gusano se abre paso en una manzana) no es metafórica por estas dos ra­ zones: primero, porque se produce sin previo reconocimiento de la «normalidad lingüística» vigente, es decir, antes o al mar­ gen de las determinaciones que especializan las palabras res­ tringiendo su uso (restricción que no tiene en cuenta ni siquie­ ra para infringirla); y segundo, porque no se trata en ella de algo que el hablante hace con la lengua o con las palabras, sino de un movimiento propio de la lengua, hecho por la len­ gua misma: «no hay una manufactura deliberada, reflexiva, electiva y secundaria de un ingenio lingüístico personal, sino una obra espontánea y natural de la palabra misma; no hay un producto individual del hablante, sino un impersonal y anónimo producto de la lengua» (49). Así pues, podríamos decir que los dos movimientos inherentes a la metáfora, a sa­ ber, su capacidad innvadora (interrupción de la normalidad,

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estado de excepción) y su capacidad conservadora (reconoci­ miento de la regularidad vigente) son de naturaleza totalmen­ te diversa: las «especies» o esferas domiciliares del segundo movimiento se encuentran en una zona empírica, externa, constituyendo «el nivel más exterior [...] de [...] su capacidad significativa» (56), la corteza más superficial de la lengua (y la metáfora muerta es la que se fosiliza en esta periferia aban­ donando toda pretensión innovadora y convencionalizándose); en cambio, la tendencia a cambiar de dirección (la posibilidad de mudanza) o, mejor, a eludir la distribución es­ pecializada o las leyes de la propiedad privada de las pa­ labras, procede de la fuerza interna de la lengua, de una di­ mensión que podríamos llamar trascendental, la libertad trascendental del numen vivo del lenguaje1, qupÁio espera a que la autoridad normalizadora le conceda licencia para transgredir porque no reconoce determinación ni restricción previa alguna.

De gatos fieros «Aquí no hay metáfora, sino acción directa, inmediata, autóc­ tona, del concepto vivo, aún no sujeto a determinación y res­ tricción de esfera [...] una aplicación inmediata y absolu­ tamente propia del concepto» (49 y ss., cursivas mías). Una niña que señala al tigre o al león diciendo: «un gato», no transgrede ni viola normalidad lingüística alguna, sino que antes bien extrae del lenguaje una figura ideal (no retórica ni poética, sino puramente conceptual) completamente autóno­ ma con respecto a las especializaciones semánticas y a las de­ terminaciones contextúales secundarias, absolutamente pre­ via con respecto a la distinción entre lo normal y lo anómalo, lo recto y lo figurado, lo prosaico y lo poético, etcétera. Y esto es lo propio del concepto: su «franquía de aplicación i. «El vivo numen del lenguaje se me representó resplandeciente en toda su fecunda libertad» («Sobre la transposición», p. 48).

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respecto de un compromiso restrictivo [...] definido por el contexto« (82). De modo que el concepto (en cuanto expre­ sión de la potencia numémca y trascendental de la lengua, que goza de libertad sin fianza en la normalidad empírica) retiene toda la fuerza innovadora de la metáfora (cuya fuen­ te constituye), pero sin necesidad de mantener, como ella, un compromiso con la normalidad usual o fenoménica -con res­ pecto a la cual ostenta una plena autonomía- ni un vínculo con el ingenio individual o las convenciones semánticas. La metáfora interrumpe una normalidad que necesita respetar para constituirse ella misma como excepción a la regla; el concepto cuestiona toda normalidad, y está antes de la dis­ tinción entre regla y excepción o, si se prefiere, es una excep­ ción o una irregularidad continua. Aparece aquí, no obstante, un problema que en el artículo de Rafael Sánchez Ferlosio no recibe tratamiento explícito: ¿cómo definir el concepto por su aplicación «absolutamente propia» si se le reconoce primacía sobre-e independencia dela constitución de las esferas contextúales que posibilitan la distinción entre lo propio y lo impropio (se ve aparecer por la rendija al deconstructivista que nos recordaría que el sentido del término «propio» es ya un sentido figurado) ? La termino­ logía de Lerlosio podría suscitar equívocos en este punto: por una parte, se afirma de la metáfora que conserva «el atributo diferencial» de una palabra en la esfera ele la cual se la toma (el Estagirita hubiese dicho: su diferencia específica); por otra parte, se sostiene que eso mismo es lo que hace la «imagen conceptual» o «figura secreta», retener los datos diferenciales para una identificación suficiente en el seno de su esfera (¿no estamos aquí a punto de perder de nuevo la diferencia entre metáfora y concepto?). Así pues, ¿cómo puede haber «diferen­ cias específicas» allí donde no hay «especies»? 1.a solución a esta dificultad (que es el fondo de la discu­ sión entre Platón y Aristóteles o entre Schelling y Hegel) es en sí misma difícil, y obliga a redescribir las relaciones en­ tre metáfora y concepto: «La metáfora [...] podría ser, en tal sentido, como una luz retrospectiva sobre la situación y na-

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turaleza primaria del concepto, y también sobre la índole de su capacidad cognoscitiva» (84). Digámoslo de este modo: la propiedad característica del concepto (lo que hace que no se pueda llamar «impropio», «figurado» o «metafórico» al uso que la niña hace de las palabras «afluente», «tubería» o «gato» en los ejemplos aducidos), y que efectivamente con­ siste en construir una diferencia (Ferlosio habla de «núcleo diferencial» ), es una propiedad que no depende para nada de la distinción entre propio e impropio derivada de la configu­ ración empírica de los campos semánticos en contextos, del mismo modo que la singularidad que el concepto realiza (la que capta la niña cuando de un modo conceptualmente pro­ pio, y no metafórico ni normal, usa «tubería», «afluente» o «gato») no es una diferencia específica derivada de la distri­ bución de los entes en especies o del léxico en esferas: se tra­ ta de un núcleo diferencial libre (esto es: que no se distingue como una nota o determinación se distingue de otra en un cuadro de determinaciones prefijadas, sino que se distingue de -y en- lo indeterminado, es decir, como una determina­ ción que no es negación, como una determinación indetermi­ nada), de una singularidad errática, vaga, ambigua o no asig­ nable, en el sentido de que frecuenta todos los domicilios sin reconocer ninguno como propio; y los ejemplos de Ferlosio sugieren que esta propiedad «pública» (y sin embargo ínti­ ma) de la palabra no se pierde -aunque se disfrace- por mucho que se actualice (mediante metáforas propiamente di­ chas) en tal o cual «diferencia específica», una vez configura­ do el dominio empírico secundario de las esferas normales, ni por mucho que se reparta entre lo propio y lo ajeno de los domicilios privados de las palabras. Si el concepto se distin­ gue (entre otras cosas, de la metáfora) por la aplicabilidad directa o inmediata de la singularidad en la cual consiste (en donde la «inmediatez» o el caráter «directo» de la aplicación indican, frente al «sentido indirecto» de las figuras poéticoretóricas, la no necesidad de pasar por la mediación de las es­ feras especializadas de significación coaguladas en contex­ tos), lo hace, en efecto, como un resplandor numénico que

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precede a la especialización semántica y la condiciona, pues, al fin y al cabo, es esa diferencia libre y errática la que se re­ parte y distribuye, domesticada como identidad, en las re­ giones del mapa semántico que cristalizan la normalidad fáctica del habla. Una diferencia que no es específica, ni genérica, ni individual, sino desnuda y simple diferencia, y no por vaga débil, poco rigurosa o vacilante1; la metáfora, cuando es innovadora y no fósil {viva, en la terminología de Ricoeur) es, por ello, en cuanto a su capacidad de transgre­ sión de límites entre domicilios especializados, un reflejo de ese brillo interior del concepto en la superficie externa del lenguaje, el reflejo de lo trascendental en lo empírico o de lo numénico en lo fenoménico: «El núcleo activo [...] diferen­ cial de la palabra es lo que sobrevive a la neutralización de las esferas, o sea, precisamente aquello que la metáfora con­ serva» (5 6). Digamos que, aunque la metáfora -superposición de esfe­ ras semánticas- es algo que los hablantes hacen con la lengua, la posibilidad de operar este juego o esta ficción no procede exactamente de los hablantes ni, por tanto, de la metáfora misma, sino más bien de la fuerza conceptual de la lengua. Solamente puede la metáfora «hacer la semejanza» (conectar en un trayecto inédito o inusual campos incomunicados) por­ que previamente el concepto se ha encargado de «hacer la di­ ferencia» (pues, como muestra exhaustivamente Rafael Sán­ chez Ferlosio, aquello con lo cual la poesía hace metáforas es justamente ese «núcleo diferencial» indeterminado o inme­ diato). Aunque la metáfora pueda ser -y quizá tenga que ser­ la ratio cognoscendi del concepto (léase: lo que nos hace com­ prender que hay conceptos), el concepto es la ratio essendi de la metáfora, su condición de posibilidad y su «figura secreta». (Entre paréntesis, ésta podría ser la revancha de Platón so­ bre Aristóteles: allí donde el segundo -cuya afición a la teoría i. Sobre esta vaguedad o «baja intensión» observa Ferlosio: «El con­ cepto no es como un ejército que es tanto más fuerte cuanto mayor sea el número de soldados» (p. 79).

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de las esferas es conocida- exige, para que haya concepto, que se dé la mediación del «término medio», porque argu­ menta desde un territorio lógico y ontològico donde tanto los entes como las palabras están encerrados en especies -cada una de ellas definida por su diferencia específica- y determi­ nadas según grados de generalidad jerarquizados por abs­ tracción y especificación, y por tanto sólo puede ver «metáfo­ ras poéticas» en las aplicaciones inmediatas e inespecíficas que el Ateniense llamaba Ideas, Platón -que en el Sofista ele­ va precisamente la Diferencia «directa e inmediata» a la cate­ goría de Idea- recuerda a su ex discípulo que son más bien sus pretendidos conceptos los que quedarían reducidos a cenizas retóricas -semejanzas indirectas- de no ser por el briI lo conceptual que les prestan las Ideas, esos signos vagos, ambiguos según diría Leibniz, directos e inmediatos de una diferencia no sometida al servicio-de la identidad; Aristóteles corrige a Platón con el «sentido común» de un adulto que «sabe» que los gusanos no hacen tuberías y que un león no es un gato; pero Platón conserva, frente a esa objeción, la digni­ dad y la libertad trascendental [la perpetua espontaneidad o la incorregible niñez] de la lengua, capaz de captar la diferen­ cia del concepto fuera de su encierro en domicilios privados. LI tigre tiene gato encerrado, pero no se llega a él -no se libe­ ra al gato ni se le restituye su ferocidad al concepto- a fuerza ile «generalizar» lo particular o de «buscar semejanzas» entre especies [lo que así se hace, más bien, es dar gato por liebre]. Pues así como hay metáforas muertas [fosilizadas por la con­ vención y catalogadas por la filología], también hay concep­ tos muertos: aquellos que proceden por abstracción desde lo particular y especializado hacia lo general. Quienes confun­ den los conceptos con tales abstracciones temen a la franquía de la aplicación inmediata, que para ellos significa que, al abrirse todas las jaulas, se encontrarán inmersos en la misma pi‘sadilla que a Hegel le producía la lectura de Schelling, la noche oscura en donde todos los gatos son pardos, y ya no podrán llevárselos al agua de su gramática).

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De duros raros De modo que ahora podríamos decir, en sentido propio y restringido (hablando como adultos), que la metáfora es la ruina del concepto. Lo conserva, si es viva (aunque invirtien­ do en transgresión consentida una espontaneidad írrestricta), y lo arruina si es fósil (porque elimina hasta la última sombra de excepcionalidad). Es lo que queda del concepto, como residuo, en el habla normalizada. Acechar el brillo de los númenes (¿o se escribía «noúmenos»?) entre los residuos arruinados es quizá la tarea de la filosofía y lo que sella su inquebrantable amistad con la literatura, los mitos o la poe­ sía (vehículo de lo que en otro tiempo se llamaba sabiduría y que permite una reconciliación con el deconstructivismo bien entendido). Si las esferas semánticas pueden compa­ rarse con domicilios privados cuya inviolabilidad define la «normalidad» del habla, y la metáfora con un estado de ex­ cepción que autoriza en condiciones especiales a violar esa privacidad, «cualquier constelación de conceptos realmente fecunda para el conocimiento no habrá de ser como una co­ lección de llaves para otras tantas puertas predeterminadas, por numerosas que sean, sino como un tal vez pequeño jue­ go de ganzúas capaz de abrir siempre nuevas e ignotas cerra­ duras» (84). Si se me permite exprimir un poco más el jugo de esta soberbia figura, llamaría la atención sobre algunas diferen­ cias entre las llaves y las ganzúas. 1) Poseer un juego de llaves es indicio de pertenencia a aquel estrato en donde resulta per­ tinente la distinción entre lo propio y lo impropio: las piezas del llavero enumeran las propiedades de su portador, pero al mismo tiempo le recuerdan la existencia de otros lugares de los que no posee llave y que, por tanto, le son ajenos o extra­ ños. Quien tiene, en cambio, un manojo de ganzúas, es por definición un amigo de lo ajeno (ni siquiera un ladrón, pues este último es un «delincuente contra la propiedad», y por tanto pertenece al estrato en que lo ajeno se distingue de lo

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propio), sus ganzúas (como una síntesis pura o a priori) están hechas para abrir cualquier puerta, no porque las abran to­ das y cada una (por, digamos, generalización a partir de ce­ rraduras particulares), sino porque abren exactamente esa puerta indeterminada cuyo nombre propio es cualquiera (el común de las puertas). 2) Además, incluso aunque imaginá­ semos a un propietario dueño de un inmenso juego de llaves capaz de abrir todas las puertas del universo, todo buen ce­ rrajero sabe que siempre se podría construir una nueva cerra­ dura cuya llave no estuviera en el juego (nunca se puede desembocar por inducción en la conclusión: «Y éstas son to­ das las llaves»); es decir, que las llaves -justamente porque se construyen a posteriori, basándose en cerraduras deter­ minadas, como síntesis empíricas que ilustran la aguada teo­ ría de la verdad como correspondencia entre la palabra y la cosa- sólo pueden abrir cerraduras actuales, mientras que las ganzúas se remiten a cerraduras virtuales que no se confun­ den con -ni se reducen a- ninguna de las cerraduras efec­ tivamente existentes. 3) Por otra parte, de las llaves pueden hacerse copias (tantas como se desee), pero nunca abrirán más que una sola cerradura determinada, mientras que las ganzúas son siempre únicas y originales, pues no se han obte­ nido a partir de una cerradura concreta. Y 4), para terminar, obsérvese que, según la hipótesis, las llaves no son sino una suerte de ganzúas degeneradas, hiper-simplificadas y ultraespecializadas. Si ahora el lector se toma la molestia de sustituir «gan­ zúa» por «concepto» en el párrafo anterior, comprenderá quizá la importancia de esta teoría de la transposición para la filosofía, frente a quienes intentan reducirla a un juego de llaves -o sea, a un juego de palabras (especializadas)- y qui­ zá comprenda, también, por qué tuvo que ser esa misma niña que exclamó «¡Qué duro más raro!» ante una entrada tauri­ na la que condujo al formulador hasta su teoría con sus cua­ tro intervenciones ejemplares: los niños no tienen llaves ni lugar propio dentro del mundo o de la casa, no han alcanza­ do aún la condición de propietarios (por eso preguntan, im-

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pertinentemente, cantando, dónde están las llaves); sólo tie­ nen, como la buena filosofía, un pequeño manojo de ganzúas que los adultos y los enemigos de la filosofía tienden a con­ fundir con metáforas. Que la voz cantarína de esa niña a quien nuestro homenajeado confiesa en algún lugar haber querido más que a nadie en este mundo, que esa voz de la lengua eternamente niña, de la niña eternamente lengua, sea la guía de una verdad que aún es capaz de arruinar aquella mentira que repite el matarile psicopedagógico de que el con­ cepto se aprende por generalización a partir de casos particu­ lares y especializados, todo ello indica quizá que la escritura sólo puede rozar la sabiduría cuando es guiada por el amor -aunque escribirse con amor implique aquí leerse con dolor, como el «escribir con sangre» del que hablaba Nietzsche es inseparable de la crueldad del aprendizaje o de la cultura a la cual también se refirió-. La lengua de la niña, o sea, la niña de la lengua, más lúcida aún que la del ojo [Mamá, yo quie­ ro saber, los lectores ya saben: el ser no tiene casa, ni tampo­ co las palabras domicilio propio), ella permanece cerrada para los adultos lingüísticamente normalizados por la ley o por la costumbre. No podemos entrar en nuestra propia casa porque nos hemos dejado las llaves... dentro. Este exilio in­ soluble sólo puede sobrellevarse con un pequeño juego de ganzúas capaces siempre de abrir nuevas e ignotas cerradu­ ras. No otra cosa son, para quien esto firma, los escritos de Rafael Sánchez Ferlosio.

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Las desventuras de la potencia (Otras consideraciones inactuales)'"'1

Las desventuras de la potencia: algo en este rótulo un poco extravagante suena de un modo parecido a aquel subtítulo del Marqués de Sade, los infortunios de la virtud, es decir, con un cierto aire de fatalidad. El cruel destino de la heroína de Sade consistía en que, cuanto más pretendía escapar del pecado, más profundamente se sumía en él. Aunque, en la narración de Sade, esta lógica tiene un relativo sabor a comi­ cidad, parece ser la lógica misma de la tragedia, que alguien resumió, con mayor crueldad, en la fórmula las buenas in­ tenciones son forzosamente castigadas, una fórmula cuya crueldad se deriva, sin duda, del forzosamente. Pues era este mismo alguien quien recordaba que en la frase con la que F. S. Fitzgerald comienza su relato The Crack-up, a saber, *' «Las desventuras de la potencia (otras consideraciones inactuales)», Logos, vol. 3 5, Universidad Complutense de Madrid, pp. 55-78. i. El presente texto reproduce, prácticamente sin modificaciones, una intervención que tuvo lugar el 19 de noviembre de 1999 en el ciclo Bien y verdad en tiempos de nihilismo, promovido por el Decanato de la Facultad de Filosofía de la UCM para auspiciar el encuentro de dicha Facultad con varios pensadores italianos. Además de manifestar mi agradecimiento por la invitación que dio origen a este escrito, me siento especialmente obligado con quienes en aquella ocasión se dignaron discutirlo conmigo-entre otros, María José Callejo Hernanz y Juan Manuel Navarro Cordón-, haciendo observaciones que, si no están incorporadas al texto, sí que lo están tanto a mi memoria de los problemas suscitados como a mis intenciones de conti­ nuar desarrollándolos. De todos los participantes en la discusión quiero, sin embargo, recordar especialmente a tres profesores que ya no están entre nosotros: Rafael Larrañeta, Eugenio Fernández García y Franco Volpi.

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toda vida es, por supuesto, un proceso de demolición, toda la crueldad está condensada en el por supuesto. La fatal necesi­ dad que se adivina en esas expresiones es parecida a la de aquel refrán oriental: Cuando la flecha está en el arco, tiene que partir, que fue objeto de un prolijo comentario por par­ te de Rafael Sánchez Ferlosio (un comentario que procuraré tener presente a lo largo de estas líneas). Algo así parece sucederle a la categoría ontològica de potencia, que presentimos fatalmente destinada a la actualidad, es decir, a ese modo de ser que algunos consideran como la fatalidad misma de Occi­ dente. Fatalmente destinada al acto, las desventuras de la po­ tencia consistirían en su caída en una trampa sin solución aparente: la potencia no puede sino tender al acto; caben, pues, dos opciones: que alcance la plena actualización, o que fracase en su intento y no lo consiga. Si logra su objetivo, se habrá negado a sí misma en cuanto potencia, al ser exhausti­ vamente agotada por la actualización, se habrá extinguido y disuelto en la presencia plena (lo que sería un modo de «mo­ rir de éxito» o de desventura afortunada); si, en cambio, su tendencia queda frustrada, quedará condenada a la infelici­ dad y a la insatisfacción, como un alma en pena a quien no se concede ni siquiera la paz del descanso eterno, como un reo retenido para siempre en el corredor de la muerte, la eje­ cución de cuya sentencia no queda nunca definitivamente de­ rogada ni definitivamente cumplida (lo que sería un modo de «fracasar sin muerte» o de desventura desafortunada). La po­ tencia es desventurada porque parece estar permanentemen­ te secuestrada por el acto, que sólo la liberará muerta. Se diría, entonces, que todas las desventuras de la poten­ cia proceden del simple hecho de que es potencia, sólo poten­ cia y no actualidad, es decir, del hecho de que no es todo lo que puede ser, de que le falta algo para ser plenamente lo que es. Tener potencias es, en este sentido, tener un déficit de ac­ tualidad, y estar abocado a hacer un esfuerzo por cubrir ese déficit, lo cual ya es en sí mismo una desventura. Se diría, igualmente, que la desventura originaria no es del acto ni de la potencia, sino que consiste en la escisión entre acto y po-

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tenda, es decir, en el hecho de que las cosas no sean plena­ mente lo que son. Pero -podría objetarse inmediatamente-, hablar así es presuponer, sin haberlo justificado de ninguna manera, lo que solemos llamar el primado de la actualidad, es decir, presuponer que lo actual es lo positivo y pleno y lo potencial lo negativo y deficitario, presuponer que la actuali­ dad es el fundamento o la razón de ser de la potencialidad, cuando podría ser más bien al contrario. Claro que esto se­ gundo -defender el primado de la potencia sobre el acto-im­ plicaría, según suele entenderse, violentar nada menos que toda la filosofía occidental, empezando al menos por Aristó­ teles, y sustituir la llamada metafísica de la presencia (es de­ cir, la metafísica que parece desprenderse del primado de lo actual) por una revolucionaria metafísica de la ausencia que renunciaría a tal primado y que, al contrario, manifestaría una preferencia notoria por lo potencial, lo posible, lo vir­ tual o lo inactual, que intentaría colocar como fundamento -aunque fuera como fundamento por falta de fundamento, como fundamento-en-falta- con respecto a lo actual. Me gus­ taría, en las líneas que siguen, deshacer la posibilidad de esta oposición entre metafísica de la ausencia y metafísica de la presencia mostrando su perfecta equivalencia y sugerir, sin ninguna pretensión de originalidad (sino únicamente a fuer­ za de repetir cosas bien conocidas), otra manera de interpre­ tar el primado del acto sobre la potencia que pudiera servir, precisamente, para escapar de esa alternativa.

El primado de la actualidad: una interpretación teológica Formulemos de alguna manera, para empezar, el tan menta­ do primado del acto sobre la potencia, y hagámoslo de un modo que pueda considerarse en lo esencial fiel a Aristóteles, a quien no sería exagerado atribuir el haber usado, con cier­ ta frecuencia, un principio que podría enunciarse así: toda potencia implica actualidad, pero no a la inversa.

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A partir de esta desnuda formulación, puede procederse de muchas maneras, y quisiera en principio evidenciar una de ellas, la estrategia de lo que podría llamarse la interpretación teológica del primado de la actualidad. Aunque quizá decir «interpretación» no sea aquí demasiado adecuado, ya que pa­ rece tratarse, como se verá enseguida, de un intento de fundamentación teológica de dicho primado. Si la fundamentación teológica se hace necesaria es ante todo porque el primado en cuestión no es susceptible de una justificación lógica ni tampoco física. Es cierto que el mismo Aristóteles lo presenta a veces con una argumentación apa­ rentemente lógica, sosteniendo que el acto es anterior a la po­ tencia desde el punto de vista del concepto, dado que el con­ cepto de potencia presupone el de acto. En efecto, decimos que algo está en potencia en vista del acto del cual lo conside­ ramos potencia y, en esa medida, la potencia implica el acto hasta el punto de que no es otra cosa más que un acto implí­ cito o posible. Pero lo impecable de esta argumentación no elimina el hecho de que puede invertirse: aun admitiendo que el concepto de acto está implicado en el de potencia (y que la potencia no es más que un acto implícito), nada parece im­ pedir un razonamiento de forma circular que sostuviese que también el concepto de acto presupone el de potencia, en la medida en que el acto sea pensado como una potencia explí­ cita o realizada. Podríamos hablar, entonces, de una suerte de mutua implicación o de presuposición recíproca, pero en nin­ gún caso (al menos en función de los motivos hasta aquí ex­ puestos) de prioridad. Evidentemente, no es esto lo que Aris­ tóteles quiere defender en todos los casos -porque él está vislumbrando un acto que no se ha generado por actualiza­ ción de potencia alguna-, sino que, al contrario, presenta a menudo la potencia como una mera negatividad, una reali­ dad que no tiene nada de positivo, que no es sino, como an­ tes decíamos, un déficit de actualidad. En este sentido, acto y potencia no parecen diferir en naturaleza, sino únicamente en grado, siendo el acto nada más que el grado máximo de rea­ lización de la potencia, su culminación o su cumplimiento, y

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la potencia no otra cosa que un grado inferior de actualidad. La potencia es lo que le falta a un ente para ser enteramente actual. Pero, por mucho que postulemos que es esto lo que Aristóteles quiere defender en muchas ocasiones, y que es ello mismo lo que le lleva a formular ese principio según el cual toda potencia implica actualidad, pero no a la inversa, la ar­ gumentación lógica es completamente insuficiente para fun­ damentar esa fórmula. Ello se debe a que en ella parece adivi­ narse que la potencia es definida como una tendencia a la actualización (es decir que, a pesar de carecer de positividad, sirve de motivación a los entes -bajo la forma del apetito, del deseo, de la voluntad o del amor-para orientarles hacia la ac­ tualidad), y no es posible hablar de motivaciones, inclinacio­ nes o tendencias en el terreno de la lógica. El lugar de las tendencias -por ser principios de movi­ miento- parece ser, más bien, la física. Y, en efecto, los lecto­ res escolásticos de Aristóteles no han cesado de recordarnos que el movimiento es el paso de la potencia al acto. Pero, por si la Física no fuera suficiente, la propia Metafísica de Aristó­ teles nos ilustra acerca del hecho de que el movimiento es una cierta imperfección. Y ello se debe, según el mismo Aristóte­ les, al carácter imperfecto de las potencias que operan como principio del movimiento. El término que utiliza aquí Aristó­ teles para decir «imperfecto» se dejaría también traducir afir­ mando que tales potencias están «separadas de su finalidad», es decir, que están separadas de su actualización o de su ejer­ cicio pleno (que es su fin). Según uno de los ejemplos favoritos del Estagirita, uno no aprende y sabe al mismo tiempo, sino que, mientras está aprendiendo, no ha alcanzado aún el fin, permanece separado de sí mismo. Para alcanzar su fin, los entes físicos tienen que moverse y, para ello, necesitan que algo actual ejerza sobre ellos como motor y les haga «cam­ biar a lo contrario», es decir, que les aleje de sí mismos, que les haga dejar de ser lo que son para transformarlos en otra cosa. Esta pérdida de identidad es flagrante en las potencias físicas pasivas: llamar «potencia» a la posibilidad que tiene un bloque de piedra de convertirse en un Hermes es, sin

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duda, hablar de un modo muy vago, ya que la piedra no es en absoluto capaz de tal movimiento, sino que necesita un escultor y un largo proceso que implica esfuerzo y tiempo para alcanzar una finalidad que sólo de un modo confuso e indeterminado podríamos declarar inscrita en su propia na­ turaleza. Se añade a esto el hecho, repetido constantemente por Aristóteles, de que «toda potencia es también potencia de lo contrario»: un hombre puede estar sano o estar enfer­ mo (los entes contienen en potencia los contrarios), pero no puede estar enfermo y sano a la vez (actualmente), es decir, que incluso cuando está sano, conserva su potencia de enfer­ mar, lo que significa que no es posible que todas las poten­ cias se actualicen al mismo tiempo. Esto es una forma de constatar que ningún ente físico puede ser del todo actual o, lo que es lo mismo, que los entes conservan un residuo inexbaurible de potencialidad que nunca puede actualizarse por completo, un resto de indeterminación o de inactualidad irreductible a cuyo fundamento acaso no fuera del todo des­ cabellado llamar materia. Desventurada potencia: llamada desde la eternidad a convertirse en acto, y condenada eterna­ mente a permanecer «separada de su finalidad». Y ello por una imperfección de la propia naturaleza (he aquí una de esas ideas que despertarían la cólera de Spinoza). En este contexto, el dichoso primado de la actualidad que antes he­ mos formulado con el principio de que toda potencia impli­ ca actualidad, pero no a la inversa, no resulta solamente re­ versible (como ocurría desde un punto de vista lógico), sino literalmente invertido: aquí parece ocurrir que toda actuali­ dad implica potencialidad (ya que ningún ente físico actual puede actualizar del todo sus potencias), pero no a la inver­ sa (puesto que hay potencias -infinitas potencias- que nunca serán actualizadas). Y el mismo Aristóteles reconoce el pri­ mado de la potencia desde el punto de vista de la generación. No susceptible, pues, de fundamentación lógica ni de fundamentación física, el primado de la actualidad sólo parece poder asentarse sobre un sustento teológico. Lo que encole­ rizaba a Spinoza al escuchar a quienes sostenían que había

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alguna «imperfección» en la naturaleza era, como él mismo explica en su célebre alegato contra el finalismo, que ello de­ lataba que estaban observando la naturaleza desde una pers­ pectiva instrumental, es decir, como medio para alcanzar un fin. Y esto es, sin duda, cierto del enfoque aristotélico, cuyo carácter teleologico es del todo indiscutible. Llamar imper­ fecta a la naturaleza -considerarla «separada de su finali­ dad»-, o llamar imperfectas a las potencias físicas y, en vir­ tud de ello, juzgarlas desde la perspectiva del primado de la actualidad es, en efecto, algo que únicamente resulta posible si se presupone que ese último acto es el fin hacia el cual tien­ den. Dicho de un modo más claro: que toda potencia impli­ ca actualidad, pero no a la inversa, es algo que sólo parece poder ser cierto si se reconoce la existencia de una actualidad pura y sin residuo alguno de potencialidad (por tanto, sin materia), que está presupuesta por todo movimiento como su causa final, pero que por su parte no presupone en abso­ luto clase alguna de movimiento. El primado de la actuali­ dad sobre la potencia parece equivaler, pues, al primado del primer motor sobre todos los móviles, puesto que la divini­ dad inmóvil produce -por mera atracción intelectual- todo movimiento y toda actualización, mientras que no implica mo­ vimiento alguno (pues ni siquiera lo conoce) ni ninguna ac­ tualización (pues carece de potencias de cualquier clase). La divinidad inmóvil, de la que Aristóteles declara que «no pue­ de ser de otro modo», es decir, que no puede ser otra cosa que lo que es, porque toda su potencia está inmediata y eter­ namente convertida en acto, es esa presencia plena que cabe llamar felicidad porque en ella ha quedado abolida la des­ ventura originaria, a saber, la distinción entre potencia y acto, que se ha resuelto, obviamente, en beneficio del acto. El modo en que un ente es todo lo que (se) puede ser consiste en que entiende todo lo que (se) puede entender, pues la del entendi­ miento es la única actividad cuya realización no requiere ma­ teria (el entendimiento capta «la forma sin la materia», y la materia es ese depósito de potencialidad inexhaurible que impide la actualización completa). Pero, al abolir la distin-

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dòn entre potencia y acto, la divinidad inmóvil deroga tam­ bién la distinción entre entendimiento posible o potencial y entendimiento agente o actual, y no lo hace a favor de una «indeterminación» en la que ambos se confundirían, sino que, dado que lo pasivo, potencial o posible no tiene ningu­ na realidad positiva, lo activo triunfa sobre lo pasivo (o lo actual sobre lo potencial) activándolo, actualizándolo. El en­ tendimiento que entiende su propia intelección convierte to­ da inteligibilidad (todo aquello que es posible entender) en intelección en acto, y no es otra cosa más que esa intelección o esa actualidad activa de la intuición intelectual. En defini­ tiva, el primado de la actualidad sobre la potencia parece ser el primado de dios sobre el mundo y, de paso, el de la teoría sobre la práctica. Desde este punto de vista, como he dicho, la potencia aparece como algo particularmente desventurado: está desti­ nada a un fin final que se encuentra más allá de su alcance Sin embargo, la potencia, al menos mientras esté sometida a ese primado, no puede dejar de esforzarse por alcanzar ese fin (y en eso radica, quizá, su desdicha: prefiere ser voluntad de nada que nada de voluntad). Y no puede dejar de esfor­ zarse porque, en ese esfuerzo, un ente como el hombre se jue­ ga nada menos que la verdad y la libertad, es decir, sus pro­ pias posibilidades de conocimiento y de acción. Ya no es a Aristóteles a quien podemos invocar como testigo de esta apuesta, sino desde luego a Descartes, que cifra en el control racional de las pasiones -es decir, en la conversión en activi­ dad espontánea de aquello que sólo es afectividad pasiva- las posibilidades del hombre para desarrollar (actualizar) esos «gérmenes» que la naturaleza ha impreso en su mente en for­ ma de ideas innatas (es decir, verdades potenciales), y que entiende por claridad y distinción algo que es casi sinónimo de actualidad (cuando la existencia está clara y distintamen­ te implicada en un concepto, el objeto de ese concepto existe, es decir, el paso de la potencia al acto se ha convertido en el paso de la esencia a la existencia). O a Leibniz, para quien la tarea cognoscitiva del hombre en el mundo consiste en des-

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plegar todo lo posible la infinitud del mundo plegada en la zona de oscuridad y confusión de las mónadas, ampliando así el dominio de lo claro y distinto y aumentando por tanto el conocimiento. La esencia de las sustancias creadas apare­ ce nítidamente como un poder ser sólo parcialmente actual, pero dotado de una permanente tendencia hacia la actualiza­ ción (desde la dinámica de las fuerzas hasta los fines de la ra­ zón). Y, en ambos casos, la divinidad (como modelo de una claridad y una distinción absolutas) sigue siendo el fin final que orienta la acción moral e intelectual. No menos evidente es el caso de Spinoza, que explica la producción de ideas ade­ cuadas (es decir, verdaderas) mediante el esfuerzo -el conatus- por convertir las afecciones pasivas en afecciones acti­ vas, y estas últimas en acciones, es decir, un esfuerzo por padecer cada vez menos y actuar cada vez más, por actuali­ zar toda la potencia implícita del conatus obteniendo así una suerte de incremento ontològico o de crecimiento de la esen­ cia., que la alegría sanciona, y que lleva aparejado un progre­ so intelectual del conocimiento y un progreso práctico de la libertad (la libertad concebida del único modo que puede concebirse en este escenario, es decir, como libre curso de la necesidad, o actualización irrestricta de la potencia). Como para certificar el modo en que esta filosofía que dice aborre­ cer las causas finales se concilia con ese fin final establecido como actualización exhaustiva de la potencia por vía intelec­ tual (es decir, la divinidad enteramente actual o la presencia plena de la ilimitada vida teórica), el libro V de la Etica, titu­ lado Acerca de la potencia intelectual, o de la libertad huma­ na, no conforme con haber reducido la afectividad del co­ natus «a una mínima parte del alma», da un paso más allá y, dando por concluido «todo lo que respecta a la vida pre­ sente», dedica las proposiciones siguientes a hablar del alma «independientemente de su relación con el cuerpo» (es decir, que Spinoza se desprende del cuerpo como Aristóteles se des­ prendía de la materia), para alcanzar así «el tercer género de conocimiento», esa intuición intelectual en donde la poten­ cia de pensar está toda ella actualizada, y para hacerlo de

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acuerdo con una orientación inequívoca: el amor intelectual hacia dios. No es preciso, seguramente, insistir en la conti­ nuidad de este modelo de activación de la potencia hasta la cima de la intuición intelectual (es decir, de la obtenciólTcle la perfecta identidad actual por actualización de toda poten­ cia), en los intentos de Schelling por superar la escisión kan­ tiana entre el entendimiento y la sensibilidad, en la hegeliana negación de la negación o incluso en la producción nietzs­ cheana de una voluntad de potencia afirmativa, es decir, de un ente superior al hombre en el cual las fuerzas reactivas se encuentren enteramente sometidas al imperio de las fuerzas activas.

Interludio: el primado de la potencia o la realidad virtual Parece que, entonces, deberíamos concluir de una forma pa­ recida a ésta: si la desventura de la potencia consiste en no poder alcanzar su fin (la actualización), con el cual, sin em­ bargo, la metafísica de la presencia -una metafísica clara­ mente reformista, por utilizar la distinción de Strawson- la habría ilusionado merced a un desmesurado optimismo de la voluntad (haciéndola creer que el hombre podría esforzar­ se lo suficiente como para inmortalizarse o divinizarse), la modernidad -si acaso este ambiguo vocablo pudiera resu­ mirse en la manida consigna de la muerte de dios- habría ve­ nido a producir la gran desilusión, no por hacer a la poten­ cia consciente de la pequeñez de sus medios comparados con la inmensidad del fin que persigue (pues la potencia estaba, en cierto modo, acostumbrada a asumir la vanidad de sus es­ fuerzos con relativa dignidad), sino por haber convertido el fin final en una Ilusión y, de ese modo, haber hecho perder a la potencia todas sus ilusiones tanto en el terreno de la ver­ dad como en el de la libertad, tanto en el del conocimiento como en el de la acción. Y ello haría de la modernidad una época particularmente desencantada y, en ese sentido, nihi-

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lista, desprovista de finalidad, una época en que tanto la ver­ dad como la libertad tienden a convertirse en simulacros. Y este tipo de análisis (posmoderno, antimoderno o, en cualquier caso, no demasiado satisfecho de la modernidad), este tipo de interpretación de la muerte de dios es el origen de lo que antes llamé la metafísica de la ausencia, cuyo argumen­ to vendría a ser más o menos el siguiente: cuando la inercia sustituye al primer motor (o, como quizá habría que decir mejor: cuando lo desaloja), la potencia queda abandonada a sí misma, convertida en un movimiento sin fin (es decir, pu­ ramente mecánico), en un apetito insaciable que sólo se ali­ menta de sí mismo, en un deseo que ya no es anhelo de un objeto sino dinámica ilimitada y vacía que ningún objeto puede satisfacer (y que avanza de frustración en frustra­ ción hasta ocupar el mundo, siempre con la expectativa de una «próxima vez» perpetuamente desplazada, al no tener fin fi­ nal alguno con respecto al cual considerarse exitosa o fraca­ sada). Este reinado de la potencia y de la inactualidad sería el reinado de la indeterminación, de la materia amorfa que el intercambio generalizado torna universalmente equivalente y la tecnología hipertrofiada convierte en cuerpo infinita­ mente moldeable, domesticable y manipulable a voluntad, pero a una voluntad que no sería ya sino voluntad de volun­ tad, que inhibe toda actualidad y toda acción, que conseguiría que el amor se trocase en autoconsumo animal y violento. Sin un dios inmóvil que señale un fin al movimiento y un lí­ mite a la potencia, la actualidad pierde su primado y la reali­ dad toda se convierte en realidad potencial o virtual, es decir, sólo potencial o virtualmente real, acumulación infinita de potencia (económica, militar, cibernética) inautèntica e inso­ portablemente banal (si todo el dinero potencial que circula en el mercado continuo se hiciese efectivo, los sistemas mo­ netarios explotarían, si toda la potencia militar de destruc­ ción se ejecutase, la vida en el planeta desaparecería por completo, si toda la información virtual que circula en las re­ des telemáticas fuese volcada de una vez, la capacidad de to­ dos los ordenadores resultaría sobrepasada). La metafísica

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de la presencia, convertida en ilusoria por la muerte de dios, tiene que ceder el paso a una metafísica de la ausencia -esta vez sí, completamente descriptiva y sin..ambiciones reformis­ tas-, perfectamente adaptada a un mundo en donde ya no hay nada (actual). Si el ideal de la metafísica de la presencia era la intuición intelectual, es decir, un entendimiento que se convierte inmediatamente en su objeto, un significante que se convierte inmediatamente en su significado, un concepto que se convierte inmediatamente en intuición de sí mismo (haciendo, por tanto, innecesario todo juicio), este ideal de inmediatez habría sido sustituido en la metafísica de la ausen­ cia por un material de mediación interminable que impide al entendimiento llegar a alcanzar objeto alguno, que hace que el significado de todo significante quede suspendido sine die y que ningún concepto pueda encontrar una intuición con la cual enlazarse (haciendo, por tanto, imposible todo juicio). En este mundo en donde toda actualidad habría quedado sus­ pendida o interrumpida, sólo reinaría ese poder desnudo y microfísico que se resiste a actualizarse porque sabe (lo ha aprendido de la larga historia de la metafísica de la presen­ cia) que su actualización sería su final. Y si las metafísicas de la presencia exhortaban al hombre a hacer un esfuerzo de voluntad para actualizar su potencia en dirección al fin final, las metafísicas de la ausencia le requieren más bien para que cese en sus esfuerzos, le invitan a ceder, a deponer su volun­ tad (mejor nada de voluntad que voluntad de nada), a dejar­ se quebrar, a darse por vencido, a debilitarse en su subjetivi­ dad hasta el abandono. Este imperio de lo virtual puede observarse como un nue­ vo paraíso o como un nuevo infierno (y hay, sin duda, meta­ físicas de la ausencia de ambos colores). Pero esta potencia aniquiladora es, en cualquier caso, el imperio del Mal, porque en su seno el Bien (es decir, el fin final que nos libraría de la instrumentalización total) se ha desvanecido, ha desapareci­ do de escena para ir a refugiarse en el dominio (vacío) de la privacidad. A quienes gozan de un relativo bienestar privado, y en general a quienes viven entre las ruinas de la actualidad

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residual (los monumentos arqueológicos de la época de la metafísica de la presencia), las metafísicas de la ausencia se complacen en recordarles que su tranquilidad es ilusoria, que su actualidad es meramente potencial, y que la superpotencia nihilista puede en cualquier momento terminar con sus ilu­ siones. Y a todos aquellos que pretenden combatir el nihilis­ mo por medios reformistas, igualmente desde las ruinas de las metafísicas de la presencia, les recuerdan también que sus su­ puestas resistencias y sus esfuerzos de voluntad no son más que los puntos de apoyo que el nihilismo de la potencia inde­ terminada utiliza para progresar cada vez más lejos: sus bue­ nas intenciones serán forzosamente castigadas. En tales con­ diciones, las metafísicas de la ausencia sólo pueden simpatizar con aquellos combates que estén de antemano condenados a la derrota (es decir, que no sean combates por la actualiza­ ción de la potencia, puesto que no harían sino reverdecer las ya traducás huestes de la demasiado humana metafísica de la presencia) y que se presenten, no sólo como causas perdidas, sino como causas divinas -guerras santas-, como violencia sagrada ejercida en nombre de una actualidad irreductible (una actualidad que nunca fue potencia, que nunca tuvo po­ tencia, que no es el resultado de ninguna actualización) y que, dado que la retirada del dios inmóvil fue lo que dio rienda suelta a la potencia, repongan en su lugar a la divinidad des­ tronada como único freno posible contra la indómita exten­ sión nihilista de la potencia. Los motivos de esta complicidad de los metafísicos de la ausencia con las guerras santas en nombre de la identidad divina y de la tierra sagrada no son, ciertamente, éticos (ellos saben bien que comportan acciones censurables y atroces), sino más bien estéticos: les parecen ex­ cepciones de una conmovedora belleza, ocasiones singulares en las que el fin final, obligado por la modernidad a recluir­ se en la privacidad para no estorbar el ilimitado despliegue de la inactualidad omnipotente, escapa heroicamente de su pri­ sión para salir al paso a la infernal virtualidad y gozar de un momento de gloria antes de ser devorado por ella. Son como islas de autenticidad en el desierto de lo inautèntico.

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Poco hay que decir, pues, para certificar que la metafísi­ ca de la ausencia depende, al menos tanto como la metafí­ sica de la presencia, de la interpretación teológica del prima­ do de la actualidad. Por ello suele rechazar la idea de una muerte de dios y sustituirla por la de su ausencia o su ocul­ tación. En efecto, la separación del entendimiento y la vo­ luntad divinos (cuya unidad, sin embargo, habrían entrevis­ to, según Spinoza, algunos teólogos hebreos «como a través de la niebla») es precisa desde el momento en que el enten­ dimiento de dios actualiza al mismo tiempo (es decir, más allá del tiempo) todos los posibles. La omnipotencia divina significa entonces que el dios puede incluso lo imposible (y de ahí la posibilidad del milagro), ya que tiene que descender al abismo de lo No-Ente (con mayúsculas) para extraer de allí la entidad. Así las cosas, la potencia divina no puede estar, como lo estaba la del motor inmóvil de Aristóteles, eterna­ mente actualizada, porque si lo estuviera (si un dios hiciese ser a todos los posibles al mismo tiempo y en el mismo sen­ tido, si desplegase totalmente su potencia hasta lo imposi­ ble) el mundo mismo se convertiría en nada (ya que el dios puede también querer que el mundo no haya existido y, aunque pocos teólogos admitirían esto de buen grado, debe incluso llegar a poder querer no haber existido, a poder abis­ marse totalmente en la nada). El total despliegue de su po­ tencia sólo puede ser un hecho excepcional ya que, en el ca­ so de convertirse en habitual, el dios instauraría una suerte de estado de excepción equivalente a la abolición de toda ley. Ahora bien, si el dios puede abolir toda ley (tanto de la naturaleza como de la Ciudad), entonces, incluso aunque no ejerza actualmente esa potencia, toda ley está potencialmen­ te abolida. Es, pues, éste un dios al que todo -incluso lo im­ posible, incluso la nada- le está permitido, al que le sobra potencia para abrasar al mundo. Lo que implica que el mun­ do sólo es posible porque el dios retiene parte de su potentia absoluta, porque reprime parcialmente el poder infinito de su voluntad y prefiere abismarse en la nada, ocultarse, ausen­ tarse. Precisamente por ello, su poder es el de una soberanía

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impune e inmune que es capaz de todo, es decir, que es in­ cluso capaz de nada. Insistamos en esto: la existencia del mundo -es decir, del orden regular o habitual del mundo, el de las leyes de la na­ turaleza y el de las leyes de la Ciudad- sólo es posible merced a una cierta retirada de la potencia divina, que deja ser al mundo, que renuncia al ejercicio de toda su actualidad. Pudiendo abolir la existencia del mundo, transgredir sus leyes, cambiar el pasado y el futuro o modificar el curso de los as­ tros, tolera en cambio que el mundo sea como es, deja ser al pasado como fue y al futuro como será, funda, con su aban­ dono, la posibilidad misma de una existencia física y políti­ ca. Pero al decir que «funda la posibilidad» de la Naturaleza y de la Ciudad decimos también que convierte a ambas en algo meramente posible o mactual. Al hacer depender la Ciu­ dad de la omnipotencia de una soberanía pre-civil, aunque seajen la forma del abandono o de la suspensión, la Ciudad ya sólo es Ciudad... potencialmente. Podría ser Ciudad real y actual en el caso de que la amenaza que se cierne sobre ella desapareciese, pero, en la medida en que depende de ese po­ der supra-civil que es tanto más eficaz cuanto menos presen­ te y menos actual, es decir, cuanto más virtual, en esa medida no puede realizar esa potencia. He aquí, pues, el imprevisi­ ble triunfo de la potencia sobre el acto. La potencia ha termi­ nado por descubrir que su única oportunidad de liberarse del oprimente yugo de la actualidad que la tenía sometida a su superioridad jerárquica no consistía en multiplicar sus es­ fuerzos para convertirse ella misma en acto sino, al con­ trario, en abandonar completamente su vocación de actuali­ dad, en dejar de tender al acto y, de ese modo, erosionar toda actualidad «potencializándola». La potencia alcanza, así, el llamado punto de no-retorno: ahora su acumulación (en tér­ minos de potencia económica, militar o tecnológica) es tan inmensa que tiene que quedar permanentemente suspendida porque, si se actualizase, destruiría el mundo (y, de este modo, el primado de dios sobre el mundo -aunque sea a modo de dios ausente- queda asegurado). Como si ya no hubiese hom-

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bres sanos, sino únicamente enfermos potenciales, ni estatuas de Hermes, sino únicamente bloques de granito potencial­ mente esculpibles. En términos políticos, esto supone convertir a la Ciudad en el efecto (óptico) de una violencia pre-política y soberana, de un acto de violencia transgresora (un acto que deja ser a la ley solamente para poder mantener sobre ella la amenaza constante de su potencia de transgresión). Si fuera cierto que la Ciudad está edificada sobre estos fundamentos, entonces, efectivamente, la Ciudad sería una ficción (y la política una farsa): no habría más realidad que la violencia sagrada de una potencia pre-política, y la política sería el espejismo que padecen los dominados como consecuencia de los períodos en los cuales la potencia soberana permanece suspendida; lo único real sería el estado de excepción, él sería el único poder fáctico aunque no sea -o acaso precisamente porque no eslegitimable, y la normalidad (y su presunta o aparente legiti­ midad) únicamente una ilusión óptica mantenida de buena fe por los más ingenuos y de mala fe por quienes se aprovechan perversamente de su carácter ficticio. Porque la Ciudad que­ daría para siempre pendiente y dependiente de la violen­ cia soberana que la ha fundado y que en cualquier momento puede destruirla, siendo el pacto social no otra cosa que la coartada para continuar la guerra por otros medios. La vio­ lencia excepcional sería, entonces, el poder constituyente que se oculta tras la ensoñación de los poderes constituidos. Esta ausencia eficaz es el estado de terror potencial o la guerra virtual. Es una potencia que, salvo excepciones, no arrasa efectivamente la Ciudad (como podría hacerlo), pero que de­ niega constantemente el poder civil (convirtiéndolo, repitá­ moslo, en una ficción), que se complace -retirándose de la presencia- en mantener la (apariencia) de ley sólo para poder mejor transgredirla. El poder de esta potencia radica precisa­ mente en que no se declara, en que no es declarable, en que no se actualiza ni se realiza y, por tanto, ejerce su poder (siempre inactual) como un fantasma, desde una inactuali­ dad que, al negar su propia negatividad, «da lugar a la actúa-

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lidad», es decir, produce efectos positivos, pero al mismo tiempo corroe esa positividad convirtiéndola en mera «reali­ dad virtual».

El primado de la actualidad: una interpretación política Señalemos, entonces, para terminar, cuál es esa otra inter­ pretación del primado de la actualidad que permitiría esca­ par de la terrible alternativa que parece obligarnos a optar entre un acto que aniquila toda potencia y una potencia que suspende toda actualidad. Y hagámoslo recuperando aquel punto en el cual aludíamos a la idea aristotélica que decla­ ra, para disgusto de Spinoza, que la naturaleza es imperfecta. Pues éste no es, ni mucho menos, el fin de la cuestión. Por­ que, como es bien sabido, esa imperfección de la naturaleza (el no ser enteramente adecuada desde el punto de vista de los fines perseguidos por el hombre) puede ser suplida por el hombre, que es, después de todo, quien la considera imper­ fecta desde su perspectiva instrumental. Y ese perfecciona­ miento de la potencia del cual la naturaleza no es capaz por sí misma es exactamente la técnica1 (que desde ese momento sella su vínculo con la potencia). Dado que se produce des­ de una óptica instrumental, la técnica tiene que aparecer como una actividad en sí misma instrumental o servil, que sirve justamente para actualizar esas potencias que pueden ser (actuales) y que también pueden no serlo (es decir, sirve para actualizar lo que la naturaleza deja en la indeterminada potencialidad de la materia). En muchas ocasiones Aristóte­ les considera esta actividad -la técnica- como infra-humana o pre-h umana, lo que suele dar ocasión para señalar el carác­ ter de instrumentos que tenían para los varones adultos li­ bres de la Antigüedad griega los esclavos y asalariados. Pero, i. i. OAcoÇ ôc f| TÉxvri Tct |xÉv èjateÀeî « f| (ptaiÇ àôwaTEÎ á.7t£pyáoao0ai, ià 5è pipiExai (Aristóteles, Física, 199a 15-17).

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aunque esta observación sociológica sea sin duda pertinente, la posición de Aristóteles expresa otra cosa que un simple privilegio de clase. Considerar «pre-humana» la actividad téc­ nica significa más bien considerar que la técnica es uno de los requisitos indispensables para la existencia humana y que, por tanto, en cierto modo, precede al hombre mismo en el sentido de que la existencia propiamente humana es una existencia que resulta de la técnica (es decir, del proceso de transformación de la naturaleza para adaptarse a ella) y no al revés. Sólo hay hombres (no bestias, no dioses) en la Ciu­ dad, y la Ciudad es justamente la naturaleza transformada o «perfeccionada» por la técnica. No hay un «antes» de la téc­ nica porque no hay un «antes» de la Ciudad (sino que ésta precede al individuo). La técnica es una actividad pre-huma­ na porque quienes la ejercen (sean o no ciudadanos libres) se ocupan de crear las condiciones necesarias en que ellos mis­ mos pueden vivir como hombres. Pero la técnica -y, por tan­ to, la «imperfección de la naturaleza» y, por tanto, la distin­ ción de acto y potencia- no es en absoluto un obstáculo para el conocimiento de la naturaleza sino, al contrario, su condi­ ción de posibilidad. Por decirlo de este modo: no hay algo llamado «naturaleza», que luego el hombre transformaría en aras de su adaptación, sino que el único acceso que tenemos a la naturaleza depende de la capacidad técnica de la que, en cada momento, disponemos para transformarla. Al menos mientras dure este proceso de adaptación (es decir, al me­ nos mientras dure el hombre), la pregunta acerca de qué es la naturaleza, si por ella entendemos una interrogación acerca de la naturaleza al margen de toda perspectiva técnica o ins­ trumental, es una pregunta que no tiene respuesta, porque su respuesta se situaría más allá de las posibilidades de conoci­ miento objetivo. Éste es el motivo de que la técnica sea ella misma una ac­ tividad instrumental y servil, hasta cierto punto indiferente, en la cual «no hay que elegir» (no está en nuestra elección no ser técnicos, como no lo está ser bestias o dioses), y una acti­ vidad cuyos productos no son ellos mismos fines en el senti-

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do riguroso del término, sino que se destinan a una finalidad jerárquicamente superior, la praxis. Aunque «en cuanto a la generación» la técnica sea anterior a la Ciudad (como la po­ tencia lo es al acto), «en cuanto al concepto» la Ciudad es an­ terior a la técnica (como el acto a la potencia), porque es la Ciudad quien pone los fines y la técnica quien pone los me­ dios. En otras palabras, si las potencias físicas son «imper­ fectas» y la técnica las «perfecciona», el «resultado» de tal actividad técnica es la potencia perfecta, es decir, la potencia activa o plenamente poseída que es propia de la acción hu­ mana en la polis. No es actualidad pura, como la de la divi­ nidad inmóvil, pero tampoco es la pura pasividad de lo natu­ ral. Mientras el bloque de piedra puede ser un Hermes en un , sentido sólo pasivo (no posee la potencia de hacerse un Her­ mes, sino de ser hecho un Hermes), el escultor está en plena posesión de su facultad de esculpir incluso cuando no la ejer­ ce actualmente (porque puede hacerlo en cualquier momen­ to y a voluntad, siempre que no haya impedimentos exter­ nos) y, cuando la actualice, no estará -como el bloque de piedra cuando empieza a ser esculpido- convirtiéndose en otra cosa que lo que es, sino que estará haciendo, según la tan citada expresión del tratado Acerca del alma, «un pro­ greso hacia sí mismo» (417b). En este sentido, la política -y, por tanto, la «imperfección de la naturaleza» y, por tanto, de nuevo, la distinción entre acto y potencia- no es un obstácu­ lo para la acción humana ni una restricción de la libertad sino, al contrario, su condición de posibilidad. No existe na­ da parecido a una «naturaleza humana» salvaje, que la Ciu­ dad amansaría para conseguir su adaptación, sino que el proceso mismo por el cual el hombre transforma la naturale­ za para adaptarse a ella es el proceso por el cual transforma su propia naturaleza para adaptarla a la Ciudad (y, en esa medida, transforma la Ciudad misma): el único acceso que tenemos a lo que sea la naturaleza humana depende de la ca­ pacidad política que, en cada momento, tenemos para modi­ ficarla. Y, mientras haya hombres, la pregunta acerca de qué es la naturaleza humana, si por ella entendemos una indaga­

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ción acerca de la naturaleza humana al margen de su existen­ cia política, es una pregunta que debe quedar sin respuesta, porque su respuesta se sitúa más allá de las posibilidades de la racionalidad práctica. Es digno de nota, sin embargo, que este tipo de potencia activa, propia de la praxis civil, no se define por la actualiza­ ción exhaustiva de la potencia pasiva o por el agotamiento de las posibilidades o por su extinción. Según la muy divul­ gada doctrina aristotélica de la virtud de la Etica a Nicómaco, se llama potencia (obviamente, pasiva) a aquello en vir­ tud de lo cual nos afectan las pasiones, es decir, a nuestra afectividad o capacidad de ser afectados de placer o de dolor. Esa capacidad que, según un pasaje no menos célebre de la Política, compartimos con los animales y gracias a la cual te­ nemos voz. La virtud no es la exhaución absoluta de la pasi­ vidad en actividad (es decir, no es la conversión exhausti­ va de la potencia de padecer en potencia de actuar, la total transformación de lo posible en real), sino la elección de un grado de potencia. Y, aunque la actividad sea «más preferi­ ble» (preferible, evidentemente, a la pasividad), la elección es «más digna», según leemos también en la Etica a Nicómaco (1228a i y ss.). Y la elección es, según la Etica a Eudemo, el principio de la praxis (1227b 33). Esta elección, pues, aun siendo un hábito (y no resulta nada fácil interpretar lo que en este contexto puede significar «hábito»), es un hábito electivo, lo que la contrapone al tipo de rutina no selectiva que caracteriza a la actividad técnica. La elección se hace, en fin, según el lògos. Habitualmente en­ tendemos por ello: «de acuerdo con la razón», y sin duda es una interpretación correcta, pero la ocasión nos permite no­ tar que la correlación entre la capacidad de ser afectados por pasiones placenteras o dolorosas y el lògos que elige la medi­ da de la acción consecuente presenta un paralelismo notorio con la correlación establecida, en el aludido pasaje de la Po­ lítica, entre la phoné y el lògos, pasaje en el cual lògos suele traducirse por palabra, ese tipo de palabra capaz de deliberar acerca de lo justo y lo injusto, de lo adecuado y lo inconve-

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niente, es decir, una palabra eminentemente práctica. Ahora bien, ¿en qué sentido tendría la palabra capacidad de elegir, de seleccionar un grado de potencia? La voz animal expresa, sin duda, un placer o un dolor, como también lo hace la voz humana: el grito, el susurro, el suspiro, el gemido, incluso el gesto. Nada nos parece, en efecto, más íntimo que esas ex­ presiones. Sin embargo, ¿cuál es el significado de un grito, de un susurro, de un suspiro, de un gemido o de un gesto? Para nosotros, estas expresiones aparecen cargadas de una inten­ sidad enorme de sentido, pero de sentido connotativo, de sen­ tido implícito. Es decir, que pueden significar muchas cosas (no cualquier cosa, por cierto, pero sí una inanalizable gama de cosas entre los dos extremos de una horquilla muy am­ plia), y de hecho significan muchas cosas... potencialmente. En el caso del animal o del niño que no posee el lenguaje, esas potencias permanecen necesariamente en lo indeterminado de la voz, sin posibilidad alguna de actualización segura. De hecho, el problema -el problema de interpretar esas voceses que significan a la vez todo lo que pueden significar, y eso, como en el caso del sofista que quiere que las palabras que dice tengan todas las acepciones posibles al mismo tiempo y en el mismo sentido, como en el caso de las potencias contra­ rias que quieren actualizarse a la vez, eso es precisamente lo que les priva de significado. Tienen tanto sentido (tanta po­ tencia) que no tienen ningún significado (ninguna actuali­ dad). Pero el adulto que se ve afectado por tales o cuales pa­ siones, tiene que elegir una palabra para decirlas, la mejor palabra, la más justa, tiene que medir sus palabras para regu­ lar la potencia de las emociones. No es que elija esa palabra justa porque es un adulto (interpretar lo que dice Aristóteles en este sentido da la impresión de que su argumento es circu­ lar y carece de universalidad), sino que es precisamente esa elección lo que hace de él un adulto, lo que le hace hombre. Porque esa palabra sí que tendrá un significado explícito y actual, que es todo el significado que una palabra puede te­ ner: un significado actual y explícito cada vez. Esta es, en verdad, la virtud del lògos: su poder (su potencia activa) para

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seleccionar un significado actual de entre todos los sentidos implícitamente posibles de la voz, su capacidad para selec­ cionar el mejor grado de la potencia pasiva, un poder que, al mismo tiempo que limita la potencia de las pasiones, la rea­ liza. Y sólo entonces, cuando haya convertido en palabra ex­ plícita aquella voz que -incluso para su portador- no es otra cosa que una carga indecidible de connotaciones o sentidos implícitos, sólo entonces habrá sentido algo y no más bien nada (es decir, y no más bien todo), sólo entonces habrá que­ dado decidido -en la acción, porque decir es, por supuesto, actuar- lo que sentía. Por eso insiste Aristóteles, en la Etica a Eudemo, en que no se ha de atribuir la praxis a los niños ni a los animales, sino al hombre que adita mediante el lò­ gos, mediante la palabra (1224a 25-30). Actuar mediante la palabra es, por cierto, lo propio de la vida civil. Sin embargo, esta expresión -actuar mediante la pa­ labra- parece sugerir que la palabra práctico-civil es la pala­ bra eficaz, ese tipo de palabra que hoy llamaríamos perfor­ mativa o ilocutoria, la palabra que hace lo que dice, y que parece ser el rasgo distintivo del ejercicio del poder político. Pero ¿en qué sentido se dice eficaz la palabra pública, y de dónde le viene su eficacia? Hay, en efecto, un tipo de pala­ bra eficaz que se caracteriza por la inmediatez entre el signi­ ficante y el significado, una palabra que, de hecho, parece borrar esa diferencia, y que es, por ejemplo, la palabra divi­ na evocada por Parménides en el Poema cuando describe la lengua de los inmortales. Es ese tipo de palabra que dicien­ do «Llueve» hace llover, y que puede matar con sólo decir «Muera», es decir, una palabra cuya potencia se convierte completa e inmediatamente en acto, esa palabra cuyo único reflejo adecuado es, precisamente, la palabra inspirada de los poetas. Tal es, en efecto, una forma de actuar mediante la palabra, aquella forma que es característica de la soberanía arcaica que la Ciudad griega rememora en forma de leyen­ das, y con respecto a la cual expresa también su terror en la amenaza de la tiranía escenificada en el drama -pues los de­ seos del tirano son, en verdad, órdenes. Es la palabra de Edi-

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po, el tirano, capaz de hacer cesar la peste en Tebas y capaz de desatarla, la palabra que sólo con ser pronunciada realiza inmediatamente lo que dice, agotando todas sus posibili­ dades al mismo tiempo, es decir, justamente ese tipo de pala­ bra que Aristóteles declara imposible o, aún mejor, impo­ tente (aóuvaxov), no por falta sino por exceso de potencia, por querer decirse en todos los sentidos posibles a la vez, por querer agotar de un solo golpe de voz toda su potencia. No hay manera más clara de decir que esa palabra divina o tirá­ nica es imposible en la Polis, es decir, allí donde hay una pra­ xis reglada por el lògos, donde se «actúa mediante la pala­ bra». Lo que prueba que «actuar mediante la palabra», en la Ciudad, no puede significar ese tipo de «acción directa» que sólo es posible fuera de la Ciudad, allí donde toda palabra es explícita, donde sólo hay actualidad inmediata (como sucede entre los inmortales) o donde toda palabra es implícita, don­ de sólo hay potencialidad indeterminada (como sucede entre las bestias), es decir, donde las palabras no tienen realmente significado. Para que una palabra llegue a significar algo, acaba de decir Aristóteles, es preciso que uno mismo le reconozca ese signi­ ficado y que se lo reconozca también el otro. Actuar median­ te la palabra -es decir, que la palabra sea, ella misma, acciónrequiere, según decíamos, elegir, de entre las posibilidades implícitas en la potencia afectada por pasiones, una, la mejor, como significado actual o sentido recto. Pero decir que ésa es la función del lògos no parece aclarar gran cosa cuál es el cri­ terio de selección que permite llamar excelente a la elección virtuosa. Y ello sucede porque el criterio no es otro que el lò­ gos mismo. Si este argumento nos parece aporético o circu­ lar es porque, como frecuentemente nos recrimina Hannah Arendt, tendemos a imaginarnos la escena de la «elección» como el gabinete privado de una atormentada conciencia so­ lipsista y muda. Pero Aristóteles acaba de recordarnos que el lògos está en su elemento únicamente en la Ciudad, en la de­ liberación racional y pública acerca de lo justo y lo injusto, lo adecuado y lo inconveniente. La elección es lógica porque es

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una elección deliberada en el espacio público de la Ciudad, porque esa palabra que yo elijo para decir algo a partir de lo que siento significa algo para otro. Más claramente: la poten­ cia (pasiva) de padecer tales o cuales pasiones sólo se actuali­ za en lq Ciudad cuando se convierte en derecho, el derecho «a participar en la función deliberativa o judicial de la Ciudad» que Aristóteles considera como el rasgo definitorio del ciuda­ dano (Política, 1275b 17-21). Es decir, que la «eficacia» déla palabra práctica de la vida civil no procede exclusivamente de la «fuerza de la palabra», sino de la legitimación pública del

significado '. Una legitimación que sólo se puede obtener en la Ciudad, porque sólo puede proceder de un igual (en dere­ chos), razón por la cual es imposible hablar -actuar median­ te el lògos, razonar- con las bestias, con los dioses o con los tiranos, y razón por la cual el poder del tirano no puede ser nunca un poder civil o, dicho de otro modo, no puede nunca ser un poder legítimo, ya que por su propia naturaleza exclu­ ye la posibilidad de reconocer a los súbditos la igualdad -la igualdad del derecho a la palabra, la igualdad de actuar me­ diante la palabra- de donde podría proceder tal legitimación. La eficacia de la palabra civil no es del tipo de la «ejecución i.

i. El redescubrimiento, en nuestro siglo, de las llamadas oraciones performativas, debido a los notables trabajos de John L. Austin, pudo, en efec­ to, suscitar la ilusión (tempranamente denunciada por Pierre Bourdieu) de que había un cierto tipo de palabras que poseían una fuerza capaz de con­ vertirse por sí solas en acciones. Así, su discípulo John R. Searle llegó a su­ gerir que había un modo de «superar» la llamada falacia naturalista y de conseguir una transición deductiva del es al debe. Sugería Searle que si al­ guien pronuncia la oración (1) Prometo llevarte a París, entonces, dado que decir «Yo prometo» es hacer una promesa, puede lógicamente seguirse de ahí la oración (2) Debo llevarte a París. En un escrito que constituye toda una lección de teoría de la argumentación, Oswald Ducrot demostró que sólo es posible deducir el enunciado (2) a partir del ( 1 ) si se añade un tercer enunciado presupuesto en la conclusión y sin el cual ella no sería válida, a sa­ ber ( 1’) Existe obligación reconocida de cumplirlas promesas. Lo que es una manera, quizá un tanto sofisticada, de decir que nadie tiene derechos por motivos exclusivamente lingüísticos, sino únicamente porque otros le reco­ nocen esos Atrechos asumiendo, en consecuencia, las obligaciones pertinentes.

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automática» de una potencia que se convierte inmediatamen­ te en acto, sino del tipo de un derecho -el derecho a decir algo- que sólo es efectivamente poseído si es reconocido por otro que, en consecuencia, se obliga (racional y deliberativa­ mente) a respetarlo. No hay, pues, nada (nada de lo que pue­ de existir en la ciudad, es decir, nada de lo que puede ser ob­ jetivamente conocido de la naturaleza en general o de la naturaleza humana) antes de ese acto que decide la palabra adecuada: la potencia, supuestamente anterior, sólo puede ser pensada (lo que no significa necesariamente conocida) desde ese acto y después de él. La eficacia de la palabra prác­ tica civil, de la acción mediante el lògos, es una eficacia que no deriva de la naturaleza sino del pacto social (o, dicho de otro modo, que no deriva de la naturaleza salvo en la medida en que el pacto social mismo derive de ella), pues el que una palabra tenga un significado presupone el pacto social, y el pacto mismo presupone la libertad (de pactar). La firmeza del principio de no-contradicción es, pues, mucho más que la fir­ meza de un principio lógico. Es la firmeza de la ley. Tener lò­ gos es convivir, reza otra conocida afirmación de la Política de Aristóteles (1253a 1). El principio de la praxis mediante el lògos es, pues, la elección (libre) de la palabra, es decir, de la ley a partir de la cual, y sólo a partir de la cual, es legítima e inteligible la expresión de las potencias (de las facultades) cargadas por las pasiones. La phoné carece de legitimidad civil, de inteligi­ bilidad lógica y de eficacia real en la Ciudad, y sólo puede adquirirla a través del lògos, es decir, a través de esa elección que selecciona, de entre todos los grados implícitos en la potencia, uno que ha de ser actualizado. Elegir -deliberada y racionalmente- lo mejor es elegir la ley: no sólo la ley con la que juzgar a los demás, sino aquella de acuerdo con la cual uno mismo ha de ser juzgado por los otros. La virtud de ele­ gir bien es un hábito, pero un hábito libre (y no servil como los que se requieren para la actividad técnica), el hábito que regula civilmente la potencia convirtiéndola en derecho, y es precisamente la función de la ley la de crear hábitos (es decir,

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derechos). Así pues, en este contexto, el supuesto-base del primado del acto sobre la potencia (que el acto no es algo

distinto de la potencia, sino su grado de máxima perfección) no debe ser interpretado en términos cuantitativos sino cua­ litativos: la excelencia de la potencia no es la «máxima po­ tencia», sino su mejor grado. La actualidad no es el desplie­ gue total de la potencia (que puede tener exceso) sino su despliegue mejor. Un poco como sucedía con el dios de Leib­ niz, no se trata aquí de realizar todas las posibilidades, sino de seleccionar la mejor. Pero, a diferencia del dios de Leibniz -y esta diferencia es verdaderamente específica-, la selección de lo mejor no es susceptible de reducción a un cálculo ma­ temático -es decir, no es una decisión técnica-, sino objeto de deliberación racional para la legitimación de normas civi­ les. Y esto es lo que distingue a la política de la violencia. Po­ dría suceder, entonces, que la tesis de la prioridad del acto sobre la potencia tuviese una significación política, como una resonancia de la tesis del primado de la Ciudad sobre el individuo. Aunque, una vez más, desde el punto de vista de la generación estemos obligados a suponer que la potencia es anterior al acto, en el sentido en que la pbotté es anterior al lògos (como el animal lo es al hombre) y el sentido implícito del lenguaje a su significado explícito (como el estado de na­ turaleza lo es al pacto social o la soberanía arcaica a la po­ lis republicana), se trataría en este caso de lo que podríamos llamar una anterioridad posterior, dado que sólo puede ser imaginada o presupuesta como anterior retrospectivamente, nachträglich, desde la actualidad del lògos del hombre capaz de decir palabras con significado explícito en el orden políti­ co de la Ciudad. Los motivos de ello son expuestos de modo inolvidable por Aristóteles, en los célebres textos que dedica en la Meta­ física, aparentemente, a algo tan paradójico como demostrar por reducción al absurdo el principio de no-contradicción (paradoja de la cual es plenamente consciente, como lo prue­ ba el hecho de que se defiende constantemente contra el ase­ dio de la acusación de «petición de principio»). Una y otra

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vez, en esos textos, Aristóteles s e enfrenta aun mismo adver­ sario (que él presenta como imaginario, pero que seguramen­ te no lo es tanto) pues, como él mismo dice en numerosas oca­ siones, sólo frente a un adversario (siquiera imaginario) es posible dar cuenta de la validez del principio en cuestión. Es decir, que aquí no se trata de un principio «lógico» (si por Lógica comprendemos la teoría formal del entendimiento) sino de la ley bajo la cual, y sólo bajóla cual, puede haber len­ guaje. Por eso -porque el lenguaje implica necesariamente al otro, porque no puede ser un entendimiento volátil, ni un alma sin cuerpo- es por lo que Aristóteles no puede poner en evidencia esta ley sin recurrir a otro, incluso aunque ese otro no sea otro que sí mismo, pero sí mismo en cnanto otro, el ad­ versario imaginado. Y este adversario es aquel que, aunque profiere sonidos, sistemáticamente se niega a decir algo. Para decir algo, repitámoslo, hace falta reconocer que aquello que se dice significa algo para uno mismo y para otro, pero el ad­ versario al que se enfrenta el filósofo es uno que pretende que las palabras no significan nada y que, por tanto, es incapaz de dialogar, no ya con otros, sino ni siquiera consigo mismo1. Uno que ni siquiera puede imaginar a otro, uno que ni siquie­ ra puede imaginarse a sí mismo como otro. Ahora bien, ¿no estaría en esta condición la divinidad inmóvil o quien consi­ guiese imitarla algunas veces y durante poco tiempo? La divinidad inmóvil, en efecto, no puede pensar en otro, de acuerdo con los argumentos del propio Aristóteles, y tampoco puede pensarse a sí misma como otra (precisamente porque no tiene potencia, porque no puede ser otra que la que es, porque es toda actualidad, porque es todo lo que pue­ de ser). Tanto el dios inmóvil como sus imitadores contemI. «El punto de partida para todos los argumentos de esta clase -decla­ raba Aristóteles en aquella ocasión- es exigir al adversario que reconozca que algo significa algo para él mismo y para otro, cosa que necesariamente ha de hacer si quiere decir algo, pues de no ser así no podrá dialogar ni con­ sigo mismo ni con otro» (Metafísica, 1006a iS y ss.). En e¡ mismo sentido, a continuación ( i ooSb 8 y ss.): «Si los nombres no significan nada, es imposi­ ble dialogar unos con otros, e incluso cada uno consigo mismo».

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plativos carecen de eso que Aristóteles imagina para asentar la ley del lenguaje: rivales, adversarios, otros, iguales. Para que una palabra llegue a significar algo, tiene que haber otro que esté de acuerdo y, en el límite, es preciso al menos poner­ se de acuerdo consigo mismo en que significa lo que signi­ fica. «Ponerse de acuerdo consigo mismo» exige, entonces, una cierta distancia entre cada cual y su sí mismo, la distan­ cia entre la potencia y el acto, la distancia de la que carecen aquellos cuya potencia es entera e inmediatamente actual o cuya actualidad está totalmente suspendida de una potencia virtual. Cuando Aristóteles llama a este que se niega a decir algo «vegetal», cuando sugiere que es innecesario refutar a quien no llega a decir nada, le está declarando fuera de la ley, fuera de la ley de la palabra, que no es simplemente el prin­ cipio de no-contradicción como regla formal que sirve de apoyo a toda demostración, sino la ley según la cual sólo es posible decir algo de algo o decir algo como algo a partir de un acuerdo con otro (y consigo mismo en cuanto otro). La palabra puede significar muchas cosas (tal es su potencia), pero sólo alcanza propiamente significado cuando, de todas esas posibilidades, quien habla elige una como su significado actual, y desde entonces queda comprometido con esa elec­ ción cuya eficacia depende de la legitimación pública. Si al­ guien pretendiese que su palabra significa (actualmente) todo lo que (potencialmente) puede significar, entonces estaría sim­ plemente destruyendo todo significado, violando la ley del lenguaje y colocándose más allá de toda posibilidad de diá­ logo, de conversación, de respuesta y de legitimación. Y esto -decirse en todos los sentidos a la vez- es exactamente lo que pretende el sofista con quien discute imaginariamente Aris­ tóteles en el texto referido. ¿Quién es, pues, este adversario mudo o imposible con el cual discute Aristóteles? Es una fi­ gura de muchas caras, la misma que sistemáticamente es per­ seguida (y que sistemáticamente escapa de esa persecución) en el Teeteto o en el Sofista de Platón. De sus múltiples ros­ tros destacan, sin embargo, dos: el de aquellos que sólo tie­ nen voz, es decir, aquellos cuya potencia de significar no lie-

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ga nunca a actualizarse en un significado explícito, y el de aquellos cuya potencia de significar está toda ella actualiza­ da de modo inmediato, cuya palabra es excesivamente efi­ caz. En el fondo, estos dos rostros intercambiables del ad­ versario imposible son el de la bestia y el del dios, es decir, aquellos que no pueden vivir en la Ciudad porque violarían inmediatamente la ley. Ellos son, evidentemente, fantasmas, los fantasmas pro­ pios de la Ciudad, los que ella produce necesariamente (y ne­ cesariamente como fantasmas, como ficciones): el modo en que la Ciudad imagina aquello que de ningún modo puede conocer (es decir, su origen o su destrucción, su anterioridad y su posterioridad). Digamos que tanto la actividad técnica de transformación de la naturaleza, como la acción civil de transformación de la naturaleza humana arrojan siempre un resto: aquello de la naturaleza a lo que aún no hemos conse­ guido adaptarnos (y de donde proceden, por tanto, todos nuestros temores y esperanzas), aquello de la naturaleza hu­ mana que todavía nos queda por civilizar (y en lo que se ci­ fran, pues, todas las amenazas y todas las promesas). Ese res­ to que la Ciudad produce necesariamente como su fantasma es la potencia residual que se sigue forzosamente de ese acto de elección que funda la realidad específicamente humana y que, siendo primero con respecto a la potencia, no puede, sin embargo, por ser humano (tecnopolítico), ser perfecto o puro. La potencia no es la causa de la actualidad, ni siquiera como potencia suspendida, porque una potencia suspendida es una potencia que podría actualizarse, y eso es precisamente lo que ella no puede. La actualidad, por tanto, tampoco es la causa final de esta potencia. La potencia es el efecto secunda­ rio de esa actualidad -la de la ley de la palabra- que es lo único no ilusorio que hay en el mundo. Podría ser llamada -esa potencia residual, efecto secundario pero inevitable de la praxis- «Ilusión» si pudiera engañar a alguien con la idea de que podría actualizarse (convertirse en dinero contante y sonante, en impacto termonuclear, en información nutritiva o en intuición intelectual), pero probablemente no queda ya

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nadie tan iluso (probablemente los metafísicos de la presen­ cia y los de la ausencia no son más que fantasmas creados por mi propio discurso, adversarios imaginarios en los cua­ les yo mismo me represento como otro), porque, como ya he dicho, ella no es nada que pueda ser conocido, porque es ciertamente lo indisponible, lo no instrumentalizable, el fin final con respecto al cual incluso la política es una actividad instrumental, el fin que se encuentra más allá de la naturale­ za y de la Ciudad. La ventura de la potencia es justamente que no puede actualizarse, la ventura es su escisión del acto, su permanecer separada de lo actual de lo cual es efecto. Y conviene cuidar esta diferencia porque, si alguna vez alguien se propusiera actualizarla, estaría produciendo una política sin técnica (que no sería sino pura retórica o pura sofística) o una técnica sin política (que es exactamente la definición del terror).

A FAVOR DE LA VERDAD All of me Why not take all of me?

Entrevista con José Luis Pardo*'

Pregunta. Afirma usted, ya desde las primeras páginas de su libro, que «cuando lo implícito se hace explícito adopta un aspecto insostenible» (23). Dicho aspecto no debe ser enten­ dido solamente en un sentido práctico, funcional, en relación con estrategias más o menos pragmáticas de mantenimiento o, incluso, encubrimiento de un determinado orden de acti­ vidades, usos o creencias, sino que está estrechamente ligado al principio de no exhaustividad («insostenible» es aquello que no puede defenderse con razones) a que se alude con fre­ cuencia en el texto. La total explicitación de lo implícito es, en efecto, un imposible lógico, lingüístico, real. No se puede -no es ya que no se deba- «jugar a un juego cuyas reglas sean todas ellas explícitas» (43). Este principio de no exhaustivi­ dad (respecto del cual el «principio de caridad» de Davidson -la figura de un lector, de un interlocutor en general, que re­ llena los espacios en blanco y completa la mejor figura de las posibles- constituye la contrapartida positiva) es otra mane­ ra de referirse a lo que Deleuze y Guattari llamaron el pro­ blema de la escritura: «Siempre se necesitan expresiones ane­ xactas para designar algo exactamente» (Rizoma, Valencia,

:í «A favor de la verdad», entrevista de Miguel H. Saavedra, Paideia n.° 77 (2.a época, año XXVII), septiembre-diciembre de 2006, pp. 425-434. i. Si no se indica otra cosa, todas las referencias textuales, cuya lo­ calización aparece a renglón seguido y entre paréntesis, corresponden a La regla del juego, Barcelona, Galaxia Gutenberg / Círculo de Lecto­ res, 2004.

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A favor de la verdad

Pre-Textos, 2003, p. 47). ¿En qué no estaba usted pensando cuando escribió el libro?, ¿qué pensó de él una vez escrito, impreso y publicado? Respuesta. Tal y como lo recuerdo, la frase se introduce con un «suele suceder». En todo caso, en ese mismo contexto se aclara, si no me equivoco, que hay al menos dos clases de «insostenible»: una, en el sentido en que es «insostenible» o «inconfesable» la posición de Lisias (a saber, que en cuanto fuera expuesta en público sin subterfugios sería inmediatamen­ te rechazada por cualquiera), y otra, en el sentido en que lo es la del propio Sócrates (a saber, que contiene algo que impug­ na, por su naturaleza, la condición de lo explícito o al menos la explicitación exhaustiva). Esta segunda clase es la que pue­ de coincidir con la noción serresiana de anexactitud, que no designa algo inexacto en cuanto opuesto a lo exacto, sino algo que impugna por su propia condición esa oposición. Pero en realidad sí que hay algunos implícitos que pueden explicitarse. Siguiendo el ejemplo (y la doctrina) de Oswald Du­ crot, si alguien dice «Juan ha dejado de pegar a su mujer», se puede deducir de ahí sin ningún temor que «Juan pegaba a su mujer» como un presupuesto que se sigue necesariamente de lo expuesto. Ahora, si alguien pretende inferir a partir de esa misma exposición «Fíjate, tú también deberías intentar de­ jarlo», es claro que eso ya no es posible. Puede que quepa so­ breentender eso a partir de lo expuesto pero, en todo caso, lo que puede sobreentenderse ya constituye una nebulosa inago­ table o de entereza no-exhaustiva que no se puede explicitar de forma completa. De nuevo, yo diría que no se trata de «el problema de la escritura» sino de «el problema del discurso», e incluso de la discursividad (porque ese tipo de elección se re­ quiere en todo discurso), y éste es el único punto en el cual podría quizá distanciarme de la posición de Deleuze y Guat­ tari, puesto que no estoy del todo seguro de que ellos no estu­ vieran pensando también en algún tipo de anexactitud nodiscursiva. La comparación con el «principio de caridad» de Davidson me parece muy apropiada, incluso para captar una

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«dirección» de la caridad que no es aquella en la que prima­ riamente piensa Davidson (que es la caridad del lector para con el texto, por así decirlo), sino justamente la caridad del que escribe o del que enuncia: según observaciones hechas por Adorno y por Rafael Sánchez Ferlosio, un discurso que se emite con voluntad de «llenar todos los huecos» -es decir, de dejarle al lector el menor número de oportunidades de tener que ejercer la «caridad» davidsoniana- puede ser un modo de cerrarle absolutamente el paso al otro, es decir, de impedirle toda posibilidad de respuesta o de interlocución. Cuando yo escribía el libro, obviamente estaba pensando en el lector (si lo hacía piadosa o despiadadamente, eso es lo que el lector tiene que juzgar), pero una vez que el libro ha tenido lectores, y en la medida en que hay un cierto feedback, siempre resulta sor­ prendente comprobar lo que el lector real difiere de ese lector virtual que yo tenía en mente, no sólo porque se experimenta el modo como ese lector ha «rellenado los espacios en blan­ co», sino sobre todo porque se detecta cuáles eran realmente esos espacios y dónde estaban, es decir, qué era aquello en lo que yo no había pensado. P. En su brillante comentario de los diálogos de Platón se pone de manifiesto que «no es posible aprender sin aprender algo, y no es posible aprender algo si no se aprende ese algo bien» (28). Añade usted que la escritura ha terminado «por volverse determinante para todo decir verdadero, como si, misteriosamente, la palabra escrita valiese como justificación de su propia verdad» (45). Esta sustitución de «lo real» por la escritura, contra la cual ya advertía Platón a sus contemporá­ neos, parece un condicionamiento «natural» del estado de co­ sas en que vivimos, de los supuestos de orden formal y procedimentalista que hacen posible o impiden, hoy, una cierta experiencia de «la ciudad», o que posibilitan, dicho de otro modo, poner orden en las ruinas sin embargo vivas y produc­ tivas (capaces de generar efectos y, por supuesto, de provocar discordias) de y entre la(s) comunidad(es). ¿Se puede apren­ der a ser buen ciudadano? Por otra parte, aunque en estrecha

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relación con lo anterior, en la extensa nota 55 (412-414) se denuncia el «perverso reproche contra la concepción kantia­ na de la “ley”», a saber, «que es “formal y vacía”, como un imperativo categórico puramente abstracto desconectado de todo contenido material de valor». Afirma, y ello parece fue­ ra de toda duda, que «esa forma no admite cualquier con­ tenido, sino precisamente sólo aquel que se deja formalizar como una ley universal de todos los seres racionales y libres, es decir, sólo aquel que hace del otro cualquiera la condición de aceptabilidad de la conducta propia». La pregunta que le planteo, a tenor de este reproche que usted considera propio de «los enemigos de la democracia [que] lo son también de la libertad», tiene un alcance menos especulativo y más circuns­ tancial, aunque no por ello menos relevante con vistas al por­ venir (digamos que institucional) de la filosofía. ¿No le parece que bajo la apariencia reivindicativa del «otro cualquiera» se esconden, pero también se publicitan sin el menor decoro, los nuevos popes de la vieja ciudad, esos que instrumentan (sin el talento que a usted le acompaña y, además, sin dar muestras de ningún talante constructivo) a Kant o a Arendt (por citar a dos referentes fundamentales de su libro, sobre todo en lo que concierne a la lectura que la segunda hace de la filosofía polí­ tica del primero) y a todos aquellos niños formales, si me con­ siente la expresión, que les permiten barnizar filosóficamente sus condiciones reales de vida, confundiendo la filosofía con el aparato burocrático-administrativo del que viven y al que subliman para mayor gloria de sí mismos? Si está de acuerdo con este diagnóstico, ¿considera que su valor es meramente psicológico y coyuntural o que afecta al concepto mismo de la filosofía (tanto en su sentido académico como en el sentido mundano expuestos por Kant)? R. Bien, esta cuestión se refiere a la «dialéctica» entre rigi­ dez y flexibilidad que atraviesa I.a regla del juego, y especial­ mente -me parece- a las explicaciones que sobre esto se dan en la undécima aporia («Del camino del colegio»). Para empezar, se trata de la rigidez déla escuela (como re-

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presentante en ese apartado del espacio público), que inten­ to diferenciar de la intolerancia de las comunidades y de la severidad de la fábrica. Esta rigidez no depende únicamente del «aparato disciplinario», sino que es la rigidez propia del conocimiento, lo que podríamos llamar su radical no-adap­ tabilidad. Ya sé que en este punto estoy en clamorosa mino­ ría, pero lo que defiendo es la idea de que conocer es adap­ tarse al rigor de aquello que se trata de conocer, y que por tanto es falaz y fatal todo intento de «adaptar los conoci­ mientos» al discente, ya sea en sentido sociológico, psicoló­ gico, individual o colectivo (como lo muestran una y otra vez los resultados de las «reformas educativas» que van en este sentido). Desde este punto de vista me opongo, por tanto, a la tesis de que las doctrinas del tipo que sean se pueden utili­ zar como «cajas de herramientas», y desde luego yo no he pretendido (otra cosa es lo que haya logrado) usar a Platón, Aristóteles, Richard Sennett o Hannah Arendt como instru­ mentos. A lo largo del libro (y partiendo de un párrafo de Pierre Bourdieu) he insistido en tomar precauciones contra una actitud «escolar» o «escolástica» que justamente consis­ te, entre otras cosas, en creer que los «conocimientos» care­ cen de rigor o rigidez y que por tanto se dejan utilizar para construir cócteles más o menos adaptados a las necesidades de cada cual. Son este tipo de cócteles los que -utilizando a los diversos pensadores como «cajas de herramientas» flexi­ bles y moldeables ad libitum- fabrican, si he entendido bien, aquellos a quienes llama usted niños formales, productos es­ colares que sólo escolásticamente pueden subsistir y que son completamente inoperantes fuera de la escuela. Y es a ellos a quienes describo, entre otros, como el tipo de sofistas que impiden a sus discípulos salir del colegio y aspiran a una tu­ tela (y por tanto a una retribución) de por vida, aunque a eso se le llame «enseñar a ser buen ciudadano». En segundo lugar, se trata de la rigidez de la ley, del de­ recho del «Estado de Derecho». Entiendo perfectamente que alguien pueda quejarse del «procedimentalismo» de la ley en el sentido en el que Anatole France recordaba que «la ley

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prohíbe por igual a los pobres y a los ricos robar pan y dor­ mir bajo los puentes». Pero, evidentemente, lo deplorable es la desigualdad social entre pobres y ricos, no la igualdad ju­ rídica ni, por tanto, el procedimiento (que para el derecho es sencillamente fundamental) o la ley misma; es esta confu­ sión la que produce ese «perverso reproche» de los enfants terribles a quienes se refiere la nota 55. Naturalmente que comprendo y comparto el enfado de quienes ven cada día cómo se invoca el derecho para cometer las peores atrocida­ des, pero cuando se sostiene que de eso tiene la culpa el de­ recho (y no quienes cometen las atrocidades), y que por tanto se debería transitar hacia otra cosa mejor -más elásti­ ca- que el derecho, entonces encuentro que, como decía Kant, «la solución es peor que la queja», porque cuando la ley pierde su rigidez lo que se esfuma es la posibilidad de distinguir las atrocidades en cuanto tales. Aprender a ser buen ciudadano no es otra cosa que aprender a ser libre, y eso es algo que sólo puede aprenderse gracias a la rigidez de la ley, pues ella es precisamente -Kant dixit- su ratio cognoscendi. P. Las condiciones del sentido son tales que, paradójicamen­ te, «el escribir las reglas del juego y el haber perdido la ca­ pacidad de jugarlo con destreza parecen ser una sola y la misma cosa, porque la escritura altera (convierte en otro) aquello que escribe, y que sólo puede escribirse ya después (tarde)» (61). La lechuza de Minerva no sólo levanta su vue­ lo al atardecer, sino que es su vuelo, el movimiento inicial de sus alas, lo que establece la hora, el tiempo del crepúscu­ lo. Sin embargo, usted insta, de algún modo, a «salir de las redes del lenguaje o escapar de la marea sin fin de la escri­ tura» (60). Sus apelaciones a un pensamiento distinto del len­ guaje y a una realidad distinta del pensamiento son frecuentes. Siguiendo la metáfora hegeliana, da la impresión de que a esta lechuza no le van ya las alturas, de que su vuelo es dema­ siado rasante, protocolario y, tal vez, conservador.

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R. Creo que la pregunta capta bastante bien lo que yo sien­ to, es decir, el modo en que lo que podríamos llamar en toda su amplitud «el giro lingüístico» (aunque esta forma de ha­ blar es abusiva), que alguna vez representó un inequívoco «progreso» en filosofía, se ha vuelto conservador, es decir, manipulable por la nueva sofística que, hoy como ayer, do­ mina el vasto territorio de la opinión. En esa medida, ocurre igualmente que lo que ayer era considerado como conserva­ dor (por ejemplo, recordar que el lenguaje no puede ser lo mismo que el pensamiento porque entonces nadie podría ha­ blar contra lo que piensa, y es obvio que se puede, y que el pensamiento no es lo mismo que la realidad, porque en tal caso no podría haber pensamientos falsos, y es obvio que los hay) se ha vuelto hoy progresista y hasta francamente revo­ lucionario o blasfemo. P. Es manifiesto el interés que el libro de Rocco Ronchi, La verdad en el espejo, tiene para un buen entendimiento de La regla del juego. No se trata solamente del pasaje wittgensteiniano del explorador y los nativos, sino de la propia arquitec­ tónica de los textos, aunque aquél sea un opúsculo y su libro bordee las setecientas páginas. Curiosamente, usted desembo­ ca en conclusiones (en una toma de posición, en una decisión), a mi juicio, contrarias a las del italiano. ¿El final del librito de Ronchi (esa apelación a un nietzscheano hombre intuitivo) nos arroja a los brazos de esos que usted llama «niños terribles»? ¿No le parece, por otra parte, que las deudas contraídas (no ya por usted, sino por la filosofía actual) con Foucault, De­ leuze o Derrida son mucho mayores que las impugnaciones sobre aspectos más o menos particulares, aunque política­ mente muy relevantes, de sus obras (y de sus vidas) ? R. Conocí a Rocco Ronchi en Nápoles en 1995 y me impre­ sionaron su entusiasmo y su modo de argumentar, y por eso leí con tanto interés su librito sobre los presocráticos. En­ cuentro particularmente penetrante su crítica a los «oralistas angloamericanos», de quienes denuncia la ingenuidad que

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supone aceptar como «causa» del nacimiento de la escritura fonético-alfabética todo aquello de cuya existencia sólo he­ mos llegado, en efecto, a enterarnos después, justamente como consecuencia de la aparición de ese tipo de escritura. Por eso me parece tan asombroso que dé la impresión de cometer una «ingenuidad» del mismo tipo cuando apela a la recupe­ ración de una cierta anterioridad con respecto al lògos filo­ sófico (precisamente la del hombre intuitivo), sin notar que esa misma anterioridad es algo de lo que sólo hemos podido llegar a saber después del lògos, precisamente por el lògos y allí donde hay lògos. En ese sentido, por tanto, es cierto que mis conclusiones son contrarias a las suyas. En cuanto a ese grupo de enfants terribles a quienes se refiere la pregunta, mi deuda con ellos es sencillamente incalculable, porque les debo todo lo que sé de filosofía. Dicho esto, entramos en el capítulo de cómo se deben pagar las deudas, es decir, de si «pagar una deuda» es rendir de por vida una lealtad ciega e incondicional; yo creo que no es así (porque también Marx y Engels escribieron La ideología alemana para pagar sus deu­ das al idealismo absoluto, que sin duda eran importantes), y por eso concibo el capítulo décimo de La regla del juego como parte de esa liquidación interminable. P. Conocido es el lema derridiano de una «experiencia de lo imposible». En cierto sentido su libro invierte ese lema y ad­ vierte de la inexperiencia de lo imposible (entendido como lo inverosímil, cuando menos), pero también procura una ex­ periencia inagotable, precisamente porque no puede ser exhaustiva, de lo posible mismo. Hay una teoría de la verdad que recorre el texto sin terminar de aflorar. Es la teoría que se remonta a Aristóteles (contra la torpe pero exitosa versión de sus discípulos), que separa el orden de lo real del orden de la ficción, y que, dentro de este último, distingue lo verosímil de lo inverosímil o increíble. ¿Acepta usted que las condicio­ nes de lo real se corresponden con las condiciones históricas del sentido, es decir, que lo que entendemos en cada caso por «realidad» viene tramado desde prácticas y presupuestos -ge-

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neralmente inconscientes y colectivos- a través de los cuales se construye (y deconstruye) el sentido; o, en caso contrario, cuál es el terreno real sobre el que levanta el vuelo esta filo­ sofía? Por otra parte, y ello quizá explique por qué aquella teoría no puede rendir en abstracto sus frutos, su libro expone una idea de la decisión en forma de verdad, una ex­ hortación a la veracidad, que es, en suma, una práctica no ré­ ductible a reglas. Dígame, ¿qué se puede hacer en nombre de «otro cualquiera» ?, ¿qué no se debe hacer en nombre de «cual­ quier otro» ? R. No sé si seré capaz de contestar algo sensato en unas po­ cas palabras, pero lo intentaré. La pregunta contrapone la derridiana «experiencia de lo imposible» a una «experiencia (inagotable) de lo posible». Primer punto: aunque creo enten­ der de qué se trata, no es menos cierto que, en algún sentido, ambas expresiones no son tan antagónicas como podría pare­ cer. Si lo posible es (y sin duda lo es) inagotable, es decir, no exhaustivamente realizable, esto significa que de alguna ma­ nera hay, en ese campo de lo posible, algo que de facto es im­ posible, a saber, ese resto que -sea lo que sea- nunca llegará a realizarse. Así pues, una de las formas de una «experiencia de lo imposible» sería la experiencia de ese resto inexbaurible. Lo que me interesa resaltar de este pensamiento es su planteamiento, es decir, la presentación del problema como el de un «paso» de lo posible a lo real, un paso que no puede darse del todo o en el curso de cuyo intento se sufre necesaria­ mente un traspiés o un tropiezo. Me interesa porque el «paso de lo posible a lo real» es también el «paso» de la potencia al acto y, mutatis mutandis, de la esencia a la existencia o del concepto a la intuición; un paso, por tanto, que equivale en muchos sentidos a lo que desde el principio de esta conversa­ ción hemos llamado «explicitación» completa o exhaustiva. Así planteado, el «paso» no puede aparecer sino como algo arbitrario e injustificado (de ahí, por ejemplo, el reproche de Walter Benjamin y de Giorgio Agamben hacia ese dios «leibniziano» que deja en el limbo de lo inexistente a infinitos in-

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divi duos «incomposibles»), y por tanto no puede dejar de suscitar la idea de hacer justicia a todos esos «incomposi­ bles». Ahora -segundo punto-, yo me he esforzado en llamar la atención sobre el vínculo existente entre la noción leibniziana de composibilidad y la tradicional de verosimilitud, y si esto es admisible no sería descabellado llamar a los incom­ posibles «inverosímiles», pues su existencia arruinaría la co­ herencia del mundo del mismo modo que se arruina la com­ posición de una buena fábula. Desde este punto de vista es completamente comprensible, no solamente la «piedad» con respecto a lo incomposible o inverosímil (y por lo tanto el despreciopor la maldita «coherencia» de la Historia, es decir, por la Teodicea), sino también la derridiana «experiencia de lo imposible» o la deleuzeana «defensa del simulacro» (es de­ cir, de lo inverosímil, de lo fantástico, de lo que hace añicos la congruencia de la representación). Lo que todos estos discur­ sos impugnan es el arbitrario decreto de ese dios que, después de proclamarse omnipotente, declara sin embargo que no todo lo posible puede realizarse (porque no sería consecuen­ te). Por tanto -tercer punto-, abogan por pagar el precio de la «incoherencia» para salvar así de la inexistencia a todos los condenados y construir el reino de una «anarquía coronada». Pero eso es tanto como decir que defienden una teología (aunque sea ateológica) cuyo anti-dios, esta vez sí omnipo­ tente (aunque lo sea en el modo de una potencia infinitamen­ te inactual), salve sin exclusión a todos los individuos, es de­ cir, agote la explicitación de lo posible en real (aunque sea por la vía de «retener» infinitamente lo real y reabsorberlo en la anarquía coronada de la potencia), de lo potencial en ac­ tual (por ejemplo, de las «fuerzas reactivas» en «fuerzas acti­ vas» en el caso del superhombre nietzscheano), de la esencia en existencia (por ejemplo, en el «aumento de potencia acti­ va» del conatus spinoziano) o del concepto en intuición (por ejemplo, en la tesis deleuzeana de que la filosofía debe cons­ truir sus conceptos -en la intuición, sin duda-). Como usted dice, yo en este punto soy «aristotélico», es decir que rechazo ese planteamiento del «paso» de la potencia al acto porque

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me sitúo en la posición del primado del acto sobre la potencia (o, dicho de otra manera, en la posición de que no hay po­ sibilidad alguna antes de la realidad, de que entre lo explícito y lo implícito -o entre la potencia y el acto- la distinción es de naturaleza y no de grado). Y ello no porque se trate de una de esas «elecciones últimas» metafísicas e injustificables, sino por la convicción, nacida de décadas de haber estado habi­ tándolo, de que ese planteamiento hace que el problema sea rigurosamente irresoluble (si no se cuenta con un dios o con un anti-dios omnipotente). Así, en cuarto lugar, esto supone aceptar que el traspiés o el tropiezo no es algo «superable», y a esta aceptación, o a la postura que de ella se sigue es a lo que, en efecto, podría llamarse veracidad, y tiene que ver con la «amplitud de miras» que adquiere quien es capaz de «pen­ sar desde el lugar de cualquier otro», lo que no significa «en su nombre». Y una parte de esa veracidad consiste, sin duda, en el reconocimiento del anclaje histórico de toda realidad, siempre que se evite hacer de la historia una nueva «última instancia» que contendría el secreto del paso de lo posible a lo real y que permitiría suprimir el traspiés. P. Al final del libro se dice que es justo entonces, «cuando lo real se convierte en aporético», cuando «el lenguaje revela al mismo tiempo su distinción de las cosas acerca de las que ha­ bla y del pensamiento que sobre ellas véhicula. Entonces la falsedad -y no sólo el sinsentido, el absurdo o el fallo- se vuelve posible» (679). Entiendo que la teoría, la puesta en cuestión de la ciudad contra los encantamientos de las comu­ nidades y el desencantamiento reglado y tedioso de la mala (y más temblorosa, aunque siempre oportunista) sofistería, sólo puede existir, como se indica en las últimas líneas, «allí donde se da alguna situación diferente de la tiranía o la sofís­ tica». Sin embargo, la filosofía parece exigir, como su razón crítica de ser, la presencia constante de tales adversarios. ¿Acaso no se filosofa contra? ¿Cómo evitar que la teoría, cómo impedir que la filosofía devenga otro ejercicio dialécti­ co, todo lo sofisticado y aparatoso que se quiera, en función

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de los espacios que sus contrincantes naturales -si no en me­ dio de la ciudad, en la plaza pública, sí en los bajos fondos o suburbios de la misma- tienden a abonar? ¿Es posible, en de­ finitiva, teorizar al margen del fracaso, de la tardanza, del otro-que-no-es-cualquiera, predicar (decir algo de algo) al margen de las posiciones que uno mismo (el envés de cualquier otro, el negativo que invierte las tonalidades) ocupa en la ciudad? R. No hay, en efecto, manera de evitarlo: el filósofo sólo puede aparecer revestido con las ropas del tirano, del sofista o del sacerdote. A todos nos gustaría que la distinción entre filósofos y sofistas, o entre pensadores y buhoneros del espí­ ritu, se pudiera establecer con la misma nitidez con la que se decide si alguien tiene el título de Licenciatura en Ingeniería o si padece conjuntivitis: los «verdaderos» filósofos se reuni­ rían en un colegio profesional para defender sus legítimos intereses frente al intrusismo de los mercaderes del alma y eso sería todo. Pero precisamente porque la filosofía nunca puede ser del todo una «profesión» o una «especialidad», el asunto no es tan fácil. La sofistería no es un peligro que ame­ nace a la filosofía «desde fuera» de ella (desde el «mercado» o desde el «poder»), sino que es su peligro interior, su tenta­ ción constante. No hay en el mundo dos personajes más dis­ tintos «interiormente» o por sus intenciones que el filósofo y el sofista, pero tampoco hay dos que «exteriormente» sean más parecidos. El arte de la distinción entre ambos es el arte mismo de la filosofía, que no consiste en clasificar las cosas en géneros y especies, sino en seleccionar, en atreverse a juz­ gar, en conseguir distinguir la verdad de la farsa eficaz y la li­ bertad de la tiranía maquillada: no es una distinción teórica sino, por así decirlo, existencial. Nadie sabe mejor que Só­ crates -fundador de la filosofía y condenado a muerte por sofista- hasta qué punto es difícil existir en esa sutil diferen­ cia y combatir por ella, cuánto sentido del humor, cuánta ironía y cuánta honestidad se necesitan para aprender esa lección, y nadie mejor que Platón ha sabido transmitirnos, al

Entrevista con José Luis Pardo

narrar la existencia de Sócrates, la esencia viva de la dificul­ tad. No es posible «teorizar al margen del fracaso y la tar­ danza», etc., es decir, no es posible tener «tiempo libre» (tiempo para filosofar) al margen de todas las esclavitudes que lo encuadran y lo enmarcan. Precisamente por eso es di­ fícil la filosofía -como es difícil la libertad-, porque ocurre, cuando ocurre, en mitad de la tiranía y de la sofística, pero precisamente distinguiéndose de ellas. Por tanto, y aunque siempre haya que pensar contra algo (ante todo, como al­ guien dijo, contra sí mismo), la filosofía no se agota -aunque a veces desfallezca en esa tarea- en la denuncia de la sofísti­ ca o en la lucha contra la tiranía, puesto que estos combates sólo adquieren sentido en el horizonte de un trabajo a favor de la verdad y de la libertad.

Sobre la nostalgia de sentido

Pregunta. A día de hoy bien puede parecer que la actividad filosófica, mucho más exigua y rara de lo que sugieren cier­ tos ritmos de producción editorial, se encuentre arrinconada entre dos flancos que, aun a pesar de su muy distinta fisono­ mía, contribuyen ambos a su vaciamiento y disipación públi­ ca. Por una parte nos encontramos con que, ya desde dentro, la filosofía sufre de un prolongado y progresivo ensimisma­ miento por el que apenas le presta atención a otra cosa que no sean sus muy prescindibles erudiciones escolásticas. Por otra parte hemos de padecer que, con una obstinación que ya querríamos para mejores causas, haya ciertas fuerzas, políti­ ca y económicamente efectivas, que se empeñan no tanto en levantar el acta de su fallecimiento cuanto en redefinirla se­ gún criterios ajenos a ella. A nuestro entender, el mayor mé­ rito de su ensayo1 radica en que, luchando precisamente en este segundo frente, evita caer en la esterilidad escolástica. ¿Es éste, a su juicio, el papel del filósofo? ¿Advertir quizá so­ bre los muchos señuelos, añagazas y trampas con que se les hurtan a los hombres sus intereses? ¿Evitar que las fracturas que quebrantan lo dado queden disimuladas por una ficción de sentido?

«Sobre la nostalgia de sentido», entrevista de Guillermo Escolar, Alejandro García y Julia Molano, Nexo, Facultad de Filosofía de la Uni­ versidad Complutense de Madrid, n.° 4, 2006, pp. 167-181. t. La reíala del juego, op. cit.

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Respuesta. Gracias. La pregunta está planteada de una ma­ nera muy amable para con mi libro, pero ante todo creo que es mi deber no presentar como un mérito lo que hunde sus raíces en la necesidad. Si me muevo en ese territorio interme­ dio «entre el ensimismamiento y la alteración» no es porque haya decidido que ése es el papel que debe desempeñar la filo­ sofía, ni para huir de la esterilidad o de la eficacia demoledo­ ra, ni tampoco para advertir a los hombres de un peligro o re­ velarles sus verdaderos intereses, sino porque no sé hacerlo de otro modo. Esto, que para mí ha sido una especie de fatali­ dad (creo que mi discurso siempre parece demasiado acadé­ mico para el mundo y demasiado mundano para la academia, y esto me produce graves contratiempos y suscita enormes equívocos: no sé lo que pensarán los demás, pero yo tengo la impresión de que todos mis libros, considerados en el contex­ to académico tanto como en el mundano, son bastante singu­ lares), ha dejado progresivamente de importarme cuando he comprendido que no tenía remedio. A partir de ese momento, me gustaría pensar que me he desentendido por completo del problema de si mis escritos iban a parecer mundanos o acadé­ micos, ensimismados o disipados, escolásticos o ensayísticos, y me he concentrado exclusivamente en aquello de lo que se trata en ellos, sin preocuparme en absoluto si la persecución del asunto comporta trayectos prolongados o incursiones ins­ tantáneas, excursiones a barrios y dominios poco frecuenta­ dos o descensos a subterráneos cargados de mala fama. En el caso de La regla del juego, el asunto del que se trata no es tal o cual cuestión filosófica (o no filosófica) en particular, sino la propia filosofía considerada desde el punto de vista de su dificultad característica. Que el territorio en el cual yo fatal­ mente tengo que situarme resultara ser el mismo en el cual hay que salir al encuentro de la filosofía sería, por tanto, un caso extraordinario de buena suerte (too good to be true, como alguien diría). Lo que sí creo que sucede es que aquello de lo que se trata -y que en este caso es nada menos que la fi­ losofía- sale siempre ganando cuanto más libre está quien lo trata de los mencionados prejuicios acerca de qué es académi-

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co y qué es mundano (definiciones que, además de intelectual­ mente vacuas, dependen de parámetros a menudo miserables y siempre muy elásticos). Sócrates, como sabemos, tenía una cierta tendencia al «ensimismamiento» (no, ciertamente, es­ colástico) de sus conversaciones «privadas», quizá porque sa­ bía que el día en que tuviera que comparecer en público haría el ridículo. Pero el caso es que un día compareció en público, y como esa comparecencia no solamente consistió en su de­ fensa ante el tribunal sino también en su llegada a la escritura por culpa de Platón, todos los que estamos en este ruinoso ne­ gocio tenemos que hacer el ridículo de vez en cuando si que­ remos seguir en él de iure y no sólo de facto. P. Señuelos que en muchas ocasiones proceden de la propia filosofía, pues no pocas veces ha consistido su actividad en urdir estratagemas, en practicar algo que más bien cabría de­ nominar «arte del disimulo» que amor al saber. Cuando la teología de la historia, por ejemplo, pretende la completa ab­ sorción del tiempo cronológico por parte del sentido (renun­ ciando así a sus propios orígenes poéticos y a su constitución como relato) no hace sino fingir que el sentido de la histo­ ria carece de la precariedad, la provisionalidad y el carácter fragmentario que reconocemos en el estatuto meramente ve­ rosímil de otros géneros de narración. ¿Es efectiva todavía hoy en el discurso político -tal vez solamente como recurso ideológico- esta ficción de totalidad de sentido? Si nos per­ mite que lo digamos así, ¿hay que sanear aún el discurso de residuos historicistas? R. Les permito que lo digan así, pero en la actual coyuntura de fundamentalismo sanitario yo tiendo a huir de semejantes metáforas. Vayamos a la pregunta. Sí, creo que lo que ustedes llaman «esa ficción de totalidad de sentido» es aún efectiva, con algunos matices. Cuando Aristóteles estableció en la Poé­ tica la distinción entre poesía e historia (igual que, de otro modo, cuando Platón mostraba sus reservas hacia la escritu­ ra, el teatro y la oratoria) no le animaba un interés exclusiva-

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mente teórico (desde luego que tenía un interés teórico, por­ que en ello estaba en juego nada menos que la acción, que no desempeña un papel cualquiera en su universo teórico) sino también práctico: sabía perfectamente lo funestas que pueden llegar a resultar las justificaciones poéticas de la historia. Sin embargo, y aunque, como decía Kant, la forma más antigua de poesía es la religión, y por tanto muy a menudo han sido los teólogos quienes se han especializado en dichas justifica­ ciones, en lo esencial la distinción se mantuvo viva y, hasta los tiempos modernos, a nadie se le habría ocurrido conceder relevancia teórica a la idea de que la historia tiene un sentido unitario y pleno (lo prueba el breve espacio que necesitó Kant en el siglo xvm para registrar el fracaso de la teodicea), y el reparto entre hacedores de fábulas y hacedores de historia, aunque siempre amenazado por la propaganda, no sufrió percances irreparables. Pero cuando Napoleón, verdadero forjador de naciones y fundador de historia, decidió en 1808 hacer un alto en el camino que iba recorriendo al son de la to­ nada The times they are a-ckangin’ para entrevistarse con uno de los pocos europeos a quien reconocía una talla com­ parable a la suya, Goethe, todo empezó a complicarse. Por­ que, para el emperador, aquella entrevista tenía el valor de un relevo: el sentido de la historia, que hasta ese momento había sido patrimonio de los poetas y había permanecido en el con­ tinente fabuloso de la tragedia, pasaba desde ese instante a las manos del político, que desplazaba al sacerdote y al poeta como gran gerente de los temores y las esperanzas de los hombres. Y Hegel, privilegiado espectador en la sombra de aquel encuentro, entendió perfectamente que el relevo signi­ ficaba el comienzo de la realización de la poesía en la historia. En esa fecha comenzó la crisis de la poesía (o sea, del teatro), incapaz ya de competir con la historia en el interés de los hombres (¿qué ficción podría ser más interesante que la caída de las Twin Towers retransmitida en directo en todos los ex­ tremos del planeta?). No es de extrañar que, en unos pocos años, la dialéctica, que Kant había considerado como la lógi­ ca de la ilusión, se convirtiese primero en lógica de la realidad

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y después en motor de la historia, porque la realidad misma se había confundido con la ilusión y la poesía con la historia: el teatro (de operaciones) es, desde entonces, el mundo. Es verdad que el sueño de Napoleón (y de Hegel) era el de un mundo latiendo con un solo pulso, el del tambor (de guerra) cuyo compás señalaron durante algún tiempo las campana­ das del Big Ben, hasta que fue reemplazado por el tic (Washington)-tac (Moscú) comoritmo fundamental del bombo (y de la bomba) de relojería que cronometraba la cuenta atrás hacia el holocausto nuclear; también es verdad que esto de to­ car al unísono ya no parece muy actual, pero no lo es menos que esta actualidad renovada no ha dejado de promocionarse al compás de The times they are a-changirí ( «fin de los gran­ des relatos», «nuevo paradigma», «nuevo orden internacio­ nal») y que significa explicitar todas las temporalidades implí­ citas que antes se acentuaban fuera del pulso de ese bombo y dar a cada uno su merecido de acuerdo con su ritmo identitario básico (su «pequeño relato»), con su tema principal, compensando mediante esta reterritorialización sobre la identi­ dad todas las desterritorializaciones residuales. En los entornos nacionales llamamos a esta guetificación «multiculturalis­ mo», y en los internacionales «conflicto (o alianza) de civili­ zaciones». No hay problema en reconocer la existencia de rit­ mos incompatibles, siempre que se puedan cuantificar contable y explícitamente (6/3 de musulmán, 5/4 de judío, 3/6 de ame­ ricano) y, de esa manera, reducir a un factor común -repre­ sentado por el mercado- (24/12, 15/12, 6/12) que permita sumarlos y, por ende, restituirlos como partes conmensura­ bles de una única Historia Universal plena de sentido y, en esa medida, indiscernible de la poesía. El único espacio para la manifestación de la irreductibilidad es, en este orden, el an­ tagonismo guerrero (pulso contra pulso, identidad contra identidad, minirrelato contra minirrelato) que, aunque de un modo retorcido, vuelve a ser una forma de reducción, pues no es posible sin compartir las intenciones y motivaciones del enemigo. Finalmente, hay que reconocer que ha habido una rebaja de talla desde los grandes individuos histórico-mun-

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diales hasta los actuales mandatarios globales, pero eso no elimina la necesidad de eso que ustedes llamaban «sanea­ miento»1. P. Quizá un modo de llevar a cabo este saneamiento consis­ ta simplemente en recordar el respecto poético de la instan­ cia del sentido. ¿Tendría entonces el análisis de la ficción al­ cance crítico? R. Yo diría que sí. El problema es que la noción de «ficción» está extremadamente mal definida en filosofía (quiero decir que se puede llamar «ficción» a demasiadas cosas y sin de­ masiado rigor). Si por ficción entendemos los productos de la imaginación, hemos de notar que, al menos desde la infle­ xión crítica operada por Kant, ella -la imaginación- ha sido la encargada de guardar el secreto del vínculo, no solamente entre la intuición y el concepto, sino en definitiva entre la ra­ zón teórica y la práctica. Casi se podría seguir el desarrollo de la filosofía contemporánea como una serie de asedios a tal fortaleza para descubrir ese funcionamiento que según Kant hunde sus raíces (desconocidas) en abismos recónditos y que trabaja completamente de espaldas a la conciencia. Después de aquella inflexión crítica, la «cosa-en-sí» (por decirlo rápi­ damente) sólo puede ser imaginada o fingida, nunca intuida o concebida. La cuestión es que también podría decirse al re­ vés: un cierto trabajo sobre las imágenes, un cierto «trabajo de la fantasía» o del fantasma, que la modernidad encomien­ da a las artes, es siempre una figura de aquello que de ningún modo puede ser intuido o concebido, la intuición fingida de aquello de lo que no hay intuición o el concepto de aquello de lo que no hay concepto. Desde ese momento, la ficción no es -si es que alguna vez lo fue- un problema externo a la fi­ losofía sobre el que la filosofía pudiera reflexionar, sino una pieza de su propia maquinaria.

i. Sobre todo lo cual véase Esto no es música, op. cit.

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A

favor de la verdad

P. Capítulo aparte en el oficio de disimular fracturas y obs­ taculizar así la autonomía crítica de los hombres lo ocupa el hábito-pues de hábito puede hablarse, según Hume, cuando en el discurso ordinario se automatizan ciertas reglas genera­ les- de ocultar la estructura predicativa del juicio por medio de enunciados en los que se cree decir «todo» (o «lo único» que puede decirse) respecto de un sujeto que aparecerá por ello como rocoso e impermeable a otras opiniones. El pro­ blema se agrava por el hecho de que estos enunciados, en vir­ tud de su propia condición de acciones, se dan en un espacio político y tienen, por tanto, efectos prácticos. La profesora Amorós, por ejemplo, llama la atención sobre la necesidad de erosionar discursivamente esos «juicios totalizantes» que se encuentran sedimentados en el lenguaje ordinario. ¿ Se en­ cuentran saturadas las reglas implícitas que gobiernan los juegos de lenguaje de «juicios» de esta clase? ¿En qué medi­ da se puede seguir jugando sin ellos? R. Desde luego que hay que erosionarlos. Las reglas implíci­ tas, por su propia naturaleza de implícitas, nunca son sus­ ceptibles de saturación. Este tipo de «juicios» no solamente son una amenaza -cuya ominosidad es constante en nuestros días- contra la libertad de expresión (porque pretenden ce­ rrar por completo el espacio de lo que puede juzgarse) sino ante todo contra la libertad a secas, puesto que tienden a negar la posibilidad misma de acción, convirtiendo a esta úl­ tima en la simple confirmación de las «verdades» previamen­ te decretadas por esas totalizaciones, que reducen la conduc­ ta humana a la mera lectura de mandatos metafísicos, y a los agentes libres a la condición de personajes que se limitan a decir su papel. Toda la cuestión se reduce, pues, a la determi­ nación del modo (y de la radicalidad, y de las condiciones posibles de eficacia) en que puede y debe producirse seme­ jante «erosión», puesto que, al tener lugar en un espacio de opinión ya deformado, tiende a ser tomada por un evento más del debate puramente verbal para el cual las acciones no cuentan más que como simples corroboraciones o refutacio-

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nés de un reparto de octavillas ya impresas de antemano y en el cual sólo se trata de contabilizar las adhesiones y las trai­ ciones. P. Según sugiere su ensayo, hay multitud de juegos de len­ guaje cuya práctica resulta subsidiaria de la común obser­ vancia de reglas implícitas que se aprenden -a la vez que se desarrollan y concretan- en el curso de la propia práctica. Aquellas reglas, enriquecidas con cada interpretación que las aplica al caso presente, exigen de quienes las siguen el sentido común suficiente para discernir no sólo qué movimientos permite el juego sino también cuáles son los más acertados en cada situación. Usted advierte que explicitar estas reglas arrui­ na la naturalidad del juego y que resulta imposible aprender a jugarlo leyendo un manual de instrucciones. A nadie se le ocu­ rriría consagrarse a la seducción -y esto ya lo decimos no­ sotros-mientras declara la intención de hacerlo o enumera en voz alta las reglas en virtud de las cuales pretende conseguir su propósito. Sin embargo, la filosofía analítica de raíces an­ glosajonas le ha dedicado muchas páginas al carácter abierto y declarable de las intenciones que atraviesan los actos ilocucionarios. ¿Es posible asumir tesis de estas características, por el mero hecho de que la propia consideración teórica de los juegos de lenguaje conlleva de suyo que se expliciten re­ glas que, mientras se actúa y se juega, sólo se siguen en tanto que reglas implícitas? ¿O no late en ellas, con el énfasis que ponen en lo explícito y a pesar de que necesariamente la teo­ ría no puede dejar los juegos de lenguaje tal y como se encon­ traban, una comprensión equivocada tanto del lenguaje como de las prácticas que conforman la vida social? R. Sí, desde luego que así puede llegarse a una concepción errónea del lenguaje. No obstante, la teoría de los actos de habla no deja de acusar recibo de lo que acabamos de llamar la «no saturabilidad» de los juegos de reglas implícitas, por ejemplo, en la dimensión «perlocutiva» de todo speech act, que nunca es exhaustivamente explicitable y que equivale a

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A favor de la verdad

lo que los teóricos de la argumentación llaman el «sobreen­ tendido». Por este camino, podríamos remontarnos hasta la diferenciación de Frege entre Sinn y Bedeutung, o a la teori­ zación de Bertrand Russell a propósito de las «actitudes pre­ posicionales», y las mismas observaciones podrían hacerse con respecto a la distinción de Strawson entre la oración, el enunciado y la enunciación. Creo que, en este contexto, la mejor manera de atender al carácter inevitable de la distin­ ción -de naturaleza, y no de grado- entre lo implícito y lo ex­ plícito es la irreductibilidad entre «decir» y «mostrar» en la que se sustenta toda la arquitectura del Tractatus de Witt­ genstein. P. Puede sostenerse que a las ciencias del hombre les compe­ te estudiar todos esos juegos de lenguaje en que se siguen re­ glas implícitas. Por otra parte, resulta innegable que esas mismas ciencias intervienen en los juegos que tratan de expli­ car de un modo tal que su clarificación conlleva, con indepen­ dencia del modelo epistemológico que oriente la investiga­ ción, que se pongan al descubierto las reglas que los rigen. Sin embargo, parece indiscutible que la seducción es un juego al que jugamos como nativos. Con otras palabras, hay multi­ tud de rastros o ruinas, incluso en sociedades tan complejas como las nuestras, de las formas de vida -o de las formas de comunidad- asociadas con aquellos juegos. ¿Cómo perviven estos rastros, si es que sólo perviven como rastros y ruinas, allí donde las ciencias debían precavernos de tratar ingenua­ mente con ellos e, incluso, contribuir a configurarlos sobre nuevas bases? Y en todo caso, ¿no es un peligroso señue­ lo, mortal para el juicio, pretender -como hacen algunos- la completa restauración en su original «naturalidad» de los rasgos comunes que esas mismas ciencias rompen en mil pe­ dazos? R. Al hacerme notar hasta qué punto soy víctima de mis pro­ pias metáforas, su pregunta me recuerda una vez más lo peli­ grosas que son las analogías en filosofía. Quiero decir que,

Sobre la nostalgia de sentido

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sin duda, mi manera de escribir puede propiciar en muchas ocasiones una interpretación fundamentalmente «histórica» de las relaciones entre los juegos (a los cuales, por cierto -lo advierto porque creo que ya es la tercera o la cuarta vez que escucho esta expresión durante esta entrevista-, yo me guar­ do mucho, hasta donde recuerdo, de llamar «juegos de len­ guaje» en La regla del juego). Así que, además de puntualizar que no todos los modelos epistemológicos en ciencias huma­ nas son equivalentes a este respecto (pienso, desde luego, en las contribuciones hechas en este dominio por Pierre Bour­ dieu y su escuela), tengo que decir lo siguiente. La idea de las «ruinas» o de los «restos» como el modo de ser del «juego i» -idea que, en su formulación, procede de La intimidad, y que en sí misma descarta toda posibilidad de una «restauración» del juego en su naturalidad original, puesto que la naturali­ dad original del juego i es precisamente la ruina- tiene un componente que no es estrictamente histórico sino que con­ cierne a lo que podríamos llamar -echando mano de un rótu­ lo ambiguo y difuso, lo reconozco- la teoría de la acción. Las «ruinas» o los «desechos» son el modo como se nos hace per­ ceptible en una determinada situación histórica todo aquello que de la acción no puede traducirse en términos de hechos, resultados o consecuencias (hechos, resultados o consecuen­ cias que son, por otra parte, lo único que la historiografía po­ sitiva, por definición, puede tomar en cuenta de la acción), de la misma manera que se nos aparecen como «ruinas» los edi­ ficios del pasado que en nuestro presente ya son inconsecuen­ tes, inaprovechables, residuales. Pero este mismo efecto (el «efecto ruina» o el «efecto desecho») es el que producen in­ defectiblemente todos aquellos aspectos de nuestras propias acciones presentes que tampoco se traducen en términos de consecuencias, resultados o saldos para el futuro. Con su ha­ bitual (mal) humor, Heidegger decía que la historiografía se ha convertido entre nosotros en el arte de administrar el pa­ sado a beneficio del presente: desde este punto de vista, todo aquello que no es susceptible de semejante gestión de recicla­ je de residuos del pasado se nos aparece en el presente como

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A favor de la verdad

ruina1; e igualmente se convierte en algo ruinoso, una car­ ga inútil o una pérdida gravosa, todo aquello que de nuestras acciones presentes no es susceptible de ser «administrado a beneficio del futuro». Cuando hoy caminamos, por ejemplo, por la plataforma helicoidal mandada construir por el em­ perador Adriano en Roma, en lo que hoy es el Castillo de Sant’Angelo, no importa cuánto conocimiento historiográfico pueda acumularse, el caso es que se trata de un espacio que ya no es susceptible de ser «habitado», es decir, vivido «desde dentro» y con las reglas implícitas que para sus usuarios ori­ ginales eran casi «naturales». Así les sucede a las acciones que la historiografía registra solamente desde el punto de vista de los hechos, es decir, de las consecuencias y resultados, que tampoco pueden ser vividas «desde dentro», desde el sentido implícito que fue experimentado como tal por sus propios ac­ tores (con cierta afectación, yo he hablado alguna vez a este respecto de «deshechos» de la historia). En La regla del juego se alude a algunos aspectos de esta transformación como la diferencia entre lo «elástico» y lo «rígido». Durante algunos años -y alrededor del concepto de «empatia»- hubo algo así como la «ilusión», en la que cayeron algunos historiadores, de que existía algún atajo metodológico para «resucitar» el sentido vivo de la acción a partir de las rígidas huellas factua­ les que deja en la historia (la confusión entre «historia» y «memoria», que está patente en la reciente promulgación en España de una «ley de la memoria histórica», testimonia que esta ilusión no ha abandonado aún el mundo). Creo, con todo, que hoy (¡no sé por cuánto tiempo!) está más claro que entonces que la única posibilidad de «recuperar el sentido de la acción» (es decir, de «devolver la vida a las ruinas») es, no la ciencia (cualquiera que sea su pertrecho metodológico), sino la ficción, en el bien entendido de que la ficción sólo es i. Sobre este asunto de las ruinas he procurado decir alguna cosa en un trabajo titulado «Vivienda, intimidad y calidad», Arquitectos n.° 176, voi. 05/04, Consejo Superior de los Colegios de Arquitectos de España, abril de 2006, pp. 63-68. Páginas 149-162 y ss. de este volumen.

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375

ficción y no puede ni resucitar a los muertos, ni sustituir a la realidad ni equivaler a la acción (para imaginar el «uso» [khrésis] que alguna vez tuvo esa rampa helicoidal son más útiles las Memorias de Adriano de Marguerite Yourcenar que una Historia del Imperio romano, pero las citadas Memorias nunca pueden competir con los tratados de Historia, porque en verdad la Historia y la Memoria son cosas diferentes y hasta en buena medida irreconciliablemente incompatibles). Ahora bien-y aquí es donde observo la limitación demis me­ táforas-, esto no es solamente cierto acerca de las «acciones del pasado» (que la historia convierte irreversiblemente en hechos), sino también acerca de nuestras propias acciones presentes, pues cada una de ellas queda irremediablemente convertida en hecho una vez acabada, incluso para mí mismo que soy su agente, y su sentido me es impenetrable, debido a que cada acción es solamente una y sólo ocurre una vez, y después de eso se eclipsa y se endurece no dejando tras de sí más que, por una parte, una ristra incalculable de «conse­ cuencias» que tenemos que intentar reciclar para seguir ac­ tuando en el futuro y, por otra, un montón inconsecuente de ruinas que están «demás» para esos efectos y que son, por así decirlo, carne ele ficción. Pues este carácter único e irrepetible de la acción es precisamente lo que hace que, en lo que tiene de más propio -o sea, en lo que es desecho y no hecho reciclable de cara al futuro-, ella sólo pueda «conservarse» como fic­ ción (es decir, como memoria, nunca como historia). Precisa­ mente por ello sus reglas son siempre implícitas y no explici­ tâmes, «irrecuperables» (pero -nótese- no porque yazcan en un pasado remoto inconmensurable con nuestros actuales patrones culturales o lingüísticos, sino simplemente porque, como los de cualquier acción, se autoclausuran en lo inflexi­ ble). Así es como he entendido yo siempre aquello que decía Aristóteles de que (i) las acciones sólo pueden darse «unas después de otras» (y por ello la virtud -el actuar bien- sólo puede ser un hábito, nunca una conducta dada de una vez por todás y para siempre), y de que (2) la verdadera acción tiene un fin inmanente (sólo puede medirse «desde dentro»), y

57^

A favor de la verdad

también aquello otro (que, además de Aristóteles, han repeti­ do muchos más) de que el verdadero bien de la acción (moral) es algo completamente indiferente a sus consecuencias. Pido perdón por lo prolijo de la respuesta, pero creo que de este modo he contestado de paso algo más específico que antes al asunto de la «ficción». P. Por otra parte, el orden social que impone el mercado con sus exigentes imperativos también se ha encargado -en cons­ tante retroalimentación tanto con las ciencias como con las tecnologías- de disolver muchos de los vínculos comunita­ rios que han prestado tradicionalmente carne a la sociedad. Últimamente parece que quienes lamentan y denuncian esa disolución son precisamente los sectores más conservadores, poco amigos de enemistarse con el mercado; y que lo hacen además en un sentido y con un tono semejante al que emplean -entre quejumbroso y nostálgico- quienes en las antípodas de esta opción política se duelen del nivel de corrosión al que estamos llegando... R. Bueno, a lo mejor y o también soy un poco quejumbroso y nostálgico. Pero aquí está envuelto un problema más compli­ cado. Hablando de La intimidad (que, sin duda alguna, es el libro que se encuentra en el origen de La regla del juego), alguien dijo, en el momento de su aparición, que era un li­ bro que se situaba en la corriente, pero contra la corriente. Creo que esto es algo muy cierto. La intimidad, que parecía un tema bastante anticuado y hasta kitsch, se había convertido de pronto, ya en 1996, en uno de los platos indispensables del menú cultural que invadía e invade todos los frentes: en la filosofía, en la política, en las ciencias sociales... Mi libro se si­ tuaba en esa corriente, pero justamente porque aspiraba a res­ ponder críticamente contra ella: todos los caracteres de la intimidad tal y como se ha constituido en un discurso «de actualidad» son precisamente los que yo denunciaba en el li­ bro como falaces, ilusorios o perversos. Dado que en mi libro la intimidad formaba pareja con la comunidad, mi intención

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377

era que, también en este punto, mi argumentación estuviera en la corriente, pero contra ella. En la corriente porque la co­ munidad, que era un tema asociado a la crítica reaccionaria del liberalismo y a los horrores del fascismo, pasó en poco tiempo a ser, tras la caída del muro de Berlín, la manera co­ rriente de razonar, especialmente en política, hasta el punto de que este discurso ha sustituido por completo al viejo mo­ do de argumentar en términos de clase y se ha convertido, in­ cluso, en la clave explicativa de toda clase de conflictos y en la llave para las victorias electorales. Pero contra la corriente porque, tan cerrada como mi defensa de que la intimidad no puede convertirse en información explícita (no, al menos, sin fallar en la búsqueda de la intimidad y sin echar a perder la «información» así obtenida) era mi insistencia en que la co­ munidad no puede tener una forma política y, cuando juega a tenerla, no solamente se destruye a sí misma en cuanto comu­ nidad (porque se busca en donde no está), sino que pervierte la política convirtiéndola en seudopolítica o «política-basu­ ra» , de lo cual tenemos, creo, ejemplos suficientes en nuestra actualidad más inmediata. Vayamos ahora a La regla del jue­ go. Empecemos por la nostalgia. Y empecemos también por sanearla a ella misma (Nostalgia I) de residuos historicistas. Pues no encuentro otro motivo posible para el hecho -a mi modo de ver indiscutible- de que el adjetivo «nostálgico» se haya convertido en un insulto, en una etiqueta bajo la cual na­ die que quiera tener éxito en sociedad debe situarse, que no sea el prejuicio que consiste en la previa aceptación (acritica e in­ consciente) de lo que podríamos llamar «la filosofía moderna de la historia» (representada por Hegel en una de mis respues­ tas anteriores y popularmente resumida como The times they are a-changin’): ciertamente es un prejuicio inmotivado pen­ sar (como haría un nostálgico en el sentido peyorativo del tér­ mino, si es que tiene algún otro) que «todo tiempo pasado fue mejor», pero no menos que el creer (debido a la estampa mo­ derna de la historia) que «todo tiempo futuro será mejor»; quiero decir que racionalmente cabe aceptar al menos la posi­ bilidad de que algún tiempo pasado haya podido ser mejor en

37»

A favor de la verdad

algún sentido, aunque eso sea muy fastidioso de reconocer para el progresismo metafisico y, en el fondo, muy doloro­ so para todos los que vivimos en el presente. Una vez realizado ese «saneamiento», debo decir que en La regla se sostiene una y otra vez que la comunidad es algo que sólo puede sobreve­ nir bajo la figura de aquello que se «echa de menos» (y, por tanto, no como apelación a un «tiempo pasado mejor», pues­ to que este «echar de menos» es constitutivo y originario); en efecto, confundir ese «echar de menos» (Nostalgia II) origina­ rio con la apelación a un «retorno» a un pasado mejor consti­ tuye uno de los ejes patológicos de las políticas de la nostalgia o de la «melancolía» en el sentido admirablemente definido por Jon Juaristi. En este capítulo patológico-político situaría yo todo lo que me parece genuinamente abominable de las lla­ madas «políticas de la identidad» y de la «lucha por el recono­ cimiento» que constituyen la cultura de la queja (sobre la cual también interrogaba su pregunta) en todas sus variantes (tan­ to académicas como mundanas) y que yo (quizá por mi irredi­ mible pasado nietzscheano) no puedo percibir más que como criaturas del resentimiento carcomidas por lo que Nietzsche llamaba «el bacilo de la venganza». Dicho todo esto, ¿no hay motivos para quejarse de la queja y sentir nostalgia (Nostal­ gia III) de otros tiempos en los cuales todo esto de la identidad, el reconocimiento y la queja por las heridas y las ofensas no es­ taba en primer plano (pues también el hecho de considerar la queja como algo indecoroso y socialmente retrógrado forma parte de la costra historicista que nos habíamos propuesto sa­ near)? Yo no siento la menor nostalgia de la comunidad (sal­ vo en el sentido jurídicamente inocuo de la Nostalgia II), pero ello no me impide apreciar, desde un punto de vista histórico (no historicista) y político como un hecho extremadamente la­ mentable la corrosión del estado social de derecho (no digo como realidad histórica, que siempre fue muy pobre, sino co­ mo proyecto político positivo) y, sobre todo, el entusiasmo con el cual en muchos casos los propios intelectuales han co­ laborado (en su muy discreta medida, ciertamente) a su demo­ lición. Creo que esta demolición está provocando en el mun-

Sobre la nostalgia de sentido

379

do lo que de momento es difícil percibir de otra manera que como un difuso «sentimiento» colectivo, que yo no llamaría exactamente queja, ni nostalgia, ni siquiera tristeza, sino más bien amargura o desdicha, sentimiento que acaso tenga que ver con la apariencia -que lleva muchas papeletas para con­ vertirse en realidad- de que, tras un breve y relativísimo pe­ ríodo de tregua representado por el tan denostado «estado de bienestar», la Historia ha vuelto a ponerse en marcha y los tiempos, una vez más, están cambiando (incluso el clima se está calentando globalmente). Plantear este asunto, como hace por ejemplo Richard Sennett (con quien, por otra parte, he te­ nido ocasión de señalar por escrito mis divergencias)1 2, en tér­ minos de «corrosión del carácter» no me parece algo que pueda simplemente descalificarse, como hacen algunos perio­ distas posmodernos, con las etiquetas de «quejumbroso y nostálgico», porque -para decirlo con las palabras de Walter Benjamin y de Sánchez Ferlosio- el cese de la tregua y la rea­ nudación de las hostilidades tiene todo el aspecto de ser un nuevo episodio de la funesta hegemonía del destino sobre el carácter1. Si la política se encamina hacia el basurero, ¿por qué habría de proporcionarle la filosofía coartadas para ha­ cerlo, además, con orgullo y alegría? ¿Por aquello que decía en la televisión franquista el padre Jesús Urteaga en su pro­ grama religioso para jóvenes de los fines de semana, aquello de «siempre alegres para hacer felices a los demás»? P. Pero volvamos a la cuestión de las reglas. Hasta ahora nos hemos referido a la «desnaturalización» que producen en 1. «El vientre de la ballena. Carta abierta a Richard Sennett», en el li­ bro colectivo de la Escuela Contemporánea de Elumanidades El buscador de oro. Identidad personal en la nueva sociedad, Toledo, Lengua de Tra­ po, 2002, pp. 19-38. Páginas 185 y ss. de este volumen. 2. No niego que haya en esto una gran dosis de ingenuidad, pero el caso» es que los fundadores de la Fabian Society (que está en los orígenes del Partido Laborista británico y, por tanto, del modelo anglosajón de «estado de bienestar») señalaban como la primera finalidad del Estado la forja del carácter.

lío

A favor de la verdad

ellas -y en la propia vida social- las ciencias; pero hay mu­ chas maneras de explicitarlas o, mejor dicho, de envanecerse creyendo que se logra explicitarlas. En lo que respecta al uso ordinario de las palabras (y dejamos en suspenso qué puede significar darles un uso «extraordinario»), las reglas que lo rigen presuponen un aprendizaje pragmático que se adquiere sobre la base de una cierta herencia o, si se prefiere, de una cierta tradición. Sin embargo, no son pocos los que tratan -y han tratado- de disimular ese patrimonio, y el pretexto de la innovación conceptual o de la redefinición retórica casi nun­ ca ha sido muy creíble. Más bien parece que quieran liberar­ se de los límites que impone la herencia para definir, confor­ me a sus propias reglas unilaterales, el uso incontestable que se le debe dar a las palabras. ¿No nos estamos acostumbrando con demasiada facilidad a convivir con los Hiimpty Dumpty de la política, convencidos de que las palabras significan lo que ellos deciden que significan? ¿No es éste uno de los en­ gaños que más eficazmente enajenan al ciudadano la capaci­ dad de juicio? R. Aborrezco citarme, pero aborrezco aún más parafra­ searme, así que ahí va una cita: Existe una tendencia -cuya tradición proviene al menos de la Escolástica medieval y del uso «moderno» del llamado «méto­ do geométrico»- que persigue un ideal de claridad (a veces con­ fundido con el rigor científico o metodológico) que se plasma­ ría en la posibilidad de redefinir cualquier palabra, expresión o término en sentido técnico (lo que a menudo significa: en senti­ do lógico), es decir, haciendo por completo abstracción de los modos en que tales expresiones son, serán y han sido usadas en otros contextos por otros usuarios. Nada se puede objetar a esta pretensión de redefinición técnica de las expresiones en tanto conserve su autoconciencia de ser únicamente un intento de negociación del significado público de las palabras, sustenta­ do sobre lo que podríamos llamar el principio de negociabili­ dad, según el cual el significado de una expresión es siempre pú-

Sobre la nostalgia de sentido

blicamente negociable para todos los afectados por la conversa­ ción en la que se usa el término cuyo significado es objeto de ne­ gociación. Pero no puede olvidarse que este intento de negocia­ ción

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Platón

da en que todos sus usuarios han muerto hace siglos. Lo que na-

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.4 favor de la verdad

382

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por

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mis­

ma (el trabajo de la filosofía sobre sí) 1.

P. Según hemos creído entender, aquellos que tratan de enca­ minar la filosofía hacia algún tipo de rendimiento teóricopráctico son partidarios de instituir un modelo educativo en el que el aprendizaje de «valores» y «aptitudes» se realice se­ gún reglas explícitas. Por si fuera poco, a esto se añade la pre­ tensión de que el educando adquiera también la condición ciudadana con el manual en la mano. El panorama no es, a juzgar por su ensayo, demasiado alentador. Por un lado, se escamotea la adquisición del sentido común que, interpretan­ do las reglas implícitas que ordenan las distintas formas de vida, permite discernir lo que en cada caso resulta adecuado decir, hacer o callar. Por otro lado, se dificulta que algún día el educando ejercite el juicio, que ponga en cuestión una regla vigente o la invente allí donde no la había. ¿Qué se esconde detrás del recurso a reglas explícitas como único modelo legí­ timo de educación? R. Se esconden la demagogia y la «competitividad» (que es como ahora se llama a la drástica reducción presupuestaria en los servicios públicos). En estos días ha llegado a mis oídos, de fuentes fidedignas y habitualmente bien informadas, que cier­ ta empresa estadounidense que había radicado una de sus plantas de fabricación en territorio mexicano, alarmada ante el índice de ausencias laborales que se producían los lunes de cada semana, y enterada de que tales ausencias se debían a los i. «Apéndice» a La intimidad, Valencia, Pre-Textos, 20041.

Sobre la nostalgia de sentido

excesos etílicos cometidos por los trabajadores durante el fin de semana, se propuso poner una drástica solución a este pro­ blema impartiendo a los absentistas un cursillo en el cual se les enseñasen los rudimentos precisos para comprender la ne­ cesidad, e incluso la conveniencia, de asistir también a traba­ jar los lunes en el horario establecido. Sería interesante que los diseñadores de este formidable cursillo dejasen al público conocer sus hipótesis acerca de cómo ha sido posible que el resto de los trabajadores del mundo industrializado hayamos estado acudiendo a nuestros empleos a diario y puntualmen­ te, incluidos los lunes (que no son un día cualquiera), como auténticos imbéciles, no habiendo recibido este cursillo cien­ tífico de formación del espíritu laboral. Pero, por otra parte, y para que se note hasta qué punto este asunto conecta con lo que acabamos de estar hablando acerca de la «acción», hay que notar que si a las acciones libres se les asignase un valor explí­ cito o un producto -ya fuera éste el de servir como moneda que pudiera hacerse valer en el juicio final para alcanzar la fe­ licidad eterna tras la muerte, ya fuera (como sugirió en cierta ocasión un ex ministro español) el de poder canjearse por tantos que acreditarían la virtud ciudadana en un «carné de ciudadano por puntos»-, entonces las acciones mismas se convertirían en «producciones» que, en cuanto tales, sólo po­ drían valorarse a la luz del «producto» resultante como sal­ do, es decir, dejarían de ser acciones libres y se reducirían a simples hechos contables. P. No puede olvidarse que el Estado de Derecho, por su par­ te, se organiza procedimentalmente conforme a reglas explí­ citas. Ahora bien, la facultad de juzgar del individuo, que no consiste en aplicar reglas dadas, se encuentra, sin embargo, a la base tanto de la crítica del derecho vigente como de la pro­ ducción de derecho. Cabe temer que aquellos que no han he­ cho otra cosa que aprender reglas explícitas se revuelvan pa­ radójicamente contra el carácter procedimental del Estado, y ello en lo relativo tanto a la más pequeña de las minucias ad­ ministrativas como en lo que respecta a los más importantes

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A favor de la verdad

y decisivos mecanismos de reforma de la propia constitu­ ción jurídica. ¿Qué cabe esperar de estos ciudadanos que, si se permite el contrasentido, apenas están en condiciones de juzgar? R. Cabe esperar de ellos (o sea, de nosotros) lo que cada día traen los periódicos. Juzguen ustedes mismos.

Cuestionario filosófico"'

Pregunta. ¿Es el patriotismo una virtud? Respuesta. No me cabe la menor duda. Es lo que mueve a los hombres a emprender hazañas gloriosas durante las cua­ les son capaces de matar, mutilar, torturar, humillar y per­ judicar a cientos de miles de sus semejantes (según las posi­ bilidades técnicas de cada época y lugar) solamente con la motivación de su autoafirmación (que requiere, naturalmen­ te, que previamente se hayan ocultado a sí mismos su condi­ ción de individuos para identificarse con la colectividad) y con la única finalidad de ejercer la sana competición antagó­ nica -desde antiguo contrapuesta a la viciosa ociosidad y a las anti-higiénicas diversiones pasivas- y de obtener de ella la merecida satisfacción del orgullo del vencedor (o cuando me­ nos de la autosuperación), que últimamente nos hemos acos­ tumbrado a llamar «identidad» y que es un negocio cada vez más próspero. Sin esta virtud sería mucho más difícil hacer la guerra, y sin la guerra no habría en absoluto patrias que ins­ pirasen esta virtud y, por tanto, es muy probable que ni si­ quiera hubiese llegado a haber historia en el sentido más ha­ bitual de este término (ni tampoco ligas de competiciones deportivas: no es una casualidad que una de las preocupa­ ciones primordiales de todo nacionalismo -y el nacionalismo es una especie del género «patriotismo»- sea la de poseer su * «José Luis Pardo responde a nuestro cuestionario filosófico», Revis­ ta Kiliedro (http:www.kiliedro.com), 2K07, febrero 2007.

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A favor de la verdad

propia selección nacional). Claro que también es cierto que no se ha podido dar jamás un solo argumento convincente que sea capaz de persuadir incluso al más incauto de que es preferible que haya historia (y, por tanto, patrias y, por tan­ to, guerras) a que no la haya, pero no parece que hasta ahora haya echado de menos nadie con mando en plaza este tipo de persuasión argumentai. P. ¿Qué designa «hombre» en «derechos del hombre»? R. ¡Qué susto! Había leído «desechos del hombre» (aunque, ahora que lo pienso, a lo mejor la respuesta era más interesan­ te). Que el hombre tenga (que tener) derechos dimana de un defecto de fábrica, que consiste en que el hombre no está del todo hecho y en que, por tanto, no todo en él parece poder re­ ducirse a los hechos. Hay derechos porque hay deberes, es de­ cir, porque no hay algo que debería haber, porque algo falta. Esta «falta de hechura» es el espacio de la libertad o, como también podríamos decir, de la acción (entendida como algo distinto de los hechos). Y así como un hecho es aquello que se produce de acuerdo con una ley (de la naturaleza), también actuar es seguir una regla (en este caso, de la libertad). Pero -precisamente por tratarse de las leyes de la libertad- surge aquí siempre esa cuestión que, con su habitual ingenuidad sólo aparente, planteaba en cierta ocasión Wittgenstein: ¿y qué pasa si no lo hago, si no sigo la regla? La ética no puede dar a esta pregunta (ni tampoco a la de qué pasa si sigo la re­ gla) ninguna respuesta satisfactoria, pues sólo puede contestar que en realidad no pasa nada o que puede pasar cualquier cosa. Lo insatisfactorio de esta respuesta es la causa de que hayan surgido entre los hombres la poesía (de la cual la religión es una de las especies) y el derecho, dos formas bien distintas (aunque no necesariamente incompatibles) de intentar paliar la evidencia de que a menudo los justos y los inocentes sufren más que los canallas y los culpables. La poesía permite imagi­ nar (y la religión esperar) un reparto justo de la felicidad; el derecho permite contrarrestar políticamente -en lo que llama-

Cuestionario filosófico

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mos «Estado de Derecho»- los efectos de su injusta distribu­ ción. Los dioses mueren cada vez que sufre un inocente (pero enseguida resucitan, porque es difícil para todo el mundo su­ frir sin culpa y a la vez sin esperanza de compensación), la poe­ sía se vuelve imposible cada vez que se erige un nuevo Aus­ chwitz (pero enseguida se rehace, porque vivir ateniéndose exclusivamente a la historia exige un ascetismo sobrehuma­ no), y el derecho se viene abajo cada vez que alguien lo utiliza para, no conforme con el mero avasallamiento de otros, exigir además el derecho a avasallarlos (pero también vuelve a re­ construirse sobre sus ruinas, porque vivir sin derechos ni debe­ res sólo es posible para quien está completamente hecho y po­ see una naturaleza compacta y sin fisuras). Nada es, pues, más propio del hombre que los derechos, precisamente porque es eso, sólo hombre, y tiene deberes, deudas, carencias no solamente materiales sino también morales. Quienes idearon la «Decla­ ración Universal» dieron la expresión de esta condición en una lista de mínimos que siguen siendo, como entonces, exce­ sivamente máximos si se comparan con sus pobres reali­ zaciones. Pero semejante lista, como las constituciones que la reflejan o se adhieren a ella, no pretendió ser nunca una des­ cripción de una situación de hecho que, por tanto, pudiera re­ futarse contrastándola con unos hechos que la desmienten, sino que pretendía ser más bien algo parecido a una linterna que señalase el camino a seguir. P. El catolicismo y el horóscopo son supersticiones y deben ser tratados de la misma manera. ¿Está de acuerdo? R. No. El horóscopo, al menos tal y como lo conocemos en la actualidad, es y sólo puede ser una superstición. Constitu­ ye una de esas creencias a las que nos inclinaríamos a consi­ derar como «históricamente derrotadas» pero, sin embargo, no ha dejado de ocupar un lugar -ciertamente menor y dis­ creto- en el anecdotario de nuestras sociedades (incluso en el portal de voz de la cadena SER). Nadie ignora su falsedad (al menos en el seno de eso que acabo de llamar, para entender-

A favor de la verdad

nos, «nuestras sociedades»), pero sobrevive como servicio sentimental de bajo coste debido, sin duda, a su facilidad: al menos en su versión popular (que es la que persiste social­ mente), el zodiaco permite hacer predicciones y adivinacio­ nes (que no son tales), dar consejos y ofrecer soluciones (que no son tales) de manera muy sencilla, rápida y barata, sin que las equivocaciones (que ni siquiera llegan a poder ser ta­ chadas de tales) tengan la menor importancia. Esto, que constituye la base de su «éxito», es también la cruz contra la que fingen luchar sus «profesionales» para combatir su des­ prestigio cuando se presentan como expertos en una materia importantísima y -en el colmo del delirio- denuncian el «in­ trusismo» que infama su corporación; pero no pueden hacer­ lo en serio porque esa visión va exactamente en contra de sus intereses comerciales, ya que si fuese algo complejo y difícil -y aún más si fuese algo verdadero- perdería completamen­ te su público, que sólo busca una tranquilidad obtenida có­ modamente y sin demasiados gastos, que no entre en conflic­ tos importantes con la realidad. Por eso los hacedores de cartas astrales y demás fauna de arúspices sólo pueden ser, en nuestras sociedades, payasos y bufones que reclaman en vano la atención de una «seriedad científica» que sencilla­ mente serían incapaces de soportar en el caso de que se les concediese. El catolicismo es una religión (sobre lo cual véa­ se la contestación anterior) y, por tanto, siempre que se man­ tenga, como alguien dijo, «en los límites de la mera razón», no tiene por qué tener nada de supersticioso; pero, por ello mismo, cuando los sobrepasa -como sucede cada vez que se utiliza con fines políticos o se confunde con la política mis­ ma- es algo mucho más peligroso que el horóscopo, como lo prueban tanto la experiencia pasada de la humanidad como el actualmente tan jaleado «retorno de las religiones»1. i. A veces me pregunto -pero no me siento capaz de hacer afirmación alguna sobre esto- si este «retorno de la religión» al que asistimos (y que desde luego no es conmensurable con lo que significaba la religión en la épo­ ca de las grandes revoluciones modernas europeas) no es en sí mismo un

Cuestionario filosófico

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P. Teniendo en cuenta los antecedentes -la personalidad de González y Aznar-, ¿qué tiene José Luis Rodríguez Zapatero para que resulte tan alarmante?

«efecto secundario» del imperialismo: el modo como en la gran metrópolis (Estados Unidos) se ha tratado el problema de la religión ha consistido exac­ tamente en concebir -ideal o imaginariamente- a la sociedad civil como ar­ ticulada en torno a grupos religiosos de creencias firmes y arraigadas y en garantizar que el Estado no se inmiscuya en tales creencias y, por tanto, no «intervenga» en la sociedad civil, de tal modo que se convierta en algo así como aquel nigbtwatcbman del que hablaban los liberales decimonónicos, que sólo aparece cuando hay conflictos entre creencias inconmensurables y para resolverlas mediante la institución o mediante la fuerza. Es como si este esquema se hubiese proyectado desde la metrópolis hacia las colonias y, por tanto, desde el centro a toda la periferia (es decir, al mundo entero), que se concibe entonces como habitada por poblaciones constituidas por creyentes más o menos fundamentalistas (pero en cualquier caso recalcitrantes) entre los cuales el gran Estado Mundial debe solucionar (por la fuerza) los «choques» o arbitrar (mediante las instituciones) las alianzas (sospecho, por tanto, que lo que quiere decir «civilizaciones» en las fórmulas «choque de civilizaciones» y «alianza de civilizaciones» es aproximadamente «reli­ giones», y el modo como las fuerzas de ocupación organizan los llamados «gobiernos de restauración democrática» en los países intervenidos -es de­ cir, por proporcionalidades etno-religiosas- es bastante indicador de esto). El problema es que no es verdad que el planeta -y desde luego Europa, que es la parte del planeta que mejor conozco- fuera hasta anteayer un territo­ rio indígena más o menos colonizado por los peregrinos del Mayflower car­ gados de puritanismo (aunque bien pudiera llegar a serlo a partir de pasado mañana ).Estonoeliminaelhechodequeel colonialismo, a su manera, tuvo una innegable capacidad de fundar «patrias» (véase la respuesta a la prime­ ra pregunta), ya que las guerras de liberación contra el colonizador tuvieron como efecto la institución de naciones (y ya he dicho que no veo diferencias relevantes entre «patria» y «nación»), o sea de «sociedades civiles» (o al me­ nos agrupaciones militares) aglutinadas en torno al nacionalismo anti-imperialista, pero una cosa es fundar una nación (o sea, una identidad) y otra muy distinta fundar un Estado. En este sentido, la concepción -no ya ima­ ginaria o ideal, sino real y material- de la sociedad civil que se ha impuesto efectivamente es la que la entiende como tejido empresarial y, por tanto, como mercado. Y ambas cosas, según parece, se dan perfectamente la mano en el nuevo mercado mundial de las identidades de cuyos conflictos las autoridades imperiales se han erigido en árbitros a modo de una «comisión internacional de vigilancia del mercado de valores espirituales».

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A favor de la verdad

R. Los dos últimos jefes del Ejecutivo que usted menciona en su lista se han encargado de poner de manifiesto que el que la encabeza era un político de una estatura superior. No es Ro­ dríguez Zapatero lo alarmante sino, en todo caso, la situa­ ción actual de la política, su estrechez de miras, su irrespon­ sabilidad, la enorme fragilidad de la democracia y la crisis del Estado de Derecho. Y en cuanto a lo de la «personalidad» (¿es un sinónimo rampante de «identidad»?), desconozco la de los tres. No he tenido el gusto. Pero he oído decir que Sta­ lin, Hugo Chávez, Omar Torrijos, Bin Laden, Hitler, Pino­ chet y Fidel Castro tienen (o tenían) muchísima. P. ¿Cuál cree usted que sería (o es) la actitud de Estados Uni­ dos y las grandes naciones europeas frente a una posible de­ sintegración de España? R. Mucho me temo que eso que usted llama «las grandes naciones europeas» tiene, en general, poco que decir en el concierto internacional. De Estados Unidos, nada, porque su protección militar sostiene en buena medida el poco o mucho bienestar que queda en Europa; de la Rusia de Putin, menos, porque ella posee, además de dosis interesantes de polonio, buena parte de las reservas energéticas que a Euro­ pa se le empiezan a agotar; de la China (y de los países asiá­ ticos «emergentes») aún menos, pues la enorme tarta que suponen sus mil y pico millones de consumidores (ya sólo parcialmente potenciales) no deja margen para que Europa haga incómodas observaciones acerca de que se trata de una dictadura, sino que exige apresurarse para obtener la ración que corresponda a cada una de esas «grandes naciones» en proporción a su «grandeza»; de lo que podríamos llamar «el mundo árabe», chitón, porque todos sospechan que la de­ saparición de las oligarquías tiránicas que lo gobiernan y la celebración de elecciones libres llevaría a un dominio gene­ ralizado de lo que ahora se llama el «fundamentalismo islá­ mico», y esto mismo vale para América Latina con respecto a los caudillos populistas-indigenistas, así que se impone la

Cuestionario filosófico

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doctrina de Los Salvajes, o sea, la de que es mejor dejarlo como está1, por muy corrupto que esté; y, en cuanto al ÁIri­ ca negra, sencillamente a nadie se le ha ocurrido, después de la descolonización, nada interesante. En comparación con todo esto, la desintegración de España (o de Francia, o de Ale­ mania, o de Italia) es como las neurosis familiares en com­ paración con la esquizofrenia: no tengo la impresión de que el presidente Bush lo tenga en su agenda, a pesar de los es­ fuerzos ímprobos de Federico Jiménez Losantos y la compa­ ña (quien sí lo tiene en su agenda, transgrediendo así su pro­ pia obediencia doctrinal y su dogmática, es la Conferencia Episcopal, lo que prueba una vez más la actualidad del cato­ licismo como factor de esa «identidad» de la que hemos ha­ blado). Lo que aborrezco del nacionalismo no son sus ame­ nazas contra la unidad de España (pues eso equivaldría a combatir un patriotismo con otro, y ya he dicho que no le tengo afición al patriotismo), sino sus amenazas contra el Estado de Derecho, que es lo único que me hace soportable a la Nación cuando ésta se pone insoportable, y es la desin­ tegración de aquél, no de ésta, lo que me preocupa-; me siento tan vinculado afectivamente a lo mío como cualquier otro, pero si voy a tener que preguntarme por el ser de Es­ paña, y si voy a tener que dar explicaciones sobre todo eso, me borro inmediatamente. P. ¿Considera usted que la Historia progresa en algún sentido? R. (¡Por fin una pregunta fácil!) No. P. Con cuál de las siguientes aseveraciones está usted más conforme: i. Tengo que pedir públicamente perdón a Juan Pardo, Manuel Gon­ zález, Antonio Morales y los herederos de Fernando Arbex, porque en una primera versión de este texto hablaba yo de la «doctrina de Los Brincos», manifiestamente confundiendo su soberbio Mejor con la versión que Los Salvajes hicieron del tema de los Four Tops «Reach out (I’ll be there)», que en Castellano se tituló «Es mejor (dejarlo como está)».

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A favor de la verdad

El hombre converge (históricamente) hacia su animalidad. El hombre tiende (históricamente) a humanizar la anima­ lidad. R. Sin duda alguna, con la segunda. La animalidad, como en general la naturaleza, siempre es para nosotros, los huma­ nos, algo inquietante. Y uno de los remedios más extendidos contra la inquietud es la asimilación: conceder derechos a los animales, por ejemplo, o a las plantas y a los bosques, es de­ cir, empeñarse en no dejarles ser lo que son. Si a alguien le preocupasen realmente los animales o la naturaleza, lo pri­ mero que haría sería levantarse al menos con las armas del intelecto contra semejantes intentos de eliminar del mundo todo lo que nos es ajeno. Lo que sucede es que la asimilación de lo inhumano a lo humano (la humanización de la natura­ leza) es la otra cara de la naturalización de la humanidad, es decir, de una búsqueda, no menos arraigada en nuestra his­ toria, de obtener para la humanidad aquello que justamente le falta (sobre lo cual véase la respuesta a la pregunta sobre los derechos humanos), es decir, naturaleza, ese modo de ser completamente inapelable y sólido que nos liberaría para siempre de nuestra fragilidad y de nuestra vulnerabilidad. Y ambas caras son fenómenos derivados de eso que Martha Nussbaum llama el ocultamiento de lo humano, que es pre­ cisamente el ocultamiento de esa debilidad. Así que el único sentido aceptable de la fórmula «humanizar la animalidad» sería el de reconocer esa debilidad en lugar de hacerla recaer en exclusiva sobre otros humanos a quienes estigmatizamos como animales repugnantes y vergonzosos y tratamos como enemigos. Pero tal reconocimiento no elimina el hecho de que la animalidad del hombre es algo al menos tan específi­ co como su racionalidad. P. ¿En qué sentido puede la estética ocuparse de obras como las de la famosa «Sensation» (Damien Hirst, Mat Collisilaw, etcétera)?

Cuestionario filosófico

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R. El caso (Félix de Azúa ha tenido la santa paciencia de ex­ plicarlo en numerosas ocasiones y con exhaustivos ejemplos) es que la estética puede ocuparse de casi todo, y ello no a causa de que tenga una vocación de conquista especialmente vigorosa, sino simplemente porque todo se ha estetizado, se ha desplazado significativamente al terreno de la sensibili­ dad, minando así la ya de por sí sutil diferencia entre lo que es y no es una obra de arte y, al ampliar de este modo las po­ sibilidades del discurso estético, también ha desfigurado no­ tablemente su condición y sus reglas. Teniendo en cuenta el uso -digámoslo de esta manera- ideológico tan poderoso y abusivo que en otros tiempos se hizo de este tipo de dicoto­ mías (arte/no-arte, etc.), es comprensible que se haya comba­ tido con tanto ahínco. Lo que nadie esperaba es que el resul­ tado de este combate fuese un nuevo malestar, precisamente el malestar de la in-diferencia o de la indiscernibilidad. Por­ que la estética, como discurso teórico, es completamente in­ separable de ciertas instituciones sociales (la crítica de arte, la industria editorial, las universidades, los periódicos, etcé­ tera) que garantizaban eso que se llamó la autonomía del arte. La erosión de dichas instituciones, que es hoy evidente, y por tanto de aquella autonomía del arte (con respecto a la política, a la economía, a la moral o a la religión), hace que también el discurso estético, que ahora se siente autorizado a invadir cualquier territorio, haya perdido en buena medida su razón de ser y su posibilidad de distinguirse de otros dis­ cursos (lo cual no solamente no impide sino que, al contra­ rio, multiplica sus posibilidades expansivas).

índice

Lo nuestro no tiene futuro................................................ 7 A CUALQUIER COSA LLAMAN ARTE

Estética y nihilismo. Ensayo sobre la falta de lugares 19 ¿Qué quiere un niño?.............................................................. 41 Ensayo sobre la falta de argumentos............................... 57 Ensayo sobre la falta de personalidad............................. 102 Ensayo sobre la falta de vivienda......................................... 149 Nunca fue tan hermosa la basura......................................... 163 Cuerpos desnudos.................................................................. 179

El

vientre de la ballena

Carta abierta a Richard Sennett a propósito de La corrosión del carácter............................................... 185 Mother & Child Reunion...................................................... 203 No-ficción............................................................................... 221 Los tiempos no están cambiando......................................... 223 ¡Es el marco, imbécil!............................................................ 225 Poesía e historia..................................................................... 230 El conocimiento líquido........................................................ 255

M ás P rozac

y menos

P latón

Literatura y filosofía.............................................................. 283 De dónde son los cantantes................................................. 291

El concepto vivo o ¿Dónde están las llaves?................... 304 Las desventuras de la potencia........................................ 319

A FAVOR DE LA VERDAD

Entrevista con José Luis Pardo......................................... 351 Sobre la nostalgia de sentido........... ............................... 364 Cuestionario filosófico...................................................... 385

Diseño: Winfried Bährle

Círculo de Lectores, S. A. (Sociedad Unipersonal)/ Galaxia Gutenberg Travessera de Gràcia, 47-49, 08021 Barcelona www.circulo.es www.galaxiagutenberg.com 357901028642 ©José Luis Pardo Torio, 2010 © Círculo de Lectores, S. A. (Sociedad Unipersonal), 2010 Depósito legal: B. 1663-2010 Fotocomposición: Víctor Igual, S. L., Barcelona Impresión y encuadernación: Printer industria gráfica N. II, Cuatro caminos s/n, 08620 Sant Vicenç dels Horts Barcelona, 2010. Impreso en España ISBN Círculo de Lectores: 978-84-672-3887-7 ISBN Galaxia Gutenberg: 978-84-8109-855-6 N.° 3 5998

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